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. . El cajón . .

lys ce qui voudra

El caso Berciani, de Alan Pauls

De la estación terminal al vaciadero de desechos, una de dos: o se toma la avenida Pianetti o se toma
el camino de cintura. Una de dos -y no hay otra opción. Años pasaron los automovilistas buscando la
forma de unir ambos puntos; siempre fue en vano. Cualquier atajo, de los miles que se ensayaron, iba
a morir en Pianetti o en el camino de cintura, y a morir indefectiblemente. Para ejemplos, el del
urbanista Berciani -un caso sonadísimo, diez días en las primeras planas de los diarios, toda la
opinión pública en vilo-, que se propuso terminar (él en persona, a quien la ciudad le debía, si no
todas, gran parte de sus mejoras) con el callejón sin salida Pianetti o camino de cintura. Partió una
madrugada en su propio automóvil. Todo el barrio, poco dado en general a madrugar, había ganado
la calle para respaldarlo con su aliento bullicioso. Caras sucias de lagañas, vecinos en bata y en
pantuflas le sonreían detrás del cristal de las ventanillas, ofreciéndole mapas y víveres para el viaje,
números de teléfono por cualquier emergencia. El urbanista, de buena manera, lo rechazó todo.
Consultado por la prensa, a la que su partida también había atraído y en masa, declaró que nadie
conocía la ciudad como él, que el mejor mapa era su cerebro, y que no había víveres más nutritivos
que su propio deseo de zanjar de una vez por todas la cuestión. Por lo demás, dijo, todo se resolvería
tan pronto que contaba con volver a tiempo para el almuerzo que, como todos los días, le preparaba
su esposa Telma. Telma, en el asiento del acompañante, lo observaba con cierta preocupación. Los
periodistas se volcaron en el acto sobre ella. Pero Telma besó a Berciani en la mejilla, bajó del auto
recogiéndose el ruedo del camisón, cerró la puerta con cuidado y volvió a la casa sin formular
declaraciones, orgullosa aunque algo encorvada ante la nube de cronistas y fotógrafos. Berciani,
desde el auto, la vio desaparecer tras la puerta del garage, y se puso en marcha haciendo la uve de la
victoria. Por una disposición excepcional, que dada su influencia el urbanista había acordado con el
intendente, los medios de comunicación no pudieron escoltarlo en su aventura. Berciani, a cambio, se
había comprometido a mantenerlos informados paso a paso desde el teléfono que había aceptado
instalar en su automóvil, única condición que le había impuesto el intendente -en parte por la
seguridad del urbanista, en parte para satisfacer la voracidad de la opinión pública. Hasta el arroyo
Carmelo todo bien, todo inmejorablemente. Claro que hasta ese punto Berciani no había innovado en
lo más mínimo. Derecho por bulevard Cachola, a la izquierda en la cortada Bascobonik, cruce del
puente Dengue y después, siempre en línea recta, a toda marcha por Fulani sur. El itinerario del
urbanista, que su voz deletreaba puntualmente para los teletipos y los equipos móviles, reproducía
grosso modo una de las numerosas variantes que el ingenio de los automovilistas alguna vez había
aventurado -es cierto que con alteraciones. La noticia del cruce del puente Dengue fue más sorpresiva
de lo que hubiera sido, según la tradición, la del cruce del túnel Acconcia (por Cayetano Acconcia,
prócer). Pero por arriba o por abajo, no cambiaba la cosa demasiado. Por otra parte todos sabían,
porque lo había difundido la prensa y no en esa ocasión sino mucho tiempo antes, en oportunidad de
la clausura definitiva del pasaje subterráneo Colaccioppo -a la que habían procedido Berciani
personalmente, en calidad de dueño de la iniciativa, y sus cuadrillas en calidad de dueños de la
ejecución-, todos recordaban perfectamente la declarada predilección del urbanista por los puentes,
todos tenían fresca su aversión a los túneles. Había llegado a declarar la guerra a todos los túneles de
la ciudad. Con el Colaccioppo había podido, con el Acconcia no, no todavía -pero Berciani no perdía
las esperanzas. Por el momento, y mientras seguía recopilando objeciones sobre el pasaje subterráneo
que se la resistía, optó por cruzar por el puente Dengue, según él un magnífico puente. Así es que,
más allá de minucias como esa, nada nuevo en su itinerario. Mal que mal, el urbanista viajaba
paralelo a la avenida Pianetti y perpendicular al camino de cintura. Eso hasta llegar al arroyo
Carmelo. A partir de allí, de pronto, las señales emitidas por Berciani -hasta entonces regulares y
joviales, matizadas incluso por risitas de furtiva ignorancia- se volvieron confusas, comenzaron a
llegar más espaciadas, se hicieron difíciles de entender. Y no sólo las que dirigía al periodismo, lo que
su vocación natural fácilmente habría explicado, ya que gozaba desconcertándolo mediante toda
clase den subterfugios y de falsas alarmas, sino también, y he aquí la primera señal de alarma
verdadera, las que desde entonces comenzó a recibir su esposa Telma. Tan pronto como se
despidieron, una línea privada había mantenido a los cónyuges en contacto. Así, mientras Berciani
suministraba por la línea oficial las coordenadas de sus posiciones sucesivas, por una segunda línea
vedada a las antenas de la prensa, entretenía a su esposa con bagatelas domésticas, le recordaba, para
distraerla de su inquietud, sus obligaciones del día, y entablaba con ella juegos de adivinación a la
distancia, entre ellos una versión personal del veo-veo. Cuando la voz de Berciani se escuchó por
primera vez enrarecida, Telma llevaba perdidas doce contiendas. No era de extrañar, dado que
Berciani conocía de memoria todos los objetos de su dormitorio, desde donde Telma le hablaba,
mientras que ella, poco acostumbrada a salir, ignoraba por completo los paisajes que su marido
recorría entonces. La calma se quebró, hubo alboroto cuando Telma salió de su casa como estúpida
con el teléfono inalámbrico en la mano. Algo sucedía -era evidente. La intranquilidad de Telma no era
un hecho nuevo, sí los ojos desorbitados con los que enfrentó las cámaras, y sobre todo sí la
