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FICCIÓN E IDENTIDAD

ENSAYOS DE CULTURA POSTMODERNA


ANA MARTA GONZÁLEZ

FICCIÓN E IDENTIDAD
ENSAYOS DE CULTURA
POSTMODERNA

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2009 by ANA MARTA GONZÁLEZ
© 2009 by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá, 290. 28027 Madrid

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Impreso en España Printed in Spain
Anzos, S. L., Fuenlabrada (Madrid)
ÍNDICE

PRESENTACIÓN: A VUELTAS CON LA IDENTIDAD . . 11

l. ¿QUÉ ES MATRIX? UNA LECTURA FILOSÓFICA 33


Los dos relatos de Matrix o qué hace com-
prensible una historia ................................ 35
El relato de Morfeo ............................... 36
El relato del agente Smith ..................... 39
Comparación de los dos relatos ........... 41
Representación y trascendencia: en la pe-
lícula y más allá de la película .................. 43
La vida fuera de Matrix ............................ 48

11. LA REBELDÍA CONVENCIONAL DE MADONNA


(O MADONNA POSTMODERNA) ..................... 53
¿Por qué icono de los 90? ......................... 54
La postmodernidad de Madonna ............... 57
La borrosa frontera entre persona y perso-
najes .......................................................... 61
Interpretación de una posible auto-inter-
pretación de Madonna ............................... 63

7
111. INTERLUDIO (ENTRE MADONNA Y LA MODA) . 71
Retando las convenciones ....................... 74
La cuestión de la identidad ..................... 79
Moda para modernos y postmodernos .... 87
La dialéctica de lo convencional ............. 92

IV. PENSAR LA MODA ..................................... 101


Dos aproximaciones críticas al tema de la
moda ........................................................ 102
Sociedad moderna y apariencias ............. 105
Moda y modernidad ................................ 107
Moda e identidad ..................................... 112
Civilización moderna y moda postmo-
derna ............................................................. 120
Otro modo de abordar la moda ............... 122

V. CAMBIO SOCIAL E IDENTIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127


La identidad fragmentada ....................... 127
Identidades en tiempos de cambio .......... 131
Qué es la identidad .................................. 136
Las claves para desarrollar la propia iden-
tidad......................................................... 138

VI. RADIOGRAFÍA DEL (DES)GOBIERNO POSTMO-


DERNO ...................................................... 145
Dos visiones sesgadas del gobierno ........ 146
El imperativo de la imagen ..................... 149
Contrapeso realista al imperio postmo-
derno de la imagen .................................. 153
Disfunciones propias del des-gobierno
postmoderno ............................................ 159

8
VII. LA OPINIÓN CONTAGIOSA ........................... 165
¿Por qué influyen los medios? ................ 167
La conversación social en la génesis de la
opinión pública ........................................ 170
Totalitarismo y libertad ........................... 179

9
PRESENTACIÓN
A VUELTAS CON LA IDENTIDAD

Presento aquí una serie de ensayos de carácter di-


vulgativo publicados entre 1999 y 2008 1, sobre dis-
tintas manifestaciones de lo que suele llamarse «cul-
tura popular», expresión no exenta de problemas,
que se refieren tanto al nombre «cultura» como el
adjetivo «popular», cuya aplicación en este contexto
necesita de ciertas precisiones terminológicas. Por
exigencias del guión, serán muy breves.
Que el término «popular», en el seno de una ex-
presión acuñada ya como «cultura popular» es am-
biguo, resulta patente. Pues en él parece sugerirse

1 Exceptuando dos textos inéditos, que fueron previamente ob-

jeto de sendas conferencias, los demás han sido previamente publi-


cados en la revista Nuestro Tiempo: «¿Qué es Matrix?: una refle-
xión filosófica», Nuestro Tiempo, no 551, pp. 47-56, mayo 2000.
«La rebeldfa convencional de Madonna», Nuestro Tiempo, no 567,
pp. 14-24, septiembre 2001. «Pensar la moda», Nuestro Tiempo,
no 594, diciembre 2003, pp. 14-27. «Cambio social e identidad»,
Nuestro Tiempo, no 622, abril 2006, pp. 72-8l.«Radiograffa del
(des)gobierno postmoderno», Nuestro Tiempo, septiembre de
2008, n° 652.

11
que el origen de la cultura en cuestión -dejemos
para más tarde qué significa este término- se en-
cuentra en el pueblo. Sin embargo, en el caso de al-
gunos productos de la «cultura populaD> -cine, mú-
sica, moda- esto dista de ser claro, en la medida en
que el presunto origen popular aparece mediado por
multitud de instancias -industria, medios de comu-
nicación- en el curso de las cuales ya no se sabe
bien qué es lo que queda en pie de la idea original.
Ciertamente, podría ocurrir que el término «popu-
lar» no designara tanto la autoría de los productos
en cuestión cuanto su recepción o consumo por «el
pueblo». Debo confesar, sin embargo, que hay algo
en la idea de un «consumidor de cultura» que me re-
sulta extraño. Como si alguien me dijera que acaba
de «deglutir una sinfonía».
En general, entre los numerosos sentidos de «cul-
tura» que algunos antropólogos se han entretenido
en recopilar, tiendo a reconocer dos fundamentales:
«cultura» como cultivo y perfeccionamiento de la
naturaleza y «cultura» como representación o pro-
yección de la subjetividad humana. Mientras que el
primero, de claras resonancias clásicas, encuentra
continuidad en el pensamiento ilustrado -entre
otras cosas, en la idea de «civilización»- el se-
gundo responde más bien a la herencia romántica,
para la cual hay tantas culturas como formas de rea-
lizar la humanidad. En este segundo sentido de «cul-
tura» resulta crucial el elemento reflexivo: el hom-
bre se realiza en una cultura, y, en esa medida, cada
cultura constituye una representación de la humani-
dad. Por eso mismo, partiendo del concepto román-
tico de cultura, cabría reconocer tantas «culturas»

12
cuantas representaciones de sí produzca el sujeto. Y
precisamente en este punto se incoa el tema de fondo
que justifica la reunión de estos ensayos.
En efecto, a pesar de su manifiesta heterogeneidad
y a que, de hecho, fueron escritos en ocasiones diver-
sas, hay una razón para reunirlos todos en un único
volumen, que no es sólo una razón formal -una
cierta homogeneidad de estilo, tal vez con dos ex-
cepciones- sino también una razón de contenido. Y
es que, por diversos caminos, todos los ensayos,
cada uno a su modo, suscitan cuestiones acerca de la
identidad. Bien mirado, esto no resulta extraño, pues
éste es uno de los temas persistentes de la llamada
«cultura postmoderna», precisamente en la medida
en que el protagonista de esa «cultura» es un sujeto
que, abrumado por la tarea -probablemente impo-
sible- de re-construir su identidad en un mundo
fragmentado, fácilmente capitula frente a los señue-
los de la sociedad de consumo; pero también un su-
jeto que encuentra en sí mismo tantas posibilidades
inéditas y, al mismo tiempo, tantas vías de «realiza-
ción» abiertas ante sus ojos, que no puede menos
que plantearse la vida como un experimentar conti-
nuo, sin soportar siquiera el pensamiento de una uni-
dad de fondo, que imprima coherencia a todas esas
estampas, a todos esos ensayos.
La identidad comparece de manera indirecta en el
primer ensayo -una reflexión filosófica sobre la pe-
lícula The Matrix, de los hermanos Wachowski-,
en la medida en que el film se plantea como una con-
traposición entre un mundo real y un mundo virtual,
entre yoes reales y yoes virtuales: «Matrix es un
mundo de apariencias; es la reproducción perfecta

13
del mundo sensible; es una cárcel para la mente, es
el sueño del hombre entendido como «animal de rea-
lidades», según la expresión de Zubiri. Es la caverna
de Platón, llena, eso sí, de imágenes vívidas. Es una
versión digital del «mundo como voluntad y repre-
sentación» de Schopenhauer» ... Ciertamente, esta
acumulación de nombres célebres de la historia del
pensamiento resulta un poco extravagante aplicada a
un producto de «cultura popular», pero al menos
sirve al propósito de mostrar que esta clase de pro-
ductos se prestan con frecuencia a muchas lecturas
diversas, de interés y profundidad variable, depen-
diendo de los referentes previos del lector, los cuales
no son siempre «populares», al modo en que puede
serlo una película. En efecto: aunque podría parecer
superfluo añadir que la visión de Matrix no reem-
plaza la lectura de Platón, ni la de Zubiri, ni la de
Schopenhauer, hemos llegado a un punto en el que
tal vez resulta conveniente recordarlo y recordar, de
paso, que para evitar el academicismo no es preciso
caer en el extremo opuesto de la banalidad.
Por lo demás, el tema implícito en la película -el
de la oscilación entre yoes reales y yoes virtuales-
podría plantearse hoy de una manera mucho más in-
teresante, porque, entre tanto, el mundo virtual no ha
hecho más que crecer, en algunos casos buscando
conexiones con el mundo real, y en otras más bien
como sustitutivo suyo -pensemos en los equívocos
generados por fenómenos como facebook o second
lije, por ejemplo-.
La oscilación entre lo virtual y lo real, o más bien
entre ficción y realidad, constituye también el telón
de fondo del segundo de los ensayos del volumen,

14
sobre La rebeldía convencional de Madonna. Este
texto fue escrito en torno a la publicación del disco
Music y, por tanto, resultaría algo anticuado si hu-
biéramos de leerlo exclusivamente según los crite-
rios comerciales al uso. Sin embargo, el motivo por
el que ha sido incluido aquí no es su actualidad en
términos comerciales, sino, más bien, su actualidad
en términos culturales -con lo que ya digo algo a
propósito de la diferencia entre la mal llamada «cul-
tura popular» y la «cultura» a secas: esta última no
depende simplemente de los intereses del mercado,
ni de las modas, que sirven al mismo propósito. La
«actualidad cultural» del ensayo, en efecto, no re-
side tanto en la cercanía del evento comercial ni en
las peripecias más o menos desafortunadas de su
protagonista, cuanto en el hecho que viene a desta-
car uno de los rasgos que caracterizan la vivencia
postmoderna de la identidad: el contraste -o falta
de contraste- entre realidad y ficción, entre persona
y personajes. Al menos desde El Quijote la confu-
sión de ficción y realidad es signo de locura. Pero
ahora, la frontera de ficción y realidad se difumina.
La sociedad contemporánea con frecuencia se presta
a su caracterización como una gigantesca represen-
tación en la que, como sugiriese Baudrillard, ya no
se sabe qué representa a qué: si la ficción a la reali-
dad o la realidad a la ficción; o a un carnaval (Bakh-
tin), en el que ya resulta difícil discernir si vamos de
nosotros mismos o vamos de otra cosa. Los ejem-
plos de esta mezcla más o menos irónica de ficción
y realidad abundan: un equipo de la campaña demó-
crata invita a CJ -portavoz de La Casa Blanca en la
conocida serie «El ala oeste de La Casa Blanca»- a

15
participar realmente en la campaña demócrata; un
congreso de médicos internistas celebrado en Es-
paña dirige una invitación a Dr. House, protagonista
de una conocida serie de TV ... Sin duda en todo ello
hay un elemento de ironía, típicamente postmo-
demo, que quizá por primera vez fuimos capaces de
reconocer claramente en el caso de Madonna, pues
«en Madonna se confunden por completo persona y
personajes, hasta el extremo de que todo parece
igualmente verdadero o igualmente falso. En este
sentido, Madonna es símbolo de una cierta postmo-
demidad, una postmodemidad que fascina con refle-
jos y simulacros, que suscita la sensación de miste-
rio por la vía de generar ambigüedades, y en la que
finalmente se pierde lo real detrás de un universo de
apariencias».
Uno de los medios de los que se ha servido Ma-
donna para seguir alimentando su imagen de icono
postmodemo es la moda, que es el objeto del cuarto
de los ensayos, Pensar la moda. También en este
caso la relación con la identidad resulta clara, sobre
todo porque la moda contemporánea se presenta a sí
misma como vendiendo identidad, tal vez porque
percibe hasta qué punto hay una demanda social de
ese intangible «producto». Indudablemente en ello
hay algo de sintomático: el hombre contemporáneo
experimenta un déficit de identidad, en parte deri-
vado de su paulatina transformación en ese «hombre
sin propiedades» del que habla Musil; y, al mismo
tiempo, la progresiva democratización de nuestras
sociedades nos ha vuelto especialmente vulnerables
a esa particular forma de distinción y asimilación so-
cial en la que, según Simmel, consiste la moda, hasta

16
el extremo de que algo aparentemente «sólido»
como la identidad, termina constituyendo un objeto
más de venta y consumo. Aunque en este punto, re-
sulta tentador hablar de «identidades», en plural,
pues, como sugería más arriba, un rasgo caracterís-
tico de muchos sujetos post-moderno es la aversión
por una identidad única, cerrada de una vez por to-
das; con ello se conjuga bien el paralelismo que es-
tablece Lipovetsky entre el imperio de lo efímero y
el individualismo postmoderno. Con todo, quedarse
con el diagnóstico de Lipovetsky, quien por lo de-
más da la bienvenida a la exaltación contemporánea
de la moda, resultaría algo sesgado, pues el tema se
presta también a lecturas marxistas, en la medida en
que el frenesí del consumo, extendido a todas las es-
feras de la vida, sugiere una completa alienación del
sujeto; e igualmente se presta a lecturas weberianas:
la misma sociedad en la que ya no hay nada sagrado
porque todo es objeto de venta y consumo, repre-
senta el último estadio del «desencantamiento del
mundo». En el ensayo, no se abordan directamente
estos puntos de vista, sino que, tras una breve intro-
ducción en la que tras exponer las resistencias secu-
lares que ha encontrado la moda como objeto legí-
timo de estudio, se procura comprender su peculiar
protagonismo en la sociedad moderna, así como su
vinculación postmoderna con la identidad.
En realidad, muchos de los temas que se abordan
temáticamente en ese ensayo, son previamente bos-
quejados en el «interludio», que explora la intrigante
relación entre Madonna y la moda. He dudado in-
cluir o no este texto, fundamentalmente porque al
tratar de nuevo sobre Madonna podría parecer que le

17
concedo un protagonismo cultural que, a mi juicio,
en realidad no tiene. Por supuesto, nuevamente todo
depende de lo que entendamos por «protagonismo
cultural». Si con ello significamos el porcentaje de
apariciones mediáticas, Madonna sería cultural-
mente más significativa que la mayor parte de las
personas que han cambiado el rumbo de la historia o
el pensamiento. Ahora bien: sin negar que los me-
dios de comunicación canalizan y en muchos casos
suscitan corrientes de opinión y sentimiento, pienso
que su influencia no llega por lo general a las raíces
de la vida, a menos que se encuentren previamente
con sujetos desarraigados y, por tanto, maleables por
cualquier viento. Que puede haber tales sujetos, más
aún, que los hay, es indudable. Pero también lo es
que la velocidad de la información a la que estamos
expuestos -un tema sobre el que vuelve una y otra
vez Paul Virilio- impide por lo general una asimi-
lación real del contenido de los mensajes de los me-
dios, hasta el punto de que cabría afirmar -bastante
en línea con la Medium Theory de Mac Luhan- que
es mayor la influencia del medio que la del mensaje.
En cualquier caso, si finalmente he incluido ese in-
terludio, entre Madonna y la moda, es porque, a tí-
tulo de ejemplo, o tal vez simplemente de «sín-
toma», me parece ilustrativo de las ideas que luego
se exponen de un modo más reflexivo.
El tema de la identidad se aborda de un modo más
explícito en el quinto de los ensayos, Cambio social
e identidad. En él apunto una reflexión muy elemen-
tal, que sin embargo estimo útil para comprender la
proliferación de discursos identitarios en el mundo
contemporáneo: «cualquier discurso sobre la identi-

18
dad -ya sea nacional, religiosa, de género, etc.-
es deudor de la experiencia del cambio social, que es
una experiencia singularmente moderna ... Nadie se
preocuparía de la identidad si no se sintiera urgido
por el cambio social, y, al mismo tiempo, no perci-
biera dicho cambio como un peligro». El peligro al
que aquí me refiero es de orden antropológico -la
pérdida de raíz, de referencia, a causa de la veloci-
dad del cambio, a causa de los movimientos homo-
geneizantes que se asocian a la globalización-. A ese
peligro de orden antropológico, se han dado respues-
tas de orden político en las que determinadas dife-
rencias -de nación, de religión, de género ... - han
llegado a constituirse, de manera reflexiva, en aglu-
tinadores sociales, pero también, indirectamente, en
causa de conflicto.
La cuestión, que no se aborda directamente en el
ensayo, pero que quisiera dejar planteada aquí, si-
quiera de manera breve, es la que se refiere a la posi-
bilidad de superar la fragmentación de las identida-
des contemporáneas desde una consideración más
profunda de lo que nos hace constitutivamente hu-
manos, una consideración que permita dar cuenta de
la relevancia de las legítimas diferencias humanas
sin por ello erigirlas en motivo de confrontación dia-
léctica. A mi juicio tal cosa pasa por recuperar un
concepto fuerte de racionalidad -a ello se alude en
el texto-, que permita retomar cuestiones antropo-
lógicas en clave metafísica, bien entendido que la
identidad que está en juego en todas estas discusio-
nes no es simplemente la identidad de una sustancia,
en el sentido más «cósico» del término, sino una
identidad específicamente humana, que depende de

19
manera significativa de que el hombre mismo, en el
curso de su desarrollo, adquiera conciencia de quién
es él, de su origen, y de que mantenga viva la con-
ciencia de ese origen a lo largo de toda su vida, lo
cual suele atribuirse a una forma u otra de memoria.
En este punto conviene notar que el origen puede
ser considerado a distintos niveles: la búsqueda del
padre -uno de los temas recurrentes de buena parte
de la literatura contemporánea- constituye el nivel
más básico; sin embargo, no está claro en qué sen-
tido la búsqueda y el encuentro del padre podría per-
mitir la articulación serena de las demás «identida-
des» que el individuo descubre o se forja a lo largo
de su existencia, y, sobre todo, la articulación de su
propia identidad con la de otros; tampoco creo que
la patria sea hoy algo más que un motivo de con-
flicto, a menos que sea atemperada por considera-
ciones de otro orden. Y menos aún pienso que la
búsqueda del origen de la especie sirva mucho al ob-
jeto de dirigir la vida del individuo. Pienso, en cam-
bio, que la apuesta por una racionalidad fuerte puede
llevarnos a plantear el mismo tema de la identidad
del hombre como persona en clave trascendental,
como búsqueda del Origen, en la línea abierta por
Leonardo Polo.
Naturalmente, esta última propuesta significa
apostar por un pensamiento filosófico fuerte, que no
se detiene en las fronteras de lo empírico, ni tam-
poco en los límites de la racionalidad formal. Este
pensamiento fuerte, que en atención a la tradición fi-
losófica Occidental, he llamado «metafísico» (no sin
ciertas reticencias, pues cada vez con más frecuen-
cia la palabra «metafísico» se identifica en el len-

20
guaje corriente con lo «esotérico»: basta pasearse
por los estantes de algunas librerías) nos propor-
ciona una clave desde la que asumir una pluralidad
de dimensiones humanas que, de lo contrario, pug-
narían por erigirse a sí mismas en criterios identita-
rios definitivos: nación, religión, género, etc ... Por
lo demás, debo confesar que todo este discurso
acerca de una pluralidad de identidades se me antoja
una suerte de reedición del discurso escotista sobre
la pluralidad de formas sustanciales. Frente a esta
clase de planteamientos, me inclino a recordar la te-
sis tomista, que defiende la existencia de una única
forma sustancial, de la cual todas las dimensiones
humanas reciben su última unidad. Ciertamente,
desde el punto de vista biográfico, no basta la apela-
ción a una forma sustancial, pero la analogía puede
servir, en el sentido de que, más allá de la pluralidad
de «etiquetas» con las que nos podemos catalogar
recíprocamente, es preciso descubrir una identidad
que no sea una etiqueta más, sino más bien el princi-
pio que nos permite sustraernos a todas ellas y que,
al mismo tiempo, se abre paso necesariamente a tra-
vés de ellas. De un modo que no me termina de con-
vencer del todo, diría que es preciso apelar a alguna
forma de conciencia de sí, desde la cual todas las de-
más concepciones que nos formemos de nosotros
mismos, adquieren su auténtico peso y medida -o,
si se quiere, desvelen su falta de peso y medida-.
En este sentido, pienso que la idea bíblica del
hombre como imagen de Dios, y de Dios como Ori-
gen, proporciona una clave desde la cual articular las
demás dimensiones humanas, si bien una clave pe-
culiar: porque ni el Origen en cuestión ni su imagen

21
son enteramente asibles por la conciencia; en rigor
no recordamos nuestro origen; sólo sabemos que nos
excede. Y es precisamente esta falta de dominio del
origen lo que nos salva de manipularnos y empeque-
ñecemos a nosotros mismos y a nuestros semejan-
tes, reduciéndolos a miembros de un determinado
colectivo, clasificándonos recíprocamente como in-
sectos. Pero éste no es el lugar para tratar estas cues-
tiones. Si las traigo a colación es sólo porque, a lo
largo de la década de los 90, hemos visto florecer en
la academia una abundante producción bibliográfica
sobre identidad, en parte reflejo de problemas iden-
titarios vividos a pie de calle, y en esa vasta biblio-
grafía las diferencias religiosas eran presentadas, so-
bre todo, en clave cultural, y en clave de conflicto.
Sin negar que con frecuencia la realidad da pie a esa
lectura, en este contexto conviene recordar, siquiera
como contrapeso kantiano a esta visión, que, en la
religión, no todo es cultura y por eso mismo no es
adecuado afrontarla únicamente desde esa perspec-
tiva. Ciertamente, esto no significa reducir, como
Kant, lo racional de la religión a lo que tiene de prác-
tica moral y, por tanto, a la identidad que «me cons-
truyo» con mis acciones; como vengo sugiriendo,
desde que comencé este excursus sobre la identidad,
hay un uso de la razón que tiene alcance metafísico,
el uso que apunta al Origen, del que se sigue la con-
ciencia de la propia identidad como memoria, con la
particularidad de que es memoria de lo inagotable,
de lo que se sustrae a dominio, y, en esa medida, la
fuente de nuestra veneración por todo hombre, por
cualquier hombre; y es ese uso metafísico y esa
anamnesis lo que conviene rescatar, para situar en su

22
lugar justo tanto el legítimo esfuerzo humano por
«construirse» prácticamente una identidad, como el
legítimo derecho a explorar las posibilidades de la
vida. El recuerdo del Origen, que es simultánea-
mente recuerdo de la propia dignidad, proporciona
una clave vital en ambos casos.
Pienso que una profundización filosófica en la
cuestión de la identidad, como la que aquí simple-
mente se bosqueja, podría proporcionarnos muchas
claves para afrontar las otras cuestiones que, en clave
de identidad, se nos plantean en un orden más coti-
diano. En el penúltimo de los ensayos aquí recogidos,
Radiografía del (des)gobierno postmoderno, se apun-
tan algunas. Precisamente en la medida en que la
nuestra se convierte en una sociedad mediática, la ta-
rea de gobierno tiende a interpretarse sobre todo en
términos de gestión de la imagen, en detrimento de
problemas humanos sustantivos, que definen original-
mente el sentido de las distintas profesiones, progra-
mas e instituciones. Con frecuencia esta conversión a
la imagen va precedida de un cierto relativismo acerca
de los valores o bienes que dan sentido al ejercicio de
cada profesión o a la defensa institucional de cual-
quier ideario: de pronto, tales valores y bienes ya no
parecen tan importantes, frente al atractivo de la ima-
gen y el flujo sin problemas de la comunicación. Sin
embargo, ello lleva aparejado un efecto perverso, que
afecta a la identidad de partidos e instituciones: en la
medida en que lo que importa sobre todo es engrasar
bien con el entorno, ser simpático, partidos políticos e
instituciones pierden definición en el plano de las
ideas y de los bienes a los que deben su razón de ser,
de modo que comprometen su identidad original.

23
Desde luego, el panorama político actual ejempli-
fica este diagnóstico, incluso hasta extremos insos-
pechados. De un modo un tanto provocador, pero no
excesivamente exagerado, suelo decir que en tiem-
pos post-modernos, la política se ha convertido en
seducción. Este proceso, a su vez, corre parejo con
la transformación del público en masa, para la cual
no hay, en sentido estricto cultura, en el sentido tra-
dicional que tiene este término -como cultivo-. De
ahí lo contradictorio de la expresión corriente que
habla de «una cultura de masas». N o existe tal cosa,
como no existe tampoco una cultura animal. La cul-
tura supone siempre individualidad, diferenciación,
discriminación de conceptos y de gustos. Sin em-
bargo, como observa Baudrillard en Cultura y Simu-
lacro, «las masas no eligen, no producen diferencias,
sino indiferenciación -conservan la fascinación del
medio que prefieren a la exigencia crítica del men-
saje-. Pues la fascinación no compete al sentido ...
se obtiene neutralizando el mensaje en provecho del
medio, neutralizando la verdad en provecho del si-
mulacro. Ahora bien, es en ese nivel donde funcio-
nan los media. La fascinación es su ley y su violen-
cia específica, violencia hecha al sentido, violencia
negadora de la comunicación mediante sentido, en
provecho de otro modo de comunicación: ¿cuál? ...
en provecho únicamente de la implosión del signo
en la fascinación» 2•
Las masas no se paran en distingos conceptuales,
incluso aunque se trate de esos que, según Aristóte-

2 Baudrillard, J., Cultura y Simulacro, Kairos, Barcelona, 1984,

2"ed., (1"ed. 1978) pp.141-2.

24
les, eran necesarios para no confundir, como los
bárbaros, a la mujer y al esclavo. Las masas son
groseras. Por ello, decía Simmel, <<todas las accio-
nes de masas evitan los rodeos, se dirigen, con o sin
éxito, directamente a su meta por la línea más corta
y están dominadas siempre por una sola idea, con-
cretamente por una que ha de ser lo más simple po-
sible. Es demasiado poco probable que cada miem-
bro de una masa más bien numerosa lleve en su
conciencia y convicción un complejo muy variado
de pensamientos que fueran idénticos al de los
otros». De ahí que todo aquél que alguna vez in-
tentó «ejercer un efecto sobre las masas, siempre lo
consiguió apelando a sus sentimientos, mas raras
veces por una explicación teórica, por coherente
que fuera» 3 •
De este modo llego a presentar el último de los en-
sayos, La opinión contagiosa. Junto con el interlu-
dio sobre Madonna y la moda, que fue objeto de una
conferencia en una Jamada sobre «Moda urbana» 4,
se trata de los dos únicos que no han sido previa-
mente publicados. Sin embargo, el texto es también
parte de una conferencia5 • En él vengo a sostener que
la dinámica de la opinión pública guarda gran pare-
cido con la dinámica de la moda, que es, como viera
Simmel, una dinámica regida por necesidad de asi-
milación y distinción social, en nuestro tiempo su-

3 Simmel, Cuestiones Fundamentales de Sociologfa, Gedisa,

Barcelona, 2002, pp. 68 y 70.


4 Celebrada en la Universidad de Navarra, en 2001.
5 Pronunciada en la Universidad de la Santa Croce en Roma, en

septiembre de 2008, con el título Medios de comunicación y confi-


guración social.

25
jeta a las leyes del mercado 6• Tenerlo presente es im-
portante, para entender un fenómeno curioso, por lo
demás anotado por psicólogos sociales o estudiosos
de la opinión pública: en el curso de la vida social,
tantas veces no es el contenido de una opinión lo que
cuenta, sino más bien el hecho de que la opinión en
cuestión es mayoritaria o minoritaria, de forma que
sostenerla significa contarse entre la mayoría o la
minoría -lo cual mucha gente (una mayoría) en-
cuentra insoportable-.
En el contexto marcado por la (in)cultura de masas
esta dinámica social de la opinión fácilmente con-
duce, de manera inevitable, a la sociedad del espec-
táculo, que explica la transformación de la política en
seducción, a la que hacía referencia hace un mo-
mento. Por citar de nuevo a Baudrillard: «las masas
se resisten escandalosamente a este imperativo de la
comunicación racional. Se les da sentido, quieren es-
pectáculo. Ningún esfuerzo pudo convertirlos a la se-
riedad del código. Se les dan mensajes, no quieren
más que signos, idolatran el juego de los signos y de
los estereotipos, idolatran todos los contenidos mien-
tras se resuelvan en una secuencia espectacular» 1•

6 «Today the New York Times does not print just what the go-

vernment wants it to say, nor is it on the other hand, a rebel against


the government. lt is in business. And all the mass media -radio,
television, and the movies- have become big business enterprises,
not concerned, or not necessarily concerned with ideas, but with
the delivering of something which people want>>. Lazarsfeld, P.,
«Mass Media of Communication in Modero Society>>, en Qualita-
tive Analysis. Historical and Critica/ Essays, Allyn and Bacon,
Boston, 1972, pp. 106-122, p. 111.
7 Baudrillard, o.c., p. 117.

26
Como ya viera Postman, «no se puede hacer filo-
sofía política en televisión porque su forma conspira
contra el contenido» 8 ; «los directores de televisión
hace tiempo que descubrieron que el acto de pensar
no encaja bien en ese medio. No hay mucho que ver
en eso» 9• Frente a un juicio como éste, que nos senti-
mos inclinados a suscribir, conviene sin embargo,
recordar, que las tareas propiamente comunicativas
-esto es, mediar en la formación de una opinión pú-
blica crítica con el poder y proporcionar información
veraz o entretenimiento inteligente- no quedan
anuladas por el hecho de que, en algunos de nuestros
comportamientos, todos nosotros contribuyamos a
generar y alimentar esa masa acrítica, ludópata y
animal, regida por la ley de la mediocridad 10 y la fas-
cinación, cuyo crecimiento incesante representa para
Baudrillard la abolición final, no ya de lo político,

8 Postman, N., Divertirse hasta morir. El discurso público en

la era del 'show business', Ed. de la Tempestad, Barcelona, 1991.


1" ed. Original, 1985, p. 11. «Lo que quiero destacar aquí no es que
la televisión sea entretenimiento, sino que ha hecho del entreteni-
miento en sí el formato natural de la representación de toda expe-
riencia ... El problema no es que la televisión nos da material y te-
mas de entretenimiento, sino que nos presenta todos los asuntos
como entretenimiento ... Para decirlo de otra manera, el entreteni-
miento es la supraideología de todo el discurso sobre la televisión>>.
Postrnan, N., o. c., p. 91.
9 Postrnan, o. c., p. 94.
10 «No al nivel de la 'media' sino al del límite inferior de los

participantes se halla el carácter del comportamiento colectivo; y si


no me equivoco, el uso del lenguaje ya ha rectificado internamente
este hecho, porque la palabra 'mediocridad' no significa en abso-
luto la media real del valor de una totalidad de existencias o de es-
fuerzos, sino una cualidad muy por debajo de ese valor perma-
nente>>. Simmel, o.c., p.74.

27
sino incluso de lo sociaF 1• Pues, en la medida en que
no todos nuestros comportamientos responden a ese
patrón, es decir, en la medida en que no consentimos
que el hombre masa se apodere de todas las esferas
de nuestro comportamiento, cabe confiar en la exis-
tencia de un principio de resistencia a esa suplanta-
ción de lo real por sus simulacros que, a juicio de
Baudrillard, constituye la marca definitoria de nues-
tra cultura postmoderna: «nuestra sociedad está
quizá poniendo fin a lo social, enterrado bajo la si-
mulación de los social» 12 , un proceso en el que los
media desempeñan un papel crucial.
Se puede pensar que hubo un tiempo en que las
imágenes, las representaciones, eran reflejo de lo
real. Pero el nuestro es un mundo en el que abundan
las representaciones que no reflejan ya nada reaF3,

11 «Esta masa que se nos quiere hacer creer que es lo social, es,

al contrario, el lugar de implosión de lo social. La masa es la esfera


cada vez más densa donde implosiona todo lo social y es devorado
en un proceso de simulación ininterrumpida>>, Baudrillard, o.c., p.
95. «Los media, todos los media, la información, toda la informa-
ción, juegan en los dos sentidos: producen más cosas sociales en
apariencia, neutralizan las relaciones sociales y lo social mismo en
profundidad>>, o.c., p. 172.
12 Baudrillard, J., Cultura y Simulacro, p. 173.
13 Algo que viene facilitado por las técnicas visuales contempo-

ráneas. «Una de las cuestiones centrales, planteadas por la transición


de la fotografía analógica a la digital, es la conciencia de que en la
producción de una imagen digital no es necesario que el «sujeto>> de
la fotografía se refiera a un «objeto>> pre-existente en el mundo, que
no hay naada fuera del proceso representativo que pudiera funcio-
nar como su prototipo. Mientras que en la fotografía convencional
una entidad independiente de alguna clase -una persona, un pai-
saje, un edificio- se piensa normalmente como una precondición
causal para la producción de su representación pictórica, en el sis-

28
un mundo poblado de simulacros, un mundo en el
que, si acaso, proliferan realidades que imitan a las
representaciones. Precisamente la sustitución de lo
real por sus simulacros, objeto de vivo debate desde
los años 90 14, explicaría esa especie de «nostalgia de
lo real» sin la cual resultan difícilmente comprensi-

tema digital no tiene por qué ocurrir tal cosa ... ». Damian Sutton,
Susan Brind, Ray McKenzie, <<The State of the Real>>. Aesthetics in
the Digital Age, Tauris, London, New York, 2007, p. 6.
14 <<A lo largo de los años 90, la discusión sobre lo <<real>> verso

acerca de la separación de lo real y su simulación, la subjetividad y


la virtualidad. Si hay un fulcro tecnológico en torno al cual gira
este debate, es, seguramente, el desarrollo de y la difusión de la
realidad virtual (VR) en el arte y la práctica del diseño, partiendo
tanto de la aplicaciones militares y comerciales de videojuegos. La
noción misma de VR -un ambiente generado computacional-
mente, en el cual un espectador/usuario desencarnado es inmerso,
volvió a estimular el binarismo de lo real, colapsando el dualismo
semántico inherente a la proposición de una realidad 'virtual'. Ba-
sada en gran medida en la extraordinaria complejidad de la VR para
el puro espectáculo (Disclosure), para sugerir ilustración (Lawn-
mower Man) o para ilustrar acerca de la diferencia comprensible
entre realidad y simulación hasta el punto de la confusión (The Ma-
triz, eXistenZ). El efecto aparente de la VR fue invertir la noción
platónica de mimesis. Una cama producida en la visión cinemática
de la VR no era una imagen apartada de la realidad, como lo era en
cambio el ejemplo platónico de una cama pintada. En las represen-
taciones cinematográficas de VR, uno podía realmente acostarse en
una imagen de la cama, crear realmente nuevos objetos que fueran
sólo imágenes pero que, no obstante, podían ser manipulados y con
los que se podía interaccionar como si fueran objetos corporales ...
Las ansiedades de la simulación -despertarse dándose cuenta de
que uno ha estado imaginando el mundo, o no saber cuándo uno
está jugando en la realidad virtual o en la realidad real- expresa-
das en películas como The Matriz y eXistenZ, descansaban en la
hipótesis de que un día, si no hoy mismo, la simulación de la reali-
dad sería fotográficamente real>>. Damian Sutton, Susan Brind, Ray
McKenzie, «The State ofthe Real>>, Tauris, London, New York,
2007, p. 12.

