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I.

MISIÓN

Vamos a empezar el desvelamiento de la


persona y lo haremos mostrando diversas
cuadrículas del mosaico humano. No se nos
escapa la dificultad de este intento, pero aún
así hemos de aventurarnos a comprender la
complejidad de lo humano. Sí, y aunque hay
muchísimas cosas dichas y escritas sobre la
persona, sigue siendo una necesidad volver
sobre lo mismo, a fin de aclararnos un poco
acerca de quiénes somos, no vaya a ser que a
fuerza de vivir, olvidemos para qué vivimos.
En los últimos años, el tema de la MISIÓN
ha vuelto a entrar en el lenguaje coloquial y
está vinculado al destino de las organizaciones.
Preguntarse por la misión de una empresa es
indagar por el qué y el a quién, es decir qué
servicio o producto ofrece y a qué sector del
mercado. Es lo primero que ha de plantearse
un emprendedor. Nadie hace un empresa para

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ver qué pasa. El emprendedor cuerdo ha
descubierto una oportunidad en el mercado (es
decir, necesidades humanas insatisfechas) y
tiene algo que ofrecer. A partir de aquí empieza
su aventura.
Conviene recuperar este concepto de misión
para la irrepetible aventura de nuestra vida. La
misión es el sostén que da sentido al hacerse
de la biografía humana, nos hace dueños de
nuestro destino y nos libra de desengaños y
tiempos muertos, porque después de todo, de
lo que se trata es de no estropear ese proyecto
vital que estamos llamados a construir,
permaneciendo fieles a nuestra más honda
condición humana.
Ser fiel a uno mismo es ser auténtico y la
vida es toda una epopeya en la que vamos
esculpiendo los perfiles de la propia identidad
personal. Para definir quién soy y de dónde
vengo, el yo no se basta. Es verdad que hemos
de bucear en la propia interioridad para
encontrar nuestra “originalidad”, aquello por
lo que somos singulares y diferentes, pero
conviene estar prevenidos contra la
“inflamación” de la subjetividad para no olvidar
que somos de un modo; por eso nuestro obrar,
el proyecto de vida, debe ser una prolongación
de aquello que ya somos esencialmente. Por
ejemplo, pensemos en un grupo de muchachos
que desea jugar fulbito. No tienen bola y lo
que tienen es una pelota de voleibol. ¿Se puede
jugar fulbito con pelota de voleibol? Pues sí,
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por lo menos se salva la situación. Pero, ¿qué
le pasará a esa pelota después de un par de
horas de juego? Si aguantó el castigo, lo menos
que le pasará será que se deforme. ¿Por qué?
Simplemente, porque esa pelota no está
fabricada para aguantar patadas. Finalmente,
esa pelota no sirve para jugar un nuevo partido
de fulbito, ni para uno de voleibol. El precio
de usarla en algo para lo que no se diseñó es
su destrucción. Es evidente que cada cosa, cada
criatura es de un modo y debe usarse o debe
obrar respetando aquello que es. ¡Con la
persona, igual! Si no acertamos a definir el
proyecto de vida, en fidelidad a lo que somos
esencialmente, el riesgo es que en lugar de
tener una vida lograda tengamos una vida
estropeada. En el largo plazo, la vida también
pasa factura.
Hay también otro aspecto, igualmente
importante, que entra en juego y es que la vida
es dialógica, es decir, los otros y el entorno
son referentes repletos de significado con los
que se ha de contar para diseñar la propia
trayectoria vital. Los demás no son un estorbo.
Mal asunto si planteáramos la autorrealización
como una oposición a las exigencias del hogar,
del trabajo, de la sociedad, de la naturaleza, de
la ligazón con Dios. Si ponemos entre paréntesis
a todo esto, nos vaciamos y la existencia se
hace trivial, sin peso y sin rumbo. Sería el
naufragio vital.

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Definir la misión personal. Por allí se
empieza. En este capítulo se anotan acordes
diversos que pueden ayudar a diseñar la propia
sinfonía vital: ¿quién soy?, ¿en qué estoy hoy,
ahora?, ¿a dónde quiero llegar?, ¿con quién?,
¿qué quiero dejar? Y aunque el camino se hace
al andar y seguro que ya estamos en algo, no
olvidemos que el hacer muchas cosas, cada
vez en menos tiempo, no asegura que estemos
haciendo las cosas correctas.
Las reflexiones que siguen giran entorno al
hacia dónde y al para qué de la vida. Tarea
cumplida al final de nuestros días, pero que
hemos de plantearla en sus inicios. Por eso, es
pertinente hacer un parón en los quehaceres
ordinarios para diseñar una respuesta, sabiendo
que cualquier determinación que tomemos
afecta a la misma vida. Aquí no caben experi-
mentos: para saber lo que debo hacer con mi
vida, debo hacer lo que deseo saber y mejor
si, además, me arrimo a buen árbol para acertar
en mis elecciones.

