so4 Final dl nego
un axolotl y sabfa ahora instanténeamente que ninguna com:
prensién era posible. El estaba fuera del acuario, su. pensa-
miento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo,
siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El
horror venia -Io supe en el mismo momento~ de creerme
prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
Pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, con-
denado a moverme kicidamente entre criaturas insensibl
Pero aquello cesé cuando una pata vino a rozarme la cara,
cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a
‘mi que me miraba, y supe que también él sabia, sin comuni-
caci6n posible pero tan claramente. O yo estaba también en
él, 0 todos nosotros pensibamos como un hombre, incapaces
de expresién, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos
que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
El volvié muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa se-
‘manas sin asomarse. Ayer lo vi, me miré largo rato y se fue
bruscamente. Me pareci6 que no se interesaba tanto por nos-
otros, que obedecia a una costumbre. Como lo nico que
hago es pensar, pude pensar mucho en él, Se me ocurre que al
principio continuamos comunicados, que él se sentia mas que
‘nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes
estan cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesién es
ahora tn axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al
principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, s6lo
en cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, si pienso como
un hombre es sélo porque todo axolotl piensa como un hom-
bre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de
todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros dias,
cuando yo era todavia él. Y en esta soledad final, a la que él
ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir s0-
bre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo
esto sobre los axolotl.
La noche boes aria
La noche boca arriba
Y salian en cieras épocas a cazar ene:
migos; la llamaban la guere: florida.
A mitad del largo zagudn del hotel pens6 que debfa ser tarde,
y se apuré a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincén
donde el portero de al lado le permitia guardarla. En la joye
ria de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaria
con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los al-
tos edificios del centro, y él porque para si mismo, para ir
pensando, no tenia nombre—_monté en la maquina saborean-
do el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un vien-
to fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejé pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de
comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora
entraba en la parte més agradable del trayecto, el verdadero
paseo: una calle larga, bordeada de érboles, con poco trfico
y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizé algo distraido, pero
corriendo sobre la derecha como correspondia, se dej6 llevar
pot la tersura, por la leve erispacién de ese dia apenas empe-
zado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidié preve-
nir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en Ia esqui-
na se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era
tarde para las soluciones faciles. Frené con el pie y le mano,
desviindose a la izquierda; oy6 el grito de la mujer, y junto
con el choque perdié la visién. Fue como dormirse de golpe.
Volvié bruscamente del desmayo. Cuatro 0 cinco hombres
jévenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentia gus-
toa sal y sangre, le dolia una rodilla, y cuando lo alzaron gri-
16, porque no podia soportar la presin en el brazo derecho.
Voces que no parecian pertenecer a las caras suspendidas so-
bre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su tinico alivio
fue ofr la confirmacién de que habia estado en su derecho al
cruzar la esquina. Pregunt6 por la mujer, tratando de domi-506 inal del juego
nar la néusea que le ganabs la garganta. Mientras lo llevaban
boca arriba hasta una farmacia prOxima, supo que la causan-
te del accidente no tenia mas que rasguios en las pieras.
“Use I aga apenas, pro el glpe io star la mau
na de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
esas, as va bier alguien con giardpalvo dindle a
1 un trago que lo alivié en la penumbra de una pequeii
farmacia de barrio "penumbra una peau
La ambulancia polical leg6 a los cinco minutos, y Io su-
bieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto.
Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos
de un shock terrible, dio sus sefias al policia que lo acompa-
faba, El brazo casino le dolias de uns coradura en la ceja
fear a ieee eee ae eee
labios para beberla, Se sentia bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quicto y nada més. El vigilante le dijo
que la motocicleta no parecia muy estropeada, «Natural»
dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos se riecon,
y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseé
buena suerte, Ya la nausea volvia poco a poco; mientras lo
Ilevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellin del fon-
do, pasando bajo aebolesllenos de péjaros, cerr6 los ojos y
dese6 estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo
rato en una pcza con olor a hospital, lenando una fiche qu
tandole la ropa yvistiéndolo con una cams grisicea y dura
Le movian cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido
por las eonrcciones del estmag sé habia sentido may
en, casi contento.