29
bies los «reality shows» que desde hace un par de
décadas vienen recabando tanto éxito en las televi-
siones mundiales 15 , esa violencia visual en directo,
que contrasta tan llamativamente con el lenguaje po-
líticamente correcto que se nos impone por otras
vías 16 • Es así como algunos han podido hacer una
lectura postmoderna de los atentados del 11 S, ex-
cepción hecha del dolor, absolutamente irrepresenta-
ble, que se instituye así en el principio último de rea-
lidad.
Seguramente, cabría prolongar estas considera-
ciones, pues su objeto no es otro que comprender un
poco mejor el mundo que nos rodea, y ésta es siem-
pre una tarea inconclusa. Los ensayos aquí reunidos
representan únicamente siete incursiones personales
en distintos aspectos la cultura postmoderna, que el
lector podrá continuar por su cuenta.
Sin embargo, antes de concluir quisiera hacer no-
tar que, por muy personal que sea, cualquier refle-
xión es deudora de muchas lecturas y conversacio-
nes. De las lecturas más inmediatas y conscientes,
que están en la base de esta colección, he procurado
dejar constancia en las notas a pie de página. Dejar
constancia de las conversaciones es más difícil. Pero
si en este particular hubiera de ajustarme a los mis-
mos criterios que en el caso de las lecturas, creo que
tendría que destacar las mantenidas con Lourdes

15 «Todos los media y la información tienen como tarea hoy en

día producir (entrevistas en directo ...) ese real, ese añadido de real.
Hay demasiado, se cae en lo obsceno y lo pomo ... >>. Baudrillard,
o. c., p. 189.
16 Cf. Virilio, P., La bomba informática, Madrid, Cátedra, 1999,

p. 82.

30
Flamarique, cuyas opiniones sobre cuestiones socia-
les y culturales tienen la virtud de iluminar aspectos
del entorno que suelen pasar inadvertidos a miradas
más convencionales.

Pamplona, 6 de marzo de 2009

31
l. ¿QUÉ ES MATRIX?
UNA LECTURA FILOSÓFICA

Desde que Julio Verne se adelantara a la historia


con sus novelas de ciencia ficción, el género ha go-
zado de buena salud e incluso de cierto prestigio,
aunque nunca le hayan faltado detractores, que no
consienten referirse a este tipo de literatura o de cine
sin algún tono de desprecio. A veces es este tono
despreciativo lo que se oculta tras la denominación
de «subgénero». Con todo, entiendo que esta deno-
minación no tiene por qué resultar peyorativa. Que
la ciencia ficción es literalmente un subgénero de la
ficción es algo evidente.
Si en general lo propio de la ficción es introducir-
nos en mundos posibles, recreando modos de acción
verosímiles y, en esa medida, activando nuestra ima-
ginación ética, la ciencia ficción hace esto mismo to-
mando como punto de partida de sus mundos posi-
bles las oportunidades de acción que, de modo
verosímil, se podrían seguir del avance de la ciencia
y de la técnica. Si acaso, la debilidad mayor de este
género reside en que su vigencia es limitada: los ar-
gumentos que pivotan sobre las posibilidades técni-

33
cas corren el riesgo de quedarse obsoletos, tan
pronto como la ficción es superada por la realidad.
Si resisten el paso del tiempo es por otras razones:
por las mismas razones que puede resultar verosímil
una acción situada en el siglo 11: porque tocan un
tema humano.
De otra parte, y por razón del tema, es lógico que
el género de la ciencia ficción se encuentre especial-
mente cómodo en el medio audiovisual, pues éste es
el medio tecnológico por excelencia. Sin duda esto
conlleva otro riesgo, bien conocido: cuando la efica-
cia del relato depende en exceso los efectos especia-
les, no pasa mucho tiempo antes de que éste pierda
interés.
Los dos inconvenientes se evitan, en mi opinión,
en la película Matrix. Por un lado se trata de una pe-
lícula en la que se abordan temas de fondo. Por otra,
la estructura del relato reproduce el esquema clásico
de las historias de héroes. Como no me dedico pro-
fesionalmente al análisis de guiones, evitaré entrar
en este último aspecto. En cambio, sí quisiera poner
de relieve dos de los temas de fondo que, a mi jui-
cio, se plantean en la película, al hilo de muchos co-
mentarios y muchos planteamientos.
Antes que nada quisiera apuntar que, en mi opi-
nión, para detectar los temas de fondo que se plan-
tean en esta película se requiere, al menos, de las
mismas destrezas intelectuales necesarias para cap-
tar los temas de fondo de algún diálogo de Platón.
Quien carezca de esas destrezas intelectuales proba-
blemente no pasará de la historia, y, en el peor de los
casos, de los efectos especiales. En este último caso,
lo accidental le distraería lamentablemente de lo

34
esencial. Que el modo en que está realizada la pelí-
cula facilite esa distracción o que, por el contrario,
contribuya a centrar la atención en los temas de
fondo, es un asunto en el que prefiero no entrar, por-
que no soy competente. Desde luego, si este fuera el
caso, la realización se hallaría en contradicción con
la insistencia de los guionistas en unas cuantas ideas,
en el curso de los diálogos. En lo que sigue, de cual-
quier forma, me ceñiré a un par de cuestiones que
me parecen centrales en la película, aun sabiendo
que se quedan otras en el tintero.

LOS DOS RELATOS DE MATRIX O QUÉ HACE


COMPRENSffiLE UNA HISTORIA

Dicho esto, me parece que un buen modo de en-


trar en materia, atento también con aquellos que no
hayan visto la película es presentar brevemente la
historia. Sin embargo, ya en este punto se nos plan-
tea el primer problema: el orden con que los hechos
van compareciendo ante los ojos del espectador no
es el orden que hace comprensible la historia. De eso
nos damos cuenta más tarde. Podríamos decir que
nosotros accedemos a la «verdadera historia» cuando
uno de los personajes de la película, llamado Mor-
feo, nos hace el relato de los acontecimientos, si-
guiendo un orden cronológico, pero no sólo cronoló-
gico. De esto nos volvemos a dar cuenta más tarde,
cuando escuchamos un relato de los mismos hechos,
también cronológico, pero de una naturaleza bien di-
versa: me refiero al relato del agente Smith. Com-
paremos los dos relatos.

35
El relato de Morfeo

A finales del siglo xx, el género humano estaba


entusiasmado por haber dado lugar a la lA, la inteli-
gencia artificial. Sin embargo, no pasó mucho
tiempo hasta que las máquinas se rebelaron contra el
hombre, y le plantaron batalla. La guerra fue dura, y
llegó un momento en que los hombres pensaron que
el único modo de acabar con las máquinas era des-
truir el sol, pues se creía que el sol era la principal
fuente de energía de éstas. Resultó una equivoca-
ción. N o sólo porque desde entonces el mundo
quedó a oscuras, sino también porque las máquinas
descubrieron que la mayor fuente de energía no era
el sol, sino el cuerpo humano. Desde entonces exis-
ten campos inmensos en los que los seres humanos,
conectados a máquinas, generan energía para ellas:
los hombres reducidos a pilas. La no rebelión de los
humanos está garantizada por Matrix.
¿Qué es Matrix? Según las propias palabras de
Morfeo, «un sistema interactivo neural», ideado para
mantener a los hombres prisioneros en aquellos
campos de energía. Mientras en el mundo real, cada
ser humano no es otra cosa que una pila, su cerebro
es estimulado permanentemente por señales eléctri-
cas que representan en su interior todo un mundo
virtual: un mundo virtual que se alimenta de imáge-
nes y sensaciones de lo que había sido la civilización
humana a fines del siglo xx. Matrix es, precisa-
mente, el sistema que coordina los mundos virtuales
de cada prisionero, creando la ilusión de un mundo
común. Pero el mundo real es muy distinto: en él, la
mayoría de los hombres han quedado reducidos a pi-

36
las. Sólo unos pocos, aquellos que pudieron escapar
del dominio de las máquinas, siguen naciendo libres:
son los habitantes de Sión, una ciudad cerca del nú-
cleo de la tierra que constituye el último de los bastio-
nes rebeldes. Otros humanos, nacidos en Matrix fue-
ron, sin embargo, liberados por un hombre que, antes
de morir, profetizó su «retorno» bajo la figura del
«Elegido». Unos y otros «liberados» conforman la
«resistencia». Morfeo es el capitán de uno de estos
equipos, cuya misión es introducirse en el mundo vir-
tual de Matrix rastreando las huellas del «Elegido».
Introducirse en Matrix es como introducirse en un
programa de ordenador. Morfeo y los suyos pueden
hacerlo porque, como antiguos prisioneros, conser-
van aún detrás de la cabeza la entrada mediante la
cual se conectan a las máquinas. Ciertamente, el
modo en que estos liberados se introducen en Matrix
supone burlar las entradas «oficiales». Las puertas de
acceso son teléfonos, que, ubicados en distintos pun-
tos del mundo virtual, se hacen sonar desde el mundo
real. Dentro de Matrix, la identidad de Morfeo es la
de un pirata informático, que sabotea el sistema
desde dentro. Es así como Morfeo llega a dar con
Neo, el Elegido. Neo es el «alias» informático del se-
ñor Anderson, un individuo que, en el mundo virtual
de Matrix, trabaja como programador en una gran
empresa de Software, pero que, a la vez, desarrolla
una vida paralela, como pirata informático. Por esta
circunstancia será perseguido por los agentes.
Los agentes son, según la definición de Morfeo,
«programas capaces de sentir» introducidos en Ma-
trix para evitar cualquier infiltración de los rebeldes.
Poseen la capacidad de «regenerarse» en la piel de

37
cualquier individuo -la representación de cualquier
individuo- de Matrix (no hay que olvidar que Ma-
trix no es un mundo real: nos movemos entre repre-
sentaciones, por muy vivas que parezcan). Eso les
hace desde cierto punto de vista invulnerables. Los
agentes andan tras la pista de Morfeo. Sospechan
que es él el saboteador del sistema, y, sobre todo,
que posee los planos de Sión.
Morfeo y los agentes entran en contacto con Neo
casi simultáneamente. Después de ciertas experien-
cias desagradables, marcadas por la confusión de los
estados de sueño y vigilia, Neo llega a conocer a
Morfeo, quien le ofrece la posibilidad de conocer lo
que es Matrix. Esta posibilidad se le presenta como
una alternativa, entre seguir como hasta el momento
-en la ignorancia- o, por el contrario, conocer la
verdad, una verdad que, evidentemente, es difícil de
aceptar.
Neo elige la verdad, e inmediatamente a continua-
ción el equipo de Morfeo procede a liberar su mente:
rastrean su lugar en los campos de energía en busca
de su cuerpo, para desconectarlo de las máquinas.
Durante este proceso, él cree estar soñando. Final-
mente duerme, y cuando despierta se descubre a sí
mismo en la nave de Morfeo, quien le ilustra sobre
la realidad más inmediata: no se encuentran real-
mente en 1999 sino en algún momento del2199; le
cuenta entonces la historia que hemos reproducido
aquí: a finales del siglo xx la humanidad estaba en-
tusiasmada con el descubrimiento de la lA ... El des-
cubrimiento de la verdad es traumático, pero Neo
acepta bien la nueva situación, y comienza su ins-
trucción: sabe por Morfeo que él es el Elegido para

38
liberar a los humanos de su esclavitud a las máqui-
nas, y se dispone a aprender cómo debe moverse en
el mundo virtual: ante todo, alimentando la convic-
ción de que tal mundo es virtual, no real. A lo largo
de la película se advierte que el fortalecimiento de
esa convicción es lo que le puede dotar de fuerza
para dominar en Matrix, lo que puede incluso, ha-
cerle victorioso en un enfrentamiento con los agen-
tes, lo que hace del señor Anderson el Elegido.

El relato del agente Smith

Los agentes son todos muy parecidos, pero hay


uno que es destacado entre ellos, el agente Smith. El
propio nombre «Smith» da a entender que es uno en-
tre otros. Nada le distingue especialmente de los de-
más. Realmente los agentes no son, como se ha
dicho, más que «programas capaces de sentir». Pro-
gramas, eso sí, adiestrados para la lucha: rápidos,
fulminantes, preparados para destruir. Entre ellos el
agente Smith es el programado para llevar el mando.
En un momento determinado hace prisionero a Mor-
feo, e intenta sonsacarle los planos de Sión. Entre
tanto refiere su peculiar visión de los hechos: «el
otro día estaba intentando clasificar su especie ... y
descubrí que ustedes no son mamíferos». Según ex-
plica, lo propio de los mamíferos es habitar un espa-
cio concreto. Sin embargo, los humanos se reprodu-
cen sin fin, y enseguida se ven en la necesidad de
expandirse de unas zonas a otras del planeta ... Este
patrón de conducta, dice el agente Smith, no es pro-
pio de los mamíferos, pero existe otra especie en el

39
planeta que sigue un patrón semejante: los virus.
Considera el agente Smith que los seres humanos
son virus, y deben ser eliminados.
Pero es con otra de sus intervenciones, con la que
nos da la clave de su visión de los hechos: evolución.
Al igual que los dinosaurios se extinguieron en su
momento por su incapacidad de adaptación a una
nueva situación, y por la aparición de otras especies
más poderosas, así también el género humano está
llamado a extinguirse una vez que ha aparecido la
lA. Según se infiere de las palabras del agente
Smith, el dominio de las máquinas sobre los hom-
bres no es otra cosa que un paso más en el proceso
evolutivo. Ya ha pasado el tiempo en que los hom-
bres han ejercido el dominio sobre el cosmos. Ahora,
los hombres han dado lugar a una especie más pode-
rosa, que ha construido una civilización diferente.
Hay, sin embargo, algo que nos deja perplejos en
la intervención del agente Smith. Se desvela en el
momento en que, con rostro más bien ansioso, se en-
frenta a Morfeo pidiéndole que diga cuáles son los
planos de Sión, porque -dice- «quiero salir de
aquí»; quiere salir de Matrix. No soporta estar en
Matrix, no soporta, en particular, el olor de los hu-
manos. El agente Smith no tiene otros motivos para
querer salir de Matrix. Pero, más allá de ese motivo
-individualmente comprensible- hay algo que
permanece oscuro en todo su relato: el verdadero
motivo de la batalla: ¿por qué quieren las máquinas
vencer y dominar? Es aquí donde se ponen de re-
lieve las profundas diferencias entre el relato de
Morfeo y el del Agente.

40
Comparación de los dos relatos

El relato de Morfeo está presidido por un sentido.


El del agente Smith está presidido por la fuerza. El
relato de Morfeo es el relato de una lucha por la li-
beración de los humanos; el relato del agente Smith
es el relato de un proceso mecánico en el que la meta
permanece oculta, porque se confunde con el resul-
tado de aquel proceso. En el relato de Morfeo de-
sempeñan un papel primordial la verdad y la liber-
tad; en el mundo de Matrix, lo relevante es la
apariencia y el control del destino de los hombres
por parte de la técnica.
Son dos cosmovisiones las que aparecen contra-
puestas en los relatos de Morfeo y el agente Smith.
En último término, un modo de pensar teleológico,
en el que el recurso a los fines o causas finales es
inexcusable si se ha de dar cuenta de la realidad en
términos comprensibles, y un modo de pensar meca-
nicista en el que todo procura explicarse valiéndose
únicamente de causas materiales y eficientes. Esto
es lo propio del relato evolucionista. No hay un para
qué del dominio: sin más hay dominio, como resul-
tado de la acción de una fuerza más poderosa.
La controversia es vieja, pero no es, ni mucho me-
nos, una pura controversia de escuela. Afirmar que no
hay finalidad, que todo lo que ocurre es resultado de la
interacción de fuerzas mecánicas, más o menos ca-
sual, equivale a decir que la verdad de nuestro propio
discurso tampoco debería tomarse en serio, pues tam-
poco ella sería, en el fondo, otra cosa que un instru-
mento al servicio de intereses mecánicos, en última
instancia irracionales. En esas condiciones el hombre

41
no sería realmente sino un lugar de tránsito dentro del
proceso general de causas mecánicas. En absoluto
algo irreductible -incomunicable, decían los medie-
vales- como la persona. Esto queda bien reflejado en
la película: los agentes se «regeneran» en los cuerpos
de cualesquiera individuos (o, mejor, sus representa-
ciones): la individualidad (su representación, en este
caso), no es más que un paso más en el proceso mecá-
nico por el cual se intentan imponer las máquinas.
Como se ve, son muchos los temas apuntados en
este guión futurista. Aquí sólo quisiera dejar plan-
teado el tema central: ¿cabe verdaderamente susti-
tuir el relato teleológico por un relato evolucionista,
mecanicista en última instancia? ¿Se puede interpre-
tar lo humano en clave naturalista? Desde luego, lo
que hace humanamente comprensible el relato, lo
que, por ejemplo, nos permite comprender la pelí-
cula, es el modo de pensar teleológico. Así, incluso
las máquinas parecen tener intenciones (aunque no
sean otras que las de sus primitivos programadores,
que no fueron otros que los humanos). Pero atribuir
intenciones a una máquina no deja de ser un antro-
pomorfismo: una indebida trasposición de catego-
rías humanas a lo que no es humano. Por eso podría
pensarse en ello como en una compleja estrategia
evolucionista. Desde esta perspectiva, el mismo pen-
sar teleológico sería una estrategia para salir victo-
riosos durante un tiempo en la batalla por la supervi-
vencia. Sin embargo, habría llegado el momento en
que esa estrategia quedaría obsoleta: precisamente
cuando las máquinas han tomado el control.
La teleología, sin embargo, no es un antropomor-
fismo en este sentido. Lo que el pensamiento teleo-

42
lógico afirma, por el contrario, es que la realidad no
es, en última instancia, un único proceso orientado a
una meta biológica -el dominio del más fuerte-,
sino una pluralidad de seres que, en el curso de su
vida, manifiestan de modos muy diversos qué es lo
que los hace más inteligibles. Ahora bien: lo que
hace más inteligible a la realidad en general es su
compatibilidad real con la aspiración humana a la
verdad y a la libertad. Por eso la realidad es teleoló-
gica de un modo que resulta permeable a nuestras in-
tenciones. Teleología no es -al menos en su sentido
clásico- idéntico a determinismo. Determinista es
el mundo mecánico de Matrix. Pero el mundo real
no está determinado mecánicamente como las repre-
sentaciones de Matrix. Lejos de esto, se encuentra
abierto a las acciones libres de los hombres. Por eso
Neo sale victorioso: porque es creativo y libre: des-
concierta a los agentes, pues la fuerza de estos «pro-
cede únicamente de un mundo basado en reglas».

REPRESENTACIÓN Y TRASCENDENCIA.
EN LA PELÍCULA Y MÁS ALLÁ DE LA PELÍCULA

Como ya se ha dicho, Matrix es, en las palabras


de Morfeo, una «simulación interactiva neural».
Este término técnico admite una traducción episte-
mológica y antropológica. Matrix es un mundo de
apariencias; es la reproducción perfecta del mundo
sensible; es una cárcel para la mente, es el sueño del
hombre entendido como «animal de realidades», se-
gún la expresión de Zubiri. Es la caverna de Platón,
llena, eso sí, de imágenes vívidas. Es una versión di-

43
gital del «mundo como voluntad y representación»
de Schopenhauer.
Se puede hacer de esto una lectura filosófica: su-
poniendo que el mundo que vemos es Matrix, y ad-
mitido que Matrix es, como se dice en la película,
«el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para
ocultarte la verdad», ¿es posible salir de Matrix?
Esto es tanto como preguntarse: ¿es posible salir de
la caverna al mundo real? o bien, ¿podemos trascen-
der nuestras propias representaciones? Sobre esta
cuestión, tan característica de la filosofía moderna,
la propia película nos da una pista. Dentro de Matrix
resulta difícil, pero no imposible plantearse si hay
algo más allá. Dentro de Matrix este «más allá» se
encuentra reflejado en el personaje del oráculo, cuya
misión es orientar a los que, como Morfeo y su
gente, persiguen realizar la suya. No se piense que
se trata de un ser extraño: lejos de esto, el oráculo
aparece bajo la forma de una señora mayor, son-
riente y apacible, que conversa con Neo mientras
hace unas galletas en el horno. Es en medio de esa
conversación como da a Neo una serie de indicacio-
nes puntuales acerca de su misión, que no dejan de
estar envueltas en cierto misterio.
En efecto: aunque en la película el oráculo parece
depositario de un conocimiento superior, las indica-
ciones que ofrece tienen la particularidad de que no
anulan la libertad del que las recibe: no son, en modo
alguno, instrucciones exhaustivas, sino tan sólo in-
dicaciones puntuales cuyo significado preciso no
termina de conocerse hasta que llega el momento de
actuar. Y aún entonces sólo las reconoce el que las
tiene que reconocer: no los demás. El guionista es

44
insistente en este punto. El oráculo dice a cada cual
lo que él necesita oír para andar el camino: ni más ni
menos. Morfeo lleva a cabo su tarea fiado de las pa-
labras del oráculo, «encontrarás al Elegido», y poco
importa que el señor Anderson, «el Elegido», no se
reconozca como tal. Tras escuchar al oráculo que
«tendrás que elegir entre la vida de Morfeo y la
tuya», Neo reconoce «su momento» en unas circuns-
tancias bien distintas de las que imagina el especta-
dor que ha escuchado el oráculo «desde fuera». Asi-
mismo, cuando menos lo sospecha el espectador,
Trinity -una de las luchadoras de la resistencia-
reconoce su momento, e imprime un vuelco a la his-
toria. En todo caso, los protagonistas reconocen «su
momento» en el curso de la acción, no antes. El
oráculo no ha anulado su libertad. N o les ha resuelto
el destino. En ello queda claro que consultar al
oráculo nada tiene que ver con programar un orde-
nador, y seguirlo no es comparable al seguimiento
de unas instrucciones.
Sólo los humanos tienen la posibilidad de consul-
tar al oráculo y seguirlo de esa manera peculiar. Pero
no todos: en la película sólo acceden al oráculo los
que previamente han liberado su mente: los que ya
han salido de Matrix alguna vez. Las mentes no libe-
radas, las mentes de aquellos que siguen «conecta-
dos a Matrix» no están capacitadas para escuchar al
oráculo, pues siguen encadenadas a las representa-
ciones del sistema: por eso pueden convertirse en
instrumentos de los agentes, de las máquinas. La
trascendencia de las propias representaciones -y,
en consecuencia, la posibilidad de acceder al
oráculo- requiere de un paso previo, en apariencia

45
muy sencillo. Es el paso que da Neo cuando, en los
primeros compases de la película, desvela ante Tri-
nity cuál es el objeto de sus preocupaciones: «¿qué
es Matrix?».
Y es que plantear la pregunta por el ser ya es, de
alguna manera, trascender las apariencias, trascen-
der la representación. ¿Qué es lo real? A esta pre-
gunta no se puede responder en términos cualitati-
vos. Si hay algo que queda claro en la película es
precisamente esto: lo real no se puede confundir con
lo que tocamos, sentimos, vemos, olemos ... Todo eso
-todo lo referente a los sentidos- está garantizado
en Matrix, porque todo ello puede ser suscitado me-
diante los convenientes estímulos neuronales: pode-
mos tener la sensación de comer un bistec suculento
y jugoso, sin estar realmente comiéndolo. Sólo la
pregunta por lo real se sustrae a ese tipo de manipu-
lación cerebral, precisamente porque es una pre-
gunta estrechamente vinculada al sentido, a la finali-
dad. Y, en efecto, desde un punto de vista existencial
formular la pregunta -¿qué es Matrix?- equivale
a disponerse para la búsqueda. Siempre ha sido así:
la pregunta por el ser, la pregunta por la realidad, la
pregunta por la verdad es el principio de una manera
de existir diferente, aun en el seno mismo de Matrix.
Se puede vivir en Matrix sumido en las representa-
ciones, o se puede vivir -como Morfeo, y de otro
modo como Neo antes de ser liberado-, «rastrean-
do Matrix» en busca de la verdad. Esto es lo que ha-
cen Morfeo o Neo.
Ciertamente, también se puede vivir en la realidad
y querer volver a Matrix. Es lo que le ocurre a Cifra,
un miembro de la tripulación de Morfeo, que se en-

46
cuentra asqueado a causa de la dureza de la batalla,
y que, en un momento determinado, entrega a Mor-
feo a cambio de volver a ser reinsertado en Matrix.
La escena es muy clarificadora: sentado frente al
agente Smith, Cifra reconoce que el jugoso filete que
está comiendo no es real, pero, aun con todo prefiere
el sabor del filete virtual a la comida nutritiva pero
insípida que come en la nave de Morfeo. El filete
virtual resulta tentador incluso para Cifra, que co-
noce la verdad, que sabe que, en realidad, los prisio-
neros de Matrix no comen jamás tal filete. La verdad
es muy distinta: como sabemos a través del relato de
Morfeo, el modo de mantener vivos a los humanos
conectados a Matrix es inyectarles por vía intrave-
nosa la materia orgánica resultante de licuar a los
muertos.
Por eso Cifra pide ser reinsertado en Matrix con la
condición de «olvidarlo todo». «Todo» es, funda-
mentalmente, olvidar que una vez había sido libe-
rado y había conocido la verdad de Matrix. El agente
Smith se lo promete. N o puede hacer otra cosa, pues
es una máquina preparada para usar los medios que
se pongan a su alcance, con tal de lograr su objetivo.
Sin embargo es dudoso que el agente Smith, o cual-
quiera, pueda garantizar tal cosa. Cifra considera
que «la ignorancia es la felicidad», pero la suya no
es una ignorancia cualquiera, sino una ignorancia
forzada: es la ignorancia del que una vez salió de la
caverna y tras haber visto la luz, prefiere retornar a
la caverna en las mismas circunstancias del princi-
pio. Ahora bien: ¿serían verdaderamente las mismas
circunstancias? Aunque, la pregunta, en este caso,
requiere otra formulación: ¿pueden las máquinas ha-

47
cer olvidar la antigua visión de lo real, cuando no es-
tán siquiera en condiciones de simularla?

LA VIDA FUERA DE MATRIX

El episodio de Cifra es, de cualquier forma, ilus-


trativo: la vida fuera de Matrix es dura. Hay algo que
no admite una comparación exacta con la alegoría
de la caverna: a diferencia de lo que ocurre en la ale-
goría de Platón, en la película Matrix el mundo real
se nos presenta oscuro, menos luminoso que el
mundo ficticio o virtual. No hay que olvidar que la
realidad ha quedado desierta y oscura, después de
que los hombres hubieran destruido al sol. Lo real no
ofrece ahora atractivo alguno para los hombres. Por
otro lado, la tripulación de Morfeo se encuentra en
guerra. A las duras condiciones de la realidad -que
contrastan tan nítidamente con el mundo virtual y
multicolor de Matrix- se añaden así otra serie de
privaciones. Es cierto que entre ellos se habla de
Sión, como de un último reducto humano. Sión es
mencionado con esperanza, pero también como un
lugar que debe ser protegido: los agentes buscan los
planos de Sión para destruirlo.
Esta visión de las cosas, podría pensarse, parece
pesimista. Las palabras con las que Morfeo presenta
el mundo real a un asombrado Neo son esclarecedo-
ras: «bienvenido al desierto de lo real». Ahora bien:
la realidad ha quedado desolada en parte a causa de
los hombres, que en un inicio se dejaron seducir por
el pensamiento de una vida sin dolor, y prefirieron
vivir un mundo virtual, aun a costa de alejarse de la

48
realidad. Eso, que en un principio era tan sólo una
preferencia humana, se tornó real después del en-
frentamiento con las máquinas, cuando tras la des-
trucción del sol, lo real quedó efectivamente redu-
cido a un desierto tenebroso. Y en esas condiciones,
¿cómo no preferir el mundo virtual de Matrix? Éste
ofrece al menos algún aliciente sensible. En cambio
todo lo que Morfeo promete ofrecerle a Neo no es
más que la verdad. Y esta resulta ser dura, traumá-
tica incluso, al menos en un primer momento.
La alternativa que se nos propone no deja esca-
patoria, porque el contraste es muy radical: lo que
se le ofrece a Neo es una verdad desnuda, sin ape-
nas aderezos sensibles: demasiado espiritualista, y
acaso por ello poco hecha, al menos de entrada, a la
medida del hombre. Existe una alusión a esto en
la película: en una escena en la que la tripulación
se encuentra reunida en el momento del almuerzo
-bastante poco apetitoso- Ratón, otro miembro de
la tripulación, nos ofrece una definición de lo que
nos hace humanos: nuestras inclinaciones. Por el
contexto, parece que se refiere principalmente a in-
clinaciones sensibles (el sabor del trigo rico, la be-
lleza de la mujer de rojo). En este sentido, de su in-
tervención se desprende que tales inclinaciones no
encuentran satisfacción cumplida en el empobrecido
mundo real de la nave de Morfeo. Y con todo, los
miembros de su equipo lo aceptan sin especiales
problemas: la perspectiva de liberar Matrix absorbe
sus energías. Sólo Cifra se rebela. La conducta del
equipo de Morfeo -a excepción de Cifra- sólo se
explica si entendemos el que me parece ser el men-
saje de la película: aunque la seducción de las apa-

49
riendas es un riesgo permanente, al que muchos su-
cumben, en el hombre siempre anida la tendencia a
la verdad. Y es precisamente el secundar esta ten-
dencia lo que libera, y lo que «satisface» en mayor
medida, incluso contra toda apariencia, contra toda
otra inclinación. En este punto es Trinity la que
ofrece la clave de la historia, cuando provocada por
Cifra, en una situación límite, apuesta por la verdad
del relato de Morfeo.
En último término, Neo recibe su fuerza de cono-
cer dónde está lo real, de conocer que Matrix es vir-
tual. En esto ha aprendido la lección impartida por
una de las jóvenes mentes liberadas de Matrix: un
niño que, en la casa del oráculo, jugaba doblando
una cuchara con el pensamiento. Al ver que Neo in-
tentaba doblarla con las manos, el niño le dice: «-No
intentes doblar la cuchara. Es imposible. En lugar de
eso intenta comprender la verdad. -¿Qué verdad?
-¡Que no hay cuchara!». Es tanto como decir: re-
conoce que estás en un mundo virtual: que nada de
lo que ves, tocas, sientes, existe en realidad. Reco-
noce que todo esto es virtual, un producto de la
mente; reconoce, en cambio, dónde está la realidad.
Finalmente Neo recibe su fuerza al ver confir-
mada su identidad real por la revelación de Trinity:
«el oráculo me dijo que me enamoraría: y que el
hombre al que yo amase sería el Elegido». Antes de
esta revelación, el señor Anderson sabía que era
Neo, pero no tenía nada claro que fuera «el Ele-
gido». El mismo oráculo no le había dado muchas
esperanzas, tal vez porque el reconocimiento de la
propia identidad sólo puede hacerse personalmente.
Pero personalmente no significa clausurado sobre sí

50
mismo, al margen de los demás. El que Neo se reco-
nozca finalmente como el Elegido depende de la re-
velación de Trinity. En ello, como digo, se apunta
algo de gran interés: el reconocimiento de la propia
identidad no es solipsista: no se realiza a solas con la
propia subjetividad. De lo contrario estaría sometido
a las mismas incertidumbres de los sueños. Son los
otros los que nos sacan de los sueños, porque las ex-
periencias de ellos son irreductibles a las nuestras.
La alteridad es indicio de realidad.
Que esa realidad sea, en ocasiones, dura, no
quiere decir que no sea más valiosa desde el punto
de vista humano. De hecho la victoria de Neo su-
giere que hay más riqueza en la realidad, por pobre
que ésta parezca, que en el mundo virtual, por rico
que se nos presente. Bien es cierto que el nombre de
Morfeo, tomado del dios de los sueños, no deja de
ser inquietante. Como no deja de serlo el que todo se
nos presente en una película. Finalmente, la pre-
gunta se nos lanza a nosotros: ¿nos encontramos
simplemente ante relatos diversos o no habrá, por el
contrario, algo más que relatos? Pienso que en la pe-
lícula se nos dan las claves para responder, siempre
que consideremos que preguntar «qué es Matrix» es
algo diverso de preguntar por la película.