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1. CALIDAD PERSONAL

Es un lugar común afirmar la centralidad de


la persona en las organizaciones sean éstas
empresariales o no. La revalorización del
FACTOR HUMANO es una realidad en nuestro
tiempo, porque, entre otras cosas, quienes tra-
bajan en organizaciones, han aprendido que la
excelencia y permanencia a largo plazo de las
instituciones depende de la calidad de vida de
todos y cada uno de sus miembros: alta direc-
ción, dirección intermedia y personal operativo.
Todo plan se quiebra, si no hay personas
idóneas que asuman la función de locomotoras
que tiren del vagón. Cuando falta entereza y
calidad humana no hay meta que se pueda
alcanzar y, entonces, el que dirige, tiene que
llevar al hombro a su personal. Pero este
esfuerzo no tiene futuro: en el mediano plazo
el cargador acaba agotado. No se trata de
empujar o de arrear a base de amenazas o
motivos extrínsecos. Tampoco se trata de
amaestrar: los seres humanos no se domestican.
En este orden de ideas, hace bien el granjero
en poner luz durante la noche para que el pollo
coma y así crezca más rápido. No es amor al
pollo, sino al dividendo. En las organizaciones
humanas no sirve este sistema. Mejorar las
condiciones de trabajo para que el empleado
rinda más, sigue siendo un motivo pobre, a
nivel de la lógica del pollo. Si el directivo desea
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mejorar a su personal, él tiene que ir por delante
con ejemplaridad y actitud de servicio, movido
por una real y efectiva preocupación por toda
la persona, y no sólo por la función que ésta
desempeña en la organización.
La excelencia organizacional es excelencia
personal de cada uno de los que laboran en la
institución. Y para la excelencia personal no
basta con ser sólo un buen profesional que
conoce muy bien su oficio, hace falta que
también se esfuerce por ser una buena persona,
de aquéllas que procuran para sí y para los
demás una vida buena, que no es lo mismo
que dedicarse a la «buena vida». La pericia
profesional debe ir de la mano de la integridad
moral. Si ésta falta el clima y la cultura
organizacional se enrarece, se pierde la
confianza e impera la ley de la jungla.
Calidad profesional, sin integridad moral no
es calidad total. La calidad y la excelencia no
son producto de técnicas o sólo de conoci-
mientos sofisticados, es fruto del esfuerzo
personal que quiere hacer verso heroico de la
prosa diaria. Y en este proceso de mejora, la
persona tiene que comprometerse, involucrarse.
Esta última idea queda muy bien graficada en
la metáfora del «huevo frito con tocino»: la
gallina ha participado con un huevo y sigue
por ahí circulando, en cambio el cerdo está
totalmente involucrado y ya no circula por ahí.
La calidad y excelencia personal es tarea
propia e indelegable. No es suficiente mirar
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los toros detrás de la barrera, hay que entrar al
ruedo, y al ruedo entran todos: personal
directivo y personal operativo. El compromiso
es total e incluye a todos los órdenes de la
organización. Si no hay esta coherencia de
esfuerzo, el proyecto decae, pues pasaría lo de
Penélope que en el día tejía y por la noche
destejía y así un día y otro con la sensación de
hacer mucho y no conseguir nada. Esto es lo
que pasa en las organizaciones, cuando, por
ejemplo, el directivo no asume la parte de
esfuerzo personal que le corresponde. Su falta
de compromiso y mal ejemplo destroza lo que
se ha construido en los otros niveles.
Hay enfoques de programas de calidad
organizacional que sólo miran a los procesos y
a la mejora de las funciones del personal. Este
planteamiento es insuficiente, porque la calidad
personal no es principalmente un asunto de
técnicas para hacer amigos. No basta con
mejorar los modos de hacer, hay que intentar
algo más difícil, que es mejorar los modos de
ser. Más aún, los buenos modos de ser se
manifiestan en buenos modos de hacer: aquí
está la madre del cordero.
Peter Drucker ha hecho notar que la socie-
dad que se nos viene es una sociedad del cono-
cimiento. Importa, más que la fuerza de trabajo,
el ingenio para el trabajo. Ingenio que supone
aprendizaje continuo, receptividad de nuevos
conocimientos, capacitación constante. Es decir,
el futuro nos pide habilidades y conocimien-
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tos frescos, puestos al día. Este planteamiento,
sin embargo, debe completarse, porque lo que se
nos viene es no sólo una sociedad del cono-
cimiento, sino también una sociedad que recla-
ma «el buen vivir», cuya característica propia es
la integridad moral. Saber mucho es bastante,
pero no lo es todo. Hay que tener, también,
buenas actitudes, disposiciones que orienten
nuestro saber al eficaz servicio de colegas,
subordinados y clientes.

2. EL CONOCIMIENTO BUENO: CABEZA Y


CORAZÓN

A todos nos gustaría tener la llave mágica


que nos permita conocer con la mayor exactitud
la realidad de las cosas, y más aún, el fondo de
las personas que tratamos. No hay llave mágica,
pero cuánto avanzamos en el buen conoci-
miento cuando nos ponemos frente a la realidad
en actitud admirativa o contemplativa.
El buen conocimiento no sólo requiere de
agudeza mental, sino también de una buena
voluntad que quiera conocer. No cabe pensar
en sólo un puro conocimiento separado del
querer. El querer influye en el buen
conocimiento, por eso Carlos Cardona
menciona que «para conocer bien hay que tener
en el alma un buen amor».

