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IDEAS

Atracones de series y
aislamiento: así cambió
Netflix nuestra forma de
ver la tele
La consolidación de las plataformas de 'streaming' ha
revolucionado nuestra forma de consumir contenidos.
Aumenta la oferta, pero también se debilita el acervo
cultural común
9 NOV 2019 - 18:00 EST
TOM C. AVENDAÑO

La frase "ver la televisión" no significa hoy nada. La puede


decir un chaval que sigue Juego de tronos por el móvil con
tanta autoridad como alguien que, usando el ordenador,
rebusca en la web de RTVE ediciones clásicas del Un, dos,
tres. Por poder, la puede decir incluso una persona sentada
delante de un televisor, dedicada, Dios le libre, a ver lo que
pongan en ese momento. La televisión, ese artefacto
totémico que ayudó a definir el siglo XX, que hizo y deshizo
presidencias y erosionó fronteras con su poder unificador, es
ahora un término polisémico cuyo significado cambia según
quién lo use, incluso dentro de la misma familia. Ni siquiera
basta con diferenciar la televisión de toda la vida
del streaming —retransmisión por Internet— porque hasta
esos términos cargan ya demasiados significados. Las
cadenas generalistas han sacado, este año, sus propias
plataformas de streaming con el mismo contenido que emiten
en abierto (aunque si el espectador paga, puede ver también
contenido exclusivo). Y no es lo mismo el streaming que
pueda ofrecer Netflix que el de Amazon; o el de Apple, que
lanzó su propia plataforma en 100 países hace unas
semanas; o Disney, que lo hará en Estados Unidos dentro de
unos días.

Reed Hastings, el fundador de Netflix, observó hace unas


semanas, ante la proliferación de plataformas y modelos
televisivos este otoño en todo el mundo: “Entramos en un
mundo nuevo a partir de noviembre”. Eso cuando el mundo
que supuestamente dejamos atrás tampoco era exactamente
viejo: la herramienta que antes nos unía a través de un
acervo cultural común sin igual en la historia acababa de
convertirse en un mecanismo de aislamiento. ¿Cómo nos va
a cambiar ella a nosotros?

El Ayuntamiento de la ciudad de Toledo, en Ohio, detectó en


1954 que el consumo de agua se disparaba repentinamente
en momentos extremadamente concretos de cada tarde. Era
toda la gente que usaba el baño durante las pausas
publicitarias del concurso de la tarde. En aquellos años
cincuenta, la televisión empezaba a tener un alcance masivo
y su poder, sobre el individuo y la sociedad, se iba haciendo
cada vez más evidente. Bastaba con dejarse cautivar por una
pantalla, o ver cómo se hipnotizaban grupos de transeúntes
ante los escaparates que las vendían. George Gerbner,
decano emérito de la escuela de comunicación de la
Universidad de Pensilvania, dedicó buena parte de su vida
(murió en 2005) a estudiarlo, y, en 1968, definió su influencia
de manera casi poética: “En tan solo dos décadas de
experiencia en todo el país [Estados Unidos], la televisión ha
transformado la vida política de la nación, ha cambiado los
hábitos diarios de su pueblo, ha moldeado el estilo de esta
generación, convertido accidentes locales en fenómenos
globales, redirigido el flujo de información y valores, desde los
canales tradicionales hacia las redes centralizadas de cada
hogar. En otras palabras, ha impactado profundamente en lo
que llamamos el proceso de socialización, el medio por el que
miembros de nuestra especie se convierten en humanos”.

La fórmula de aquellos días se mantuvo durante décadas: el


contenido y la hora en la que se emitía eran dos partes del
mismo todo; un átomo indivisible que sin embargo se intentó
dividir con cada avance tecnológico. Las cintas de vídeo, la
televisión por cable, el DVD, los grabadores digitales y,
finalmente, las plataformas que ofrecían por Internet los
contenidos de las cadenas intentaron a su manera liberar al
espectador de los confines de la parrilla.

