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Ágnes Heller, Ferenc Fehér

EL PÉNDULO DE LA MODERNIDAD

UNA LECTURA DE LA ERA MODERNA DESPUÉS DE LA CAÍDA DEL


COMUNISMO

Editorial península Segunda edición 2000

1. LAS OLAS REVOLUCIONARIAS _____________________________________________ 2

LA CUARTA OLA Cómo ocurrió _____________________________________________ 15

ESTADO - CIUDADANO____________________________________________________ 50

El fin del comunismo _____________________________________________________ 72

El marxismo como política: un obituario _____________________________________ 93

Movimientos socialistas y justicia social_____________________________________ 131

INTRODUCCIÓN: INTERPRETANDO LA MODERNIDAD MIENTRAS EL PÉNDULO OSCILA 153

Por qué la libertad es devorada por la razón —en la Historia—: relectura de Merleau-
Ponty durante los días de la Revolución Soviética _____________________________ 225

EXPERIMENTANDO CON EL CUERPO: POLÍTICO Y SOCIAL _______________________ 244

DESPUÉS DEL DESPLOME: ¿HACIA DÓNDE VA LA MODERNIDAD? ___________ 287


1. LAS OLAS REVOLUCIONARIAS

1. La primera ola: las revoluciones de dos nuuidos


El estallido de las dos revoluciones del Nuevo y el Viejo Mundo, que ha
definido nuestra geografía política hasta nuestros días, tuvo lugar en una sola
década. Hoy en día existe una persistente tentativa de separar la Revolución
norteamericana de la Francesa, basándose primordialmente en el prejuicio
(objetivamente sostenido por una gran cantidad de material histórico) de que
las revoluciones se refieren a la «cuestión social», y que tienen muy poco que
ver con lo que Hannah Arendt denominó constitutio libertatis, el fundamento
de la libertad política. Sin embargo, esto parece ser o bien una tendenciosa
mala lectura retrospectiva de los anales o bien un exceso de generalización de
algunas experiencias históricas. Al menos en la mente consciente de los
actores de ambas revoluciones, esas violentas rupturas de la continuidad
tenían una misión primordial, quizás única: la creación de las formas
modernas de libertad política, «el Estado libre». Se suponía que una vez que
se hubiera hecho esa labor, la revolución estaría acabada. Fue una auténtica
conmoción para los protagonistas del drama francés descubrir que las
«cuestiones adicionales», es decir, las cuestiones sociales y nacionales,
también debían ser incluidas en la agenda política. Además, al menos en la
conciencia de los revolucionarios franceses, estas «cuestiones secundarias><
pronto revelaron ser los prerrequisitos absolutos de la libertad. Y para los
radicales, le bonheur du peuple llegó pronto a ser más importante que la
libertad. Este conocido volte-face, que dio lugar a la dictadura jacobina,
destruyó la recién estrenada libertad política, y provocó en los ojos de la
posteridad la visión de que la revolución era un ciclo imparable de luchas
mortíferas y una tiranía más eficiente disfrazada de imperio de la libertad. Fue
en este sentido que, en escritos históricos y en la teoría política posteriores, el
cataclismo francés fue considerado corno una auténtica revolución.
Simultáneamente, la fundación de la república norteamericana parecía
necesitar de otra denominación, diferente de la del espantoso acontecimiento
llamado «revolución». Pero este entendimiento de los terremotos políticos
regularmente recurrentes es, con riesgo de ser redundante, una evidente
ignorancia del deseo revolucionario primordial, que no era otro que anunciar
8

la era de la libertad de los modernos. La reacción alérgica de tantos analistas


modernos, al incluir «la cuestión social» en la agenda política de las
revoluciones, tampoco es una garantía para la preservación de la libertad, Al
no tomar en consideración el problema de la esclavitud, a la vez política, legal
y social, la república norteamericana condenó durante un siglo a una
considerable parte de su población a una «falta de libertad» de la peor especie.
No obstante, el reconocimiento de ta cuestión social como políticamente
legítima tuvo un impacto crucial en la temporalidad de la revolución, como
muy bien quedó tipificado por la metamorfosis política del ejemplo francés. A
partir de un solo hecho, un punto en el tiempo, se ha creado un ciclo cuyo
límite resulta difícil de ubicar. En el caso francés, la traducción de los
problemas sociales al lenguaje político dio lugar a una «experimentación con
el arte de gobernar» cada vez más febril, durante la cual el estado liberal
inicial fue rápidamente descartado en beneficio de una moderna dictadura
protototaljtarja La dictadura, a su vez, fue prontamente reemplazada por un
cuasiparlamentarismo autocrático y, finalmente, por un régimen moderno
carismáticopersonal
Algunas de las pertinentes y continuas preocupaciones de la historiografía han
sido generadas tanto por las investigaciones persistentes sobre la duración de
la vida real como por el punto de conclusión de las revoluciones 2 El término
«revolución» se ha extendido gradualmente desde un ciclo o hecho aislado
hasta el conjunto de la era moderna. La Gran Revolución introdujo
—con su desarrollo incompleto y su ejemplo inmortal que pide imitación, con
su abundancia de nuevos problemas, política 1 Hannh Axp planteó el
problema del carácter »1ibejjcjda« de la inclusión de las <‘cuestiones
sociales» en la agenda política, en On Revohution (Nueva York: Viking Press,
1959). Desde entonces, ha sido un tema muy debatido. Véanse los
comentarios crít>cos sobre sus puntos de vista en Ferenc FEHER, >‘The
Parjah and the Cjtjzen’ On Arendt’s Politjcal Theoi en G. T. KAPLAN c. S.
KESSLER, eds. Hannah Arendt: Thinking, Judging, Freedom Sydney-
wellington LondonBoston. Allen and Unwin 1989, y en Ferenc FEHgR,
‘>Freedom and the “Social Question” (Arendt’s Theot’ of the French
Revolution)<,, Boston: Phjlosophy auid Social Critici5n>, 1987, núms. 1-24.
2. La audaz innovac>n mctodológ>ca del >puu rna>iun de Francois FLRET,
L Révolut,o0 - De Turgot a fules [cm’, 1770-1880 (París: Hachette 1989)
consiste en extender el periodo rco]ucJojjarjo más aPa de la vida natural de
sus protagonistas.

mente legitimados pero nunca resueltos— el autoentendimiento de la edad


moderna como un continuum de revoluciones políticas, sociales, científicas,
industriales y culturales. La definición del radicalismo se convirtió en algo
equivalente a la disponibilidad para continuar con el proceso permanente de
las revoluciones; el conservadurismo pasó a ser el equivalente al deseo de
terminar el proceso en un momento arbitrariamente establecido. Además, el
respaldo a la «revolución» fue, independientemente de la afiliación política de
los actores y observadores (con la única excepción de la literatura
contrarrevolucionaria orgánico-romántica), equivalente a la aceptación de la
modernidad, esa creación «artificial» por comparación con el antiguo régimen
«orgánico».
La extensión geopolítica de la primera ola fue limitada, y, al menos en un
sentido directo, los temblores del terremoto sólo alcanzaron a estos dos
grandes países. Fuera de sus fronteras, como afirmó Kant, únicamente «el
espectador» sufrió la sacudida. Y el espectador fue casi siempre
invariablemente una élite intelectual, incapaz de llevar a cabo acciones
políticas. «Europa» como un sistema, al ser transformada de una familia de
dinastías en una congregación de naciones soberanas,3 se implicó en la
revolución sólo en forma de guerra revolucionaria. Y dado que esta última se
llevó a cabo bajo el liderazgo de un moderno príncipe carismático, la tarea
principal de la revolución, que era el establecimiento de la formas modernas
de libertad política, sólo podría realizarse como mucho de manera indirecta.
Del legado revolucionario únicamente han trascendido a las naciones
espectadoras algunos aspectos de la «cuestión social» y del problema de la
soberanía nacional. En este sentido crucial, el nacimiento de la modernidad
europea a través de la propagación de la revolución fue asimétrico desde el
principio mismo. Solamente existe una excepción: la América española. Sin
embargo, aunque el detonante fue la conquista napoleónica y el hundimiento
resultante del imperio regido por la rama española de la dinastía borbónica, la
rebelión republicana fue percibida por sus autores (tal y como
inolvidablemente la describiera Carpentier en su obra El siglo de las luces)
como el embrión de la revo 3 István BIBO, The Paralysis of international
institutions and lls Remedies (.4 Study of Self-Determination, Concord Arnong
the Major Powers, and Political Arbitration), London: The Harvester Press,
1976.

lución. Como tal, únicamente se preocupó de la libertad política de una élite


aristocrática (hasta el punto de un completo narcisismo social).
La modernidad, ese fruto de la tormenta, heredó de la primera ola un legado
importantísimo y muy problemático: la narrativa revolucionaria. El ejemplo
más visible del poder de esa narrativa de amplia divulgación fue la
resurrección consciente del jacobismo en el bolchevismo y su dominio sobre
la imaginación política del siglo xx.4 La era moderna cubrió con rapidez el
camino desde la aceptación de la permanencia de las revoluciones como un
hecho hasta el postulado filosófico de la generación sintética de las mismas.
Así fue como el revolucionario profesional se convirtió en un filósofo
diletante, pero de gran nlluencia. Su política se basó en la filosofía, y nos
prometió nada menos que la realización de las promesas de la filosofía, la
conclusión de la prehistoria y la entrada en «la historia real».
2. La segunda ola: 1848
Las 1-evoluciones de 1848, que en conjunto constituyeron una cadena de
agitaciones sociales a lo largo del tablero político, sufrieron un extraño tipo de
autoengaño. Los proyectos que conscientemente quisieron copiar, en
ocasiones con una pedantería paródica, lueron elaborados en 1789 y 1793
respectivamente según la elección del actor. Pero el curso que los
acontecimientos siguieron normalmente no era otro que el de la revolución
nacional y social. Incluso su dinámica tenía una simetría igual a la de un
espejo con respecto al gran modelo. Rápidamente se radicalizaron en ambos
polos. En el representativo caso francés, una temprana revolución radical
proletaria se enfrentó en 1848 a un Lumpenproletariat prefacista vestido con
el uniforme de la garde mobile. Pero incluso en aquellos países en los que la
modernidad se encontraba en una etapa embrionaria, surgió un radicalismo
cuasimoderno (en su mayor parte de izquierdas), del que fue un claro ejen-iplo
el comunismo teórico alemán. Pero desde este estado de radicalismo, las
revoluciones de 1848 die 4 La mejor descripcián la transformacjon
bolchevique de la narratixa jacobina clásica es la de Tamara KO\DR 1 1hV4,

ron marcha atrás; algunas veces sólo en la forma del legado que dejaron tras
de sí, es decir, hacia la admisión del liberalismo. Estas revoluciones aceptaron
sinceramente la herencia de 1789, la del establecimiento de la libertad política
de los modernos. Pero, en su mayor parte, los revolucionarios estaban
preocupados por lo social o, en mucha mayor medida, por la cuestión
nacional. Su grandeza fue un auténtico respeto hacia la libertad política; su
debilidad fue hacer la política de un nacionalismo triunfante al mismo tiempo
que fracasaban miserablemente en el área de la cuestión social. Detrás de los
republicanos idealistas, una burguesía socialdarwinista se inclinaba a ser
gobernada temporalmente por generales y dictadores plebiscitarios antes que
financiar las primeras formas del Estado del bienestar, que eran los talleres
nacionales fundados para los desempleados. De igual forma, en los países más
retrasados, una nobleza liberal pero socialmente egoísta se inclinaba más a
comprometerse con el pasado dinástico —en detrimento de la independencia
nacional—, que a otorgar las más mínimas concesiones al campesinado en el
problema de la tierra. La crueldad de la burguesía social-darwinista generó un
tipo de radicalismo proletario en el que la libertad política apareció como una
libertad fingida. La combinación de todos estos elementos dejó a la política
europea una herencia explosiva y desagradable.
Las revoluciones de 1848 hicieron aflorar una contradicción sintomática de la
política moderna. Por un lado, los temblores desencadenados por estas
revoluciones ya estaban repercutiendo en un sistema global, en lo que
entonces era considerado como el epicentro del universo político. En un
sentido directo, la extensión geopolítica de la segunda ola fue mucho más
amplia de lo que lo había sido la primera. Las revoluciones de 1848 no sólo
influyeron en otras revoluciones, sino que también las generaron —la
revolución de París, las de Viena, Italia y Hungría—. Se prometieron apoyo
mutuo: París y Pest, la capital húngara, hicieron promesas a la Italia que se
despertaba (promesas que luego habrían de ser traicionadas). Las respectivas
buena y mala suerte de aquéllas le sirvieron a ésta de inspiración y le hicieron
perder la esperanza. Los revolucionarios vieneses y húngaros observaron con
talantes oportunamente variables la suerte cambiante de la Asamblea
Constitutiva de Frankfurt. Todas ellas tuvieron tanto efecto sobre la Rusia
zarista que su influencia fue valorada en sus círculos de poder como mani12

fiestamente subversiva. Al mismo tiempo, aunque las revoluciones se


consideraban <del sistema en su conjunto», siempre permanecieron como
levantamientos limitados al marco nacional, y sus intereses entraban a menudo
en colisión con los de otra nación revolucionaria, incluso frente al enemigo
común que era la contrarrevolución conservadora.
A pesar de su derrota, la política de emancipación y unificación nacional se
abrió paso y triunfó, aunque bajo un liderazgo político conservador que, a su
vez, también tuvo que hacer concesiones a la legitimidad nacional en lugar de
a la dinástica.5 Se introdujeron algunas primeras medidas que apuntaban en la
dirección de la respuesta futura a la «cuestión social». Las figuras más
inteligentes del conservadurismo posterior a 1848, principalmente Bismarck,
sentían un gran desprecio por el capitalismo, si bien por razones diferentes a
las del proletariado; en consecuencia, aceptaron e integraron en su régimen
determinadas demandas de seguridad social de la clase trabajadora. La
conceSión de Bismarck, a pesar de su decisivo intento de aplastar a la
organización política de los trabajadores, dejó un imborrable impacto en la
democracia social. La famosa, o infame, alternativa «reforma» o «revolución»
nació precisamente bajo el período de la concesión de Bismarck y la derrota
parlamentaria de su política represiva. Al mismo tiempo, la cuestión
fundamental que había estado en la cresta de la primera ola, la de crear el
marco adecuado para la libertad política moderna, continuaba sin ser resuelta.
Hacia finales del siglo, Francia era la única democracia política europea, más
o menos consistente, con una Constitución republicana.
El balance de las décadas que siguieron a la segunda ola fue muy
contradictorio por lo que se refiere a la «conciencia revolucionaria». Por un
lado, la idea misma de revolución como portadora privilegiada del cambio
social arraigó con firmeza en todos los sectores de la cultura europea. Esta fue
una importante innovación que Europa transmitiría con posterioridad al
mundo. No todas las culturas están familiarizadas con el término
(<revolución», y sólo unas cuantas de las que lo están le atribuyen un
significado beneficioso o crucial. Es más, aunque la denominación de
«revolucionario» fue abrumadoramente propiedad de la izquierda durante el
siglo xix, para entonces el radica 5 Istvá Biso, The Paralsj.ç, 25.

13

lismo derechista y la revolución de derechas ya habían dado los primeros


pasos de su andadura. Tanto en la izquierda como en la derecha, la re\olución
se revelaba como la forma adecuada, valiente, consistente y radical del cambio
social, y la reforma era su alternativa poco exaltante y pusilánime.
Al mismo tiempo, la idea revolucionaria fue más allá del énfasis de la primera
ola; su principal tarea fue el establecimiento de formas adecuadas de libertad
política para los modernos. De hecho, la revolución como proyecto perdió
fuerza política y se dirigió más hacia el aspecto social y nacional; alrededor
del fin de siécle, se convirtió también en una revolución cultural (hasta
entonces otra innovación europea, que posteriormente habría de tener un gran
futuro en otros continentes). En el mapa político aparecieron tendencias
revolucionarias paralelas que lucharon unas contra otras con un odio visceral.
Ya se estaban manifestando las orientaciones fundamentales de la tercera ola.
3. La tercera ola: las revoluciones totalitarias
La tercera ola revolucionaria surgió con el nuevo siglo: con el principio y ei
fin de la Primera Guerra Mundial, que dejó tras de sí una completa
desintegración política, principalmente en los países vencidos. El comienzo
fue prometedor. En Rusia, todo el mundo había esperado desde 1905 el
derrocamiento de una monarquía absoluta plenamente arcaica y opresiva;
Febrero de 1917 parecía ser la repetición del espectáculo de 1905.6 Una vez
más, la revolución se centró en la consecución de la libertad política, que, a
todos los actores menos a uno, les parecía que era la llave para todos los
problemas sociales no resueltos. Era un mito bolchevique el que se necesitara
una segunda revolución para solucionar el problema social más importante de
la Rusia prerrevolucionaria la cuestión agraria. Al mismo tiempo, en
Alemania, pese a similares cuentos de hadas históricos fraguados a posteriori,
el problema principal, al que hizo frente y estuvo dirigida la revolución de
noviembre de 1918, fue la catástrofe nacional resultante de una estructura
política insuficientemente libre (no demasiado democrática). Los problemas
6 Max WEBER, Wirrschaf und Ge$ellschaft, Tübingen, J. Mohr und Siebcck,
pp. 420-432.

sociales, por ejemplo, la reforma agraria democrática asociada con la


compensación por el reparto de las tierras entre los campesinos, el férreo
control social sobre el sector milftar de la industria pesada alemana, junto con
la profunda democratización y despolitización del Ejército, estuvieron de
hecho muy estrechamente ligados a la modernización política. Sin embargo,
en este sentido, y a pesar de la imaginación espartaquista, no era necesaria una
«revolución social», sino el reforzamiento de una democracia alemana muy
débil.
Como es bien sabido, el estimulante comienzo de la tercera ola fue llevado
casi de inmediato a un completo parón por las primeras revoluciones
totalitarias. El virulento odio entre los fascistas y los comunistas no podía
disimular el hecho de que la «Italia proletaria» de Mussolini y la Rusia
proletaria de Lenin habían nacido bajo auspicios muy similares. Tenían un
objetivo común: la democracia, como la forma inadecuada de la modernidad.
Tanto en la narrativa fascista como en la jacobino-bolchevique, la democracia
era equivalente a un gobierno débil y a una hipocresía social organizada. Tras
una década de esta atmósfera, la libertad política y la revolución dejaron de ser
términos identificables; la revolución era o bien comunista o bien fascista. En
cuanto al aislado caso español, donde surgió la única revolución democrática
del período, resultó que ésta se vio ante el trágico dilema de ser derrotada por
una contrarrevolución conservadora en complicidad con el totalitarismo
revolucionario derechista, o bien ser devorada desde dentro por las fuerzas de
la revolución totalitaria «de izquierdas».
Esta tendencia alcanzó su punto máximo de pesadilla con el pacto Stalin-
Hitler. Durante un momento, pareció ser una estimación realista el que las dos
ramas de revoluciones totalitarias se unieran y conquistaran el mundo entero.
Ambas eran culturas revolucionarias par excellence y portadoras del cambio
social. Ambas destruyeron el marco legal preexistente, que había sido mínimo
en el caso bolchevique, y bien desarrollado en el caso fascista-nazi. Forzaron a
las élites tradicionales a abandonar el poder y las reemplazaron por otras
nuevas. (Esto se afirmó más en el escenario bolchevique que en el fascista-
nazi.) Ambas modificaron drásticamente el statu quo ante, ya fuera en el
sentido social o en el nacional. La revolución bolchevique destruyó la Rusia
rural y produjo una sangrienta parodia de la modernidad: una revolución
industrial que resultó excesivamente costosa en términos de vidas humanas y
nada racional en términos de eficiencia económica. La revolución naLi llevó a
Europa la colonización, el peor aspecto de la cultura europea, en su gran
intento de hacer de Europa una colonia nazi. Tras el triunfo aparentemente
irresistible del totalitarismo social y de las fuerzas nacionalistas-racistas, las
palabras «libertad» y «revolución» parecían ir definitivamente por caminos
distintos.
No fue del todo accidental, aunque ciertamente no (<necesario’> desde el
punto de vista hegeliano-marxista, el hecho de que, desde la Bruderzwist, la
revolución social totalitaria resultara victoriosa sobre la revolución
nacionalista-racista. Aparte de algunos factores geopolíticos cruciales, el
secreto de la victoria bolchevique radicó en la superioridad de su narrativa.
La narrativa de la revolución social (totalitaria) era universalista y holística.
Debido a su capacidad universalista, el proyecto bolchevique podía, al menos
en principio, ser aplicado a todos los países y regiones. Por primera vez en la
historia de la modernidad, los anuncios normalmente implícitos de
revolucionar el sistema en su conjunto se convirtieron en un objetivo explícito
y vigorosamente perseguido. El universalismo podía ser utilizado igualmente
para mantener la falsa pretensión de ser un heredero de la Ilustración y del
gran legado europeo. Éste es el motivo por el que Stalin pudo permitirse estar
en la cúspide durante un período histórico, el de la Segunda Guerra Mundial,
figurando como campeón de la libertad, mientras que este papel era
inconcebible para Hitler o Mussolini. (Pero el peculiar carácter del
totalitarismo de Mussolini no le impidió volver a los orígenes socialistas de su
movimiento en el último período de su mandato, durante la República de
Saló.)
El totalitario proyecto revolucionario social era igualmente holístico (más que
la alternativa nacionalista-racista). Prometía una sociedad completamente
nueva que trascendería radicalmente todo el marco institucional y la estructura
social de la modernidad, y resolvería la «cuestión social» iii toto y para
siempre; una sociedad que integraría institucionalmente a la humanidad.
Las limitaciones de esta narrativa se hicieron evidentes en las dos décadas
posteriores al final de la guerra, cuando el totalitarismo bolchevique se había
deshecho de su enemigo más peligroso y podía emprender su expansión. Entre
las aparentes grandes victorias en Europa oriental y Asia, la fragilidad de las
16
soluciones y el carácter ilusorio de la narrativa aparentemente invencible se
hicieron demasiado evidentes. En una extraña metamorfosis, el totalitarismo
nacionalista, que parecía haberle cedido terreno al totalitarismo social, volvió
en la forma de los «comunismos nacionales» de Yugoslavia, China, Albania y
Rumania. El conflicto entre estos últimos y el centro soviético fue
irreconciliable, a pesar de la cuasi identidad de su estructura social y su
narrativa. Este inesperado revés a la hora de su suprema victoria constituyó
una sorpresa total para los dirigentes soviéticos. Aparentemente, el proyecto
universalista no previó ninguna medida de emergencia para estos casos. Había
subestimado enormemente la fuerza de la dimensión nacional, que se había
visto forzada a la clandestinidad. Y sin embargo, un signo serio de la
intensidad de la dimensión nacional fue el hecho de que en el período
posterior a la guerra de Vietnam, cuando las grandes potencias hacían todos
los esfuerzos a su alcance para mantenerse fuera de los conflictos militares y
controlar las guerras dentro de sus sistemas de alianzas, el historial del
totalitarismo social haya sido de constantes, aunque limitados, conflictos
armados intrasistémicos. La guerra Ussuri entre China y la URSS, el
enfrentamiento armado entre China y Vietnam, la guerra vietnamita de
expansión librada contra la versión extremista del comunismo en Camboya,
las acciones militares soviéticas en Checoslovaquia y Afganistán, esta última
dirigida inicialmente contra un titoísmo asiático, todos ellos constituyen otros
tantos signos de un vigor inerradicable de la dimensión nacionalista que ha
sobrevivido bajo la fachada del régimen social-totalitario, y que no podían
mantenerse controlados por una simple manipulación política.
Más irónicamente, el totalitarismo bolchevique, que prometía una solución
radical a la «cuestión social», generó la más potente y explosiva combinación
de antagonismo social: el máximo conflicto del Estado totalitario con una
«sociedad civil» que luchaba por la autoemancipación. El término genérico
«sociedad civil» puede tener un contenido demasiado vago, pero es una buena
fórmula para la descripción de una situación catastrófica en la cual todo lo que
no sea Estado (y ésta es la «definición» de sociedad civil) lucha contra el
Estado por una u otra razón. Es más, prácticamente todos los habitantes de la
región, incluyendo aquellos que son los pilares del Estado, intentaban «no ser
el Estado» en al menos un aspecto de sus vidas. La aspiración totali 17

zadora del proyecto bolchevique ha creado un conflicto total entre el Estado y


la sociedad sin parangón alguno en la Historia.