convulsiones, convulsiones como de epiléptica -y Telma no tenía nada de epiléptica. Mal que le pese a
muchos, no todo, convengamos, no todo podía deberse al comentario que le había hecho su marido,
poco antes de volver a hacerse oír, sensiblemente turbado, en el teléfono -comentarios soeces, de una
procacidad inconcebible. Una emisora de radio, de las que nunca faltan, había interceptado por
izquierda la línea privada que comunicaba al matrimonio, de modo que habían oído todo, lo tenían
todo grabado. Las últimas palabras del urbanista Berciani, últimas en el sentido de inmediatamente
anteriores al arroyo Carmelo, habían sido: Preparate, Telmita, porque después de taladrarte el orto, ese orto
sución que te cuelga, ni de sentarte te van a quedar ganas, todas tus ganas, oíme bien, todas, se me van a quedar
anilladas en la verga. Esa, convengamos, pudo quizá ser causa de una parte, nunca de todo. ¿O no
fueron los periodistas quienes, desconociendo en su mayoría esa conversación clandestina, y por
supuesto incapaces de prever, en consecuencia, el efecto que produciría en Telma, detectaron los
primeros la irregularidad en las señales? Fueron ellos, absolutamente. Entre llamada y llamada se
alargaba el compás de espera, y cuando los equipos lograban sintonizarla, a duras penas entre una
polvareda de interferencias, la voz de Berciani sonaba como un puro farfullar, sofocado por lo que
bien hubiera podido ser una mordaza de algodón. Un gruñido, dos o tres más, y esporádicos,
después el sonido de un objeto en caída, y en seguida, nada, nada que no fuera el crujir de la palanca
de cambios del automóvil, que poco más tarde terminó desvaneciéndose en el aire. El silencio. Ni
rastros del urbanista Berciani y su viaje. Únicamente la crisis de llanto de su esposa Telma y, de
inmediato, su desmayo en la vereda. ¡Qué consternación! Y todo por el falso dilema de Pianetti o
camino de cintura. Primero, por prudencia, se lo dio por perdido así: persona extraviada, se caratuló la
causa. Pero ya las malas lenguas se habían puesto a hacer lo que saben hacer, hablar, y de la peor
manera. El comando radioeléctrico de la policía, en combinación con los bomberos, acababa de
impartir las instrucciones del rastreo -ya algunos medios informativos juraban haber localizado a
Berciani en un país limítrofe. Se había radicado con un nombre falso, vivía a la sombra de una actriz
famosa de cine pornográfico, encerrado en una mansión de dos manzanas y media que custodiaba el
ejército particular de la diva. Las fotografías, borrosas, probablemente trucadas, lo sorprendían junto
a una inmensa piscina techada, los pies desnudos jugando con el reflejo de luz en el agua. Por ser la
primera agraviada por la versión, Telma fue la primera en desmentirla. Aseguró que Berciani era
hidrófobo, y que estaba dispuesta a aceptar la catástrofe más trágica respecto de la suerte corrida por
su esposo, pero no a rendirse ante la escandalosa mentira de una imagen. ¡Berciani metiendo los
piecitos en el agua! ¿Qué le hicieron el favor! Otros medios, intimidados por la posibilidad de que
Telma, como habían hecho los anteriores, les entablara una querella por injurias, difundieron una
primicia menos agresiva. Berciani se había refugiado en el descampado Tiburcio, lo más abyecto de la
tierra de nadie suburbana, verdadera pesadilla para la policía, donde viviría el incógnito como en
mendigo. Había decidido retirarse del mundo. Asilado en Tiburcio, se alimentaba de las parvas de
basura -los desagües cloacales eran su hábitat. Otro trascendido: el urbanista había aprovechado la
excursión para a visitar una amante. Extenuado por los vespertinos ejercicios del amor, se había
quedado dormido en una finca ilícita -esa hipótesis duró poco, se extinguió casi tan pronto como
empezó a barajarse. Telma, que ya tenía rápidos los reflejos, le salió al cruce. Dijo que sí, que la
amante en efecto existía, dio su nombre -se llamaba Ruth. Pero ni las relaciones que Berciani mantenía
con ella ni la finca en la que se encontraban -por lo general dos veces a la semana, tres en los períodos
más fogosos, tenían para ella nada clandestino. Incluso ella misma, Telma, había decorado la casa en
la que tenían lugar las citas, casa que, dicho sea de pasada, se hallaba en una dirección contraria a la
que el urbanista había tomado el día de su partida. Ruth hubiera podido quedarse en el molde, la
calumnia igual se habría caído por su propio peso y el de la intervención de Telma. Pero salió a la
palestra, dio la cara y dijo que no, que Berciani ese día no la había visitado. Ese día no les tocaba,
declaró, y mostró el cuadernito forrado en el que de común acuerdo arreglaban las reuniones
<<Miércoles>> -y Berciani había emprendido el viaje un lunes. Telma y Ruth se presentaron juntas en
la televisión, Ruth abrió el cuaderno ante las cámaras. Con la agenda del urbanista, Telma, que se
encargaba de consignar allí fecha y hora de las citas extramaritales de su esposo, hizo otro tanto -los
documentos coincidían. Las dos mujeres sollozaron, abrazadas. Natural -¡la confirmación del rumor
las había aliviado! Pero ahora no, ahora reinaba la incertidumbre. Y sin embargo, desaparecido o
prófugo, víctima o impostor, ¡no podía la tierra habérselo tragado! El rastreo fue monótono, puro
tanteo y tedio. Policía, bomberos, incluso vecinos espontáneamente movilizados fracasaron parejo. A
los tres o cuatro días sin resultados, cuando las versiones antojadizas alcanzaron su pico de furor,
hasta el intendente pareció perder la cabeza. A punto estuvo de declarar día de duelo en la ciudad. A
punto -dio marcha atrás por suerte, dejó todo atrás si efecto. Primero, agotar la búsqueda del
urbanista. Después sí, una vez hecho todo lo posible y hecho en vano, darlo por esfumado o por
difunto, y con todos los honores del caso. Sucede que la cautela es un arte difícil, dificilísimo en
verdad, cuando cunde el desconcierto. No se avanza ni se retrocede, se permanece estancado.
