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San Cipriano de Cartago


“De mortalitatis”

La mayoría de ustedes, mis hermanos, tiene una fe firme, un jui-


cio sólido. Su alma, unida a Dios, no se disturba a la presencia de los males
en esta vida. Como una roca, que se resiste a las agresiones del mundo,
las olas impetuosas del siglo, y ella deja la tentación, probada pero no
derrotada. Sin embargo, hay entre ustedes que, a causa de la debilidad
de su carácter, el poco poder de su fe, el encanto de las cosas creadas, la
debilidad de su sexo, y, lo que es más grave aún, los errores que oscure-
cen la verdad, tropiezan en el camino de la salvación y no piensan a apro-
vechar la gracia de Dios que se encuentra latente en sus corazones. Sentí
que tenía que hablarles en toda franqueza. Así, a pesar de mi debilidad,
vengo a luchar, con la palabra de Dios, la negligencia que paraliza su alma
demasiado delicada y a recordar, que, en calidad de cristianos, que deben
ser dignos de Dios y de Cristo.

El soldado de Cristo, mis queridos hermanos, tiene que, primero


conocerse a sí mismo. Colocado en el campo del Señor, suspira detrás de
los bienes eternos. No se dejen asustar ni (282) incluso parar por las tor-
mentas de este mundo: que han sido predichas por el divino Maestro.
¿Habéis olvidado que, para educar a su pueblo y fortalecer la Iglesia con-
tra los males a venir, ha anunciado las guerras, las hambrunas, plagas,
terremotos de la tierra? Por otra parte, con el fin de que aquellos terribles
acontecimientos no vengan a golpearnos al improviso, ha establecido el
tiempo, y es al final de los tiempos que tienen que multiplicarse. La pro-
fecía se cumple, y desde allí podemos concluir que las otras predicciones
se cumplirán en su turno; porque el Señor ha dicho: Cuando verán todas
estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca (Lucas 21). Sí, mis her-
manos queridos, el reino de Dios está cerca; el mundo pasa y nosotros
vamos a disfrutar de la vida verdadera, de la salvación, de la felicidad
eterna, del paraíso que nos habíamos perdido. Ya el cielo sustituye a la
Tierra, la grandeza a la miseria, la eternidad a la nada.
¿Quién, entonces, en presencia de estos bienes, se entregará a la
duda y la ansiedad? ¿quién se abandonará al miedo y la tristeza, si toda-
vía tiene un rayo de fe y esperanza? Tememos la muerte cuando no que-
remos ir a Cristo; nosotros no queremos ir a Cristo cuando desesperamos
de reinar con él. Está escrito que el justo vive de la fe. Si eres justo, si
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vives de la fe, si se cree verdaderamente en Dios, ¿por qué no acoger con


entusiasmo la voz de Cristo que nos llama, ya que se tiene que reinar con
él y que tenéis fe en sus promesas? ¿Por qué no alegrarse de estar al re-
fugio de los ataques del diablo? Simeón, el justo por excelencia, ha lo-
grado con una fe plena y entera los preceptos del Señor. Él recibió del
cielo la promesa de no morir hasta después de haber visto al Cristo. Jesús
se presenta en el Templo, entre los brazos de su madre; en este punto, el
anciano reconoce el Mesías, objeto de tantas profecías; sabe que ha lle-
gado su última hora; borracho de alegría , él tomó al niño de sus manos
y, seguro (283) de ir a tomar lugar en el reino de los cielos, exclama:
Ahora Señor, puedes dejar que tu siervo vaya en paz , para que mis ojos
han visto El amanecer de la salvación ( Lucas , II). Estaba mostrando allí
que no hay, para los servidores de Dios, paz, libertad, tranquilidad verda-
dera, que, cuando, después de haber atravesado la agitación de este
mundo, llegan al puerto de la eterna seguridad; cuando, vencedores de
la muerte, se revisten de la inmortalidad. Acá, en efecto, se encuentra
para nosotros la paz, la tranquilidad, el descanso eterno.