LA CUARTA OLA Cómo ocurrió

Dado que la Revolución soviética de agosto de 1991 está aún demasiado


cercana como para ser discutida de un modo sistemático, el cambio de la
Europa centrooriental será discutido como un modelo para la ejemplificación
de la «cuarta ola». En esta región, Rusia fue por una vez un observador
benigno de los hechos, «un libertador por defecto». Al mismo tiempo, la
posición del grupo de Gorbachov fue tan dudosa dentro del partido que en
aquel momento parecía firmemente asentado en el poder, que ya sólo este
factor crucial prescribió un acelerado plan de acción a los europeos orientales
(los que esperaban ansiosamente lo que aconteció con un retraso histórico en
agosto de 1991: el golpe a las fuerzas del viejo régimen). El carácter
claramente improvisado de la política de Gorbachov hace del supuesto de una
conspiración bien planificada (entre él y los líderes de la reforma de la Europa
oriental) una visión de la historia excesivamente racional y calculadora, pese a
que algunos elementos de la conspiración no estuvieran del todo ausentes.7 En
7. Tenemos al menos una prueba de un complot contra los dirigentes
estalinistas de la Europa del Este, urdido en nombre de la política de
Gorbachov. El testimonio del veterano comunista Silviu BRUCAN, uno de los
dirigentes fundadores del Frente Nacional de Salvación Rumano, implica, con
cautela pero sin lugar a dudas, al propio Gorbachov en la conspiración, Les
Co>nplots contre C’eausesca, «Le Monde», Selection Hebdomadaire, núm.
2182, 23-29 de agosto de 1990, pp. 1, 7. Pero un testimonio
incomparablemente más importante procede de uno de los protagonistas, Erich
HONECKER, en las entrevistas que concedió a dos periodistas alemanes tras
su caída: «Mejo Siurz als Partei - und Staatschefwar das Ergebnis cines
Manoevers, deren Drahtziehers sich noch im [Iintergrund halten
—por el contexto del libro, está claro que se refiere a Gorbachov y a su
“camarilla”—. Diejenigen, dic sich heute mit dieser Tat bruesten, sind
dagegen kleine Lichter. Hier haodelt es sich um grosse Vorgaenge, dic nicht
von heute auf morgen eintreten, sondern u,n langfristig angestrebte
Veraenderungen aufder europaeischen Buehne, ¡a au[der Weltbuehne... Wir
erhielten 1987 Signale aus Washington.»
Reinhold ANDERT - Wolfgang HERZBERG, Der Stnrz (Erich Jlonecker ¡ni
Kreuzverhoer), Berlin-Weimar: Aufbau Verlag, 1991, pp. 20-21.

cualquier caso, los actores consideraron a Gorhachov al menos como una


fuerza refrenadora de la política soviética. Sin tal interpretación, los disidentes
de la Europa oriental se habrían mantenido voluntariamente dentro de los
límites de su cuasi- consenso anterior, logrado a mediados de los años
ochenta, según el cual lo mejor que la oposición podía conseguir era un
compromiso social-nacional con la uotnenklatura8
Sin embargo, la retirada de los soviéticos de Afganistán dio una importante y
doble lección a todas las personas política- mente activas en ese área. El
abandono del compromiso con un régimen soviético instalado constituyó un
comienzo histórico en los anales soviéticos. En el pasado habían pactado en
algunas ocasiones con Occidente (por ejemplo, al evacuar Austria en 1955 o al
abstenerse de apoyar directamente a los comunistas durante la guerra civil
griega). Sin embargo, una vez establecido un régimen de tipo soviético, los
dirigentes soviéticos estaban preparados para asumir en su defensa riesgos
incluso demasiado altos.9
8. Varios documentos cruciales de la oposición de la Europa del Este ofrecían
al régimen una cooperación limitada en el caso de una moderación de su
política. Quizás e? primero de ellos fue la Declaración de la Carta 77 de Praga,
que umpiemente sugería, en forma de protesta, un respeto por los derechos
humanos, sin insinuar siquiera un cambio en el sistema. Adam Michnik hizo
1-epeti- das alusiones a una posible reinterpretación del «sistema de Yaba,,,
que es otro nombre para el compromiso, combinado con el rechazo táctico
motivado por el radicalismo de la Revolución húngara de 1936. Véase nuestro
análisis, «Eastern Europe’s Long Revolution Against Yaba,, - HELLER-
FEHR Froin Yalta to Glasnost (Oxford: Blackwell, 1990). (Hay traducción al
castellano: De Yalta a la Olasnost, Editorial Iglesias, Madrid, 1992.) Quizás el
documento más representativo de esta estrategia de compromiso forzado es el
Tdrsadalmj szerz?jdés (Contrato Social) de 1988, redactado por el círculo
húngaro de la publicación samizdat «Beszélo,, bajo la dirección de János Kis.
El grupo constituyó el núcleo de la futura Alianza de los Demócratas Libres.
9. Un ejemplo de la asunción excesiva de riesgos en defensa de un puesto
avanzado de influencia soviética es la crisis de los misiles cubana, al menos en
una de sus interpretaciones representativas. El propio Jruschev, el histórico
actor detrás de los acontecimientos que llevó al mundo al borde de una guerra
nuclear, explica su apuesta en términos de la intención de obtener por la fuerza
garantías de la supejvencia de Cuba, en Khrushc/iev Remenibers traducido por
Strobe Talbot, London: Sphere Books Limited, 1971, p. 462. Mientras existen
muchas buenas razones para dudar de la veracidad de las interpretaciones de
Jruschev sobre el gran fracaso y la humillación de la Unión Soviética, la idea
de aceptar riesgos excesivos para conseguir ganancias limitadas, pero
ideológicamente crm ciales, no queda del todo fuera de los principios de la
política exterior soviética

La desgana del centro soviético por lanzar expediciones punitivas al primer


signo de «contrarrevoluciones pacíficas>) en la Europa Occidental no explica
el porqué de que la solución de los yugoslavos de declararse a sí mismos como
nación absolutamente independiente, mientras mantenían su poder interno, no
haya sido ni siquiera intentada seriamente por los dirigentes comunistas
nacionales (a pesar de que ciertos signos en 1987-1989 apuntaban hacia esa
dirección, al menos en Polonia y en Hungría). Es del todo sorprendente, ya
que éste era el comportamiento típico de la desintegración del comunismo
soviético en las repúblicas (no tuvo ningún éxito en Lituania, aunque sí lo
consiguió durante algún tiempo en Ucrania). También es bastante asombroso a
causa de que existía una voluntad nacionalista comunista explícita (la de
Ceausescu) de mantener esos acontecimientos dentro de las fronteras
yugoslavas.’0 La explicación normal del abandono de esa opción es la
«debilidad del comunismo». El elemento más importante, genuinamente
explicativo, en este complejo fenómeno es la pérdida de la propia identidad
comunista.
El ejemplo húngaro aclarará lo que realmente significa «la pérdida de la
propia identidad comunista». Kádár y su equipo, que habían llevado a cabo las
reformas económicas de mediados de los sesenta, habían sido socializados
políticamente durante la era clásica del bolchevismo. Por consiguiente, no
tenían ninguna duda acerca de la interpretación del término «reforma», que
para ellos equivalía simplemente a reajuste tecnológico. Pero la generación
política más joven, formada por los economistas críticos y los funcionarios de
la generación de Pozsgay, se debatía entre dos ideas contradictorias. Por un
lado, veían que había que promover las reformas con agresividad, emancipar
el mercado, e incluso cuestionar y cambiar el carácter políticamente
monolítico del Estado. Pozsgay fue el primer
10. La extraordinaria serie documental de la BBC The Second Russ jan
Revolution reveló el dramático hecho de que en la reunión confidencial de los
países socialistas del Este de Europa en octubre de 1989, cuando los
regímenes se encontraban —tras la solemne fachada de la celebración del 40°
aniversario de la República Democrática Alemana— en medio de la agonía,
Ceausescu declaró la intención de Rumania de intervenir unilateralmente en
Polonia para hacer frente a la °contrarrevolución de Solidaridad. Tan sólo fue
frenado por el resuelto Gorbachov (quien tuvo que habérselo impedido al
Stalin rumano con la intervención del ejército soviético, que por una vez se
puso al servicio de la libertad).

funcionario comunista del Bloque Oriental que especuló públicamente sobre


la hipotética reaparición del sistema multipartidista. Por otro lado, tenían cada
vez menos claro, como personas de mente lógica, lo que en el nuevo régimen
sería específicamente comunista (incluso «comunista reformista»), una vez
que hubieran sido introducidos todos los cambios que habían propuesto. (Por
ejemplo, ¿en qué se diferenciaría de un Estado del bienestar bajo un gobierno
socialdemócrata?) Si se leen los documentos claramente narcisistas de la
búsqueda de identidad de los reformistas comunistas de l988l989,1l tan sólo se
apreciarán dos elementos de autoidentjfjcacjón Uno de ellos es un vestigio
retórico de la Primavera de Praga, «ci socialismo con rostro humano»; el otro
es una demanda, igualmente vaga, de «propiedad pública de los medios de
producción» que, para muchos de los reformistas, ya no era equivalente a la
propiedad estatal. En este confuso estado mental, el comunismo húngaro hizo
su último esfuerzo por frenar la marca, durante mayo de 1988, cuando Kádár
fue desposeído de su liderazgo, para el último congreso del Partido Comunista
en octubre de 1989. Este período de menos de año y medio se caracteriza
porque se dedicó incomparablemente más a las luchas internas, a maniobras y
contramaniobras tácticas, maquinando con el fin de lograr nuevas posiciones
de poder que nunca fueron alcanzadas, que a intentar clarificar qué defendían
los comunistas en la medida en que eran comunistas reformistas. No obstante,
sus líderes se comprometieron solemnemente a llevar a cabo reformas serias a
través de sus negociaciones simultáneas con la mesa redonda de la
Oposición)2 Los viejos partidarios, que criticaban amargamente a sus
dirigentes a través de documentos desesperados y prolijos (por ejemplo, por
preparar un golpe contra el núcleo
11. Un documento típico de la pérdida de la propia identidad es Uj Mdrciusi
Front, 1988 (Budapest - Mozgó Hldg, 1988). Esta colección de ensayos
constitue el último cartucho del esfuerzo de los comunistas reformistas en el
seno del Partido Comunista Húngaro (MSZMP) y de aquellos que entonces
aún veían el comunismo reformista como una alternativa significativa (aunque
no fueran comunistas) para encontrar una nueva identidad.
12. Este compromiso ha sido desciito por András BOZOKI, uno de los
principales políticos del grupo húngaro de los Jóvenes Demócratas, en su
crónica de valor histórico, «Az Ellenzéki Kerekas7tal (Elsó) Tórténete,, (La
[Primera] Historia de la Mesa Redonda de la Oposición) (en cinco entregas),
Be.szé/ó, 3 de marzo al 5 de abril de 1990.

leal del partido) se encontraban, en un sentido formal, no demasiado alejados


de la verdad.13 Lo único que nunca entendieron fue el carácter molieresco del
informe político del Comité Central, leído por Grosz durante el Congreso de
Octubre de 1989, que, por lo que a su tono general y actitud manifiesta se
refiere, podría haber sido presentado, con ciertas modificaciones, durante los
años sesenta, cuando el gobierno, apoyándose en su policía secreta y en un
ejército extranjero, se encontraba firmemente asentado en el poder.
Cuando llegó el momento del referéndum de noviembre de 1989, el primero
de los triunfos electorales aplastantes de un sector de la oposición, ni los
reformistas ni los comunistas conservadores entendían ya quiénes eran, qué
representaban o, respecto al calendario político, en qué período vivían. El
comunismo polaco sufrió una erosión de su autoidentidad similar y paralela.
Pero incluso en aquellos países (Rumania, Checoslovaquia y Alemania
Oriental) en los que las dictaduras parecían ser fuertes y estar seguras de sí
mismas, donde ningún discurso público presionaba sistemáticamente al
partido en el poder, se puso de manifiesto a la hora de la crisis que la
autoidentidad del comunismo se encontraba profundamente minada. La
transición del comunismo a la socialdemocracia del tipo Saulo-Pablo ocurrida
de la noche a la mañana, es considerada por muchos como un revoco de la
fachada y una maniobra táctica. En cualquier caso, aunque no se tratara de un
auténtico cambio de doctrina, la facilidad con que fue repintada la fachada
atestigua el hecho de que, durante un largo período, los comunistas habían
albergado serias dudas sobre sus propios objetivos.
El comportamiento rebelde de los miembros del partido (los miembros que
tenían carné pero no formaban parte del aparato, pese a que su pertenencia al
partido representaba un cierto papel respecto a su situación remuneración
laboral) y el comportamiento pasivo del Ejército fueron de vital importancia a
lo largo del proceso. Durante décadas, los dirigentes comunistas se habían
acostumbrado a hacer caso omiso del pueblo en nombre del cual gobernaban,
además de no tomar demasiado en
13. Un documento caractenstico de estas amargas queias de los ie;oS
creyentes que no se daban cuenta de los drásticos cambios que tenían lugar a
su alrededor es el de Lajos GLacsr, 4 Nop, Ame/e Megrengere a Orsdgot,
/989. Oktobee 5-9, MSZI/IP-VISZP (Los cuatro dos que conmosieron al país
.), Budapest-Agria, 989.

cuenta las opiniones de los miembros de su propio partido. Pero también


aprendieron de la turbulencia posestalinista que una desatención total hacia el
sentir de los miembros del partido podía perjudicarles en determinados
períodos. A falta de encuestas, el único testimonio, más o menos fiable, de la
opinión del partido venía, retrospectivamente, del comportamiento electoral de
los miembros del mismo en las primeras elecciones libres. De los cuatro
países centrales de la región, tan sólo los resultados en Alemania Oriental
causaron sorpresa a este respecto. El resultado electoral del Partido Comunista
de Alemania Oriental, que había recibido un rápido lavado de cara, fue de un
porcentaje mayor (16 por ciento) que la proporción relativa de miembros del
partido frente a los no afiliados en la nación antes de la revolución. En
Hungría y Checoslovaquia, ambas cifras fueron casi idénticas (alrededor del
10 por ciento). En el caso de Hungría, si el pueblo ya había dado un crédito
limitado al liderazgo Nyers-Pozsgay.Horn del MSZP (el partido sucesor del
comunista que se declaraba a sí mismo socialdemócrata) y si ya no
consideraba a este partido como una organización típicamente comunista,
entonces, evidentemente, el número de votos comunistas es comparativamente
más bajo (el partido comunista sin reconstruir, MSZMP, recibió menos del 4
por ciento). En Polonia, las primeras elecciones parciales constituyeron un
desastre para los comunistas. Dos años después, obtuvieron el mismo nivel
que sus homólogos húngaros y checoslovacos.
Estos datos y las conclusiones que de ellos pueden sacarse permiten las
siguientes explicaciones. El grueso de los miembros del partido obviamente
no estaba aún preparado para abandonarlo formalmente durante sus últimos
años de poder. Un acto tan provocativo podría haber resultado peligroso, pero,
lo que es más importante, para que tal éxodo político masivo hubiera tenido
lugar, habría sido necesaria una imaginación alternativa, inexistente en aquel
momento. Al mismo tiempo, la lealtad típica del miembro medio del partido
tiene que haber estado precisamente en una Situación en la que el número de
afiliados constituiría una minoría del 10-15 por ciento frente a la mayoría (el
grueso del pueblo), Esta podía encontrarse dividida respecto a muchos temas
pero, como suponían, le sería, no obstante, hostil en su conjunto. En
circunstancias «normales», esto no hubiera sido una causa de preocupación
para los dirigentes. Se imaginaban que, al estar su poder garantizado por la
presencia del Ejército soviético, el apoyo del 10-15 por ciento era
perfectamente satisfactorio para la dictadura. Tan sólo se llegaría a un margen
peligroso en una situación tal como aquella en la que se encontró el grupo de
Kádár después de la revolución de 1956, cuando durante meses su partido
apenas pudo recuperar a una décima parte de los anteriores miembros del
partido comunista. Es obvio que nos encontramos ante dos tipos diferentes de
aritmética. En términos de los dirigentes, la situación, si bien no era buena, era
aceptable. En términos de la otra escala en la que hacían sus cálculos los
miembros del partido, la situación era catastrófica. Ya se encontraban
acosados antes de la pérdida de poder y habían empezado a mirar más allá de
la existencia del régimen, evaluando las repercusiones eventuales para ellos de
una futura situación minoritaria. Una aritmética influía a la otra. Los
dirigentes podían dejar de lado al pueblo, pero no podían dejar de tener en
cuenta por completo a los miembros del partido, especialmente cuando una
purga masiva ya no era una opción viable, y menos los arrestos masivos. El
clamoroso descontento de los miembros del partido tuvo una clara expresión a
través de la desobediencia pública de algunos de sus ideólogos, así como en su
posterior expulsión del mismo, y en la organización abierta de clubs, alianzas,
coaliciones; las facciones dentro del partido tuvieron un importante papel en el
desenlace de la conferencia que éste celebró en 1988: el derrocamiento de la
dirección kadarista. No fue éste un proceso totalmente endógeno. Una vez que
los disidentes del país no pudieron ser mantenidos completamente en la
clandestinidad, la ósmosis de las ideas subversivas desde la oposición hacia
unos miembros del partido descontentos no pudo seguir siendo contenida.
El Ejército es un factor ambiguo, pero siempre de vital importancia, durante
los períodos de turbulencia interna en las sociedades de tipo soviético (y tanto
su ambigüedad como su importancia se hicieron completamente patentes en el
golpe soviético de agosto de 1991). Las premisas tácitas para las
consideraciones de los dirigentes sobre los modos de utilizar las fuerzas
armadas en caso de emergencia interna deben haberse producido de la
siguiente forma. El Ejército nunca podía ser un instrumento directo para
reprimir rebeliones. No se podía confiar más en un ejército de reclutamiento
obligatorio que en el pueblo en su conjunto, siendo la única diferencia que una
insu bordinació
civil podía castigarse mediante la pérdida del empico o penas leves de prisión
mientras una sublevación en el Ejército podía penarse con la horca o el
fusilamiento Por tanto, las unidades paramilitares del Ministerio del Interior y
de la guardia del partido, milicias obreras, etc., tenían asignada la misión de
terminar por la fuerza con las rebeliones eventuales, las manifestaciones y
demás. La tarea principal del Ejército era proveer una sólida fachada de
lealtad y subordinación, desalentando «con su presencia» —como en otros
tiempos disuadiera la flota británica a los enemigos potenciales— la
proliferación de la desobediencia masiva, y garantizando el aislamiento de los
focos de resistencia. Estos últimos podían a su vez ser barridos por las fuerzas
numéricamente muy inferiores del Ministerio del Interior y la guardia obrera.
Por estas razones fue tan decisivo el comportamiento del Ejército durante el
curso de la cuarta ola. Los presagios eran alentadores para la oposición. Las
dudas internas manifestadas públicamente por Jaruzelski y la autolacei-
acjones de Polonia de 1981 ya eran una indicación de los cambios en el
comportamiento de los mandos militares del conjunto del Pacto de Varsovia.
Este hombre, una extraña combinación de dos tipos diferentes de
autoritarismo, el de la nomenklatura y el de los militares tradicionales, pudo
convencer a Polonia durante un tiempo de que sus motivos cuando el golpe de
Estado militar contra Solidaridad en 1981 eran tan patrióticos como de
naturaleza autoritaria. Debió de tomar en serio la obvia amenaza de Breznev
de acabar con la soberanía polaca meramente nominal y de anexionar
formalmente Polonia, a menos que el Ejército polaco actuara por su cuenta
contra Solidarjdad.14 Sin embargo, una vez
14. En la actualidad contamos con un documento muy interesante sobre la
amenaza real a la soberanía (aunque nominal) polaca, la entrevista concedida
por el coronel Ryszard Kuk]inskj, un antiguo alto consejero de seguridad
militar del gobierno polaco durante la aparición de Solidaridad, quien había
trabajado durante varios años para los servicios de espionaje estadounidense,
<The Crushing of Solidarity,,, Orbis, Philadelphia, vol. 32, núm. 1, Invierno
1988, pp. 7.32. El coronel Kukjinski describe con detalle que la iniciativa para
aplastar el movimiento rebelde mediante una ley marcial, casi simultánea al
acuerdo entre los dirigentes comunistas polacos y Solidaridad, vino
directamente de Moscú, para consternavión del general Jai-uzelski y sus
allegados (que querían resolver la crisis de un modo autoritario, pero
patriótico). Más adelante describe también la falta total de sensibilidad de los
mandos militares soviéticos, quienes amenazaron explicitamenle con implicar
al ejército de Alemania Oriental en la acción, lo que terminó el período
Breznev y que la soberanía polaca ya no estuvo amenazada, parecía que
Jaruzelski tenía la intención de dimitir más que de imponer de nuevo un
dominio armado sobre la sociedad. Como posteriormente se vio, durante los
agitados meses de enero a diciembre de 1989, prevaleció entre todos los jefes
de los ejércitos del bloque soviético una actitud muy similar a la de Jaruzelski.
(La crucial presencia del liderazgo de Gorbachov, que sin ningún tipo de
ambigüedad ordenó a su propio Ejército no hacer nada respecto a los cambios
en la Europa oriental, fue implícitamente obvia.) En Bulgaria, el golpe de
noviembre contra Zhivkov verificó su potencial a través de la resuelta postura
prorreformista del ministro de Defensa y del propósito del Ejército de aplastar
con las armas, si era preciso, a las fuerzas de seguridad.15 En Rumania, el
cambio de forma de pensar de los jefes del Ejército, la lucha de éste contra la
Securitate, salvó a la revolución y derrocó a la dictadura Ceausescu. Los
generales de Alemania Oriental no podían dar el menor paso sin la aprobación
formal de las fuerzas de ocupación soviéticas, que nunca llegaba. En
Checoslovaquia, el ministro de Defensa trató desesperadamente de hacer
disipar, como si de una idea aberrante se tratara, los rumores (probablemente
ciertos) de la planeada intervención del ejército durante los primeros días de la
revolución. En Hungría, el Ejército fue muy leal al proceso de transición hacia
la democracia, contrastando con el servicio de seguridad, que continuó su
vigilancia de las conocidas figuras de la oposición incluso cuando la dirección
del partido renunció al comunismo y al poder monolítico.
Pero todos los factores antes mencionados simplemente aportan el marco para
la ruptura. En el contexto de este marco,
que habría supuesto para Polonia la mayor humillación nacional desde la
Segunda Guerra Mundial. Añade que en términos de la postura moscovita, que
finalmente fue dejada de lado a instancias del general Jaruzelski, alrededor del
noventa por ciento del ejército polaco habría estado bajo el mando directo de
los generales soviéticos. Aunque Jaruzelski era, sin duda alguna, un patriota,
no aparece, sin embargo, como un estadista polaco responsable a través de la
entrevista con Kuklinski, quien sigue convencido de que una mayor
resistencia por parte del Estado Mayor polaco habría, al menos, atenuado el
ansia soviética por intervenir.
15. La entrevista de Silviu Brucan en Le Monde (véase arriba) explicita el
papel desempeñado por los jefes del ejército en Rumania en la preparación del
golpe contra Ceausescu. Sin su determinación inicial de derrocar al dictador,
quien se había convertido en algo molesto también para el ejército, la
revolución romana a duras penas podría haber derrotado al régimen.

el acto revolucionario fue más claramente una hazaña libre de los actores, no
determinada por ningún tipo de «necesidad histórica» ni siquiera en su
imaginación política, de lo que posiblemente nunca antes lo habría sido. Un
catálogo de las diferentes formas de acción de las revoluciones de la Europa
oriental incluiría casi todos los elementos normales de un cambio violento
(exceptuando una huelga general anunciada, pero no llevada a cabo, en
Checoslovaquia). Hubo huelgas de advertencia con la clara intención de
presionar a la vacilante uomenklatura (en Polonia); manifestaciones
multitudinarias (de forma continuada durante las revoluciones de
Checoslovaquia y Alemania Oriental, y en ocasiones simbólicas en Hungría);
enfrentamientos armados en los cuales los dictadores fueron crueles e
inflexibles (en Rumania); y desobediencia civil de diversas formas en todas
partes. En este sentido, la cuarta ola no aportó nuevas formas al arsenal de
acciones revolucionarias que, en cualquier caso, constituyen un repertorio
limitado y agotable.
Y sin embargo, el espíritu innovador de la cuarta ola, cuando se la compara
tanto con sus predecesoras como con levantamientos anteriores en la región,
es notable. El uso de la violencia se evitaba siempre que era posible, debido en
parte a la visible indulgencia de los revolucionarios de la Europa oriental, si
tenemos en cuenta el historial de los gobiernos que se derrocaron. Lo que es
más importante, existía un sentimiento generalizado de que para conseguir el
principal objetivo estratégico, la emancipación de la «sociedad civil>i, cuanto
menos fuerza se utilizase, mejor. A los actores, cada acto de violencia que no
constituía una reacción a los ataques de las dictaduras que se hundían les
parecía no sólo cruel sino también disfuncional. En una atmósfera violenta,
aunque sea de «contra-violencia», el pluralismo de los actores es normalmente
absorbido por un consenso tirante, en ocasiones histérico, que sólo reconoce el
«nosotros» y el «ellos»; esto tenía que ser evitado siempre que fuera posible.
La primacía de la libertad fue hecha realidad en los actos individuales de la
revolución sin una tesis filosófica explícita en la mente de los actores.
Dos factores facilitaron el carácter no violento y tolerante de la cuarta ola. En
primer lugar, la percepción del tiempo por los actores fue radicalmente
diferente a la de los protagonistas de la Revolución húngara de 1956, como un
ejemplo del pasado. Esta última vivió el momento —-otorgado por la
sorprendente desgana de su adversario— como un milagro, una gracia de la
historia, cuyo logro debía ser consolidado a un ritmo febril. El sutil uso de la
fuerza, característico de los húngaros en 1956, consistió en arrebatar el
espacio público (fábricas, oficinas, la propia calle) de las manos de un
gobierno odiado por el pueblo. Esta táctica fue el resultado directo de un
sentido febril del tiempo, que expresaba la convicción de los actores: en el
mejor de los casos, contaban con unos cuantos días para conseguir que los
cambios fueran irreversibles. (Por supuesto, nunca pensaron en lo limitado que
realmente eran su tiempo y el espacio de maniobra.) Uno puede comprender la
diferencia si el agitado ritmo del cambio de 1956 se compara con el pausado
paso con el que la Mesa Redonda de Oposición pactó con los delegados de un
poder comunista erosionado en 1989 en Hungría.
El segundo factor, inseparable del primero, fue la deliberada indecisión
respecto a las futuras instituciones en los actos de oposición durante la cuarta
ola. En 1956, los consejos de trabajadores y los comités revolucionarios
surgieron de la nada en cuestión de días, con una clara intención de
permanencia. En 1980, en Polonia, la resistencia había existido durante una
década en la forma organizada de Solidaridad, el sindicato de trabajadores que
era más que un sindicato. Pero en 1989, los actores eran reacios a manifestarse
definitivamente sobre el marco institucional que iba a surgir. De ahí que el
resultado fuera la preponderancia de «foros», «clubs», «alianzas» —
organizaciones con nombre poéticos—. La explicación más razonable de este
fenómeno parece ser, otra vez, la nueva percepción del tiempo. La oposición y
la multitud que le seguía entendieron cada vez más que sobraba tiempo, y que
sería un error comprometerse con ciertas formas de organización que estarían
anticuadas al día siguiente. Sin embargo, la vaguedad en la definición del
marco institucional promovió la primacía de la libertad en la acción.
Lo que Havel denominó en una brillante y breve declaración «el poder de la
palabra» puede sonar como un préstamo del pathos de un drama del siglo xix
excesivamente exultante.16 Pero, de hecho, con esta frase identificó el poder
más importante impulsado por las revoluciones de 1989. Había un elemento
bas 16 Vaclav HAVEL, <Words on Words,,, The New York Review of Books,
vol. XXXVI, núms. 21-22, 18 de enero de 1990, p. 5.

tante peculiar del comportamiento de la muchedumbre en ese año (quizás con


la excepción de Rumania, donde la brutalidad del dictador impuso pautas de
acción que emanaban más de la naturaleza de la dictadura que de la del propio
pueblo). Los manifestantes —en Leipzig, Berlín, Praga, Sofía, en las ciudades
polacas, en Budapest durante el funeral de Imre Nagy o en el día de la
declaración de la nueva república— se comportaron de hecho de manera muy
singular y completamente fuera del modelo habitual, no sólo medido respecto
a los patrones de las películas soviéticas sobre las revoluciones, sino cuando
se compara con el comportamiento de la gente en las calles de Budapest en
1956. No estaban ocupando edificios públicos (a excepción de un reducido
número de centros locales de la Stasi —la policía de seguridad del Estado—
en Alemania Oriental, con el fin de descubrir si la policía secreta estaba
realmente destruyendo documentos incriminatorios). No intentaban conseguir
armas (tal y como inmediatamente hicieran los manifestantes durante la
primera noche del levantamiento en Hungría en 1956, y también en Poznan,
en junio del mismo año). Tan sólo amenazaron con una huelga general (en la
cumbre de las movilizaciones, contra las maniobras claramente perceptibles
del gobierno checoslovaco para conseguir más tiempo); nunca paralizaron la
vida civil de un modo permanente. Afirmaban solemnemente su sólida
convicción de que el consenso nacional estaba del lado de los manifestantes, y
no con el gobierno: que «el poder de la palabras estaba de su parte. De este
modo, la oposición creó un nuevo espacio público para sí misma, de un modo
muy real, y lejos del sentido metafórico. Los representantes del poder oficial
tenían que comunicarse utilizando el propio lenguaje «subversivo» de la
oposición; al menos, estaban obligados a escucharlo. Nadie sabía mejor que
esta autoridad oficial, tras haber perseguido durante decenios el uso de ese
lenguaje, que realmente éste tenía poder, y que dicho poder era subversivo.
Porque una vez que entraron en conversaciones, tan sólo había dos
alternativas; una de ellas puramente nominal: o arrestar a los interlocutores si
eran demasiado «insolentes» (en aquel momento una opción puramente
nominal) o prometer tales cambios que de hecho alteraran el carácter
totalitario de su mandato. «El poder de la palabra» tuvo, visiblemente, un
efecto eminentemente práctico.
El modus operandi de la cuarta ola quizás ejemplificó la forma más pura de
revolución: tan sólo se aplicaba la fuerza que era absolutamente necesaria para
conseguir la condición de lo que Habermas denomina «comunicación libre de
dominación». En tanto en cuanto los gobiernos se sintieran confiados en su
capacidad del uso sin restricciones de la coerción, y mientras tuvieran el
respaldo del Ejército soviético, no podía establecerse ningún tipo de
comunicación entre ambas partes. Sin embargo, una vez que se vieron solos,
únicamente pudieron hacer una cosa: que los manifestantes pusieran las cartas
boca arriba mediante la aceptación de sus canales de comunicación (desde las
negociaciones en mesas redondas a las elecciones libres) y cruzar los dedos,
esperando sobrevivir.
Llegados a este punto, la pérdida de la autoidentidad comunista se convirtió en
un elemento constituyente de la propia revolución, porque la autoidentidad no
era un apéndice psicológico de la posición sociológica de la nomenklatura,
sino más bien una parte integrante de la misma posición. No se puede
gobernar sin reconocer los límites del poder a menos que se cuente con una
narrativa filosófica, por muy pobre que sea, que justifique dicho modus
operandi. Cuando ya no se tiene una creencia inexpugnable en la propia
narrativa justificatoria (siendo esta última totalmente característica de los años
de Breznev), el único instrumento de poder que queda en una crisis es el
ametrallamiento de la opinión disidente. Pero si una fuerza política está
desprovista incluso de este último remedio, lo que, debido a Gorbachov, fue
precisamente la situación de los comunistas de la Europa del Este, puede
disfrutar de un poder aparentemente ilimitado un día, y absolutamente
ninguno al día siguiente.
La gran superioridad política de los rebeldes de la Europa del Este fue el
resultado de haber captado durante años esta pérdida de autoidentidad del
comunismo y haber convertido la debilidad de sus oponentes en una ventaja
para ellos. Una vez que los comunistas decidieron sentarse en la mesa de
negociaciones con la oposición, podían haber tenido rabietas, haber ido contra
lo que habían prometido el día anterior, haber tratado de dividir a sus
oponentes, todo lo cual hicieron pero, con todo, perdieron. No podían negociar
sobre el tema más importante: el mantenimiento de su propio poder, ya que,
por definición, el poder absoluto no es negociable. Pero una vez que ya no
negociaban como comunistas, es decir, como los depositarios del po-

der absoluto, simplemente no tenían ningún argumento en su defensa.


