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SACERDOTES CON EL CORAZÓN DE CRISTO

Cinco puntos breves de reflexión


del Magisterio del Papa Francisco con motivo de la
Jornada para la santificación del clero 2020

El 4 de agosto de 2019, en el 160 Aniversario de la muerte del Santo


Cura de Ars, el Papa Francisco envió una carta a los sacerdotes para
agradecerles su servicio generoso, y para animarles a abrazar con amor su
vocación (FRANCISCO, Carta a los sacerdotes con ocasión del 160
Aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, 4 de agosto de 2019).
En este precioso escrito, el Santo Padre usa a menudo la palabra
“corazón”, de donde se puede extraer una reflexión y una meditación con
ocasión de la Jornada para la Santificación del Clero, que se celebra cada año
en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

Gratitud
«Gracias por la alegría con la que habéis sabido entregar vuestra vida,
mostrando un corazón que, en el curso de los años, ha combatido y ha
luchado para no angustiarse ni amargarse, siendo, al contrario, un corazón
que cotidianamente se deja ensanchar por el amor de Dios y de su Pueblo;
un corazón que, como el buen vino, no se ha agriado con el tiempo, sino que
ad adquirido una calidad cada vez más exquisita, porque “eterna es su
misericordia”».
Un corazón agradecido. Ser sacerdotes según el Corazón de Cristo
significa revestirse de Él, hasta tener sus mismos sentimientos. Entre tantas
virtudes, el Corazón de Jesús está abierto a la gratitud; es un Corazón que
agradece al Padre los prodigios que realiza a los ojos de los sencillos,
escondiéndolos a quienes, encerrados en la presunción de la sabiduría
humana, no llegan a verlos (Cfr. Mt 11,25). Por esta razón, la gratitud es una

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cualidad específicamente cristiana y debe pertenecer al modo de ser pastor.
En este sentido, San Pablo nos exhorta: «Estad siempre alegres. Sed
constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión» (1Ts 5,16). El término que
traduce «dad gracias» es «eucaristía». El sacerdote es asimilado al Corazón
de Cristo de modo especial en la celebración eucarística, que le une al
sacrificio de amor del Señor por su Pueblo. En esta línea, el Papa Francisco
ha dado voz, a menudo, al sentimiento de gratitud del Pueblo de Dios hacia
sus presbíteros, por su servicio generoso y por el ofrecimiento de su
existencia.

Misericordia
«A través de los escalones de la misericordia podemos descender hasta
el punto más bajo de la condición humana – incluida la fragilidad y el pecado
– y ascender hasta el punto más alto de la perfección divina: “Sed
misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre”. Y, de este modo,
ser capaces de enfervorizar el corazón de las personas, de caminar con ellas
en la noche, de saber dialogar y también bajar hasta su noche, hasta su
oscuridad, sin perderse en ella».
Un corazón misericordioso. Cuando Jesús atravesaba los pueblos y
las ciudades, pasaba sanando y haciendo el bien a todos lo que eran
prisioneros del mal (Cfr. Hch 10,38). Jesús no tiene miedo de contaminarse
con la fragilidad humana, es más, baja a los abismos de la debilidad humana
y del pecado para revelar el Corazón misericordioso del Padre, que levanta
de sus caídas a cada uno de sus hijos y lo llama a la alegría del perdón. El
nombre de Dios que Jesús nos revela es «misericordia». En la homilía de la
Santa Misa de Clausura del Jubileo de la Misericordia, el Santo Padre afirmó
que «la verdadera puerta de la misericordia es el Corazón de Cristo».
El sacerdote configurado con Cristo es, sobre todo, el ministro de la
misericordia y de la reconciliación. Lleva esculpida en el corazón la memoria
de haber sido mirado y llamado por el Señor y no precisamente por sus
méritos personales, además de hacer la experiencia, cada día, de ser tocado
por la misericordia de Dios en todo lo que vive y realiza. El sacerdote debe
convertirse en un signo acogedor del amor de Dios, que quiere alcanzar a
todos en cada situación de sus vidas, para sanar el mal. Tenemos necesidad
de sacerdotes misericordiosos, capaces de acoger, de escuchar, de
acompañar a sus hermanos, especialmente en el Sacramento de la
Reconciliación.