Lollevaron a la sala de sadio, y veinte minutos despues,
Ie pikes fea vs staal pass sotee el pacts da MBE
dda negra, pas6 a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto
y delgado, se le acercé y se puso a mirar la radiografia. Ma-
nos de mujer le acomodaban la cabeza, sintié que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercé otra
vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha
Le palmeé la mejilla e hizo una seia a alguien parado atrés.
La moche boca ariba
Como suefio era curioso porque estaba leno de olcres y él
nunca sofiaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la
jzquierda de Ia calzada empezaban las marismas, los tembla-
dderales de donde no volvia nadie. Pero el olor ces6, yen cam-
bio vino una fragancia compuesta y oscura como la roche en
ue se movia huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural,
tenia que huir de los aztecas que andaban a caza de sombre,
y su tinica probabilidad era la de esconderse en lo mis denso
Ye la selva, cuidando de no apartarse de Ia estrecha calzada
que sélo ellos, los motecas, conocian.
‘Lo que més le torturaba era el olor, como si aun en la ab-
soluta aceptacién del suefio algo se rebelara contra eso que
who eta habitual, que hasta entonces no habia participado del
juego. «Hluele a guerra», pens6, tocando instintivamente el
putial de piedra atravesado en su cefidor de lana tejida, Un
Sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmévil, tem-
blando. Tener miedo no era extrafio, en sus suefios abundaba
el miedo, Esper, tapado por las ramas de un arbusto y la no-
he sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del
gran lago, debian estar ardiendo fuegos de vivacs un resplan-
dor rojizo tefia esa parte del cielo. El sonido no se repitio.
Habia sido como una rama quebrada. Tal vez. un animal que
escapaba como él del olor de la guerra, Se enderez6 despacio,
Yenteando, No se ofa nada, pero el miedo seguia alli como
clolor, ese incienso dulz6n de la guerra florida. Habia que
seguir, llegar al coraz6n de la selva evitando las ciénagas.
‘A tientas, agachéndose a cada instante para tocar el suclo
mas duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido
char a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado.
En el sendero en tinieblas, busc6 el rumbo. Entonces sintio
tuna bocanada horrible del olor que mas tema, y salto deses-
perado hacia adelante.
Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado-. No
brinque tanto, amigazo.
‘Abti6 los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ven-
tanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreit a su veci
no, se despege casi fisicamente de la ultima visién de la pesa-
Uilla, El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y508 nal del nego
poleas. Sintié sed, como si hubiera estado corriendo kiléme-
tos, pero no querian darle mucha agua, apenas para mojar-
se los labios y hacer tun buche. La fiebre lo iba ganando des-
pacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el
placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchan-
do el didlogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando
en cuando a alguna pregunta, Vio llegar un carrito blanco
que pusieron al ado de su cama, una enfermera rubia le fro-
aera eae
sa aguja conectada con un tubo que subja hasta un frasco lle
no de liquido opalino, Un médico joven vino con un aparato
de metal y cuero que le ajust6 al brazo sano para verificar al-
guna cosa, Caia Ia noche, y la fiebre lo iba arrastrando blan
damente a un estado donde las cosas tenian un relieve como
de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligera-
mente repugnantes; como estar viendo una pelicula aburrida
y pensar que sin embargo en Ia calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro,
a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le
dolia nada y solamente en la ceja, donde lo habian suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y répida, Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pens6 que no le iba a ser dificil dormirse. Un poco incémodo,
de epilda, eo apsare a ena po ls abies ese
y calientes sintié el sabor del caldi pird de felici
y alent sin io, y suspiré de felicidad,
Primero fue una confusién, un atraer hacia sf todas las sen-
saciones por un instante emboradas o confundidas. Com-
prendia que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque
arriba el cielo eruzado de copas de arboles eta menos negro
que el resto, «La calzada», pens6, «Me salf de la calzada.»
Sus pies se hundian en un colchén de hojas y barro, y ya no
podia dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azota:
ran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a
pesar de la oscuridad y el silencio, se agach6 para escuchar.
Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del dia iba
a verla otra vez. Nada podia ayudarlo ahora a encontratla
Lamoche boea arriba
La mano que sin saberlo él aferraba el mango del pufal, su-
ié como el escorpién de los pantanos hasta su cuello, donde
colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los latios
musité la plegaria del maiz. que trae las lunas felices, y las
plica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas.