51
11. LA REBELDÍA CONVENCIONAL
DEMADONNA
(O MADONNA POSTMODERNA)

El verano pasado, hojeando un libro titulado «Ico-


nos del siglo XX» en una librería de Washington, me
sorprendió encontrar, como destacado icono de los
años 90, una imagen de Madonna. Bien mirado,
desde que Andy Warhol «sacralizó» la imagen de
Marilyn Monroe o de la lata de sopa Campbell en la
década de los sesenta, inaugurando el arte pop, estas
cosas no deberían sorprendernos, como ya no nos
sorprenden las lecturas y relecturas sociológicas de
los fenómenos más triviales que de un modo u otro
entran en el horizonte de nuestra experiencia. Sin
duda, en la atención que se dedica a lo superficial
puede haber un elemento de rebeldía. Así, frente a la
profundidad existencialista del expresionismo abs-
tracto de Rothko o Pollock, las obras de Warhol
constituían una cierta rebeldía. N o obstante, lo artís-
tico reside en la capacidad de plasmar una verdad
plásticamente. Y eso lo hizo Warhol: la estética pop
permitía conocer en un golpe de vista no sólo cuál
era el hábitat natural del consumista medio en los
años sesenta, sino también sus idolatrías partícula-

53
res. La «genialidad» de Warhol, precisamente, con-
sistió más en destacar este hecho, que en corrobo-
rarlo con su peculiar estilo de vida. Esto último no
era nada nuevo: la subordinación de la vida al arte
ha sido algo muy común desde el romanticismo, y,
lamentablemente, sigue siéndolo.
En todo caso desde Warhol, la reflexión sobre las
producciones de la cultura popular se ha hecho poco
menos que inevitable, pues tales producciones for-
man parte de nuestra experiencia cotidiana, una ex-
periencia, por lo demás, que hoy llega virtualmente
hasta los confines del mundo, merced a innumerables
imágenes y mediaciones que contribuyen, más que
nunca, a difuminar poderosamente la frontera -si es
que alguna vez la hubo- entre realidad y ficción.

¿POR QUÉ «ICONO DE LOS 90»?

El hecho de que Madonna aparezca como icono o


símbolo de los años 90 podría atribuirse a muchas
razones. Por ejemplo: más de alguno podría sentirse
tentado a comprobar quién ha financiado la publica-
ción de ese libro. Pero para las consideraciones que
quiero hacer aquí eso es bastante accidental. En
cierto modo abona otra de las posibles causas: al pa-
recer se trata de la persona o el personaje más foto-
grafiado del siglo pasado, después de la fallecida
Diana de Gales. Pero eso seguiría siendo hasta cierto
punto accidental, incluso aunque se trate de fotógra-
fos del renombre de Broce Weber, Herb Ritts oJean
Baptiste Mondino. A fin de cuentas, ¿por qué es una
persona o un personaje tan buscado? Tampoco pa-

54
rece razonable atribuirle ese «honor» sencillamente
por los escándalos que durante los años 90, en ma-
yor medida que en los 80, estuvieron asociados a su
persona. De una forma u otra, el rock ha estado aso-
ciado desde su inicio al escándalo, y su historia pos-
terior -especialmente en los años setenta, donde se
inauguró la tríada sexo-drogas y rock and roll-, ha
continuado vinculada a él; pero se trata, siempre, de
un escándalo controlado y regulado por el sistema.
Permítaseme en este punto relatar una anécdota.
Coincidió que llegué a Munich la noche en que se
estaba jugando la final del mundial de fútbol entre
Francia y Brasil. Según me contaron entonces, los
días anteriores las aficiones de los distintos equipos
en competición, al término de los partidos, habían
festejado los encuentros futbolísticos en los alrede-
dores de la Münchener Freiheit, así que, después de
cenar, allí me dirigí con algunas otras personas. Fue
sorprendente, al menos para mí, ver cómo la policía
local estaba cercando el terreno donde supuesta-
mente iba la tener lugar la celebración y la fiesta: iba
a ser, en efecto, una «celebración controlada». Lo
considero un rasgo característico de nuestras socie-
dades occidentales, en las que, muy razonablemente,
se ha previsto de antemano el espacio destinado a lo
que, eventualmente, podría causar más desorden del
deseable. Por ello mismo lo considero también sig-
nificativo de la portentosa capacidad de nuestras so-
ciedades para engullir todo lo que, de una forma u
otra, por su apariencia más o menos irracional, se
presenta como un cierto tipo de amenaza. Esto puede
ocurrir de muchas maneras: la más habitual en nues-
tro tiempo es la comercialización de todo lo aparen-

55
temente contracultural. Un ejemplo significativo de
esto último lo tenemos en la aparición del movi-
miento Punk en la Gran Bretaña de finales de los 70
y los 80, es decir, en la «era Thatcher». El movi-
miento Punk se presentaba con una apariencia agre-
siva, que ofendía el buen gusto conservador. Sin em-
bargo, muy pronto asistimos a la extensión del
movimiento Punk por otros países, y presenciamos
la aparición de comercios especializados en la venta
de atuendos Punk: de la contracultura se había he-
cho negocio; de esta forma había sido engullida por
el sistema contra el cual se rebelaba.
Algo de esto ha ocurrido desde su inicio con el
rock. El hecho de que su aparición estuviera ligado
al escándalo no debe llamarnos a engaño: el rock no
es sólo música; en la actualidad es sobre todo una in-
dustria -también cuando se presenta, como un co-
nocido grupo de música, con el nombre de «Rage
against the Machine»-. Este mismo verano, pintada
en la puerta de un ascensor de una biblioteca, en
Glasgow, pude leer, no sin asombro, el siguiente
lema: «rock against capitalism». Y sin embargo, el
rock es una poderosa industria, que, eso sí, vive de
encauzar y alimentar una rebeldía generacional, por
lo general nacida de un cierto resentimiento contra
la sociedad, pero a fin de cuentas inofensiva para la
subsistencia del mismo sistema.
En este sentido, las transgresiones de Madonna,
centradas en la religión -especialmente alrededor
de Like a Prayer (1989), pero ya antes: ¿no fue ella
la primera en colgarse crucifijos exclusivamente
como adornos?- o en el sexo -recuérdese la pu-
blicación de su libro Sex (1992) y su álbum Erótica

56
(1992) en medio del pánico sembrado por el Sida-
expresan una rebeldía de lo más convencional: las
referencias al sexo y el uso profano de los símbolos
sagrados son los puntos donde tradicionalmente se
han concentrado los detractores del sistema para ex-
presar su rebeldía. No habría nada que objetar a todo
ello si el sexo y lo sagrado fueran puras convencio-
nes, si no señalaran claves esenciales de la persona.
Pero me temo que ese no es el caso. Por lo demás,
para bien o para mal el «sistema» mismo ya hace
tiempo que considera que tales puntos -el sexo y lo
sagrado- son accidentales a su funcionamiento. Y
en rigor lo son: su manipulación no hace daño direc-
tamente al sistema abstracto -un engranaje de po-
der, dinero e influencia-, sino a los hombres con-
cretos, y en primer término a los mismos rebeldes,
que al final capitulan y se rinden a las convenciones
más descaradamente burguesas, como si, desenga-
ñados, hubieran descubierto en ellas la verdad de su
vida. Precisamente algo así se podría pensar de Ma-
donna: tras una época de transgresiones juveniles,
habría sentado por fin la cabeza, con una boda con-
vencional, en un matrimonio más o menos conven-
cional, con la recuperación de un ritmo de vida pre-
tendidamente convencional. ..

LA POSTMODERNIDAD DE MADONNA

Pero ni siquiera eso se puede pensar con certeza.


Esto es lo que a mi juicio resulta más significativo,
lo que en todo caso presta cierta credibilidad a su
imagen de icono, de icono postmoderno: en Ma-

57
donna se confunden por completo persona y perso-
najes, hasta el extremo de que todo parece igual-
mente verdadero o igualmente falso. En este sentido,
Madonna es símbolo de una cierta postmodernidad,
una postmodernidad que fascina con reflejos y simu-
lacros, que suscita la sensación de misterio por la vía
de generar ambigüedades, y en la que finalmente se
pierde lo real detrás de un universo de apariencias.
Al margen de las interpretaciones que uno mismo
pueda hacer de su propia vida -al margen, por
tanto, de las interpretaciones que Madonna pueda
hacer de la suya-, cabe una doble interpretación de
tipo sociológico de su extraordinario impacto social,
del que, entretanto, ya no duda nadie: el movimiento
de madonna-wanna-bes iniciado incluso antes de la
publicación de Like a Virgin (1984), como imitación
de un agresivo modo de vestir y presentarse, se ha
transformado en un público incondicional que persi-
gue a la estrella por los canales mediáticos (recuér-
dese uno de sus más recientes conciertos, transmi-
tido por internet, y que fue seguido por más de nueve
millones de personas: más que las olimpiadas de
Sydney, y más que las elecciones americanas).
En primer lugar, lo único que cabe inferir de todo
esto con cierta seguridad es que Madonna domina
dos claves del sistema: los medios y el mercado. N a-
die discutirá lo primero: siempre que parecía abo-
cada a desaparecer a causa de escándalos sucesivos,
supo servirse de ellos para salir reforzada (en térmi-
nos de ventas); por lo demás, ha demostrado un in-
negable talento para hacerse antes que nadie con las
tendencias del mercado musical, y materializarlas en
discos de éxito, o promocionando a nuevos artistas

58
(ahí está Maverick Records). Posiblemente, en su
dominio de la imagen, ha colaborado bastante el he-
cho de haber mantenido a la misma manager desde
el principio (Liz Rosenberg). De cualquier forma es
significativo que después de veinte años -y tras ir
dejando atrás, uno tras otro, a una larga serie de pro-
ductores: Jellybean Benítez, Neil Rodgers, Pat Leo-
nard, William Orbit...- siga estando en primera lí-
nea; que incluso sepa servirse del éxito ajeno para
reforzar el propio -llevar una camiseta de Britney
Spears en uno de sus conciertos de esta última etapa,
casualmente, tras haber llevado otra con los nom-
bres de sus hijos en un concierto anterior. Este úl-
timo detalle es significativo, pues precisamente la
ironía es, en una medida muy grande, la clave de su
éxito. La deliberada exageración hasta la horterada
de ciertos tipos humanos ha sido, lo más tarde desde
la imitación de Marilyn en Material Girl (1985), una
característica de la estética de Madonna. Y en la exa-
geración hay mucho de ironía, como si dijera: ¿no se
irán a creer que me tomo en serio «esto»? Pero la
ironía proyectada de manera universal fácilmente
desemboca en cinismo.
Efectivamente, su evidente dominio de las claves
del sistema se traduce -tal vez de manera incons-
ciente- en una actitud cínica respecto a todo lo de-
más, de ahí su adopción de todas las imágenes posi-
bles: desde su agresiva imagen inicial en Madonna
(1983) o Like a Virgin (1984), a la sofisticada del
True Blue (1986), a la provocadora de Erótica
(1992), a la pseudo-mística de Ray of light(1998), a
la cow-girl de Music(2000) -imágenes que se mul-
tiplican en sus conciertos/desconciertos-, los me-

59
dios se han hecho eco de las mil y una metamorfosis
de Madonna. Ahora bien: en ello hay, como decía,
un punto -tal vez más que un punto- de cinismo.
Tanto cambio de imagen sólo revela una cosa: nin-
guna imagen vale más que otras; todas valen lo
mismo: lo que tu prefieras, lo que más te guste. Pre-
cisamente ese cinismo resulta, amén de liberal, muy
posmoderno, y -si pudiéramos prestar crédito a
este tipo de «revelaciones» está corroborado por la
misma actitud de Madonna, que no permite ver a su
hija Lourdes la televisión, convencida como está de
que todo lo que en ella se proyecta es mentira: «Todo
es mentira».
Una nueva paradoja, pues, al parecer, ella persigue
transmitir algunas verdades con su música (como sos-
tenía en una entrevista reciente, concedida a la revista
americana Interview y publicada parcialmente por El
Semanal). Al parecer, ella tiene algo que transmitir,
una experiencia personal que resulta universalizable.
¿Pero acaso hay algo real que abone la presunta ver-
dad de su mensaje? Si, a lo Baudrillard, vivimos en
un mundo de simulacros, nada resulta más inverosí-
mil que esa pretensión de verdad. Madonna repre-
senta la ambigüedad más que la contradicción. Por-
que la contradicción requiere fijar alguna verdad en
alguna parte, y contradecirla en otra. Pero lo que su-
giere Madonna es la ambivalencia de todos los roles
posibles. Es la adopción alternativa de los diversos
roles que nos ofrece la sociedad de consumo, sin que
haya ningún criterio para discernir la compatibilidad
de unos y otros. Todo parece compatible en principio.
Y, sin duda, hay muchas cosas compatibles: la vida
misma consiste en aprender a compatibilizar cosas en

60
apariencia incompatibles, pero realmente compati-
bles. Sin embargo, Madonna ha borrado la diferencia
entre la apariencia y la realidad, entre lo ficticio y lo
verdadero, entre los personajes y la persona.

LA BORROSA FRONTERA ENTRE PERSONA


Y PERSONAJES

En efecto: la persona puede adoptar distintos ro-


les, puede representar incluso distintos personajes,
pero ha de mantener su identidad. La distancia entre
identidad (persona) y representación (personajes) se
ha tematizada desde siempre en el teatro, que no en
vano es arte, artificio. En el teatro -también en la
música y el baile en la medida en que tienen un
fuerte componente dramático- es aceptable la re-
presentación de roles distintos, siempre que no
ponga en peligro la identidad de la persona. Sin em-
bargo, la historia precedente de Madonna -en par-
ticular su discutida Truth or Dare, filmación de su
vida real que explica el reproche de Warren Beatty:
«no sabe vivir fuera de la cámara»- parece haber
neutralizado por completo la diferencia entre reali-
dad y ficción, y de ello parece resentirse su historia
posterior. Aquella filmación, que incluía los momen-
tos más sórdidos de su controvertida gira The Blonde
Ambition Tour, posteriormente comercializada, hizo
desaparecer por completo la frontera entre la per-
sona y el personaje. No era la primera ni la última
vez: ya en Desperately Seeking Susan (1985), la pe-
lícula dirigida por Susan Seildelman y coprotagoni-
zada con Patricia Arquette, la Madonna que aparecía

61
en pantalla era para muchos la Madonna real; muy
similar, por cierto, a la que luego hizo una aparición
fugaz en Blue in the face (1995 ), con guión de Paul
Auster. En la misma línea, la contestada representa-
ción de Evita (1995), en la película de Alan Parker,
con un guión que en lo esencial asimilaba la llegada
de Evita a Buenos Aires con la de la propia Madonna
a Nueva York a finales de los setenta, sólo contri-
buyó a alimentar la confusión.
Desde entonces parece inútil todo intento por se-
parar a persona y personaje. La terquedad de la bio-
grafía se impone a la voluntad autónoma. Madonna
debió de advertirlo en algún momento: así, en una
compilación de sus temas lentos titulada Something
to remember (1995), declaraba haber aprendido a
hacer las cosas con menos fanfarria, y a darle mayor
protagonismo a la música: pero ni ese anuncio ex-
preso ni la celosa protección de la vida privada que
desde entonces ha procurado Madonna ha podido di-
sipar la sospecha de que se trata de una nueva estra-
tegia. La ficción ha engullido no sólo a la realidad
sino a la pretensión de realidad.
Por lo demás, en todo ello se revela una profunda
ironía: la separación de persona y personajes en tér-
minos de lo privado y lo público tiene ella misma
mucho de convencional. Y es que, de la rebeldía
frente al sistema a la burguesía más convencional no
hay más que un paso. En eso Madonna es símbolo
de toda una generación, que, de los sesenta a esta
parte ha adoptado distintas formas (los hippies que
se vuelven yuppies, los que atacan las convenciones
para luego instalarse en ellas). Seamos claros: el
único modo de ser rebelde es no pretenderlo. Preten-

62
derlo resulta muy convencional, muy apropiado a
nuestra sociedad liberal. En este sentido, incluso su
reciente ataque a «lo políticamente correcto» para
defender al rappero Eminem -conocido por sus te-
mas violentos y anti-homosexuales- tiene mucho
de rebeldía convencional contra un posible estereo-
tipo: su imagen de «icono gay»; del mismo modo se
revuelve contra el estereotipo de madre rodando un
vídeo violento. Madonna no quiere que la fijen en
ninguna identidad convencional. Y, desde luego, es
ésta una pretensión muy razonable, pues, a fin de
cuentas es verdad que la identidad del hombre no es
un asunto cultural. Sin embargo, no es fácil desem-
barazarse de las convenciones culturales, cuando
uno ha tratado lo sagrado como un asunto conven-
cional.

INTERPRETACIÓN DE UNA POSIBLE


AUTO-INTERPRETACIÓN DE MADONNA

Cuando sólo quedan ficciones y convenciones,


distinguir a la persona y al personaje se convierte en
una empresa imposible. Ciertamente hay géneros o
expresiones que suscitan -no sé con cuanto funda-
mento- mayor credibilidad que otras. Algo de esto
ocurre con las entrevistas serias que se le han hecho,
publicadas, por lo general, en Vanity Fair -donde la
propia Madonna realiza ocasionales colaboracio-
nes- o en la revista Interview de Andy Warhol. En
esas entrevistas, de pronto, parece emerger «otra»
Madonna: una Madonna con una apariencia más
vulnerable y, tal vez por eso, más verosímil, dolida

63
por el poco reconocimiento del que su música ha go-
zado durante años (tal vez porque ella misma dis-
traía la atención hacia otros temas); una Madonna
que experimenta en su persona todo tipo de contra-
dicciones, de las que luego se hace eco su música.
Pero también una Madonna algo más intelectual, rela-
tivamente versada en arte y en libros, aficionada al ya
mencionado Pollock, coleccionista y patrocinadora
ella misma de alguna exposición que otra -como la
reciente de la fotógrafa Cindy Sherman en Nueva
York-, lectora de Plath, Duras o Kundera -por si
queríamos más postmodernidad-, y -en esto coin-
ciden todos- trabajadora infatigable, perfeccionista
hasta el extremo, con una autodisciplina espartana y
extraordinaria fuerza de voluntad.
Esta Madonna interpreta su vida pasada funda-
mentalmente en términos mecánicos, como reacción
ante el ambiente acaso excesivamente estricto en el
que desarrolló su primera juventud: «lt was my own
personal rebellion against my father. .. against the
way 1 was raised, against the culture, against so-
ciety, against everything. lt was a huge, massive act
of rebellion», decía, recordando la publicación de
Sex. (Cf. Vanity Fair, marzo 1998):
(«Fue tan solo mi propia rebelión personal en con-
tra de mi padre ... en contra del modo en que fui edu-
cada, en contra de la cultura, en contra de la socie-
dad, en contra de todo. Fue un gigantesco y masivo
acto de rebelión»).
Y en otra ocasión:
«lt was just the rules. There were so many rules,
and 1 just could never figure out what they all were.
lf somebody had given me an answer, 1 wouldn 't

64
have been so rebellious. But because no one did, 1
was constantly going ... So 1 went to the extreme ...
and that just continued, because 1 was rebelling
against... the value system ... The same kind of rigid,
patriareha/ point of view about how women are sup-
posed to behave. Listen, if I'd grown up in Manhat-
tan and been exposed to things and hada more libe-
ral upbringing, /' d be a complete/y different person»
(Vanity Fair, marzo 2000). («Eran las reglas, simple-
mente. Había tantas reglas, y simplemente nunca
pude llegar a entender qué significaban todas ellas.
Si alguien me hubiera dado una respuesta, no habría
sido tan rebelde. Pero porque nadie lo hizo, fui cons-
tantemente en contra ... y así fui hasta el extremo ... y
todo eso continuó porque me estaba rebelando con-
tra... el sistema de valores... La misma clase de
punto de vista rígido y patriarcal acerca de cómo se
tienen que comportar las mujeres. Escucha: si hu-
biera crecido en Manhattan, y hubiera estado ex-
puesta a las cosas, y hubiera tenido una educación
más liberal, sería una persona completamente dife-
rente»).
Madonna, en efecto, acaso influida por su lectura
adolescente de Sylvia Plath, interpreta su evolución
personal como una búsqueda de la propia identidad,
en medio de expectativas sociales contradictorias
acerca de lo que debía ser una mujer; la interpreta, en
gran medida, como un reflejo del engaño padecido
por toda una generación de mujeres educadas con
Barbie, la muñeca perfecta, en la idea de que -como
ella- debían triunfar simultáneamente en todos los
ámbitos (véase el artículo de Joyce Millman reedi-
tado en la reciente Antología del Rock de W. Me

65
Keen, New York, 2000). A falta de simultaneidad,
ella lo ha intentado sucesivamente: primero triun-
fando en lo profesional, luego -después de varia-
dos intentos fallidos- intentándolo como esposa y
madre.
Pero -he aquí la terquedad de la biografía- uno
no puede reinventar su vida del mismo modo que re-
hace una película, coloreándola después de los años.
Y así no deberían extrañar estas palabras suyas, con-
temporáneas del Like a Prayer (1989), « ... Lije is
sad. And that's why 1 try to be happy, because lije is
so sad. And because sadness is a teacher, and happi-
ness is really a gift>> (Entrevista con Becky Johnston
en Interview, 1989). («La vida es triste. Y esa es la
razón de que yo intente ser feliz, porque la vida es
tan triste. Y porque la tristeza es una maestra, y la fe-
licidad es realmente un don»).
Se trata sin duda de unas palabras curiosas, pues
la mayor parte de la gente tiende a considerar que la
vida en general está bien, aunque haya momentos
bajos. Las palabras anteriores sugieren todo lo con-
trario: la vida está mal, y no nos queda más que huir
de ese mal haciendo cosas: vivir es fugarse de la tris-
teza. Es ésta una idea muy postmoderna: hacer cosas
para entretener a la muerte. ¿Habrá leído Madonna a
Baudrillard? En todo caso, esta visión negativa de la
vida, tan afín a Schopenhauer, tiene mucho de orien-
tal. Un álbum posterior, Ray of Light(I 998), como es
sabido, fue compuesto bajo esa influencia. En él son
varias las canciones que revelan una visión negativa
de la vida, que aparece señalada por palabras no pre-
cisamente halagüeñas: «the poison of existence» («el
veneno de la existencia»), se dice en Shanti/Ash-

66
tangi. Está muy lejos la Madonna de los ochenta,
que transmitía con sus canciones la idea de que la
vida es una fiesta: Where's the party? Era un tema
del True Blue(1987 ), si no tan despreocupado como
Holiday (1983) o 1nto the groove ( 1985) todavía en
su misma línea «festiva».
En cambio, la Madonna de Ray of Light (1998),
más reflexiva e intimista, no oculta un cierto desen-
gaño: «1 traded fame for love/without a second
thought/It all became a silly game/ sorne things can-
not be bought/ Running, rushing back for more/ 1
suffered fools/ so gladly/ And now 1 find/ I've chan-
ged my mind». Son los primeros compases de Drow-
ned World (my substitute for love), la primera can-
ción de Ray of Light. («Cambié la fama por el amor 1
sin pensarlo dos veces./ Y todo se convirtió en un
juego tonto: 1 Algunas cosas no pueden comprarse 1
Corriendo, volviendo atrás por más 1 soporté a idio-
tas 1 con tanto gusto 1 Y ahora he descubierto 1 que
he cambiado de parecer»).
Desgraciadamente, a su formación católica Ma-
donna sólo atribuye una huella en su vida posterior:
el sentimiento de culpa que penetra toda su vida co-
tidiana: «1 have a great sense of guilt and sin from
Catholicism that has definitely permeated my every-
day lije, whether 1 want it or not. And when 1 do so-
mething wrong, or that 1 think is wrong ... if 1 don't
let someone know l've wronged, l'm always ajraid
l'm going to be punished. 1 don 't rest easy with my-
selj» (lnterview, 1989). («He heredado un gran sen-
tido de culpa y pecado del catolicismo, que definiti-
vamente ha impregnado mi vida cotidiana, tanto si
lo quiero como si no. Y cuando hago algo mal, o que

67
yo pienso que está mal... si no le cuento a alguien
que he hecho mal, tengo siempre el temor de que
voy a ser castigada. N o descanso en paz conmigo
misma»).
En una interpretación siempre arriesgada, podría-
mos reconocer la huella de este sentimiento en las pri-
meras palabras de Swim, el segundo tema de Ray of
Light: «Put your head on my shoulder, baby/Things
can't get any worse/Night is getting colder, someti-
mes ... /Life feels like it's a curse/ 1 can't carry these
sins on my back/Don't wanna carry any more/ I'm
gonna carry this train off the track/... Gonna swim to
the ocean floor. .. Swim to the ocean floor/Let the
water wash over you/ Wash it all over you/ Swim to
the ocean floor/ So that we can begin again/ Wash
away all our sins». («Pon tu cabeza sobre mis hom-
bros, cariño 1 Las cosas no pueden ir peor 1 la noche
se está enfriando, a veces ... 1 la vida parece una mal-
dición 1 N o puedo llevar estos pecados sobre mi es-
palda 1 No quiero llevarlos más 1 voy a sacar este
tren de la vía 1 voy a nadar hasta el suelo del océano
1 nadar hasta el suelo del océano 1 deja que el agua
caiga sobre ti 1 lo lave todo sobre ti 1 nadar hasta el
fondo del océano 1 para que podamos comenzar de
nuevo 1 lavar todos nuestros pecados»).
Pero por verosímil que pudiera parecer esa inter-
pretación a quienes hacemos una diferencia entre lo
convencional y lo sagrado, no hay nada en la obra de
Madonna que permita suscribir dicha interpretación
mejor que cualquier otra: cada una de sus canciones
avalaría una interpretación diferente y no hay mayor
motivo para conceder crédito a una sobre otra, sobre
todo si, como confiesa ella misma, cada álbum res-

68
ponde a un estado de ánimo distinto: menos todavía
que las convenciones culturales, los estados de
ánimo no ofrecen ningún punto de referencia fiable
con el que liberarse realmente de todo lo convencio-
nal. ¿Cuál es el estado de ánimo que inspira Music?
Difícil decirlo. Desde luego, cualquiera que lo escu-
che coincidirá conmigo en que no es precisamente
un borbotón de optimismo. Difícilmente podría
serlo: Madonna refleja el sentir común de la época,
y éste, allí donde no se sustrae a las convenciones,
no es precisamente optimista. Diría que el tono ge-
neral de Music es ácido, a veces melancólico (Para-
dise (notfor me)), a veces reflexivo (Nobody is per-
fect), y sólo indirectamente rebelde (por ejemplo en
Don't tell me o incluso en Gone); en muchos mo-
mentos suena a capitulación. Me quedo con una
frase: «music makes the people come together/ Mu-
sic makes the bougeoisie and the rebel come toget-
her». Ahí se encuentran el burgués y el rebelde: en la
música.

69
III. INTERLUDIO
(ENTRE MADONNA Y LA MODA)*

En verano del2001, la BBC emitió un programa


dedicado a Madonna, titulado «There is only one
Madonna». Aunque no tuve oportunidad de verlo, al
día siguiente apareció en el Daily Telegraph un ar-
tículo relativamente extenso, en el que se recogían
fragmentos de intervenciones de varias personas a
propósito de la cantante. Una de estas personas era
el diseñador Jean Paul Gaultier, quien desde que vis-
tió a la estrella en su gira del 90 mantuvo una estre-
cha relación con la cantante, diseñando de nuevo el
vestuario de varios de sus espectáculos. Con ocasión
de este reportaje, Gaultier recordaba que la primera
vez que vio a Madonna por televisión, veinte años
atrás, cuando ni siquiera conocía su nombre, le im-
presionó profundamente, y declaraba haberse sor-
prendido al conocer que se trataba de una chica

* Conferencia pronunciada bajo el título «La antimoda: ¿otro


estereotipo? A propósito de Madonna>>, en el Congreso de Moda
Urbana, celebrado en la Universidad de Navarra en noviembre de
2001.

71
americana, pues por su original manera de vestir «te-
nía que ser inglesa».
Ignoro si las palabras de Gaultier pretendían ser
algo más que un guiño a la audiencia británica. Lo que
sugerían, en todo caso, era una mayor sintonía de Ma-
donna con una cierta manera de vestir más británica
que americana, similar, acaso, a la representada por Vi-
vienne Westwood en los setenta, que, como es cono-
cido, recibió una singular encamación en el estilo punk
de los Sex Pistols. Tal vez por eso no ha faltado quien
catalogara a Madonna dentro del movimiento punk.
Sin duda había cosas en común: cuando menos el
gusto por el color negro, y la mezcla de accesorios
procedentes, ya de la imaginería religiosa, ya del
universo underground, que, si en el caso de West-
wood suponía traer a la superficie elementos gene-
ralmente asociados al sadomasoquismo, en el caso
de Madonna suponía más bien exhibir en la superfi-
cie prendas tradicionalmente interiores: lo que se ha
llamado «look de lencería» que, con todo, resultaba
particularmente agresivo 1•
Sin embargo, catalogar a Madonna dentro del
punk tiene algo de inexacto, pues ella reflejaba más

1 «A primera vista -escribe Alison Lurie en su libro El len-

guaje de la moda-, ella y sus muchas imitadoras parecían total-


mente vulnerables. Pero una segunda mirada revelaba que en reali-
dad casi todas estaban muy bien protegidas. Bajo el raso y los
encajes, los corsés y los sostenes iban firmemente emballenados y
reforzados, y las musculosas piernas de seda las llevaban enfunda-
das en altas botas de cuero de agresivo aspecto. A lo que de verdad
se parecían era a las 'amazonas' de las fantasías masoquistas, po-
pularizadas en cómics y en películas de ciencia ficción». Lurie, A.,
El lenguaje de la moda. Una interpretación de las formas de vestir,
Paidos, Barcelona, 1994, p. 17.

72
bien una sofisticada asimilación de aquel estilo, que
originalmente se había presentado como contra-cul-
tura, pero que, especialmente a partir de ella, se iba a
convertir rápidamente en moda. Desde entonces Ma-
donna se ha consagrado como experta en el reciclaje
y la mezcla de estilos, que asimila y desecha en una
sucesión sin fin, fingiendo que adopta por un ins-
tante los significados convencionalmente asociados
a ellos, tan sólo para invertirlos o vaciarlos de sen-
tido en el instante siguiente.
Un gesto particularmente significativo de esta
tendencia suya -y de Gaultier- a invertir los sig-
nificados convencionales del vestido, fue la rein-
troducción del corsé como parte del vestuario en
una de sus giras, exhibiéndolo de un modo que in-
vertía su legendario significado opresivo (¡Si Poi-
ret levantara la cabeza!). Sin duda, esta peculiar in-
versión de lo interior y lo exterior, que suponía
sacarle partido erótico a los restos de una sensibili-
dad postvictoriana 2, podía ser interpretado como
una provocación por las clases medias. Sin em-
bargo, lo que hace relevante a Madonna, en cual-
quier radiografía de la cultura popular de los últi-
mos veinte años, no es tanto el hecho mismo de la
provocación como el camino escogido para ella,
que revela hasta qué punto la sociedad consumista
y mediática ha neutralizado cualquier posibilidad
de rebeldía.

2 Cf. Craik, J., Theface offashion. Cultural studies infashion,

Routledge, London, New York, 1994, pp. 123, 131.

73
RETANDO LAS CONVENCIONES

Por de pronto, al igual que el maridaje entre el


mundo del diseño y el mundo del pop no era nada
nuevo, tampoco lo era el intento de provocar a las
clases medias mediante la imagen. Ni siquiera era
nuevo el reciclaje de estilos con este fin. Ya en los
sesenta, el todopoderoso Andy Warhol, con sus cha-
quetas de cuero negras y las botas altas, apadrinando
a los Velvet Underground había generado una ima-
gen parecida3 , parcialmente inspirada en una de las
primeras películas de Marlon Brando (The Wild One,
1954). Sin embargo, a diferencia de los Sex Pistols
y, desde luego, de los Velvet Underground, Madonna
se anunció desde el principio como un fenómeno glo-
bal, que, como tal, sólo fue posible por vez primera
en los ochenta. Después ha habido otros, aunque me-
nos duraderos. Ella misma fue la primera sorpren-
dida. En una entrevista concedida al Washington Post
por aquél entonces, revelaba su propia sorpresa ante
el fenómeno de las madonna-wannabes, su estupor
ante el hecho de que una forma de vestir que ella ha-
bía elegido aparentemente por su cuenta se convir-
tiera de pronto, y de una manera bastante espontánea,
en una moda entre las niñas de la burguesía.
La espontaneidad del fenómeno -que ya enton-
ces hizo pronunciarse a algunos sociólogos- mos-
traba a las claras que había pulsado alguna tecla de
la sensibilidad social, que el sistema se encargó de
aprovechar oportunamente. Por lo demás, esta
misma espontaneidad explica también el interés que

3 Cf. Koch, S., Andy Warhol Superstar, Anagrama, 2" ed. 1987.

74
despertó en un diseñador como Gaultier, para quien es
preceptivo que la moda emerja de la calle, que no se
convierta -a diferencia del evento de Armani en el
Guggenheim- en una pieza de museo. Probable-
mente fue entonces cuando Madonna tomó conciencia
del enorme poder social de la imagen que había gene-
rado y que, con ella, comenzaba a abandonar el uni-
verso underground para elevarse al terreno de la cul-
tura popular y/o burguesa. En ello había sin duda un
elemento de ironía. A fin de cuentas, el estilo adoptado
por Madonna era en ella parte de una rebelión más o
menos consciente contra el estilo de vida burgués que
había dejado atrás en su Michigan natal. Y ahora, la
imagen que en ella significaba una rebeldía contra los
convencionalismos burgueses, había sido adoptada
masivamente por las niñas burguesas. A nadie -y a
ella menos que a nadie- pareció importarle mucho.
¿Pero a qué se debió el fenómeno Madonna?
Como ya se ha señalado, la inversión de lo conven-
cional4, con el fin de sorprender y epatar, no era nada
nuevo. Con todo, es una clave que, sin haber estado
nunca del todo ausente en la historia de la cultura,
podemos asociar de forma programática al movi-
miento dadaísta que en los años veinte hizo del es-
cándalo de la burguesía uno de sus objetivos princi-
pales. La necesidad de epatar a la burguesía procedía
entonces de percibir hasta qué punto el arte -o el
discurso sobre el arte- había sucumbido ante con-
sideraciones de otro tipo: básicamente el buen gusto,
el dinero y la moral burguesa. Sobre esta base, y afir-

4 Cf. Barnard, M., Fashion as Communication, Routledge, Lon-

don, New York, 1996, pp. 158-9.

