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Índice
Introducción.......................................................................................................................2
1. El retrato literario.......................................................................................................... 3
2. El retrato literario en La Fontana de Oro......................................................................5
2.1 El retrato de los absolutistas....................................................................................6
2.2 El retrato de los liberales.......................................................................................11
3. El retrato literario en El escándalo..............................................................................13
3.1 Fabián Conde; en la encrucijada........................................................................... 14
3.2 Los personajes del Bien.........................................................................................15
3.3 Los personajes del Mal..........................................................................................17
Conclusiones................................................................................................................... 20
Bibliografía......................................................................................................................22
Introducción
El objetivo de este trabajo es realizar un estudio sobre el retrato literario en dos novelas
decimonónicas de la literatura española; La Fontana de Oro (1871) de Benito Pérez
Galdós y El escándalo (1875) de Pedro Antonio de Alarcón. Es bien sabido que el
retrato, ya utilizado en la retórica clásica, es un recurso literario empleado en la mayoría
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de obras literarias, independientemente del género al que pertenezcan, para describir y
presentar detalladamente a los personajes de un modo determinado y con una
intencionalidad concreta. Teniendo en cuenta dichos aspectos esenciales, sobre los que
se profundizará en el siguiente apartado, se analizará de qué manera y con qué intención
ambos autores retratan y dan vida a sus personajes, atendiendo a los recursos
descriptivos utilizados, así como a la función que le atribuye cada autor al retrato.
Por un lado, La Fontana de Oro es una novela histórica con elementos costumbristas y
folletinescos protagonizada por una serie de personajes que reflejan la sociedad
española de la segunda mitad del siglo XIX, enfrentada y dividida por los liberales y los
absolutistas, pues el objetivo del autor es advertir a los liberales, tras el triunfo de la
revolución del 68, para que sepan aprovechar la libertad y no vuelvan a caer en las
garras del absolutismo, tal y como sucedió tras el fracaso del trienio liberal (1820-
1823). Por otro lado, El escándalo, publicada cuatro años después, es una novela
confesional que pertenece al grupo de novelas tendenciosas de la época, ya que es un
tipo de literatura con una clara intención político-ideológica, pues «convierte la religión
en la que cree en ingrediente central de su obra, y presenta sus creencias de forma
apologética» (Ignacio Javier López 2013: 21), a través de la historia y la confesión de
Fabián Conde, el protagonista de la novela.
1. El retrato literario
Inicialmente, es preciso mencionar la importancia del retrato, pues nace por la necesidad
de representar el hombre en el arte, dado que el ser humano siente el afán por crear y
recrearse a sí mismo, y por ello toma como objeto de estudio al hombre, con el objetivo
de admirar, criticar, deleitar o provocar la reflexión al receptor, ya sea en las artes
plásticas o en la literatura (Margarita Iriarte 2004: 20). Por lo que se refiere más
concretamente al retrato literario, es definido, según el Diccionario de la Real Academia
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Española, como “descripción de la figura o carácter, o sea, de las cualidades físicas o
morales de una persona” (DRAE, s.v. retrato), o tal y como lo define Margarita Iriarte en
su estudio sobre el retrato literario es la “representación literaria del ser humano” (2004:
79). Cabe destacar su antigüedad, lo cual indica que, desde tiempos inmemorables, el
retrato literario ha sido destacado como recurso esencial para cualquier composición
literaria. Un claro ejemplo de ello es Prisciano, un gramático latino del siglo VI, que
consideró el retrato como uno de los artificios más significativos de composición.
También Cicerón señaló las características que debía cumplir cualquier retrato, pues
éste insistió en el detalle minucioso de la descripción física, pero tuvo presente la
importancia de las características psicológicas y morales de los personajes retratados
(Ricardo Senabre 1997: 9). Esto es, un retrato suele estar compuesto por una
descripción física, también conocida como prosopografía, y una descripción
psicológica, o «presentación del “interior” del individuo, del sustrato anímico y
espiritual que guía su comportamiento» (Margarita Iriarte 2004: 84), llamada etopeya.
No obstante, hay que tener en cuenta que los dos tipos de descripción están íntimamente
relacionados y, normalmente, una de las dos descripciones se superpone a la otra. Otro
aspecto relevante que incide en la unión de la prosopografía y la etopeya es que, la
tradición ha mantenido la idea de que los rasgos físicos se vinculan con determinadas
maneras de ser y de actuar, pues según las creencias de cada cultura, la apariencia física
y el carácter están correlacionados, fruto de la concepción del hombre como un ser
formado por un cuerpo y un alma. Por ello, las descripciones suelen insistir en los
rasgos fisonómicos, ya que poseen una importante significación en relación con el
comportamiento.
