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CARLOS PACHECO

LUIS BARRERA LINARES


BEATRIZ GONZÁLEZ STEPHAN
Coordinadores

Itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana

NACIÓN y LITERATURA

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FUNDACIÓN
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UNtVERS.!:,-",O C::\TÓLICA ANDRÉS BELl. ')
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9 EL SOPORTE DE LA VERDAD
Y EL SABER SOBRE LA LITERATURA*
BELFORD MORÉ
Universidadde LosAndes. Mérida
* Originalmente publicado en la revista Estudios (Universidad Simón Bolívar, Caracas)
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Año 4, n," 7,enero-junio 1996: 61-87.

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NACIÓN, CIVILIZACIÓN Y LITERATURA I

Construir la nación, civilizar: dos aspectos intercambiables del objetivo funda-


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mental de las élites venezolanas durante el siglo XIX.Por una parte, edificar una entidad
política lo suficientemente cohesionada alrededor de un foco hegemónico como para con-
trarrestar las tendencias entrópicas, amenazantes, del dominio que en forma precaria pre-
tendía extenderse sobre todo el territorio. Por otra, incorporar nuevas formas de vida y de
organización socio-cultural que permitieran que el dinamismo interno de la entidad políti-
co-social estuviera en correspondencia con los modelos que servían de prototipos, es decir,
las modernas naciones europeas.
Estos objetivos no correspondían, en sentido estricto, a pulsiones separadas. El apara-
to jurídico-político era una condición previa para la tarea civilizadora. Pero a su vez la na-
ción no se concebía sólo en el plano estrictamente político. Las posibilidades de garantizar
la estabilidad y la integración política y de obtener un reconocimiento efectivo por parte de
las naciones que se repartían el dominio del mundo, exigían que la nación generara, por lo
menos, la apariencia de ser una nación civilizada. De lo contrario, se sería incongruente
con las especificidades que se asignaban a esa forma de organización comunitaria relativa-
mente reciente que había dado muestras de ser efectiva en la concentración y expansión
del poder. Por ello construir la nación ímplícaba.necesaríarnente, civilizar.
Civilizar, por su parte, se concebía como una forma de generar los mecanismos para
dotar de racionalidad a una realidad que en la mente de las élites aparecía como un univer-
so caótico. En principio se trataba de consolidar un dominio sobre la naturaleza. Pero, ade-
más, esa consolidación implicaba también una sustitución de las configuraciones cultura"
les que se habían venido decantando, a lo largo de siglos, por las pautas señaladas por las
culturas correspondientes a las modernas naciones europeas. Así civilizar consistía, pri-
meramente, en el trasplante de esas pautas culturales y, fundamentalmente, de los meca-
nismos institucionales que garantizaban su validez y su presencia. Por ello, es posible seña-
lar que buena parte de la disputa entre los distintos sectores de las élites a lo largo del siglo
giró en torno a cuáles debían ser los espacios que formarían parte del marco institucional,
y sobre todo a cuáles serían los contenidos específicos, las tareas y objetivos secundarios
que debían caracterizarlo.
Unas de las instituciones que formaban parte de ese marco institucional era la litera-
tura nacional. En tanto que ámbito institucional asociado a la nación, la literatura podía
contribuir simultáneamente en la labor civilizadora y en la legitimación externa que la na-
ción requería, puesto que la posesión de una literatura particular se consideraba un requi-
sito indispensable para justificar la aspiración a construir una nación. Sin embargo, a pe-
sar de este acuerdo elemental, las características que se debían dar a esa literatura eran
objeto de profundas divergencias que acostumbraban su razón de ser en los enfrentamien-
e tos propios de la lucha por el poder, en las diferentes concepciones de la literatura y, como
veremos, en las diferentes concepciones del mundo. Así, la conformación del campo insti-
tucional correspondiente a la literatura de la nación se transformó en el eje de discusión
que determinó la ocurrencia de unas cuantas polémicas entre distintos miembros de los
sectores de las élites a lo largo del siglo.
En primera instancia, la discusión sobre la literatura nacional apuntaba hacia los con-
tenidos que debían ser expresados y, en menor medida, hacia el aparato formal que serviría
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de vehículo a esa expresión, Así, por ejemplo, quienes asumían posturas sígnadas por el na-
cionalismo literario, solían expresar la idea de que la literatura estaba obligada a expresar
«temas nacionales" para alcanzar un estatuto verdaderamente nacional. Sin embargo, en
la medida en que era necesario, la discusión trascendía el plano inmediato de los aspectos
estrictamente textuales y se orientaba también hacia cuestiones que estaban directamen-
te vinculadas con las reglas y mecanismos que debían regir el dinamismo de la vida institu-
cional. La literatura, ante todo, era (y es) una institución y corno tal constituía un espacio
de poder en torno al cual se congregaba en órdenes jerárquicos variables una comunidad
dedicada a la producción y recepción de textos, y orientada por un conjunto de principios y
normas sin valor consensual. Ello se traducía en el hecho de que quienes formaban parte
de esa comunidad se preocuparan nosólo por establecer las características que se debían
imprimir a sus producciones, sino también por precisar las reglas y fundamentos que re-
gían las operaciones de distribución del poder en el interior del marco institucional y que,
de una manera indirecta pero igualmente determinante, venían a ser el fundamento legiti-
mador tanto de las configuraciones jerárquicas como de la aspiración a imprimir un carác-
ter particular a los textos producidos. En otras palabras, no sólo había un marcado interés
en fijar pautas restringidas al orden textual, sino también en establecer los mecanismos
que le conferían un dinamismo determinado al marco ínstítucíonal.
Por otra parte, la literatura nacional no constituía una entidad dada con independencia
de las prácticas discursivas que le conferían una organización y una cohesión interna. Los
quiebres, los desplazamientos, las relaciones y distribuciones que le daban cohesión eran
más el producto de operaciones imaginarias que de una condición necesaria para poder ar-
gumentar la existencia de una literatura, no podían por sí solos, en su dispersión, darle con-
sistencia orgánica a la literatura de la nación. Por ello se requería la presencia de otras prác-
ticas discursivas que, al convertir las obras y los autores en sus referentes, asumían una
perspectiva que las convertía en las instancias constitutivas del paradigma literario nacio-
nal. Esa era precisamente la función que les correspondía a la historia y a la crítica literaria.
Dentro de sus límites cobraba existencia efectiva la literatura de la nación': se establecían
las articulaciones entre los textos y sus autores dentro del marco fijado por Venezuela.
Este papel fundamental otorgado a la historia ya la crítica literaria las convertía tam-
bién en centro de debate. Aunque, dadas las fracturas propias del interior de la institución,
nadie, o mejor, ningún grupo podía imponer su concepción de estas disciplinas sobre el res-
to de la comunidad literaria, todos de una forma u otra intentaban hacerla. Esta pulsión no
tenía nada gratuito. Al garantizar la validez de determinados principios y, por ende, de
unos procedimientos específicos para abordar la literatura, se estaba garantizando tam-
bién la validez de las configuraciones particulares del paradigma institucional que se des-
prendía de ellos. En este sentido, se puede proponer que la discusión sobre las condiciones
de la crítica y la historia apuntaba también hacia la definición de los principios que regían
el dinamismo de la vida institucional y que se entendían, por 10 tanto, como los principios
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:tutivos del paradigma.


El conjunto de esos principios que fueron objeto de discusión fue amplio y variado. Así
se debatían cuestiones de un carácter más superficial, como el estilo que debía caracteri-
zar los textos de crítica o historia, hasta problemas de consecuencias mayores, como el de
los alcances de la autoridad que les debían corresponder a los sujetos encargados de ambas
disciplinas. En las páginas que siguen, sin embargo, concentramos exclusivamente nuestra
atención en uno de ellos que, a nuestro juicio, tiene consecuencias de mayor relevancia: el
problema de la autoridad del saber de la crítica y la historia literaria o, mejor aún, del mo-
delo de saber autorizado para darles soporte a los saberes particulares de la literatura.
Para ello, partimos de unas consideraciones de carácter general y enfocamos luego nuestra
atención en cada uno de los tres modelos del saber que coexistieron en el país durante la
época de emergencia y consolidación del movimiento modernista, entre 1890y 1910aproxi-
madamente. Esta restricción histórica se justifica por dos razones: en primer lugar, el ma-
terial que sirve de soporte empírico a nuestras afirmaciones ha sido tomado exclusivamen-
te de la producción de este período; en segundo lugar, estos años son particularmente ricos
en relación con épocas anteriores. La aparición de una nueva promoción intelectual con
principios y concepciones del mundo novedosos, junto a la presencia de los dos grupos que
se habían disputado el poder intelectual durante las tres últimas décadas del siglo XIX,
dota al período de una diversidad inusitada hasta entonces, lo cual permite enfocar el as-
pecto contrastivo.