Compasión
«Gracias por todas las veces en las que, dejándoos conmover las
entrañas, habéis acogido a los que habían caído y habéis curado sus heridas,
ofreciendo calor a sus corazones, mostrando ternura y compasión, como el

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samaritano de la parábola (Cfr. Lc 10,25-37). Nada es tan urgente como esto:
proximidad, cercanía, hacernos presentes en las diversas situaciones del
hermano que sufre. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que se
acerca y no se aleja de las heridas de sus hermanos. Es reflejo del corazón
del pastor que ha aprendido el gusto espiritual de sentirse uno con su
Pueblo».
Un corazón compasivo. Los Evangelios nos narran a menudo que
Jesús, a la vista de la multitud, cansada y oprimida, siente profunda
compasión (Cfr. Mt 9,36). Tiene «entrañas que se conmueven»,
especialmente cuando encuentra el dolor y el sufrimiento causados por la
enfermedad, la marginación y cualquier otra forma de pobreza material y
espiritual. Como el Buen samaritano, lleno de compasión, Jesús se detiene
ante la carne herida de los hermanos, la sana y la cura, convirtiéndose en
manifestación viva del amor de Dios Padre. A los sacerdotes, ministros de
Cristo, se les pide este mismo corazón compasivo, que se expresa en la
cercanía, en la participación, real e íntegra, de los sufrimientos y
tribulaciones de la gente, en la capacidad para crear relaciones que devuelvan
la esperanza, y en la cura de las heridas del Pueblo, de modo especial a través
de la mediación de la gracia sacramental.

Vigilancia
«Desilusionados de la realidad, de la Iglesia o de nosotros mismos,
podemos vivir la tentación de quedar atrapados en una tristeza dulzona, que
los Padres de Oriente llamaban acedía…Tristeza que hace estériles todos los
esfuerzos de transformación y conversión, propagando a nuestro alrededor
el resentimiento y la animosidad…Hermanos, cuando esta tristeza dulzona
amenaza con apoderarse de nuestra vida o de nuestra comunidad, sin
asustarnos ni preocuparnos, pero con determinación, pidamos – y hagamos
pedir – al Espíritu que “venga a despertarnos, que sacuda nuestra torpeza
¡que nos libere de la inercia! Desafiemos la rutina, abramos bien los ojos y
los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos conmover por lo que sucede
a nuestro alrededor y en nosotros, y por el grito de la Palabra viva y eficaz
del Resucitado».
Un corazón vigilante. Muchas veces, Jesús alude a la importancia de
la vigilancia del corazón, que, como siervos fieles, nos hace esperar
expectantes la venida del dueño de la viña. Se trata de dejar espacio al don
del Espíritu Santo, que, también en medio de los trabajos cotidianos y de las
oscuridades del tiempo presente, nos hace discernir la presencia del Señor,
nos vuelve atentos a su Palabra y nos hace diligentes en la caridad, para que
no se acabe el aceite de la lámpara de nuestra vida, y, como las vírgenes
prudentes, vayamos al encuentro del Esposo que viene. El corazón se
mantiene vigilante también a través de la lucha espiritual. Jesús mismo la

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afrontó en el desierto, venciendo las tentaciones del demonio. Como también
la afrontó al final de su vida, cuando exhortó a sus discípulos, que se habían
dormido en Getsemaní: «Vigilad y orad, para no caer en la tentación» (Mt
26,41). Sucede también al sacerdote que pueda percibir en sí mismo lo que
el Papa llama «el cansancio de la esperanza», una amargura interior que, a
menudo, nace de la distancia entre las expectativas personales y los frutos
visibles del apostolado; o una aridez de corazón que, con frecuencia, se
mezcla en nuestros trabajos pastorales, y en la misma oración, sepultándolos
en la rutina, la resignación e incluso la incuria. Es necesario, en cambio,
dejarse «despertar» siempre por la Palabra del Señor y por el grito del Pueblo
de Dios.