Tampoco hay que olvidar que, generalmente, los datos psicológicos aportan
información sobre «el reino de las pasiones, emociones, motivaciones, pensamientos y
reflexiones» (Margarita Iriarte 2004: 85) del personaje, pero también son de importante
consideración los gestos, las poses y la indumentaria de la persona descrita, pues dichos
datos ayudar a averiguar la condición social, la religión, el estado civil, etcétera. En
suma, tras estas precisiones, puede decirse que el retrato está íntimamente relacionado
con el personaje, y que para la construcción y la descripción del personaje se parte de la
selección de elementos reales del ser humano para, de esta manera, acentuar aquellos
atributos más representativos de la persona, pero cabe diferenciar entre persona y
personaje, pues, aunque comparten una serie de características, es preciso recordar que
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el personaje es una representación del ser humano y «no tiene sentido fuera de la
composición en la que se encuadra» (Margarita Iriarte 2004: 82).
Paralelamente, existen otros elementos cruciales que originan la formación del retrato
literario. Por un lado, la persona que describe, es decir, el autor o la voz emisora, ya que
esta voz es la que interviene subjetivamente para focalizar en la descripción subrayando
aquellos rasgos que convierten al personaje en único y especial:
A la hora de hablar del retrato, la voz emisora llegar a ser tan importante que es
ciertamente en ella la que se forja la esencia misma de la noción de retrato, es ella la
que retrae una imagen, la que le da forma, la que permite y justifica la primera
representación. Es la que sustenta y da razón de ese tipo de caracterización.
(Margarita Iriarte 2004: 109)
Por otro lado, el personaje descrito puede ser, o bien tomado de la realidad o puramente
imaginativo. Unido a estos dos elementos esenciales está presente el contexto histórico-
social, pues el personaje es ubicado en un contexto histórico-social determinado e
intencionado, dado que el espacio también posee una gran relevancia, ya que tan
importante es el periodo histórico, social y cultural en el que se introduce el personaje,
como la escenografía que rodea al personaje durante la descripción y presentación.
Otro aspecto indispensable es el modo de describir, dependiendo del orden de la
descripción y el lenguaje empleado, dado que un retrato no sólo implica descripción,
también puede aparecer retratado mediante una narración de episodios vitales del
personaje o un diálogo en el que éste interviene, por lo que a través de sus acciones y su
manera de hablar, puede observarse su estado de ánimo, su formación, su modo de ser,
entre otras características. La parte de la obra en la que se decide introducir al personaje
también hay que tenerla presente, ya que en muchas ocasiones puede mostrar la función
del retrato, pues pueden poseer distintos fines.
Además, según las diferentes épocas se han canonizado unas costumbres, mientras que
otras se han rechazado, pues «el retrato está sometido a las convenciones de época, a los
modos y formas propios de cada tiempo y tradición: conocer estás convenciones puede
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ayudar a completar el estudio, y la realidad de este fenómeno» (Margarita Iriarte 2004:
201). Una diferenciación sobre la que ha indagado Margarita Iriarte en su obra es sobre
la compleja diferencia entre el retrato y la descripción, dado que, a pesar de que el
retrato es un fenómeno descriptivo, lo cual indica que la descripción complementa el
retrato, su función y su intención es distinta a la de una mera descripción.
Esto es, el retrato adquiere una mayor significación en relación con el personaje
retratado, que suele ser uno de los protagonistas, ya que «se convierte en un medio de
razonamiento, de representación, e incluso simbolización de otra serie de significados y
valores» (Margarita Iriarte 2004: 199). Por el contrario, si el autor decide realizar una
descripción, también implica una significación y una función concreta que aplica al
personaje, mediante la elisión del retrato. Para concluir este apartado, hace falta
enfatizar que dentro del retrato literario existen otras técnicas, como puede ser el de la
caricatura mediante la deformación y la ridiculización, técnica muy utilizada por Benito
Pérez Galdós, así como, en el otro extremo, el de la idealización.
Es bien sabido que Galdós destaca, entre otros motivos, en su arte por describir y
retratar a sus personajes, así como por la caricaturización, pues dichas descripciones
esconden y simbolizan una gran significación respecto al personaje y a la obra.
