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Palindromía

Miguel González Avelar


Autores del 450 | No. 6
est e libro se r e a li z ó con a poyo del est ímulo a l a producción de
libros der i va do del a rt iculo t r a nsi t or io cua dr agésimo segundo
del pr esupuest o de egr esos de l a feder ación 2012.

Primera edición en Editorial Grijalbo: 1984

Primera edición en la Colección Autores del 450 - Instituto de Cultura del Estado de Durango: 2013

Producción: Instituto de Cultura del Estado de Durango, a cargo de:

Cuidado de la Colección: Leopoldo Santana Romero

Revisión: Jesús Alvarado Cabral

Ilustración de portada: Yolanda Montes de la Torre ¦ luly.y_1416@hotmail.com

Diseño de la Colección: Claudia Marcela Román Avitia ¦ cielomar27@gmail.com

© Gilberto Prado Galán, por estudio preliminar

D.R. © Instituto de Cultura del Estado de Durango. 2013

Cerro de la Cruz 122. Fracc. Lomas del Guadiana, 34110, Durango, Dgo.

ISBN de la obra: 978 607-7820-91-8

ISBN de la colección: 978 607-7820-73-4

Impreso y hecho en México

El Instituto de Cultura del Estado de Durango realizó las búsquedas correspondientes ante el Instituto

Nacional de Derechos de autor y en la Sociedad General de Escritores de México, a fin de localizar a los

titulares de los derechos patrimoniales del autor. Desafortunadamente, no se encontraron antecedentes,

no obstante esto, el Instituto de Cultura del Estado de Durango, deja a salvo los derechos patrimoniales

del autor, comprometiéndose a llevar a cabo el instrumento jurídico con quien demuestre fehaciente-

mente poseer la titularidad de dichos derechos.


Palindromía Miguel González Avelar
Palindromía
Miguel González Avelar
Autores del 450 | No. 6
Rafael Tovar y de Teresa
Presidente del Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes

María Cristina García Cepeda


Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes

Stasia de la Garza
Coordinadora Nacional de Literatura

Jorge Herrera Caldera


Gobernador Constitucional
del Estado de Durango

Rubén Ontiveros Rentería


Director General del Instituto de Cultura
del Estado de Durango

Cecilia Sofía Piña Salas


Secretaria Técnica

Leopoldo Santana Romero


Director de Planeación

María de los Ángeles Rodríguez Favela


Directora de Administración y Finanzas
Estudio preliminar Gilberto Prado Galán
10 | Palindromía
PALINDROMÍA O LA MAGIA
DE LOS ESPEJOS VERBALES

L a relectura de Palindromía de Miguel González


Avelar (Victoria de Durango, Durango), muchos
años después de la primera aproximación a esta obra cardinal para
entender el origen, la evolución y los avances en el mundo de los
palíndromos, ha sido para mí tan estimulante como sorprendente.
En cada una de las materias de la creación literaria uno reconoce
correspondencias, dioses tutelares o penates. Así, por ejemplo, hay
quienes releen de manera incansable a su poeta preferido (Dan­
te, Pavese, Milton, Quevedo o Petrarca), y hay quienes acuden va­
rias veces a la misma fuente para descubrir ángulos distintos de
aprecia­ción e, incluso, asombros o pasmos no advertidos en un pri­
mer acercamiento. He releído con frecuencia dos libros relacio-
nados con el orbe palindrómico: Palindromía de Miguel González
Ave­lar y Oír a Darío de Darío Lancini. De modo que es para mí un
honor emprender el estudio preliminar de un libro entrañable, fra-
ternal y sabio.
En la revista Nexos apareció este comentario mío:

Miguel González Avelar (1937-2011) In memoriam


Debo a Miguel González Avelar mis primeros pasos en el
terreno lúdico verbalista. Su libro Palindromía fue motiva-
ción y acicate. Allí descubrí perlas que pensé (pensamos)
que eran de mi autoría. El ejemplo más nítido fue «La ruta
natural». Creíamos Julián Ríos y yo ser los autores paralelos,
simultáneos de esa afortunada frase. Envié un correo a Ríos
y me dijo que en su novela-río-museo Larva aparecía ese pa-
líndromo, pero la aventura escritural del gallego se publicó
después que el libro de González Avelar. Los palíndromos
breves admiten coautoría; los largos hacen o tornan imposi-
ble la coincidencia. Nadie pudo haber inventado el palíndro-
mo 1969 de George Perec. Por lo demás, «la ruta natural»
admite elongaciones o variantes curiosas: «La ruta no natu-

Miguel González Avelar | 11


ral» (Adán Rubalcava) o «Adán: o la ruta natural o nada» o
«La ruta nos aportó otro paso natural» (Víctor Carbajo).
González Avelar dice: «se toma una expresión, se la da vuel­
ta, se calibra, y hay un gozo especial cuando advertimos que
toda, o parte de ella, nos entrega graciosamente un doble sig­
ni­ficado».
Miguel González Avelar fue palindromista y palindrólogo:
reflexionó sobre el ingenioso quehacer de quienes escriben
frases que se pueden leer a contracorriente. Su libro Palin­
dromía fue, a un tiempo, pionero y vanguardia del arte de
los janos retóricos en nuestro país. Recuerdo que en el café
Benavides de Torreón mi amigo el ingeniero Héctor Matuk
y yo comentamos los pasajes más vivos, las zonas más ilumi-
nadas, de aquel ejemplar exótico. Un libro-escuela para ini­
ciar la escalada de la montaña palindrómica. Miguel Gon-
zález Avelar sugería pautas metodológicas y compartía con
generosidad impar las claves de su ingenio, los trucos de su
magia.
Por ello no dudo en considerar a González Avelar como uno
de los más avispados palindromistas del idioma español. Al-
gunas de las muestras aquí incluidas poseen una belleza in­
contestable: «Adán: ¿somos o no somos nada?», «la ruta na­tu­
ral» o «Soy romano con amoríos». Por eso cuando me en­teré
que la agudeza del maestro se había apagado para siem­pre
mi espíritu se lleno de sombras. Y desconcertado pregunté:
¿Oí rumor o murió? Descanse en paz el gran palindromista
mexicano.

Desde el nombre o título el libro ejerce su imperio sugestivo:


¿Por qué Palindromía y no Palindromanía?, ¿es la voz Palindromía
una forma apocopada de Palindromanía? A esta pregunta sucede
otra de no menor relieve. Miguel González Avelar dice en su libro
de manera alterna Palindroma (sin acento) y Palíndroma, pero ja-
más dice palíndromos. Pienso que la hegemonía de la voz Palin-
droma se debe al título del libro de Juan José Arreola: Palindroma.
El diccionario de la rae sólo acepta la voz palíndromo, y no incluye
el emblemático Anita lava la tina atribuido a Willy de Winter. Dice
González Avelar que los ejemplos de la rae son: Dábale arroz a la

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zorra el abad y Anita lava la tina. Sobre el primero diré que es el
segundo palíndromo en el rubro de la fama y que es una matriz
modificable: «Dábale amor a la Roma el abad» o «Dábale azar a
la raza el abad», por citar sólo dos variantes. Acerca del segundo
debo decir que se trata de un palíndromo infinito. Si nosotros des-
lizamos la palabra lava en el seno del retrógrado como los apoda-
ba Baltasar Gracián descubriremos que sigue siendo palíndromo:
Anita lava, lava, lava, lava, lava la tina. Anita siempre está lavando
la tina… ¡pobre Anita!
Dice Miguel González Avelar en el prólogo de Palindromía que
ni siquiera el gran libro de Darío Lancini –Oír a Darío–1 puede con-
siderarse como una culminación en el arte de las frases de lectura
reversible, los famosos janos retóricos, y tiene razón. Baste como
botón de muestra el hermoso libro de Pedro Ruiz, un palindromis-
ta catalán que publicó varias colecciones de frases bilegibles en su
ya canónico ¡Ajája!2 Menciono de refilón incluso el libro antológi­
co coordinado por el mismo Pedro Ruiz y Jesús Lladó Parellada
Sé ver­la al revés,3 con muestras múltiples de la labor llevada a cabo
por los miembros, del Club Palindrómico Internacional con sede
en Bar­ce­lona. Ambos libros publicados gracias al generoso empe-
ño del pa­lindromista Carlos López (director de editorial Praxis).
Perdón por la digresión que espero no derive en autobombo. Du­
rante los últimos 30 años de mi vida me he dedicado, entre otros
placeres, al arte de la Palindromía, mas esto no se vio reflejado sino
en los recientes cinco años donde publiqué de manera consecutiva
cuatro libros sobre palíndromos (A la gorda drógala, Sorberé cere­
bros, Efímero lloré mi fe y Echándonos un palíndromo)4 y un pró­logo

1. Oír a Darío incluye algunos de los más bellos poemas palindrómicos en la historia del idioma
español. La muestra más nítida es «Amor azul», pieza magistral que inicia con el celebérrimo «yo
de todo te di…» Esta frase fungió como disparador para imaginar el palíndromo aforístico «Yo de
todo te doy».
2. Dediqué un artículo publicado el diez de enero del presente año en el diario Milenio Laguna
al trabajo impresionante de Pedro Ruiz como palindromista: «La magia lúcida del palindromista
Pedro Ruiz»: «Pere inventa sonetos, odas, silvas, haikús, sextillas palindrómicos».
3. Libro fundamental que incluye reflexión sobre palíndromos (palindrología), palíndromos de
numerosos autores, juegos verbales de otra índole y notas biobibliográficas de los autores. Por
cierto en esta obra llama la atención, entre otros, el trabajo fecundo del palindromista mexicano
Ignacio de Jesús Sánchez Montes: «¿Eso no era mareo? No sé».
4. A la gorda drógala es un librito que contiene claves para palindromistas principiantes (Artele-

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a la antología Somos yo soy (palíndromos para niños) de mi ami­
go Julián Romero. Mi afán ha sido más taxonómico que sistémico.
Esto significa que he procurado ordenar la colección de mis pa­
lín­dromos al tiempo que intenté la clasificación de palíndromos
de 55 autores en Sorberé cerebros. Autores de varios países y de
múl­ti­ples lenguas fueron seleccionados: Juan José Arreola, Augus-
to Mon­te­rroso, Julio Cortázar, Otto Raúl González, Carlos Illes-
cas, María José Abia, Alberto Abia, Jesús Lladó, Aurelio Asiain,
Josep Albai­ges, Xavi Torres, Sylvia Tichauer, Héctor Matuk, Jaime
Muñoz Var­gas, José Antonio Millán, Víctor Carbajo, Pedro Ruiz,
Juan Filloy, Darío Lancini, Miguel Ángel Zorrilla, entre otros.

Miguel González Avelar: palindromista y palindrólogo

Entre los autores escogidos en Sorberé cerebros destaca, por supues-


to, Miguel González Avelar, a quien debo el inicio de mi monoma­
nía verbal constructora de espejos alentados por la simetría. No re­
produciré la ficha técnica que incluí en la antología pero debo decir
que coincido con la introducción de Palindromía en el sentido de
que, cuando se trata de textos breves, puede haber coincidencia
au­toral en los palíndromos. El ejemplo que aduzco en Sorberé es
el de la invención del palíndromo La ruta natural5 que aparece en
el poema Ética de Palindromía (p. 22). La primera versión de Pa­
lindromía corresponde a 1982. Encontramos el mismo palíndromo
(La ruta natural) en Larva del escritor Julián Ríos. ¿Quién imaginó
primero el palíndromo? Es lo de menos. Algo similar ocurrió en la
historia de la matemática respecto de la invención del cálculo in-
finitesimal. ¿Newton o Leibniz? Diferentes vías para desembocar
en el mismo puerto. Así también sucedió con el palíndromo «A la
gorda drógala», imaginado por varias mentes en latitudes disímbo-

trA), Efímero lloré mi fe compendia 26162 palíndromos míos ordenados alfabéticamente (Edicio-
nes sin nombre/Instituto Coahuilense de Cultura), Sorberé cerebros es el empeño antológico aquí
comentado (Colofón/Axial) y Echándonos un palíndromo es una amplia revisión taxonómica del
mundo del los janos retóricos (Algarabía).
5. Por lo demás, se puede alargar por el centro o por los extremos esta expresión: «La ruta no
natural» (Adam Rubalcava), «La ruta nos aportó otro paso natural» (Víctor Carbajo) o «Adán: o la
ruta natural o nada» (GPG).

14 | Palindromía
las. Si el palíndromo es muy largo, en cambio, la coincidencia au-
toral6 se torna casi imposible: Ubu rey de Darío Lancini, el poema
de Gerardo Deniz o las frases cangrejas enhebradas por el hombre
de los tres siglos Juan Filloy en su tratado de Palindro­mía deno-
minado Karcino. Podemos entonces formular la primera inten­tona
axiomática, aunque esta frase bordee el territorio del oxí­mo­ron:
mientras más extenso sea un palíndromo, la posibilidad de coinci-
dencia autoral se reduce y es casi computable en cero. Nadie pue-
de escribir, sin haberlo visto jamás, el gran palíndromo francés de
George Perec: 1969. Los milagros verbales son irrepetibles: nadie
podrá escribir «Seis mujeres enamoradas» de Pedro Ruiz o el gran
palíndromo de Miguel Ángel Zorrilla incluido en Sorberé cerebros.
Paso a examinar otra problemática relacionada con estos anima­
les verbales que se muerden la cola. En su prólogo a Palin­dro­mía,
González Avelar sugiere o recomienda algunas flexibiliza­cio­nes del
criterio palindrómico. Estas flexibilizaciones o licencias nos ha­cen
pensar que, como en poesía, el quehacer palindrómico tam­bién
acep­ta concesiones sin desmedro o deterioro del resultado. De ma­
nera que la frase asno/onza es palindrómica, aunque desde la pers-
pectiva visual no lo parezca. Aportaré un ejemplo aprendi­do en
To­rredembarra, España, justo en uno de los congre­sos interna­
cio­nales del club de palindromistas y cuyo autor es el valenciano
Jo­sefet Fuentes: A besos, Rebeca, hace versos Eva. Rotundo ejem­plo
donde los cambios de letras se perciben de manera visual y don­
de la sonoridad queda intacta o impoluta. El palindrólogo Gon­zá­
lez Avelar se refiere, asimismo, a la función muda de la letra «h»
que no impide hacer palíndromos: «La sor Elena anhele rosal». La
«h» lastima la correspondencia simétrica visual, pero no la eurit-
mia so­nora. Algo similar se aprecia si escribimos el palíndromo «A
ti charro, borrachita», cuyo paralelismo sintáctico empariente con
el ínclito «A ti cama, mamacita». En Palindromía leemos un deli-
cioso palíndromo oximorónico7 cuya belleza es potenciada por los

6. El distingo entre coincidencia autoral y plagio es el siguiente: en la primera no conoces los pro-
ductos intelectuales de los demás y llegas al mismo resultado por caminos similares o distintos;
en la segunda sí conoces los productos intelectuales ajenos y sencillamente los copias a la letra.
7. Los palíndromos animados con ritmo y figuras retóricas como la sinestesia, la hipálage o el
oxímoron son poéticos. Incluyo varias muestras de esta naturaleza en mi reciente Echándonos un
palíndromo (Algarabía).

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cambios de las letras b y v: Libre servil. Cierro el comentario sobre
palíndromos con pecas o lunares visuales.

Palindromía

En atención a su estructura externa Palindromía congloba el prólo­


go sobre palíndromos, varias muestras (algunas señaladas con fle­
chas porque exceden el renglón), el drama palindrómico Adeli­ta
publicado con antelación a Palindromía, relatos, ensayos y un plás­
tico abordaje a la belleza simétrica del rostro humano con el énfasis
puesto en la cara femenina. En este estudio preliminar me deten-
dré sólo en el mundo de los palíndromos. ¿Por qué razón? Porque
fueron los palíndromos la clave para catapultar el prestigio de Mi-
guel González Avelar y colocarlo en uno de los primeros lugares
de la primera fila en la historia de la palindromía en español. Em-
prendo el comentario de los textos palindrómicos constituidos o
con­formados por una, dos o tres líneas de lectura reversible. Seña-
lo una matización o distingo: los textos palindrómicos de Miguel
González Avelar tienen como basamento la escritura palindrómica
línea a línea. Quiero decir que no se trata de un solo palíndromo
que se lea a contracorriente o contrapelo desde la última hasta la
primera letras, sino se trata de varios palíndromos que arrojan co­
mo resultado un cuento, un relato o un poema. Lo mismo aprecia-
mos en el drama palindrómico La muerte de Adelita. No es un solo
palíndromo sino muchísimos interpretados por la gama de perso­
najes.8
El primer relato de la sección Palindromas se intitula «Índo-
le». Sorprende que la primera línea sea el verbo más hermoso del
idioma español, la palabra reconocer. Sorprende, asimismo, la con­
gruen­cia semántica del poema. Se trata de un poema construido
con base en una sinestesia que pone en diálogo a la luz con el so­
nido bajo la contigüidad semántica (metonimia) de la palabra oral
en el verso «La rosa más oral». Cada verso es un palíndromo pero

8. Digo esto para contrastar esta metodología palindrómica con, por ejemplo, la que alienta la obra
teatral de Darío Lancini Ubu, rey: un solo palíndromo leído desde la última hasta la primera letra.
Añado de manera tangencial que el drama de González Avelar fue puesto en escena bajo la dirección
de Héctor Azar.

16 | Palindromía
el autor evita el encabalgamiento en la cuarta línea y procede a
ini­ciar la quinta línea con la conjunción copulativa y: «rehacer su
luz, recaer / y al rato botarla». El poeta interroga para tratar de de­
finir si se trata de una cuestión real o ficticia: «¿Amor, broma?». Y
la respuesta posee una derivación sinestésica: «Amor al aroma»;
sinesté­sica e invitante al calambur: «Amor al aroma» se descom-
pone en «Amor a la Roma». El poema traza una curva semántica
que va del desencanto (recaer) a la fascinación (amor al aroma).
Podemos afirmar, sin hipérbole, que la definición del amor como
«La rosa más oral» es una verdadera perla sinestésica: la rosa re-
mite a la plasticidad del color y al encanto del olor mientras que la
voz oral remite a las palabras y a los besos. Releamos el segundo
texto de la primera secuencia palindrómica.
El segundo texto, intitulado «Lógica», está animado por una
esplén­dida unidad interior cifrada en la presencia de Adán y Eva
y en la insinuación de la voz ave como símbolo de evanescencia o
efi­meridad. Se trata de un poema extraordinario incoado por un
verso luminoso que entraña gran sabiduría: «Adán; ¿somos o no
so­mos nada?». Este verso habrá de conectarse con otro de resonan-
cias shakespereanas, también notable: «Se es o no se es». El título
«Lógica» alude a la sobresaliente correspondencia de las partes
que conforman el todo, a la euritmia.9
El poema «Ética» es más largo y por ello el riesgo de perder la
cordura semántica es mayor. Sin embargo conserva, en líneas gene-
rales, un sentido anudado a la propuesta de castigar a quien evade
la normatividad, a quien se aparta de la ética. El primer y el úl­timo
verso son medios palíndromos. Me parece que el autor plan­tea una
invitación tácita al lector para que éste complete el palín­dromo.10
El primer palíndromo ya íntegro sería: «Edipo pide a mamá yo hoy:
yo hoy a mamá Edipo pide». El último verso arrojaría en su prolon-
gación: Tupa caput.11 En el poema sobresalen con carácter autóno-

9. El diccionario de la rae dice que euritmia es la «Buena disposición y correspondencia de las di­
versas partes de una obra de arte».
10. A este procedimiento Umberto Eco le llama, en Obra abierta, «coejecución autoral»: autor y lector
suman empeños creativos.
11. El verbo «tupir» cuadra muy bien con el penúltimo verso, por otra parte sorprendente: «a ti, mo­
doso sodomita». «Tupir» es, según la rae: «Apretar mucho algo cerrando sus poros o intersticios».
Es posible una interpretación más de la presencia del caput como remate del poema: el octavo verso
aislado: «Tupac Caput»: mención al sesgo del héroe inca o incásico: Tupac Amaru.