Empantanamiento general -como el que sobrevive en el distrito Riccoboni cada vez que caen más de
dos gotas. Es cierto que algo se habría podido avanzar de haber prestado oídos a los que Ducmelic
fue repetidas veces a comunicar a las autoridades. Ducmelic, el mecánico yugoeslavo, responsable
desde hacía años de los automóviles del urbanista Berciani. Ducmelic tenía su taller cerca de la
estación Bilmezis, allí donde todo parece acabar y para siempre. Pero era borracho, ahí estaba el
problema. La policía ni se dignó a hacerlo pasar cuando se presentó en la comisaría del barrio, y la
guardia lo corrió a tiros cuando se apersonó en el departamento central. Loa bomberos, por su parte,
lo ahuyentaron a manguerazos -pero sólo en el cuartel central, porque en Bilmezis no hay sede de
bomberos. Ducmelic pidió ver al intendente -los ordenanzas se le rieron en la cara y llamaron a la
custodia. ¡Qué tendría que ver ese harapiento con el gran, con el infortunado Berciani! Lógico: tanto
rechazo lo inhibió. Y para colmo tenía antecedentes, antecedentes de los que no se olvidan. Ducmelic
reverenciaba a Berciani precisamente por eso, porque el urbanista nunca les había prestado la menor
atención -y eso que los conocía. Al contrario, le pagaba siempre el doble de lo que Ducmelic le
facturaba. Croata terco, le decía el urbanista con cariño, te vas a morir multimillonario. Pero el
yugoeslavo una y otra vez tocaba fondo. ¡Era el alcohol -su carísimo problema! Y sin embargo ese
menos que hombre tenía algo que decir, algo de importancia, sobre el episodio Berciani. El urbanista
le había llevado su auto el domingo, quería una revisación a fondo, no sea que se encontrara con una
sorpresa dentro del periplo. Como siempre, Ducmelic se mostró extrañado de que Berciani se
acercara a su taller. Estación Bilmezis, en eso, no tiene nada que envidiarle al descampado Tiburcio -
las dos son zonas rojas, rojas de la peor rojez, y oficial de policía que recibe alguna de esas zonas por
destino, oficial que encomienda a Dios y reza, y no para de rezar hasta que le llega la hora. Porque le
llega la hora seguro, todavía no ha habido excepción. No se hubiera molestado, le dijo Ducmelic
cuando Berciani estacionó el Criqui y se bajó, haciendo chasquear sus zapatos relucientes. Cuántas
veces te dije, croata, que me gusta tu tugurio, que este barrio pocilga me refresca. Mírame bien el
Criqui que mañana salgo de expedición, no sea cosa que -y ahí le dijo lo de la sorpresa en medio del
periplo. Ducmelic nunca había visto un Criqui tan flamante, y no porque él fuese el responsable de su
mantenimiento. Lo revisó de punta a punta. La tarde caía en Bilmezis, tonalidades ocres y parduscas
se disputaban un cielo hecho jirones. El urbanista, sentado en un cajón de fruta, oía ladrar los perros,
fumaba mirando las casitas de chapa. Confiaba tanto en su mecánico que ni se volvió para mirarlo
trabajar. Ducmelic no le encontró nada. Nada nuevo, en realidad, porque el Criqui de Berciani, como
todos los Criquis importados, la falla que tenía la había traído de fábrica. Era poca cosa, un rulemán
mal torneado, seguramente, en el interior de la caja de cambios, que hacía crujir la primera. Muchas
veces Ducmelic le había ofrecido arreglar el desperfecto -el urbanista se había negado. No sólo no
estaba molesto, al contrario: la fallita lo enorgullecía. Una vez, Ducmelic le había propuesto hacerle
gratis el trabajo, desmontarle la caja, retornearle el rulemán o canjearlo por uno original -conseguía
repuestos originales por unos amigos contrabandistas. Todo sin cargo. Pero ese día el urbanista le
dijo: No es un defecto, croata bizco, ¿no ves que es la seña particular de mi Criqui, su huella digital?
Pero la caja cruje, alegó el mecánico. Cruje si no lo manejo yo; si le pongo mi mano encima la palanca
es una seda, ¿querés ver? Y Berciani, de un salto -tenía el Criqui sin capota ese día-, se subió al
automóvil, encendió el motor, un reloj, ese motor, una caja de música y puso primera. Y Ducmelic, en
efecto, no oyó nada, ni el más mínimo rezongo. Berciani, victorioso, no paraba de reír. Desde arriba
del Criqui le gritó, desafiándolo: ¿Querés probar vos, croata bruto? Ducmelic titubeó. Era tan
esplendoroso ese Criqui, tan distinguido. Dale le insistió Berciani, mudándose al asiento derecho,
después me limpiás el tapizado. El mecánico terminó aceptando. Puso una franela sobre el asiento,
pero en vez de sentarse mantuvo las nalgas engrasadas a centímetros del trapito protector. Después
apretó el pedal del embrague a fondo y movió la palanca. Cruc, hizo la caja delatora. ¿Ves? Es tu
mano bestia de croata la que la hace crujir, conmigo ni mosquea. Y ahora bajate -casi empujándolo- no
vaya a ser que te engolosines con el lujo de mi Criqui y te olvides de lo que sos, croata miserable: ¡un
croata miserable! De ahí la sorpresa de Ducmelic, de ahí que aguzara los oídos cuando oyó, en la
transmisión del viaje de Berciani por su radio a transistores, toda una reliquia yugoeslava de
posguerra, el último sonido que había llegado: el de la caja de cambios que crujía. ¡Cómo iba a crujir
si el urbanista sabía, si era el único que podía domeñarla! A menos que, efectivamente, a menos que
otro le <<hubiera puesto las manos encima>>. De esa cuestión quiso Ducmelic poner al tanto a las
autoridades. Parecía una nimiedad, era una nimiedad -¡pero sabe Dios lo que pueden significar las
nimiedades! Claro que no fue sólo la negación del cuerpo policial, bomberos y municipal lo que acabó
mellando su entusiasmo. También tuvieron su peso las advertencias del medio de Ducmelic, un
medio de lo peor -como el mismo hubiera reconocido que era el entorno de Bilmezis. Quedate en el
molde y no vayás, le dijeron. ¿O querés quedarte pegado? Decididamente había sido un error,
garrafal para Ducmelic a la postre, comentar que había descubierto ese crujido. ¡Y comentarlo en
rueda de borrachos! Las autoridades le habían cerrado las puertas en la cara, lo carcomía la duda, se
había puesto tan ansioso que ahora, arreglando motores, no daba pie con bola y los clientes habían
comenzado con las quejas. Era lógico: hay descubrimientos que en soledad no se aguantan -y no era
el de Ducmelic la excepción. Normalmente iba a beber al bar de la estación cuatro veces por semana.