Referente a la novela, La Fontana de Oro, presenta diferentes tipos de retrato literario,
pues, en este caso, el autor hace uso del retrato para referirse a los personajes negativos,
dado que en la novela se enfrentan dos mundos, dos ideologías: el liberalismo y el
absolutismo, y esos dos mundos quedan representados en los personajes, que están,
también, enfrentados. Los personajes de la novela están situados en un momento
histórico y espacial concreto, ya que todos ellos se encuentran en la ciudad de Madrid
durante el periodo del trienio liberal, lo cual indica una clara intencionalidad, pues tal y
como señala el propio Galdós en el Préambulo de la novela en el año 1870 «los hechos
históricos o novelescos contados en este libro se refieren a uno de los periodos de
turbación política y social más graves e interesantes en la gran época de reorganización
que principió en 1812 y no parece próxima a terminar todavía» (1870: 9), ya que, según
el autor, existe una analogía entre los sucesos del trienio liberal y el triunfo de la
revolución del 68, pues sigue estando presente la pugna entre reaccionarios y
progresistas, como bien afirma Juan López Morillas:
La intención de la novela es […] más pragmática que artística. Trae a colación los
sucesos de este trienio liberal porque interpreta los problemas de su día como parte
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de un flujo histórico que arranca en las Cortes de Cádiz y se nutre de las
subsiguientes contiendas entre el liberalismo y la reacción, enconadas de nuevo al
estallar la Revolución de Septiembre. (1972: 51)
De este modo, consigue prevenir a los liberales para que no se vuelva a repetir el
fatídico fracaso del trienio liberal. Volviendo al enfrentamiento de los personajes, cabe
distinguir, como se ha indicado anteriormente, entre aquellos personajes que simbolizan
el absolutismo, encarnados, principalmente, en Elías Orejón, las Porreño y Fernando
VII, y aquellos personajes que simbolizan el liberalismo; Lázaro, Bozmediano y Clara,
ya que se enfrentan dos grupos sociales e ideológicos: los jóvenes de la España liberal y
los viejos absolutistas.
Elías, también conocido como Coletilla, surge entre las sombras, pues se esconde en la
penumbra para poder ejercer su oficio; el espionaje: «frente por frente al mostrador, y
en el más oscuro sitio del café, principió a destacarse una figura humana, invisible hasta
entonces» (2014: 34-35)1. Galdós retrata al personaje utilizando la técnica de la
caricatura para así conseguir un efecto de deshumanización. El retrato está caracterizado
por el estatismo, pues el viejo Coletilla, cual títere, se halla sentado en un rincón del
café de La Fontana, mientras la voz emisora empieza a enumerar las características
físicas del anciano. En todo momento, Galdós enfatiza el deterioro del cuerpo de éste
«su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior» (36), y sigue
un orden descriptivo, ya que inicia el retrato con la descripción de la fisonomía (rostro,
boca, cejas, ojos, cabellos, nariz, orejas), prosigue con el cuello y finaliza con los dedos
de las manos. Sobre todo insiste en la mirada; «su mirada era como la mirada de los
pájaros nocturnos, intensa, luminosa […]» (37), y en las «dos enormes orejas
extendidas, colgantes y transparentes» (36), pues son las dos partes del cuerpo
indispensables para poder espiar a los liberales en las reuniones de la Fontana.
1 PÉREZ GALDÓS, Benito (2014): La Fontana de Oro, Madrid: Alianza Editorial. En adelante sigo esta
edición.
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Tampoco hay que olvidar que su apellido es Orejón, lo cual demuestra la importancia de
las orejas, no sólo en la descripción, sino también en su vida. Esto es, las orejas son un
atributo esencial del personaje, dado que, por un lado, posee unas orejas desmesuradas,
y, por otro lado, se apellida Orejón, lo cual provoca la sonrisa en el lector, dado que
Coletilla es caricaturizado, mediante la burla y el tono despectivo. Algo parecido sucede
con el nombre, pues Elías, según la iconografía cristiana, significa “anciano alto y
demacrado”, característica que queda acorde con la descripción del personaje (Laureano
Bonet 1994: 58).