75
mando de modo provocativo que todos somos artis-
tas, los dadaístas testimoniaban más bien, en la estela
de Nietzsche, que el arte había muerto. Su anti-arte
era la reacción virulenta del que se ha visto defrau-
dado en sus expectativas originales respecto del arte,
y, en consecuencia abraza el nihilismo estético.
Se ha querido ver en el dadaísmo un precedente
del pop-art que en los años 60 hizo su aparición de
la mano de Andy Warhol, Roy Lichtenstein y otros.
La continuidad, sin embargo, no puede establecerse
sin matices. El arte pop, desde luego, también pare-
cía sugerir que todo lo que gusta al público medio es
arte. Pero en este caso el gusto ya ha sido definitiva-
mente explorado e interpretado por el mercado a fin
de convertirlo en anzuelo para el consumo masivo.
Así, elevar estos objetos a la categoría de arte, tal y
como proponía Warhol, era un culto consciente a las
apariencias brillantes y seductoras de la sociedad de
consumo, un culto que, en este caso, y a diferencia
de lo que había ocurrido con el dadaísmo, enseguida
encontró la aprobación del gran público.
Sin embargo, lo que el público aprobaba no era
necesariamente lo artístico de estos objetos, sino el
reconocimiento social de sus propias preferencias, y
en el fondo a sí mismo. No es tan paradójico, pues,
que tal y como ha observado el crítico de arte Robert
Rugues, «los aspectos del Pop que han perdurado
mejor son precisamente aquellos que se suponía ha-
bían sido expulsados por su brillante apariencia, a
saber, misterio y metáfora» 5 • Si el pop era arte esto

5 Rugues, R., American Visions. The Epic History of Art in

America, Alfred A. Knopf, New York, 1997, p. 528.

76
se debía a que su misma aparente superficialidad era
sólo eso: aparente. Por forzada, aparente. En el fondo
-ese fondo cuya existencia Warhol negaba expresa-
mente-, se hacían presentes, por negación, los mis-
mos significados que la deliberada equiparación de
arte y espectáculo parecía dejar de lado. En esta línea,
muchos críticos 6 han llamado la atención sobre el he-
cho de que la obra entera de Warhol girase llamativa-
mente sobre la muerte: ya fueran fotos de accidentes
de tráfico, ya fuera la foto de Marilyn suicida.
En un comentario audaz, y probablemente discu-
tible, Rugues ha equiparado alguna de las obras
Warhol al arte religioso, del que apenas hay tradi-
ción en América. Para él, concretamente, «la Ma-
rilyn de Warhol está cerca de esa condición, en su
distante y sórdida epifanía». Y añade: «Se podría
imaginar la carrera completa de la entonces todavía
no nacida estrella del pop Madonna, como deducién-
dose de esta Evita-Marilyn-Madonna. Esta imagen
descarada te recuerda que en algún lugar próximo al
corazón del pop, hay algo acechado por la muerte.
Los artistas, en su mayor parte (exceptuando a Ro-
senquist y Oldenburg) estaban enfrentándose a un
mundo que se desvanecía, un mundo más cercano al
de su juventud que al de su madurez» 7•
Ese mundo decadente, en efecto, fue recuperado
por Madonna en los ochenta, en un gesto irónico que

6 Y el propio Warhol en entrevistas: Cf. «<nterview with Gene

Swenson>>, 1963, en Art in Theory, 1900-1990. An Anthology of


Changing Ideas, ed. Charles Harrison & Paul Wood, Blackwell,
Oxford, Cambridge, 1992, pp. 730-2.
7 Hugues, R., American Visions, 541.

77
recreaba en el vacío lo que se sabía ido para siem-
pre. Sin ser en absoluto extraordinario, el video clip
en el que la estrella promocionaba su canción Mate-
rial Girl, imitando el clásico número de Marilyn
«Los diamantes son los mejores amigos de una
chica», ha pasado a los anales del pop por sus pro-
pios méritos: como una irónica y post-decadente
glorificación del glamour y del dinero. La ironía la
aportaba la propia Madonna, exagerando delibera-
damente la imitación mientras forzaba el contraste
entre la imagen a lo Marilyn y la imagen agresiva de
sus primeros vídeos y actuaciones.
En este violento contraste estaba anunciado su
gusto por el cambio de imagen y de estilo musical.
Posiblemente esta tendencia a la metamorfosis era
una herencia de sus comienzos artísticos en los clubs
underground de Nueva York. Con toda seguridad,
era un reflejo del dinamismo del mercado y la «apo-
teosis de la apariencia» que caracterizó a los años
ochenta, en los que después de vender y comprarlo
todo sólo restaba ya la compra y venta de imágenes
e identidades. Lo que a partir de aquí permite expli-
car la sintonía de Madonna con tantos millares de
adolescentes del momento por todo el mundo, no es
sólo el proverbial gusto de la mujer por el cambio
-ya notado por el sociólogo Georg Simmel en su
clásico ensayo Filosofía de la Moda 8- pues, al fin y

8 «En general, la historia de las mujeres muestra que su vida ex-

terior e interior, individual y colectivamente, ofrece tal monotonía,


nivelación y homogeneidad, que necesitan entregarse más vivamente
a la moda, donde todo es cambio y mutación para añadir a su vida al-
gún atractivo», Simmel, G ., <<Filosofía de la moda», en Cultura fe-
menina y otros ensayos, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1938, p. 157.

78
al cabo, cambio era lo que dispensaban los diseña-
dores cada temporada. Lo interesante es que, este
look mutante procedía de la calle -aunque fuera en
una versión sofisticada- y en unos términos fami-
liares a toda una generación de niñas que, durante
los años sesenta y setenta habían aprendido más
acerca de su lugar en la sociedad fijándose en la mu-
ñeca Barbie que fijándose en sus madres 9 : esta mu-
ñeca, que constituía en sí misma todo un entrena-
miento para la sociedad de consumo, disponía de un
vestuario variadísimo, que le permitía adaptarse per-
fectamente a cada uno de los roles sociales preesta-
blecidos para ella. El más destacado, el vestido de
novia, asumido por Madonna para su disco Like a
Virgin.

LA CUESTIÓN DE LA IDENTIDAD

Ahora bien: si adoptando un estilo underground


Madonna se había presentado rebelándose en gene-
ral contra las convenciones de la clase media -por
consiguiente, también contra los roles ideales prefi-
gurados en el vestuario de la Barbie-, presentán-
dose irónicamente como la Barbie, no sólo sugería
una verdad innegable -que la identidad de la per-
sona no es algo convencional-, sino algo mucho
más problemático: que el uso que hacemos de las
convenciones no afecta en absoluto a nuestra identi-
dad; que uno puede construir y comprar su identidad

9 Cf. Millman, J., «Prima Donna», en Rack and Roll is here to

stay, (ed.) W. Me Keen, New York, 2000.

79
modificando y mezclando arbitrariamente las imá-
genes convencionales; en definitiva -y paradójica-
mente-: que toda identidad es posible, pues toda
imagen es intercambiable 10• Este fue, en efecto, el
mensaje postmoderno que Madonna transmitió sim-
bólicamente a la década de los ochenta: la equivoci-
dad de las apariencias. En este sentido se pueden in-
terpretar las palabras de Regina Schilling quien, en
el monumental libro «Moda: el siglo de los diseña-
dores», no vacila en expresarse en los siguientes tér-
minos, seguramente exagerados: «¿Qué habría sido
de los años ochenta sin Madonna? Cada año sor-
prende con un nuevo atuendo, una nueva imagen.
Antiguamente, las divas cultivaban un estilo muy
determinado y personal, pero Madonna ha demos-
trado que una estilización es suficiente. Nadie marcó
la cultura pop de los ochenta ni mantuvo una rela-
ción tan estrecha con la moda como Madonna. Con
gran habilidad, supo hacer enteramente suyas las eti-

10 En este sentido, me parecen significativas las palabras suyas,

recogidas en una reseña a uno de los conciertos, en el que se des-


cribe parte del espectáculo: «<t was pleasant to see what she's been
up to in all her spare time. She's been brushing up on foreign lan-
guages (reprising her B-side-only en español version of <<What lt
Feels like for a Girl» and offering up a stripped-down calypso ver-
sion of <<La Isla Bonita»), picking up the odd lethal martial art or
three, getting cozy with firearms, going to the rodeo (on the world's
happiest, if least menacing, mechanical bull), and writing goofy
country songs. After displaying her talent with the latter on a tune
referred to in her set listas <<The Funny Song>> about killing her
father and eating him, Madonna announced, in a rare moment of
speaking directly to the audience, <<See? You can do anything
you want, and don 't let anyone else tell you otherwisel>> ... >>. Carly
Carioli, www.bostonphoenix.com 20 August, 2001. Cf. http://www.
madonnamusic.com.

80
quetas que más furor causaban en cada momento,
entre ellas las italianas Dolce&Gabanna y Versace.
Tiene un olfato infalible para las tendencias de la
temporada y con sus nuevas identidades atrae a un
público formado por millones de personas( ... ). Ma-
donna ha demostrado que una mujer puede ser cual-
quier mujer si se sirve del estilo adecuado» 11 •
Me permitirán que pase por alto de momento lo
superficial de esta última afirmación. Me parece evi-
dente que uno no adquiere realmente otra identidad
por el hecho de disfrazarse de otra persona (sich klei-
den no es sich verkleiden). Pero el texto me sirve, en
todo caso, para destacar que la cuestión planteada
por Madonna no es otra que la cuestión de la identi-
dad en un mundo de apariencias, en un mundo defi-
nido por una serie de convenciones que encuentran
su expresión más inmediata en el modo de vestir. O
mejor -pues Madonna no es más que un ejemplo
extremo de todo ello- para destacar los términos en
que se plantea la cuestión de la identidad en nuestro
mundo contemporáneo.
Que el tema es en ella algo más que anecdótico,
que es un tema deliberado y consciente, lo confirma,
entre otras cosas, el mecenazgo de Madonna a una
artista como Cindy Sherman, quien, entre los años
70 y 80 realizó toda una serie conceptual de fotogra-
fías expresando la contradictoria relación entre las
mujeres y la moda presuntamente preparada para
ellas. En una de ellas, por ejemplo, se representa a
una mujer -la propia Sherman- con el pelo re-

11 Seeling, Ch., Moda: el siglo de los diseñadores: 1900-1999,

Conemann, 2000, p. 494.

81
vuelto delante de la cara, impidiendo al espectador
reconocer su rostro; la mujer aparece con los puños
cerrados, en gesto de tensión y de enfado. Y una mi-
rada más atenta revela la posible causa de su enfado
en el vestido que lleva puesto: elegante en aparien-
cia, pero que no termina de encajar bien en su
cuerpo. Un crítico ha visto en esta fotografía un
ejemplo de rebeldía contra las frustradas promesas
de felicidad suscitadas por la moda 12• Más en gene-
ral, en una de sus series de fotografías, autorretratos
ambientados en los años 50, Cindy Sherman explora
un amplio repertorio de estereotipos femeninos,
desde ama de casa a estrella de cine, sugiriendo la
idea de que la identidad es una construcción cultu-
ral, que desaparece o se transforma cuando desapa-
recen o se transforman los elementos culturales
como el vestido o los adornos 13 •
Sherman, sólo unos años mayor que Madonna,
comparte con ella la preocupación por la identidad
de la mujer en un mundo cambiante, que es tanto
como decir: en el mundo moderno. En efecto: como
ya viera Baudelaire, «lo moderno», se reconoce por
su carácter transitorio y fugitivo, que contrasta lla-
mativamente con las notas de permanencia y eterni-
dad que asociamos a lo clásico. Es precisamente este
carácter fugitivo de la vida moderna lo que explica
su particular sintonía con la moda, que es ella misma
deudora del cambio, pero también una manera pecu-
liar de domesticarlo, que no por casualidad se rige,

12 Ver la página dedicada a Cindy Sherman en el «The Twen-

tieth-Century Book Art».


13 Cf. Rugues, R., American Visions, 614.

82
como la vida pre-urbana, por los ritmos naturales de
las estaciones. En esta referencia velada a los ritmos
naturales, la moda confiesa su deuda con el tiempo,
pero también con un origen que no es ni totalmente
arbitrario ni totalmente convencional, que no es otro
que la naturaleza.
Pero la naturaleza enseguida se oculta tras las
convenciones sociales y culturales, y por eso cabe
recorrer buena parte de la vida y la cultura de un
pueblo recorriendo su modo de vestir. Por de
pronto, el modo de vestir ha servido siempre para
identificar posición social y profesiones, títulos y
prerrogativas. Sin embargo, es un rasgo peculiar del
siglo xx esa poderosa tendencia que asocia la dis-
tinción social casi exclusivamente al vestido: no
tanto porque en épocas pretéritas la distinción so-
cial careciera de reflejos en el atuendo, sino porque
aquella -la distinción social- se asociaba en pri-
mer término a otras cosas: el noble vestía de manera
diferente, pero sólo porque antes él o su familia ha-
bían hecho algo extraordinario, habían realizado un
servicio notable a su señor, o una gesta gloriosa a
los ojos de sus contemporáneos. En otras palabras:
eran las acciones y no sólo la apariencia lo que daba
razón última de la distinción social. Como mínimo
desde finales del siglo XIX la distinción ha pasado a
ser una cuestión casi exclusivamente ligada al
modo de vestir. Detrás de éste puede no haber nada
que realmente justifique la distinción, pero el ves-
tido ha retenido todas las connotaciones relevantes
en términos de identidad social. Las convenciones
se han vaciado de contenido, pero han persistido
como definidoras de la identidad, y esto -identi-

83
dad- es lo que termina vendiendo la industria de
la moda.
De alguna forma, tanto Sherman como Madonna
denuncian o revelan la vaciedad de tales convencio-
nes. Nacidas en el 54 y en el 59 respectivamente,
ambas tuvieron tiempo de experimentar en su juven-
tud la reacción juvenil contra lo convencionalmente
tenido por correcto durante la década anterior. Los
cincuenta, en efecto, habían sido unos años marca-
dos por una curiosa escisión en el modo de vestir. De
esa escisión habla Alisan Lurie en su libro El len-
guaje de la moda: «De repente parecía que hubiese
dos tipos distintos de mujeres. Unas eran mundanas
y sofisticadas y llevaban ropa de adulto elegante y
cuidado corte; el otro grupo lo componían 'adoles-
centes' o 'muchachas' que podían tener cualquier
edad entre los trece y los treinta años y que lleva-
ban jerseys anchos y faldas, vaqueros y bermudas.
La moda diseñada para el primer grupo se fotogra-
fiaba vestida por modelos arrogantes y neurasténi-
cas de pómulos salientes que rondaban los veinti-
cinco años; la diseñada para el segundo grupo la
vestían adolescentes de cara redondeada con un as-
pecto convencionalmente sano. En realidad, estas
féminas tan dispares a menudo eran la misma mu-
jer en diferentes ocasiones: embutida en una estre-
cha falda tipo 'viuda alegre' y un vestido de raso
para las fiestas, y con ropas sueltas informales para
diario. Aunque algunas de las prendas de los años
cincuenta fuesen infantiles, o cuando menos juve-
niles, normalmente eran la ropa de niños adolescen-
tes buenos, bien educados y convencionales, apro-
piados para una sociedad que era bien educada y

84
convencional aunque no fuese particularmente
buena» 14 •
La escisión de la moda fue el reflejo, si no una
causa parcial, de la crisis de identidad de las muje-
res, que también se advierte en la obra de una escri-
tora como Sylvia Plath, nacida en 1932 y muerta trá-
gicamente en 1963, cuya obra The Bell lar -La
Campana de Cristal- figuró entre los libros de ca-
becera de una Madonna adolescente 15 (como, por lo
demás, entre los de muchos otros jóvenes america-
nos). La única novela de Sylvia Plath, que por lo ge-
neral escribió poesía, destaca además por su peculiar
manera de relacionar arte y experiencia personaF 6 •
La protagonista de la novela es una chica llamada
Esther -otro nombre para la misma Sylvia Plath-
que se ve enfrentada a un doble estereotipo de mu-
jer: Doreen y Betsi, la chica mala y la chica buena
convencionales. La principal línea estructural de la
novela la constituye la adopción alternativa por parte
de Esther de los roles representados por estas chicas.
En palabras de un crítico literario, «todos los perso-
najes femeninos son dobles para Esther -roles po-
sibles que ella prueba para descartarlos después, por-
que no se ajustan a su propia identidad, y porque su
propio sentido de identidad es muy fragmentado-.
Su deseo de ser alguien distinto es, primariamente, su

14 Lurie, A., El lenguaje de la moda, pp. 97-98.


15 Cf. el perfil sobre Madonna elaborado por Ingrid Sishy para
Vanity Fairen marzo de 1998.
16 Cf. Smith, S., «Attitudes Counterfeiting Life: The Irony of

Artifice in Sylvia Plath's The Bell Jar>>, en Sylvia Plath, Chelsea


House Publishers, New York, Philadelphia, 1989, pp. 33-48.

85
forma de huir de un sentimiento de engaño y fra-
caso»17.
Cualquier incursión en la obra de Sylvia Plath
permitiría establecer curiosas comparaciones con la
trayectoria de Madonna. Si la mencionamos en este
contexto, sin embargo, es únicamente para llamar la
atención sobre un problema compartido por una ge-
neración de mujeres, y del que la cantante tiende a
hacerse eco en unos términos particularmente popu-
lares, que, entre otras cosas, encuentran un reflejo
inmediato en su actitud ante la moda, ella misma ex-
presión de un modo de concebir la existencia que
podríamos calificar de posmoderno, o, mejor aún,
«carnavalesco» -por emplear el término populari-
zado por el crítico Mijail Bakhtin-. Como es cono-
cido, en sus estudios literarios, los elementos que
Bakhtin destaca como típicos del carnaval son la
subversión de la autoridad a través de la risa, la pa-
rodia, el cuerpo grotesco, el lenguaje del mercado, la
imposibilidad de distinguir entre actores y especta-
dores ... ; pues, a fin de cuentas, el carnaval no es un
espectáculo visto por la gente, sino vivido por ella:
todos participan en él, porque abraza a todos 18, y en
esa medida es una clave que permite analizar nues-
tra sociedad, a la que algunos no han dudado en cali-
ficar como «sociedad del espectáculo».

17 Bundtzen, L. K., «Women in The Bell Jan>, en Sylvia Plath,

Chelsea House Publishers, New York, Philadelphia, 1989, p. 122.


18 Cf. Zavala, 1., La posmodemidad y Mijail Bakhtin, Espasa-

Calpe, Madrid, 1991.

86
MODA PARA MODERNOS Y POSMODERNOS

La sociedad del espectáculo es un hijo tardío de la


sociedad industrial y los mass media. Es la coloniza-
ción del mundo de la vida por los medios de comu-
nicación de masas y sus representaciones lo que per-
mite comprender esa actitud posmoderna, que
ironiza acerca de la relación entre moda e identidad,
mientras se divierte emborronando la diferencia en-
tre lo real y lo aparente, entre la persona y los perso-
najes. Siguiendo la lógica del mercado, no menos
que la lógica de los mass media, la oferta social de
identidades se multiplica, y supuestamente el indivi-
duo ha de optar entre ellas, como optaría entre dis-
tintos productos expuestos en un supermercado. Esta
es una versión liberal-extrema del pensamiento post-
moderno, que no hace sino reproducir en las actua-
les condiciones de la sociedad mediática y de con-
sumo la dialéctica individuo-sociedad ya expuesta
por Simmel en su ensayo sobre la moda.
En aquel texto, Simmel señalaba que la moda sa-
tisface tanto la necesidad de apoyarse en la sociedad
-reduciendo la conducta de uno al seguimiento de
un modelo-, como la necesidad de distinguirse,
precisamente gracias a la variación de sus conteni-
dos, que prestan cierta individualidad a la moda de
hoy frente a la de mañana. Simmel consideraba tam-
bién como un factor de distinción el hecho de que la
moda es siempre una moda de clase, una moda, por
lo demás, que la clase superior tiende a abandonar
cuando la inferior comienza a asimilarla 19 • En este

19 Simmel, G., «Filosofía de la moda», pp. 136-7.

87
sentido, la democratización de la moda es un fiel re-
flejo de la democratización de la sociedad. Pero esto
explica también que, una vez alcanzado ese estado
más o menos igualitario, empiece a cobrar mayor re-
levancia el aspecto diferenciador de la moda. Así se
comprende que las diferencias de clase hayan cedido
en nuestro tiempo su puesto a las diferencias de es-
tilo20, y que el acento se haya desplazado gradual-
mente de la sociedad al individuo, de tal manera que
la preservación de la propia identidad en términos
de imagen pasa a ser por entero responsabilidad de
cada individuo, de su particular originalidad: cam-
biar de imagen, con el fin de distinguirse de los de-
más -y así preservar la propia identidad indivi-
dual- se convierte entonces en un imperativo.
El imperativo de la creatividad se concreta, en este
caso, en romper la moda, que es siempre social. La
ironía es que este imperativo se convierte él mismo en
una moda. Y así, ¡pobre del que no es creativo! No es
fácil escapar de la moda. Tal vez por eso, el propio
Simmel optara por ver su lado positivo. Concreta-
mente, para él la existencia de modas era una de las
formas que tiene el hombre de salvar su libertad ín-
tima, mientras abandona lo externo a la esclavitud so-
cial. Ofreciendo al hombre un esquema en el que po-
día demostrar claramente su sumisión y docilidad a las
normas de la época, la moda permitía a los hombres
dejar a buen recaudo su intimidad, su libertad íntima21 .

2° Cf. Bell, D., Las contradicciones culturales del capitalismo,

Alianza, Madrid, 1987.


21 «Ofrece al hombre un esquema en que puede inequívoca-

mente demostrar su sumisión al común, su docilidad a las normas

88
Argumentando de esta forma, Simmel asumía cla-
ramente el concepto moderno de libertad, que es en
lo fundamental, una libertad abstracta y desligada de
toda atadura: la libertad del puro individuo que se
encuentra a solas consigo mismo y que, precisa-
mente por eso, experimenta al otro -a la sociedad,
especialmente- como límite de la propia libertad.
Sobre la base de una dialéctica semejante, que atra-
viesa todo su ensayo, la preservación de la libertad
personal adopta en Simmella forma de un compro-
miso: lo externo para la sociedad, lo interno para el
individuo. A su juicio, la libertad nos la jugamos
fundamentalmente en lo interior, curiosamente al
precio de una sumisión completa a las convenciones
exteriores. El sentido de sus palabras se advierte me-
jor en un pasaje de su ensayo dedicado a examinar el
sentido de la moda como máscara: «Este sentido de
la moda es el que la hace ser adoptada por hombres
delicados y originales: usan de ella como de una
máscara. La ciega obediencia a las normas del co-
mún en todo lo que es exterior les sirve deliberada-
mente de medio para reservar su sensibilidad y gus-
tos personales. Quieren a tal extremo guardar éstos
para sí, que se resisten a manifestarlos haciéndolos
asequibles a todos( ... ). Con ello se logra un triunfo
del espíritu sobre las circunstancias de la vida, que,
al menos en su forma, es uno de los más altos y suti-
les, a saber: que el enemigo quede convertido en un

que su época, su clase, su círculo próximo le imponen; con ello


compra toda la libertad posible en la vida y puede tanto mejor con-
centrarse en lo que le es esencial e íntimo». Simmel, G., «Filosofía
de la moda», p. 163.

89
auxiliar; que precisamente lo que parecía violentar a
la personalidad sea libérrimamente aceptado en su
beneficio. Porque la nivelación aplastante puede ser
en la moda reducida a las capas más externas de la
vida, sirviendo así de velo y de amparo para todo lo
íntimo, que queda en mayor libertad. El conflicto en-
tre lo social y lo individual se allana aquí mediante
una separación de zonas para ambos poderes. A este
género de fenómenos pertenece cierta trivialidad en
las maneras y en la conversación tras de la cual hom-
bres muy sensitivos y pudorosos suelen ocultar su
alma individual» 22•
Ahora bien, frente a este planteamiento moderno,
que se somete gustosamente a las convenciones so-
ciales, con el fin de preservar la independencia inte-
rior, Madonna representa el planteamiento postmo-
derno que busca conquistar su identidad, mientras
recicla y rechaza de manera sistemática tales con-
venciones, que reconoce -con bastante razón- va-
cías de contenido. Lo que entonces emerge como
única realidad poderosa no es otra cosa que su domi-
nio de los medios y el mercado, y con ello la ironía o
la hipocresía final: pues el carnaval postmoderno se
sustenta en una disciplina que honraría a los más ab-
negados empresarios.
En efecto, al someterse la moda a los imperati-
vos del mercado, y prever éste la existencia de mo-
tores del cambio, más o menos contraculturales, la
alternativa al seguimiento de la moda consiste en
pasar a formar parte del establishment que define

22 Simmel, G., «Filosofía de la moda>>, p. 160.

90
la moda 23 • En este sentido, el recorrido de Madonna
es paradigmático: de una popular y aparentemente
espontánea oposición inicial a las convenciones bur-
guesas tal y como vienen representadas en la moda

23 Para retar, en este caso, a un público desconcertado. No es ex-

traño, por eso, que alguna interpretación de sus últimas apariciones


se mueva precisamente en esta dirección: <<Si Madonna acostum-
braba a desmontar por la vía de retar al establishment, su meta actual
parece ser retar a su público. La gira Drowned World es una mezcla
agresiva e incluso impenetrable de arte callejero y moderna Las Ve-
gas. Sólo por un instante, próximo al fm del espectáculo, se presenta
de manera directa, cuando reproduce su temprano y refrescante
éxito <<Holiday>>. El bombardeo de imágenes que lo preceden proba-
blemente dejó confusos a bastantes seguidores. Ahí está el capítulo
de la cowgirl surrealista, cuando Madonna, guitarra acústica en
mano, se dirige sinceramente a la audiencia con un marcado acento
sureño. Ahí está la secuencia apocalíptica, en la que la estrella ves-
tida con falda escocesa es físicamente acosada por hombres revesti-
dos de cuero y máscaras de gas, que se deslizan como gusanos gi-
gantes a lo largo del escenario. La imaginería violenta retoma con
unos dibujos animados que representan a mujeres indefensas sexual-
mente sometidas por ogros masculinos. Todo ello tiene lugar en un
escenario siempre cambiante, provisto de ascensores hidráulicos y
puertas falsas. Ciertamente, también encontramos la música... can-
ciones como <<Substitute for /ove>> y <<Frozen>>, que reemplazan el so-
nido disco con los ritmos abstractos y difusos del trip-hop. Artistas
menores habrían encontrado gran dificultad para introducirlos en
concierto, pero Madonna los usa como una banda sonora para una
causa mayor: colgar a bailarines casi desnudos de arriba abajo, de la
arena al techo, mientras ella misma sobrevuela el escenario en una
escena que recuerda a <<Tigre y Dragón>>, básicamente añadiendo
discontinuidades que continúan un espectáculo completo. Estratos
de conflicto( ... ) Al menos desde <<Like a Virgin,>> Madonna ha es-
tado trabajando en estratos, construyendo niveles de realidad y per-
cepción que entran simultáneamente en conflicto entre sí: ¿es ella
una vampiresa?, ¿es una actriz representando el papel de una vampi-
resa?, ¿es una vampiresa representando el papel de una actriz que re-
presenta el papel de una vampiresa?( ... )>>. Brian Me Collum, <<The
End>>, en Free Press Pop Music Writer, Sunrise, Fla.

91
oficial, ha llegado ahora, por obra y gracia de los
medios y el mercado, a una posición privilegiada
dentro del establishment, para desde ahí seguir ejer-
ciendo -de otra manera- su oposición a las con-
venciones burguesas, sustituyéndolas por las suyas.
En esta línea, no es en absoluto extraña la cercanía
entre la estrella del pop y estrellas de la moda, como
Versace, Dolce e Gabanna, o el mismo Gaultier.
Ahora bien: en un circuito ampliamente definido por
los imperativos del mercado, dicha oposición a las
convenciones burguesas, ya sea «desde arriba», ya
sea «desde abajo», sólo puede ser aparente. Más
pronto o más tarde, queda ella misma integrada en el
circuito, en unos términos más o menos estéticos,
pero en todo caso rentables. La moda se alimenta no
de la diferencia, sino de la ilusión de diferencia.

LA DIALÉCTICA DE LO CONVENCIONAL

El fenómeno en sí no es nuevo. Como ya he apun-


tado en el ensayo precedente, no es sino una expre-
sión más de la capacidad de nuestras sociedades para
engullir todo lo que, de una manera superficial, se
presenta bajo el aspecto de contracultura. Más allá
de esto, lo interesante es advertir cómo afecta este
proceso a la conciencia de la propia identidad perso-
nal. Desde esta perspectiva, el fenómeno de Ma-
donna -y en general el fenómeno de la contra-cul-
tura- sólo se comprende en un contexto urbano y
cultural como el que nos ha legado la modernidad,
en el que la identidad personal, inicialmente fijada
en la pura conciencia individual desligada de la na-

92
turaleza, la sociedad y la historia -el individuo de
Descartes, el de Locke, el de Kant-, termina por
descubrir sus deudas con la naturaleza, la sociedad y
la historia, y, desengañada por tal descubrimiento,
desarrolla un último y hercúleo esfuerzo por conquis-
tarse a sí misma. A falta de otros puntos de referen-
cia, el esfuerzo en cuestión sólo puede desarrollarse
en clave negativa, de oposición a las convenciones:
en este caso, de anti-moda. Pero, como ya había ob-
servado Simmel, la anti-moda -ni más ni menos
que el anti-arte- es ella misma deudora de la moda:
«Quien se viste o comporta en estilo 'démodé' co-
bra, sin duda, cierto sentimiento de individualismo,
pero no por auténtica calificación de su individuali-
dad, sino por mera negación del ejemplo social. Si ir
a la moda es imitación de ese ejemplo, ir deliberada-
mente 'démodé' es imitar lo mismo, pero con signo
inverso. No es, pues, la hostilidad a la moda menor
testimonio del poder que sobre nosotros ejerce la
tendencia social. En forma positiva o negativa, nos
hace sus súbditos. La anti-moda preconcebida se
comporta ante las cosas lo mismo que el frenético de
la moda, sólo que rigiéndose por otra categoría:
mientras éste exagera cada elemento, aquéllo niega.
Hasta puede ocurrir que en círculos enteros, dentro
de una amplia sociedad, llegue a ser moda el ir con-
tra la moda. Es ésta una de las complicaciones de
psicología social más curiosas. En ella primera-
mente el afán de distinción individual se contenta
con una simple inversión del mimetismo social, y en
segundo lugar, nutre su energía apoyándose en un
pequeño círculo del mismo tipo que ha negado. Si se
formase una asociación de los enemigos de toda aso-

93
ciación, tendríamos un fenómeno no más imposible
lógicamente ni psicológicamente más verosímil que
el antedicho» 24 •
Casi a la letra, es esto lo que ha ocurrido con Ma-
donna. Como ya he señalado antes, con su original
estilo callejero, lo que Madonna anunciaba en los 80
era una cierta libertad: aparentemente, al menos, era
un estilo democrático, salido de la calle, no de los
diseñadores. Por eso conectaba tan bien con Gaul-
tier, quien haciendo desfilar a gente de la calle por
las pasarelas, se ha manifestado también en contra
de ciertas convenciones imperantes en el mundo ofi-
cial de la moda, con tanta fuerza al menos como la
propia Madonna se enfrenta a las convenciones del
glamour hollywoodiense -basta traer a la mente su
antipático aspecto las noches de los Oscars-, o a la
tiranía de lo «políticamente correcto». Lo cierto,
sin embargo, es que Gaultier es uno de los impres-
cindibles en estos montajes: y así, tras sus años de
niño terrible, fue oficialmente invitado en 1997 a
presentar su colección de alta costura. Mientras
que Madonna, alejándose de una y mil maneras de
lo que en cada caso percibe como convencional,
constituye también parte esencial del espectáculo
completo, que no sería tal sin su dosis de escándalo
programado (y por eso mismo neutralizado). El fe-
nómeno de la «Moda Total», como la ha llamado
Margarita Riviere, no tiene inconveniente en asu-
mir la anti-moda. Y, si ésta finalmente -no lo per-
mitirá el mercado- llegara a convertirse en la

24 Simmel, G., «Filosofía de la moda», p. 153-4.

94
moda, entonces el rebelde sería el reaccionario fiel
a las convenciones.
Cabría preguntarse, sin embargo, a qué viene ese
empeño obsesivo por destacarse de lo convencional.
Como he sugerido más arriba, esta pretensión hace
justicia a una importante verdad, que con frecuencia
puede pasar oculta: la identidad de la persona no es
un asunto convencional. No se reduce, por tanto, a
los roles sociales, ni a las expectativas sociales ge-
neradas por tales roles, expectativas de las que el
vestuario es una expresión casi natural: uno no se
viste igualmente para ir a trabajar que para ir a hacer
deporte, para estar en casa o para ir de paseo. Y por
eso, cuando vemos a una persona vestida de una de-
terminada forma, nos forjamos ciertas expectativas
acerca de ella, acerca de lo que va a realizar a conti-
nuación. Por supuesto, las expectativas pueden ser
muy falsas: uno puede aparentar lo que no es. Lo
cual, no obstante, es distinto de afirmar que uno
puede ser realmente lo que aparenta; es decir, que
uno puede, en última instancia, adquirir realmente la
identidad de la que se reviste, por el solo hecho de
revestirse. Nadie afirmaría esto último a menos que
tuviera un particular interés en argumentar que los
límites entre apariencia y realidad son unos límites
borrosos, y que el único criterio para definirlos es la
propia voluntad, que, de acuerdo con ello, se alzaría
entonces como la única realidad definitiva. Un plan-
teamiento como este bien merecería el nombre de
nihilista: pues detrás de la realidad de la voluntad
autónoma no descubrimos nada: en la medida en que
las convenciones se han vaciado de contenido, re-
vestirse de algo es, en el fondo, revestirse de nada.