Un buen ejemplo de ello es el tema de los bienes del partido, que ha surgido
prácticamente en todos los países de la Europa del Este, con la excepción
quizá de Rumania. Inicialmente, durante la discusión en la Mesa Redonda, los
comunistas húngaros dieron a sus interlocutores la típica respuesta: no es de
vuestra incumbencia.’7 A largo plazo, sin embargo, se demostró la
imposibilidad de tratar la pregunta de la oposición sobre los bienes del partido
como un acto de lése-majesté particularmente desagradable. Como resultado,
el portavoz del MSZMP (el Partido Comunista de Hungría) simplemente se
batió en retirada y sometió sus libros a la agencia estatal de revisión.
Las revoluciones de 1989 y 1991 fueron llamadas a menudo «revoluciones de
los medios de comunicación» debido al gran papel que la prensa y en
particular la televisión jugaron en ellas. (Los inventores del fax, que a la hora
de inventar sus aparatos tenían en la mente la rapidez de las transacciones
empresariales y no la comunicación entre revolucionarios, fueron los
benefactores de la oposición en sus horas más problemáticas.) ¿Por qué la
transmisión televisiva de una manifestación multitudina 17 András nozóki
describe, en ,The (First) History of the Oppositional Round Table>’ (véanse
notas anteriores) lo enérgicamente que el Partido Comunista interrumpió una
etapa muy avanzada de las negociaciones con la oposición cuando la Mesa
Redonda exigió un inventario público de los bienes del Partido Comunista, el
26 de julio de 1990 (Beszéló, 24 de marzo de 1990, 19). El partido comunicó
su posición de <‘no es de su incumbencia, a la Mesa Redonda mediante una
carta basada en la absurda tesis de que aquél había conseguido sus bienes de
una «forma legal<’ (con lo que quería decir las ‘leyes» del régimen estalinista,
en el cual los agentes de los líderes podían confiscar cualquier propiedad
privada o colectiva sobre las bases legales>< de una llamada de teléfono
realizada desde la cúpula). El partido también afirmó de manera perentoria
que sólo estaba dispuesto a compartir los detalles financieros de su gestión con
sus propios miembros (cosa que, entre paréntesis, nunca se hizo durante toda
la historia del Partido Comunista). Las negociaciones no se reanudaron hasta
el 21 de agosto, y el partido, a pesar de las concesiones verbales, continuó con
su táctica de intentar aplazar este tema vital. El asunto de los bienes del
partido fue resuelto finalmente por el referéndum de noviembre de 1989,
iniciado por la Alianza de los Demócratas Libres. El 95 por ciento de los
votantes húngaros que participaron en el referéndum votaron a favor de una
revisión fiscal obligatoria de los bienes del Partido Comunista y de su retorno
a la supervisión estatal.
18. Timothy GARTON AsH denominó a las revoluciones de 1989
«revoluciones de los medios de comunicación». ‘The Revolution of the Magic
Lantern», The New York Revjew of Books, vol. XXXVI, núms. 21-22, 18 de
enero de 1990, p. 48.

La cuarta ola: revoluciones posmodernas

ria en Leipzig producía un impacto tan importante sobre la muchedumbre en


Praga? En primer lugar, obviamente, porque la gente vio que ni se disparaban
las ametralladoras ni rodaban los tanques soviéticos, y podía extraer sus
propias conclusiones de ese hecho. En segundo lugar, la terrible sensación de
aislamiento, un gran aliado del expansionismo soviético, el miedo a obrar por
su cuenta que atenazó a los húngaros en 1956 y a los checos en 1968, se disipó
gracias a las escenas de la pantalla. Pero existía también un tercer factor, el
que Castoriadis denominó «la institución imaginaria de la sociedad». Esto es
mucho más que una fantasía; es un poder físico, y cuanto menos papel
desempeñan la fuerza y la violencia en la política, mayor será la contribución
de la «institución imaginaria».
La influencia arrolladora de los medios de comunicación sobre los
acontecimientos fue un signo del grado en que la revolución de 1989 tuvo
lugar en el nivel de confrontación entre la libre autodeterminación del pueblo
frente a la pérdida de identidad de los gobernantes. Los medios de
comunicación crearon una imagen de sincronización histórica, la impresión de
que las acciones habían sido concertadas de algún modo, lo cual tan sólo se
hizo en realidad en virtud de esa imagen de sincronización que millones de
personas recibían diariamente. La pantalla de la televisión también presentaba
un contraste simple, casi en blanco y negro, entre el poder absoluto de ayer, en
esos momentos a la deriva, sin brújula, y la legitimidad auténtica depositada
en el pueblo. Es más, despojó al poder absoluto de una de sus armas más
importantes: las deliberaciones y decisiones secretas. Aun cuando el «poder
real» continuaba ocultando, obviamente, una importante parte de sus
verdaderos planes y motivos, sus portavoces en la pantalla tenían siempre algo
que decir en relación con todo, y cualquier cosa que dijeran resultaba ser su
ruina. Esto se veía magnificado debido a que el lenguaje de dominación de
ayer, el famoso «chino del partido», el único que podía utilizar el aparato,
había sido hecho a medida para una audiencia que no tenía permitido
responder o retar, y de la que no se requería entusiasmo, tan sólo se le pedía
que acatara las órdenes. Los medios de masas se convirtieron, por lo tanto, en
un vehículo de comunicación que, al progresar las revoluciones, fue
independizándose más y más de la dominación.

La lectura típica occidental de las revoluciones de 1989 es la siguiente: estos


países y sus pueblos han retornado a la historia «normal». Si bien esto es
correcto en un sentido, en el de la «anormalidad» de los regímenes totalitarios,
en otro sentido es tan sólo la mitad de la historia. La otra mitad, que se ha
perdido en los comentarios condescendientes, es la autoconciencia pos-
moderna de estas revoluciones. La conciencia que emana de los
acontecimientos de 1989-1991 al igual que de sus consecuencias, hace más
comprensible una importante, pero a veces oculta, tendencia occidental.
Esta tendencia se hizo bastante transparente durante los debates del
bicentenario de la Revolución Francesa que, irónicamente, terminaron en el
mismo momento de la historia en que llegó la respuesta a cuestiones no
resueltas: en el verano de 1989. La teoría más ambiciosa del bicentenario, la
tesis de Furet del «final de la Revolución»,’9 necesitaba realmente la cuarta
ola para su realización práctica. El objetivo de Furet era la restauración de la
superioridad de la primera ola, con la libertad política en su pináculo,
suprimida durante un largo tiempo por las narrativas que emanaron de la
tercera ola, las revoluciones totalitarias. Pero los historiadores tan sólo pueden
ver hasta donde alcanza su horizonte, y en el horizonte de Furet no había
ningún acontecimiento que hubiera sugerido una ruptura práctica con la
tercera ola y sus narrativas, ninguna revolución que hubiera resuelto el
problema de reconciliar la primacía de la libertad con la preocupación por los
problemas sustantivos. Con las revoluciones de 1989-1991 se ha constituido
un nuevo hori 19 Véase la discusión sobre lo que realmente significa la tesis
de Furet de que ya había terminado la Revolución Francesa, en Ferenc
FEHÉR, ,,The Loss of the Revolutionai-y Tradition?, Disserzt, 1989. La
concepción de FURET, esbozada en su magistral La Révolution: De Turgot a
mies Ferry, 1770-1880 (París: Hachette, 1989), se apoya en la doble
convicción de que la narrativa de la revolución no puede terminar con el fin de
la vida natural de sus protagonistas. La historia continúa hasta que la Tercera
República introdujo el sufragio universal, y completó con esta decisión el
Sistema político sol generi.s de la modernidad. No obstante, una vez
alcanzado esto, la revolución llegó a su fin, y ya no hay lugar para más
revoluciones en la modernidad. El hecho de que Furet no pueda ver ninguna
originalidad en las revoluciones de la cuarta ola se debe a esta convicción casi
dogmática. Fue Ralf DAHRENDORF quien presentó y criticó el Comentario
de FURET, en Reflectjo<>s 00 Oie Revoiutio<is jO Europe (New York:
Random House, 1990).

zonte, un nuevo entendimiento de nuestra era, una nueva historicidad.


En una acción que tuvo un impacto radical, pero que rechazó en su
«ideología» todos los estigmas del radicalismo político, las revoluciones de la
cuarta ola cuestionaron un sentimiento vital dominante de la modernidad, el de
«estar en la estación de ferrocarril».20 El impaciente anhelo de los modernos
por la trascendencia absoluta, a menudo emparejada con la búsqueda de la
redención, hizo permanentemente en tránsito la vida en la modernidad. Obligó
a la gente a esperar constantemente al próximo tren con destino hacia un
futuro sin especificar, mientras cualquier apreciación del presente parecía
equivaler a un compromiso con la trivialidad.
Un fuerte impulso antiulópico y una hostilidad hacia la Historia escrita con H
maviíscula son los rasgos distintivos de las tendencias intelectuales entre los
disidentes de las sociedades de tipo soviético que, durante decenios, han
estado preparando el terreno para el progreso. En los escritos teóricos e
históricos de la oposición,21 la utopía ha sido identificada como el deseo
destructivo de trbscender la modernidad a cualquier precio, para lo cual ni la
vida de las presentes generaciones ni las tradiciones del pasado merecen
consideración o clemencia alguna. Las implicaciones filosóficas de esta
postura antiutópica no pueden ser discutidas pquí. Sin embargo, su significado
teórico- político es claro. La oposición intelectual de las sociedades de la
Europa del Este entendió, con tanta claridad como sus colegas en la
comunidad intelectual occidental, que la búsqueda del «progreso universal»,
ese sello de la modernidad, puede desencadenar indiferencia e incluso
brutalidad hacia la vida del presente. La renuncia característicamente
posmoderna a la idea de «progreso universal» tuvo algunas implicaciones
políticas en la disidencia oriental que resultaron ser muy similares a las que
prevalecieron en Occidente en la generación posterior al 68.
20. Véase »Eastern Europea “Glorious Revolutioris”». (Hay traducción al
castellano: ‘<La Revolución gloriosa del Este de Europa» en Agnes HELLER,
Ferenc FEHÉR., ídem.
21 El mayor crítico filosófico de la utopía (en Marx y el marxismo,
incluyendo su rama crítica) ha sido Leszek KOLAKOWSKI, a través de sus
escritos de las dos últimas décadas. Su ataque antiutópico dio ímpetu a una de
las interpretaciones más originales de la historia soviética, M. HELLER - A.
NEKRICH, L’uropie ao pouvoir (París: Calmann-Lévv, 1985).

La hostilidad hacia la Historia con mayúscula es el mensaje explícito de La


insoportable levedad del ser de Kundera. Sabina, la pintora checa, que fue
educada bajo el mandato del puño de hierro de la Historia, aborrece la
Historia; para ella, sólo es un desfile interminable y sin alma. En cambio, para
su amante, el occidental cosmopolita de la generación del 68, la Historia tiene
un atractivo irresistible: <‘Era precioso celebrar algo, reivindicar algo,
protestar contra algo; no estar solo, estar al aire libre y estar con otros. Las
manifestaciones que bajaban por el bulevar Saint Germain o desde la plaza de
la República a la Bastilla, le fascinaban. La masa marchando y gritando era
para él la imagen de Europa y su historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha
de revolución en revolución, de lucha a lucha, siempre adelante.» Y el rechazo
de la Historia del otro protagonista checo, Tomás, tiene todavía más peso,
porque proviene de un escepticismo metódico, no sólo de una aversión
privada: «Einmal ist keinmal. Lo que sólo ocurre una vez es como si no
hubiera ocurrido nunca. La historia de los checos no se repetirá por segunda
vez, la de Europa tampoco. La historia de los checos y la de Europa son dos
bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es
igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve
como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no
existirá.» 22* Aunque esta cita podría haber sido extraída de alguno de los
escritos más recientes de Havel, la complejidad de esta novela en forma de
heraldo escéptico de la cuarta ola sería infraestimada si se identifica a los
protagonistas checos con la voz de la Europa del Este (y si se hace de Franz un
occidental representativo). En la confrontación de la Europa occidental y la
oriental en el 68, los tipos de experiencias respectivos se encontraban en el
curso de una colisión. Pero la nueva conciencia, que será el principio
posmoderno de autoentendimiento en la cuarta ola, no es idéntica a ninguno
de ellos. El loco apasionamiento de la Europa occidental por la Gran Marcha
de la Historia necesitaba el enfrentamiento con la sensata experiencia de la
Europa del Este, la experiencia de aquellos países que vivían en la estación
22. Milan KUNDERA, The Unbearable Lightness of Beiog, traducción de
Michael Henry Heim (New York: l-Iarper and Row, 1984, 99, 223).
* Para estas citas he utilizado la traducción desde el checo de Fernando de
Valenzuela La insoportable levedad del ser, Milan Kundera, Tusquets
Editores, Barcelona 14a. edición, 1987, pp. 105-106 y 229. (N. dela T.)
terminal en la que la Gran Marcha se detuvo absoluta y grotescamente. Pero
los europeos orientales escribieron un nuevo y vital capítulo de esa misma
Gran Marcha, a pesar de que se encontraban mentalmente saciados con la
sensación de la levedad de la historia. A partir de ese momento, este capítulo
pertenece a su autoconciencia en la misma proporción que su visión escéptica
del Gran Carnaval.
Corroborada por la objeción posmodernista europeo-oriental de la Gran
Marcha, en la mente de la oposición que encabezó las revoluciones de 1989-
1991 se ha recopilado una «pequeña lista» de la grandes narrativas prohibidas.
He aquí un ejemplo: «socialismo» (y, por implicación, «capitalismo»), «la
tercera vía», «ateísmo», «fundamentalismo religioso», «progreso universal»,
«el fin de la alienación», «la decadencia de Occidente», «el fin de la
prehistoria», y otras varias por el estilo. Las tesis aquí recogidas no han
desaparecido por completo, al menos no todas ellas. En cualquier caso, ya no
funcionan como una gran narrativa que puedan integrar las pautas dominantes
de la acción política.
Al renunciar a la gran narrativa, el papel del intelectual ha sufrido un cambio
igualmente drástico. Esto parece ser una afirmación atrevida, ya que en
ninguna otra parte del mundo desempeñan los intelectuales un papel tan
crucial en la política, ocupando los puestos de presidentes, primeros ministros,
miembros de gabinetes gubernamentales y parlamentarios. Su presencia casi
hipertrófica parece ser, en parte, la continuación del papel «profético» de la
intelligentsia en la misma región en que fue acuñado el término, y en parte la
confirmación de la bien conocida teoría de Konrád y Szelényi sobre «el poder
de clase de los intelectuales».23 Sin embargo, la función del ropaje anticuado
utilizado por los intelectuales en la Europa del Este tras 1989 (un ropaje que
pronto será utilizado por muchos intelectuales de la Unión Soviética después
de 1991) es considerada nueva (o posmoderna). Aquí los intelectuales se han
visto curados de su enfermedad tradicional, casi profesional: el culto de los
héroes, políticamente pernicioso. Además, la gran era de la vanguardia y de la
función redentora del intelectual ya ha acabado. Porque ningún intelectual
puede jugar ya el papel redentor sin una gran narrativa adecuada, y también, a
la inversa, las
23. George K0NRÁD - Iván S/.ELóNYI, Pie Iniellecti<als Qn the Road To
Ciass Po’er (New York: Harcourl, Jovanovich and Broce, 1982).

grandes narrativas de tipo redentor-holístico son creadas por los profetas


intelectuales.
Las revoluciones posmodernas de la Europa del Este y la URSS han acabado
con la muerte en la misma forma del texto y de los guionistas. La
intelligentsia, cuya personificación es quizá Vaclav Havel, puede ser mejor
entendida en los términos de la interesante teoría de la posmodernidad de Z.
Bauman24 que en los de las teorías de Mannheim o Konrád-Szelényi.
Ciertamente sus integrantes no son ni profetas ni «legisladores»; quizá sean
«traductores». Ya que, a falta de grandes narrativas unificadoras, han de
traducir un minidiscurso en otro.
3. La cuarta ola: la primacía de la libertad
La preocupación en los antiguos regímenes de tipo soviético por el bebé
empapado del agua del baño al sacarlo de éste se oye a menudo hoy en día, y
no sólo en boca de los comunistas no reconstruidos. En esta metáfora, el agua
sucia es unida metafóricamente a la faz pragmática de los regímenes
comunistas, que pocos intentan ahora defender, y el niño inocente que debe
ser salvado representa los llamados «logros colectivistas» o «socialistas». Es
ésta una forma fundamentalmente falsa de entender la sociedad de tipo
soviético construido por sus fundadores, sobre todo Stalin, de un modo
consistente. En esta sociedad no existen derechos, únicamente asignaciones
hechas al pueblo por un gobierno omnipotente; ninguna obligación legítima,
sólo órdenes arbitrarias; ninguna propiedad colectiva, tan sólo la propiedad
corporativa de la élite en el poder. En estas sociedades no puede ser cambiado
ningún elemento sin cambiar el conjunto, por tanto, nada puede ser «salvado».
El conjunto debe ser demolido para que surja una constitutio libertatis, y esto
es lo que está comenzando a ocurrir en la Europa oriental y en la Unión
Soviética.
La emancipación del individuo y de la riqueza social, en la actualidad en la
agenda de la región, será una respuesta precisa a la «mancipación», a la forma
en la cual se ha desarrollado el sistema.25 El término judicial romano implica
un mé 24 Zygmunt BAUMAN, Legislators aod Interpreters (Towards a
Sociologv of Post-modero itv) (Cambridge-Tthaca: Politv Press-Cornell
Liniversity Press, 1988).

todo, aplicado primordialmente a la tierra, el ager publicus. Significa «poner


las manos sobre algo y poseerlo desde ese momento», en síntesis, apoderarse
del botín sin ser penalizado. La «mancipación» era la forma en la que la élite
bolchevique, en el interregnum legal autoincurso, se apoderó prácticamente de
todo: la tierra, sus productos y los recursos en ella existentes; la mano de obra;
los denominados «medios de producción» al igual que lo que se producía. Por
consiguiente, en el sentido más estricto del término, la e-mancipación se
encuentra en la agenda. Prácticamente, la nueva sociedad no puede
establecerse si no es a través de un acto de e-mancipación, es decir, bajo la
primacía de la libertad.
La e-mancipación implica la liberalización de la tierra, de la fuerza de trabajo
y de las unidades de producción, del cautiverio en que han sido mantenidas
hasta ahora por la «dictadura sobre las necesidades». También significa la
creación de instituciones políticas libres, y, con ellas, de ciudadanos libres.
Pero existe una prioridad en este proceso. Si la primera parte del programa de
e-mancipación es llevado a cabo por cualquier otro que no sean los nuevos
ciudadanos, una de las conocidas antinomias, el resultado será una libertad
creada sin libertad. Por lo tanto, debe ser realizado bajo la primacía de la
libertad:
los ciudadanos tienen la prioridad, la e-mancipación de la riqueza nacional
viene después.
Aunque el proceso de e-mancipación parece ser una cre atio ex nihilo bastante
arbitraria, las revoluciones se enfrentan a ciertas tradiciones a las que deben
hacer honor o al menos tener mínimamente en cuenta. A su vez, esas
tradiciones establecen un límite temporal pasado el cual esta autocreación no
puede desarrollarse. La primera de esas tradiciones fue establecida por las
reformas agrarias o revoluciones del período inmediatamente posterior a la
guerra. En la Europa del Este parece prevalecer cierto consenso, reconociendo
que la e-mancipación de la tierra (de la esclavitud de la agricultura colectiva
impuesta sobre los campesinos) que vaya más allá de ese límite temporal sería
reaccionaria. De hecho, la definición de «reacción» en la Europa del Este es
no tener en cuenta este límite temporal (establecido para la tarea de e-
mancipación). Por otra parte, existen dudas sobre si tal tradición y un límite
temporal aún existen en la Unión Soviética. La brutal destrucción por parte de
Stalin de la estructura de las aldeas entre 1929-1933, una catástrofe cuya
magnitud fue comparada por Alec Nove
con la invasión de los mongoles, pudo haber tenido tanto éxito que haya
borrado de la memoria colectiva la imagen de un tiempo en el que el
campesino había tomado la tierra para su propio provecho. Otra tradición
semejante que pareció contar con un cierto apoyo tras la guerra, e incluso en
los años cincuenta, pero mucho menos en la actualidad, es la demanda de la
denominada «propiedad pública» (en oposición a la propiedad privada-
capitalista). Esta tradición no era propiedad exclusiva de los comunistas.
Incluso demócratas tan radicales y enemigos del comunismo, como István
Bibó, defendieron el principio de la «propiedad pública», en su proyecto de
Constitución de Hungría en 1956.26
Si la e-mancipación tiene lugar auténticamente bajo la primacía de la libertad
después de las victoriosas revoluciones de 1989, deberá excluirse una sola de
las opciones posibles, y elegir una de las tres siguientes. La opción excluida
sería la de mantener intacta la propiedad del Estado, a pesar de la eliminación
del poder monolítico del Partido Comunista y de la introducción del
pluralismo político. Pese a estas dos últimas condiciones, ésta no sería una
opción bajo la primacía de la libertad, porque en todos los países de la Europa
del Este (y probablemente también en la Unión Soviética) una parte de los
denominados «barones rojos» se han convertido en los propietarios reales,
aunque no nominales, de fábricas y empresas. El mantener intacta la
propiedad estatal sólo supondría una mayor legitimación de esa propiedad
corporativa descontrolada e incontrolable (porque sería legalmente
indefinible). Las tres opciones posibles en el marco de la primacía de la
libertad son las siguientes: reprivatización total, junto con la creación de una
clase empresarial interna como propietarios yio vendiendo parte de la
propiedad estatal a inversores extranjeros; una economía mixta, conservando
una gran porción de propiedad estatal, pero actuando esta última en el
mercado como una empresa privada; 27 y un sistema global de autogestión.
Esta última opción no puede ser declarada «imposible», tal y como lo ha
hecho, de un modo bas 26. Véase el análisis del Proyecto de Constitución de
Bibó en HEIiER-FEUER, From Yalta to Glasnost, en el capítulo <The First
Assault; Hungary 1956 Revisited,,

tante arrogante, el programa-declaración de la Alianza de Demócratas Libres


Húngara.28 Pero aunque un sistema generalizado de autogestión puede tener
méritos colectivistas, y aunque no es una antítesis de mercado, tal y como
creían los románticos marxistas, es un sistema de gestión muy poco eficiente,
con una tendencia interna a aumentar la espiral de los costes laborales y a
incrementar la inflación.29
En cualquier caso, ni una propiedad estatal global ni una propiedad estatal
parcial (mixta) ni, finalmente, una autogestión global son equivalentes a la
«propiedad pública». El Estado no puede, como propietario general ficticio, ni
en su forma totalitaria ni postotalitaria, defender «lo público» o la «sociedad».
Lo que verdaderamente defiende es la propiedad —real pero no nominal— de
una empresa que, precisamente porque es su propietario «real pero no
nominal», opera clandestinamente, al margen de la ley. Su propiedad es un
factor económico sumamente irracional. De ahí se deduce que la participación
del Estado en un sistema mixto considerado como «propiedad pública» habrá
de ser aún menor. Las fábricas o empresas, cuando legalmente están
reconocidas como propiedad del Estado, tienen la condición de fideicomisos.
Como tales, este tipo de propiedades puede ser tanto un factor social muy
positivo como un obstáculo para diversas estrategias económicas razonables,
pero nunca el núcleo de una futura «propiedad pública». Finalmente, <‘la
propiedad pública» y el sistema generalizado de autogestión tampoco son
idénticos. El conjunto de grupos de autogestión no son «el público» o «la
sociedad como tal» sino «todos los grupos de autogestión más sus
interrelaciones y las relaciones con la sociedad ajena a ellos». Pero de este
colectivo no puede derivarse ningún sujeto legal inconfundiblemente
identificable que pudiera llamarse «propietario público». Y el funcionamiento
de la economía sometido a normas legales no es compatible con la existencia
de sujetos legales puramente ficticio-mitológicos.
Si la e-mancipación abandona el propósito de intentar perseguir el fantasma de
un «propietario público», y si hubiera en la Europa oriental un deseo político
considerable de establecer le 28 A reodszervcíltds prograrnja - SZDSZ, ibid.
29. Alec NovE, The Política? Econo<nv of Soviet Socialism, Londres:
Macmihan, 1969, pp. 122 y ss.

galmente formas de propiedad distintas de las que nos encontramos en el


modelo liberal puro, la ciudadanía económica llegará a ser una seria cuestión
política. La «ciudadanía económica», un término ausente en el vocabulario
liberal, sólo puede establecerse en el proceso de negociación de «reglas de
transacción entre el Estado, el mercado y el ciudadano».3° La tesis de las
reglas de transacción tiene, en primer lugar, la ventaja metodológica de evitar
las trampas inherentes al contraste «sociedad frente al individuo». Ni la
entidad mitológica denominada «sociedad» ni la entidad extremadamente
abstracta denominada «individuo» (que nunca puede ser entendida en
completo aislamiento) establecerán aquí las reglas del juego; en su lugar, lo
harán los actores de carne y hueso: hombres y mujeres que dejan atrás
momentáneamente su papel en la división funcional del trabajo y actúan como
«personas en la política», junto con funcionarios del Estado y, finalmente,
agentes empresariales. En segundo lugar, dado que las reglas de transacción
son por definición históricamente concretas, no sólo serán también
históricamente concretos y diferentes los tipos de Estado y los tipos de
mercado (mercados) que resulten de ellas; al menos teóricamente, nada puede
tampoco excluir la posibilidad de diferentes tipo de ciudadanía, entre ellos la
ciudadanía económica.
La ciudadanía económica, que parece ser el único sustitutivo razonable para la
ficción de la propiedad pública, puede ser puesta en práctica de tres formas sin
infringir las libertades civiles (incluyendo las libertades empresariales) y sin
destruir la economía de mercado. En primer lugar, esto puede conseguirse
mediante la acción de los ciudadanos que influyen en la legislación y en el
Estado. Esto se da en todas partes en la modernidad, pero existe un grado
óptimo de intervención política cuando ésta llega a ser más que la de un grupo
de presión, cuando alcanza el umbral de la de toda la ciudadanía, sin los
efectos negativos anteriormente mencionados. Para conseguir esto deben
establecerse, en el curso de las negociaciones (o las re-negociaciones) de las
reglas de
30. Ira KATZNELSON propuso el marco conceptual para entender las
sociedades modernas en términos de <reg1as de transacción», hasándose en la
«teoría de la elecc>ón racional, en su ponencia titulada ‘States, Markets,
Citizens (New School for Social Research, 3 de mayo de 1989).