En el estado en que estaba, fue todas las noches, y siempre el último en irse. Hasta hubo, una vez, que
regalarle una botella para que se mandara a mudar, hecho de veras infrecuente en Bilmezis. Lástima
que en esas rondas de borrachos no todos tomen la misma cantidad. A primera vista parece que sí, no
hay o casi que distinga un borracho de otro, todos sucumben aparentemente a una proporcionalidad
alcohólica homogénea. Y si embargo siempre hay uno, uno por lo menos, que atesora un gramo más
de cordura que los otros. Ese fue el que escuchó la confesión del mecánico Ducmelic. Todos la oyeron,
tampoco eran tapias los borrachos -sólo él la escuchó, y enseguida midió las consecuencias. Allí fue
donde apareció lo de <<quedate en el molde, no vayás>>. Se lo dijo Ortolá, el uruguayo -más de la
mitad de la vida en las cárceles. Tomando, por lo general, era una esponja -dio la casualidad de que
esa noche hubiera decidido moderarse. O tal vez no, tal vez llegó al bar de la estación cuando
Ducmelic, de tan bebido, ya empezaba a tambalearse. Y quiso la suerte, la mala para Ducmelic, la
buenísima para Ortolá, que el uruguayo sorprendiera al yugoeslavo en el momento justo de aflojar la
lengua. Los demás, naturalmente, ni se dieron cuenta, siguieron con las bromas en voz alta -se
trataban como borrachos: se disculpaban todo. A Ortolá, sin embargo, la confesión le había quedado
bien grabada. Desorbitó los ojos -incluso el que llevaba desde siempre entrecerrado, el párpado un
colgajo por una cuchillada-, y volvió a llenar con disimulo la copa de Ducmelic. Por eso lo de <<no
vayás, ¿o querés quedarte pegado?>>. La salud del yugoeslavo, su destino, lo tenían sin cuidado -
como por otra parte toda salud, todo destino ajenos. Por él, por Ortolá, Ducmelic podía pudrirse
golpeando lasa puertas de las comisarías, los portones de los cuarteles de bomberos. Allá él, si tenía
tantas ganas. Pero cundo pensaba que Ducmelic, en manos de la policía, iba a ser una fiesta de
interrogatorio -ahí Ortolá pensaba en su propia salud, en su destino propio, y ese pensar en verdad
no le gustaba. Ducmelic era en sí mismo inofensivo, un buen yugoeslavo y un buen mecánico, apenas
un poco aturdido por el vino, pero siempre leal al código de Blimezis. Ahora -¿Ducmelic frente a
frente con uno, dos, tres interrogadores policiales, trescientos cincuenta watts encendiéndolo? Ortolá
conocía ese trámite de memoria, había pasado ya por la experiencia. Se acudía, digamos, a la policía,
y no para esconder un caño en el puesto de flores de la esquina sino para colaborar -¡qué asco de
palabra! Era el caso de Ducmelic. ¡Ya era un milagro que lo hubiesen fletado sin escucharlo! Lo
normal hubiera sido que lo hicieran pasar directo al despacho alfombrado del comisario. Y una vez
allí: Siéntese por favor, ¿gusta un café? ¡Cabo Tobi! ¡Un café bien cargado para el señor! Ahora ¿en
qué piensa usted que puede sernos útil? Oigo y tomo nota -y el comisario, dicho y hecho, con la
punta del lápiz clavada en el primer renglón. Entonces, por lo general, los ducmelics balbucean lo que
sabían o creían saber, un detalle revelador, una pista, quizás el extremo del ovillo. Pero ningún
nombre propio. Nada de apellidos, nada de alias, nada. ¿Y cómo iba a ponerse el comisario si no le
daban lo único que esperaba? Salvaje, hecho una furia. ¿Eso es todo?, preguntaba, iba levantándose,
en ciernes como una tormenta. Entraba con el café el cabo Tobi -el comisario le arrebataba la taza de
las manos y la volcaba, íntegra e hirviendo, en la cara del ducmelic. ¡A la sala de preguntas con él!,
rugía el despiadado. Y allí, en la sala de preguntas, nada de alfombra, nada de café, ni pizca de
<<señor>>: silla de metal, esposas, velador en la cara y paliza múltiple, todas partes, a mano limpia y
con cachiporra de goma. Quince minutos duraba como mínimo el tratamiento. Después, los
resultados. Si el ducmelic, inútil estoicismo, había muerto sin hablar, a la zanja con su cuerpo. Si había
alcanzado a deletrear un nombre a duras penas, se lo encerraba para su recuperación, pero cuando
volví a salir, frescas aún las cicatrices, quedaba fichado como informante para siempre. Con
Ducmelic, aquel particular ducmelic, además, el riesgo aumentaba. Porque a veces, si ayudaba la
fortuna, los pobres ducmelics, que se habían presentado nada más que a declarar, no tenían ningún
nombre en su haber que delatar, nada de papita para el comisario -y eso de la mayor buena fe.
Entonces los de afuera, por ejemplo él, Ortolá, podían dormir tranquilos. Pero con Ducmelic no había
seguridad, el riesgo era tremendo. Cualquier nombre que le brotara en la sala de preguntas era uno
menos, uno menos de Bilmezis y en menos de lo que canta un gallo. ¡Si además de un par de
parientes yugoeslavos Ducmelic sólo trataba con gente como él, Ortolá, todos deudores y eternos de
la ley! Ortolá, Fulani, Abulafia, Babbo, cualquiera de los que a menudo compartían con Ducmelic la
mesa del Bilmezis, la botella -¿qué sería de ellos, de cualquiera, si el yugoeslavo dejaba caer como
quien no quiere la cosa, y de seguro no la quería, porque la cosa, el porvenir del interrogatorio, era si
no hablaba la desfiguración, sin ir más lejos la muerte, un nombre cualquiera, un nombre al azar en la
sala de preguntas? De modo que Ortolá, apelando a la prudencia, siguió a Ducmelic esa noche.
Abandonó antes que todos el Bilmezis, no se alejó, montó guardia al reparo del puente Chuelo, del
que ya quedaban apenas unos pocos pilares herrumbrados. ¡El puente Chuelo! A veces la noche tiene,
para la ironía, el tiempo justo que al día le falta. La reconstrucción del puente Chuelo, el urbanista
Berciani todavía la tenía en carpeta, no había claudicado en si propósito pese a que del puente cada
vez quedaba menos. Lo habían ido deshojando con el tiempo, en parte por pura vocación de ultraje,
en parte porque del hierro era buena la reventa. Ahí esperó Ortolá, todo sigilo en el raquítico
esqueleto del puente, hasta que Ducmelic, más que salir, egresó a golpes de Bilmezis. Se había puesto,
al parecer, insoportable. Insultaba a todo el mundo, el barman Maffioli y Normita, la moza renga, eso
era e esa hora <<todo el mundo >>, porque la radio no pasaba música de Bitola, su ciudad
yugoeslava y natal -y él, la música de Bitola, decía necesitarla como el aire. Había nacido en Bitola,
sólo nacido. Después, a los pocos meses, la familia Ducmelic, y el pequeño Ducmelic con ella, se
había radicado en Zagreb. De ahí lo de <<croata>>. Pero de tanto en tanto le daban esos ataques y
Bitola, la ciudad del sur que casi no había conocido, y más que Bitola una melodía de Bitola, se le
aparecían de repente como una alucinación. Normita bostezaba, Maffioli no pensaba en otra cosa sino
en cerrar -y Ducmelic, impertérrito, seguía reclamando los cantos de su terruño. Hasta que el barman
dijo basta -y fue basta. Qué Bitola ni ocho cuartos, dijo agarrándolo del cinturón, y lo hizo atravesar
así todo el salón del Bilmezis, te me vas ya mismo a dormir la mona. Ducmelic, arrastrado, trataba de
aferrarse a las botellas que quedaban en las mesas. Ya en la puerta, Maffioli lo balanceó en el aire.
Uno, dos, tres: ¡a la calle! Más bien al lodazal, porque el Bilmezis no da a ninguna calle. Y
aplaudiendo para sacarse el polvo de las manos, de puro satisfecho, Maffioli lo alertó: Guay de que te
pesque rodando el boliche. Te vas a arrepentir, yugoeslavo, yo sé lo que te digo. Portazo, y a otra cosa.
Ducmelic, como pudo, se incorporó. Emprendió a tientas el regreso, murmurando su patriótica
cantinela de borracho -Bitola, Bitola…- sólo tenía voz para evocar su aldea. Sus pensamientos, sin
embargo, seguían atareados en Berciani. Más de una hora tardó en volver, y más de una hora que se
contaba triple: Bilmezis, por las noches, es un vasto laberinto de ciénagas y de niebla, y el tiempo no
corre, se elastiza. ¡Más aún para un croata ebrio que carece de brújula! Ortolá lo seguía de cerca pero
con cuidado, y eso que Ducmelic, en su estado, no hubiera sido capaz de distinguir a un ejército
pisándole los talones. Cuando llegó, exhausto y mareado, a su casa, una piecita más que humilde en
los fondos del taller, una sorpresa lo esperaba -Telma. A decir verdad, fue sorpresa para ambos, para
Ducmelic tanto como para el uruguayo, que supervisaba todo desde la penumbra, tropezar con la
aparición fantástica de Telma. Ducmelic la reconoció en el acto. Ortolá no, tuvo que tomarse su
tiempo hasta sacarla -y la sacó por deducción, por pura lógica. Al yugoeslavo no se le conocían
mujeres, las pocas que frecuentaba, por otra parte, nunca pisaban su morada -¡era famosa de
mugrienta! Estaba obsesionado por la desaparición del urbanista, que era rico y tenía esposa, aquella
mujer envuelta en pieles no era oriunda, sin duda, de Bilmezis. ¡Era Telma! -se caía de maduro. Había
dado esta casualidad, increíble: una en un millón: que Telma identificó a Ducmelic en la televisión.
La pobre miraba sin cesar los noticieros, como si fuera a encontrar ahí los datos que las autoridades
no conseguían por las suyas. Y esa tarde había estado así, cambiando de canal a la marchanta, cuando
súbitamente vio de refilón, en un seguidísimo plano, al custodio del cuartel de bomberos
ahuyentando al yugoeslavo de la sede. Lo vio, dijo: Es Ducmelic, el mecánico, y quedó petrificada.
¿Por qué está ahí?, se preguntó. ¿Por qué insiste tanto ese mecánico? -al ver que Ducmelic, rechazado,
volvía a la carga, y que el custodio otra vez lo rechazaba. Entonces pensó: Algo sabe, y consultó la
agenda de Berciani y al final dio con la dirección, con el taller del yugoeslavo. Es en Bilmezis, se dijo
preocupada -pero pudo más el entusiasmo, la esperanza. Iré esta noche, tarde, se dijo esperanzada. Y
así fue, ahí estaba. Apenas vio a Ducmelic le dio un vuelco el corazón. Usted, le dijo, cayendo en sus
brazos sin aliento, dígame lo que sabe, estoy desesperada. Hundiendo sus manos en las pieles,
Ducmelic la sostuvo –fue un paréntesis de voluptuosidad, fugaz pero regocijante. Y luego: Lo que se
es nada, contestó -pero sólo para ganar tiempo, pues el ave funesta del peligro se había posado sobre
él, sobre su cabeza aturdida. Aún pensaba, créase o no. Al ver a Telma esperándolo en esa desolación,
había experimentado el impulso, la tentación irreflexiva de confesarse. Al fin y al cabo era el destino,
y no la policía, el que se había presentado a tomarle declaración. Resistió el impacto, sin embargo -el
consejo de Ortolá se le volvía una amenaza. De ahí lo de <<lo que se es nada>>. Telma, entre sus
brazos, quiso saber porqué lo había visto merodear el cuartel de bomberos. Por otra cosa, desvió el
yugoeslavo, nada que ver con su marido y lo lamento. Telma se apartó, decepcionada pero dudando.
¿No me miente usted? ¿No está escondiéndome algo en el fondo? Ducmelic vaciló -acaso tiritaba de
frío, o de haber visto en la cara de la mujer a Berciani la imagen de Berciani, la peor de todas las
imágenes. Le doy todo lo que tengo por un dato, dijo Telma, sacando de la cartera un fajo de billetes
precavido. Se le fueron los ojos al mecánico, y como para no: la plata era muchísima. Arreglaría el
taller, volvería por fin a Zagrev y a Bitola, se la patinaría toda en putas y en bebida. Pero otra vez la
garra del peligro lo retuvo, otra vez Ortolá lo frenó en seco. Le repito que no, le dijo, y su mirada
trataba de esquivar los billetes, ¿por quién está tomándome? ¡Cuánto le costó fingir la indignación, su
falso escándalo de honesto! Pero Telma, dispuesta a todo, arremetió: ¿Qué quiere si no es plata? ¿El
Criqui de mi esposo? Ayúdeme a encontrarlo y es suyo, le prometo, y besó la cruz que trazó con el
índice sobre los labios. Y Ducmelic, que no estaba para la piedad pero tampoco para el asco -empezó
a retroceder, a alejarse hacia los fondos del taller. Por esa noche tenía bastante. Telma hizo crisis y
estalló en lágrimas. Entreabriéndose las pieles le gritaba: ¡Si no es el Criqui yo, yo teme entrego! ¿O
vas a decir que no me tenés hambre? Pero el mecánico ya no la escuchaba, había corrido a la piecita y
estaba encerrándose con llave. Un segundo más y, si se quedaba, perdía los estribos. No la vio, pues,
volver a acomodarse las pieles del tapado, ni meterse llorando en el auto que la había traído. Un
Criqui, como el del urbanista Berciani, pero tres modelos más viejo –y sin embargo tan cuidado que
resplandecía como una joya. Cuando se fue, patinando en el proverbial barro de Bilmezis, Ortolá
abandonó su escondite mirador y siguió a lo lejos los faros que iban extinguiéndose. Yugoeslavo nulo,
desaprovechar así esa mercadería, murmuró para sí como cualquier incrédulo delincuente. Lo había
visto todo, pero de lo dicho sólo había alcanzado a oír una parte, la última. Le persistían las
sospechas, ¿Y si Ducmelic había hablado? ¿Y si esa noche no, pero hablaba al día siguiente? Hubiera
podido irse, darse por colmado y dormir. Pero no hay como la incertidumbre para sumir a los
criminales en el insomnio. Era entonces o nunca. Fue bordeando el taller apretado contra las paredes,
con pasos tan astutos que no se oían, y cuando llegó a la ventana, la única ventana de la piecita de
Ducmelic, hizo un alto. Había luz -se asomó. El yugoeslavo había apartado los trastos de mecánico y
escribía, inclinado sobre un claro de la mesa, no tan claro pues la inclinación, un encorvamiento de
niño aplicado, cortaba en dos la mesa con su sombra. Escribía con su letra lenta, trastabillando sobre
el hilo delicado de los renglones, y las palabras, como hormigas rengas, rompían filas bajo el
resplandor del sol de noche. Una pena lo de Telma. Si no la hubiera traicionado la ansiedad, si la
crisis hubiera tardado en asaltarla, si, apelando al corazón, no a la codicia ni a la carne, hubiera
insistido en rogarle al yugoeslavo -lo que Ducmelic borroneaba en el papel, ella lo habría escuchado
de sus propios labios, así, directamente. Ahora, en cambio, que el mecánico lo ponía por escrito…
Porque está visto que es así, y que es así siempre: lo escrito cae en malas manos. Ahora, en cambio,
Telma había vuelto deshecha a su casa, hecha trizas la que imaginaba que era su última esperanza.