95
Ironizando sobre el hecho de que sigamos aso-
ciando la identidad al vestido, y en esa medida, asu-
miendo que el modo de vestir refleja o genera toda-
vía ciertas expectativas sociales, Madonna demuestra
haber comprendido bien que la identidad de la per-
sona no puede en modo alguno reducirse a tales ro-
les. De ahí su resistencia a todo lo que suene a repe-
tido, a imitación, incluida la imitación de sí misma.
Pero ahí, precisamente, se descubre también su de-
bilidad: la misma huida frenética de todo lo repetido,
la misma insistencia en el cambio de imagen, revela
que, más allá de la negación de lo ya visto, de lo ya
sabido, la afirmación de la propia identidad no al-
canza en ella expresión positiva alguna.
Con esta interpretación concuerda una crónica de
su última gira americana, aparecida en un periódico
de Chicago, del que me voy a permitir citar un largo
párrafo: «El espectáculo de Drowned World -es-
cribe el comentarista- recorre una gran variedad de
estilos y géneros a una velocidad supersónica, con
Madonna aparentando cambiar de personaje con
cada cambio de vestuario ( ... ). Drowned World
vuela con ligereza de estilo a estilo, adoptando los
rasgos de múltiples corrientes musicales de un modo
que refleja directamente las transformaciones de la
misma carrera de la Material Girl. Siempre una ex-
perta en advertir tendencias emergentes, cabalgando
en cada ola mientras tiene algo aprovechable, antes
de saltar a la siguiente, Madonna ha demostrado
siempre tener una mirada penetrante para la cultura
pop. Renunciando a comprometerse con algún estilo
en particular, incluido el suyo propio, se las ha arre-
glado para zafarse del encasillamiento y la irrelevan-

96
cia consiguiente, emergiendo como un cierto tipo de
«diva de reemplazo», por el solo hecho de la terca
resistencia.( ... ) Madonna parece capaz de represen-
tarlo todo sin ser nada; cantante como tabula rasa,
un almacén voluntario de las proyecciones, ilusiones
y visiones de sus seguidores. Haciendo grandes ges-
tos, mientras dice lo menos posible, Madonna per-
mite que se la identifique con cualquier cosa. Cada
fan escribe su propio guión privado, inventa su ima-
gen privada de Madonna, a partir de los materiales
crudos de sonido y espectáculo, mientras ella misma
permanece desconocida y distante» 25 •
Ciertamente, lo inaccesible, lo incomunicable es
un rasgo de la persona que se oculta tras el escapa-
rate de los distintos personajes, de las distintas más-
caras. Simmel acierta cuando observa este punto,
aunque nos sentimos inclinados a contradecirle
cuando reduce la libertad a la intimidad de la con-
ciencia y sugiere defenderla mediante la esclavitud a
las convenciones. En este punto comprendemos la
actitud de Madonna, que reconociendo la vaciedad
de muchas de estas convenciones, se resiste a conce-
derles el menor crédito, consciente de que la identi-
dad -y la libertad- de la persona no depende de
ellas. La ironía omnipresente en su carrera y sus ac-
tuaciones constituye una interrogación acerca de la
diferencia entre apariencia y realidad. Pero, en su
caso, la interrogación queda sin respuesta positiva.
Destacar la realidad que se oculta tras las conven-
ciones se hace en este caso al precio de no decir

25 David B. Livingstone, Chicago Sun Times, 29-VIII-2001.

97
nada, mientras se aparenta decir mucho: acaso por-
que se piensa, equivocadamente, que todo lo que se
diga de manera positiva no puede ser sino conven-
cional: que nada más pronunciar una palabra, caemos
inevitablemente en la red o la cárcel de las conven-
ciones, perdiendo nuestra singularidad irrepetible.
Con ello, Madonna y buena parte del pensamiento
posmoderno pasan por alto que hay algo en los roles
convencionales real y positivamente relevante en
términos de identidad: no tanto porque nuestra iden-
tidad se reduzca al desempeño de tales roles, sino
porque en la manera de desempeñarlos nos jugamos
realmente nuestro modo de ser, y en esa medida
nuestra identidad.
Olvidar esto explica el equívoco que se encuentra
en la raíz de la dialéctica entre moda y anti-moda.
En efecto: olvidar que nuestra identidad depende
más del modo como nos enfrentemos a las conven-
ciones, que de las convenciones mismas, puede ha-
cer que una persona se convierta en esclava de la
moda, pero también que se convierta en esclava de
la anti-moda.
En el primer caso, el delfashion victim, la esclavi-
tud sobreviene por entender, falsamente, que la suje-
ción total a las convenciones es la única salvaguarda
de su identidad, de su libertad, lo cual equivale -por
mucho que se diga lo contrario- a poner en manos
de la sociedad la definición de la propia vida.
En el segundo, el del autoproclamado rebelde, por
entender que la sujeción a tales convenciones es una
forma de esclavitud, y, en consecuencia adoptar una
actitud de rebeldía con la que se persigue, por encima
de todo, definir autónomamente la propia identidad.

98
Aunque esta última actitud fácilmente nos inspira
cierta simpatía, hay que reconocer que en última ins-
tancia es tan convencional como la otra. Al fin y al
cabo, la negación es siempre subsidiaria: el que se
opone sistemáticamente a las convenciones sigue
poniendo en ellas su punto de referencia.

99
IV. PENSAR LA MODA

El «mundo intelectual» se ha distinguido durante


mucho tiempo por su desinterés y hasta desprecio
por el tema de la moda. Acaso asumiendo, no sin
cierta precipitación, que la moda es un asunto «me-
ramente superficial» -como si lo superficial no pu-
diera desempeñar un papel importante en la vida hu-
mana- se ha dejado seducir por la más discutible
idea según la cual el pensamiento sobre lo superfi-
cial es necesariamente superficial.
Sin duda, lo que la exaltación contemporánea de
la moda refleja -al menos en ciertos círculos post-
modernos- es un culto explícito a las apariencias
brillantes y seductoras de la sociedad de consumo.
Pero detrás de esta exaltación artificiosa y en oca-
siones perversa de lo que, con razón o sin ella, se
considera perteneciente al ámbito de lo puramente
lúdico, persiste la moda como fenómeno social ne-
cesitado de una explicación equilibrada, que ayude a
precisar su lugar en el contexto general de la vida
humana. Para eso es preciso pensar la moda.

101
Dos APROXIMACIONES CRÍTICAS AL TEMA DE LA MODA

El frecuente desinterés por la moda por parte de


los intelectuales no carece de precedentes ilustres.
Platón y a Rousseau podrían valer como represen-
tantes ideales de dos críticas a la moda -una de ca-
rácter metafísico y otra de carácter político-.
En su conocida alegoría de la caverna, Platón retra-
taba a los prisioneros como hombres encadenados a
las apariencias, mientras que el único libre era el que
se atrevía a salir de la caverna y mirar las cosas como
realmente son. Por contraste, quien permanece en la
caverna, encadenado y fascinado por los reflejos de
las cosas, nunca acertará a conocerlas en su realidad.
El texto sugiere que, esclavizado en su espíritu por las
apariencias, se atreverá incluso a matar al que, libe-
rado de ellas, se atreva a sugerirle que, la verdadera
realidad se encuentra en otra parte. Ahora bien, en el
planteamiento platónico, la moda sin duda cae del
lado de las apariencias. En el Ripias Mayor, por ejem-
plo, Platón se detiene a hablar sobre la relación entre
vestido y belleza en términos de fraude 1• Por otro
lado, es claro que la moda, sometida a un cambio
constante, constituye la antítesis de las inmutables
ideas platónicas, lo único verdaderamente real. De los
implicados en el mundo de la moda, en una palabra,
cabría decir lo que Platón decía de los sofistas, cuando
los calificaba de «traficantes de apariencias».
Si Platón puede considerarse como el patrón de
los intelectuales que desprecian la moda por moti-

1 Cf. Platón, Ripias Mayor, 294 a-b.

102
vos metafísicos, Rousseau podría considerarse el re-
ferente de los intelectuales que desprecian la moda
por motivos políticos. Y si la crítica de Platón tiene
la virtualidad de atraer a los espíritus religiosos, el
camino abierto por Rousseau se reconoce en las crí-
ticas a la moda cercanas al marxismo. (El caso de
Tomás Moro, que dibuja en su Utopía una sociedad
sin moda sería en mi opinión un caso del primer tipo,
aunque, tratándose de una obra política, no han fal-
tado interpretaciones que lo asocien al segundo).
Efectivamente, Rousseau elaboró su teoría polí-
tica en abierta polémica con la sociedad de su
tiempo, que a todas luces había olvidado la seriedad
y la nobleza de la virtud republicana para entregarse
al disfrute de la vida privada. En lugar de interesarse
por la cosa pública, los nobles -en un proceso que,
según Elizabeth Wilson, arranca a finales de la Edad
Media 2 , y según Fernand Braudel en el siglo XVI3-
se entregaban a la vida cortesana, mientras la bur-
guesía se entregaba a sus negocios. Mirando a su al-
rededor, Rousseau sólo veía el hundimiento del ideal
republicano: la transformación del ciudadano com-
prometido en el bien de la república, ya en un aristó-
crata narcisista, ya en un burgués entregado a sus in-
tereses privados, y pendiente de imitar las veleidosas
indumentarias de la aristocracia. De tal suerte que
Jean Jacques concluye: la sociedad corrompe; al me-

2 Cf. Maleo !m Barnard, Fashion as communication, Routledge,

London, New York, 1996, p. 101; p. 147-8.


3 En su obra Civilización y Capitalismo. Cf. Joanne Finkelstein.

Fashion. An Introduction, New York University Press, New York,


1998, p. 6.

103
nos corrompe la virtud republicana, gracias a la cual
uno pone el bien común por delante del interés pri-
vado. Cabe inferir del contexto que por «sociedad»
entiende Rousseau algo así como un espacio artifi-
cial en el que domina el juego de ver y ser visto,
donde los seres humanos se comparan entre sí en un
proceso originalmente viciado, en el curso del cual
se engendran necesariamente envidias y rivalidades.
Hay algo de turbador en esta secuencia «socie-
dad-vanidad-rivalidades», por lo demás tan presente
en todo el pensamiento social posterior. Pues aunque
no carezca de fundamento (pensemos, si no, en el
concepto de «mundo» en el sentido que lo usa San
Juan, como «concupiscencia de la carne, concupis-
cencia de los ojos y soberbia de la vida», en suma, el
mundo como sinónimo de «lo mundano»), dicha se-
cuencia parece implicar que todo dinamismo social
-y consiguientemente la moda- se encuentra vi-
ciado de raíz.
Sin embargo, las dimensiones que el fenómeno
de la moda ha tomado en las sociedades modernas
nos aconsejan por lo menos intentar pensarlo desde
otra óptica: una óptica que permita un acercamiento
positivo al tema de la moda. Tal cosa es tanto más
necesaria cuanto que, como veremos enseguida, en
la efervescencia contemporánea de la moda están en
juego cuestiones esenciales, que se refieren a la defi-
nición de la propia identidad. Conviene advertir que
a esta cuestión Platón no ofrece respuesta satisfacto-
ria, porque, al situar la realidad más allá de las apa-
riencias, nos deja inermes en un mundo dominado
por ellas. En tales circunstancias, su única propuesta
sería sin más escapar de dicho mundo, tal vez viajar

104
hacia «Utopía». Pero ello significaría tanto como
abandonar la sociedad a esa lógica corrupta entre-
vista por Rousseau. ¿Pero es ésta realmente la única
lógica social?

SOCIEDAD MODERNA Y APARIENCIAS

Lo cierto es que el nuestro, más que el de Rous-


seau, es un mundo superpoblado de apariencias. De-
lante de nuestros ojos desfilan cotidianamente mo-
delos innumerables y a menudo contradictorios,
vacíos de personalidad, imagen pura. En este punto
podemos retener parte de las penetrantes reflexiones
del filósofo francés sobre la sociedad de su tiempo,
por cuanto tales reflexiones, aunque no recojan com-
pletamente la esencia de la sociedad humana, sí re-
cogen un rasgo típico de la sociedad moderna, que
apreciamos mejor al contrastarlo con la caracteriza-
ción aristotélica del hombre como «animal político
por naturaleza».
En efecto: para definir al hombre en esos términos,
Aristóteles acudía a un rasgo que distingue al hom-
bre de los demás animales, y que permite considerar
al primero como «más social» que todos ellos: la pa-
labra. Sólo el hombre dispone no ya de voz -con la
que manifestar estados de placer y dolor- sino tam-
bién de palabra, con la que hablar «de lo justo y lo
injusto, lo útil y lo nocivo». Para Aristóteles, por
tanto, la sociabilidad humana se distingue ante todo
por la capacidad verbal, ella misma al servicio de la
naturaleza ética del hombre. Por contraste, las ob-
servaciones de Rousseau sugieren una idea de sacie-

105
dad bastante diferente, en la que el protagonismo se
ha desplazado de la palabra a la vista.
Palabra y acción, como viera Hannah Arendt, eran la
clave del mundo político clásico. En cambio, tal y
como ha observado Richard Sennet, vista y apariencia
prevalecen en el mundo moderno4• En estas condicio-
nes, sin embargo, un fenómeno tan central en la socia-
bilidad humana como la imitación -que, como viera
el propio Aristóteles en su Poética, ocupa un lugar prio-
ritario en el proceso de aprendizaje-, se carga de con-
tenido bien diverso: imitar las acciones cantadas por
los poetas, ciertamente, es distinto de imitar las apa-
riencias más o menos brillantes de modelos impersona-
les y distantes. Ahora bien, es en este último espacio
donde, según parece, tiende a desarrollarse la moda.
En estas últimas reflexiones va indicado que, sin
negar su existencia en otras épocas históricas, la
moda como tal presenta una especial afinidad con
la sociedad moderna. Más aún: en la medida en que la
llamada sociedad postmoderna -y que en ciertos
aspectos mejor daríamos en llamar, con Ballesteros,
«tardomoderna»- no ha hecho más que llevar al ex-
tremo esta hegemonía de la vista, comprendemos esa
especialísima afinidad de moda y postmodernidad,
destacada por tantos autores, y asumida por los prin-
cipales teóricos postmodernos. Como observa Anne
Hollander, «la tiranía de la moda nunca ha sido más
intensa que en este período de pluralismo visual» 5 •

4 Cf. Richard Sennet, Carne y piedra. El cuerpo en la civiliza-

ción occidental, Alianza, Madrid, 1997.


5 Hollander, Anne, Seeing through clothes, 1980. Citado por

Finkelstein, p. 18.

106
MODA Y MODERNIDAD

La «moda», efectivamente, representa una pecu-


liar articulación, basada en las apariencias, de eso
que Kant describió una vez como «la insociable so-
ciabilidad humana», es decir, la inclinación que tan
pronto nos lleva a asociarnos a nuestros semejantes
como a destacarnos de ellos. Aunque esa inclinación
acompaña al hombre desde siempre, lo que cada cual
considere como «semejante» varía dependiendo de
si nos movemos en sociedades tradicionales -en las
que lazos familiares o de clase son todavía fuertes-
o modernas -más atomizadas, en las que las afini-
dades no están, supuestamente, definidas de ante-
mano-. Es en este último caso cuando la moda, con
su evidente fijación en las apariencias, puede adqui-
rir particular relevancia como principio de asimila-
ción y distinción social. De ahí que, sin descartar su
existencia en épocas pasadas, quepa sin embargo
subrayar una particular afinidad entre el desarrollo
de la moda y el proceso de modernización, iniciado
en las sociedades occidentales y que ahora se expande
por todo el mundo.
La especial afinidad entre moda y modernización
puede mostrarse por diferentes vías, algunas de las
cuales enumero a continuación.
En primer lugar, observando que la distinción so-
cial que asociamos a la moda se vincula al prestigio
que «lo nuevo» adquiere en las sociedades moder-
nas, lo cual contrasta llamativamente con el presti-
gio de lo «antiguo» propio de las sociedades tradi-
cionales. A partir de aquí se podría definir la moda
como «una articulación característicamente moderna

107
de la dimensión social, temporal y estética de la vida
humana. Su modernidad reside en que, frente al én-
fasis en lo antiguo y permanente, propias de todo lo
clásico y tradicional, la moda pone el acento en lo
novedoso y lo efímero». Así, incluso cuando rescata
modos y estilos del pasado, lo hace siguiendo un pa-
trón de cambio constante. El auge de la moda en so-
ciedad moderna podría, por tanto, tomarse como un
signo de la debilitación de la tradición, y de los lazos
sociales forjados en ella. Esto plantea interesantes
cuestiones, que aquí sólo puedo dejar apuntadas, por
ejemplo: ¿hasta qué punto puede la moda cumplir
las funciones que atribuimos a la tradición, en par-
ticular, la función de señalar un norte que permita
preservar la propia identidad? ¿Implica el tránsito a
una sociedad moderna, con su aparente sustitución
de la tradición por la moda, la pérdida irrevocable de
la identidad -como si la identidad dependiera esen-
cialmente de la tradición-? Y, en todo caso, al pe-
dirle a la moda que defina nuestra identidad, ¿no es-
tamos acaso pidiéndole algo que no puede dar?
Otra vía para comprender la modernidad de la
moda pasa por advertir que la misma transición del
antiguo al nuevo régimen, así como el advenimiento
de la sociedad industrial, va acompañado a un vacia-
miento progresivo de los significados tradicional-
mente asociados al vestido -que, sin identificarse
completamente con la moda, constituye sin embargo
como su «epicentro»-. Así, mientras que en la so-
ciedad tradicional el vestido servía para indicar esta-
mento, ocupación, pertenencia a una región determi-
nada, etc., en la sociedad moderna -y con la
excepción de los ámbitos donde impera una lógica

108
puramente funcional- el vestido de por sí ya no in-
dica nada 6 , como no sea posición social y diferencia
sexual. Ahora bien: en este progresivo vaciamiento
de significado, que deja el significado del vestido a
merced de las cambiantes convenciones sociales, en-
contramos precisamente lo definitorio de la moda en
cuanto tal: su condición de pura forma vacía de con-
tenido, y que, por eso mismo, obtiene toda su fuerza
y prestigio de las convenciones sociales.
Ahora bien: a juicio de Simmel, en unos tiempos
en los que la industrialización y la democratización
progresiva de las sociedades iban vaciando de con-
tenido las diferencias de clase, la moda, con toda su
carga convencional, venía a cumplir una doble fun-
ción, de asimilación y distinción social, que permitía
garantizar una mínima consistencia social. Pues en
su opinión no puede haber sociedad a menos que se
preserve esa dinámica de asimilación y diferencia-
ción social que Simmel, como Veblen antes que éF,
todavía pensaba en términos de clase.
Según Simmel, en tal proceso desempeñaba un
papel determinante el mimetismo. Aunque el fenó-
meno del mimetismo merecería un estudio aparte,
aquí nos basta con constatar que de entrada imita-
mos lo que, de un modo más o menos consciente,
ambicionamos ser. Supuesto que esta tendencia se

6 Cf. Finkelstein, p. 18. Cf. Diana Crane, Fashion and its social

agendas. Class, gender, and identity in clothing, The University of


Chicago Press, Chicago and London, 2000. p. 3.
7 Thornstein Veblen, autor de A theory of the Leisure Class,

1899, conocido por su teoría del «conspicuous waste», es uno de


los autores de referencia en el estudio de la moda. Cf. Finkelstein,
pp. 10-11 y 85-86.

109
encuentra, al menos parcialmente, en la base de la
sociabilidad humana, de ello cabría tal vez inferir la
importancia de encauzar las ambiciones para evitar
la contaminación del proceso social, en la línea de-
nunciada por Rousseau, pues lo que difícilmente po-
dríamos evitar sería la aparición y el desarrollo de la
moda como tal.
Ciertamente, el fenómeno del mimetismo, en rela-
ción con la moda, se ha manifestado de distintas ma-
neras. En siglos pasados, cuando la moda era una
cuestión de clases, la burguesía imitaba a la aristo-
cracia. En el siglo xx, sin embargo, los modelos ya
no pertenecen a la aristocracia, y -desde mediados
de siglo- la moda ha pasado ostensiblemente de
imponerse «de arriba abajo» a difundirse «de abajo
arriba» 8 (un ejemplo de lo cual lo tenemos en los
«cool-hunters» que persiguen «lo cool» en los ba-
rrios con más estilo de las principales capitales euro-
peas), aunque siga siendo preciso servirse de perso-
najes célebres como altavoces de las tendencias.
Pero el mimetismo sigue presente.
Sin embargo, el propio Simmel destacaba que el
mimetismo no puede ser completo si hemos de hablar
de sociedad en general, y en particular de moda, pues
tanto una como otra requieren diferenciación. Así, por
ejemplo, aunque imitaba a la aristocracia, la burgue-
sía siempre trataba de evitar sus excesos. Y, la aristo-
cracia siempre introducía una moda diferente cuando
la anterior se había filtrado a las clases inferiores. De
este modo se preservaba la diferencia social.

8 Cf. Crane, p. 14.

110
También hoy, cuando una moda particular ha lle-
gado a imponerse de una manera más o menos gene-
ral, los focos que la originaron -ya no clases, sino
sectores más o menos marginales de la población,
tribus urbanas, etc.- procuran distinguirse nueva-
mente lanzando una diferente. Lo esencial en este
proceso reside en que, identificándose con una
moda, el individuo busca definir sus afinidades so-
ciales, que entre tanto ya no vienen configurados
tanto por la noción de «clase» cuanto por la noción
de «estilo de vida».
Precisamente el tránsito de la idea la categoría de
«clase» a la categoría de «estilo de vida» 9, ya desta-
cado por Daniel Bell en su viejo libro Las contradic-
ciones culturales del capitalismo, es de por sí indi-
cativo de un tercer aspecto que revela, una vez más,
la modernidad de la moda, a saber: su sintonía con el
proceso moderno de individualización y, finalmente
con la aspiración romántica de expresar la propia
identidad individual de modo que no quede absor-
bida en el género. De hecho, ya Simmel advertía cla-
ramente cómo, en las condiciones de anonimato y
funcionalidad de la gran ciudad moderna, la moda se
había convertido en un canal para expresar la subje-
tividad humana 10•
Y, obviamente, el proceso de modernización,
afectó a la moda -en particular a la moda en el ves-
tir- en un cuarto sentido, a saber: insertándola en el
proceso general de división del trabajo que, favore-
cido por la disolución de los gremios, y la implanta-

9 Cf. Crane, p. 10.


10 Cf. Finkelstein, p. 107-108.

111
ción de la economía capitalista, llevó a diversificar
el proceso de producción del vestido y profesionali-
zar cada una de las tareas implicadas en su elabora-
ción. Así, cuando en 1857 Charles-Frederick Worth
abre en París su casa de costura, institucionalizando
la figura del diseñador profesional, y rodeándose de
la aureola de genio que el siglo XIX reservaba para
los artistas, se hace patente que la moda posterior ya
no va a generarse en los círculos aristocráticos. La
profesionalización de la moda la introduce definiti-
vamente en la era moderna.
Aunque todavía habría que esperar cerca de un si-
glo para que, con la aparición del «pret-a-porter» y
las posibilidades de marketing ofrecidas por los me-
dios de comunicación de masas, las últimas conno-
taciones aristocráticas de la moda cedan definitiva-
mente el paso a una moda más «democrática» 11 • Se
asienta así la estructura económica fundamental de
la moda contemporánea.

MODA E IDENTIDAD

Es a partir de la década de los sesenta cuando em-


piezan a dejarse sentir las transformaciones culturales
y sociales que van a conducir a la contemporánea y
problemática vinculación de moda e identidad 12• Los
modelos se invierten: como se ha dicho muchas ve-
ces: hasta entonces las hijas imitaban a las madres; a

11 Cf. Éric Sommier, Mode, le monde en mouvement, Village

Mondial, 2000, p. 20.


12 Cf. Crane, p. 14.

112
partir de entonces, las madres imitan a las hijas. Más
en general, los adolescentes y los jóvenes se constitu-
yen en el foco principal de la moda. Subculturas mar-
ginales también se convierten en generadoras de esti-
los que pronto conquistan la calle. La alta costura
pierde terreno como generadora de tendencias ...
Todo parecería indicar que la idea de una única
moda hegemónica, impuesta desde arriba, desapa-
rece a favor de un pluralismo desbordante, imposi-
ble -al igual, según Danta, que el arte contemporá-
neo- de reducir a una única narrativa, y por eso
mismo en comprensible sintonía con la postmoderna
exaltación de la diferencia. Que esa diferencia sea
real, es ya otra cuestión: muy a menudo tenemos la
impresión de hallarnos ante un espectáculo que úni-
camente presenta «variaciones (virtuales) sobre un
mismo tema»; un espectáculo que, lejos de promo-
ver la aparición de singularidades irrepetibles, favo-
rece -como Matrix-la anulación de toda discre-
pancia real con el sistema. Pero el peor de los
equívocos tiene lugar -pienso ahora en Madonna-
cuando el espectáculo postmoderno se presenta
como una galería de identidades, a libre disposición
del consumidor, como si la misma identidad no fuera
otra cosa que apariencia, y estuviera en nuestra
mano disponer de ella a nuestro antojo.
Efectivamente: lo que se vende en los últimos
tiempos bajo el nombre de moda no es simplemente
«estilo» sino «identidad». Sin duda los departamen-
tos de marketing han advertido la demanda de iden-
tidad existente en un mundo fragmentado y, al pro-
poner un nuevo producto -ya sea un coche, un
perfume, unas vacaciones, o, por supuesto, ropa-

113
procuran asociarlo a un modo de vida y una persona-
lidad más o menos estereotipada, pero, en cualquier
caso, unitaria y superficialmente atractiva. No hace
falta ser Freud o Marx para señalar que, fetichista
como ninguna otra, nuestra sociedad ha proyectado
las más diversas ilusiones humanas en los productos
de consumo. Así, una marca de coche puede llamarse
«carisma», una colonia «Varón Dandy», unas sim-
ples patatas fritas presentarse como una experiencia
liberadora y un tabaco rubio como expresión de in-
dependencia y aventura. De este modo hemos lle-
gado a vender apariencias como identidad.
El proceso que nos ha conducido a este punto que
es largo, y no está exento de ironía. Discurre desde
la aparición de la moda, como estrategia de asimila-
ción y distinción social basada en apariencias pura-
mente convencionales que habría que tomar en serio
-lo cual sería una visión moderna de la moda-,
hasta la deconstrucción de tales convenciones, como
un capítulo más del rechazo postmoderno por las
identidades fijas.
En efecto: más allá de las diferencias existentes
entre los diversos planteamientos postmodernos, to-
dos ellos tienen en común el haber asumido el carác-
ter convencional de la moda, ya destacado por Sim-
mel, para, a partir de ahí, invertir su actitud ante
ellas. Así, en lugar de considerar como aquél, que el
mantenimiento de esas convenciones tiene impor-
tancia tanto para la sociedad como para el individuo,
las distintas corrientes postmodernas se pronuncian
en un sentido diverso, bien en confrontación directa
con las convenciones de la moda, bien adoptando
una postura forzadamente lúdica frente a ellas.

114
En general, el pensamiento de-construccionista
respecto de la moda comienza por asumir el progre-
sivo vaciamiento moderno de significado que aso-
ciamos al vestido y otras formas sociales, y declarar
que la sociedad de consumo ha llevado a término
este vaciamiento, de modo que ahora quedaríamos
«liberados» de cualquier otro significado antigua-
mente asociado a los objetos (pudiendo darle ahora
cualquier significado arbitrario). En esta línea Bau-
drillard considera que el completo vaciamiento de
significado, capaz de constituir a un objeto en puro
objeto de moda tiene lugar cuando tal objeto ha que-
dado reducido a la condición de puro bien de con-
sumo. Esto sería -el ejemplo es suyo- lo que per-
mite distinguir un anillo de compromiso de un
simple anillo. El primero, por retener una connota-
ción simbólica precisa, no podría ser considerado to-
davía un objeto de moda. El segundo, en cambio sí
podría serlo: es un objeto de moda como es también
un puro objeto de consumo, sin significado. A partir
de aquí, y operando sobre presupuestos metodológi-
cos estructuralistas, considera el mundo de la cultura
como un sistema semiótico, en el que cada producto
cultural, una vez reducido a puro bien de consumo,
ha quedado asimismo reducido a la mera condición
de signo sin significado, cuyo único poder significa-
tivo, por tanto, consistiría únicamente en remitir a
los restantes signos del sistema. De acuerdo con este
planteamiento -el ejemplo es también de Baudri-
llard- el significado de la mini-falda no habría que
buscarlo en nada más que en su oposición a la maxi-
falda. Es decir, sería sólo por relación al sistema to-
tal de signos donde la primera adquiriría su signifi-

115
cado. El ejemplo, interesante para ilustrar el modo
de proceder de la semiótica, podría valer también
para reconocer sus limitaciones. Aunque esto último
sólo resultaría realmente posible haciendo explícitos
y criticando los presupuestos metafísicos postmo-
dernos, aquí no podemos ir tan lejos 13 • Nos basta con
apuntar que, antes de remitir a otros «objetos cultu-
rales», es decir, a otros «signos» del sistema cultu-
ral, un vestido remite esencialmente al hombre que
lo lleva o puede llevarlo: que lo ha elegido o puede
elegirlo no sólo ni necesariamente en función de las
combinaciones significativas disponibles en un sis-
tema significativo cerrado a priori.
En cualquier caso, sobre una base similar, es de-
cir, haciendo uso de la semiótica pero siguiendo una
inspiración de fondo más obviamente marxista, los
llamados «estudios culturales» han hecho de la
moda uno de sus temas predilectos. Continuando los
análisis de Barthes, que vinculan connotación de los
signos e ideología 14, suelen interpretar las aparien-
cias convencionales características de la moda como
partes integrantes de una estrategia de dominación
social, destinada a perpetuar diferencias de clase o
discriminaciones de género. En este contexto hablan
de «construcción social de la identidad», término
que aplican, sobre todo, a la espinosa cuestión de la
identidad de la mujer, según se refleja en la moda de
las épocas pasadas. Así, por ejemplo, examinando la
moda del siglo XIX destacarán, por ejemplo, que la

13 Remito a Alice Ramos, Signum: de la semiótica universal a

la metafisica del signo, Eunsa, Pamplona, 1987.


14 Cf. R. Barthes, El sistema de la moda.

116
llamada por Flügel «gran renuncia masculina» 15 -la
desaparición del color y la mayor funcionalidad de
los atuendos masculinos, que tuvo lugar en dicho si-
glo- fue compensada, sin embargo, por la conside-
ración de la mujer como puro ornamento del hom-
bre, exponente de la posición social de su marido.
La moda femenina en dicho siglo -rica en orna-
mentos y pobre en movilidad-, reflejaría la concep-
ción que el hombre tenía de sí mismo como «ser ac-
tivo», en contraste con la visión de la mujer como
«ser pasivo». Lo que se sigue del análisis culturalista
es que asumiendo la moda de la época como expre-
siva de su identidad femenina, la mujer asumía más
o menos conscientemente la posición que le depara-
ban las estructuras socioeconómicas.
«Desenmascarando» en estos términos las estruc-
turas de poder que operan tras una institución en apa-
riencia tan trivial como la moda, la aproximación
culturalista persigue despojar a las convenciones de
la moda de la fuerza y prestigio que poseían en la vi-
sión moderna. De este modo deja libre el terreno para
la postura típicamente postmoderna: en lugar de to-
marse demasiado en serio las apariencias convencio-
nales de la moda, tal y como hacía el moderno, adop-
tar ante ellas una actitud puramente lúdica, que viene
realmente a consagrar la idea de moda como más-
cara, y, en última instancia, lo que Bakhtin llamaría
una concepción «carnavalesca» de la vida.
En efecto: una vez desvelado el carácter «per-
verso» de tales convenciones, es decir: una vez que

15 J. C. Flügel, autor de «The Psychology of Clothes» (1930).

117
han sido definitivamente reducidas a su estatuto pu-
ramente convencional quedaríamos en libertad para
jugar con ellas, combinándolas sin fin. Esto es lo que
se refleja, especialmente, en el planteamiento de Li-
povetsky. A diferencia de B audrillard -para quien
la moda, aunque estética en sus efectos, tiene un ori-
gen económico-, Lipovetsky subraya explícita-
mente su origen estético. Asimismo, Lipovetsky in-
terpreta el fenómeno global de la moda en términos
«más positivos» que Baudrillard. Para éste último, en
efecto, el hecho de que la moda se haya constituido
en un sistema auto-referencial en el que se promueve
un cierto tipo de liberación estética, podría también
reflejar el fracaso del sistema político para promover
la autonomía del individuo 16 • Para Lipovetsky, sin
embargo, la moda, aunque tampoco exenta de ambi-
güedades, constituye en general algo así como un ca-
talizador del proceso moderno de individuación, y
merecería una valoración globalmente positiva.
Pero no hay espacio para nada realmente nuevo
en este sistema auto-referencial, ni cabe esperar de
él que refleje nada diverso sí mismo: volviendo al
ejemplo de Baudrillard, no habría que interpretar la
mini-falda como un signo de liberación de la mujer,
ni tampoco de lo contrario, sino única y sencilla-
mente en oposición a la maxi-falda. Asimismo, la
consideración de la moda como un sistema auto-re-
ferencial explica que Baudrillard interprete la di-
mensión estética de la moda en términos de «reci-
claje de formas pasadas». Lipovetsky, por su parte,
aunque quiere insistir más en la idea de «novedad

16 Cf. Finkelstein, pp. 75-76.

118
estética» como motor de la moda, no da indicios de
una novedad diversa de una simple combinatoria de
elementos pre-existentes, y, en última instancia,
como diría Derrida, «bricolage» 17 • Precisamente de
esa combinatoria, de ese bricolage, extrae el pensa-
miento postmoderno su peculiar noción de «be-
lleza». De acuerdo con esto, no habría más belleza
que la que resulta de combinar las apariencias. A
partir de aquí, todas las expectativas del individuo
postmoderno se cifran en disfrutar de las imágenes
seductoras y los sueños prometidos por la moda -su-
mergiéndose completamente en el espectáculo de
realidades virtuales con apariencias cambiantes-.
¿Qué ha ocurrido entretanto con la identidad? Per-
siguiendo liberar al individuo del «corsé» de las con-
venciones, el discurso postmoderno no consigue dar
a esta cuestión una respuesta positiva, a menos que
consideremos como talla propuesta de «construir» la
propia identidad sirviéndonos de los materiales que
la sociedad de consumo pone a nuestra disposición.
Es claro, en efecto, que el discurso postmoderno
-y en particular su curiosa retórica de liberación re-
ducida a bricolaje- se alimenta de la situación
creada por el tránsito del paradigma productivo del
capitalismo primitivo al paradigma consumista del
capitalismo actual. Dicho tránsito habría llevado
aparejado un cambio de acento en la iniciativa de la
moda -del productor al consumidor- que explica-
ría en buena parte la proliferación anárquica de esti-
los y tendencias a la que asistimos desde los años se-

17 Cf. Barnard, p. 167.

119
senta, donde ya resulta prácticamente imposible ha-
blar de una moda definida, porque, en su lugar, asis-
timos a una multiplicación aparente de la oferta y,
sobre todo, porque se asume que el individuo -al
menos en lo que se refiere al diseño de su tiempo li-
bre- tiene, en cuestión de moda, la última palabra 18 •
De acuerdo con el análisis postmoderno, por tanto,
la dinámica individualizante característica del pro-
ceso de modernización encontraría su punto final en
la figura del consumidor esteticista.
Con todo, conviene notar que, a pesar de que es-
tos planteamientos postmodernos no consiguen dar
una respuesta positiva al tema de la identidad, su
punto de partida no dejaba de tener interés. Pues si
la moda es un asunto puramente convencional, y la
identidad no es convencional, la moda no puede dar
identidad. La ironía -en ocasiones cinismo- que
recorre la postmodernidad reside en que, al no pro-
nunciarse positivamente acerca de la cuestión de la
identidad, y limitarse a revelar la «construcción so-
cial de la identidad» favorecida por las modas pasa-
das y presentes, el discurso posmoderno fácilmente
sugiere la disolución de la propia identidad en una
multiplicidad de apariencias, cuya única unidad re-
side en la voluntad o el capricho del individuo.