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mo al menos tres palíndromos: La ruta natural (ya comentado). A
ti, modoso sodomita y A la luna aérea anúlala. Este último prolon-
ga con fortuna el núcleo o matriz A la luna anúlala al insertar en
la parte media la palabra aérea, palindrómica en sí misma. ¿Qué
significa esto? Significa que cuando el número de letras es par po-
demos extender el palíndromo en la parte intermedia habilitando
palabras o frases palindrómicas: A la luna el visir risible anúlala.
El indudable acierto del autor de Palindromía es haber encontrado
el palíndromo que mejor relación semántica guarda con la luna: la
palabra aérea.
El poema «Estética» propone en atención a sus extremos, esto
es, a los versos iniciales y al que cierra el texto, un examen de las
propias herramientas de trabajo, una declaración de principios pa-
lindrómicos: «Arte, la letra / sé verla al revés / y al revés sé ver la»,
y el verso final: «¡Ay! Yo ni verbo porto; yo soy otro pobre vino, y
ya». En la parte media del poema el palindromista pone en marcha
algunas de las recomendaciones que aparecen en la introducción
del libro: «abajo se deshojaba» y «aviesa, la seiba». La escritura de
ceiba con s permite que fluya la lectura de derecha a izquierda.
«Saint Exupery» posee gran armonización semántica brindada
por las palabras fuselaje, alas o ruta. Poema presidido por extre-
mos similares y en cuyo corazón o almendra leemos un solo palín-
dromo acotado por las flechas. El texto gana en poder sugestivo si
conocemos la historia de El principito de Saint Exupery.
He comentado in extenso los primeros poemas de Palindromía.
A partir de aquí, por razones de espacio, destacaré aspectos rele­
vantes del cúmulo restante. Aspectos que ayuden a entender y me­
jor disfrutar la maquinaria verbal de los textos urdidos por uno de
los magos de la simetría palindrómica. Diré, por ejemplo, que en
«Ópera prima» los primeros cuatro versos poseen una rotundidad,
una redondez deslumbrante: «Ajena mano maneja / la editora Ta-
rot ideal. / A ti desaira, arias edita / y así te opaca poetisa». Las
líneas condicionales que cierran «Galaor»12 son deliciosas y su me-
canismo final es una gradación descendente: «Si dama Amadís, /
si materia, aire, tamiz».

12. «Galaor» de Hugo Hiriart desacraliza con magnífico humor las novelas de caballería. El poema
incluye el verso «Así revela la leve risa» cuyas variantes a partir del núcleo o matriz es: «Así revela
leve risa» o «Así revela aleve risa».

18 | Palindromía
Detengo la mirada en «Velación» porque es uno de los poemas
más concentrados e intensos de Palindromía. El final es fulminan­
te: «A esa malla la red efímera;/haré mi fe de rala llama, sea». El
sea es sinónimo del amén y confiere circularidad estética al texto.
El título «Velación» es certero y carga de sentido cada línea del
poe­ma: «A / la rural / adarga sagrada». Poema con gran, si me per-
miten el préstamo de la ardua crítica literaria, isotopía cimentada
en la contigüidad semántica de varias palabras: sagrada, efímera,
llama. Como si se tratase de una flama el poema va creciendo a
cada línea cumpliendo así su ambición caligramática.
De «Narcisa» destaco el primer verso. Se trata de un palíndro­mo
aerodínamico, denominación que inventó el escritor Jaime Muñoz
Vargas: aerodinámico es un palíndromo que por su forma de fluir
en la lectura inicial no parece ser palíndromo. El asombro del lec-
tor se potencia en el ejercicio de la relectura: «Yo soy la volatinera
arenita, lo valioso y». Línea aerodinámica sin duda.
En «Jai Kai» hay suficientes elementos relacionados con el or­be
de la poesía breve japonesa. La mención de «ajaponesado» hace ex­
plícita la intención de evocar esa forma tradicional de poesía cul­
tivada en Japón. Para mi gusto prescindiría del verso «atar rata y
ratón; notar», aunque el molde o cartabón formal exijan la fila de
seis versos.
«Infundio» es el poema-verso menos convencional o comedido
del conjunto Palindromía. Posee un alto grado de condensación se­
mántica y una respuesta gentil e irónica: «¿Oír no ser dama tu
pu­ta13 madre? Sonrío». La sonrisa que desarma y defiende a un
tiem­po. La tensión del poema-verso radica en las menciones de
«da­ma» y «puta madre» referidas a la misma persona. El título
–«Infundio»– es descriptivo.
En «Evita» descubrimos un verso que guarda estrecha relación
con el célebre «Son robos. No solo son sobornos» De Darío Lan-
cini: «sobornos son robos». Y «Lana sube» es un guiño a la añe­ja
adivinanza «Lana sube / lana baja…¿qué es?: ¡La navaja!» poe-
ma de admirable bordadura semántica. Y asimismo admirable es
el sen­tido de «Elegía», poema de largo aliento si consideramos que
se tra­ta de versos-palíndromos.

13. El núcleo «A tu paso posa puta» se desdobla en numerosos palíndromos hilarantes: «A tu paso
bromea, cae, morbosa puta», por ejemplo.

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En «Ser» refulge un palíndromo que Juan Luis Mora, poeta y
palindromista madrileño, descubrió infinito: «raro, llorar». Mora
eliminó la coma y escribió para la antología Sorberé cerebros: «raro
llorar/raro llorar / raro llorar».14
En «Heredera» el poeta palindromista aprovecha las generosas
licencias que comentó en su introducción y leemos versos mara-
villosos como «Ana muy humana» o «El visir risible». Me detengo
incluso en la expresión bilegible «La tipa capital» porque su ba­
sa­mento sintáctico admite versiones valiosas: «La farra garrafal»
o «La tira marital» o «La zorra arrozal» o «La mina animal», y una
larga fila de etcéteras.
Destaca de «Tus minas el palacio» el estribillo palindrómico
«Allí va la maravilla», el ya comentado oxímoron «Libre, servil», el
jocoso «A mi loca Colima» y el luminoso «La moral, claro, mal»,
verso al que yo suprimiría las comas para conseguir otro efecto,
aca­so más sugestivo: «La moral claro mal».
En «Son para turista» subrayamos el estribillo «¡A Cuba Cha-
buca!» y la feliz extensión del famoso palíndromo «Aman a Pana-
má»: «Aman a Panamá, / y a Uruguay». Línea que se inscribe en
los llamados falsos palíndromos. No puedo avanzar al comento del
siguiente poema sin poner énfasis en este palíndromo interrogan-
te: «¿Ya hotel o boleto hay?», una verdadera joyita.15
El poema dedicado a Torreón es, por obvias razones, uno de los
preferidos por mi inteligencia y, al mismo tiempo, por mi cora-
zón. El celebérrimo verso «No erró Torreón» admite una elonga-
ción aca­so plausible: «No erró Toño, soñó Torreón». El poema está
dedicado al río Nazas (Padre Nazas), y cruza su centro un verso as­
cinante: «así lo vital era relativo, Lisa». Sucede al poema dedica-
do al Nazas una pieza curiosa denominada «Ojalá», digo curiosa
porque lleva al extremo la permisividad preceptiva al aceptar como
palíndromo «Anecsé a la escena». En Sé verla al revés Fernando
Sáenz Ridruejo habla de los palíndromos especulares, y dice: «son
aquellos que siguen manteniendo su simetría al mirarlos en el es-
pejo. Pare eso hace falta que todas y cada una de las letras que los

14. En Echándonos un palíndromo dedico una sección a los palíndromos infinitos, por ejemplo:
«Adán: roja lee, lee, lee, lee, lee, lee, lee, la Jornada».
15. En el arte palindrómico de Miguel González Avelar sobresalen los palíndromos interrogantes: el
poema-verso «Infundio» es una notabilísima muestra.

20 | Palindromía
componen sean simétricas».16 El palindromista aduce varios ejem-
plos: A ti mi ama imita y O mito o timo. Digo esto porque el palín-
dromo de Miguel González Avelar («anecsé a la escena») no es es-
pecular, pero sí es palíndromo. Lo mismo podemos decir de otros
ya comentados en esta aproximación a Palindromía. En «Ojalá»
des­cubrimos además la mitad del palíndromo que constituye el tí-
tulo del libro en homenaje a Miguel González Avelar: «Eso no sé».
La otra parte del título es «¿Yo soy?»: ¿Yo soy? Eso no sé.17
Cierran Palindromía «Sevilla» y «Y trópico no conocí por ti»,
ambos textos de nervio trabado y de afilado ingenio, pero me de-
tendré en los últimos versos del segundo poema porque alientan
una verdad que recuerda la frase de Shakespeare y que además,
ganancia no menos formidable, son frases palindrómicas: «Se es o
no se es» y «Si eres seréis», dos preciosos aforismos. Y no exagero
si afirmo que esos dos primores verbales (como les solía llamar Mi-
guel) formarán parte de las más exigentes y prestigiosas antologías
de frases de lectura reversible en cualquier lugar y en cualquier
tiempo. Son maravillas que coronan la extraordinaria labor de uno
de nuestros más brillantes cultores del ingenio. Aquí me detengo.

La muerte de Adelita, drama palíndromo

Por último haré un breve comentario del drama palindrómico La


muerte de Adelita, un drama que, como ya dije, fue puesto en es-
cena (anecsé escena) por Héctor Azar.
Dije que la obra de teatro de Miguel González Avelar no es un
solo palíndromo como la de Darío Lancini sino múltiples retrógra-
dos hábilmente engarzados. Trazaré líneas generales de abordaje.
La muerte de Adelita, drama palíndromo, fue puesto en esce-
na en el Festival Nacional Cervantino de 1976, bajo la dirección,

16. P.69.
17. El libro ¿Yo soy? Eso no sé, publicado gracias a los buenos oficios de Miguel Ángel Porrúa es
un agasajo intelectual y emotivo que revela pasajes/pasadizos de la personalidad y del talento de
Miguel González Avelar: sus múltiples facetas como político, hombre público, escritor, funcionario,
intelectual y humorista. Entre otras plumas, allí leemos textos de Beatriz Paredes, María de los Ángeles
Moreno, Julio Trujillo, Nicolás Alvarado, familiares y amigos de Miguel, Javier García Galiano y un
servidor: «Debo a Miguel González Avelar mis primeros pasos en el terreno lúdico y verbalista. Su
libro Palindromía fue motivación y acicate. Allí descubrí perlas que pensé (pensamos) que eran de mi
autoría. El ejemplo más nítido; «la ruta natural».

Miguel González Avelar | 21


como ya dijimos, de Héctor Azar. La obra está ambientada en la
época de la Revolución Mexicana (1914) y ha sido animada con
la participación de personajes con nombres medio palindrómicos
(Lena-Anel / Edna-Ande / León-Noel, etc.). Lo admirable de esta
pieza burilada con numerosos palíndromos es que, además de la
coherencia del hilo argumental, logra un congruente dibujo de los
personajes a través de sus parlamentos palindrómicos. Algunos de
los filones o núcleos palindrómicos aparecen ya en Palindromía.
Hay, sin embargo, novedosas formas verbales como, por ejemplo,
Homicida sadísimo o Ese idiota mató, y diez, ¿eh? En otro lugar
advertimos el núcleo «La turbó brutal», en voz de Isa. Debo decir
que uno de los más inquietantes palíndromos procede de esa ma-
triz verbal y cuya autoría pertenece al poeta Rubén Bonifaz Nuño:
«Se brutal o no la turbes». Otra frase de lectura doble –derecha
a izquerda e izquierda a derecha– deriva de la misma raigambre
escritural: «La turbaré…era brutal». Perdón por el excurso. Volva-
mos al drama La muerte de Adelita.
El desenlace es convincente y estremecedor. Se trata de la voz
de Adelita: «No letargo logra telón / ni fin, ni fin, ni fin». Creo que
los valores estéticos de La muerte de Adelita merecen una serie de
representaciones en los principales teatros del país en este umbral
del siglo xxi.
Quiero cerrar este estudio con una anécdota personal relacio-
nada con la muerte de Miguel González Avelar. Cuando me enteré
del fallecimiento del gran palindromista mexicano mi espíritu se
llenó de sombras. Y escribí el texto en este estudio ya transcrito. La
nota culmina con un palíndromo que yo había leído en La muerte
de Adelita: ¿Oí rumor o murió?
Yo no tuve la fortuna de conocer a Miguel González Avelar, pe­
ro el testimonio de sus familiares y amigos confirma que su gene-
rosidad fue tan grande como su talento, y no es poco decir. Sé que
desde la otra orilla del espejo Miguel sonríe para siempre y hace
suya la voz final del drama dedicado a Adelita: ni fin, ni fin, ni fin:
imperecedero palíndromo infinito.

Gilberto Prado Galán


Ciudad de México 2013.

22 | Palindromía
Palindromía

Miguel González Avelar | 23


24 | Palindromía
I. Palindromía

A lguna vez un médico me dijo que la afición


al palindroma tenía un aire de esquizofre-
nia; asimilable, por su origen, a la manía de brincar la marca de la
luz y sombra que dejan los faros de un automóvil en movimiento,
o al terror de pisar las líneas de un embaldosado. Esta adverten-
cia me hizo aplazar por mucho tiempo el llamado de las palabras
circulares y hasta considerar su manejo como un feo vicio del al­
ma. Con el tiempo, sin embargo, he comprendido que es el amor
al lenguaje, y el aceptarlo como una vasta entidad llena de secre-
tos, lo que despierta la adicción a los palindromas. Se toma una ex-
presión, se le da vuelta, se calibra, y hay un gozo especial cuando
advertimos que toda, o parte de ella, nos entrega graciosamente
un doble significado; a veces con gran nitidez y a veces un tanto
desleído, como si mirásemos al revés de un gobelino mal anudado.
Pero hay ocasiones en que la significación es completa y entonces
tenemos ya una pieza que puede acomodarse dentro de un rompe-
cabezas más amplio. Cuando esto ocurre se tiene entre las manos
una frase como joya y el lapidario corazón reposa.
Los diccionarios concurren a definir el palindroma como sen-
tencia o verso que puede leerse los mismo de izquierda a de­recha
que en sentido inverso; declaran que es una curiosidad verbal y
suelen poner como ejemplo de ellos las frases dábale arroz a la zo­
rra el abad y Anita lava la tina, que probablemente han circulado
durante siglos en nuestro idioma. La Enciclopedia Británica agre-
ga que algunos autores, como Camden, han esmerado el género y
conseguido líneas memorables.
Entre nosotros hay que recordar algunas sentencias notables,
ejecutadas por Juan José Arreola y Ulalume González de León: el
primero en un libro en el que los palindromas sirven de epígrafe a
los relatos; la segunda en un puñado de aciertos publicados en la
Revista de la Universidad hacia 1959.
Recientemente un poeta ensarapado publicó en la revista Vuel­
ta un dilatado palindroma que es gloria del género; meses más tar­

Miguel González Avelar | 25


de, José de la Colina reseñaba en la misma revista la existencia del
libro Oír a Darío, del venezolano Darío Lancini. Este libro vendría
a ser la consumación del género, si no fuera porque el lenguaje es
superior a toda obra y se resiste, por hipótesis, a declararse vencido
por ningún documento. La crónica magistral del palindroma en
México se debe a Augusto Monterroso, quien la incluye en su es-
forzado y bello libro Movimiento perpetuo. La conclusión que uno
saca después de oír o leer a los palindromistas que nos han pre-
cedido en el uso de las palabras, es la de que las coincidencias
son inevitables; al menos mientras no se divulguen suficientemen-
te los hallazgos de cada quien. Pero esto ha pasado con asuntos
cier­tamente más importantes que los palindromas, como pueden
atestiguar muchos químicos y físicos, quienes muy lejos unos de
los otros y sin conocerse entre sí, descubrieron simul­táneamente
los mismos procesos o elementos en la naturaleza, lo cual significa,
únicamente, que en determinadas épocas la sociedad siente con
vehemencia la necesidad de tirarse a buscar sustancias, procesos
o palindromas.
Estos párrafos no buscan otra cosa que hacer evidentes, poner en
blanco y negro, como se dice, algunas características formales de los
palindromas y ofrecer ejemplos de los que yo mismo he con­seguido
a base de darle vueltas al asunto y a las palabras que lo describen.
El palindroma nos instala dentro de uno de los misterios que
el lenguaje encierra. Probabilísticamente, las letras de una pa­labra
pueden decir la misma cosa leídas de regreso que en la forma re-
gular; y son tantas las palabras disponibles, que a lo largo del vo-
cabulario hay una significativa posibilidad de encontrar buen nú-
mero de estos primores verbales. Todos hemos caído, alguna vez,
en la cuenta de que nuestro nombre, el de una ciudad o alguna
acción verbal son palindromas, o tienen otro significado leídos al
revés: Ana, Acra, Amar, son casos evidentes. Un día advertimos
que, además de las palabras sueltas, podemos combinar dos o más
de ellas y entonces obtener frases y oraciones completas; darnos
cuenta, por ejemplo, de que Aman a Panamá es una expresión que
se muerde la cola, puede precipitarnos de lleno en el juego de los
palindromas. De aquí en adelante cada quien puede desarrollar,
con mayor o menor grado de agudeza, una gravosa afición lingüís-
tica capaz de ocupar buena parte de su tiempo.

26 | Palindromía
Ordinariamente el palindroma se construye para ser leído, y me-
jor aún, para ser visto. Al efecto, se le exige una arquitec­tura ab-
solutamente simétrica, como si el resultado que se buscara fuese
una entidad visual y no fonética; a este respecto las reglas han
si­do muy severas y, por tanto, nadie considera que ha terminado
uno si no figuran exactamente las mismas letras a la ida que al re­
greso de la frase. Es una temprana frustración, por ejemplo, dar-
se cuenta de que, estrictamente, azur, no vale como rusa. De aquí
que el primer acto de rebeldía del palindromista consista en querer
abando­nar la servidumbre ortográfica para conquistar el dominio
de los puros sonidos. ¿Será posible establecer y liberalizar al mismo
tiempo, algunas reglas en esta materia? Demos un primer paso.
En el habla de los mexicanos, pueblo de abecedario casi homó-
fono, Z y S no tienen apenas diferencia de entonación. Con la ma-
yor naturalidad se emplea el sonido de una y otra en las palabras
en que la ortografía manda ponerlas, de tal manera que lo normal
es usarlas indiscriminadamente; por el contrario, aquél que las os-
tenta al hablar, sea por calculado criollismo o porque no tiene más
remedio, aparece a los oídos de los demás con un defecto prosó­di­
co, o servidumbre peninsular. Por esta razón la palindromía acepta
el uso indiscriminado de la Z o S, y aun en ciertos casos de la C,
cuando al leerla de regreso ésta consiente sonido suave. Así, por
ejemplo, el uso de esta licencia nos permite asegurar que onza vale
como palindroma de asno. Si aceptamos esta convención, necesaria
en un espacio tan apretado como es en el que nos movemos, enton-
ces podemos construir este bello palindroma que sólo por necesi-
dad tiene un aborrecido acento nazi:

Anhelad gamada cruz la dama, y amad al sur cada magdalena

Por cierto que aquí se insinúa otra convención necesaria: me re­


fie­ro al manejo de la H que, como letra muda que es, necesitamos
poder usarla de ida sin que necesariamente se lea de regreso; de
no ser así, en el ejemplo anterior tendríamos que escribir Magda-
lehna, dándole sin necesidad a la oración un exótico dejo brasileño.
Ni qué decir, que por razones similares la be y la uve han de po-
ner usarse indistintamente. Yo sé que los españoles y tal vez los ar-
gentinos, pueden hacer de este par de letras un uso discrimina­do;

Miguel González Avelar | 27


pero, la verdad, ¿podemos decir los mexicanos que hemos enmu-
decido a la prosodia como parte de nuestra gramática, que somos
capaces de distinguir entre las dos? Si ni siquiera estamos con­
formes en cómo llamarlas. Nuestros abuelos y padres, metidos en
escuelas afrancesadas, solían decirles be labial y ve labiodental. A
mí y a otros millones nos enseñaron, ¡para distinguir un sonido!,
a decir la b grande y la v chica, como si el ojo le avisara a la ore-
ja y luego ésta le ordenara a la boca. Es poquísima la gente que
dice uve, según prescriben los diccionarios; y parece, pues acabo
de preguntárselo a mis hijos, que se continúa usando la diferencia
de su tamaño para distinguirlas: grande y chica, alta y baja. Pues
bien, este breve alegato sirve para justificar la validez de un palin-
droma que se usa más adelante y dice así:

Roe palabra parva, la peor

Ahora, una mención acerca de la Y griega. Esta conjunción co­


pulativa aparecerá varias veces como una letra muerta, porque no
tiene otro ministerio que atar dos oraciones palindrómicas. Es goz-
ne que permite unir las diversas partes del texto para darle flui-
dez al discurso, ya que son apenas un puñado las palabras que
ter­minan con la y griega, y así se vuelve, para nuestros empeños,
prácticamente inútil; lo mismo que la hache, tenemos que consi-
derarla material inerte en la lectura de izquierda a derecha. Ya se
le verá más adelante en los textos desempeñando solamente esta
modesta comisión.
Otra cuestión distinta es la que se refiere al sonido de la ye.
Tam­bién, como en el caso de las bes grandes y chicas, esta letra
tiende a confundirse notablemente con su pariente, la doble ele
o elle. Todos hemos oído argumentar a este respecto que caballo
no suena igual que cobayo; pero lo cierto es que la diferencia, si
la hay, sólo pueden advertirse precisamente en el momento de la
demostración. Minutos después, el prosodista dice oye y olla con
la misma exacta colocación de labios y emisión de voz. Por esto
sonará razonable, así esperamos, que Y griega y elle sean toleradas
indistintamente en las labores palindromáticas.
La equis es una letra extraordinaria, qué duda cabe. Tiene, como
ninguna otra, una gran flexibilidad prosódica, pues opera aquí, en

28 | Palindromía
el altiplano, al menos con cuatro sonidos diferentes en otros tantos
lotes de palabras. Es tan versátil que puede convocar polémicas
ideológicas en razón de su uso, como ocurre en el caso de la pa-
labra México. Aquí, el empleo de la jota o de la equis es bastante
para separar dos continentes, y aun dos concepciones del mundo.
El carácter instrumental de la equis se vigoriza en cuanto apare-
cen las palabras nahuas: en Xochimilco, suena francamente como
ese; en Xola, como ese che; en Xalapa, trabaja como jota; y en casi
todo el resto del vocabulario como c s. Ni qué decir de que para
hacer un palindroma debería poder usarse con toda libertad en sus
cuatro sonidos, especialmente en la vía de regreso.
Básicamente son estas todas las licencias que, por lo pronto,
parecen necesarias para girar del palindroma gramatical al fonéti-
co, y así ensanchar el horizonte de este entretenimiento.
Si aceptamos estas mínimas reglas de juego, podemos entonces
comenzar a mover las piezas. Imposible saber de antemano a dónde
nos conduzca esta actividad. Jugar es experimentar con el azar, de-
cía el clásico, y por eso delante de nosotros hay un continente cuyo
contorno está por definir; un misterio que sólo poco a poco se irá
mostrando. Rumbo a este continente habremos de des­cubrir mu-
chos Mediterráneos, y hasta es posible que todo el territorio esté
ya caminando a fuerza de numerosas acometidas durante un lapso
muy dilatado. Podría pasarnos a todos los palindromistas, desde el
de menor hasta el de mayor buena fe, lo que a tantos gambusinos
de otros metales, quienes van felices recogiendo muestras por una
ladera y apenas al doblar el cerro se topan con la bocamina de una
antigua y considerable explotación comercial.
Es necesario un aviso final: la gran mayoría de los palin­dromas
que van a leerse constan de una sola línea. El conjunto es, pues, un
zurcido de dichas líneas. Excepcionalmente, el palindroma com-
prende varios versos; en estos casos la longitud alcanzada queda
comprendida entre dos flechas. El verso, pues, se engendra por el
movimiento de una letra; el poema por el movimiento de un verso,
el sólido… ¿Quién que haya tenido tratos con las palabras y sus
propiedades no se ha imaginado un cubo verbal?; un sólido forma-
do de letras acomodadas de tal forma que, leídas en todas direccio-
nes, nos digan algo con sentido. Un cubo, o muchos de ellos, que
gozando de esta propiedad omnisignificante pudiera acomodar en

Miguel González Avelar | 29


una caja la sabiduría de una disciplina o la memoria de una histo-
ria nacional. Muchos hemos tenido esa desmesurada imaginación;
aquí está el palindroma para darles alguna densidad a tales sueños.

30 | Palindromía
Índole

Reconocer
La rosa más oral,
rehacer su luz, recaer
y al rato botarla.
¿Amor, broma?
amor al aroma.

Miguel González Avelar | 31


Lógica

Adán: ¿somos o no somos nada?


Ave somos Eva.
¿Sólo?
sí, y solos.
Adán y Eva, ave y nada.

32 | Palindromía
Ética

Edipo pide a mamá: yo hoy.


→ ¡Soch! A papá Sol y a mamá Luna
sólo ese deseo los anula; ¡mamá y los apapachos! ↔
Seda, diván de sed, Navidades...
La ruta natural
en él es oro, Selene,
acá ser azoro; mas en ella, ¡callen!, es amorosa resaca.
¡Tupac!
a la Luna aérea anúlala
y
a maternos,
son retama
y
a modernos,
son redoma
y
a ti, modoso sodomita,
¡Caput!

Miguel González Avelar | 33


Estética

Arte, la letra
sé verla al revés
y al revés sé ver la
seda de comodino sonido. Mocedades
sin anís
y sobre verbos,
abajo se deshojaba
aviesa, la seiba
desde su sed; sed
de sed.

Hoy, lujoso julio


Aries se irá
y si dices: sé Cid;
salta, Atlas
y seno pones,
seno mil limones…
¡Ay! yo ni verbo porto; yo soy otro pobre vino, y ya.

34 | Palindromía
Saint Exupery

¡El rata!, ¡matarle a la mala!


→ A tu red, ¿acaso lo leyó? el alba
hoy feliz anochece,
déjale su fuselaje, desecho
nazi lefio;
háblale, óyelo.
Lo saca de ruta ↔
a la mala
roza las alas al azor
y…
¡El rata; matarle!

Miguel González Avelar | 35


Ópera prima

Ajena mano maneja


la editora Tarot ideal.
A ti desaira, arias edita
y así te opaca poetisa.
¡Oh caído Zodiaco!
«Ut ir ipse»
(la cita, Margarita, sátira gramatical)
¿Oír Aida diario?
Amé opera tal y la taré, poema.
→ ¡Oír Aida diario!; vieja por oírla,
ella, calada diva, usa suavidad. A la calle,
al río ropaje y voy raída diario. ↔

36 | Palindromía
Galaor

Ave, saeta, la Galatea se va …


Una hada mal llamada Hanú,
a Marta trama,
rata, matar.
Dícele Cid:

Esa hada ser edad aderezada; hase


ella calado toda la calle.
Su lagarto traga luz,
así revela la leve risa;
liba lábil
rocío o ícor
y
avis Esopo posesiva,
si le da la vaca acaba la de lis,
si dama Amadís,
si materia, aire, tamiz.

Miguel González Avelar | 37


Velación

A
la rural
adarga sagrada
→ le haré breve relato:
rota le reverbera –el ↔
aire sería–
→ a esa malla la red efímera;
haré mi fe de rala llama; sea. ↔

38 | Palindromía
Narcisa

Yo soy la volatinera arenita, lo valioso y


la era real.
A mí me mima
→el oleaje, rapsodas, o personas, sanos
reposados, ¿Pareja?, el ole ↔
y
ese viva…
¡Avívese!
o vaca es, y se acabó.

Miguel González Avelar | 39


Jai Kai

Oda, seno, pájaro, lodo, dolor ajaponesado;


allí rama amarilla
atar rata y ratón; notar
oso de seda, jade sedoso
y
lo caracol.

40 | Palindromía
Infundio

¿Oír no ser dama tu puta madre? Sonrío.

Miguel González Avelar | 41


Evita

Oír gana pan agrio


no repara Perón;
ya saca, la casa y
asusa
agita, fatiga
–no Le Bonn u Onís sino un novelón–.
El va más amable,
hay dos para rapsodia
y canana tira; mas hoy, ¡oh!, samaritana nací:
ávida da dádiva
y
dádiva usa suavidad
así, sin esa prisa, a asir pasen, y sisa.

¿Edad y sebo obesidad, eh?


No sólo son
años no, ponzoña
son. ¿Y nos?
lavar ese temor promete ser aval
no de rapiña ni paredón.
Abonas a Casanova.
Adán, ella le dice, decide la llenada:
Sobornos son robos
o Carta o atraco.
Asuela, sale, usa
y
araña Mañara;
eco no conoce…
La roba lo laboral
alaba la bala
y
ahí carcome democracia.

42 | Palindromía
Lana sube…

A barba brava
la navaja banal
al rasurar usarla
y
olé pelo.

Miguel González Avelar | 43


Elegía

¡Oh!, mínimo
ateo poeta
os honra, sarnoso,
el dios. Oidle
la brevedad alada de verbal
oración. ¡Oh!, Icaro
¡oh! dador rodado,
él da rima, miradle:
esa ni giró y origínase.
Así musa sumisa
ahora perpeto, te preparo a
ser y tramar, a mártires
reconocer
a saber. Rebasa
anula la Luna
y
ahí sé, ¡oh!, poesía.

44 | Palindromía
Ser

Amo la paloma
y
a la bala;
ser a mares
asir a la risa
y
raro, llorar.

A popa
o ir beodo, ebrio,
o he sido Odiseo.
Adelante rebasan, a saber, Etna, Leda
Sara y demás, a media ras.

Miguel González Avelar | 45


Heredera

Asómase esa moza


lanzada de edad asnal
azóreme temerosa
la tal.

Esa moza asómase
cálida, Cádilac.
Ana muy humana
sal usual, cláusulas
y
so farra, párrafos.

Es otra, harto sé
la tipa capital:
esa gorda drógase
sus
¿ojos?, ojo
¿oro?, loro
¿la tela?, letal
¿la nota?, atonal.

¿Ser res
o
el visir risible?
¡Oh! no.

46 | Palindromía
Tus minas el Palacio…

A Colima
a mi loca Colima
allí va la maravilla.

Al libar ama la Villa
y
libre, servil
la moral, claro, mal
el varón honorable
allí saca casilla.

A Colima,
a mi loca Colima
allí va la maravilla.

Allí va ramal a Villa.
Y si
la mina, animal, la mina
o ya cesó o se cayó,
anímese, cese mina
ya, ¡ay!
no salva blasón.

A Colima,
a mi loca Colima,
allí va la maravilla.
Soy de mero Remedios
oreja y viajero;
si a palos solapais
allí cederá la redecilla;
a ti loca acólita
a recitar apenas sane para ti será.

A Colima,
a mi loca Colima,
allí va la maravilla.

Miguel González Avelar | 47


Son para Turista

¿El ánimo, doña, le duele? Déle Ud.; el año, domínale.


¡A Cuba, Chabuca!
Ate la maleta.
¡A Cuba, Chabuca!
Aérea,
la ruta natural
a Cuba. ¡Chabuca!
¿Ya hotel o boleto hay?
¡A Cuba, Chabuca!
Acá tu butaca.
¡A Cuba, Chabuca!
O pasaje deslizar Brasil se deja, ¡sapo!
Aman a Panamá,
ya Uruguay
aviva.
¡A Cuba, Chabuca!
Y, ¡oh! aves, Adán a Canadá se va hoy:
Ací rema América.

48 | Palindromía
Padre Nazas

No erró Torreón
→al elegir arar arena mala
a la manera rara
¿Odre?, Lerdo.
rígele la ↔
riada cada ir
así lo vital era relativo, Lisa.
Laico, social,
no cocina pánico con
la romería y aire moral;
roe palabra parva, la peor
y
no majo o jamón,
no erró Torreón.

Miguel González Avelar | 49


Ojalá

Es raro, la verdad, revalorarse.


Yo hoy
anecsé a la escena
esa fase
al revés sé verla;
Yo soy
non.
Le vi nivel
a
el bodrio oír doble
y
ser, a pares,
laúd dual.

Raer, crear
ese verbo breve sé;
redecorar o ceder,
eso no sé.

50 | Palindromía
Sevilla

Alli ves a Sevilla.


Asoma fácil a ti Itálica famosa
oro, moro, foro, toro…

Allá rumora ese aro muralla
hada, luz azulada
sella calles:
Dícele Cid
–la ele de leal–:
«Yerro por rey»
y
echa bazar azabache

Ramal a la mar
el río; oirle
sona eco y son, no sí, océanos;
oreja y viajero
eco no, Cólon no lo conoce
y
sus
naves se van.
¡Ay Sevilla!
ojival clavijo
otra par no hay, a honra; parto
y
dioses oid:
al libar amad la rigorosa ¡oh azoro! Giralda Maravilla.

Miguel González Avelar | 51


Y trópico no conocí por ti

Soy dos odios


sables y selvas;
aires y mala miseria
hable salada la selva
de su sed.

Aier nos sonreía
la sal
y hoy
serenata cuyo Yucatán eres
¡ay! casa sacía.

Ore por el clero pero…
No pereceré; pon
argamasa, cal a la casa, magra
la maya, cómo calla mal.

Lea y ceda decía él
–Leía mucho Chumayel–
Abórtale la trova;
y
ella, calle:
se es o no se es
y
si eres seréis.

52 | Palindromía
L a muerte de A delita

Drama palindromo

É poca de la Revolución, 1914. La Ciudad de


México ha sido tomada por fuerzas constitu-
cionalistas. En una casa de Coyoacán, el sargento Jacobo disfruta
de un serrallo particular formado por mujeres de diferentes oríge­
nes y edades, que ha tomado en los días siguientes a la ocupa-
ción. León, un tambor socarrón del regimiento, cuida de ellas. Al
abrirse el telón vemos un cuarto grande lleno de camas, ropero,
hornilla, etcétera. A través de una ventana se ven las arcadas de un
patio interior. En una de las camas está tendida Adelita, que acaba
de morir.

personajes
Sargento León
Leda Isa
Edna Anel
Anis Esaú

Cuadro único

SARGENTO:
(entra dando voces, sumamente agitado)
–¡Lena, Anel!;
yo soy.
A ti, Leda: ¿y Adelita?
¿Oír rumor o murió?

Nota: Esta pieza fue representada en el Festival Nacional Cervantino, en


mayo de 1976. La puesta en escena estuvo a cargo del maestro Héctor Azar.

Miguel González Avelar | 53


LEDA:
(sollozando)
–Ella falle…

SARGENTO:
(interrumpiéndola al ver el cadáver de Adelita)
–¡Ay, es ella, cállese ya!
¿Lena, Anel
o Isa la mató? ¡Sota mala si…!

LEDA:
–No, ellas no son; sal León.
Él, oíd, a la mala diole.

LEÓN:
(se levanta del suelo medio borracho)
–Oí matones, ¿yo soy?, ¿se nota mío
ese cese?
Anís es asesina.

ANEL:
(aparte)
–Al rata le da delatarla.
¿A caso saca
oro?

LENA:
(dirigiéndose a Edna en voz baja)
–¡Ande, Edna!
eluda, adule.

ANIS:
–¡Ay! sorbí libros ya.
La Roma moral
soñaba baños;
la Roma moral
soña caños
y

54 | Palindromía
la Roma amoral
oír Atila totalitario.

LEÓN:
–Atiza la sita,
soy romano con amoríos.

ANÍS:
→ –A cama hoy sí voy.

LENA:
–Yo bis.

ANÍS:
–Yo hamaca ↔
órgano a la onagro.

LEÓN:
–Oílas, ésa se salió;
se les
aloca la cola.

ISA:
–¿Así adulas?

EDNA:
–Salud a Isa.

ISA:
–Olé verso, os reveló.

LENA:
–Así no lo coloniza;
ande, Edna
eluda, adule.

Miguel González Avelar | 55


EDNA:
–Ebro, ese orbe…
Rey ayer
oro moro
y
luz azul.
Hoy erial, aire y, ¡oh!,
la renegada general.
Oír ese río
–aro vivo, víbora–
es rajarse
oído y odio.
A Soria airosa
Ana lleva avellana
Ana María Martínez:
zenit, rama, ira, maná.
¡Otro orto!
¿Es raro, manes, enamorarse?

LEÓN:
–A ti roba, favorita,
y soy augur uruguayo, sí.

ISA:
–Ya la vi rival, ¡ay!

LEÓN:
–Así es; sé Isa
y
dad, revélale verdad.

ISA:
(a Anís)
–Es ella.

ESAÚ:
–Cállese,

56 | Palindromía
o ruge seguro
sin Anís.

LEÓN:
(aparte)
–León, seguro ruges, no él.

ISA:
–Ya oí, bruto. Turbio, ¡ay!
árbol obra;
la turbó, brutal,
y
usó yerbas, o no sabré yo su…

SARGENTO:
–Eso lo sé.
Oígoles elogio y amar drama.
Sé de redes
sé ver: la naca oyó Coyoacán al revés.
Ser dama, madres,
no sólo son
enaguas. Esaú: gané
hoy, por propio,
a Jacala la caja.
Separas sarapes
y
sábete, te vas.

ANEL:
(aparte)
–Oíd, ujíeres, ese rey judío.

ESAÚ:
–¿surcaré Veracruz
o iré serio
a mi loca Colima?
Allí tocaron a Nora Cotilla.

Miguel González Avelar | 57


LEÓN:
–Noto giboso ese oso bigotón
y loco, loco, loco lí.

ANÍS:
(se arroja con un puñal contra el Sargento)

SARGENTO:
–Ajá, van a la navaja.
Al amago soga mala
y
el aviso sí vale.

LEÓN:
–A barba brava
la navaja banal
al rasurar, usarla.

ESAÚ:
(a una señal del Sargento, y mientras ahorca a Anís)
–Uno con uno, pon uno con u.
Sodoma amó dos. Sodoma amó dos.
Ser tres. Ser tres. Ser tres.
¿Se es a cuatro?

SARGENTO:
–¡Corta, ucase es!

LEÓN:
–El vano Zar, ese razonable.

ESAÚ:
(continúa)
–Ora revés, cinco se ve raro
Seis sí es.
Al siete vete isla.

58 | Palindromía
ANÍS:
–Aparta sátrapa.

SARGENTO:
–Se ve la vida, ¿la ves?

ANEL:
–Se va la diva y ávida la ves.

ESAÚ:
–Ocho mocho.
Sólo se ve un nueve, sólo se ve …
(muere Anís)

LEÓN:
–Ese idiota mató, y diez, ¿eh?

EDNA:
–Ahí va, dotada todavía,
airosa, usada, suasoria
asna mansa.
Senos albos, ¡oh blasones!,
senos sones,
de sol a sed, de sal o sed.
Amada dama
ama
aya
adiós hoy da.

SARGENTO:
–Oí mi simio
y mi
oso rugir, y riguroso
homicida sadísimo
la maté, ¡oh! poeta, mal.

LENA:
–A lo hecho anoche, ¡hola!

Miguel González Avelar | 59


SARGENTO:
–Hoy no me des ese demonio;
a remar, ramera;
ellas, al Lasalle.

VOZ DE ADELITA:
–No letargo logra telón
ni fin, ni fin, ni fin.

60 | Palindromía
II. Tex tos

Varona

Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de


mi carne, esta será llamada Varona porque de
Varón fue tomada.
GEN. 2.23.

V enía arrastrándose desde un lugar tan sórdido y remoto


que cuando entró en aquel jardín decidió que-
darse para siempre. A su alrededor se erguían árboles suntuosos
cuajados de frutos aromáticos y hojas brillantes como joyas. En los
amenos llanos poblados de animales señoreaba el gentil unicor-
nio, que reflejaba su altura en espesos arroyos de vino, bálsamo y
miel. Un aire fresco y aromado paseaba de un lado a otro las más
inesperadas armonías y aún la textura de la atmósfera contribuía a
agradar todo lo largo de su piel. Al cabo de algún tiempo de perma-
necer allí, se le ocurrió pensar si no se habría metido precisamente
en el Paraíso.
Se arrojó sobre una lenta corriente de perlas para explorar el
delicioso territorio. A izquierda y derecha se elevaban montañas
de mármol recorridas por vetas de plata; más arriba, los lejos azu-
les del paisaje pacificaban el ánimo y suavizaban la línea dura de
un horizonte cerril. La acumulación de sensaciones agitó tanto los
tristes recuerdos de la hechicera que se preguntó confundida si
no habría convocado ella misma el sueño en que parecía navegar.
Crecía en ella el encantamiento cuando alcanzó a percibir la
velocidad de un pájaro fosforecente; lo acompañó con la mirada
hasta que vio cómo se introdujo en lo espeso de un árbol; bajo su
sombra descansaba una pareja humana; hombre y mujer se mira-
ban con alegría y era fácil advertir con qué cariñosa animación ha-
blaban y se complacían en lo que les rodeaba. Llena de curiosidad
salió de la corriente y se acercó hasta el paraje del hombre.