Coraje
«Para mantener el corazón fervoroso es necesario no olvidar estos dos
vínculos constitutivos de nuestra identidad: el primero, con Jesús. Cada vez
que nos alejamos de Jesús y olvidamos nuestra relación con Él, poco a poco,
nuestro trabajo se vuelve árido y nuestras lámparas se quedan sin el aceite
necesario para iluminar la vida (Cfr. Mt 25,1-13)…En este sentido, quisiera
animaros a no olvidar el acompañamiento espiritual, teniendo un hermano
con el que hablar, confrontarse, discutir y discernir, con plena confianza y
transparencia, sobre el propio camino…El otro vínculo constitutivo:
aumentar y nutrir la relación con nuestro pueblo. No os aisléis de vuestra
gente, ni de los presbíteros, ni de la comunidad. Todavía menos caigáis en la
tentación de recluiros en grupos cerrados y elitistas. Esto, al final, sofoca y
envenena el espíritu. Un ministro fervoroso es siempre un ministro en
salida».
Un corazón fervoroso. Contemplando el Corazón de Jesús, podemos
comprender los dos vínculos fundamentales, a partir de los que Él vive su
propia misión: el Padre celeste y el pueblo. Los Evangelios muestran cómo,
en una jornada tipo de Jesús, se alternan y se entrelazan, en un sabio
equilibrio, el cuidado de la relación con Dios y la solidaridad activa hacia los
hermanos. La caridad de sus gestos no está nunca separada del silencio y de
la oración; y el cansancio de un ministerio que no le deja ni siquiera tiempo
para comer no está nunca al margen de la firme voluntad de retirarse, en
lugares solitarios, para cultivar el íntimo coloquio de amor con Dios Padre.
Del mismo modo, el sacerdote según el Corazón de Cristo es aquel que habita
entre el Señor, a quien ha consagrado su vida, y el Pueblo al que está llamado
a servir. No podrá vivir una fructuosa caridad pastoral sino en la medida en
que sepa guardar en el Señor su vida interior, a través de la oración personal
y comunitaria, dejándose guiar en el acompañamiento espiritual.
Las cinco palabras propuestas para la Jornada de Santificación del
Clero, extraídas de la Carta que el Papa Francisco dirigió a los sacerdotes en

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agosto del año pasado, se refieren a un corazón sacerdotal realmente
«consagrado» al de Cristo, es decir, radicado en la relación personal con Él,
y, por tanto, configurado con sus mismos sentimientos.
Como se ha señalado en los ámbitos psiquiátrico y psicoterapéutico,
con relación a algunos problemas de naturaleza moral y afectiva de la vida
de los sacerdotes, la vitalidad y el cuidado de esta relación espiritual con
Dios, unida al desarrollo de una adecuada madurez humana y de sanas
relaciones interpersonales, constituye el mejor ambiente para la custodia del
celibato sacerdotal y de la espiritualidad presbiteral.
En cambio, supone un alto potencial de riesgo en la vida del sacerdote
lo que ha sido llamado «déficit de intimidad». Cada estado de vida, para ser
abrazado íntegramente y protegido de incursiones amenazantes, debe
cultivar una particular «relación íntima», que le permita desplegar todas sus
posibilidades y lo proteja de los riesgos potenciales. Para un sacerdote, se
trata de la amistad personal y cotidiana con el Señor.
Por lo tanto, el presupuesto humano, psicológico y espiritual para el
buen desarrollo de una vida sacerdotal es la relación íntima con Dios. El
déficit de intimidad no es otra cosa que el empobrecimiento de la vida
espiritual, y, en consecuencia, el detrimento de la amistad profunda, interior
y vital con el Señor, que constituye la base de la fecundidad personal y
pastoral. El sacerdote que deja de rezar con fidelidad y olvida los elementos
fundamentales de su relación de intimidad con el Señor acumula un «déficit»
peligroso, que puede generar sentido de vacío, percepción de frustración e
insatisfacción, dificultades en la gestión de la soledad, de las propias
necesidades y afectos, hasta el riesgo de exponerse a amistades y vínculos
«externos» que, llegado el momento, podrían llegar a demoler un edificio
humano-espiritual ya marcado por diversas debilidades.
Para que el sacerdote se configure con el Corazón de Cristo es
necesario que el centro de su vida cotidiana, y el fundamento de su estructura
humana y espiritual, esté constituido por el humus interior de una profunda
amistad personal con el Señor, al partir de la cual, la gestión de la propia
vida, el celibato y la misión apostólica pueden vivirse sanamente desde un
punto de vista psicológico, y ser fecundas desde el punto de vista espiritual.

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