¿Es la vida de este mundo algo más que una lucha perpetua con
el demonio? ¿No tenemos que rechazar todos los días estos rasgos ase-
sinos? La avaricia, la impureza, la ira, la ambición, estos son los enemigos
con los que debemos luchar; todos los días tenemos que luchar doloro-
samente contra los vicios de la carne y las seducciones del siglo. El alma
humana, sitiada, como una fortaleza por la malicia del diablo, puede a
duras penas hacer frente y resistir a todos sus ataques. Si derrotas a la
avaricia, la impureza se dirige hace ti; si sofocas la impureza, la ambición
toma su lugar; si desprecias la ambición, he aquí que, inflamado por la
ira, hinchado de orgullo, buscado por la sensualidad; nos encontramos de
frente de los rasgos de los celos y la envidia, que rompen entre nosotros
los lazos de concordia y amistad. La maldición se eleva a vuestros labios,
y, sin embargo, la ley de Dios la prohíbe; se nos fuerza a jurar, y sin em-
bargo no estamos autorizados. Nosotros que tenemos tantas persecucio-
nes a sufrir, como de peligros a superar, y tenemos el agrado de extender
nuestra estancia aquí abajo en medio de las espadas del demonio ¡Ah,
sería más prudente invocar la ayuda de la muerte para acelerar nuestro
retorno a Cristo! En verdad, nos dijo: vosotros llorareis, gemiréis y el
mundo se alegrará; estaréis tristes, pero vuestra tristeza será cambiada
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en alegría. ¿Quién no desearía estar libre de tristeza? ¿Quién no se apre-


suraría a llegar a la alegría? (285)

Ahora el Señor nos dice que cuando nuestra tristeza será cam-
biada en alegría: Yo os ve veré, dijo él, y vuestro corazón se alegrará, y
nadie podrá quitaros vuestra alegría (Juan 6.). Desde que nuestra alegría
es ver a Cristo y que no puede existir sin esta visión, ¡que ceguera, que
locura, de amar los dolores, las penas, las lágrimas de esta vida, y no apre-
surar a sus deseos la venida de esa felicidad de la cual nadie nos puede
deleitar!

La causa de este trastorno, mis queridos hermanos, es la falta de


fe. Nadie cree a la realidad de las promesas de Dios, que es la verdad,
cuya palabra es eterna e inmutable. Si un hombre serio y honesto os hace
una promesa, vosotros creéis a su palabra, lo juzgaríais incapaz de enga-
ñaros, porque sabéis que es sincero en su discurso y en sus acciones ¡He
aquí que Dios os habla, y que tú, hombre de poca fe, estas indecisos y
flotando! Dios, en vuestra salida de este mundo, os promete la inmorta-
lidad y la eternidad bendita, ¡y vosotros dudáis! no es no conocer a Dios;
es ofender por la incredulidad a Cristo, maestro de los creyentes; es no
tener fe en la Iglesia, que es el santuario de la fe.

¿Queréis saber cómo es ventajoso salir de esta vida? Escuchad a


Cristo que conocía nuestros verdaderos intereses. A medida que sus dis-
cípulos se entristecieron, porque les había anunciado su próxima salida,
les dijo: Si me amáis, os alegraríais porque yo vuelvo a mi Padre (Juan 14).
Nos muestra con estas palabras que cuando los seres que amamos están
fuera de este mundo, tenemos que sentir más alegría que dolor. El gran
apóstol se recordó estas verdades cuando escribió: Cristo es mi vida, y la
muerte es una ganancia para mí. El veía como una gran ventaja el romper
los lazos que le unían a la tierra, de no estar más expuesta a los vicios y
las demandas de la carne, de elevarse por encima de los problemas de
este mundo, y, libre por fin de las trampas del demonio, seguir la voz de
Cristo que lo llamó al reino celestial.