Miguel González Avelar | 61


Atardecía cuando llegó reptando muy cerca de ellos. A la altura
del horizonte una luz gruesa empujaba las montañas, desflecando
en árboles el perfil de la sierra; su vigoroso impulso había disper-
sado las nubes y por todas partes se filtraba apacible la agonía
de la tarde: rojo el oeste, violeta el oriente, en lo alto del cielo se
licuaban los colores cada vez más desmayados, disolviéndose en la
liquidación a que cada día los someten las tinieblas.
La serpiente pasó las semanas acechando los pasos solitarios de
Varona –así la llamaba él– hasta que un día pudo rogarle su amis-
tad, confiándole la sorpresa de evidentes afinidades en su cuerpo
que la culebra había mudado igual al de ella, ofreciéndoselo como
inocente y divertido espejo.
Aprovechando el reposo del hombre, Varona hacía largos paseos
con su amiga; exploraban el mundo sin prisa, mirando y tocándolo
todo con afectuosa complicidad; él nunca supo, sin embargo, de la
veloz amistad de su mujer, porque Varona callaba y la intrusa sabía
con precisión cuándo tenía que hacerla regresar para que él la mi-
rara exactamente en el minuto en que volvía del sueño. Fue en una
de estas giras cuando encontraron el precioso fruto rojo, singular
y deslumbrante aun en la fastuosidad que las rodeaba. Varona se
alegró tanto que, desde luego, quiso llevarlo a su compañero; pero
su amiga, viendo ya el desenlace, le dijo: «Espera, ahora vuelvo». Y
fue ella misma a presentarse en calidad de fruta y regalo.
Inesperadamente, el solitario caballero objetó la manzana; en
cambio, ni siquiera preguntó por Varona, porque su compañera
y la mujer que se erguía frente a él eran de tal modo iguales que
se hubiera requerido más perspicacia que la suya para percibir la
chapuza. Cuando finalmente tomó el obsequio entre las manos, lo
mordió sin gana, bajo el vago temor de una advertencia oída algu­
na vez; entonces estalló terrible el cielo, se rasgaron las nubes y el
viento huracanado enturbió los arroyos y puso en fuga a los ani-
males. Una fuerza enorme los arrojó sin remedio hasta la entrada
nunca vista, alejándolos cada vez más de Varona perdida en su la-
berinto.
Los ángeles ciegos que guardaban la puerta percibieron el paso
de la pareja inexacta, humillada y mal avenida para siempre. Den-
tro del Paraíso, Varona vagaba como loca buscando a su irrecupe­
rable compañero, mientras Adán, con la cabeza vuelta atrás y se-

62 | Palindromía
guido de un cortejo de animales con el rabo entre las patas, salió
con Eva –así la llamará para cubrir las apariencias– a engendrar
una especie no prevista en las consideraciones providenciales.

Miguel González Avelar | 63


El hallazgo

–De Cornelio Tácito ignoramos buena parte de sus anales, y de las


Historias apenas conservamos cuatro tomos. De ciento cuarenta
y dos libros de su Historia, a Tito Livio lo exaltamos por treinta y
cinco que tenemos a la mano. La Historia Universal de Estrabón
se ha perdido irremisiblemente, compañero, y de Menandro sabe-
mos más por la desenfrenada imitación de Terencio, que por mil
trescientos versos que nos llegaron en papiros egipcios.
Acostumbrado a dispersarme en este género de conversaciones
con mi amigo Fernando, me sorprendió mucho que hubiese entra-
do precipitadamente a mi casa como si fuera la suya con semejante
apertura de charla; sin embargo, por defensa, quise interrumpirlo
para que me explicara hasta dónde quería llegar con sus citas, y
abrí la boca:
–…Espere amigo, de la enredada Lengua Latina de Varrón solo
manejamos los libros quinto y décimo, a sabiendas de que escribió
más de veinticinco; y no obstante que Esquilo, Sófocles y Eurípi-
des acumularon cerca de trescientas tragedias, hoy no podríamos
montar sino treinta. Para disfrutar al implacable Cicerón con­tamos
con meras mutilaciones dispersas, y en general, la reconstrucción
de los autores antiguos es un arte parecido al de elevar dinosaurios
a partir de una quijada y un hueso coxal. ¿No le parece a usted ex-
traordinario?
–Pues no –le repliqué pescando la oportunidad–, no me parece
tanto, ni particularmente excepcional. Ha enumerado usted un
catálogo de ausencias que no está siquiera completo. Podría haber
mencionado, para abrumarme, la mayor parte de la literatura orien-
tal; los depósitos que Omar incendió en Alejandría; la literatura
capturada entre líneas por los monjes dentro de sus sermonarios y
libros de horas; los macizos americanismos que evaporaron los mi-
sioneros de América pensando en la salud de nuestras almas y, tal
vez, de su idioma, los textos que sofocó toda censura organizada y,
finalmente, aquellos de los que nunca sabremos porque también el
anonimato y el quién sabe forman parte del orden universal.
–¡También, también esto está!
–¿También? ¿También está qué?

64 | Palindromía
–Quiero decir que no le estoy hablando de carencias sino de
hallazgos; hablo de un depósito de libros que lo hará encanecer en
minutos porque todos esos textos están allí. Ignoro cómo y por qué,
pero todos los he visto y tocado. ¿Le gustaría acompañarme?
Los dos hombres salieron desaforadamente de la habitación atro-
pellando el menaje de la casa. Su resuelta aparición en la banqueta
despertó una vaga inquietud en el barrio. Todos los conocían como
apasionados coleccionistas de papeles y cuando venía al caso les
aplicaban el vago epíteto de enfermos; pero, por lo demás, vivían
en paz con la comuna. Tomaron la calle, remontaron la pendiente
de su estrecha calleja y se alejaron rajando el aire con los toscos
dibujos de sus brazos ávidos. Detrás de sí dejaban sobre un tablero
de ajedrez catorce piezas staunton fatigadas por las evoluciones de
un final de partida maniáticamente analizado.
Atravesaron la ciudad con rumbo a una colonia que goza fama
de pacífica y estaba casi provinciana a aquellas horas de la tarde;
en algún recoveco se detuvieron a la entrada de una casa de foto­
grafía. Dos vitrinas en cada flanco de la puerta delataban, con fo-
tos ovaladas, a casi todo el vecindario. Un pequeño letrero propo-
nía «Se compran libros». Penetraron resueltamente. Al fondo del
húmedo pasillo los recibió un viejecito bajo, redondo y colorado.
–¿Cuál de los dos señores se va a retratar? –preguntó con exa-
gerada humildad.
–No, ninguno, no es eso. Lo que ocurre es que el compañero,
aquí, mi amigo, dice que usted, amén de esta ocupación remune­
rada –y con un ademán recorrió el fétido negocio–, colecciona do-
cumentos más o menos selectos.
–¡Ah sí, sí; ahora recuerdo a su amigo!
–¿Cómo está usted?
Fernando estaba fascinado. Veía sin pestañear los ojos del fo-
tógrafo librero, tratando de seguir los viajes a salto de mata de su
mirada nerviosa. Pudo contestar dominando la temblorina:
–Yo estoy bien, gracias –y agregó–; en efecto, platiqué aquí al
señor, mi amigo, de su interesante devoción y él insistió en que le
mostrara su casa y, de ser posible, los curiosos ejemplares que posee.
–Bueno –aclaró el anciano instantáneamente– en realidad yo
nada más los guardo; pero pasen, pasen, siéntense.

Miguel González Avelar | 65


El anfitrión nos condujo ante un mobiliario simplísimo reiteran­
do como un estribillo: – «sentados, sentados por favor». Era evi-
dente que quería inmovilizarnos antes de hablar con nosotros.
–Me decía el compañero Fernando que tiene usted algunos
ejem­plares de libros curiosos; digamos, difíciles de consultar.
–Sí, sí; pero sentados, por favor. Efectivamente –continuó en un
tono distraído, como si enumerara los platillos de una comida co-
rrida–, tengo aquí algunos libros que podrían, interesar a quienes
gustan de la lectura. –Y entonces, sin más transición, comenzó
a re­citar, con el sonsonete de los niños que repiten las tablas de
mul­tiplicar: –el libro noveno de la Geometría de Euclides, el Có-
digo Social Incaico, Leyendas del Camerún…
Repentinamente el hombre calló. Como si hubiese visto en mí
una grave amenaza, se aproximó decididamente con los ojos cla-
vados en el bolsillo de mi saco y extrajo del todo una pequeña
Biblia que sobresalía del traje. La manejó durante algunos minutos
exaltado y apresuradamente, deteniéndose a veces para leer en voz
ba­ja ciertos pasajes.
–¿De dónde sacó usted esto? –preguntó por encima del texto,
como un profesor que sorprende con un libro indecoroso a alguno
de sus alumnos.
Francamente atemorizado por su dureza, supuse que iba a ser
acusado de un hurto imposible y respondí con rapidez: –¿Eso? está
en todas partes; en las iglesias, las librerías, casas; todos sabemos
que está en cualquier parte. –Y viendo cómo lo devastaba la aflic­
ción me atreví a agregar una agudeza: –No me diga que no tiene
la Biblia en su biblioteca.
–Yo no lo sabía –respondió oblicuamente. La voz del bibliote-
cario se quebró enseguida y entre ofendido y triste reconoció, –yo
no he visto los libros que todos conocen; sé de los que guardo y
ustedes ignoran. Y por un momento creí… creí que ya me había
despojado de un escrito que, de alguna manera, se parece a este.
Es un diario; el minucioso diario de aquel belicoso proletario de
Galilea de quien aquí también se habla. Con esto el hombre ter-
minó de balancear como una palmeta la Biblia frente a mí y con-
cluyó rápidamente: –De cualquier modo, me parece usted irónico,
peligroso y digno de toda desconfianza. Así que no le mostraré mi
colección; con su permiso.

66 | Palindromía
–¿Quiere usted decir –intervino Fernando humildísimamente–
que no nos va a enseñar los libros?
Ante nuestras barbas estupefactas, el anciano inició el movi-
miento de montar un diminuto e invisible caballo. En vez de res-
pondernos levantó una polvadera de malas palabras y jineteando
el aire desapareció detrás de ellas sin dejar rastro de sí. Soy testigo
de cómo se fue acelerando y reduciendo sobre la perspectiva rec-
tilínea, cuyo punto de fuga me dio la impresión de ser el agujerito
de una chinche.
Fernando y yo hubiéramos envejecido de haber esperado su re-
greso. Salimos, pues, a la calle y antes de volver a nuestras flaque-
zas advertimos en uno de los aparadores de retratos, desdibujado
por la creciente oscuridad, el rostro común y corriente de nuestro
fantasmal anfitrión.

Miguel González Avelar | 67


El Artista

Al terminar apenas su instrucción primaria y sin saber siquiera el


Arreola, Borges, Cortázar de la literatura fantástica, se fue con el
primer circometáfora que pasó por la aldea y nadie lo volvió a ver
en ella.
Cruzó las cuatro partes de la gramática con desigual fortuna y
en el mar de la prosodia, infestado de sirenas, estuvo a punto de
naufragar con toda la compañía. Salvose, pero pescó desde en-
tonces unos fríos metafísicos de los que no habría de reponerse
jamás. Durante años lavó, dio de comer y beber a las bestias, y de­
sempeñó los más innobles vicariatos en las ausencias borracheras
de payasos, domadores de leones y mujeres lagarto. Cursó el realis-
mo en la escuela del hambre, el rencor y la monotonía; suspiró en
cada villorrio por gozar del trapecio y los tropos aéreos, pero estaba
ya un poco lastrado por el peso de las reatas y cubetas y nunca
pudo levantar el vuelo.
Un día, por fin, advirtió que de tanto andar en la feria había
aprendido algunos juegos malabares. Perfeccionó cinco o seis nú-
meros vistosos y con esta amable rutina conquistó un lugar espe-
cífico en el circo. Sus manos pudieron encauzar el tráfico de tres,
siete, once pelotas a la vez, y hasta comenzó a estimar el aplauso
de su querido público. Él ya no podría volar, pero al menos los
objetos que arrojaba al aire le dejaban en el tacto la fugitiva impre-
sión de una atmósfera más pura.
Cuarenta años después se puso viejo y, como es natural, comen­
za­ron a caérsele del techo todas las pelotas.
Afortunadamente ya para entonces había terminado sus obras
completas; apenas a tiempo, porque una inminente generación de
glosadores, de otra manera desempleados, crecería con la seguri-
dad de tener el honrado y decoroso trabajo de ocuparse del occiso.

68 | Palindromía
Expediente 22/IX/70

Ante un hombre cordial, seguramente joven y muy dueño de sí,


pre­senté mi proyecto. Era el fruto de veinte años de práctica buro-
crática transcurrida entre los bajos, los medios y aun casi los altos
niveles de la administración, por lo cual sentíalo muy sólido y, so-
bre todo, muy útil. Tendía a proteger el tiempo de los funcionarios,
amagados por toda la laya de aspirantes disfrazados de autores de
grandes proyectos, plaga habitual de las Secretarías de Estado y
terror de sus antesalas.
La idea, en su sencillez, me parecía loable; consistía en crear
una dependencia especializada en el manejo de absurdos adminis­
trativos: ilusorios ingenios para expeditar el tránsito de vehículos
en las ciudades; armas fantásticas para dar al país una capacidad de
intimidación superior a la de las potencias; sistemas pedagó­gicos
para ilustrar como por encantamiento a lo población; descomuna-
les obras de riego que agotarían los recursos de tres generaciones
laboriosas; una legión de inspectores de verdadera confianza para
fiscalizar a los que están en ejercicio, y cosas así.
Fui escuchado con gran interés y calculo que por más de una
hora, pues recuerdo haber aceptado hasta dos tazas de café. Pre-
viendo los naturales escrúpulos de todo funcionario para fatigar su
presupuesto, anticipé que la planta necesaria para una Dirección
General como la que proponía era ridículamente exigua: el direc-
tor, una secretaria que tendría que ser extraordinariamente afa-
ble; un burócrata experto en tácticas de dilatación administrativa
y un sicoterapeuta; dos mozos robustos para manejar inesperados
desórdenes durante la audiencia complementarían la nómina. El
sistema de sonido, alimentado por una cinta magnética cargada de
ruidos y voces de oficina, daría a los peticionarios la idea bienhe­
chora de hallarse en un despacho de extraordinaria actividad y efi-
ciencia.
A cambio, los altos funcionarios de todo el país descarrilarían
para la flamante oficina los proyectos anormales con todo y los pro-
ponentes emboscados detrás de ellos, rescatando para las urgen-
cias administrativas un tiempo sencillamente invaluable.

Miguel González Avelar | 69


Me han ofrecido estudiar detenidamente mi propuesta y darme
una decisión preliminar una vez que haya pasado el Informe del
se­ñor Presidente. No me importa tanto esperar esos meses –ape-
nas es­tamos en enero–, sino que temo que alguien se me haya
adelan­tado en mi proyecto. Tal vez lo he contado demasiado, por-
que advertí una esmerada cordialidad del joven director; su secre­
taria insistió, quizá demasiado, en que aceptase el café y, en fin, el
mozo que se apresuró a abrirme la puerta tenía en los ojos el brillo
acerado de quien tiene costumbre de arreglar trifulcas de comi-
saría.

70 | Palindromía
Informe de un investigador

Señor director: conforme al reglamento que rige las actividades del


instituto, me permito presentar a usted las líneas principales de mi
actividad durante el año que termina. No obstante las llamadas
de atención que me ha prodiga­do durante los últimos meses, sé
que esta ha sido una época va­liosa en mi vida universitaria y que
los resultados que en breve espero obtener justifican el inolvidable
apoyo de quienes, hace ya muchos años, me ayudaron a ingresar
como auxiliar en esta comunidad aca­démica.
Carezco, como le consta, de toda clase de instrumental para mis
investigaciones: He sufrido con paciencia limitaciones presupues-
tales y las objeciones de algunos colegas que, cerca de usted, se
han opuesto a que se adquiera el más indispensable. Deploro par-
ticularmente los desaires del Dr. Mercado, nuestro jefe inmediato,
quien no parece advertir que al margen de las especialidades en
que nos quiere encastillar servilmente, el conocimiento forma una
espléndida unidad a la cual tiende todo esfuerzo sincero.
He tenido, pues, que hacer ciencia como en época de griegos,
en pleno siglo de norteamericanos, rusos y japoneses. Esto da a mi
trabajo, por necesidad, un matiz adivinatorio, que confío se pase
por alto en atención a los firmes postulados que lo sustentan y al
método empleado para su desarrollo. Vayamos al germen.
¿Qué pensaría si dijera, señor Director, que usted es una mera
instancia ecológica de un zooide espermático que gobierna nues-
tro mundo? Confieso que a mí me sobrecogió el mismo estupor la
primera vez que me plantee esta proposición, y a pesar de ser un
jurista he tenido que perseverar en ella, porque es vital encontrarle
una respuesta consistente.
Veamos: Algunos biólogos de la vanguardia, que lo son por ha-
ber exhumado creencias muy antiguas, entre los cuales ruego a
us­ted considerarme provisionalmente, sostienen que el esperma-
tozoide es un bicho provisto de todos los elementos de vida nece-
sarios para reputarlo un ser autónomo e independiente de nosotros
mismos; ser al cual solamente albergamos en calidad de huésped
imperioso y, hasta cierto punto, ingobernable. Mire usted cómo se
nutre, se vigoriza, nos abandona, se desplaza velozmente hasta las

Miguel González Avelar | 71


profundidades de la hembra y allí busca con avidez genesiaca a su
contraparte: el refugio que parece ser definitivo y cómodo hábitat.
Va lleno de vida cuando nos abandona precisamente a promo­
ver más vida, muy ajeno, por cierto, a las tribulaciones de su por­
tador, para encontrarle el más grato destino, y del todo indiferente
a la opinión del ser femenino que está destinado a modificar tan
profundamente cuando le ha dado alcance. Es la única parte de
nosotros –si podemos seguir llamándola así después de estas re-
flexiones– que una vez libre puede vivir sin auxilio, y, aunque esto
ya no sea sino una conclusión retórica, sobreponerse a nuestra pro-
pia muerte.
No quiero fatigarlo con la descripción del portentoso equipo
bio­lógico de que está dotada la bestezuela que describo. Tampoco
tengo derecho a abrumarlo con el examen detenido de la evolu-
ción de cada una de ellas, la cual arranca de una célula germinal
sumamente confusa que, con ayuda de hormonas y tiempo, refi-
na en cuatro finos, activos, ciliados espermatozoides. Todo esto,
señor Di­rector, puede consultarse con provecho en las enciclope-
dias y en los tratados de los animalculistas, que fueron los prime-
ro en ilustrar el punto. Llamo solamente su atención acerca del
bár­baro uso que estos bichos nos dan; el monstruoso carácter de
catedrales bio­lógicas que nos asignan para poder sobrevivir holga-
damente; lo convido a meditar en la oscura historia no escrita que,
junto a la nuestra, recogería sus querellas milenarias y sus húme-
das aniquilaciones masivas; masacres todas ellas en que de algún
modo hemos de estar involucrados; porque ya sabrá usted que des-
pués de una de nuestras guerras –las llamaré macroguerras, para
distinguir las minúsculas, si bien encarnizadas, de ellos– se las
arreglan de algún modo para edificar precisamente muchos varo-
nes que las soporten y traseguen conforme son sus necesidades.
Los cementerios del planeta están atestados ya de estas ruinas,
cas­carones ineptos una vez que han cumplido su papel de trans-
portar durante algunos años a estos animalillos.
Tal ha sido la situación durante siglos, pero últimamente se ha
sentido en el mundo un crecimiento desmesurado de esa suntuo­sa
arquitectura viviente. Gimen los países bajo la escasez de alimen­to
y no hay cosechas que alcancen para sostener a todos, no importa
cuán copiosas sean. El esfuerzo público de los humanos organiza-