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¿Qué es, entonces, la contemplación? La
contemplación podríamos definirla como un
mirar con cariño. Todos entendemos que
contemplar tiene un significado diferente al solo
mirar. El que mira, simplemente observa,
calibra, clasifica, califica, objetiva. Un ama de
casa, por ejemplo, en el mercado mira una
lechuga, la compara, se fija en la calidad. Puede
mirar uno u otro producto y hace bien en
hacerlo, porque escogerá el de mejor calidad,
el de mejor precio. En fin, variables que son
propias de ese tipo de observaciones. Pero,
desde luego, no podemos decir lo mismo de
esta señora cuando mira a su hijo pequeño. Al
hijo pequeño no se le observa, no se le mira
con esa frialdad, como quien va a comprar
carne en el mercado. Al niño pequeño, cuando
la mamá lo mira embobada, se le contempla.
La mamá no lo calibra, no lo objetiviza, de la
misma manera que no se mira con ternura a la
lechuga o a la naranja.
Cuando afirmamos que una persona con-
templa a otra (o a un paisaje), estamos diciendo
que toda la persona (y no sólo su inteligencia)
está mirando con gozo, recreándose en la
actividad. Su mirada no es una mirada fría, es
una mirada llena de afecto, de buena voluntad,
de cariño. En este sentido, los enamorados se
contemplan, es decir, se miran con cariño,
cabeza y corazón por medio. No es una mirada
que pasa de largo, es una mirada que se detiene
porque aquélla a quien contemplo me importa
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y mucho. Por eso, el que contempla conoce
más y mejor, con más intensidad y con más
profundidad. Llega a conocer esos detalles
pequeños que pueden pasar desapercibidos a
aquél que sólo observa y que, por tanto, se
queda en la superficie, lejano de la intimidad
que no percibe.
Pero, no sólo el que contempla conoce más
y mejor porque su mirada se vuelve más aguda,
más profunda, más intensa, sino también
porque la misma realidad (lo contemplado) se
deja conocer, se entrega. Esto último se ve clara-
mente en el trato con otras personas. Alguna
vez nos ha pasado que nos encontramos con
alguien a quien recién conocemos y empieza
a preguntar demasiado, inquiriendo impúdica-
mente en nuestra intimidad. Son preguntas que
denotan, fundamentalmente, curiosidad frívola.
Ante una situación así tendemos a protegernos,
cerrando nuestra intimidad. Respondemos con
evasivas o con falsas pistas. Y es que para co-
municar la intimidad necesitamos calor, tiempo
y ambiente adecuado. Y es lógico, dado que, la
intimidad es lo más propiamente nuestro y
en donde nos sentimos más a gusto y no esta-
mos dispuestos a revelarla a cualquier hijo de
vecino, sin más.
En cambio, cuando nos encontramos frente
a otra persona en la que inmediatamente
notamos esa relación de empatía, porque vemos
que efectivamente quiere nuestro bien, y nos
quiere bien, es más fácil mostrarse tal cual
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somos. Mostramos aquello que llevamos en el
alma y lo mostramos con la confianza de saber
que aquella otra persona es un digno receptor
de la intimidad que queremos comunicar.
Volvemos al inicio y si bien no hemos dado
con la llave mágica del conocer, la actitud
admirativa o contemplativa facilita el conocer
más y mejor, gracias a que el corazón presta
buenos auxilios a la inteligencia.

3. LA VIDA BUENA

La actitud admirativa nos pone en un buen


lugar para la partida. Conocemos, nos comuni-
camos y manifestamos nuestra intimidad: nos
damos. Y el dar pide un recibir, es decir, otra
intimidad que entra en diálogo: la esposa, los
hijos, los amigos, los colaboradores, etc. Si no
hay interlocutor, mi efusión se pierde. Si nadie
recibe, no hay dar, hay sólo dejar. Pero el dejar
llama a la soledad y ésta es estéril: La persona
ha de saber quién es, pero no lo puede saber
si no es con otra» (Edith Stein).
Lo que somos se nos revela en el día a día
de la vida buena, que no es lo mismo que la
«buena vida». La vida buena es densa, es de
largo plazo, supone esfuerzo, hay alegrías y
también tristezas. Sabe de renuncia y no le teme
a los domingos en la tarde. Por el contrario, «la

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buena vida» es efímera, no sabe de compromi-
sos, es cortoplacista, no tiene envergadura y
acaba en crisis los domingos por la tarde
cuando no hay nada que hacer.
En la vida buena caben la familia, el trabajo,
el bienestar, los amigos, la cultura, la salud, los
deseos de servir. Las virtudes son el soporte
de esta vida de calidad que quiere llegar a ser
plena. «De entrada, grandes extensiones del ser
humano están por colonizar éticamente. Las
virtudes se adquieren gradualmente. La educa-
ción ética ha de contar con una dosis abundante
de comprensión. La persona madura durante
toda su vida, y exigirle una coherencia práctica
antes de tiempo es, precisamente, inoportuno.
El rigorismo es contraproducente. Hay que
aceptar con tranquilidad la condición humana:
estamos hechos para crecer. El crecimiento
requiere ayuda, y educar consiste en
proporcionarla. (L. Polo).
Tiempo al tiempo, pero con la decisión de
ir a más, pues, «si dices basta, estás perdido».
Por eso no hay que perder de vista que la vida
buena, siendo como es una tarea de toda la
vida, requiere del día a día. No basta decir
«quiero ser mejor». Este buen propósito no pasa
de ser una buena intención, pero nada opera-
tivo. Debo bajar más: hoy día procuraré ser
puntual, me voy a ceñir a un horario, procuraré
ser más servicial, dedicaré más tiempo a escu-
char, trataré a esta persona que no me cae muy
bien, dedicaré más tiempo a mis hijos, ayudaré
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a este compañero de trabajo, etc. Lo pequeño,
he ahí el secreto de lo grande.
Ordinariamente, el trabajo en la empresa y
el trabajo en el hogar tienden a proyectarnos
hacia afuera. Estamos haciendo, tomamos deci-
siones para conseguir resultados. Miramos hacia
afuera. No olvidemos que también hay que
mirar hacia adentro para saber qué nos pasa
cada vez que decidimos o hacemos algo. Y así
como la primera víctima de la injusticia es el
que la comete, así también, cada acto bueno
que hago en favor de los demás, me favorece
a mí mismo, en primer lugar. El silogismo prác-
tico es el siguiente: cada vez que digo una men-
tira, «soy un mentiroso»; cada vez que doy a
cada cual lo suyo, «soy justo». Aprendizaje posi-
tivo es la virtud; aprendizaje negativo es el vicio.
Una última clave antes de terminar: ¿cómo
articular los distintos órdenes de la vida para
acertar en el camino hacia arriba? La respuesta
no es sencilla. Aristóteles ya se hizo la misma
pregunta y respondió lo siguiente: «para saber
lo que tienes que hacer, debes hacer lo que
deseas saber». No es un juego de palabras. Es,
simplemente, sabiduría de la vida. En las cosas
prácticas, en los asuntos vitales, vamos
acertando a base de rectificar y de corregir el
rumbo. No hay que tener miedo a equivocarse
y hay que tener la entereza de ánimo suficiente
para corregir una vez y siempre. Por eso, qué
bueno que en nuestro camino haya compañía,
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haya alguien que me ayude y me recuerde -en
esos momentos en los que uno se pone tonto-
que la corbata se lleva en el cuello y los zapatos
en los pies. Aprender a volver es también una
tarea para toda la vida.