transacción, un tipo de Estado y un tipo de mercado que sean sensibles a la


intervención ciudadana. En segundo lugar, la ciudadanía económica puede
lograrse mediante la copropiedad de una unidad económica (por ejemplo, una
empresa autogestionada); y, en tercer lugar, haciendo general el sistema de
Mitbestimmung, o al menos en una estipulación constitucional que pueda ser
generalizable.
La e-mancipación bajo la primacía de la libertad y en forma de negociación de
las reglas de transacción entre el Estado, el mercado y los ciudadanos promete
ser un proceso que introduzca cambios drásticos en el vocabulario y el
autoentendimiento de la política moderna. En síntesis, reformulará la
bipolaridad tradicional de la política moderna organizada en «derecha» e
«izquierda». Aunque los regímenes políticos europeos orientales, que están
estableciéndose sobre las ruinas del totalitarismo, pueden convertirse en los
pioneros de este cambio como resultado de una tabula rasa casi completa, la
tendencia se ha desarrollado bastante bien en la política de la Europa
occidental, principalmente en Francia e Italia. Esto no quiere decir que la
distinción tradicional en la política europea durante dos siglos, «derecha» e
«izquierda» —términos binarios de autoidentificación de los actores que se
han extendido por todo el mundo— haya sido, o haya llegado a ser ahora, un
completo sin sentido. Pero sí que significa que el nuevo espacio político que
va a ser organizado en torno al vacío postotalitario requiere nuevas guías y
nuevas señales de dirección, diferentes de las señalizaciones de ayer que sólo
mostraban las direcciones derecha e izquierda. 31
El único elemento de consenso que, probablemente, surgirá en las nuevas
democracias tras la finalización de la cuarta ola será el consenso en torno a la
primacía de la libertad. Sobre esta base, el proceso, que ha sido denominado
filosóficamente el «debate interpretativo de la valiosa idea de la libertad»,
podrá evolucionar.32 En términos espaciales, los participantes en este debate
formarán un círculo (o cualquier otro tipo de espa 31 Lo que sigue aquí
implica una seria reconsideración de nuestra posición anterior tal y como se
explica en Eastern Left-Westero Left (Freedorn, Democracv, Totalitarisrn)
(Cambridge-White Plains: Polity Press - Humanities Press, 1988).
32. Agnes HELIER, Radical Philosophy, Oxford: Blackwell, 1984.

cio cerrado) que englobará a todos aquellos, esperemos que la mayoría, para
quienes la primacía de la libertad no puede ser puesta en duda, aun cuando la
interpretación de la libertad de todos los que estén dentro del círculo (el
espacio cerrado) varíe de persona a persona. (Esto último es obviamente un
caso extremo e hipotético.) Todos aquellos que se sitúen a sí mismos en el
exterior del círculo, quienes, por tanto, cuestionan la primacía de la libertad
desde la posición de cualquier valor sustantivo (desde la supremacía racial
hasta la dictadura del proletariado) serán adversarios políticos en un mismo
grado. En los términos de la cultura política tradicional, es posible clasificar a
los que se encuentran fuera del espacio cerrado como derechistas o
izquierdistas. Lo que es más importante, podría hacerse una distinción entre
ellos según la gravedad actual del peligro que representan para aquellos que
están en el espacio cerrado. Pero la hostilidad hacia los que hayan cuestionado
la primacía de la libertad no será de por sí ni «izquierdista» ni «derechista».
Pero, ¿qué sucede con las divisiones en el seno del espacio cerrado? ¿No es
legítimo funcionar con las distinciones de «derecha» e «izquierda»
precisamente en el espacio social que cuenta, el que dominará el futuro de las
nuevas democracias? Si tomamos de nuevo, como punto de partida, las
«reglas de transacción» y, además, si tratamos de ilustrar las formas de
interacción entre los principales elementos, así como las combinaciones
significativas de estas interacciones, obtendremos los siguientes cuadros:
1. ESTADO-MERCADO

42
43

A B C

Libertad
Fuertes prerroga- El Estado como
ilimitada

del mercado.
tivas del Estado guardián, mantiene
Diná-

mica
sobre ei mercado. el equilibrio; énfasis
dominante:

emana del
Dinámica domi- político general en
merca-

nante: énfasis es- tatal en el mercado; pero carece de una


do.
la redistrí- bución. dinámica dominante.

ESTADO - CIUDADANO

Las siguientes combinaciones fundamentales de las relaciones entre los


elementos del cuadro deben ser consideradas política- mente. 1. a-a-a: el
modelo liberal puro; 2. b-b-b: el modelo fuerte de Estado de bienestar que
funcionó en varios países en el período de posguerra (nunca llevado a la
práctica por completo, pero suficientemente desarrollado para provocar el
contraataque thacherista); 3. c-a-c: la versión «blanda» de la política del
bienestar, puesta en práctica en varios países que tienen un crecimiento
económico sostenido junto con un equilibrio social a largo plazo; 4. (-)-c-b:
modelo comunitario-igualitario, en el cual el espacio del Estado se ha dejado
en blanco al ser (idealmente) coextensivo con los ciudadanos en unidades
productivas y territoriales autogestionadas. Además, debería añadirse a los
elementos de posibles combinaciones futuras la dimensión comunitaria, no
representa-

da en el cuadro. Esta dimensión no juega ningún papel en las reglas de


transacción entre el Estado y el mercado. No existe ni un «Estado
comunitario» ni un «mercado comunitario». Pero las circunstancias que el
«término» ciudadano puede denotar, en relación con el Estado como con el
mercado, tanto respecto al individuo como a una comunidad, tienen gran
importancia. Además, el término «comunidad» también tiene un doble
significado. Puede denotar una unidad territorial legal representada en
determinadas transacciones precisamente como una unidad colectiva frente al
Estado como frente al mercado (ayuntamientos y municipios). También puede
denotar un «colectivo» que no es ni una categoría legal ni una
primordialmente económica, sino un término que expresa un «estilo de vida»,
un estilo que puede tener ramificaciones legales y económicas. El ciudadano
como «comunidad» frente al ciudadano como «individuo» se diferencian tanto
que este hecho puede ciertamente generar combinaciones complementarias de
las reglas de transacción.
Los conflictos entre las distintas situaciones alternativas resultantes de la
combinación de las reglas de transacción se dan por supuestas con naturalidad;
igualmente se dan por supuestas las afinidades previsibles de los diferentes
grupos que ocupan un puesto muy definible de la división funcional del
trabajo, con una combinación particular. Estos conflictos pueden ser internos,
por ejemplo entre las combinaciones del «liberalismo puro» y el
«comunitarismo-igualitario». Sin embargo, ordenarlos sobre un eje «derecha-
izquierda» parece tener un reducido valor explicativo debido a las siguientes
razones. Primera, mientras el consenso sobre la primacía de la libertad ha sido
preservado, ninguno de los defensores de cualquiera de las opciones puede
pretender la «trascendencia», es decir, la «victoria final» y la «eliminación
para siempre de la opción opuesta». No obstante, la «trascendencia» de este
tipo ha sido, precisamente, una característica de la división tradicional
«derecha-izquierda». Segunda, las reglas de transacción no agotan la vida
social; los conflictos culturales son tan importantes como la dinámica de las
combinaciones de la reglas de transacción. Y, contrastando con las
tradicionales expectativas «izquierdistas» y «derechistas», pueden existir, y de
hecho existen, «cohabitaciones» bastantes sorprendentes de aspiraciones
sociales. Estas han sido consideradas tradicionalmente como izquierdistas, con
tendencias culturales que también tradicionalmente han sido identificadas
como «ultraderechistas». En el Fórum Democrático Húngaro, una fuerte
tendencia comunitaria, que atacó ocasionalmente a los liberales de

44

45
A BC

Énfasis mínimo del Énfasis máximo del El Estado equivale

Estado en el indivi- Estado (pero nunca a ios ciudadanos,

duo, política y eco- totalitario) en «lo democracia directa,

público», represen- autogestión. tado por el


Estado.
nómicamente. Límite: pluralismo
político mantenido,
derechos humanos.

III. CIUDADANO - MERCADO

B C
A
El mercado debería Ligero control del

La ciudadanía eco-

nómica carece de sentido. estar bajo un férreo ciudadano sobre el


Unica re- control del ciuda- mercado, principal lació

entre el ciu- dano a través de un mente protección

dadano y el merca- Estado que puede del consumidor, a

do: contratos de tra- ser máximo o más través de un Estado

bajo e interrambio débil, pero nunca mínimo.


garantizados por un mínimo.

Estado mínimo.

los Demócratas Libres por su «espíritu burgués», combina el comunitarismo


con un tipo de nacionalismo anticuado. Combinaciones similares, con un
elemento antisemita patente y fuerte, es probable que aparezcan en la Unión
Soviética. El conflicto en la escena política polaca entre los partidarios de
Walesa por un lado y el centro-izquierda por otro (quienes con anterioridad
habían formado conjuntamente Solidaridad) evoluciona principalmente
alrededor de la combinación de la reglas de la transacción. El grupo de Walesa
defiende un concepto populista de igualdad y participación a la vez que un
Estado paternalista, mientras que los liberales promueven principalmente la
modernización de Polonia. Sin embargo, más allá del conflicto sustantivo, el
aspecto cultural de ambas opciones es casi igualmente importante. Walesa
defiende el catolicismo parroquial, nacionalista y fuertemente
fundamentalista, y es apoyado, entre otros, por una parte importante de los
trabajadores. La visión del mundo del centro-izquierda, incluso de los
católicos integrados en él, es universalista. Sus principales figuras están
comprometidas con un Estado secular y con la integración de Polonia en
Europa. Tercera, la muerte de las «grandes narrativas», tan explícitas en la
revoluciones de la cuarta ola, no estimula a los actores a integrar su
combinación particular de las reglas de la transacción y de sus influencias
culturales dominantes en un conjunto homogéneo. Finalmente, el
universalismo, característica de la «izquierda» y la «derecha» (más de la
izquierda que de la derecha), que tradicionalmente ha unificado a sus
representaciones nacionales en alianzas e «internacionales», es
considerablemente más débil en el mundo posmoderno de los microdiscursos.
Ralf Dahrendorf describió correctamente tanto el espacio que han creado las
revoluciones de 1989-1991 como las expectativas que se han vinculado a las
mismas: «Durante décadas hemos hablado del Primer, Segundo y Tercer
Mundo... El propio concepto del Tercer Mundo presupone otros dos. Uno de
éstos casi ha desaparecido ahora de la escena. Tan sólo queda un mundo con
importantes exigencias de desarrollo y hegemonía... El Primer y el Segundo
Mundo se están reuniendo en algo que aún no tiene un nombre, ni un número;
quizá tan sólo sea el Mundo.» n
33. Ralf DAHRENDORF, Reflections o;i ihe Revolution jo Europe, p. 42.

Memoria y responsabilidad
Dios le preguntó a Caín: «Dónde está tu hermano Abel?», y el primer asesino
respondió con otra pregunta: «Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» La
falsa respuesta de Caín fue un mero sustitutivo de la falta de respuesta que
habitualmente constituye la vía de escape en la elusión de responsabilidades.
Una persona empieza a asumir una responsabilidad moral cuando responde
con la verdad. Caín debería haber respondido:
<Abel está muerto, porque yo lo he matado.» Si lo hubiera dicho, habría
asumido la responsabilidad moral de su acción.
Supongamos que Caín hubiera olvidado que había asesinado a Abel. ¿Podría
entonces haber sido culpado de homicidio basándose exactamente en los
mismos motivos que si lo hubiese recordado con claridad? En este caso,
¿podría haber sido declarado culpable de eludir la responsabilidad?
Cuando Adán y Eva probaron la dulzura de la manzana de la sabiduría lo
hicieron bajo la influencia del diablo. Supongamos que mientras prestaban
atención a los argumentos de la serpiente, el primer hombre y la primera mujer
olvidaran por completo los mandamientos divinos, incluso la propia existencia
de la voz y la persona divinas, y que tan sólo recordaran todo lo que ya habían
olvidado después de que llegaran los ángeles y de que resonara la voz de Dios.
¿Podrían, no obstante, haber sido igualmente expulsados del Paraíso?
En ningún sitio la memoria y la responsabilidad moral ha estado nunca tan
íntimamente conectadas y entrelazadas como lo estaban en las sociedades
totalitarias, al igual que en sus consecuencias. Circulan muchas historias sobre
la amnesia política; elegiré una al azar. Un famoso escritor húngaro (evito
deliberadamente mencionar su nombre) comentó en su autobiografía que
nunca había atacado a una sola víctima de ningún juicio. Unos días más tarde,
una persona que le quería mal reeditó un documento que probaba lo contrario.
Es éste un caso sintomático, ya que el escritor, al contrario que muchas otras
personas, no mintió; no pretendía blanquear su pasado. Había borrado

realmente de su memoria el hecho de que había participado en una ocasión en


esa particular caza de brujas. Mucha gente miente sobre su pasado o al menos
lo reinterpreta de un modo más favorecedor. Estas personas se merecen una
censura moral, pero no atraen demasiado interés. También hay unos cuantos
que han olvidado su pasado tan completa y profundamente que serán
incapaces de recordar el acto en cuestión, incluso después de ser enfrentados a
documentos o a testimonios fidedignos de otras personas. Quizá digan «debéis
tener razón, debo haberlo hecho; en aquel momento, un acto de este tipo iba
con mi carácter, pero», añadirán, «sin embargo no lo recuerdo, tengo un vacío
mental completo».
En las sociedades totalitarias, experiencias políticamente impuestas o
políticamente motivadas pueden hundirse en el inconsciente de hombres y
mujeres de cualquier grupo de edad. Menciono el inconsciente y no el
preconsciente porque, después de haberse filtrado «bajo tierra», dichas
experiencias no pueden aflorar a la superficie a través de los canales normales.
Existe una resistencia muy fuerte contra el resurgimiento de este material, y la
experiencia reprimida a menudo se manifiesta indirectamente: en un suicidio,
una depresión crónica y otras enfermedades psicológicas. Las heridas
causadas por un sufrimientp inmenso no cicatrizan mientras estén más allá de
la conciencia, situadas en profundidad. Mi hipótesis es que de todas las
experiencias que se atrincheran en el fondo del inconsciente, las que más se
resisten a aflorar son las relacionadas con nuestras propias acciones y
comportamiento. Este es también, con toda probabilidad, el caso de todas las
víctimas inocentes de la furia totalitaria, de los internados en campos y en
guetos. Se recuerdan bastante bien el hambre, la sed, las palizas o las torturas,
pero también se olvidan. No se siente la tortura del hambre cuando se recuerda
dicha experiencia. Las escenas de la humillación más profunda se reprimen
con frecuencia debido a la asociación de vernos a nosotros mismos en un
estado de humillación, es decir, autohumillados. Los actos que se cometieron
en alguna ocasión contra compañeros y contra uno mismo, los hechos que
deben ser aceptados como «nuestros» mediante el gesto de la toma de
responsabilidades, se hunden en lo más profundo.
Hace muchas décadas, los teóricos del totalitarismo inventaron el término
«lavado de cerebro». La expresión sugería exactamente lo que decía. El
adoctrinamiento totalitario, como ge-
neralmente se creía, deja el cerebro humano limpio de todo lo que hasta
entonces había contenido: del conocimiento acumulado diariamente, de los
hábitos y normas morales, de las creencias políticas y religiosas, de las
disposiciones emocionales y cosas por el estilo. Tras el lavado de cerebro, los
hombres y las mujeres pueden adaptarse fácilmente a todo tipo de doctrinas,
lógicas y creencias que se oponen tanto a su sentido común como a sus
convicciones anteriores. A partir de ese momento creerán todo lo que los
poderes adoctrinadores quieran que crean. Aunque la teoría del lavado de
cerebro y la teoría de la manipulación raramente fueran propagadas por las
mismas personas, ambas se adherían a una convicción lockeana en su versión
menos compleja. Se suponía que la mente humana era una especie de tabula
rasa que podía rellenarse fácilmente con cualquier cosa, pero también se
suponía que el «relleno» podía ser borrado a voluntad.
El hundimiento del totalitarismo ofreció al espectador atento un interesante
espectáculo epistemológico. Resultó que los cerebros pretendidamente lavados
no lo estaban en absoluto. Todo lo que con anterioridad habían contenido
dichas mentes se ha mantenido intacto, absolutamente preservado en un estado
de hibernación. No obstante, la teoría del lavado de cerebro no era
completamente falsa, incluso cuando había sido incorrecta, ya que mientras
durara el totalitarismo, o al menos, mientras aún fuera fuerte y amenazador, la
gente realmente pensaba y se comportaba como si las cosas conocidas con
anterioridad se hubieran perdido por completo u olvidado para siempre. El
cambio de mente del pretotalitarismo al totalitarismo y después al
postotalitarismo es parecido al cambio desde el estado mental de consciencia
al del sueño, y retorno de nuevo al primero. El mundo y la lógica de una
mente totalitaria difieren del mundo y la lógica de una mente pretotalitaria o
postotalitaria. Uno puede despertarse de su propio sueño y, con independencia
de si el sueño fue bueno o malo, continuar sin dificultad con la vida en estado
de vigilia, como si nada hubiese pasado. Y, como sucede en el estado de
sueño, en el que la gente puede asegurar- se a sí misma que sólo es un sueño,
mientras continúa soñando, sin volver a la lógica de la mente en estado de
vigilia, lo mismo puede ocurrir con las personas que supuestamente tienen el
cerebro lavado. Estas personas son conscientes de que también existe otro tipo
de pensamiento, real, y que no están pensando

48

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de un modo «real», y sin embargo, siguen pensando dentro del marco de la


lógica totalitaria.
Pero la analogía termina aquí. El pensamiento totalitario no es la expresión del
inconsciente. Cuando la gente piensa de acuerdo con la lógica del
totalitarismo, lo hace con la lógica de una persona totalmente despierta, el
modo «auténtico» de pensar no-totalitario que ha sido rechazado hacia el
inconsciente. El pensamiento pretotalitario se convierte en inconsciente
porque el censor no deja que penetre en la mente consciente; lo mantiene a
raya. Contrastando con las historias privadas más típicas de la génesis del
inconsciente personal, en la que el censor mantiene enterrados los materiales
que nunca han sido completamente conscientes, aquí el censor debe evitar el
afloramiento de tales materiales que anteriormente constituyeron el estado
consciente, normal, de la mente humana. Esta labor se desarrolla con mayor
facilidad si el material enterrado en el inconsciente se mantiene bajo un
bloqueo absoluto. Como consecuencia, no tiene lugar ningún cambio o
transformación en el contenido o estructura de la mente pretotalitaria durante
su estado inconsciente. A esto me refería anteriormente cuando hablaba de
hibernación.
¿Qué mantiene el modo de pensar y la lógica pretotalitaria en los niveles
inconscientes de la psique? En realidad, los mismos motivos que requieren
una censura psíquica en general:
por un lado, el miedo y, por otro, el deseo de gratificación. El miedo está
presente en las formas más básicas, como el miedo a la vida y el miedo a la
libertad personal, pero también lo está en forma de una ansiedad
indeterminada. La ansiedad de la impotencia aflora debido a la autoasociación
de la imaginación totalitaria con la potencia, ya que todas las formas de
ideologías totalitarias asocian la «burguesía» con la castración o la feminidad.
También aparece la ansiedad por la pérdida del amor y el respeto de los padres
totalitarios, los depositarios de la autoridad y el poder. Del amor y el
reconocimiento del padre viene la gratificación. Constituyen también la fuente
de origen de las formas más simples de gratificación, tales como la comida o
el refugio.
Permítanme volver a la analogía de los estados de vigilia y de sueño. Al igual
que se puede afirmar «tan sólo es un mal sueño» mientras se continúa
soñando, es posible seguir pensando y actuando de acuerdo con el texto
totalitario, aun

cuando nos demos cuenta de que pensamos un texto con los fines del lavado
de cerebro. Puede verse a ráfagas que el mundo del texto totalitario «no es el
real», que está mal actuar de acuerdo con ese texto, y que en su lugar
deberíamos pensar o actuar «normalmente». Si el destello se produce al
mismo tiempo que un impulso muy fuerte, es posible incluso despertarse en
ese momento. Pero aun cuando el impulso sea menor, el destello de otra forma
de pensar que antes fuera la nuestra deja atrás la huella de un sentimiento de
culpa no específico.
En el momento en que el totalitarismo empieza a disolverse, el censor levanta
el bloqueo, y los contenidos de la mente pretotalitaria entran inmediatamente
en el nivel consciente, para cohabitar con los contenidos de la mente
totalitaria. Éste es de hecho un tipo de cohabitación, ya que los dos tipos de
pensamiento y comportamiento no se mezclan. Al igual que Mitterrand,
durante los tiempos de su cohabitación, ocupaba la presidencia mientras que
los conservadores controlaban el gobierno, aquí las funciones de las mentes
pretotalitaria y postotalitaria se reservan para la vida privada, mientras que la
mente totalitaria se activa en el seno de la organizaciones y de la esfera
política. Tan sólo los disidentes, que siempre son pocos y muy dispersos,
pueden superar casi por completo en su psique el estado de mente totalitario.
En cuanto el totalitarismo se viene abajo, el viejo censor desaparece también
de un modo abrupto y permanente. La mente pretotalitaria sale de nuevo de su
hibernación completamente intacta, y continúa funcionando donde se quedó
antes del «lavado de cerebro». Llegado este punto, ocurre un fenómeno muy
interesante. Aparentemente no queda nada de la mente totalitaria, es como si
se hubiera evaporado por completo. Pero no lo ha hecho, tan sólo ha sido
rechazada hacia el inconsciente. Precisando, no es la propia mente totalitaria
lo que se empujó al inconsciente, ya que la labor del censor es la de impedir el
afloramiento de los contenidos de la mente totalitaria. Este también puede ser
el caso, pero es atípico. Lo que el censor impide que aflore es la conciencia de
haber sufrido con anterioridad un «lavado de cerebro» total o parcial.
La mente totalitaria ha dejado tras de sí documentos escritos, como libros,
cartas, denuncias. El mundo totalitario dista mucho de ser borrado de la
memoria. Todo el mundo está fami 50

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liarizado con su modus operandi, ridiculiza sus irracionalidades, evoca sus


horrores; la experiencia totalitaria se convierte en el tema favorito de
memorias y obras de ficción. Sólo que las personas que escriben estas
historias, los oradores que hablan de ello, hablan como si no hubieran tenido
nada que ver con el mundo de las historias que en la actualidad vuelven a
narrar, como si la sociedad anterior hubiera sido sólo una sociedad de
espectros, una sociedad de «otros» misteriosos, completamente distintos de
nosotros. Los escritores de estos textos, al igual que los lectores, son siempre
las excepciones. No pueden reconocer- se a sí mismos en el mundo de los
fantasmas, no podrían haber dicho las frases que dijeron, no podrían haber
actuado en las escenas reales del pasado. Tan sólo los otros hicieron.
Ciertamente, el censor primero protege al ego de enfrentarse consigo mismo
como un ser despreciable, irracional o estúpido. También protege al ego de
reconocerse a sí mismo como culpable, con independencia del grado de
culpabilidad. Le proporciona a la psique una clara patente de salud moral e
intelectual. La pesadilla tan sólo fue una pesadilla. Y si el sueño contiene la
experiencia de un retroceso hacia la mente postotalitaria, necesita ser
reprimido incluso con mayor fuerza, ya que ese momento es el más doloroso.
La descripción de este marco mental colectivo no es, sin embargo, otra
historia familiar sobre la autodefensa fraudulenta. Las personas normalmente
se aseguran a sí mismas que siempre tienen la razón, y que los demás están
equivocados; generalmente siempre recuerdan bastante bien y de un modo
exagerado lo que los demás les han hecho, y olvidan fácilmente lo que ellas
han hecho. La religión encontró el remedio moral para esto hace mucho
tiempo. El falso autoexculpador tuvo que cambiar su mente por completo,
tuvo que volver a nacer. No obstante, en el caso que nos ocupa, no está a
mano este tipo de remedio. Esto se debe a que la mente totalitaria ha sido
rechazada hacia el inconsciente después de que la persona hubiera cambiado
por completo su mente, después de que empezara a pensar en su propia forma
de hacerlo con su propia mente, al menos hasta cierto punto. Es esta persona
renacida mentalmente la que ya no recuerda lo que ella misma pensó e hizo
hace unos cuantos años o incluso ayer. Existen varias razones obvias para esta
mente en blanco, pero también hay una menos evidente:
uno olvida simplemente porque ha renacido. X., con una mente

postotalitaria, no puede desentrañar el texto que le fue tan familiar cuando


tenía una mente totalitaria. No puede reconocer esta mente como suya, ya que
no es suya. Le parece imposible el haber escrito o dicho cosas como ésas, ya
que ahora lee esos textos con su mente actual, porque él es su mente actual. El
censor que reprime la mente totalitaria y protege al ego del enfrentamiento con
su propio ego (su a/ter-ego) protege por tanto también —entre otras cosas— la
autoidentidad de la persona.
Es posible olvidar auténticamente si primero se recuerda auténticamente.
En mi interpretación modernizada de las historias del Génesis, Adán y Eva
olvidaron completamente la existencia divina y los mandamientos, y Caín fue
incapaz de recordar que había asesinado a su hermano.
La responsabilidad no se anula, y a veces ni siquiera disminuye, por el olvido
total de las normas o por el borrado completo en la propia mente de las
acciones propias. Sin embargo, la asunción de responsabilidades y, con ello,
de autonomía, puede no existir todavía. Una distinción tan estricta entre
responsabilidades y asunción de responsabilidades puede sonar algo raro a los
filósofos que, fieles a la tradición que va de san Agustín a Kant, asocian la
autonomía moral con el libre albedrío o con la libertad trascendental, y buscan
respuestas para la pregunta de si nuestras acciones están, o no, enteramente
determinadas, y, silo están, hasta qué punto y por qué lo están. El problema de
la libertad como responsabilidad es discutido en el marco paradisíaco, y está
vinculado con temas como la presencia divina, la providencia y el poder del
demonio. El hecho de que la pregunta no pueda ser respondida en el marco en
que fue planteada, o quizás en ningún otro, no puede ser considerado como la
verdadera debilidad de la concepción. Después de todo, las preguntas
filosóficas importantes no son «problemas» que no pueden resolverse. La
principal debilidad de la venerable tradición filosófica es más bien que no
alcanza a comprender las situaciones morales decisivas de la modernidad, que
son, entre otras, las que en este momento abordamos. Parece más fructífero
volver a la filosofía preagustiniana, a Aristóteles entre otros, y distinguir dos
cuestiones: por un lado, la responsabilidad moral (o intelectual), y por otro la
relación entre libertad y determinación. En vez de pensar dentro del marco
heredado, podemos relacionar responsabilidad con autoría.
Si aceptamos pensar dentro de este marco, la responsabilidad de Caín por la
muerte de su hermano continuará siendo la misma, con independencia de si
recuerda o no su acción. Es responsable simplemente porque fue el autor del
acto que segó la vida de Abel, y su recuerdo o la falta del mismo carecen de
importancia en este caso. Aunque una persona del tipo de Caín sufriera un
lavado de cerebro en el momento del asesinato, no sería ni más ni menos
culpable del mismo que lo que lo hubiera sido en otro caso, si hubiera
cometido el acto antes del «lavado de cerebro» o tras despertarse de su
pesadilla. Es cierto que un individuo de un sistema mental totalitario no es
libre. Pero el autor de los hechos sigue siendo su autor con independencia de
que sea o no libre mentalmente. Sin embargo, cuestión completamente distinta
es el preguntarnos si un Caín que olvidó su acción también es culpable de
eludir la responsabilidad, o si unos Adán y Eva imaginarios que olvidaron
completamente la voz y el mandamiento de Dios en el momento de su
encuentro con el demonio merecían ser expulsados del paraíso del perdón.
Dado que asumir responsabilidades es aceptar la autoría, sólo puedo repetir
que el recordar es su verdadera condición. Parece como si una persona no
pudiera aceptar la autoría de un hecho si no se reconoce a sí misma como
autor. Se da, pues, por supuesto, que aunque X. no recuerde, también debe ser
culpable de eludir responsabilidades. Pero las preguntas importantes en este
sentido son las siguientes: «Rememorar qué?» y «Rememorar hasta qué
punto?» «Acordarse de qué?» y «Acordarse hasta qué punto?» y ¿Cuál es la
relación entre memoria, recuerdo y rememoración si se reduce al tema de
asumir o eludir responsabilidades? ¿Hasta qué punto se es responsable de
olvidar o recordar algo?
Las respuestas unánimes requieren casos unánimes. El caso absoluto único es
un caso unánime. Conozco uno o dos casos absolutos. Uno de ellos es la
rememoración total hegeliana. En ella todo es rememorado desde la
profundidad de la naturaleza a través de la conciencia. Nada se mantiene
ajeno, todo se hace transparente. El segundo caso absoluto que conozco es la
elección existencial de uno mismo; en ésta, la asunción de responsabilidades
está coexpresada por la propia elección.
Lo no absoluto es siempre ambiguo. Uno se refleja en los ca-

