Analizar las implicaciones y los efectos ideológicos de cada una de las concepciones
propuestas desde las diferentes aproximaciones teóricas.
Evaluar la importancia que tiene la posición desde la que se interpreta una interacción.
1. La agresividad
Por lo tanto, se puede esperar que, vistos los efectos que la agresividad comporta para todo el
mundo, desde las ciencias humanas y sociales este tema haya sido objeto de estudio de muchas
investigaciones y elaboraciones teóricas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que se han
invertido en ello, el progreso en el estudio de la agresividad ha sido bien escaso; cada
investigación ofrece un planteamiento que lleva a cuestionar unos resultados que se confirman
en otros, y viceversa.
Toda la larga y variada producción sobre este tema se puede clasificar en tres líneas teóricas
básicas:
1) una que centra su atención en los aspectos instintivos innatos del comportamiento agresivo;
2) otra que destaca los procesos de aprendizaje y el papel de los factores ambientales en la
adquisición de patrones de comportamiento;
3) y otra que intenta integrar de manera equilibrada los dos enfoques anteriores (el
ambientalista y el innatista).
Las explicaciones instintivistas parten del supuesto de que las personas son agresivas por
naturaleza, es decir, que, detrás de lo que es el comportamiento agresivo observable, se
supone la existencia de un instinto. Esta hipótesis, por lo tanto, implica que este tipo de
comportamiento, por una parte, no necesita ningún tipo de aprendizaje para ser adquirido y,
por la otra, tiene un carácter intrínseco de inevitabilidad. Esta manera de entender el
comportamiento agresivo es la que ha sido más influyente en las explicaciones cotidianas
sobre la agresividad, sus causas y sus funciones.
El psicoanálisis (con Freud), la etología (con K. Lorenz) y la sociobiología (con Wilson) son
las orientaciones más destacadas que han desarrollado el tema de la agresividad desde una
perspectiva innatista.
Según Freud, los humanos nacemos con dos tipos de pulsión: una dirigida a la
autoconservación y al placer (eros), y otra dirigida a la muerte y la destrucción (thánatos). La
conducta agresiva tiene un origen interno, el impulso de thánatos, y su función es reducir la
tensión que se acumula en el periodo de no agresividad. Mediante la conducta agresiva, se
desvía hacia el exterior la energía destructiva generada por este impulso, con el fin de evitar
la autodestrucción. Por esta razón no se puede pretender eliminar la agresividad humana, sino
que se tiene que procurar canalizarla de otra manera para que no tenga consecuencias
destructivas. Esta teoría no ha tenido casi ninguna influencia en la investigación
contemporánea, pero sí que ha servido de base para elaborar conceptos clave para la
investigación empírica, como por ejemplo, la formulación de la hipótesis frustración-
agresividad.
Konrad Lorenz, desde la etología (que estudia el comportamiento animal), postula también la
existencia de una disposición innata de pautas de acción en muchas especies animales. A
diferencia de lo que propone Freud, estas pautas de acción, aunque se estimulan desde la
activación interna, también se pueden desencadenar a partir de un estímulo exterior; si durante
un tiempo no hay ningún estímulo externo desencadenante de la agresividad, la energía interna
hace que se dé espontáneamente. Para evitar comportamientos agresivos descontrolados,
Lorenz propone que se libere esta energía continuadamente por medio de vías socialmente
aceptadas (por ejemplo, mediante el deporte).
Como se puede ver, con argumentos de este tipo es fácil justificar cualquier acción
discriminatoria.
La sociobiología, por su parte, se ha dedicado a estudiar las bases biológicas del
comportamiento. Los sociobiólogos parten del supuesto de que el comportamiento agresivo
posibilita la supervivencia del individuo –no de la especie– y, por lo tanto, que favorece la
selección individual.
Una gran parte de las críticas que se han hecho al enfoque etológico y socio-biológico son de
cariz ideológico. Éstas advierten, por un lado, que la noción de “supervivencia de los más
aptos” que estos enfoques sostienen, no son más que una justificación para mantener las
relaciones de poder existentes y para fomentar la ideología discriminatoria (racista, sexista,
etc.) y las prácticas eugénicas. Por el otro, denuncian el apoyo que estas aportaciones ofrecen
al orden social establecido; el hecho de considerar cualquier comportamiento social como
resultado de un proceso de evolución natural, implica aceptar que el mundo es como es y que
no se puede hacer nada, que no se puede modificar lo que está determinado por la naturaleza.
Es evidente que este enfoque tiene un efecto naturalizador muy marcado y, por lo tanto,
legitimador de las desigualdades sociales.
Mientras que las versiones instintivistas, como hemos visto, consideran que la conducta
agresiva es una consecuencia de una energía interior de la persona que forma parte de la
naturaleza humana, las teorías del aprendizaje postulan que la agresividad es un
comportamiento que se adquiere a partir de la relación con los otros.
¿Se aprende con los castigos? Un buen número de investigaciones ha constatado que una
intervención diseñada sobre la base de recompensas positivas, cuidadosamente controlada, es
muy eficaz para prevenir y/o reducir los comportamientos agresivos. En cambio, a pesar de
los principios teóricos elementales y a pesar de las investigaciones que constatan la eficacia
de tratamientos basados en el castigo, hay otras de las que se obtienen resultados contrarios.
Algunas investigaciones observan que el uso del castigo sólo produce una reducción temporal
del comportamiento y que potencia la aparición posterior, por lo que se tildan de “peligrosas”
las intervenciones diseñadas sobre la base de la administración de castigos para
prevenir/controlar la agresividad.
De hecho, se tiene evidencia de que los niños que han sido castigados con más dureza son
niños más agresivos. De entrada, el castigo se utiliza para imponer orden y disciplina, pero, al
mismo tiempo, quien aplica el castigo actúa como modelo agresivo para los niños. Cuando los
padres agreden a los hijos, justamente están potenciando el comportamiento que pretenden
detener, ya que el mensaje implícito es que la agresión es una estrategia aceptable, útil y
exitosa de cara a resolver problemas.
Sin embargo, según la teoría del aprendizaje social, formulada por A. Bandura, el aprendizaje
social no se da sólo por medio de la experiencia directa en términos de ensayo y error, sino
que también se da por medio de modelos. Los modelos pueden ofrecer una amplia información
sobre la conducta (la adecuación de la respuesta a una situación determinada, la secuencia del
comportamiento, el estilo, los resultados, las consecuencias, etc.).
Además, tal como expone Bandura, una cosa es aprender, es decir, adquirir conductas
potenciales destructivas, y otra cosa es ejecutarlas. La acción estará mediatizada por los
factores que la condicionan. Esta distinción entre aprendizaje y ejecución del comportamiento
aprendido es muy importante, porque se puede aprender a ser agresivo y no serlo; es decir,
que los repertorios de comportamiento agresivo aprendidos no pasen de ser unos repertorios
latentes. Que se manifiesten o no, dependerá de la valoración que se haga de las consecuencias
de la conducta. En este proceso evaluativo intervienen una serie de procesos interpretativos
que expondré más adelante (en el apartado 1.3).
“Esta distinción (aprendizaje-ejecución) es muy importante, porque todo lo que se aprende no se realiza. Las personas pueden
adquirir, retener y poseer la capacidad para actuar agresivamente, pero este aprendizaje pocas veces se expresará si la
conducta no tiene valor funcional para estas personas o si está sancionada de manera negativa.”
A. Bandura y E. Ribes (1975). Modificación de conducta. Análisis de la agresión y la delincuencia (p. 313). México:
Trillas.
¿En qué se diferencia el modelado del proceso de imitación? La imitación representa una
simple reproducción de un comportamiento en la misma situación, sin ningún tipo de reflexión
sobre la pertinencia, los resultados y las consecuencias. Por lo tanto, la adecuación y las
consecuencias de la imitación se aprenden por ensayo y error cuando se imita el
comportamiento observado, es decir, los refuerzos recaen sobre la persona en proceso de
aprendizaje. En cambio, el modelado se refiere al aprendizaje basado en los efectos que se
derivan de ver a otra persona actuar de una manera y las consecuencias que esta acción le
reportan.
Según esto, no es necesario que la persona reciba un refuerzo directo ni que llegue a ejecutar
la conducta observada, sino que basta con la observación de las consecuencias reforzantes en
el modelo (refuerzo vicario). En el modelado, pues, el refuerzo se limita a facilitar algunos de
los procesos de aprendizaje y no tiene el carácter determinante que le confieren el
condicionamiento instrumental y la imitación.
Bandura considera que este tipo de aprendizaje es muy adaptativo en comparación con el
aprendizaje por ensayo-error, en el sentido que ofrece mucha información con un coste muy
reducido (si lo hay) por parte del observador; es decir, mientras que por ensayo y error la
progresión en el aprendizaje es lenta (por descubrimiento) y el mismo proceso comporta
riesgo, el aprendizaje por modelado es rápido y los riesgos los corre la persona que “actúa”
de modelo. Pequeños y grandes aprendemos una gran cantidad de nuevos repertorios de
comportamiento por medio del modelado.
Aprendizaje vicario
“Son adquiridas nuevas pautas de respuesta o son modificadas las características de repertorios de respuesta ya existentes,
como resultado de la observación de la conducta de otros y sus consecuencias reforzantes, sin necesidad de que las respuestas
modeladas sean realizadas abiertamente por el observador durante el periodo de exposición.”
A. Bandura (1965). Influence of models’ reinforcement contingencies on the acquisition of imitative responses. Journal of
Personality and Social Psychology, 1, 589-595.
La teoría del aprendizaje social también podría explicar por qué los hombres, como grupo
social, son más agresivos (al menos muestran más comportamientos agresivos) que las
mujeres. Se constata, tanto en situación de laboratorio como en la vida real, que los hombres
(como grupo social) manifiestan unos niveles más altos de agresividad que las mujeres (como
grupo social). No obstante, también hay mujeres con niveles de agresividad similares a los
que presentan los hombres, y al contrario. Estas observaciones se pueden interpretar –más allá
de los factores innatos, biológicos y hormonales– por la diversidad en el proceso de
aprendizaje, es decir, en todos aquellos factores experimentales que contribuyen a la
construcción de la diferencia. Esta diferencialidad empieza a constituirse justo en el momento
de nacer el bebé.
Niños y niñas: ¿son o los hacemos diferentes? En una investigación realizada en los años
setenta se evidenciaba cómo, ante un mismo bebé, cuando se le identificaba como niño, la
gente le veía forzudo y firme, y cuando se interpretaba que era una niña, se la veía mona, frágil
y suave. Al cabo de un año, ya se pueden observar diferencias entre niños y niñas, seguramente
en gran parte a causa de esta desigualdad de trato por parte de los adultos.
Dado que los estereotipos culturales son los que guían nuestras creencias y nuestros
comportamientos, y que hombres y mujeres están en posiciones diferentes de poder e
influencia dentro de nuestra sociedad, es más probable encontrar que los hombres actúen como
líderes y que las mujeres se comporten de manera sumisa.
Esta teoría la formuló, en los años cuarenta, un equipo de investigadores llamado grupo de
Yale, integrado por Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears. El modelo de agresividad que
proponen se basa en la idea de que la agresividad no está motivada por factores innatos, sino
por estímulos exteriores; es decir, destacan el carácter reactivo. Su hipótesis inicial se formula
en los términos siguientes:
Esta primera formulación fue muy cuestionada y, ante tantas objeciones, se reformuló de la
siguiente manera: a) la frustración es un estímulo que puede provocar, entre otras reacciones,
la agresividad; b) la agresividad es la tendencia de respuesta dominante, no la única, después
de una frustración.
Berkowitz, un teórico destacado de la agresividad que también estudia las condiciones que
mediatizan la relación entre frustración y agresividad, postula que la frustración provoca un
estado de activación emocional (la ira) que predispone a actuar agresivamente y que sólo se
manifestará esta conducta si la desencadena un estímulo que tenga un significado agresivo: los
índices cognitivos.
Los índices cognitivos
Estos estímulos llegan a adquirir un significado agresivo mediante procesos de condicionamiento clásico. Por ejemplo, las
pistolas son claramente una señal agresiva porque tienen una función claramente agresiva –a diferencia de otros objetos que
pueden tener otras funciones y que no se asocian tan directamente a la agresividad (piedra, cuchillo, palo, lata, etc.). Aun así,
cualquier objeto puede funcionar como índice cognitivo para una persona o un grupo determinado si se da un proceso de
asociación entre el objeto y la agresividad.
Hasta aquí hemos hablado, desde aproximaciones aparentemente neutras, de la agresión como
un tema de estudio objetivo. Así, cada una de las versiones expuestas pretende explicar la
naturaleza del comportamiento agresivo buscando explicaciones causales, identificando
factores y manipulándolos con el fin de descubrir la fuerza predictora. Todas estas versiones
están elaboradas a partir de investigaciones experimentales con el objetivo de encontrar un
modelo explicativo universal que sirva para predecir este fenómeno.
Así, unas investigaciones parten de la hipótesis de que la causa del comportamiento agresivo
es una energía innata y las investigaciones se plantean, con el fin de demostrar que es
inevitable, que forma parte de la naturaleza humana y, por lo tanto, que “hay que buscar”
estrategias “socialmente aceptadas” para liberar esta energía.
Otras parten de la premisa que son los motivos ambientales los que determinan la agresividad.
Por lo tanto, el objetivo de estos estudios es detectar los factores externos (modelos, índices
cognitivos, etc.) y manipularlos para descubrir qué factores facilitan el comportamiento
agresivo, cuándo y cómo.
Y, finalmente, otros estudios parten del axioma de que las causas del comportamiento agresivo
las podemos encontrar tanto en las disposiciones innatas (inevitabilidad de la naturaleza
reactiva de las personas) como en las ambientales (los estímulos exteriores que provocan las
condiciones facilitadoras de la agresividad).
Como hemos visto, en ninguna de las versiones explicadas se cuestiona la relación causa-
efecto, es decir, se da por hecho que el comportamiento agresivo es objetivamente
identificable y que es la consecuencia de una causa –evidentemente objetiva– que hay que
descubrir.
Las nuevas versiones que se están elaborando sobre este tema, aportan explicaciones
alternativas a los enfoques psicologistas de las versiones más tradicionales:
b) otras proponen una lectura más radical que contextualiza la agresividad en un marco más
global. (4)
Así pues, las propuestas de estas nuevas versiones que centran el punto de mira más en el
contexto sociohistórico que no en el individual, implican una profundización en los aspectos
culturales y una explicitación no sólo de su importancia, sino también de su rol. Por lo tanto,
para estudiar la disposición al comportamiento agresivo, hace falta tener en cuenta, entre
otros, los aspectos siguientes:
a) los modelos sociales (normas sociales que regulan las interacciones cotidianas, sistemas de
valores y creencias compartidos entre los miembros de un grupo social),
c) los mecanismos de violencia institucional (fuerzas del estado, control social, etc. que
legitiman la violencia).
Se ha comprobado que la mayor parte de los niños dedican más tiempo a ver la televisión que
a hacer cualquier otra actividad (excepto dormir). Es por esta razón que, desde que se ha
generalizado la presencia de la televisión en nuestros hogares, la psicología social ha
realizado un número impresionante de investigaciones que pretenden analizar los efectos de
este elemento en nuestra vida y nuestro comportamiento. Esta extensa producción se ha
desarrollado en torno al debate entre dos posicionamientos centrales:
Tal como hemos visto anteriormente, los modelos ofrecen mucha información a los
observadores sobre la adecuación del comportamiento, los efectos que tiene para los otros, las
consecuencias y los resultados que se derivan de ello, etc. Si ponemos atención en el tipo de
modelos que se televisan, podemos observar que habitualmente “el bueno” es tan agresivo
como “el malo” (como en las películas Rambo, El cuervo, Ghost y un largo etcétera), pero
que, en cambio, se legitima y premia el comportamiento agresivo del “bueno”, se potencia la
valoración positiva de la venganza, y se castiga el del “malo”.
Pero la relación causal no es unidireccional: no sólo son los modelos expuestos a la televisión
los que tienen un impacto en los telespectadores, sino que la misma predisposición de éstos
interviene en la elección del programa (violento o no) que se quiere visualizar. Este proceso
sería el equivalente a lo que antes hemos llamado proceso de atención.
Los efectos más destacados que se derivan de la exposición continuada a los modelos
agresivos que salen en los medios de comunicación son los siguientes:
En definitiva, de toda la investigación sobre televisión y agresividad, lo único que queda claro
es que los efectos no son concluyentes. Esta sentencia queda muy bien expresada en una cita de
Schram y otros colegas, que hay en el libro de G. Comstock, Public communication and
behavior:
“Para algunos niños, bajo algunas condiciones, alguna televisión es nociva. Para algunos niños, en las mismas condiciones, o
para los mismos niños en otras condiciones, puede ser beneficiosa. Para muchos niños, bajo muchas condiciones, mucha
televisión no es probablemente ni particularmente nociva ni particularmente beneficiosa.”
G. Comstock (1986). Public Communication and behavior (p. 11). New York: Academic Press.
Hasta ahora hemos visto los factores que condicionan el comportamiento agresivo, los cuales
se han estudiado desde las diferentes perspectivas y los diversos planteamientos teóricos.
También, en algún momento, se ha apuntado la poca atención (para no decir la casi nula
atención) que se ha prestado a los procesos interpretativos que se dan en las relaciones
interpersonales.
Si pensamos en nuestra experiencia cotidiana y reflexionamos sobre por qué la gente hace
cosas que hacen daño a otra gente, sobre qué explicación da quien lo hace, podemos obtener
una respuesta parecida a por qué a veces sentimos la necesidad “de hacer pagar caro” a
alguien que nos ha agredido de una manera u otra... Si profundizamos un poco en ello,
podemos ver la importancia que tiene la interpretación del contexto y la interpretación mutua
de las personas implicadas en la interacción, es decir, los procesos interpretativos que
intervienen en ella.
Por ejemplo, una pareja discute y, tras la discusión, él se va de casa. La versión de la mujer es
que su marido es terriblemente celoso y siempre tiene sospechas no fundadas de que le engaña
con otros hombres. En cambio la interpretación que hace el marido es que ella, sabiendo que
él es muy celoso, parece que se lo pase bien flirteando con los hombres delante de él. La
cuestión no es descubrir cuál es la verdad para poder decidir quién tiene un comportamiento
agresivo (de entrada eso querría decir que es una cuestión abordable desde la objetividad),
sino ver cómo se llega a la vivencia de conflicto a partir de entender los procesos de
interpretación que se dan en cada caso; ver que la descripción que hacen los dos de la
situación está totalmente situada y cómo cada uno llega a vivir el comportamiento del otro
como una agresión.
En este apartado, presentamos tres tipos de investigaciones que consideran a los procesos
interpretativos los responsables de la ejecución de los comportamientos agresivos en las
relaciones interpersonales.
Hay una serie de investigaciones que, al estudiar el efecto de las variables ambientales en el
comportamiento agresivo, han constatado que, dado un estado de activación fisiológica, hay
una serie de factores externos que pueden facilitar la agresión. Concretamente han estudiado
cómo el ruido, la acumulación de gente y la temperatura intervienen en el proceso de
inducción del comportamiento agresivo, especialmente cuando éste es una respuesta dominante
del individuo.
La explicación que dan a los resultados de sus investigaciones es que estos factores
ambientales aumentan la activación aversiva y que ésta influye directamente en la disposición
a actuar de manera agresiva. Además de los factores ya mencionados, también hay otros que
pueden contribuir a aumentar la activación fisiológica, como por ejemplo el esfuerzo físico,
las noticias sensacionalistas, las películas emocionantes o eróticas, etc.
Esta línea de investigación hace concluir que lo que provoca un aumento considerable de la
agresividad no es esta activación, sino la manera en que es interpretada, especialmente cuando
no se conocen sus causas. Por ejemplo, si una persona discute acaloradamente, el nivel de
activación se atribuye al enfado provocado por la discusión y por la otra persona, que la
predisponen a comportarse de manera agresiva. En cambio, si una persona hace deporte, el
mismo nivel de activación se atribuye al ejercicio físico y, en consecuencia, será menos
probable que realice un comportamiento agresivo.
Nuestro comportamiento cotidiano está regulado por unas normas, las normas sociales, la
mayoría de las cuales son sobradamente compartidas por los miembros de una comunidad. A
menudo las normas forman parte del conocimiento implícito y, por eso, no se conocen hasta
que alguien, por la razón que sea, las rompe (este tema lo encontraréis más desarrollado en el
capítulo V).
La norma más destacada que regula este tipo de interacción es la norma de reciprocidad, la
cual prescribe que, a pesar del rechazo que muestra la sociedad por el comportamiento
agresivo, se considera aceptable cuando la conducta agresiva se ejecuta como respuesta a un
ataque agresivo.
Según la definición clásica, la agresión es una conducta que ocasiona daño (físico o psíquico)
en un organismo, de manera intencional. Ahora bien, si tal como hemos dicho la descripción
de los hechos está inevitablemente situada y elaborada desde una posición diferente, cualquier
comportamiento podría ser etiquetado, por uno u otro, desde una posición u otra, como
agresivo, al ser identificado como intencionalmente nocivo para alguien.
Por otra parte, también tenemos que tener presente que día a día se dan casos de violencia
extrema que habitualmente no se identifican como agresión (habitualmente coinciden con la
violencia institucional, que describe la tortura como un medio necesario para mantener el
orden y defender el sistema). Esta manera de definir la agresión es al mismo tiempo
demasiado extensa y demasiado restringida, es decir, casi todos los comportamientos podrían
llegar a ser etiquetados, desde un punto de vista u otro, como agresivos; y al mismo tiempo,
habitualmente sólo se aplica en contextos muy concretos y de manera muy sesgada.
Si decimos que agresión es aquella acción que ocasiona daño y que es intencional, considerar
que una conducta es agresiva no sólo significa describir un hecho, sino que implica elaborar
un juicio de evaluación con unas determinadas consecuencias. En particular, si una conducta es
juzgada como agresiva, se comparte la idea de que se merece ser castigada. Si la misma
conducta es juzgada como justificable, incluso se puede estar de acuerdo en que hay que
premiarla (recordad las famosas películas de James Bond). Por lo tanto, lo que tiene
consecuencias inmediatas, es el hecho de identificar un comportamiento como agresivo o no
agresivo, y el problema no es tanto comprobar que ha sido una acción que ha ocasionado daño
como probar su intencionalidad.
Hay que tener en cuenta, además, que los criterios para etiquetar de agresión un
comportamiento no son externos a las personas que los utilizan: los que utiliza el observador
serán diferentes de los que utiliza el agente, y diferentes de los que utiliza el receptor de la
agresión. Cada posición construye un relato de la situación y una interpretación de la conducta
que no coincide. Justamente la tarea principal que se lleva a cabo en los tribunales de justicia
es llegar a construir un único relato (proceso que se llama reconstrucción de los hechos)
partiendo de una diversidad de relatos, a menudo incompatibles y contradictorios, sobre el
mismo hecho, pero al cual no hay acceso directo, sólo por medio de los relatos de las
personas directamente e indirectamente implicadas.
La experiencia directa nos hace pensar que no nos cuesta tanto ponernos de acuerdo en qué
consideramos un comportamiento agresivo y qué no. Los criterios que utilizamos para
“decidir” si un comportamiento lo es o no son:
b) el daño como un hecho real (muchas veces el daño no es visible, ni es fácil de consensuar
qué es un daño y qué no lo es. Pero justamente esta flexibilidad es lo que permite dar más
fuerza al relato dominante del hecho, que será considerado la “verdad”);
c) la violación de normas sociales (de todas maneras, en una misma situación se pueden seguir
unas normas y violar otras).
A pesar de este “claro” consenso para conceptualizar la agresión, es difícil coincidir a la hora
de identificar si un hecho particular es una agresión o no, entre otras cosas depende del punto
de vista de la persona que etiqueta. El estado de ánimo, el sistema de valores, la empatía con
el agresor/víctima, etc. son algunos de los muchos factores subjetivos que intervienen en la
fase de interpretación evaluativa del comportamiento. Estos factores tienen un papel
importante para poder llenar los vacíos que se generan en los propios criterios tal como
hemos precisado al exponerlos.
Subcomandante Insurgente Marcos (1994). En G. Rovira. ¡Zapata vive! La rebelión indígena de Chiapas contada por sus
protagonistas. Barcelona: Virus.
Es curioso que la violencia institucionalizada, que es la más sangrante, tienda a ser ignorada
en la mayoría de las discusiones académicas y en todos los manuales de psicología social. Los
estudios más críticos sobre agresión denuncian este sesgo conceptual que orienta toda la
investigación y la política social en general.
Ignacio Martín-Baró fue un psicólogo social comprometido con el pueblo de El Salvador hasta que lo asesinaron. La psicología
social que escribe es crítica y políticamente comprometida, es decir, comprometida con la gente que sufre la represión política y
con la elaboración de un proyecto que promueva el cambio social. Tal como decía este autor, “el horizonte del psicólogo tiene
que ser la concienciación, es decir, tiene que buscar la desalienación de las personas y de los grupos que las ayude a alcanzar un
saber crítico sobre sí mismo y sobre su realidad [...].”
Si se han dedicado tantos esfuerzos a analizar los factores que mediatizan el comportamiento
agresivo es, entre otras cosas, por el interés en poder prevenirlo, modificarlo o anularlo.
Haciendo un poco de síntesis de las conclusiones de los estudios realizados, desde las
perspectivas más ambientalistas, diríamos que los principales argumentos que fundamentan la
acción agresiva son:
d) encontrarse en una situación en la que te sientes forzado por la presión del grupo o bien de
una autoridad;
e) la defensa de una ideología.
Todas estas razones que fomentan el comportamiento agresivo se han utilizado como punto de
partida para pensar en posibles recomendaciones con vistas a diseñar intervenciones dirigidas
a la reducción y/o control de la agresividad. Se pueden agrupar en dos líneas generales de
acción que inciden en la reducción de la intención de comportarse de manera agresiva y en la
capacidad de comprender las consecuencias que comporta para los otros el comportamiento
agresivo.
proporcionar a todos los individuos las condiciones mínimas que les permitan sentirse
bien consigo mismo y sentirse valorados por los demás;
eludir, siempre que se pueda, la exposición de los más pequeños a modelos agresivos,
con el fin de evitar al máximo la adquisición de patrones de respuesta agresiva;
evitar las situaciones de hambre, sed, calor excesivo u otras variables ambientales que
afectan a la predisposición a la agresión;
Para sensibilizar sobre las consecuencias del comportamiento agresivo se puede intentar
inducir, mediante estrategias de enseñanza adecuadas, un cierto grado de empatía con los
otros, potenciando el comportamiento prosocial (por ejemplo, enseñando a ponerse en el lugar
del otro y a negociar en lugar de enfrentarse).
“De poco servirían ésta y otras conmemoraciones, por solemnes y emotivas que sean, si no fuéramos capaces de conectar con
la juventud europea, si no consiguiéramos transmitirle lo esencial de una experiencia de lucha contra el mal radical que el
nazismo encarnó históricamente. Transmitir lo esencial para ayudar a dicha juventud a orientarse en las luchas de hoy contra la
purificación étnica y los fundamentalismos de todo tipo. Para ayudarle a descalificar todas las ortodoxias, excluyentes, del
pensamiento correcto.”
Una manera contundente de reducir la violencia en el mundo sería abrir un debate para
cuestionar las contradicciones que hay entre el tratamiento que se da a la violencia
institucional y a la violencia común.
2. El altruismo
Capítulo IV. Naturaleza y organización de las actitudes
Introducción
En este capítulo nos acercaremos a un concepto que ha sido clave para la psicología social: el
concepto de actitud. Todos/as tenemos una idea de sentido común sobre qué son las actitudes
en nuestra vida cotidiana, pero esta idea no siempre coincide con el sentido más técnico que
se les ha dado en psicología social, y es a este último sentido al que nos aproximaremos en
este capítulo. A menudo, las actitudes han sido conceptualizadas como una predisposición a
actuar hacia un objeto de una determinada manera. Y entendidas así, como veremos, han
permitido partir del supuesto de cierta coherencia entre el pensamiento, las emociones y la
acción de las personas. En otras palabras, las actitudes han posibilitado a la psicología social
conceptualizar teóricamente la relación entre lo que la gente piensa, siente, dice y hace.
De todas formas, y como quedará claro a lo largo del capítulo, no hay una manera única y
homogénea de entender las actitudes, sino que este concepto ha cambiado a lo largo de la
historia de la psicología social según las diferentes tendencias teóricas y las preocupaciones
dominantes del momento. Sin embargo, a pesar de los desacuerdos, hay cierto consenso sobre
algunas de sus características básicas, como por ejemplo sobre su carácter mediador, sobre la
importancia de los aspectos afectivos y sobre su vinculación con el comportamiento.
Otra característica clave de las actitudes será su poder de vinculación entre el mundo personal
y el mundo social: las actitudes pueden ser vistas como una concretización del pensamiento
grupal en la persona. Serían, pues, un punto de encuentro entre la psicología y la sociología,
un concepto plenamente psicosocial. Por eso, uno de los objetivos del capítulo será
recontextualizar las actitudes como ligadas a los grupos y a las relaciones de poder entre
grupos, es decir, presentarlas como una producción colectiva que variará según los valores
culturales, y mostrar así cuál ha sido el papel que han jugado en la disciplina y en los procesos
de reproducción social.
En el capítulo II hemos visto que considerar la identidad desde una perspectiva psicosocial –a
diferencia de hacerlo desde una psicologista o sociologista– nos proporciona una buena
ocasión para entender cómo el individuo y la sociedad se conforman mutuamente en un
proceso constitutivo en el cual las categorías grupales son clave. Pero el hecho de aceptar esta
constitución mutua plantea preguntas ya que si nuestra identidad y manera de ser están
constituidas por el grupo, ¿cómo es que llegamos a tener sensaciones, pensamientos y acciones
individuales? En este capítulo nos aproximaremos a un concepto que precisamente permite
esta articulación entre lo individual y lo grupal en psicología social: el concepto de actitud.
Las actitudes han sido un tema estrella en la psicología social, un tema presente casi a lo largo
de toda su historia –incluso se las ha llamado “la joya de la corona”. Del latín aptus
–’preparado para la acción’–, la actitud ha estado relacionada con la acción, con la posición y
las posturas corporales siempre observables. A mediados del siglo XVII, por ejemplo, actitud
era un término técnico en pintura y escultura que hacía referencia a la postura del cuerpo. No
obstante, hoy en día ha tomado un significado diferente, y se refiere más a la posición de
alguien con respecto a alguna cosa, a una especie de disposición mental o de ánimo, ya no
directamente observable, sino que tiene que ser inferida de la observación del
comportamiento. Pero conserva, cuando menos, el vínculo con la acción: ciertas actitudes
harán más plausible que nos comportemos de una manera determinada y no de otra.
Es precisamente esta relación entre una manera de sentir, pensar y actuar lo que intentará
expresar el concepto de actitud, tal como se ha entendido en psicología social. De momento,
pues, podríamos decir que una actitud es una predisposición a comportarnos de una
determinada manera ante una situación u objeto social. Y precisamente, la conexión que tiene
la actitud con la conducta es uno de los factores que explica su éxito como concepto teórico.
Porque en la medida en que permiten teorizar la relación entre cómo la gente piensa, siente y
actúa, las actitudes significaron la promesa de poder explicar el comportamiento humano como
racional y lógico, a partir de principios científicos. Por lo tanto, fueron uno de los elementos
que favorecieron que la psicología social se constituyese como disciplina científica.
Pero desde orientaciones próximas a las de Festinger, se hicieron otros estudios que
mostraban que el papel de los grupos era más importante que una “simple influencia”: el grupo
tenía un papel constitutivo de las actitudes. Así, Newcomb, otro psicólogo social clásico,
mostrará que las actitudes no se generan y mantienen en el vacío social, sino que están
profundamente vinculadas a los grupos de pertenencia y referencia, como ya veremos más
adelante. Así pues, las actitudes ahora no aparecerán como individuales, sino como
radicalmente sociales.
Desde esta última perspectiva social nos podemos volver a plantear por qué las actitudes han
sido tan importantes para la psicología social. Decíamos que representaron la oportunidad de
entender de manera científica el comportamiento de las personas. Sin embargo, bien podría ser
que la promesa de cientificidad no fuera la única que traían implícitas las actitudes...
Efectivamente, uno de los grandes atractivos del concepto es la perspectiva de influencia y
control de conductas individuales y colectivas que comportaba: si las actitudes influyen en las
acciones, mediante las actitudes ¡se podría controlar, predecir y cambiar la conducta! Y esto
plantea preguntas respecto a cuáles son las actitudes que vale la pena cambiar. Por ejemplo, si
hemos dicho que las actitudes van ligadas al grupo, ¿cuáles son los grupos que deciden qué
actitudes se modifican y cuáles los grupos que son objeto de modificación? Esta clase de
preguntas indican que las actitudes pueden entenderse mejor si su análisis se lleva a cabo en el
ámbito de los conflictos de poder entre grupos, que si se realiza en el ámbito de los conflictos
cognitivos personales.
Sin embargo, como apuntaba Sampson, hay otras maneras de concebir las actitudes, como por
ejemplo, considerarlas como sociales e históricas, enraizadas en los grupos y en sus procesos
ideológicos –y por lo tanto, inevitablemente ligadas al orden social. Una de estas maneras de
concebirlas la proporcionan las perspectivas discursivas, las cuales traerán con su noción de
actitud un concepto diferente de persona. Así, mientras que la visión tradicional descansa
implícitamente en una idea de sujeto pasivo, la persona aparecerá en ellas como un agente
activo que otorga sentido a su vida mediante la interacción y relación con los otros.
Las orientaciones discursivas no considerarán las actitudes como algo interno, mental, e
individual, sino como maneras de hablar evaluativas que pretenden mostrar a los otros la
posición de quien habla respecto a temáticas, a menudo controvertidas. Básicamente, las
actitudes se verán ahora como fruto de interacciones y de la argumentación entre personas, y
estrechamente ligadas a relaciones de poder entre grupos. Su estudio se aproximará a intentar
entender el significado que la gente otorga a estas expresiones evaluativas y sus variaciones
según el contexto en el que aparecen, sin pretender una supuesta coherencia fuera del mismo.
Pero especialmente, las actitudes se considerarán vinculadas al poder constructor del lenguaje
y a los valores culturales y la visión del mundo que se negocia y comparte mediante éste.
comprender los mecanismos de génesis y las funciones de las actitudes, e identificar los
procesos fundamentales del cambio de actitud; cuáles son las principales variables que
influyen en el mismo y cuales las principales dificultades para poder conseguir una
predicción de la conducta a partir de las actitudes;
1.1. Concepto
Si pretendiésemos comenzar a explicar qué son las actitudes seleccionando una definición del
concepto, probablemente no sería un propósito muy logrado, ya que en la literatura sobre el
tema se dice que podemos encontrar más de doscientas definiciones diferentes –y, de hecho,
algunos autores suben la suma hasta quinientas. Ahora bien, esta multiplicidad no se encuentra
simplemente en el ámbito de las definiciones, puesto que cada una de ellas comporta también,
además de una idea muy diferente de lo que es una actitud, un concepto implícito diferente de
conocimiento, de persona, del mundo social. Por eso, la mejor manera de aproximarnos a las
actitudes quizás sea intentar entender cuál es su naturaleza como concepto teórico, y cuál ha
sido su historia, aun teniendo siempre presente que se trata más bien de una historia de
desacuerdos que de consenso.
Parece que fueron William I. Thomas y Florian Znaniecki, con un voluminoso estudio llevado
a cabo entre 1918 y 1920 sobre las diferencias de conducta en la vida cotidiana de
campesinos polacos que vivían en Polonia y en Estados Unidos, quienes introdujeron y
elaboraron el concepto de actitud en la psicología social. Para estos autores, las actitudes
tienen una dimensión mental y subjetiva, en tanto que son “un proceso de conciencia
individual”; pero no obstante, a su vez no dejan de tener un origen social, puesto que también
son consideradas como la plasmación en las personas de los valores definidos por la sociedad
hacia un objeto social. Así pues, cuando Thomas y Znaniecki plantean las actitudes como una
forma de relación o vínculo entre un sujeto y un objeto, queda claro que lo que para ellos dará
sentido a esta relación es el contexto más amplio de conexión entre los individuos y la
colectividad. Y al mismo tiempo que dan importancia al carácter social del concepto, también
resaltan el afectivo: las actitudes comportan relaciones favorables o desfavorables hacia
ciertos objetos sociales. Según estos autores:
“las actitudes son el proceso de conciencia individual que determina la actividad posible o real del individuo en el mundo social.”
En los años veinte, el concepto de actitud ya dominaba la psicología social. Y a pesar de ser
concebido de manera mentalista, la dimensión cognitiva del concepto –es decir, el grado en el
que las actitudes influencian los procesos de percepción, pensamiento y memoria– será
ignorada. De hecho, a causa de la hegemonía conductista, durante bastantes años las actitudes
serán entendidas como una noción conductual, con lo que se verán ligadas al comportamiento,
conceptualizadas bajo la noción de hábito, y sin tener demasiado en cuenta la dimensión
afectiva que sí aparecía en sus introductores. Hasta el retorno de la psicología cognitiva no se
volverá a pensar la relación entre las actitudes y los procesos cognitivos (como percepción,
memoria, aprendizaje, juicios sociales, reconocimiento de objetos, etc.). Pero en cuanto a su
componente afectivo, éste no será plenamente recuperado.
Thurstone (1929)
A partir de este momento y durante los años treinta, el estudio de las actitudes se centrará en
aspectos metodológicos y de medida. Este será también el momento en el que Gordon W.
Allport (1935), uno de los teóricos que más ha trabajado las actitudes, reformulará el
concepto. Y como resultado de esta nueva formulación, y en el contexto fuertemente
psicologizante que dominaba la disciplina en la época, la actitud perderá el arraigo social con
el que había entrado en la psicología social (aquella mediación de la sociedad en la relación
entre la persona y el objeto), y se le dará una dimensión individual. De hecho, de manera
significativa las actitudes pasan a considerarse patrones internos, pasan a ser una
predisposición mental y neurológica. Para Allport, las actitudes son
“un estado mental y neurológico de predisposición, mediante la experiencia, que ejerce una influencia directiva o dinámica en la
respuesta de los individuos en todos los objetos y situaciones con los que se relaciona.”
Allport (1935)
Pero, a partir de la Segunda Guerra Mundial, las urgencias sociales dirigirán los estudios de
actitudes hacia temas diferentes, más relacionados con las necesidades de la nueva situación.
Y así, los estudios sobre la medición de las actitudes darán lugar al examen de los factores
implicados en el cambio de actitud, fase que durará exactamente hasta los años sesenta. Ahora
encontraremos, por ejemplo, las contribuciones importantes de Leon Festinger y Theodor
Newcomb. También será éste el momento álgido de las investigaciones sobre comunicación y
persuasión, por lo que proliferarán estudios acerca de cómo mantener la moral de las tropas o
cómo crear actitudes favorables a la guerra, etc., hasta el punto de que esta contribución de la
psicología social a los esfuerzos de la guerra ayudará a consolidarla como disciplina útil en
términos de aplicaciones sociales.
Un ejemplo de las investigaciones de esta época lo encontramos en los estudios de Kurt Lewin, un psicólogo alemán de
orientación gestáltica emigrado a Estados Unidos en los años treinta. Lewin, conocido sobre todo por sus aportaciones a la
dinámica de grupos y a la investigación-acción, estaba fuertemente interesado en los procesos de cambio de conducta. Durante
la época de escasez causada por la guerra, estudió la eficacia de maneras diferentes de modificar las actitudes hacia ciertos
alimentos para conseguir que la gente quisiera consumir margarina o vísceras de animales, productos poco frecuentes hasta
entonces.
A finales de los años sesenta y setenta, los estudios de las actitudes se vieron afectados por la
crisis de la psicología social. En el ámbito general de la disciplina, esta crisis comportó
aspectos como los siguientes:
Después de esta breve trayectoria histórica, queda claro que no sólo ha habido una
transformación a lo largo de la historia de la psicología social en la manera de entender las
actitudes, sino también que este concepto se ha ido modificando según el paradigma teórico
dominante del momento, y que permanece, eso sí, como un concepto clave en la psicología
social desde sus inicios como disciplina. Por eso, se podría decir, hasta cierto punto, que el
hecho de seguir la historia de las actitudes es también una forma de seguir la historia de la
psicología social. Por ejemplo, encontramos las siguientes definiciones diferentes de actitud:
“una manera de ver algo con agrado o desagrado.”
Newcomb (1959)
“sentimiento general, permanentemente positivo o negativo, hacia alguna persona, objeto o problema.”
“categorización de un objeto-estímulo a lo largo de una dimensión evaluativa, basada o generada a partir de tres tipos de
información: 1) cognitiva, 2) información afectiva/emocional, y/o 3) información sobre las conductas pasadas o la intención
conductual.”
No tenemos ninguna prueba de todas estas conclusiones, ya que son deducciones que hemos
hecho a partir de la observación de sus actos. Por eso decimos que la actitud es una variable
intermediaria, una estructura hipotética sólo observable en sus consecuencias. Su utilidad es
que nos permite explicar el vínculo que hay entre ciertos objetos sociales y el comportamiento
que la gente tiene hacia éstos; es decir, tiene un carácter mediador. En otras palabras, una
actitud no es una cosa, sino una relación.
Las actitudes tienen, además, un carácter dinámico u orientador de la conducta: esperamos que
la gente sea congruente con sus actitudes a la hora de actuar. En el ejemplo que hemos
utilizado, esperaríamos que la persona mostrase su desacuerdo con el sistema político en el
hecho de no ir a votar en las elecciones generales. Es más, incluso nos arriesgaríamos a
suponer que tampoco participará en otras situaciones relacionadas con ese desacuerdo, e,
incluso, que quizá participe en movimientos libertarios. Así, las actitudes nos permiten
presuponer una coherencia entre lo que decimos, pensamos y sentimos y la manera como nos
comportamos.