LOS SOPORTES DE LA VERDAD:


LA AUTORIDAD DEL SABER SOBRE LA LITERATURA
A diferencia de la praxis de la literatura propiamente dicha, la crítica y 19historia lite-
raria se enfrentaban a la obligación de responder PQ.run aspecto central y decisivo en su
constitución: la expresión de la verdad. Es cierto que en la época se consideraba que algu-
nas modalidades discursivas, cuya adscripción a la literatura resultaba inequívoca, como
la novela o el teatro, debían organizar su configuración imaginaria rigiéndose por un mo-
delo general del mundo. También es cierto que, sobre todo entre quienes aparecían como
voceros de las corrientes del pensamiento estético asociadas con el realismo y el naturalis-
mo, buena parte de la valoración de las obras literarias se sostenía en la forma de resolver
el problema de la representación de la realidad en sus líneas más globales, y por ello la dis-
cusión sobre la veracidad de las obras revestía cierta importancia. Sin embargo, en esos ti-
pos discursivos y aun en aquellos que, aunque producidos en otras esferas institucionales
se convirtieran en objetos de la crítica o la historia de la literatura, la cuestión de la veraci-
dad se situaba en una dimensión distinta a la que tenía en éstas. En primer lugar, la recep-
ción de modalidades discursivas «propiamente literarias» se sostenía sobre pactos de lec-
tura construidos a partir de la convención de ficcionalidad (v. Mignolo, 1986). En segundo lu-
gar, la veracidad de las ideas o la de la confección imaginaria no eran elementos decisivos
en la determinación de la literariedad de los textos. Se puede decir entonces que la cues-
tión de la verdad ocupaba un lugar marginal o restringía su importancia a planos menos vi-
sibles en lo que tenía que ver con los textos literarios. Lo mismo no puede decirse, sin em-
~9 bargo, al enfocar la crítica y la historia. La función ordenadora que se le asignaba en el inte-
318 rior del paradigma les exigía revestirse con la autoridad que proporciona la verdad. Esta
era la única manera de garantizar la validez de sus asertos y del orden que se construía a
partir de ellos. En este sentido, se concebían como espejos que reflejaban la literatura de la
nación, según la imagen que históricamente le era propia.
Por ello ocupaban una posición especialmente ambigua con relación al universo lite-
rario. De un lado se referían a la literatura y, consecuentemente, eran consideradas disci-
plinas que formaban parte de ella. Así, tanto la historia como la crítica solían caracterizar-
se como géneros literarios (v. gr. Gil Fortoul, 1894; Díaz Rodríguez, 1911). Del otro se definían esen-
cialmente como disciplinas de conocimiento. Eran aquellos ámbitos que se encargaban de
dar cuenta de la nacionalidad de un aspecto parcial de la realidad: la literatura de la na-
ción. Ello los inscribía en una esfera cuya dinámica exigía la resolución de problemas que,
aunque trascendían los que estaban directamente comprometidos en la definición del pa-
radigma literario de la nación, tenían gran importancia para garantizar la condición de
discursos verdaderos en que fundamentaban su autoridad. Esa esfera era la del saber en
general. En ella se trazaban modelos generales de racionalidad, que al ser considerados
como aquellos que se ajustaban a las especificidades de lo real en su sentido más amplio,
luchaban por imponerse como los principios que demarcaban la legitimidad en el campo
del conocimiento; o si se prefiere, como aquellos mecanismos universales a través de los
cuales se podía acceder a la verdad, que, al fin y al cabo, era su objetivo primario.
Por esta razón, al ser concebidas como disciplinas de conocimiento, la historia y la crí-
tica literarias se enfrentaban a la necesidad de deslindar en su interior los enfrentamien-
tos que desgarraban al saber en general. En principio había que seleccionar entre los dife-
rentes modelos de racionalidad aquél al que se reputaba de más legítimo, y que por consi-
guiente podía garantizar de un modo más efectivo la validez y el respeto a las afirmaciones
que se hicieran en su interior. Pero, además, había que establecer el grado de adecuación
que los procedimientos cognoscitivos derivados de esos modelos tuvieran en relación con
los rasgos propios de la literatura. En este sentido, había que considerar el problema de que
si la literatura constituía una esfera especial de la realidad a la que se reservaba la expre-
sión discursiva de lo irracional, hasta qué punto se podía aceptar que su interior se viera
marcado por prlncipins reguladores que trascendieran sus límites.
En éste, como en buena parte de los problemas que afectaban la distribución del poder
en el paradigma literario de la nación, las respuestas no eran (ni podían ser) homogéneas.
La modernización y el proceso secularizador que le era propio venían acompañados de un
conjunto de transformaciones en el aparato intelectual, que generaban desequilibrios sig-
nificativos en la concepción general de la realidad y, por ende, en los modelos del saber que
fundamentaban su abordaje (v. Gutiérrez Girardot, 1988; Silva Beauregard, 1993).
En la época que nos ocupa esos desequilibrios se manifestaron de manera especial en
el enfrentamiento entre lo que podríamos considerar como tres modelos fundamentales
del saber. En primer lugar, el modelo que directa o indirectamente apuntaba hacia la reli-
gión". En segundo lugar, aquél que se sostenía en las verdades y fundamentos aportados
por la ciencia. Finalmente, el modelo propuesto por quienes, desde una perspectiva que
nos atrevemos a denominar como estética, se negaban a aceptar las pretensiones de mono-
polizar el saber que aquejaban por igual a la religión y a la ciencia y, de modo especial, las con-
secuencias de este monopolio en las apreciaciones sobre la literatura. Para finales de siglo,
la pugna entre los dos primeros tenía ya cierta tradición en el país" y seguía en buena medi-
da configurando el esquema básico que organizaba la disputa'. La presencia del tercero,
por el contrario, era mucho más reciente y se manifestaba de un modo, hasta cierto punto,
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velado y sin mayor contundencia. Sin embargo, todos, en tanto modelizaciones que intenta-
ban legitimar determinados tipos de verdad, tenían consecuencias importantes a la hora
de establecer la autoridad que, como formas de conocimiento, podían tener la historia y la
crítica para organizar el paradigma literario de la nación.

RELIGIÓN, HISTORIA Y CRÍTICA LITERARIA: EL SABER SOBRE LITERATURA DE


LOS CONSERVADORES
El primer modelo, que hundía sus raíces en una tradición milenaria, proponía un sis-
tema de racionalidad finalista en la que los fenómenos de la naturaleza y la sociedad se ex-
plicaban a partir de un orden que trascendía sus manifestaciones tangibles y cuyos funda-
mentos se ubicaban en una dimensión sobrenatural. De este modo, se consideraba que el
dinamismo del mundo no respondía a principios de carácter material, sino espiritual. Esos
principios hallaban su formulación visible en varios sistemas de valores (morales, religio-
sos, políticos, estéticos) que tenían un carácter absoluto y que se sostenían los unos a los
otros, puesto que todos remitían a la esfera superior de la cual derivaban su existencia. En
ellos se recogía una nacionalización del conjunto de verdades eternas que habían sido da-
das por la divinidad a los hombres a través de diversos procesos de carácter irracional: re-
velación, inspiración, etc., y cuya estabilidad dependía de un mecanismo que descartaba
cualquier apelación: la fe. Esta perspectiva fue resumida por Amenodoro Urdaneta en un
artículo titulado «Lafe católica», el cual fue publicado enEl Cojo Ilustrado en 1895:
El orden contenido en las verdades de la fe es el más perfecto que puede existir; y por
consiguiente es verdadero. Si esto no fuera así, podría existir otro orden superior,
como fuera el que existiera en nuestro pensamiento. Pero ¿ concibe elpensamiento
algo superior á la Fe? ¿Hay algún Creador más sublime, majestuoso yomnipoten-
te que el de nuestra Fe? ¿Hay algún Dios más perfecto y más necesario que el Me-
sias, Dios del Amor, de la Fe y de la Esperanza? ¿HayJinalmente, nada más armo-
nioso y consolador que esa Fe donde se apoya el conjunto admirable de los
preceptos y consejos más cónsonos con la naturaleza humana, más satisfactorios
a la conciencia y la razón, y que han sembrado la semilla de la salvación del mun-
do y de la civilización definitiva de la humanidad, como tuvo que confesar uno de los
impíos de los tiempos modernos? (Urda neta, 1895: 293)