sos ambiguos dentro de su contexto. El contexto que elegí para la siguiente


serie de reflexiones es el ejemplo del desplome de los regímenes totalitarios,
así que empiezo en el punto mismo del golpe con el que el nuevo censor
recientemente instalado cierra la puerta sobre la mente totalitaria tras haberla
devuelto a las estancadas aguas del inconsciente, de donde acaba de aflorar la
mente postotalitaria. En este contexto, el desvanecer de la culpabilidad
personal de la memoria de la parte culpable está unidad al desvanecer, por
parte del recién instalado censor de la mente postotalitaria, de la conciencia de
la antes activa mente con el cerebro lavado.
X. se niega a recordar que denunció a su hermano; dice que no puede
acordarse del hecho. Supongamos que existen documentos a nuestro alcance.
X. puede, entonces, rememorar, aun cuando todavía no lo recuerde. Yo
diferencio entre ambos términos. Rememoramos si reconstruimos historias
pasadas a partir de indicios existentes y aparentemente suficientes. Podemos
rememorar algo que hayamos hecho en el pasado si existen suficientes fuentes
para reconstruirlo con fidelidad; la verificación a través de la memoria
personal es sólo una de esas fuentes, no necesariamente la más fiable; nos
damos cuenta de ello cada vez que la gente testifica sobre otras personas y no
sobre sí misma. La rememoración es siempre interpretación. Suponiendo que
uno interpreta sus propios actos sin recordarlos, uno actúa consigo mismo si lo
hiciera con un extraño. De este modo puede aceptar el juicio de otros que le
atribuyen responsabilidades por sus actos, pero no puede realmente asumir la
responsabilidad de los mismos. Esto se debe a que no se verá a sí mismo como
el autor de los hechos; el autor es una persona que se llama igual que él, que
quizás era la misma persona que él, pero que ya no lo es. Podría
responsabilizarse de los hechos si fuera capaz de recordar, ya que el recuerdo
es la manifestación individual más decisiva de la identidad. Pero la memoria
puede volver bajo la condición de que la mente totalitaria reprimida resurja de
su tumba inconsciente en su estado de enajenación. La liberación de la mente
totalitaria de su tumba psíquica podría también hacer volver la propia
estructura de la mente totalitaria que en una ocasión constituyó el marco del
pensamiento de la toma de decisiones de la persona. Esta no sólo recordaría,
sino que mientras lo hiciera, es posible que reconfirmara, o autorizara, al
menos parcialmente, sus actos anteriores. Entre otras cosas, recordaría lo que
le hizo a su hermano, pero no aceptaría que él lo «denunció», ya que el
término «denuncia», con su connotación fuertemente negativa, pertenece al
mundo de la mente postotalitaria.
He supuesto que sea posible recordar u olvidar voluntariamente. Ésta es una
suposición errónea. La persona olvida lo que hizo (a otros) precisamente
porque fuerza la mente totalitaria, vía censor, hacia las capas inconscientes de
la psique. Simultáneamente, desea olvidar, quiere deshacerse del recuerdo. No
existe en ello una causalidad de dirección única, sino una interacción. La
huella de la memoria se convierte en la huella de la culpabilidad porque la
mente totalitaria es reemplazada por la postotalitaria, y la primera puede ser
forzada a ocultarse porque la culpabilidad ha de ser olvidada. Algo similar
ocurre cuando la persona no puede recordar cosas que se hizo a sí misma,
siempre y cuando tales actos hubieran causado un daño emocional o
intelectual y pudieran ser atribuidos al autor por el autor como crímenes
cometidos contra sí mismo. La incapacidad para unir el recuerdo, la
rememoración y el gesto de la asunción de responsabilidades constituye un
defecto moral, pero es también un caso serio de autoenajenación, la fuente
constante de la inestabilidad psíquica.
Pero, ¿es una persona culpable de no asumir responsabilidades si no puede
recordar?
Si la mente totalitaria es realmente rechazada por completo hacia el
inconsciente, y si recordar ciertas cosas que uno les ha hecho a los demás
también requiriera la reaparición de este material psíquico enterrado en aquél,
entonces el recuerdo de este material no se da a nuestro antojo. Y si esto es
así, una persona que hubiera olvidado que denunció a su hermano no puede
ser responsabilizado de no asumir la responsabilidad por su acto, si bien puede
ser responsabilizado del propio acto en sí. La responsabilidad de una acción
significa la autoría. En tanto en cuanto fue el autor de la denuncia, es
responsable, independientemente de que pueda o no recordar la acción. Pero
no es el autor del acto de «negar la responsabilidad», porque no puede negarse
a reconocer algo que no le es posible reconocer.
En cualquier caso, esta distinción parece fuera de lugar. Ya que, como hemos
mencionado, la persona aun puede rememorar (por indicios distintos de los de
su propia memoria) sin recordar. Si se enfrenta a un número suficiente de
indicios, será

capaz de asumir la responsabilidad (y también puede ser hecho responsable


por otros por asumirlo o por negarse a ello) sin recordar el hecho. Si
Eichmann hubiera cambiado por completo su mente (lo cual no hizo), y si
hubiera olvidado todo lo que había hecho (lo cual casi hizo), aún hubiese
seguido siendo completamente responsable de sus actos, y aún hubiéramos
podido hacerle responsable de no asumir su responsabilidad. Pero, ¿por qué es
esto así?
Sin embargo, la misma distinción se hace pertinente si sólo existen unos
cuantos indicios externos de acciones que la gente hizo contra los demás o
contra sí misma, de tal modo que casi no puede ser confrontada con tales
indicios. ¿Cómo se puede obligar a una persona a que sepa y se responsabilice
de aquello que sabe si no puede ni recordar ni rememorar? ¿Pueden Adán y
Eva, quienes habían olvidado por completo los mandamientos de Dios y Su
misma existencia, ser expulsados del paraíso del perdón, del lugar donde su
culpa es borrada por los otros? Olvidar no es completamente equivalente a
borrar. Olvidarse (uno mismo) no es perdonar.
El material reprimido no se desvanece simplemente en la mente inconsciente.
Con toda probabilidad, casi todas las personas que vivieron en una sociedad
totalitaria durante un período de tiempo muy largo olvidaron muchas cosas
que hicieron a otros o se hicieron a sí mismas, cosas que, si pudieran recordar,
o lo hicieran, describirían como culpas o al menos como algo vergonzoso o
injustificable o injusto. Existe una importante cantidad de material-de-
culpabilidad escondido en la psique postotalitaria. Los hombres y mujeres más
ruidosos compiten por los méritos de la resistencia; cuanto más diligentemente
escriben su pasado, más se convierten en sospechosos de esconder en el fondo
de su psique sentimientos de culpabilidad sobre los que no han reflexionado.
Pero el material reprimido de la mente pretotalitaria tampoco se ha
desvanecido simplemente bajo la censura de la mente totalitaria. En sus
pesadillas, las experiencias y la lógica de la mente pretotalitaria reaparecen en
forma de destellos. Éstos producen heridas psíquicas, las heridas de la mala
conciencia. Muchos hombres y mujeres se despertaron de sus pesadillas bajo
la impresión de esos destellos. Pudieron despertarse porque los destellos eran
muy intensos. Eran fuertes, porque estaban íntimamente conectados con la
mente pretotalitaria de la
56

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persona. Dado que la mente totalitaria (de la persona) es la autora de los


hechos que son nocivos para otros y también para uno mismo, esos fuertes
destellos pueden ser conectados íntimamente con dos motivaciones de la
mente pretotalitaria: el sentido de empatía y el deseo de autonomía. Los
destellos eran menos intensos si estas dos motivaciones se encontraban
presentes con menos fuerza en la mente pretotalitaria, o si las condiciones en
las que los mismos tenían lugar eran menos dramáticas, menos extremas.
Esos destellos de dolor causados por remordimientos de conciencia que no
eran lo suficientemente fuertes para despertar de sus pesadillas al cerebro
lavado están en la actualidad enterrados profundamente junto con la mente
totalitaria. Tan sólo con que estos destellos y el dolor que les acompañaba
pudieran aflorar, las personas podrían recordar sin recaer en un pensamiento
de tipo totalitario. Podrían así asumir la plena responsabilidad de sus actos y
de lo que ellas fueron, sin empezar a pensar de nuevo con sus viejos modos de
hacerlo. Serían entonces inocentes de eludir responsabilidades, dignos de
olvido y —si su culpa es perdonable— también de ser perdonados. La mente
totalitaria, con toda la culpa por lo que anteriormente causó, se desvanecería,
limpiando el camino hacia la normalidad moral y psíquica.
Si se rememora pero aún no se recuerda, podría haber un punto en el que el
viejo dolor vuelva a sentirse. Al igual que Parsifal, quien no comprende el
significado de la ceremonia divina simplemente viéndola y lo entenderá todo
en un destello en el preciso instante en que sienta el sufrimiento y el dolor de
Amfortas, podrán hacerlo muchos hombres y mujeres. Los remordimientos de
conciencia, antes reprimidos, podrán devolver la memoria largamente
reprimida.
El hecho de que alguien haya sentido esos dolores depende principalmente de
su inclinación hacia la empatía y la autonomía. En ausencia de tales
inclinaciones, emociones o deseos, ningún destello de verdad entró en la
mente de la persona. Y si nunca entró ningún destello de verdad, ninguna
rememoración le hará sentir el dolor de Amfortas o los dolores de su
heteronomía. En su caso no recordará. Sin embargo puede ser culpado de
eludir la responsabilidad porque es el autor de la elusión de la misma. Nada se
borra por completo. Los hombres y las mujeres son los coautores de su olvido.
El Adán y la Eva de mi metá for

no pueden olvidar completamente la voz divina en tanto en cuanto sientan un


mínimo de empatía por aquellos que sufren mientras deseen llegar a ser libres.
El Adán y la Eva del Génesis no han olvidado, de modo que su castigo se
convirtió en una bendición o, más bien, en una citación; fueron expulsados del
jardín del olvido. Aquellos Adanes y Evas que olviden el sentimiento de
empatía y el deseo de libertad ya han sido expulsados del paraíso del perdón.
La total expulsión del paraíso del perdón se produce olvidando la existencia
misma de esas personas.

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El fin del comunismo

La discusión sobre el «fin de» cualquier cosa justifica una cierta cautela, ya
que la mente humana no puede adentrarse en un futuro demasiado lejano. Al
menos, el momento del nacimiento de una entidad concreta debe ser
determinado de tal forma que la hora de su fin pueda ser determinada también.
Esto es particularmente cierto cuando se trata de una institución, una idea o un
experimento históricos. Por consiguiente, el final del comunismo significa en
este caso el final del bolchevismo. El tipo de comunismo bolchevique nació en
el siglo xx, y tomó su forma final con el establecimiento de la (Tercera)
Internacional Comunista. Aunque el comunismo del siglo xx cambió varias
veces desde su fundación algunas de sus características, su persistente
identidad no puede ser sinceramente cuestionada. No fueron los observadores
teóricos los que establecieron dicha identidad; los propios sistemas comunistas
dependen de ella para su propia autolegitimación. Supone, en cada partido o
Estado comunista, una cierta continuidad con el comunismo del siglo xix, y
también con el radicalismo antidemocrático de tipo nacionalista. Sin embargo,
la «hora cero» de los partidos y Estados comunistas sigue siendo el
establecimiento de su identidad bolchevique. La relación entre el marxismo y
el leninismo fue forjada por el sagaz seminarista georgiano a semejanza de la
relación entre el Viejo y el Nuevo Testamento.
1
Continuemos con el cuento de la Historia del Partido Comunista (bolchevique)
de la Unión Soviética que fue atribuida a Stalin. Sin duda alguna este libro es
una sarta de mentiras transparentes. No obstante, su función no era la de servir
como crónica verdadera de ningún acontecimiento, sino más bien como la
narrativa que establece la iconografía de la autolegitimación del comunismo.
De acuerdo con esta historia, la facción bolchevique no comenzó a imponer su
identidad frente a la socialdemocracia mediante el respaldo de una ideología o
estrategia diferente, sino defendiendo una nueva forma de organización. Y
este relato de la génesis, con independencia de si es o no históricamente cierto,
es fundamentalmente correcto como autocaracterización.
El nuevo partido-organización estaba basado en la idea simple, pero poderosa
y original, de introducir en el ámbito político las relaciones jerárquicas de
mando-obediencia del Ejército y las fábricas. Las relaciones de mando-
obediencia en política no eran nuevas en un Estado autocrático que, como
resultado de su carácter opresivo, se convirtió en un terreno abonado para la
política de conspiración y terrorismo. Pero tanto la política zarista como el
terrorismo de Narodnik se mantuvieron, a su modo, en un nivel aristocrático y
elitista. Un partido cuyos miembros proceden de una multitud aún sin moldear
socialmente tenía que proponer una solución distinta. Al formular e introducir
el estatuto de su partido, Lenin inventó realmente un modelo completamente
nuevo e inaudito: el aparato totalitario. Las personas que entran en este
aparato son «iguales»; es decir, no aportan al mismo su estatus social anterior;
ni las aptitudes ejercitadas fuera de él. La organización y el aparato las
estructurarán, subordinarán jerárquicamente, las asignarán a posiciones de
mando y/o de obediencia en su seno. Es éste un modelo perfecto de
organización totalitaria. Las organizaciones totalitarias se adaptan mejor a la
labor de establecer relaciones políticas de mando y obediencia estáticas
(reproducibles) en sociedades no tradicionales, y, en este sentido, modernas.
El modelo de la primera célula comunista ya era una relación de
mando/obediencia orientada hacia el deber (como el ejército o la fábrica), y un
deber porque había sido postulado por adelantado. Mencioné a propósito «un»
deber, no el deber. El programa era socialdemócrata revolucionario en sus
inicios. La organización estaba supuestamente formada de tal manera que se
pudiese llevar a cabo este proyecto en particular. Pero el carácter de la
organización cambió el propio deber (objetivo). Tanto el objetivo como la
ideología fueron moldeados gradualmente según la forma de la organización.
Esto corrobora la tesis de que las primeras células del partido ya habían
contenido las posibilidades de un sistema totalitario. El ajuste de los objetivos
a una organización política totalizadora es una historia

que ha sido narrada muchas veces. En cualquier caso, tras la invención de la


institución elemental (el átomo) del totalitarismo, los hechos podían haber
ocurrido al revés. El objetivo y la ideología de una versión particular del
totalitarismo podrían haber sido aceptados antes de, o junto con, la
introducción del modelo de un partido totalitario.
Lenin recibió del movimiento socialdemócrata al que pertenecía un objetivo y
una ideología iniciales convencionales. Fue esta ideología la que necesitaba
ser transformada y amoldada por la organización. No obstante, diversas
ideologías antiliberales y no democráticas pueden utilizar el mismo modelo
institucional para sus propósitos. La única condición es la fuerte presencia de
alguna ideología, al menos durante los comienzos. Sin lugar a dudas, la
organización política moderna par excel/ence que se convirtió en el paradigma
de todas la demás clases de partidos y Estados totalitarios (incluyendo a los no
bolcheviques) fue la muy original invención de Lenin.
Inicialmente, la ideología juega un papel decisivo en el establecimiento de los
partidos y Estados totalitarios. Sin creyentes fanáticos, el modelo no puede
Funcionar. Pero una vez instaurada, la máquina totalitaria funciona con mayor
suavidad sin un número excesivo de fanáticos que puedan tomarse demasiado
al pie de la letra el guión. La ideología asume entonces la función externo-
reguladora de mero mandato; en otras palabras, su esencia, siempre inherente,
se hace manifiesta. Dado que la falta de obediencia implica la amenaza de
aniquilación (de la simple y pura pérdida de la vida hasta la aniquilación
mediante la pérdida de la libertad a través de la pérdida de cualquier
satisfacción en la vida personal, las proporciones de sus distintas versiones
siempre dependen del grado de terror), la gente generalmente obedece. Es en
este proceso donde el totalitarismo aplasta la conciencia de hombres y
mujeres, les despoja de su dignidad personal. Pero no de su mente. El lavado
de cerebro a escalas masivas es, por regla general, poco efectivo. En una
ocaSión comparé el Funcionamiento del totalitarismo con una epidemia.
Mientras la epidemia dura, la gente se comporta y habla como si tuviera
fiebre, a la manera de los fanáticos. Pero en el momento que desaparece la
epidemia, la gente se libera a sí misma y empieza a comportarse como si nada
hubiese pasado. Observadores de la volte-ftwe masiva de 1945 se negaban a
creer que los fascistas o nazis de ayer dejaran de ser lo que con tanto

entusiasmo parecían ser en el momento en que el sistema desapareció,


aunque la mayoría de ellos de hecho lo hicieran. La volte-face es en la
actualidad aún más espectacular en la Europa centro-oriental. Y es
igualmente sincera, si bien no auténtica. Porque la autenticidad requeriría
que la gente se enfrentara a su propio pasado y a sus propios hechos, y no
sólo a los de los demás, mientras que el criterio de sinceridad consiste
simplemente en que uno diga lo que piensa, que es lo que ocurre cuando a la
gente se le permite expresar abiertamente lo que piensa. La práctica de
muchas décadas de pensamientos en suspenso, mientras las personas
hablaban y se comportaba según órdenes, se invalida de un golpe. Si nos
asombra el hecho de que entre cuarenta y cincuenta años de propaganda
comunista se anulen y queden sin efecto en un momento, la respuesta
deberá buscar- se en la misma estructura operativa del propio totalitarismo.
Es igualmente notable que la otra especificidad, el hecho de que la
resistencia al régimen estuviera restringida a pequeños círculos (con
excepción de Polonia a partir de los ochenta), también se derive de la
estructura totalitaria. Algunas personas del círculo de creyentes afirman que
en realidad piensan. No tienen que renunciar a su capacidad de
pensamiento, ya que inicialmente piensan de acuerdo con las órdenes. Pero
una vez que algunos de ellas reconocen que algo va muy mal en el régimen,
continuarán, si pueden sobreponerse al miedo, hablando de acuerdo con sus
propios pensamientos. Sajárov sigue siendo el dechado de este tipo de
hombres.
II
Lenin inventó el modelo organizativo de todos los Estados y partidos
totalitarios. También inventó el poder tecnológico adecuado a los mismos.
Podría considerarse como una contradicción, aunque no lo era, que un
partido ideológicamente motivado por los cuatro costados no reconociera
ningún principio en la política. Sólo existía un objetivo: el poder. Todo lo
demás se convirtió solamente en un simple medio para adquirir más poder.
De hecho, se inventaron recetas muy contundentes para acelerar la
adquisición de poder, tales como la concentración de todos los ataques
políticos en un punto, el punto justo en el que la resistencia pudiera ser
menor, con el objeto de establecer una

cabeza de puente para la ofensiva; cambiando de aliados día a día en virtud del
objetivo estratégico del momento; neutralizando a los actores sociales con
promesas que nunca se pensaba cumplir. Así eran los métodos modernos de
propaganda y agitación inventados y puestos en práctica.
Estos tipos de tecnologías de poder eran, y siguen siendo, muy atractivos en
países en los que las elites gobernantes tradicionales fracasaban en dos
aspectos: por un lado, en la modernización y, por otro, en compartir el poder
con una elite social no-tradicional (nueva). Las nuevas elites están formadas
por graduados medios o superiores, y sus miembros se consideran a sí mismos
capaces de gobernar; también están desesperadamente hambrientas de poder.
Estas nuevas elites están constituidas en general por mentes mejores que las
antiguas, teniendo en cuenta que estas últimas, apoyándose en su privilegio
social, nunca pasaron por una selección preliminar obligatoria basada en sus
capacidades. Dado que las nuevas elites son modernas, sus ambiciones
también son modernas. Entre otras cosas, está su aspiración a desarrollar una
tecnología industrial y agrícola de un nivel más alto. Las referencias que
hacen al «proletariado» o a la «nación proletaria>) (Mussolini) son las
formulaciones ideológicas de su apuesta por darle la vuelta a la relación entre
los que gobiernan y los que son gobernados. Esto es lo que ocurrió en los
países comunistas. Dado que el régimen nazi duró sólo diez años (demasiado
tiempo para los que lo padecieron pero no lo suficiente para una
transformación social absoluta), el cambio en la composición de la elite
gobernante alemana entre los períodos prenazi y posnazi es bastante
asombroso, tanto en términos políticos como empresariales.
Varios de los primeros seguidores de Lenin en Rusia se desilusionaron sin otra
razón que la inferioridad manifiesta de la nueva elite que iba surgiendo. La
vanguardia inteligente era demasiado reducida para reemplazar al antiguo
aparato zarista. El caso en países donde el comunismo fue simplemente
superpuesto por un poder extranjero tras la Segunda Guerra Mundial es
similar. El nuevo régimen tuvo que crear una nueva clase de gobernantes,
expertos y administradores, en números relativamente altos, todos ellos
formados en instituciones educativas Uniformemente controladas por el
Estado y centralmente supervisadas. Se originaron nuevas clases medias y
altas, que se convirtieron en los beneficiarios directos o indirectos del
régimen, a menos que se permitieran el lujo de disentir abiertamente. En los
países poscomunistas existe en la actualidad una clase media-alta bastante
fuerte y numerosa, y no es probable que esta dite cambie; tan sólo cambiarán
sus lealtades políticas. Las figuras más comprometidas políticamente con el
antiguo régimen desaparecerán pero, en general, la gente continuará
ocupando su antigua posición en el sistema de estratificación, al menos por
ahora.
La incapacidad para hacer frente a la circulación de elites contribuye al
debilitamiento interno y a la muerte de los regímenes comunistas. Siempre que
la movilidad ascendente sea rápida (nuevas personas ocupan las posiciones de
los gobernantes jubilados, preferentemente junto con sus viviendas), la nueva
dite prestará apoyo al sistema. Pero cuando las posiciones se hereden y la
riqueza sea privada (procedente de fuentes ilegales incluso en los propios
términos del régimen), las nuevas clases medias dejarán de necesitar el
incómodo e inherentemente peligroso sistema. Tan pronto como el fracaso de
la modernización se ponga de manifiesto, estas clases tendrán un fuerte interés
en el fin del comunismo.
III
Aunque todos los aspectos del totalitarismo, incluido el terror masivo, están
implícitos in nuce en el párrafo aparentemente inocente sobre la organización
de una célula del partido, ninguna necesidad histórica determinó con
antelación que todos ellos deberían desarrollarse en toda su plenitud. El hecho
de que los comunistas lograran el primer objetivo de su grandioso plan de
toma y mantenimiento del poder político fue ya el resultado de la coincidencia
de muchos factores contingentes. Pero, posteriormente, la lógica de los
acontecimientos cobró mayor importancia que las contingencias. Si se
combina la decisión de no dejar que el poder se escape nunca de las manos de
los gobernantes con la puesta al día de la maquinaria de protección del poder,
éste se mantendrá efectivamente por todos los medios posibles a su alcance.
En caso de resistencia, el terror masivo reinará en su más alto grado. En
realidad, esto incluía el terror organizado y meticulosamente administrado, y
—al me-

nos al principio— también tenía por cometido desatar la rabia popular,


deliberadamente encendida, sobre sus víctimas.
Dado que sólo una minoría relativamente pequeña apoyaba a los partidos
comunistas incluso donde tomaron el poder sin contar sin un apoyo militar
externo, o al menos sin demasiado apoyo, las fuentes racionales de
legitimación no podían funcionar. La legitimación mediante el carisma ofrecía
una solución fácil, especialmente en aquellos países en los que los anteriores
gobernantes autocráticos habían recibido su legitimación de sus instituciones
tradicionalmente carismáticas (como es el caso del Zar de Rusia o del
Emperador de China). La legitimación por el carisma para un gobernante
moderno no era una invención del todo nueva; fue utilizada por primera vez
por Napoleón. Pero el gobierno y reinado de Napoleón fue un gigantesco
espectáculo unipersonal, y siendo ante todo un gran soldado, podía contar con
ciertas tradiciones de apoyo. El caso del nuevo dictador es diferente, ya que es
principalmente el dueño de una institución totalitaria, e incluso cuando es la
personificación del régimen, casi deificado, sus órdenes irrevocables son
promulgadas únicamente en el nombre de esa institución. El dictador
carismático moderno ocupa una posición delicada, incluso contradictoria.
Tiene que ser el emblema de la nueva elite, revolucionario hasta la médula; es
esta cualidad lo que justifica ante sus allegados los asesinatos de masas
cometidos por él y en su nombre. La contradicción implícita en esta posición
es la siguiente. O extiende las purgas asesinas a sus propios allegados y por
tanto se convierte en peligroso para el propio régimen (Stalin fue salvado por
la Segunda Guerra Mundial, y Mao murió antes del contragolpe), o deja de ser
un «revolucionario», incluso termina la «revolución desde arriba», por lo que
pierde su carisma y se convierte por completo en un estorbo (tal y como
sucedió con todos los gobernantes rusos posteriores a Jruschev y con los
actuales dirigentes chinos). Realmente, Stalin nunca fue reemplazado en la
Unión Soviética, y la era pos-Breznev sufrió de un constante déficit de
legitimación. Sin un dirigente carismático, el sistema pasa a ser disfuncional:
el terror no puede ser perpetuado ni siquiera a baja escala sin la imagen del
purgador carismático ocupando un lugar muy importante. Aparentemente,
aquellos que, bajo órdenes, cometieron asesinatos masivos, políticamente
motivados, contra la población civil de su propio país, necesitan adherirse a
una figura paterna de dimensiones cuasimíticas que asuma su culpa, así como
la responsabilidad por cada crimen, en virtud de ser una institución más
grande-que-la-vida, un semidiós. Stalin no fue un seminarista en vano:
entendió cómo poner el carisma religioso al servicio de la política del poder.
El fin del carisma institucionalizado del Partido Comunista y el del dirigente
es el principio del fin del comunismo. El apoyo de Solidaridad a la elección de
Jaruzelski para la presidencia no tuvo nada que ver con su carisma auténtico o
fabricado, que nunca había existido, mientras que más de veinte años antes
Kádár, un colaboracionista abierto y desvergonzado, había triunfado en la
creación de un cierto carisma alrededor de su persona. Este ejemplo demuestra
que la interrelación funciona en ambos sentidos. Se necesita un cierto carisma
para practicar el terror, y el terror debe ser utilizado para dotar de carisma a la
persona del dirigente. En el momento en que los dirigentes de los partidos
dejan de mandar ejércitos o policías armados, cuando ya no se encuentran en
la posición de mandar abrir fuego, o no quieren hacerlo, el carisma se
desvanece. Sin embargo, aun cuando se necesite el terror para conseguir
carisma en ei comunismo, el ejercicio del terror por sí solo no es suficiente
para llegar a ser carismático, como se ha visto confirmado por la matanza de
la Plaza de Tiananmen y sus consecuencias. Se ha roto el hechizo, y esta vez
para siempre.
Siempre hubo una oposición comunista, abierta o clandestina, a la dite
comunista gobernante. Estos denominados «desviacionistas» o «renegados»
sacrificaron su posición, su libertad, a menudo incluso su vida, por su
disensión, pero nunca consiguieron nada sin el cumplimiento de tres
importantes condiciones. Primero, dado que en el modelo leninista es el centro
ei que decide todo, y quien quiera que lo contradiga está condenado, la
oposición tiene que ocupar el centro. Segundo, dado que el modelo leninista
de organización implica el sistema completo de totalitarismo in nuce, la
misma tradición leninista debe ser abolida. Tercero, dado que el régimen
utiliza la ideología para reforzar la relación mando-obediencia, la ideología de
apoyo debe de ser relativizada o destruida. Por ejemplo, en 1956, en Hungría,
se cumplieron las tres condiciones. En esa ocasión fue el Ejército soviético el
que desempeñó el papel de centro ideológicamente intacto. Y la revolución
húngara suscitó la pregunta

obvia: ¿Qué curso tomará la historia si algo similar ocurriere en la Unión


Soviética, el propio centro del comunismo?
Sin Gorbachov (o un primer secretario soviético parecido, con otro nombre)
todavía estaríamos sentados esperado la caída del comunismo. Gorbachov es
el anti-Lenin que inició un movimiento en sentido inverso. Al igual que el
infame primer párrafo del estatuto del partido contempló todas las
posibilidades de totalitarismo (sin ninguna necesidad de actualización), la
abolición formal del «papel director del partido» incluye in nuce la posibilidad
de la completa desaparición de todas las instituciones totalitarias (una vez más
sin el respaldo de la necesidad histórica). La segunda condición del «fin del
comunismo» también está presente en la Unión Soviética, porque la tercera
condición (relativización y destrucción de la ideología) ha sido cumplida con
el permiso, e incluso el aliento, del centro. Consecuentemente, la función
ideológica del mando-obediencia ya no opera del mismo modo que antaño, y
sin un fuerte despliegue del poder de represalia, la disponibilidad hacia la
obediencia continuará desvaneciéndose. En realidad, el totalitarismo
comunista creó los medios para su propia desaparición.
Se desconoce si Gorbachov había planeado convertirse en el anti-Lenin antes
de alcanzar la posición central del poder comunista, o si empezó a desempeñar
ese papel después de muchas pruebas y errores mientras andaba a tientas en la
oscuridad. Había (y aún existe) algo en la situación que ciertamente le empujó
en esa dirección. Pero, ¿cuál es el significado en términos concretos del papel
de un antileninista?
Hemos visto que a principios de siglo una pequeña (pero inteligente) elite al
margen de la sociedad tradicional asimilaba el programa de la total, y al
mismo tiempo científica, transformación de la sociedad. Lenin inventó una
nueva tecnología de poder que resultó tener éxito. Se tomó el aparato del
Estado, se estableció el régimen totalitario. Pero, ¿qué podía hacerse con este
poder? Los proyectos para la creación de una nueva sociedad fueron tomados
en préstamo de otras fuentes (marxistas); se dieron por supuestos el mensaje y
la efectividad del proyecto. Pero la fórmula mágica demostró ser ineficaz.
Lenin no conocía ningún remedio para esto, porque inventar proyectos
socioeconómicos y concebir tecnologías de poder requieren talentos
diferentes. El resultado final es bien conocido por todos. Muchos millones de
personas fueron asesinadas, muchas más sucum 68