El otro retrato que adquiere una gran significación, en relación con los personajes
descritos negativamente, es el de la descripción de las Porreño. Estas tres mujeres, que
pertenecen a la misma familia, son referidas por el autor como “las tres ruinas”, y
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pueden concebirse como un solo personaje. Al igual que sucede con Coletilla, son
consideradas como la representación de la vieja España, vestigios de un aristocrático
linaje, que conviven en un ambiente de envidia, rencor y represión (Juan López Morillas
1972: 69. El retrato de la tríade cobra una relevante importancia, pues Galdós parte de la
descripción de los objetos, para después iniciar la descripción física y psicológica de las
tres mujeres, pues los objetos definen al personaje. El capítulo se inicia con la
descripción del hogar en el que habitan, una casa cuya fachada “no tenía mal aspecto”,
pero su interior estaba en ruinas, una clara muestra de hipocresía propia de estas
mujeres. De hecho, «las reliquias, las ruinas que más impresión producían, eran las tres
damas nobles y deterioradas que allí vivían» (176), ya que ellas mismas forman parte de
las ruinas junto a los muebles inservibles y todo lo que contiene la casa. El objeto más
simbólico de la descripción es el reloj:
Estaba parado y marcaba las doce de la noche del 31 de diciembre de 1800, último
año del siglo pasado, en que se paró para no volver a andar más, lo cual no dejaba de
ser significativo en semejante casa. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio
de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este
siglo. (175)
Tal y como puede observarse, este reloj, que sigue parado en el siglo pasado, está
describiendo, a su vez, a sus dueñas, pues éstas, al igual que el objeto, tampoco han
entrado en el nuevo siglo, siguen anticuadas en el arcaico pasado absolutista y
tradicional, dado que consideran que los ideales progresistas, o las llamadas “ideas del
día”, son ideales perversos, que carecen de sentido. Asimismo, tras la aparición de los
objetos, el autor inicia el retrato físico y psicológico aprovechando el estatismo de la
escena, pues, como si de un cuadro se tratara, Galdós intencionadamente las sienta en
fila, una al lado de la otra. Las tres sostienen objetos relacionados con la devoción; una
de ellas cose, otra sostiene un libro de horas y la tercera «bordaba con hilo de plata un
pequeño roponcillo de seda, que sin duda se destinaba a abrigar las carnes de algún
santo de palo» (176), lo cual acentúa su fanatismo religioso. También se vuelve a repetir
la caracterización zoomórfica, pues aparecen ante Clara como aves «que volaban,
envueltas en espantosas nubes» (174), de nuevo haciendo alusión al ave rapaz.
Sin embargo, cabe apuntar una gran diferencia en la presentación de los personajes,
puesto que el personaje de Paulita recibe un trato distinto en comparación con Salomé y
María de la Paz. Las descripciones de estas dos son propias de la caricatura, el autor
recurre a la burla y a la hipérbole para conseguir un efecto sarcástico con tal de que el
lector sea consciente de la degradación del personaje. Esto es, María de la Paz y
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Salomé se contraponen físicamente; una es «alta, gruesa y robusta, de cara redonda y
pecho abultado» (177) y destaca hiperbólicamente por una verruga negra, «que
asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un católico», y en la
indumentaria se hace énfasis en los anillos cuyos brillantes son falsos, donde se vuelve a
insistir de nuevo en el afán de la apariencia y la hipocresía. Por el contrario, Salomé,
comparada con una momia, pues es prácticamente un trapo más, «era alta y flaca, flaca
como un espectro» (177) y destaca por su “bigotillo barbiponiente”, tal y como describe
irónicamente el autor, y por vestir con un traje negro y largo.
Por último, merece especial mención una escena de la obra, totalmente grotesca, en la
que, mediante la acción de dichos personajes, se alude, una vez más, a su forma de ser
mezquina y vil, ya que Salomé y María de la Paz son capaces de pelearse en el suelo por
conseguir las monedas que se le han caído a doña Paulita. En síntesis, en estos dos
retratos Galdós sigue haciendo uso de la caricatura con la intención de deshumanizar a
los personajes, pero también hay que señalar el tipo de retrato, dado que predomina la
prosopografía, concretamente la descripción física del rostro, aunque también describe
el cuerpo y las manos. Doña Paulita es también una devota de la religión, como sus
familiares, pero al contrario de éstas, ella no es hipócrita, sino una santa. Su descripción
se inicia con el retrato de su voz «de timbre nasal e impertinente como el de un
monaguillo constipado» (179) y su figura, una descripción en la que Galdós hace uso de
una comparación religiosa, lo cual indica la sutil ironía, pues ella es una santa. A
continuación, prosigue con el retrato de su fisonomía, sobre la que insiste, pues está
relacionado con su comportamiento, ya que «tenía el rostro compungido y desapacible,
pálido y ojeroso» (180), y al igual que su rostro, es una joven apagada, triste y recatada,
fruto de la represión, debido a que siempre ha vivido reprimiendo sus sentimientos, y
cuya vestimenta se caracteriza por un “vestido monjil”. Además, es el único personaje
que sufre una transformación al revelarse contra su condición y su modo de vida cuando
se enamora de Lázaro.