En este modelo, por lo tanto, la búsqueda de la verdad y la verdad misma no podían


asentarse sobre la aprehensión racional de los datos empíricos, sino sobre una especie de
examen en el que esos datos empíricos eran sometidos a una evaluación del grado de con-
cordancia que pudieran tener con respecto al conjunto de sistemas valorativos que ordena-
ban al mundo.
Este enfoque particular de la realidad tenía importantes consecuencias en la forma en
que se abordaría la literatura y en cómo se establecería el tipo de verdad que era necesario
construir alrededor de ella. La primera, y de mayor significación, consistía en situar el én-
fasis en el aspecto valorativo por encima del aspecto estrictamente explicativo. Tenía un
interés primario: fijar el lugar que las obras ocupaban con relación a ese orden que marca-
~9 ba lo real desde la eternidad. El establecimiento de las condiciones que habían terminado
320 su génesis o que permitían alcanzar una comprensión de los aspectos intrínsecos a la obra
ocupaba un lugar subalterno.
En un plano más concreto, la valoración se centraba en dos aspectos analíticamente
deslindables. Por una parte, el aspecto propiamente estético, que suponía la correlación de
las obras con el sistema de normas y reglas que permitían acceder al único ideal de belleza
posible. Dentro de este sistema de normas y reglas, ocupaban un lugar excepcional aqué-
llas que pretendían controlar el flujo de la lengua, y en nuestro caso, de la lengua castella-
na. Si bien no se perdía de vista la historicidad del lenguaje, se consideraba que el castella-
no había «llegado a la plenitud de la belleza y la expresión" y que las modificaciones que
produjeran en él no pasaban «de ser un capricho y una aberración de estos fines del siglo
XIX»(Graterol y Morles, 1894: s. p. n: por eso las obras que pretendieran hacerse acreedoras de
un rango notable en el paradigma de la literatura estaban obligadas a moldear su lenguaje
siguiendo las pautas que, según los modelos arquetípicos y las racionalizaciones sistemáti-
cas de la gramática y el diccionario, daban consistencia a las expresiones más acabadas del
castellano. En este sentido, las operaciones adecuadas que realizaba el crítico o el histo-
riador para evaluar la literatura se dirigían a establecer en qué medida los textos respon-
dían o no al sistema de reglas de la lengua.
Por otra parte, se cuantificaba el grado de correspondencia que pudiera haber entre
ellas y sistemas de valores que, como la moral o la religión, aunque ajenos a la esfera estéti-
ca, estaban fuertemente comprometidos en aquello que se ponía en juego en la literatura y
el arte en general. Así nos podemos explicar el papel que, fundamentalmente entre los con-
servadores, jugaron los preceptos de la moral en la valoración de la literatura, y de una ma-
nera especial en su negación a concederle legitimidad a las corrientes estéticas novedosas
que al amparo de la modernización llegaban a Europa. En efecto, no es exagerado afirmar
que la aprehensión que los sectores conservadores sintieron frente a las nuevas corrientes
literarias no se fundó exclusivamente en el hecho de que los procedimientos estéticos que
esgrimían atentaran contra sus concepciones de arte y belleza. Buena parte de ella fue de-
terminada por la percepción de una falta de concordancia entre las obras y patrones o
creencias en los que se expresaba el orden de lo real que se fundaba en la fe.
Un ejemplo interesante lo tenemos en el trabajo de Pedro Arismendi Brito sobre la
poesía venezolana que fue incluido en el Primer libro venezolano de literatura, ciencias
y bellas artes (1895).Aunque sin la intemperancia de Julio Calcaño, Arismendi Brito no de-
jaba de señalar ciertos aspectos que consideraba críticos en la nueva poesía escrita por los
jóvenes de entonces. El más importante de sus señalamiento s se centraba en la ruptura de
la integración de lo bueno y lo bello. La raíz de esa disolución estaba, según Arismendi Brí-
to, en la autoridad que se le daba a la ciencia para resolver cuestiones esenciales que esta-
ban fuera de sus alcances y posibilidades. En principio, esa atribución abandonaba al hom-
bre en un terreno en el que sólo podía asirse «de una fe cualquiera, positiva o negativa,
pero irremisiblemente edificada sobre implacables dudas» (Arismendi Brito, 1895: 19). Pero,
además, la confianza en los sentidos que se desprendía de la ciencia no podía producir más
que una «degeneración viciosa en sus inclinaciones» (Arismendi Brito, 1895: 19).
Y así lo bueno no es bello ni digno de pluma. Un impresionismo insano encuentra
que toda imagen, evocada tan viva y claramente se aparezca casi visible, tiene
una suprema belleza en esa ostensibilidad {..j Se escribe pues para los ojos y para
los nervios, no para eljuicio; y en los periódicos, con tal prodigalidad que hay mo- 9~
mentos en que se cree ver despierta una verdadera emulación por hacer el mila- 321 ;
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gro de encontrar alfin la belleza en lafealdad. (Arismendi Brito, 1895: 19). ¡

Es visible, entonces, en qué medida la valoración de la literatura se apoyaba en razo-


nes que integraban en un plano de relativa igualdad los sistemas de valores que definían el
arte y la moral. Por una parte, se tomaban en consideración las consecuencias éticamente
nefastas que traían consigo los nuevos procedimientos estéticos; por otra, se evaluaban los
resultados negativos que, para la preservación de lo bello, tenía el abordaje literario de
aquellos aspectos de la realidad que, al ser evaluados desde una perspectiva ética, resulta-
ban execrables. L
Esa perspectiva integradora no puede interpretarse como la expresión de una concep-
ción de la producción discursiva en la que la literatura no había adquirido aún su autono-
mía como un campo diferenciado, ni mucho menos como una «írremediable confusión» de
«las características específicas de la literatura". En primer lugar, se comprendía la litera-
tura como una formación discursiva independiente, definida a partir del carácter estético,
y en la comprensión se marcaban límites precisos entre aquello que se inclinaba hacia la
belleza (lo bello) y aquello que se inclinaba hacia el bien (lo bueno). En segundo lugar, si se
postulaban unos rasgos precisos para distinguir la literatura, tampoco podía haber confu-
sión en aquellas características que le,eran específicas. De acuerdo a nuestro modo de en- ..'
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tender, esa perspectiva integradora se comprende si se vincula con el modelo general del • I
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saber del cual, según el punto de vista de los antiguos letrados, la historia y la crítica ex- '1
traían las pautas que garantizaban su autoridad como saberes especiales. En ese modelo, id
valorar un aspecto de la realidad implicaba no sólo ponerlo en relación con el sistema de
valores que organizaba su esfera particular, sino vincularlo también con el conjunto de sis-
temas valorativos que se integraban en una dimensión superior cuyas fuentes últimas se
hundían en el misterio, en el caso de la literatura, con aquellos sistemas que se considera-
ban más cercanos a ella: la religión y de un modoespecial la moral.

CIENCIA Y EXPERIENCIA ESTÉTICA:


EL SABER «POSITIVISTA» SOBRE LA LITERATURA
La ciencia, por su parte, tenía una historia mucho más reciente que la religión y estaba
asociada de un modo directo al proceso de secularización, del cual era uno de los baluar-
tes. El modelo explicativo que proponía, que en ciertas corrientes del pensamiento, como
el positivismo, llegó a ser visto como la única vía para acceder a la verdad, se fundaba en
una imagen del ordenamiento de la realidad en la que los fenómenos sociales y naturales
respondían a un dinamismo particular que estaba completamente desvinculado de toda
referencia al plano divino. En este sentido, la ciencia se presentaba como algo más que un
«sustituto de la religión» (ef. Gutiérrez Girardot, 1988: 45-89) y sus pretensiones no se limitaban a
llenar el vacío dejado por ella. Su presencia crecientemente hipertrofiada en la esfera del
poder cultural estaba sígnada por el objetivo expreso de garantizar para sí la exclusividad
en la determinación de lo verdadero, y ello la convertía en un contendor de la religión de
cuyo espacio privilegiado pretendía apropiarse".
Dentro del ámbito de la ciencia, el conocimiento era entendido esencialmente como la
U9 racionalización de las informaciones que eran aportadas por el universo empírico. En su
322 expresión más amplia, el resultado de esa racionalización se condensaba en la formulación
de un conjunto de leyes universales que se inferían a partir del examen de un amplio nú-
mero de fenómenos correlativos, y que tenían pertinencia para determinados aspectos de
la realidad abstraídos de las coordenadas espacio-temporales. Tal era el caso de teorías
como la de la evolución de Darwin o las formulaciones generales de las teorías determinis-
tas de Taine. En el plano más restringido se exploraban fenómenos particulares de la reáli-
dad tomando como punto de partida los esquemas de racionalidad que las «leyes universa-
les» proporcionaban.
Esta última forma fue la que caracterizó precisamente el uso que se hizo de los postu-
lados de la ciencia para controlar los sabores particulares que daban forma al paradigma.
En este caso, se apelaba a aquellas formulaciones que, como las de Paul Bourget o Hipólito
Taine y, en un grado tal vez menor, las dellombrosiano Max Nordau, estaban revestidas con
la prestigiosa autoridad de la ciencia al presentarlas como argumentos decisivos o como es-
quemas que servían de soporte a las sistematizaciones específicas, y consecuentemente
concedían o negaban legitimidad a aquellos proyectos que aspiraban a controlar el para-
digma literario de la nación.
Ese fue el uso que se hizo de las verdades de la ciencia entre los positivistas, tanto para
enfrentar el irracionalismo que creían descubrir en algunas de las corrientes más extremas
del modernismo, como para aceptar aquellas producciones literarias que más se acercaban
o podían acercarse a su visión de la literatura y del mundo. Esto es particularmente visible
en el trabajo que a propósito de Confidencias de psiquis publicó Elías Toro (1897) en su co-
lumna «Crónica científica» deEl Cojo Ilustrado. La estrategia asumida por Toro para abor-
dar la obra de Manuel Díaz Rodríguez estaba dirigida a valorarla positivamente, por cuanto
hacía honor a uno de los principios que desde la perspectiva positivista debían regir la pro-
ducción de textos literarios: la congruencia entre el universo simbólico registrado en la lite-
ratura y las verdades que se construían a partir del método experimental. Para Toro, el con-
junto de relatos recogidos en el texto respondían a un procedimiento que calificaba de
«oientíflco-líterario» y al que daba el nombre de «psicoflsiología». A través de él había reali-
zado Díaz Rodríguez «exquisitos análisis del alma», valiéndose de un conjunto de procedi-
mientos que poco se distinguían de los que efectuaba el científico (particularmente el médi-
co) 6 frente a su objeto de estudio. En este sentido, Confidencias depsiquis era poco menos
que un documento científico que permitía acceder a la vida psíquica de unos personajes.
Este modo de comprender la obra de Díaz Rodríguez, cuya exactitud no tenemos la in-
tención de determinar, llevaba a Toro a negar la veracidad de las afirmaciones que había es-
crito Pedro Emilio Coll (1896) 7 en el prólogo del texto en cuestión, y de manera especial para
nuestro interés, la validez del fundamento sobre el cual esas afirmaciones no construían.
Según Coll, el libro, por el hecho de ser el producto de un artista, constituía la expresión del
universo subjetivo de su autor. Para dar profundidad a esta observación, ampliaba la pers-
pectiva, y sostenía que en cierta medida todo libro, y en especial todo libro literario, podía
ser considerado como una confesión, puesto que se formaba con los «fragmentos del Yo»del
escritor (ColI, 1896: 936). Este era el primer aspecto que objetaba Toro. Aunque concedía cier-
to crédito a la idea de que un arte impersonal resultaba imposible, rechazaba que esta apre-
ciación fuera conveniente para la apreciación de la literatura en general, y restringía su
pertinencia a aquellos fenómenos literarios que, respondiendo a mecanismos esencialmen-
te subjetivos, podían explicarse a partir de las teorías del temperamento. 9~
Cierto y mucho que la impersonalidad que quería Flaubert para la obra de arte es 323
imposible de verificar; pero siendo todo libro una confesión, trabajo sumo costará
desentrañar la parte del yo que en él ande revuelta o necesariamente diluida en el
criterio el más luminoso en eljuicio que quierajormularse, so pena de dar tácita
prueba de que clasificamos al autor en cuestión en el género de los egotistas,. que
nada toman y nada deben alfenómeno externo. (Call, 1896: 139-140)

Por esta vía Toro llegaba a cuestionar el relativismo individualista que aparecía como
corolario de las ideas estéticas propuestas por Coll y a la correlativa constitución de un so-
porte diferente de verdades estéticas en el cual las obras, cuyo énfasis estuviera puesto en
la expresión de la subjetividad azarosa del escritor, ocupaban un lugar subalterno. Para su
definición tenían especial valor las clasificaciones psicológicas de Max Nordau que Toro re-
sumía en su artículo. Según ellas, había dos formas de la conciencia humana: conciencia
del yo y conciencia del no-yo. La conciencia del yo se originaba en la sensación de los proce-
sos vitales de la totalidad de las partes del organismo; la otra, conciencia del no-yo, en las
transformaciones de los procesos sensoriales. Tomando como criterio esta clasificación, los
hombres se dividían también y de modo relativo en dos tipos: egoístas y altruistas, los cua-
les eran descritos por Toro en los siguientes términos:
La síntesis del primer término (conciencia del yoj se resuelve en el egoísta, ser
anti-social, pesimista, misántropo ó anarquista, según permanezca encerrado en
el claustro de la idea pasiva ó impulsen al músculo las acciones delictuosas.
y los representantes del segundo grupo (que alcanzan la conciencia del no-yo j son
los altruistas, los buenos elementos sociales, los motores poderosos de la mecánica
intelectual. (Toro, 1897: 140)

Finalmente, en esta clasificación se podía fundar, a su vez, una división de los hombres
que se dedicaban al arte y a la literatura, que también se utilizaba, para catalogar sus pro-
ductos. Así, los artistas y escritores que podían ser inscritos en el segundo tipo humano
eran considerados artistas sanos, y sus producciones recibían el mismo calificativo. Por el
contrario, los artistas o escritores que se situaban en el primer tipo formaban parte del gru-
po de artistas degenerados que producían un arte o una literatura igualmente degenerada.
De este modo, las corrientes estéticas que proponían un tipo de literatura que enfatizara
los aspectos subjetivos de su productor podían tener, cuanto mucho, un valor marginal.
Si nos detenemos en el trazado de argumentos que hemos intentado sintetizar, podre-
mos comprender que, en último caso, la validez de las afirmaciones esgrimidas por Toro se
apoyaba en la autoridad que la ciencia proveía a su dinero. La descripción de un conjunto
de procesos psicológicos, tal y como eran concebidos por una de las corrientes de la psicolo-
gía de la época, terminaba a través de un encadenamiento lógico, fracturando valorativa-
mente la esfera del arte y la literatura. Por consiguiente, a partir de la ciencia, en tanto que
era el único ámbito disciplinario que permitía el acceso a la verdad, se definían las opera-
ciones básicas que, de manera indirecta, se deslindaban los límites entre lo lícito y lo ilícito
en su interior.
El uso de argumentos, teorías y principios derivados de la ciencia fue una operación
central para el abordaje de la literatura entre el grupo positivista. Sin embargo, no se res-
•• I!D 9 tringía exclusivamente a ellos. También la mayor parte de los modernistas se apropiaron
324 de los marcos perceptivos que les ofrecían diversas disciplinas científicas cuando se vieron
en la necesidad de justificar ciertos aspectos de sus proyectos. Esto ocurrió incluso entre
algunos que se hicieron portavoces de las corrientes del movimiento que, aunque de una
forma hasta cierto punto aparente, más se acercaban al irracionalismo. Es interesante des-
tacar algunos casos en que se presentaba la paradoja de querer legitimar postulados que
enfocaban la literatura como un espacio definido a contrapelo de cualquier sistematiza-
ción racional, a través de modelos de racionalidad que proporcionaba la ciencia.
Para ilustrar estas afirmaciones, detengámonos en la respuesta que en su ensayo La
sugestión literaria dio Pedro César Domínici (1894) a los detractores del modernismo. Esa
respuesta todavía tocaba varios aspectos, pero se centraba en dos cuestiones fundamenta-
les: por una parte, el problema de la autenticidad del decadentismo en el medio americano,
que se expresaba de modo especial en la discusión sobre el carácter mimético del movi-
miento, la cual desarrollaremos con cierto detalle más adelante. Por otra, el problema de la
ruptura que, con relación al desarrollo del proceso literario anterior, implicaba su emergen-
cia en el país. Domínici -y esto es lo que tiene verdadero interés en el presente desarrollo
de ideas- sustentaba sus afirmaciones en el evolucionismo y en el determinismo formulado
por las corrientes sociológicas y psicológicas del positivismo. En principio, para Domínici la
literatura y, en un sentido especial, la ciencia obedecían a la ley universal de la evolución.
Esa ley,sin embargo, no respondía a un dinamismo caótico; estaba marcada por unas leyes
particulares que la dotaban de racionalidad. De esta suerte no podía decirse que las especi-
ficidades que se percibieran en la literatura de una época, de una nación o de un autor en
particular obedecieran a la voluntad caprichosa de sus productores. Esto lo condujo a susti-
tuir la idea de la creación por la de imitación. Nadie creaba; todos, el científico y el artista,
funcionaban de acuerdo al mecanismo universal de la imitación que, en el caso especial de
la literatura, se expresaba en lo que Domínici denominaba «laley de la sugestión»:
Nadie crea ni ha creado nunca, tanto la ciencia como el arte obedecen á una ley
evolucionista; las leyes aparecen de acuerdo con esta eootucion; y los que las des-
cubren no las crean,' las observan y las comprenden, las estudian y las propagan;
lopropio sucede con la literatura; en literatura no se crea, se imita siempre, se obe-
dece á una ley que podríamos llamar de sugestión: se obedece a la sugestión de la
naturaleza, á la sugestión del medio, á la sugestión del temperamento, á la suges-
tión de los libros, á la sugestión de los autores. (Dornínici, 1894: 51)