72 | Palindromía
dos en gobierno se trastorna, sin explicación aparente, por la ingo-
bernable actividad privada de los propios humanos organizados en
familias. Algo, pues, irracional y poderoso está ocurriendo entre
nosotros. Aquí adelanto mi sospecha mayor, la hipótesis a que he
arribado con el único auxilio de lupas y microscopios de juguetería:
postulo, señor Director del Instituto, la existencia de una profunda
revolución seminal, un verdadero cataclismo que está sucediendo
en las profundidades en que pulula esa sociedad que nos ha esco-
gido como huéspedes, y cuyo alcance no podemos medir todavía.
Es muy posible que este desorden sea el efecto del temor pánico
ante los billones de desencuentros provocados por anovulatorios,
pero todavía no se lo puedo asegurar.
Lo cierto es que vivimos al borde del desastre, y por tanto, a
grandes males grandes remedios, maestro. Deseo iniciar una cru-
zada que a corto plazo nos libere de semejante plaga y no se me
ocurre otra medida que el exterminio. Atacar de raíz, a fondo y sin
clemencia, a esa raza desmesurada y parásita que debió desapare-
cer con los dinosaurios, y se subió a nosotros como quien pesca el
último autobús biológico, allá por el cuaternario. Verá usted cómo,
entonces, la humanidad florece por otra parte y en cosa de años se
vuelve puro espíritu. Estimo que una aspersión masiva de dicloro-
difenil-tricloroetano será suficiente para abatir el enemigo en su
pro­pia guarida.
Apóyeme con decisión porque necesito algunos elementos de
trabajo; verbi gratia, ayudantes, suscripciones a revistas, un espec-
trógrafo de masas, un microscopio electrónico y, sobre todo, un
am­plio permiso expensado para iniciar ciertos cursos de biología.
Si estas preocupaciones extracurriculares no merecieran su ple­
na aprobación, amigo Director, quiero dejar asentado que, a pe­sar
de todo, he estado cumpliendo con los deberes propios de mi gra-
voso nombramiento. En efecto, el Dr. Mercado tiene en su poder
la nota bibliográfica que se me pidió y que, personalmente, le en-
tregué a fines de marzo, acerca del sexto tomo de Derecho Civil
del profesor Pietro-giovanni. Hubiera podido incluirse fácilmente
en los anales del instituto, pero los remilgos estilísticos del citado
jurisconsulto han coagulado mi trabajo en el fondo de algún cajón
de sus innumerables escritorios. Lo mismo, exactamente lo mis-
mo, puedo decir de la recensión que hice la semana pasada de la

Miguel González Avelar | 73


voz «Legislación Agraria de México», para la caudalosa Enciclope-
dia Jurídica Mundial. Pero, en fin, paciencia, que no otra cosa nos
queda ya ejercer a los profesores en las universidades.
Nada me agradaría más que retomar la disertación biológica
que párrafos arriba puse a su consideración; sin embargo, víctima
yo también, como cualquiera, del yugo que esa raza maldita nos
impone, me retiro derrotado por esa furiosa servidumbre y apro-
vecho la ocasión para reiterarle, señor Director, las seguridades de
mi más alta consideración y estima académicas.

74 | Palindromía
Charada

Despertó Juan a rendir su tributo al insomnio y en el momen-


to mismo de recordar, oyó el dilatado impacto de una campana-
da. Esperó con seguridad a que tres más se sucedieran, porque
cada día sus sueños terminaban a las cuatro de la mañana, como
si estuviesen contenidos en un reloj de arena que se vaciara con
exactitud a esa hora temprana. Alrededor del pe­cho, como todas
las noches, un puñado de aguerridos dolores si­tiaba ya el reducto
de su corazón enfermo; cada día estaban más cercanos, cada vez
eran más resueltos, y era obvio que todos tiraban a matar desde los
cuatro flancos del costado.
Se quedó, pues, inmóvil, en espera de que el reloj del comedor
die­ra el siguiente fa sostenido y luego otro do, según dispondría en
este caso la elemental partitura del mecanismo; sin embargo, las
notas no se produjeron inmediatamente. Aunque la repetición no
era muy rápida porque más bien remedaba un lento compás musi­
cal, y aunque también estaba seguro de que en el día era más ve­loz
que por la noche (y mucho más que de madrugada), al cabo co­
menzó a dudar de que hubiera despertado a la hora de siempre y
que, por tanto, este día traía un signo especial que por el momento
le resultaba oscuro. Forzó la atención para percibir la trituración
de los segundos en el mecanismo de relojería, pero lo lejano del
comedor y la puerta cerrada le impedían oír nada. Buscó algo que
se moviese para relacionarlo con el tiempo, pero nada se alteraba a
su alrededor. La habitación estaba en el ala más alejada de la ca­lle
y del campo que se extendía por detrás no le llegaba ningún ruido.
Abrió casi los poros para absorber algún sonido, pero aún así sólo
constató el mutismo de la cañería, la parálisis de la madera y la
rigidez de la vieja sirvienta que, a muchos cuartos de distancia,
dormía como enervada. Comenzó un movimiento en la cama con
el ánimo de ir hasta la puerta, pero un dolor delgadísimo lo clavó
entre las sábanas. Entonces fue cuando le llegó el apagado rumor
de una segunda campanada.
Con los puños crispados y las piernas dobladas, luchando para
sobrellevar el espadazo que le partía el pecho por mitad, ensayó un
grito de socorro que se le atoró entre los dientes. En esta posición

Miguel González Avelar | 75


consumió algún tiempo, hasta que el dolor comenzó a ceder y ce-
der, tanto que casi le permitió restablecer el orden respiratorio.
Si había escuchado sólo una campanada cada vez, de seguro no
había despertado a las cuatro, como de costumbre; tal vez, enton-
ces, la primera campanada había sonado a la una y la siguiente a
la una y media. Si era sí, cabría esperar para dentro de media hora
dos más; entonces sabría con certidumbre qué hora estaba viviendo
o, mejor, a qué horas agonizaba. Enseguida, sin embargo, se rec­
tificó: cayó en la cuenta de que si la primera, amplísima, nota que
atacó el reloj fue la de las doce y media, aún podría escuchar el
sonido solitario de la una y treinta, antes de pronosticar con segu-
ridad el rumbo de su hora de muerte.
La percepción del tiempo no era ahora mejor que antes; segura-
mente había tenido desmayos, porque a ratos dejó de oír hasta un
redoble de tumba que claramente le salía de dentro. Por supues­to,
cabía otra siniestra posibilidad: que efectivamente hubiera desper­
tado a las cuatro en punto. Había leído en alguna página que los
segundos postreros son los más dilatados, que se aprietan de imá­
ge­nes vertiginosas con el encargo de mostrarnos la verdad de la más
lejana infancia. Pero por más aprisa que sucedan deben tomar
tiem­po, a como dé lugar, del que tienen a mano. Generalmente lo
hurtan al vaivén del péndulo, porque para que éste llegue al punto
del regreso tiene que pasar antes debajo del fulcro y previamente
por un cuarto de su carrera y primero por un octavo, y así hasta
que es necesario; de esta manera, la agonía se consuma con una
lentitud inaudita e inefable. Lamentablemente no pudo completar
su idea, porque la tercera campanada se produjo con gran solem-
nidad en el comedor.
La categórica llamada lo hizo dudar de la verdad de su discurso
anterior y le trajo alguna esperanza. Después de tres campanazos
tan claramente percibidos –el de las doce y media, el de la una y el
de la una y media–, vendría irremediablemente las dos de la ma-
ñana; aun con poca suerte podría soportar hasta que se levantara
la sirvienta, como a eso de las siete. Ella le buscaría entonces un
médico que, quizá, le prometería la vejez, porque estaba dispuesto
a jurarle llevar una vida más sana, dejar de fumar e irse a vivir a
la playa. En esto pensaba cuando la imaginación se le desbocó y
comenzó a bucear por entre los años de la juventud. A poco, el si­

76 | Palindromía
lencio total de la recámara fue ocupado por la cuarta, impar y de­fi­
nitiva campanada. Entonces estimó que la anécdota nocturna ha­
bía terminado.
Desde la lejanía del brazo izquierdo se disparó algo así como un
proyectil guiado que persiguió infalible al corazón y le produjo el
ángor y el colapso.

Miguel González Avelar | 77


Mimesis

Blas Domínguez Flamarión, calificado agente de policía, fue pues-


to a defender la casa de un prócer cuya hermosa cabeza parecía
forzosamente destinada a consentir una bala de alto poder. Por
consejo de la superioridad usurpó el uniforme de barrendero y así
consiguió disfrazar convenientemente su índole. Para más solapar
su actividad, paseaba un tambo montado en una carretilla con
manguetes, lo llenaba sin pri­sa con desperdicios que deslucían el
área y, si acaso, se precavía también de no rebosarlo sino hasta
terminar el turno. Fuera de esta cautela que pudo hacerlo sospe-
choso, los viajes higiénicos conquistaron la rutina del vecindario,
por otra parte muy pacífico y disperso como corresponde a una
colonia de fuste.
Al cabo de unos meses se sintió en la calle como en su casa. La
ronda era infaliblemente tranquila y en el curso de tres años no ob-
tuvo sino una inesperada reprimenda del Departamento de Lim-
pia. Ocurrió que una vecina que lo vigilaba, ignorando que Blas no
podía alejarse más allá del límite de su puntería, desesperó de ver
cómo se devolvía siempre a la mitad de su predio dejando una fron-
tera ritual de basura; rabiosa, movilizó algunos amigos influyentes
y fue así como tramitaron exitosamente una severa amonestación.
Otra anomalía memorable fue que a partir de su cuarto año de
servicio comenzó a figurarse, cada vez con mayor verismo, la súbita
irrupción de un automóvil lleno de conjurados que escupían balas
por todas las ventanas. A punto de expirar el sexenio, la visión era
tan fidedigna que lo hacía brincar a la banqueta, poseído precisa­
mente por el miedo que nos infunde la superioridad numérica.
El día de las elecciones nacionales fue derrotado el partido li-
beral y los conservadores se repartieron alegremente los puestos de
gobierno. Domínguez Flamarión, prudente, esperó hasta el último
momento para ir a presentar sus respetos y pedir nuevas instruc-
ciones; pero nadie le pudo dar razón de nada porque naturalmente
habían cambiado al jefe de seguridad pública. Los nuevos detecti-
ves que encontró perdonaron de buena gana su dislalia y, sin em-
bargo, dudaron: ¿Se hallaban ante un colega en funciones de ba-

78 | Palindromía
surero? ¿O Blas era simplemente un atormentado por la frecuencia
de los magnicidios?

Miguel González Avelar | 79


De un bestiario

El Enjambre

F ue Maeterlinck, probablemente, quien en


un arranque de liberalismo clásico hizo de­
finitiva­mente de la abeja una abstracción y le otorgó individuali-
dad, ser en sí teleología. Desde entonces hemos perdido de vista
aquella bestezuela volátil que domesticaron los antiguos con ver-
dadero amor y la llamaron enjambre.
Una erudición resuelta probaría que el enjambre existió en una
dimensión de vida menos diferenciada, previa a la entronización
de la reina y a la degradación de los zánganos. En aquel tiempo,
reina y zángano sería meros órganos de trabajo de una entidad más
vasta; un ser que en el curso de los siglos hemos desmontado por
razones solamente didácticas y que acaso, algún día, admita aún
mayores disgregaciones; por ejemplo, un cuento para niños comen­
zará así: «la pequeña molécula amaneció de buen humor y salió en
busca de algunos ácidos ribonucleicos».
¡Ah!, pero en la edad de plata que habitó Virgilio había toda-
vía saldos de un modo más antiguo de considerar lo viviente. Épo-
ca fronteriza entre un mero caos animista y el advenimiento de la
biografía dentro del reino animal. Cuando, por ejemplo, enferma
el enjambre, dice el Mantuano avisándonos los padecimientos del
enjambre: «se escucha un ruido terrible causado por ininterrum-
pidos zumbidos, parecido al de los vientos cuando estremecen los
bosques, o al de las olas en el encrespado mar, o al del fuego que
hace hervir los ardientes hornos…» Al punto –agrega– hay que
sahumar las colmenas con aromas de gálbano e introducir en ellas
la miel por medio de canutos de caña… Agréguese a esto el zumo
de agallas machacadas, rosas marchi­tas, dulce vino calentado al
fuego, tomillo del Ática y la hierba cen­taura de penetrante olor».
Por último –recomienda el ilustre ve­te­rinario–, la receta se aca-
bala cociendo raíces de ciruelo en vino aro­mático y colocando
alrededor de la colmena canastillas rebosantes de alimento.

80 | Palindromía
Y todavía nos queda el testimonio del Derecho, a cuya luz se
magnifican estas consideraciones; porque dice a la letra el miste-
rioso artículo 871 del Código Civil para el Distrito y Territorios
Federales, en vigor: «Es lícito a cualquier persona apropiarse los
enjambres que no hayan sido encerrados en colmenas o cuando las
han abandonado».

Miguel González Avelar | 81


La mariposa

La oruga es, al mismo tiempo, un fenómeno ondulatorio y corpus-


cular. No hay duda de que en reposo es una partícula y, cuando
camina, una onda de gran am­plitud.
Ciertamente es más difícil probar que mantenga simultáneamen­
te los dos estados, pero de no aceptar esta hipótesis, ¿cómo expli-
car que al fin de cuentas se resuelva en un parpadeo de luz?

82 | Palindromía
La hilera de hormigas

Este zooide forma parte de una especie conceptualmente extinta


que, no obstante, se destaca en la realidad del reino animal. Se tra-
ta de un vérmi­do sumamente inestable, cuya precaria integridad
está sujeta a un principio disgregador tan poderoso como el que,
con signo contrario, mantiene unidos los órganos de las bestias
ordinarias. Viéndolo de cerca se diría un desfile de hormigas, pero
mirado a la distancia de­bida, adquiere inquietante perfil e inde-
pendencia. Reconozco que, como totalidad, se logra escasas veces
cada día.
Sale y regresa al estrecho agujero en que se envaina; fluye de
nuevo como un hilo de sangre que bombeara el corazón de la tie-
rra y luego se derrama ciegamente a caminar banquetas, techos y
rincones. Casi siempre, sin embargo, deja una buena porción de sí
en la guarida; en rigor, nunca acaba de salir completamente y se-
rán pocos los que lo hayan visto íntegro alguna vez. Su curiosidad
ilimitada lo mueve a hacer contacto con toda clase de accidentes
del terreno y pequeños abismos de la microgeología. Recoge con
obstinación toda minúscula noticia, la transmite por las estaciones
de su cuerpo –una mera columna vertebral– y todavía las acompa-
ña de pruebas para verificar los hechos. Es, como quien dice, un
verdadero maestro de la comunicación.
Cuando al caer la tarde se concentra en su agujero, pierde mo-
mentáneamente la compostura, se enmadeja y se hace bolas; al
ca­bo logra encapsularse con manifiesta incomodidad. A la mañana
siguiente, indeciso, asoma la cabeza, verifica la eficacia del coloide
que le permite lograrse cada día y se arroja a noticiar las modestas
maravillas del mapa escalar en que se mueve.

Miguel González Avelar | 83


Descanse en paz

El primer problema serio lo tuvieron cuando hubo carencia de en-


terrar al decano del grupo. Había llegado el momento de que la
convenida solidaridad hasta la muerte entraba en su fase literal.
Alguna vez, por supuesto –¿qué tema no habrían tocado?–, habla-
ron extensamente de la convenien­cia de promover una reserva te-
rritorial en el panteón para re­cibirlos a todos. Javier tenía amigos
también en el negocio de fu­nerarias y sabía los precios y caracterís-
ticas de todos los lotes. Tendría que ser una compra a perpetuidad
ya que, según se aceptó en la discusión relativa, la muerte es algo
totalmente definitivo.
El cadáver de José no parecía incorruptible, como ocurre con el
de algunos héroes y hombres de religión, y por tanto era necesario
de­cidir algo antes de las setenta y dos horas que había de plazo
para discutir a su alrededor. Fue una bendición que la piadosa
di­li­gencia de un pariente casi desconocido organizara un sepelio
común y corriente; la ceremonia carecería de la pompa que todos
convenían en darle y que diversas diferencias de criterio impidie-
ron redondear en cuanto a los detalles, pero, al menos, José des-
cansaría en paz.
La funeraria tenía la evidente atmósfera de una antesala de Se­
cretaría, no sólo por el continente sino por el contenido. A lo largo
de las paredes, sin ventanas casi, se agrupaban corrillos de toda la
jerarquía administrativa. No era precisamente un Consejo de Mi­
nistros pero no faltaba el tipo de funcionario con muy poco tiempo
para permanecer allí o en cualquier otra parte. El sordo rumor de
las conversaciones en la sala se hacía más y más alto hasta vol­verse
francamente alarmante; luego, la advertencia periódica del ataúd
recataba las voces hasta volverlas casi inaudibles; al cabo de las
horas esta marea sonora había creado una atmósfera densa, sala-
da por el llanto, dentro de la cual sentía uno la certeza de poder
levitar.
«Algo de nosotros se va con los muertos –me dijo Javier–. La
cer­tidumbre de todos los recuerdos, la veracidad misma de nuestro
pa­sado, que ninguna historia recogerá, descansa en los hombros
de estos y aquellos amigos que podrían dar testimonio de nuestros

84 | Palindromía
actos. Con cada uno que nos deja perdemos realidad y una coarta-
da magnífica para probar que pasamos por la vida. Creo, –agregó
en la misma voz baja–, que ésta es la razón para explicar el descon-
cierto que sobreviene a los hombres cogidos en flagrante vejez. Sus
tes­tigos van desapareciendo y si, de pronto, tuvieran que robar tal
o cual pasaje de su curriculum vitae, no encontrarían quien diera
ra­zón de ninguno. Al final de cuentas –sentenció–, no somos sino
un puro acto de fe ofrecido a la credulidad de los jóvenes que ya
nos encontraron aquí».
Javier echó la mirada por toda la pieza y le pareció oportuno
cam­biar de tema; lo extraordinario de la situación, es cierto, lo au-
torizaba a saltar de un asunto a otro sin el orden del discurso. «Si
quieren de verdad acompañar a los deudos, deberían permanecer
totalmente callados. Tú te acuerdas –evocó– cómo le molestaba a
José que la gente perdiera el punto. No veo cómo pueden estos– y
con un gesto amplio involucró a todo el velorio– justificar las char-
las impertinentes con que pueblan este tiempo. La familia no ha
podido evitar las novedades de criadas, negocios, viajes y promo-
ciones. Te habrás fijado que de vez en cuando hasta un empleado
de la funeraria tiene que chistar. Para llamarlos al orden, pero no
callarán hasta mañana, un momento, cuando el cuerpo baje tum-
bándose hasta el fondo del agujero. Y no estará cubierto totalmen-
te de tierra cuando el grupo de dolientes comience a dispersarse y
cada quien se asirá del primer vivo con el que tropiece en los co-
rredores del panteón; ya lo verás –vaticinó. Yo vengo a estos actos
y lo hago siempre que puedo, a ver si contribuyo a crear un hábito
de discreción; pero reconozco que no han acabado de entender mi
punto de vista, no obstante que tengo años de dejar a los que me
saludan con el ademán en el aire. Por cierto –reconoció–, ahora
estoy faltando a mi convicción, pero contigo prefiero ser explícito,
te vi muy poseído por la situación desde que entraste y creo que
tienes madera de doliente».
No pensaba responderle, pero tampoco hubiera tenido oportu-
nidad, con las últimas palabras Javier comenzó a irse y fue a dar
contra una pared donde quedó completamente ausente.
Fue inevitable volver a pensar en José. Él decía que preparar
el presupuesto anual de su dependencia era como someterse a un
severo sauna administrativo: mucho sudar proyectos primero y al