4. LA ILUSIÓN DE EMPRENDER

Hay que asumir encargos, tener metas


grandes, fijar inicios y términos y, si el camino
es muy largo, hay que poner tramos, o no
llegamos por agotamiento. Basta que nos fijemos
en los ajetreos de las navidades y los años viejos
para darse cuenta que grandes y chicos
necesitamos terminar y empezar años. No
estamos pensados para un ritmo interminable
de tareas, ni estamos en condiciones de llevar
sobre nuestros hombros el peso del mundo,
sin algún descansito. Necesitamos de la alegría
de la tarea cumplida y terminada. Necesitamos
parar para tomar aire y así poder continuar otro
tramo de la vida.
Cada tarea como cada inicio de un nuevo
año, mejor si intentamos vivirlos ilusionada-
mente, que es tanto como decir que hemos de
darle guerra al cansancio, a los desencantos, a
las repeticiones, a los días grises, que apagan
la capacidad real de alegrarnos ante un futuro
que aún no tenemos, pero que podemos
poseer.
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Ya habrá quien nos recuerde nuestros
deberes, deudas y obligaciones, pero con solo
cargas el año y la vida se nos hacen muy duros.
Hay que saber, también, apartar la nariz de la
pared y veremos que no todo es pared. Veremos
oportunidades, nuevos caminos para la
creatividad, y por último, tampoco nos viene
mal que de vez en cuando, no nos tomemos
tan en serio, pues de lo contrario los problemas
abruman y de los espíritus abatidos sólo salen
lamentos estériles.
Cuando hay ilusión el camino es más corto,
más fácil; se llega antes, el cansancio cansa
menos, etc. La ilusión se nutre de una con-
vicción: es posible alcanzar metas y mejorar.
Precisamente, la ilusión pone la mirada en el
futuro y goza en presente -hoy, ahora- de sus
frutos. Tiene, también, un enemigo interno: el
pesimismo, que lleva al desencanto, a la acidez
espiritual y al cinismo. Para el pesimista (ya
sea en su versión de «negativo» o de «cínico»),
simplemente, no hay nada que hacer, las cosas
son y seguirán siendo las mismas; sólo los
«ilusos» pensarían de una manera distinta.
La ilusión requiere de un espacio grande
para anidar en el corazón de los hombres y
decíamos que no hay lugar para ella en el
«negativo» ni en el «cínico». El «negativo» es el
espíritu gris que sólo sabe de sufrimiento, que
la rueda de la vida le ha pasado por encima,
que el mundo está mal y si un día se le pregunta
por su mujer, responderá que está bien, pero
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que ya no la presenta ni la saca a pasear porque
ha engordado y entonces... El «cínico», es la otra
cara de la misma moneda. Es la actitud del que
a la pregunta «¿quién rompió el vaso?»,
responderá: «Yo fui, ¿y qué?». Es también la acti-
tud reflejada en aquella calcomanía que llevan
algunos vehículos de transporte: «Soy pirata, ¿y
qué?». Sea como fuere, el negativo y el cínico
están diciendo a gritos que no se puede mejorar.
Ahora bien, la ilusión tiene alas, pero tam-
bién tiene los pies puestos en tierra, es decir
no se pierde en ensueños o en planteamientos
inmaduros y simplones. Vivir ilusionado no es
flotar a base de no pesar. Es algo más sencillo:
es hacer de la prosa diaria un verso heroico.
Es finura de espíritu que sabe hacer de cada
día algo más que una mercancía a granel
envuelta en papel periódico.
Para muchos de nosotros éste no es el pri-
mer año de vida, ya llevamos varias decenas
encima, pero esto no nos exonera de la ilusión
de vivir, simplemente, diría que con los años
hemos aprendido a ilusionarnos: nuestras ilusio-
nes son más realistas, más serenas, pero siem-
pre tienen ese algo que nos hace empinar tiran-
do hacia arriba. Mal asunto, si con los años só-
lo nos ha quedado la manía de matar cigüeñas:
efectivamente, los niños no los trae la cigüeña
de París, pero no hace falta matar a todas las
cigüeñas por esto. No olvidemos que los gran-
des proyectos vitales necesitan, también, de un
poco de magia, colores, aromas y ensueños.
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5. EL CRECIMIENTO PERSONAL