Este principio le permitía asegurar a Domínici la legitimidad del decadentismo en el


contexto de la literatura nacional y continental. En primer lugar, la negativa a aceptar el
decadentismo no podía justificarse con el argumento de que se trataba de un movimiento
mimético. Si la imitación era el mecanismo que permitía explicar universalmente la litera-
tura, el mimetismo no constituía una condición exclusiva de la versión nacional o continen-
tal del decadentismo y, en general, del modernismo. Todas las corrientes literarias, incluso
las aparentemente más originales, respondían de una u otra manera a él, y este hecho no
podía olvidarse a la hora de formular su validez. Por otra parte, en el caso específico de la
literatura nacional y continental, la ley de la sugestión, es decir, el determinismo, permitía
explicar las coincidencias visibles entre los jóvenes escritores del país con algunos escrito-
s

res europeos a través de argumentos que trascendían el de la «apropiación servil» de las li-
teraturas europeas. En este sentido, las semejanzas entre sus productores estéticos debían 9~
interpretarse no como el resultado exclusivo de un desigual contacto intertextual, sino 325
como una respuesta similar a un conjunto de condicionantes equivalentes a aquellos que
«sugestionaban» a las nuevas promociones de escritores de Europa. Así, las preferencias de
los escritores americanos por determinadas escuelas literarias se explicaban de la siguien-
te manera:
Es indudable que esto obedece á la sugestión de los libros, á la base de sus conoci-
mientos; pero también influye notablemente la sugestión de la época, la sugestión
de las luchas internas, la sugestión de las pasiones, de las creencias.
Se critica que hoy se inspiren losjóvenes americanos en los poetas enfermosfrtm-
ceses, y que se expresen sus nostalgias bebiendo en esa literatura malsana hija de la
decadencia: los críticos no reflexionan que esosjóvenes, en su mayor parte, no co-
.
nocen la literatura de Rimbaud, de Verlaine y de Mallarmé, y por consiguiente, no
pueden imitarlos; los críticos no reflexionan que la Europa no está caduca, como
ellos aseguran, y que en Francia existe una gran plétora de savia productora, in-
mensa e inagotable, para irradiar, como único centro, inspiración al resto del
mundo. (1894: 52-53)

Respecto al segundo problema -el referido a la cuestión de la ruptura-, la justificación


se sustentaba en el sentido que le daba el dinamismo histórico de la idea de la evolución.
Frente a la creencia de un orden universal de carácter monolítico que servía de fundamen-
to a los intelectuales ultramontanos, los modernistas hicieron énfasis en el cambio. Sin em-
bargo, su concepción del cambio no lo mostraba como un movimiento caótico y arbitrario.
El cambio tenía un sentido que se resumía en la idea de evolución. De acuerdo a ella, el
hombre había venido progresando a través de estados sucesivos hasta llegar al momento
actual, que se presentaba simultáneamente como resultado y culminación del proceso.
Ahora bien, el progreso se expresaba de forma desigual entre los distintos pueblos y nacio-
nes que formaban el mundo. Había algunos, y éste era el sentido que se escondía tras la
mención a Francia con que se cierra la cita anterior, que aparecían como los centros en los
que la «civilización», y por lo tanto la literatura, adquirían la plenitud de su consistencia y
desde los cuales se irradiaban al resto del mundo. Por ello, losjóvenes que se enfrentaban a
la situación de iniciar su vida en el campo de la literatura y de elegir entre darles continui-
dad a los ideales de sus antecesores y seguir los que la expresión última del progreso había
generado, necesariamente debían optar por estos últimos. No hacerlo significaba contra-
decir el dinamismo que la evolución señalaba para las dos dimensiones de lo real en que
podía fundarse la verdad: la naturaleza y la sociedad; y condenarse a vivir en el pasado. De
aquí que «Pretender que la juventud americana retroceda hasta la antigua Grecia [; J es
condenarla á perseguir ideales muertos, á adorar la Eterna Belleza, la belleza falsa, la be-
lleza de las tristezas y los ripios» (1894: 53).
Como contrapartida, la racionalidad del cambio que se afincaba en la idea de la evolu-
ción justificaba como racionales las mutaciones que, en el interior de la literatura, y de
modo particular de la literatura de la nación y del continente, estaban produciendo los mo-
dernistas con sus ideas y sus obras.
Así pues, tanto el determinismo como la evolución eran esquemas básicos para enfo-
car la realidad, cuyos fundamentos se sostenían justamente en el valor otorgado al saber
9 científico, y se transplantaban como modelos de racionalidad a las instancias constitutivas
326 del paradigma literario de la nación. En ellos se usaban como argumentos que prestaban
validez y autoridad a un proyecto cuyas consecuencias últimas parecían atentar contra los
mismos principios de la razón, que en otras corrientes del pensamiento se consideraban
preservados por la ciencia. Esto muestra hasta qué punto, dentro de la sociedad que surgía
de la modernización, la autoridad que el saber científico tenía en la fundación de la verdad
trascendía los límites de aquellas corrientes que, de una forma enfática y expresa, se adhe-
rían a él, y se convertía en el soporte gnoseológíco de la autoridad del saber en general.

VERDAD Y EXPERIENCIA ESTÉTICA: LA PROPOSICIÓN DE UN SABER


AUTÓNOMO PARA LA LITERATURA EN ALGUNOS MODERNISTAS
No se puede desprender de las últimas páginas que todos aquellos a quienes podemos
aplicar el calificativo de modernistas hayan sentado la legitimidad de las corrientes estéti-
cas que defendieron en las «verdades» provistas por la ciencia. Tampoco se puede afirmar
que esa legitimidad se haya fundado exclusivamente en la ciencia. A decir verdad, en ello
había cierto pragmatismo (¿dónde no lo ha habido?). Quienes se veían en la situación de
justificar y,por lo tanto, de lograr la aceptación de sus tesis sobre el arte y la literatura, acu-
dían a aquellos principios que podían ayudarlas a cumplir sus objetivos y descartaban o se
desentendían de las consecuencias lógicas de los que resultaban contraproducentes. De
ahí que el resultado fuera una amalgama de ideas y principios hasta cierto punto contra-
dictorios: no se llegaba a una exposición de fundamentos que de manera sistemática persi-
guiera la coherencia.
Por ello, entre las distintas corrientes o los diversos autores, o incluso las diferentes fa-
cetas de un autor en particular, había un complejo de actitudes frente a la ciencia, la reli-
gión y los modelos respectivos del saber que se desprendían de ellas. Ese complejo se ex-
presaba en una gradación que iba desde una adherencia, más o menos estable y coherente
a sus principios cognoscítivos, hasta el rechazo explícito a su pretendida autoridad para
controlar las decisiones valorativas dentro de los linderos de la literatura. Entre una y otra,
en una postura hasta cierto punto ambivalente, se situaban quienes, desde un escepticis-
mo esencial, asumían los principios de la ciencia por considerar que no tenían a su disposi-
ción otros más funcionales para explicar (justificar) sus preferencias estéticas, aunque ha-
cían expresa la conciencia de sus limitaciones.
Entre estos últimos se ubicaba Pedro Emilio Coll. En los diferentes ensayos que dedi-
cara a justificar la irrupción modernista o a dar cuenta de ciertos rasgos de la producción
literaria de sus compañeros, CoIl recurrió frecuentemente a los argumentos que le daba la
ciencia. De manera especial insistía en dos teorías: la teoría del temperamento, que le per-
mitía explicar la variación y la originalidad en el plano individual y, por lo tanto, postular-
las como criterio de vibración; y las tres categorías de Taine, en las que podía fundar res-
puestas, sobre el carácter más o menos colectivo que tenía la revolución intelectual y lite-
raria de la que se consideraba promotor tanto en la nación como el continente. Así por
ejemplo, en Examen de conciencia, Coll señalaba en contraposición a los postulados del
naturalismo de Zola que
f..'] no es la realidad real la que percibe el observador, sino la parte de ella que le
permite apropiarse su temperamento. Siempre detrás de la obra tiene que sentirse el
• 1

artista; aquellos que han creído posible una literatura impersonal, han sido vícti-
mas de una especie de ilusión óptica. (Coll, 1894: 37. Énfasis nuestro, salvo en la palabra real)
9~

También para señalar las diferencias entre los escritores «americanos» y los escritores l:¡,
españoles recurría a argumentos raciales:
El europeo, el indio yel africano han aportado elementos diversos a nuestro Yo;en
cada glóbulo de nuestra sangre se libran las batallas que a través de la historia y
de las conquistas han librado entre síestas tres razas diferentes, ay! Si no enemi-
gas. (ColI, 1898: 486)