Pero hay quienes se sorprenden al ver que el fiel cae igual que los
idólatras bajo los golpes del contagio. – Entonces nos hacemos cristianos
para estar al seguro de los males de esta vida, para disfrutar de toda la
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felicidad del siglo, y no para sufrir aquí, todos los tipos de adversidades,
¿en vista de la alegría futura? Hay quienes se sorprenden al ver que la
muerte nos golpea como a los demás. - Sin embargo, en este mundo,
todo nos es común con el resto de los hombres ya que, de acuerdo con
las leyes de la naturaleza, tenemos la misma carne. En tanto que nos que-
demos en esta tierra, pertenecemos al género humano a través de su
cuerpo, pero estamos separados por el espíritu. Así, esperando que este
cuerpo corruptible se vista de incorrupción, que esta carne sujeta a la
muerte se convierta en inmortal y que el Espíritu nos conduzca a Dios el
Padre, todos los inconvenientes del cuerpo sean cuales sean, nos son co-
munes a los de otros hombres. Cuando la tierra nos rechaza sus frutos, el
hambre no perdona a nadie. Cuando una ciudad cae entre las manos de
los enemigos, todos los ciudadanos se convierten en cautivos. Cuando la
implacable serenidad del Cielo impide la acción de las lluvias, la sequía es
la misma para todos. Cuando una nave se estrella en las rocas, todos los
pasajeros, sin excepción, perecerán en un naufragio común. Es lo mismo
con todas las enfermedades: dolor de ojos, la fiebre, enfermedades de
los miembros; nos son comunes con el resto de los hombres, debido a
que tenemos la misma carne.

Por otra parte, si el cristiano tiene una idea exactamente de su


tarea en la tierra, entenderá que sus pruebas deben ser más (289) nume-
rosas que las de los otros hombres, debido a que sus luchas con el demo-
nio son más frecuentes. Esta es la advertencia que nos da la Escritura: Mi
hijo, consagrándote al servicio de Dios, persevera en la justicia y en el
temor del Señor, y prepara tu alma para la tentación. Y más lejos: Sé
fuerte en el dolor, paciente en la humillación, porque el oro y la plata son
probados por el fuego, y el hombre en el crisol de la humillación (Ecl. 2).
Como Job, después de la pérdida de su propiedad y la muerte de sus hijos,
cubierto el mismo, incluso de heridas y gusanos, no fue derrotado, pero
purificado por el calvario. Ved como el heroísmo de sus paciencias se
rompe en medio de las batallas y dolores: Sali desnudo del seno de mi
madre, desnudo descenderé en mi tumba. El Señor me ha dado todo, el
señor me ha quitado; actuó según su sabiduría para que su nombre sea
bendecido (Job, 1). Su esposa le dijo de proferir, en su sufrimiento, quejas
y blasfemias contra Dios: hablas como una mujer sin sentido, dijo el pa-
triarca. ¿Si hemos recibido los bienes de las manos del Señor, porque no
recibiríamos los males? Por lo tanto, con todas estas cosas Job no pecó
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en palabras contra Dios. Esta es la razón por la que el Señor le da testi-


monio en estas palabras: ¿has visto a mi siervo Job? No hay ninguno igual
en la tierra. Se trata de un hombre sin tacha, un verdadero siervo de Dios.

Tobías, después de tantas buenas obras, después de atraer la ala-


banza de todos sus conciudadanos por su misericordia, se convierte en
ciego; continúa a temer y bendecir a Dios en la adversidad, y la pérdida
de su fuerza sirve para volverlo más santo. Su esposa también trata de
pervertirlo: ¿dónde están, dice, tus buenas obras? mira como sufres (Tob,
2). Pero él, firme en el temor del Señor, encontrando en su fe suficiente
fuerza (291) para lidiar con todo el dolor, se resistió a las demandas de su
esposa y meritó por su paciencia disfrutar las bendiciones de Dios. Tam-
bién el ángel Rafael lo ensalza en estos términos: Es honorable revelar y
publicar las obras de Dios. Cuando tu orabas, igual que Sara, la esposa de
tu hijo, le ofrecí a Dios vuestras oraciones. Cuando enterrabas a los muer-
tos y dejabas tu comida sin rechistar para hacer este triste deber, yo es-
taba cerca de ti. Ahora Dios me ha enviado para curarte y para entregar
a Sara, la esposa de tu hijo. Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están en presencia de la majestad de Dios (Tob, 12).

Esta paciencia en la prueba ha sido siempre la virtud de los justos.