Mark Twain dice que Juan (cualquiera


de nosotros) convive con tres Juanes: lo que
los demás piensan de él, lo que él cree de él, y
el que realmente es. Pero, habría que agregar
una cuarta posibilidad: el Juan que quiero ser
y puedo llegar a ser. Y es que la vida humana
no es estación de llegada, sino camino que se
abre a otros puertos, con el atractivo que lleva
consigo la novedad del futuro. Entendido
también que el crecimiento es crecimiento
humano y no de otra especie, integrando en lo
que somos, lo que hemos sido y lo que
queremos ser.
Somos seres dotados de cuerpo y espíritu.
Tenemos necesidades y somos también capaces
de dar. Las necesidades no agotan lo que
somos, ni tampoco nos acogotan al punto que
nos hagan perder la dignidad personal. Por
ejemplo, un gato ante la presencia de un ratón
va hacia él y lo ve como alimento, no se plantea
dejar de comerlo porque está a dieta o es
Viernes Santo y toca abstinencia. Por lo demás
cuando come, lo hace hasta saciarse. Los seres
humanos no actuamos así “necesariamente”.
La mamá que cocina y en el camino se encoge
el pollo y ya no alcanza para los cinco, sino
sólo para cuatro, tendrá salidas maternalmente
elegantes: “coman ustedes que ya comí”, “a mí
déjenme el corazoncito que es lo que me gusta”,
y su hambre es tan real como el nuestro. Los
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ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito.
Ahora bien, es igualmente cierto que aún
cuando estamos en condición de gestionar las
necesidades, los seres humanos somos las
únicas criaturas que podemos utilizar más de
lo que necesitamos. Allí está para recordárnoslo
las situaciones de gula, de ebriedad, de avaricia,
de lujo, etc. Como se ve, tenemos necesidades
materiales, pero no somos sólo un manojo de
instintos y necesidades.
Lo que nos hace navegar a partir y sobre
nuestra biología es precisamente la dotación
espiritual, aquello por lo que somos seres
humanos: la inteligencia y la voluntad. Con la
inteligencia conocemos la realidad, nos
ponemos en disposición de llegar a la verdad,
adecuamos el pensamiento a lo que las cosas
son, comparamos, distinguimos, establecemos
relaciones, profundizamos en los problemas,
intentamos solucionarlos, etc. Todos los saberes
operativos pasan por el cultivo de la
inteligencia, de allí la necesidad de los diversos
aprendizajes cognoscitivos y más en nuestra
época marcada por la capacitación continua:
el que deja de aprender, el que no mejora o
adquiere nuevos modos de hacer, se queda
obsoleto: en este campo no hay jubilación.
En el diseño del crecimiento personal, el
trabajo de la inteligencia es insustituible. Con-
viene echar mano de dos grandes capacidades
de ésta: la capacidad reflexiva y la capacidad
proyectiva. La capacidad reflexiva ayuda a
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poner el cimiento, para cuyo fin es pertinente
hacer y responder a estas dos preguntas: ¿quién
soy? y ¿en qué estoy?. Tener capacidad reflexiva
es estar en condición de separarme un poco
de mi propia circunstancia para ubicarme, es
no dejarme apabullar por el trajinar diario, es
sacar la cabeza por encima de las olas tempes-
tuosas de los acontecimientos. La respuesta a
ambas preguntas pone en evidencia en qué se
nos va el tiempo y arroja la radiografía instan-
tánea de lo que tengo y soy ahora. El Cuadro
N° 1 ayuda a ilustrar este primer paso.
Sabemos ya en qué estamos, hay que dar
un segundo paso y es la capacidad proyectiva
de la inteligencia la que nos ayuda a fijar el ca-
mino de la excelencia personal. Sabemos dónde
estamos parados y ahora hay que determinar
hacia dónde queremos ir, con quién, qué quere-
mos ser, qué vamos a dejar, cuál es la meta
valiosa que justifica nuestra vida, etc. Todas
estas preguntas apuntan a señalar la misión
personal. Y así como la excelencia supone
superioridad digna de una singular distinción,
la plenitud significa totalidad que es tanto
como “haber llegado”, haber terminado la tarea,
no por abandono, sino por cumplimiento cabal
de la misma. La plenitud está al final. El inicio
y el durante de la vida es una carrera o caminata
que hay que saber caminar: no basta correr
para llegar, hay que correr en la pista. Y de eso
se trata: asumir la gran tarea de hacer de nuestra
vida una vida lograda, plena.
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CUADRO Nº 1
Tenemos toda la vida por delante, es verdad,
pero el tiempo es un recurso escaso. Y si el
dinero es plata y el silencio es oro, como dicen
los banqueros suizos, el tiempo es vida perdida
o ganada y bien sabemos que se trata de ganar:
el imperativo es crecer, es asumir tareas nobles
que articulen un PROYECTO DE VIDA. La vida
nuestra de cada día necesita de un argumento
que nos jale para arriba, si no nos empeque-
ñecemos. Hemos de ponernos tareas.
Claro está, no se trata sólo de tener la agenda
llena de cosas para hacer, pues hacer más cosas
y más rápido no significa que estemos haciendo
las cosas correctas y aunque no es necesario
caer en la angustia, es verdad que no es fácil
acertar en el blanco. Aristóteles ya lo había
visto y solía decir que en una diana de tiro al
blanco, el arquero sólo acierta en un punto -el
centro-, en todo el espacio restante no se acier-
ta, a lo más cabe decir de esos disparos que
son fríos o calientes. Ahora bien, ¿cómo hacer
para dar con el argumento adecuado? La res-
puesta no es nada sencilla, pues ya sabemos
por experiencia propia que hay metas que
alcanzamos y que, sin embargo, cabe la posibili-
dad que no nos sintamos satisfechos con el
logro, pues no era lo que queríamos. Hacer lo
correcto, ya se ve, participa del claroscuro de
las decisiones humanas, y por eso más de una
vez tendremos que rectificar la conducta inicial.
Recordemos que en este, asunto de la mejora
personal, la persona se perfecciona a sí misma
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desde dentro: o se perfecciona ella misma o
no hay nada que hacer; más aún, no se puede
obligar a nadie a ser bueno. En este sentido,
un mínimo de entusiasmo por el futuro es
necesario, pero no sólo el futuro en general,
sino una meta de futuro en particular. Cuando
falta el futuro como horizonte vital, se permane-
ce pegado al instante, como el que juega fútbol
con la cabeza gacha y pierde la perspectiva
del conjunto. Lo siguiente es la rutina con sus
procesos iguales y grises, ayunos de vitalidad.
No en vano, Leonardo Polo ha dicho que la
“rutina es la muerte de una empresa o de una
familia. ¿Cuándo aparece la rutina? Cuando no
hay grandes objetivos. Y ¿Cuándo no hay
grandes objetivos? Cuando se funciona a corto
plazo.”
Tener objetivos de largo plazo es tener una
MISIÓN compuesta con metas (pocas, por
cierto) de largo aliento y esto ayuda a darle
sentido y colores a nuestro día. Por lo menos
ya sé para qué me levanto cada mañana. Y
aunque lo de misión suene a solemne, su
contenido es muy prosaico. Finalmente se
puede concretar a las respuestas que demos,
por ejemplo, a las siguientes preguntas: ¿qué
objetivos personales tengo?, ¿qué es lo más
importante en mi vida?, ¿qué quiero hacer y
ser en la vida?, ¿cuál es la relación más
importante en mi vida?, ¿quiénes son las
personas que ocupan lo mejor de mi cabeza y
corazón?, ¿qué me gustaría hacer y dejar?.
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Pero, saber a dónde queremos ir, no basta.
La inteligencia ya hizo lo suyo y es ahora
cuando empieza el trabajo de la voluntad. Toca
ponerle dinamismo a estos propósitos. Con la
voluntad queremos y hacemos lo que nos
hemos propuesto. En este tramo del camino,
además, es necesario tener el criterio para esco-
ger los medios idóneos, en un doble sentido,
en el de la eficacia y en el de la moralidad, es
decir, querer hacer el bien y saber hacerlo. Con
la voluntad queremos y hacemos. Esta dinámica
requiere entrenamiento. En este caso, el esfuer-
zo se orienta a conseguir que en ella arraiguen
hábitos firmes, disposiciones permanentes para
obrar. Desde siempre a estos buenos hábitos
de la voluntad se les ha llamado virtudes, cuyo
aprendizaje es diferente al de los saberes
operativos de la inteligencia, ya que en el asunto
de las virtudes, no se trata de saber cuáles son,
sino de tenerlas como propias para que nos
dispongan a la acción efectiva. Se aprende
practicándolas y se enseña por contagio desde
la ejemplaridad. (Ver Cuadro N° 2)
En cualquier caso, conviene no olvidar que
la plenitud llama al crecimiento personal y éste
se consigue integrando las tendencias y
dimensiones que componen la naturaleza
humana. Aspirar a ser mejor es, pues, el único
crecimiento irrestricto del ser humano que nos
mantiene vivos y despiertos.