Sin embargo, esa apropiación no se inscribió en una práctica consecuente. En algunos


momentos se hacía explícito el pragmatísmo al que respondía, con lo cual se relativizaban
los alcances que pudieran tener las apreciaciones que se derivaban de ellas. Esto es particu-
larmente evidente en el siguiente fragmento de su artículo de respuesta a Enrique Gómez
Carrillo, Escritores americanos (1898), en el cual Collvaloraba los alcances de su método:
En elfondo no he inventado 'ninguna teoría, no he hecho sino aplicar a la literatu-
ra, tal vez mal porque estoy lejos de ser un doctor en ciencia social, las deducciones
de la sociología, pues que alguna explicación hemos de encontrarle á losfenóme-
nos mentales; pero cualquiera podría convencernos de que yerro, trayéndome al
buen camino y asegurándome así, si no la gloria eterna, la paz ofrecida en la tie-
rra á los hombres de buena voluntad. (Coll, 1898: 487)

En otros casos llegó a percibir la pertinencia limitada que tenían las categorías cientí-
ficas para comprender fenómenos que por su excepcionalidad escapaban a las regularida-
des que el modelo mecánico de la ciencia proponía para la comprensión del arte, Esto lo po-
demos percibir en el citado prólogo a Confidencias de psiquis:
Paréceme que en la esfera de la ideología hay una tendencia, superior á la ley de na-
cionalidad y aun á los postulados del método científico que considera al hombre
como producto del medio físico y del momento histórico, y es aquella. tendencia de
algunos espíritus cultivados por la lectura y la mediación, de crearse un ambiente
fuera del tiempo y del lugar en que han nacido ó viven. La sola clasificación étnica
. ,..
no basta, á mi manera de ver, al tratarse de ciertos temperamentos refinados que
presentan factores morales diferentes a los de la raza y época á que pertenecen. (CoII,
1896: 934. Énfasis nuestro)

Esto implicaba, entonces, limitar la autoridad que tenían los esquemas que había
cuando el saber científico para comprender el desafiante fenómeno de la literatura. De ahí
que en un plano más restringido, y fundamentalmente cuando la comprensión de una obra
particular no exigiera formular apreciaciones de carácter global, Coll privilegiaba la críti-
ca impresionista. Ella se avenía más con el diletantismo intelectual, que era el rasgo a tra-
vés del cual explicaba la mutabilidad proteiforme de su propia obra.
Sin embargo, el cuestionamiento a la autoridad del saber científico no llegó a tener, en
los escritos de Pedro Emilio Coll, la contundencia que alcanzó en la concepción de la litera-
tura que hizo suya Manuel Díaz Rodríguez, particularmente aquella que defendió en su en-
sayo Camino de perfección (1911). En este texto publicado en 1911,pero escrito hacia 19088,
_9
328
Díaz Rodríguez daba cuenta de dos objetivos esenciales: por una parte se proponía realizar
una revisión profundamente crítica del saber sobre literatura que esgrimieron los grupos
de intelectuales opuestos a las tendencias literarias más novedosas. Por otra, y ya en un
sentido positivo, intentaba formular las normas que, según su criterio, debían orientar la
recepción de la literatura y el arte.
El cuestionamiento de Díaz Rodríguez se dirigía en principio hacia el modelo de saber
en el cual fundaba su poder cultural y prestigio social el grupo de intelectuales académi-
cos, a quienes caricaturizó con el significativo nombre de «don Perfecto". Díaz Rodríguez
destaca varios aspectos en los que subrayaba la ilegitimidad de la crítica literaria que prac-
ticaban los conservadores. Uno de ellos, por ejemplo, era el anacronismo y el carácter in-
sustancial de sus fundamentos. Así sostenía que «La crítica, para don Perfecto, es una es-
pecie de vana arquitectura en que entran como argamasa los desechos de las más rancias
filosofías, y como ladrillos o piedras algunas pedantescas discriminaciones gramaticales
con puros juegos malabares de retórica» (Díaz Rodríguez, 1911: 12).
Sin embargo, se detenía fundamentalmente en el carácter normativo que los conser-
vadores le asignaban a la crítica con relación a la literatura. En este sentido, sostenía que
la crítica no podía situarse ni antes por encima de las obras literarias, es decir, no podía
pretender trazar las pautas que, de un modo riguroso, controlaban la producción de litera-
tura e impidieran cualquier mutación que esquivara sus preceptos. Más bien la crítica de-
bía ocupar un lugar subsidiario: «en vez de una fina señora que dispensa el consejo y la en-
señanza, (era ]la enseñanza misma que se exprime de la obra como el vino de la uva» (Díaz
Rodríguez, 1911: 68). Por esa razón', sus afirmaciones debían responder más bien a procedi-
mientos inductivos en los que, tomando como punto de partida las «obras maestras», se for-
mulaba un conjunto de enseñanzas, pero sin pretender convertirlas en «borceguíes» para
la libertad productiva.
Como resultado visible, a partir de esta transformación del papel asignado a la crítica
necesariamente se llegaba a la disolución del valor absoluto que entre los intelectuales
conservadores se otorgaba a determinados sistemas de normas y, por lo tanto, a la pérdida
de su autoridad como instrumentos cognoscitívos para valorar la literatura. Esto se revela
implícitamente en el desmontaje que en 'el ensayo hacía Díaz Rodríguez de las concepcio-
nes manejadas por los académicos sobre cuestiones decisivas en el campo de la literatura.
Tal es el caso del aspecto lingüístico, que, según vimos más arriba, tenía una importancia
excepcional en el modelo conservador de la crítica. Díaz Rodríguez reprochaba a los acadé-
micos la conversión de las normas cifradas en la gramática y el diccionario en fundamentos
de autoridad absoluta para controlar el flujo de la lengua. De acuerdo con ese fundamento,
los conservadores mostraban una tangible incapacidad para comprender y, por ende, valo-
rar en una forma adecuada el conjunto de procedimientos con los cuales los modernistas
aspiraban al «remozamiento de la lengua». Díaz Rodríguez explicaba y justificaba algunos
de estos aspectos (uso de arcaísmos y neologismos, transposición semántica de los voca-
blos, etc.), y fijaba su atención en aquél que en busca de la medida los resumía, el cual, con
un sentido despectivo, había sido caracterizado por los conservadores como la «manía del
estilo». Según Díaz Rodríguez:
[...j esa extraña manía consiste en trabajar con tanto orgullo, aspirando a impri-
mir la personalidad en un estilo propio, escribiendo sin idioteces ni muletillas de
suerte que la voz másfina y certera encaje en la imaqen-miis bella y justa, y todas
• l'

las palabras queden en tal guisa dispuestas, que cada cual, sin perjuicio de las
otras, venga a su tiempo a exhalar en lafrase o en el verso la recétuiua música de 9~
su alma. A la manía de estilo, o estilismo, opone don Perfecto su prbpio sano y bien 329
equilibrado estilo muy académico, especie de angosto camino gris trillado a cordel
entre sauces cuya pálida verdura se va poco a poco disipando yfundiendo en el co-
lor discreto del camino. En su estilo no caben, como en el de los modernistas, cosas
ligeras. Está hecho de toda eternidad hondo y sesudo para cosas de peso, y si difí-
cilmentefiuye y corre espor lo grávidO. (Díaz Rodríguez, 1911: 32)