CIVILIZACIÓN MODERNA Y MODA POSTMODERNA

Es precisamente por esto por lo que la llamada


postmodernidad puede, al menos desde cierto punto

18 Cf. Crane, p. 6, p. 11.

120
de vista, ser considerada una ambigua continuación
de la modernidad, de la que toma, por cierto, su con-
cepto de sociedad. En efecto: la tesis de Rousseau
que vincula sociedad y corrupción se encuentra en la
base de buena parte del pensamiento moderno sobre
la sociedad. En esta línea la vanidad y en general los
vicios sociales llegaron a ser considerados por los
pensadores modernos como factores de progreso y
civilización: Mandeville dice que la economía
avanza gracias a la vanidad que impulsa a rivalizar
en el gasto; Kant considera que los vicios sociales,
aun siendo condenables a nivel individual, atempe-
ran la crudeza de las inclinaciones naturales, de
modo que, con perspectiva histórica, pueden ser
considerados factores civilizatorios.
De este modo, a pesar de no haber dedicado su
atención expresamente al fenómeno de la moda, es-
tos autores modernos adelantaban una tesis en la que
todavía se encuadran las reflexiones sobre la moda
de un pensador postmoderno como Lipovetsky, que
escribe: «cuanta más seducción frívola, más avan-
zan las luces» 19 • Es la tesis hegeliana de la «astucia
de la razón», ella misma una secularización de la idea
cristiana de providencia: lo que a nivel individual
puede ser desastroso, a nivel macrohistórico puede ser
beneficioso. Por supuesto, Lipovetsky imprime un
giro esteticista a la tesis hegeliana. Por un lado consi-
dera que la moda obedece al capricho, lo lúdico, lo
aparentemente irracional. Pero al mismo tiempo sos-
tiene que la moda ha servido al proyecto moderno de

19 Gilles Lipovetsky, El imperio de lo effmero. La moda y su

destino en las sociedades modernas, Barcelona, Anagrama, p. 17.

121
liberación progresiva del individuo -una liberación
estética, dicho sea de paso, que parece afectar única-
mente al espacio de «tiempo libre» en el que pode-
mos sustraernos a la lógica funcional que impera en
la profesión-:
«Era de la eficacia y época de las frivolidades, la
dominación racional de la naturaleza y las locuras
lúdicas de la moda sólo son antinómicas en aparien-
cia; de hecho se da un estricto paralelismo entre esos
dos tipos de lógicas( ... ). En los dos casos se afirma
la soberanía y autonomía humanas, que se ejercen
sobre el mundo natural como sobre su decorado es-
tético»20.

ÜTRO MODO DE ABORDAR LA MODA

Este rápido repaso a algunas aproximaciones ac-


tuales al fenómeno de la moda tal vez nos ha permi-
tido advertir un poco de su complejidad, y compren-
der por qué ha adquirido tanta importancia en nuestro
mundo. La «insociable sociabilidad humana» es res-
ponsable de ese modo peculiar de aglutinar y dife-
renciar a los individuos que, en los tiempos moder-
nos, adquiere el estatuto de pura forma, esto es, de
moda. Aunque el fenómeno como tal puede y debe
ser afrontado desde muchas perspectivas diversas,
pienso que, tanto en el terreno especulativo como en
el práctico, la cuestión más acuciante, y que de un
modo u otro aglutina a las demás, es la cuestión de

20 Lipovetsky, o. c., p. 36.

122
moda e identidad. A este propósito todavía querría
añadir una palabra.
Si la postura moderna va en la línea de preservar
la identidad/libertad del individuo mediante una su-
misión completa a las convenciones sociales, la pos-
tura postmoderna ha perseguido lo opuesto -afir-
mar la identidad/libertad del individuo mediante la
de-construcción de las convenciones-, sólo para lle-
gar irónicamente a disolver la misma identidad en una
combinatoria interminable de reflejos y apariencias
-y eso, muchas veces, sólo en el ámbito de «tiempo
libre» graciosamente cedido por el sistema-. (Pues,
a todo esto, las convenciones todavía son ley no es-
crita en determinados ambientes de trabajo).
En este punto tiene interés explorar las posibili-
dades de una idea intermedia, de origen aristoté-
lico, que ha sido destacada repetidamente por Fer-
nando Inciarte, y que reproduzco aquí de un modo
más convencional: la sustancia concreta (a diferen-
cia de la esencia), no es algo inmutable, rodeada de
cosas (accidentes) que son las que cambian; más
bien la sustancia misma es lo que cambia (acciden-
talmente), y por eso mismo, la sustancia, por de-
cirlo así, nos la jugamos en los accidentes. Una
consecuencia de lo cual sería lo que el mismo In-
darte escribe en otro lugar: «las circunstancias de
la vida son muy importantes, pero lo que en todas
ellas está en juego no son ellas mismas, sino la per-
sona a secas» 21 •

21 Fernando Inciarte, «Entrevista después de una autoentre-

vista>>, en Breve teoría de la España moderna, Eunsa, Pamplona,


2001, p. 223.

123
Para el tema que nos ocupa podríamos glosar esta
idea en el sentido siguiente: la identidad (la sustancia
concreta, la identidad biográfica), ciertamente, no es
convencional; sin embargo, nos jugamos nuestra
identidad en el modo como asumimos las distintas
convenciones sociales -una vez que las hemos reco-
nocido como tales, es decir, una vez que hemos dis-
tinguido lo que es convencional de lo que no lo es-.
Así, por ejemplo, la moda no es por definición frí-
vola ni seria. Frívola es, más bien, la persona que de-
liberadamente confunde lo meramente convencional
con lo que no lo es, o tal vez la que le da a la moda
más importancia de la que merece. Alguna impor-
tancia, sin duda, merece, puesto que, como se ha di-
cho, la moda es, en las condiciones específicas de la
vida moderna, un canal que permite expresar nuestra
identidad y posición en el mundo -y esto parece
importante, en la medida en que la persona lo es, y
la expresión de su identidad es un modo de refor-
zarla-22. Con todo, parecería excesivo reducir la
expresión de tal pertenencia al seguimiento más o
menos fiel de la moda, especialmente si ésta se pre-
senta -como no es infrecuente en el discurso tardo-
moderno- como una excusa para la exaltación de
una lógica social cerrada sobre sí misma, como una
celebración -en ocasiones perversa- de lo mun-
dano: el último paso hacia el cumplimiento del pro-
ceso secularizador iniciado en la modernidad.
Sin duda podemos afirmar que una identidad pu-
ramente subjetiva, que no se manifiesta exterior-

22 Cf. Sommier, p. 17.

124
mente, o que se manifiesta equívocamente, no existe
realmente, pues existir implica exterioridad. Pero
esa exterioridad no es «apariencia pura», ni tampoco
la más o menos equívoca manifestación de una su-
puesta «interioridad» sino, ante todo, nosotros mis-
mos, en cuanto que aparecemos ante los demás y nos
manifestamos a ellos, principalmente mediante
nuestro modo de actuar y de hablar.
La moda presenta imágenes, puede incluso suge-
rir la ilusión de una personalidad coherente, y por
esta vía seducir al que vive una vida fragmentada;
puede, tal vez, servir como un factor superficial de
integración social, especialmente para aquellas per-
sonas que carecen de una identidad definida -así se
entienden los grupos de adolescentes vistiendo de la
misma manera-, pero la moda, por sí sola, no
puede proporcionar identidad en sentido estricto. In-
cluso el adolescente que se viste de una determinada
manera para integrarse en el grupo sabe que lo que
finalmente importa, en términos de identidad, son
los lazos de amistad que pueda entablar con sus
compañeros, y los que entable o deje de entablar con
sus padres 23 •
Hay edades y situaciones vitales que nos hacen
más vulnerables a la lógica dialéctica de la moda.
Pero habitualmente se trata de situaciones de crisis.
En situaciones normales, la moda se subordina a la
conciencia que tenemos de nuestra propia identidad
y de nuestra posición en el mundo. Pero dicha con-
ciencia, a su vez, se forja y se consolida al ritmo que

23 Cf. Sommier, p. 19.

125
se consolidan los lazos, bien reales, en ningún caso
aparentes, que nos unen a los demás. Sólo cuando
estos lazos son firmes, cuando crecemos hablando
con los demás, y no simplemente mirándolos, apren-
demos a distinguir de qué elementos de la moda po-
demos apropiarnos como expresivos de nuestra
identidad y de cuáles no; cuáles pueden ser conside-
rados puramente convencionales, permitiendo por
eso cierto juego, y cuáles, en determinadas circuns-
tancias, podrían incluso resultar ofensivos.

126
V. CAMBIO SOCIAL E IDENTIDAD

Como seguramente han advertido ustedes, el tér-


mino identidad está de moda, y hace tiempo que ha
tomado la calle.

LA IDENTIDAD FRAGMENTADA

«Ritos tribales, descubre tu identidad»: éste era el


reclamo publicitario con el que un practicante de ta-
tuajes y piercing pensaba atraer clientela en un res-
petable barrio de Boston.
No necesito decirles la perplejidad que me causó
el anuncio. Tanto que no tardé mucho en preguntarle
a una estudiante que exhibía un aparatoso piercing si
había descubierto su identidad por ese procedi-
miento. Conseguí desconcertarla. El piercing, en su
caso, no tenía nada que ver con la identidad; era sim-
plemente un asunto de moda.
N o es este el lugar para examinar las curiosas co-
nexiones que la sociedad postmoderna establece en-
tre moda e identidad. Baste decir que, de alguna ma-

127
nera, la moda, ejemplo extremo del cambio cons-
tante, constituye la antítesis de la identidad, palabra
en la que se subraya sobre todo la permanencia de
la persona a través de los cambios. Por eso, aunque
es cierto que en los pueblos primitivos las marcas
en el cuerpo, señales de identidad, formaban con
frecuencia parte esencial de los ritos de paso con
los que se consagraba el tránsito a la edad adulta,
este primitivo significado se diluye y relativiza
desde el momento en que la práctica pasa a conver-
tirse simplemente en una moda: después de una
moda viene otra. De hecho, el encanto de los pier-
cing y tatuajes originales residía en ser imborrables.
Ahora pueden borrarse: un aspecto más de nuestra
cultura postmoderna, en buena parte, una cultura de
la apariencia y lo transitorio, que vende moda en lu-
gar de identidad, con la misma facilidad que vende
sabor a azúcar sin azúcar, o sensación de aventura
sin aventura.
Efectivamente, la mal llamada «cultura» postmo-
derna, en lo que tiene de exaltación del cambio y la
superficie, no se lleva bien con la identidad.
Sin embargo, las actitudes contemporáneas frente
a esta cuestión son todo menos homogéneas, ya que
en nuestro mundo conviven todavía elementos cul-
turales modernos y postmodernos, y la actitud mo-
derna frente a la identidad es en principio muy dis-
tinta a la postmoderna.
En efecto: como ha apuntado el sociólogo Zyg-
munt Bauman el problema moderno de la identidad
era y sigue siendo cómo construirla, y su metáfora
es la del peregrino, que ha de hacer un largo viaje,
al término del cual se encuentra a sí mismo. N o es

128
casual que la metáfora de la identidad moderna se
sirva de una figura que por lo general asociamos a
la Edad Media. Pues por mucho que lo propio de la
modernidad sea la tensión al futuro, el núcleo de la
identidad reside precisamente en enlazar ese futuro
con el pasado. Por eso no hay identidad sin memo-
ria, como bien nos ha recordado nuestro querido
Juan Pablo IP.
Por contraste, el típico problema postmoderno de
la identidad, se refiere sobre todo a cómo evitarla,
cómo mantener siempre todas las opciones abiertas,
sin comprometerse con ninguna en particular. Por
eso, esta actitud no se puede reflejar bien con una
única metáfora: es preciso utilizar varias, bien diver-
sas de la figura del peregrino. Así, el propio Bauman
se refiere al turista, que hace una visita superficial a
un lugar típico, al paseante que se entretiene viendo
escaparates, o el vagabundo que deambula sin rum-
bo fijo por el campo o la ciudad2• Ninguno de ellos
se plantean la vida como un viaje, en los términos
que lo hace el peregrino; tienden más bien a ver la
vida como una sucesión o acumulación de experien-
cias aisladas, sin hilo narrativo que les otorgue sen-
tido. En realidad, el sólo pensamiento de una narra-
ción les produce cansancio. En lugar de la tensión al
futuro o la memoria del pasado, se impone la fugaci-

1 Juan Pablo 11, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de

dos milenios, La esfera de los libros, Madrid, 2005.


2 Bauman, Z., «From Pilgrim to Tourist -ora Short History of

ldentity», en Stuart Hall and Paul du Gay (eds.), Questions of Cul-


tural ldentity. Sage Publications, London. Thousand Oaks. New
Delhi, 1996, 18.

129
dad del instante presente. Es, en palabras de Lipo-
vetsky, «el imperio de lo efímero».
En suma: si la actitud moderna es una actitud es-
forzada, la posmodema es más bien lúdica. Si el mo-
derno se preocupa de ser él mismo, el posmoderno
prefiere aprovecharse de las oportunidades que le
ofrece la sociedad de consumo y renunciar por en-
tero a la construcción de su subjetividad, viviendo
en el instante y entregándose a la moda.
No necesito decir que esta última actitud no es re-
comendable, precisamente porque la ausencia de un
proyecto identitario malogra la vida del hombre,
como malogra, también, la misma realidad de la
cultura -noción que, etimológicamente remite
tanto al culto como al cultivo: en todo caso dos acti-
tudes que dejan atrás la superficialidad como estilo
de vida-.
Sin embargo, la renuncia consciente a la defini-
ción de sí mismo, que distingue al hombre postmo-
demo, se entiende a la luz de otro aspecto que tam-
bién caracteriza el discurso contemporáneo sobre la
identidad, y que no es otro que su fragmentación.
En efecto: seguramente ustedes habrán advertido
que por lo general la referencia a la identidad no
aparece sola, sino adjetivada. Por ejemplo, se ha-
bla de identidad nacional, identidad cultural, iden-
tidad religiosa, identidad de género, etc. En el su-
puesto de que el sujeto de todas y cada una de esas
identidades sea uno y el mismo individuo, podría
parecer que tiene por delante una titánica tarea:
nada más y nada menos que desarrollar y armoni-
zar todas esas identidades en su propia vida. N o es
extraño que semejante perspectiva produzca can-

130
sancio, y que algunos se vean atraídos por la post-
modernidad lúdica.

IDENTIDADES EN TIEMPOS DE CAMBIO

En todo caso, quisiera advertir que la prolifera-


ción de apelaciones a la identidad no es casual. En
general, cualquier discurso sobre la identidad -ya
sea nacional, religiosa, de género, etc.- es deudor
de la experiencia del cambio social, que es una ex-
periencia singularmente moderna, precisamente la
experiencia que está en la base de la ciencia socioló-
gica. Sin duda, nadie se preocuparía de la identidad
si no se sintiera urgido por el cambio social, y, al
mismo tiempo, no percibiera dicho cambio como un
peligro. Esto es lo que ha ocurrido en los debates
contemporáneos sobre la identidad.
En el mundo académico el debate en torno a la
identidad alcanzó su apogeo en los años noventa y,
desde entonces, sigue inspirando numerosas refle-
xiones, tanto en el ámbito de la sociología, de la psi-
cología como de la teoría política.
De hecho, la reflexión contemporánea sobre la
identidad ha venido en buena parte motivada por
transformaciones políticas. Caído el muro de Berlín,
y consumado el derrumbamiento del Bloque del
Este, la palabra «identidad» ha sido con frecuencia
invocada para interpretar el resurgir de los naciona-
lismos en la Europa oriental y los territorios exso-
viéticos. En estos casos, invocar las identidades na-
cionales presoviéticas fue el modo de reactivar la
vitalidad de la sociedad civil, después de la neutrali-

131
zación de las diferencias impuesta durante décadas
por lo que Vaclav Havel, en un libro que conviene
releer -El poder de los sin poder- ha llamado
«post-totalitarismos» 3 •
Sin embargo, la caída del bloque del Este no sólo
afectó al renacer de las identidades nacionales en
Europa, sino que, desde el punto de vista geopolí-
tico, marcó también el comienzo de un nuevo desor-
den internacional. Durante los años de la Guerra
Fría, el mundo había estado dividido en dos esferas
de influencia, de tal manera que los conflictos regio-
nales admitían siempre una doble lectura, pues eran
con frecuencia el escenario para el enfrentamiento
más o menos abierto de las dos superpotencias. De-
saparecida la URSS, esta doble lectura cambió de
signo. Algunos, como Fukuyama, claramente deu-
dor de una visión dialéctica de la historia, según la
cual la historia avanza mediante el conflicto, habla-
ron del «fin de la historia», porque desaparecido el
comunismo soviético quedaba en pie únicamente el
liberalismo.
Lo cierto es que la historia, incluso en el sentido
dialéctico de Fukuyama, en modo alguno ha termi-
nado. Sin duda, el hundimiento del Bloque del Este
ha favorecido la expansión global del liberalismo,
pero precisamente esta globalización de la economía
y, consiguientemente, de la cultura liberal, ha susci-
tado una polifacética resistencia que a menudo
adopta la apariencia de cierta afirmación de las dife-
rentes «identidades culturales» frente a tendencias

3 Havel, V., El poder de los sin poder, Ediciones Encuentro,

Madrid, 1990.

132
sociales universalistas que amenazan con disolver-
las. A fines de los 90, Manuel Castells designaba
esta resistencia como «the power of identity», el po-
der de la identidad4 •
¿Se apunta tal vez con ello al poder de las culturas
autóctonas y tradicionales, capaces de resistir el em-
bate del capitalismo global? Así es como algunos in-
terpretaron la victoria de Evo Morales en las elec-
ciones bolivianas. Sin embargo, hay algo en la
afirmación contemporánea de la identidad cultural o
nacional que impide una lectura tan simple.
Por de pronto, el hecho mismo de que la defensa
de las identidades culturales tradicionales se plantee
de manera reflexiva, como objeto de una acción in-
tencional y programada, es una muestra de que las
culturas en cuestión no son ya tradicionales, en el
sentido más genuino de la palabra.
En efecto: si lo propio de la tradición es dar por
sentadas una serie de pautas de comportamiento, lo
que se percibe hoy por todas partes es que tales pau-
tas están de hecho amenazadas. En esta tesitura, la
defensa de las mal llamadas «identidades tradiciona-
les» tiene mucho de reacción romántica ante el
avance imparable de procesos de signo contrario,
más afines a los ideales cosmopolitas de la Ilustra-
ción. Ahora bien: una actitud semejante, tan alejada
de la vivencia pacífica y no problemática de la pro-
pia cultura, es también, ella misma, típicamente mo-
derna. Progresismo y tradicionalismo son, en ver-

4 Castells, M., The power of identity, Blackwell, Malden Mass.,

1998.

133
dad, dos caras dialécticas de la misma moneda.
Como también lo son, por un motivo parecido, indi-
vidualismo y fundamentalismo: en ambos casos nos
hallamos ante reacciones mediadas reflexivamente,
propiciadas -como ha visto certeramente Zigmunt
Bauman- por la sensación generalizada de indefen-
sión que resulta del avance global de un universa-
lismo abstracto5 •
En el ámbito no ya político sino social, podría-
mos extender nuestras consideraciones a la tan traí-
da y llevada identidad de género 6 • En la medida en
que lo que vale como femenino o masculino varía
de una cultura a otra, el impacto de la globalización
también tiende a producir perplejidades en este ám-
bito. Es fácil comprender por qué: las sociedades
tradicionales adscribían roles fijos a hombres y mu-
jeres; en cambio, las sociedades modernas, marca-
das por una creciente movilidad social, han puesto
la mayor parte de esos roles a disposición de am-
bos sexos. Hace algún tiempo tuve ocasión de es-
cuchar en Milán a Joanne Entwistle, del London
College of Fashion, exponer las estrategias de con-
ducta que desarrollan los modelos varones a fin de
mantener su propia identidad de género intacta en
el ejercicio de una profesión asociada todavía a la
identidad femenina. No es necesario repetir aquí
las estrategias.

5 Bauman, Z., Postmodemity and its discontents, Polity Press,

1997, p. 185.
6 Cf. Burgraff, J., ¿Qué quiere decir género? En tomo a un

nuevo modo de hablar, 2" ed. Promesa, San José de Costa Rica,
2004.

134
Lo extremo del ejemplo sirve bien para ilustrar
este punto: es claro que en la medida en que la ads-
cripción tradicional de roles ayudaba a la definición
de lo femenino o lo masculino, las sociedades tradi-
cionales no experimentaban la distinción entre sexo
y género de un modo tan dramático como el indivi-
duo moderno. Si nacías niña, esto era reconocido in-
mediatamente como una razón para desarrollar cier-
tas habilidades en lugar de otras. Muchos de estos
desarrollos tenían una base en las aptitudes naturales,
pero, en todo caso, la consecuencia era generar cier-
tas expectativas sociales acerca de lo femenino y lo
masculino, con las que el individuo se identificaba de
manera espontánea. Ciertamente, no todo eran venta-
jas. Como ha observado Lourdes Flamarique, en so-
ciedades pequeñas y poco expuestas a cambios so-
ciales, este proceso tenía también como consecuencia
indirecta el frustrar cualquier aspiración que no res-
pondiera a los férreos patrones de lo culturalmente
femenino o masculino -cosa que no ocurría en las
cortes o las grandes ciudades. Es oportuno recordarlo
para no idealizar románticamente el pasado-.
El pasado tenía sus problemas como el presente
tiene los suyos. Y los problemas del presente en gran
medida vienen definidos por la aceleración del cam-
bio social, y la desinstitucionalización de los com-
portamientos, procesos que plantean numerosos re-
tos a la definición de la propia identidad. Para
afrontar tales retos no basta el recurso a la tradición.
No tiene sentido aferrarse a esquemas tradicionales
cuando el mundo en el que vivimos ya no es tradicio-
nal, sino moderno. Pero tampoco tiene mayor sentido
abandonar todo proyecto identitario y confiar la defi-

135
nición de la propia vida al azar o a la moda, o a las in-
terpretaciones más o menos científicas de la natura-
leza o de la historia. Lo que se precisa es creatividad,
pero una creatividad que exige, a su vez, una refle-
xión seria sobre la identidad, que es tanto como una
reflexión seria sobre nosotros mismos.

¿QUÉ ES LA IDENTIDAD?

En efecto: hablar de identidad es hablar de la con-


ciencia que tenemos de nosotros mismos, y es con-
veniente advertir que esa conciencia de uno mismo
no es algo irrelevante para el ser humano: el hombre
necesita saber quién es él, para serlo de manera
plena. Esto es así en todos los órdenes de la vida. Lo
que llamamos «identidad» se constituye precisa-
mente a través de una reflexión semejante: una re-
flexión que, lejos de ser una labor puramente inte-
lectual, requiere saber interpretar correctamente
todas las experiencias vinculadas al desarrollo per-
sonal y social. Cuando esa interpretación es ade-
cuada, la tarea de definir la propia identidad tiene
más probabilidades de éxito. Por el contrario,
cuando la interpretación es deficiente, el proceso de
definición de la propia identidad resulta amenazado.
Esto se advierte en los dos temas de los que veni-
mos hablando: la identidad nacional y el tema de la
identidad de género. También se podría extender a
otro tema, especialmente relevante para nosotros,
creo, como es el de la identidad cristiana.
En principio es claro que por el hecho de nacer
con un sexo determinado o en un lugar determinado,

136
o por haber sido bautizado, una persona tiene una
cierta identidad: es hombre o mujer, es americano o
francés, es cristiano o no lo es. Sin embargo, sólo
con la experiencia y la reflexión adquiere concien-
cia de lo que esa nacionalidad o ese sexo o ese ca-
rácter sacramental significan, y sólo entonces, por
un proceso de maduración personal, llega a com-
prender esos aspectos como parte constitutiva de su
identidad, como aspectos con los que se identifica
personalmente.
Cuando en el debate público se habla de identi-
dad, habitualmente en clave problemática, se alude
por lo general a este último sentido de la palabra: no
tanto el hecho de nacer hombre o mujer, ni el hecho
de nacer en Estados Unidos o Francia, ser católico o
no serlo, cuanto el hecho de que una persona se iden-
tifique biográficamente con esas dos circunstancias.
Sin duda, los casos mencionados no son del todo
comparables. La identidad de género se apoya en
una base natural mucho más firme que la identidad
nacional, cuyo referente más sólido no es sino la his-
toria política común. Por otra parte, la identidad
cristiana se apoya en el bautismo, que, según apren-
dimos en el Catecismo, «imprime carácter». Pero
conviene notar que, desde el punto de vista biográ-
fico o existencial, todas estas «identidades» son, en
mayor o menor medida, reflexivamente maleables,
mediante el recurso a determinadas estrategias inter-
pretativas. Como sabemos, hay interpretaciones his-
tóricas que en lugar de favorecer una conciencia
nacional determinada favorecen otra distinta. Asi-
mismo, hay interpretaciones que en lugar de favore-
cer la identificación con el propio sexo la dificultan.

137
Y, por lo que a la identidad cristiana se refiere, es
claro que está amenazada mientras no se interioricen
plenamente sus exigencias, es decir, mientras uno no
asuma como propia la tarea de identificarse con
Cristo.
Nada de esto debería sorprendemos: como hemos
dicho antes, a la plenitud del ser humano pertenece la
conciencia de sí mismo. Con otras palabras: para ser
humano en el sentido pleno de la palabra no basta
disfrutar de una determinada condición de modo fác-
tico e irreflexivo, sino que es preciso, además, poseer-
la conscientemente y conscientemente tomar postura
frente a ella. Ahora bien: el hombre vive en un
mundo interpretado. De ahí la importancia crucial de
contar con las claves para una correcta interpretación
a la hora de configurar la propia identidad personal.
Pero. ¿dónde encontrar esas claves?

LAS CLAVES PARA DESARROLLAR


LA PROPIA IDENTIDAD

Ante todo digamos dónde no encontrarlas. Es cla-


ro, me parece, que en tiempos de cambio social y
cultural como los que vivimos, sería descabellado
confiar las claves interpretativas de la propia vida a
los medios de comunicación, en donde se presentan,
en pie de igualdad, los estilos de vida más heterogé-
neos y se exponen, como si merecieran igual valora-
ción, las opiniones más sensatas y las más desafortu-
nadas.
Con ello no pretendo desacreditar de manera ge-
neral el mundo de los mass media -aunque, en mi

138
opinión, el abuso de mass media tiene efectos inde-
seables sobre cualquier psicología-. Sólo quiero in-
dicar que la definición de la propia identidad es una
tarea demasiado seria como para convertirla en un
asunto opinable, o confiarla a las variaciones ilimi-
tadas de la moda o las encuestas de popularidad.
¿Dónde, pues, residen las fuentes de la propia
identidad? En este punto resulta oportuna la referen-
cia a la religión, en particular a la religión cristiana.
En efecto: toda religión nos habla de religación con
el origen, lo cual es decisivo en la configuración de
la propia identidad. Pero la religión cristiana se nos
propone, además, como un camino vital cifrado en
el seguimiento y la identificación con una persona,
Jesucristo, en quien encontramos un norte claro en
torno al cual articular la propia existencia.
Desde esta perspectiva, no cabe duda de que una
fe sólida nos ofrece las claves necesarias para ca-
pear cualquier tormenta existencial y orientarnos en
un mundo cambiante. Al fin y al cabo, ningún dis-
curso humano añade ni quita un ápice de su fuerza a
la fuerza misma del Evangelio. Sin embargo, en este
punto quisiera resaltar más bien que, a fin de que la
fe despliegue todo su potencial integrador en la
fragmentada existencia del hombre moderno, es
igualmente necesario recuperar todo el potencial de
la razón.
En efecto: una razón débil, incapaz de superar el
raquitismo de un pensamiento ceñido a la superficie
de los hechos naturales o sociales, incapaz de pene-
trar su sentido, resulta insuficiente para dar cuenta
de la complejidad del hombre, el cual no es un puro
individuo, al que resulten accidentales los lazos o la

139
falta de lazos que entabla con sus semejantes, como
tampoco es una simple parte de una comunidad,
pues está dotado de inteligencia y voluntad libres. A
eso precisamente se refería Aristóteles cuando, con
una frase enigmática, decía que «el intelecto viene
de fuera» 7•
La luz intelectual, la luz natural de la razón, me-
diante la cual somos capaces no sólo de relacionar
unos eventos con otros, o de certificar cuestiones de
hecho, sino también de captar el sentido de los pro-
cesos naturales y culturales, esa luz no es ella
misma un producto cultural ni social, aunque para
referirnos a ella tengamos que valernos de una metá-
fora. Esa luz es lo que hace del hombre, si me per-
miten lo contradictorio de la expresión, un «animal
metafísico», un ser limitado pero capaz de trascen-
der las apariencias inmediatas y captar el sentido de
los hechos.
Para esto, es preciso recordar que la razón es algo
más que una facultad instrumental, al servicio de in-
tereses más o menos justos, pero en todo caso inca-
paz de elevarse por encima de las seguridades empí-
ricamente certificables. U na razón auto limitada de
este modo discurre como el autor de un artículo apa-
recido hace unos años en el Washington Post con el
título «¿sienten los fetos dolor?». El artículo soste-
nía que sí, que sienten dolor, sólo para concluir con
una impecable lógica, que, en consecuencia, es pre-
ciso darles analgésicos antes de abortar. Sobran co-
mentarios.