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VIDA LOGRADA

I CAPACIDAD CAPACIDAD
REFLEXIVA PROYECTIVA
N
T
E
L • ¿quién soy • ¿hacia dónde voy?
I (modos de hacer, • ¿con quién?
G modos de ser)? • ¿qué quiero
E • ¿en qué estoy ser y hacer?
N (familia, trabajo,
desarrollo Personal)? • ¿qué quiero
C dejar?
I
A
VOLUNTAD SENTIDO
V ACTIVA ÉTICO
O
L • ¿qué puedo hacer? • ¿qué debo hacer?
U • ¿con qué medios? • ¿hago lo que debo?
N • ¿cómo? ¿cuándo.? • ¿debo hacer y
T ¿dónde?... no hago?
A • Querer y hacer • Moralidad de los
D
medios

CUADRO Nº 2

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6. CAPERUCITA ROJA O EL ARTE DE SABER
ENCARGAR

En las múltiples relaciones de mando y


obediencia en las que participamos (el jefe con
sus subordinados, los padres con sus hijos, etc.)
somos conscientes de que no siempre acerta-
mos y muchas veces nos queda la sensación
de no haber sabido dar el encargo a la otra
persona o, desde el otro lado, quedamos disgus-
tados cuando se nos ha maltratado con alguna
indicación mal dada. Y es que dar encargos no
es fácil, porque no es fácil obedecer.
Ordinariamente a los seres mortales nos
cuesta obedecer y por eso el que manda debe
facilitar la obediencia: ésta es su primera y más
importante tarea. Tarea que entraña sabidu-
ría, pero que está al alcance de todos los talentos
tal como puede verse en el cuento infantil de
la Caperucita Roja, y de cuyos dos primeros
personajes (Caperucita y su mamá) me serviré
para ilustrarlo.
Si queremos adentrarnos en el arte de encar-
gar, lo primero es no olvidar que quien obedece
es una persona libre. Recordemos, el cuento
nos pone frente al primer actor, el agente libre,
Caperucita. Su mamá le pide que lleve una cesta
con panecillos y miel a la abuela, que vive en
el bosque. Caperucita acepta. Dice que sí, que
hará el encargo. ¿Qué hubiese pasado si Caperu-
cita decía que no? Simplemente, el cuento
habría acabado allí y nuestros papás hubiesen
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tenido que contarnos otro. Pero sigamos, Cape-
rucita dijo que sí y este sí es el inicio de la li-
bertad, que se presenta como capacidad de to-
mar una u otra alternativa, con toda la amplia
gama de posibilidades: no siempre digo sí o
no, a veces tendré que decir «espera», «déjame
pensarlo», «me faltan datos», «dame más tiempo».
Hay muchas posibilidades y corre tiempo entre
el sí y el no, pero lo que está claro es que el
inicio de la libertad supone esa capacidad de
poder decir sí o no. Capacidad mínima de no
determinación ante algo.
El cuento tiene un segundo personaje: la
mamá, que es la que encarga. El encargo no lo
inventa Caperucita. La iniciativa no parte de
ella. Es la mamá la que llama a Caperucita y le
pide que lleve la cesta. Es otra la persona que
encarga, no es uno mismo el que construye el
encargo. En el momento en que Caperucita dice
que sí, ese encargo se convierte en su misión.
La misión de Caperucita es llevar la cesta a lo
largo del bosque y entregársela a la abuelita.
Encargo sencillo, pero que revela mucho de
quien encarga. Hay que saber encargar y para
ello fijémonos en el cuento y en la complejidad
de situaciones que hay que resolver.
El encargo de Caperucita no es sólo un en-
cargo bonito, es un encargo bien hecho. Y
lo es porque la mamá ha pensado en todo e
interesa que también nosotros lo hagamos. Por
ejemplo, ¿qué edad tendría Caperucita? El cuen-
to no lo dice, pero no estamos pensando en
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una quinceañera, tampoco en una niña de dos
años. Podría tratarse de una niña de ocho años.
Sigamos indagando, ¿cuánta distancia y tiempo
habría de la casa de la mamá a la casa de la
abuelita?, ¿decenas de kilómetros, meses, días,
semanas? Desde luego, no imaginamos a Cape-
rucita haciendo una excursión de semanas o
de días, pues suponemos que la mamá es una
buena mamá que no enviaría a su niña de ocho
años por un bosque durante horas y menos si
hay dificultades. Probablemente, Caperucita ha
recorrido el camino muchísimas veces. Es un
camino que tiene una cierta facilidad de acceso
y que, aunque hay un lobo, es uña probabilidad
muy lejana. No es un peligro inminente, sino
sólo un riesgo probable. Ahora bien, ¿sería de
noche o al atardecer? Nos imaginamos que sería
de día y un viaje de pocos minutos. Además,
Caperucita ya habría desayunado o almorzado,