En esta precisión se replantean por completo los objetivos que el productor literario
estaba obligado a perseguir en el tratamiento del lenguaje y, consecuentemente, los alcan-
ces que se podían conceder al poder de la norma. El valor asignado al aspecto lingüístico
de un texto literario no dependía de su correspondencia con el sistema normativo, sino más
bien de la capacidad de cifrar en él una particular intuición estética. En este sentido, el im-
perativo de que el escritor debía aquilatar el lenguaje de sus obras con un estilo completa-
mente individual, terminaba por disolver la autoridad de la gramática y del diccionario
como instancias rectoras del uso legítimo de la lengua, y fijaba, además, un nuevo principio
de valoración que fundaba los componentes estéticos del lenguaje en mecanismos con me-
nor sujeción a la racionalidad.
Aquí podemos comprender plenamente la dimensión hacia la cual apuntaba el cuestio-
namiento de Díaz Rodríguez al saber de los antiguos letrados sobre literatura. La oposición
al intento de normativizar el lenguaje, y en un plano más extenso todos los aspectos involu-
crados en la literatura, respondía en buena medida a una oposición más global a cualquier
sistematización racional de una esfera cuya existencia se instalaba fuera de los linderos de
la razón; en términos más precisos, en el terreno mismo de la irracionalidad sublimada.
Según esto, el arte y la literatura como una de sus especies, no debían ser sometidos a nin-
gún tipo de principio regulador, puesto que ello suponía un atentado contra la esencialli-
bertad que les era inherente.
Esta apreciación se puede captar mejor si abordamos el otro frente hacia el cual diri-
gía Díaz Rodríguez sus argumentos críticos: la ciencia. La estrategia elegida por Díaz Ro-
dríguez para restar legitimidad al saber científico iba más allá de las posibles consecuen-
cias perniciosas que podía tener su «intromisión» en la apreciación de la literatura, y ataca-
ba las raíces mismas de su prestigio en el espacio del saber. En efecto, Díaz Rcdríguez se-
ñalaba que entre el conjunto de nuevos signos que caracterizaban al mundo moderno esta-
ba el culto consagrado a la ciencia. Ese culto se enraizaba según él en dos razones: por una
parte, la facilidad del método experimental; por la otra, el misterio del que paradójicamen-
te se cubría todo lo que estuviese asociado a la ciencia. Este último aspecto determinaba la
apariencia religiosa que caracterizaba a la autoridad dada al saber científico, su dogmatis-
mo y el respeto servil con que se acataba todo lo que proviniera de ella. El primero, la pre-
tensión, por parte de la mayoría, de aparecer revestida con la autoridad de sabios.
Esta apreciación global servía de punto de partida para reformar tanto los principios
generales del saber como los alcances que se le podían conceder a la verdad que se deriva-
ba de la ciencia. En este sentido, sostenía Díaz Rodríguez que, a pesar de su simplicidad, el
método experimental no era condición suficiente para garantizar la validez e importancia
de cualquier abordaje de la realidad. Aunque proveía una plataforma común para todos los
que se intentaban acercar a la «verdad», no se podía perder de vista que «[...] los órganos
9 que lo dirigen, es decir los sentidos y el cerebro humanos difieren de un experimentador a
·
t.
~.
330 otro» (Díaz Rodríguez, 1911: 40). Así se podían percibir diferencias entre los practicantes de la
t
ciencia que reservaban la condición de sabios a un conjunto reducido de individuos que
por estar dotados de una constitución especial, tenían un acceso privilegiado a la verdad.
Sin embargo, dicho acceso no les daba derecho a juzgar transformando en dogmas los pos-
tulados de su apreciación particular del mundo. El sabio debía acompañar su búsqueda de
la verdad con un escepticismo de corte cartesiano que lo hiciera «desconfiar» sistemática-
:.: mente de todos los conocimientos y mantener una actitud abierta hacia las verdades for-
muladas por otros, aunque contradijeran las propias.
Por otra parte -y esto quizás tenga mayor importancia en nuestra argumentación-,
según Díaz Rodríguez, los mecanismos que caracterizaban el funcionamiento del saber, so-
bre todo en sus expresiones más plenas, no dependían en sentido estricto de las pautas re-
gularizadoras del método experimental. Aquí, valiéndose del recuerdo platónico, enuncia-
ba Díaz Rodríguez un paralelismo entre el artista y el sabio, en el que los fundamentos últi-
mos de ambas esferas se extraviaban en el azar y el misterio:
Como el artista a la anunciación de la belleza, en el sabio a la revelación de la ver-
dad hay un sagrado calcfrio. La belleza y la verdad se anuncian de improviso,
como en medio de una luz viví sima de incendio, o como en elfragor de una catás-
trofe. Aquel para quien se destina un hecho preñado de verdad, en cuanto el hecho
se produce, lo reconoce y lo recuerda. De ahí que, para explicamos cómo va el sa-
bio al descubrimiento "dela verdad, lo mismo que para explicamos cómo va el ar-
tista a la creación de la belleza, debemos acudir más de una vez a la preexistencia
de la idea platónica. (Díaz Rodríguez, 1911: 40-41)

Las consecuencias de esta conjugación de escepticismo cartesiano e idealismo plató-


nico en la autoridad que se le podía prestar al saber científico eran significativas. El escep-
ticismo fundaba la relatividad del saber y,por lo tanto, corroía las pretensiones dogmáticas
que se atribuían al saber de la ciencia. El idealismo profundizaba la corrosión al fundar el
conocimiento en mecanismos que no encajaban estrictamente en aquellos que postulaba
el empirismo científico. De este modo, los asertos generados por la ciencia debían recibirse
con cierto margen de reserva, puesto que sus procedimientos no eran garantía absoluta de
una efectiva aprehensión de la verdad; y la realidad, especialmente algunos de sus aspec-
tos, esquivaba las redes que esos procedimientos tendían sobre ella.
Era precisamente esta inadecuación la que Díaz Rodríguez señalaba en las pretensio-
nes de usar el saber científico para valorar la literatura y el arte. Para él, la ciencia y el arte
(y, por ende, la literatura) tenían varios rasgos en común: ambas eran esferas del espíritu,
y por lo tanto en ambas la gratuidad constituía la condición indispensable para su validez.
Sin embargo, los aspectos que las separaban tenían mi carácter abismal, hasta el punto de
constituir dos campos completamente incompatibles. Por una parte, había una diferencia
en los procedimientos para articular sus objetos; por otra, una diferencia en la condición
esencial de los propios objetos.
Mientras la ciencia procede casi siempre por análisis, la obra maestra de arte es
siempre una síntesis. La ciencia es analítica en general, siendo de su indispensa-
blefunción los hechos, los detalles, los tanteos y el consejo insignificante y menudo.
Llega a la síntesis, pero aún en la más vasta y filosófica síntesis de la ciencia cabe
toda suerte de mudanzas. La ciencia tantea cómo la naturaleza, que trabaja por
medio de esbozos y ensayos progresivos. El arte, al contrario, tiende siempre a la
síntesis, y esta síntesis del arte no sufre el más leve retoque. En lugar de seguir a la
9_
331

naturaleza, como la ciencia lo hace, el arte la sobrepasa y continúa, eludiendo los


tanteos, ensayos y esbozos infinitos, o más bien condensándolos de una vez en el
ejemplar definitivo de la obra maestra. (Díaz Rodríguez, 1911: 72)

Así, pues, la ciencia hacía uso de procedimientos analíticos; el arte, de procedimien-


tos sintéticos. En este sentido, el modo de articular la realidad en el pensamiento era de-
terminante para fijar el quiebre entre los dos campos en cuestión. Pero también la natura-
leza de sus objetos respectivos se traducía en una correlativa naturaleza de la ciencia y el
arte. En este plano, era definitiva la antinomia entre lo contingente y lo eterno. La ciencia
abordaba la realidad contingente y, por lo tanto, era ella misma contingente. El arte, por el
contrario, aprehendía lo eterno y encarnaba en sí mismo la condición de eternidad.
Sobre esta distinción entre ambas esferas, desarrollaba Díaz Rodríguez su desautori-
zación de los principios de la ciencia para controlar el saber sobre la literatura. La ciencia
no podía proporcionar una verdad de validez incuestionable sobre el arte, porque sus pro-
cedimientos habían sido diseñados para abordar aspectos de lo real con una condición on-
tológica completamente diferente. Así, por ejemplo, le asombraba que Taine pretendiera
« [ ... ] clasificar las obras de arte y los artistas, como se clasifican en botánica las plantas,
acreditando suficientes y propias para lo inmutable y sin fin, las leyes que rigen lo mudable
yperecedero» (Díaz Rodríguez, 1911: 74).
Esta incongruencia entre los procedimientos de la crítica científica y el espacio del
arte se revelaba plenamente en el examen de la obra maestra. En este sentido, Díaz Rodrí-
guez sostenía que, aunque en una forma también limitada (dadas la relatividad de la cien-
cia, su pertinencia restringida a lo perecedero, etc.), la crítica científica sólo podía ejercer-
se con toda rigidez en aquellas obras de arte de carácter transitorio, pero al tratarse de la
obra maestra «[ ... J la misma crítica se entrega a vagas expresiones, o bien queda sin voz,
desorientada y confusa, como si acabase de tocar en los propios' umbrales del Misterio»
(Díaz Rodríguez, 1911: 75). La obra maestra, entonces, levantaba el muro que la crítica científi-
ca, por su condición esencial, no estaba en capacidad de rebasar, De este modo, su presen- l'
cia en el ámbito de la literatura era innecesaria y su papel se ceñía a la inutilidad:
l..
Así pues, la crítica llamada cientifica domina ciertas obras, y otras no, por lo cual
se declara a sí misma insuficiente, y va a sí misma limitándose el campo de ac-
ción, hasta dejarlo en mezquinas proporciones de reducto. Las obras que se esqui-
van a su examen, refractarias por naturaleza a todo procedimiento analítico, le
van marcando su lindero. Y si consideramos que estas obras, como se ve por los
ejemplos anotados, fáciles de multiplicar a una rápida lectura, son casi todas las
obras maestras, casi todas las obras capitales del genio, las obras de excepción de
los artistas de excepción, precisamente las que debieran constituir el objeto delibe-
rado y principal si no único de la crítica ciendfica es no sólo insuficiente, sino
casi, casi vana. (Díaz Rodríguez, 1911:76)