7 Aristóteles, De gen. An., 736 b 23-29

140
Necesitamos recuperar una razón fuerte. Sólo a la
luz de una razón fuerte, capaz de penetrar con valen-
tía en todos los frentes de la realidad, cobran sentido
los datos de las ciencias particulares, los fragmentos
de experiencia, las interpretaciones más o menos
fragmentarias que puedan hacerse de la historia de
un pueblo.
Asimismo, sólo en el espacio de sentido abierto
por esa razón fuerte, cada cual queda en condiciones
de discernir qué elementos realmente contribuyen al
desarrollo de una identidad unitaria y cuáles, por el
contrario, lo dificultan.
Permítame el lector que, llegados a este punto,
haga un poco de apología de la filosofía. ¿Quién si
no la va a hacer? Vaya por delante que no defiendo
cualquier filosofía, sino sólo aquélla que, apostando
por una racionalidad fuerte, se pone en condiciones
de interpretar los datos de las ciencias naturales y so-
ciales de un modo tal que sirve a la forja de la identi-
dad humana. N o toda filosofía sirve para esa tarea.
Ahora, por desgracia, abunda el pensamiento débil,
incluso entre gente con buenas intenciones, que
piensa que al debilitar la razón se hace un favor a la
fe. Nada más falso.
En realidad, solo con buenas intenciones tampoco
se desarrolla la identidad humana en un mundo com-
plejo. Es preciso comprender esa complejidad y, al
mismo tiempo, poner en juego las claves para con-
trolarla. Para esa tarea, insisto, es imprescindible una
razón fuerte, metafísica, capaz de abrirse paso en la
marea de datos e interpretaciones con frecuencia
contradictorias hasta descubrir su sentido. En contra
de lo que pudiera parecer, sólo una razón fuerte

141
puede ser flexible, porque sólo ella acierta a distin-
guir lo necesario de lo contingente, lo esencial de lo
accidental, lo permanente de lo transitorio -y, lo que
es más difícil: lo permanente en lo transitorio, lo
esencial en lo accidental, lo necesario en lo contin-
gente. Si prefieren, lo profundo en lo superficial-.
Pienso que alimentar esa confianza en la razón es
una de las tareas más importantes que tiene enco-
mendada la institución universitaria; una tarea que,
precisamente en los tiempos que corren, resulta par-
ticularmente necesaria.
En efecto: el hecho de que los nuestros sean tiem-
pos complejos, tiempos de cambios acelerados, mar-
cados por una gran fragmentación social y cultural,
vuelve muy difícil la tarea específicamente humana
de pensar. Como observa Zigmunt Bauman,«bajo
estas condiciones pensar a largo plazo es una tarea
difícil. Y ahí donde no existe un pensamiento de al-
cance ni expectativas de 'nos encontraremos de
nuevo', apenas hay lugar para percibir un destino
compartido, un sentimiento de fraternidad, una ur-
gencia de unir filas caminando juntos, hombro con
hombro. La solidaridad tiene poco asidero para ger-
minar y echar raíces» 8•
Sin embargo, como universitarios, y, por tanto,
como miembros de una institución que todavía
puede permitirse el lujo de distanciarse de las con-
tingencias cotidianas para preguntarse por su sentido
global, no podemos sustraernos a esa tarea. Muy al
contrario, nuestra primera responsabilidad consiste

8 Bauman, Z., Modernidad y ambivalencia, Barcelona, Anthro-

pos, 2005, p. 16.

142
precisamente en emplear ese tiempo robado a la «ra-
biosa actualidad» con el único fin de brindarnos a
nosotros mismos y a nuestros contemporáneos unas
claves de lectura que puedan servir para orientarnos
en nuestro mundo sin renunciar a lo que considera-
mos valioso.
Con ello no nos alejamos definitivamente del
mundo; sencillamente nos ponemos en situación de
comprenderlo mejor, para actuar de manera más efi-
ciente con arreglo a nuestros propios fines, en lugar
de zambullirnos en él de tal manera que los fines nos
vengan impuestos desde fuera, por el devenir de las
circunstancias. En la medida en que se consagra al
conocimiento, la institución universitaria -como
bien supo ver Hannah Arendt-, es y no es entera-
mente del mundo. Y el conocimiento es el servicio
precioso que la universidad puede seguir prestando
a la sociedad, en la medida en que sigue siendo lo
que es, participando de los afanes del mundo, pero
manteniendo cierta distancia reflexiva frente a ellos:
la distancia necesaria para poder pensarlos y orde-
narlos de tal manera que contribuyan a la realización
del bien humano, y no a su disolución.

143
VI. RADIOGRAFÍA DEL (DES)GOBIERNO
POSTMODERNO

La transformación de la sabiduría política clásica


en la ciencia política moderna puede resumirse en la
célebre frase de Henri de Saint-Simon (1760-1825):
«desde ahora la política ha dejado de ser el gobierno
de los hombres para convertirse en la administración
de las cosas». A su vez, la transformación de la vi-
sión moderna del gobierno en la postmoderna puede
describirse como la transición de un gobierno cen-
trado en la administración de las cosas a uno articu-
lado en torno a la imagen de las cosas.
En la medida en que ambas transformaciones su-
ponen efectivamente retirar al hombre del centro de
atención del gobierno, para reemplazarlo por la efi-
cacia de los procesos y la brillantez seductora de las
imágenes, nos encontramos ante un movimiento
deshumanizador, que en último término obedece al
trastorno en la jerarquía de los fines y la lógica in-
terna de las decisiones de gobierno. La doble trans-
formación, inicialmente localizada en las empresas
-más vulnerables, por principio, a la lógica de efi-
ciencia e imagen propia del mercado-, termina sin

145
embargo afectando a los gobiernos de los estados y
de las restantes instituciones, por cuanto éstos tam-
bién, en las condiciones del capitalismo global, se
abandonan sin residuos a la lógica implacable del
mercado. El alcance deshumanizador de este pro-
ceso se advierte intuitivamente en lo que nos separa
de los antiguos: si morir por la patria podía tener al-
gún sentido, morir por la empresa no tiene ninguno.

Dos VISIONES SESGADAS DEL GOBIERNO

Si en la frase de Saint-Simon se adivinaba el


avance de una visión tecnocrática del gobierno, que
ponía sus esperanzas en la ingeniería social como
panacea para resolver los problemas humanos, en el
giro post-moderno del gobierno el protagonismo
pasa, en cambio, a los expertos en comunicación y
gestores de la imagen. Mientras que para los políti-
cos-tecnócratas todos los problemas sociales no eran
sino el producto de una deficiente organización del
material humano y podrían resolverse con una efi-
ciente asignación de bienes y tareas, para los políti-
cos-comunicadores los problemas, en realidad, no
son más que problemas de imagen.
Naturalmente, tanto el énfasis en la tecnocracia
como en la imagen responden en gran parte a una de-
terminada coyuntura histórico-social. En un caso, el
desarrollo de la industria y la producción; en el otro,
la relevancia creciente de los medios de comunica-
ción en la configuración de la opinión pública de las
sociedades democráticas. Por lo demás, las dos apro-
ximaciones son perfectamente compatibles entre sí,

146
en la medida en que, como acabamos de señalar, am-
bos procesos responden a dos de los imperativos
propios de la sociedad de mercado, estrechamente
vinculados entre sí: eficiencia e imagen.
Que una gestión eficaz y una imagen atrayente
son valores en alza no se le escapa a nadie. Una y
otra constituyen la puerta de acceso al sistema, el
precio que hay que pagar para obtener esa mercan-
cía tan codiciada llamada «reconocimiento social»,
por cuya adquisición tantos están dispuestos a per-
der incluso la propia identidad. Pues ni la racionali-
dad pragmática -recogida en el imperativo de efi-
cacia y eficiencia- ni la imagen emotiva -exaltada
por el imperativo de la imagen- logran hacerse
cargo cabalmente de la integridad del ser humano.
Por eso quien se entrega sin reservas al sistema se
expone a perder algo importante de sí mismo. Y por
eso también, un énfasis exagerado en alguno de es-
tos aspectos -eficiencia o imagen- conduce ine-
xorablemente a una concepción básicamente ses-
gada de la actividad de gobierno, la cual, por
distintas razones, puede perder su auténtico sentido
humano en ambos casos, y, lo que es peor: sin darse
cuenta de ello.
El potencial deshumanizador de la visión tecno-
crática del gobierno se puso de manifiesto a finales
del XIX con la irrupción del Taylorismo, uno de los
productos más característicos de la racionalización
moderna del trabajo, que ha sentado las bases de la
reflexión sobre la teoría y el gobierno de las organi-
zaciones que recorre el siglo xx, hasta la revolución
del management operada por Peter Drucker con su
propuesta del «managment by objectives» (MBO),

147
para muchos el abecedario de la eficacia en el go-
bierno de las organizaciones.
En su libro principal, The principies of scientific
management, publicado en 1911, Frederick Winslow
Taylor (1856-1915) trató de aplicar criterios «cientí-
ficos» a la organización del trabajo. En esta línea,
proponía realizar estudios del tiempo y los movi-
mientos empleados en distintos trabajos, dividir fun-
cionalmente las tareas, normalizar los métodos y las
herramientas de trabajo, incentivar la productividad,
etc. Así, cada trabajador debería realizar una tarea
muy puntual, en una cadena de producción, dentro
de un tiempo previsto de antemano.
Correcciones posteriores a este modelo mecani-
cista del trabajo, como las realizadas por Elton Mayo
(1880-1949) y la Escuela de Relaciones Humanas,
han incidido en los aspectos psicológicos y sociales
descuidados por Taylor, llamando la atención sobre la
existencia de dimensiones informales del comporta-
miento, no determinables en organigrama ni en con-
trato alguno y que resultan relevantes en el funciona-
miento de la organización; o bien han subrayado la
necesidad de hacer partícipes a los trabajadores en los
objetivos de la empresa, así como la conveniencia de
perfilar con más claridad esos objetivos, según el es-
quema SMART propugnado por Drucker (los objeti-
vos han de ser Specific, Measurable, Achievable, Rea-
listic, Time-specific), pero no han alterado en lo
fundamental la referencia a la productividad como
objetivo prioritario de la organización, al que deben
subordinarse las demás consideraciones.
Si el potencial deshumanizador del Taylorismo, en
el que se hace realidad la «escandalosa» definición

148
del trabajo que ofrece Aristóteles, como «servidum-
bre limitada» (podríamos añadir, limitada a tiempo
parcial), ha sido célebremente caricaturizado por
Chaplin en Tiempos Modernos, así también el poten-
cial deshumanizador de la política de la imagen ha
quedado reflejado e ilustrado de múltiples maneras
en el cine contemporáneo. En este punto, viene a mi
mente la película The Network, una ficción que tra-
taba de recrear la política desarrollada por una ca-
dena de televisión americana en los 70, política dise-
ñada al hilo de los índices de audiencia.
Sin embargo, a fin de comprender la deshumani-
zación implícita en la visión mediática del gobierno
es preciso analizar con más detalle el sesgo o distor-
sión peculiar que la obsesión por la imagen imprime
en el modo de enfocar esta actividad, en principio la
más humana de las actividades, siempre y cuando se
entienda como lo hacían los clásicos, esto es, como
gobierno inteligente de seres racionales y libres.

EL IMPERATIVO DE LA IMAGEN

Sin duda, el énfasis en la imagen característico del


gobierno postmoderno no es gratuito: como adelan-
taba hace un instante, en parte es consecuencia de
percibir el influjo de la imagen proyectada por los
medios de comunicación en la opinión pública, la
cual, no obstante su relativa indefinición, es a su vez
percibida como la instancia a la que debe amoldarse
el gobernante si no quiere perder su posición.
Bien mirado, hablar de la «opinión pública» como
si fuera una realidad dada de antemano, a la que no

149
tuviéramos más remedio que amoldarnos resulta
equívoco. Pues, dejando a un lado las controversias
relativas a los sondeos de la opinión pública, tal
aproximación supone dar por sentado que uno se
comporta pasivamente con respecto a la opinión pú-
blica, cuando lo cierto es que, en principio, también
podría configurarla -si bien en medidas diversas,
pues, tal y como observara Herbert Blumer, la for-
mación de la opinión pública «no es fruto de la inte-
racción de individuos aislados que intervienen igual-
mente en el proceso, sino que refleja la composición
y organización funcional de la sociedad»; de modo
que «no todos los individuos tienen la misma in-
fluencia ni tampoco todos los grupos iguales en
cuanto a número de miembros».
Sin embargo, en la medida en que, los supuestos
agentes conformadores de la opinión pública actúan
pensando no tanto en exponer su propio punto de
vista cuanto, sobre todo, en obtener una imagen o re-
flejo favorable de sus propias personas y puntos de
vista, se produce un fenómeno muy curioso: poco a
poco dejan de comprometerse en punto de vista al-
guno sustantivo, y pasan a incidir, sobre todo, en
aquellos aspectos de la comunicación que producen
en la audiencia, en el público, en la sociedad en ge-
neral, un eco emocional positivo, con relativa inde-
pendencia del contenido.
Así, lo que interesa al gobernante postmoderno es
proyectar en los demás una imagen de sí mismo que
suscite en otros un eco emocional positivo. Con
otras palabras: lo de menos es lo que el gobernante
es o piensa por sí mismo. Tal vez no piense nada es-
pecialmente significativo. Lo de más es la imagen

150
que logra proyectar en otros, y, sobre todo, que esa
imagen despierte simpatía. Así, de entre las muchas y
muy variadas imágenes que proyectan los medios, las
que más interesan al gobernante postmoderno -un
tanto narcisista- son las que se refieren a su gestión
y a su propia persona, esto es, a su modo personal de
enfocar -que no resolver- los mil y un asuntos
que, para bien o para mal, tienen alguna incidencia
en la vida de los gobernados. Estima que si logra
trasladar a estos últimos una imagen adecuada, que
despierte emociones positivas, habrá conquistado la
opinión pública y tendrá mucho ganado en términos
de «poder>>.
Cuál es la imagen adecuada lo decide en parte la
naturaleza misma del gobierno -por ejemplo, es ab-
solutamente necesario dar imagen de persona com-
petente, fiable, seria- pero en parte lo deciden tam-
bién factores muy contingentes y mutables, ligados
al gusto de la gente. Éste, como ya viera David
Hume, y la escuela escocesa del Sentido Común, no
es un gusto simplemente privado, sino socialmente
compartido y a menudo definidor de una entera na-
ción. Por eso, en las condiciones actuales, determi-
nar los rasgos que ha de reunir una imagen con éxito
es asunto que se encomienda a «expertos» del ám-
bito de las ciencias sociales. Pero lo que ante todo
importa es asociar a dicha imagen un eco emocional
positivo. Todo menos perder la sonrisa.
Que el gobernante debe granjearse el favor de sus
súbditos, y, con tal fin, aparentar incluso la virtud
que no tiene, no constituye una novedad especial. En
sus pasajes más «maquiavélicos» la Política de Aris-
tóteles se hace eco de esta realidad, tan vieja como

151
el hombre; pero es sobre todo el mismo Maquiavelo,
el que supo advertir con claridad meridiana hasta
qué punto esa apariencia puede ser profundamente
equívoca: detrás de esa fachada colorista de virtud
discurrirían los verdaderos actos de gobierno, lo «se-
rio» del gobierno, que en su opinión -no en la nues-
tra- no son otra cosa que los actos grises, estratégi-
camente necesarios para perpetuarse en el poder. En
realidad, la fachada de virtud no sería más que un
elemento de esa estrategia, especialmente relevante
en la era de las democracias mediáticas, donde el go-
bernante no tiene otro remedio que gustar al público,
tanto o más que un cantante o un actor, para seguir
ocupando el cargo.
Pero lo característico de nuestro mundo postmo-
derno -en esto como en tantas otras cosas- es que
la frontera entre la realidad o «lo serio» y la aparien-
cia o «la imagen» se ha difuminado mucho, precisa-
mente porque nuestra vida y nuestras decisiones po-
líticas son en muchos aspectos una vida y unas
decisiones mediatizadas por informaciones genera-
das en fuentes que se sustraen a nuestro control di-
recto, y cuya auténtica envergadura no somos capa-
ces de evaluar desde nuestra modesta posición
particular. Así, nos encontramos con que debemos
decidir sobre problemas que nos afectan sobre la base
de informaciones que no podemos contrastar; a me-
nudo son informaciones parciales. En estas circuns-
tancias no es extraño que nos decidamos por crite-
rios absolutamente triviales y que una imagen más
simpática o que nos inspire mayor confianza, por no
se sabe qué oculto mecanismo cuasi-freudiano, se
constituya a menudo en el último criterio de decisión.

152
Consideradas las cosas desde esta perspectiva,
esto es, desde la perspectiva del imperio de la ima-
gen, no es sorprendente que muchas personas se
vean tentadas a concluir que los procedimientos de-
mocráticos al uso han perdido credibilidad y legiti-
midad, puesto que nadie puede realmente garantizar
la conexión entre el motivo del voto y el motivo del
gobierno. Tal conexión es simplemente caprichosa.
En efecto: en la medida en que la representación po-
lítica se convierte en representación mediática, y la
representación mediática es objeto de manipulación
en diversas instancias, de las que el ciudadano co-
rriente no forma parte, la pretensión de que el proce-
dimiento transmite la voluntad política de los ciuda-
danos es sencillamente increíble: todo lo más que
transmite son sus gustos, de igual modo que lo hace,
por ejemplo, el cuestionado festival de eurovisión
-es decir, con similares restricciones-. El diag-
nóstico de Jean Baudrillard en Cultura y simulacro
es claro: el poder, «completamente expurgado de la
dimensión política, depende como cualquier otra
mercancía de la producción y el consumo masivo
(mass-media, elecciones, encuestas). Todo destello
político ha desaparecido, solamente queda la ficción
de un universo político».

CONTRAPESO REALISTA AL IMPERIO


POSTMODERNO DE LA IMAGEN

La conclusión anterior puede matizarse, sin em-


bargo, en la medida en que advertimos -y es pre-
ciso advertirlo- que la opinión pública -salvo un

153
caso de narcotización generalizada- no se alimenta
sólo de imágenes más o menos simpáticas y emocio-
nantes sino de experiencias personales y de reflexión
crítica y compartida sobre ellas, reflexión que, al en-
trar en contraste con las imágenes proyectadas, lleva
a concluir, más bien, que la reducción del gobierno a
políticas de imagen -por lo demás algo tan viejo
como la Sofística del siglo v a. de C.- se asemeja
ante todo a una broma pesada, y el intento de enmas-
carar la cruda realidad tras una sonrisa, un ejercicio
de frivolidad, un elemento más de la sociedad del es-
pectáculo, cuando no simple y llano cinismo.
En efecto: el hombre corriente, que no se nutre
únicamente de imágenes más o menos seductoras y
emotivas, tiene constantemente ante los ojos la dis-
crepancia entre la imagen proyectada y la experien-
cia padecida. De eso habla con sus conciudadanos.
Y, a menos que el índice de vulnerabilidad de éstos a
la seducción sea tan alto que raye lo patológico, no
podrán menos de detectarlo tarde o temprano. Por
continuar con la analogía tomada de Freud: frente al
principio de placer que parece imperar en el uni-
verso postmoderno, el principio de realidad hace
tercamente su aparición, cada vez que una represen-
tación idealizada de la realidad es desmentida por la
presencia de una realidad concreta, dura y dolorosa.
La economía no es el único ejemplo, pero puede re-
sultar ilustrativo.
Con ello, como es obvio, no se quiere decir que la
imagen proyectada carezca de relevancia. Se ha di-
cho que uno de los motivos por los que George W.
Bush venció a Al Gore en las elecciones presiden-
ciales americanas de 2000 fue precisamente su ima-

154
gen campechana, más cercana al americano medio
que la de Al Gore -el cual, en el imaginario colec-
tivo más bien se asemejaba a Superman de incóg-
nito-. Al parecer, el desenfadado Bush inspiraba
más confianza que el correcto Clark Kent. Que entre
tanto Al Gore ha potenciado al máximo su talento
mediático y lo ha puesto al servicio de una causa po-
lítica, es indudable para todo el mundo: ahí está el
Nóbel por su compromiso con el problema del cam-
bio climático. Mucho se ha escrito también sobre el
talento mediático desplegado por Barack Obama o
su equipo, un elemento que, entre otras cosas, ha ser-
vido para interesar a una juventud indiferente hacia
la política en la campaña en curso. (Lo que no está
claro es si ha logrado interesarles precisamente en
las cuestiones políticas sustantivas, más allá del in-
terés por su propia persona).
Sea como fuere, es indudable que ignorar la im-
portancia de la imagen en nuestro mundo es expo-
nerse a desaparecer de la circulación, o a circular de
un modo indeseado. Por eso, al expresar tantas re-
servas respecto al énfasis postmoderno en la imagen
lo único que se quiere recordar -y recordar enfáti-
camente- es algo tan trivial como que la tarea de
gobierno no puede confundirse ni contaminarse con
la gestión de la imagen. Se trata de dos lógicas di-
versas, que en las condiciones actuales tal vez deban
sincronizarse pero nunca confundirse.
En efecto: por necesaria que sea la gestión de la
imagen, como cuestión de supervivencia en un
mundo mediático, el trabajo de gobierno sigue
siendo algo enteramente diferente. Del hecho de que
Gordon Brown careciera de la visibilidad política de

155
su antecesor Tony Blair no cabe concluir, por sí solo,
que careciera de capacidad de gobierno; si carece de
capacidad de gobierno será por otras causas. Asi-
mismo, las fulgurantes apariciones mediáticas de
Nicolás Sarkozy no nos dicen mucho por sí mismas
de su capacidad de gestión de la cosa pública -ni,
al parecer, de la cosa privada-. Aplicando la misma
lógica a un ejemplo más local -aunque el ejemplo
es lo de menos-: nada impide afirmar que los ocho
años de gobierno del ex presidente José María Aznar
hayan sido años de gobierno más o menos acertado,
incluso aunque, como se ha dicho tantas veces, no
hayan sido años logrados en términos de imagen. Y,
por lo mismo, del hecho de que las victorias de José
Luís Rodríguez Zapatero en las elecciones debieran
mucho a inteligentes campañas de imagen, no se de-
duce que sus años de presencia en La Moncloa, ha-
yan cristalizado en inteligentes gestiones de gobierno
-a menos, naturalmente, que uno reduzca la activi-
dad política al desempeño de las estrategias necesa-
rias para hacerse con el poder y perpetuarse en él-.
Al ser tan elemental podemos olvidarlo: buen go-
bierno y éxito mediático son valores heterogéneos,
y, por tanto, no son valores intercambiables, por mu-
cho que el éxito mediático parezca imprescindible
para ganarse la opinión pública, sin la cual es impo-
sible acceder al gobierno. El buen gobierno apela
ante todo a la inteligencia práctica; el éxito mediá-
tico, al parecer, casi exclusivamente a las emocio-
nes. Sería un error reducir la dimensión humana de
la vida a esto último, aunque en las condiciones de
la sociedad individualizada, la atención de los indi-
viduos apenas logra advertir otras cuestiones. Con

156
todo, para hacerse cargo de la totalidad de la persona
-no sólo de sus reacciones emocionales sino de sus
necesidades reales-, es preciso ejercitar la inteli-
gencia práctica, que, dicho sea de paso, no puede re-
ducirse a la racionalidad estratégica exclusivamente
interesada en la eficacia.
Así, el hecho de que el dominio de la imagen
pueda ser necesario para alcanzar el «éxito» -polí-
tico, económico, etc.- en una sociedad mediática y
comercial no constituye a la imagen en un elemento
intrínseco ni mucho menos sustitutivo de la genuina
tarea de gobierno, que en su esencia más pura es más
bien algo desprovisto del «glamour» que suele
acompañar a la retórica. Como bien sabían los clási-
cos, la retórica es auxiliar de la política, pero no sus-
tituye a la prudencia, que es su constitutivo esencial.
Como saber auxiliar, la retórica es un instrumento
necesario para el político, el cual ha de saber persua-
dir de la bondad y oportunidad de sus decisiones y
aglutinar voluntades en torno a ellas. Sin embargo,
considerada en sí misma, esto es, considerada como
el arte de persuadir, con palabras acertadas o imáge-
nes atrayentes, la retórica no admite confusión con
la actividad de gobernar, esto es, con la actividad de
tomar sabias -prudentes- decisiones.
Los peligros inherentes a la elevación de la retó-
rica en última sabiduría práctica los conocemos
desde el Gorgias de Platón y no es necesario recor-
darlos aquí. A este respecto basta con indicar una
cosa: por mucho que la complejidad de la retórica
propia de una sociedad tecnológica y mediatizada
pueda requerir -como ha señalado Vilém Flüsser-
un conocimiento serio de la naturaleza y la lógica

157
propia de las imágenes técnicas, sería un error con-
cluir que ese conocimiento basta para un adecuado
trabajo de gobierno. La retórica jamás podrá reem-
plazar lo que Tomás de Aquino destaca como la ra-
cionalidad específicamente práctico-política, esto es,
la razón que, atenta a las circunstancias, introduce
orden en las acciones humanas en atención al bien
común, esto es, en atención al bien humano. Para
realizar esto último es preciso, ante todo, visión y sa-
ber jerarquizar los fines o, lo que es lo mismo, tener
claros los principios, lo cual requiere excluir categó-
ricamente todo relativismo respecto a los fines, y si-
tuar claramente en el centro de las consideraciones
el bien del hombre, y no simplemente la imagen del
político -ni siquiera la imagen de un político su-
puestamente interesado por los hombres-. El bien
humano, del que se hace cargo la inteligencia prác-
tica no se reduce a la combinación de racionalidad
estratégica e imágenes emotivas. Por eso, un go-
bierno de hombres reducido al logro de resultados y
proyección de imágenes atrayentes, un gobierno en-
gullido por el sistema, fácilmente pierde el corazón.
Sin duda, caben estilos diferentes de gobierno. Sin
embargo, de acuerdo con lo que llevamos dicho, ad-
mitir una pluralidad de estilos de gobierno es bien
distinto de confundir retórica y política. Confundir
ambas dimensiones, tal y como ocurre cuando la ta-
rea de gobierno se concibe principalmente en térmi-
nos de política comunicativa, sólo puede conducir a
una serie de disfunciones típicamente deshumaniza-
doras. Entiéndase bien: no es la importancia de la re-
tórica ni de la imagen como tal lo que aquí se dis-
cute, sino el considerarla como uno de los factores

158
que debieran determinar la actividad de gobierno en
sentido estricto, en pie de igualdad con factores hu-
manamente reales y sustantivos.
Por mucho que nuestra cultura pueda caracteri-
zarse en gran medida -tal y como ha hecho lúcida-
mente Baudrillard-, por la transición de la imagen
como reflejo de la realidad, a la completa desapari-
ción de la realidad tras su mera simulación, la simu-
lación de gobierno nunca será gobierno. En efecto:
la sustitución del gobierno por su simulacro no satis-
face la necesidad, bien real, a la que responde la ins-
titución del gobierno: una necesidad derivada de la
convivencia de seres humanos reales, con necesida-
des y posibilidades reales, que ofrecen resistencia a
cualquier simulación. De ahí que la sustitución del
gobierno por su simulacro, deje tras de sí única-
mente una ausencia: la ausencia de un bien debido,
o, lo que es lo mismo, un mal claro y manifiesto.

DISFUNCIONES PROPIAS DEL DES-GOBIERNO


POSTMODERNO

Desplazar el foco de atención de los problemas


humanos reales a su eventual repercusión mediática,
y concebir la tarea de gobierno principalmente en
atención a esto último introduce serias disfunciones
en la vida de cualquier sociedad u organización, dis-
funciones que redundan en la progresiva deshuma-
nización del trabajo de gobierno.
En efecto: cuando un gobierno presta excesiva
atención a la imagen y tiende por ello a evaluar los
asuntos principalmente en atención a su eventual im-

159
pacto mediático, incurre más o menos consciente-
mente en una nivelación de los contenidos, distor-
sionando la naturaleza y profundidad de los proble-
mas, los cuales ya no se calibran según su verdadera
dimensión humana, sino en atención a factores
extrínsecos y sumamente superficiales. En estas
condiciones, los gobernados pueden considerar, con
razón, que no son tomados en serio. Lo serio, al pa-
recer, está en otra parte: en seguir alcanzando cotas
más altas de popularidad. Y, de este modo, cunde el
escepticismo de los gobernados respecto a la labor
de gobierno, por mucho que el gobierno, como tal,
hasta resulte simpático durante un tiempo.
Como, a pesar de todo, forma parte necesaria de
la imagen el mostrar cierto interés en los problemas
de la gente, el gobierno postmoderno, enfrentado a
dilemas sustantivos, prefiere mirar en otra dirección
y, o bien desvía mediáticamente la atención a otros
asuntos, o bien encomienda pragmáticamente la so-
lución -disolución- de aquellos problemas al pro-
cedimiento. De ahí el consabido procedimentalismo:
recurso inevitable cuando falta la claridad de princi-
pios necesaria para enfocar y resolver problemas
sustantivos, o la convicción suficiente para manifes-
tarlos y hacerlos valer.
Así, con criterio fundamentalmente mediático o
procedimental, el gobierno post-moderno recurre al
diálogo -progresivamente sublimado a categoría
cuasi-metafísica- como si éste, despojado de la
fuerza de la razón y reducido a los aspectos más
emocionales- fuera el remedio para todos los ma-
les; o bien crea o contrata observatorios y comisio-
nes de expertos, ordinariamente inoperantes, para

160
analizar los fenómenos más triviales, mientras pos-
terga indefinidamente las decisiones sobre proble-
mas humanos sustantivos, para los cuales no tiene
respuesta, o, al menos, no tiene respuesta popular.
Pues si bien la esencia del procedimentalismo reside
en el relativismo de los principios, su adopción por
el gobierno postmoderno obedece al único principio
que se atreve a proclamar, no tanto por convicción
-lo cual ya sería algo-, cuanto porque, en la prác-
tica, viene avalado también por una razón de ima-
gen: el principio democrático.
En efecto: especialmente en las condiciones post-
modernas, el único modo de hacer creíble la ficción
del «poder del pueblo» -asunto éste, que en una cé-
lebre tira de Quino hace desternillarse de risa a Ma-
falda- es hacer visible, exhibir ante el pueblo -o,
mejor, los espectadores- la ampliación la fase deli-
berativa, previa a la toma de decisiones, pues en úl-
tima instancia las decisiones -en las que reside el
núcleo del poder político- ya no pueden ser sino
decisiones de uno solo. Según esto, salvar la demo-
cracia ante los ojos del pueblo parece reducirse a sal-
var la transparencia en el procedimiento de toma de
decisiones. Por que la realidad es que luego el go-
bernante, democráticamente elegido, se queda a so-
las con su responsabilidad, a solas con sus decisio-
nes. En estas condiciones, exaltar el poder del
pueblo sólo puede significar exaltar la capacidad de
éste para tomar parte en el procedimiento; ser demó-
crata es ampliar las bases de la deliberación, y, en
esa medida, el diálogo. Pues más allá de su compro-
bado efecto terapéutico -explorado por la logotera-
pia de Viktor Frankl- o de sus posibilidades meto-

161
dológicas -exploradas por Sócrates- la relevancia
política del diálogo reside en ampliar el espacio de
deliberación que precede a la toma de decisiones.
Nadie va a cuestionar la necesidad de solicitar la
opinión y la participación de los gobernados, espe-
cialmente si se hace conforme a procedimientos y en
los tiempos acordados de antemano -lo cual, por
desgracia, no siempre sucede-; ni tampoco se va a
cuestionar la necesidad de la transparencia de los
procedimientos, como un modo de control del po-
der. Sin embargo es patente hasta qué punto sería
erróneo pensar que el recurso al procedimiento y al
diálogo, por sí solos, legitiman una decisión o reem-
plazan la responsabilidad del que en última instancia
decide. En particular, conviene tener presente que
hay diálogos enriquecedores y diálogos de besugos;
diálogos que incorporan principios, y diálogos que
no saben qué principios incorporan. N o todo diálogo
es un diálogo socrático; hay diálogos de sordos y
hay también monólogos alternativos.
En todo caso, por necesario que sea para esclare-
cer posiciones y hacer posible la convivencia, el diá-
logo no reemplaza el discernimiento, teórico y prác-
tico, que procede de la claridad de principios. Éstos
no son un parapeto destinado a impermeabilizamos
frente al mundo: Son una clave interpretativa del
mundo, sin la cual lo que podemos aportar unos y
otros a un diálogo es francamente irrelevante. Si el
diálogo es posible y enriquecedor en general es sólo
en la medida en que es expresión de opiniones for-
madas con arreglo a principios, e incluso un modo
de darle cuerpo a tales principios. Por lo demás, en
el caso particular del diálogo político, llevarlo más

162
allá de lo que requiere una deliberación resolutiva
sobre problemas de gobierno no sólo puede ser un
indicio de que el gobernante quiere dar imagen de
demócrata, sino, ante todo una imprudencia y un
modo de esquivar o diluir la responsabilidad que, a
fin de cuentas, corresponde finalmente al que toma
las decisiones. Pero como los problemas humanos
son tercos, finalmente se presentan en toda su cru-
deza, y, al no haber sido objeto de un estudio ade-
cuado, la solución que reciben no puede menos que
ser improvisada, cuando no simplemente azarosa, no
sin costes humanos.
Por definición, un gobierno centrado en la imagen
-no importa si es el gobierno de un país, de un par-
tido, o de cualquier organización más o menos de-
pendiente de la opinión pública- es trivial en sus
declaraciones: va con la corriente, con los lugares
comunes; evita los lugares poco frecuentados, las
ideas claras -que siempre presentan aristas-; tiende
a subrayar el aspecto sentimental de las noticias -en
el que todos pueden convenir, con independencia de
las convicciones que profesen-. Su apuesta fáctica
por un pensamiento débil, tal vez por esa razón pe-
rezosa tan criticada por Kant, le impide reconocer y
profundizar en los puntos comunes que tiene con los
demás, más allá de esas efusiones sentimentales. Los
pronunciamientos netos, expresión de convicciones
firmes, en aquellos aspectos que no van con el su-
puesto gusto general, o bien no existen, o bien tien-
den a silenciarse, porque se considera que inciden
negativamente en el objetivo prioritario, a saber: al-
canzar cotas más altas de popularidad. El gobierno
postmoderno, ya sea de un estado, de un partido po-

163
lítico, de una empresa o una institución cualquiera,
trata de concitar el favor de la gente adoptando pos-
turas ambiguas allí donde adivina posibles confron-
taciones. Pero esta ambigüedad, que en ocasiones
puntuales puede ser necesaria, practicada de manera
sistemática tiene un precio, porque significa un des-
dibujamiento progresivo de las identidades hasta el
punto de que los gobernados, o los seguidores de un
«líder» cualquiera, llegan finalmente a considerar,
con razón, que semejante indefinición no es acree-
dora de sus mejores esfuerzos. La indiferencia y la
apatía, en efecto, son las respuestas más suaves que
puede esperar un gobierno que, preocupado por con-
tentar a todos, distorsiona la naturaleza propia de su
tarea, y, por tal motivo, termina por no contentar a
nadie.
Ciertamente, ni el diagnóstico ni el desenlace es-
bozados aquí tienen por qué presentarse en la prác-
tica en términos tan extremos, pues, por mucho que
haya un empeño positivo en ese sentido, la simpatía
de la que puede gozar un determinado gobierno ja-
más será incondicional, ni será tampoco absoluta la
deriva postmoderna de ningún gobierno mediana-
mente efectivo. En ambos casos, pura y simplemente
porque tratamos con seres humanos, que tienen ne-
cesidades materiales y posibilidades espirituales,
cabe encontrar, por razones dispares y de diverso al-
cance, un último principio de resistencia a toda ma-
nipulación mediática. Activar ese principio es la ta-
rea del auténtico líder.