Pero sentia al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hhundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad
del chaparral desconocido se le hacia insoportable. La guerra
florida habia empezado con la luna y llevaba ya tres dies y
tres noches. Si conseguia refugiarse en lo profundo de la sel-
va, abandonando la calzada més allé de la regién de las ci
nagas, quiz los guerreros no le siguieran el rastro. Pens6 en
Jos muchos prisioneros que ya habrian hecho. Pero la cant
dad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuati
hasta que los sacerdotes dieran la sefial del regreso. Todo te-
nia su ntimero y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagredo,
del otro lado de los cazadores.
‘Oyé los gritos y se enderez6 de un salto, pufial en mano.
‘Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas
moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le salté al cuello
casi sintié placer en hundirle Ia hoja de piedra en pleno pe-
cho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Aleanz6 a
cortar el aire una 0 dos veces, y entonces una soga lo atrapé
desde atras.
Es la fiebre - dijo el de la cama de al lado-. A mi me pa-
saba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a
ver que duerme bien.
‘Al lado de la noche de donde volvia, la penumbra tibia de
la sala le parecié deliciosa. Una limpara violeta velaba en lo
alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se ofa to-
ser, respirar fuerte, a veces un didlogo en voz baja. Todo era
igrato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no queria seguir pen
sando en la pesadilla. Habia tantas cosas en qué entretenerse
Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cémoda-
‘mente se lo sostenian en el aire. Le habian puesto una betella
de agua mineral en la mesa de noche. Bebié del gollete, golo-
samente. Distinguia ahora las formas de la sala, las treinta ca-sro inal de juego
‘mas, los armarios con vitrinas, Ya no debia tener tanta fiebre,
sentia fresca la cara. La ceja le dolia apenas, como un recuer-
do. Se vio otta vez saliendo del hotel, sacando la moto.
2Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar asi? Trata-
ba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir
que habia ahi como un hueco, un vacio que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habian le-
vantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver
nada, Y al mismo tiempo tena a sensacin de que ese hueco,
esa nada, habia durado una eternidad. No, ni siquiera tiem:
po, mas bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través
de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe
brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del
ozo negro habia sentido casi un alivio mientras los hombres
lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de
la cejapartda, la contusin en a rodilla; con todo eso, un ali
vio al volver al dia y sentirse sostenido y auxiliado. Y era
raro, Le preguntaria alguna ver al médico de la oficina. Aho-
ra volvia a ganarlo el suefo, a tirarlo despacio hacia abajo.
La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la
frescura del agua mineral. Quizé pudiera descansar de veras,
sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la kimpara en lo
alto se iba apagando poco a poco.
Como dormia de espalds, no lo sorprendis la posicién en
due volvia a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad,
a piedra rezumante de filtraciones, le cerr6 la garganta y lo
obligé a comprender. Incl abrir los ojos y mirar en todas di-
recciones lo envolvia una oscuridad absoluta. Quiso endere-
zarse y sintié las sogas en las muifecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y hmedo.
E] fro le ganaba la espalda desnuda, las piernas, Con el men-
tn buscé torpemente el contacto con su amuleto, y supo que
se lo habian arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna ple-
garia podia salvarlo del final. Lejanamente, como filtréndose
entre las piedras del calabozo, oyé los atabales de la fiesta. Lo
habfan traido al teocalli estaba en las mazmorras del templo
ala espera de su turno.
Oy6 gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes.
La moche boca ariba
(Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las
tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpe se de-
fendia con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.
Pensé en sus compafieros que llenarian otras mazmorras, y en
los que ascendian ya los peldaiios del sacrificio. Grité de nuc-
vo sofocadamente, casi no podia abrir la boca, tenia las man-
dibulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se
abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar
de los cerrojos lo sacudié como un létigo. Convulso, retor-
ciéndose, luché por zafarse de las cuerdas que se le hundian
cen la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hesta que
el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le Hleg6 antes que
Ja luz, Apenas cefidos con el taparrabos de la ceremonia, los
acélitos de los sacerdotes se le acercaron mirandolo con des-
precio, Las luces se reflejaban en los torsos sudades, en el
pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar
Jo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintié al-
zado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acdlitos
{que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas
iban delante, alumbrando vagamente el corredor de paredes
mojadas y techo tan bajo que los acélitos debian agachar la
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arri-
ba, aun metro del recho de roca viva que por momentos s¢
iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del te~
cho nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, seria el fin. El pasadizo no aca~
baba nunca, pero ya iba a acabar, de repente oleria el aire li-
bre leno de estrellas, pero todavia no, andaban llevandolo
sin fin en la penumbra roja, tironeéndolo brutalmente, y él no
queria, pero cémo impedirlo si le habjan arrancado el amule-
to que era su verdadero coraz6n, el centro de la vide.