Miguel González Avelar | 85


cabo el encuentro total con el agua fría de la insuficiencia financie-
ra. No es extraño que José odiara estos violentos ejercicios anuales,
que, si bien esparcidos, tenían para su persona la secreta misión de
irle desgajando la vida en plazos fijos.
Un día cualquiera, como era de esperarse, José no pudo supe-
rar las dificultades de programar con el rigor exigido los egresos
de un año bisiesto; quizá por esto, al terminar su angustioso pro-
yecto, ciertamente muy mal hecho, se le desencadenaron nume-
rosos achaques que lo trajeron a la situación concluyente en que
se encuentra; toda la medicina social puesta a su servicio fue glo-
balmente ineficaz para reparar su desdichada maquinaria. Lo más
seguro es que no fue cuestión de enfermedad, estoy convencido
de que padeció una sublevación de las vísceras que se negaron a
mantenerse unificadas tan sólo para hacer posible su angustia se-
xenal.
En el velatorio, mientras tanto, se habían organizado unos res-
ponsos. Todavía no terminaban cuando la señora, su esposa, a par-
tir de un murmullo comenzó a elevar la voz. Relató sin venir muy
bien a cuento, según opinión mayoritaria, su vida familiar ante la
avidez circunstancial de varios compañeros de labores. El jefe de
José, entonces, quizá nada más por respaldar a la señora, se colocó
muy aplomado junto al ataúd y desencadenó la síntesis del difunto:
–«Disfrutó de una beca al extranjero y al regresar obtuvo una
supernumeraria».
–«Ruega por él…».
–«Le dictaminaron la base».
–«Ruega por él…».
–«Con los años fue promovido a inexplicables categorías supe­
riores».
–«Ruega por él…».
–«Durante su carrera hizo holgado uso de las tolerancias y ago­
tó el derecho a los días económicos».
–«Ruega por él…».
Mire a Javier y me pareció que había envejecido en segundos,
desde mi punto de vista la concavidad del lente le desorbitaba los
ojos, pero no puede conseguir su mirada porque la tenía puesta en
el oficiante, que seguía implacable:

86 | Palindromía
–«Fue distinguido con imprecisas comisiones, gozó de licen-
cias; fue regularizado y, en general, tuvo especial habilidad para
agen­ciarse prestaciones».
–«Ruega por él…».
–«Cuando estuve de parto –intervino la esposa–, hasta a mí,
que no era empleada, me consiguió el disfrute de mi incapacidad».
–«Ruega por él…».
–«Realizó un viaje de estudios acogiéndose a lo dispuesto en el
artículo doscientos, alcanzó varios aumentos y en más de una oca-
sión cobró sustanciosos emolumentos».
–«Ruega por él…».
–«Aprovechó plenamente los períodos de vacaciones y, sin em­
bargo, resistió victorioso la facilidad de los préstamos a corto pla-
zo».
–«Con dispensa de algún trámite engorroso, señaló oportuna-
mente a los beneficiarios del seguro».
–«Ruega por él…».
–«Y un poco antes de morir, tramitado ya el pago de marcha,
aprovechó la oportunidad, como siempre, para reiterar al mundo
las seguridades de su más alta y distinguida consideración».
Los presentes, de común acuerdo, dijeron todos «amen».
Yo me dirigí inmediatamente a la salida, deslizándome entre
los compañeros, con la mirada desafocada por cálculo y cuidando
de no encolerizar a Javier. No quería toparme con nadie a quien
tuviera que otorgar ni siquiera una inclinación de cabeza como
aviso de mi despedida.

Miguel González Avelar | 87


Había una vez…

Habiendo consultado a una docena de personas entendidas en los


artificios de la literatura sobre cómo debería yo de comenzar este
relato, porque, de verdad, a mí no se me ocurría ninguna forma
definida, todas me respondieron más o menos de la misma mane-
ra: esto es, que no me importara tanto andar buscando una frase
lapidaria para meter en un morral desde el principio la atención
del lector –el cual era mi punto de vista–, sino que, por el contra-
rio, casi cualquier arranque serviría para conseguir este resultado.
Lo importante, me aseguraron, es que el argumento sea bueno y
ya tú deja que a medida que se vaya desarrollando recoja el interés
de todos. Si acaso, me aconsejaron, valdría la pena fatigarse en
discernir un final eficaz; una especie de remate torero que deje en
vilo al lector, con la sensación de ha­ber asistido a algo muy redon-
do, difícil y bello.
Pienso, pues, de nuevo en el asunto y me decido a comenzar
por cualquier lado. No tanto porque me hayan convencido de que
lo mismo da una fórmula que otra –como quiera que sea, allí están
los excesivamente ilustres comienzos del Quijote o de la primera
Ca­tilinaria, de cuyos finales nadie se acuerda y sí todos de sus prin­
cipios–, sino porque es preciso echar a andar por alguna parte.
La primera dificultad que se presenta y que ni siquiera siento
haya podido superar el párrafo precedente, es que lo que deseo
con­tar no es precisamente un relato sino, más bien, una impresión
global de nuestra estancia en la Tierra.
«Una impresión global de nuestra estancia en la Tierra», releo
esta línea y comienzan a operar otra vez mis resistencias más pro-
fundas. ¿Cómo salir con esta vaguedad sin dar mayores explicacio-
nes, sin mostrar un antes, un durante y un después? Sin embargo,
precisamente lo curioso del caso es que no hay una trama, ninguna
trama que contar, sino una mera impresión, una intuición integral
e instantánea de esa impresión. Por esto, me he dicho varias veces:
un cuadro o un montaje fotográfico bien pergeñado explicaría me-
jor mi visión que esta torpe danza de palabras, que, por necesidad,
llevará tiempo leer y se perderá por ello el efecto de instantaneidad
que puede darle valor al conjunto. Imaginen, no obstante, mi des-

88 | Palindromía
esperación cuando sepan que no he sido dotado para la pintura ni
para la fotografía, y aunque tampoco parezca haberlo sido para la
narración, como se está pudiendo ver, necesito confiar al depósito
de las palabras la sensación de que vengo hablando.
Díselo de una vez: creo firmemente que la atmósfera fue al-
guna vez la verdadera residencia del hombre en este planeta. Por
supuesto que el aire tenía entonces una densidad superior a la del
agua y era capaz, por ende, de soportar la gravidez humana. En
ese aire grueso el hombre no requería la condición aerodinámica
que bestias de mucho mayor tonelaje habían desarrollado ya sobre
la tierra, para hendir como toscos navíos la resistencia del ambien-
te. Do­tados de cuatro recias extremidades, flexibles a la altura del
co­do y la rodilla, hombres y mujeres flotaban en un espeso gas
ase­mejando sus movimientos para darles idea de ellos, más bien a
la manera como los pulpos los hacen en el agua, que a la forma en
que se desplazan los gorilas sobre la tierra.
Ignoramos totalmente cómo fue que aquel gas denso se enra-
reció, dejando caer graciosamente hasta el fondo del aire su car-
gamento de personas y animales lastrados. No es difícil imaginar
a las parejas estirando las puntas de los pies para sentir, primero,
la seguridad de tocar lo alto de las montañas, vivir después en las
cuevas escarpadas, bajar luego hasta los valles y, por último, tocar
en la playa, ya erguidas para siempre, la frontera imprecisa del mar
y sus oleajes.
Todavía en la época remota en que la Biblia se redactó a base de
recuerdos ya entonces milenarios, quedaba el registro borroso de
aquellos hombres –ángeles les decían– que a veces se encarrera-
ban, ya muy ineptos, para remontarse hasta las antiguas moradas.
Un testimonio de la condición planetaria de esta catástrofe que
le ocurrió a los ángeles que nos precedieron está en el mito del
águila que cae del cielo para encarnar en los hombres, que casi se
da la mano con nosotros los mexicanos a través del señor Cuauh­
témoc. Bueno, con decir que hasta el propio Luzbel, príncipe de
las alturas, se parece más al perdedor de una batalla territorial que
al protagonista de una conflagración moral.
Por eso estoy seguro también de que una erudición más respon-
sable que ésta podría documentar en todas partes la caída gradual
de nuestros ancestros y hasta uno que otro banquete que alcanza-

Miguel González Avelar | 89


ron los dinosaurios durante aquella lenta, persistente e inesperada
lluvia de proteínas.
Como puede notarse, es demasiado tiempo el que envuelve a
estos posibles acontecimientos como para relatarlos de una senta­
da, queden simplemente como un relámpago de la imaginación
apre­tado en la conciencia: allí están, para probarlo, el terror de caer,
vivo aún en el sueño recurrente; la seguridad de volar que toda ni-
ñez siente; el avestruz que nos remeda desde su análoga invalidez;
y en el actual parteaguas de presente y futuro, la ineludible sen-
sación de que está otra vez echando a perder el aire y de que algo
en nosotros se prepara para una inmersión gradual hasta el fondo
de los mares.
En virtud de todas esas dificultades, lo mejor será contar este
relato a la antigüita y comenzar diciendo como tantas otras veces:
había una vez, hace mucho tiempo…

90 | Palindromía
6.0 x 1027 potencia

Transcribo en seguida algunas notas que encontré en los papeles


de Laura. Laura es una mujer laboriosa en extremo y, aunque ene-
miga de homenajes, sorprende que no diera a estos apuntes una
redacción definitiva; bien terminados le acarrearían sin duda su
ingreso a la Academia, en plenitud de derechos como el más docto
varón. Dicen así:

31 de diciembre
He dudado varios días si un artículo filosófico o una disertación
científica es la forma que contendrá mejor a mi hallazgo, pero ad-
vertida de que los hombres nos niegan capacidad para una y otra
y todas las cosas, creo que ni siquiera se ocuparían de leerlo. Al
final de cuentas creo que es mejor presentar un informe escrito de
corrido y sin mayores pretensiones.

1 de enero
La masa de la Tierra, se asegura, es del orden de 5.93 multipli-
cado por diez a la veintisiete, gramos. Si desestimamos la pequeña
diferencia que hay para cerrar la cantidad en 6 y agregamos luego
los 27 ceros, obtenemos la decorosa magnitud de seis mil trillones
de toneladas para la masa terrestre.
Este es el peso, nada menos, que el ingenioso Arquímides se
proponía pulsar cuando dijo: «Dadme un punto de apoyo y moveré
al mundo».

10 de enero
La verdad es que Arquímides no sabía dónde tenía la cabeza
cuan­do se propuso una empresa tan desproporcionada, y si con es­
ta posibilidad fue más feliz aún que cuando el ¡eureka!, se debe a
que no midió realmente sus fuerzas o abandonó los cálculos co-
rrespondientes. Veamos si no: para elevar del suelo una tonelada a
la altura de diez centímetros sería preciso disponer de una palanca
como de 10 metros y aplicar a su extremo una fuerza de 100 kilos,
pero…

Miguel González Avelar | 91


12 de febrero
Me felicito de poder pensar otra vez en el problema de Arquími-
des. Hace un mes quedó establecido que tenía que mover –¿dónde
dejé mis notas?– seis mil trillones de toneladas. Esto quiere decir
que la pértiga que necesita, suponiendo, claro, que pese absoluta-
mente nada, debe medir unos seis mil cuatrillones de kilómetros;
luego tendría que aplicar en el lejanísimo extremo, más allá del sis­
tema planetario, una fuerza como de 75 kilos.

16 de marzo
¿Pesará Arquímides 75 kilos?, es posible y aún probable que
más. Imaginémoslo, pues, sentado en la orilla de la barra, colgado
casi de los cuernos de una luna ignorada todavía y envuelto en el
más profundo silencio celestial.
Este momento, de una perfección inefable, señala el equilibrio
exacto entre la masa del geómetra –carne, huesos, sangre– y el po-
deroso volumen de océanos, montañas y desiertos hechos bola que
allá abajo se agitan con el estertor de una agonía de primer orden.

2 de junio
Si mis cálculos son correctos, bastaría ahora con que Arquími­
des se sangoloteara un poco para sacar la Tierra de quicio; no obs­
tante, démosle generosamente cien kilómetros más a su infinita
pa­lanca para no dudar de que comienza a caer en el pozo inmenso
del Universo. Allá muy lejos, en el otro extremo de este amplísi­mo
balancín, la Tierra empezará a elevarse por el impulso de un hom-
bre común y corriente. Aquí es donde veo la gravedad del pro­blema
y juzgo que 75 kilos son insuficientes para concluir el experimento.
El sabio de Siracusa está, en efecto, a una altura inverosímil
res­pecto del plano de la Tierra, su palanca se apoya en la base del
Polo Sur, en la región de los epónimos Byrd, Amundsen, Hillary y
Scott; el punto de apoyo para este artificio es un taquete como de
cien kilómetros de alto, colocado a la distancia de un radio te­rres­
tre; la elevación del equilibrista es, pues, de un grado de circun-
ferencia, sólo que transportando este ángulo hasta la prodigio­sa
altura en que está izado el terrícola resulta que la distancia que
hay desde allí hasta el plano de la Tierra entra en el orden de mag-
nitud de los años luz.

92 | Palindromía
21 de junio
Sospecho que mi marido anda manoseando mis cajones. Aun-
que le tengo dicho que no se entrometa en lo que considero más
importante, como son estas búsquedas, estoy segura de que cada
vez que puede se pone a fisgar mis intimidades científicas. Escon-
deré mejor.

5 de julio
Tan fuera de la Tierra se encuentra Arquímides que aún supo-
niendo que caiga con un movimiento uniformemente acelerado y
empuje al planeta sin remedio, le llevaría tanto tiempo nivelarse
con él que en el trayecto perdería uno por uno todos los cabellos,
los dientes, el entusiasmo y la salud. El rigor mortis le sobreven-
dría más o menos a un tercio del camino.
Bien se ve que hay hazañas que no puede cumplir el hombre
más empeñoso –sirva esto de consuelo para Arquímides. Y conste
que he simplificado los problemas hasta el máximo, porque desde el
comienzo nos hundíamos en el pantano de las variables, como, por
ejemplo: ¿pesa realmente la Tierra? El punto fijo de apoyo, ¿existe?
Arquímides ¿se atrevería hasta allá arriba?
Hasta aquí los papeles de Laura. Mañana le sugeriré un co-
lofón casi inevitable: Arquímides fue acuchillado por un bárbaro
mientras despejaba penosamente algunas incógnitas desplegadas
sobre una mesa de mosaicos sicilianos.

Miguel González Avelar | 93


Acróstico

El acróstico es una forma premeditada de la cursilería pero bien


pudiera ser el atisbo de un orbe muy vasto de significados. En el
acróstico hay la intención de decir bien una cosa y, aprovechando
el viaje, decir dos. Nada impide, pues, que ya en este camino so-
metiéramos el texto a una labor de ebanistería después de la cual
tuviese sentido por cualquier parte que lo viéramos.
Así, por ejemplo, podemos trabajar en dirección de conseguir
algún significado leyendo la última letra de los versos de un poe-
ma y luego buscar que las letras que son principio de palabra nos
digan otra cosa; que las segundas, terceras y cuartas leídas de co-
rrido dijeran algo más y así sucesinfinitamente. El ideal de este
arte combinatorio consistirá en obtener un clausulado que al fin de
cuentas se resolviera en un texto signifícate por los cuatro costa-
dos, al sesgo y al revés, el cual tratara de todas las artes mecánicas
y liberales.
Una ventaja de este esfuerzo es que las bibliotecas, ya suma-
mente reducidas de área, guardarían sólo algunos ejemplos de esos
libros utilísimos, si bien seguramente gravosos.

94 | Palindromía
No tengo palabras

Al terminar la desmedrada ovación, se levantó penosamente con


el ánimo de agradecer la cena que le daba la compañía por sus
treinta años de servicios; co­gió el micrófono como una cachiporra
y aunque todos esperaban que dijera no tengo palabras para decir-
les lo que siento, al cabo de seis horas y media se dieron cuenta
de que sí las traía todas consigo. Era muy tarde, sin embargo, para
quitarle el reloj que le habían regalado y por lo tanto decidieron
esperar.
Le cerraron los ojos cuando ya comenzaban a servir los desayu-
nos: lo arroparon con el abrigo de la jefa de relaciones públicas y
hacia las cuatro de la tarde lo llevaron a enterrar.

Miguel González Avelar | 95


Carlos O.

Érase una vez un mexicano obsesionado, como tantos otros, con


el episodio final de su muerte. Pertenecía a esa clase de personas
atormentadas por la posibilidad de que los demás, incluso los mé-
dicos, se dejasen engañar con los síntomas de su aparente deceso
y, abreviando los trámites de hospital, velatorio y panteón, lo lle-
varan a enterrar todavía vivo. No es que dudara de la buena fe del
honorable cuerpo médico, pues generalmente estas cosas se hacen
sin intención, pero sabía, como todos nosotros, de los innumera-
bles casos en que un extraviado ojo clínico ha enviado anticipada-
mente al seno de la madre tierra a un hombre ligeramente vivo. Y
lo que es verdaderamente peor, a un hombre capaz de recuperar la
conciencia en el trance espantoso de una cápsula férrea, oscura y
de obligada meditación.
Carlos O., llamaré a esta desdichada persona que, en previsión
de sus terrores, tomó todas las precauciones que aconseja el temor
y llegó a crear un complicado sistema de alarmas y seguridades a
su alrededor. Parte de ellas eran artificios mecánicos y eléctricos
que comprendían el consabido timbre en el interior acolchonado
del ataúd, el espejo limpísimo dedicado a registrar la huella de su
menor aliento, las agujas de plata que recibirían sus carnes en prue­
ba de vitalidad, y aun el filoso bisturí cromado para entrar a buscar
rastros de la circulación de su sangre. El complemento del sistema
lo constituían las conversaciones docentes con que de cuando en
cuando ilustraba a los suyos, a sus amigos y hasta al comprensivo
médico de la casa, que oscilaba entre compadecer a Carlos y mo-
lestarse por suponérsele incapaz de discernir entre una persona
viva y otra definitivamente muerta.
Hasta aquí todavía Carlos O. no se distingue de tantos otros
que sabemos afectados por la misma manía, como no sea por el
extremo y regularidad de su padecimiento. Algo llegué a saber, sin
embargo, que le da cierta singularidad a su patética preocupación.
Llegué a saber que Carlos O. consideraba a la muerte como un
fe­nómeno preferentemente mental y, por tanto, reversible en de-
terminadas circunstancias, sea de modo casual o por la capacidad
adquirida tras un morboso entrenamiento. Con esto no quería ne-

96 | Palindromía
gar el papel de ciertos traumatismos perfectamente concluyentes,
frente a los cuales la mejor voluntad no serviría de nada. Pensaba,
más bien, en esa muerte pausada que llega sin estrépito, apagando
sin sentir la llama de la vida ante la cara de pregunta de todos los
testigos. En esos casos, decía, una enorme cantidad de mecanis-
mos se van desconectando dentro de nosotros, a veces por la evo-
lución natural de las cosas, y otras, las graves, por una curiosidad
vagabunda que se aventura a las sensaciones y luego es incapaz de
desandar el proceso destructivo.
A él le parecía evidente que no todos esos mecanismos han de
es­tar perfectamente cancelados en el momento en que se suele
de­cretar que alguien ha fallecido, porque algunas veces lo dicen
médicos que festinan los epílogos, el mismo tipo de gente, para él
naturalmente odiosa, que siempre gana las puertas antes de que
un espectáculo esté cabalmente concluído.
El mejor argumento que le conocí, y esto a través de tercera per­
sona, puesto que siempre me rehusé a tratarlo, era la aptitud de los
pájaros para dormir en un alambre. No hay lógica, decía plagiando
a un poeta, en la capacidad de las aves para abandonarse al sueño
sobre un mecate sin el temor de darse un porrazo a media noche.
Por supuesto que el pájaro está firmemente asido a la rama, pero
esto es precisamente lo notable, pues para no perder el equilibrio
tiene el ave que adoptar una rigidez que no es otra cosa que un
rigor mortis inducido. Dureza mortuoria de mentiras, claro, pero
bastante para confundir a un lego que no hubiese visto pájaros ja-
más y tuviera que juzgar de su vitalidad por el aspecto mortecino,
mecánico casi, de su estatuto nocturno. Esta es la prueba, agre-
gaba Carlos O., de que un dispositivo paralelo al sueño, pero un
poco más allá de él, opera en ciertas bestias proporcionándoles más
aspecto de muerte que a otras, cuya apariencia en esa situación es
menos confusa. ¿Quién nos puede decir, ensayaba, que en la ca­
rrera hacia su fin no pase el hombre también por esas siniestras fa-
ses de la palidez y el rigor cadavéricos, antes de ser completamente
irreversible su proceso de muerte?
No quiero hablar, ni por un momento, de cómo vine a conocer
lo que al final de cuentas le pasó a Carlos O. en el epílogo de sus
temores y precauciones. Baste saber que, movido por ellos, llegó a
elaborar un finísimo sistema de señales que no sólo traducía su voz

Miguel González Avelar | 97


sino sus mismos pensamientos, cualquier percepción de su con­
ciencia; cualquier impresión que registrara su mente en el impro-
bable despertar del sepulcro, podía ser transmitida y amplificada
para promover el auxilio de los suyos. Y así fue. Cumplidas las ins­
trucciones del espejo, el bisturí y las agujas, Carlos O. fue deposi­
tado en su cripta por las manos diligentes de cuatro sepultureros y
dos técnicos entrenados por él mismo. Se pasaron varios días con
el Jesús en la boca, turnándose la guardia y el inquietante azar de
recibir alguna nueva proveniente del fondo de la cripta. Y cuan-
do ya lo iban a dar por muerto y terminar por fin con todo aquel
desasosiego, se echaron a andar todas las alarmas, se prendieron
las luces y sonaron los timbres, al solo impulso del pensamiento de
Car­los.
Parece ser que las conjeturas del occiso, si bien ciertas en un
sentido muy amplio, eran en otro perfectamente contrarias a las
suposiciones de su autor.
En efecto, Carlos se recobró, lo cual probaba en apariencia que
su mente había logrado gobernar el proceso de desintegración cor-
poral en que todos lo creían muy adelantado. Pero en vez de esto,
los sensores eléctricos proclamaron que el diamante de su concien-
cia naufragaba, perfectamente lúcido, sobre la pastosa corrupción
de su cuerpo.
No debe censurarse, me parece, la unanimidad con que todos
los suyos resolvieron, en vista de las circunstancias, dejar intacta la
cripta y desconectar la madeja de cables en que tantas esperanzas
había puesto Carlos O.