pues de lo contrario, Caperucita, al primer
descuido se comía el pan y la miel. No hubiese
hecho falta ningún lobo para comerse la cesta.
Lo dicho es suficiente para percatarnos de
la complejidad del encargo. Saber encargar no
es un asunto de poca monta. Es un tema muy
serio, pero no agobiante: basta tener tiempo y
mirar a la gente con un mínimo de cariño. Se
necesita tiempo para conocer. El que está apura-
do, el que no se detiene en las personas, no se
entera, y no puede evitar la arbitrariedad y el
capricho y claro, a su paso, dejará una estela
de muertos y heridos.
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7. CAPERUCITA Y EL LOBO: LOS
OBSTÁCULOS

Vamos a continuar con el cuento de


Caperucita y nos fijaremos en otro de los
personajes, el LOBO. Es decir, Caperucita no
lo tuvo fácil, le costó cumplir con su misión y
pasó más de un susto a causa del lobo que in-
tentó frustrar el encargo. Este extremo del cuen-
to nos servirá ahora para reflexionar en los obs-
táculos o dificultades que suelen acompañar el
día a día de las metas u objetivos que nos
fijamos.
Frente a las dificultades podemos adoptar
diversas actitudes. Una de ellas es pensar -con
cierta resignación y pesadumbre- que es una
pena que encima haya dificultades; el drama y
la tragedia completan esta actitud. Me gustaría,
más bien, mostrar otro enfoque: mirar a las
dificultades -sin negar la resistencia que
oponen- como el camino ordinario a través de
las cuales damos densidad, peso y sentido a
las metas que emprendemos. De esta manera,
el obstáculo se convierte en oportunidad para
poner en juego la grandeza de ánimo que hace
crecer y madurar a la persona.
Fijémonos en lo siguiente: deseamos colocar
unos clavos en la pared para colgar una repisa.
El clavo entra sin dificultad, como si atravesase
un trozo de mantequilla. Si así fuese, ese clavo
no está en condiciones de aguantar ningún
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peso. Para esto, la pared tendría que haber
hecho auténtica resistencia: dureza, taladro,
tarugo, clavo, martillo... y después la repisa. La
resistencia de la pared es necesaria. Pues lo
mismo con las dificultades pequeñas o grandes
de la vida: nos hacen bien, nos dan fortaleza.
De lo contrario, si todo fuera fácil, la existencia
humana se frivolizaría, nos llenaríamos de
caprichos y pensaríamos que las grandes metas
son sólo para nuestros héroes nacionales.
Hay que recuperar el valor de la pedagogía
del esfuerzo. Desde luego hay que facilitar las
cosas y no hay que complicarlas porque sí,
pero si sólo nos dedicáramos a poner algodones
y cojines para evitar las fricciones de la convi-
vencia, arruinaríamos a nuestros contertulios
(hijos, subordinados, amigos, ...). No hay que
temerle al esfuerzo ni a los obstáculos, hay que
medirlos y afrontarlos, agudizando el ingenio,
sabiendo resistir y perseverando en el esfuerzo.
Voluntad fuerte es, pues, la que necesitamos
para coronar con éxito las metas de mediano y
largo plazo.
Los obstáculos, las dificultades, los desga-
rrones del alma no son impedimentos para ha-
cer las cosas bien, para dar nuestro mejor «do
de pecho». Más aún, muchas veces, cuando más
duele el alma es cuando descubrimos hasta
donde podemos empinarnos espiritualmente.
Así lo ha escrito Antonio Machado: «hay de
nuestro ruiseñor, si en una noche de luna, se
cura del mal de amor que llora, y canta sin pe-
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na». No sé si los ruiseñores cantan mejor cuando
les aflige algún dolor, pero sí es cierto que aún
cuando el corazón llore de dolor, estamos en
condiciones de cumplir con el modesto deber
de cada día.
Hay obstáculos que pueden removerse y
hacemos bien en resolverlos. Hay cargas, no
obstante, que no son removibles en el corto
plazo, que hace falta mucho largo plazo e,
incluso, una vida no basta. Son esas cargas que
hay que saber llevar sobre los hombros con
gallardía, con grandeza de ánimo, con fortaleza
para no huir del bien que se torna arduo. Pien-
so, por ejemplo, en una enfermedad incurable,
en un hijo con problemas, una situación conyu-
gal delicada, etc. En muchos de estos casos, la
solución no está en nuestras manos. Es la carga
que pesa y se hace dolor, es la pena acostum-
brada que la solidaridad humana y divina hacen
más ligera, pero que siempre requerirán de
nuestros propios hombros entrenados en el
esfuerzo pequeño de cada día.