164
VIL LA OPINIÓN CONTAGIOSA

El estudio de los medios de comunicación a lo largo


del siglo xx ha oscilado entre las visiones optimistas
de los autores de la Escuela de Chicago -Mead, De-
wey o Cooley-, que veían en el desarrollo de los me-
dios de comunicación un modo de potenciar comuni-
dades democráticas, y la visión crítica de los autores
de la Escuela de Frankfurt -Benjamín, Adorno,
Horkheimer-, que reconocían en ellos, por el contra-
rio, un elemento crucial en esa progresiva coloniza-
ción del mundo de la vida por el mercado, a la que se
debería la aparición de la llamada «cultura de masas».
Moviéndose entre esas dos orientaciones teóricas
fundamentales se han desarrollado a lo largo del pa-
sado siglo una serie de estudios de carácter más em-
pírico, interesados en analizar aspectos específicos
de los medios, ya se trate el efecto de éstos en la con-
figuración de la opinión pública -donde destacan
los trabajos de Paul Lazarsfeld, para quien tal in-
fluencia es más bien limitada- ya sea en las inter-
pretaciones que la gente hace de los mensajes emiti-
dos en los medios (Eliuh Katz).

165
Aunque tendemos a pensar que ambas cuestiones
están relacionadas sería un error limitar la influencia
de los medios a los aspectos más directamente cog-
nitivos, ligados a la interpretación de los signos, des-
cuidando los aspectos de índole expresiva, derivados
de la naturaleza misma de los signos, así como de
los medios en que éstos se nos presentan.
En este último punto incidió en los años 60 la me-
dium theory de Innis o MacLuhan 1, según la cual los
medios, por sí mismos, es decir, relativamente al mar-
gen de los contenidos que transmiten, ejercen una in-
fluencia peculiar en la mentalidad (y derivadamente el
comportamiento) de las personas. Este enfoque, aso-
ciado a la célebre frase de MacLuhan, «el medio es el
mensaje», es uno de los influjos que reconoce Neil
Postman, autor de un libro muy comentado en los 80,
Divertirse hasta morir, en el que se exploraba el efecto
del medio televisivo en la actitud típicamente lúdica
con la que las personas se enfrentan progresivamente a
cualquier clase de información2• Más recientemente,
en los años 90, Vilem Flüsser ha profundizado asi-
mismo en el impacto epistemológico de lo que él
llama «imágenes técnicas»- Technobilder- en los
hábitos cognoscitivos de las personas3 •

1 MacLuhan, M., The Gutenberg Galaxy: the making ofthe ty-

pographyc man (1962); Understanding Media (1964); The Medium


is the Massage: an inventory of effects (1967).
2 Postman, N., Divertirse hasta morir. El discurso público en la

era del 'show business', Ed. De la Tempestad, Barcelona, 1991. ¡a


ed. Original, 1985.
3 Flüsser, V., Kommunikologie, Hrsg. Stefan Bollman & Edith

Flusser, Frankfurt am Main, Fischer-Taschenbuch-Ver l., 2000;


Medienkultur, Hrsg. Stefan Bollman, Frankfurt am Main, Fischer
Taschenbuch Verlag, 1997.

166
Más allá de los resultados que arrojen cada una de
estas líneas de investigación, y en cierto modo como
una cuestión implícita en todos ellos, la cuestión que
suscita mi interés es mucho más básica, y se refiere
la razón y la naturaleza del influjo de los medios en
las costumbres, esto es, en la mentalidad y el com-
portamiento de las personas. ¿Basta acaso el ver o
el oír algo, incluso reiteradamente, para que lo in-
corporemos a nuestra conducta? ¿En virtud de qué
podría ocurrir tal cosa?

¿POR QUÉ INFLUYEN LOS MEDIOS?

Para mostrar con más claridad mi extrañeza, for-


mularé la cuestión de otra manera: ¿Por qué supo-
nemos que los medios de comunicación tienen
tanta influencia en las opiniones y valoraciones que
las personas hacen acerca de la realidad que les ro-
dea -esto es, en la cultura-? Y, en particular, ¿por
qué suponemos que su influencia llega hasta el
extremo de informar tanto las decisiones como
los comportamientos irreflexivos de las personas,
dando finalmente un tono peculiar a su interacción
social?4
Efectivamente, en este punto me parece muy per-
tinente distinguir entre comportamientos irreflexi-
vos y comportamientos deliberados, pues de entrada

4 Afirmando esto, damos por supuesto que los medios, en

efecto, se encuentran entre la intersección entre cultura y sociedad,


esto es, entre ideas y valores y comportamiento social, y que esa
intersección puede describirse en términos de «influencia>>.

167
todos reconocemos que hay una diferencia entre ac-
tuar mediando cierta reflexión o actuar llevado por
el primer impulso. En este sentido, tiene interés de-
terminar si la influencia presunta de los medios se
juega prioritariamente en un plano cognitivo -de
opiniones conscientemente entretenidas- o bien en
un plano expresivo, y, por tanto, en un nivel pre-
consciente -imágenes, melodías, sugerencias, im-
pulsos-, que dejaría la cuestión de la influencia
pendiente del diverso grado de control consciente
que un individuo puede tener sobre las reacciones
pre-conscientes 5 •
Sin desconocer la fuerte e inevitable influencia de
los medios en el pre-consciente, aquí quisiera refe-
rirme sobre todo a un influjo que, en principio, po-
dría parecer más sujeto a control consciente, por ju-
garse en un plano en apariencia más cognitivo. Me
refiero al influjo de la llamada opinión pública sobre
nuestras propias opiniones y valoraciones. N o obs-
tante, trataré de sugerir que, si bien este influjo pa-
rece librarse sobre todo en un plano cognitivo, de he-
cho depende de factores extra-cognitivos.
Ciertamente, afrontar esta cuestión con un mí-
nimo de rigor exige clarificar qué entendemos por
opinión pública. También en este punto no han fal-
tado contribuciones que sería deseable tener en
cuenta, comenzando, tal vez, por la polémica entre
la visión optimista de John Dewey en The public and

5 Cf. Alexander, J. C., <<The Mass News Media in systemic, his-

torical, and comparative perspective», en Mass Media and Social


Change, (eds) Eliu Katz and Tamás Szecsko Sage, London, 1981,
pp. 17-51.

168
its problems (1927) y la más realista de Walter Lipp-
man en Public Opinion (1922). Precisamente Lippman
dudaba de que la opinión pública, conformada por
opiniones generales, pudiera influenciar directa-
mente la conducta de la gente, en la medida en que
las acciones no responden tanto a opiniones genera-
les cuanto a opiniones específicas. Por eso, antes de
hablar de la influencia de la opinión pública habría
que atender al proceso mediante el cual el individuo
llega a especificar esa presunta opinión general en
su conducta concreta6 • Al menos siempre que este-
mos hablando de comportamientos deliberados y no
de primeros impulsos.
En efecto, como adelantaba hace un momento, no
se debe ignorar que en la influencia de la opinión pú-
blica desempeñan un papel crucial elementos que
podríamos llamar irracionales, y que en la tradición
sociológica a veces se han recogido bajo la metáfora
del «contagio» o la «sugestión». Es ésta una metá-
fora que se maneja en la pequeña pero enjundiosa
obra de Gabriel de Tarde, publicada en 1901 con el
título La multitud y el público, en la que se contie-
nen valiosas indicaciones para clarificar la génesis
de la opinión pública, que, para Tarde, muy en línea
con toda una tradición de pensamiento filosófico-so-
cial que entronca con Hume y Kant, parte de la con-
versación social, como última instancia crítica del
poder político. ¿Pero lo es realmente?

6 Lippman, W., The Phantom Public, Transaction Publishers,

New Brunswick, London, 2"ed, 1999 (1"ed, 1927).

169
LA CONVERSACIÓN SOCIAL EN LA GÉNESIS
DE LA OPINIÓN PÚBLICA

El «se dice», «se piensa», generado de modo au-


tomático en la mente de las personas que aisladamente
leen un periódico, oyen la radio, ven la televisión o na-
vegan por internet, alude a un «público fantasma»,
cuya composición dista de ser clara -¿quién dice?,
¿quién piensa?- pero que, no obstante, tal vez a
causa de aquel mismo aislamiento, ejerce una pode-
rosa fuerza sobre los individuos, hasta el punto de
que termina suscitando en ellos pareceres y actitu-
des semejantes.
Algo parecido ocurre con la difusión pública de
una imagen, esto es, su visibilidad compartida, en la
medida en que tiende a promover juicios o inter-
pretaciones similares entre el público, o, al menos,
proporciona la materia para una conversación previ-
sible, que no deja de ejercer influencia en los partici-
pantes en dicha conversación. ¿Por qué ocurre así?
¿A qué se debe la influencia especial que la expre-
sión pública de una opinión tiene, tantas veces, so-
bre la materialidad de esta misma opinión?
Es indudable que la influencia especial de las opi-
niones públicamente expresadas, de las imágenes
públicamente compartidas, se relaciona con la natu-
raleza social de nuestra vida. En este sentido, la re-
ferencia a la conversación, no es gratuita. Sin em-
bargo, la expresión de una opinión, cuando es algo
consciente y no simple palabrería nerviosa o insus-
tancial, acaso un rasgo de frivolidad, es también in-
dicativa de nuestra identificación personal con dicha
opinión y constituye un modo de reforzarla. Ambos

170
puntos son importantes y señalan una tensión indu-
dable: pues cuanto mayor sea nuestra identificación
con nuestras opiniones, más sustancial será la con-
versación y -al menos en teoría- potencialmente
más conflictiva. Pues si bien se puede disentir ama-
blemente, la disensión, a veces necesaria, puede pro-
vocar conflicto. Por el contrario, cuanto menor sea
la identificación con las opiniones expresadas, más
formal será la conversación, más se acercará a ese
«hablar por hablar», vacío de contenido real, cuyo
único fin es socializar.
Tener presente esta tensión es importante para re-
conocer los peligros y las oportunidades que rodean
a la formación de una opinión pública. En efecto:
como se ha apuntado antes, según Gabriel de Tarde,
la conversación es el origen último de lo que cono-
cemos por opinión pública; es por referencia a ella
por lo que los medios de opinión pública constitu-
yen precisamente eso: medios. Pues, al menos en
principio, su tarea puede concebirse como la de por-
tavoces de una serie de opiniones generadas al hilo
de una conversación social, que, una vez «fusiona-
das» en la opinión pública, llegan a convertirse en
punto de referencia de muchas otras opiniones indi-
viduales. De ahí que las transformaciones de la con-
versación afecten tan profundamente al carácter de
una cultura7 •

7 En estos términos exponía Neil Postman su diagnóstico sobre

la cultura americana: «es un argumento que centra su atención en los


tipos de conversación humana y señala que la forma en que estamos
obligados a conducir tales conversaciones influirá de manera deci-
siva en las ideas que podamos expresar convenientemente. Y las
ideas que sea conveniente expresar se convertirán, inevitablemente,

171
Conviene notar que el pensamiento de una «con-
versación social», ampliamente explorado por los au-
tores de la ilustración escocesa o por Kant, en su doc-
trina del juicio, constituye asimismo el punto de
partida para comprender la influencia de las modas en
los sentimientos morales -por usar las palabras con
que Adam Smith encabeza una de sus reflexiones.
También la moda es ante todo un fenómeno social.
Bajo moda me refiero, como hacía Simmel, a esa
forma de asimilación y distinción social que afecta a
todas las dimensiones de la vida, no sólo al vestido.
Hay modas en decoración, en deportes, en coches, en
lenguaje, etc. En la moda se recoge una temporaliza-
ción del gusto que denota indirectamente la inserción
o falta de inserción en esa «conversación social» 8 con

en el contenido importante de la cultura. Utilizo metafóricamente


la palabra 'conversación' para referirme, no sólo al discurso, sino
a todas las técnicas y tecnologías que permiten intercambiar men-
sajes a la gente de una cultura particular. En este sentido, toda cul-
tura es una conversación o, más precisamente, un conjunto de con-
versaciones, realizado mediante una variedad de modelos
simbólicos. Nuestra atención aquí se centra en cómo las formas
del discurso público regulan, y aun dictaminan, qué clase de con-
tenido puede surgir de tales formas>>. Postman, N., Divertirse
hasta morir, pp. 10-11.
8 <<Entiendo por conversación todo diálogo sin utilidad directa e

inmediata, en el que se habla sobre todo por hablar, por placer por
juego o por cortesía. Esta defmición excluye de nuestro tema a los
interrogatorios judiciales y a las conversaciones diplomáticas o co-
merciales, así como a los concilios, y, al mismo tiempo, incluso, a
los congresos científicos, porque todos éstos abundan en palabrería
superflua. La conversación no excluye el flirteo mundano, ni en
general la conversación amorosa, a pesar de la transparencia fre-
cuente de su finalidad que no les impide ser agradables por ellas
mismas. La conversación comprende, por de pronto, todas las plá-
ticas fastuosas entre bárbaros e, incluso, entre salvajes. Si sólo me

172
la que se define sociológicamente la pertenencia al
mundo 9 •
Ya Kant se había referido a la comunicabilidad
del gusto, como a uno de los placeres, específica-
mente formales, vinculados al proceso civilizatorio,
si bien Kant se cuidaba bastante de identificar dicho
proceso con la moral propiamente dicha. Por lo de-
más, la temporalización del gusto característica de
la moda, se debe al mismo ritmo de la vida social
-en una sociedad de consumo como la nuestra,
cada vez más rápido-, constituye por eso una prueba
indirecta de hasta qué punto uno se encuentra inmerso
en esa vida. A veces, desgraciadamente, inmerso hasta
el naufragio.
En efecto: si, como piensa Tarde, se puede tomar
el pulso de las distintas épocas históricas atendiendo
a qué factor tiene primacía en cada una de ellas: tra-
dición, razón, opinión, nuestra época se caracteriza-
ría sin duda por un particular peso de la opinión en
la configuración de la vida social 10 • Algo análogo ca-

ocupase de la conversación cortés y cultivada, como un arte espe-


cial, casi no debería hacerla remontar más allá, por lo menos, de la
Antigüedad clásica, el siglo XV en Italia, los siglos XVI y XVII en
Francia, después en Inglaterra y, en el siglo XVIII, en Alemania».
Tarde, G., o.c., p. 93. Cf. Simmel, G., Cuestiones fundamentales de
sociologia, p. 93.
9 Kant, Crítica del Juicio, 5: 297.
10 <<Mucho antes de tener una opinión general y sentida como tal,

los individuos que componen una nación tienen conciencia de po-


seer una tradición común, y conscientemente se someten a las deci-
siones de una razón considerada como superior. Así, de estas tres ra-
mas del espíritu público, la última en desarrollarse, pero también la
más dispuesta a crecer a partir de un cierto momento, es la opinión;
y ésta se acrecienta a expensas de las otras dos». Tarde, o.c., p. 80.

173
bría decir respecto de las modas. En realidad, la nues-
tra es una época particularmente sujeta no sólo a la
fascinación por el medio por encima del mensaje,
sino a la definición del mensaje mismo conforme a
los caprichos de la moda, a los vaivenes de la opi-
nión, en detrimento de la estabilidad que asociamos a
la tradición o a la razón. Vivimos en el «imperio de
lo efímero» -por usar la expresión de Lipovetsky-,
el imperio de lo contingente, la exaltación de lo su-
perficial y cambiante, unida al consiguiente despres-
tigio de lo esencial y permanente -como si lo super-
ficial y cambiante no hubiera de referirse, antes o
después a lo esencial y permanente-.
Como he argumentado en otros lugares 11 , una de las
razones por las que la moda ha adquirido un protago-
nismo tan notorio en nuestra época, es que constituye
un mecanismo de asimilación y distinción social par-
ticularmente afín a sociedades individualizadas,
atomizadas, en las que las afinidades no están defi-
nidas de antemano -por ejemplo, por la tradición-
y se resuelven con arreglo al puro dinamismo social
de imitación y distinción: imito a aquellos a los que
me quiero asimilar, y, de paso, me diferencio de
aquellos con los que no me identifico.
Pues bien: estimo que algo parecido ocurre con la
llamada opinión pública. ¿Por qué las opiniones al

11 Cf. González, A. M., «La pervasivita socioculturale della

moda e la sua relazione con l'identita. Un approccio filosofico', en


Bovone, L. & Ruggerone, L., Che Genere di Moda? Franco Angeli,
Milano, 2006; González, A. M. & Bovone, L. (eds) Fashion and
identity. A multidisciplinary approach, Social Trends Institute, Bar-
celona, New York, 2007, pp. 39-65; Cf. González, A. M. & García,
A. N., Distinción social y moda, Eunsa, Pamplona, 2007.

174
uso, las opiniones que monopolizan más o menos el
espacio público pueden llegar a influir más en la
mente de las personas que la tradición o los análisis
racionales conforme a principios? Como dice Tarde,
«la conversación es el agente más poderoso de la
imitación, de la propaganda de sentimientos, así
como de ideas y de modos de acción» 12• En este sen-
tido, tengo para mí que la razón de las fluctuaciones
de la gente conforme a los vaivenes de la opinión
tiene en realidad una explicación bastante similar a
la que se acaba de sugerir para la moda: compartir o
acercarse a las opiniones dominantes en el espacio
público es un modo de sentirse integrado en las so-
ciedad, un modo de no ser disonante.
En relación con esto, viene bien recordar la «teo-
ría de la disonancia cognitiva» de Leon Festinger.
Cuando todos o una gran mayoría opina de una ma-
nera, pronunciarse en otro sentido es ser disonante 13 •

12 <<La conversación señala el apogeo de la atención espontánea,

que los hombres se prestan recíprocamente, y mediante la cual se


compenetran con infinitamente más profundidad que en ninguna otra
relación social. Al hacerles enfrentarse en la conversación les hace
comunicarse por una acción tan irresistible como inconsciente. La
conversación es, por consiguiente, el agente más poderoso de la imi-
tación, de la propaganda de sentimientos, así como de ideas y de mo-
dos de acción. Un discurso arrollador, fascinador y aplaudido, fre-
cuentemente es menos sugestivo porque confiesa su intención de
serlo. Los interlocutores obran los unos sobre los otros, muy de
cerca, por el timbre de voz, por la mirada, la fisonomía, por los mo-
vimientos magnéticos de los gestos, y no solamente por el contenido
del lenguaje. Se dice, con razón de un buen conversador, que es en-
cantador, en el sentido mágico de la palabra». Tarde, o.c., p. 93-4.
13 <<Las hipótesis básicas que quiero formular son las siguientes:

l) La existencia de la disonancia, siendo así que es psicológica-


mente incómoda, hace que la persona trate de reducirla y de lograr

175
Se precisan convicciones muy asentadas, una razón
muy firme para realizar análisis diferentes: pues de
manera casi inconsciente -no en vanos somos so-
ciales- tendemos a apropiarnos de aquellos frag-
mentos del discurso imperante que nos ayudan a mi-
nimizar la disonancia 14 • Los aspectos formales de la
sociabilidad -es decir, el socializar mediante la
conversación- llegan a pesar más que los conteni-
dos de las opiniones expresadas: lo único importante

la consonancia; 2) Cuando la disonancia está presente, además de


intentar reducirla, la persona evita activamente las situaciones e in-
formaciones que podrían probablemente aumentarla>>. Como con-
secuencia, se siguen cambios de conducta o de cognición. Festin-
ger, L., Teoría de la disonancia cognoscitiva, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1975, p.l5.
14 «1) Se puede disminuir o quizá incluso eliminar completa-

mente la disonancia, cambiando la propia opinión de manera que


corresponda más exactamente con el conocimiento que se tiene de
lo que los demás creen. El variar la propia opinión reducirá la diso-
nancia eficazmente sólo en el caso de que no haya muchas perso-
nas que estén conformes con nuestra idea inicial (y que estarían en-
tonces en desacuerdo si cambiamos esta opinión) ... 2) Otra manera
de reducir la disonancia sería influenciar a aquellas personas que
están en desacuerdo para que varíen su opinión de manera que
coincida más con la nuestra. Esto es análogo a cambiar el ambiente
y con ello los elementos cognoscitivos que lo reflejan. En el con-
texto de la disonancia que brota del desacuerdo social, esta es una
importante manifestación de la presión para reducirla. En conjunto,
estos dos primeros métodos representan la forma normal del pro-
ceso de influencia que tiene como resultado un movimiento hacia
la uniformidad de los grupos en desacuerdo. Así, modelando la teo-
ría de los procesos de influencia en términos de la teoría de la diso-
nancia, resulta fácil derivar un movimiento hacia la uniformidad.
3) Otra manera de reducir la disonancia entre la propia idea y el co-
nocimiento de que otra persona tiene una opinión diferente, es ha-
cer que de alguna manera la otra persona no sea comparable con
nosotros ... >>. Festinger, L., o. c., 230-l.

176
es «estar presente», incluso aunque no se diga nada,
o se digan trivialidades, siempre y cuando tales tri-
vialidades engrasen bien con las ideas dominantes.
Pues cuando no ocurre esto, es decir, cuando uno si-
gue manteniendo sus principios, sus opiniones, y és-
tas son disonantes, fácilmente se ingresa en lo que
Elizabeth N oelle-N euman, en un libro que ha hecho
historia en el campo de la opinión pública, ha califi-
cado como La Espiral del Silencio. Con esta expre-
sión, como es sabido, se refería al creciente temor
que experimentan los individuos o los grupos a la
hora de exponer una opinión disonante con la opi-
nión que parece mayoritaria, con el consiguiente re-
sultado de que ésta última aparece cada vez más y
más fuerte 15 .
En realidad, el principio psicológico que opera
aquí -el principio de inclusión o exclusión social-
puede rastrearse ya en la obra de los filósofos esco-
ceses. «El intercambio de opiniones en la sociedad
y en la conversación -decía Hume- nos hace for-
mar un criterio general e inalterable, mediante el que
podemos aprobar o desaprobar caracteres y conduc-
tas.( ... ) Esas diferencias morales tienen una influen-
cia considerable, y al bastar al menos para el dis-
curso sirven para todos nuestros propósitos en el
trato social, en el púlpito, en la escena y en las es-
cuelas»16. Según Hume, el mismo proceso de la con-

15 Noelle-Neuman, E., «Mass Media and Social Change in De-

veloper societies», en Mass Media and Social Change, (eds), Eliu


Katz and Tamás Szecsko, Sage, London, 1981, pp. 137-165.
16 Hume, D., Investigación sobre los principios de la moral,

pp. 227-30.

177
versación ejerce un efecto civilizador sobre nuestros
sentimientos, al tiempo que institucionaliza una se-
rie de distinciones con arreglo a las cuales todos eva-
luamos el impacto social de los comportamientos. A
eso llamaban los escoceses «sentido común».
Lejos de ser universal, el «sentido común» del que
hablan los escoceses es relativo a la conversación pú-
blica que tiene lugar en cada sociedad. Cada sociedad
genera sus propias pautas de discernimiento público,
cuya calidad depende en última instancia de la calidad
de las opiniones que entren en juego en la conversa-
ción social. Para apreciar las variaciones epocales del
sentido común sería muy interesante analizar, como
hizo Tarde, la evolución del elogio: cada sociedad ha
hecho los suyos: ha elogiado a unas personas por en-
cima de otras 17, y ha elogiado unas cualidades por en-
cima de otras. Pero en lo que quisiera fijarme es en la
gran facilidad con que podemos llegar a reformular
nuestra jerarquía de valores en atención a la jerarquía
socialmente dominante. Tal es el poder de la sociabili-
dad. Sin apenas advertirlo, todos tendemos a huir de la
«disonancia cognitiva». Precisamente por eso es im-
portante reflexionar sobre cuáles de esas disonancias
afectan tarde o temprano a cuestiones de principio.

17 En su penetrante estudio, Tarde hace notar cómo los elogios

más sentidos de los poetas griegos iban dirigidos más a los atletas
que a los artistas, o cómo se han modificado, con el tiempo, los elo-
gios dirigidos a los gobernantes o a las mujeres: <<primero se ha
alabado la virtud de las mujeres, después su espíritu de orden y de
economía, más tarde su habilidad como tejedoras, luego como mú-
sicas, antes de alabarlas al menos públicamente, por su belleza fí-
sica; ahora, cuando se las alaba es más por ser hermosas que por
ser virtuosas, o incluso, por tener carácter». Tarde, o. c., p. 131.

178
Así, parece que entre los ciudadanos de la Roma
imperial era de sentido común que uno debía rendir
culto al emperador. Cuando los cristianos se oponían
a la práctica romana iban claramente en contra de
ese sentido común. Todavía tuvo que pasar algún
tiempo hasta que la práctica y la conversación de los
cristianos generaron otro sentido común. En la ac-
tualidad asistimos a un proceso inverso. El sentido
común dominante hoy en Europa excluye el nombre
de Dios de la vida pública. Por eso, cuando los cris-
tianos de hoy no sentimos empacho en pronunciar el
nombre de Dios en público, contravenimos el «sen-
tido común» dominante, y hacemos lo que podemos
por generar otro distinto, en el fondo más acorde con
los requerimientos del corazón humano que, en caso
contrario, llega a experimentar la vida social como
una cárcel para el espíritu. Obrando así no solamente
expresamos y confirmamos nuestra propia identidad
de cristianos, sino que defendemos la libertad del es-
píritu frente a cualquier forma de totalitarismo so-
cial y político. Precisamente la misma libertad del
espíritu que se necesita para alzar la voz frente a la
hipocresía de lo políticamente correcto, que, en
nombre de una equivocada concordia, silencia la
verdad y da cancha a la injusticia.

TOTALITARISMO Y LIBERTAD

Las amenazas a la libertad no proceden sólo de los


regímenes autoritarios. La nivelación social de todas
las opiniones constituye también una sutil forma de
totalitarismo. Cuando la opinión del criminal o el ca-

179
lumniador se presentan o reciben con el mismo gesto
que la opinión de la víctima o del calumniado, la li-
bertad está amenazada. Y el régimen que lo permite
-no importa que se tilde a sí mismo de democrá-
tico- pierde su legitimidad moral. Ni todo es igual-
mente opinable ni todas las opiniones valen lo
mismo. La negligencia para distinguir entre unas y
otras -negligencia que acompaña a la profesión de
fe relativista- explica no sólo la decadencia moral
de un pueblo, sino también su decadencia cultural.
«El peligro de las nuevas democracias -decía
Tarde a principios del siglo xx- está en la dificul-
tad creciente para los hombres de pensamiento de
escapar a la obsesión y a la agitación fascinadora ...
Lo que preservará de la destrucción y de la nivela-
ción democrática a las cimas intelectuales y artísti-
cas de la humanidad no será, yo creo, el reconoci-
miento por el bien que el mundo les debe, la justa
valoración del coste de sus descubrimientos. ¿Qué
será, pues ... ? Yo quiero creer que será su fuerza de
resistencia» 18 •
Sin embargo, como vengo sugiriendo, esa resis-
tencia no será únicamente cuestión de atenerse a
principios abstractos. No es fácil, en efecto, sostener
un punto de vista, fiado solo en principios, cuando la
opinión mayoritaria va en contra. «Cuanto más igua-
les vienen a ser las condiciones sociales y menos po-
derosos los hombres individualmente -escribía
Tocqueville-, más se dejan éstos arrastrar por la
opinión de las masas y más difícil les resulta mante-

18 Tarde, o. c., p. 77.

180
ner por sí solos una opinión que aquéllas abando-
nan»19. La experiencia muestra, en efecto, hasta qué
punto la razón misma puede ver debilitada su efica-
cia social frente al asalto de una multitud de opinio-
nes en última instancia convergentes: «si la opinión
no ha podido invadir los laboratorios de los sabios
-únicos asilos hasta ahora inviolables- sí ha des-
bordado los pretorios, ha sumergido a los parlamen-
tos, y no se ve nada tan alarmante como este diluvio
del que nadie parece ver el fin» 20 , señalaba Tarde.
Nuestra situación, en este sentido, no parece ha-
ber mejorado. Si acaso ha empeorado, en la medida
en que las opiniones y las modas -que, como se ha
dicho, tienen su origen en una similar dinámica psi-
cológico-social- hacen mella también en las comu-
nidades científicas y, en general, en todas las dimen-
siones de la vida. Tarde resumía esa dinámica
mediante la metáfora de la sugestión o del contagio,
cuando señalaba que «no es en las reuniones de
hombres en la vía pública, o en la plaza pública,
donde nacen y se desenvuelven estas especies de
ríos sociales, estos grandes arrebatos que arrastran y
asaltan ahora los corazones más firmes, las razones
más resistentes, y se hacen consagrar leyes o decre-
tos por los Parlamentos o los Gobiernos. Cosa ex-
traña, los hombres que se dejan entusiasmar así, que
se sugestionan mutuamente o, antes bien, se trans-
miten unos a otros la sugestión desde arriba, esos
hombres no se codean, no se ven, ni se entienden:
están sentados cada uno en su casa leyendo el mismo

19 Tocqueville, A., Democracia en América, 11, 2, 6, p. 102.


20 Tarde, o. c., p. 82.

181
periódico y dispersos sobre un vasto territorio. ¿Cuál
es, pues, el lazo que les une? Este lazo es, con la si-
multaneidad de su convicción o de su pasión, la con-
ciencia, poseída por cada uno de ellos de que esa idea
o esa voluntad están siendo compartidas en el mo-
mento mismo por un gran número de hombres. Es su-
ficiente que se sepa esto, para que incluso sin ver a
esos hombres se esté influenciado por ellos como un
conjunto, y no solamente por el periodista, el inspira-
dor común, que en sí mismo permanece invisible y
desconocido y, por tanto, más fascinadoD> 21 •
Estas palabras, escritas en 1901 no han perdido
actualidad. En realidad, si el núcleo de su observa-
ción estriba en resaltar la fuerza operativa implícita
en la conciencia de la simultaneidad de la opinión,
entonces, no hemos hecho sino avanzar en el mismo
sentido. Desde luego, el desarrollo tecnológico no
ha hecho sino incrementar no sólo la conciencia
sino la realidad de la simultaneidad. Esto no se en-
cuentra en contradicción con el hecho de que las
nuevas tecnologías en el ámbito de la comunicación
permitan hablar igualmente de una fragmentación o
diversificación creciente de la opinión. Pues, en la
medida en que la eventual diversidad de opiniones
sólo se manifiesta como tal mediante su participa-
ción en la conversación social, y ésta se encuentra
por lo general monopolizada por unos pocos me-
dios, el espacio público continúa exhibiendo rasgos
bastante homogéneos y condicionando, en conse-
cuencia, la formación y expresión de opiniones di-
sonantes.

21 Tarde, o. c., p. 44.

182
Por eso, el único modo de contrarrestar esta co-
rriente pasa por generar una conversación social al-
ternativa a la dominante 22 , pero teniendo bien pre-
sente que la alternativa sólo será real -sólo será
realmente una alternativa- si la conversación en
cuestión está hecha de verdades no neutralizadas por
el deseo de reconocimiento, por el deseo de agradar
a todos. Si falta la disposición a manifestar verdades
impopulares, la conversación social no sólo pierde
su función crítica del poder político, sino que ter-
mina siendo uno de sus instrumentos más dóciles.
Que opiniones verdaderas pueden abrirse paso en un
mar de pensamiento único fue, por lo demás, la ex-
periencia de Vaclav Havel, relatada en su pequeño
libro, El poder de los sin poder. Y es que, como veía
Tocqueville, «al revés de lo que ocurre con las fuer-
zas materiales, el poder del pensamiento aumenta
con el pequeño número de quienes lo expresan. La
palabra de un hombre poderoso que penetra solitaria
en medio de las pasiones de una asamblea silenciosa
tiene más poder que los gritos confusos de mil ora-
dores; y a poco que se pueda hablar libremente en
un solo lugar público, es como si se hablara pública-
mente en cada pueblo» 23 •
Ejercer esa libertad, es cosa de cada uno.

22 Esta idea, que puede perseguirse en Simmel, tiene preceden-

tes a mi juicio en la misma obra de Kant, concretamente en la idea


de que la acción del principio malo en nosotros, un principio que
lleva a invertir el orden de los incentivos, sólo se contrapesa con la
formación de una comunidad moral.
23 Tocqueville, A., Democracia en América, 1, 2, 3, p. 169.

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ESTE LffiRO, PUBLICADO POR
EDICIONES RIALP, S. A.,
ALCALÁ, 290, 28027 MADRID,
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EN ÁNZOS, S. L., FUENLABRADA (MADRID)
EL DÍA 4 DE MAYO DE 2009.
¿Cabe hablar de una cultura postmoderna? A lo largo
de siete ensayos, la autora muestra varias estampas
que parecen reclamar cierta unidad: la trascendencia
en Matrix, la rebeldía convencional de Madonna,
la influencia de la imagen y la moda en las conductas,
en la política, etc.
El protagonista de esta cultura encuentra dificultades para
re-construir su propia identidad. Fácilmente capitula ante
los señuelos de una sociedad de consumo que le ofrece
constantes oportunidades de experimentar, y le impide
preguntarse si existe una unidad de fondo. Mientras
tanto el mundo virtual crece, buscando entrelazarse
con el mundo real e incluso deseando sustituirlo.

Ana Marta González (Ourense, 1969) es profesora


de Ética en la Universidad de Navarra, donde se doctoró
con premio extraordinario. Realizó en Harvard
una investigación postdoctoral sobre la filosofía moral
kantiana y es miembro Correspondiente de la Pontificia
Academia de Santo Tomás de Aquino. Es autora
de numerosos artículos y de varios libros. Con Rialp
ha publicado Claves de la ley natural (2006).

ISBN 978-84-321 -3728-0

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9 788432 137280

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