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¿Es la vida de este mundo algo más que una lucha perpetua con
el demonio? ¿No tenemos que rechazar todos los días estos rasgos ase-
sinos? La avaricia, la impureza, la ira, la ambición, estos son los enemigos
con los que debemos luchar; todos los días tenemos que luchar doloro-
samente contra los vicios de la carne y las seducciones del siglo. El alma
humana, sitiada, como una fortaleza por la malicia del diablo, puede a
duras penas hacer frente y resistir a todos sus ataques. Si derrotas a la
avaricia, la impureza se dirige hace ti; si sofocas la impureza, la ambición
toma su lugar; si desprecias la ambición, he aquí que, inflamado por la
ira, hinchado de orgullo, buscado por la sensualidad; nos encontramos de
frente de los rasgos de los celos y la envidia, que rompen entre nosotros
los lazos de concordia y amistad. La maldición se eleva a vuestros labios,
y, sin embargo, la ley de Dios la prohíbe; se nos fuerza a jurar, y sin em-
bargo no estamos autorizados. Nosotros que tenemos tantas persecucio-
nes a sufrir, como de peligros a superar, y tenemos el agrado de extender
nuestra estancia aquí abajo en medio de las espadas del demonio ¡Ah,
sería más prudente invocar la ayuda de la muerte para acelerar nuestro
retorno a Cristo! En verdad, nos dijo: vosotros llorareis, gemiréis y el
mundo se alegrará; estaréis tristes, pero vuestra tristeza será cambiada
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Ahora el Señor nos dice que cuando nuestra tristeza será cam-
biada en alegría: Yo os ve veré, dijo él, y vuestro corazón se alegrará, y
nadie podrá quitaros vuestra alegría (Juan 6.). Desde que nuestra alegría
es ver a Cristo y que no puede existir sin esta visión, ¡que ceguera, que
locura, de amar los dolores, las penas, las lágrimas de esta vida, y no apre-
surar a sus deseos la venida de esa felicidad de la cual nadie nos puede
deleitar!
Pero hay quienes se sorprenden al ver que el fiel cae igual que los
idólatras bajo los golpes del contagio. – Entonces nos hacemos cristianos
para estar al seguro de los males de esta vida, para disfrutar de toda la
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felicidad del siglo, y no para sufrir aquí, todos los tipos de adversidades,
¿en vista de la alegría futura? Hay quienes se sorprenden al ver que la
muerte nos golpea como a los demás. - Sin embargo, en este mundo,
todo nos es común con el resto de los hombres ya que, de acuerdo con
las leyes de la naturaleza, tenemos la misma carne. En tanto que nos que-
demos en esta tierra, pertenecemos al género humano a través de su
cuerpo, pero estamos separados por el espíritu. Así, esperando que este
cuerpo corruptible se vista de incorrupción, que esta carne sujeta a la
muerte se convierta en inmortal y que el Espíritu nos conduzca a Dios el
Padre, todos los inconvenientes del cuerpo sean cuales sean, nos son co-
munes a los de otros hombres. Cuando la tierra nos rechaza sus frutos, el
hambre no perdona a nadie. Cuando una ciudad cae entre las manos de
los enemigos, todos los ciudadanos se convierten en cautivos. Cuando la
implacable serenidad del Cielo impide la acción de las lluvias, la sequía es
la misma para todos. Cuando una nave se estrella en las rocas, todos los
pasajeros, sin excepción, perecerán en un naufragio común. Es lo mismo
con todas las enfermedades: dolor de ojos, la fiebre, enfermedades de
los miembros; nos son comunes con el resto de los hombres, debido a
que tenemos la misma carne.
Hay una gran diferencia entre nosotros y los que ignoran al Dios
verdadero. Aquellos, en la adversidad, se abandonan a la queja y la mur-
muración; para nosotros, los males de este mundo, lejos de desviarnos
de la virtud y la fe, hacen que nos fortalezcamos aún más. Que el desor-
den que se introduce en nuestras entrañas agote nuestras fuerzas; que
este fuego misterioso que se enciende en nuestros seno cause úlceras en
nuestra garganta; que un vómito continuo nos desgarre el pecho; que
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rigores de la regla a los que se habían perdido. Este temor saludable llama
en nuestras filas a los desertores, y obliga a los paganos a penetrar en las
enseñanzas de la fe. Así que, mientras que los veteranos de la Iglesia son
llamados al reposo, veo formarse un nuevo ejército más fuerte que el pri-
mero; camina a la lucha sin miedo de la muerte y viene a rellenar los va-
cíos que la plaga ha hecho en nuestras filas.
criminal, ¿por qué no coronaria en sus servidores el amor del bien, la re-
solución de darle testimonio y el deseo de martirio? El alma puede des-
fallecer frente al martirio; pero el martirio también puede traicionar los
deseos del alma. Así como sois en el momento en el que Dios os llama,
así seréis juzgados por él; el mismo lo dijo: Todas las iglesias sabrán que
soy yo el que sondea los riñones y corazones (Ap. 2).
escuchó solamente para repetirlas. ¿Qué tenía que aprender, él que iba
a dejar esta vida? Pero somos nosotros quienes debemos aprovechar la
lección. Viendo reprendido de esta manera un sacerdote del Señor, que
suspiraba detrás de la muerte, aprendamos a conocer nuestros verdade-
ros intereses.
nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presen-
cia y abrazarlos, qué placer disfrutar allá del reino del cielo sin temor de
morir y qué dicha tan soberana y perpetua con una vida sin fin! Allí el coro
glorioso de los Apóstoles, allí el grupo de los profetas gozosos, allí la mul-
titud de innumerables mártires que están coronados por los méritos de
su lucha y sufrimientos, allí las vírgenes que triunfaron de la concupiscen-
cia de la carne con el vigor de la castidad, allí los galardonados por su
misericordia, que hicieron obras buenas, socorriendo a los pobres con li-
mosnas, que, por cumplir los preceptos del Señor, transfirieron su patri-
monio terreno a los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos,
con insaciable anhelo tras éstos, para estar enseguida con ellos; desee-
mos llegar pronto a Cristo. Vea Dios estos pensamientos, y que Cristo
contemple estos ardientes deseos de nuestro Espíritu y fe; Él otorgara
mayores mercedes de su amor a los que tuvieren mayores deseos de Él.