En este punto podemos resumir las ideas de Díaz Rodríguez tanto sobre el modelo crí-
tico manejado por los académicos como sobre el modelo que se sustentaba en las «verda-
des» de la ciencia. A diferencia de los primeros, no concebía la labor de la crítica con un
sentido normativo; su función no era controlar el paradigma obligando a que se cumpliera
un sistema de normas inferidas a partir de un reducido número de modelos arquetípicos.
Sería más bien una especie de actividad secundaria que se encargaría de establecer aque-
llas obras que, por esquivar toda normativización formulada, podían considerarse obras
maestras. A diferencia de la ciencia, consideraba que los procedimientos de la crítica de-
bían fundarse en las especificidades del arte y la literatura, vale decir, en su inmutabilidad,
en su capacidad para trascender espacio y tiempo.
¿Cuáles eran los procedimientos legítimos para la ordenación del paradigma de la lite-
ratura, y dónde se ubicaba esa instancia en la que las verdades levantadas a partir de esos
procedimientos completarían su autoridad? El discurso de Díaz Rodríguez no era muy pre-
ciso en sus formulaciones positivas, tal vez por la oposición a cualquier sístematízacíón.ra-
'. cionalizadora del arte, que subyacía en sus apreciaciones sobre ambos modelos. No obstan-
te, había algunas observaciones que nos permitían inferir, por lo menos parcialmente, lo
que Díaz Rodríguez pensaba sobre esto. En primer lugar, la valorización; por lo tanto, los
procedimientos de abordaje del arte y la literatura debían fundarse en la experiencia esté-
tica. Dicha experiencia se definía en términos tomados de un misticismo secularizado,
como una anulación del yo, un olvido de la propia voluntad, en medio de la contemplación
del arte o la naturaleza. De esta manera se podía alcanzar un estado de mutua empatía en-
tre el observador y la obra:
El ímpetu de simultánea simpatía él parece abrirse a la obra de arte, y la obra de
arte parece abrirse a él; tan desembarazado encuentra él bajo sus plantas el cami-
no de la belleza, abierto a pocos elegidos, y tan certeramente se encamina a los re-
cónditos manantiales de la inspiración, sin que para el viaje le sea menester apo-
yarse en el báculo grave de la ciencia, sino seguirse por la luz de aquel sentido
interior, leve y sagaz, que podría llamarse poético o místico, si ya, y no de ahora,
con expresión igualmente vaga pero más bella, no hubiera sido nombrado, enten-
dimiento de hermosura. (Díaz Rodríguez, 1911: 77)

Así, pues, la autoridad del saber sobre la literatura y el arte en general sólo podía sos-
tenerse en el interior de la propia literatura, es decir, en el universo de lo estético, sin para
ello tener que recurrir a otras instancias racionalizadoras que de manera especial encar-
naran la verdad. Ese espacio del arte se concebía en términos similares a los de la religión,
y la experiencia estética era vista con los esquemas perceptivos de la experiencia mística,
Pero no por ello era idéntica. Se trataba de un misticismo y de una religiosidad seculariza-
dos en las que el misterio se despojaba de cualquier respuesta positiva, para dejarlo res-
plandecer en la inestable impresión de lo bello.
az

NOTAS
1. No sólo la literatura de la na-
ción. También la crítica y la histo-
ria se encargaban de darles con-
sidad de Caracas, bajo la direc-
ción de Rafael Villavicencio y
Adolfo Ernst. A pesar de la relati-
va heterogeneidad que había
de demostrar la existencia de
esferas de fenómenos que desafia-
ran rigurosamente la capacidad
de la ciencia. Más bien intentaba
9_
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sistencia a otros paradigmas entre ellos, puesto que encauza- mostrar que había aspectos de la
literarios más amplios o más ron sus preferencias a diversas y realidad cuya explicación no era
restringidos, según el campo aun contradictorias corrientes conocida, pero que no por ello
abarcado por la noción de territo- filosóficas, los unía la confianza violaban las leyes de la natu rale-
rialidad que estableciera los casi absoluta que fijaban en la za. En este sentido, sostenía en
límites de una determinada lite- ciencia como instancia privilegia- uno de los párrafos que servían
ratura. Así, por ejemplo, se habló da para acceder a la verdad. Esto de pórtico a la serie que la actitud
frecuentemente de «literatura los condujo necesariamente a un que debía asumir el sabio frente
americana» y hubo también quie- enfrentamiento con el sector a esos acontecimientos no era
nes, como Manuel Díaz Rodrí- conservador, el cual ocupaba negar su existencia ni "tomar el
guez, concibieron la existencia de puestos importantes en el interior hecho en cuestión como un fenó-
. una literatura española que abar- del poder cultural. meno sobrenatural" (Villavicen-
caba no sólo la literatura de Espa- cio, 1894: 26). Si en apariencia
4. Todavía, para muchos intelec-
ña, sino también la de las nacio- estos hechos desafiaban a la
tuales jóvenes, el conflicto que
nes hispanoamericanas. «razón" era debido a que las leyes
seguía caracterizando la época
que los regían todavía no habían
2. Es importante aclarar que era el que enfrentaba «el oscuran-
sido conocidas, pero podían llegar
utilizamos el término religión en tismo» religioso con las fuentes
a serio con los instrumentos de la
un sentido más amplio, sin redu- «luminosas» del saber cuyo para-
ciencia.
cirlo a un sistema religioso en digma era la ciencia. Una expre-
particular. Sabemos bien que sión interesante es la siguiente de 6. En esta visión de la obra de Díaz
existía una asociación estrecha Rafael Marcano Rodríguez, quien Rodríguez tuvo un peso funda-
entre conservatismo y catolicis- sostenía que en los nuevos tiem- mental su condición de médico,
mo. Sin embargo, queremos confe- pos: "Alas exageradas concepcio- como se puede desprender del
rirle una dimensión un tanto más nes de la teología se oponen con fragmento siguiente: «Lapsícofi-
amplia a nuestras apreciaciones: formidable séquito de adeptos, siología existe, pues, como proce-
la Iglesia no estaba directamente con la deslumbrante antorcha de dimiento científico-literario,
comprometida en la valoración de la verdad y la razón los principios pésele a quien le pesare; y porque
la literatura, por más que el tipo universales de la filosofía positiva: el libro en cuestión ha seguido los
de verdades que aportaba tuvie- áSan Pablo y á Santa Teresa de 'rumbos de ese procedimiento,
ran consecuencias importantes. Jesús, se oponen el maestro realizando exquisitos análisis del
Este es un aspecto que requiere Darwin y el maestro Renán y el alma; y porque no podemos conce-
\1
de una investigación más exhaus- maestro Comte: á la literatura bir a su autor sino como un alum-
tiva, y aquí apenas lo rozamos por añeja, exótica, impracticable, no también de la ciencia que ha
necesidades de argumentación. especie de señuelo que atrae á los analizado con el escalpelo de la
ilusos, se enfrenta la literatura disección, tegidos [sic J, aponeu-
3. Sus raíces históricas se pueden
nueva, la literatura que bebe en rosis y nervios en la fría desnudez
remontar a la polémica entre
las claras fuentes de la razón, de de los cadáveres, es que invoca-
Rafael Acevedo y Fermín Toro,
la democracia», (1894: 41). mas analogías científicas que no
que se produjo en Caracas en el
habrán de desviarnos del trazado
año 1838 (De la Vega, 1988). Sin 5. Un caso como el de Rafael
camino» (Toro, 1897: 139), Tam-
embargo, su expresión más clara y Villavicencio, que aparentemente
biénÁngel César Rivas (l897a)
de consecuencias más profundas podría contradecir nuestra apre-
dedicó algunos párrafos de su
en la vida intelectual del país se ciación, sirve más bien para apo-
trabajo sobre el libro a señalar
produjo hacia el primer lustro de yarla. Villavicencio publicó enEl
esta duplicidad en el caso de Díaz
la década de los años setenta, Cojo Ilustrado una serie de rela-
Rodríguez.
cuando emergío en el poder cultu- tos sobre acontecimientos mara-
ral venezolano el grupo de jóvenes villosos. Ese interés, sin embargo, 7. No hemos revisado directamen-
que se había formado en la Univer- no estaba dirigido por el objetivo te el prólogo que Pedro Emilio
Colf escribió para el libro de Diez REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS GIL FORTOUL, José (1894). «Libros

_ID 9 Bodríguez, sino la versión que con ARISMENDI BRITO, Pedro (1895). venezolanos». En Revista Univer-
el título de «Confidencias de «La poesía lírica en Venezuela. Es- salIlustrada. n," 10, tercera
334
psiquis» apareció enEl Cojo tudio de su progreso y estado época, pp. 1-2.
Ilustrado, Ir, n." 120, pp. 934 Y936 actual», En Asociación Venezola-
GRATEROL y MORLES,José (1894).
del año 1896. na de Literatura, Ciencias y
"En contestación al Dr. Pedro
fleltasArtes, 1895: 13-22.
8. Hay una nota situada al final del César Dominici [1111», EnE¡
ensayo que asílo atestigua: «Cha- ASOCIACIÓN VENEZOLANA DELITE- Diario de Caracas. Año Ir, n."
cao, Caracas 1908». RATURA,CIENCIASy BELLASARTES 386,4 de enero.
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