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El estudio de la sensibilidad a antimicrobianos de las diferentes bacterias aisladas

en muestras biológicas tiene dos objetivos fundamentales: el primero, guiar al


clínico en la elección del mejor tratamiento individual, y monitorizar la evolución
de la resistencia bacteriana con objeto de revisar el espectro del antimicrobiano y
poder actualizar los tratamientos empíricos [1]. Este estudio se realiza mediante
el antibiograma, que mide la sensibilidad de una bacteria frente a diferentes
antimicrobianos in vitro y a partir de estos resultados predice la eficacia in vivo.
Con un antibiograma se pueden obtener resultados cualitativos que indican si la
bacteria es sensible o resistente a un antibiótico, o cuantitativos que determinan
la concentración mínima (CMI) de antimicrobiano que inhibe el crecimiento
bacteriano (en µg/ ml o en mg/l) [2].

La resistencia antibiótica representa un problema a nivel mundial no sólo en


cuanto a su diagnóstico y descubrimiento temprano sino también en cuanto a su
manejo y control.

Para definir y enfrentar la resistencia de un microorganismo, deben conocerse los


mecanismos de resistencia, los datos obtenidos en el laboratorio clínico y
conjugarlo con la experiencia clínica. En el laboratorio puede evidenciarse tanto
la resistencia intrínseca como la adquirida; no obstante la extrínseca o adquirida
por ser imprecedible, es la que debe descubrirse de una manera oportuna pues es
la causa más importante de falla terapéutica. La resistencia clínica es definida
como la discrepancia entre la susceptibilidad in vitro y el efecto visto en el
huésped [3].

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