Los apóstoles, guiados por la ley del Señor, han tenido por regla de no
murmurar en la adversidad, sino soportar con ánimo y la paciencia, todos
los acontecimientos de este mundo. Los judíos, por el contrario, ofendían
a Dios por sus frecuentes murmuraciones, como se evidencia en el libro
de Números: Que dejen de murmurar contra mí, dice el Señor, y no mo-
rirán.

No murmuremos entonces mis hermanos amados, pero soporte-


mos todo con valor, porque está escrito: El sacrificio agradable a Dios es
un alma quebrantada por la tribulación. Dios no rechaza un corazón con-
trito y humillado. En Deuteronomio, Moisés, inspirado por el Espíritu
Santo nos da la misma lección: El Señor tu Dios te va a probar enviándoos
el hambre, y vuestra conducta mostrará si habéis guardado bien o mal
sus preceptos. También dijo: El Señor os prueba para saber si lo amáis
con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma (Deut, 13). Abraham
fue agradable a Dios, porque él no temía, para complacerle, sacrificar a
su hijo. ¿Vosotros que no podéis (293) aceptar la pérdida de un hijo, ya
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condenado a muerte por las leyes de la naturaleza, que haríais si se reci-


biese la orden de sacrificar? La fe y el temor de Dios os deben preparar
para todos los eventos. Que se trate de la pérdida de la fortuna, de la
enfermedad que está atormentando el cuerpo, la muerte de la esposa y
de los hijos sobre los cuales estás reducido a las lágrimas, mira todos es-
tos accidentes, no como posibilidades de caer, pero como combates. Le-
jos de debilitarse o de romper la fe del cristiano, muestran, en contraste,
su valentía en la lucha: desprecia los males de esta vida, debido a que
cuenta con los bienes eternos. Sin lucha, no hay victoria; pero, después
de la victoria, la corona es la recompensa del ganador. El piloto se da a
conocer en la tormenta, el soldado en la batalla. Sería ridículo presumir
cuando no hay peligro; es la lucha contra la adversidad la que hace salir
las cualidades serias y sólidas.

El árbol del cual las raíces penetran profundamente en el suelo


resiste al choque de las tormentas; la nave firmemente construida es gol-
peada por las olas, sin ser rota por ellas. Cuando el trigo es tirado al aire,
los granos fuertes y pesados resisten a la acción del viento, que no se
lleva sino la paja innecesaria. También el apóstol San Pablo, después de
todos sus naufragios, después de su flagelación, después de todos los tor-
mentos infligidos a su cuerpo, no ve en estas adversidades otra cosa que
una prueba de donde su virtud tiene que salir más pura y verdadera. Para
suprimir mi orgullo, dijo, llevo conmigo una espina carnal, un mensajero
de Satanás que me da azotes. Tres veces rogué al Señor que me librara, y
él me respondió: mi gracia te basta, porque la virtud se perfecciona en la
debilidad (II Corinto, 12). Por lo tanto, cuando nos encontramos frente a
la debilidad, la enfermedad o una plaga cualquiera, nuestra virtud recibe
su perfeccionamiento, y nuestra fe, firme en la prueba, merece la corona.
El horno, dice el Espíritu Santo, prueba (295) los vasos del alfarero y la
tribulación prueba a los hombres justos (Ecl, 27).

Hay una gran diferencia entre nosotros y los que ignoran al Dios
verdadero. Aquellos, en la adversidad, se abandonan a la queja y la mur-
muración; para nosotros, los males de este mundo, lejos de desviarnos
de la virtud y la fe, hacen que nos fortalezcamos aún más. Que el desor-
den que se introduce en nuestras entrañas agote nuestras fuerzas; que
este fuego misterioso que se enciende en nuestros seno cause úlceras en
nuestra garganta; que un vómito continuo nos desgarre el pecho; que
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nuestros ojos se inyecten de sangre; que el contagio haga necesario para