69

bieron bajo el peso del trabajo obligatorio y por hambre, millones fueron
encarceladas para que pudiera darse la economía moderna más ineficiente y
más disfuncional, una economía que está ahora al borde del desplome total.
No era ningún secreto en los círculos comunistas que los planes no
funcionarían. Se abandonaron desde el principio mismo importantes aspectos
del proyecto marxista. El resto, sin embargo, fue incorporado en las fibras
sociales de una sociedad totalitaria. Pero hace ya varias décadas se pusieron en
marcha diversos experimentos para transformar, mejorar y cambiar esos
planes. Lo que en la actualidad se denomina «perestroika» se inserta en esta
tradición. Hasta el momento, no existe en la Unión Soviética ninguna
perestroika salvo de nombre. Aunque las mejoras en la eficiencia económica y
tecnológica parecían ser los principales objetivos de las reformas de
Gorbachov, la situación es peor que antes. Gorbachov se enfrenta al mismo
problema de los «fines» sustantivos a los que Lenin se enfrentó en sus
tiempos. En principio, existen planes, modelos a seguir, pero no existe
ninguna forma de averiguar cómo hacer que el país se mueva en la dirección
necesaria. Lenin creía que una vez que se había alcanzado el poder, el modelo
concebido en la imperturbable atmósfera de los estudios bibliotecas de los
emigrados de Londres sería puesto en práctica en un breve espacio de tiempo.
Aparentemente, Gorbachov no tiene idea de cómo, incluso estando en
posesión de poderes dictatoriales absolutos, podría encaminar a su país en la
dirección de una economía que funcione. Así que actúa de un modo similar a
Lenin, sólo que con signos opuestos. En vez de centrarse en los fines, se
concentra en la organización, el marco institucional y la ideología. Y, de
hecho, ésta, y no el tratar de forzar programas o planes económicos o
tecnológicos, es la forma de salir del totalitarismo.
El principal cambio institucional en la Unión Soviética hasta el momento no
es el establecimiento de la democracia, sino el salir de una forma de dictadura
en la cual el dictador ha dejado de ser el representante del totalitarismo.
Gorbachov podría convertirse en un dictador plebiscitario, un mandato que
aún no ha alcanzado, pero ya es independiente del partido. Este tipo de
independencia no significa que Gorbachov pueda tomar todas la’ decisiones
por su cuenta, un poder privilegiado que sólo Stalin tuvo. Sin embargo,
Gorhachov se independizó del partido no

sólo de [acto sino también de jure, de manera que puede poner en práctica sus
decisiones sin la obediencia entusiasta de la maquinaria del partido, y, si es
necesario, incluso en contra de ellas. Aunque las analogías históricas
confunden más que explican, aún puede verse como una ironía de la historia el
hecho de que los troskistas alcanzaran finalmente su «Termidor» y Rusia su
primer cónsul (con o sin el apoyo del Ejército). El curso de la historia rusa aún
continúa abierto, pero el comunismo es ya una opción descartada.
Iv
La tecnología del poder inventada por Lenin puede sobrevivir al comunismo,
y, durante un tiempo, incluso el comunismo puede sobrevivir bajo diferentes
disfraces. Las tecnologías del poder totalitario pueden serle útil a cualquier
elite nueva con ansias de poder, y si se combinan con ciertos eslóganes del
comunismo modernizantes y centralizadores, pueden funcionar incluso sin el
apoyo militar soviético. O, en el caso de conflictos entre las familias que
tradicionalmente tenían el poder, una familia aún puede recurrir a la ideología
y la tecnología del comunismo para ganarle por la mano a sus enemigos.
Finalmente, en el caso de conflictos raciales, un grupo racial puede conseguir
el poder frente a otro empleando medios totalitarios. En cualquier caso, el
comunismo, históricamente hablando, está muerto y sin posibilidades de
resurrección.
Hablar históricamente es hablar el lenguaje de la imaginación. La existencia
histórica no es simplemente una cuestión de hecho, sino también una cuestión
de nuestras relaciones con ese hecho. El comunismo no fue únicamente un
mal sistema político o económico bajo el cual vivían casualmente algunas
personas. Era un sistema que se llamaba a sí mismo socialista, que pretendía
ser superior al resto (al capitalismo) y que legitimó tanto su existencia como
su expansión con una pretensión universalista. Era un sistema que realmente
se expandió con rapidez, dando la impresión de poder cumplir con sus
pretensiones universalistas gracias a la fuerza bruta de su tecnología del poder
y a lo atractivo de su ideología. El comunismo no toleraba lo parcial, lo
particularista, la diferencia. No competía con Otros Sistemas en uno u otro
aspecto, pero, como totalidad, declaraba la guerra política a otras totalidades.
Ya es hora de aprender que la «sociedad capitalista», como totalidad cerrada
que abarca todos los aspectos de la vida desde la economía a la política y la
ideología, nunca existió en ninguna otra parte que no fuera en la ideología
socialista y, en particular, en la comunista. Su función era servir como la
imagen del otro, un espantajo endemoniado, una creación proyectiva de la
imaginación del adversario.
Ahora que ha desaparecido el hechizo podemos fácilmente ridiculizar este
delirio de grandeza; y, sin embargo, ha gozado de un amplio crédito. Había
algunos creyentes, aunque disminuyendo en número continuamente, que
creían en la superioridad del sistema comunista, y otros, numéricamente
crecientes, que creían en su superior fuerza militar. Mientras que un régimen
sea percibido como altamente peligroso y plenamente capaz de cumplir sus
amenazas, ni el sistema ni sus principios necesitan alardear de tener muchos
admiradores para seguir muy, muy vivo.
En 1968, el comunismo había perdido su atractivo en Europa y, por lo general,
en Occidente. Pero la imagen del invencible poderío militar soviético
continuaba viva. Y los dirigentes soviéticos intentaron capitalizar dicha
imagen. El aumento de los movimientos pacifistas durante los años setenta,
especialmente en Alemania y Gran Bretaña, donde el temor a la maquinaria
militar soviética se tradujo en un lenguaje antiestadounidense y de defensa de
la política de desarme unilateral, proporcionó el último intento de rescatar el
comunismo de su muerte. El intento fracasó, debido principalmente a la
resistencia de los hombres y mujeres con sentido común.
Fue de nuevo la política de Gorbachov la que disolvió ese miedo, al retirar las
tropas de Afganistán, al entrar en conversaciones de desarme con Estados
Unidos y, en particular, al renunciar a la dominación soviética en los Estados
de la Europa del Este. Las puras cifras del armamento militar suponen una
amenaza meramente abstracta; la amenaza se concreta si también se está
dispuesto a utilizarlo.
De los tres síntomas mencionados anteriormente, sólo uno puede interpretarse
como una indicación inequívoca del cambio esencial en la URSS: la renuncia
a su dominación sobre los Estados de la Europa del Este. Los oti-os dos
síntomas, por sí mismos, podrían, sin embargo, haber sido interpretados como
mdi-

cadores de una mayor elasticidad estratégica y táctica. Pero a la hora de la


crisis, la decisión de abstenerse de intervenciones militares para salvar a los
partidos, dirigentes y sistemas sociales impuestos sobre los Estados de la
Europa centrooriental fue esencial en términos absolutos. Fue ésta una
decisión antiuniversalista que contradijo la propia lógica del comunismo y de
la tecnología del poder de Lenin.
Sin duda alguna, abandonar la política comunista no es lo mismo que
abandonar la política imperial. El centro soviético no está dispuesto a permitir
la secesión a las distintas repúblicas, no porque quiera que las repúblicas
bálticas o asiáticas sigan siendo comunistas, sino porque quiere retenerlas
dentro de la órbita imperial rusa. A este respecto, Goi-bachov no es diferente
de Churchill: tampoco él quiere presidir la disolución del imperio. Pero es en
este punto donde acaban las similitudes y donde, en un contexto dado, los
conflictos nacional-coloniales contribuyen a la desaparición del comunismo, y
no únicamente a la del Imperio ruso. Después de todo, el imperialismo
británico no pretendía haber solucionado la «cuestión nacional» de una vez
para siempre, ni calificaba a las colonias de la Corona como una comunidad
de naciones iguales y hermanadas.
Sin embargo, lo que ocurrió en la Europa centro-oriental puede ser entendido
únicamente en términos de la estrategia de poder comunista. La Europa
oriental no era puramente una «esfera de influencia» en términos militares, ni
tampoco era simplemente un botín de guerra que se había convertido en una
«dependencia» para su uso con fines de explotación económica. «Países
satélites» sería una expresión más adecuada; pero la metáfora que evoca la
imagen de muchos pequeños Estados girando alrededor de un gran centro es,
en cualquier caso, engañosa. Ya que, de hecho, la dirección soviética aplicó
los principios organizativos del partido a las relaciones interestatales. La
relación entre la cúpula del partido de cualquier país del Este de Europa y la
cúpula real del Partido Comunista soviético era exactamente la misma que la
relación entre los miembros de una célula del partido con los dirigentes de éste
en los términos del documento fundador de la facción bolchevique. Era la
misma relación de «mando-obediencia». Con la mediación de su propia
dirección comunista, superpuesta, que era escrupulosamente obediente a las
órdenes de «arriba», las poblaciones de todos los Estados satélites soviéticos
tenían que obedecer las órdenes de los dirigentes de la Unión Soviética y del
Partido Comunista soviético. Sin embargo, había dos diferencias entre esta
situación y la original.
En términos de la situación original, el fin, el objetivo supremos, era una
sociedad comunista como la diseñada por la ciencia marxista. Tras la Segunda
Guerra Mundial, el fin último a alcanzar era la creación de una réplica exacta
de la sociedad totalitaria que se había producido como el resultado final de
veinte años de «revoluciones bolcheviques desde arriba». A pesar de todas las
discusiones vacuas y carentes de sentido sobre «la sociedad transitoria», «la
construcción del comunismo» y demás cosas por el estilo, temas preferidos de
Jruschev, el resultado final ya había sido alcanzado en los años treinta. El
sistema totalitario no iba a ser cambiado ni reformado. Por consiguiente, tenía
que ser destruido. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, ese sistema
fosifilizado, cerrado e inmóvil se exportó a la Europa del Este.
El principio del «centralismo democrático» combina dos elementos
irreconciliables. Los dirigentes son elegidos, pero los «plebeyos» obedecen el
dictatum de los dirigentes. En realidad, en la historia del partido soviético, los
plebeyos sólo podían elegir unos dirigentes que ya habían sido elegidos por
los propios dirigentes. Pero, formalmente, sí se celebraban elecciones. Una
vez que el estatuto del partido fue aplicado al Estado soviético, se abolió el
elemento pseudodemocrático. Los dirigentes del Partido Comunista,
«constitucionalmente» la fuerza motriz del Estado, no eran elegidos ni
siquiera formalmente por el pueblo. En las relaciones interestatales entre la
Unión Soviética y sus satélites, el completo absurdo de la fórmula totalitaria
se hacía incluso más aparente en tanto en cuanto habría llegado a hacerse
evidente que el pueblo en general (en este caso, los ciudadanos de los países
satélites) no tenían voz ni voto, ni siquiera formal, en el carácter del centro de
mando. Las «dialécticas» del estatuto del Partido Comunista desvelaron el
secreto en su totalidad.
Este es el motivo de que la decisión de Gorbachov de dejar en libertad a los
pueblos de la Europa del Este, en lugar de lanzar el Ejército sobre los
fugitivos, pase a los anales de la historia como la hora cero, el principio de la
desaparición del comunismo moderno. Este fue, como sucede con todos los
pasos decisivos, el paso más difícil y, al mismo tiempo, el más fácil de dar.
74
73 3
Fue el más difícil precisamente porque era absoluto e irrevocable. Pero
también era el más fácil porque significaba, con independencia de lo que
pudiera ocurrir con posterioridad, la renuncia a la prerrogativa de la toma de
decisiones junto con la del privilegio de gobernar. Ningún paso posterior será
tan difícil y tan fácil como ése. Ninguno de ellos será tan difícil, porque
ninguno habrá de cruzar dos veces el proverbial Rubicón. Y ninguno será tan
sencillo, porque Gorbachov no se encuentra en posición de renunciar a la
responsabilidad de las decisiones venideras que afecten al destino de la Unión
Soviética; y menos aún puede renunciar al privilegio de gobernar, ni está
dispuesto a ello. Si escupes al cielo, en la cara te caerá, y antes de que te lo
esperes.
y
Existe un punto fijo en el «reino de los fines» del comunismo moderno, que
no es otro que la propia modernización. El comunismo ha agotado todas las
formas de legitimación (con la única pero reveladora excepción de la
legitimación racional por ley o por consenso, que nunca ha intentado utilizar);
y todas ellas fueron apoyadas por la promesa de una modernización
arrolladora que lo abarcara todo.
El totalitarismo es un sistema político ‘e social moderno, pero su capacidad de
modernización es limitada, y el precio a pagar para su utilización como
vehículo político es, por no decir otra cosa, excesivo. Si no se consideran
todos los demás objetivos y puntos de vista salvo los de la modernización,
puede afirmarse lo siguiente sobre el totalitarismo: el sistema totalitario es
muy efectivo para acondicionar el camino hacia el poder de una nueva dite
mediante la eliminación de todos sus adversa- ños. También es un medio
eficaz para mantener ei poder una vez que se ha conseguido. Es un
centralizador eficaz, tiene una propensión interna a la movilización de las
masas para conseguir objetivos a corto plazo; ha sido, históricamente, un
usuario adicto de enormes cantidades de mano de obra forzada (esclavizada),
y puede poner en marcha y acelerar el proceso de una clase de
industrialización brutal y rudimentaria. Teniendo en cuenta que la pérdida de
vidas humanas y el despilfarro de capital o materias primas carece de
importancia para él, bajo e1 to75

talitarismo comunista también pueden llevarse a cabo experimentos sociales


de alto coste. En la fase inicial, la movilidad ascendente puede ser acelerada y
la educación general, mejorada, aunque únicamente al nivel más elemental. La
movilización de demandas de baja tecnología para esfuerzos bélicos es, por lo
general, rápida y eficaz en este tipo de regímenes. Pero incluso en la fase
inicial, las ventajas no pueden superar las deficiencias. Y, a largo plazo, la
maquinaria totalitaria fracasaría invariablemente en la realización del proyecto
de crecimiento económico, de mejora tecnológica, del aumento de los niveles
de vida, etc. El totalitarismo, el hacer intentos desesperados de modernización,
sucumbe bajo el peso de su irracionalidad.
El desastre económico del régimen comunista es una historia muy conocida y
frecuentemente narrada. Es igualmente conocido el hecho de que el
permanente aplazamiento del hacer frente al desastre ha empujado siempre a
los países comunistas hacia el interior del laberinto de la irracionalidad, con
independencia de si continuaban editando falsos boletines sobre sus victorias o
admitían intermitentemente ciertas denominadas equivocaciones que debían
ser rectificadas. Con o sin reformas (nunca estructurales), las cosas
continuaron yendo de mal en peor. El comunismo se convirtió en un cul-de-
sac incluso según sus propios estándares, ya que en el mejor de los casos ha
producido una versión pobre, brutal, disfuncional, contraproducente y patética
de la módernidad, bajo cuyas ruinas han quedado enterrados al menos veinte
millones de cuerpos de hombres y mujeres asesinados.
El comunismo moderno comenzó en el punto en que Lenin y unos cuantos de
sus lugartenientes aceptaron el proyecto social marxista y decidieron ponerlo
en práctica, sin tener en cuenta los costes sociales, tomando el poder para sí
mismos. Pero su segundo paso no se derivó necesariamente del primero. El fin
del comunismo moderno empezó cuando se hizo evidente que el modelo
totalitario no funciona y que los intentos de posponer su abandono radical
simplemente empeoran todo, y cuando Gorbachov y algunos de sus partidarios
osaron hacer el gesto de abandonar el legado del «centralismo democrático».
El segundo paso tampoco se derivó del primero por algún tipo de necesidad.
Podría haber ocurrido de otra manera. Los proyectos de reforma podrían haber
continuado uno tras otro; cada uno de ellos hubiera fracasado sin ningún lugar
a dudas, y nada hubie r

cambiado esencialmente. Podrían haberse vuelto a abrir los campos de


concentración, podrían haberse vuelto a cometer a gran escala los asesinatos
masivos. Incluso la posibilidad de guerra podría haber resurgido en el
horizonte. La bestia mortalmente herida lucha con fuerza. Nada se escribió por
adelantado en los códices de la historia.
El comunismo moderno inició su carrera histórica con un acontecimiento
contingente; el fin del comunismo también empezó con una nota de
contingencia. El primer acontecimiento contingente dio lugar a una institución
que in nuce incluía todas las categorías del totalitarismo. La necesidad
comenzó cuando las posibilidades se actualizaron. Una nueva contingencia ha
roto esta cadena de necesidad. Se abren nuevas posibilidades en nuestro
horizonte.
El marxismo como política: un obituario

Nunca, desde la aparición y expansión de la Iglesia cristiana, ha conocido la


cultura «occidental» (o «europea») una historia de éxitos como la del
marxismo. Lo que comenzó como una disputa filosófica abstracta entre los
emigrados radicales alemanes en París, durante el período de la disolución del
hegelismo, se convirtió, en el plazo de tres generaciones, en una ‘<ideología»
política que dominó inmensas regiones del mundo y atrajo fanáticos y
militantes en todos los continentes. Para reforzar el símil de la Iglesia, el
marxismo ofreció a los trabajador5 empobrecidos, viviendo una vida
atomística, una especie de congregación; y a los intelectuales, no satisfechos
con sus vidas, les ofreció un nuevo credo existencial. Las primeras organjj005
marxistas eran combinaciones únicas e inventivas de todas las ramas de la
Ilustración, así como de las primeras Políticas modernas: los partidos políticos
como maquinarias electorales, la masonería libre con sus cultos ceremoniales
y ritos, los clubs de debate que creaban <opinión» y pequeños grupos
semiconspjra torios de «revolucionarios profesionales» neojacobinos.
El éxito sin igual del marxismo tuvo una causa muy simple:
Marx insistía muy seriamente en la unidad de la teoría y la praxis, y apostaba
todo el futuro de su doctrina —tanto filosófica como políticamente— en la
ascendente estrella de una nueva clase social, la de los trabajadores
industriales modernos. Los primeros socialistas no habían sido tan utópicos
como el propio Marx pretendía, ciertamente no más utópicos de lo que
finalmente Marx llegó a ser, sino que más bien estaban mucho más
intelectualmente mentalizados. Para ellos, el socialismo era «una nueva
ciencia de la sociedad», es decir, un poderoso correctivo para la modernidad
(en ocasiones, en favor de una nueva comunidad o, eventualmente, una nueva
cristiandad). En cambio, Marx estaba convencido de que la «cuestión social»
no era una «anomalía» de la sociedad civil recientemente emancipada, sino
una parte integrante del proceso de emancipación. Cuando a todo el mundo se
le da derechos políticos, al menos
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en teoría, deben ser reconocidas las necesidades de todo el mundo; de ahí «la
cuestión social», desconocida en las sociedades precapitalistas. Precisamente
por ese motivo tenía que seguir una segunda emancipación, a la que Marx
denominó «humana», y que no podía ser el resultado de una nueva ciencia
socialista ni de una cristiandad distinguida por su espíritu socialista, sino que
sólo podía ser la acción práctica de aquellos cuya propia existencia
constituyera «la cuestión social», es decir, sólo podía ser un acto de
autoemancipación proletaria, junto con una acción política y filosófica.
Esta proposición se combinó con la nueva invención de la política moderna, el
«radicalismo». El radicalismo, «el comprender todo en su raíz: el hombre»,
como Marx lo definiera, tenía varios rasgos distintivos. Primero, tal y como
afirmara Robespierre y repitiera Marx, consiste en «hacer verdaderas las
promesas de la filosofía», y no sólo en dirigir los asuntos de un orden social
determinado. Segundo, era una revolución permanente, un proceso que no
conocía término ni conclusión mientras prevaleciera alguna institución de la
civilización existente, tanto de la «base» como de la «superestructura».
Finalmente, era una revolución antropológica, una dinámica que no podía ser
satisfecha con la mitigación, o ni siquiera con la eliminación, de la
indiferencia proletaria, sino únicamente con el establecimiento de un puente
entre el empobrecimiento del individuo y la riqueza creativa de la especie
humana.
Con la proverbial ventaja de la percepción retrospectiva, en la actualidad
podemos tener muy pocas dudas de que el proyecto de Marx, a pesar de sus
componentes ilusorios y en ocasiones perniciosos, jugó un papel constructivo
crucial en la ascensión de la modernidad como un mundo de libertad. En el
fondo, el proyecto resultó ser una mitología proletaria que ha sido
«científicamente falsificada» en varias ocasiones. Sin embargo, como
correctamente apuntaba Blumenberg, el absoluto contraste entre Logos y Mito
constituye uno de los mitos de la Ilustración. Sigue siendo necesario
«investigar sobre el mito» incluso en la creación de un mundo moderno
racionalizado; lo que cuenta es el mensaje del «mito racionalizado». En la
mitología marxista, el proletariado, el paria de la sociedad, no era un humilde
suplicante admitido en la sociedad «buena» bajo la condición de cumplir con
las normas de la higiene social y cultural, sino que era, en cambio, el origen, la
fuente de una nueva sociedad.