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esta descripción adquiere una significación considerable. Hay que tener en cuenta que,
salvo en el caso de Fernando VII, el resto de personajes históricos que aparecen en la
obra, siempre se presentan a través de la distancia.
Otro aspecto significativo es el título del capítulo en el que se describe al monarca, pues
se titula “Fernando el Deseado”, otra clara muestra de la ironía del autor, dado que este
rey fue conocido por ser odiado por el pueblo, con la excepción de aquellos seguidores
del absolutismo, como sería el caso de Coletilla. El retrato se inicia con una
prosopografía totalmente despectiva mediante la cual la voz emisora se refiere a sus
características físicas con despecho y ferviente ataque: “fisonomía antipática”, “nariz
fea”, “ojos siniestros”. Esto es, insiste sobre todo en los rasgos del rostro, todos ellos
descritos negativamente. En cuanto a la segunda parte del retrato, recurre a la etopeya,
en la cual utiliza adjetivos tales como “demonio”, “vil”, “tirano”, “ridículo”,
“monstruo”, mostrando un fuerte odio y resentimiento contra él: «este hombre nos hirió
demasiado, nos abofeteó demasiado para que podamos olvidarle» (442), «hasta
convertirlo en una degradante figura de picota» (Benito Varela Jacome 1974: 119).
En este capítulo, Galdós parece ser un personaje más, se deja llevar por el odio, y de un
modo totalmente subjetivo opina sobre el detestado y no deseado Fernando VII, tal y
como señala Juan López Morillas «se trata en gran parte de una denuncia personal, en la
que el novelista, olvidado momentáneamente de la ficción novelesca, vierte su ira y su
aversión (1972: 58). Pero no sólo deforma y arremete contra los descritos anteriormente,
sino también contra otros personajes secundarios, también negativos como el abate Gil
Carrascosa, Don Silvestre y el clérigo con el que se encuentra Clara durante el viacrucis,
que representan la iglesia y, por consiguiente, la vieja España, lo cual indica una crítica
clerical. Asimismo, cabe subrayar el carácter de antagonista que el autor presenta ante
algunos personajes, pues, como bien defiende Montesinos, él mismo se convierte en un
personaje subjetivo que ataca y critica a estos personajes (1968: 56).
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política determina, en cierto modo, el comportamiento moral de los personajes, por lo
que mientras que los absolutistas son portadores de una moral degradada y refutable, los
liberales poseen una moral admirable y valiosa.
Dichos personajes están vinculados entre sí, pero cabe hacer énfasis en las respectivas
caracterizaciones por separado. Por un lado, se presenta al joven Lázaro, liberal de
procedencia aragonesa, que viaja a Madrid para entrar en contacto con la política y para
ver a Clara, a la que conoció previamente en su pueblo y de la que se siente enamorado.
Un dato significativo respecto al personaje es que es el sobrino de Coletilla, el cual
intentará traicionarlo, al saber que éste posee una ideología liberal, a pesar de ser un
familiar suyo.
En definitiva, es una muchacha bella, frágil, asustadiza, cuya oscura mirada transmite la
tristeza de su alma, pues el color de los ojos adquiere una significación, dado que
reflejan la opresión y el miedo que siente Clara. También se hace alusión a su peinado y
su vestimenta, pues es presentada con un traje que no era propio de una clase
acomodada, pero tampoco pobre. En cuanto a su carácter, el lector lo puede observar
durante la narración de los episodios de la novela, pues apenas se describe, sino que se
transmite en las diferentes situaciones en las que el personaje vive, como, por ejemplo,
el momento en el que es obligada a vivir con las Porreño o cuando inicia su viacrucis
por las calles de Madrid, escena totalmente relevante, pues es donde puede observarse
su melancolía, su inocencia y su miedo al mundo exterior, fruto de la represión a la que
ha estado sometida toda su vida.
La novela de Alarcón también es una muestra del enfrentamiento entre personajes, pues,
como señala Ignacio Javier López, haciendo referencia a las palabras de Harriet B.