algunos la amputación del pie o de cualquier otro miembro; una langui-
dez mortal tomando posesión de nuestro cuerpo agotado, debilite nues-
tra marcha, paralice nuestros oídos, oscurezca nuestros ojos: hay tantos
medios por los cuales nuestra fe se ilumina y perfecciona. ¿desplegar to-
das sus fuerzas contra los ataques fatales de la peste, no es el efecto de
una gran alma? Mantenerse de pie, en medio de las ruinas del género
humano, mientras que aquellos que no esperan en Dios permanecen pos-
trados, ¿no es la altura de la gloria? ¡Ah! Felicitémonos de nuestros infor-
tunios, sepamos aprovecharlos, ya que, expresando nuestra fe, sufriendo
por Cristo, llegamos por la vía estrecha a la recompensa que nos destinó.
Que tenga miedo de morir el que no está regenerado por el agua y el
espíritu, que está prometido de antemano a las llamas del infierno. Que
tenga miedo de morir el que es extranjero a la cruz de Jesucristo. Que
tenga miedo de morir el que, después de esta muerte, tendrá la muerte
eterna. Que tenga miedo de morir aquel que, al abandonar esta vida, será
atormentado por las llamas. Que tenga miedo de morir aquel cuya última
hora se retrasó solamente para retrasar su tortura y sus gemidos. No es
lo mismo para los cristianos: ellos mueren bajo los golpes del contagio,
pero (297) para ellos la muerte es la liberación. Los judíos, los idólatras,
los enemigos de Cristo no ven que un flagelo en la mortalidad que nos
aflige; los siervos de Dios la ven como la entrada al puerto de la salvación.
Los justos son confundidos por la muerte con los pecadores, sin ninguna
distinción, es cierto; pero no creáis que su destino sea el mismo. Los jus-
tos son llamados a las alegrías del cielo, los malvados a los tormentos
eternos; la muerte no hace que acelerar la recompensa de uno y el cas-
tigo de los demás.

Nosotros pagamos con ingratitud las bendiciones de Dios, her-


manos amadísimos, debido a que no sabemos el precio. Ahí lo tenemos.
Nuestras jóvenes vírgenes abandonan este mundo con toda su gloria,
pues no tienen nada que temer de las amenazas o la corrupción del Anti-
cristo que está a punto de aparecer. Están nuestros jóvenes que escapan
de los peligros de las pasiones y que, sin haber luchado, reciben la corona
de la inocencia. Las mujeres delicadas no temen más el castigo: una
muerte rápida las mete al seguro de la persecución y de las manos del
verdugo. El miedo de la muerte, que la plaga tiene colgando sobre nues-
tras cabezas, inflama los tibios, revive los cobardes, trae de vuelta a los
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rigores de la regla a los que se habían perdido. Este temor saludable llama
en nuestras filas a los desertores, y obliga a los paganos a penetrar en las
enseñanzas de la fe. Así que, mientras que los veteranos de la Iglesia son
llamados al reposo, veo formarse un nuevo ejército más fuerte que el pri-
mero; camina a la lucha sin miedo de la muerte y viene a rellenar los va-
cíos que la plaga ha hecho en nuestras filas.

¿Qué más os puedo decir, queridos hermanos? ¿No era justo y


necesario que el contagio, que parece tan horrible y triste, viniera a pro-
bar nuestras almas y manifestar nuestra fe? Sí, había que ver si los hom-
bres sanos vendrían al rescate de los enfermos; si los miembros de la fa-
milia se amaban realmente entre ellos; si los maestros tendrían piedad
de sus lánguidos sirvientes; si los médicos serían sensibles a (299) las sú-
plicas de los enfermos; si el arrogante pondría un fin a la violencia; si el
codicioso, de frente a la muerte, sabría reprimir su avaricia insaciable; si
los soberbio se resignarían a bajar la cabeza, los perversos a templar va-
lor; si los ricos, al ver morir a sus herederos, finalmente decidieran ser
generosos con los pobres. SI la plaga no hubiese tenido otro efecto que
el de mostrarnos la muerte en la cara, este sería un gran beneficio para
los cristianos. En frente de la muerte, aprendemos a desear el martirio.
Este espectáculo fúnebre es para nosotros un ejercicio: nuestra alma en-
cuentra nuevas fuerzas, y por el desprecio de la muerte, se prepara a re-
cibir la corona.