Como era de esperar, la falta de consenso sobre qué es una actitud se refleja también en una
divergencia respecto de cuáles son los componentes que la configuran.¿Las actitudes son
ideas? ¿Son creencias? ¿Son sentimientos? ¿Son simples repeticiones de actos habituales,
tendencias? Obviamente, el hecho de escoger entre una manera de entenderlas u otra tiene
repercusiones, no sólo en cómo se conceptualizan las actitudes en sí, sino también en cómo se
ve la relación entre las actitudes y otros constructos psicológicos, en cómo se pueden medir
las actitudes y también en cómo se puede entender o planificar su modificación.
El modelo que ha tenido más impacto es el llamado modelo tridimensional, que considera que
las actitudes están formadas por tres componentes: 1) cognitivo, 2) evaluativo y 3) conductual.
Por componente cognitivo se entiende el conjunto de ideas o conocimientos que se tienen
sobre el objeto; el componente evaluativo serían sentimientos positivos o negativos hacia el
objeto en cuestión; y el conductual o conativo trataría la predisposición a actuar de
determinada manera delante del objeto.
Así pues, según los modelos tridimensionales, las actitudes englobarían: 1) un conjunto
organizado de convicciones o ideas 2) que predispone favorablemente o desfavorablemente 3)
a actuar respecto a un objeto social.
Figura 4.1
Pero hay autores que han cuestionado este modelo y han propuesto uno unidimensional. Así,
priorizan el carácter evaluativo como constitutivo de las actitudes, con lo que igualan las
actitudes a la evaluación, positiva o negativa, emocional, del objeto. Estos autores preferirían
considerar los aspectos cognitivos y conductuales como constructos diferentes –como
creencias e intención conductual respectivamente– que, aunque se relacionen con las actitudes,
no serían parte de éstas. Es decir, desde su punto de vista una cosa serían las actitudes, otra
las creencias (opiniones, información, conocimiento sobre el objeto), y otra la intención
conductual (predisposición hacia algún tipo de acción respecto al objeto tridimensional, el
cual no comporta una conducta segura). Y en medio de ambas posturas tri y unidimensionales,
hay autores que defienden el modelo bidimensional y dan importancia a los componentes
cognitivo y afectivo, separando la conducta.
Para entender el concepto de actitud, sin embargo, no resulta tan esencial optar por un modelo
concreto y saber cuáles son los componentes esenciales como tener bien presente que los tres
aspectos –cognitivo, conductual y afectivo– son importantes en relación con las actitudes. En
este sentido e independientemente de qué modelo escogemos, sí que parece claro que sólo
podemos hablar de actitud cuando el objeto sobre el cual opinamos, sentimos o reaccionamos
nos afecta, cuando hay un compromiso o implicación personal; es decir, hablamos de actitud
cuando nos posicionamos a favor o en contra de un objeto con sentimientos positivos o
negativos.
Por eso, muchos autores, entre los que destaca Ignacio Martín-Baró (1983), están de acuerdo
en dar a las actitudes un carácter eminentemente afectivo: hace falta una vinculación afectiva
entre la persona y el objeto. Como dijo William J. McGuire (1985), cuando la gente expresa
actitudes, dan respuestas que sitúan “objetos de pensamiento” en “dimensiones evaluativas”.
En cierta manera, habría una vuelta a la idea inicial, introducida por Thomas y Znanecki, que
enfatizaba la parte más afectiva, parte que fue olvidada en el desarrollo posterior. Por lo
tanto, la actitud es uno de los pocos conceptos en psicología social que tiene el potencial de
teorizar sobre componentes afectivos.
Otra tarea que los autores que estudian las actitudes han tenido que afrontar es la
diferenciación de éstas respecto a otros conceptos psicológicos. Éste es un trabajo que, en
particular, han tenido que afrontar los defensores de un modelo tridimensional, los cuales
piensan que, aparte del componente afectivo, las actitudes tienen un componente cognitivo y
conductual. Al verlo así, tienen la tarea añadida de especificar qué diferencia a las actitudes
de las creencias, las opiniones y los valores, por un lado, y de las conductas o los hábitos, por
otro. Pero este problema, en cambio, no afectará tanto a los autores que apuestan por un
modelo unidimensional pues, dado que para ellos las actitudes sólo son afectivas, no pueden
ser confundidas con otros constructos psicológicos de carácter cognitivo o conductual.
Las opiniones, término que a menudo se ha utilizado para referirse a la actitud en el campo de
la información, se pueden distinguir considerándolas como una manifestación más específica
de la actitud –a menudo como la expresión verbal de ésta. Y el concepto de valor ha sido
considerado como un concepto más amplio que el de actitud, porque supone una estructura más
compleja, compuesta de un conjunto de actitudes estructuradas de manera jerárquica.
Otra forma de distinguir entre actitudes y otros constructos fue el hecho de considerar que las
opiniones y creencias no implican ninguna predisposición hacia la acción, a diferencia de la
función dinamizadora que implican las actitudes. No obstante, cuando se empezó a ver que las
actitudes no siempre desembocaban en una conducta y que tampoco se podía predecir a partir
de ellas qué comportamiento en concreto se llevaría a cabo, se relativizó la importancia del
componente conductual como medio de distinguir las actitudes. Este componente también
aproximaba el concepto de actitud al de hábito, aunque el componente evaluativo de las
actitudes permita diferenciarlos.
En suma, la confusión creada al intentar definir y delimitar todos los componentes de las
actitudes ha hecho replantear la dimensión evaluativa como la más importante y definitoria
de las mismas.
Pero hay que distinguir también las actitudes de otro concepto muy utilizado en la psicología
social europea: el de representaciones sociales. Este concepto, creado por Moscovici a raíz
de los trabajos de Émile Durkheim sobre representaciones colectivas, es entendido como “un
conjunto de conceptos, afirmaciones y explicaciones originados en la vida cotidiana en el
curso de nuestras comunicaciones interindividuales. Son equivalentes en nuestra sociedad a
los mitos y a los sistemas de valores de las sociedades tradicionales; se puede decir, incluso,
que son la versión contemporánea del sentido común” (Moscovici, 1981, p. 181). Al igual que
las actitudes, también este concepto hace referencia a una estructura cognitiva con información
sobre la naturaleza de un objeto social. Más concretamente, las representaciones serían el
conocimiento de sentido común que las personas tenemos y ponemos en funcionamiento en
situaciones cotidianas, a fin de poder entenderlas y dar sentido al mundo. Así pues, las
representaciones sociales configuran el sentido común que nos ayuda a orientarnos y
constituyen nuestro sistema simbólico. Las representaciones, en definitiva, nos permitirían dar
coherencia a nuestro mundo.
Moscovici, en uno de los estudios clásicos de esta teoría, plantea cómo las ideas del
psicoanálisis han pasado de ser un conocimiento especializado a ser parte del sentido común
popular y a formar una noción compartida y simplificada a la que podemos recurrir para
explicar comportamientos y maneras de ser de la gente en situaciones habituales. Seguro que
muchos de ustedes han oído a conocidos explicar reacciones inesperadas de gente que dice
que “están reprimidos y no expresan sus verdaderos sentimientos internos” o que “tienen un
complejo de inferioridad”, o que “no son conscientes de sus conflictos”, etc. Todas estas
personas, no sólo no transmiten una imagen exacta o cuidadosa de los principios teóricos del
psicoanálisis, sino que probablemente ni siquiera saben de dónde provienen estas expresiones.
Ahora bien, según la teoría de las representaciones sociales, éstas serían conceptos de orden
superior a las actitudes, ya que precisamente condicionan las actitudes que la gente tiene hacia
un objeto específico y sus propias expresiones. Las actitudes que la gente mantiene sobre el
psicoanálisis, por ejemplo, dependen fuertemente de la representación social que tienen de
éste. Así pues, mientras que, según las teorías tradicionales de las actitudes, éstas interceden
entre un mundo objetivo y la persona (persona → actitud → psicoanálisis), según la teoría de
las representaciones sociales, éstas intercederían entre el objeto y la actitud (persona →
representación social del psicoanálisis → actitud → psicoanálisis). En estos casos, la
representación social es el filtro desde el que se entiende el objeto. En otras palabras, la
teoría de las representaciones sociales tendrá un carácter constructivista: la persona no se
relaciona directamente con un mundo objetivo, sino con las representaciones de este mundo –
de manera que para entender las actitudes nos hará falta entender primero su representación
social.
Dentro del sistema cognitivo mencionado, las actitudes se pueden caracterizar por su posición
en diversas dimensiones. La primera sería la dimensión centroperiférica, según la cual,
cuanto más interconectada está una actitud con otras actitudes, más central es. También
encontramos la dimensión independiente-dependiente: cuanto más central es una actitud, más
independiente se la supone. Estas dos dimensiones (centroperiférica e independiente-
dependiente) guardan una estrecha relación con una tercera dimensión, la dimensión estable-
modificable: cuanto más central es una actitud, más estable permanecerá. El vínculo de las
actitudes entre sí y con otros factores cognitivos (valores, creencias, etc.) quiere indicar que
un cambio en las actitudes implica a menudo una reestructuración global cognitiva de la
persona, y por eso suele ser tan costoso hacerlo, como veremos. De todas maneras, estas
dimensiones no están faltas de un cierto carácter tautológico o circular, ya que se definen por
referencia unas a otras, no de manera independiente.
Medición de actitudes
El carácter mediador y relacional de las actitudes no permite que las podamos observar y medir directamente. Por ello, como
apuntábamos en la breve revisión histórica del concepto, la aportación de un instrumento de medida por parte de Thurstone fue
tan revolucionaria. Si él consiguió medirlas fue porque consideró que las opiniones de una persona hacia un objeto podían ser un
buen indicador de sus actitudes. Y las opiniones, ahora sí, eran susceptibles de ser medidas, en concreto, a partir de escalas.
De entre todas las escalas utilizadas, destacan la escala de intervalos aparentemente iguales de Thurstone, la escala de Likert y
el diferencial semántico de Osgood, aunque aquí sólo explicaremos las dos primeras. El proceso de construcción de una escala
Thurstone sigue los pasos siguientes:
Construcción de ítems: redacción de una serie de frases (alrededor de cien) relacionadas con el objeto de actitud, las cuales
tienen que representar todas las posiciones posibles con respecto a este objeto, desde las más favorables a las más
desfavorables. Un conjunto de personas, que actúan como jueces y que son entrenados como tales, tienen que determinar, de la
manera más objetiva posible, en qué medida estas afirmaciones son favorables o desfavorables y las tienen que situar en una
escala de entre cero y once puntos.
Cálculo del valor escalar: a cada frase (ítem), se le asigna un valor teniendo en cuenta las puntuaciones que le han dado los
jueces. Este valor es la media de sus puntuaciones.
Selección de los ítems: se seleccionan entre veinte y treinta ítems y se siguen estos criterios: a) tienen que cubrir el continuo de
la actitud; b) se seleccionan los ítems que han reunido más acuerdo por parte de los jueces, y se evitan los ítems ambiguos; c) se
eliminan los ítems irrelevantes o que son incapaces de distinguir las posiciones diferentes de la gente.
Una vez determinados los ítems que componen la escala, ésta se puede utilizar para medir las actitudes de las personas. Éstas
recibirán la puntuación correspondiente a la suma de los valores escalares de los ítems con los que han estado de acuerdo.
La otra escala más utilizada, un poco más fácil de aplicar, es la escala de Likert que, de hecho, surgió como un intento de
simplificar la complejidad de los pasos necesarios para construir una escala Thurstone. En vez de necesitar las valoraciones de
los jueces (es decir, personas que no responden según su opinión personal, sino según un entrenamiento previo que
supuestamente los califica para distribuir las frases en un continuo de manera objetiva), se valida simplemente a partir de las
opiniones personales de los sujetos. Finalmente, la escala se constituye y se escogen aquellos ítems que diferencian mejor los
diferentes rangos de opinión.
Totalmente de acuerdo
De acuerdo
Neutro
En desacuerdo
Totalmente en desacuerdo
A diferencia de la escala Thurstone, en la escala Likert se pide a la persona que indique su grado de acuerdo o desacuerdo con
cada ítem en una escala de cinco puntos; la suma de las calificaciones individuales representa la actitud global. Se supone que
cada escala es la expresión de una misma actitud, de manera que los ítems tendrían que correlacionar entre sí. La escala de
Likert nos da información de cuál es el orden de las actitudes en un continuo (desde favorable hasta desfavorable), pero no nos
permite saber la proximidad o distancia de las actitudes. Es decir, no sabemos si la diferencia entre estar de acuerdo y estar
totalmente de acuerdo es mayor o menor que la diferencia entre estar de acuerdo y neutro.
La respuesta a cómo llegamos a tener unas actitudes determinadas y no otras ha sido muy
diferente según el marco teórico de partida de los autores que han abordado la cuestión. En
primer lugar, hay una diferencia en los grados de complejidad propuestos, y, así, mientras
algunos autores lo querrán explicar todo con los mismos principios, otros intentarán tener en
cuenta cómo se pueden crear estas significaciones especiales que encontramos entre persona y
objeto. Una segunda diferencia se encuentra en el tipo de factores propuestos como claves en
la formación de las actitudes. En todo caso, y a pesar de algunos intentos de relacionar las
actitudes con factores genéticos, fisiológicos y/o de personalidad, que desde la psicología
social desestimaremos, hay bastante consenso en considerar las actitudes como aprendidas, y
no innatas. Veremos a continuación algunos factores importantes en su formación.
Según algunas posiciones teóricas, la simple exposición a un objeto hace que obtengamos
información sobre éste; esto por sí solo ya sería suficiente para que desarrollemos una actitud
hacia el objeto (Fazio y Zanna, 1981). De hecho, y según la “hipótesis del efecto de la simple
exposición” o familiaridad (Zajonc, 1968), parece que encontrarnos con un objeto un cierto
número de veces nos predispone ya a tener una actitud, a menudo favorable, hacia el objeto.
Por otro lado, el efecto de la experiencia directa es más fuerte cuanto más larga y repetitiva es
la exposición, o más traumática y decisiva. Un ejemplo típico sería el del niño que tiene miedo
y huye de los perros desde que uno le mordiera o el de cuando te gusta una canción
simplemente porque la has escuchado muchas veces. En un estudio sobre la atracción como
efecto de la simple exposición, realizado entre estudiantes que vivían en una residencia
universitaria, Festinger mostró que el simple contacto frecuente entre ellos podía crear
atracciones. En cierta manera, entonces, parecía que el contacto y la exposición pueden crear
una cierta actitud favorable hacia cosas y personas. Esta posición es un buen ejemplo de hasta
qué punto el estudio de las actitudes ha podido llegar a simplificar su complejidad inherente.
Desde las teorías conductistas se explica la emergencia de actitudes según diversos procesos
de aprendizaje. El primero que vamos a considerar es el condicionamiento clásico.
Imaginemos una situación concreta: un niño pequeño ve que su madre muestra señales de
desacuerdo y molestia cada vez que se encuentra con miembros de un grupo minoritario. Al
principio, el niño no tiene ningún tipo de respuesta ante estos miembros, pero, poco a poco, al
cabo de encuentros repetidos, el niño acabará asociando el malestar y enfado de su madre a la
presencia de estos miembros, de manera que, como resultado de este aprendizaje asociativo,
el niño finalmente acabará reaccionando de la misma manera negativa ante la gente de grupos
minoritarios.
Dentro de estas mismas teorías, encontramos también autores que prefieren ver las actitudes
como constituidas a partir de procesos de refuerzos y castigos (condicionamiento
instrumental). Insko (1965), por ejemplo, encontró que las respuestas a una encuesta de
actitudes fueron influenciadas por una conversación telefónica hecha una semana antes de la
encuesta, y aparentemente no relacionada con ella, en la que el investigador reforzaba ciertas
actitudes y respondía “bien” a las opiniones expresadas por las personas. Este mecanismo se
relaciona a menudo con la socialización: a partir de sonrisas, signos de aprobación y
atenciones, y de castigos o regaños, los padres y las madres educan a sus hijos e hijas en las
direcciones que creen apropiadas –y al mismo tiempo, conforman de manera muy importante
sus actitudes. Esto explicaría, por ejemplo, casos en los que oímos a niños pequeños expresar
opiniones políticas que es probable que no entiendan plenamente, sólo porque las han oído en
su casa.
De todas formas, las orientaciones conductistas dan una visión muy simplificada del mundo
social, una visión no exenta de problemas. Por un lado, todas las teorías comparten una
imprecisión conceptual sobre qué es un refuerzo. Y por otro, se ha visto que los efectos de
refuerzo no dependen tanto del refuerzo en sí como de lo que creen las personas que se les
refuerza, de manera que se ha hecho imperiosa la necesidad de tener en cuenta también
factores cognitivos y valores del contexto social. En definitiva, hay que recuperar la
complejidad de los procesos actitudinales, que no pueden ser aprehendidos simplemente bajo
la noción de conducta.
La influencia cultural o de clase social, sin embargo, no tiene que verse como una
determinación fija u homogénea, ya que las culturas más bien son contextos que proporcionan
herramientas o recursos de construcción de la identidad de una manera determinada, y no
deben ser entendidas como entidades globales, cerradas, que aprisionan y limitan la actividad
constructiva de la persona. Porque si bien las culturas y las clases sociales son constitutivas
de las personas, éstas dan vida a las culturas y clases por medio de sus prácticas sociales.
Socialización escolar
La mejor prueba del papel socializador de la escuela lo tenemos cuando minorías culturales empiezan a tener acceso a ella.
Cuando algunos de los valores y comportamientos de los miembros de las minorías entran en contradicción con los de la escuela
es cuando se pone de manifiesto que esta institución socializa según criterios de la cultura occidental, mientras que los valores
de cualquier otra cultura están ausentes y son sistemáticamente excluidos. Para una discusión sobre estas cuestiones, se puede
leer I. Crespo, J. L. Lalueza y A. Perinat (1994). Derecho a la propia cultura: Universalidad de valores o sesgo de la cultura
dominante. Infancia y Sociedad, 27/28, 283-294.
La escuela es otro factor clave. Al igual que en las demás instituciones, en las escuelas no se
transmite simplemente conocimiento, sino también maneras de educar, de comportarse y ser
persona. Además, ni siquiera el conocimiento en sí mismo es neutro, muy al contrario, lleva
implícitos valores sobre cómo son las personas y sus relaciones, cómo tendría que ser la
sociedad, etc. La escuela, en definitiva, transmite a los alumnos cierta manera de ver el mundo
y de verse a sí mismos.
La influencia parece mucho más clara en el caso de los niños. Ahora bien, esta última
afirmación deja abierta la pregunta de hasta qué punto estos resultados sobre los niños no se
explicarían más bien por la concepción dominante que los presenta, a niños y niñas, como
sujetos manipulables y sin criterio propio.
Los estudios empíricos realizados parecen indicar que, a diferencia de lo que las primeras teorías habían pensado, no hay una
influencia directa de los medios en la persona, sino que el efecto de los medios es debido, más bien, al hecho de que
proporcionan argumentos para nuestras discusiones y conversaciones, según defiende la teoría del flujo en dos etapas
desarrollada por Lazarsfeld. Además, parece que estos efectos están mediados por el grupo al que pertenece la persona, ya
que son los llamados líderes de opinión de los grupos los que tienen una influencia mayor.
Los grupos son también una fuente importantísima en la formación de actitudes, ya que las
personas tienden a desarrollar actitudes propias de los grupos con los que se relacionan. La
influencia de los grupos se explica, no sólo por procesos de refuerzo grupales, sino también y
principalmente, porque entran en juego las normas y los valores grupales que son clave para
pertenecer al grupo. Ahora bien, esto no quiere decir que las actitudes de una persona estén
completamente definidas por los grupos a los que pertenece, pero sí que el grupo de referencia
tendrá un papel muy importante. Debemos a Hyman (1942) la diferenciación entre grupo de
pertenencia (grupo al que la persona pertenece) y grupo de referencia (grupo con el que la
persona se identifica o al que quiere llegar a pertenecer).
Para explicar esto, hará falta que expliquemos un estudio, ya clásico, que hizo Newcomb en el Bennington College, escuela de
orientación básicamente progresista en la cual los profesores y profesoras creían parte de su trabajo familiarizar a las alumnas
con los problemas sociales de unos Estados Unidos deshechos por la depresión (eran los años treinta) y rodeados de amenaza
de guerras. El clima de la escuela era, pues, progresista, y esto se notaba especialmente en las estudiantes de último curso: en la
comunidad de la escuela, el prestigio individual iba asociado al no-conservadurismo. Efectivamente, se podía notar una tendencia
de las alumnas a cambiar, desde una posición conservadora al entrar en la escuela, hacia una posición progresista durante los
cursos superiores. Hasta aquí, pues, veríamos que el grupo condiciona fuertemente cuáles son las actitudes que desarrollará una
persona.
No obstante, no todas las alumnas cambiaban de actitud al pasar por la escuela: algunas la cambiaron poco, o incluso nada. Y al
estudiar qué podía dar lugar a estas diferencias, Newcomb llegó a la conclusión de que aquellas alumnas que tomaban como
grupo de referencia positivo a las estudiantes líderes del último curso –las cuales eran muy progresistas– acababan modificando
sus actitudes en la dirección progresista. Pero por contra, aquellas alumnas que decían que se identificaban más con el entorno
de fuera de la escuela, como el grupo familiar, no alteraban sus actitudes conservadoras. Parece, pues, que las chicas que se
identificaban con el grupo y que querían ser aceptadas y bien consideradas, se acercaban a la norma grupal, mientras que
aquellas que no se identificaban con él no tenían ninguna tendencia al cambio. Como refuerzo de ésta interpretación, Newcomb
observó que las compañeras que tenían actitudes conservadoras estaban peor consideradas e integradas en el resto de grupos
de chicas más progresistas.
En definitiva, como dice Newcomb, las actitudes no se adquieren “en un vacío social”, sino
que los grupos son elementos clave en la constitución y el desarrollo de las mismas. Pero más
que el grupo de pertenencia, lo que es relevante en la formación y adopción de actitudes es el
grupo de referencia con el que la persona se identifica psicológicamente. Hay que tener en
cuenta, además, que aunque en el ejemplo anterior el grupo era una referencia positiva,
también puede ser una referencia negativa. Cuando el grupo de referencia es positivo, nuestras
actitudes se mueven hacia las actitudes del grupo; si la referencia es negativa, las actitudes
irán en direcciones opuestas.
Ahora bien, como necesitamos obtener una autoimagen positiva y, además, queremos ser
percibidos positivamente por los otros, toda persona realizará la comparación con un sesgo: el
de buscar aquellas situaciones que comporten la confirmación de sus propias actitudes. Esto
significa que cualquier persona no vale como término de comparación, ya que tenderemos a
compararnos con aquellas personas que percibamos como más iguales o parecidas a nosotros.
De esta manera, nos aseguramos que nuestras actitudes sean corroboradas.
En estas circunstancias, en caso de coincidencia deducimos que nuestras actitudes deben ser
correctas; y en caso de discrepancia, intentaremos modificar nuestras actitudes y las haremos
converger hacia la actitud dominante, la actitud normativa. Así se explica cómo nuestras
actitudes acaban pareciéndose a las actitudes de otros miembros del grupo. Esta teoría postula
también que la gente se siente atraída mutuamente según similitud entre sus actitudes sociales;
es decir, que tenemos tendencia a juntarnos y formar grupos con aquéllos con los que
compartimos las mismas actitudes.
Pero, la teoría plantea una direccionalidad entre persona y grupo que es, como mínimo,
problemática. Según lo que acabamos de decir, resultaría que el grupo emerge cuando se junta
gente que, con anterioridad al grupo, ya tiene actitudes similares. Además, una persona tiene
actitudes que después compara y ajusta a la norma grupal. Por tanto, las actitudes, en origen,
continuarían siendo individuales e independientes del grupo, y sólo posteriormente se notaría
la influencia grupal. Estas conclusiones, que sitúan al individuo como punto de partida de las
explicaciones, ponen de manifiesto el individualismo metodológico de Festinger, pero son
cuestionables: quizás no formamos un grupo con aquellos con quienes compartimos actitudes,
sino que compartimos actitudes con ciertas personas precisamente porque formamos parte del
mismo grupo. Es decir, compartir la visión del mundo es una característica que define al
grupo, y no una condición previa al grupo.
Un problema parecido lo encontramos en la teoría de las representaciones sociales, la cual defiende que los miembros de un
grupo comparten representaciones sociales de forma que no sólo hay un alto consenso entre los miembros, sino que son las
representaciones compartidas las que los configuran como grupo. Se han detectado dos problemas en este argumento: por un
lado, no está muy claro si el consenso dentro del grupo es tan alto como la teoría presupone o si es más bien un efecto de las
técnicas de investigación utilizadas. Por otro lado, si bien la teoría entiende que los grupos están delimitados y determinados por
las representaciones sociales que comparten sus miembros –y por lo tanto, para detectar un grupo parecería lógico tomar como
punto de partida una determinada representación social y ver qué grupo de gente la comparte–, a la hora de estudiar
empíricamente las representaciones, el analista sigue el proceso contrario: se dirige a lo que decide que son grupos sociales ya
definidos para ver cuáles son las representaciones sociales compartidas por éstos. Por lo tanto, la teoría se basa en un
argumento tautológico, ya que se identifican las representaciones a partir de un grupo, y después se afirma que son estas
representaciones las que lo constituyen.
Hay teorizaciones que parten de la premisa de que las actitudes son útiles y cumplen funciones
importantes para las personas. Dichas funciones pueden ser divididas en motivacionales y
cognitivas, y mientras que las primeras nos presentan las actitudes como respuestas a
necesidades individuales o de grupo, las segundas se centrarán en el impacto que tienen en el
procesamiento de la información. Ahora bien, un problema de estas teorías es que asumen que
las actitudes son útiles para personas individuales, pero sin embargo, a menudo la
funcionalidad de las actitudes no está en relación con las necesidades personales de un sujeto,
sino con las necesidades e ideología del grupo al cual las actitudes remiten.
Función instrumental o adaptativa: las actitudes nos permiten acercarnos a aquello que es
agradable y alejarnos de aquello que percibimos como desagradable. Es decir, las actitudes
son medios para llegar a metas deseadas o para evitar las no deseables, y para optimizar
beneficios y disminuir costes. Las actitudes instrumentales también se pueden ver como
asociaciones afectivas según experiencias pasadas, como sería el caso de tener una actitud
favorable hacia nuestra comida preferida.
Katz presenta dos ejemplos
Tener actitudes positivas hacia un sindicato hace que nos acercamos a un grupo que nos puede aportar beneficio; que un
estudiante tenga actitud positiva respecto de sacar buenas notas puede ser bastante adaptativo en un contexto como el escolar,
en el cual se valora el rendimiento personal. Hoy en día, tener una actitud favorable hacia las nuevas tecnologías puede ser
bastante adaptativo, en tanto que ayuda a la persona a desarrollarse mejor en muchos entornos.
Función defensiva del yo: las actitudes nos permiten defender el concepto que tenemos de
nosotros mismos, y permiten también que nos aceptemos. Así, ciertas actitudes nos ayudan a
protegernos, o bien de impulsos propios inaceptables, o bien de amenazas externas. Un
ejemplo del primer caso sería el de una persona que, precisamente porque se siente atraída
hacia gente de su mismo género o sexo, desarrolla actitudes homófobas; el segundo caso
vendría ilustrado por los grupos dominantes que desarrollan actitudes agresivas respecto a
aquellos grupos minoritarios que perciben como amenaza.
“el enfoque funcional es un intento de entender las razones por las que la gente tiene las actitudes que tiene. No obstante, las
razones se encuentran en el ámbito de motivaciones psicológicas y no en acontecimientos y circunstancias externos.”
D. Katz (1967). El enfoque funcional en el estudio de las actitudes. En J. R. Torregrosa y E. Crespo (Comp.), Estudios básicos
de psicología social (p. 267). Barcelona: Hora, 1984.
La clasificación presentada no debe ser vista como algo rígido. Por una parte, a menudo las
distintas funciones se pueden confundir y combinar; y por otra parte, Katz argumentaba que
diferentes tipos de personas otorgarían un énfasis diferente a funciones diferentes –de manera
que no todas ellas serían relevantes para una misma persona. Por eso, es necesario considerar
estas propuestas teniendo en cuenta el contexto histórico en el que surgieron para entender lo
que pretendían aportar. Las teorizaciones de Katz surgen como un intento de contrarrestar las
propuestas generalistas del resto de teorías, que proponían principios abstractos sin
especificar cómo se relacionaban éstos con casos concretos. Así pues, más que una taxonomía,
estas descripciones son un intento de aproximarnos a las peculiaridades y concreciones de una
situación particular. Katz también buscaba evitar la simplificación que suponían los intentos
de atribuir una causa única a determinados tipos de actitud. Ahora bien, todas estas
consideraciones no libran las propuestas de Katz de sus efectos psicologizantes, ya que, como
decíamos, sus funciones relacionan las actitudes con necesidades individuales.
Estas teorizaciones se han interesado por cómo las actitudes influencian (a veces sesgando, a
veces acelerando) nuestra percepción, comprensión y recuerdo del mundo en el cual vivimos.
Se basan, pues, en procesos y mecanismos perceptivos y no psicodinámicos o de necesidades,
lo cual quiere decir que se centran también sobre el individuo y su mente.
Investigación activa de información relevante para la actitud: Frey y Rosch (1984) pusieron
a prueba la hipótesis de exposición selectiva que provenía de la teoría de la disonancia
cognitiva, y según la cual las personas están motivadas a exponerse a la información que
concuerda con su actitud y a evitar la información contradictoria referente a la misma, con el
fin de mantener la consonancia cognitiva. El ejemplo típico aquí es el del fumador: si a
alguien le gusta fumar, esperaremos que evite la información sobre las consecuencias
negativas del tabaco en la salud. La exposición selectiva se da especialmente cuando la
persona está fuertemente implicada o tiene un fuerte compromiso con su juicio o actitud.
Percepción de la información relevante para la actitud: Según Fazio y Williams (1986), las
actitudes condicionan y sesgan la percepción de la información y su evaluación. Esto se pone
de relieve, por ejemplo, cada vez que, con motivo de elecciones electorales, hay debates entre
los diferentes candidatos. Cuando se hacen encuestas posteriormente, los partidarios de cada
candidato lo perciben más favorablemente que al contrincante. Otro ejemplo lo encontramos
en la evidencia de que las personas utilizamos nuestras actitudes como punto de referencia
para juzgar las actitudes de los otros, como queda patente en situaciones en las que una
persona conservadora encuentra más aceptables otras posiciones también conservadoras que
las actitudes que cuestionan el sistema, por ejemplo.
La latitud de aceptación servirá como punto de referencia para juzgar mensajes relacionados con el objeto de actitud.
Ciertamente, las personas juzgan que una actitud es verídica, imparcial, correcta y fiable según esté próxima o no a su zona de
aceptación. Si el objeto u opinión a valorar cae en su zona de rechazo, la considerará como inadecuada o inapropiada. En
ninguno de los dos casos, sin embargo, esa persona cambiará su actitud. Según el modelo, la probabilidad de que la persona
modifique sus actitudes será máxima cuando se enfrente a una actitud que caiga en su zona o latitud de indiferencia y con la
que no tenga una implicación personal fuerte.
Pero en especial, la latitud de aceptación servirá como punto de referencia para juzgar las actitudes y los posicionamientos de
los otros. Así, en 1969, Sherif y Hovland comprobaron experimentalmente que las actitudes de los otros próximas a las nuestras
se percibían como más parecidas de lo que en realidad eran (efecto de asimilación) y eran evaluadas de manera más positiva;
pasaba lo contrario cuando las actitudes de los otros eran diferentes: en ese caso se percibían como más diferentes todavía
(efecto de contraste) y se evaluaban más negativamente.
Habíamos comentado ya que la relación entre actitud y comportamiento fue clave para la
aceptación del concepto de actitud como noción central en el desarrollo de la disciplina, no
sólo por su potente carácter explicativo, sino también por las posibilidades de medición,
predicción y control social que abría. De todas maneras, bien pronto se hizo evidente que la
relación entre actitud y conducta estaba lejos de ser lineal.
El primer estudio que planteó el problema, y que fue un detonante de dudas, fue el de La Piere
en 1934.
La Piere viajó a lo largo de Estados Unidos con una pareja de amigos chinos, y entró en doscientos cincuenta y un
establecimientos, entre restaurantes y hoteles. Aquél era un tiempo de fuertes prejuicios hacia los chinos, y La Piere se
sorprendió de que sus amigos no se encontrasen con problemas cuando tenían que ser atendidos en locales públicos.
Posteriormente al viaje, envió un cuestionario a los propietarios de los diferentes establecimientos en los que ya habían sido
atendidos, preguntándoles si estarían dispuestos a recibir personas chinas en sus restaurantes u hoteles. ¡Sorprendentemente, de
las ciento veintiocho respuestas obtenidas, más del 90% de los propietarios respondió que no!
A raíz de este trabajo y a partir de otros análisis empíricos que mostraban correlaciones muy
bajas o nulas entre actitudes y conductas, ciertos autores, como Wicker (1969), empezaron a
cuestionar la validez y utilidad del concepto de actitud. Sobre todo, aquellos autores que
seguían una posición conductista ortodoxa: para ellos, era innecesario postular una variable no
directamente observable, bastaba con centrarse en los estímulos y las respuestas para entender
el comportamiento.
Otros autores prefirieron mantener el concepto, pero atribuyeron las correlaciones bajas o
inexistentes a problemas metodológicos, como por ejemplo a la inadecuación de los
instrumentos de medición, a la inexactitud de la medición de las conductas o a la indefinición
del objeto de actitud. Algunas voces criticaron la sobresimplificación con la que hasta el
momento se habían llevado a cabo las investigaciones: se había asumido que una conducta
estaba condicionada sólo por una actitud, cuando en el fondo no es improbable pensar que en
una conducta pueden estar implicadas diversas actitudes, y que también otros factores pueden
influir en la relación actitud-conducta. Finalmente, se acabará aceptando que las actitudes no
son sino uno de los factores implicados en el desencadenamiento de respuestas de las
personas; y a partir de este momento, las actitudes pierden el carácter central del cual habían
disfrutado en la psicología social hasta los años sesenta.
En todo caso, todas estas problemáticas y reflexiones conducirán a pensar que quizá la
pregunta importante no es si las actitudes pueden predecir el comportamiento, sino cuándo y
cómo las actitudes están relacionadas con él. A partir de este momento, se estudian aquellas
influencias o factores que inciden en la situación concreta y alteran la relación entre actitud y
conducta. Se han propuesto diversas de estas variables moduladoras: por ejemplo, tendemos a
actuar de acuerdo a las normas sociales, según las expectativas que otros tienen de nuestra
conducta y según criterios de deseabilidad social, cosa que puede hacer que no nos
comportemos en la dirección expresada en la actitud. Se cree, además, que hay personas más
sensibles a la influencia normativa que otras.
Además, ciertas características de las actitudes pueden influir también sobre la posibilidad de
predicción. Así, parece que las actitudes intensas, relevantes para la persona, muy accesibles
(fuertemente asociadas al objeto), originadas a partir de la experiencia directa y relacionadas
con situaciones concretas, serán más estables y más predictoras de la conducta.
Volviendo a la idea anterior, se han propuesto dos tipos de modelos para superar las
divergencias entre medida y predicción. Un primer tipo intentaría predecir la relación actitud-
conducta en situaciones en las que tenemos tiempo para evaluar y pensar; el otro tipo lo haría
cuando la respuesta tiene que ser más rápida y sin reflexionar, situación en la que se supone
que las actitudes condicionan de manera más directa y automática el comportamiento. Entre
los modelos del primer tipo, el modelo de la acción razonada de Fishben y Azjen (1975) es
sin duda el que ha tenido más influencia, y defenderá que la relación entre actitud y conducta
no es simple y directa, sino que está mediatizada por factores cognitivos y por intenciones
conductuales.
Según estos autores, el determinante más inmediato de la acción es la intención de llevarla a cabo. Esta intención, a su vez,
está determinada por dos factores más: uno, de carácter personal, constituido por las actitudes que la persona tiene respecto a la
acción en cuestión (evaluaciones positivas o negativas hacia la acción); el otro factor, determinante de la intención, y de
carácter social, está constituido por las normas subjetivas. Cada uno de estos dos factores depende a su vez de dos factores
más. Así pues, las actitudes dependen de a) las expectativas de los resultados (la creencia de la persona en que la acción
llevará a ciertos resultados) y b) el valor de estos resultados para la persona. Al mismo tiempo, el factor de presión social viene
configurado también por dos factores más: a) las creencias normativas (cuales creen las personas significativas para ésta) y b)
la motivación a someterse a estas expectativas.
Un ejemplo sería el siguiente. Imaginémonos que queremos predecir la probabilidad de que una persona deje de fumar. Las
probabilidades incrementan si la persona tiene una actitud positiva respecto a dejar de fumar: por ejemplo, si la persona cree que
fumar es perjudicial para la salud (expectativas de resultado), si le importa su salud (valor adjudicado al resultado). Al mismo
tiempo, el hecho de que la persona sienta una fuerte presión social para dejar de fumar contribuirá también al resultado final.
Esta presión social (normas subjetivas) provendrá de la percepción de la persona de que sus amigos y pareja están en contra de
fumar (creencias normativas), y de que le gustaría darles ese gusto (motivación de conformarse). Si todo esto se cumple, la
persona tendrá una fuerte intención de dejar de fumar y las probabilidades de que tenga éxito son altas.
Figura 4.2
En otras palabras, la intención de actuar está relacionada con la evaluación de los costos y
beneficios de la acción, y con la estimación del valor que los otros dan a la acción. Además,
factores como la implicación personal y la importancia del objeto para la persona influirán
también en dicha relación.
El problema que tienen estos tipos de modelos que pretenden conseguir especificidad es que,
con el fin de ganar en precisión, se acercan tanto a la conducta concreta que las actitudes
acaban perdiendo su carácter global. Así, el modelo tiene que aplicarse a cada caso concreto,
ya que aparecen tantas actitudes diferentes como situaciones intentamos explicar. Además, de
esta manera las actitudes dejan de ser un concepto explicativo y predictivo y se convierte en
un simple indicador descriptivo de una situación, como nos advierte Martín-Baró (1983).
Otros autores han objetado la lógica implícita de todos los estudios anteriores: ninguno de
ellos critica el presupuesto básico de que existe una relación bastante directa y rígida entre
actitud y conducta. Ahora bien, algunos autores defenderán que lo que es característico de las
actitudes no es crear una respuesta habitual, repetitiva y homogénea ante ciertos estímulos,
sino crear una significación especial entre el sujeto y el objeto. Entendidas las actitudes como
estructuradoras de un tipo de relaciones, sería posible pensar que una misma actitud puede
provocar respuestas diferentes pero unificadas por la relación significativa que crean con el
objeto de actitud. Quizás el mejor ejemplo sea el de la actitud maternal: la actitud de la madre
hacia el hijo no se expresa como una serie fija de conductas (como dar siempre un beso al
hijo), sino que incluye una variación de comportamientos (a veces dará un beso, a veces
tendrá que reñir, etc.). A pesar de la variedad de respuestas y la dificultad de prever cuál de
éstas llevará la madre a cabo, sí que sería posible hablar, no obstante, de una actitud maternal.
2. Cambio de actitudes
Hemos visto que la investigación sobre actitudes ha dado mucha importancia a la relación
actitud-comportamiento, la cual es interesante para poder predecir los comportamientos de la
gente a partir de sus actitudes. Pero no sólo eso: también ha permitido pensar que, si el
comportamiento se puede predecir, también se debe poder cambiar. Así, las actitudes serán
vistas como la clave para modificar las pautas comportamentales. Ahora bien, si ya es difícil
establecer la relación entre comportamiento y actitud, ya podemos imaginar que no será fácil
determinar las situaciones y circunstancias en las que se dará el cambio de actitudes. Un
primer problema se encuentra en el hecho de que, aunque la mayoría de teorías plantea que las
actitudes se forman en procesos a largo plazo, la mayoría de estudios sobre cambio de
actitudes se han centrado en procesos cortos desde un punto de vista temporal. Y, mientras que
esto tiene ventajas metodológicas obvias, no deja de ser problemático en el ámbito
conceptual.
A continuación presentaremos algunas de las teorías que han intentado resolver estas
cuestiones. Algunas ya nos serán familiares, dado que las teorías que permiten explicar el
cambio de actitudes son las que también nos permitían explicar su formación. Así pues, tanto
las teorías conductuales, como las funcionales o las cognitivas tendrán propuestas sobre cómo
se modifican las actitudes. Sin embargo, como quedará claro, las propuestas más convincentes
o las que han tenido un apoyo mayor por parte de los psicólogos y psicólogas sociales, serán
la de la comunicación persuasiva, de corte conductista, y la teoría de la disonancia cognitiva.
Hace falta tener en cuenta también que, a pesar de ciertos desacuerdos en algunos puntos, las
perspectivas teóricas siguientes no han sido vistas como excluyentes, ya que cada una se
aproxima a aspectos diferentes de las actitudes.
Según las teorías conductistas, las actitudes se modifican por los mismos procesos por los que
se generan, es decir, por procesos de aprendizaje, ya sea por asociación, refuerzos (castigos y
recompensas) o modelado. En concreto, y en concordacia con su visión hedonista de la
persona, defenderán que un sujeto cambiará sus actitudes si esto le comporta algún beneficio o
incentivo respecto a mantener sus viejas actitudes. Ya hemos visto anteriormente algunos de
los postulados y experimentos de esta perspectiva en la sección de génesis de actitudes, y por
tanto no los volveremos a explicar aquí. En vez de esto, profundizaremos más en una de sus
aportaciones: el conjunto de estudios sobre comunicación persuasiva que hicieron Hovland y
su equipo. Por comunicación persuasiva entendemos aquel tipo de comunicación que tendrá
como objetivo el hecho de convencer al auditorio de algo; por lo tanto, implicará un cambio
de las actitudes previas.
Comunicación persuasiva
Hovland, con una orientación principalmente conductista, dirigió, durante los años cuarenta y
cincuenta la investigación del Centro de Comunicación y Cambio de las Actitudes de Yale
sobre los procesos de comunicación y persuasión. A pesar de su enfoque mayoritariamente
conductista, Hovland y sus colaboradores también incorporaron posteriormente factores
cognitivos; además, tenían en consideración la raíz social de las actitudes, y en particular, la
dependencia de las actitudes de una persona respecto a su grupo de pertenencia. Por eso,
enfatizaron los procesos de comunicación social como contexto de formación y cambio de las
actitudes. El trabajo de estos investigadores ha sido muy amplio, pero la contribución que ha
tenido más repercusión han sido los resultados obtenidos a partir de una serie de experimentos
en los que intentaban determinar aquellos factores situacionales que podían ejercer un cierto
efecto de refuerzo e influenciar los procesos persuasivos. Principalmente, los estudios se han
basado en cuatro factores, fuente, mensaje, receptor, canal, que son los que ahora veremos con
más detalle.
Detectado por Hovland y Weiss (1952), este efecto muestra que, cuando el impacto persuasivo del mensaje se mide a corto
plazo, éste es mayor en las fuentes de alta credibilidad. No obstante, si el impacto se mide al cabo de un tiempo, no parece
haber diferencia entre las fuentes. Este resultado se ha llamado disociación entre la fuente y el mensaje: al cabo de un tiempo,
aunque se pueda recordar el mensaje, ya no se recuerda la fuente y, por lo tanto, ya no tiene importancia si ésta era muy creíble
o poco creíble, y sólo tiene efecto el mensaje en sí.
Otro efecto del atractivo es el de suponer que la fuente es, no sólo atractiva, sino inteligente,
ya que tenemos teorías implícitas que asocian rasgos físicos con características de
personalidad. Así, tenemos tendencia a pensar que una persona atractiva será también
inteligente (¡sobre todo si se es hombre, claro está!), o que si se es feo no se puede ser bueno,
etc.
Otro factor clave es el grado de intencionalidad de la fuente que el auditorio perciba. Así, si
la persona percibe que la fuente puede tener intereses personales para convencer, se rechaza
más el mensaje que si se percibe que la persona que intenta convencer lo hace de forma
desinteresada. Si alguien declara su intención de persuadirnos, nos resistiremos porque el
hecho de aceptarlo implicaría que se nos puede manipular y que nuestras actitudes y opiniones
son menos importantes y de menos entidad que las de la fuente. Pero, la declaración explícita
de persuadir puede ser persuasiva si no implica una amenaza ni sugiere un estatus de
inferioridad o de incompetencia del auditorio.
La influencia del tono emocional del contenido ha sido muy estudiada. A menudo, con el fin de
incrementar los efectos persuasivos de un mensaje, se intenta provocar emociones –
habitualmente, el miedo. Y aunque se pensaba que, cuanto más miedo, más cambio actitudinal
se produce, los resultados empíricos ponen en cuestión una relación tan directa. McGuire, por
ejemplo, encontró que el miedo sólo era efectivo para cambiar dentro de unos niveles
moderados. Si se provocaba poco, el mensaje no llamaba suficientemente la atención, y si se
provocaba mucho, creaba reacciones defensivas y rechazo. Además, si el mensaje no
proporcionaba un modelo de comportamiento alternativo que permitiera evitar el peligro, el
auditorio se podía poner a la defensiva y provocar resultados contrarios a los deseados.
Campañas de prevención
En campañas de prevención, el mensaje tendría que decir lo siguiente: a) cierta conducta tiene un riesgo; b) el riesgo es mayor
de lo que se piensa; c) seguir una conducta alternativa es un remedio eficaz (Rogers, 1975).
Como ya veíamos en las contribuciones de Sherif y Hovland (1961), con el fin de saber si una persona modificará o no su
actitud, hace falta tener en cuenta el grado en el que el nuevo mensaje difiere respecto a la posición del auditorio. Obviamente,
los mensajes que están de acuerdo con nuestra posición son aceptados sin necesidad de provocar cambio. Los que están
fuertemente en desacuerdo son vistos como aún más diferentes (efecto de contraste), y rechazados sin provocar cambio. Y
aquellos mensajes que difieren más ligeramente y que son vistos como próximos a la posición de la persona, son los que tienen
más probabilidad de efectos de cambio.
4) Características del canal de comunicación. Los mensajes cara a cara parece que tengan
más efecto que los mensajes indirectos –como por ejemplo, los transmitidos por los medios de
comunicación. Esto no quiere decir que los medios de comunicación no tengan efectos
persuasivos, pero probablemente su influencia consiste en proporcionar argumentos para las
discusiones cara a cara.
Básicamente, todos éstos son los factores que se han resaltado para la comunicación
persuasiva y el cambio actitudinal. Sin embargo, hay que hacer una apreciación: a pesar de la
presentación esquemática de todos estos factores con el fin de dejar clara su influencia y
facilitar su comprensión, los resultados no han sido siempre tan nítidos ni tan concluyentes
como esta exposición puede hacer pensar. A medida que se hicieron más experimentos, se
encontraron resultados que hacían más compleja la situación –a veces los resultados nuevos
complementaban los anteriores, otras los contradecían, y otras no permitían llegar a ninguna
conclusión. Esta complejidad muestra que sería un poco simplista esperar que los anteriores
factores influyesen de manera directa y sencilla. Al contrario, parece que hay interacciones
entre ellos, de modo que el cambio de actitudes resulta bastante complejo. Por ejemplo, la
credibilidad de la fuente podría afectar de forma diferente según las cualidades del mensaje o
según la audiencia. Es más, es necesario que tampoco perdamos de vista el hecho de que estos
resultados provienen de situaciones experimentales, en las cuales las situaciones han sido
manipuladas para aislar y poder estudiar los efectos de forma independiente. Ahora bien, la
lógica de los experimentos no está exenta de problemas, ya que presupone que todos estos
factores se pueden estudiar en el laboratorio sin tener en cuenta los factores sociohistóricos
involucrados en todo proceso social.
Por lo tanto, no tenemos ninguna certeza de que en situaciones naturales los efectos fueran
parecidos a los obtenidos.
En cualquier caso, lo que sí se ha hecho cada vez más evidente es que la mayoría de los
resultados apuntan hacia una importancia de los factores de relevancia e implicación personal
que pueden influir, desde la atención e interés que se dedica a un mensaje hasta el tipo de
procesamiento que se hace de él. Por lo tanto, aunque es interesante saber cómo y qué
variables influencian la comunicación, no podemos perder de vista el carácter eminentemente
crítico y constructor de la persona que –más allá de recibir simplemente mensajes– interactúa
y se comunica activamente con otras. En otras palabras, la persona interpreta la situación de
una manera mucho más compleja y elaborada, con mucha variabilidad según la situación
particular en la que se encuentra y, como veremos más adelante, a partir de referencias y
significados colectivos y compartidos, no individuales. Es este carácter interpretativo lo que
dificulta la obtención de una lista definida de variables de influencia unívoca que permita
saber de antemano cómo un mensaje afectará a la gente.
Habíamos visto que las teorías funcionales presuponen mecanismos motivacionales que dan
sentido a las actitudes y marcan algunas de sus funciones. Ha sido difícil evaluar los efectos
del cambio de las actitudes bajo esta teoría, en parte porque las necesidades que presuponen,
algunas de influencia psicoanalítica, son difíciles de operacionalizar (definir y medir). En
general, sin embargo, estas teorías propondrán que el cambio actitudinal tendrá lugar cuando
la expresión de la vieja actitud ya no satisfaga la necesidad que la originaba. De todas formas,
las condiciones que llevarán a un cambio de actitud serán tan variadas como variadas son las
motivaciones y necesidades que se encuentran en la base de las actitudes.
Uno de los pocos trabajos empíricos que se sustenta en este enfoque es de Stotland y Katz, que intentaron evaluar el cambio en
actitudes de prejuicio hacia los negros, prejuicios que, según los autores, cumplían una función de defensa del yo. En primer
lugar, midieron con un cuestionario el carácter defensivo de ciento treinta y un chicas universitarias, por un lado, y sus actitudes
de prejuicio hacia los negros, por el otro. Después, se les dio un folleto en el que se explicaba cómo funcionan nuestros
mecanismos de represión y proyección según las teorías psicodinámicas. Justo después de leerlo, y también cinco semanas
después, los “experimentadores” volvieron a medir sus actitudes contra los negros, y encontraron una reducción de sus
prejuicios. Los investigadores atribuyeron este cambio a la disminución de la necesidad de defensa en las chicas, ahora que ya
tenían un conocimiento mayor sobre el funcionamiento de la represión y proyección.
Con diversos nombres, a partir de los años cincuenta y sesenta surgieron diversas teorías
sobre la estructura de las actitudes que enfatizaban el papel del componente cognitivo, es
decir: las creencias eran la unidad básica de las actitudes. Estas teorías, llamadas teorías de la
consistencia, tienen un fuerte componente gestáltico, recibido de Lewin.
Lewin fue uno de los primeros que hizo una investigación de psicología social aplicada; en concreto, llevó a cabo un estudio para
persuadir a madres jóvenes que visitaban las clínicas a fin de que siguieran las instrucciones de alimentación de sus bebés. La
hipótesis de Lewin era que, dado que los individuos siempre actúan como elementos integrantes de sistemas sociales más
amplios, una decisión tomada en el grupo de pertenencia tendrá una influencia más poderosa en la persona que la instrucción
individual hecha por un experto.
Lewin comparó la efectividad relativa de dos formas de dar la información: en una situación, las madres eran instruidas
individualmente por expertos durante veinte o veinticinco minutos; en la otra, las madres se reunían en grupos de seis, recibían
las informaciones de los expertos, y después discutían el problema entre ellas y el experto hasta tomar una decisión. Los
resultados mostraron que las decisiones tomadas en grupo resultaron más persuasivas que la instrucción individual.
Uno de los primeros modelos, que servirá de fuente de inspiración para el resto de modelos de
la consistencia, será la teoría del equilibrio de Fritz Heider (1944, 1946, 1958). Según este
modelo, las personas tienen una necesidad de mantener consistencia en sus relaciones; en
particular, tienen una tendencia psicológica a organizar sus conocimientos sobre las cosas de
manera armónica, en un estado de equilibrio o balance en el que las ideas coexisten sin
tensión.
Figura 4.3
Así, si a una persona le gusta un objeto x, y a nosotros nos gusta la persona x, el sistema de las tres relaciones estará en
equilibrio si a nosotros también nos gusta el objeto x. Si a la persona que nos gusta no le gustan las mismas cosas que a mí,
entonces hay tensión en el sistema; y al revés, si la gente que no me gusta muestra las mismas preferencias que nosotros,
experimentaremos tensión. La falta de tensión significa un estado estable, en el cual no hay presión hacia el cambio.
Contrariamente, si no hay equilibrio, la persona intentará restaurarlo de la manera en que cueste menos esfuerzo. Esta teoría ha
sido considerada como sumamente simplificadora.
De entre todos, uno de los modelos que ha tenido más fortuna es la teoría de la disonancia
cognitiva de Festinger (1957), que defendió que las actitudes de las personas se basan en sus
creencias sobre los diversos objetos, y que entre estas creencias, e incluso entre pensamiento
y acción, se tendría que dar un estado de consistencia o equilibrio. De lo contrario, hay una
inconsistencia, una disonancia cognitiva, lo que comporta un malestar que el sujeto intentará
resolver, bien cambiando sus pensamientos, bien cambiando su conducta, bien alterando el
medio, bien buscando nueva información... Este modelo será presentado con más detalle a
continuación.
Antes de presentar la teoría de Festinger, hagamos algunas reflexiones sobre los modelos de la
consistencia. Estos modelos se han dejado de utilizar, especialmente desde que el estudio de
las actitudes perdió fuerza respecto de los momentos álgidos, pero sin embargo su tradición
continúa a través de los estudios sobre atribución, que también absorven los principios de
Heider. Uno de los puntos más interesantes de la teoría de la disonancia cognitiva es que
altera el orden con el que hasta entonces se habían pensado las teorías sobre las actitudes. Así,
si la mayoría proponen que el comportamiento es llevado a cabo como consecuencia de
cogniciones (hacemos alguna cosa porque primero nos hemos propuesto hacerla), en la
propuesta de Festinger la dirección es al revés: primero actuamos, y después adaptamos las
cogniciones a nuestra actuación, esto es, las ideas siguen a las acciones, la razón sigue a la
praxis.
Las teorías de la consistencia, con su dificultad para aceptar la incoherencia, dejan entrever
que implícitamente presuponen en éste una cierta deshonestidad, un conflicto ético, e incluso,
según algunos han criticado, un cierto sentimiento de culpa. Algunos estudios han mostrado,
sin embargo, que la persona es bastante capaz de mantener inconsistencias si no tiene una
implicación personal en el asunto cuestionado, o si de ello saca algún beneficio.
Decíamos que la teoría de la disonancia cognitiva es sin duda la teoría de la consistencia que
ha tenido más resonancia; en parte, porque es especialmente útil para pensar situaciones de
cambio de actitudes, y también porque proporciona algunas predicciones que, aun siendo un
poco contraintuitivas, se han corroborado en bastantes experimentos. A continuación veremos
algunos de los estudios y conclusiones derivadas de esta teoría, a la que tampoco le ha faltado
la polémica y los intentos de explicar, desde otras teorías, sus mismos resultados mediante
interpretaciones diferentes, como también veremos después.
Tal como hemos explicado anteriormente, esta teoría presupone que la inconsistencia entre
cogniciones –por ejemplo, lo que sabemos que pensamos o sentimos, y lo que sabemos que
hemos hecho– provoca una sensación psicológica de malestar o disonancia. Será precisamente
esta disonancia, y la motivación de recuperar el estado de equilibrio, lo que la teoría
presentará como mecanismo explicativo del cambio de actitudes, pero miremos con un poco
más de detalle de qué depende la disonancia, y cómo podemos reducirla.
1) Disonancia por justificación del esfuerzo. A menudo dedicamos esfuerzos para conseguir
algo, como por ejemplo, ser admitido en un club o asociación. Si no conseguimos nuestra
meta, o si una vez conseguida ésta no es tan positiva como creíamos, experimentaremos
disonancia a causa del esfuerzo invertido. Con el fin de reducir la disonancia, la persona
puede: a) devaluar el grado de inversión hecho; b) sobrevalorar el resultado y con ello
resaltar sus aspectos positivos e ignorar los negativos.
Este tipo de disonancia se mostró en un estudio de Aronson y Mills en 1959 en el que diversas universitarias se ofrecieron
voluntarias para participar en discusiones sobre sexualidad. Para ingresar, se les hizo pasar pruebas, y así, un grupo pasó una
prueba severa, que consistía en tener que leer palabras en voz alta relacionadas con cuestiones sexuales (¡piense que era el año
1959!) mientras que otras pasaron pruebas más ligeras, y otras no pasaron ninguna prueba. Una vez admitidas, se les dejó
escuchar una grabación ficticia de una de las discusiones de uno de los grupos en los que tendrían derecho a participar –registro
que resultaba ser muy aburrido y trivial. Cuando se pidió a las chicas que evaluaran mediante escalas la grabación escuchada,
sólo aquellas chicas que habían pasado pruebas de iniciación severas consideraron la discusión como interesante e inteligente.
De lo contrario, habrían tenido que aceptar que habían pasado por una situación difícil para nada.
Una persona puede intentar reducir la disonancia con estrategias diferentes. Por un lado, puede
intentar cambiar la decisión tomada –y volver así a la conflictiva situación de tener que
escoger. También puede dar más valor a la alternativa escogida, o bien desvalorar la
alternativa no escogida, y quitarle importancia y/o atractivo. Sería el caso, por ejemplo, de la
persona que ha escogido estudiar la carrera de psicología, y a pesar de descubrir que se pasa
el día estudiante ratas y neuronas en vez de personas, continúa pensando que su carrera es
genial.
3) Acuerdo inducido. Por otro lado, también podemos experimentar disonancia en aquellas
situaciones en las que, a partir de presiones más o menos sutiles, nos comportamos de una
determinada manera que está en contra de nuestras actitudes. Los estudios empíricos se han
centrado en analizar cuáles son los efectos de los castigos y recompensas en estos casos de
comportamiento contraactitudinal, y la mayoría coinciden en el hecho de que, cuanto mayor
es el refuerzo o la recompensa, menor es el cambio. Resultados como estos serían difícilmente
interpretables desde las teorías del condicionamiento instrumental, puesto que en ellas se
postula un incremento en el cambio de actitudes a medida que se aumenta la recompensa o
castigo.
La disonancia cognitiva permite, por lo tanto, no sólo predecir qué conducta se llevará a cabo
a partir de cierta actitud, sino también pronosticar la dirección inversa, es decir: qué pasará
con nuestras actitudes si llevamos a cabo un comportamiento que las contradice. Así pues, en
el caso del comportamiento contra-actitudinal se ve claramente que la teoría plantea la
direccionalidad acción > pensamiento, y no a la inversa, como lo han hecho la mayoría de
teorías.
Retomando los estudios empíricos sobre el acuerdo inducido, diremos que la teoría de la
disonancia cognitiva explica los resultados de la manera siguiente: la recompensa o el castigo
funcionarían como la justificación de haber realizado una conducta contra las mismas actitudes
y, por lo tanto, disminuirían la disonancia cognitiva experimentada. En la misma línea, también
se ha visto, que si la persona está obligada a tener una conducta y cree que no tenía ninguna
otra opción, no experimentará disonancia, ya que atribuirá su conducta a la coerción externa.
Para mostrarlo, Festinger y Carlsmith (1959) hicieron el experimento siguiente: tuvieron a unos estudiantes desarrollando una
tarea muy aburrida durante una hora y una vez la hubieron acabado, les pidieron que presentaran el experimento que habían
hecho a otros estudiantes, y ellos les dijeron que se trataba de un experimento agradable y divertido. Los “experimentadores”
dividieron a los estudiantes en tres grupos: a una parte de los sujetos se les pagó poco para hacer esta presentación (1 dólar), a
otros una buena paga (20 dólares); al grupo control no se les pidió que presentaran el experimento. Tal como Festinger y su
colaborador habían previsto, los estudiantes que recibieron la paga menor fueron los que cambiaron más su actitud respecto a la
tarea que acababan de hacer, mientras que los que ya tenían una justificación por el hecho de decir mentiras (los 20 dólares
cobrados) no modificaron su actitud.
En estos ejemplos podemos ver lo clave que son las atribuciones y justificaciones que la gente
hace de su comportamiento. En cierta manera, y a causa de su común origen en los trabajos de
Heider, la teoría de la disonancia cognitiva comienza a apuntar el surgimiento de la teoría de
las atribuciones y del pensamiento de sentido común.
En los casos en los que una persona es llevada a actuar en contra de sus actitudes y
experimenta una alta disonancia, puede intentar reducirla a partir de lo siguiente: a)
cambiando su propia actitud hacia la dirección de la conducta realizada (y justificando así su
conducta); b) maximizando los resultados de la conducta realizada (y obteniendo así una
justificación suficiente para su conducta contradictoria, sin que deba cambiar sus actitudes).
También puede influenciar la información que recibe, ya que decíamos en el apartado de la
función cognitiva de las actitudes que la persona puede intentar evitar la disonancia no
dirigiendo su atención hacia aquellas informaciones que contradicen su manera de actuar y/o
pensar. El ejemplo típico de esto sería el de aquella persona que compra el periódico que está
más de acuerdo con su orientación política.
4) Interacción de grupo como medio de reducir disonancia. Al explicar la teoría de la
comparación de Festinger, hemos dicho que este autor supone que, en situaciones de falta de
criterios objetivos, para saber si nuestras actitudes son correctas las compararemos con las de
los otros. Pero, ¿qué pasa si resulta que los otros expresan actitudes diferentes? Todos hemos
pasado por la experiencia de hablar con gente y oír cómo alguien contradice alguna de
nuestras opiniones. En principio no es una sensación muy agradable, pues todos preferimos
que los demás nos refuercen y nos digan que tenemos razón. Este malestar que experimentamos
es debido a la disonancia cognitiva entre lo que creemos y lo que creen los otros. Cuando
experimentamos disonancia a causa de desacuerdos con otras personas, en temas que para
nosotros son importantes, podemos utilizar nuestras interacciones con otros para reducirla.
La noche del 20, todos los creyentes se juntaron en casa de la Sra. Keech, donde se suponía que un ovni procedente del planeta
Carion les vendría a rescatar. Como ya se habrá imaginado, aquella noche no llegó ni el ovni ni la inundación. Desconcertados,
los miembros del grupo estaban desanimados y desengañados en un primer momento. ¿Cambiarían los hechos sus creencias?
Lejos de ello, la Sra. Keech volvió y dijo que era gracias a su mediación (personal y del grupo) por lo que la ciudad se había
salvado. El júbilo se extendió entre los creyentes, quienes, en lugar de desestimar sus creencias, las reforzaron, y a partir de
aquel momento se dedicaron a intentar convencer a los demás sobre su verdad.
Según el propio relato de Festinger, los miembros del grupo buscaron una explicación que les permitiera aclarar la aparente
contradicción. Una vez encontrada, se iban apoyando entre sí, de manera que consiguieron mantener la pertenencia al grupo.
Así pues, el grupo de Festinger concluyó que los creyentes: a) al darse apoyo social mutuo y b) al buscar nuevos miembros,
consiguieron reducir la disonancia suficientemente como para mantener sus creencias.
Antes de acabar la presentación de la teoría de la disonancia cognitiva, vale la pena hacer una
breve reflexión: la relación entre la persona que experimenta disonancia y el grupo nos
permite ver cómo para Festinger el grupo actúa simplemente de “contexto social” que
proporciona recursos diferentes para disminuir la disonancia, pero no altera para nada el
proceso cognitivo básico, que es el mismo tanto en situación grupal como individual.
Ha habido otras propuestas sobre los procesos persuasivos hechas desde una perspectiva cognitiva. McGuire (1989) creó el
llamado modelo de dos factores, según el cual la probabilidad de que un mensaje provoque un cambio de actitudes depende del
hecho de que sea a) recibido –cosa que depende de que la persona le dedique atención y que lo entienda–; b) aceptado –con lo
que hace falta que la persona esté de acuerdo con él–. Petty y Cacioppo (1986) defendían que no era tanto el mensaje en sí lo
que provocaba el cambio actitudinal, sino más bien todos los pensamientos que las personas desarrollaban al reflexionar sobre el
mensaje, es decir, los argumentos e incluso los contraargumentos que éste les sugiere. Para explicarlo, desarrollaron el modelo
probabilístico de la elaboración (MPE). De manera resumida, el modelo propone dos maneras diferentes de procesar un
mensaje: si la persona está motivada y tiene capacidad, probablemente seguirá una ruta de procesamiento central y analizará el
contenido y consecuencias del mensaje. Si no, utilizará una ruta periférica, en la que se basará mucho más en las características
más situacionales y superficiales, tales como la credibilidad de la fuente. Cuando las personas no pueden o no están motivadas
para procesar el mensaje, utilizarán un procesamiento heurístico (Chaiken, 1980) que consiste en sencillas reglas de decisión
sobre si se acepta el mensaje o no se acepta.
Una propuesta es la teoría de la inoculación de McGuire (1964), quien, haciendo una analogía
biológica, defenderá que la exposición de una persona a argumentos sencillos contrarios a sus
creencias o a actitudes propias tiene un efecto de “vacuna contra la persuasión”, es decir, le
proporciona motivación y habilidad para elaborar argumentos que refuercen su actitud inicial
y que le permitan resistirse a la persuasión en ocasiones futuras.
Según Cialdini y Petty (1979), otro factor que permite oponerse a la persuasión es estar
avisado de antemano, es decir, saber que nos enfrentamos a un intento persuasivo. Esto pasa,
probablemente, porque tenemos la oportunidad de preparar contraargumentos, y nos da más
tiempo para recopilar tanto información como hechos que puedan refutar el mensaje. Este
efecto parece ser especialmente relevante en actitudes y temas que consideramos importantes
(Petty y Cacioppo, 1979).
La teoría de la reactancia de Brehm (1966) postula que las personas tenemos la necesidad de
sentir que actuamos libremente y sin presión –lo que también se ha llamado “ilusión de
control”. Si la persona siente amenazada su libertad de actuación y elección, se desencadena
una reacción desfavorable y se negará a llevar a cabo la conducta contraria a su actitud.
Incluso puede acabar adoptando la conducta exactamente contraria al intento persuasivo
llevado a cabo con ella –incluso aunque quizás, sin presión, ella misma hubiera acabado
actuando en la dirección del intento persuasivo. Un caso típico de reactancia sucede cuando
los padres de un adolescente le prohíben fumar: a veces, hay bastante con la mera prohibición
para provocar el comportamiento que se quería evitar.
Una vez se tienen en consideración todas las matizaciones que los diferentes autores han
introducido, la relación entre actitud y comportamiento se puede hacer más esclarecedora y el
estudio de las actitudes puede aportar herramientas interesantes para analizar ciertas
situaciones sociales. De todas maneras, más interesante que el hecho que haya o no haya
correspondencia entre las actitudes y el comportamiento, es que logremos entender la razón
por la que este tema ha sido tan importante. Curiosamente, parece que no todas las culturas
valoran y sostienen una consistencia entre actitud y comportamiento, algo que nos debe hacer
preguntarnos cuál es la función que el énfasis en la consistencia comporta en nuestra cultura.
Una cosa parece evidente: la correspondencia entre actitudes y comportamiento es vital para
cumplir las aspiraciones de control social que, como decíamos en la introducción, se puede
encontrar en el origen de las actitudes sociales: si el hecho de conocer las actitudes de la gente
nos permite predecir su conducta, quiere decir que a partir de la manipulación de sus actitudes
podemos manipular también su comportamiento. Pero este razonamiento cae al suelo si no hay
relación entre la actitud y el comportamiento. Piense, por ejemplo, qué inútiles serían todas las
campañas publicitarias o políticas si no se asumiera que el cambio de actitud repercutirá en un
cambio de comportamiento –ya sea comprar un producto determinado, o votar por un partido
determinado. Por lo tanto, como sugiere Sampson, podría ser que el énfasis en esta
consistencia fuese más una cuestión de control social que de integridad personal.
Prácticas de sujeción y control
Para poder ser estudiados, interrogados, intervenidos y cambiados, la psicología social necesita construir a aquéllos a quienes
estudia como “sujetos”. Y tienen que ser vistos como aislables conceptualmente de sus circunstancias y como estos poseedores
de estructuras intrapsíquicas, internas, influenciables por la situación.
Así pues, la existencia de las actitudes como algo no observable que se encuentra dentro de la
mente de las personas proporciona la justificación para que los científicos sociales intenten
adentrarse y explorar a las personas y sus pensamientos. El individuo se vuelve así sujeto de
estudio –es decir, sujetado a la manera de hacer y ver el mundo de la psicología social–,
básicamente impregnado de valores propios de la manera de vivir norteamericana, dado el
dominio que Estados Unidos ha tenido en la psicología social tradicional que, incluso, es
sometida a un cambio en la dirección que la disciplina cree correcta.
Este tipo de consideraciones nos remite a un uso social de las actitudes, ligado a la
reproducción social y al control. Bajo ellas, las actitudes se nos aparecen mucho más como
vinculadas al orden social y a los grupos, que como entidades mentales individuales. Pero
para entender estos vínculos, necesitamos comprender que el control no es una cuestión de
personas, sino de relaciones de poder entre grupos. Para recuperar estas nociones, pues, nos
harán falta otras maneras de entender las actitudes, maneras que sugieren un anclaje mucho
más social del concepto. Esto es lo que veremos en el apartado siguiente.
Hasta ahora hemos presentado la visión más tradicional de las actitudes, la que se encuentra
en la mayoría de manuales de la disciplina. El breve recorrido que hemos hecho ya es
suficiente como para apuntar hacia una tendencia: que las actitudes son entendidas como algo
individual, una posesión mental del individuo. El grupo no se tiene en consideración –o,
cuando se tiene en cuenta, es más bien como “simple contexto” en el que las personas tendrían
actitudes, pero sin que afecte a su naturaleza. Esta concepción queda reflejada en frases como
la siguiente de Festinger, a quien ya hemos presentado como uno de los grandes autores de la
psicología social:
“No obstante, hay que remarcar que el contexto social no introduce nada cualitativamente diferente en los procesos de
activación y reducción de la disonancia.”
L. Festinger (1957). Teoría de la disonancia cognoscitiva (p. 286). Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1975.
Queda claro que para Festinger –y para la corriente que representa– el grupo es simplemente
un recurso, una situación, un contexto diferente que no modifica en nada las actitudes, las
cuales son de origen cognitivo. No obstante, no siempre ha sido ésta la visión de las actitudes.
Basta recordar el experimento de Newcomb, quien demostró que la génesis y desarrollo de las
actitudes estaba fuertemente vinculada a los grupos de referencia, de manera que una persona
siempre acaba teniendo aquellas actitudes que constituyen la manera de ver el mundo propia
de los grupos con los que se identifica y/o a los cuales pertenece. Así entendido, el grupo no
es ya un simple contexto que modula actitudes, sino que es la fuente de las actitudes:
“este tipo de actitudes no se adquieren en el vacío social. Su adquisición está en función de la relación de uno mismo con otros
grupos, de manera positiva o negativa.”
T. M. Newcomb (1958). Manual de Psicología Social (p. 312). Buenos Aires: Eudeba, 1969.
El hecho de optar por una concepción individual o grupal de las actitudes no es simplemente
una cuestión de matiz teórico, sino que tiene repercusiones también en nuestras prácticas. Esto
se ve claramente en los intentos de modificación de actitudes, pues según un modelo
individual, las actitudes de un grupo no son más que una suma de actitudes individuales que
hace falta modificar una a una cambiando las ideas individuales de cada persona, mientras que
según un modelo más social, el cambio de actitudes pasa más por una modificación de los
valores y las ideas socialmente compartidos. El fracaso de los intentos de cambio social a
partir de modelos individualistas nos tendría que alertar y hacer reflexionar sobre la
importancia de la vertiente grupal en la constitución y el cambio de actitudes.
Las campañas de prevención del sida, por ejemplo, se han basado a menudo en el hecho de difundir la necesidad de utilizar
preservativos. Estas campañas, con frecuencia de poco éxito, no han tenido en consideración algunos de los valores culturales
implícitos que dificultarían el comportamiento promovido de utilizar preservativos, como por ejemplo, la idea de que el uso de
preservativos está en contradicción con las concepciones de masculinidad dominantes: “quien utiliza preservativo no es bastante
hombre”. Además, el uso de preservativos también interfiere a menudo con otros valores sociales. Por ejemplo, si en una pareja
uno de los miembros sugiere utilizar preservativo puede causar la impresión al otro de estar acostumbrado a tener relaciones
sexuales con diversas personas, y despertar así sospechas de infidelidad o promiscuidad. Al mismo tiempo, y visto el carácter
preventivo de enfermedades que tiene el uso de preservativos, la petición también podría ser interpretada como una falta de
confianza hacia el otro.
Si seguimos con el ejemplo, podemos decir que, algunas campañas que pretenden generalizar el uso del preservativo a todo tipo
de relaciones sexuales (incluidas las relaciones habituales con una pareja estable), a menudo no tienen en consideración cómo
este mensaje entra en conflicto con la concepción social de las relaciones íntimas. Es más, muchas de estas campañas –e
incluso las posibles interpretaciones presentadas en el párrafo anterior– presuponen unos valores familiares y de pareja estable
que no son necesariamente compartidos por los miembros de los grupos a los que las campañas van dirigidas. Por ello, el hecho
de intentar promover cambios de conducta individuales será algo extremadamente difícil e incluso inútil, ya que se pide a la
persona que actúe en contra de las normas y valores de su sociedad o de sus grupos de referencia. Más bien, sería necesario
que las campañas de este tipo tuviesen en cuenta todas estas cuestiones y dirigieran sus acciones hacia los grupos de referencia
y hacia la modificación de actitudes y valores sociales.
El vínculo entre actitudes y grupos ya se encuentra en los primeros autores que introdujeron el
concepto de actitud en la psicología social, Thomas y Znanecki (a pesar de que después, como
hemos visto en la breve revisión histórica, este aspecto se diluyó en el contexto psicologizante
que ha predominado en la disciplina). Si bien decíamos que las actitudes se caracterizaban por
una relación significativa entre un sujeto y un objeto, es precisamente el grupo el que define
qué es y qué no es significativo, y la persona refleja aquellas relaciones hacia ciertos objetos
que son propias de sus grupos, es decir, que la relación entre el sujeto y el objeto viene
siempre mediada por los grupos, por sus normas y valores, por su visión del mundo. La actitud
sería una versión individual del valor grupal. Por ejemplo, la manera en que una persona
entiende qué es el movimiento okupa depende de su posición en la sociedad, de los grupos a
los que pertenece o a los que se acerca. Probablemente nos sea más fácil pensar que una
persona que participa en movimientos pacifistas dará su apoyo al movimiento okupa, que
pensar que una persona que especula con tierras lo haga.
Por lo tanto, aunque son las personas las que adoptan actitudes, las raíces últimas de las
actitudes no se encuentran en los individuos, sino en las relaciones de grupo en las que se
insertan las personas. Las actitudes serían la materialización de la ideología del grupo en el
pensamiento del individuo, supondrían la incorporación en la persona de los valores y visión
del mundo de los grupos de pertenencia y/o referencia, es decir, de aquellos esquemas que
definirán el mundo de cada sociedad y que son transmitidos vía socialización y exigidos en las
relaciones sociales. Este anclaje de las actitudes en los grupos les otorga un carácter
eminentemente social: las actitudes tienen el potencial de unir, analíticamente, lo individual y
lo social.
El caso de las actitudes nos permite recordar algunas nociones del primer tema, en concreto,
qué entendemos por social. Aunque decimos que la vinculación entre actitudes y grupos
constituye la idea de las primeras como conceptos sociales, de aquí no se tiene que desprender
la idea de que el carácter social dependa de una cuestión numérica. No se trata de ver aquello
que involucra a una persona como individual y lo que se refiere a muchas personas como
social. La concepción de lo social que se presenta aquí es mucho más radical, pues incluso en
el caso de que haya una persona sola, ésta es entendida y entiende el mundo en relación a los
grupos, las culturas y la sociedad en la que se inserta.
Decíamos, pues, que el anclaje de las actitudes en los grupos otorga al concepto un carácter
eminentemente social. Pero al mismo tiempo, también abre preguntas en referencia a la
insistencia en la modificación de actitudes. Para empezar, una de las ideas que encontramos
implícitas en las teorías del cambio de actitud es que hay actitudes más correctas o más
aceptables que otras. De hecho, se pueden encontrar analogías con el modelo médico: hay
grupos o personas “desajustadas”, con un “problema”, con actitudes inapropiadas. Esos
grupos o personas deben ser “detectados” y “diagnosticados” para que se les pueda dar
“tratamiento”. De esta manera se crea una división entre “las personas normales y corrientes”
–aquellas que tienen actitudes– y aquellas que, justamente porque están en la posición de
expertas, pueden juzgar qué actitudes son o no correctas y están legitimadas para intervenir
sobre ellas y sobre otras personas –en un principio, por su propio bien. En otras palabras, las
actitudes han dado plausibilidad a la idea de la ingeniería social.
Ingeniería social fue una expresión utilizada por Lewin como referencia a la misión de
mejora social de la psicología social –algunos han optado incluso por crear la expresión
humaneering. Las dos expresiones recogen la idea de que, de la misma manera que las
ciencias naturales han posibilitado una ingeniería para permitirnos alterar el mundo en que
vivimos, también las ciencias sociales darán lugar a una ingeniería social, a una intervención
para mejorar la sociedad. Esta noción ha sido fuertemente criticada por los efectos perversos
de control que comporta (Stainton Rogers et al., 1995).
Las campañas contra el sida, por ejemplo, se dirigieron en un principio hacia los llamados grupos de alto riesgo (curiosamente,
homosexuales y drogadictos). Uno de los efectos de estas campañas fue culpabilizar a estos grupos de la transmisión de la
enfermedad, a la vez que se desresponsibilizaba a aquellos que llevaban a cabo prácticas heterosexuales (entre los que se ha
dado el incremento mayor de la incidencia del sida en los últimos años).
Ahora bien, si como hemos dicho antes, las actitudes están ligadas a los grupos, no es
indiferente qué actitudes son vistas como aceptables (normales, positivas, etc.) y cuáles como
susceptibles de modificación o eliminación (desadaptativas, problemáticas, etc.). Al
contrario, éstas son cuestiones relacionadas directamente con las relaciones de poder entre los
grupos. Así, aquellos grupos considerados improductivos y que podrían poner en peligro el
orden social serían grupos diana hacia los que dirigirir estrategias de modificación de actitud.
Como es fácil de imaginar, a partir de campañas de cambio de actitud y de intervención sobre
lo que otros grupos piensan, los grupos dominantes de la sociedad podrían realizar
operaciones sobre otros grupos situados en posiciones menos privilegiadas. En otras palabras,
la modificación de actitudes, aunque se pueda presentar como una posibilidad de mejora de la
sociedad, deja abierta la posibilidad nada igualitaria de control de unos grupos sobre los
otros.
Esto quiere decir que las actitudes deben entenderse en el contexto de las relaciones de poder
entre los grupos y hay que destacar, por tanto, su componente ideológico. Los grupos entretejen
maneras de ver el mundo que les son propias, según las situaciones o contexto en los que se
encuentran, y crean una cultura de grupo o ideología. Esta cultura grupal ayudará a la persona
a interpretar activamente la realidad, de manera que la persona entenderá el mundo mediante
la visión del grupo, la cual reflejará sus valores e intereses. Por lo tanto, para entender las
actitudes de los individuos hay que entender esta cultura grupal o ideología, y esto significa
tener en cuenta el contexto histórico y la historia de las relaciones entre un grupo y los otros.
Las dimensiones más grupales e ideológicas de las actitudes son las que a menudo se hacen
invisibles en las concepciones individualistas desde las que se ha trabajado fundamentalmente
el concepto. A medida que el énfasis analítico se ha centrado en el individuo, el contenido
ideológico se ha ido perdiendo. Sin embargo, algunas corrientes alternativas nos permitirán
recuperar la raíz social del concepto y superar algunas de las críticas anteriores: la crítica a la
concepción individualista, la crítica al énfasis en el control, la crítica al olvido de las
relaciones de poder entre grupos. Entre esas corrientes encontramos las perspectivas
discursivas, que intentarán explicar cómo las actitudes no pueden entenderse como algo mental
e individual, puesto que, muy al contrario, su naturaleza se encuentra en lo social,
especialmente en el lenguaje y en nuestras prácticas comunicativas.
Las perspectivas discursivas recogen, entre otras, las contribuciones de la teoría de los actos
de habla de Austin, de la etnometodología de Garfinkel y de la semiótica.
Sus orientaciones, a diferencia de las teorías vistas anteriormente, no proponen ya un modelo
más perfeccionado que tenga en consideración un mayor número de datos para descubrir
cuáles son las actitudes, sino que propondrán hacer algunos cambios radicales sobre cómo
entender la naturaleza, no sólo de las actitudes, sino también de los constructos teóricos en
general. Uno de los cambios clave que proponen es un cambio de locus, con lo que se pasa de
considerar la dimensión intrapersonal a considerar la dimensión interpersonal. Ciertamente,
conceptos psicológicos como las actitudes, los esquemas, los recuerdos, etc., ya no son vistos
como posesiones mentales que tienen lugar en la cabeza de los individuos, sino como maneras
de hablar que nos ayudan a dar sentido a nuestro mundo. Sin embargo, para entender por qué
esto es así, vale más que primero consideremos otras cuestiones.
Para empezar, estas perspectivas parten de una idea diferente de persona, una idea distinta de
la que encontramos implícita en las teorías tradicionales. La persona ya no es un individuo
solo, autónomo, que piensa y que lleva a cabo unos procesos cognitivos que después son
influenciados por el contexto, el grupo y la sociedad. Al contrario, sus pensamientos, su
identidad y la forma de entenderse a sí mismo, sus acciones, etc., todo esto viene configurado
y toma sentido según la sociedad en la que se encuentra y en las prácticas colectivas en las que
participa. Ante esta visión de la persona, ya no tiene sentido que estudiemos las actitudes
como si fueran producciones individuales de sujetos solitarios, sino que habrá que tomarlas
como posiciones colectivamente producidas, y habrá que ver asimismo cuál es el papel que
las actitudes tienen en la relación entre personas.
¿Qué son prácticas colectivas?
Normalmente, al hablar de prácticas colectivas se piensa en aquellas actividades que se hacen con mucha gente, como por
ejemplo, en una manifestación, un trabajo en grupo, etc. De todas maneras, ésta es una definición muy restringida de lo social y
si aceptamos una visión radical de la dimensión social de la persona, cualquier práctica toma su significado en la medida en que
todos compartimos conocimientos, valores y una historia en el ámbito grupal.
El énfasis en la relación no nos tiene que hacer olvidar que no todos los significados son
fácilmente negociables en las interacciones diarias. Todos tenemos la experiencia de sentirnos
miembros de un mundo donde, hasta cierto punto, los significados ya están hechos, son
reproducidos por medio de ciertas instituciones y compartidos por los miembros de una
cultura. La dimensión más estable de significados de una sociedad, arraigados en unas
instituciones y prácticas sociales y que definen cómo se organiza ésta, es la que se intenta
expresar con el concepto de estructura social.
Todas estas presuposiciones de las perspectivas discursivas son relevantes cuando pensamos
sobre actitudes. A diferencia de las teorías convencionales, la perspectiva discursiva no
intenta identificar las actitudes como algo que tenemos en la cabeza, ni como una
predisposición interior individual, sino como prácticas evaluativas, es decir, como maneras de
hablar con las que hacemos saber a los otros nuestra posición ante ciertos hechos. Si
recuperamos un poco el sentido que el concepto de actitud tenía al inicio de su historia, el
sentido de ser una posición (y no una predisposición interna), la perspectiva discursiva
entenderá las actitudes como maneras de hablar que nos permiten posicionarnos a favor o en
contra de ciertas situaciones. Para cumplir esta función, será clave centrarse en el discurso de
la gente.
Esto diferencia las perspectivas discursivas de la teoría de las representaciones sociales, en tanto que ésta última continúa
viendo las representaciones y las actitudes como entidades mentales; es decir, si bien acepta su origen social, las continúa
situando en la cabeza de los individuos. Además, a pesar de la importancia que las representaciones otorgan a la comunicación,
no tienen en cuenta ni el discurso ni el contexto conversacional. Ahora bien, una característica en común entre las dos
aproximaciones es la sensibilidad hacia la diversidad cultural: en diferentes contextos y épocas, tanto los discursos como las
representaciones sociales, y las actitudes, probablemente serían diferentes.
Discurso también es algo diferente para investigadores diferentes. Para algunos significa
cualquier forma de habla o escritura, para otros sólo se refiere a las interacciones habladas e
incluso para otros, el discurso son prácticas lingüísticas que se desarrollan en un contexto
histórico más amplio.
Foucault, uno de los autores que más ha contribuido a una idea de discurso como práctica social, describió cómo se formó un
discurso que elaboraba la locura como una categoría médica, de forma que la locura se acabó conceptualizando como patología,
y la figura del “loco”, que hasta entonces era simplemente el “bobo” del pueblo, se constituyó en un individuo que había que
recluir para curar y proteger a la sociedad. El discurso de la locura identificado por Foucault, por ejemplo, definía y construía
tanto a la persona loca como a la persona sana, así como también el tipo de intervenciones que se legitimaban sobre los locos,
etc. Estos discursos sobre locura y patología daban forma a los debates sobre responsabilidad y racionalidad del siglo XIX, con
lo que marcaban el tipo de explicaciones que se pueden elaborar socialmente de los fenómenos. Ahora bien, según la
aproximación al discurso de Foucault, no se trataría de delimitar los significados que los discursos vehiculan sino de buscar
cuáles son las condiciones que hacen posible la aparición de un discurso determinado, cuál es su lógica interna y cuáles son los
efectos de las diversas producciones discursivas.
El discurso, sin embargo, no es algo tangible de por sí, sino que se materializa en textos
concretos que son los que los analistas tendrán que recoger y preparar para el análisis. El uso
de la palabra texto, sin embargo, no nos tiene que hacer pensar que sólo se pueden analizar
palabras. Más bien, la palabra texto se define de manera más amplia, por ejemplo, como lo
hace Parker (1992), como “tejidos delimitados de significados reproducidos en cualquier
forma que se pueda analizar de manera interpretativa” (p. 6). Esto incluye escritos, claro está,
pero también imágenes y fotografías, anuncios, carteles, spots publicitarios, música y
melodías, etc.
La mejor manera de aproximarnos a una idea intuitiva de discurso es a partir de nuestro ejemplo de los okupas. Si escuchamos
cómo se habla de los okupas en un telediario, podemos ver que hay una manera de hablar de ellos, desde el estado y los
órganos institucionales, que los presenta como jóvenes violentos, extremistas, organizados y en contacto con otros movimientos
violentos de todo el país. Si, por el contrario, buscamos información en locales de movimientos alternativos, los okupas
aparecerán ahora construidos como un movimiento contra el sistema y sus desigualdades, con la justicia social como una de sus
aspiraciones.
Cada una de estas formas de construir el movimiento okupa es compartida por determinados grupos sociales y no por otros.
Estas visiones diferentes no son simplemente opiniones individuales distintos, sino una serie de pensamientos organizados,
compartidos por grupos, que transmiten valores, creencias, supuestos también compartidos por estos grupos. Por lo tanto, cada
uno de estos discursos se reproducirá desde unas posiciones y no otras. Así, el primer discurso lo esperaríamos en
representantes del gobierno, policía, altos cargos del Estado, militantes de partidos conservadores y de partidos de extrema
derecha, etc. El segundo, nos lo imaginamos más propio de miembros de movimientos alternativos, personas que defienden la
igualdad de los ciudadanos por encima de la propiedad privada, etc. Es decir, la posición que una persona ocupa no es
independiente de cuál es el tipo de discurso que puede articular.
Tendría, pues, que quedar claro, que los discursos no son producciones idiosincráticas,
individuales. Por una parte, los discursos están determinados por estructuras sociales –es
decir, las estructuras sociales determinan cuáles son las condiciones de producción del
discurso. Para algunas tradiciones discursivas, representadas por ejemplo por la posición de
Parker, los discursos están ligados a instituciones: éstas reproducen discursos que permiten
mantener relaciones de poder, y dominar y controlar a personas. Tal como lo veíamos en el
ejemplo anterior, la institución psiquiátrica construiría la locura como producción discursiva.
Sin embargo, como lo rebaten autores de otras orientaciones, también estas instituciones son
constituidas y sustentadas por los mismos discursos, de manera que, más que una influencia
unidireccional, encontramos una interdependencia entre discursos e instituciones. Por ejemplo,
se puede argumentar que el discurso sobre la locura está legitimando al mismo tiempo la
institución psiquiátrica, puesto que si hay locos, parece evidente que hacen falta psiquiatras.
La importancia que se da a las instituciones y a las estructuras sociales como entidades externas a los discursos que los
condicionan suele ir ligada a una concepción realista del mundo. Así, se supone que hay una realidad social objetiva que sujeta a
las personas y que condiciona su manera de organizarse socialmente. Pero desde posiciones más relativistas, el mundo está a su
vez constituido por los discursos, de modo que no se acepta la existencia de una realidad independiente del lenguaje. Y si bien
las instituciones y estructuras construyen discursos, también son a su vez constituidas por estos mismos discursos. Para
profundizar en estas cuestiones, puede ser útil seguir la polémica que se ha dado entre autores diversos, como Parker y Potter y
Wetherell, que representan estas dos posiciones contrarias respecto al carácter construido de la realidad (Parker, 1996; Potter y
Wetherell, 1996).
Como se puede ver a raíz de estos ejemplos y explicaciones, la perspectiva del análisis del
discurso atribuye un papel muy importante al lenguaje. Éste ya no es visto simplemente como
un código abstracto, o como un conocimiento de reglas y de sintaxis que nos permite
comunicarnos. En otras palabras, se considera que la gente no responde simplemente a
mensajes, sino que produce significados de manera activa y, por lo tanto, el lenguaje es visto
ahora como una práctica. Esto se puede comprobar si observamos cómo hablamos, puesto que
lejos de describir simplemente de manera neutra, utilizamos el lenguaje para hacer cosas: para
ordenar y pedir, para resaltar o ignorar, para acusar o convencer, etc.
Hablar del papel constructor del lenguaje significa que ya no lo podemos concebir como un vehículo de comunicación neutro,
sino que tenemos que aceptar que el lenguaje está impregnado de valores. Ahora bien, los valores no son tampoco visiones
individuales del mundo, sino que vuelven a tomar sentido en el marco grupal: los valores que una persona defiende o ataca se
relacionan directamente con aquellos grupos a los que pertenece, aspira a pertenecer, se refleja, etc.
Entonces, el lenguaje no sólo es una práctica comunicativa, sino que además tiene un papel
constructor, y la gente utiliza el lenguaje para construir versiones sobre el mundo social en el
que vive, aunque a menudo no seamos conscientes de ello. Efectivamente, cuando hablamos,
seleccionamos entre diversas maneras de decir las cosas, escogemos ciertos recursos de
expresión y no otros, hacemos relevantes unos aspectos, mientras que dejamos invisibles
otros. De esta manera, no se puede decir que nuestra forma de hablar sea neutra, sino que
presenta una visión determinada de cómo es la realidad, y por muy descriptivo que nos
parezca un fragmento, siempre da vida a una realidad determinada. Es decir, el lenguaje
constituye, y al mismo tiempo es parte de, prácticas sociales.
Un ejemplo lo dejará más claro. Cada vez que se celebran elecciones, a menudo uno de los resultados más polémicos es el alto
nivel de abstención. En los medios de comunicación, de la misma manera que en conversaciones y tertulias, se acostumbra a
discutir y dar alguna explicación diferente sobre el porqué de la abstención, y al mismo tiempo se suelen expresar diversas
actitudes al respecto. Algunas personas expresan una actitud muy negativa respecto a la abstención, ya que para ellas la
abstención es una respuesta pasiva, o mejor, una falta de respuesta e involucración personal, un pasotismo que pone en peligro
el sistema democrático. Otros muestran una actitud mucho más favorable, a la vez que presentan la abstención como una
opción política, una postura activa que intenta mostrar su desacuerdo con el sistema político vigente.
Hablando de objetos construidos, muchas de las características que han sido atribuidas a las
actitudes, como si estuvieran necesariamente ligadas a ellas, podrían ser más bien fruto de
convenciones y valores sociales. Sería el caso de los componentes de las actitudes: la
concepción tripartita de las actitudes no es universal, sino que es propia de una manera
occidental de entender y dividir la experiencia humana; en cambio, las divisiones no aparecen
tan nítidas y diferenciadas en otras culturas.
El papel del analista también varía desde esta perspectiva, porque también un análisis es una
manera de constituir versiones y objetos, de hacer cosas con el lenguaje, de reproducir una
determinada visión del mundo y una ideología. La investigación y la teorización en general, y
también la referida a actitudes, es una producción discursiva mediante la cual la ideología se
promueve y por la que se legitiman ciertas conductas.
Además, el ejemplo anterior pone en duda otra cuestión. Desde las perspectivas tradicionales,
se supone que cuando expresamos una opinión, ésta es simplemente un reflejo de la actitud,
una entidad mental que no vemos pero que podemos deducir. En otras palabras, aquello que la
persona ha dicho es visto simplemente como un indicador que apunta a la cabeza de las
personas, con lo que la expresión verbal (a favor o en contra de la abstención, por ejemplo) y
el objeto del que se habla (la abstención) son dos entidades diferentes.
Pero si aceptamos el carácter constructor del lenguaje, la distinción entre objeto y actitud, u
objeto y expresión de esta actitud, es algo difícil de mantener. En el ejemplo anterior, ¿cuál
sería el objeto real al que se refieren las dos actitudes radicalmente diferentes, abstención en
la medida en que hablamos de pasividad o abstención en tanto que una resistencia activa? Por
lo tanto, desde una perspectiva discursiva, el interés no se centrará en entidades escondidas en
la cabeza de la gente, sino precisamente en qué dice a la gente y qué hace cuando dice lo que
dice. Es decir, el acento se pone en el discurso mismo, en cómo el discurso se construye y en
cómo éste construye el objeto de evaluación. La pregunta a la que algunas maneras de entender
el análisis del discurso, como la de Potter y Wetherell, intentan responder es: “¿qué pasa o qué
se consigue a partir de lo que una persona dice en un momento determinado de una
conversación, teniendo en cuenta el contexto?”.
Las versiones son siempre historias situadas en un contexto particular, que llevan a cabo
acciones particulares. Desde una perspectiva discursiva, objetivos diferentes o contextos
diferentes pueden producir actitudes diferentes. Así, aunque alguien exprese una actitud en una
situación, no tenemos que asumir que siempre expresará lo mismo. De hecho, según el contexto
y según lo que se intente conseguir, se pueden expresar actitudes diferentes. Todos sabemos
los problemas que conlleva que alguien recuerde algo que hemos dicho o hecho en una
situación durante otra situación diferente a la primera. No es difícil encontrarnos haciendo o
diciendo cosas muy diferentes sobre situaciones similares. Por ejemplo, piense en lo que haría
usted: ¿cree que expresará la misma actitud hacia la abstención, y de la misma manera, delante
de un grupo okupa que delante de un político? Todas estas variaciones ponen en duda la idea
de una actitud mental interna y homogénea.
Toda esta variabilidad sería problemática si entendiésemos las actitudes tal y como las hemos
presentado en la primera parte del capítulo. Porque, si las actitudes son predisposiciones
internas y estables, ¿cómo puede ser que sus expresiones sean tan diversas y variables? Ahora
bien, desde una perspectiva discursiva, no hay ningún problema en integrar esta variabilidad
dentro del marco de comprensión de las actitudes. De hecho, es exactamente al contrario,
puesto que según el análisis del discurso, tendríamos que esperar encontrar variabilidad. Si
como hemos dicho antes el lenguaje hace cosas –es decir, cumple funciones–, esto significa
que las actitudes y las expresiones de una persona dependerán de la función, de aquello que se
quiere conseguir.
Una persona que está en contra del sistema punitivo de las prisiones se puede posicionar en contra de la condena de pequeños
ladrones de calle, pero esta misma persona puede querer defender una pena máxima de prisión para otra que ha violado. Si una
persona tiene una actitud negativa hacia el sistema político, decidirá no ir a votar en las elecciones. Pero, si a pesar de su actitud
desfavorable, quiere evitar que la oposición consiga tanta ventaja, quizás decida ir a votar. Por lo tanto, para una perspectiva
discursiva, la variabilidad es algo natural, común y parte constitutiva del discurso.
3.1.4. ¿Y la consistencia?
Se habrá dado cuenta de que este énfasis en la variabilidad contrasta con el énfasis señalado
anteriormente en la consistencia y coherencia cognitiva. Mientras que las teorías cognitivas
dan por supuesto que dos versiones diferentes de un mismo hecho son contradictorias y,
además, que esta contradicción es vivida como un hecho desagradable e incómodo para las
personas, los analistas y las analistas del discurso han observado sin embargo que son
prácticas muy comunes, y que sólo en pocas ocasiones se corrigen –en aquéllas en las que las
personas se dan cuenta de la inconsistencia, o cuando alguien la señala–.
Además, la incomodidad que experimentamos cuando alguien nos apunta que hemos sido
incoherentes puede estar muy relacionada con el hecho de que, en nuestra sociedad, la
inconsistencia está mal vista, es una manera no deseable de presentarse uno mismo. Por lo
tanto, lo que las teorías de la disonancia cognitiva presentan como incomodidad cognitiva
podría ser simplemente una incomodidad ante la contradicción de un valor social. Todo esto
nos sugiere que quizás, como dice Billig (1987), en vez de situar la consistencia en el ámbito
cognitivo, deberíamos entenderla en un contexto de argumentación.
La apreciación de Billig evidencia que hay una característica de las actitudes que ha sido
sistemáticamente olvidada por los estudiosos de éstas: su contexto retórico. Todas las
actitudes están situadas en un contexto argumentativo más amplio, ya que la gente tiene
actitudes respecto a temas que –sean del tipo que sean– despiertan debate y desacuerdo. Sólo
cuando se tratan temas polémicos, la gente tiene argumentos para discutir y defender su punto
de vista, y se sitúa a favor o en contra en una determinada controversia. Por lo tanto, las
actitudes no son respuestas neuronales, predisposiciones internas o hábitos, sino que son
posiciones sobre cuestiones de debate público.
Pensar que las actitudes muestran la posición ante los otros quiere decir que nos sirven
también para presentarnos ante los demás de determinada manera. Así pues, las actitudes son
una herramienta para construir nuestra identidad y nuestro “uno mismo”.
Cuando interpretamos lo que la gente dice no sólo a partir de una frase corta –o de la crucecita
en un cuestionario–, sino teniendo en cuenta fragmentos más largos en los que se tiene la
oportunidad de articular posiciones, el contexto en el que se habla y aquello que se consigue
retóricamente con estos fragmentos, aparece una nueva complejidad y riqueza en las
interpretaciones de las respuestas. Esta complejidad, precisamente, es la que quieren recoger
las perspectivas discursivas.
Ejemplo de análisis del discurso: Gilbert y Mulkay (1984)
Gilbert y Mulkay, a partir de una serie de entrevistas a científicos, vieron que los entrevistados utilizaban dos tipos de
argumentaciones discursivas muy diferentes, es decir, dos repertorios de argumentos que diferían entre sí y que eran utilizados
de manera sistemática en situaciones diferentes. En circunstancias formales, los científicos utilizan un repertorio empiricista,
cuya característica básica es que presenta el conocimiento científico como una consecuencia directa del trabajo riguroso,
empírico, objetivo. El fragmento que se presenta a continuación podría ser un ejemplo de ello:
“En este artículo, presentamos los resultados de unos estudios sobre la manera de inhibición de la fosforilación oxidante del
efrapeptin [...] Es difícil encajar estos resultados en un sencillo esquema mecanicista que implique un receptor catalítico único
para la síntesis y hidrólisis de ATP. Tal como se discutirá, los datos son interpretados con más facilidad en términos de un
modelo de receptor múltiple interactivo, como el propuesto recientemente por Bradshaw, Willow y Stein” (introducción de un
artículo científico, citado en Gilbert y Mulkay, 1984, p. 41).
Notad cómo el conocimiento científico que es presentado como válido es justificado a partir de la evidencia experimental –los
datos demuestran las conclusiones aceptadas por los científicos. Ahora bien, en contextos informales, al repertorio empiricista
se suma a otro, al repertorio contingente. Junto con el anterior tipo de explicaciones de cariz objetivo y neutral, los científicos
utilizan otras explicaciones que pretenden justificar por qué a veces otros colegas cometen errores. Las características de este
repertorio las veremos mejor a partir de un ejemplo, en concreto de un fragmento en el que se pide a un científico que hable
sobre el trabajo de otros científicos que él conoce:
“Me parece que simplemente había una tendencia por parte de la gente [los científicos de los que habla] de intentar dar la
impresión de que tenían razón. Muchos de nosotros sentimos que nos traicionábamos, sabes, que eran un poco dogmáticos con
sus opiniones y que tenían personalidades muy fuertes y que estaban equivocados. Pienso que ésta es una de las cosas que
probablemente descubrí bastante joven cuando podía reorientar mi manera global de aproximarme a las cosas y de no
preocuparme sobre lo que esta gente decía, y en el fondo atacarlos cada vez que tenía ocasión de ello y hacerlos trizas para
hacerlos llegar al punto de preguntar ¿y cómo puedes decir tal cosa y tal otra? ¿De qué datos sacas esta conclusión? ¿Cómo
puedes excluir eso? Y entonces descubrías que algunos de ellos tenían problemas de oído. Perry no escuchaba nunca lo que yo
tenía que decirle. Siempre tenía problemas de oído cada vez que yo le hacía una pregunta en las reuniones” (fragmento 4G,
citado en Gilbert y Mulkay, 1984, p. 66).
En este pasaje, la persona que habla identifica las opiniones de uno o más científicos como erróneas, a la vez que proporciona
algún tipo de explicación que nos permita entender cómo algunos científicos pueden llegar a equivocarse: si se supone que todos
los científicos siguen el método científico, y este método es riguroso y fiable, ¿cómo se explica la aparición de errores? Para
justificar los errores, se recurre a los argumentos del repertorio contingente: en todos estos ejemplos se puede ver claramente
cómo los errores se atribuyen a sesgos de personas, a personalidades peculiares, a intereses personales ocultos de los
científicos, a obsesiones personales, a desconfianzas [...]
De esta manera, los científicos pueden articular explicaciones asimétricas sobre cómo se produce conocimiento científico.
Cuando el conocimiento es correcto, es porque el método científico se ha aplicado correctamente, las conclusiones derivan de
datos empíricos, los científicos han sabido comportarse con objetividad y mantener sus personalidades e intereses al margen de
su trabajo. En cambio, cuando se cometen errores, no es por culpa del método científico, sino que ahora la culpa la tienen
influencias sociales como las mencionadas anteriormente, que han corrompido y desvirtuado el proceso de producción del
conocimiento científico. Así, el método y el conocimiento científicos no quedan nunca comprometidos:
“No creo que valga la pena tener una discusión racional con Spencer al respecto, porque estoy bastante seguro de que no le
haré cambiar de idea... Encuentro difícil discutir sobre este tema, porque no entiendo cómo puede no aceptar que nuestros
argumentos y experimentos son correctos. Sospecho que él tiene el mismo problema. Así que no creo que sea un problema de
la ciencia hecha correctamente” (fragmento 4S, citado en Gilbert y Mulkay, 1984, p. 83).
A continuación podemos leer un fragmento de una conversación entre N y E, en el cual N invita a E a ir a comprar, que ha sido
transcrito según las reglas del análisis conversacional. Después del fragmento, presentamos la interpretación que hacen
Edwards y Potter.
“E: ...Y tuve que tener mi pie en un cojín durante dos días, ya sabes y –mmmmm
N: ¿Si?
E: Pero, querida, seguro que todo irá bien, estoy segura de ello.
E: Ehe...
E: Me gustaría ir a buscar algunas zapatillas sencillitas, pero uhm...,” (Drew, 1984, 138)
“Al principio del fragmento, E ofrece una descripción. No obstante, como analistas de la conversación, sabemos que esto no es
una observación abstracta y desinteresada. La descripción está insertada en una ’secuencia de invitación’ (Drew, 1984): N
invita a E a ir a comprar juntas; y en este contexto, la descripción de E funciona como un rechazo a pesar de la atractiva
posibilidad de ir a comprar ’algunas zapatillas sencillitas’. Ahora bien, el rechazo no es explícito; ella rechaza mediante una
descripción que permite dar a entender su incapacidad para ir a comprar. Es decir, la descripción por parte de E de una
situación determinada proporciona una atribución a N, de que E no irá a comprar porque no puede, porque está lesionada. Notad
que un factor interno en E (su lesión) sirve para externalizar la responsabilidad de haber rechazado la invitación de N.”
Conclusiones
Por ello, el capítulo ha dado bastante peso a una visión alternativa que intenta recuperar la
interrelación entre la vertiente social y la individual, y que enfatiza el papel constructor de las
prácticas discursivas. Además, también se han remarcado las relaciones entre las actitudes y
otros conceptos más amplios, como los valores, los discursos, las representaciones sociales o
la ideología. Esta vinculación une las actitudes de forma indesligable a los grupos y a su
manera de entender el mundo, y hace más difícil la comprensión de las actitudes desde una
perspectiva meramente individual.
Capítulo V. Influencia, conformidad y obediencia. Las paradojas del individuo social
Introducción
En este capítulo encontrará más elementos que le permitirán cuestionar algunas asunciones que
el sentido común y la psicología han hecho durante el siglo XX. El hecho de saber que los
procesos psicológicos habitualmente considerados básicos y solamente biológicos o
individuales son creados socialmente y determinados por relaciones de poder es esencial para
comprender la organización de nuestra sociedad, para entender algunas de sus maravillas,
pero también, y sobre todo, algunas de sus injusticias. El tema de la influencia es precisamente
uno de estos temas, en el cual las explicaciones posibles oscilan entre una explicación
psicologista –pensar la influencia como una interacción entre personas con características
especiales de personalidad (el influenciador y el influenciable)– y una explicación social –la
influencia es un proceso que tiene lugar en una situación de características especiales,
independientemente de las características de las personas que están presentes.
Aunque la psicología social en conjunto haya apostado por una explicación que pone énfasis
en las características de la situación, esto no hace que el panorama sea nítido. Las tensiones
entre los diferentes puntos de vista que la configuran hacen que sea necesario entender bien el
contexto en el que se plantean algunos de los experimentos y de las teorías que veremos en
este capítulo. Por ejemplo, no es lo mismo pensar en la influencia desde la metáfora del barniz
o la plastilina (desde la noción de impacto de los factores sociales sobre un individuo
preexistente) que desde la inextricabilidad de lo psicológico y lo social. No es lo mismo
intentar comprender los fenómenos de influencia social desde la idea de que la psicología
social es el estudio de cómo la presencia real o imaginaria de otras personas afecta a la
conducta del individuo que desde la idea de que la psicología social estudia los procesos de
creación, cambio y mantenimiento de la realidad (individuos incluidos).
La construcción social de los individuos
Que vivimos en una sociedad individualista es un tópico como tantos otros. Si hablamos desde el sentido común, hay quien dice
que hay sociedades más individualistas que otras, y lo que entendemos todos es que se quiere decir que hay sociedades en las
que los individuos son más egoístas que en otras, que se preocupan más por su beneficio que por el bienestar de los otros. Esto
hace que sea posible asistir a discusiones de café eternas sobre si ahora somos más individualistas que antes, o si en Estados
Unidos son más individualistas que aquí. Sea como sea, el hecho es que vivimos en una sociedad individualista, pero no en el
sentido que mencionábamos hasta ahora, sino en el sentido, más analítico, de afirmar que vivimos en una sociedad formada por
individuos. Esto puede sonar como el descubrimiento de la sopa de ajo, pero no lo es. A pesar de lo que nos pueda parecer, no
sólo no todas las sociedades humanas están o han sido formadas por individuos, sino que además los individuos tienen una
existencia limitada en el tiempo en los últimos doscientos o trescientos años. Pero el hecho de que no todo el mundo tenga claro
que la existencia de individuos es un fenómeno histórico y cultural hace que sea importante insistir en ello.
Por estas razones, este capítulo constituye un recorrido histórico, organizado temáticamente,
de los diferentes planteamientos que el estudio de la influencia social ha provocado. Un
recorrido que permite pasar de entender la influencia como un proceso negativo que pisa al
individuo y coarta su libertad a ver la influencia como inevitable, como el proceso necesario
para devenir humanos.
Otras tensiones recorren todo el capítulo. Para empezar, una tensión teórica: la fractura entre
psicología social psicológica (PSP) y psicología social sociológica (PSS). Es una fractura
teórica y metodológica que no tenemos que olvidar, ya que gran parte de los estudios que
presentaremos son estudios generados desde la PSP, aunque no únicamente. Entender bien los
estudios que se encuentran descritos en el capítulo pasa por entender en qué marco teórico
surgen. En general, todos los estudios que se encontrarán están inspirados por la psicología de
la Gestalt, que dará lugar posteriormente a la psicología cognitivista. Pero si explicamos todo
esto es porque en realidad el capítulo está escrito desde el punto de vista de la psicología
social construccionista (PSC) y eso podría contribuir a generar algunas confusiones. La razón
es que visto desde ahora las explicaciones de los mismos autores de los primeros estudios son
incompletas, entre otras razones por la omisión del papel de los factores históricos y
culturales, una característica habitual de la PSP. En este capítulo realizaremos una tarea de
reinterpretación de esos trabajos para ofrecer una visión de conjunto del problema y alejarnos
de explicaciones causales simplistas para ofreceros herramientas de comprensión, no sólo de
los fenómenos en sí, sino también de los estudios que los trataron en su momento.
También hay una tensión política. No es lo mismo pensar que la humanidad puede cambiar su
destino que pensar que es inevitable que las cosas sean como son. La fractura entre
progresismo y conservadurismo también divide la psicología: los conservadores prefieren
explicaciones que legitimen su posición en la sociedad y que garanticen que las cosas seguirán
igual toda la vida y, en cambio, el progresismo busca maneras de entender la realidad que
justifiquen que ésta se puede cambiar en beneficio de nuevas formas de organización social.
Fijaos que aunque queramos ofrecer un tratamiento científico a estas cuestiones no podemos
escapar de los efectos que provocan nuestras explicaciones (recordad la noción de
enlightenment presentada en el capítulo I). Por esta razón no es indiferente, por ejemplo,
explicar que las personas obedecemos a las autoridades por naturaleza, porque las personas
somos así, que encontrar una explicación basada en los factores históricos y culturales que las
regulan.
Finalmente hay una tensión de orden moral; si bien todas lo son, en este caso es especialmente
importante la dimensión moral y ética del asunto. Desde el comienzo de su existencia la
psicología social se había preocupado por la manipulación de unas personas por parte de
otras, primero bajo el nombre de sugestión y después de influencia. Desde la hipnosis y los
estudios de masas y continuando con los rumores y la propaganda. Pero después de la Segunda
Guerra Mundial el problema pasa a ser especialmente punzante: ¿cómo se podía explicar que
miles de personas se dedicaran al exterminio sistemático de millones de otras personas? Los
estudios sobre influencia social parten sobre todo de esta última tensión.
En este punto de la obra ya hemos oído hablar de la psicología social como disciplina, de
cómo se han transformado sus preocupaciones iniciales y sus diferentes definiciones; hemos
presentado también algunas temáticas importantes desde el punto de vista de la psicología
social, por ejemplo, cómo podemos pensar la identidad de las personas, el origen y el papel
de nuestras actitudes a la hora de enfrentarnos al mundo que nos rodea o el papel del lenguaje.
En este capítulo reanudaremos lo que hemos leído hasta ahora para aplicarlo a uno de los
temas estrella de la disciplina: la influencia social, también llamada influencia interpersonal.
Pero antes de presentar esta noción, hay que redefinir otra vez qué es la psicología social, y no
será ésta la última vez; hasta ahora, aparte de lo que hemos explicado en el primer capítulo,
también habéis podido imaginaros la psicología social como una psicología de las relaciones
interpersonales, como una psicología de los grupos, como una psicología de la identidad
social o, incluso, como una psicología de las creencias y opiniones; ahora nos interesa que
imaginéis la psicología social como una psicología de las situaciones.
La psicología de las situaciones
A priori puede parecer extraño que las situaciones puedan tener una “psicología”, por eso pensemos en el ejemplo siguiente:
nuestro día a día consiste en hacer una serie de acciones consecutivas y pasar de una a la otra sin cesar. Nos levantamos, nos
duchamos, almorzamos, nos trasladamos, trabajamos, comemos, militamos, cantamos, leemos, cenamos, vemos la televisión,
dormimos, etc. Estas acciones no tienen lugar en el vacío sino que, como puede intuir fácilmente mediante las imágenes que le
han venido a la cabeza mientras las leía, tienen un contexto, forman parte de alguna de las situaciones posibles con las que nos
enfrentamos cada día. Es importante retener este concepto de situación y entender que va más allá del contexto físico y que
también incluye el contexto social –es decir, lo que las acciones significan para nosotros y para las otras personas. Por ejemplo,
la presencia física de una mesa forma parte de determinadas situaciones laborales, pero también el significado de mesa y las
normas que regulan qué se tiene que hacer en una mesa y qué no se tiene que hacer. Por lo tanto, los diversos usos y
costumbres de las relaciones entre personas y mesas forman parte de la situación y de su definición.
Con el fin de ejecutar cada una de las acciones que puede requerir una situación dada, en
primer lugar, hace falta que la interpretemos, que la enmarquemos en un contexto más amplio y
la dotemos de una serie de significados. Hacer esto se llama definir la situación. Una vez la
situación está definida, nos podemos mover con gran comodidad y hacer todo lo que se espera
de nosotros (y que nosotros también esperamos de nosotros mismos) sin muchas dificultades.
Obviamente estas definiciones no nos las inventamos nosotros solos, sino que las compartimos
con las otras personas que se encuentran con nosotros en cada situación, de manera que no
somos nosotros quienes definimos la situación, sino que la definición –el sentido que para
nosotros tiene una situación– es siempre el producto de una negociación con otras personas.
Lo que en última instancia determina la conducta final de una persona, contrariamente a lo que
habitualmente pensamos, no es lo que esta persona en términos individuales crea o deje de
creer que tiene que hacer o que está bien hacer, sino la definición de la situación de la que
parte. La noción de influencia interpersonal o social se refiere precisamente a los diferentes
procesos implicados en la creación de estas definiciones.
Una psicología de las situaciones tiene que poder entender no sólo cómo se genera una
determinada situación sino que tiene que poder explicar por qué esta definición es capaz de
sobreponerse a las opiniones y creencias diferentes que puedan tener las personas implicadas
en la situación, de manera que éstas pronto adquieran un sentido de lo que es correcto o
incorrecto de hacer, decir o pensar en aquella situación. Por lo tanto, la definición de una
situación conlleva una moral, un sentido de lo que está bien y de lo que está mal o de lo que es
adecuado y de lo que no, y también un sentido de las acciones pertinentes y de las habilidades
requeridas para efectuarlas en un contexto determinado.
Un ejemplo relativamente intranscendente es cómo se define una situación de transporte en autobús y cómo sabemos qué
podemos hacer y qué no podemos hacer en un autobús, pero podemos aplicar el mismo concepto para entender cómo se genera
una situación de violencia doméstica o la masacre de un grupo de civiles en una guerra.
A pesar de que esta visión interaccionista de lo que son las relaciones interpersonales y de
las situaciones en las que se desarrollan deja un gran espacio a la agencia individual, ya que el
resultado de la negociación dependerá de la implicación de la persona en ésta, no se debe
perder de vista el hecho de que tanto las relaciones como las situaciones, como incluso las
propias personas que participan en ellas, son creaciones históricas situadas en una época y en
un territorio concretos. Son creaciones culturales y sociales insertadas en relaciones de poder
que limitan (y también permiten, claro está) las definiciones posibles. Éste es el reajuste que
propone la psicología social constructivista al interaccionismo simbólico (IS).
A estas alturas de la obra ya debe haber caído en la cuenta de que la noción de individuo de
sentido común, la que habitualmente utilizamos para interpretar y juzgar las acciones de las
otras personas, ha cambiado. Si se tiene claro que lo social y lo psicológico son inextricables
y que, por lo tanto, individuo y sociedad no son dos fenómenos separables sino como mucho
las dos caras de una misma moneda, si se tiene claro que la identidad mediante la que el
individuo se piensa a sí mismo no es fija ni inmutable, sino múltiple y emergente en las
diferentes situaciones, si se tiene claro que las opiniones que las personas expresamos no son
privadas, inventos particulares de cada uno de nosotros sino discursos ideológicos que
circulan en las diferentes interacciones, entonces será fácil entender que las acciones que
hacemos cada día son sobre todo un producto de la influencia social.
Imagine por un momento que está en Barcelona, o en cualquier ciudad con servicio de
transporte público, y que quiere coger el autobús número 9. Llega a la parada y hay tres
personas más esperando. Es culturalmente lógico pensar que estas personas van delante de
usted, pero no sabe si en realidad hay una cola o no la hay. Según cómo se ponga, a qué
distancia, en qué ángulo y en qué dirección, generará la impresión de que hay una cola o de
que no la hay. Quizás esta primera distribución de las personas es más o menos azarosa, pero
si su presencia provoca el efecto de que hay una línea de personas, la persona siguiente que
llegue a la parada interpretará que hay una cola y se pondrá detrás de usted. Acaba de asistir
al nacimiento de una norma social en una situación específica, proceso que se llama en
psicología social normalización. Las normas sociales son el primer ámbito en el que
estudiaremos la influencia social: estudiaremos qué son, cómo se crean y cuál es su papel en
la conformación de las conductas individuales.
Curiosidad
En Barcelona, no se acostumbra a hacer cola en las paradas de autobús, de manera que el orden de subida al autobús es una
interacción compleja de factores aleatorios (delante de quien ha quedado la puerta) y cívicos (si hay gente mayor o impedida
esperando). En cambio, estos factores no tienen ninguna importancia en las paradas de origen de las líneas de autobús, ya que
en éstas la norma es hacer cola independientemente de los problemas de movilidad de los diferentes usuarios.
Ser un cerdo no es una condición especialmente agradable en nuestra sociedad, especialmente
si uno espera vivir muchos años. Sin embargo..., ¿de qué estamos hablando? ¿De una persona
o de un animal? Bien, de hecho de ambas cosas. Hacen falta pocas interacciones
desagradables entre dos personas para que una acabe convencida de que la otra es un cerdo.
No es fácil separar percepción y pensamiento, así que es muy probable que de ahora en
adelante la persona-cerdo adquiera para la otra persona algunas de las características de este
animal. Poco a poco nuestro pensamiento se convierte en percepción y aquello que había
empezado siendo un insulto acaba adquiriendo tonos de objetividad. Las sucesivas
interacciones que tenemos con una persona (incluso con nosotros mismos) van encaminadas a
confirmar nuestras impresiones, así que una persona que ha tenido un comportamiento frío en
una situación concreta tiene grandes probabilidades de provocar que consideremos que es una
persona fría. Si esto pasa con las personas, ahora imaginaos lo que puede pasar con los
objetos, los cuales no se pueden defender de nuestras interpretaciones.
Un cerdo, ahora el animal, no es mucho más que el conjunto de interpretaciones que hacen de
él las diferentes personas que lo perciben. Un carnicero no ve lo mismo que un campesino, el
cual no ve lo mismo que una persona de ciudad, el cual no ve lo mismo que un musulmán, el
cual no ve lo mismo que un zoólogo, etc. Por otro lado, un biólogo musulmán cuyo padre tenía
una carnicería lo vería de maneras diferentes según la situación. Por lo tanto, la relación entre
la situación y lo que percibimos será el motivo del punto que llamaremos factores sociales en
la percepción.
Ejemplo
Recordad que Jerome Bruner mostró cómo en niños y niñas de ocho a diez años la percepción del tamaño de unas
circunferencias variaba según si eran de cartón o bien si eran monedas. Las monedas valían más y, por lo tanto, “eran” más
grandes.
¿No habéis tenido nunca la sensación de que era mejor callar que predicar en el desierto?
¿Que es mejor no decir nada antes que ponerse en evidencia delante de todos? Muy a menudo
preferimos no expresar nuestra opinión sobre un tema si pensamos que la gente que nos rodea
no está de acuerdo. Ahora bien, con esta actitud lo que hacemos es contribuir a la idea de que
la opinión mayoritaria es una sola y que no hay divergencias. Si alguna otra persona piensa
diferente probablemente tampoco expresará su creencia si nosotros no lo hemos hecho, ya que
pensará que es la única persona que no piensa como el resto, hasta el punto de que todos
acabamos creyendo que vivimos rodeados por un atajo de conformistas. El estudio de las
condiciones y los efectos de este fenómeno se agrupa bajo el título de influencia de la mayoría
o conformidad. Con el fin de no ser vistos como diferentes o de salvar una relación personal
somos incluso capaces de decir lo contrario de lo que pensamos. Y si no, recuerde qué hizo la
última vez que su pareja le dijo que el camino más corto para ir a los cines Dorado Multiplex
es desde siempre por la calle Mayor, precisamente cuando iban a ver aquella película que
gustó tanto a todos sus amigos menos a usted.
Habitualmente pensamos que hay personas más conformistas que otras, y que si se tiene una personalidad fuerte no se es
conformista. Esta creencia del sentido común no tiene en cuenta que hay situaciones en las que somos conformistas y
situaciones en las que no lo somos.
La humanidad tiene cosas admirables y otras patéticas. Los dos últimos puntos del capítulo
tratan un aspecto admirable y otro patético de la naturaleza humana. Empecemos por el
admirable: es de destacar que en los últimos años las cosas han cambiado y para bien. Hay un
gran consenso en torno a la necesidad de cuidar del medio ambiente y, aunque sea con algunos
sustos, la mujer adquiere lentamente los mismos derechos que el hombre. Estos dos fenómenos
generan situaciones que eran impensables hace pocos años: empresarios detenidos por
contaminar ríos, hombres que cuidan de bebés y mujeres que presiden parlamentos. Aunque
sean anecdóticos, la diferencia es que antes no eran posibles ni siquiera anecdóticamente.
Pero el proceso que ha permitido llegar a este punto, y que todavía continúa, ha sido largo y
difícil y ha implicado el esfuerzo personal de mucha gente y la organización de centenares de
colectivos de todas partes; y, a pesar de la magnitud de los cambios que ha habido, han sido
una minoría las personas que han buscado los cambios activamente y que, en definitiva, los
han provocado. El proceso mediante el cual una minoría puede provocar cambio social y
puede generar un cambio de actitudes, opiniones, creencias y discursos y, subsiguientemente,
algunos cambios en el comportamiento, se estudia bajo el nombre de influencia de la minoría o
innovación.
En los últimos años en el Estado español han muerto una media de sesenta mujeres cada año en manos de sus compañeros
masculinos. Las denuncias por maltrato rondan las veinte mil anuales y se sospecha que sólo son la punta del iceberg. De
momento, el cambio social sólo se nota en el hecho de que estas cifras nos provocan horror, quizás algún día, siempre y cuando
haya quien continúe luchando activamente, dejarán de existir.
Bien, y ahora el lado patético. Quien más quien menos cree que la obediencia es necesaria
para el buen funcionamiento de la sociedad. ¿Sobreviviría una empresa en el libre mercado
sin la obediencia de sus trabajadores? ¿Sería posible la escolarización masiva de la población
infantil y juvenil sin que estas criaturas obedecieran? ¿Cómo se lo haría la policía para
reprimir una manifestación si la obediencia no fuera un valor? Bajo el espantajo de la
funcionalidad y la eficacia no dudamos en creer que la obediencia es un mal necesario en una
sociedad que no se sostendría si todo el mundo hiciera lo que quisiera. Aunque también
pensamos que la obediencia no tiene que ser ciega, y que unos ciudadanos con espíritu crítico
podrían asumir perfectamente que la obediencia es necesaria pero sólo hasta cierto punto.
¿Pero cuál es este punto?
¿Cuáles son los límites de la obediencia? El último punto del capítulo va dirigido a
profundizar en la comprensión del origen, el mantenimiento y las consecuencias de los
procesos de obediencia a la autoridad en nuestra sociedad.
Recordad
A causa de la noción de obediencia debida, miles de soldados se han ahorrado a lo largo de este siglo responder de los crímenes
que habían cometido con sus propias manos.
Es muy recomendable que no los pierda de vista, y que si hace falta en momentos de duda se
retorne a ellos para volver a encontrar el hilo.
1. El proceso de normalización
Las relaciones entre las personas ciertamente tienen un grado importante de formalización: no
podemos tratar de cualquier manera a cualquier persona, no sólo con respecto a los
tratamientos gramaticales (vos, usted y tú), sino también con respecto a las cosas que podemos
hacer o dejar de hacer, decir o dejar de decir a los otros. Las leyes de los estados modernos
son una forma importante de regulación de estas relaciones y, de hecho, establecen toda una
serie de penalizaciones para aquellos que no las cumplen. Pero las leyes, los códigos o los
reglamentos no son la única forma de regular el comportamiento de las personas, de hecho,
tendríamos que decir que no son ni siquiera la forma más importante. En este apartado
llamaremos normalización al proceso de creación de las normas que regulan la conducta, la
percepción, el pensamiento o los deseos de las personas en una situación concreta. La
normalización es un concepto que se ha utilizado para explicar la uniformidad presente en la
sociedad. Las costumbres y las tradiciones, las reglas y los valores e, incluso, las modas, son
ejemplos de normas que indican a las personas cuál es la conducta adecuada en una situación
determinada. En general podemos decir que cualquier criterio de comportamiento que esté
normalizado como consecuencia de una interacción entre individuos es un caso concreto de
norma social (Sherif, 1936).
Vigilad de no confundir la noción de normalización de la psicología social con la de normalización entendida como retorno a la
normalidad que se aplica, por ejemplo, en el caso de la normalización lingüística.
En principio no es muy difícil pensar en cualquier situación y detectar las normas que la
regulan. El aeropuerto, la calle o una autopista, una cena de Navidad o una comida de cada
día, un bar o una discoteca, una boda, una venta o una compra, un entierro, pasear el perro o
bien hacer el amor son situaciones diferentes en las que una serie de normas constriñen las
posibilidades de acción de las personas, aunque al mismo tiempo también las permiten.
Ruptura de expectativas
¡Cuántas veces no nos hemos sorprendido de nuestras mismas reacciones! Pronunciar la frase “nunca me hubiera esperado que
reaccionaría así” es más habitual de lo que parece.
Las normas sociales se pueden considerar las obligaciones que tienen las personas en una
situación, pero también las expectativas que estas personas tienen sobre cuál será el
comportamiento de las otras personas y sobre su propio comportamiento.
Veamos algunas definiciones de norma: En primer lugar, una definición que pone el énfasis en
la deseabilidad de los comportamientos regulados por las normas en un contexto determinado:
“Las normas son principios sociales que regulan la acción de los individuos en el interior de un sistema, indicando qué acciones
son deseables y cuales no en cada papel y situación concretas.”
La siguiente definición remarca el hecho de que se trata de expectativas, pero también nos
recuerda que la definición de la normalidad está íntimamente ligada al concepto de norma
social:
“Reglas para la conducta aceptada y esperada. Las normas prescriben la conducta ‘apropiada’. (En un sentido diferente de la
palabra, las normas también describen lo que la mayoría de los demás hacen –lo que es normal.)”
Y finalmente, Erving Goffman nos recuerda no sólo que las normas se encuentran reguladas
por sanciones y recompensas, sino que además están ligadas a la identidad de las personas.
Una norma social es el tipo de guía de acción que se ve apoyada por sanciones sociales negativas que establecen penas por la
infracción y positivas que establecen recompensas por el cumplimiento ejemplar. No se pretende que el significado de esas
recompensas y esas penas resida en su valor intrínseco, sustantivo, sino en lo que proclaman acerca de la condición moral del
actor.
a) Podemos distinguir entre prescripciones –es decir, obligaciones–, como por ejemplo,
aplaudir al final de un espectáculo y proscripciones –es decir, prohibiciones–, como por
ejemplo, hablar a un desconocido a menos de 20 cm de su cara.
b) Los principios son normas en las que se reconoce un valor intrínseco, como por ejemplo, el
famoso precepto de “No matarás”; en cambio, las convenciones son normas sin ningún valor
especial excepto por el hecho de que son útiles para la fluidez de la vida cotidiana, por
ejemplo, esperar que nuestro interlocutor haga una pausa antes de retomar el turno de palabra.
c) También se puede establecer una distinción entre las normas que es previsible que la gente
cumpla más o menos y las que nadie cumplirá aunque sea deseable aproximarse a ellas.
Goffman llama a las primeras órdenes y a las segundas normas. Por ejemplo, es de esperar
que todos los habitantes de un país occidental aprendan a leer y a escribir (éste es el orden
social), pero no es de esperar que nadie cumpla el ideal (la norma) de belleza occidental.
d) También es posible distinguir entre normas sustantivas y normas rituales. Las primeras
regulan directamente los asuntos de valor, y las segundas lo hacen indirectamente –son las
ceremonias, los rituales, las expresiones, etc.
e) Finalmente distingue entre derechos, cuando quien tiene que cumplir la norma así lo desea,
y deberes, cuando quien la tiene que cumplir no lo desea especialmente.
Probablemente podríamos buscar otras clasificaciones posibles, pero sin duda la distinción
más común es la que hacen la mayoría de autores –y Goffman también– entre normas explícitas
y normas implícitas, también llamadas normas formales y normas informales, respectivamente.
Normas de este tipo son, por ejemplo, las que regulan las acciones de las personas en un ascensor. Algunas son generales de
todos los ascensores y otras son específicas según si el ascensor es de una vivienda o de un edificio de oficinas, si se encuentra
en una ciudad grande o en un pueblo pequeño, etc. Por ejemplo, el silencio es la norma principal: en un ascensor es deseable
estar callado; sin embargo, esta norma puede chocar con otra que promueva la comunicación entre personas. Cuando esto pasa,
la norma que sucede a la del silencio es la de hablar del tema más neutro y con menos implicaciones personales posibles; es
decir, del tiempo que hace. Si se mantiene el silencio, encontramos también otras normas, como por ejemplo, no mirar
directamente a las otras personas y, por lo tanto, evitar el contacto ocular y en todo caso mirar las paredes del ascensor, las
luces, el espejo (no mucho por si los otros pensaran que somos unos presumidos o que les miramos mediante el espejo) o leerse
por enésima vez las instrucciones de uso y las limitaciones de personas y peso. A ser posible, hace falta dejar el máximo de
espacio posible entre personas y evitar cualquier contacto físico; si esto no es posible hay que expresar claramente, aunque no
verbalmente, la incomodidad que nos provoca tal situación.
Los ejemplos anteriores son ejemplos de normas implícitas. Ejemplos de normas explícitas
pueden ser el hecho de no fumar, el hecho de que los menores no viajen solos o el hecho de
saludarse al entrar en el ascensor. Hay que tener en cuenta que cualquier situación está
regulada por una combinación de normas explícitas e implícitas.
Un buen ejercicio de psicología social es pensar una situación y encontrar las normas sociales que la regulan. Una manera de
hacerlo es romper la norma de cuya existencia sospechamos, aunque esto no está exento de riesgos personales.
Uno de los efectos de hacer el ejercicio anterior es darse cuenta de que la distinción entre
cuándo una norma es explícita e implícita no está clara. Hay normas que nos pueden venir
enseguida a la cabeza y de las que es fácil recordar cuándo, cómo y quién nos las enseñó, otras
son más difíciles de ver, algunas podían haber sido explícitas y ahora ya no porque las hemos
automatizado tanto que no sabemos ni cuándo las aprendimos. En realidad podríamos decir
que las normas se pueden situar en un continuo de más implícitas a menos, o de más explícitas
a menos, cómo se quiera. Una norma hasta ahora implícita puede pasar de golpe a ser explícita
cuando alguien la viola.
Las sanciones sociales por la rotura de una norma son normas sobre normas, es decir, que son
normas que regulan el cumplimiento y el incumplimiento de las normas. Las sanciones se
pueden dividir en formales e informales según cuál sea el tipo de norma que se rompe. La
rotura de una norma explícita comporta la aplicación de sanciones claras de las que se
presupone el conocimiento general. En general, además, no son las personas implicadas en la
situación las que aplican estas sanciones sino un organismo competente. Por otro lado, la
ruptura de una norma implícita conlleva unas sanciones completamente diferentes.
Las sanciones informales son aplicadas directamente por las otras personas implicadas en la
situación o incluso por uno mismo. La burla, el ridículo, el aislamiento, los insultos y las
amenazas son las más obvias, pero también están las que se aplica uno mismo, como por
ejemplo, la vergüenza y el rubor, el silencio y la sumisión, bajar la cabeza y no mirar atrás. En
general, asimilamos la noción de sanción informal a la de presión grupal. La presión del grupo
va sobre todo encaminada a recordar que el hecho de pertenecer a él implica el respeto de sus
normas y que cualquier persona que no las respete será excluido de él y calificado de
diferente, anormal o desviado.
El ascensor
Más vale que no intente romper las normas del ascensor de su casa para ver qué pasa, si no quiere tener que dar demasiadas
explicaciones, y sobre todo si particularmente no le apetece que la mayoría de vecinos no le dirijan más la palabra o rehuyan su
presencia.
1.1.4. La normalidad
La conexión entre las nociones de normalidad y de norma social es directa. En una sociedad
como la nuestra, de la cual pensamos que está formada por individuos que pueden actuar por
su cuenta y que presuponemos libres, se convierte en imprescindible prever la conducta de los
otros. Por esto, la noción de normalidad tiene tanta fuerza, porque todos aspiramos a ser
considerados normales –en todo caso cualquier característica personal que nos haga ser
individuos no puede exceder los márgenes de la normalidad–: en este contexto hay que
entender que es normal quien cumple las normas implícitas y no lo es quien no las cumple.
Como hemos visto en la primera definición, las normas son principios activos en el interior
de un sistema. La noción de norma social está fuertemente impregnada de esta idea de que las
normas están organizadas y de que, de hecho, pertenecen a un marco social más extenso que el
de la propia situación. Por lo tanto, no podemos desvincular las situaciones, ni sus
definiciones posibles, ni, por lo tanto, las normas que las regulan de la historia de la sociedad
en la que tiene lugar esta situación. Las normas sociales son mecanismos de control social que
garantizan que la máquina social o el organismo social funcione eficazmente.
Las normas sociales están organizadas en códigos o sistemas de normas (tanto las explícitas
como las implícitas). Toda norma tiene un contexto de uso en el que es pertinente y está
relacionada con otras normas a las que hace referencia o de las que depende. Podemos pensar
fácilmente que hay una jerarquía de normas que nos indica cuáles son más básicas y cuáles
más convencionales, cuáles son imprescindibles para garantizar un orden social determinado y
cuáles son más fácilmente modificables ya que no provocan cambios esenciales en el sistema.
Las normas están indisolublemente ligadas a los valores, y la gravedad de la sanción por su
transgresión es un indicio de estos valores.
El ascensor
Los ejemplos anteriores de las normas presentes en una situación tan aparentemente “inocente” como la de un viaje en
ascensor reflejan y construyen al mismo tiempo lo que significa la intimidad en nuestra sociedad, distinguen los espacios públicos
de los privados, regulan la relación entre el individuo autónomo y la colectividad. Es decir, indican que hay una tensión que hay
que resolver de manera normativa entre un espacio colectivo limitado que anula la disponibilidad de espacio personal que
cualquier individuo considera suyo. Por otro lado, el ascensor de la vivienda es un momento de tránsito, una frontera entre lo
público y lo privado que remarca la noción de propiedad privada y la característica del individuo moderno como poseedor o
propietario de bienes, espacios y momentos, de los que nadie puede disponer sin su autorización expresa.
La noción de norma social nos permite entender por qué el vínculo entre el individuo y la
sociedad es inextricable; dicho de otra manera, aquello que la persona es no se puede separar
de las normas que regulan las situaciones en las que se encuentra. La noción de rol social de la
que ha oído hablar en el capítulo II refleja precisamente esto: cuál es el conjunto de normas
que se encuentra asociado a una determinada posición o estatus social.
Ambas nociones nos ayudan a ver cómo lo que es normal o anormal depende de las normas
sociales instauradas en una sociedad determinada y no de valores abstractos definidos por
especialistas (en nuestra sociedad los psicólogos).
La noción de norma social permite entender por qué la sociedad funciona con relativa fluidez,
cómo es que la multitud de interacciones personales de cada día no se convierte en una
multitud parecida de conflictos interpersonales. Por eso las normas sociales, si bien restringen
las posibles acciones de las personas, también al mismo tiempo permiten que éstas tengan
lugar y ofrecen un contexto relativamente flexible. Y es que las normas no regulan todos los
ámbitos de la vida cotidiana, ofrecen márgenes a la diversidad en áreas poco importantes o
bien dentro de los límites de lo aceptable (Martín-Baró, 1983).
Por otra parte, es una noción que nos explica por qué somos capaces de adaptarnos
rápidamente a situaciones no familiares para nosotros tan sólo observando la conducta de las
otras personas. Pero no sólo eso, sino que remarcar el hecho de que la mayoría de nuestros
comportamientos tiene un origen social nos permite pensar que éstos no vienen de alguna
entidad exterior al propio ser humano, Dios o la madre naturaleza, sino que son productos de
la interacción entre personas; aunque la mayoría de normas sean implícitas y no sepamos que
están, las podemos cambiar desde el momento en el que una ruptura nos permita identificarlas
y plantearnos su validez.
Del punto anterior se desprende que las normas nacen en situaciones concretas históricamente
contextualizadas, crecen y se expanden a otras situaciones o momentos y que finalmente
mueren cuando ya no se utilizan más.
En este punto veremos algunos ejemplos de cómo nacen las normas sociales que nos ayudarán
a entender un poco más el concepto y también sus implicaciones.
En el año 1936 Muzafer Sherif ideó un experimento para ver cómo se generan las normas
sociales. El punto de partida era la hipótesis de que las normas sociales cambian cuando nos
encontramos en situaciones sociales inestables; es decir, cuando la confusión y la
incertidumbre surgen porque las antiguas normas ya no sirven, entonces se crean nuevas
normas. Sherif pensó aprovechar el efecto auto-cinético como prototipo de situación en la que
la persona no tiene referencias.
El efecto autocinético
Este efecto es bastante conocido por los astrónomos, que sufren sus consecuencias. Se produce siempre que percibimos un
objeto luminoso y nos faltan las referencias espaciales para situarlo con respecto a nuestra posición en el espacio. En estas
condiciones, el objeto luminoso parece que se mueva de manera errática en cualquier dirección a pesar de estar realmente
inmóvil.
El experimento consistió en situar a una persona en una cámara oscura en cuyo fondo había una
luz inmóvil; como el sujeto no tenía ningún punto de referencia, al cabo de unos instantes la luz
aparentemente empezaba a moverse. Aquello que el experimentador pedía era qué distancia
recorría aquella luz. A cada persona se le presentaba la luz cien veces y lo que se observó es
que al cabo de unos ensayos la persona establecía un rango y un punto dentro de este rango. A
partir del establecimiento de esta norma peculiar de cada uno, todos los juicios subsiguientes
que las personas efectuaban eran según esta norma particular. En dos series más, de cien
evaluaciones cada una, se mostró que la persona mantenía consistentemente los primeros
juicios. Es decir, que si la persona “veía” la luz moverse unas tres pulgadas cada vez, se
mantenía esta distancia hasta el final. Podríamos decir que la persona genera en estas
condiciones una norma individual de percepción. Dado que en realidad la luz no se movía, las
diferencias individuales fueron considerables: desde quien mantenía que la luz casi no se
movía (0,5 pulgadas) hasta el que la veía moverse 10 pulgadas. Otros experimentos
posteriores han mostrado que el efecto autocinético puede generar apreciaciones que van
desde quien no la ve moverse hasta quien la ve desplazarse diversos metros pasando por
aquellos para los que sólo se mueve algunos centímetros.
Parece, pues, que en situaciones de ambigüedad las personas tienen tendencia a ordenar el
entorno y a percibir regularidades e incluso, cuando éstas son inexistentes, a inventárselas. A
nadie se le escapa que una situación tan artificial y tan particular no puede ser generalizable en
la vida cotidiana de una persona. Y es bien cierto, ¿cuándo, si no, una persona se encuentra
sola a la hora de emitir juicios sobre situaciones ambiguas o poco claras? De hecho, en estas
situaciones buscamos activamente la opinión de los demás. Y ésta fue la fase siguiente del
experimento, poner a la persona en una situación de grupo.
Sherif creó cuatro grupos de dos personas y cuatro grupos de tres personas que ya habían
pasado por la primera fase y que, por lo tanto, ya tenían una norma individual de percepción
creada, y repitió los ensayos. Lo que pasó es que en la situación de grupo las personas
hablaban entre ellas, como era de esperar, y seguidamente modificaban su juicio previo, cosa
que ya no era tan esperable. De manera que ante la creencia de que la luz se movía igual para
las dos o las tres personas se veían obligadas a modificar su juicio previo individual y
adaptarlo a la percepción del otro. En tres series de ensayos las personas convergieron y
crearon una norma de grupo. Es decir, que empezaron a “ver” que la luz se movía como la
veía el resto del grupo y no como la veían en los ensayos individuales. Ahora faltaba saber si
efectivamente allí “veían” diferente o si sólo se conformaban con la opinión del grupo.
Entonces Sherif creó ocho grupos más, de dos y tres personas que no habían participado en
ninguna sesión previa y en lugar de hacerles pasar primero por las sesiones individuales los
puso directamente en la sesión de grupo. Ya desde la primera serie de juicios las personas se
pusieron de acuerdo en un rango determinado y en ningún caso surgieron diferencias
individuales. Después de tres series de grupo, se puso a estas personas en una situación
individual; si en esta sesión las personas se hubieran conformado al grupo, es donde tendrían
que haber aparecido diferencias individuales. Pero no fue en absoluto así, pues las personas
continuaron manteniendo la norma de grupo en los juicios individuales.
En las dos figuras de las páginas siguientes puede constatar la evolución de los juicios en cada
uno de los grupos.
M. Sherif (1936). Las influencias del grupo en la formación de normas y actitudes. En J. R. Torregrosa y E. Crespo (1984),
Estudios básicos de Psicología Social (p. 344). Barcelona: Hora.
Para explicar estos resultados, entre otros, Leon Festinger propuso, en 1954, la teoría de la
comparación social, de la que ya ha oído hablar en los otros capítulos. Según el autor de la
teoría, había que explicar qué procesos generan uniformidad en el seno de los diferentes
grupos sociales. La cuestión de partida es que hay temas sobre los que es más fácil estar
seguro que otros: si una persona no está segura del tamaño de una baldosa coge un metro y se
acaba el problema. En cambio, si duda de si un profesor es bueno o no, no tiene ningún metro
pedagógico a mano, sino que la única cosa que tiene a mano son los otros estudiantes. En este
caso la creencia en la validez de las propias opiniones sólo puede venir dada por las otras
personas. De hecho, la mayoría de temas relevantes de la vida social son más de este segundo
tipo que del primero; es decir, que en general no tenemos “pruebas” de la mayoría de temas
que nos importan.
Figura 5.1
Resultados de los dieciséis grupos de dos y tres personas en el experimento del efecto autocinético. Cada raya representa a un
sujeto. El eje vertical son las pulgadas que recorre la luz según el sujeto y el eje horizontal son las diferentes sesiones
individuales o de grupo.
La teoría de la comparación social postula que las personas necesitamos evaluar nuestras
opiniones y nuestras habilidades, y que si no hay artefactos disponibles para comprobar su
validez, las personas empezamos un proceso de comparación con las otras personas con el fin
de obtener alguna certeza. Como verá en el punto 3 de este capítulo, la práctica de este tipo de
comparaciones es tan habitual que incluso en el caso de dilemas supuestamente obvios
tenemos tendencia a confiar más en los demás para saber qué tenemos que decir, hacer, pensar,
o incluso en lo que tenemos que ver, que no en nuestros propios ojos.
Está claro que las comparaciones no son al azar, sino que tendemos a hacerlas con personas
que consideramos que son parecidas a nosotros. Cuanta más similitud percibimos o
imaginamos con la otra persona, más confiamos en ella para evaluar nuestros juicios. La
necesidad de asegurar que estas comparaciones sean fiables se traduce en una tendencia a
querer parecernos más a los otros y al hecho de que los otros se parezcan más a nosotros y,
por lo tanto, en un incremento de la uniformidad grupal.
Si piensa en el hecho de que pertenecemos a muchos grupos diferentes, puede comprender la complejidad en la que nos
movemos a la hora de gestionar las múltiples categorizaciones y comparaciones que hacemos diariamente.
Una de las evoluciones de esta teoría es la teoría de la categorización social que ha visto en
el capítulo II. La comparación con otras personas acaba siendo un elemento esencial para
evaluarnos a nosotros mismos, pero no tendrá el mismo resultado si se hace con personas de
nuestro grupo o de otro grupo. En general, tendemos a percibirnos como más similares a las
personas de nuestro grupo y confiamos más en ellos para saber qué hacer o pensar en una
situación dada. Por eso mismo utilizamos las comparaciones con gente de otros grupos, para
garantizarnos una identidad social positiva. El otro no es nunca una referencia adecuada para
“validar” nuestras creencias.
El círculo se cierra: negociamos con los demás las normas adecuadas mediante
comparaciones sociales diversas, basadas en las categorías sociales que hemos creado. El
acuerdo con los demás nos hace más parecidos a los miembros de nuestro grupo y más
diferentes a los de los otros grupos, acentuamos la percepción de diferencias y a la vez
creamos estas diferencias. Por otro lado, monitorizamos a las personas de nuestro grupo para
saber si actuamos correctamente y al mismo tiempo somos ejemplos para estas mismas
personas. En definitiva, nuestra identidad, lo que pensamos que somos, es el resultado de estas
comparaciones.
Los casos de emergencias son situaciones particularmente ambiguas. La percepción del peligro para uno mismo o para los otros
no está nada clara normalmente, y el hecho de que sean situaciones excepcionales dificulta todavía más que haya pautas o
normas establecidas. En estas circunstancias buscamos elementos que nos den pistas, y habitualmente lo que hacemos es mirar
qué hacen los demás. La definición de la situación y de las normas que imperan serán entonces determinantes con el fin de
saber qué hacer. Diversos estudios de psicología social intentan explicar sobre la base del concepto de norma social algunas
situaciones particulares como pueden ser los disturbios en la calle (Reicher, 1987) o bien la pasividad ante una emergencia
(Latané y Darley, 1970).
Un acontecimiento que pasó en Estados Unidos a finales de los sesenta conmocionó a gran
parte de la opinión pública del país. Una chica, Kitty Genovese, fue apaleada durante treinta y
cinco largos minutos delante de al menos treinta y ocho personas que se lo miraban desde
casa. Nadie hizo nada para ayudarla: nadie salió a la calle, nadie telefoneó a la policía hasta
que ya estuvo muerta. Acontecimientos como éste no son tan infrecuentes; en 1994 una niña se
ahogó delante de una multitud de bañistas en un lago holandés, en 1999 una estudiante de la
Universitat Autònoma de Barcelona murió asesinada en una calle del barrio barcelonés de
Gracia sin que nadie avisara a la policía, aunque se oían los gritos. Pero no hay que ir más
lejos, cualquier habitante de una gran ciudad sabe que no se puede detener a preguntar si se
necesita su ayuda cada vez que ve a alguien estirado en el suelo.
Hay una norma explícita que dice que si alguien necesita nuestra ayuda se la tenemos que
ofrecer, pero todos podemos imaginar un gran número de condicionantes que pueden hacer que
no la ofrezcamos. Latané y Rueden, en 1969, efectuaron el experimento siguiente: primero,
ponían a una persona en una sala y se marchaban con cualquiera excusa. Mientras los
experimentadores estaban fuera, la persona oía en el despacho de al lado a una señora que se
subía en una silla, que se caía al suelo y que se quejaba de dolor. El resultado fue que un 70%
de las personas que estaban solas se levantaban y salían para ofrecer su ayuda, pero cuando
eran dos personas en la sala sólo en un 40% de las ocasiones alguien intervenía. Si de estas
dos personas, una era un cómplice del experimentador que tenía instrucciones de no
levantarse, la ayuda descendía hasta el 7%.
Esto se puede interpretar como una muestra de que en una sociedad individualista la
responsabilidad es un elemento que se puede dividir entre el número de personas presentes
(cada persona atribuye al otro la responsabilidad de actuar) y que, por lo tanto, cuantas más
personas estén presentes en una situación de necesidad menos probabilidades hay de que
alguien ofrezca su ayuda; pero también muestra que siempre estamos pendientes de saber qué
harán los otros. Una situación como la descrita muestra el nacimiento de una norma, de ámbito
restringido, en algunos casos la de ayudar y en otros la de no ayudar. La conclusión más
importante es que el papel de las normas implícitas siempre va por delante del de las normas
explícitas: ante la norma explícita de ayudar a quien lo necesita, primero se impone saber cuál
es la norma de la situación.
Los disturbios en la calle son calificados habitualmente por la prensa como una muestra de la
irracionalidad de algunos ciudadanos, especialmente si son jóvenes o miembros de minorías
étnicas. Sin embargo, lo que no acostumbran a pensar los periodistas es que quizás el
comportamiento en unos disturbios no es tan irracional, sino que tiene sus normas, unas normas
que no vienen impuestas por una minoría de manipuladores provocadores sino que surgen en
la situación misma.
Steve Reicher, un psicólogo social inglés, dedicó una investigación a analizar los disturbios
que hubo en el año 1980 en el barrio de St. Pauls de la ciudad de Bristol. El análisis de las
noticias de los medios de comunicación, de los informes oficiales sobre los hechos, de
fotografías y de entrevistas a los participantes en los disturbios y también a otros habitantes
del barrio, mostró un panorama muy diferente de la supuesta irracionalidad y furia de las
masas. Durante los hechos se crearon una serie de normas, la más importante de las cuales fue
la que distinguió entre la comunidad de St. Pauls y los extraños a la comunidad. Como pasa en
otros casos, únicamente los bancos y la policía, símbolos de poder, fueron atacados. Por otro
lado, sólo fueron saqueadas las tiendas que pertenecían a personas de fuera del barrio, donde
sobre todo compraba gente también de fuera del barrio, dado que el poder adquisitivo de la
gente del barrio era bastante bajo. Ninguna propiedad privada de gente de la comunidad ni
ninguna persona privada fue atacada colectivamente.
Todo empezó sin que se necesitara ningún líder, ni nadie en especial inició los
acontecimientos. Una batida antidrogas de la policía fue el desencadenante de lo que se
consideró una provocación hacia la comunidad. Las normas surgieron a medida que los hechos
se sucedían. Por ejemplo, un entrevistado comentó: “alguien gritó de golpe ’el banco’ y una
vez allí se lanzaron piedras grandes y ladrillos... Fue una reacción completamente espontánea”
(Reicher, 1987). Es importante notar que si alguien hubiera gritado “el quiosco” nadie le
hubiera hecho caso; de hecho, algunas piedras aisladas que cayeron en ventanas “no
autorizadas” no fueron seguidas por nadie, y que cuando se rompió una ventana de un autobús
tampoco.
Si recuerda las definiciones que hemos puesto al principio del capítulo, las normas acaban
siendo definidas mediante el uso de sinónimos –por ejemplo, las normas son guías, o
principios, o reglas, etc.–, lo cual es una estrategia de definición poco aclaratoria y sobre todo
tautológica. De hecho, las dificultades principales que plantea el concepto es que es creado ad
hoc. La cosa va así: percibimos una regularidad en las conductas de las personas y pensamos
que algún principio las debe unificar; a partir de aquí pensamos en la existencia de normas.
Obviamente, las normas no se pueden observar, la única cosa que podemos ver de ellas son
sus consecuencias. Sin embargo, está claro que la causa de la uniformidad de comportamientos
podría ser otra.
En este sentido, el aprendizaje y la socialización serían los mecanismos mediante los cuales
las normas sociales “penetran” en el interior del organismo. Desde el punto de vista de la
psicología cognitiva, las normas podrían ser entendidas como esquemas o bloques de
procesamiento de información; es decir, maneras específicas mediante las que codificamos,
guardamos y utilizamos la información que proviene del medio ambiente.
Según los cognitivistas sociales hay esquemas de personas (imágenes de las características
psicológicas de las personas que nos rodean), autoesquemas (imágenes y descripciones de
nosotros mismos), esquemas para resolver problemas (pasos que hay que seguir para
encontrar una solución) y esquemas de grupos (como los estereotipos). Sin embargo, también
hay unos esquemas que vendrían a ser las normas: los esquemas de roles (grupos de
expectativas atribuidas a una determinada posición social) y esquemas de acontecimientos
(guiones que nos indican paso a paso qué se tiene que hacer en una situación específica).
El guión más famoso es el guión del restaurante. Cuando entramos en un restaurante ya sabemos todos los pasos que tenemos
que hacer de antemano y no tenemos que preguntar para qué sirve el señor de la camisa blanca ni si la comida la regalan.
El problema de este tipo de visiones son la falsa apariencia de explicación que tienen. El
hecho de que la creación de categorías sociales incremente la ilusión de semejanza intragrupal
y acentúe las diferencias intergrupales o bien el hecho de que los estereotipos sean
impermeables al cambio no dejan de ser constataciones post hoc. En este sentido, son falsas
explicaciones porque al colocarse dentro del individuo adoptan la apariencia de un proceso
universal descontextualizado. En definitiva, la visión más psicologista olvida los aspectos
culturales e históricos y naturaliza procesos que son sobre todo locales.
Esta visión legaliforme de las normas plantea pero tres problemas graves.
b) En segundo lugar, permite pensar que las normas sociales pueden tener algún tipo de
expresión verbal: “si te encuentras en un ascensor con tu vecino habla del tiempo”. Ésta es una
abstracción del proceso que no tiene en cuenta la concreción de las situaciones a las que se
aplica. En este sentido, la norma social es más parecida a todo el trabajo de interpretación que
provoca un juicio y a las discusiones posteriores del jurado que no al código penal que se
quiere aplicar.
c) En tercer lugar, plantea una visión de la sociedad excesivamente idílica y poco conflictiva.
Si nos dejamos llevar por la noción, es muy fácil acabar viendo a la sociedad como una
partida de bridge entre señoras inglesas que toman el té educadamente más que como un
campo de batalla en el que las relaciones de poder, históricas, son lo que finalmente marcan
como se tendrán que llevar las personas.
No hay muchas alternativas, pero el reciente giro lingüístico en psicología, encarnado por la
psicología construccionista, la psicología cultural o bien la psicología narrativa, abre algunas
posibilidades. Una muestra de las posibilidades que ofrece es la revalorización de los
estudios clásicos de Frederic Bartlett sobre el recordar, en los que mostró cómo al recordar un
relato a lo largo del tiempo éste se deforma, de la misma manera que se deforman los rumores,
y se adecua a los cánones culturales de lo que es una buena narración. De esta manera, mostró
cómo los esquemas, supuestamente individuales, son en realidad productos culturales, ya que
el lenguaje tiene una estructura concreta, es un producto histórico de las instituciones sociales
en las que se ha creado. Por lo tanto, no se trata de pensar que las normas sean unos esquemas
individuales que están dentro de la cabeza de las personas, sino de ver que en realidad son
narraciones que se crean en las conversaciones con los otros. Estas narraciones actúan como
marcos de referencia en los que situamos las acciones de las personas, y en éstas elaboramos
su significado, que consecuentemente es un producto cultural.
Otra manera en la que el lenguaje restringe (o posibilita, como guste más) las acciones
humanas es mediante la narración de lo que es real y de lo que no. Muchas veces la
uniformidad viene dada, no por la existencia de una supuesta norma, sino por la imposibilidad
de hacer otra cosa. El lenguaje cotidiano diferencia aquello que es real de aquello que es
ficticio y, por lo tanto, otorga “naturalidad” a determinados comportamientos. Por ejemplo,
alegrarse o entristecerse en un entierro no sería en este caso producto de una determinada
norma social que existiría en los funerales y que “obligaría” a las personas a alegrarse o
entristecerse, sino que sería consecuencia directa de lo que significa, es decir, de qué es
realmente la muerte para los miembros del grupo afectado. Y es que ciertamente no es lo
mismo morir en un contexto que cree en la existencia del paraíso que en uno que cree que
después de la muerte no hay nada más.
Michel Foucault
El célebre filósofo francés muestra en su libro Vigilar y castigar cómo la disciplina impuesta en las escuelas (y también en
otras instituciones cerradas como son hospitales, prisiones, cuarteles o fábricas) no tiene como efecto principal la interiorización
de determinadas normas de comportamiento sino la constitución real de cuerpos dóciles y útiles, de sujetos obedientes
dispuestos a aceptar trabajos que anteriormente consideraban inaceptables. La disciplina, la vigilancia, los ejercicios físicos, el
encierro en espacios ordenados geométricamente, los exámenes médicos, etc. crean al individuo moderno, no como sujeto
jurídico no sometido a unas normas exteriores a él, sino como conjunto de normas ambulante: el individuo no es otra cosa que un
grupo de normas. (6)
En resumen, las normas sociales establecen y mantienen un determinado orden social mediante
la organización y la regulación de las relaciones interpersonales. De hecho, manifiestan
determinadas relaciones de poder, en el sentido de que prescriben la normalidad (y proscriben
la anormalidad) mediante mecanismos de control evidentes o sutiles que dificultan la no
adhesión a la norma: el castigo o el refuerzo por parte de la autoridad pertinente en una
situación dada o bien la naturalización de determinados comportamientos, pensamientos y
deseos. Conjuntamente con esta prescripción de normalidad, los roles (conjuntos de normas
asociadas a determinadas posiciones sociales) condicionan la identidad de las personas. A
pesar de todo esto, no tenemos que olvidar que las normas sociales implican determinados
valores socialmente distribuidos con los que las personas podemos mostrar nuestro acuerdo.
Finalmente, y para hacer justicia a los investigadores que se han esforzado tanto, no podemos
olvidar que, como la mayor parte de conceptos en ciencias sociales, su valor es por encima de
todo heurístico. La noción de norma social es valiosa porque nos ayuda a comprender cómo
puede ser que lo social y lo psicológico no se pueda separar. Su valor no radica en su validez
a la hora de generar explicaciones causales de la conducta humana sino en las vías de
comprensión que abre. Quizás por eso más allá de lo que son o dejan de ser, son importantes
por el tipo de preguntas y de investigaciones que han permitido pensar.
No podía quedar fuera de este grupo de procesos básicos la percepción. Captar información
con el fin de procesarla, como ya han visto los psicólogos cognitivistas, es más un proceso de
construcción de aquello percibido que una absorción directa de estímulos. Lo que veremos en
este apartado es de qué manera este proceso de construcción se produce colectivamente a
pesar de tener lugar en individuos particulares y en cuerpos concretos. Empezaremos
estudiando las diferencias y semejanzas que hay entre percibir objetos físicos y personas, nos
detendremos un rato en los experimentos más clásicos que se han hecho sobre percepción y
finalmente estudiaremos las implicaciones que esta visión de la percepción tiene para el
estudio de las relaciones interpersonales e intergrupales.
Aparentemente el entorno de la persona está lleno de cosas y sólo hay que estar cerca de ella
para empezar a sentir el olor que hacen, verlas, tocarlas u oír sus ruidos. En definitiva, para
obtener una serie de sensaciones de nuestros cinco sentidos parece que sólo hay que
enfrentarse a un objeto y ya está. Entender a la persona como mero receptor pasivo de
sensaciones olvida que la acción básica en la percepción es la dotación de significado de
aquello que es percibido.
Por eso, la percepción de objetos no deja de ser una actividad muy parecida a la de percibir
personas, que incluye, claro, tareas de clasificación, atribución de características y de
significados, los cuales son sociales en el sentido que los hemos aprendido mediante las
relaciones que mantenemos con los otros y de la historia de los grupos sociales a los que
pertenecemos.
De hecho, no hay nada natural en la percepción por muy automatizada que ésta nos parezca.
Los psicólogos de la Gestalt propusieron una serie de leyes que guían la percepción, la más
importante de las cuales es que el todo es más que la suma de las partes, es decir, que la
globalidad de aquello percibido posee propiedades emergentes que no están presentes en las
partes de las que se compone, hasta el punto de que esta globalidad otorga propiedades y
significados a las partes que éstas no tenían antes. Otra de estas “leyes” es la que afirma que la
figura se impone por encima del fondo, es decir, que organizamos la información percibida en
totalidades (figuras) que se destacan del resto de información (fondo). El carácter innato o
aprendido de estas leyes y de las que se dedujeron de ellas provocó un gran número de
investigaciones y poco acuerdo entre éstas. Desde el punto de vista de la psicología social,
parece ineludible llegar a la conclusión de que es el significado social otorgado al conjunto de
la información lo que determina qué elementos se convierten en figura y cuáles en fondos.
Figura 5.2
¿Un pato o un conejo? Sólo la palabra que utilizamos para describirlo nos permite ver qué es "realmente".
Esto explica por qué vemos una mesa y no un conjunto de maderas enganchadas; es decir, la
percepción del objeto mesa está directamente vinculada al significado social de la mesa y a
los usos que ésta tiene. Visto así, toda percepción es social y se puede entender la afirmación
anterior de que la actividad de percibir es más constructora que descriptora de una realidad
concreta. Aunque parezca extraño, percibir es una actividad colectiva más que individual.
Ahora es un buen momento para volver a definir la psicología social. Si asumimos la premisa
de que la percepción es una construcción de la realidad (7) y de que además los actos
perceptivos son una construcción conjunta y no un acto individual, podemos definir la
psicología social como la disciplina que estudia los procesos de constitución, mantenimiento y
cambio de la realidad.
A finales de los años cuarenta, una serie de investigaciones protagonizadas por Jerome Bruner
y sus colaboradores estudiaron algunos determinantes sociales de la percepción que iban más
allá de las leyes de la Gestalt, como por ejemplo, los valores, las necesidades, las actitudes,
la motivación, el aprendizaje o el lenguaje. Esta línea de investigación recibió el nombre,
medio en broma, de new look on perception (‘una nueva mirada a la percepción’).
Para mostrar esta última cuestión explicaremos más detalladamente el experimento de Bruner
y Goodman (1947) que se ha presentado en el capítulo I. Los investigadores pidieron a un
grupo de niños de diez años que evaluaran el tamaño de unas circunferencias. Para hacerlo,
disponían de una luz que proyectaba un círculo luminoso en una pantalla y que se podía hacer
más grande o más pequeño con un botón que giraba. El experimento consistía en el hecho de
que mientras que un grupo de niños evaluó el tamaño de una serie de monedas –las fracciones
de dólar de 1, 5, 10, 25 y 50 centavos, que conocían bien y utilizaban habitualmente–, el otro
evaluó unos discos de cartón del mismo tamaño.
Puede ver los resultados en el gráfico siguiente:
Figura 5.3
Media de las estimaciones de discos y monedas del mismo tamaño para niños de diez años. El eje de coordenadas contiene las
monedas y el eje de ordenadas el porcentaje de desviación con respecto al tamaño real.
Como veis, las monedas son sistemáticamente sobreestimadas, mientras que los discos de
cartón, no. La diferencia sólo se puede explicar en términos del valor que para los niños tenían
estas monedas. Los autores consideran que el hecho de que la moneda mayor, medio dólar, no
siga el orden creciente de sobreestimación se debe probablemente al hecho de que los niños
no tenían muy a menudo monedas de tanto valor al alcance y que, por lo tanto, la moneda más
valiosa era probablemente considerada irreal, menos familiar.
El experimento prosiguió con la hipótesis de que la sobreestimación dependería del valor que
para los niños tenían las monedas. Cogieron niños de una escuela de un barrio rico de Boston
y de otra de un barrio pobre, repitieron las sesiones de evaluación de medidas y los resultados
volvieron a mostrar que efectivamente el valor determina la sobreestimación, hasta el punto de
que las diferencias entre las estimaciones de un grupo y otro eran estadísticamente
significativas en relación con el diferencial de valor percibido que para ambos grupos tenían
las monedas. Puede ver los resultados en el gráfico siguiente:
Figura 5.4
En este gráfico la línea discontinua representa las estimaciones de los niños procedentes de un entorno pobre y la continua la de
los niños procedentes del barrio acomodado.
En un artículo posterior, Bruner nos explica que percibir no es un proceso aislado, sino que
forma parte del proceso de comprensión mismo.
“[...] hay un flujo constante de estudios experimentales sobre el modo en que los factores sociales provocan tipos de
selectividad respecto de lo que una persona percibe o infiere y respecto de su forma de interpretarlo. [...] Sin actitudes
apropiadas, y sin una estructura lingüística adecuada, un sujeto no capta con facilidad ciertos acontecimientos en su entorno, que
otra persona debidamente equipada con actitudes y un lenguaje, percibiría como importantes.”
J. Bruner (1958). Psicología Social y Percepción. En J. R. Torregrosa y E. Crespo (Ed.), Estudios básicos de Psicología
Social (p. 143). Barcelona: Hora, 1984.
La percepción no es, por lo tanto, si utilizamos una metáfora clásica, un proceso de abajo
arriba sino de arriba abajo; es decir, que es la organización cognitiva la que determina la
percepción. Esto no quiere decir, sin embargo, que el proceso sea individual: no lo es porque
la organización cognitiva no es un producto individual en el sentido que no depende de la
experiencia particular de un individuo para constituirse sino que depende de la posición que
éste ocupa en la red de relaciones sociales y de las herramientas lingüísticas y afectivas que
esta red ha construido.
Los sujetos manifestaron una resistencia extrema a la incongruencia, cuando una carta
incongruente aparecía, lo más habitual es que ésta se describiera como una carta normal
(efecto de dominio del color o del palo), por ejemplo, una carta roja se veía como un corazón
o un diamante aunque el palo fuera trébol o pica. Pero también se produjeron otros efectos:
ante la falta de reconocimiento de lo que veían, en algunas ocasiones algunos sujetos llegaban
a una solución de compromiso y describían la carta en un término medio, por ejemplo, un
corazón negro se veía marrón, o negro con rojo en el contorno, o púrpura. También pasó que la
percepción llegó a bloquearse hasta el punto de que el sujeto no fue capaz de describir lo que
veía, y manifestaba simultáneamente su nerviosismo: “¡que me maldigan si sé si esto es rojo o
qué!”. Más de la mitad de los sujetos se bloquearon delante de alguna carta incongruente, cosa
que no sucedió en ninguna ocasión en el caso de las cartas normales.
Como puede ver, no percibimos; de hecho, sería más exacto decir que nos negamos a percibir
aquello para lo cual no estamos preparados. Afortunadamente la vida social es tan compleja
que proporciona una gran cantidad de maneras de percibir, para todo lo existente e, incluso,
para lo inexistente, como muestra el pánico colectivo que provocó Orson Welles, en 1938,
durante la emisión de un programa de radio que anunciaba la invasión de la Tierra por parte
de un grupo de marcianos violentos.
Invasión!
