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De gritos y silencios

Esas noches de noviembre nos ufanamos de caminar por la calle. De sentirla nuestra. Las
luces amarillas de los faroles sobre nuestras caras se sentían distinto. Al fin y al cabo,
cuando íbamos por los andenes nos bañaban perpendicularmente. Por el carril del medio,
en cambio, sus reflejos rozaban nuestras caras como el rocío que baña la atmósfera en la
caída de una cascada. El estruendo no era del agua, sino de una normalidad que se
tambaleaba por los gritos, los bombos, los redoblantes, los pitos y las arengas de miles en
las calles.

¡A PARAR PARA AVANZAR!


¡VIVA EL PARO NACIONAL!

Eran días de caminar. De hablar. De gritar. De mirarnos a los ojos y de sentirnos multitud.
De sonreír porque no podíamos creer lo que estaba pasando. No lo podíamos creer y sin
embargo ahí estábamos. Juntos. Tantos. Tan cerca. Actuando colectivamente y haciendo
de la cotidianidad algo espectacular. Nos enamoramos unos de otros; de lo que hacíamos
juntos; de ese cuerpo colectivo que dimos en llamar pueblo.

Dijimos en ese momento que no podíamos volver a la normalidad porque la normalidad


era el problema. Y la normalidad volvió en los días que siguieron. Enero y febrero fueron
un muro invisible con el que tropezamos. Volví a ser yo y ahora estaba solo. Me
sorprendió la fragilidad de la acción colectiva. Lo habíamos intentado, pero nos arrolló la
individualidad.

En marzo la normalidad se volvió a distorsionar. Y aquí estamos. Ahora la luz que ilumina
nuestras caras es otra. Es la luz blanca de las pantallas o la amarilla de los bombillos. La
habitación se volvió nuestro lugar de reclusión, pero también nuestro lugar de encuentro.
Otra vez estamos juntos, pero esta vez, tan lejos y tan separados. Ya las miradas no se
encuentran, los mensajes no se responden y el estruendo es del silencio que se tomó las
calles. ¿Cómo no pensar en la acción colectiva? Si otra vez estamos todos juntos haciendo
lo mismo.

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