En 2013, Netflix, que empezó alquilando DVD por correo


antes de tener una plataforma, presentó su primera
serie. House of Cards consistía en 12 capítulos de
aproximadamente una hora de duración pensados para ser
consumidos por streaming. Aquel 1 de febrero, la temporada
se publicó íntegra por Internet, sin reglas de cómo ni cuándo
verla. Al presentarla en un festival cultural de Edimburgo, su
protagonista, Kevin Spacey, lanzó una pregunta: “Trece horas
vistas como un todo cinematográfico, ¿en qué se diferencia
del cine?”. En otras palabras, si no hay programación, ¿se
puede considerar esto televisión? A su manera, con aquella
serie mediocre, Netflix acababa de dividir el átomo.

El streaming ha hecho que la televisión sea, por


primera vez, una actividad solitaria y de
reafirmación
El diccionario de Oxford registró meses después un nuevo
término que se había popularizado por Internet: binge-
watching, literalmente, ver en atracón. Se refería al nuevo
modo de consumo de televisión online. Las plataformas
ofrecían contenidos y el espectador los troceaba y servía
como le apetecía. Eso que Netflix —y las otras plataformas,
como Amazon, que fueron surgiendo con un modelo similar—
tanto incentivaba que se recibió como un nuevo paradigma
narrativo, una liberación de las opresiones de la televisión
generalista; incluso se utiliza hoy como reclamo publicitario
de compañías telefónicas. Además, un algoritmo pasaba a
ser el que propone qué veremos a continuación, sin dar
apenas tiempo a que uno piense, favoreciendo así la cultura
del atracón, ahondando en la reclusión en nuestros nichos de
consumo. Se erigió un muro: el streaming puede ser
televisión, pero no es tele. La lectura clásica, casi marxista,
de la televisión como un mercado donde un gran poder, el
medio, traficaba con espectadores ante otro gran poder, el
anunciante, se convirtió en su principal rasgo comparado con
el nuevo invento. La tele era para los pobres narcotizados
que viven confinados entre cortes publicitarios y
promociones, aquellos dispuestos a sacrificar su propio gusto
para vivir en sociedad. La tele es en este discurso un opiáceo
audiovisual, y verlo en exceso envenena. “Toxicidad televisiva
aguda”, la llamó el crítico James Endrst en una columna de
1992. La describía: “Soy un hombre enfermo. Me encuentro
confuso, desorientado. Me río con cosas que no tienen
gracia. Escucho voces. Me olvido de quién soy. A veces la
cabeza se me queda totalmente en blanco… Y…, y… ¿de
qué estaba hablando? Ah, sí. Mi enfermedad”.

No así el fino consumidor de streaming, emancipado de la


parrilla televisiva, que ejerce de dueño de su destino
eligiendo qué ver entre varias filas de contenidos diseñados
para atracones. Él también pasa horas ante la pantalla, pero
en busca de capital cultural, un texto televisual digno de su
atención plena. Su comida es más saludable, él puede
excederse. “La vieja televisión era mejor que lo que decían
intelectuales de la época, pero aun así tenía limitaciones y
vivía presa por los géneros. Con el streaming, los productores
pueden contar historias más complicadas, los actores
trabajan con más matices y los guionistas escriben más
intensamente”, promete el antropólogo Grant McCracken, que
ayudó a Netflix a investigar la mecánica del atracón durante
sus primeros años. “Hemos pasado de unirnos por el común
denominador a hacerlo por la calidad. Las conversaciones
ahora empiezan con ‘¿Qué estás viendo tú?”.

La realidad es que poca gente ve lo mismo. El éxito del


modelo ha disparado la producción televisiva. El año pasado
se estrenaron 495 series para quienes quieren ver ficción
(este año se espera superar ese récord); para quienes
prefieren realities, Estados Unidos produce 950 títulos
anuales, más los producidos en España. El streaming ha
hecho que la televisión sea, por primera vez, una actividad
solitaria, un acto de reafirmación, pero también de repudio al
otro. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han sitúa aquel
nuevo término, binge-watching, en el centro de una cultura
hiperconsumista y decadente, marcada por el rechazo a la
otredad. “A los consumidores se les ofrecen continuamente
aquellas películas y series que se ajustan por entero a su
gusto, es decir, que les gustan. Se les ceba como a ganado
de consumo siempre con lo mismo”, escribe en La expulsión
de lo distinto (Herder, 2017). Y anuncia: “El binge-watching se
puede generalizar declarándolo el modo actual de
percepción”.