Como antes a Ruth, tachó a Ducmelic de la lista. ¿Quién le quedaba? ¿Adduci, el dentista? ¿El
inspector municipal Battiperde? Y estaba terminando de tacharlo con poca convicción pues aún
sospechaba del mecánico, cuando entre sollozos la sobresaltó el timbre del teléfono. Decepción, no era
Berciani, era la policía. Un soplo de aliento, tenían algo para ella. Que ya mismo pasara, le dijeron, a
reconocerlo. ¿Algo?, dijo Telma con voz entrecortada -pensaba en un dedo, una oreja, en esa terrible
clase de algo. Pero la policía es lacónica, y más lo es por teléfono. Venga pronto, le dijeron, es el
tiempo lo que apremia. El viaje fue extraño. Más que viajar volaba, apretando el acelerador a fondo,
cuando la voz del policía resonaba en sus oídos como un augurio favorable. O bien se demoraba,
aliviando la presión sobre el pedal, cada vez que la voz le prometía una catástrofe. Esa fluctuación no
puede ser más normal, el ánimo del desesperado la conoce. Se quiere llegar enseguida, se quiere no
llegar nunca -y mientras tanto se viaja así, promediando la urgencia y el espanto con la distracción
indolente de un turista. La ciudad, gracias a dios, estaba desierta. El camino fue fácil y límpido. Pasaje
Berti hasta Bonino, después circunvalación Bustrófedon, la bajada Bléfari, y por último acceso Bitol
hasta la gran explanada Bertani. En poco más de diez minutos Telma estuvo frente al oficial de la voz
que seguía resonándole. Esa repugnante costumbre de las voces que tienen de resonar. Tenía algo
entre las manos -ella creyó desfallecer- algo envuelto en un pañuelito blanco. Otro oficial, de gafas y
pechera, le acercó una silla para que se sentara. De vida o muerte, le dijo el primero, ¿qué es esto? -y
con la mayor delicadeza separó una por una las puntas del pañuelo. Era un Bluti antiguo, carísimo y
con números romanos. ¡El Bluti de Berciani! Telma atropelló y se apoderó del reloj con manos
temblorosas. Lo dio vuelta para examinarle el dorso. Los dos oficiales intercambiaron una mirada
cómplice. Acá están, gritó Telma -y señalaba dos incisiones en la convexa espalda metálica: ¡son las
iniciales de Berciani! Allí estaba todo -por si faltaba algo. Abrazada al reloj, Telma rodó por el piso, las
lágrimas volvían a inundarle los ojos. Y eso que había llorando mucho ese día, muchísimo, contando
el llanto del despertar, infaltable, el del mediodía, obvio: faltaba Berciani de la mesa, el sollozo del
atardecer, cuando detectó a Ducmelic en la pantalla, y el de la noche, el más reciente, cuando por fin
vio al yugoeslavo y no pudo, no, sacarle nada. Telma rodó y lloró largo rato entre los oficiales
respetuosos, acunando el reloj como a una criatura mecánica que le traía, quizás, un mensaje. Porque
el Bluti, convengamos, era un signo -de vida o muerte. Pero ¿cómo?, exclamó Telma, ¿cómo ha venido
a parar este Bluti entre nosotros? La cuestión había sido así -una redada. Efectivos de la policía habían
tomado subrepticia posición en la dársena Trevi del puerto, a la espera de un desembarco ilegal -
droga, sustancias químicas, lo que fuera, la denuncia no había aportado precisiones al respecto. En la
dársena, sin embargo, esa noche no había habido movimiento alguno –ni legítimo ni sospechoso,
nada, sólo el movimiento de las ráfagas de brisa helada con su secuela de olores fétidos, tan
nauseabundos que varios agentes estuvieron a punto de vomitarse el uniforme. Con todo, cuando la
tropa ya se aprestaba a retirarse, la incursión no demostró ser tan estéril. Una trifulca allá, ruido de
botellas rotas y de disparos en el Atrevi, el bar de la dársena Trevi. Acudió una brigada reducida, cosa
de aquietar los ánimos y pescar, en una de ésas, un par de peces revoltosos. ¡Todo fuera para justificar,
como mínimo, los gastos del traslado! Y una vez en el Atrevi, lo de siempre: la cadena de siempre,
entre la botella y el disturbio, con su saldo de destrozos, de contusos. Todos adentro. De pronto,
mientras los arreaban a celular, una luz relampagueó en la oscuridad: el haz de una linterna por azar
había dado en el Bluti. Lo llevaba en la mano un parroquiano, acaso el único inocente en el conflicto.