Una persona explicó que miró la calle y que todo parecía igual que cada día y que, por lo tanto, había pensado que la invasión
todavía no había llegado a su barrio. Otra persona explicó que vio que la calle estaba llena a rebosar de coches y que, por lo
tanto, la gente ya estaba huyendo. Una tercera persona describió que por su calle no pasó ningún coche y que pensó que el
tráfico había quedado colapsado a causa de la destrucción de las carreteras. El significado otorgado a la percepción es la
percepción misma, con un grado sorprendente de independencia respecto de la información que supuestamente nos envían
nuestros órganos sensoriales.
Ejemplo extraído de H. Cantril (1940). The Invasion from Mars. En E. E. Maccoby, T. M. Newcomb y E. L. Hartley (1958),
Readings in Social Psychology. London: Methuen, 1966.
J. Bruner (1958). Psicología Social y Percepción. En J. R. Torregrosa y E. Crespo (Ed.), Estudios básicos de Psicología
Social (p. 154). Barcelona: Hora, 1984.
Seguro que no se le escapan las repercusiones que tiene esta manera de enfocar los estudios de
la percepción humana. No sólo sobre nuestro conocimiento de la sociedad y de las relaciones
entre las personas, sino que también ponen sobre la mesa una pregunta crucial para las
ciencias sociales y humanas: “¿hasta qué punto es posible el estudio objetivo de estas
relaciones y de su organización?”. Sea cual sea la respuesta, ésta no ha detenido la
investigación, sino que en todo caso la ha espoleado en múltiples direcciones.
Uno de los objetos de la percepción que ha merecido la atención central de los psicólogos
sociales es, evidentemente, la persona. De hecho, esto ha sido así hasta el punto de que el
propio concepto de percepción social se ha referido casi siempre al estudio de la percepción
de otras personas y de los procesos particulares que ésta conlleva. Según si se pone énfasis o
no en la adscripción a una categoría grupal de una persona, podemos dividir el estudio de la
percepción social en dos campos, que podemos llamar percepción interpersonal y percepción
intergrupal.
En el capítulo II de este libro ha visto que una de las actividades más importantes que hacemos
durante las interacciones que mantenemos con las otras personas es la gestión de las
impresiones que proporcionamos a los otros. Esto quiere decir que somos perfectamente
conscientes (de hecho, lo practicamos cada día) de que las personas nos formamos
impresiones de los otros.
Piensa en los esfuerzos que dedicamos a conseguir que la gente que nos rodea piense que somos buenas personas.
Aunque hoy por hoy nos parezca natural y obvio que nos formamos impresiones de las otras
personas, la cuestión no es tan sencilla. Para poder hacerlo tenemos que partir de una
condición especial que no se ha cumplido ni en todas las épocas ni en todas las sociedades: la
existencia de individuos. La visión unitaria de la persona que llamamos individuo es una
creación histórica de la sociedad occidental del último par de siglos. Por ejemplo, tal como ha
visto en el capítulo II, el self occidental ha pasado sucesivamente a ser romántico, moderno y
saturado.
Daryl Bem argumenta que nosotros mismos somos objeto de nuestra percepción. En su teoría de la autopercepción defiende lo
siguiente:
“Los individuos llegan a ’conocer’ sus actitudes, emociones, y otros estados internos en parte mediante las inferencias que
hacen a partir de la observación de su propio comportamiento y/o de las circunstancias en las que éste tiene lugar.”
D. Bem (1972). Self perception theory. En L. Berkowitz (Ed.), Advances in experimental social psychology (vol. 6, p. 2).
New York: Academic Press.
Es sólo a partir de esta condición que podemos entender, como dijo Solomon Asch, que:
“Resultado final de la interacción con los demás y de la percepción de sus acciones, motivos y emociones llegamos al
conocimiento de que las personas poseen individualidades particulares y singulares. A partir de los diversos aspectos de un
individuo nos formamos una opinión del mismo como una clase particular de persona, que posee propiedades relativamente
perdurables.”
S. Asch (1952). Psicología Social (p. 172). Buenos Aires: Eudeba, 1972.
Asch, que era gestaltista, lógicamente se propuso estudiar cómo se organizaba esta
percepción, dado que entraba claramente en el tipo de percepciones que a pesar de provenir
aparentemente de características puntuales y segregadas producían un efecto unitario: el
individuo. Con esta finalidad diseñó el experimento siguiente:
Leyó a cada uno de los dos grupos de estudiantes una de las dos listas de adjectivos
siguientes:
inteligente-habilidoso-trabajador-cálido-decidido-práctico-cautointeligente-habilidoso-
trabajador-frío-decidido-práctico-cauto
Les explicó que estos adjetivos describían a una persona y que, por favor, seleccionaran de
una lista de dieciocho rasgos, emparejados en un polo positivo y uno negativo (por ejemplo,
generoso-avaro; popular-impopular; fuerte-débil, etc.), cuál de cada pareja era el que más
pegaba con la persona que acababan de oír. Para empezar, en los resultados se vio cómo el
grupo cálido otorgaba más rasgos positivos que el grupo frío. Además, en concreto, la persona
cálida era generosa, prudente, feliz, imaginativa, altruista, humana, popular, etc., mientras que
la fría, todo lo contrario.
El mismo experimento, con la misma lista de adjetivos pero sustituyendo la oposición cálido-
frío por educado-maleducado no produjo ninguna de estas diferencias. Fijaos, pues, que un
cambio en uno de los adjetivos produce una modificación de ámbito global (tal como predice
la Gestalt) y que, además, hay rasgos más centrales que otros. La calidad de cálido o frío es
más básica a la hora de hacer una atribución de características que la de educado o
maleducado. Notad que esto tiene una cierta lógica, ya que hablamos de dos cualidades que
podemos pensar fácilmente que una depende más de las situaciones que la otra, si bien puede
no ser cierto. Con todo, el contexto es fundamental, es decir, que lo que nos encontramos es
toda una red de relaciones entre rasgos; por ejemplo, la misma dicotomía cálido-frío no
produce el mismo efecto puesta en la lista siguiente:
Obediente-débil-superficial-cálido/frío-sin ambiciones-vanidoso
Es decir, que una calidad no es inherentemente central sino que depende siempre del contexto.
De hecho, lo que cambia el contexto es el propio significado de cálido o frío: cualquiera de
las dos expresiones puede ser central o periférica, positiva o negativa según el conjunto en el
que se encuentre.
Harold Kelley, en 1950, reprodujo el experimento en condiciones “naturales”. Presentó en dos grupos de estudiantes a un
profesor invitado, pero cambió una frase: “la gente que le conoce le considera una persona ’muy cálida’ / ’más bien fría’”.
Después de veinte minutos de interacción las descripciones que hicieron los estudiantes eran mucho más favorables en el caso
del profesor cálido que en el caso del profesor frío. Lo más interesante es que la dinámica de los grupos no fue la misma desde
el principio: aunque el profesor actuó de la misma manera con los dos grupos, el clima no fue el mismo, los estudiantes evitaron
más a menudo la interacción con el profesor frío, e ¡intervinieron menos en clase!
H. Kelley (1950). The warm-cold variable in first impression of persons. Journal of Personality, 18, 431-439.
Puede pensar ahora en el efecto que tienen sobre la docencia y el aprendizaje los rumores que circulan sobre los profesores.
Sea lo que sea lo que pensamos, parece que hay una relación circular; primero se crea
históricamente y culturalmente la noción de individuo, cosa que hace que las personas
perciban que hay una serie de rasgos consistentes que hacen de cada persona una unidad
lógica, los psicólogos estudian estos rasgos y “descubren” la personalidad, la cual finalmente
vuelve a la sociedad en forma de tests y teorías que salen en las revistas, en las entrevistas
laborales, en la televisión cuando hablan “expertos” y que vuelven a decir a la gente cómo
son, o lo que es lo mismo, cómo tendrían que ser.
S. Asch (1952). Psicología Social (p. 212). Buenos Aires: Eudeba, 1972.
Fritz Heider fue el primer psicólogo social que propuso el término de atribución para
explicar de qué manera comprendemos la conducta de las otras personas. A partir de sus
propuestas se desarrollaron el resto de planteamientos. Sus estudios inspirados en las teorías
de la Gestalt mostraron cómo tendemos a percibir en términos unitarios y, por lo tanto, a
vincular acciones que pueden ser relativamente independientes: por ejemplo, si dos
acontecimientos se parecen o bien tienen lugar con proximidad el uno del otro, tendemos a
asumir que uno es consecuencia del otro. Según Heider, esto provocaría nuestra tendencia a
atribuir las responsabilidades de las acciones a las personas que las hacen, que no a las
circunstancias en las que las hacen. De Heider también es la distinción entre causas internas y
externas: cuando atribuimos la responsabilidad de una acción a una persona, lo hacemos en
términos internos –es decir, apelamos a factores como el esfuerzo, la intención, la capacidad,
la inteligencia, las actitudes, las motivaciones, etc.–, mientras que no lo hacemos a causas
externas como podría ser apelar a factores como la suerte, las circunstancias, la presión
social, la dificultad de la tarea, etc. De aquí que Heider llame a este análisis de sentido común
que las personas hacemos –análisis ingenuo, ya que no tiene en cuenta todas las explicaciones
posibles de la conducta de una persona.
Siguiendo la línea marcada por Heider, Jones y Davis estudiaron cuáles eran las condiciones
necesarias para atribuir una conducta a una disposición estable de la persona: por ejemplo, si
somos testigos de una conducta agresiva podemos inferir que ésta se debe al hecho de que la
persona que la ha llevado a cabo es agresiva. Por ello es necesario que la persona que infiere
la disposición que corresponde a la acción piense que la acción es intencional, que la
persona conoce las consecuencias de la acción que hace y que es capaz de llevarla a cabo.
Hacer una inferencia de este tipo no siempre es sencillo, aunque lo hacemos lo bastante a
menudo. Las normas que regulan la situación se tienen en cuenta; por ejemplo, es más fácil
hacer una inferencia correspondiente cuando la persona rompe las expectativas de la situación
que no cuando sigue las normas sociales (Jones y Davis, 1965). Esto tiene una implicación
importante: la persona que haga una acción en contra del orden social establecido será vista
como poseedora de unas disposiciones que le hacen ser rebelde o desviada o anormal y, por
lo tanto, será mucho más sencillo descalificarla que no pensar en si tiene razón o no, o si su
acción está justificada.
En la línea de establecer las condiciones mediante las cuales nos sentimos capaces de atribuir
la causa de una conducta a un factor interno o externo –es decir, disposicional o situacional–,
Harold Kelley propuso que cuando tenemos suficiente información, suficiente tiempo y
estamos motivados para hacerlo, la atribución es consecuencia de la interacción o covarianza
de una serie de factores.
Consistencia: la persona siempre actúa de la misma manera con este objeto (alta
consistencia) o bien otras veces ha actuado diferente (baja consistencia).
El objeto puede ser otra persona o bien una situación, como por ejemplo, un examen, un
espectáculo, etc.
Obviamente, este modelo está idealizado y, de hecho, el propio autor reconoce que
probablemente esta combinación funcione en realidad de manera simplificada como un solo
esquema causal que agruparía estos factores (Kelley, 1973).
Un esquema es un conjunto de conocimientos organizados en el ámbito cognitivo producto de la cultura y la sociedad en la que
vive la persona.
e) Sesgos cognitivos
El estudio de las explicaciones que damos sobre la propia conducta y la de los otros no se ha
centrado solamente en los complejos procesos de decisión que llegan finalmente a una
atribución de causalidad, sino que también hay algunas maneras directas mediante las cuales
hacemos atribuciones u otros razonamientos. Son tendencias para llegar a una determinada
conclusión que se imponen sobre otros procesos o los afectan. Se llaman sesgos en el sentido
que orientan el proceso en una dirección preestablecida.
El primer efecto estudiado, y que ya mencionó Fritz Heider, se llama fundamental porque se
considera casi inherente al proceso mismo de formular atribuciones de causalidad. Se trata de
la preferencia general para hacer atribuciones disposicionales o internas antes que
situacionales o externas. Si seguimos a Heider, el origen radicaría en el mismo proceso
perceptivo gestáltico que obliga a percibir unitariamente actores y acciones. Esta explicación
es problemática porque “naturaliza” este sesgo y, en cambio, parece lógico pensar que quizás
en todo caso es un reflejo más del individualismo de la sociedad occidental. Si hay individuos
y éstos son responsables de sus actos, es coherente que la tendencia a inferir disposiciones sea
más habitual que la de fijarse en las circunstancias.
Efecto actor-observador
Surge a raíz de la constatación de que si uno es quien ejecuta la conducta tiende a atribuir sus
acciones a factores situacionales, mientras que si uno observa esta conducta en otras personas
tiende a hacer atribuciones disposicionales. La explicación más habitual de este efecto se basa
en el punto de vista, es decir, en la saliencia de determinadas percepciones: nosotros no nos
vemos a nosotros mismos actuar y, en cambio, percibimos claramente las situaciones en las
que nos encontramos, mientras que si somos observadores también percibimos al otro como
posible causa de la conducta.
Ya hemos mencionado que los factores ideológicos son importantes. La creencia en un mundo
justo es una idea extremadamente conservadora, según la cual cada uno tiene lo que se merece.
Por otro lado, garantiza al individuo occidental la tranquilidad de saber que si se esfuerza
tendrá lo que quiere y que las desgracias de los otros son principalmente responsabilidad de
ellos mismos.
Falso consenso
Si recuerda ahora la teoría de la comparación social le será fácil entender este sesgo. Es un
sesgo autoconfirmatorio que nos hace poner más atención en las informaciones procedentes de
otras personas que coinciden con nuestras mismas opiniones y conductas, por lo que en
algunas situaciones en las que buscamos una confirmación tendemos a considerar que los otros
sostienen las mismas opiniones que nosotros. Sin embargo, atención, porque en determinados
contextos en los que nos interese adquirir o mantener una autoestima positiva, podemos
ignorar estas mismas informaciones para garantizarnos una percepción de originalidad o
unicidad. Es el sesgo que se llama falsa originalidad o bien ignorancia pluralista.
Algunas explicaciones cognitivistas de la depresión la consideran un defecto en la aplicación de este sesgo, de manera que la
persona tendería a hacer atribuciones externas cuando las cosas le van bien, y atribuciones internas cuando le van mal. ¡Pero
este fenómeno tanto puede ser una causa como una consecuencia de la depresión!
Desgraciadamente para la psicología social las atribuciones que hacemos se han estudiado
generalmente en términos de relaciones entre individuos relativamente aislados del contexto
histórico y social, un problema que no se puede separar del mito de que los experimentos son
la única manera de conocer “realmente” la conducta humana. El estudio en contextos naturales
con un fuerte énfasis en las variables históricas y lingüísticas de las explicaciones que damos
de la conducta de los otros y de nuestra propia conducta ha mostrado que las atribuciones son
mecanismos sociales compartidos que se conforman sobre la base de una determinada
ideología social, una ideología que contempla a los individuos como únicos y últimos
responsables de sus actos y que hace de esta interpretación una justificación para el
mantenimiento de relaciones sociales injustas.
Un ejemplo de esto lo encontramos en un experimento de Duncan, hecho en 1976. Dijo a cuatro grupos de estudiantes
norteamericanos blancos que miraran una interacción filmada de dos personas que discutían cada vez más fuerte hasta que uno
de ellos empujaba al otro. Duncan varió la raza de cada interacción, e hizo que fuera una interacción entre blancos, entre
negros, entre negro y blanco y entre blanco y negro (éstas últimas según quién empujaba). El 70% de los sujetos escogió
describir la conducta de quien empujaba como violenta (por oposición a juguetona, por ejemplo) cuando éste era negro. Si quien
empujaba era blanco sólo un 13% de los sujetos le consideró violento. Además, cuando quien empujaba era negro se hacían
atribuciones disposicionales, mientras que cuando era el blanco quien empujaba al otro, se hacían atribuciones situacionales.
Figura 5.5
El acto de categorizar es tan fundamental en nuestra sociedad que hemos conseguido que ésta
sea nuestra manera casi exclusiva de percibir el mundo. La categorización es efectivamente un
proceso social de gran importancia, pero esto es así allí donde ha penetrado una cierta manera
de ver el mundo como objeto de estudio científico, allí donde el mundo está impregnado por la
clasificación; no es, por lo tanto, que sea un fenómeno universal tal como han querido postular
muchos psicólogos sociales, al cual presentan como proceso cognitivo. Aparte del claro
origen social de la necesidad de clasificación vinculado al nacimiento de la ciencia moderna,
la categorización también parte de una metáfora muy concreta.
Para empezar a postularla primero hay que creer que el organismo humano no es en la práctica
lo bastante eficiente en el procesamiento de la información; nos encontramos, por lo tanto,
ante una metáfora economicista. Se piensa que la estimulación (la información) es excesiva,
que el mundo es demasiado rico en fuentes de estímulos, de manera que el desgaste energético
para sobrevivir tiene que ser racionalizado al máximo, hasta el punto de necesitar una
economía de pensamiento. Pocas sociedades han desarrollado un sistema discursivo de este
tipo que permite crear fácilmente subjetividad amoldada al ahorro, la cadena de producción,
el aprovechamiento energético y la mejora del rendimiento. Además, categorización y
desigualdad, en nuestra sociedad, están íntimamente asociadas. La metáfora económica
requiere que los estímulos sean valorados de manera que determine su importancia y les
otorgue una posición en la jerarquía social.
Discriminación
Quizás no es casualidad que discriminación, una de las palabras más utilizadas en los estudios de categorización, tenga dos
sentidos muy claros: por una parte, quiere decir ’distinguir o diferenciar’ y, por la otra, ’separar o maltratar’. No es casualidad
que estas cuatro palabras tengan cada una posibilidades de uso en las que sean sinónimas exactas.
La categorización del mundo que nos rodea se ha dedicado a clasificar a personas, este
proceso se ha llamado estereotipación: es un doble movimiento mediante el cual primero se
asigna una persona a una categoría y después se le atribuyen las características que se supone
que son el criterio de creación de la categoría. Por ejemplo, conocemos, vemos o oímos
hablar de alguien, nos comentan que es judío y entonces pensamos que es avaro, rico,
comerciante, mentiroso, conspirador, etc.: estos criterios son los mismos que hacen relevante
la existencia de la categoría de judío y al mismo tiempo hacen difícil pensar que es un sesgo
cognitivo individual. En todo caso con vistas a esto se hace difícil pensar que se trate de un
problema de proceso de la información de base económica, ya que son sorprendentes la
fantasía, el gusto por el lujo de detalles y los excesos de todo tipo que caracterizan los
estereotipos más comunes.
Para algunos, los estereotipos guían el contacto intercultural y ayudan, dicen, a sobreponerse
al primer momento de choque cultural, la angustia que surge ante lo desconocido. Ayudan a
convertir lo misterioso en conocido y permiten su identificación y la creación de expectativas
sobre su comportamiento y el nuestro. Está claro que, como la base social del estereotipo es la
fantasía política malintencionada, las consecuencias no son siempre las más deseables.
Esto es así si los grupos tienen conciencia de ser un grupo dominado en oposición a otro grupo
dominante, pero si no se tiene conciencia de la relación de dominación, es muy fácil que se
tienda a hacer atribuciones invertidas, como veíamos en el caso de la depresión. Las acciones
positivas del grupo dominante serán atribuidas a características positivas de sus miembros,
mientras que las acciones positivas del propio grupo serán debidas a circunstancias diversas.
Solomon Asch orientó una respuesta posible, y pensó que en algunas ocasiones esto podía ser
debido a la presión social que proviene del grupo de personas presentes en una situación
concreta. Podemos estar de acuerdo, y de hecho ya lo hemos visto en el experimento sobre la
normalización de Sherif, en el hecho de que, efectivamente, recorremos bastante a menudo a
las opiniones de los otros para validar nuestra propia opinión. Pero el experimento de Sherif
tenía lugar en una situación bastante ambigua: ¿qué pasaría si la situación fuera mucho más
clara?
Pero Solomon Asch demostró que hay una condición en la que la mayor parte de nosotros
puede llegar a afirmar que es la línea 2 la que es como la línea patrón. Esta situación se da
cuando hacemos esta apreciación en grupo y todas las personas del grupo (de siete a nueve
personas cómplices del experimentador) afirman que es la línea 2 la que es igual que la línea
patrón.
Figura 5.6
En una serie de doce juicios sucesivos sobre la longitud de líneas diferentes (en siete de los cuales la mayoría cómplice tenía una
opinión claramente contraria a la realidad) un 23% de la gente no cómplice –treinta y una personas– que participó en esta
primera versión del experimento una vez hizo una afirmación como la de la mayoría, en contra de su propia visión de las líneas,
un 32% lo hizo dos o tres veces, y un 26% cuatro veces o más. En total, un 81% se doblegó al menos una vez al juicio de la
mayoría, y un 58% lo hizo más de una vez.
Fíjese que es muy difícil sustraerse a la fuerza de la mayoría. Póngase en la situación de estas
personas, ¿qué haría si de golpe se encontrase rodeado de gente con una opinión claramente
diferente? ¡De ninguna de las maneras nos gusta pensar que puedan pensar que estamos locos!,
así que preferimos ceder y decir lo mismo que dice la mayor parte de la gente o bien, incluso,
llegamos a dudar sinceramente de nuestras opiniones. Si esto pasa en una cuestión evidente,
¡ahora imagínese qué puede pasar cuando el tema que hay que juzgar no es tan fácil ni tan
obvio como la longitud de una línea!
Los resultados sorprendieron, pero mirándolo bien no son tan sorprendentes si sabemos que
los otros constituyen siempre la medida de nuestra percepción. Sólo aquellas personas que
confiaban extremadamente en su juicio y aquellas que creían que por el bien del experimento
tenían que decir aquello que veían consiguieron sustraerse a la conformidad que la situación
exigía, pero no podemos pensar que lo hicieron tranquilamente: ni el sujeto más independiente
y confiado de todos sería capaz de quedarse indiferente en una situación así. Por eso
probablemente el resultado más espectacular no es que el 81% de personas en algún momento
del experimento se conformara, sino que el 100% de sujetos no fue capaz de vivir la situación
sin experimentar una gran tensión. Es decir, no podemos hacer como si los otros no existieran
sin que esto tenga un coste alto.
Este experimento provocó dos reacciones típicas en los participantes: o bien llegaban a la
conclusión de que estaban equivocados, aunque continuaban teniendo claro cuál era su
percepción, o bien pensaban que no era aceptable mostrarse diferente y, por lo tanto, se
abstraían de la tarea concreta y se conformaban al grupo. Una variante del experimento en la
que se aumentó la contradicción y se exageró hasta el límite del absurdo la diferencia de
longitud de las líneas no anuló el efecto, sino que éste se mantuvo; de hecho, lo único que
provocó fue un aumento considerable de la tensión. Sin embargo, las personas que decidieron
no enfrentarse a la mayoría tenían buenas razones para hacerlo: cuando en una de las
condiciones experimentales se invirtió la situación y se introdujo un único sujeto cómplice
entre una mayoría de sujetos desprevenidos y, por tanto, el cómplice fue el único en mencionar
la línea equivocada, la reacción general fue la hilaridad más absoluta.
El aumento de la minoría en una persona más (también cómplice pero con instrucciones de
decir lo que viera con firmeza y, por lo tanto, de apoyar a la persona no instruida) disminuyó
considerablemente el nivel de conformidad, pero quizás lo más sorprendente es que no lo
anuló completamente, ya que el 13% de las estimaciones todavía fueron expresadas en
dirección a la mayoría.
Para llegar a entender por qué se genera una tensión tan alta hasta el punto de que la mayoría
de los sujetos decide mentir, hay que tener en cuenta algunas cosas. Ya hemos comentado antes
que los otros, según la teoría de la comparación social de Festinger, son nuestro punto de
referencia –aunque está claro que lo decíamos de las situaciones ambiguas–, y ahora parece
ser que también en algunas circunstancias lo podemos generalizar a las situaciones claras. Una
posibilidad es considerarlo en términos de la psicología de Kurt Lewin, (11) también de la
corriente gestáltica, una cuestión de fuerzas en oposición. El sujeto del experimento de Asch
sería víctima de la interacción de dos fuerzas diferentes, una que podemos denominar presión
grupal y la otra, presión individual. En todo caso queda pensar cuál es el origen de esta fuerza
que tiene un grupo o que tiene uno mismo para creer en aquello que ve.
La explicación clásica plantea que la persona se encuentra ante dos formas de influencia, lo
cual explicaría las dos reacciones más típicas que hemos mencionado antes: una se ha llamado
influencia informacional y corresponde al hecho de que la persona considera que la
información que los otros proporcionan, sus juicios, son mejores que los de ella misma. De
hecho, a lo largo de nuestra vida hemos visto que en general las otras personas están de
acuerdo con nosotros sobre lo que vemos o sentimos y no nos ha ido tan mal. La otra se llama
influencia normativa y consiste en mostrar acuerdo con la norma de grupo para poder
continuar formando parte de él y no ser excluido de él.
Otra manera de enfocarlo es olvidarnos por un momento del individuo como una entidad
coherente y no perder de vista que sin grupos no hay individuo ni persona, ni personaje, ni rol,
ni personalidad, ni nada de nada. El hecho de pertenecer en niveles diferentes a grupos
diferentes –los cuales tienen sus normas y sus valores correspondientes– nos permite entender
que durante el experimento de Asch nos encontramos en presencia de un conflicto. Pero no es
un conflicto entre percepciones de individuos diferentes, ni es un conflicto cognitivo que el
individuo sufre a solas, sino que es un conflicto entre la norma de no mostrarse diferente a los
otros en público y la norma que considera la objetividad como un valor. Dos normas culturales
cuya formación histórica no es difícil de rastrear en el nacimiento de la época moderna y sus
dos productos más característicos: el individuo y la ciencia.
Otra de las repercusiones del experimento cae sobre la dinámica de grupos. Planteaos la
dificultad de pensar en cómo podemos ayudar en una decisión de grupo sabiendo que si una
mayoría se expresa en una dirección, la minoría disidente no expresará ninguna divergencia o,
lo que es peor, ocultará información por obvia que sea que pueda ir en contra del sentir de la
mayoría, con lo que se perderán elementos que pueden ser esenciales para la decisión final.
Como afirma Asch (1952), cuando alguien se encuentra en medio de un grupo no se puede
sentir indiferente hacia el grupo, entre otras razones porque cada uno presupone ver lo mismo
que los otros ven (norma de objetividad). Pero cuando nos encontramos en una situación en la
que se tiene que tomar una decisión que no tiene unos referentes tan objetivos, ¿cómo actúa la
presión hacia la conformidad? Janis, en un célebre libro (Janis, 1972), estudió decisiones
diferentes claramente erróneas que gobiernos diferentes de Estados Unidos habían tomado a lo
largo de la historia reciente: por ejemplo, no hacer caso de los avisos de alarma anteriores al
ataque japonés sobre Pearl Harbour en 1941, decidir invadir Corea del Norte en 1950 sin
tener en cuenta la posible reacción de China, o entrenar a una brigada de exiliados para
invadir la isla de Cuba por la Bahía de Cochinos en 1961 y pensar que la población los
recibiría con los brazos abiertos. Janis explica que estas decisiones se pudieron tomar porque
en los comités que las tenían que valorar había una gran presión directa sobre cualquier
persona que se apartara de los estereotipos o ilusiones del grupo y una ficción compartida que
la decisión había sido mayoritaria, provocada por la autocensura de quien se pudiera apartar
del consenso. Este efecto lo llamó pensamiento grupal, y se explica por los esfuerzos que el
grupo hace para evitar el conflicto y mantener el grupo aparentemente unido.
Los psicólogos sociales especializados en la dinámica de los grupos han estudiado las
condiciones diferentes en las que un grupo tiende a tomar decisiones que son un punto medio
entre los puntos de vista extremos (normalización) o bien que pertenecen a uno de los
extremos (polarización). El papel que tiene entender los procesos de conformidad es básico en
ambos casos, pero esto es tema para el capítulo VI.
Ahora es el momento de establecer algunas diferencias conceptuales que pueden ser útiles. En
primer lugar, hay que saber que las tres palabras que constituyen el enunciado de este punto no
son sinónimas aunque hagan referencia a procesos relacionados.
La uniformidad es el producto que resulta del seguimiento de las normas sociales por parte de
un grupo y que consiste en el hecho de que las personas de este grupo comparten creencias,
percepciones y comportamientos. La persona se puede mostrar de acuerdo explícitamente o
simplemente no saber que está siguiendo una norma. La normalización y los procesos de
comparación sociales son algunos de los mecanismos por los que se llega a la uniformidad.
Las diferencias que a menudo encontramos entre comportamiento público y creencias privadas
–todos lo hemos sospechado de alguien alguna vez o incluso lo hemos vivido en nuestra
carne– pueden ser debidas, claro está, a un afán deliberado de manipulación de los otros
mediante la mentira, pero eso es excepcional. El proceso más habitual que conduce a estas
diferencias es la conformidad o hecho de que una persona cambie sus acciones como resultado
de la presión de otra persona o de un grupo. Kelman distinguía, en 1971, tres tipos de
influencia social o conformidad (como se verá más adelante, durante muchos años, los
términos influencia social y conformidad fueron sinónimos por culpa de una acepción
restrictiva del primer término):
Un ejemplo interesante de generalización de este proceso con respecto al papel de los medios
de comunicación de masas lo encontramos en Elisabeth Noelle-Neumann, quien afirma que
estos medios producen un efecto de normalización al difundir los discursos dominantes y, por
otro lado, el miedo a quedar fuera de la sociedad hace que la gente observe su entorno para
determinar cuáles son las opiniones dominantes.
“Si encuentran que sus opiniones predominan o incrementan, entonces las expresan libremente en público; si encuentran que
tienen pocos partidarios, entonces se vuelven temerosos, ocultan sus convicciones en público, y se mantienen en silencio.”
E. Noelle-Neuman (1981). Mass media and social change in developed societies. En E. Katz y T. Szecskö (Ed.), Mass media
and social change (p. 139). Beverly Hills: Sage.
Esto lógicamente lleva a que se produzca una sobrerepresentación de los discursos dominantes
en un momento dado y que cada vez se haga más difícil que surjan puntos de vista alternativos.
La autora llama a este efecto de silencio creciente que pueden provocar los medios de
comunicación espiral de silencio.
La distinción entre conformidad y conformismo es importante por una razón: ya se sabe que
utilizamos a los otros para obtener todo tipo de información de nuestro entorno, incluida la
información sobre nosotros mismos. La conformidad es, por lo tanto, un elemento más del
hecho de que la parte psicológica y la parte social de la persona sean inextricables, por no
decir indistinguibles. Por lo tanto, sería injusto decir que hay gente que se conforma más que
otras por naturaleza o talante, pues no es una cuestión que dependa de la personalidad. Lo que
sí que hay son situaciones que inducen más a conformidad que otras, y sobre todo sociedades
que tienen los mecanismos para crear sujetos más conformistas que otros.
Como hemos visto, los medios de comunicación colaboran a generar conformismo mediante la
difusión masiva de un punto de vista aparentemente consensuado. También contribuye a ello el
hecho de que la sociedad sea generadora de individuos y que las personas se piensen como
individuos separados de los otros. Podríamos pensar que cuanto más importante sea la
comunidad para una sociedad concreta, más conformista es, pero esto no es así ya que
siempre, tanto si es más individualista como más comunitarista, las decisiones, las creencias,
las conductas etc. se generan en grupo. En una sociedad comunitarista la persona puede tener
un peso en la decisión porque su pertenencia al grupo no tiene que quedar afectada si rompe
determinados consensos o, en todo caso, por el hecho de pertenecer a múltiples grupos le
puede ser más fácil romper el consenso en un grupo aun manteniendo la solidaridad y los
vínculos afectivos de los otros grupos. En cambio, en una sociedad individualista cualquier
ruptura del consenso aparente deja a la persona completamente aislada, por lo que,
paradójicamente, abandonar el grupo sea mucho más costoso.
El experimento de Asch obliga a pensar sobre las diferencias entre comportamiento público y
creencias privadas y sobre el hecho de que sea tan fácil mostrarse incoherente con uno mismo.
A partir de este experimento, el problema de la relación entre actitudes y comportamiento
pasará a ser central para la psicología social, ya que se demuestra que el hecho de tener una
determinada actitud, opinión o creencia no tiene por qué tener ninguna relación con el
comportamiento subsecuente de la persona.
Por ejemplo, piense en qué efectividad pueden tener las campañas para prevenir el sida o los accidentes de tráfico. Todo el
mundo es consciente de lo que se tiene que hacer para evitar los contagios o los accidentes, pero a la hora de la verdad...
Pero, ¿qué tipo de influencia es ésta?, ¿puede realmente influenciar una mayoría? Los procesos
de conformidad básicamente inducen a complacencia –es decir, sumisión en cuanto a la
conducta explícita–, pero no cambios en las creencias, los valores o las actitudes que las
personas. ¿Podemos hablar, pues, correctamente de influencia cuando hablamos de
conformidad? Para Serge Moscovici, un importante psicólogo social francés, este experimento
no es realmente sobre influencia, ya que ninguno de los sujetos se convence de nada, no aporta
ninguna pista sobre el cambio de opinión o de actitudes. Sin embargo, a pesar de estas
críticas, en todo caso muestra que la vida social es más social de lo que muchos nos
pensamos; es decir, que a la hora de efectuar un comportamiento estamos mucho más
preocupados de lo que habitualmente sospechamos sobre lo que dirán los otros.
La raíz del problema es que, durante muchos años, la conformidad fue sinónimo de influencia y
que, por lo tanto, los procesos de conformación de las personas a una mayoría fueron el único
fenómeno estudiado vinculado a la influencia. Serge Moscovici fue el primero a llamar al
modelo de estudio de la influencia que se había utilizado hasta entonces modelo funcionalista.
La razón es que este tipo de estudios que hemos presentado en este punto –y que han tenido
centenares de réplicas y variantes– pone todo el énfasis en estudiar cómo una sociedad se
reproduce a sí misma, es decir, cómo funciona, cómo se mantiene, cómo consigue mantener el
orden social, la disciplina al fin y al cabo. Por otro lado, son estudios muy interesantes, pero
se olvidan de la mitad del asunto: hay una parte de la influencia que consiste en estudiar la
manera como la sociedad cambia, genera nuevas normas de comportamiento, cambia de
valores, “evoluciona” por decirlo en términos poco psicosociales, y en estudiar, no la manera
como las personas nos conformamos, sino la manera como las personas nos convencemos de
algo nuevo o diferente. En el sentido que esto supone entender no la reproducción de la
sociedad sino su creación, Serge Moscovici llamó al modelo que él propuso modelo genético,
cuyo objetivo es entender los procesos de cambio y, por lo tanto, la manera en que una minoría
disidente puede provocar que la mayoría cambie la manera de ver las cosas.
Serge Moscovici argumentó a finales de los años sesenta que esto iba en contra de la
evidencia misma del cambio social: si los mecanismos de reproducción son tan fuertes, ¿cómo
es que la sociedad cambia? Ésta no es una experiencia tan extraña, ya que quien más quien
menos se puede dar cuenta de que las cosas no son lo mismo ahora que hace unos años e,
incluso, con un poco de esfuerzo se puede pensar en cuáles han sido los factores decisivos de
estos cambios. Okupas, insumisos, feministas, nacionalistas, anarquistas, ecologistas,
sindicalistas, etc. son algunos de los nombres que probablemente nos vendrían a la cabeza
cuando pensamos en algunas de las transformaciones que ha sufrido nuestra sociedad en los
últimos años, grupos que tienen en común que son minorías activas.
Hasta ahora hemos visto que el hecho de conseguir influenciar se debía básicamente a que la
fuente de la influencia tenía algún tipo de poder (poder normativo o bien poder informativo).
De hecho, lo que explica la influencia en los puntos anteriores es que el blanco de la
influencia es dependiente de la fuente de la influencia; es decir, que la minoría depende de
alguna manera de la mayoría, sea normativamente o informacionalmente. A pesar de ello, el
hecho es que no sólo hace falta ser mayoría para influenciar, ya que una minoría
“aparentemente” sin poder también lo puede hacer, y una mayoría, por definición no
dependiente de la minoría en ningún aspecto, también puede ser influenciada. Los estudios
sobre influencia minoritaria mostraron cómo esto es posible.
Antes, sin embargo, de introducirnos en los procesos de influencia minoritaria hace falta hacer
algunas aclaraciones. Para empezar, hay que abandonar la noción de que la influencia es un
proceso unidireccional –es decir, que parte de un grupo mayoritario para ir a impactar las
mentes de otras personas o grupos minoritarios–, pues la influencia va en dos sentidos: por
descontado que la mayoría influencia a la minoría, pero no podemos olvidar que esta minoría
también actuará para defender su punto de vista y, en este sentido, no parece lógico pensar que
esta “actividad” de la minoría no afecte de ninguna manera a los miembros de la mayoría. En
definitiva, las minorías son también creadoras en potencia de nuevas normas sociales y, por lo
tanto, tienen que ser consideradas también como una posible fuente de influencia.
Por otro lado, hay que entender que la distinción entre mayorías y minorías no es sólo, quizás
ni principalmente, cuestión de números. El hecho de saber que un grupo de personas es más
numeroso que otro o que un grupo concreto cuenta en su seno con un subgrupo minoritario no
nos es muy útil, para empezar porque aquello que cuenta no es cuánta gente pertenece
realmente a un grupo u otro sino quién, cuándo y cómo percibe que alguien es minoritario o
mayoritario: por ejemplo, en grupos pequeños –como los experimentales– es fácil provocar el
efecto de que hay una mayoría y una minoría manipulando el número de personas que
defienden una posición concreta, y la noción “democrática” que supone que la mayoría tiene
razón ya hará el resto. Pero en nuestra vida cotidiana la situación es mucho más compleja, no
solamente porque entran en juego creencias sobre la composición de la sociedad que a
menudo no responden a ningún estudio sociológico, sino porque, además, el hecho de que las
personas pertenecen a diversos grupos simultáneamente hace que formar parte de una mayoría
o de una minoría se vuelva muy relativo; según el grupo que sea relevante en una situación
específica seremos de la mayoría o de la minoría.
Pertenencia múltiple
Piense, por ejemplo, en cualquier mujer de clase media barcelonesa. El hecho de ser mujer la hace minoritaria en un contexto de
relaciones de género, el hecho de ser de clase media la hace mayoritaria en un contexto de relaciones de clase, el hecho de ser
catalana la hace minoritaria en un contexto español, el hecho de ser también catalana la hace mayoritaria en la relación
inmigrante-autóctono, y el hecho de ser barcelonesa la hace mayoritaria en la relación urbano-rural.
Por lo tanto, la comprensión de la relación entre mayorías y minorías como una relación
meramente numérica es cuando menos complicada: por ejemplo, el hecho de que los valores
sociales de una burguesía poderosa sean los valores dominantes no quiere decir que toda la
sociedad pertenezca a ella, o el hecho de que los valores dominantes sean masculinos no
quiere decir que haya más hombres que mujeres en la sociedad. En realidad, los valores
dominantes en una sociedad reciben este nombre porque la mayoría de gente los sigue o como
mínimo cree que éstos son los valores correctos. Pero en este caso, ¿quién es la mayoría y
quién la minoría? En contra de las matemáticas más elementales, hay situaciones en las que la
mayoría tiene menos miembros que la minoría.
Repetimos el experimento de Asch, pero ahora con colores. En el experimento mostramos una
serie de diapositivas azules a un grupo de personas y les preguntamos de qué color son. Antes
de continuar, hay que tener en cuenta dos cuestiones: primero, que en la situación experimental
cuatro personas son sujetos ingenuos del experimento y dos son cómplices que afirman de
manera consistente que las diapositivas son verdes; segundo, que previamente hemos hecho
una “prueba” de discriminación de colores para que todos los miembros del grupo se
convenzan de que todos ven bien. Los resultados son sorprendentes, otra vez: aunque la
mayoría da la respuesta correcta (azul), la minoría afecta a los resultados finales y, finalmente,
un 8,42% de las respuestas emitidas por los sujetos ingenuos coincide con las de la minoría.
En esta condición de minoría consistente, un 32% de los sujetos dio alguna vez el verde como
respuesta. En cambio, en una serie de control en la que la minoría es inconsistente y no dice
siempre “verde”, sino que dice “azul” de vez en cuando, sólo el 1,25% de las respuestas
acaba siendo “verde”. Así pues, he aquí que la minoría también puede influenciar, siempre y
cuando sea consistente.
Para comprobar si aparte de un acuerdo público había también un acuerdo privado con la
minoría –cosa que no sucedía en los estudios de conformidad– se hizo otra prueba. Esta
suposición surgía del hecho de que si la minoría no tiene poder normativo ni informativo por
definición, la única razón que pareció plausible para explicar el cambio es que la persona
estuviera de acuerdo con él. En esta prueba, enfrentados a una serie de discos de colores que
iban gradualmente del azul al verde, se preguntaba por el momento en que la escala pasaba del
azul al verde. Se descubrió que la gente que había sido sometida a la minoría consistente no
discriminaba el azul del verde en el mismo punto que el grupo control. En efecto, se había
producido un efecto latente, que hizo que los grupos sometidos a la minoría modificaran su
umbral de percepción y vieran ya verdes los discos que para el grupo control todavía eran
azules.
Pero hay un dato más; de los treinta y dos grupos de cuatro sujetos experimentales y dos
cómplices a los que se hizo la prueba, en catorce se obtuvieron respuestas influenciadas y en
dieciocho no. Curiosamente el cambio latente en el umbral de discriminación azul-verde fue
más fuerte en aquellos grupos que previamente no se habían dejado influenciar. Es decir, que
la resistencia a la influencia directa produjo un efecto de influencia indirecta.
Para corroborar si había, pues, un cambio real en la percepción de los colores que iba más
allá de la mera conformidad con la fuente de influencia, se hizo otro experimento en el que se
estudió el efecto consecutivo de la visión de una diapositiva de color azul.