(Georg Lukács, el único filósofo importante y original en la tradición


marxista, desarrolló los fundamentos filosóficos de esta transición hacia una
nueva civilización, en Historia y conciencia de clase.)
El estímulo de la moral proletaria, la elevación del paria social al nivel de
sujeto político y cultural de la modernidad, fue quizás una consecuencia no
intencionada del impacto de la teoría marxista, consecuencia que su propio
creador habría considerado que permanecía confinada sin esperanza en el
mundo que había de ser trascendido. Y sin embargo fue una influencia crucial
y beneficiosa, ya que —a lo largo del siglo xix— la histoña de la modernidad
amenazaba con convertirse en un cuento sobre la colonización interna y el
cesarismo; amenazaba con hacer volver a la «esclavitud emancipada» —la
existencia del trabajador industrial— a la pura y simple esclavitud sin
emancipar.
La autoemancipación de la clase trabajadora, es decir, su creciente
participación en la política y en la forja y expansión de las instituciones
democráticas, fue vital para el surgimiento de la modernidad en forma de
dominio de la libertad. En este proceso, la mitología marxista del proletariado
no fue en modo alguno el único estimulador de la moral. No jugó ningún
papel en Estados Unidos; y en Gran Bretaña, donde teóricamente las filosofías
del socialismo liberal, mucho menos homogéneas, lleva:
ron la voz cantante, y donde los sindicatos hicieron una parte considerable de
la tarea sin ningún tipo de filosofía, desempeñó un papel poco importante.
Hablando en general, y por buenas razones, la mitología marxista sólo tuvo
influencia allí donde el liberalismo no formaba parte de la cultura política y
apenas existían las instituciones democráticas. No obstante, en la Europa
continental, y durante un tiempo en el Oriente, resulta difícil imaginarse la
autoemancipación de la clase trabajadora hacia una existencia política sin la
influencia de Marx.
Para Marx, apostar por el proletariado era también apostar por la
industrialización. En su teoría, la industrialización aparecía como
revolucionaria, y la era de la revolución fue la era de la industrialización. Esa
conexión era mucho más que una simple «correlación» superficial. El
capitalismo industrial no era menos revolucionario para Marx de lo que lo era
el socialismo proletario, ya que aquél había erosionado y destruido los
fundamentos del orden del viejo mundo con una absoluta crueldad.
El proletariado como ci ase y su espíritu revolucionario se forjaron, en
realidad, en los talleres del capitalismo revolucionario, que no sentía ningún
respeto por nada de lo consagrado por el tiempo. Al combinar la revolución y
la industria, Marx se situó en la corriente principal del pensamiento moderno.
Esta combinación también proporcionó a su antropología una nueva
dimensión: el ser humano apareció como revolucionario no sólo en su
capacidad de horno politicus, sino también en su capacidad de horno fiber. El
viaje del Prometeo Encadenado en dirección hacia el Prometeo Sin Cadenas
(siendo Prometeo el titán que Marx asociaba normalmente con el
proletariado), puso de relieve que en la mitología proletaria la función de
romper las cadenas impuestas por Dios era equivalente a establecer los
prerrequisitos para la producción moderna. A través de la unión en una misma
persona del horno faber y del (revolucionario) horno politicus, la sustancja de
la modernidad se convirtió, al buen estilo hegeliano, en sujeto (funcionalista).
La doble apuesta sobre la industrialización revolucionaria el proletariado
revolucionario permitieron a Marx construir un vocabulario que ha dado
forma al lenguaje político hasta nuestros días, basado en las categorías
«capitalismo» versus «socialismo». Estos términos binarios indicaban formas
alternativas de «instituir la sociedad» que, durante todo el siglo xix y casi todo
el xx, fueron equivalentes al establecimiento de determinados órdenes
económicos (capitalismo o Estado socialista). En la medida en que la
modernidad era identificada como «capitalista» o como «socialista», toda la
nueva época, nacida en las revoluciones libertarias, se redujo a un modo
específico de organizar la economía, teniendo ambas versiones en común el
hecho de que la industrialización siguió siendo una constante. Ello también
significó que la libertad de los modernos era una simple «superestructura» de
la que ocasionalmente se podía prescindir.
Al introducir el lenguaje de «capitalismo» y «socialismo», sugiriendo que la
economía era el centro y la sustancia de la existencia social que determina
todas las demás esferas —un supuesto de la economía política inglesa clásica
que fue un dogma filosófico desde Adam Smith en adelante y que Marx
adoptó al completo—, Marx fijó el tono dominante de la primera modernidad.
Inventó el lenguaje no sólo de los socialistas, sino también el de sus enemigos.
Pero en proporción con la llegada de la

era de la modernidad, el vocabulario centrado en el contraste «capitalismo


versus socialismo» da paso poco a poco a un nuevo lenguaje, en el cual no se
distingue un solo centro determinante de la vida social, sino, más bien, un
lenguaje en el que se reconocen por sus propios y distintos derechos la
dinámica particular de la economía, la división funcional del trabajo, las
tendencias culturales y las formas de organización de la libertad política.
Casi tan importante como su apuesta sobre el movimiento naciente de la clase
trabajadora fue el poder de atracción sobre los intelectuales que el marxismo
ejerció durante un siglo. Porque Gramsci tenía razón, aunque hoy en día, en la
era en la que multitud de intelectuales se apresuran a abandonar un
comunismo estéril y espiritualmente agotado, su observación ha tenido el
efecto de un búmeran: la dominación sólo está fuertemente enraizada mientras
sea antes que nada hegemonía cultural, y no sólo el desnudo poder de la
coacción. Una rápida ojeada al estilo de vida personal de Marx explica una
gran parte de esa atracción. El emigrado judío-alemán en Londres,
desconocido durante décadas en su propio país natal, separado de la vida
académica, que despreciaba, no habiendo tenido o buscado un trabajo durante
toda su vida, llevando el estilo de vida de un caballero literario, pero sin
recursos propios, este pendenciero litteratus y periodista independiente que
sólo desde la distancia participaba en la emergente política de la clase
trabajadora internacional, se convirtió de repente en una mitológica figura
paterna del movimiento mundial más poderoso al final de su difícil vida,
durante la cual estuvo principalmente ocupado en sus asuntos familiares, que
manejaba de un férreo modo victoriano. Añádase a esto la despectiva
superioridad que Marx sentía hacia la misma institución que su trabajo había
creado —siendo la mejor muestra de ella su arrogante comentario de que él no
era un marxista— y veremos la personificación de una actitud que ha sido,
abierta o encubiertamente, el Wunschtraurn de una iiitelligentsja radical
europea filosóficamente colectivista, aunque personalmente muy
individualista.
Con su polifonía, la teoría de Marx atendía a casi todas las necesidades
culturales principales y a los diversos gustos de la lfltelligentsia moderna. El
autor del primer volumen de El Capital, quien describió «las fábricas oscuras
y satánicas» de los explotadores talleres del temprano capitalismo en un estilo
casi comparable al de Blake, dio expresión a las rebeldes conciencias sociales
y a la conmiseración de los intelectuales así como a su malestar, causado por
el estilo de vida «privilegiado» de los mismos. Este filósofo que consideraba a
Darwin como al Newton de la biología (en una polémica no declarada contra
Kant) y prometió una ciencia de la sociedad con rigor darwinista, fue el
portavoz más apasionado del siglo de una secularización en la que la ciencia,
el nuevo Dios, reemplazaría a la moribunda religión. Pero para muchos
radicales con inclinaciones místicas, ese mismo profeta de la ciencia era
también un profeta puro y simple. Se reveló como el Mesías fundador de una
religión escatológico-revolucionaria en la cual el antiguo mesianismo judío se
unía con la Ilustración radical, y las palabras de Jesús, ego sum via, ventas et
vita, sólo tenían que ser traducidas a la primera persona del plural para
aplicarlas al nuevo colectivo Redentor, el proletariado. Marx, el devoto lector
de la tragedia griega, también mostraba un fino sentido de la grandeza trágica
que los intelectuales tanto echaban de menos en la prosa de la sociedad
moderna y «artificial». En su opúsculo escrito tras la caída de la Comuna de
París, durante los días del terror blanco, y en el que el proletariado era
presentado como el protagonista de una representación de la Pasión, clavado
en la cruz de la historia, Marx generó una lingua franca para los intelectuales
aislados, quienes anhelaban el drama, la grandiosidad y un nuevo héroe
histórico en el chiaroscuro de sus estudios.
Y no menos importante, presentando a los intelectuales una gran tentación no
del todo inocente, estaba la historia personal del erudito privado, quien, por el
puro poder de su mente, fue catapultado a la cima de un reconocimiento
político mundial. Era ésta la historia de un hombre que, si hubiera vivido más
tiempo, no habría podido evitar convertirse en marxista, es decir, en un
poderoso político de primera magnitud. Antes de la Primera Guerra Mundial,
cuando esta verdad alboreó para todo el mundo, había estado claro durante
varias décadas que la antigua elite política, aún seleccionada en parte sobre la
base de los principios aristocráticos, estaba, por un lado, cada vez menos
preparada para manejar los asuntos políticos modernos, y por otro, bloqueando
el acceso al poder de grupos nuevos y ambiciosos. La política marxista ofrecía
entonces a esa nueva dite la posibilidad de romper el control sobre el poder de
que disfrutaba la gerontocracia social. Casi la única dimensión que falta-

ba en el ancho diapasón de Marx fue la psicológica —de vital importancia


para los intelectuales modernos introspectivos y a menudo narcisistas. De ahí
los posteriores y repetidos intentos por parte de los marxistas y rnarxistizantes
de reconciliar a Marx con Freud, el último, y un tanto curioso, capítulo de lo
que sería la tesis de Lyotard sobre la «economía libidinal» de Marx.
Esta multidimensionalidad de la filosofía de Marx, que fue una fuente
importante de la amplitud y variedad de su atractivo, creó al mismo tiempo un
dilema político para una teoría espléndidamente destinada no sólo a interpretar
el mundo sino también a cambiarlo. Aunque Marx no es realmente
responsable de la doctrina bolchevique de la «unidad de voluntad» —esa
expresión en clave para la sumisión totalitaria y el lavado de cerebro—, su
filosofía sí presenta una pretensión dogmática de verdad monolítica (que no
podía ser demostrada en los términos de su propia teoría). Y esta pretensión,
tan atractiva para los tipos pobres de espíritu con miedo a tener opinión
propia, dio inicio a una serie de colisiones con el carácter de capas múltiples
de una teoría que también atrajo hacia sí a diversos grupos de intelectuales
influyentes. El marxismo, aún en su cuna, se debatía entre tendencias que
promovían la unidad de la «Iglesia» y otras que promovían la herejía —ambas
impulsadas por la propia estructura de su filosofía común.
II
Los terrenales destinos de la filosofía de Marx —su espectacular ascensión al
poder y la igualmente espectacular caída del poder que se denominó a sí
mismo marxista hasta el momento de su muerte— se basaban en una paradoja:
la filosofía más intencionadamente política de todas las filosofías carecía de
una teoría política. Existe una sorprendente similitud entre la escatología de
Marx y la de los inicios del cristianismo, que surgió del Viejo Testamento y de
la Ley Judía. El Redentor, quien conocía cara a cara a Dios a priori, no sólo
después de la crucifixión y la resurrección, y que por tanto ya conocía a su
Padre mientras estuvo en este mundo, no hizo ninguna declaración sobre Dios
o sobre lo que los cristianos debían hacer, excepto que tenían que seguirle a El
y dar la espalda al mundo. Del mismo modo, la escatología de Marx, quien
«conocía» el «otro mundo», ya que lo había deducido del mundo presente, no
hizo manifestación alguna sobre esa esfera trascendental excepto que estaría
constituida por la absoluta negación de lo existente. Esta laguna crucial en la
«filosofía de la praxis» iba a causar una grave perplejidad a su más eminente
alumno pragmático, Lenin, a la hora de la verdad, cuando la versión más
ortodoxa de la puesta en práctica —el comunismo de guerra— había fracasado
y hubo que abrir nuevos caminos.
Todo lo que Marx tenía que decir sobre el futuro está contenido en
determinadas «grandes negaciones» de su filosofía. «La sociedad de los
productores asociados», su término teórico reservado para el futuro estado de
las cosas, cuyo nombre popular en la política marxista es «comunismo», es
quizá la más ambiciosa de dichas negaciones, ya que lo que intenta trascender
no es solamente el «capitalismo» sino también la «sociedad». En tiempos
premodernos, el nombre del dominio humano era «el mundo», un término
vacío cuya función principal, y quizás única, era separar el hábitat humano del
universo o «naturaleza». El concepto «mundo», como domicilio de los
humanos en el universo, no afirma nada colectiva o individualmente sobre sus
habitantes, ni da a conocer las formas en que organizan sus vidas. En la
modernidad, el nombre del dominio humano es «sociedad», que en términos
de su «ciencia», la sociología, se entiende como un conjunto de individuos y
su disposición en instituciones y grupos (clases, estratos, estados, castas y
demás) y el entramado de cohesiones y conflictos entre ellos. Pero «la
sociedad de productores asociados» está más allá de la sociedad. Es una
asociación en tanto en cuanto no contenga ningún espacio entre el individuo y
la especie. Consecuentemente, dentro de este entramado no son necesarios, o
ni siquiera concebibles, ningún agregado de «seres-especie» ni ninguna
institución sensu stricto.
La segunda «gran negación» es la de la economía como un dominio aislado de
las actividades humanas, como una «esfera». En un principio, en el momento
de su conversión a Marx, Lukács observó que el mensaje implícito en la
filosofía de la historia de Marx era que el capitalismo podía ser percibido
como la única sociedad en la que la economía constituía una esfera
independiente. (Dicho de otra manera, el «capitalismo» es «sociedad»
precisamente porque una institución importante, la

economía, agrupa a sus individuos en conjuntos denominados «clases»


socioeconómicas.) Exactamente por esa razón, el capitalismo es el momento
escatológico, después del cual se desvanecerá para siempre la economía
independiente, y las gentes o bien harán breves visitas al «reino de la
necesidad» o se instalarán junto al autómata económico y lo supervisarán. Este
fue el motivo de que Marx nunca concibiera una doctrina económica sensu
stricto, sino más bien una antieconomía escatológica, cuyo principal postulado
mesiánico era que no es ni humano ni necesario vivir en la escasez.
La «gran negación» final de la filosofía de Marx, y quizá la más sorprendente,
es la negación de la pertinencia de la política para la futura «sociedad de
productores asociados». Al mismo tiempo que la economía, también acaba
con la ley (en cuanto textos reguladores, interdicciones e instituciones
penales). Una vez que se aceptan estas premisas, es lógico que en una
«asociación» basada en una antieconomía existencialista en la que la «gestión
de las cosas» puede ser establecida de un modo minimalista, y en la cual,
teóricamente, no es aceptable o concebible ninguna coacción (legal o
extralegal) o violencia, la política únicamente puede ser un nombre carente de
contenido. No es tan evidente, a pesar de ser cierto, que la denominada
«transición» de la «sociedad» capitalista a la «asociación» libre —la sustancia
de la política marxista— fuera para Marx un tema no político. Mientras su
protagonista filosóficamente constituido, el proletariado, se implicara en
actividades tales como campañas electorales, movimientos de reforma social,
cambios constitucionales y legales, e impusiera su voluntad a los parlamentos
y gobiernos, en otras palabras, mientras se ocupara de la política propiamente
dicha, iba por mal camino, según las estimaciones de Marx, ya que continuaba
atrapado en la «sociedad» en vez de estar negociando la transición hacia la
«asociación».
La política de Marx era una política del Apocalipsis, mucho mejor entendida
por intelectuales como Sorel, Lukács, Sartre o Merleau-Ponty que por los
políticos socialdemócratas o comunistas, quienes solían referirse a él con
frecuencia. Cualquier sutileza sobre una «teoría de la dictadura del
proletariado» era, por tanto, o bien una fachada hipócrita, una fachada
levantada ante la tecnología de la coacción, o, como bien explicaba el
ingenioso término alemán, una Wissenschaft des Nicht-WissensWerten.
Porque estaba previsto que la «dictadura del proletaria- do» fuera un punto en
el espacio, no una línea continua; un momento congelado, no una sucesión de
momentos en el tiempo; una plataforma de lanzamiento desde la cual el
proletariado pudiera ser catapultado al nuevo mundo.
La otra cara de la paradoja es que precisamente esta filosofía, con su laguna
abierta en el lugar en que debería estar la teoría política, en virtud de su gran
número de componentes fundamentales, demostró ser una inspiración para la
política radical moderna. Para empezar, el radicalismo político moderno era
universalista, una solución a los problemas de la raza humana, no sólo a los de
una nación, región o grupo étnico. Por consiguiente, no pudo encontrar
mejores antecedentes y fundanientos que la filosofía ultrauniversalista de la
historia de Marx. Segundo, la premisa del radicalismo político moderno es la
creencia en la interminable «capacidad de hacer» de ese artefacto, el mundo
moderno. La filosofía de Marx proporcionaba una completa explicación de la
inclinación a «hacer el artefacto», con su idea de un proyecto social, un
«plan», y con sus te/os fijo de la dinámica histórica.
Finalmente, la política radical podía entenderse en términos marxistas como la
fusión de dos conceptos dispares. Por un lado, era una techne perfecta con un
mayor grado de «realismo» que de Realpolitik, porque se suponía que estaba
basada en la «ciencia de la sociedad» más objetiva. Por otro, era una política
de destino, ya que para convertirse en realidad la necesidad histórico-política
requería las acciones más heroicas de actores que arriesgaran todo y se
enfrentaran al destino. Esta combinación de objetividad extrema, planteada
como la ciencia natural de lo arbitrario, y de lo provocativamente subjetivo,
que en momentos de coyunturas críticas simplemente dejaba de tomar en
consideración los resultados de su propia ciencia, atraía enormemente al tipo
de actor radical que era más calculador, y por tanto tenía más éxito
pragmáticamente que los maquiavélicos tradicionales, pero que, sin embargo,
terminaba saltando al abismo.
Las dos alternativas políticas que tuvieron su origen en la inspiración
marxista, la socialdemocracia y el comunismo, hicieron una selección
arbitraria de las dimensiones de la filosofía de Marx, aunque durante mucho
tiempo ambas se proclamaran ortodoxas. La socialdemocracia, cuyo adecuado
entendimiento puede encontrarse en la declaración de Beunstein de que el mo-

vimiento es todo, mientras la meta no es nada, despojó la visión original de


todos los elementos apocalíptico-escatológicos. Era la encarnación de una
política auténtica y completamente secularizada, pero con mala conciencia. A
pesar de que optó prudentemente por la inmanencia de la modernidad, a la que
pretendió readaptar críticamente una y otra vez, en lugar de comprometerse
con la aventura de su trascendencia absoluta; aunque representaba el espíritu
hiperracionalista de Marx, «el Darwin de la sociedad»; sin embargo, a menudo
sentía remordimientos de conciencia por dejar de lado la grandeza de la
política escatológica, y pedía perdón por su propia «cobardía». Además, para
poderse defender contra la tentación de la inexorable y peligrosamente
imprudente política del Apocalipsis, la social- democracia primero se deshizo
de Marx y luego abandonó por completo la teoría y la imaginación cultural.
Como justo castigo a su autocastración, siguió confinada en el primer mundo,
porque lo que en éste parecía ser una política simplista, aunque atractiva,
demostró ser en el denominado Tercer Mundo una fórmula demasiado
compleja, a la par que insuficientemente radical.
La segunda alternativa, el «marxismo-leninismo», era una elección todavía
más arbitraria del menú filosófico de Marx, y dio lugar a una reducción y
fragmentación de la filosofía. Aunque mantuvo la fraseología marxista, el
marxismo-leninismo tiró por la borda todo el legado «humanístico» de la
filosofía de Marx, y utilizó lo que quedaba como justificación de la
contribución comunista a la tecnología política: la teoría y la práctica del
totalitarismo. En un sentido forzado, ello también fue una reflexión sobre la
filosofía de Marx y una solución para un difícil postulado de ésta: el postulado
que requería el derrumbamiento de la teoría en la práctica, creando su unidad
mediante la realización, y así la eliminación, de la filosofía. De un modo
similarmente desvirtuado, también era «leal» al espíritu universalista de Marx,
porque la innovación comunista, la puesta al día de la tradicional techne de la
tiranía, se estaba extendiendo por todos los continentes. Durante un tiempo
tuvo un éxito espectacular en el Tercer Mundo, porque era la forma posible
más simple de eliminar el orden tradicional y establecer un nuevo tipo de
poder para un nuevo tipo de dite.
El eslogan de la publicidad que de sí misma se hacía la nueva elite era
«modernización». Pero en vez de educar lentamente

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89

una individualidad naciente, promoviendo una compleja cultura de emociones


y estilos de vida, fomentando la ciudadanía como un sustitutivo de los lazos de
sangre y parentesco, estableciendo la igualdad de los sexos, desarrollando una
conciencia legal y promulgando buenas leyes mediante su ensayo con el
método de prueba y error, la nueva dite se contentó con organizar su poder a
imitación de los aparatos comunistas, con copiar los clichés del marxismo-
leninismo y, por encima de todo, con incautarse de toda la riqueza de la
sociedad.
Dado que ambas alternativas políticas, inspiradas por la filosofía de Marx,
descartaban dimensiones fundamentales de dicha filosofía, la bifurcación
provocó olas recurrentes de oposición interna, acusándose unas a otras de
falsificar las intenciones originales. El temprano radicalismo «izquierdista»
del período de la Segunda Internacional anterior a la Primera Guerra Mundial
y la última oposición «derechista» al comunismo posestalinista, pretendiendo
ambos ser los depositarios del mensaje auténtico, que había sido distorsionado
por la pseudoortodoxia dominante, y abrigando ambos el autoengaño de la
reconstrucción de un texto marxista más allá de la división política en
«oportunismo» socialdemocrático y comunismo totalitario, pertenecían
estructuralmente a la trayectoria del marxismo como política. Y, una tras otra,
cada ola de marxismo de oposición tenía su propio «dialecto». Mientras
peleaban contra sus colegas marxistas, defendían algún aspecto progresista de
la modernidad. Estoes particularmente cierto de los marxistas antitotalitarios
revisionistas durante las últimas décadas del «socialismo real». Pero una vez
que la posición que atacaban era debilitada o derribada, siempre que
intentaban hacer valer sus tesis como una síntesis de todos los «elementos
emancipatonos» del texto original, o tomaban posiciones ilusorias o
simplemente se degradaban en una vulgar reacción. La segunda alternativa
está bien ejemplificada por la carrera de la «filosofía de la praxis» yugoslava.
Abandonando la postura de oposición interna, y convirtiéndose en la ideología
oficial del comunismo nacionalista serbio a través de la participación de su
conocido teórico, Markovic, en la cúpula del partido, están a la vez librando la
última batalla del totalitarismo europeo y adoptando una posición de
vanguardia, en forma muy parecida a la de sus enemigos pro Ustashi, en una
nueva y destructora ola de tribalismo.

En proporción con el gradual autodistanciamieflto socialdemócrata del texto


de Marx, y como reacción a dicho distancia- miento, la constitución de una
nueva ortodoxia se ha convertido en la espina dorsal de las políticas
comunistas. El término llegó más tarde, con la publicación del famoso ensayo
de Lukács a principios de los años veinte, pero en retrospectiva, la tendencia
hacia la ortodoxia es discernible ya avant la lettre en el partido de Lenin, antes
de que adoptara la autodenominación oficial de «comunista». Con toda
probabilidad, los bolcheviques, incluyendo a Lenin, su mente dirigente, no
tenían ni idea de lo muy en serio que Lukács se refirió al término «ortodoxia»;
porque para ellos las sutilezas teológica eran terra incognita. Sin embargo,
Lukács, anticipándose a Gramsci, estaba muy al tanto del hecho de que
nuestra cultura ha estado tradicionalmente organizada en torno a un texto
importante. Crear la autoridad del texto clave y controlar su interpretación es
el poder supremo, un poder mucho más influyente que cualquier aparato de
coacción y terror. Sin embargo, los bolcheviques, aunque siguieron siendo
insensibles a las connotaciones culturales más sutiles, captaron el mensaje
básico de Lukács y lo tradujeron a la ortodoxia de la Iglesia del Gran
Inquisidor —que fue llamada «la pureza del marxismo-lenifliSmo».
Pero nunca entendieron el aviso de Hegel, quien había sabido muy bien que la
monopolización del texto y el control sobre el mismo nunca es suficiente. En
nuestra cultura, el futuro de un gran texto, así como el de la «iglesia» de la que
forma parte, depende de la riqueza del mismo, de la posibilidad de su lectura
herética y de las reservas internas y la habilidad elástica de la «iglesia» para
reintegrar la interpretación herética en la ortodoxia. Los comunistas abordaron
esta empresa con su habitual autoritarismo, encomendándoselo a su cruel y
estrecho de miras San Félix. Cuando Lenin rechazó secamente la teoría de
Lukács como «demasiado abstracta y mala>’, dio paso a la ritualización de la
interpretación más pobre posible del gran texto de Marx. Y, bajo el mando de
Stalin, la herejía no fue «mejorada», reprimida y reintegrada, sino más bien
exterminada en el gulag. El resultado fue el total agotamiento intelectual-
espiritual de la ortodoxia marxista cuando el comunismo estaba a punto de
desplomarse; ésta es la principal explicación de la falta de defensa de los
comunistas, una vez que el aparato de opresión había desaparecido.

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91

Por volver a la conocida frase de George Marchais, le hilan (do communisme)


est globalenient negatif, realmente, bajo todos los puntos de vista, el
comunismo puede ser acusado de la corrupción a gran escala, con su sofisma
denominado «dialéctica», de una modernidad todavía joven. Ya que lo que la
«tiranía de la libertad» dejó tras de sí fueron los monumentos del exterminio
masivo, de la misma clase que los campos de exterminio de Hitler; juntos
constituyen un museo que exhibe la fragilidad de la Ilustración. También
provocó, principal aunque no únicamente entre los intelectuales, una
indiferencia cínica hacia el valor fundacional de la modernidad, la libertad.
Intensificó todas las características traumáticas y las patologías genéticas de la
modernidad. El tiempo de las revoluciones, con su excesiva velocidad, su
pulso acelerado y su ritmo histérico, fue declarado el «tiempo normal» de la
modernidad y ha sido impuesto sobre todas las épocas que fueran asfixiadas
bajo su carga. La dictadura del futuro, una consecuencia de la modernidad
orientada al futuro, fue reforzada teóricamente y proclamada solemnemente
sobre el presente. «La sociedad como artefacto» se produjo
experimentalmente en laboratorios gigantescos en los que las vidas de los
cobayos humanos fueron tratadas como una quantité negligeable. El
movimiento del péndulo de la modernidad fue interrumpido en un extremo, se
prohibió y se bloqueó su retroceso: se excluyó el modus operandi habitual,
prueba y error y, por tanto, se paralizó la economía. El monumental desplome
y la bancarrota del milagro económico del siglo, la industrialización
bolchevique tipo guerra relámpago, fue el resultado directo e ineludible de la
paralización del péndulo de la modernidad. Con ese desplome no sólo se
destruyeron las reclamaciones infundadas y excesivamente ambiciosas de una
dirección hiperracionalista de los asuntos económicos de la sociedad. Eso en sí
mismo sería una ganancia neta sin pérdidas. Pero a la modernidad también le
han quedado profundas cicatrices: una «institución social imaginaria»
temporalmente paralizada, y una confianza en sí misma para realizar
proyectos peligrosamente reducida.
En el experimento comunista de traducir la filosofía en praxis no se ha «hecho
realidad» ni un solo elemento del proyecto original de Marx, y el proyecto al
completo ha sido comprometido políticamente sin recuperación posible. Una
filosofía de autonomía absoluta generó un mundo de heteronomía casi com
pleta

a través de un tipo de política que actuaba en su nombre. «La sociedad


planificada», deduciendo «científicamente» el futuro del presente
(procedimiento del que se suponía que pondría fin a la opacidad de la
sociedad, que era la consecuencia de la reificación), resultó ser un mundo de
caos definitivo e irracional en el cual no se podía arrojar ninguna luz sobre las
tendencias relacionadas con la capilaridad. Ahora, tras siete décadas de
instigación y administración comunista de las revoluciones, no sólo no queda
ningún «sujeto revolucionario», sino que el propio proyecto de revolución ha
sido terminado y descartado. Cuando Habermas llamó a los levantamientos de
la Europa del Este «revoluciones restitutorias», lo hizo como crítica, no como
cumplido. Pero, en realidad, esta descripción un tanto amarga es el mayor
elogio de los épicos acontecimientos de 1989-1991. Porque las últimas
revoluciones políticas de «Occidente» han superado finalmente sus
consecuencias y su aberración, «la revolución social permanente», y han
devuelto la modernidad a un estado de normalidad —en sí mismo muy
problemático— a partir del cual puede iniciarse el trabajo de la auténtica
reforma social. Con las «revoluciones restitutorias» se ha completado la labor
de 1789.
¿Hasta qué punto es Marx responsable de los crímenes y fracasos de la
«política marxista»? No parece haber mucha necesidad de entrar en una de las
discusiones más estériles de la historia cultural, la que trata de establecer la
responsabilidad de Marx por el gulag o la responsabilidad de Nietzsche por
Auschwitz. Los filósofos, Lukács o Heidegger por ejemplo, sólo son
responsables de los actos cometidos con su participación y su apoyo como
personas privadas y miembros de partidos totalitarios; y Marx no era marxista.
Pero la posición contraria difícilmente puede ser convertida en un nuevo mito,
es decir, el mito de Marx manteniéndose distante de las políticas marxistas, sin
tener nada que ver con ellas, y a la espera de su «auténtico momento
histórico». Esto sería un mito frívolo, con el que pocos podrían estar de
acuerdo, y un mito que apenas daría forma a la «institución imaginaria» de la
modernidad. Marx, el gran filósofo y sociólogo, el crítico de la sociedad
instituida exclusivamente bajo el signo y la dominación de una organización
particular del orden económico, seguirá siendo importante para muchos que
conservan el filo crítico de su visión de la modernidad. Pero mientras la
modernidad continúe siendo libre y «normal», evitará cuidadosamente el
gobierno del tipo de política basada en la alternativa radical del razonamiento
teórico. Tal y como señalara ingeniosa y correctamente Odo Marquard: «Ha
llegado el momento de que el mundo, cambiado en tantas ocasiones por tanta
filosofía, se salve finalmente. Y la salvación del mundo significa
principalmente la separación de la razón teórica, en la cual se permiten todos
los experimentos, de la razón práctica, la razón de la política, en la cual los
experimentos deben ser la excepción, no la regla.»