Procedieron sin demora a confiscárselo. Era inexorable: el Bluti figuraba y destacado en la descripción
que Telma había dado del urbanista Berciani el día de su desaparición -descripción por otra parte
exhaustiva, pues hasta la muela de oro había sido incluida en el listado, y eso que sólo era visible en
la inspección odontológica, o para el husmear del médico forense, de la policía y de los familiares
directos si, llegado el caso, se hacía necesario reconocer el cadáver. ¿Mi Berciani cadáver? Telma, en
un principio, no quiso saber de nada, se negó a dar el detalle de la muela de oro. Informaciones útiles
sí, morbosidades no, dijo. Y los policías: Tenemos que estar preparados para lo todo, vamos. ¿Tiene
alguna pieza dental que permita identificarlo? Y Telma, intransigente, que no -que ni se le pasaba por
la cabeza. Y otra vez los oficiales: Así no hay investigación, señora, que progrese. Entre tira y afloja
estuvieron como media hora. Por fin, menos por convicción que por resignada, Telma les entregó el
dato. Per el Bluti había brillado primero, afortunadamente -y afortunadamente al menos en ese
momento de la pesquisa, cuando de Berciani el Bluti era la única, la primera señal en presentarse. Así,
con el Bluti como eslabón, se trataba de remontar la cadena, ascenderla o descenderla, quién sabía en
verdad, o acaso seguir de cerca sus eventuales filamentos laterales, que nunca faltan. Y la pesquisa
continuó, o avanzó, entonces de este modo. Del parroquiano del Atrevi, que en la jerga Ortolá, es
decir la de Bilmezis, quedó pegado por un lustro, pues aunque era a todas luces inocente, tanto el la
batahola del Atrevi como en el caso Berciani, siempre un precio cuesta ser eslabón de una cadena, se
tuvo acceso al tahúr que le había vendido el Bluti -Babeau, oriundo de Marsella, gángster
renombrado de los suburbanos. Fue detenido en los lindes de su imperio, entre el baldío Trumper y la
vieja usina Comoglio. Años hacía que se la tenía jurada la justicia, años que Babeau, ágil de cintura,
burlaba zigzagueando sus asedios. Pero esta vez no, le cayeron encima y ni de patalear tuvo tiempo.
Lo sorprendieron en plena contabilidad, ¡y había que haber visto la chispa que hacían las ganancias al
frotarse contra sus ojos! Pero eso no fue lo peor. Lo más in fraganti fue la cadenita de oro que le
secuestraron del bolsillo, ajena por supuesto y además grabada, para colmo, también con las iniciales
de Berciani. ¡A ver si nos explicás este tesoro marsellés tránsfuga, le dijeron, y a continuación el
procedimiento de rigor -a la sala de preguntas con el pájaro. Alos diez minutos, pues Babeau era
blando, mucha Marsella y muelle de la brumas pero a la hora de cantar, todo un jilguero, la pesquisa
se había desparramado como un chorro de luz que atraviesa un prisma. De la tabacalera Sunchález,
inactiva a lo largo de una década, vinieron las botas de Berciani, intactas y hasta lustradas. El que las
calzaba, un matón joven de apellido Trémoli, cayó cuando oponía resistencia -tiro en la cabeza y que
no se hable más. El cinturón, los mitones y los lentes, por lo general inseparables de Berciani, se
encontraron en el ex depósito Gastaldi, actualmente nuevo depósito Gastaldi. La banda quiso
retobarse, poco le duró. A medida que las cortesías de Babeau daban sus frutos, hallazgos
simultáneos se agregaron. Un choque en la intersección de Melnik y de Antúnez dio la pista. Podría
haber sido un accidente más, de miles que ensangrientan ese cruce -¡hasta cuándo esperarán los
vecinos el semáforo!-, pero fue distinto. Había cerca una patrulla, era el alto sagrado de la cena. Los
respectivos conductores se bajaron, contemplaron azorados el desastre, la columnita de vapor que
despedía la chapa retorcida. Habían chocado fuerte, de milagro estaban vivos -y de golpe se
trenzaron. Arma blanca, revólver y los gritos: ¡Te voy a coser, marmota, a puñaladas! ¿Querés entre
los ojos, chauchón, un recuerdo de este chumbo? La patrulla intervino para separarlos y -¡raro
fenómeno el de la ley, que une de repente a los que antes tenían la idea fija de matarse. No hubo más
remedio: allí quedaron, de cuerpo entero en el asfalto. La requisa de los autos, de rigor, arrojó este
resultado: disimuladas en sus partes, los dos tenían piezas del Criqui de Berciani. Motor, llantas,
diferencial y batería: un verdadero prodigio del transplante. Así, indicio de Berciani que aparecía,
indicio que en el acto iba a parar al destacamento de la explanada Bertani. Y allí Telma, la ojerosa
Telma, que ni tiempo de quitarse las pieles había tenido, recibía las partes del botín Berciani como una
dama de beneficencia los frutos de su colecta navideña. A las cuatro y media de la mañana dieron con
la carrocería del Criqui, estaban despintándola a fuerza de soplete en un galpón, pleno centro de
Fortino. Dos minutos más tarde, en el otro extremo de la ciudad, el sereno de una playa de
estacionamiento se probaba el pulóver de cuello volcado de Berciani. In medias res lo capturaron,
aprovechando de la lana el sofocón, las torpes mangas, para ahorrarse las esposas. Poco después,
cerca de las seis, un allanamiento en Tubuletti exhumó la billetera (faltaba la foto de Telma), el llavero,
los documentos personales del urbanista. A los ladrones, elemental noción de táctica, ya no los
liquidaban. Más se acercaban los policías al corazón de la pesquisa, más vivos y despiertos los
necesitaban. En un momento fueron tantos los objetos personales de Berciani que se recibían, porque
luego de los últimos habían llegado la camisa de seda, la alianza matrimonial, las medias con
monograma, hasta el minúsculo perro salchicha que solía mover la cabeza en la luneta trasera del
Criqui, que en un momento hizo falta una caja para reunirlos, para evitar que siguieran
dispersándose. Y mientras Telma, en un paradójico ritual de bienvenida, parsimoniosamente iba
guardándolos, dos oficiales, ninguno era el de gafas, pues se le había encomendado escribir el
nombre de Berciani en una etiqueta, desplegaban sobre un muro una gran pantalla electrónica con el
mapa de la ciudad. Ensimismada en el acopio, Telma no les prestó atención -pero el mapa iba
marcándolo la suerte por su cuenta. Los puntos rojos, los de brillo continuo, señalaban los lugares de
procedencia de los últimos objetos recuperados. Los verdes, los intermitentes, indicaban los rumbos
inmediatos a seguir. Ringuelet, el Hogar Peloneda, la caleta dinamitada de Trombesco -más eslabones
de la cadena, primicias obtenidas en la sala de preguntas. Y de la combinación de rojos y de verdes,
en el cuarto contiguo, los oficiales de logística, esos eximios probabilistas de la policía, inferían
hipótesis sobre el porvenir de la pesquisa. Unían los puntos en familias sutiles y, proyectándolos en
líneas de acción imaginarias dibujaban el perímetro de la estocada final. En la pantalla, eso daba un
círculo -sí. Pues en el delito la cadena suele tener eso, esa capacidad de, repentinamente, convertirse
en círculo. Puntos rojos, enclaves ocupados por la ley. Puntos verdes, puestos a ocupar. Círculo de
acción, programa de operaciones. Y en el centro hipotético del radio, una luz amarilla: Berciani, la
víctima. Paralelamente variaba, entre tanto, el estado anímico de Telma. Al principio, con el rescate
del Bluti, le había parecido que Berciani, como en un milagro, se le presentaba desde la lejanía de su
desconocido paradero. Los hallazgos posteriores incrementaron esa algarabía. Y por qué -era sencillo.