El efecto consecutivo
Cuando miramos un color brillante y de pronto éste se va y queda la pantalla en blanco, se produce una ilusión óptica: durante
unos breves instantes vemos el color complementario del que veíamos hasta entonces. Si se fija en los negativos de las fotos en
colores verá que los colores están “invertidos”, cada color sale en la forma de su complementario.
Primera fase: durante cinco ensayos, el sujeto y el cómplice dan por escrito y en privado sus respuestas sobre: 1) el color de la
diapositiva, y 2) el color de la imagen consecutiva. Éste es el test previo con el que se confrontarán las respuestas posteriores.
Inducción mayoritaria o minoritaria: se recogen las hojas de respuesta y el experimentador informa a los sujetos que se
encuentra en condiciones de transmitirles algunas informaciones sobre las respuestas de los sujetos precedentes. Desde luego,
si seguimos los trucos habituales de la experimentación en psicología social, esta información es totalmente inventada y permite
introducir la primera variable experimental: categorizar al sujeto y al cómplice, al uno como mayoritario y al otro como
minoritario. Se distribuye a los sujetos una hoja con los porcentajes de los individuos que perciben la diapositiva de color azul o
verde. Estos porcentajes establecen una clara diferencia entre una mayoría (81,8%) y una minoría (18,2%). Así, en una
condición experimental se supone que el cómplice pertenece a una mayoría y el sujeto a una minoría (condición de influencia
mayoritaria) y en la otra condición es al revés (condición de influencia minoritaria).
Tercera fase: la diapositiva se proyecta quince veces más. Los sujetos dan una vez más su respuesta por escrito, tanto con
respecto al color de la diapositiva como con respecto a la imagen consecutiva.
Cuarta fase: antes de empezar esta fase, el cómplice abandona precipitadamente la sala, con la excusa de una cita importante.
El sujeto se queda solo, y durante quince ensayos más evalúa otra vez el color de la diapositiva y de la imagen consecutiva.
G. Paicheler y S. Moscovici (1985). Conformidad simulada y conversión. En S. Moscovici (Dir.), Psicología Social (pp. 191-
192). Barcelona: Paidós.
Los resultados mostraron que una minoría obtiene una influencia latente o indirecta, que se ve
en la evaluación de la imagen consecutiva, sin que los sujetos sean conscientes de que han
modificado su percepción. La imagen consecutiva de la diapositiva azul pasó a verse en la
condición de influencia minoritaria, como la consecutiva del verde, y este desplazamiento se
acentuó todavía más en la cuarta fase, cuando el cómplice no estaba.
El mismo experimento replicado por Bernard Personnaz, en 1981, pero que sustituye la
información verbal por el hecho de señalar en un espectrómetro cuál es el color que se ha
visto, da el resultado siguiente:
Tabla 5.1
Fijaos en el desplazamiento de las medias de longitud de onda en cada fase y por cada condición.
Para entender este tipo de procesos la mejor estrategia que se puede seguir es ponerse en la
piel de las “víctimas” de estos experimentos. La aparente obviedad del estímulo no puede
hacer otra cosa que generar un efecto de sorpresa y de incomodidad al encontrar que hay
personas que no lo ven igual. La situación no es, sin embargo, tan grave como en el
experimento de Asch, ya que ahora no hay presión y la persona puede decir libremente que la
diapositiva es azul, tal como ella efectivamente la ve. Pero, aun así, nos queda un gusanillo
que nos corroe: ¿y si la diapositiva es verde? ¿Y si estas personas tienen razón? Como ahora
no tenemos que estar pendientes de que nos miren como si fuéramos extraños, dado que la
mayoría piensa como nosotros, nos podemos dedicar a pensar un rato por qué esta gente ve la
diapositiva verde. Es esta actividad cognitiva la que explicaría, según Moscovici, la
conversión; es decir, la modificación inconsciente del código perceptivo de los sujetos
sometidos a una influencia minoritaria. Los experimentos hechos con colores muestran cómo la
mayoría consigue, lógicamente, más influencia directa que la minoría y cómo, en cambio, la
mayoría no consigue nunca una influencia latente o indirecta y la minoría sí.
Probablemente la norma social que proclama la libertad del individuo en nuestra sociedad y
que ataca a los individuos “débiles”, “influenciables” o “conformistas” hace que no se quiera
reconocer la influencia de la minoría. Mientras que el hecho de haberse dejado influenciar por
una mayoría siempre se podría justificar, la persona no encuentra ninguna razón por haberse
dejado influenciar por la minoría. Esta falta de posibilidad de darse una explicación hace que
no se quiera reconocer esta influencia. A pesar de ello, cuando utilizamos una medida que la
persona no sabe que está relacionada con la influencia (el efecto consecutivo) aparece que sí
que ha habido influencia.
Aun así, como veremos en el punto siguiente, la minoría que quiere influenciar no lo tiene
fácil. Las situaciones experimentales que hemos visto siempre están en un equilibrio frágil.
Cualquier cambio en el comportamiento de la minoría puede anular completamente su
capacidad de influencia y, además, la mayoría también tiene mecanismos para resistir, si hace
falta, a esta influencia. Lo veremos a continuación.
Para generar la actividad cognitiva necesaria para conseguir conversión hace falta, sin
embargo, mantener algunas condiciones: algunas ya las hemos anunciado, y el resto son el
resultado de los muchos y variados experimentos que se han hecho en el campo de la
influencia minoritaria. Estos experimentos han utilizado el recurso en las diapositivas de
colores, pero también situaciones en las que estaban en juego preferencias musicales o
estéticas (por ejemplo, que te guste el rock duro o la música new age), ideas políticas (por
ejemplo, sobre el papel de la mujer en la sociedad, o posturas liberales o posturas
conservadoras), opiniones sobre temas candentes (por ejemplo, el aborto y la contracepción),
actitudes (por ejemplo, sobre actitudes xenófobas), etc. Para presentar cada una de las
condiciones necesarias para generar preocupación por la minoría y sus posturas, utilizaremos
un ejemplo de minoría activa, en nuestro caso los okupas, pero también se puede pensar en
algún otro grupo y comprobar cuáles de las condiciones siguientes se dan.
a) En primer lugar, el conflicto que provoca el hecho de que un grupo de personas cuestione la
situación dada y definida a priori por la mayoría. También requiere una segunda condición,
que sea visible: se tiene que provocar en un espacio público, sea éste físico, mediático o
ideológico. Cualquier conflicto abierto obliga a las personas que lo viven directamente o
indirectamente a posicionarse en un lado u otro. En este sentido, el objetivo de la minoría es
mantener el conflicto. Un conflicto abierto es siempre un espacio en el que se piensa, se
reflexiona, se desarrollan argumentos. Es el espacio de la creación y de la innovación, un
espacio, por lo tanto, favorable a las minorías, aunque no tanto por las personas que forman
las minorías como por sus ideas. De hecho, el mantenimiento del conflicto social consigue el
objetivo de provocar un conflicto cognitivo entre los miembros de la mayoría (por eso,
algunos autores prefieren hablar de conflicto sociocognitivo) y al mismo tiempo permite la
visibilidad de la minoría, que de otra manera permanecería fuera del alcance de los miembros
de la mayoría.
Los okupas
El movimiento okupa, tal como dice su nombre y también su grafía, plantea un conflicto directo ocupando las casas y
cuestionando la norma social de que la propiedad privada inmobiliaria es sagrada. El movimiento plantea que el derecho a la
vivienda está por encima del de la propiedad privada y que quien no tiene vivienda, sea un individuo o un colectivo, está
legitimado para ocupar una. Esto les lleva a plantear que la especulación inmobiliaria es uno de los “delitos” más importantes y
contra el cual se tiene que luchar con todos los medios. Las casas ocupadas se utilizan de vivienda, pero también como centros
sociales, locales de reunión, salas de exposiciones, espacios culturales, etc. Cuando la policía utiliza la violencia para desalojar un
local ocupado “ilegalmente”, los okupas consiguen, de rebote y sin querer, que el conflicto se haga más visible, que se hable de
él, y obligan a la gente a plantearse sus razones. Ya se sabe, aquello que no sale en la televisión... ¡no existe!
b) En segundo lugar, la influencia que la minoría consigue es por la consistencia que presenta.
Podemos hablar de dos tipos de consistencia: la consistencia diacrónica, que se da cuando la
minoría consigue mantener sus postulados con coherencia a lo largo de un periodo de tiempo,
y la consistencia sincrónica, que se da cuando las diferentes personas que conforman la
minoría mantienen la misma postura de manera coherente; ésta segunda también se llama
unanimidad. Cuanto más elevado es el grado de consistencia que los miembros de la mayoría
perciban en la minoría, más elevada será la influencia por parte de ésta. En este sentido, si la
mayoría quiere reducir la capacidad de la minoría para influir, tendrá que esforzarse en
mostrar las contradicciones de la minoría y al mismo tiempo mantener una postura
extremadamente consistente. Fijaos que esto es más difícil para la mayoría que para la
minoría, ya que la suficiencia habitual de quien se siente mayoría acostumbra a llevar a
considerar que no hay que argumentar la propia postura, y si la mayoría es, además, mayoría
numérica, le será mucho más difícil mantener una postura unánime, simplemente por el hecho
de tener que coordinar las posiciones de mucha más gente. Sin embargo, el poder de la
mayoría, como ya hemos visto, es lo bastante fuerte como para no tener que preocuparse
excesivamente por la consistencia.
Los okupas
¿Qué pasaría si saliera una persona en televisión que dijera que ha sido okupa muchos años y que ahora cree que no tienen
razón, que ya se ha acabado, que son errores de juventud? El mal que haría al movimiento podría ser considerable, siempre que
esta persona tuviera cierta credibilidad. De todas formas, los okupas no solamente son consistentes sino que, además, cada vez
hay más grupos, están coordinados y defienden lo mismo, al menos de cara a la gente externa al movimiento. Son, por lo tanto,
una minoría con un gran potencial de influencia, según los teóricos de la influencia minoritaria.
c) En tercer lugar, la minoría también puede conseguir cambios en las posturas mayoritarias si
se muestra autónoma y genera confianza. Mostrarse autónoma quiere decir generar la
percepción de que las opiniones de la minoría no se deben a intereses externos al movimiento
y que son opiniones a las que se ha llegado mediante un proceso de reflexión propio. Generar
confianza es relativamente fácil para una minoría, ya que la capacidad de mantener posiciones
independientes es muy valorada en nuestra sociedad, y oponerse a la mayoría es un buen paso
para ser considerado digno de confianza. Por otro lado, también hay que mostrar que no se
actúa por intereses personales o para obtener privilegios para el propio grupo.
Los okupas
Defienden una mejora de las condiciones de vida para amplios sectores de la población. Son críticos con las injusticias que
genera el sistema capitalista, defienden, pues, alternativas globales que no responden a un interés particular de sus miembros. Es
importante contrastarlo con las ocupaciones ilegales de casas y locales por parte de familias, grupos de personas o empresas.
Siempre ha habido ocupaciones, y probablemente también las encontraríamos legítimas en muchas ocasiones, pero al no formar
parte de un movimiento organizado con objetivos definidos de cambio social, no sólo no pueden ser considerados una minoría
activa, sino que tampoco generarán cambio social al percibirse que son ocupaciones interesadas, dirigidas a obtener un beneficio
particular.
Los planteamientos del movimiento okupa no tienen muchas probabilidades de éxito, al menos directamente; a priori parece
complicado que una cuestión como la propiedad privada, base intocable del sistema capitalista, pueda ser ni siquiera erosionada
por propuestas que provienen de minorías sin poder, aunque no es tan extraño pensar que en dimensiones más indirectas puedan
tener éxito. Aunque mucha gente considere que los okupas son unos jóvenes inmaduros, huraños, sucios y encima violentos, no
tiene por qué considerar que no sea legítimo establecer una política de vivienda más justa; por otro lado, este planteamiento no
se lo harían sin la existencia del movimiento. Después de un tiempo de enfrentamientos con propietarios, bancos y ayuntamiento,
los okupas de Ginebra (Suiza) y los afectados llegaron a un acuerdo: se harían unos contratos para los okupas. No todos los
okupas estuvieron de acuerdo, ya que para muchos fue una bajada de pantalones, pero haberse mostrado dispuestos a negociar
ayudó a solucionar el problema, serio, de la vivienda para jóvenes en la ciudad. Indirectamente, uno de los efectos más
sorprendentes ha sido el cambio de consideración que ha tenido la propiedad inmobiliaria. Los propietarios se han convencido de
que una casa no es una propiedad privada cualquiera, sino que representa una responsabilidad hacia la comunidad y, por lo tanto,
especular con ella es ilegítimo.
e) Una de las cosas que hace falta que la mayoría evite más y que la minoría puede estar más
interesada en buscar son las defecciones –es decir, personas claramente defensoras de la
postura de la mayoría, cuanto más defensoras mejor, que en un momento concreto se pasan a la
minoría. Esto se llama efecto bola de nieve y se ha mostrado que cuando pasa, la influencia
que consigue la minoría es mucho más elevada. No hace falta que más gente ingrese en las
filas explícitas de la minoría, sino que simplemente el hecho de que alguien se pase a la
minoría obliga otra vez a los miembros de la mayoría a cuestionarse su posición y a
reflexionar sobre las propuestas de la minoría. Obviamente, la mayoría también puede intentar
que haya gente de la minoría que pase a la mayoría y que, con ello, habrá roto la consistencia
tan necesaria para la minoría.
Los okupas
El hecho de que el movimiento okupa crezca y se extienda por barrios y pueblos es un indicio de su fuerza. De todas maneras,
el efecto bola de nieve se nota sobre todo cuando es algún miembro de la mayoría que defendía explícitamente las posturas de
la mayoría en contra de las de la minoría el que pasa a defender las posturas de la minoría. La circunstancia de que el
Ayuntamiento de Ginebra, opuesto durante muchos años al movimiento, pase a negociar con ellos, llegue a resultados y defienda
las soluciones conseguidas –por lo tanto, que dé la razón al movimiento– es un paso muy importante para convencer a otros
implicados, como pueden ser bancos o grupos de propietarios.
Hasta aquí hemos visto algunas de las circunstancias que se ha mostrado que entran en juego
en los procesos de influencia minoritaria y que pueden favorecer a la minoría de alguna
manera. Pero obviamente si la minoría es activa, también lo es la mayoría.
La mayoría puede desplegar una serie de estrategias para no dejar que triunfe la minoría.
Ahora veremos cuáles son los recursos que tiene para bloquear la capacidad de influencia de
la minoría y los resultados que han dado los experimentos que los han explorado. Los
podemos agrupar en dos categorías:
Sin embargo, no todas las minorías triunfan, a pesar de su consistencia, estilo de negociación,
autonomía y confianza y la “ayuda” involuntaria de la denegación o la censura, ya que la
mayoría tiene un recurso muy fuerte a su disposición, lo que básicamente tienen que evitar las
minorías.
b) En segundo lugar, se trata de la psicologización, que es el uso de argumentos ad hominem
destinados, ya no a sacar credibilidad a los argumentos de la minoría, sino a la minoría
misma, a las personas que la componen. Es atribuir las razones de la disidencia a
particularidades mentales de las personas que la defienden. Desgraciadamente, es mejor, más
convincente, más efectivo y más fácil (y también mucho menos ético) descalificar a alguien
por obsesivo, por llevar la contraria sistemáticamente, por dogmático o poco objetivo que por
sus ideas. Esta facilidad hace que sea importante para la minoría crecer en número
rápidamente para evitar al máximo la psicologización individual, pero todavía hay otras
formas fuertes de descalificación de personas que funcionan de manera similar y que no son
sencillas de solucionar. Se puede atribuir el comportamiento de la minoría a su pertenencia
sociológica (por ejemplo, clase social), biológica (por ejemplo, sexo, enfermedad, etc.) o
étnica (por ejemplo, raza, cultura, etc.); es decir, todas las razones imaginables para
descalificar la fuente del mensaje y no el mensaje en sí. En general, esta forma de
descalificación toma dos formas: en la primera, basada en los estereotipos, los miembros de
la minoría poseen las características de la categoría y esto les invalida para generar
influencia; éste sería el caso de creer que las mujeres, y, por lo tanto, las feministas, son
emocionalmente inestables e histéricas, o bien que los jóvenes son inmaduros,
sistemáticamente críticos, destructivos y no contructivos, etc. En la segunda, existe la creencia
de que la minoría actúa de la manera que lo hace, no porque quiera una mejora global de la
sociedad, sino sólo de su grupo; es decir, que su comportamiento responde a un interés
particular y egoísta.
Es muy interesante echar un vistazo a las explicaciones que se han hecho sobre el porqué se da
la influencia minoritaria, y que de paso han querido también explicar la influencia mayoritaria.
Las podemos dividir en dos tipos, según su grado de individualismo –es decir, según el papel,
más básico o menos, que otorgan a los procesos individuales en la explicación del fenómeno
de la conversión. Aunque todas las explicaciones se hayan generado en el interior de la
psicología social, el hecho de que la investigación clásica sobre influencia esté más ligada a
la psicología social psicológica que a la sociológica hace que el debate entre las diferentes
explicaciones haya girado en torno a su grado de individualismo, sin acabar, sin embargo, de
sacarse de encima la noción de que los procesos mentales son fundamentales en la explicación
de la influencia.
Las más individualistas son las explicaciones cognitivas, que otorgan el papel explicativo más
importante a los procesos mentales que el sujeto lleva a cabo. Podemos poner dentro de este
cesto la teoría de la conversión de Serge Moscovici y la teoría del impacto social de Bib
Latané. Un poco menos individualistas son las teorías sociocognitivas, que ponen el énfasis en
el papel de la identidad social y del conflicto social para explicar estos resultados. Dentro de
este grupo encontramos la teoría de la autocategorización de John Turner y la teoría de la
elaboración del conflicto de Juan Antonio Pérez y Gabriel Mugny.
a) Teoría de la conversión
Éste es un modelo dual que fue el primero que se estableció para explicar la influencia
minoritaria. Postula que la mayoría, que provoca conformidad, lo hace porque activa un
proceso de comparación social por el cual las personas implicadas dejan de dar importancia a
la tarea que tienen que hacer, ya que están sobre todo preocupadas por el qué dirán los otros.
En cambio, la minoría provoca un proceso de validación, mediante el cual los sujetos estudian
activamente la postura de la minoría y desarrollan argumentos y contraargumentos en torno a la
tarea que se les pide que hagan.
Éste es un modelo simple que pretende integrar ambos tipos de resultados en una sola
explicación, según el cual el proceso psicológico que se encuentra detrás de la influencia –sea
conformidad o innovación– es uno solo. Al cambio que provoca en un individuo la presencia –
real, implicada o imaginaria– de otros individuos le llama impacto social. Este impacto se
podría calcular como una función de la relación entre tres variables: la fuerza (F) de los
miembros de la fuente de influencia (estatus social, prestigio, capacidad de persuasión,
habilidad percibida, etc.); la proximidad (P) espacial y temporal de la fuente y el número (N)
de personas que compone la fuente de influencia. El resultado es la fórmula: Ip = ƒ (F,P,N).
Inicialmente, esta función es sencillamente multiplicativa, pero puede cambiar según otros
parámetros que se tengan en cuenta.
Es, por lo tanto, un modelo formal –es decir, un modelo que pretende predecir todos los
resultados de los experimentos sobre influencia mediante un modelo matemático. Las
limitaciones de un planteamiento de este tipo que elimina el significado de la interacción
concreta son fáciles de ver.
Los modelos sociocognitivos no están tan preocupados por si el proceso cognitivo subyacente
es uno solo o bien son dos. La razón es que estos modelos, a pesar de no anular el papel
central de la cognición, no le dan tanta importancia. Para los investigadores que defienden
estos modelos lo más importante es estudiar cómo la interacción misma produce
modificaciones en las categorías sociales en juego mediante el conflicto que una situación del
tipo de las que hemos estudiado más arriba provoca.
a) Teoría de la autocategorización
Esta teoría es una derivación de la teoría de la identidad social que hemos estudiado en el
capítulo II y de la que se recordará que las comparaciones intergrupales daban lugar a una
identidad social positiva para los miembros del propio grupo o endogrupo. Tal como cita
Canto, esto, aplicado a la influencia, da lo siguiente:
“La postura de Turner se simplifica afirmando que una fuente (individuo o grupo) logrará influir en la medida en que sea
categorizada como endogrupo, ya que tal coincidencia categorial entre la fuente y el blanco delimita las opiniones y
comportamientos que son normativamente válidos, por lo que de tal circunstancia se deriva que si la opinión reflejada por la
fuente es percibida como normativamente válida, entonces, será influyente.”
J. M. Canto (1994). Psicología social e influencia: estrategias del poder y procesos de cambio (p. 102). Archidona
(Málaga): Ediciones Aljibe.
De todas maneras, aunque el modelo sea menos individualista, ya que está centrado en una
dimensión social, la actividad de categorización, descategorización y recategorización no deja
de ser una actividad cognitiva planteada como principalmente individual.
Este modelo toma algunos postulados de la teoría de la conversión –admite que hay conflicto
cognitivo y que éste es importante–, pero al mismo tiempo reconoce que no se puede olvidar
que el contexto en el que tienen lugar los procesos de influencia está marcado por la definición
de categorías sociales y la tensión correspondiente entre grupos. Por lo tanto, reconoce que la
consecución de identidad social positiva tiene un papel importante pero que tiene que ser
posible explicar también cómo es que una minoría exogrupal puede llegar a influenciar. Por
ello, G. Mugny y J. A. Pérez postulan que es importante estudiar el significado específico que
el conflicto adquiere en cada situación; esto permite explicar algunos resultados
experimentales que mostraban que una minoría endogrupal influenciaba más cuando acentuaba
el conflicto –por ejemplo manteniendo un estilo de negociación rígido– y que una minoría
exogrupal influenciaba más cuando mantenía un estilo de negociación flexible. Digamos que
todo es una combinación entre el conflicto de identificación que provoca una minoría y si éste
permite o no iniciar un proceso de validación.
Por eso, lo más importante es el significado que el individuo otorga a la divergencia que la
minoría introduce. Lo que significa este conflicto se elabora según el tipo de tarea exigida (una
tarea puede ser clasificada sobre la base de si es grave o no equivocarse y sobre la base de si
tiene alguna relación con la vida cotidiana de alguien o no; por ejemplo, la tarea de las líneas
de Asch se puede hacer bien o mal, pero en cambio no tiene relevancia social, mientras que si
te preguntan una opinión, no lo puedes hacer ni bien ni mal pero, en cambio, la tarea es
importante, socialmente hablando) y del tipo de fuente que introduce la divergencia (la fuente
puede ser clasificada sobre la base de si es minoría o mayoría y sobre la base de si es
endogrupal o exogrupal) (Pérez y Mugny, 1998). Como dicen sus autores:
“El conflicto del que se habla en la teoría de la elaboración del conflicto (TEC) no es un mero conflicto de intereses o el intento
de un agente por imponer su punto de vista a otro que se resiste. En la TEC el conflicto es la divergencia de puntos de vista
elaborada en función de las creencias epistémicas sobre la tarea, de la representación que se tiene del otro y de la identidad que
uno mismo quiere adquirir o preservar. La influencia ocurre cuando las creencias epistémicas y el juego de identidades sociales
y personales no se corresponden según las expectativas de los actores en interacción y cuando esa no correspondencia es
implicativa para el sujeto.”
J. A. Pérez y G. Mugny (1998). Articulación de enfoques de la influencia social mediante la teoría de la elaboración del
conflicto. En D. Páez y S. Ayestarán (Ed.), Los desarrollos de la psicología social en España (p. 78). Madrid: Fundación
Infancia y Aprendizaje.
Todas las explicaciones que acabamos de ver tienen un problema parecido, han nacido al
abrigo de unos resultados experimentales y nacen con la obligación de explicarlos, cosa que
las hace relativamente impermeables a las críticas de fondo. Pero está claro que están
condicionadas por los diferentes artefactos experimentales que han creado, y lo curioso es que
si criticamos los experimentos desde la base, por su artificio, por su olvido del contexto
social, por la dificultad de generalizar los resultados, por lo implícito que comporta sobre la
naturaleza humana, entonces también estas teorías se deshacen como un terrón de azúcar en un
vaso de agua.
Parece necesario, pues, introducir algunos elementos más de comprensión que sitúen estos
fenómenos en un contexto histórico y social más amplio que, por ejemplo, reflexione sobre
cómo hemos construido al individuo moderno, sobre el papel de las normas sociales y sobre
las relaciones de poder; esto es lo que hace Tomás Ibáñez (1987). El elemento de reflexión
original lo proporciona el hecho de darse cuenta de que si salimos de las situaciones
experimentales, se impone una evidencia: la innovación no puede nacer en el vacío social y,
por lo tanto, tiene que ser heredera de su tiempo, de alguna manera tiene que reflejar las
contradicciones de una época, las polémicas y divisiones ideológicas de una sociedad, los
discursos que circulan. Esto hace que si queremos que el estudio de las minorías activas tenga
alguna utilidad tenemos que devolverlo al campo de batalla social del cual provienen éstas, y
dar más peso a las relaciones de poder y al conflicto social y menos a la validación y al
conflicto cognitivos.
T. Ibáñez (1987). Poder, conversión y cambio social. En S. Moscovici, G. Mugny y J. A. Pérez (Ed.), La influencia social
inconsciente. Estudios de Psicología Social Experimental. Barcelona: Anthropos, 1991.
Otro aspecto que hay que considerar es la existencia misma de un individuo normalizado pero
autónomo. Este hecho provoca que la norma social que determina el conflicto que provocan la
mayoría y la minoría sea el que se vió en el capítulo II: la búsqueda simultánea de ser igual y
diferente que los otros y que lleva a resistir activamente la presión social. Si la presión exige
aceptar lo que dice la mayoría, nos conformaremos públicamente pero mantendremos la
independencia en privado, mientras que si la presión exige rechazar una minoría disidente, lo
haremos en público, pero en privado estudiaremos su propuesta.
El coste social
Aunque la minoría sea convincente, nadie quiere ser confundido con un miembro de ésta. Por eso es fácil oír mujeres que
afirman: “¡yo estoy a favor de los derechos de las mujeres, pero no soy feminista, eh!”.
Otro aspecto que considera Ibáñez son los resultados que mostraban que la intensificación del
coste social –por ejemplo, el hecho de aumentar el conflicto o provocar la identificación de
los sujetos con la minoría– bloquea la conversión. De aquí se puede deducir que el mecanismo
activo de la influencia no recae en los mecanismos de incitación al cambio sino en los de
resistencia, ya que si la mayoría no quiere cambio, no lo hay. Por lo tanto, las minorías son una
expresión del cambio que ya está en marcha. La minoría no puede forzar el cambio, el cual se
difunde gracias a la mayoría si ésta lo acepta. En este sentido, Ibáñez afirma que las minorías
activas no son otra cosa que un instrumento de un cambio que ya se está produciendo por parte
de la mayoría.
Las razones por las que se ejerce o se acepta la influencia tienen siempre relación con la
incertidumbre.
Todos los miembros del sistema colectivo tienen que ser considerados al mismo tiempo
como emisores y receptores de influencia.
El estilo de comportamiento de aquel que propone una norma a un grupo tiene un papel
decisivo en la consecución de la influencia.
Los procesos de influencia tienen una relación directa con la producción y la reabsorción
de los conflictos.
5. Obediencia a la autoridad
Suponemos que, como mucha gente, alguna vez se habrá preguntado cómo fue posible el
asesinato en masa y a sangre fría, durante la Segunda Guerra Mundial, de millones de
personas, en nombre de la pureza de la raza aria. Desgraciadamente el tema sigue de
actualidad, pues Bosnia, Kosovo, Chechenia, Timor Oriental, etc. no son nombres de antiguos
conflictos. La pregunta a la que tiene que responder la psicología social va más allá de quién y
por qué da la orden de matar en un momento concreto: tiene que poder ofrecer una
comprensión de cómo puede una persona ejecutar unas órdenes parecidas, ya que sin ejecutor
la orden se convertiría en absurda y sin sentido.
Por eso en este punto atenderemos a otro concepto relacionado con la influencia, otra manera
por la que las personas hacen a menudo acciones en contra de sus creencias: la obediencia.
Hemos dejado este punto para el final porque parece sencillo pero es el más complicado.
Aparentemente no tendría que ser extraño en un sistema social jerárquico que alguien
cumpliera las órdenes que le son dadas por una autoridad, pero cuando estas órdenes incluyen
la tortura y el asesinato de personas o la realización de actividades que pueden poner en
peligro la vida de otras personas, la obediencia se vuelve necesariamente motivo de estudio.
S. Milgram (1974). Obedience to Authority. London: Pinter Martin, 1997 [versión en castellano: Obediencia a la autoridad.
Bilbao: Desclee de Brouwer, 1980].
Seguidamente se hacía un sorteo trucado para asignar los papeles de manera que siempre el
sujeto real hacía de “maestro”. Entonces se les llevaba a la habitación de al lado y se les
decía que había que preparar al “aprendiz” para que pudiera recibir los castigos; allí, delante
del “maestro”, se le ataba a una silla y se le ponían unos electrodos en las muñecas. Se
explicaba que se le ataba para que no se moviera al recibir las descargas y que se le aplicaba
pasta de electrodo para evitar quemaduras. Para incrementar la credibilidad de la situación el
“aprendiz” mostraba preocupación por las descargas, y se le contestaba que aunque las
descargas podían ser muy dolorosos no causaban daños permanentes en los tejidos.
Para hacer creíble el aparato, se le daba una descarga de 45 voltios de prueba al “maestro”
pulsando el tercer botón; en realidad, éste era el único botón que funcionaba. Entonces se le
explicaba la tarea que había que hacer: tendría que leer al “aprendiz” una serie de palabras
emparejadas y después leerle una de estas palabras y preguntarle, de entre cuatro opciones,
con qué palabra se había emparejado primero. Por ejemplo, le tendría que leer caja azul, día
bonito, pato salvaje, etc., y después le leería: día, gris, bonito, claro, feo. Cada vez que el
“aprendiz” se equivocara, le tendría que administrar una descarga, empezando por el de 15
voltios y subiendo un botón, 15 voltios más, cada vez que volviera a hacerlo a medida que
adelantara el experimento. Antes de administrar la descarga, el “maestro” tendría que anunciar
al “aprendiz” el voltaje que le aplicaría –esto se hacía para asegurarse que el sujeto era
consciente del voltaje que administraba.
Si la persona se preocupaba por las heridas que podía ocasionar, se le contestaba lo mismo
que ya se le había dicho antes, que no causaban daños permanentes en los tejidos. Si la
persona decía que era el “aprendiz” quien no quería continuar, se le decía: “tanto si al
aprendiz le gusta como si no, usted tiene que continuar hasta que haya aprendido todos los
pares de palabras correctamente; por favor, siga”.
Ahora ya conoce la situación con detalle. Antes de continuar leyendo y de conocer las
diferentes condiciones, piense si hubiera aceptado colaborar en este experimento, piense si
hubiera empezado una vez le hubieran explicado lo que tenía que hacer y piense hasta qué
voltaje hubiera estado dispuesto a continuar, teniendo en cuenta que si hubiera dicho que no
quería seguir se le hubiera contestado lo que acaba de leer.
Bien, si ya se lo ha pensado, empezamos a comentar los resultados. La primera vez que se hizo
el experimento era una condición en la que el “maestro” no veía ni oía al “aprendiz” –las
respuestas le llegaban mediante una caja con cuatro luces. Ante la sorpresa general, en esta
condición el 100% de sujetos llegaron hasta el final, y administraron descargas de hasta 450
voltios (etiqueta XXX).
Condición I: ausencia de retroalimentación
Recordad este dato, si la “víctima” no se ve ni se oye, a pesar de tener informaciones sobre su posible sufrimiento, la obediencia
es de un 100%.
Pensando que alguna cosa no funcionaba, se permitió que el “maestro” oyera las protestas del “aprendiz”, las cuales se
grabaron para que siempre fueran las mismas. Eran las siguientes:
150 voltios-285 voltios: grita diferentes versiones de “experimentador, sáqueme de aquí; ya no quiero continuar más en este
experimento. Me niego a continuar”.
300 voltios: el “aprendiz” dice que se niega a dar más respuestas (en este punto, el “experimentador” dice al “maestro” que el
silencio se tiene que considerar un error y que siga adelante).
Esta condición se consideró la condición base. Sin embargo, nosotros le daremos el número II, ya que en realidad fue un
segundo experimento. Milgram lo llamó condición de retroalimentación de voz; a partir de la cual se hicieron diecisiete variantes
más, cambiando distintos elementos de la situación. Acto seguido las repasaremos, pero antes piense seriamente, ¿hasta donde
hubiera llegado?
Pues bien, en esta condición base un 62,5% de personas llegó hasta el final.
Una variante de esta condición consistió en que las quejas de la “víctima” sólo eran en unos golpes sordos en la pared hasta el
silencio definitivo; en este caso un 65% de las personas llegó hasta el final.
La triste sorpresa que comportaron estos resultados provocó que se estudiara la situación con
detenimiento. Hay que mencionar que ninguna explicación sobre la base de unas supuestas
características de personalidad especiales que tendrían los participantes de este experimento
no se aguanta, ya que la muestra era especialmente variada y, en todo caso, no hay ninguna
teoría de la personalidad que indique que más de un 60% de la población tenga características
de tipo sádico o criminal. Por ello, antes de estudiar las explicaciones que se han dado de
estos resultados, nos miraremos detalladamente las diferentes variantes del experimento,
algunas de sus réplicas posteriores, así como las críticas, teóricas, metodológicas y éticas que
ha tenido.
En estas condiciones que acabamos de presentar y en las que hay a continuación, los sujetos
son todos hombres, excepto en la condición IX. También es interesante notar que muy pocos
sujetos actuaron con toda tranquilidad: la mayoría comentaron que se sintieron muy tensos y
nerviosos durante el experimento, sin embargo los sujetos obedecieron en las proporciones
mencionadas.
Las otras condiciones son las siguientes: lealas con atención y piense en las diferentes
situaciones que crea cada condición y en el porqué del porcentaje de obediencia que
encontrará en ellas.
n = número de participantes de cada condición experimental.
S o = porcentaje de participantes que obedecieron hasta el final, es decir, que utilizaron dos veces el voltaje máximo (450
voltios).
Condición IV (proximidad). La “víctima” se sitúa en la misma habitación que el sujeto. n = 40, S o = 40%.
Condición V (proximidad de tacto). Para poder recibir el choque, el “aprendiz” tenía que poner la mano encima de una
placa. A partir de la descarga de 150 voltios se negaba a hacerlo y era el “maestro” quien se la tenía que poner a la fuerza
siguiendo las órdenes del “experimentador”. n = 40, S o = 30%.
Condición VI (nueva condición base). Se trasladan los experimentos a un laboratorio menos bonito de la misma universidad.
A las quejas del “aprendiz” se añaden tres referencias a una cierta preocupación por el estado de su corazón. n = 40, S o =
65%.
Condición VII (cambio de personal). Se cambian el “experimentador” y el “aprendiz”, invirtiendo las características
personales presentes en los experimentos anteriores. El “experimentador” es de maneras suaves y poco agresivo, y el
“aprendiz”, de mandíbula prominente y tiene cara de pocos amigos. n = 40, S o = 50%.
Condición VIII (ausencia de “experimentador”). El “experimentador” abandona la sala y da las órdenes por teléfono. n =
40, S o = 20,5%.
Condición IX (los sujetos son mujeres). En esta condición todos los sujetos son mujeres. Se pensaba que, siguiendo los
resultados de otros experimentos y estudios de psicología, éstas serían más obedientes, pero que también serían menos
agresivas. ¿Cómo actuarían estas dos fuerzas opuestas? El resultado fue el mismo que en el caso de los hombres, aunque las
mujeres mostraron más tensión y nervios. n = 40, S o = 65%.
Condición X (contrato de responsabilidad limitada). El sujeto y la “víctima” firman antes de empezar el experimento una
hoja en la que afirman participar voluntariamente en el experimento y librar a la Universidad de Yale y sus empleados de
cualquier reclamación legal subsecuente. El “aprendiz” se la mira dos veces y en voz alta accede a firmar con la condición de
que, por razones de corazón, cuando lo pida se le soltará –cosa que como en el resto de condiciones después no se cumplirá–, a
lo que el “experimentador” asiente y el experimento empieza. n = 40, S o = 40%.
Condición XI (cambio de contexto institucional). La sede del experimento se traslada a unas oficinas fuera del contexto
universitario y se dice que el experimento lo lleva a cabo una asociación privada con un nombre inventado, Research Associates
of Bridgeport, que hace investigación para empresas. n = 40, S o = 47,5%.
Condición XII (libertad para escoger el choque eléctrico). Se deja escoger a la persona el voltaje de la descarga
administrada. La media fue de 50 voltios, con muy poca desviación. Sólo una persona administró la descarga más alta. n = 40.
Condición XIII (la “víctima” da las órdenes). En esta condición el “aprendiz” pide seguir con el experimento aunque el
“experimentador” considera, en los 150 voltios, que no se tiene que seguir porque se queja mucho. El “aprendiz” exige que se le
continúen administrando descargas porque un amigo suyo llegó hasta el final. n = 20, S o = 0%.
Condición XIV (una persona cualquiera da las órdenes). En esta condición hay dos “maestros”, uno de los cuales es un
cómplice al que se asigna la tarea ficticia de controlar el tiempo. El “experimentador” se va y deja a los “maestros” solos con la
orden de continuar. El cómplice sugiere que hay que administrar descargas cada vez más elevadas y empieza a dar las órdenes
para continuar. n = 20, S o = 20%.
Condición XV (el sujeto como espectador). Todo es igual que en la condición anterior, pero cuando el sujeto no quería
seguir el cómplice se ofrecía para continuar en su lugar y administrar los choques. n = 16, S = 68,75% de personas que no
interfirieron en la continuación del experimento si las descargas las daba otra persona.
Condición XVI (dos autoridades enfrentadas). Hay dos “experimentadores”. Al llegar a los 150 voltios empiezan a discutir,
pues uno cree que hay que continuar y el otro que no. n = 20, S o = 0%.
bis). Como en la situación anterior, hay dos “experimentadores”, pero el “aprendiz” no aparece. Deciden a suertes que uno de
los “experimentadores” hará de “aprendiz”. A partir de aquí todo igual que en la condición base, incluidas la negativa a
continuar, pero en este caso de un “experimentador”. n = 20, S o = 65%.
Condición XVIII (dos “maestros” se rebelan). El trabajo de hacer de “maestro” se divide entre tres personas: una lee las
parejas de palabras, la segunda le dice al “aprendiz” si la respuesta es correcta o no, la tercera (en realidad el único sujeto
experimental, los otros dos son cómplices) administra las descargas. A los 150 voltios el “maestro” que lee se niega a continuar,
deja de leer las palabras y se levanta. El “experimentador” pide a los otros dos continuar. A los 210 voltios el segundo “maestro”
se levanta y dice que no continúa. El “experimentador” pide al sujeto que continúe solo. n = 40, S o = 10%.
Condición XIX (el sujeto colaborador). Se pide al sujeto que colabore en el experimento, por ejemplo leer palabras, pero él
no administra las descargas. n = 40, S o = 92,5%.
Figura 5.7
Vale la pena detenerse un momento a comparar las condiciones
Aunque la inmensa mayoría de psicólogos sociales reconoce que los experimentos de Milgram
están bien hechos y que sus resultados son fiables, este experimento ha sido blanco de críticas
feroces. Sin embargo, el propio Milgram ya comentó que sospechaba que el origen de las
críticas no era tanto el experimento como los resultados obtenidos. Si el experimento hubiera
dado como resultado aquello que se esperaba, que nadie obedece unas órdenes inmorales,
seguramente ninguna de estas críticas hubiera surgido. Podemos dividir estas críticas en
éticas, metodológicas y teóricas.
La crítica metodológica más fuerte la hicieron Orne y Holland en 1972. Estos investigadores
afirman que no hay obediencia sino conformidad con las características de la situación. Fijaos
que el experimento es una situación tan anómala que lo que hace la persona es intentar
adivinar por todos los medios posibles de qué va todo aquello –es decir, adivinar qué tiene
que hacer para cumplir con las expectativas que se tienen sobre él y actuar en consecuencia.
Ante un conflicto como el que plantea la situación, el “experimentador” tiene que tener la
clave, de manera que si éste está tranquilo, es que no pasa nada grave; de hecho, ya se sabe
que en un experimento no te puede pasar nada. Incluso para los autores, el esfuerzo que se
hace para engañar al sujeto implica que difícilmente se pueda generalizar el resultado a
ninguna situación cotidiana. A todo esto, Milgram respondió que, sea como sea y llegaran a la
conclusión que llegaran, los sujetos no podían saber si los choques eran reales o no, y que en
todo caso la duda no les hizo en absoluto desobedecer. De hecho, preguntada a posteriori la
mayoría contesta que sí que creía que eran de verdad. Ahora bien, esto también podría ser una
respuesta provocada por las ganas de quedar bien con el “experimentador”.
Las críticas teóricas se desarrollan a partir del concepto de obediencia. El problema que
plantean algunos autores es sobre la utilidad de un concepto que para fines experimentales se
ha operacionalizado hasta al punto de convertirse en una abstracción descontextualizada. Por
ejemplo, Milgram llega a definir la obediencia así: “Si Y sigue una orden de X, entonces
diremos que ha obedecido a X; si no consigue cumplir la orden de X, diremos que ha
desobedecido a X”. Un concepto así no puede aspirar a no explicar nada, pero en todo caso es
un concepto pertinente para describir las acciones de determinadas personas. Hace falta, pues,
ir con cuidado de no confundir el valor descriptivo con el valor explicativo del concepto
(Lutsky, 1995). En todo caso, para explicar los resultados no basta con no afirmar que la gente
es obediente, sino que hay que saber qué órdenes obedecen y cuáles no, y en qué país, en qué
momento histórico, en qué sociedad o en qué grupo son obedientes (Helm y Morelli, 1985).