Powers (1989), «los personajes de Alarcón son figuras con valor alegórico que se
ofrecen como representaciones del Bien o del Mal» (2013: 92), y es que, a lo largo de la
obra, se anteponen las dos fuerzas, que se encarnan en diferentes personajes. El
protagonista de la novela, y del escándalo que da nombre a la obra, Fabián Conde, se
encuentra en una encrucijada, pues tiene que decidirse si optar por el Bien u optar por el
Mal, lo cual puede observarse a lo largo de la obra. Dicho Mal se halla en el
materialismo, en la modernidad, en el liberalismo y el vicio, y se contrapone con el
Bien, que se encuentra en la fe, la tradición, la virtud y el amor. La voluntad de la
novela es de carácter moral, ya que el autor tiene la intención de reconducir a la
sociedad que, cegada por las ideas progresistas, ha abandonado sus creencias ancestrales
para confiar en el poder de la razón. Al igual que Fabián Conde, esta sociedad debe
encontrar su conciencia y, por consiguiente, provocar que renazca la fe en Dios, dado
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que «la libertad es un sentimiento moderno que lleva al desarraigo y al abandono de las
virtudes del pasado, lo cual supone incalculables riesgos en una sociedad
permanentemente amenazada por la revolución (Ignacio Javier López 2013: 96).
El personaje de Fabián Conde hay que diferenciarlo entre los dos grupos de personajes
antitéticos, pues, como se ha señalado anteriormente, Fabián se halla en una
encrucijada, ya que debe escoger por él mismo el camino del Bien o el camino del Mal,
y dependerá completamente de los otros personajes, motivo por el cual no se puede
ubicar en un grupo o en otro. Además, éste experimenta un cambio, mediante un
proceso de purgación, dado que su pasado está más bien vinculado con el Mal, ya que se
describe como un hombre mujeriego, corrompido por el materialismo y el deseo.
También, ante la decisión de escoger la verdadera historia de su padre (la verdad) o la
historia que le propone Gutiérrez, la cual está relacionada con beneficios y la apariencia,
es decir, la mentira, éste opta por el materialismo. Sucede lo mismo cuando debe
escoger entre Matilde, una mujer casada con la que ya ha mantenido relaciones íntimas,
y Gabriela, una joven bella y virtuosa, que será la que, finalmente, escogerá. No
obstante, fruto de dicha evolución o aprendizaje, gracias al amor puro y virtuoso de
Gabriela, y a las palabras de su fiel amigo Lázaro, encuentra su conciencia y renace su
fe, por lo que consigue vencer al Mal y triunfa el Bien.
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fisonomía y en su belleza varonil, la cual se vincula con su comportamiento, pues es
descrito como un donjuán; «en la Atenas de lord Byron podía muy bien servir de Don
Juan» (180)2. Referente al carácter, se alude a su tristeza, y a su dolor interior, plasmado
en su rostro, dado que a través del semblante transmite el remordimiento que lleva
consigo.
De este modo, «el enunciado adopta una forma melodramática, y el autor llama la
atención del lector sobre el drama que se esconde en la superficie de las cosas» (Ignacio
Javier López 2013: 180), ya que recurre continuamente a la tristeza de éste para
anticipar al lector que algo ha sucedido en su pasado, y ahora ese suceso le atormenta.
Cabe añadir que en el primer capítulo ya se presenta el contraste como constante, pues,
dejando atrás la celebración del Carnaval en la Puerta del Sol, el personaje se traslada,
en contraposición a la opinión pública, al Convento de los Paúles, que representa la
conciencia que hallará en su interior al final de la obra, tras la conversación con el Padre
Manrique, su confesor. En síntesis, el Fabián calavera, pecador, vicioso y materialista
deja paso al nuevo Fabián, creyente, bondadoso y virtuoso.
2 DE ALARCÓN, Pedro Antonio (2013): El escándalo, ed. de Ignacio Javier López, Madrid: Cátedra. En
adelante sigo esta edición.
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ojos, tal y como sucedía con el retrato de Fabián, muestran su alma, y es que, apartado
de cualquier deseo y sentimiento, su mirada carece de brillo y vitalidad. Asimismo, tras
la descripción de la poca viveza de sus ojos, hace alusión a su carácter, ya que no se
trata de un hombre antipático, sino que «la noble hechura del cráneo, la delicadeza de
sus facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto […] hacía que infundiesen
veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos» (194). Esto es,
mediante la descripción de los rasgos físicos, tales como el cráneo y la fisonomía,
describe su implicación de éstos en el carácter, dado que por poseer dichos atributos es
un hombre afectuoso, que despierta confianza, una confianza que aprovechará Fabián
para encontrarse a sí mismo.