98 | Palindromía
Beatriz

Fluye lento el arno y se parte en tres bajo los finos arcos del puen-
te viejo, Florencia hierve sobre el calor poderoso del comercio,
la orfebrería y la industria de la cons­trucción. Casas suntuosas y
altas se aprietan sobre las calles, cancelan la deslumbrante luz y
establecen por pasajes y galerías aéreas una secreta comunicación.
Y todo se sabe. La balconería avanza sobre el arroyo y asomarse a
la ventana es atropellar la intimidad entera del vecindario.
Un grabado antiguo rescata el instante en que Dante encuen-
tra a Beatriz. El dibujante ha perdonado el decenio escaso de la
Portinari y nos entrega una escena perfectamente plausible: acom-
pañada por su nana, la niña vuelve la cara y sin dejar se caminar
se encuentra con los ojos inmensos del señor del Alighieri. Por el
intersticio de esos pocos segundos, masculino y femenino en su
ex­presión más simple anudan una complicidad que se promete
eter­na. Al llegar a su casa la muchacha corre a abrazar a sus mu-
ñecas que, por fin, se le entregan filialmente.
Las ocasiones de inmortalidad se obtienen en concursos que
or­ganiza el municipio, Ghiberti le gana a Donatello las puertas del
Bautisterio y las del Paraíso. El desarrollo de la perspectiva condu-
ce de la mano a los pintores directamente al campo, que ahora se
releva con delicadeza detrás de los rostros y los cuerpos. El volu-
men ingrávido del lienzo parece alcanzar la densidad del mármol
y éste, labrado como nunca, se desvanece en el marco delgado del
aire.
Los artistas están en la boca de todos y, a cambio, los pinceles
escurren burgueses de la vida real sobre los frescos ciudadanos. Yo
te pinto, tú me pintas, nosotros nos debemos un retrato. ¿Y Dante?
La vida nueva comienza a adquirir forma bajo la rítmica pluma
toscana, la laboriosa maquinaria lingüística edifica una alegoría
que desdice y confunde la murmuración. El imposible amor se de­
fiende y construye su nido de palabras en el sitio más elevado. Allí
permanecerá a salvo, así se hunda Florencia, para alivio de quie-
nes sobrellevan algún amor inusitado y no pueden redactar, siquie-
ra como Dante, los términos de su desesperación y su entusiasmo.

Miguel González Avelar | 99


III. Ensayo

Las proporciones del rostro femenino

He encontrado la definición de lo
bello, de lo para mí bello. Es algo
ardiente y triste, una cosa un poco
vaga, que abre paso a la conjetura.
Voy, si se quiere, a aplicar mis ideas
a un objeto sensible, por ejemplo, al
objeto más interesante en la socie-
dad: a un rostro de mujer.
CH A R LES BAUDEL A IR E

C omo una contribución al dibujo anatómico,


muestro aquí la consecuencia de las obser-
vaciones que he realizado sobre el rostro de la mujer. No se trata,
ni mucho menos, de conclusiones exhaustivas, pues la riqueza y
va­riedad del rostro femenino es tal que este ensayo no pasa de ser
sino su simplificación sumarísima. Aún así, creo que no carecerá
totalmente de valor el intento de establecer ciertas constantes en
la cara de la mujer, tal y como me parecen derivarse de su contem-
plación detenida, frecuente y, hasta donde esto es posible, riguro-
samente objetiva.
Se dice, con razón, que el carácter científico de un estudio ra­
dica en el método empleado para realizarlo, especialmente en la
posibilidad de verificar sus pasos, y no en el objeto estudiado. Éste
puede ser, en verdad, cualquier entidad de la naturaleza e incluso
los productos más inciertos de los hombres, como lo son sus sue­
ños. Yo me he acercado al rostro femenino sin más ayuda que un
compás y una regla, en busca de proporciones, relaciones y ar­mo­
nías que sean capaces de explicar el misterio de la ingobernable
fascinación que ejercen sobre todos nosotros. Mi bagaje es, pues,
la geometría y de ella apenas los conceptos de la elemental o plana,

100 | Palindromía
pero para mi propósito, dibujar un rostro sobre un plano, el ins­
trumental empleado parece bastar.
La geometría es la dialéctica de las formas. De la misma ma-
nera que en el discurso socrático, un punto, una línea, un plano,
son elementos a partir de los cuales surgen por firme convicción
los triángulos, los polígonos y el círculo. Unos cuantos axiomas,
afir­maciones evidentes por sí mismas, nos llevan de la mano a teo-
remas cuya verdad necesita demostrarse. Pueden entonces plan-
tearse problemas que en la geometría son enunciados en que se
piden construcciones que llenen requisitos dados; sólo entonces
se arriba a la cosecha de los corolarios, que no son otra cosa que
afirmaciones surgidas de las certezas alcanzadas y cuya demostra-
ción requiere poco o ningún razonamiento nuevo. Es este también
el tipo de encadenamiento de ideas y formas que nos llevará de la
mano a construir el rostro que buscamos.
He dicho que regla y compás son los instrumentos que me han
conducido con felicidad a través del mapa femenino. Pero de nin­
gu­na manera se piense que la belleza de la mujer radica en su in­
dudable parentesco con la geometría; por el contrario, es esta dis-
ciplina la que se beneficia de la correspondencia entre las formas
y proporciones descarnadas que ella maneja y las correlativas, pre-
ciosas y necesariamente previas de la figura humana. De aquí, se­
gu­ramente, el encanto que aquella estricta sabiduría ejerció entre
los antiguos griegos, esforzados interrogadores del misterio más al­
to de la naturaleza, que es lo humano.
Es común que el artista se esfuerce por crear el ideal de belleza
que satisfaga su apetito de armonía; yo, en cambio, he recorrido el
camino opuesto: he partido de modelos que me parecieron exce-
lentes para encontrar en ellos las características formales que per-
mitieran crear un arquetipo. ¿Por qué? Porque hay un momento,
dice Ortega y Gasset, en que empieza uno a desdeñar los ideales
del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a estimar como
ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Tal
es la, si se quiere, desorbitada proposición de este trabajo.
No digo que haya encontrado una manera mecánica de repro-
ducir la belleza del rostro, pero, ciertamente, si se componen pun-
tualmente las proporciones que aquí muestro, el resultado será un
semblante armonioso que, revestido con un poco de arte, puede

Miguel González Avelar | 101


llegar a ser muy bello. Y aún me parece que, a partir de esa estruc-
tura, los géneros de gusto pueden satisfacerse todos.
Hay una aclaración indispensable, para no parecer distraídamen­
te parcial: este arquetipo parte de una petición de principios, pues
ha sido derivado de rostros que a mí me parecieron bellos; aunque
también es cierto que así lo parecen al común de mi generación;
son las imágenes de mujeres jóvenes que ornan las portadas de las
revistas y periódicos de hoy, las que han sido coronadas por su be­
lleza después de dilatadas y reñidas elecciones o quienes atraen la
atención de todos en los anuncios publicitarios precisa­mente por
su capacidad de asombrarnos. Y si bien algunas de ellas, entre cien­
tos, no satisfacen puntualmente el rigor de esta geometría, las que
más cabalmente lo cumplieron me parecieron siempre las más be-
llas.
Ya he dicho que estas observaciones corresponden a figuras im-
presas en un plano y, por tanto, sólo valen para dos dimensiones.
En este aspecto soy deudor total de la fotografía, arte y oficio que,
por primera vez en la historia de la contemplación de la mujer, es
capaz de fijar, pulir y hacer esplender a los volúmenes, las líneas
curvadas, las hendiduras y cambios de textura en la piel y, sobre
todo, atrapar en los ojos casi el brillo mismo de la vida. Estamos,
pues, frente a una especie de gramática visual que no entiende el
movimiento, pero que basta para fijarlo. Ya corresponderá a la geo-
metría del espacio formalizar las condiciones de la cabeza y demás
volúmenes preciosos que corresponden a los tres planos de la fi-
gura humana. Ya no obstante esto es ya un adelanto, porque hace
dos mil quinientos años que Sócrates preguntaba a Hipias qué es
lo bello y la pregunta todavía flota en el viento. Por eso es necesa-
rio seguir ensayando respuestas que nos ayuden a esclarecerlo, al
menos en lo que respecta al rostro femenino. Pero no demoremos
más y pasemos a postular nuestro teorema de armonía del rostro.
He aquí el teorema:
El hecho fundamental del que arranca el juego de líneas que
establecen el trabajo humano es la distancia interpupilar. Entiendo
por distancia interpupilar (di) la que va del centro de una pupila al
centro de la otra. Es este el módulo a partir del cual se organiza el
rostro y es, por ende, la clave de su armonía y su arquitectura. La

102 | Palindromía
cara es, como veremos, un desarrollo estricto de esta dimensión y
sirve de patrón para edificar las proporciones de la especie.
No es de extrañar que por tanto tiempo se nos haya escapado
esta sencilla realidad, si consideramos el extraordinario desasosie-
go de los ojos y la circunstancia adicional de que toda observación
directa y prolongada de ellos se ve interrumpida por el batir de los
párpados, pero primordialmente por la resistencia, muy explicable,
a fundar en un elemento tan inestable como los ojos el desarrollo
proporcional del rostro. De aquí que los estudios sobre la cara ha-
yan descansado, hasta ahora, en elementos que sólo en apariencia
son más firmes, tales como el ovalado contorno exterior que de-
finen los huesos del cráneo, pómulos y maxilar, o por el artificio
de inscribir el rostro en un cuadrado rígido, o el de segmentarlo
en proporciones que cortan la imprecisa frontera del cabello en su
parte superior, la línea del mismo pelo desplegada sobre la frente,
los arcos superciliares y los arranques de la nariz y barbilla, tal y
como es, por ejemplo, la proposición del divino Leonardo. Pero es­
tas soluciones, aunque funcionan a grandes rasgos, carecen de la
precisión formal que en la realidad tiene el rostro de las personas.
La distancia interpupilar, en cambio, rige con sólo dos puntos el
desarrollo obligatorio de la cara y, una vez establecida, prefigura
to­das las demás medidas y proporciones de ella.
Sólo dos puntos bastan, conforme a este teorema, para construir
una fisonomía perfectamente bien proporcionada, puesto que toda
la faz no es sino el desarrollo de la distancia que establece el eje de
los ojos, para propagarse luego por toda la cara.
Es explicable, sin embargo, y digno de advertirse, que el desa-
rrollo del módulo interpupilar no pueda resolver todas las curvas y
redondeces del rostro, porque éste, a cada momento, desafía las re-
gularidades del compás, particularmente en su contorno exterior.
En sus orillas, ciertamente, el rostro responde a las arbitrariedades
que dictan los genes familiares, la corpulencia o aun el apetito. Y
si bien el módulo interpupilar es capaz de definir la totalidad de
la cara partiendo de su centro hacia la periferia, es en este último
territorio donde el lápiz del artista puede correr con libertad para
satisfacer el gusto de los tiempos, las latitudes, las razas y, por su-
puesto, su propia concepción de la belleza.

Miguel González Avelar | 103


Aún así, la regulada armonía que aquí propongo resuelve en
lo fundamental el núcleo modular del rostro y es suficiente para
definir el hábito de la figura humana.
Establecido nuestro supuesto, pasemos a encarar el problema
de construcción que lo hará pausible y verdadero. El problema po-
dría plantearse de este modo:
Conocida la distancia interpupilar (di), construir el rostro feme-
nino correspondiente.
Sea AB la distancia interpupilar.

figur a 1

104 | Palindromía
Suponemos que las pupilas están mirando exactamente hacia
el frente, formando la línea visual una paralela con la línea del pi­
so. Suponemos, igualmente, que los ojos estarán precisamente en
el centro de sus órbitas, dejando cada iris una porción idéntica del
tejido blanco de la córnea hacia ambos lados del ojo. En esta po-
sición la base del iris se eclipsa levemente tras el arco inferior del
párpado. Ya volveremos luego sobre esta disposición del eje inter-
pupilar para enriquecer su construcción precisa en el rostro. Por
ahora seguimos dibujando a grandes trazos.
La recta que pasa por las pupilas divide la cabeza en dos partes
iguales. Existe, en efecto, la misma distancia entre la barbilla y el
eje interpupilar que entre éste y el límite superior del cráneo. Esta
proporción, aunque es difícil de reconocer y aun de aceptar a pri-
mera vista, se presenta invariablemente en los rostros que estima-
mos más hermosos. El eje interpupilar establece de esta manera
la simetría del plano horizontal de la cara, mientras que la línea
que bisecta frente, nariz, boca y barbilla constituye la simetría del
plano vertical.
Hay que tener cuidado, sin embargo, en no confundir grosera-
mente el cráneo con el pelo, el cual, según su arreglo artificioso,
hace variar la proporción del rostro, en función de su abundancia
sobre la frente, su esponjamiento, el corte y su textura. Es el pelo
de la mujer su elemento más variable, el que le permite, según los
usos de la época, adaptar la proporción de su figura a la armonía
deseada; es el corrector de estilo de la naturaleza.
Sigamos por ahora en el empeño de establecer los otros puntos
capitales que definen las proporciones principales de la cara, como
sigue:
Tomando como lado la línea ab y haciendo centro en a y b, res-
pectivamente, interséctense los arcos correspondientes en la parte
inferior. Llamaremos «o» al punto de intersección.
Aquí tenemos ya lo que será la parte central de la cara. En efec­
to, a y b indican el centro de las pupilas, a cuyo alrededor se cons­
truirán los ojos. El punto «o» se situará arriba de la boca, aproxi­ma­
damente a la mitad entre la base del cartílago que divide la na­riz
y la media luna que se forma al centro del labio superior. La na­riz,
en consecuencia, quedará inscrita en el triángulo aob. La pro­lon­
gación de los arcos ao y bo señalará, cuando hayamos de dibujarlo,

Miguel González Avelar | 105


la curvatura hacia abajo del labio superior, a derecha e iz­quier­da,
respectivamente; pero no adelantaremos su colocación, para de­
dicarnos a conocer, primero, las divisiones pertinentes en el eje ab.
Pasemos ahora a definir un aspecto fundamental de la cara, que
es su límite inferior; esto es, la barbilla. Al efecto construimos el
triángulo opuesto al triángulo aob , y lo llamamos cod.
En la figura anterior, la línea cd establece el límite en que se
inscribe la barbilla. La interesante figura que resulta es, en efecto,
la de dos conos opuestos por el vértice, o el perfil de un reloj de
arena; pero, en homenaje al método, renunciamos a sacar con­se­
cuencias retóricas o proponer ahora alegorías al respecto. Más bien,
para completar este primer esquema fundamental, trazamos el ar­
co ab. Este peralte sobre los ojos nos permitirá definir otro ras­go
básico del rostro, que es el nacimiento del pelo arriba de la frente.

figur a 2

106 | Palindromía
figur a 3

Para este propósito constructivo trazamos la bisectriz de la figu-


ra obtenida, la cual pasará por el punto «o» e intersectará el arco
ab y la recta ab.
Llamamos o’ al punto en que la perpendicular intersecta el ar­
co ab. Enseguida, con la misma distancia interpupilar ab, hace­mos
centro en o’ y trazamos el arco ef en la parte superior del dia­gra­
ma. Por conveniencia, le damos una amplitud al arco de unos 600
a 700. Este arco determina el nacimiento del cabello y, por tanto,
también la amplitud de la frente y la magnitud de su imperio sobre
los ojos.
He aquí como la distancia interpupilar di se desarrolla y nos
per­mite avanzar con seguridad en la construcción del rostro.
En este momento de la construcción es necesario volver a nues­
tra vigilancia al módulo principal, o módulo interpupilar, que, co­
mo hemos postulado, es eje fundamental de la figura humana y di-
vide la cabeza en dos partes iguales. Hasta ahora nos ha permitido

Miguel González Avelar | 107


figur a 4

situar, en relación con las pupilas, la altura de la frente, el límite


del mentón y la curvatura y posición del labio superior.
Los ojos. Ya es necesario aplicarnos a la construcción del ojo
alrededor de la pupila y precisar las características y posición de la
órbita que lo contiene. Se trata, en definitiva, de detallar los com-
ponentes y porciones del eje ab.
Mirados de frente, en la posición central que hemos supuesto
en la figura que venimos construyendo, los ojos se presentan con-
tenidos en sendas bolsas palpebrales, cuya disposición en el arque-
tipo femenino es ligeramente oblicua respecto del plano de la recta
ab. En su extremo exterior, la órbita se define por la intersección
de la línea de los párpados; en el extremo interior, encontramos la
misma intersección palpebral, sólo que mientras hacia el exterior
el pliegue se cierra sobre el fondo blanco de la córnea, en la parte
interior la abertura de la piel permite ver el vertedero o punto lacri-

108 | Palindromía
figur a 5

mal. Aquí aceptamos, para nuestro problema constructivo, que el


ojo comprende la suma de segmentos que ocupan la pupila, el iris,
la parte blanca del tejido corneal y la porción visible del lacrimal.
Estamos en condiciones de postular ahora una nueva hipótesis:
si llamamos a y b a los puntos exteriores de cada ojo, tal y como
aparecen en un plano, y llamamos a’ y b’ a los puntos de intersec-
ción orbital interiores, entonces afirmamos que el segmento aa´ es
igual al segmento bb’ y que el segmento a’b’ es igual a los ante-
riores. En otras palabras, que la armoniosa belleza del rostro pide
que, mirados de frente, la distancia entre los ojos sea igual al largo
de cada uno de ellos: aa’=a’b’=b’b. Existe, por supuesto, un cierto
rango dentro del cual puede oscilar esta medida, pero no hay duda
que el equilibrio somático tiende hacia esta proporción.
Los ojos demasiado juntos dan la impresión de empequeñecer
la cara y también –aun cuando una separación ligeramente ma­yor

