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En épocas de crisis agudas el papel del Estado aumenta y, con él, el poder de los gobiernos.
Así ha sido en buena parte del mundo, en que los gobiernos han sido los timoneles en
medio de la oscuridad de la tormenta. El sector privado quedó privado tanto de la demanda
como de la oferta, y la sociedad civil perdió buena parte de sus derechos civiles.
En Colombia la tendencia ha sido más acentuada, porque nuestro sistema político tiene un
marcado sesgo presidencialista. Principalmente en los asuntos de orden público y gasto
público. Aunque la Constitución del 91 limitó mucho la autoridad presidencial, mantuvo
rezagos como los poderes exorbitantes en la conmoción interior, así como en la emergencia
económica y social. Mientras que en la mayoría de los países los paquetes de salvamento
fiscal han sido decididos en conjunto por Ejecutivo y Legislativo, acá el Gobierno ha
ejercido un poder limitado solamente por plazos artificiales para expedir decretos con
fuerza de ley. Por Constitución, el Congreso solo tiene control posterior sobre las
decisiones de emergencia, y encima ha estado limitado por no poder usar su sede, a
diferencia del Ejecutivo. El control legal posterior, en cabeza de la Corte Constitucional,
llegará cuando la mayoría de las decisiones por decreto se hayan consumado.
Aunque el presidente Iván Duque tiene un talante democrático, existe el riesgo de que el
país se haga a la idea de que funciona mejor con una sola institución y sin disenso. Muestra
de eso es la intolerancia de muchos frente a las tensiones entre el nivel nacional y local, que
no solo son legítimas, sino necesarias. Y la tendencia de dejarles los costos políticos a los
alcaldes y aplaudir todas las decisiones presidenciales sin siquiera mirar los resultados. Una
de las lecciones de esta crisis es que deben revisarse las facultades hiperpresidenciales.
https://www.elespectador.com/opinion/hiperpresidencialismo/