Pero yo preveo una objeción. Tal vez me dirán: lo que me entris-


tece en circunstancias actuales, es que yo estaba dispuesto a profesar mi
fe, me había dedicado al sufrimiento con todo mi corazón y con todas mis
fuerzas; y ahora aquí estoy privado de la palma del martirio, si soy sor-
prendido por la muerte. - Primero responderé que el martirio no depende
de ti, sino de la gracia divina; ignoras si eras digno de recibirlo, así que no
puedes, por lo tanto, decir que lo has perdido. En segundo lugar, Dios
escudriña los riñones y los corazones; Él sabe vuestros pensamientos más
secretos, Él os ve, Él os alaba, Él os aprueba. Si el reconoce que estabais
preparados para el martirio, Él premiará su valor. Cuando ofreció sus re-
galos a Dios, Caín aún no había matado a su hermano y, sin embargo,
Dios, que conoce el futuro, condenó un crimen que solo existía en la
mente del culpable. Si Dios lee en los misterios del futuro un proyecto
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criminal, ¿por qué no coronaria en sus servidores el amor del bien, la re-
solución de darle testimonio y el deseo de martirio? El alma puede des-
fallecer frente al martirio; pero el martirio también puede traicionar los
deseos del alma. Así como sois en el momento en el que Dios os llama,
así seréis juzgados por él; el mismo lo dijo: Todas las iglesias sabrán que
soy yo el que sondea los riñones y corazones (Ap. 2).

Dios no pide nuestra sangre, sino nuestra fe. Abraham, Isaac y


Jacob no murieron por la espada, pero su fe y su santidad les dan el pri-
mer lugar entre los patriarcas, y es alrededor de ellos que se reúnen a
todos los fieles que han encontrado gracia ante Dios. Es la voluntad de
Dios y no la nuestra que tenemos que cumplir, como nos lo enseña la
oración del Señor. ¡Qué locura! pedir el cumplimiento de la voluntad de
Dios y no obedecer la orden de Dios, cuando se nos llama de este mundo!
Nos resistimos con toda nuestra fuerza; como siervos obstinados, nos
presentamos tristes y adoloridos en la presencia del Maestro; es una ne-
cesidad fatal y no la sumisión de nuestra voluntad lo que nos hace aban-
donar este mundo. Nos vamos a Dios a pesar de nosotros mismos: ¿y es-
peramos de él la recompensa celestial? ¿Por qué pedir la venida del reino
de Dios, si el cautiverio de la tierra tiene para nosotros tantos encantos?
¿Por qué esta oración, si preferimos, ser aquí los esclavos del diablo que
reinar con Cristo?

Dios nos ha concedido manifestarnos los secretos de su provi-


dencia; nos ha demostrado que se encarga de la salvación de los suyos.
Uno de nuestros sacerdotes, debilitado por la enfermedad, preocupado
por la muerte que se acercaba, oraba a Dios que lo confortara antes de
que lo retirara de este mundo; cuando vio aparecer un joven hombre ra-
diante de gloria y majestad. Su altura era alta, su rostro radiante. El ojo
humano no puede soportar tanto brillo a menos que en el punto de dejar
esta vida, adquiera una fuerza nueva. El joven hombre se estremeció y
exclamó con indignación: "Tienes miedo de sufrir! ¡no quieres salir de
esta tierra! ¿Cómo tengo que tratarte?" Estas palabras contienen a la vez
un reproche y un aviso. Son dirigidas a aquellos que temen la persecución
y a aquellos que vacilan en el umbral de la tumba, para reprimir en ellos
los deseos de la tierra y para fijar sus pensamientos en el futuro. El sacer-
dote expirando escuchó estas palabras que el mensajero celestial dirigía
al pueblo cristiano. Ellas eran no para él, sino (303) para nosotros: el las
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escuchó solamente para repetirlas. ¿Qué tenía que aprender, él que iba
a dejar esta vida? Pero somos nosotros quienes debemos aprovechar la
lección. Viendo reprendido de esta manera un sacerdote del Señor, que
suspiraba detrás de la muerte, aprendamos a conocer nuestros verdade-
ros intereses.