8. LA ABUELITA DE CAPERUCITA: LA
BENEFICIARIA

Vamos a terminar esta serie de la Caperucita


Roja y nos fijaremos en el cuarto personaje de
esta narración biográfica de la libertad humana:

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la abuelita que es la beneficiaria del encargo
que emprendió Caperucita. Porque resulta que
la cesta con los alimentos no son ni para Cape-
rucita, ni para la mamá, ni para el lobo, ni para
el cazador, es para la abuelita. Es decir, es otro
el que se beneficia con el despliegue de la
libertad
Caperucita no ha pasado el susto de su vida
para luego comerse los bocadillos de la cesta.
No, ha vencido al lobo para que la abuelita
reciba la cesta. En este caso, ¿quién pierde?.
Pues es una pregunta impertinente, porque aquí
no se puede hablar de quién pierde. Aquí todos
ganan: gana la mamá al saber que tiene una
hija como Caperucita: obediente, comedida,
diligente; gana Caperucita porque en el
despliegue de su libertad, al asumir la misión,
se enriquece. Y claro, gana la abuelita con la
cesta tangible y con los intangibles del afecto
humano.
En el final del cuento no encontramos una
Caperucita amargada que le increpe a la abue-
lita: «aquí tienes, pues, tu cesta y cómetela,
porque ya me ha causado muchos problemas».
No, no estamos ante una Caperucita malgenia-
da. La Caperucita que conocemos llega y le
entrega a la abuelita la cesta con alegría. Cape-
rucita está alegre de ver cómo la abuelita degus-
ta los alimentos. Aquí se pone de manifiesto la
capacidad del ser humano de dar, que Antonio
Machado con finura poética pone de manifiesto:
«la monedita que está en la mano, quizás se
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deba guardar; la monedita del alma, se pierde
si no se da».
Cuánta verdad hay en esto y qué poco de
entrega hay en el avaro que se vuelca en sí
mismo. El avaro, ya no solamente de las cosas
materiales a las que ama desordenadamente,
sino el avaro de su propia vida, el que va
echando agua a su molino desenfrenadamente,
el que va a lo suyo descaradamente. Ese avaro
está reduciendo su humanidad a la mínima
expresión, mas aún, está adormilando sus di-
mensiones más hondas. Se ha cerrado él mismo
a la experiencia de la donación. Por eso,
Caperucita gana al dar. Gana, también, la abue-
lita al recibir, al saberse querida, al saberse
aceptada, al saberse ayudada como un ser
humano digno, no como un gato que hay que
darle leche para que no se muera. Se le da la
ayuda que le corresponde según la medida de
su dignidad, porque tampoco se puede ayudar
de cualquier manera, no se debe ayudar con
desprecio, o con asco, o de mala manera. Esa
no es la forma digna y humana de ayudar. El
ser humano necesita ser ayudado, pero tiene
que ser ayudado de acuerdo a su dignidad, de
allí que cuando alguno nos presta un servicio
de mala gana, nace inmediatamente la
indignación. El ser humano no es un pordiosero
esencial.
Acompañados de Caperucita hemos pre-
senciado el despliegue de la libertad, que en su
radicalidad se presenta como la voluntad de
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hacer el bien porque me da la gana. Libertad
que se compromete en tareas en las que no
somos los beneficiarios directos y, sin embargo,
nos traen satisfacción: por aquí camina la alegría
y sobrevuela la felicidad que, por cierto, abre
sus puertas hacia afuera, porque cuando
intentamos abrirlas hacia adentro, se cierra.
Una última precisión, este modo de entender
la libertad no es el del liberalismo, para quien
«mi libertad termina donde empieza la tuya».
Esta forma de ver al otro, a la persona como lí-
mite de mi libertad es un reduccionismo inso-
lidario. Más bien, desde la metáfora de la Cape-
rucita Roja el otro multiplica mi libertad, hace
posible que mi libertad exista: sin el reconoci-
miento del otro no hay reconocimiento personal.

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