El siguiente personaje es Gabriela, una joven bella, pura y virtuosa, puesto que la amada
es tratada como la fuente del bien, pero además, también simboliza la luz esclarecedora
que ilumina la oscuridad de Fabián, dado que consigue realizar un efecto purificador en
la vida de éste. Esto es, tal y como indica Ignacio Javier López, «el amor por Gabriela
hace reverdecer en el protagonista los sentimientos de la infancia, de los cuales el
tiempo y la concupiscencia lo han alejado a lo largo de la vida» (2013: 109), ya que el
bien no es ni elegido ni aprendido, es recordado porque, según Alarcón, Dios es quien
introduce la fe en la conciencia del ser humano, y esa fe, que simboliza el bien, es
olvidada, como le ocurre a Fabián, debido al abuso del vicio y el materialismo, que
desencadena en malas acciones. Por ello, la amada se vincula con un ejercicio de
memoria, pues ella le ayuda a recordar, y la memoria es «la única potencia que en la
novela nos acerca al bien original, al diseño inicial sembrado por Dios y ejecutado
materialmente por la madre» (Ignacio Javier López 2013: 110).
En relación con la descripción, cabe tener en cuenta que en la novela aparecen dos
descripciones de Gabriela; una perteneciente a su niñez, el momento en el que Fabián
Conde la conoce, y la otra, que se realiza en su juventud. En cuanto al análisis de dichas
descripciones, se hará especial énfasis en aquella que describe sus rasgos de juventud,
aunque es preciso señalar que en la primera alusión a Gabriela, a pesar de ser una niña,
ya se insiste en sus atributos más significativos, pues la belleza de su semblante es una
muestra de la belleza pura y virtuosa de su alma, y esta adoración se incrementa con la
el paso del tiempo, pues la idealización por Gabriela se acentúa. La voz emisora realiza
una prosopografía y parte de la dualidad protagonizada por la unión de fisonomía y
psicología, como sucede en la mayoría de descripciones de los personajes de la novela,
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ya que focaliza en el rostro; “blanca como el mármol”, “mejillas sonrojadas”, “altiva
frente”, “sus cabellos eran luz”, “sus ojos cielo”…
Aquellos seres ficticios que el autor convierte en símbolos del Mal son Diego y
Gregoria. Por un lado, Diego, amigo de Fabián, es construido en contraposición de
Lázaro, pues ambos son figuras antitéticas, ya que Diego es médico y su orientación
social es materialista, pero también es «el más influido por las leyes naturales (los
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impulsos), así como por el deseo de ascender en sociedad, siendo también el más
vulnerable al resentimiento social y a los males físicos» (Ignacio Javier López 2013:
93), pues al final fallece. Del mismo modo, junto a su mujer, representan el afán de
aparentar y la opinión pública, lo cual es negativo y desencadena en el Mal.
Un claro ejemplo de ello es el momento en el que Fabián debe escoger entre la historia
verdadera de su padre o la historia falsa, además, en esta oposición también se
contraponen Lázaro y Diego, ya que Lázaro anima a Fabián para que opte por decir la
verdad, pero Diego considera que, en su opinión, es mejor optar por la historia falsa
para así obtener beneficios materiales y, finalmente, Fabián, corrompido por uno de sus
amigos, se deja llevar por el Mal y acepta la calumnia. Algo parecido sucede
posteriormente cuando Diego se compromete a ayudar a Fabián para que éste pueda
recuperar a Gabriela, y le vuelve a proponer un plan basado en la mentira.
Según Montesinos, Diego posee una «vivacidad extraordinaria; […]es el único que ha
sido estudiado de cerca; el único que presenta una deformación moral[…]Es Diego lo
que la psicología moderna llama un resentido, y su carácter y sus acciones emanan de
ese resentimiento como el calor del fuego. (1977: 230) Cabe mencionar que algunos
críticos han llegado a considerar que Alarcón se autorretrató en la descripción física de
Diego, sin embargo, no es del todo cierto, «aunque sí parece recordar con él ciertas
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obsesiones personales del pasado: la pérdida de la situación que históricamente le debió
corresponder, el deseo de elevarse socialmente y el resentimiento –sentido como una
afrenta- del éxito de los demás» (Ignacio Javier López 2013: 93).