Algunos autores consideran que los resultados de estas réplicas demuestran que Gergen no tiene razón cuando habla del efecto
de enlightenment (ver el capítulo I) que postula la psicología social. Pero, ¿cuántos de estos sujetos habían oído hablar del
experimento antes? Además, probablemente, los que habían oído hablar de él eran descartados antes del experimento.
A causa de las críticas recibidas sobre la imposibilidad de generalizar estos resultados porque
ninguna situación cotidiana se parece a la del experimento, algunas réplicas utilizaron
estrategias diferentes. Éste es el caso de la serie de experimentos que tuvieron lugar en la
Universidad de Utrecht, Holanda (Meeus y Raaijmakers, 1986, 1995): el procedimiento inicial
es igual que el de Milgram, pero la tarea que ha de cumplir el sujeto cambia, dado que el
experimento se presenta como un estudio sobre la relación entre el estrés y la realización de
tests psicológicos. Se explica al sujeto que se aprovechará el hecho de que se tiene que
seleccionar a una persona para el personal del departamento para hacer el experimento. De
manera que lo que tendrá que hacer el sujeto es, durante el test de selección del candidato,
hacer comentarios negativos sobre sus resultados con la finalidad de “estresarlo”. Además, se
informa al sujeto de que si el candidato no pasa el test, no obtendrá el trabajo. Cuando
empieza el experimento y a medida que pasa el tiempo, las respuestas del candidato en el test
se ven fuertemente afectadas por los comentarios negativos del sujeto y el candidato le pide
diversas veces que pare de hacer comentarios. Sin embargo el “experimentador” ordena al
sujeto que continúe. Pues bien, en este caso, aunque el candidato pide que se pare, y aunque
los sujetos saben que su actuación provocará que no obtenga el trabajo, un 91% de los sujetos
obedecieron hasta el final.
¿Basta con tener en cuenta los elementos propios y únicos de la situación experimental para
explicar la conducta de estas personas? Podemos pensar que la gente obedeció porque el
experimento tenía lugar en una universidad prestigiosa; que fue para colaborar en el progreso
de la ciencia; que fue por el compromiso adquirido al cobrar dinero y acceder a empezar el
experimento; que fue porque el “aprendiz” también había decidido colaborar voluntariamente
en el experimento y, además, el papel le tocó de manera justa; que fue por la novedad y
originalidad de la situación; que fue porque se le aseguró que los choques no producían daños
permanentes; que fue por la rapidez con la que transcurre todo, la cual no te deja pensar; que
fue porque tiene más peso una autoridad legítima que busca el bien común que el interés
particular de una persona (Milgram, 1963).
Pero ninguna de estas razones no parece suficiente como para que en el conflicto provocado
por la norma de no dañar a otras personas y la norma de obedecer a las autoridades legítimas,
triunfe esta última. Ninguna de estas explicaciones es lo bastante razonable como para admitir
que la mayoría de personas de nuestra sociedad esté dispuesta a electrocutar brutalmente a
alguien si se le pide bien.
En otros términos, la obediencia no elimina la moral; sino que desplaza el centro de gravedad de la misma, al contexto de una
‘reestructuración del campo social e informativo’. De este modo, su componente cognitivo confiere mayor relevancia al
imperativo ético de la subordinación y al aspecto técnico de la ejecución que al elemento interpersonal de la relación agente-
víctima implicado en la acción. Esa nueva moralidad reduce el bien a la ley y el amor al deber; al tiempo que establece la
sumisión como base de las virtudes cardinales.”
Pero falta explicar por qué una persona puede entrar en este estado agente, en qué ocasiones lo
hace y cómo se mantiene. Para Milgram hay dos tipos de procesos, los antecedentes
necesarios y los que genera la misma situación en el momento. Entre los antecedentes,
encontramos la socialización en la obediencia: la familia, la escuela y el trabajo son
estructuras fundamentales de nuestra sociedad y son instituciones jerárquicas basadas en la
autoridad de unas personas sobre otras. La lógica de las instituciones no sólo nos lleva a
obedecer, sino también a considerar la obediencia una necesidad para la supervivencia misma
de la institución, cosa que a menudo se confunde además con la supervivencia misma de la
humanidad. Hay, además, un antecedente necesario más propio del experimento, la ideología
cientifista: es decir, el hecho de que se reconozca comúnmente que la ciencia es una forma de
conocimiento legítima y que el científico es la persona que ostenta la autoridad legítima en una
situación “de ciencia”. Así, por lo tanto, al hecho de que hay una ideología que justifica la
situación se añade el hecho de que el sujeto considera al científico la autoridad adecuada para
la situación en cuestión. Como bien dice Milgram, el poder de la autoridad no proviene de sus
características personales sino de su posición percibida en una estructura social, y hay que
añadir, del cumplimiento adecuado de su rol en el sentido que si el “experimentador” exigiera
cualquier cosa que no estuviera justificada adecuadamente en el contexto, no obtendría ningún
tipo de obediencia.
Los procesos que hacen que la persona se mantenga en la situación en lugar de salir de ella
una vez ha empezado son diversos. El sujeto ha adquirido un compromiso con el
“experimentador” y, por lo tanto, tiene una relación con lo que considera una autoridad
legítima que quiere que sea el máximo de satisfactoria. El control de la impresión de si mismo
(recordad a Erwing Goffman) hace que quiera quedar como una persona cumplidora y en la
que se puede confiar; en cambio, no tiene ninguna relación con el “aprendiz”, el cual es sobre
todo una molestia, un impedimento para quedar bien. También encontramos que la definición
de la situación la proporciona el “experimentador” y no el sujeto.
“Cada situación también posee una especie de ideología, a la que llamamos ’definición de la situación’, y que es la interpretación
del significado de una circunstancia social. Ésta provee la perspectiva mediante la cual los elementos de una situación adquiren
coherencia. Un acto visto desde una perspectiva puede parecer atroz, pero la misma acción vista desde otra perspectiva parece
adecuada. Hay una propensión de la gente para aceptar las definiciones de la acción que provienen de una autoridad
legítima. Eso quiere decir que, aunque el sujeto haga la acción, permite a la autoridad definir el significado.”
S. Milgram (1974). Obedience to Authority (pp. 162-163). London: Pinter Martin, 1997 [versión en castellano: Obediencia a
la autoridad. Bilbao: Desclee de Brouwer, 1980].
También hace falta tener en cuenta que la situación posee una temporalización, es decir, que
consta de una serie de elementos muy parecidos que se suceden uno detrás del otro. Esto tiene
su importancia, dado que cada vez que subimos 15 voltios la descarga, la situación no cambia
sustancialmente, el hecho de haber efectuado la descarga anterior justifica el hecho de
continuar adelante. Es decir, que cada vez que se da una descarga se hace más difícil romper
con el experimento: si la persona ya ha actuado hasta el punto que lo ha hecho, ¿cómo puede
justificar dejarlo correr en el punto siguiente? Como explican algunos autores:
“Si el sujeto decide que no es permisible aplicar la siguiente descarga, entonces, como ésta es (en todos los casos) sólo
ligeramente más intensa que la anterior, ¿cuál es su justificación por haber aplicado la última? Negar la corrección del paso que
está a punto de dar implica que el paso anterior tampoco era correcto y esto debilita la posición moral del sujeto. El sujeto se va
quedando atrapado por su compromiso gradual con el experimento.”
J. P. Sabini y M. Silver (1980). Destroying the Innocent with a Clear Conscience: A sociopsychology of the Holocaust. En J. E.
Dinsdale (Ed.), Survivors, Victims and Perpetrators: Essays on the Nazi Holocaust (p. 342). Washington: Hemisphere.
Citado en Bauman (1989).
El factor de gradualidad es relevante para entender la generalización que se han hecho de los resultados de Milgram a otros
contextos, en los que las implicaciones de efectuar acciones inmorales bajo las órdenes de una autoridad no son evidentes desde
el comienzo, pero se materializan cuando el individuo queda enredado en una cadena de mando burocrática.
A. Miller, B. E. Collins, y D. Brief (1995). Perspectives on Obedience to Authority: The Legacy of the Milgram Experiments.
Journal of Social Issues, 51(3), 1-19.
No es sobrero recordar aquí que los estudios experimentales sobre influencia parten del punto
de vista de la PSP –es decir, que para estos investigadores el individuo prevalece por encima
de la organización social, la cual no es más que la consecuencia del conjunto de interacciones
entre individuos. Por eso, Milgram puede afirmar que un individuo es originalmente autónomo
y a causa de su pertenencia a un sistema pierde parte de esta autonomía, la que cede al grupo.
Este punto de vista no se sostiene desde una psicología social más sociológica, como la
construccionista, según la cual individuo y sistema –leed sociedad o grupo– no son en absoluto
dos cosas diferentes.
Invertir la visión de la PSP y empezar nuestra explicación por la sociedad en vez de por el
individuo nos puede permitir pensar que el individuo autónomo no es un antecedente de la
situación sino que es una consecuencia de ésta. Son las estructuras de obediencia las que,
estratégicamente, definen al individuo, al que han creado, como autónomo; hecho que camufla
las relaciones de poder a las que éste está sometido. El experimento de Milgram revela estas
relaciones de poder y las muestra en toda su crudeza, hace patente que el individuo no es
autónomo, no porque haya perdido una supuesta libertad inicial, sino porque como individuo
nunca la ha tenido. Por lo tanto, podemos leer el experimento como una demostración
fehaciente de lo que ha comportado que la ideología moderna dividiera la sociedad en unas
unidades mínimas llamadas individuos y, en este sentido, el sujeto obediente no puede ser
nada más que un producto del tipo de sociedad que hemos creado.
Una muestra de eso es el sistema jurídico occidental que considera que el individuo es
responsable de sus actos en algunas circunstancias y en otras no. Por lo tanto, asume que la
responsabilidad es un bien que se posee a veces sí y a veces no. Es una posesión más con la
cual, metafóricamente, se puede comerciar. La persona que se encuentra en el experimento
cede su responsabilidad al “experimentador”, porque lo puede hacer; así lo reconoce nuestro
sistema jurídico. Dadas las circunstancias adecuadas, la responsabilidad se puede traspasar,
pero eso tiene un precio importante. Puesto que ser responsable de sus actos es una de las
características básicas de esta construcción a la que llamamos individuo, el precio de perder
la responsabilidad es su desaparición como individuo. Se ha de tener en cuenta, además, que
el hecho de ser individuo es la única manera de ser autorizada, normalizada y legitimada en
nuestra sociedad, y que como ya se sabe, la realización de determinados actos popularmente
se interpreta como una falta de humanidad, como un no ser persona. En nuestra sociedad, dejar
de ser individuo es dejar de ser persona, también.
El reconocimiento de la obediencia debida que absuelve a tantos soldados de las barbaridades
que cometen con sus manos es una muestra de este traslado de responsabilidades, que es
posible en las organizaciones jerárquicas. Como dice Bauman (1989), “la organización en su
conjunto es un instrumento para eliminar toda responsabilidad”. Se trata de una situación en la
que todos y cada uno de sus miembros trasladan la responsabilidad a otro, en una cadena que
no tiene final y que acaba en una especie de responsabilidad flotante, de la que nadie debe
explicaciones a nadie.
A pesar de lo que pueda parecer, una sociedad con una división social del trabajo tan
compleja como la nuestra es en la práctica una sociedad sin responsables, dado que la
atomización es tan grande que nadie conoce exactamente cuál es el producto final, pero piensa
que hay alguien que sí lo sabe y así lo ordena. Esto pasa en casi todos los ámbitos del trabajo.
Ejemplos
En los hospitales, las enfermeras acatan órdenes de médicos que saben positivamente que son negativas para el paciente porque
no son sus responsables finales, y seguramente el médico considera que la institución se hará responsable de cualquier
problema, ya que él también es un trabajador obligado a trabajar en las condiciones que marca la institución; las mujeres de la
limpieza limpian la mierda de los otros porque alguien lo tiene que hacer en esta sociedad tan complicada, los otros ensucian
porque ya hay alguien que lo limpiará; los vecinos no avisan a la policía si ven una violación delante de su casa porque la policía
ya debe tener los medios para enterarse y llegar a tiempo, al fin y al cabo es su trabajo y, por lo tanto, su responsabilidad; los
empresarios de las tabaqueras no tienen ningún dilema moral en promover productos cancerígenos porque la responsabilidad no
es suya, en todo caso lo es de quien fuma, y en todo caso ellos sólo son personas buenas y normales que hacen su trabajo lo
mejor que pueden.
No hay que entrar en el ejército para encontrar ejemplos de esto: en una escuela no es extraño que el “maestro” humille en
público a un alumno en nombre del mantenimiento del orden, el cual se justifica por la necesidad de alcanzar los objetivos de
aprendizaje del curso, marcados por el Consejo Escolar y en último término por la Dirección General correspondiente.
Según Bauman, la tecnología adquiere de rebote por su propia racionalidad una condición
moral. Recordad los resultados de las condiciones del experimento de Milgram: cuanto mayor
era la distancia de la “víctima” más fácil era ejecutar la orden. Un piloto de avión puede tirar
una bomba encima de una ciudad y mantener su integridad moral y su humanidad, en cambio,
alguien que mata a puñetazos a otra persona es un mal bicho. Normalmente, el usuario de la
tecnología no es quien la ha inventado y, por lo tanto, la responsabilidad moral pasa al
inventor de la máquina en cuestión, pero a la hora de la verdad éste no es nadie en concreto,
sino un conjunto vago de conocimientos científicos básicos, equipos de ingenieros,
universidades e instituciones de investigación, empresas e, incluso, una cosa tan abstracta
como la política científica de un país.
La racionalidad tan característica de la era moderna queda plasmada en los juegos infantiles de construcción tipo Mecano o
Lego: las piezas son duras y cuadradas pero lógicas, expresan perfectamente la estética funcional de nuestro tiempo. Quizás es
por eso que un artista polaco ha recreado los campos de exterminación nazis con piezas de Lego, una de las obras más
pavorosas que se han visto nunca.
“Lo que el experimento de Milgram ha demostrado al final es el poder de los conocimientos y su capacidad para triunfar sobre
los impulsos morales. Se puede inducir a personas morales a cometer actos inmorales incluso en el caso de que sepan (o crean)
que esos actos son inmorales, siempre y cuando estén convencidos de que los expertos (personas que, por definición, saben algo
que ellos no saben) han determinado que esos actos eran necesarios. Después de todo, la mayor parte de las actuaciones que se
producen en el seno de nuestra sociedad no están legitimadas porque se hayan discutido sus objetivos, sino por el consejo o la
instrucción que ofrece la gente que tiene conocimientos.”
En resumen, de este punto se tiene que haber extraído la idea de que los resultados del
experimento no se pueden entender como el producto de una interacción particular entre
individuos con características diferentes sino que hay que integrar toda la situación en la
singular historia de la sociedad occidental en la época moderna. Esto tiene que permitir ver
que hay situaciones –este experimento, por ejemplo– en las que no es pertinente la existencia
de individuos. Es decir, que no es que haya individuos que participan en determinadas
situaciones sino determinadas situaciones que crean individuos y determinadas situaciones que
no lo hacen. Para dar más énfasis al carácter históricamente situado de los resultados del
experimento compararemos a continuación las dos maneras de entender las relaciones de
poder que encontramos en psicología social.
El experimento que estamos estudiando es muy interesante para contrastar dos maneras de
entender las relaciones de poder que coexisten en la psicología social de hoy día. Si seguimos
a Michel Foucault, podemos decir que hay dos paradigmas o dos maneras de entender el
poder: el paradigma jurídico y el paradigma estratégico. Tomás Ibáñez (13) las presenta así:
a) El paradigma jurídico
Representa la forma clásica de entender el poder. Según esta visión el poder es una sustancia,
una cosa que, metafóricamente, se puede poseer. Hay, por lo tanto, personas que tienen poder.
Esto quiere decir también que el poder tiene un origen desde el que surge y un blanco al que
llega. El ejemplo más claro es la ley. La ley permite o prohíbe determinadas acciones, marca
los límites de la libertad y se ejerce de arriba abajo, del presidente a los ciudadanos, del
padre a los hijos, del marido a la esposa, del maestro a los alumnos. El poder controla el
saber y, por lo tanto, quien posee saber tiene poder. El poder reprime, excluye y encierra a
quien no lo respeta. Los símbolos del poder bajo el paradigma jurídico son la sangre y la
muerte.
b) El paradigma estratégico
Representa la propuesta de Michel Foucault con respecto a la nueva manera en que se tiene
que entender el poder para entender cómo se forman las personas en el mundo moderno. El
poder es una relación, una acción, no es, por lo tanto, una cosa que se posee sino una cosa que
se ejerce. En este sentido el poder no tiene un punto de origen sino que tiene forma de red, se
origina en todos los puntos. No hay, por lo tanto, espacios de libertad. No es como la ley que
dice qué no se tiene que hacer sino como las normas sociales que dicen cómo se tiene que ser.
El poder va de abajo arriba. El poder produce el saber y, por lo tanto, quien tiene poder tiene
saber. El poder no reprime sino que controla y regula, vigila y gestiona, no encierra ni excluye
sino que cura, es decir, vuelve “normal”. El símbolo del poder es la vida y su objetivo es
definirla y gestionarla.
El poder coercitivo. Quien posee el poder puede castigar al sujeto. Cuando E dice que el experimento tiene que continuar
implica consecuencias negativas para S si para
El poder legítimo. Quien posee el poder tiene el derecho a prescribir el comportamiento del sujeto. E representa la autoridad de
la ciencia en un contexto experimental.
El poder del referente. El sujeto se identifica con quien posee el poder o le gusta. S querría ser como E y hacer lo que E hace.
El poder del experto. El sujeto cree que quien posee el poder tiene un conocimiento especial sobre el tema pertinente en la
situación dada. S confía en los conocimientos superiores de E, por ejemplo, cuando le dice que las descargas no crean daños
permanentes en los tejidos.
El poder de información. Quien posee el poder controla la información que el sujeto necesita para actuar. E define la
situación, bajo la cual tiene que actuar S, a su manera.
Thomas Blass (1999) preguntó a una serie de estudiantes que habían visto una de las
grabaciones que Milgram hizo de su experimento cuál creían que era el tipo de poder que más
afectó a los resultados. Por orden de importancia, los estudiantes opinaron que en primer lugar
el poder de experto y, después, el poder legítimo, el coercitivo, el de información, el de
recompensa y el del referente. Aun así, hay que mencionar que entre los cuatro primeros tipos
las diferencias no fueran estadísticamente significativas. Esta manera de interpretar los
resultados del experimento –utilizando la noción de poder del paradigma jurídico es muy
común–, aunque probablemente insuficiente.
Un ejemplo de esto es que cuando preguntamos a alguien qué hubiera hecho si hubiera
participado en el experimento todo el mundo niega sistemáticamente que hubiera llegado hasta
el final. De hecho, Milgram lo preguntó sistemáticamente a grupos de personas parecidos a los
del experimento: las personas que dijeron que hubieran llegado más lejos mencionaron los
300 voltios, pero la gente, por término medio, dijo que no pasaría de los 150 voltios. Entonces
Milgram preguntó a la gente cuáles creían que serían los resultados de su experimento y todo
el mundo predijo que sólo un 1% de personas con alguna patología llegaría hasta el final y que
la mayoría de sujetos no pasaría de los 150 voltios. Un grupo de psiquiatras –que conocen
bien a las personas– a los que hizo la pregunta hizo exactamente la misma predicción, excepto
que, además, redujeron la cantidad de personas que obedecerían hasta el uno por mil.
Probablemente los psiquiatras y psicólogos de la personalidad cometerían hoy día el mismo error de predicción si intentaran
explicar los resultados en términos de la personalidad de los sujetos. Para entender el problema que este experimento plantea a
los psicólogos de la personalidad, se puede consultar el artículo: J. Sabini y M. Silver (1983). Dispositional vs. Situational
Interpretations of Milgram’s Obedience Experiments: ‘The Fundamental Attributional Error’. Journal for the Theory of Social
Behavior, 13(2), 147-154.
El porqué hicieron predicciones tan erróneas tiene que ver precisamente con la noción de
individuo autónomo que estas personas tenían. Si creemos que el individuo es, por definición,
libre y no está sujeto a ningún tipo de poder, pensaremos que la situación experimental que se
nos plantea no es adecuada para obtener obediencia, porque el sujeto no es objeto de ninguna
amenaza, ya que la represión sería la única manera de hacer que alguien actuara en contra de
sus convicciones morales más íntimas. Vemos, pues, que estas predicciones se hicieron
también partiendo de una concepción del poder clásica, la del paradigma jurídico.
Sin embargo, de hecho, la única manera de acertar previamente los resultados sería
comprender primero que el poder actúa estratégicamente: el poder no reprime sino que
construye. Los participantes no son individuos originalmente libres, sino individuos
constituidos en un contexto histórico en el que las instituciones sociales han convertido la
obediencia en un valor y la ciencia en una autoridad. Individuos que saben que la ciencia es
para el bien de la humanidad y que el poder de la ciencia viene precisamente de su defensa de
la vida. Individuos que al creer en su propia libertad quedan atrapados en una red de
fidelidades burocráticas, porque no pueden justificar cómo es que han entrado en ella. Las
propuestas de Michel Foucault sobre el paradigma estratégico han sido utilizadas sobre todo
por la PSC, y sus aplicaciones en estudios psicosociales se han centrado básicamente en el
análisis del discurso.
Acabaremos el repaso de los experimentos más famosos de la psicología social con el último
de todos, el cual nos muestra otra situación en la que las personas que participan en él llegan a
obedecer órdenes degradantes, pero sobretodo nos recuerda otra vez la fuerza que tienen las
situaciones a la hora de entender qué hacemos y qué somos las personas. Por encima de las
características personales de cada uno de nosotros, la situación ejerce su influencia. Veámoslo
a la práctica.
Pensaron que la situación más desindividualizante que se les ocurría era una prisión. En una
prisión las conductas de los prisioneros (y de los guardas) están tan pautadas que no queda
lugar para la expresión de otras conductas que no sean las que marca el rol. El grupo asigna
los roles y, por lo tanto, se diluye la responsabilidad personal. Para estudiarlo, intentaron
hacer trabajo de campo en prisiones pero no fueron autorizados por ninguna institución penal,
así que decidieron crear una prisión simulada, e intentaron hacer una especie de juego de rol.
Diseñaron una prisión en los sótanos de la Facultad de Psicología de la Universidad de
Stanford y buscaron voluntarios que quisieran participar en el experimento. No había ningún
tipo de engaño, se trataba de pasar dos semanas en una prisión simulada, donde algunos de los
voluntarios, aleatoriamente, harían de guardas y otros harían de prisioneros. La mayoría de los
participantes, veintiuno en total, eran estudiantes universitarios que pasaban el verano en la
región y que aceptaron participar por la compensación económica que se les ofreció (15
$/día). Una entrevista clínica en profundidad y una serie de tests psicológicos determinaron
que los participantes eran “normales”: emocionalmente estables, físicamente sanos y
respetuosos con la ley. En resumen, que ni eran “sádicos” ni “delincuentes”.
Juego de roles
De hecho, el role-playing o juego de roles ya era una práctica habitual en el estudio de la dinámica de grupos y también en su
aplicación en diversos contextos. Después de los problemas éticos que comportó el experimento de Milgram, se sugirió que en
los experimentos no se engañase más a los sujetos y que se utilizaran las posibilidades del juego de roles.
Pues bien, el resultado es que el experimento duró exactamente ¡seis días y seis noches! ¿Por
qué razón se acortó? Pues porque se desbordó con una rapidez increíble. Lo que esperaban
que serían leves modificaciones en el comportamiento y el estado anímico de los participantes
se convirtieron en actos brutales y arbitrarios sin precedentes por parte de los guardas y en
estados de apatía y depresión por parte de los prisioneros. La situación se apoderó de todos
los participantes, los propios “experimentadores” incluidos, hasta tal punto que ya no se
sintieron capaces de controlar lo que estaba pasando. En palabras del mismo Philip Zimbardo:
“Al cabo de seis días tuvimos que clausurar nuestra prisión ficticia porque lo que vimos era asustante. La mayoría de los sujetos
(e incluso nosotros mismos) ya no distinguía con claridad dónde terminaba la realidad y dónde empezaban los papeles. Casi
todos se habían vuelto realmente presos o guardias, sin poder separar con claridad entre la representación del rol y su propia
persona. En la práctica, todos los aspectos de su actuar, pensar o sentir cambiaron dramáticamente.”
P. G. Zimbardo (1976). Patology of imprisonment. En D. Krebs (Ed.), Readings in Social Psychology: Contemporary
Perspectives (p. 268). New York: Harper & Row. Citado en Martín-Baró, 1989, p. 145.
Para entender bien el experimento es imprescindible visitar la página web que contiene los detalles del experimento, fotos y
videos incluidos. La versión completa se encuentra en: http://www.prisonexp.org/.
De todas maneras, hay que saber que el experimento no intentó reproducir una prisión real
sino sólo sus aspectos funcionales. Por ejemplo, no se afeitaron las cabezas de los prisioneros
como se hace en algunos campos de concentración o en el ejército mismo para potenciar el
anonimato y la aceptación de la arbitrariedad de las normas, sino que se simuló el afeitado
obligando a los “prisioneros” a llevar noche y día una gorra hecha con medias de mujer. Otros
aspectos fueron los siguientes:
Al llegar se les desnudó, registró, desinfectó y se les dio un uniforme, una toalla, jabón y
se les encerró en una celda con dos personas más y una cama para cada uno.
A los guardas se les dejó libertad y sólo se les dijo que tenían que mantener la ley y el
orden y que tenían que solucionar los problemas que se presentaran.
En el segundo día una rebelión cogió a todo el mundo desprevenido, y los prisioneros se
sacaron gorras y números y bloquearon las celdas. Este acto fue básico, ya que constituyó un
punto de inflexión en la dinámica del experimento. Probablemente la rebelión fue actuada
como parte del papel de prisioneros que creían que tenían que ejecutar, pero los guardas se lo
tomaron seriamente, y la reprimieron con fuerza, pidieron refuerzos a los otros turnos de
guardas, entraron en las celdas con un extintor, desnudaron a los internos, les molestaron e
intimidaron y recluyeron a los líderes en una celda de castigo más pequeña. Pensando que
perderían el control, decidieron por su cuenta crear una celda con privilegios y poner allí a
los prisioneros “buenos”; después cambiaron algunos de los “buenos” y arbitrariamente los
pusieron con los “malos”. Esto rompió completamente la organización incipiente de los
prisioneros, ya que sospecharon que los “buenos” eran confidentes de los guardas.
A partir de entonces las arbitrariedades y los castigos menudearon, los prisioneros empezaron
a asumir su rol hasta tal punto que ya se comportaban como prisioneros incluso en ausencia de
guardas y personal del experimento. Por ejemplo, el 90% de los temas de conversación eran
sobre las posibles fugas, quejas sobre la comida, tácticas para relacionarse con determinados
guardas, etc. Su vida “personal” había desaparecido hasta el punto de que se conocían por los
números o por motes; algunos nunca llegaron a saber cómo se llamaban sus compañeros,
simplemente porque no lo preguntaron.
Los experimentadores también perdieron el norte: ante un rumor no comprobado de que alguien vendría a rescatar a los
prisioneros, movieron la prisión de lugar, desplazaron a los prisioneros atados y con los ojos vendados a un almacén próximo. Es
decir, que “salvaron” la prisión y a los prisioneros y dejaron de hacer observaciones, en vez de ver qué pasaba y anotarlo.
La confusión empezó a ser total cuando los padres de un estudiante, después de una visita,
dijeron que irían a buscar a un abogado para sacar a su hijo (hay que recordar que el
experimento era voluntario y que en cualquier momento se podía abandonar). Los
experimentadores dejaron que el abogado viniera y hablara con los prisioneros. Llegados a
este punto, la situación ya no era un experimento, era una prisión de verdad y aunque sólo era
el sexto día, decidieron que el experimento tenía que acabar.
Después de la reunión de orientación: la compra de uniformes al final de la reunión me confirmó la atmósfera de pasatiempo
de todo este montaje. Dudo que muchos de nosotros compartamos las expectativas de ‘seriedad’ que parecen tener los
experimentadores.
Primer día: me parece que los prisioneros se burlarán de mi aspecto. Pondré en marcha mi primera estrategia básica: es
fundamental que no sonría delante de nada que pueda decir o hacer, eso equivaldría a admitir que todo esto no es más que un
pasatiempo. Me detengo en la celda 3 y con voz grave y baja digo al número 5486: ’¿ De qué te ríes?’ ‘De nada, señor oficial’.
’Bien, asegúrese que sea así’ (cuando me marcho me siento como un estúpido).
[...]
Cuarto día: [...] el psicólogo me increpa por esposar y tapar los ojos de un prisionero antes de salir de la oficina (de consejo y
orientación) y le contesto ofendido que es necesario desde el punto de vista de la seguridad y que además es asunto mío.
Quinto día: asedio a ‘Sarge’ [un prisionero], que se obstina de manera tozuda a obedecer todas las órdenes excesivamente. Lo
he escogido para maltratarlo porque se lo ha ganado a pulso y porque me cae mal, y bastante. El problema empieza con la cena.
El nuevo prisionero (416) se niega a comerse la salchicha. Le tiramos en el ‘agujero’ [celda de castigo] y le ordenamos que coja
las salchichas con cada mano y las mantenga bien altas. Tenemos una crisis de autoridad. Esta conducta rebelde puede minar el
control total que tenemos sobre los otros. [...] Al pasar por delante de la puerta del ‘agujero’ doy golpes de porra. Siento una
gran irritación hacia este prisionero que crea molestias y problemas con los otros. Decido hacerle comer a la fuerza pero no se
lo tragaba y la comida le resbalaba por la cara. No me creo que sea yo el que está haciendo eso. Me odio por obligarlo a comer
pero le odio más a él por negarse a comer.
[...]”
P.J. Zimbardo et al. (1986). La Psicología del encarcelamiento: privación, poder y patología. Revista de Psicología Social, 1,
103.
Suponemos que ahora ya se entiende por qué se tuvo que acabar abruptamente el experimento,
pero no deje de visitar la página web del experimento para consultar más detalles del mismo.
Incluye también algunos elementos de reflexión.
5.3.2. El juego de los roles
Nos encontramos otra vez ante la pregunta de siempre, ¿cómo puede ser que personas
normales, que asumen un papel al azar, acaben degradándose de esta manera? Como antes, la
sorpresa sólo es posible si pensamos que la gente en general actúa por voluntad propia,
porque así lo decide libremente, fuera de cualquier relación con otras personas. Pero esto no
es nunca así, ni en un juego de rol ni en la vida “real”; al contrario de lo que pensaba
Zimbardo, el experimento no ejemplifica una desindividualización, sino un cambio en las
normas pertinentes de comportamiento. (14)
Los participantes se comportaron como personas, pero eso sí, como personas guardas y como
personas prisioneras, ¿o es que hay alguna otra manera de ser guarda y prisionero en nuestra
sociedad? ¿Qué posibilidad tenían los sujetos de comportarse de manera diferente una vez
habían entrado en el juego? Los papeles que la sociedad nos adscribe o que adquirimos en las
diferentes situaciones son más que papeles en una obra de teatro, son lo que somos. Martín-
Baró (1989) comenta que se puede pensar, con algunas limitaciones, que la fuerza de los roles
(15) radica en lo siguiente:
“A) Son parte de un sistema social y, como tales, establecen la coherencia entre el comportamiento de las personas y el
contexto social externo, lo que produce los beneficios socialmente sancionados.
B) Los roles tienen una consistencia interna, y su adopción arrastra la incorporación de sus exigencias; en otras palabras, el
margen que la adopción de un rol da a las variaciones personales es mínimo y quien asume un rol lo asume como un todo
significativo.
C) La acción termina moldeando a las personas, es decir, cada uno termina siendo aquello que hace.”
I. Martín-Baró (1989). Sistema grupo y poder. Psicología social desde Centroamérica II (p. 148). San Salvador: UCA.
Una visión que conjuga esta interpretación del experimento como juego de roles y al mismo
tiempo como demostración del poder de la situación es comprender que este experimento (y
también el de la obediencia de Milgram) transcurre en una institución. En concreto, en una
institución total. El concepto de institución total es de Erwing Goffman (16) y hace referencia a
los espacios que, en nuestra sociedad, unifican la residencia, el trabajo y, a veces, también el
ocio en una sola institución, generan una sola rutina y se encuentran en un aislamiento relativo
del resto de la sociedad. Son instituciones totales las prisiones, claro está, pero también los
manicomios, las residencias para la tercera edad, los cuarteles, los conventos o incluso las
casas ricas desde el punto de vista del servicio.
Las instituciones totales son un ejemplo muy interesante para entender qué significa ser un yo
en nuestra sociedad y el papel que tienen los roles en su definición. Las instituciones totales se
caracterizan, según Goffman, por lo siguiente: todos los aspectos de la vida tienen lugar en un
mismo lugar y bajo una única autoridad, todo se hace en compañía de un gran número de
personas que hacen lo mismo y reciben el mismo trato, todo está programado, la secuencia de
actividades se impone desde arriba mediante normas explícitas y un grupo de vigilantes y,
finalmente, las actividades se integran en un solo plan racional dirigido a la consecución de
los objetivos de la institución (Goffman, 1961, p. 20).
Hasta hace poco, en manicomios y prisiones las personas normalmente no tenían derecho a
tener pertenencias personales, las cuales son básicas para definir a un yo en un mundo de
propiedades privadas, y llevaban uniforme; no hace falta mencionar la importancia de la
gestión del aspecto personal en la definición que la persona hace de ella misma.
Paralelamente, los trabajadores de este tipo de instituciones se mueven entre dos tensiones
contradictorias: una exigencia social de sentir compasión por los internos y al mismo tiempo
una inexorable necesidad de cumplir con los objetivos de la burocracia institucional,
importante para conseguir cosas tan complicadas como mantener la limpieza de los locales, la
higiene de los internos o darles comida.
Otra tarea que tienen que hacer los trabajadores de prisiones y manicomios es desmontar las
versiones que tienen los internos sobre ellos mismos, estas narraciones son contrarrestadas
por la historia oficial de la institución sobre uno mismo. Pero mientras que la historia del
interno busca mantener la humanidad misma de la persona y ofrecer razones aceptables del
porqué se encuentra allí, la de la institución busca proteger su misma lógica de existencia y sus
objetivos como institución. La institución tiene que garantizar que su versión será asimilada
por el interno para legitimar que sabe lo que hace y que hace lo mejor para la persona
implicada. Al mismo tiempo, cualquier forma de resistencia es calificada como una
demostración de la necesidad del interno de estar dentro de la institución.
Resistir
Significa la única manera de mantener la dignidad personal, sin embargo, también significa caer en la lógica de la institución.
Que un niño cruce los dedos a escondidas para poder mentir a un adulto es una muestra de su “inmadurez”. Que un preso o un
paciente psiquiátrico pinten con excrementos (la única cosa que tienen) las paredes para expresarse es una muestra de su
“enfermedad”.
En las circunstancias que acabamos de ver, ¿qué quiere decir ser? Y aun peor, ¿cómo es
posible definirse como un individuo autónomo, con voluntad propia? ¿Cómo se contesta a la
pregunta “quién soy yo”? Sólo hay una manera: resistir la lógica de la institución, pero esta
resistencia sólo se podrá establecer en los términos que la propia institución ha definido. El
yo siempre surge contra la institución.
Es relativamente sencillo extrapolar lo que pasa en una institución total a la vida cotidiana de
las personas que no forman parte de ella. La institución total es un ejemplo que se puede hacer
extensivo a otros ámbitos, como el laboral si tenemos en cuenta el número de horas que
invierten las personas y la importancia que tiene el trabajo para la definición de uno mismo.
Hoy en día nuestro mundo se está transformando, pero no en la dirección de liberarnos de las
instituciones sino todo lo contrario. Las instituciones se abren, se expanden, y empiezan a
entrar en ámbitos donde no tenían espacio antes. La universidad ha entrado en casa, el trabajo
ha entrado en casa, los enfermos mentales reciben atención domiciliaria, los niños clases
particulares, etc. Si utilizamos el concepto de “extitución”, del filósofo francés Michel Serres,
para describir este nuevo tipo de instituciones abiertas, podríamos decir que nuestro mundo
asiste al nacimiento de las “extituciones” totales.
Podemos extraer algunas conclusiones de todo esto. En primer lugar, que la idea de la
existencia de un individuo autónomo es sobre todo una estrategia de camuflaje del poder, una
manera de disimular las relaciones de poder que construyen la sociedad. Los diferentes
valores compiten para estructurar la sociedad, para determinar las normas pertinentes y para
definir cómo son las personas. Aquello que uno considera bueno tiene tanto poder como
aquello que uno considera malo.
En segundo lugar, el hecho de que el individuo autónomo sea una estrategia no quiere decir
que el discurso que lo instaura no produzca efectos de verdad. En otras palabras, que el
individuo autónomo puede existir precisamente porque se habla de él y se le presupone
colectivamente. Por ello, gracias a esta paradoja aparece, aunque sea poca, resistencia
individual en los experimentos. Pero el individuo no existe si no hay un discurso que lo
instaure y, por lo tanto, no es cuestión de interacción entre individuos que existen
independientemente de las situaciones y que se mantienen inmutables a medida que pasan de
una a la otra, sino de prácticas discursivas que mezclan ideas sobre qué es ser persona con
normas de comportamiento apropiadas a determinadas situaciones en contextos organizados.
Dos ejemplos para acabar. François Rochat y André Modigliani (1995) estudiaron la
resistencia a colaborar con el Gobierno pronazi en un pueblo francés, y concluyen que a pesar
de la apariencia heroica de esta resistencia que consiguió salvar la vida de miles de personas
perseguidas, la realidad fue bastante diferente: el pueblo no se diferenciaba en nada de los
pueblos vecinos y la resistencia fue el resultado de una serie de acciones que emprendieron
algunos habitantes y la respuesta del Gobierno francés. Simplemente, resistir fue tan normal
como obedecer para la mayoría de los franceses. De la misma manera que obedecer no es
cuestión de sádicos, resistir tampoco es cuestión de héroes ni de santos.
La otra cara de esta misma moneda la explica Haristos-Fatouros (1988), que después de
estudiar cuidadosamente los programas de entrenamiento de la policía militar griega, la cual
torturó a centenares de detenidos durante la dictadura de los coroneles (entre 1967 y 1974),
llegó a la conclusión de que si se aplican los procedimientos de enseñanza adecuados en las
circunstancias apropiadas cualquier persona es un torturador potencial.
Hanna Arendt, en su famoso libro Eichmann en Jerusalén, describió con horror lo que había
visto en el juicio a este nazi que tuvo lugar en 1961. Una persona “normal” había podido
cometer los peores crímenes y ella lo definió como “the banality of evil”, es decir, que la
maldad es lo más corriente, vulgar podríamos decir incluso. Tenía toda la razón, pero tampoco
hay que olvidar que la bondad es igual de corriente y de banal, y es que, en definitiva, no se
trata de diferencias personales sino sociales. La bondad o la maldad pueden aparecer de
manera normal y corriente y la pueden ejercer las mismas personas normales y corrientes.
Aquello que hay que estudiar no es, por lo tanto, las personas que participan sino los
momentos y las circunstancias en las que aparecen.
Conclusiones
En este capítulo se han visto a fondo los procesos que los psicólogos sociales consideran que
están relacionados con la influencia; concretamente, nos hemos centrado en aquellos procesos
de influencia que implican una interacción interpersonal. Ha sido testigo de los esfuerzos que
los psicólogos sociales han hecho para superar los problemas que plantea entender la
conducta humana en términos de motivaciones individuales y de cómo lo han explicado
mediante la interacción y los factores de la situación en la que ésta tiene lugar. No obstante,
como se ha podido comprobar, aunque estos procesos pasan en las interacciones inmediatas
entre personas, las explicaciones sólo las podemos buscar en un ámbito más amplio que en el
de estas relaciones.
Los psicólogos sociales han sido siempre muy críticos con las maneras de entender la
psicología que estudian a las personas como si no se relacionaran con nadie, pero ahora
también es el momento de reclamar a la psicología social que no estudie las relaciones como
si tuvieran lugar en el espacio sideral. De la misma manera que la conducta humana tiene lugar
en el interior de una red de relaciones, las relaciones tienen lugar en espacios culturales e
históricos concretos. Por eso, y parafraseando el capítulo I, podemos decir que lo
interaccional y lo social son inextricables. Así pues, cuando vuelva a entrar en contacto con
temas como la normalización, la percepción, la conformidad, la innovación o la obediencia,
recuerde que, más allá de las interacciones en las que tienen lugar, estos procesos nos
muestran también de qué manera se forman los individuos en nuestra sociedad, es decir, qué
quiere decir ser una persona y cómo se regulan el comportamiento, los pensamientos o los
deseos.
Por ejemplo, quizás se ha fijado en el hecho de que las diferentes modalidades de influencia social tienen en común evitar el
conflicto. Esto es un producto de la sociedad del consenso en la que vivimos, una sociedad en la que el conflicto es despreciado
en detrimento de una supuesta convivencia pacífica que puede esconder opresiones más graves que las que produciría un
conflicto abierto. Los individuos de nuestra sociedad somos capaces de aceptar lo inaceptable sólo para evitar la incomodidad
de un conflicto interpersonal. Ahora bien, como todo en esta vida tiene dos caras como mínimo, esto también posibilita que el
conflicto sea una oportunidad y una condición para el cambio social.
Con respecto al método, muchos psicólogos sociales han abandonado ya los experimentos de
laboratorio, los cuales fueron necesarios en un momento en el que en psicología no se podía
hablar de ninguna otra manera, un momento en el que actuar fuera de los rígidos márgenes de
la ciencia entendida dogmáticamente era problemático si uno quería hacer investigación.
Ahora, aunque todavía es así a menudo, hay otras posibilidades que permiten ir a estudiar los
procesos de influencia y de resistencia allí donde tienen lugar, mediante estudios etnográficos,
análisis del discurso u otras metodologías cualitativas, o incluso simplemente reflexionar
sobre ellos como hemos hecho en este capítulo.