Y yo también, el más pequeño y el último de entre vosotros, he a


menudo recibido revelaciones similares; a menudo la gracia divina vino a
iluminarme; así yo sigo diciendo y enseñando públicamente que no tene-
mos que llorar a nuestros hermanos cuando, a la voz del Señor, salen de
este mundo. Ellos no están perdidos para nosotros, pero nos están por
delante; ellos no se alejan, nos esperan en lo alto, después de haber ter-
minado con nosotros su peregrinación. Nosotros tenemos que pesarlos,
pero no llorarlos. ¿Para qué sirven las ropas de luto, cuando ya están re-
vestidos en el cielo por un vestido blanco? No demos pie a las censuras
de los paganos: es con razón que nos reprocharían el llorar como perdi-
das a las almas que decimos que viven con Dios; es con razón por la que
se quejarían de no encontrar, en nuestras acciones la fe que expresamos
en nuestras palabras. Actuar de esta manera sería mentir a nuestra espe-
ranza y a nuestra fe; nuestro lenguaje sería el de un actor. ¿Qué importa
que nuestra virtud brilla en nuestras palabras, si nuestros actos la des-
mienten? El apóstol San Pablo condena a los que, a la muerte de sus pa-
rientes, se entregan a una tristeza excesiva: Nosotros no queremos her-
manos, que estéis en la ignorancia a propósito de los que duermen el
sueño de la muerte, para que no seáis contristados, al igual que aquellos
que no tienen ninguna esperanza. Si creemos que Jesús ha muerto y re-
sucitado, creemos también que Dios resucitara con Jesús a los que han
muerto en el (I Tes, 4).

De acuerdo con el apóstol, son los hombres sin esperanza, que


son contristados por la pérdida de sus seres queridos. Pero nosotros que
vivimos (305) de la esperanza, que creemos en Dios, que sabemos que
Jesucristo ha muerto y resucitado por nosotros, nosotros que permane-
cemos en Cristo y resucitaremos con él y en él, ¿por qué no queremos
dejar esta vida o bien por qué lloramos los que la abandonan, como si
ellos desaparecieran para siempre? Y, sin embargo, Jesús nos dice: Yo soy
la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y cual-
quier hombre que vive y cree en mí no morirá jamás (Jn, 11). Si creemos
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a Cristo, tengamos fe en sus promesas y seguros de evitar la muerte, uná-


monos a él, ya que es con él que debemos vivir y reinar para siempre.
Morir es pasar a la inmortalidad; no puede llegar a la vida eterna si no
deja esta tierra. La muerte no es, por tanto, un exilio, es un paso que nos
lleva del tiempo a la eternidad.

¿Quién hay que no vaya a lo mejor? ¿Quién no deseara transfor-


marse y mudarse cuanto antes en la forma de Cristo y merecer el don del
cielo, predicando el Apóstol Pablo: nuestra vida, dice, está en el cielo, de
donde esperamos al Señor Jesucristo, ¿qué transformara nuestro vil
cuerpo en un cuerpo resplandeciente como el suyo? (Ph 3,20-21). Para
que estemos con Él y con Él nos gocemos en las moradas eternas y en el
reino del cielo, Cristo Señor promete que seremos tales cuando ruega al
Padre por nosotros, diciendo: Padre, quiero que los que me entregaste
estén conmigo donde estoy Yo y vean la gloria que me diste antes de
crear al mundo (Jn 17,24). El que ha de llegar a la morada de Cristo, a la
gloria del reino celestial, no debe derramar llanto y plañir, sino más bien
regocijarse en esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor y
a la fe en su cumplimiento. Enoc, dice el Génesis, complació a Dios, y no
apareció más (307) sobre la tierra, debido a que Dios lo transfirió a un
vivir mejor (Gn 5). Así Dios premia a el patriarca, librándolo de la corrup-
ción terrenal. El Espíritu Santo nos enseña de nuevo a través de la boca
de Salomón, que los que agradan a Dios abandonan este mundo más
pronto que otros, por temor a que prolongando su estancia, se manchen.
Él fue elevado, dice el Libro de la Sabiduría, por temor a que el mal co-
rrompiera su inteligencia. Su alma era agradable a Dios, y es por esto que
él estaba deseoso de sustraerlo de en medio de la iniquidad (Sab. 4). Los
Salmos nos presentan también el alma devota lanzándose hacia Dios con
las alas de la fe: Que amable es tu morada señor, oh, Dios de las virtudes,
mi alma suspira y anhela tus atrios sagrados (Sal 83)