Por otro lado, Gregoria es un personaje femenino que sirve para contraponerlo con
Gabriela, pues ambas son totalmente distintas, al igual que sucede con Lázaro y Diego,
mientras que Gabriela simboliza la mujer virtuosa y casta, que representa el Bien,
Gregoria es el tipo de mujer traidora y maligna, que, obviamente, representa el Mal,
como bien se dice en la novela «eran dos figuras que se proscribían mutuamente» (363).
Ella es la que inventa la calumnia, el escándalo de Fabián, que le conducirá a la
desesperación, ya que hace creer a Diego, su marido, que Fabián la intentó seducir, pero
eso no es cierto, con lo cual, triunfa la calumnia, pues, como señala Germán Gullón,
«Gregoria posee una irredimible mala entraña, visible para todos salvo para Diego,
cegado por el amor» (43). Puede decirse que es uno de los personajes más trabajados de
la obra, ya que el autor profundiza en sus características tanto psicológicas como físicas
y, además, realiza dos descripciones. La primera descripción es un retrato hecho a partir
de una fotografía que está observando Fabián Conde, pues su amigo Diego se la ha
enviado para que observe cómo es su futura esposa, Gregoria:
Dicho retrato es una clara muestra de la técnica utilizada por el autor en la gran mayoría
de las descripciones realizadas en la novela, y es que, partiendo de las observaciones
fisonómicas, Fabián prevé la personalidad de Gregoria, puesto que «los atisbos
psicológicos en el modo de ser de los personajes emanan de las descripciones
fisonómicas y de la complicación que produzca su aceptación o rechazo; por ellos acaba
el lector reconociendo en Gregoria, “el tipo de la mujer fuerte”» (Germán Gullón 1983:
41). Además, puede observarse el desagrado que causa en Fabián la observación de los
atributos físicos, que le hacen deducir cuál es su carácter, pues es la intencionalidad del
autor, ya que éste intenta crear la sensación de repulsión por Gregoria. Una vez la
conoce en persona, Fabián confirma que, tal y como presintió en la fotografía, es tal
cual pensaba, y en ese momento se inicia una descripción más extensa y detallada, en la
que critica, mediante una enumeración de defectos, el carácter de Gregoria; es
presuntuosa, dominante, vulgar, necia, cursi, propensa al drama; «en fin, el tipo de
mujer fuerte, no de índole, sino de profesión y mala fe» (357).
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Alarcón también utiliza diversos símbolos para acentuar el desprecio y la crítica de
Gregoria, pues incluso llega a equipararla con Eva, símbolo negativo, dado que fue la
primera mujer que permitió la perdición del hombre y el pecado. No obstante, utiliza
otros símbolos como el de la serpiente, que en la tradición occidental es referido como
un animal traidor, envidioso, maligno, cuyo veneno puede llegar a causar la muerte. En
suma, una serie de características que se pueden aplicar al modo de actuar de Gregoria,
pues, al igual que la serpiente, idea la calumnia por envidia y traición.
Conclusiones
En conclusión, se ha podido observar, a lo largo del trabajo, la importancia que
adquiere el retrato literario durante la presentación y la descripción de los personajes,
dado que en la descripción se halla la intencionalidad del autor, y, mediante el uso de
una serie de técnicas o recursos, se consigue dotar de significación al personaje, ya sea
para hacer énfasis en su papel en la obra, o bien para realizar una crítica, etcétera.
Asimismo, es bien sabido que los dos autores que se han analizado tienen un modo de
describir y retratar muy personal, lo cual muestra que sus descripciones son muy
distintas.
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las características psicológicas, aunque en algunos personajes predomina la
prosopografía como sucede con las Porreño y Clara, mientras que en otros personajes la
etopeya destaca frente a la prosopografía, como sucede con Lázaro.
En cambio, los retratos de los personajes del Mal; Diego y Gregoria, se caracterizan por
el detalle minucioso, pues son los dos personajes más trabajados y descritos. Además,
son los únicos personajes sobre los que el autor enfatiza su moral, especialmente las
características psicológicas de Gregoria, pues «Alarcón ve siempre ve mejor con ojos de
enemigo (Montesinos 230). Hace falta tener en cuenta que, a diferencia de Galdós, en
lugar de hacer uso de la caricatura para subrayar el ataque a los personajes, Alarcón
prefiere la simbolización, la cual utiliza con el personaje de Gregoria cuando la equipara
con una serpiente o con Eva.
Bibliografía
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