Miguel González Avelar | 109


figur a 6

a la unidad es capaz de hermosear el rostro– una excesiva distan­


cia entre los puntos lacrimales deforma la armonía del conjunto y
puede incluso ser anuncio, como seguramente todas las anoma­lías
que alteran la relación con el eje interpupilar, de una anomalía cro­
mosómica, como es el caso del cromosoma 18, conocida como tri­
somía 18. De aquí podría inferirse, aun cuando así se exceda el
pro­pósito de estas páginas, que la armoniosa impresión de belleza
que un rostro nos entrega derive de que proclama la perfecta con-
cepción que le dio origen, y que esa impresión traiga a nosotros el
júbilo de la feliz casualidad biológica que se originó en el huevo y
perduró a través de infinitas multiplicaciones hasta desembocar
en la maravillosa prójima.
Ahora bien, si los puntos a y b definen los extremos de los ojos,
¿dónde se sitúa en esta recta la distancia o módulo interpupilar?
Siendo aa’ y b’b la representación del largo de cada ojo, los extre-
mos del módulo interpupilar se sitúan en la parte media de dichos

110 | Palindromía
segmentos, como sigue, en donde ab es la distancia interpupilar
(di) a a’ y b’ b limitan el largo de los ojos y a’ b’ es la distancia entre
el cierre de los párpados.
Ahora ya podemos ir a considerar la estructura orbital, la for-
ma en que dentro del perímetro del ojo se presentan sus diversos
elementos. En primer término, vayamos al extremo inferior: para
establecer su grado de oblicuidad frente al eje ab, volvemos a ha-
cer uso del módulo interpupilar ab y, al efecto, con esa distancia,
y apo­yándonos en la media bisectriz perpendicular a la figura, ha-
cemos centro conveniente y tiramos el arco inferior ab. Enseguida
bajamos sendas perpendiculares de los puntos a’ y b’ hasta tocar
el arco ab. Llamamos «a» y «b» a estos nuevos puntos, los cuales
en la figura que construimos, marcarán los extremos interiores de
cada ojo, la porción en que se cierran hacia la nariz.

figur a 7

Miguel González Avelar | 111


Ahora bien, para definir los puntos exteriores de las órbitas ocu­
lares, que nos dan la capacidad de componer íntegramente la es-
tructura del ojo, es preciso introducir aquí un enfoque o punto de
vista nuevo. La diferencia estriba en ampliar la mirada, retirando
un tanto la que, hasta aquí, hemos guardado. Esta mayor distancia
nos dará nuevos elementos para establecer la posición del punto ex­
terior de los ojos y, por otra parte, nos permitirá ver el conjunto de
curvas y rectas que componen la cabalidad de la cara.
En un sentido amplio, el rostro se configura por la intersección
de cuatro círculos, construidos alrededor del eje interpupilar. En
esta estructura, algunos arcos y cuerdas sirven para apoyar la for-
mación de la cara y particularmente los elementos del ojo, todos
los cuales derivan directa y exclusivamente de estas circunferen-
cias. Lo que hasta aquí llevamos expuesto, permitirá comprender
ya el papel que estos apoyos juegan en el conjunto. Veamos.

figur a 8

112 | Palindromía
O

figur a 9

El eje, o distancia interpupilar (ab), es también la línea de los


centros de dos circunferencias que se cortan. La bisectriz de di-
cho eje divide perpendicularmente el rostro en dos mitades y par-
te tam­bién por mitades a dicho eje o cuerda común.
Los puntos de intersección de dos circunferencias, que llama-
mos yo, respectivamente, nos permiten trazar, con el mismo diá-
metro ab, los otros dos círculos. Estos tienen ahora la bisectriz yo
por línea de los centros. Tanto la recta ab como la recta yo vienen
a ser, en el juego de las cuatro circunferencias, cuerdas en los cír-
culos que definen segmentos iguales y homólogos.
Llamaremos g, h, i y j a dichas nuevas intersecciones, las otras
dos son los ya conocidos puntos a, b, y, y o. Conviene ahora recapi-
tular sobre la correspondencia entre los diversos puntos geométri-
cos y la realidad del rostro, conforme al método que hemos segui-
do de relacionar inmediatamente una y otra entidades.

Miguel González Avelar | 113


O

figur a 10

recta ab: distancia interpupilar


arco ef: nacimiento de la frente
recta ab: distancia extrema de los ojos
recta a a’: largo del ojo izquierdo
recta b b’: largo del ojo derecho y el labio superior
puntos kl: altura de la comisura de la boca
cuerda cd: límite de la barbilla
cuerda mn: límite del cráneo

En la figura (10) los puntos yo nos eran ya conocidos por haber


partido de ellos para determinar en la parte superior de la figura,
con base en los arcos ab, la línea del nacimiento del cabello y en
la parte inferior la altura aproximada de la línea de los labios y la
probable orientación de su sonrisa. Pues bien, el arco KL nos per-
mitirá ahora fijar el punto externo de los ojos, mediante el siguien-

114 | Palindromía
O

figur a 11

te procedimiento; con la distancia ab, hacer centro en cada uno de


ellos y trazar los arcos a a’’’ y b b’’’, luego bajar sendas perpendicu-
lares de los puntos a y b; al cortar los arcos, hemos identificado el
punto extremo exterior de cada ojo.
Para rematar la construcción de los ojos, vamos a dar propor-
ción a los diversos segmentos de la recta ab, y a relacionar cada
uno de ellos con la apariencia real de los ojos. Aquí enfrentamos
las re­laciones entre los elementos internos de la órbita.
Nos movemos en los terrenos nucleares del módulo interpupi­
lar, la zona en que se expresan las proporciones más esenciales de
la arquitectura humana y aceptamos simplemente sus propias re-
glas, establecidas seguramente por los cromosomas, tal y como se
presentan a la observación cientos de veces repetida.

Miguel González Avelar | 115


En realidad, por necesidad y conveniencia de exposición, hemos
adelantado algunas características básicas de la geometría del ojo.
Efectivamente, en la figura (4) dimos ya valores dentro del conjun-
to a la porción del iris y a la porción visible del tejido blanco de la
córnea, postulando que el diámetro del iris es igual a la suma de
las porciones blancas.
Frente al misterio enorme de los ojos, aquí tenemos que traer a
cuento un requisito obvio: que la construcción geométrica del ros­
tro no excusa de su conocimiento real, y que, naturalmente, no po-
drá construir uno verdaderamente hermoso quien no haya mirado
alguno previamente.
En términos generales, pueden afirmarse que la circunferencia
de la pupila, elemento de geometría variable puesto que funciona
como un diafragma ante la intensidad de la luz, está inscrita en otra
circunferencia, que es el iris, y que esta circunferencia, a su vez,

figur a 12

116 | Palindromía
está inscrita en un círculo mayor, aproximadamente el doble del
iris, de cuya área podemos darnos cuenta por la porción visible de
la córnea. Como comprobación de esta presentación concéntri­ca
de los ojos, en los rostros reconocidamente más hermosos, la telilla
membranosa en que se implanta el lacrimal presenta usualmen­te
una terminación de media luna vuelta hacia el iris; ésta, efec­tiva­
mente, forma un pequeño arco que inicia la circunferencia mayor
que se forma por la parte blanca de la córnea, pero que la envoltu-
ra de los párpados impide ver íntegramente. Veamos, pues, con los
factores dados, cómo se encarnan los ojos.
Las Cejas. A nada se parecen más las cejas que a las alas des-
plegadas de un ave marina. Es, efectivamente, asombroso el efecto
de dibujar la cabeza y el cuerpo de alguno de esos pájaros. Ya no
sólo en la posición de frente de la cara, sino en el escorzo que se
quiera, las cejas siempre adoptarán la forma de una ave batiendo

figur a 13

Miguel González Avelar | 117


las alas sobre el horizonte insondable de la mirada. No obstante,
aun tan huidizos elementos reconocen, al mirarse derechamente de
frente, algunos requisitos de construcción que, nuevamente, caen
bajo el territorio de la geometría y el gobierno del módulo interpu­
pilar.
La primera característica importante para la construcción de las
cejas es que ambas arrancan, en su parte interior, de la la­ti­tud de
los lacrimales, donde se espesan más y desde donde se despliegan
hacia el exterior, recubriendo los arcos de hueso de la depresión
ocular. La segunda característica es que se fugan en la dirección
del párpado inferior, un ángulo como de 450. La tercera caracterís­
tica implica ya el mandato del módulo anatómico que hemos lla­
mado eje interrpupilar. En su recorrido hacia la frente, las ceja ob­
servan de pronto un ligero quiebre hacia los lados, en dirección a
las orejas, el cual requiere de una explicación y ésta consiste en
que dicho punto de flexión no es otra cosa que el paso de las líneas
aod y boc, respectivamente, es decir, que si trazamos una equis
cuyo centro sea «o» y sus brazos ad y bc, entonces los brazos supe-
riores, al prolongarlos, cortarán exactamente en la esquina de las
cejas. Tal es, de nuevo, la comprobación de la construcción inte-
grada de todos los elementos del rostro a partir del eje interpupilar.
En cuanto al grosor y exacta disposición de las cejas, debo de­cir
que varía sensiblemente entre uno y otros hermosos rostros, que
si una ceja se eleva comienza acusando altanería y si se exagera,
ter­mina mostrando sorpresa o asombro en la expresión, y que, fi­
nal­men­te, el artista deberá calcular muy bien la relación entre la
ex­pre­sión entera del rostro y de las cejas, a efecto de conseguir la
apa­riencia que a cada cara conviene más.
La Nariz. Definida ya la construcción de los ojos en sus aspec-
tos fundamentales, nos queda por resolver enseguida la implanta-
ción de la nariz. Desde luego, este apéndice cuenta más visto de
perfil, perspectiva en la cual es más ostentoso, que mirado de fren-
te; no obstante, la apariencia armónica de la fisionomía demanda,
sin duda, que la nariz muestre de frente una cierta posición y pro-
porción en el semblante. Esta realidad vuelve a mostrar la impor-
tancia del eje interpupilar ab, puesto que la nariz está también en
estrecha correspondencia con él.

118 | Palindromía
He aquí la solución para implantarla: si bajamos dos líneas per-
pendiculares a los puntos a’ y b’ y los hacemos cortar a los arcos
ao y bo, ya conocidos por nosotros, obtendremos el ancho de las
aletas de la nariz y, consecuentemente, la altura de la cara en que
esta protuberancia queda implantada convenientemente.
La construcción de la figura anterior muestra, adicionalmente,
que el ancho de las aletas de la nariz es igual a la distancia entre
los ojos y, también, lo que es lo mismo, que la nariz tiene el ancho
de cada ojo. Naturalmente, la nariz no es un rectángulo cuyos la­
dos bajen a plomada desde los puntos interiores de los ojos. El ta-
bique nasal, que define el diseño de este órgano, muestra de frente
aproximadamente la mitad del ancho del rectángulo, en tanto que
la línea de la carne se ensancha hacia las cejas y hacia la punta de
la nariz, en proporciones sutiles que varían de uno a otro rostro.
Son justamente estos saldos de la geometría los que dan, dentro de
una estructura perfectamente rígida, las variedades casi infinitas
de la figura y la belleza humanas.
La Boca. ha quedado pendiente la boca, cuya colocación en el
plano del rostro parece ser lo más incierto del problema constructi­
vo que nos ocupa. El juego de las curvas que la define es un vór­
tice de intersecciones, arcos comprendidos a ondulaciones que no
parecen obedecer a ninguna pauta. Y me refiero, por supuesto, a
unos labios en reposo, porque en la posición de iniciar una pala-
bra o expresar un sentimiento los labios pierden toda proporción y
trastornan la geometría.
En cuanto aparece la sonrisa, el rostro se ilumina y la geome-
tría se bate en retirada, una sonrisa que sea franca, extiendo las
comisuras hasta tocar las perpendiculares que bajan de los puntos
exteriores del iris. En ocasiones incluso pueden rebasar tales pun-
tos, dando entonces sensación de ingenuidad, sencillez y felicidad
extremas.
La principal característica de la boca, sin embargo, la que se
antoja ciertamente mágica, consiste en que su largo establece, en
relación con la amplitud de los ojos, la proporción áurea, esto es,
que los extremos de la boca y los ojos, cuando están en reposo, es­
tablecen la llamada divina proporción, el misterioso número pita-
górico, la relación aritmética 1.1.618.

Miguel González Avelar | 119


Tenemos entonces, al menos, tres condiciones de definición pa­
ra la boca que, si bien elementales, pueden bastar para nues­tro ob­
jeto: el largo, la altura de las comisuras y el límite del labio superior.
Volvamos ahora a la estructura del eje interpupilar ab para que,
con base en la segmentación que muestra los puntos que corres-
ponden a la colocación de la pupila y los extremos del iris, poda­
mos proporcionar el largo de la boca. Al construirla veremos que
la relación del oro se estructurará aproximadamente por dos per-
pendiculares que bajan de los extremos interiores del iris, defini-
dos por los puntos c’ y d’, así obtenemos, muy aproximadamente,
la pro­porción áurea. Esta distancia, que es la de la comisura de los
labios, tenemos que montarla en el arco kl, de tal suerte que al
formar esta cuerda consigamos establecer altura y largo de la boca.
El límite del labio superior, finalmente, quedará insinuado por
la prolongación de los arcos ao y bo. El labio inferior, en cambio,

figur a 14

120 | Palindromía
que completaría el ancho de la boca, desconoce, hasta donde he-
mos llegado, un límite geométrico preciso y su dibujo queda libra-
do a la plena voluntad del artista. Su menor o mayor grosor, nunca
mayor, sin embargo, que la abertura natural de los ojos, mostrará
la carga de sensualidad con que se muestra el arquetipo a la con-
templación ajena.
Las Orejas. Este par de piezas cartilaginosas situadas a cada
lado de la cara, corresponde más bien a la estructura lateral del ros­
tro; pero su influencia en la apariencia del frente es indudable y,
por esto, tenemos también que definir su altura y su tamaño en la
cara.
El tamaño de las orejas es también el de la distancia interpu-
pilar (di), aún cuando su menor tamaño tiende a hermosear la faz.
La altura de los lóbulos de las orejas en la cara, mirándola siempre
de frente, queda definida por una recta paralela al eje ab que pasa
por la punta de la nariz.
La altura de la concha o concavidad del conducto auditivo se si-
túa hacia la altura de los lacrimales. Tal ocurre señaladamente en la
Esfinge, monumento destinado por antonomasia a recibir pregun-
tas. En términos generales, el perfil exterior de las orejas, de es-
tructura ciertamente muy variable y de interrogación a los lados de
la cara. Pueden encontrarse también perfiles más ovalados, como
de concha marina, que hacen el efecto de embellecer el rostro con
un acento infantil. Las orejas están en constante desarrollo en el
rostro, crecen con el tiempo y es indudable que su paulatina evo-
lución, de menor a mayor diferenciación en el curso de infancia,
juventud y madurez, contribuyen a mejorar o demeritar el equili-
brio y armonía del rostro.
Hemos fijado ya algunos datos esenciales para dibujar un rostro
bien proporcionado y, sin embargo, queda la sensación muy clara
de que aún falta mucho por hacer. Poco hemos podido decir del
pelo, por ejemplo, el cual representa miles de posibilidades y según
su disposición influirá sensiblemente en el efecto final. Creo que
está en Platón el aserto de que en la cabellera anida la belleza de
la mujer.
La observación tiene que ser cierta, porque la belleza de segu­
ro está esperando entre las infinitas posibilidades que caben en

Miguel González Avelar | 121


figur a 15

el arreglo del cabello; lamentablemente, hasta ahora, sólo hemos


iden­tificado su frontera en el territorio de la frente.
El otro gran misterio está en el contorno de la cara. Aquí es don­
de las líneas exteriores oscilan dentro de márgenes relativamen-
te amplios, formando figuras innumerables. Aún así, algo puede
de­cirse: el punto en que los pómulos de la mujer se ensanchan,
dando esa amplitud característica del rostro femenino, presenta res­
pec­to del largo total de los ojos –esto es, la intersección exterior de
cada párpado– una proporción que oscila entre 1.4 y 1.6. De esta
manera, otra vez se repite a estas alturas de la cara la proporción
áurea, la bien llamada divina proporción que tanto gratifica a la
mirada.
Aquí llegamos al final de la construcción del rostro femenino.
Ha sido un breve ejercicio pero indudablemente provechoso. De

122 | Palindromía
cier­ta manera, el espíritu siente el alivio de haber aprehendido la
fugacidad de la belleza, así sea entre los trazos burdos de la geo-
metría. Claro es que esta captura durará sólo un instante, pues
ape­nas el modelo inicie el movimiento las reglas saltarán hechas
astillas, pero tal vez sea este un primer paso para formalizar ese
misterio altísimo que es cada mujer. Si uno se fija bien, en todas
hay, al menos, una partícula de la belleza. Y aunque se experimen-
ta cierto temor y pena por encerrarlas en una jaula de líneas, yo
quisiera que no se viese en estos intentos sino el laborioso home-
naje de un hombre que, habiendo estado alguna vez enamorado, se
preguntó frente al objeto de su admiración ¿qué es esto?
Los diccionarios suelen definir el palindroma como una senten-
cia o verso que puede leerse lo mismos de izquierda a derecha que
en sentido inverso, podría ser, entonces, el oficio o hábito de hacer
palíndromas o la reunión de los mismos.
Toda la primera parte de este libro, corresponde a esta descrip-
ción, incluso, aparece también un drama palindromo en un acto.
El resto de los apartados están constituidos, primero, por la reu­
nión de una serie de textos narrativos que llaman la atención por
su originalidad y oficio. Y el volumen culmina en un ensayo muy
interesante y peculiarísimo sobre las proporciones en el rostro fe-
menino, en donde se subrayan hallazgos que sorprenderán al lector.

Miguel González Avelar | 123


bibliogra fía del estudio preliminar

eco, umbert o. Obra abierta, Seix Barral, Barcelona, 1965.


gonz á lez av el a r, miguel. Palindromía, Grijalbo, México, 1982.
—. ¿Yo soy? Eso no sé: homenaje a Miguel González Avelar, Miguel Ángel
Porrúa, México, 2013.
ll a do, jesús y pedro ruiz loz a no. Sé verla al revés, Praxis, México,
2008.
pr a do ga l á n, gilbert o. A la gorda drógala, Arteletra, México, 2009.
—.Echándonos un palíndromo, Algarabía, México, 2012.
—.Efímero lloré mi fe, Ediciones sin nombre, México, 2010.
—.Sorberé cerebros, Axial/Colofón, México, 2011.
r íos, juli á n. Larva, Seix Barral, Barcelona, 1983.
romero, juli á n. Somos/ yo soy, palíndromos para niños, Axial/Colofón,
México, 2013.

124 | Palindromía
índice

Estudio preliminar
Palindromía o la magia de los espejos verbales |9
Miguel González Avelar: palindromista y palindrólogo |12
Palindromía |14
La muerte de Adelita, drama palindromo |17

Palindromía |21

i. pa lindromí a |23
Índole |29

Lógica |30

Ética |31

Estética |32

Saint Exupery |33

Ópera prima |34

Galaor |35

Velación |34

Narcisa |36

Jai kai |38

Infundio |39

Evita |40

Lana sube… |41

Miguel González Avelar | 125


Elegía |42

Ser |43

Heredera |44

Tus minas el palacio… |45

Son para turista |46

Padre Nazas |47

Ojalá |48

Sevilla |49

Y trópico no conocí por ti |50

l a muert e de a delita
Drama palindromo |51

ii. t ex tos
Varona |59

El hallazgo |62

El artista |66

Expediente 22/i x /70 |67

Informe de un investigador |69

Charada |73

Mimesis |76

126 | Palindromía
de un best i a rio 
El enjambre |78

La mariposa |80

La hilera de hormigas |81

Descanse en paz |82

Había una vez… |86

6.0 x 1027 potencia |89

Acróstico |92

No tengo palabras |93

Carlos O. |94

Beatriz |97

iii. ensayo 
Las proporciones del rostro femenino |98

Bibliografía |122

Miguel González Avelar | 127


Se terminó de imprimir y encuadernar en enero de 2014, en el 450 Aniversario de la
Fundación de la ciudad de Durango. Palindromia, libro escrito por Miguel González
Avelar, siendo el número seis de la Colección Autores del 450. Fue impreso en Ar-
tes Gráficas «La Impresora», Enrique Carrola Antúna 610. Col. Ciénega, Durango,
Dgo. Teléfono 618 813 33 33. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Bertha
Rivera y se tiraron mil ejemplares.

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