Salié de un brinco a la noche del hospital, al alto cielorraso
dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pens6 que debia
haber gritado, pero sus vecinos dormian callados. En la mesa
de noche, la botella de agua tenia algo de burbuja, de imagen
transhicida contra la sombra azulada de los ventanales. Ja-
deé, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esassu Final de juego
imagenes que seguian pegadas a sus parpados. Cada vez que
cerraba los ojos las vefa formarse instanténeamente, y se en-
derezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora
estaba despierto, que la vigilia lo protegéa, que pronto iba a
amanecer, con el buen suefio profundo que se tiene a esa
hora, sin imagenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos
abiertos, la modorra era més fuerte que él. Hizo un iiltimo es-
fuerzo, con la mano sana esboz6 un gesto hacia la botella de
agua; no lleg6 a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacfo
otra vez. negro, y el pasadizo seguia interminable, roca tras
roca, con stibitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimi6
apagadamente porque el techo iba a acabarse, subfa, abrién-
dose como una boca de sombra, y los acdlitos se enderezaban
y de la altura una luna menguante le cay6 en la cara donde los
ojos no querian verla, desesperadamente se cerraban y abrian
buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielorraso
protector de la sala. Y cada vez que se abrian era la noche y
Ja luna mientras lo subfan por la escalinata, ahora con la ca-
beza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras,
Jas rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la pie-
dra roja, brillante de sangee que chorreaba, y el vaivén de los
pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por
Jas escalinatas del norte. Con una iiltima esperanza apreté los
parpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo cre
y6 que lo logearfa, porque otra ver estaba inmévil en la cama,
a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olfa la muerte, y cuan-
do abrié los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador
que venia hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alean-
26 a cerrar otra vez los pérpados, aunque ahora sabia que no
iba a despertarse, que estaba despierto, que el suefio maravi-
lloso habia sido el otro, absurdo como todos los suefios; un
suefio en el que habia andado por extrafias avenidas de una
ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardian sin
Hama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumba-
ba bajo sus piernas. En Ja mentira infinita de ese suefio tam-
bién lo habjan alzado del suelo, también alguien se le habia
acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arti-
ba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Final de nego
Final del juego
Con Leticia y Holanda sbamos a jugar a las vias del Central
Argentino los dias de calor, esperando que mama y tia Ruth
fempezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca.
Mama y tia Ruth estaban siempre cansadas después de lavar
Ia loza, sobre todo cuando Holanda y yo secébamos les pla-
tos porque entonces habia discusiones, cucharitas por el sue-
Io, frases que s6lo nosotras entendfamos, y en general un am-
biente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la
oscuridad de la cocina acababan en una violentisima gelea y
el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en ar-
mar esta clase de lios, por ejemplo dejando caer un vaso ya la-
vado en el tacho de agua sucia, 0 recordando como al pasar
que en Ia casa de las de Loza habia dos sirvientas para todo
servicio. Yo usaba otros sistemas, preferfa insinuarle a tia Ruth
que se le iban a paspar las manos si seguia fregando cacerolas
en vez de dedicarse a las copas 0 los platos, que era p:ecisa-
mente lo que le gustaba lavar a mam, con lo cual las enfren-
taba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa ficl. El
recurso heroico, si lor consejos y las largas recordaciones fa-
miliares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo
en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escal-
dado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia
al agua fra; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y
hasta parecia ofrecerse, pobre animalito, a que le voleéramos
‘media taza de agua a cien grados 0 poco menos, bastante me-
‘nos probablemente porque nunca s¢ le cafa el pelo. La cosa es
que ardia Troya, y en la confusi6n coronada por el espléndi-
do si bemol de tia Ruth y la carrera de mamé en busca del
bastén de los castigos, Holanda y yo nos perdiamos er. la.ga-
lerfa cubierta, hacia las piezas vacfas del fondo donde Leticia
nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail,lectura inexplicable.
Por lo regular mam nos perseguia un buen trecho, pero las,
ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez