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He llegado predispuesta a estar en silencio mientras dejo que mi mente grite dentro de
ella las emociones que sé que producirán todas esas explícitas fotografías. A lo lejos, un
ascensor blanco me muestra el camino, entro y luego de unos segundos he llegado al
tercer piso. Mi sensación de nerviosismo es cada vez más grande; el estar tan cerca de
una realidad tan de mi país, pero tan lejana de mí no pasa todos los días.
Todas las blancas paredes están cubiertas por fotografías en blanco y negro, una más
fuerte y más sangrienta que la anterior, y el ambiente nos presenta los intentos de la
nueva democracia por conseguir igualdad cueste lo que cueste, y sí que costó. A lo lejos
veo una fotografía cuya descripción dice: “Multitudinaria caminata con cuerpos de
senderistas”. Y dos parlantes escondidos entre toldos blancos dejan escuchar testimonios
de gente que estuvo presente.
“Si las autoridades no me protegen, los jóvenes de Huamanga me protegerán, pues
señorita”, dice una joven ayacuchana en el mar de gente que hacía ver insignificante el
apellido de la senderista Edith Lagos. Mi mente no puede entender qué tipo de
sentimientos llevaron a peruanos a cometer actos tan repudiables buscando ser
escuchados a la mala. Intento imaginar qué pasaba por la cabeza de los altos mandos de
Sendero y el MRTA que lucen orgullosos los signos y siglas que causaron tanto dolor en
otros peruanos. Las caras de dolor inconcebible de la gente que se sabía abandonada por
sus autoridades y por sus hermanos responden muchas de mis dudas acerca de lo que
he escuchado. En cada una de esas fotografías se puede entender el origen de un pueblo
que perdió la confianza a tal punto en su país que vio como solución escoger a un
gobernante extranjero. Las torres derrumbadas, la gente sin tener dormir y las largas
colas en busca de alimentos se vuelven parte de mi realidad por un momento.
“Se los llevaron vivos, los queremos vivos” y otras frases acompañan centenares de
carteles con fotografías y datos escritos a medias y con una notable falta de educación. El
corazón no deja de latirme de la impotencia que me genera imaginar cómo debieron
sentirse esas personas cuando se llevaron a sus hijos, hermanos y padres y cómo la fe
puede llevarlos a esperar que estén vivos en algún lugar. Estoy segura de que tras esas
caras de resignación hay una voz en otra dimensión que grita con todas sus fuerzas que
quiere encontrar justicia dentro de tanta desgracia, y que los que lucharon mano con
mano y en situaciones de desventaja no lucharon como los militares, haciendo su
“trabajo”, sino que lucharon con la imagen de sus familiares en sus mentes, aguantando
hasta que no pudieron más por proteger a su gente. Eso es lo que nos dice Yuyanapaq,
eso es lo que nos hace conocer, analizar y recordar.
La violencia puede ensuciar hasta la idea más atractiva de justicia.