“Perder ese terreno común hace más difícil


entender a otros grupos”, dice un neurocientífico
¿Qué pierde una sociedad cuando se queda sin espacios de
encuentro? “Los intereses comunes lo son todo: es lo que
nos permite desarrollar un lenguaje común, interpretar las
acciones del otro y resolver discusiones. La personalización
de los medios y el visionado individualizado de películas
debilita el tejido común de nuestra sociedad”, alerta el
profesor de neurociencia de la Universidad de Princeton Uri
Hasson, que estudia la influencia de las historias y los medios
en el cerebro. “Perder ese terreno común hace que resulte
más difícil entender la perspectiva de otros grupos, lo que a la
vez nos hace más vulnerables a la manipulación y menos
capaces de decidir con qué reglas resolver discusiones”.
El riesgo de que darse atracones de series precipite el fin de
la civilización no es grande, al menos de momento,
como tampoco lo es que el streaming acabe con la televisión
generalista (cuyo consumo cae cada año, influido por las
plataformas, pero a un ritmo que no preocupa a sus
observadores: un 3,2% en España entre septiembre de 2018
y 2019). Pero lo que llama la atención a los académicos
consultados por EL PAÍS para este artículo es el cambio de
rumbo, hacia la negación de lo común, que el visionado en
atracón ha traído no en lo industrial, ni cultural ni sociológico,
donde es discutible, sino en lo psicológico. 

La televisión tradicional ofrece tensión para


mantener al espectador; el streaming, relajación
Ese abstracto concepto de binge-watching solo deja definir a
partir del individualismo personal. Tres investigadoras de la
Universidad Anglia Ruskin, Tanya Horeck, Mareike Jenner y
Tina Kendall, lo descubrieron al intentar describirlo con
exactitud el año pasado. Su primera propuesta es que nadie
está de acuerdo qué constituye un atracón de contenidos
televisivos porque cada uno lo define a su manera según su
edad, ocupación y situación familiar. “Lo único que
permanece estable es que el binge-watching siempre se
entiende como un visionado autodeterminado”, cuentan. Por
eso, una película puede consumir más horas que dos
capítulos de una serie, pero solo lo segundo cuenta como
maratón. Solo lo segundo le cede el control al usuario: ese
nuevo capítulo se convierte en la siguiente fase de un
videojuego, a la que hemos llegado tras superar la anterior. Y
esa soledad altera toda la experiencia. El crítico de The New
York Times James Poniewozik define la experiencia del
atracón como “la absorción”: el sentimiento narcótico de
dejarse inundar por una serie que, movida como por una
marea, alcanza todo nuestro tiempo libre, allá donde lo
encuentre, en vacaciones o fines de semana. La televisión
tradicional ofrece tensión para mantener al espectador;
el streaming ofrece relajación.

Nadie está de acuerdo en lo que supone un


atracón de contenidos: cada uno lo define según
su situación
Ese cambio de dinámica no es pequeño. La televisión,
alertaba Theodor Adorno en Televisión y cultura de masas, un
artículo escrito en 1954 —cuando las pausas publicitarias de
un concurso aún disparaban el consumo de agua de Toledo
—, se mueve tanto por imágenes como por mecánicas
ocultas, “mecanismos que actúan bajo el disfraz del
realismo”, ante los que el espectador no estaba
“sensibilizado”, y tenían “efectos inicuos”.
El streaming supone una alteración fundamental de los
principios rectores del medio. Con la televisión tradicional
como contrapeso y la competencia de las redes sociales,
pero igualmente fundamental.

“La tecnología importa. La televisión antes tenía un efecto


centralizador que con el universo multicanal y el streaming ya
no tiene”, declara Thomas Streeter, quien investiga el papel
de la tecnología en la cultura desde la Western University de
Londres. “Pero yo no echo de menos esa cultura de
consenso prefabricado que experimentamos a través de
sistemas televisivos centralizados. Al final, el experimento
democrático sigue siendo joven”.

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