Había reconocido la cadenita de Berciani y dicho: Querían la cadenita, no a Berciani. Después las
botas: Les tenían ganas a sus botas, no a él. Y lo mismo co los órganos del Criqui: Ambicionaban sus
bienes, no quitármelo. Después, a medida que más cosas fueron cayéndole en sus manos, la alegría
sufrió un retroceso paulatino. Hasta que se le instaló esa idea en el espíritu: Pronto todo lo de Berciani
lo tendré aquí, en esta caja. Y si es así, la idea continuaba, ¿a que habrá quedado él reducido, no en su
poder sino en el mío? Los oficiales, que le leyeron en el acto el pensamiento, bajaron los ojos y
permanecieron en silencio. Por un momento no se oyó, en la sala del departamento, otro sonido que
no fuera el bip interminable de los puntos verdes. Así sucede, por lo general, cuando se cruza una
idea, todo enmudece bruscamente -como si la idea, al parecer, chistara directamente al mundo y lo
obligara a callar. Y después, cuando la idea pasó, dejando a Telma ensombrecida, porque ciertas ideas
son como extraños eclipses: el astro opaco desaparece, pero no las tinieblas con las que acaba de teñir
la superficie de las cosas, todo reanudó su marcha y los oficiales volvieron al trabajo. Entraron dos
agentes, traían la camiseta de frisa de Berciani -de punto verde, la calera de Trombesco pasó a ser
punto rojo. Casi pisándole los talones se presentó la patrulla destinada a Ringuelet. Telma, ya sin
fuerzas, miró apenas la palanca de cambios, el freno de mano: eran del Criqui de Berciani, eran
auténticos -y Ringuelet ascendió a punto rojo. Y cuando Telma volvió a abrir los párpados vio más
gente atropellando, oyó, de pasos, más estridor. Eran los del Hogar Peloneda, la incursión había sido
un éxito -y las puertas de la sala se abrieron de par en par para dejar paso a un carrito rodante. Telma
casi no se incorporó. Despegándose levemente de la silla, pues el cuerpote pesaba tanto como los
párpados, como el corazón, echó un vistazo al contenido. La consola del Criqui estaba allí,
despedazada, envuelta en una telaraña de cables y de hilos. ¿Peloneda punto rojo?, preguntó un
agente de logística. El oficial de gafas asintió con la cabeza, y enseguida el mapa electrónico procesó
la información. Habían cesado de verdecer los puntos verdes, ya no más intermitencias: alrededor del
punto amarillo, pálido resplandor de la víctima Berciani, brillaba el círculo -y esta vez parecía, sí,
definitivo. ¿Falta algo?, preguntó a Telma uno de los agentes. Ella lo miró como saliendo de un
hipnosis, y luego examinó con un cuidado exhausto las partes del botín recuperado. No, dijo por
fin -pero enseguida: Sí. El agente tardó en comprender. Falta Berciani, dijo Telma, y se puso de pie.
Los oficiales se pertrecharon de gorras y armas. Uno de logística vino, entregó el papel con, dibujada,
la posición final de Berciani. La proyección había dado estas coordenadas: la Quema al norte, el
basural Babuscio al sur, la autopista Roldi al este, al oeste el acceso Barchoqui. ¿Está lista?, le
preguntaron a Telma. Y ella, sin contestar, avanzó hacia la puerta como una sonámbula. Un agente
recogió su abrigo de piel y la siguió. No habían dado las siete cuando salieron -la mañana se
anunciaba diáfana, en la esquina de Bartroli ya formaban fila los emigrados inminentes. ¡Y eso que
escaseaba el papel de pasaporte! Eran veinte hombres distribuidos en cinco móviles policiales -y
una mujer, la cabizbaja Telma. Cómo se le pudo ocurrir al cabo Bauto prender la radio -misterio. Lo
cierto es que la prendió y nadie se lo explica. Durante un minuto oyeron las advertencias matutinas:
atascamiento en Baldinu, desperfecto en la barrera de Abulafia, accidente en la vía Dubufreddo -hasta
que Telma comenzó a sollozar en silencio, como avergonzada, y el sargento Tettamanti apagó en seco
la Motorola. Ayudados por las sirenas, que ahuyentaban a los autos, viajaron rápido y evitaron los
escollos -pero eso hasta cierto punto, porque bien que en Babani estuvieron detenidos un buen rato.
Unos rateros, parece, habían hecho volar una estación de servicio. ¿En la caja no había plata? ¿Se
habían llevado ya la recaudación? Dos o tres fósforos en los surtidores y arriba, ¡a las nubes con la
central de suministro! Se libraron de vahaban. Merodeaban ya la zona clave cuando procedieron a
distribuirse: un patrullero entraría por la Quema, otro por Babuscio, el tercero se apostaría en Roldi,
el cuarto en Barchoqui. Sólo uno finalmente se acercó al punto amarillo y estacionó junto a la víctima
-el quinto. Telma viajaba adentro. El cabo Baum apagó el motor y esperó. El sargento Tettamanti dio
la orden de bajar -bajaron. Bajaron todos menos Telma. No tenía por qué, ya lo había visto a
través de la ventanilla, desde adentro -había dejado de llorar, a esa altura, y no había dudas -era él,
era Berciani: sentado en el asiento delantero del Criqui, lo único que había quedado del auto,
completamente desnudo, y con el cuello quebrado por una sola torsión. En sus ojos muertos, sin
embargo, como un áspero cristal brillaba todavía la luz de su ambición, de su ambición abortada para
siempre –terminar de una vez por todas con el falso dilema de Pianetti o el camino de cintura. Alguien,
una voz decía: Afirmativo, afirmativo, tenemos el occiso. Pero ya Telma no la oía. Tenía la vista vuelta
hacia otra parte, algún punto entre la Quema y Roldi, tal vez hacia las grandes chimeneas rojizas de la
fábrica Bulfone, que recién empezaban a humear. Tenía los ojos muy abiertos pero no miraba nada, en
realidad, porque se había dormido -y soñaba. Soñaba con un Bluti, real como el de Berciani, pero
cerrado como los viejos relojes de chaleco. Era la primera vez que lo veía -y sin embargo el reloj no
tenía secretos para ella. Encontraba fácil el mecanismo de resorte, lo abría -y descubría entonces que
no era un reloj, que el Bluti era una cajita de música. Quiso reconocer la melodía, el falso aire de
pianola, le pareció eslavo -pero no pudo ir mucho más lejos y cerró los ojos cambiando de sueño.

Alan Pauls©

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8 comentarios to “El caso Berciani, de Alan Pauls”

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