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Algo que ocurre en las almas de las personas es una necesidad profunda de
compensación muy simple. Cuando alguien me hace un regalo, por muy
bello que sea, yo siento una profunda necesidad de compensar el regalo. Me
siento inquieto hasta que también yo le haya hecho un regalo al otro. Y en
cuanto yo le haya dado algo me siento libre. Y esta necesidad de
compensación es la base de toda relación. Sin esta necesidad de
compensación no puede haber intercambio entre personas, entre el hombre y
la mujer, entre padres e hijos... En todas partes actúa esta profunda necesidad
de compensación. Esta necesidad de compensación se une al amor. Cuando el
hombre le regala algo a la mujer, ella siente la necesidad de regalarle algo
también, y dado que le quiere, le da un poquito más. Así, él tiene la necesidad
de compensar y dado que él la quiere le da un poquito más. Así, por la unión
entre compensación y amor, el intercambio aumenta. Y con el aumento del
intercambio crece la felicidad. Este sería el secreto de una relación de pareja.
Entre padres e hijos, los padres dan tanto a los hijos que los hijos no
tienen la posibilidad de llegar a una compensación. Entonces, ¿cómo le hacen
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los hijos para compensar? Se casan, traspasando luego a sus propios hijos lo
que de sus padres recibieron. Y así, la necesidad de compensación permite
que los padres les den tanto a sus hijos. Esta necesidad profunda de
compensación tiene una importancia muy grande para nuestras relaciones.
Pero también existe el lado oscuro. Cuando alguien comete algo grave
conmigo, también siento la necesidad de compensarlo; por tanto, estoy
pensando vengarme. Ahora bien, algunos no conocen el secreto de la buena
compensación negativa. Algunos la manejan igual que la compensación
positiva. Si alguien comete una injusticia conmigo o me daña, yo no
solamente le devuelvo lo mismo, sino, como me siento justificado, aún
aumento un poco más. Así, el otro recibe el derecho de devolverme la
injusticia y, como él se siente justificado, aún un poquito más. Y así aumenta
el intercambio negativo. Sin embargo, hay una regla muy simple: hay que
unir la venganza al amor. Si a mí me hacen algo, yo también tengo que hacer
algo, pero como quiero a la otra persona le hago un poco menos daño. Así, el
otro ya no tiene el derecho a hacerme nada. Todo lo contrario, puede
reiniciarse el intercambio positivo. Quien no devuelve la injusticia, pone en
peligro el amor. El perdón de la injusticia acaba con el intercambio positivo.
Hay que vengarse, pero con amor.
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pertenecen al sistema. Aunque sólo uno de ellos quede excluido, me sentiré
incompleto.
Cuando todos ellos están en mi corazón me siento completo y perfecto.
Esta auténtica perfección tiene efectos maravillosos. En cuanto la alcanzo,
me siento tanto pleno como también libre.
La conciencia y la familia
Un niño quiere formar parte y percibe el mundo con los ojos de aquellas
personas de las que depende y a las que quiere. En cuanto el niño ve qué es
valioso y sagrado para los demás, él asiente con todas las consecuencias.
Cuando el sistema se abre nuevos caminos, también el niño sigue el mismo
camino, y con ganas, porque ama. En este caminar, aunque sea guiado y
dirigido, el niño puede fiarse de lo que ve y de lo que él mismo reconoce,
aunque sea de forma intuitiva.
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Cuando a un niño se le predica moral, el mirar se convierte en
escuchar. Así, el niño ya no debe (re)conocer por sí mismo para luego seguir
lo reconocido con el corazón. En su lugar tiene que escuchar y obedecer, y en
vez de ver las cosas por sí mismo y de seguir al entendimiento, se ve
obligado a someterse.
La vergüenza
Los padres
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consigo mismos y con su cónyuge ejerce una influencia dominante en el
funcionamiento del sistema familiar"
"En las familias sanas los roles son flexibles, en las familias
disfuncionales los roles son inflexibles".
"La necesidad de individualizarnos y diferenciarnos de los demás a
veces choca con la necesidad de jugar determinado papel por el bien del
sistema familiar. La tensión familiar es el resultado de la polaridad existente
entre la unión y la individualización".
"Los sistemas, como los individuos, tienen necesidades que solventar.
Y las familias, como todo sistema social tienen necesidades de productividad
(casa, comida y vestido), de conservación emocional (calidez, caricias), de
buenas relaciones (amor, intimidad), de individualización y diferenciación, de
estimulación (diversión, retos y entretenimiento), y de unidad (sentido de
pertenencia y unión)".
"La imagen que más me gusta para ejemplificar una relación madura es la de
dos personas haciendo música: ambas tocan su propio instrumento y utilizan
para ello sus habilidades únicas, sin embargo, tocan la misma melodía".
Las libertades que fomentan la integración, la autoestima y las
potencialidades humanas, según Virginia Satir, son las siguientes:
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1. Un alto grado de apreciación (conciencia) de los demás y de uno
mismo.
2. La habilidad de diferenciar el pensamiento del sentimiento.
3. Saber interpretar, de manera concreta y específica, los datos
sensoriales que los demás manifiestan.
4. Tomar responsabilidad de los propios sentimientos, percepciones,
interpretaciones, etcétera. Centrar la responsabilidad en el yo.
5. La retroalimentación: decirle al otro lo que su comportamiento o
lenguaje corporal, nos comunica, y cómo nos sentimos a partir de sus
actitudes.
6. Voluntad de expresar lo que sentimos, deseamos y sabemos.
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una hermana tendrán en común la mitad de sus genes, mientras que dos
primos como mucho sólo tendrán la mitad de esa cantidad. En este supuesto,
como promedio, los hermanos se ayudarán el uno al otro dos veces más que
entre dos primos. Así los sentimientos especiales que tenemos hacia nuestros
parientes son simplemente un mecanismo diseñado para asegurar que nuestro
tipo de genes se conservará y transmitirá.
Porque la familia es nuestro primer y, en muchas maneras, nuestro más
importante entorno social, la calidad de vida depende en gran medida de si
una persona consigue que sea agradable la interacción con sus parientes. No
importa lo fuertes que sean los lazos que la biología y la cultura hayan
formado entre los miembros de una familia, no es ningún secreto que hay
gran variedad en lo que siente la gente acerca de sus parientes.
Quienes tienen más poder para lastimarnos son las personas que
amamos. Lo que está claro es que la familia puede hacer que uno sea muy
feliz o puede ser una carga insufrible. Lo que será depende, en gran parte, de
cuánta energía psíquica inviertan los miembros de la familia en su relación
mutua, y especialmente en las metas de los demás.
Cada relación requiere una reorientación de la atención, un
reposicionamiento de las metas. Cuando dos personas empiezan a salir juntas,
deben aceptar ciertas limitaciones que cada persona, por sí sola, no tenía: los
horarios deben coordinarse, los planes se modifican. Incluso algo tan simple
como una cita para cenar impone compromisos con respecto al tiempo, lugar,
tipo de alimento, etc. Cuando dos personas eligen enfocar su atención
recíprocamente entre sí, ambos tendrán que cambiar sus hábitos; como
resultado, el modelo de su conciencia también tendrá que cambiar. Casarse
requiere de una reorientación radical y permanente de lo hábitos de la
atención. Cuando un niño se agrega a la pareja, ambos padres tendrán que
readaptarse nuevamente para acomodarse a las necesidades del bebé: su ciclo
de sueño debe cambiar, saldrán con menos frecuencia, la esposa puede
abandonar su trabajo, tal vez tengan que empezar a ahorrar para la educación
del niño.
Todo esto puede ser un trabajo muy duro, y también puede ser muy
frustrante. Si una persona no está dispuesta a ajustar sus metas personales
cuando empieza una relación, entonces muchas de las cosas que
consecutivamente van a suceder en esta relación producirán desorden en la
conciencia de la persona, porque los nuevos modelos de interacción entrarán
en conflicto con las viejas expectativas. Un soltero puede tener en su lista de
prioridades conducir un coche deportivo y pasar unas semanas cada invierno
en el Caribe. Luego decide casarse y tener un niño. Sin embargo, al cumplir
estas metas posteriores se dará cuenta de que son incompatibles con las
anteriores. No podrá comprarse un Maserati y las Bahamas estarán fuera de
su alcance. A menos que cambie sus antiguas metas, se frustrará,
produciendo un sentimiento de conflicto interior conocido como entropía
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psíquica. Y si cambia las metas, su personalidad cambiará como
consecuencia, puesto que la personalidad es la suma y la organización de las
metas. De este modo, entrar en cualquier relación supone una transformación
de la personalidad.
Es normal pensar en el casamiento como el fin de la libertad, y algunos
se refieren a sus cónyuges como "sus cadenas". Típicamente, la noción de la
vida de familia implica limitaciones, responsabilidades que interfieren en las
metas propias y en la libertad de acción. Pero, a pesar de que es cierto,
especialmente cuando el casamiento es de conveniencia, lo que tendemos a
olvidar es que estas reglas y obligaciones no son diferentes, en principio, a las
reglas que delimitan el comportamiento en un juego. Al igual que en todas las
reglas, se excluye una gama de posibilidades para que podamos
concentrarnos totalmente en un conjunto selecto de opciones. Aceptar las
limitaciones libera.
Habiéndose comprometido a lo que las anticuadas normas del
matrimonio exigen, y al hacerlo de buena gana en vez de ser obligado por la
tradición, una persona ya no necesita preocuparse de si ha hecho la elección
correcta o de si la hierba podría ser más verde en alguna otra parte. Como
resultado, se consigue liberar una gran cantidad de energía para vivir, en vez
de desperdiciarla en preguntarse sobre cómo vivir.
Para producir flujo, una familia debe tener una meta para su existencia.
Para que tales metas den como resultado unas interacciones que ayuden a
aumentar la complejidad de sus miembros, la familia debe estar tanto
diferenciada como integrada. La diferenciación significa que se fomenta que
cada persona desarrolle sus características únicas, aumente al máximo las
habilidades personales y se proponga metas individuales. La integración, por
contraste, garantiza que lo que sucede a una persona afectará a todos los
demás. En una familia integrada, las metas de cada persona le importan a
todos.
Además de metas a largo plazo, es imperioso tener un abastecimiento
constante de objetivos a corto plazo. Estos pueden ser tareas simples como la
compra de un nuevo sofá o jugar juntos el domingo por la tarde. Si no hay
unas metas que toda la familia esté dispuesta a compartir, es casi imposible
para sus miembros estar físicamente juntos, y para qué hablar de sentirse
implicados en una agradable actividad conjunta. Aquí nuevamente, la
diferenciación y la integración son importantes: las metas comunes deberían
reflejar las metas de los miembros individuales tanto como sea posible.
El equilibrio entre los desafíos y las habilidades es otro factor
necesario para disfrutar de las relaciones sociales en general y de la vida
familiar en particular, como lo es para cualquier otra actividad de flujo.
Cuando un hombre y una mujer se sienten atraídos el uno por el otro, las
oportunidades para la acción se aclaran lo suficiente. Siempre, el desafío más
básico para el novio ha sido ¿podré conquistarla? y para ella, ¿podré
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seducirle? Por lo general, y dependiendo del nivel de habilidad de los
implicados, se percibe un sinfín de desafíos más complejos: averiguar qué
tipo de persona es el otro, etc.
La única manera de restaurar el flujo en la relación es encontrando
nuevos desafíos en ella. Más que cualquier otra cosa el desafío tiene que ver
con prestar atención a la complejidad propia de la pareja, conseguir conocerla
a niveles más profundos de los que eran necesarios en los primeros tiempos
de la relación, apoyándole con simpatía y comprensión durante los
inevitables cambios que los años traerán.
La misma necesidad de aumentar constantemente los desafíos y las
habilidades se aplica a la relación con los niños. Durante el curso de la
infancia y la primera niñez la mayoría de los padres disfrutan
espontáneamente con el desarrollo del crecimiento de sus bebés: la primera
sonrisa, la primera palabra, los primeros pasos, los primeros garabatos. Cada
uno de estos saltos cuánticos en las habilidades del niño se convierten en un
nuevo y alegre desafío, al que los padres responden enriqueciendo las
oportunidades de actuar del niño. Desde la cuna al jardín de infancia, los
padres van ajustando el equilibrio entre los desafíos y habilidades del niño y
su ambiente.
La aceptación incondicional reviste especial importancia para los
niños. Si los padres amenazan con retirar su amor al niño cuando fracasa en
lograr algo, las naturales ganas de jugar del niño se reemplazarán
gradualmente por la inquietud crónica. Sin embargo, si el niño siente que sus
padres están incondicionalmente comprometidos con su bienestar, puede
relajarse y explorar el mundo sin temor; de otra manera tendría que destinar
su energía psíquica a su propia protección y así reduciría la cantidad de la que
puede disponer libremente.
El amor sin ataduras no significa, por supuesto, que las relaciones no
deban tener normas ni castigos si se quebrantan las reglas. Cuando no
constituye un riesgo en violar las reglas, estas pierden su sentido, y sin reglas
significativas una actividad no puede disfrutarse.
Cuando una familia tiene un propósito común y mantiene abiertos los
canales de comunicación, cuando ofrece oportunidades gradualmente
mayores para la acción en un marco de confianza, entonces la vida llega a ser
una agradable actividad de flujo. Sus miembros enfocarán espontáneamente
su atención en la relación del grupo y hasta cierto punto olvidarán sus
personalidades individuales, sus metas divergentes, en aras de experimentar
el placer de pertenecer a un sistema más complejo que une las conciencias en
una meta unificada.
Uno de los engaños más importantes de nuestro tiempo es que la vida
doméstica se cuida de sí misma de forma natural y que la mejor estrategia
para manejarla es relajarse y dejar que siga su curso. Los hombres
especialmente prefieren consolarse con esta idea. Ellos saben lo duro que es
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triunfar en el trabajo, cuánto esfuerzo tienen que poner en sus carreras
profesionales. Por ello, en el hogar sólo quieren descansar y sienten que
cualquier exigencia de la familia es injustificable. A menudo tienen una fe
casi supersticiosa en la integridad del hogar. Únicamente cuando ya es
demasiado tarde -cuando la esposa se ha convertido en una persona
dependiente del alcohol, cuando los niños se han convertido en unos fríos
desconocidos- muchos hombres se dan cuenta de que la familia, como
cualquier otra empresa conjunta, necesita de inversiones constantes de
energía psíquica para asegurar su existencia.
Cualquier gerente sabe que su compañía comenzará a desintegrarse si
su atención se dispersa. En todos los casos, sin concentración, una actividad
compleja se estropea y va hacia el caos. ¿Por qué una familia debería ser
diferente?
Entre las diversas formas de la vida moderna que preocupan a la Iglesia, una,
en particular, le duele profundamente porque vulnera su rostro sacramental en
el mundo: la desintegración familiar.
La Iglesia, que desde el siglo XVII se volvió extremadamente
moralista, atribuye esta destrucción a causas éticas: la mercantilización de la
sexualidad, la pérdida del símbolo trascendente del matrimonio y el
individualismo extremo. No lo dudo. Sin embargo, por debajo de esas
evidencias hay otra que la Iglesia, obnubilada por las aparentes bondades del
industrialismo y de la economía moderna, no ha visto y que, desde mi punto
de vista, es la causa fundamental de esa desintegración: las formas
económicas que el industrialismo privilegia.
La familia nuclear, es decir, los hogares organizados de manera
conyugal, han existido siempre en donde la organización económica se
basaba en la subsistencia., en una economía en donde los ámbito de género
estaban claramente delimitados: el hombre salía a cosechar y a cazar, y el
fruto de ese trabajo era procesado por la mujer en el hogar; cada uno de sus
miembros -incluyendo los hijos- estaban vinculados por la necesidad de crear
juntos para su existencia. Paul Veyne, en un fino ensayo La familia y el amor
en el alto imperio romano, afirma que fue allí, entre el período de Augusto y
el de los Antonios, donde el concepto de familia nuclear, independientemente
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Artículo tomado de Proceso #1508, 25 de septiembre de 2005
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de cualquier influencia cristiana, apareció. Estaba en el interés de los
propietarios hacer de ese género de familia una obligación para los esclavos,
cuya organización económica era la subsistencia. Los cristianos, que,
iluminados por la Iglesia, vieron en él un símbolo del amor de Dios por el
hombre, lo retomaron de manera autocrática en la Edad Media. Según
Georges Duby.
Fue con el desarrollo del industrialismo que esa forma de la familia
entró en crisis, una crisis cuyas consecuencias sólo comenzamos a ver cuando
ese mismo desarrollo vulneró totalmente los valores morales con los que la
familia nuclear se mantenía falsamente en pie.
Al irse rompiendo el equilibrio productivo de la familia nuclear con la
sustitución del trabajo doméstico del hombre por el trabajo salariado y
productor de mercancías de la fábrica industrial, la mujer en el hogar
comenzó a ser vulnerada. Ya no tenía lugar dentro de la economía y a lo que
Iván Ilich definió muy bien como "trabajo fantasma" -ese trabajo que es la
sobra del trabajo salariado: el de la compra de mercancías. Lejos de la
relación de complementariedad asimétrica que tenía con el hombre en la
economía de subsistencia, su papel se volvió el de una esclava al servicio de
las dádivas de un salario que ni siquiera ella percibía. No trabajar fue desde
entonces la única y conveniente manera de vivir para las mujeres. Su sitio, el
hogar, se volvió ya desde los siglos XVI y XVII -con el desarrollo de las
urbes y del comercio, y entre los humanistas del norte -el ámbito religioso-a
el de la madre abnegada que en la privacidad del hogar sostiene los valores
éticos-, en oposición al amoral, ateológico y público de la economía de
mercado, que dará paso a la economía industrial. Como lo ha señalado muy
bien Sarah Jane R Hood: "La noción protestante de elección hizo del ideal de
lo femenino (esposa y madre) la vocación de todas las mujeres de la
Inglaterra de los Tudor. Desde entonces, las mujeres fueron llamadas al
matrimonio y no pudieron hacer otra contribución que traer hijos al mundo".
Hoy en día, el desarrollo exacerbado del industrialismo -que en sus
primeras fases comenzó también a crear trabajos salariados para las mujeres,
formas nuevas de la opresión fuera de la opresión doméstica: la máquina de
coser para las industrias textiles o la máquina de escribir para las empresas
-ha hecho que la mujer abandone por completo un ámbito que la economía
industrial volvió sombra de salario y esclavitud, para entrar en el ámbito de la
competencia sexual en el mercado económico.
En un orden así, la vida familiar que el cristianismo sacralizó ha dejado
de existir: el hogar ya no es el lugar de la economía, del "cuidado de la casa",
a través de relaciones de complementariedad asimétrica, sino un lugar del que
se sale desde temprano para ir al empleo salariado, donde se pernocta por la
noche y se gasta el salario en todo tipo de mercancías inútiles; un sitio del
que los hijos también salen desde temprano a las guarderías y a las
instituciones escolares -a vivir también un trabajo fantasma: pagar para
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obtener la mercancía que producen los expertos en pedagogía, el
aprendizaje-; un sitio en el que la maternidad ha dejado también de existir
porque se ha depositado en las manos de los expertos en ginecología y en los
hospitales; un sitio que ha dejado de ser un lugar, un suelo donde los
miembros de una familia aprendían, se reconocía, se amaban, preservaban
una memoria, se cuidaban y se sostenían, para convertirse en un simple
refugio de paso, en una especie de hotel donde se paga por estar.
Esta realidad, que ni la Iglesia ni las feministas radicales quieren ver
por otras razones, es la base fundamental de la desintegración familiar, cuyos
síntomas la Iglesia critica con encono pero frente a los cuales no puede hacer
nada, porque su base es la destrucción de la economía de subsistencia, que es
el rostro de la economía de la encarnación, del hogar en el que el Verbo se
encarnó. Mientras la Iglesia no haga la crítica de la economía industrial -con
la que por desgracia pacta alegremente-, verá de manera dolorosa destruirse
cada vez más rápidamente ese mundo familiar donde los hombres del
cristianismo miramos aún a Dios en la vida del mundo.
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