Yo entiendo que quiera permanecer mucho tiempo en el mundo


el que es amado del mundo, el que se deja llevar por las seducciones del
placer. Pero el mundo odia al cristiano: ¿por qué entonces amas a tu
enemigo? ¿Por qué no seguís más bien a Cristo que os ha comprado y que
os ama? San Juan, en su Epístola, nos exhorta a no seguir los deseos de la
carne: no améis el mundo, dice, ni lo que está en el mundo. Si alguien
ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay
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en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y


ambición del siglo. Todo esto no viene del Padre, sino del mundo. Sin em-
bargo, el mundo pasará con su concupiscencia. Pero el que hace la volun-
tad de Dios, vivirá eternamente como Dios mismo (I Jn, 2).

Por lo tanto, queridos hermanos, animemos nuestra fe, fortalez-


camos nuestra alma, preparémonos a llevar a cabo la voluntad de Dios y,
desterrando todo miedo de la muerte, pensemos en la inmortalidad
(309), que la prosigue. Que nuestra conducta concuerde con nuestra
creencia: dejemos de llorar la pérdida de aquellos que nos son queridos
y, cuando suene la hora de partida para nosotros, vámonos sin dudarlo y
sin demora al Dios que nos llama. Tal debe ser en todo momento la con-
ducta de los siervos de Dios, pero especialmente en nuestro tiempo. No-
sotros vemos, en realidad, colapsar el mundo de los males que lo invaden
desde todos los lados. El presente es muy triste; el futuro será aún más
triste. Por lo tanto, es una ventaja para nosotros dejar esta vida rápida-
mente. Si veis las paredes de vuestra casa desmoronarse, el techo colap-
sar, la construcción de todo alrededor (porque los edificios perecen tam-
bién de vejez) que amenaza una ruina próxima, ¿no os apresuraríais a
huir? Si fueras atacado en el mar por una violenta tormenta, si las olas
levantadas os amenazaran de un naufragio total, ¿no os apresuraríais a
llegar al puerto? Pero, mirad entonces, el mundo se tambalea, se cae; ya
no es la vejez, es el fin de las cosas: todo anuncia una caída inminente; y
cuando Dios, por una llamada prematura, os saca de tantas ruinas, de
naufragios, de plagas de todo tipo, no se lo agradecéis, ¡no lo alabáis!

Hemos de pensar, hermanos amadísimos, y reflexionar sobre lo


mismo: que hemos renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la
vida como huéspedes y viajeros. Abracemos el día que a cada uno señala
su domicilio, que nos restituye a nuestro reino y paraíso, una vez escapa-
dos de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apre-
sura a volver a su patria? ¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los
suyos, no desea vientos favorables para poder abrazarlos cuanto antes?
Nosotros tenemos por patria el paraíso, por padres a los patriarcas; ¿por
qué, pues, no nos apresuramos y volvemos para ver a nuestra patria para
poder saludar a nuestros padres? Nos esperan allí muchas de nuestras
personas queridas, nos echa de menos la numerosa turba de padres, her-
manos, hijos, seguros de su salvación, pero preocupados todavía por la
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nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presen-
cia y abrazarlos, qué placer disfrutar allá del reino del cielo sin temor de
morir y qué dicha tan soberana y perpetua con una vida sin fin! Allí el coro
glorioso de los Apóstoles, allí el grupo de los profetas gozosos, allí la mul-
titud de innumerables mártires que están coronados por los méritos de
su lucha y sufrimientos, allí las vírgenes que triunfaron de la concupiscen-
cia de la carne con el vigor de la castidad, allí los galardonados por su
misericordia, que hicieron obras buenas, socorriendo a los pobres con li-
mosnas, que, por cumplir los preceptos del Señor, transfirieron su patri-
monio terreno a los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos,
con insaciable anhelo tras éstos, para estar enseguida con ellos; desee-
mos llegar pronto a Cristo. Vea Dios estos pensamientos, y que Cristo
contemple estos ardientes deseos de nuestro Espíritu y fe; Él otorgara
mayores mercedes de su amor a los que tuvieren mayores deseos de Él.

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