Las tradiciones sociahstas y la trinidad liberté, égalité, fraternité


Tradicionalmente, los socialistas han venido refiriéndose a las primeras
revoluciones de la modernidad, así como a los documentos fraguados en las
mismas, con un grado de benevolente condescendencia. Eran simplemente
revoluciones «burguesas», o alimentaban ilusiones ingenuas, envueltas en
grandes palabras —así argumentan críticos sofisticados en la mayoría de los
casos—. En realidad, es de este modo como se ha conservado la trinidad
liberté égalité, fraternité relegada por los movimientos socialistas y los
historiadores a un archivo de reliquias. Y sin embargo, a lo largo de décadas
muchos socialistas serios llegaron a darse cuenta de que los objetivos de sus
movimientos, carentes de las «innovaciones» comunistas, podían ser
expresados con el lenguaje de aquellos documentos «obsoletos». Incluso se
hizo un intento para deducir de la «Declaración de Independencia»
estadounidense todos los postulados principales del socialismo.
Pero nuestra tesis da un paso hacia adelante, ya que parte de la propuesta de
que el socialismo no sólo se hace eco del lenguaje de aquellos documentos
«obsoletos», sino que no ha intro ducido un solo nuevo principio sustantivo
sobre cuya base pueda establecerse la sociedad moderna. En su lugar, lo que
hizo el socialismo, al menos en sus mejores momentos, fue interpretar esos
principios, interpretaciones que fueron indudablemente cruciales para el orden
moderno.
Esta tesis no intenta denigrar los logros del socialismo. Sin embargo, 1989,
con la feliz coincidencia de la celebración retrospectiva de la Revolución
Francesa y del gran espectáculo de las revoluciones en la Europa del Este, es
el momento apropiado para reflexionar sobre la temprana modernidad como
un único ciclo revolucionario continuo que en la actualidad parece haber
llegado a su fin. Los principios y valores más importantes del nuevo orden,
sobre todo los valores de libertad y vida, que lo distinguían de todas las
historias premodernas, fueron establecidos en el inicio mismo del ciclo. En
este sentido, volvemos de nuevo a escribir la historia y a teorizar ab urbe
condita. La modernidad in statu nascendi también creó un vocabulario que no
puede ser trascendido. Los casos paralelos de Hitler y Stalin confirman la
verdad de este planteamiento. Sus crímenes no pueden ser diferenciados;
quedan en nuestros anales como recordatorios eternos. Pero Hitler, con su
negación rotunda de la libertad y con su desprecio manifiesto hacia el valor de
la vida, provocó inmediatamente la profunda hostilidad de todos aquellos que
no tomaron partido por él y, tras la derrota militar, se ha convertido en una
opción descartada, mientras que el uso maquiavélico del lenguaje de la
libertad por parte de Stalin confundió a millones de personas durante mucho
tiempo. Los principios fundamentales no trascendibles de nuestra era histórica
sirven de base a la única forma de fundamentalismo que la modernidad conoce
y tolera. Pero fiel a las antiguas tradiciones de la cultura europea, estos
fundamentos necesitan interpretación constante para poder mantenerse vivos y
vigorosos. Los mejores aciertos socialistas fueron precisamente esos
comentarios e interpretaciones de los textos básicos de la modernidad
(mientras albergaban el autoengaño de que representaban una posición
radicalmente nueva).
Tomemos dos de los principales eslóganes socialistas que captaron la
imaginación y desencadenaron las acciones de los hombres y mujeres
modernos. El primero de estos eslóganes es la explotación (que ha sido
adoptado e internalizado por el electorado de la clase trabajadora —en el
sentido más amplio posible— del socialismo), siendo el segundo la alienación
(que estaba destinado principalmente para el consumo de los intelectuales,
también de una nueva generación posterior a la guerra, y generalmente para
los insatisfechos de la clase media). La explotación, mientras no estemos en
las lóbregas aguas de la pseudoeconomía marxista, tiene dos significados
claros e interpretables. En el primer significado se refiere al hecho básico de
que el trabajador no tiene ninguna influencia, más allá del salario, sobre la
plusvalía que ha producido. En el segundo, es la expresión de un amplio
sentimiento de que el pueblo vive miserablemente. El primer significado del
término «explotación» es una crítica al inadecuado poder económico de los
trabajadores en las sociedades modernas, así como también un comentario
sobre lo que las grandes masas piensan del hecho de que impere la injusticia
social. El segundo significado es una crítica sobre

los niveles de vida de los trabajadores, percibidos como desproporcionadas


hasta el punto de ser insoportables. Por tanto, son interPreta0ne5 o de la
libertad o de la igualdad.
El caso de la «alienación» es más complicado dada la riqueza de contenido del
término filosófico, cuyo resultado es que nunca ha existido consenso sobre
este concepto ni siquiera entre los filósofos. Pero los siguientes matices del
significado están invariablemente incluidos en el concepto. La alienación
significa el empobrecimiento del individuo (frente al forzado enriquecimiento
de la especie); en este sentido, el término alienación denota una autonomía
individual perdida o nunca ganada. La victoria hipotética de esa autonomía, la
fusión entre la especie y el individuo, en la cual, como afirmó Marx, lo
particular será lo general, anuncia el advenimiento de individuos ricos e
inconmensurables. Además, la desalienación promete una interrelación entre
estos individuos ricos e inconmensurables esencialmente distinta de las
relaciones competitivas de la jungla. En el primer sentido, la alienación es una
interpretación de la libertad (como autonomía). En el segundo, la teoría hace
la muy atrevida propuesta de eliminar por completo la cuestión de la igualdad
(ya que no puede haber igualdad ni desigualdad entre entidades
inconmensurables). En el tercero se hacen determinadas predicciones sobre el
futuro de la fraternité.
Por supuesto, puede objetarse que no hay necesidad de traducir el lenguaje
mucho más refinado del socialismo al lenguaje anticuado de los documentos
de fundación. Mi tesis es, por el contrario, que una traducción de este tipo
constituye una obligación política y moral del socialismo, a menos que
pretenda hablar una jerga diferente a la de la lingua franca de la modernidad,
un idioma reservado que sea incomprensible para la mayoría de los hombres y
mujeres modernos, un lenguaje que abrigue intenciones sospechosas (como
fue durante décadas el caso del «chino del partido» comunista). Una
traducción de este tipo es también un examen o prueba, ya que mostrará qué
elementos de la ideología socialista son compatibles con los principios
fundacionales y cuáles apuntan hacia su falsa trascendencia. Y mi hipótesis es
que en cada acto de comparación y traducción el lenguaje de la trinidad
liberté, égalité, fraternité resultará ser el texto básico a interpretar; las
addenda socialistas aparecerán como una interpretación de este texto básico.

II
Las interpretaciones socialistas de la liberté implicaban, en general, dos
formas de criticarla. En el primer caso se hicieron objeciones vehementes a la
extensión real de la liberté. La acusación fundamental fue la de hipocresía. La
liberté fue declarada universal, en tanto que, de hecho, siguió siendo reducida
—a través del censo electoral, de la distinción entre citoyens actifs et passifs—
a menudo a no más del 6 u 8 por ciento de la población adulta, e incluso en el
mejor de los casos no llegando a más de la mitad. De esta interpretación cariz
crítica se originaron poderosos movimientos que alcanzaron la mayor victoria
política de la democracia moderna, la extensión al conjunto de la población
masculina del derecho a elegir y ser elegido. (Lo que de inmediato muestra la
limitación de la imaginación política socialista, que sólo era capaz de pensar
en términos de clases pero no en los de sexos.) El socialismo, durante su era
heroica, luchó por la universalización de la liberté en alianza con los liberales,
a menudo a pesar de las afirmaciones irónicas de sus propios padres
fundadores sobre los simples derechos políticos.
En el segundo caso el socialismo aceptó la definición cartesiana de liberté
como el poder para hacer o no hacer algo, y se hizo la siguiente pregunta:
¿Tienen los trabajadores el poder, es decir, la libertad, de no trabajar en las
fábricas en las condiciones realmente inhumanas de la Revolución Industrial?
Si no tienen ninguna alternativa a la aceptación de dichas condiciones
espantosas, establecidas por sus amos socialdarwinistas, ¿son libres, a pesar de
la solemne declaración de sus libertades? ¿Fue la descripción de Marx de la
«esclavitud emancipada» una exageración total? Y ni siquiera las
considerables mejoras de las condiciones de trabajo, que se dieran en este
siglo bajo la presión de los movimientos de la clase trabajadora, eliminan
enteramente la validez del problema de la liberté como poder; problema que
aún tiene resonancia en el mundo moderno, y la confianza en la posibilidad de
ocupaciones y formas de vida alternativas continuará en el programa socialista
el próximo siglo. En este caso, la interpretación crítica de la liberté estuvo
dirigida hacia la discrepancia entre el principio y su «realización».
Dos estrategias diametralmente opuestas del socialismo surgieron de este
desafío de la liberté. La primera fue la «dialéctica». Tomó como hecho y
premisa la hipocresía inherente a la

práctica de la liberté y extrajo de ello consecuencias devastadoras para el


propio principio. «Dialéctica» significaba en este caso el siguiente
procedimiento. Cada categoría había de ser examinada a fondo en forma
crítica como potencialmente «ideológica». Su significado «real» debía ser
desentrañado, y esto podía lograrse mediante su negación absoluta (y, por
supuesto, mediante la consiguiente elevación del concepto a un nivel
«superior)>). Fue así, por ejemplo, como se concibió la tesis de una dictadura
revolucionaria, o proletaria, como forma de un tipo superior de democracia.
La premisa de la segunda estrategia fue el reconocimiento de la discrepancia
entre los principios y su «realización» en la práctica social, y la conclusión
propuso la formulación, sobre las propias bases de los principios infringidos,
de políticas tales que pudieran aspirar a cerrar, o al menos a reducir, la brecha.
La bifurcación del socialismo se hizo más patente en el conflicto entre la
socialdemocracia y el comunismo. Pero ya había existido antes del conflicto, y
no es probable que desaparezca por completo ni siquiera después de la caída
del comunismo.
Los movimientos y teorías socialistas también trataron normalmente la
cuestión de de quién era la libertad declarada y «realizada» en la modernidad.
«El hombre» nacido libre y dotado de derechos inalienables les parecía una
entidad dudosa. El socialismo replicó a la autopropuesta cuestión en cuatro
niveles, los de «la especie humana», la «sociedad», la clase social y el
individuo. En el nivel de la raza, el socialismo, en su mayor parte, reiteró las
banalidades de la fraternité; carecía de una teo incluso de un programa para
una raza humana integrada y emancipada. Aquí fue Marx la única excepción
en la elaboración de una gran filosofía de la especie, pero ésta se basaba en la
fusión del individuo y la especie; y la persona individual, y no la suma total de
la raza humana, fue lo que le sirvió como modelo.
En el segundo nivel, las preguntas estaban, la mayoría de las veces, mal
planteadas en el pensamiento socialista. Para los iniciadores, societas y
libertas eran postuladas simultáneamente porque socias, en su uso moderno,
es el ser humano que entabla una relación con otros, en lugar de haber nacido
entre ellos. En este sentido, toda «sociedad» es ya un dominio emancipado
cuando se compara con la «comunidad» o el parentesco (y la discusión sobre
las «sociedades premodernas» es la modernización problemática de la
sociología histórica). Políticamente hablando, en un sentido estricto, una
«sociedad libre» sólo puede significar un orden en el que las libertades
humanas son declaradas pública y universalmente, sin reducciones formales y
sin la existencia simultánea de mecanismos tales que anularan e invalidaran
esta declaración desde el inicio mismo. Sociedad ‘<autónoma» es un término
lleno de sentido sólo en la medida en que existan sociedades heterónomas.
Podemos pensar en tres ejemplos de estas últimas. Primero, cuando la ley es
dada a una sociedad por otra (siendo el término equivalente en tiempos
premodernos a una «nación-Estado alienada»). Segundo, una sociedad es
heterónoma cuando su presente (aquellos que la constituyen aquí y ahora) está
dominado completamente por el pasado, por la tradición. Tercero, es
heterónoma si está dominada por la «naturaleza», lo cual es la excepción, más
que la regla, en la modernidad. Como es evidente, estas investigaciones, en las
que el socialismo derrochó tanta energía, fueron poco provechosas para el
entendimiento de la modernidad y para forjar con ellas estrategias socialistas
con sentido.
La liberté, como la libertad de una clase no emancipada hasta ese momento
fue, por supuesto, el principal tema del primer socialismo, y aportó una gloria
imperecedera a los socialistas, que alcanzaron su objetivo en una doble
vertiente. Se otorgaron libertades políticas a los trabajadores en el sistema de
sufragio universal, y la «cuestión social» fue reconocida legalmente por la
legislación social del Estado del bienestar. Pero cuando los socialistas se
esforzaron por ir más allá de este nivel, y especialmente cuando pusieron en
marcha el mito del proletariado, como grupo humano diferenciado que
supuestamente tiene la clave de cierto tipo de misterioso enigma de la
Historia, simplemente dejaron que su fanatismo político y filosófico les
llevara por mal camino. Marx propuso, con ocasión de la Comuna de París y
en otras ocasiones, una versión particularmente peligrosa del mito, en virtud
de la cual la emancipación más que política, la denominada emancipación
«humana» del proletariado, en términos más sencillos, la abolición del trabajo
asalariado a través de la expropiación revolucionaria, cuenta con la
prerrogativa inherente a ella de despojar a otros grupos humanos, temporal o
permanentemente, de sus derechos civiles y políticos. La mitología proletaria
significaba, aparte de todos sus elementos intrínsecos sin sentido (siendo el
más llamativo «el proletariado

como la nueva clase gobernante»), una regresión reaccionaria ompan con la


concepción dominantemente universalista de la libertad en la modernidad.
El socialismo se encontraba en su momento más débil cuando comenzó a
investigar sobre el único sujeto auténtico de la libertad, la persona individual.
Aquí la contribución del socialismo a la desarrollada modernidad es
claramente inferior a la del liberalismo, y esto no se debe al azar. En un
mundo competitivo dominado por el beneficio, los socialistas se inclinaban
por aceptar la autoimagefl del capitalismo y considerar a la persona en cuanto
ser aislado como un ser egoísta «por naturaleza». El antídoto para el egoísmo
parecía venir únicamente de alguna forma de red comunitaria, ya fuera de la
comunidad arcaica o de la «comunidad» de una clase social moderna. No
hacemos plena justicia a la astucia filosófica de los socialistas si afirmamos
que «no pudieron entender» que no sólo el egoísmo, sino también su contrario,
la solidaridad, tienen sus raíces en el individuo; es más, que «estaba fuera de
su comprensión» el hecho de que una comunidad (tanto del tipo arcaico como
del moderno) no es sino una red de relaciones de unos individuos con otros.
Karl Marx, por no mencionar mentes de menos categoría, estaba ciertamente
al corriente de estas verdades. Sin embargo, el pensamiento y los juicios de un
movimiento están dominados por su clientela típica. Y la clientela de la época
dorada del socialismo estaba formada por trabajadores que llegaban a éste
como miembros de una clase, con sus agravios como tales, y no
principalmente en su capacidad como individuos. Plantearon sus agravios, y
entre ellos su carencia colectiva de derecho al voto, no como individuos sino
como temas colectivos de clase. Y cuando en la tempestad de la Segunda
Guerra Mundial y después de ésta llegaron en tropel al movimiento los
individuos par excellence, los intelectuales modernos, hicieron el flaco
servicio de denigrar la causa de la libertad individual como una patología de la
era capitalista.
Y sin embargo, el socialismo tiene ante sí una gran labor que hacer en relación
con la libertad del individuo —si es que quiere sobrevivir y rejuvenecerse—.
En el mundo, definido por las revoluciones accidentales, se ha acabado para el
futuro previsible el período del totalitarismo con una ideología de raza o de
clase. Pero los fundamentos de la libertad individual distan mucho de estar
garantizados. La alianza del liberalismo con la democracia es aún joven y
frágil; tiene tras de sí más cartas de derechos humanos que una cultura de
hábitos tolerantes. La democracia, desprovista de una tradición liberal y un
sentido de alta cultura, tiene un tremendo potencial totalitario (como
ejemplificó suficientemente el maccartismo en Estados Unidos). También
están apareciendo nuevas formas de fundamentalismo basadas en las razas, las
etnias y la religión. El propio contexto, la «cultura occidental», en el que se ha
concebido el principio de la libertad individual, está siendo cuestionado desde
dentro y desde fuera. También ha aparecido en el horizonte un radicalismo
agresivo de tipo confuso, que no puede ser etiquetado como «izquierdista» o
«derechista», biopolítico, que se centra en los temas de raza y sexo y que
muestra unos métodos y un ethos similares a los del difunto comunismo. En
esta situación no exenta de problemas, el socialismo, si aún cuenta con algo de
sus viejas energías libertarias, puede demostrar su temple, aliándose con
cliiberalismo, en la defensa de la libertad del individuo.
III
Aunque el socialismo es asociado normalmente con el igualitarismo, si
tomamos la propia declaración de los socialistas, ésta es sólo cierta desde su
aspecto negativo: el socialismo (de todos los tipos) ha sido tradicionalmente
crítico con la desigualdad creada por el sistema de mercado capitalista. De la
tormenta de la Revolución Francesa surgió inmediatamente un igualítarismo
consistente y con inclinaciones terroristas, la egalité de ftzit de Babeuf. Marx
incluyó a Babeuf en el calendario de los mártires del socialismo pero tildó su
posición de «crudo comunismo» tiránico, un enemigo de la cultura y que
proponía un gobierno generalizado de la envidia. El igualitarismo absoluto y
sustantivo fue más una excepción que una regla durante la Segunda
Internacional. La socialdemocracia adelantó soluciones en términos de justicia
social que suponían una igualdad «mayor», aunque no absoluta; y ésta siguió
siendo su estrategia cuando redactó las cartas constitucionales del Estado del
bienestar. En una visión general y superficial, podríamos llegar a la conclusión
de que el comunismo abandonó el igualitarismo al que Stalin había etiquetado
como una posición de «pequeña burguesía», y de que utilizaba argumentos
sobre la desigualdad

en el capitalismo sólo para apuntarse tantos en una guerra propagandística. Si


ésta es nuestra tesis, deberemos ver a Pol Pot y el mandato de los jémeres
rojos como un simple episodio de igualitarismo absoluto en el seno del
comunismo, episodio que dio vida a todas las pesadillas que los observadores
contemporáneos han venido pronosticando sobre la realidad de la propuesta de
Babeuf.
Sin embargo, ésta sería una forma demasiado sencilla de saldar las cuentas.
Porque al menos en un aspecto crucial, el comunismo, que por lo demás creó
un sistema casi feudal de gratificaciones y prerrogativas jerárquicas, la
denominada fornenklatura, fue de hecho, absolutística y tiránicamente
igualitario:
despojaba por igual a todo el mundo que viviera en su órbita, incluso de la
forma de propiedad socialmente más insignificante. Su distinción oficial y
tautológica entre la propiedad «privada» y la «personal» únicamente encubría
el hecho de que el Estado totalitario siempre ha defendido el derecho a
prescribir qué cantidad y qué combinación de bienes de consumo pueden ser
poseídos por el individuo o la familia. El hecho de que a los funcionarios
públicos, quienes constituían la inmensa mayoría del pueblo, no se les
permitiera tener ningún tipo de propiedad, hace innecesaria cualquier otra
prueba para cualquiera que esté sólo ligeramente familiarizado con la realidad
de la sociedad de tipo soviético. La relación del campesinado, encuadrado
forzosamente en cooperativas, con la propiedad es más compleja, y al respecto
basta con mencionar que los campesinos podían utilizar —sólo durante los
últimos decenios, e incluso entonces, únicamente en unos cuantos países
comunistas— la empresa colectiva como una propiedad, y no como un
fideicomiso del Estado al que estaban encadenados. Es más difícil entender
que la nornenklatura, o el aparato del partido, el omnipotente amo de la
sociedad, fuera también despojada de la posesión de propiedades. Aquí, de
nuevo, sólo puede referirme a la obra Dictatorship Over Needs, en la cual,
junto con mis coautores, demostré que en términos de posesión, la propiedad
estatal del socialismo totalitario era la propiedad de una corporación. Los
miembros de la corporación eran poderosos y, en términos relatrvos, estaban
bien remunerados, pero no eran los propietarios. La moral de la historia de la
sociedad de tipo soviético a este respecto es que, sin alguna clase de
propiedad, la libertad es inconcebible. Y si intentamos comprender la actual
Europa centrooriental en su fiebre de privatización, en vez de sermonearlos
sobre su avaricia capitalista deberíamos entender el afán de propiedad, entre
otras cosas, también como una necesidad de guarecerse del Estado y de
conseguir una forma de vida alternativa. Y este afán ha sido creado por la
pesadilla demasiado larga de un régimen igualitario que, en cuanto a la
posesión de propiedades, ha reducido igualmente a todo el mundo a la nada.
Una vez desaparecido el comunismo y consolidado el orden mundial, basado
en el mercado global cum intervenciones democráticas, los socialistas tienen
que enfrentarse seriamente a los problemas teóricos inherentes a la egalité. La
principal premisa de todas las consideraciones relacionadas con la igualdad es
la circunstancia de que el concepto tenga dos aspectos, el de la igualdad en
términos de la posesión de propiedad y el de la igualdad en términos de la
evaluación del individuo. La distinción es muy antigua, y no necesita más
comentarios, aparte de señalar que su segundo aspecto significa el tratamiento
del individuo haciendo abstracción de sus posesiones o de su posición social.
La mayor innovación que la modernidad ha introducido en el tratamiento de
este viejo tema es el dramático contraste entre los dos aspectos de la igualdad.
El principio radical fundamental, desde la Revolución Francesa, ha sido que
cualquier solución del segundo aspecto, la igualdad en la evaluación del
individuo, constituye una táctica hipócrita e inútil, si no existe al mismo
tiempo algún tipo de igualdad relacionada con el primer aspecto. Esta tensión
se ha intensificado más aún al sufrir el tratamiento inicialmente muy
defectuoso del segundo aspecto, que es básicamente equivalente al eslogan de
«igualdad ante la ley», un proceso de mejoras considerables durante las
últimas décadas. El sistema de sufragio universal ha sido completado en todos
los países democráticos, incluyendo el derecho de la mujer al voto. En los
países democráticos están en vigor algunos tipos de declaraciones o estatutos
de derechos y cartas de derechos humanos que defienden, aunque de manera
imperfecta, los derechos del individuo, el de ser diferente, y demás. Se han
instaurado, o están siendo probadas, determinadas medidas contra las
discriminaciones colectivas de toda especie. Incluso los residentes extranjeros
disfrutan en la actualidad, al menos en principio, de la plena protección de la
justicia, en un alejamiento beneficioso de las políticas de las democracias de
antes de la guerra. Con todas sus deficiencias y ambigüedades, el pro-

yecto de la igualdad ante la ley parece haber sido completado en el seno de las
nacionesE5t0 (y cómo puede ser aplicado a escala mundial es algo que no
podemos ni siquiera abordar aquí).
Este progreso innegable con relación al segundo aspecto ha intensificado la
insatisfacción con el primero. Las teorías liberales pueden hacer todo tipo de
esfuerzos para convencer a la gente como hiciera Bentham, de que respecto a
la propiedad sigue siendo válida la verdad de que lo que pertenece a todo el
mundo no pertenece a nadie, una verdad que ha sido confirmada
recientemente por el experimento soviético: un gran número de no
propietarios se mantendrán en la situación imperaflte una igualdad
perfeccionada en un aspecto, una patente desigualdad en el otro, injusto.
Además, no existe ninguna esperanza en nuestro horizonte de que esta tensión
abandone nunca la modernidad. El camino hacia las soluciones fáciles está
bloqueado. En el mundo moderno, a diferencia del aristotélicO, nadie puede
formular seriamente la proposición de dividir las propiedades existentes en
unidades aproximadamente iguales (o al menos restringir su crecimiento
excesivo). El experimento soviético de declarar bien colectivo la propiedad
confiscada a todo el mundo fue una confirmación sorprendente de la oscura
predicción de Bentham.
Lo que los socialistas pueden considerar en la estela dejada por esos
resonantes fiascos es la siguiente distinción teórica. La propiedad tiene dos
aspectos: la posesión y la apropiación. No puede haber posesión sin el derecho
y la posibilidad de apropiación, pero puede haber apropiación (de los bienes
producidos por una civilización) sin posesión. Siempre fue una utopía del
primer capitalismo el hecho de ser únicamente la posesión lo que pueda
definir la apropiación una utopía a la que nunca llegó a corvesponder por
completo ni siquiera la más triste realidad de la Revolución Industrial. Y el
período de esta utopía se ha terminado ya. Se pueden, por tanto, forjar
estrategias en cuyos términos la apropiaCiófl como un aspecto —el social y el
colectivo— de la propiedad puede ser emancipado del otro, de la posesión, sin
socavar la economía de mercado o sin desencadenar violentos ciclos de
expropiación. Existe una amplia gama de opciones sociales tras esta propuesta
abstracta, desde la re- distribución de los recursos por parte del Estado con el
fin de solucionar los problemas sociales candentes, hasta la promoción y
apoyo a formas colectivas de posesión. El socialismo, hipnotizado por la idea
de una propiedad colectiva total, que, en sus versiones más benévolas, no
dañaría los intereses de nadie y de hecho pertenecería a todo el mundo, no ha
sintonizado su poder imaginario con la longitud de onda de este tipo de
soluciones, al menos no con la precisión suficiente.
Iv
De la trinidad revolucionaria, las dos primeras han sido constantemente objeto
de serios debates políticos, pero la fraternité se convirtió en un objeto de
irrisión, con su excesivo sentimentalismo y sus esquivos contenidos. El juicio
de la posteridad está pensado sobre una línea de colisión con la percepción de
la propia era revolucionaria. El conjunto de la música de Beethoven, y no sólo
el último movimiento de la Novena Sinfonía, sigue siendo un misterio si no se
siente en segundo plano la presencia del aura de la fraternité, ni tampoco
puede entenderse sin ella la antropología revolucionaria inicial. La fraternité
era un principio con doble función en la revolución. En el seno de la nation
complementaba la «rigidez» y la «mecanicidad» de la ley. En esta función, la
fraternité desempeñó un servicio ambiguo. Por un lado suavizaba la dureza
del sistema legal de principios de la modernidad, y ponía de relieve que
incluso la ley más justa tiene víctimas inocentes, y que también existen otras
consideraciones además de las legales. Por otro lado, a menudo incitaba a
repudiar la ley y a reemplazarla por actos violentos. «Fraternisation» fue el
nombre que recibieron los actos terroristas de intimidación a los moderados a
la sumisión y obediencia en 1793-1794 en los distritos de París. Fuera de la
nación revolucionaria, la fraternité estaba destinada a ser el fundamento de lo
que en estos tiempos denominamos relaciones internacionales, y en la era del
nacionalismo se convirtió con rapidez en una pura hipocresía. Francia nunca
se comportó, incluso antes de Bonaparte, de un modo fraternal con ninguno de
los países conquistados, y la Gran Revolución estableció el ejemplo para los
repetidos actos de «apoyo fraternal» por parte del Ejército rojo.
Carl Schmitt puede tener razón al hacer hincapié en que nuestros conceptos
políticos tienen un origen teológico, aun cuando nuestra conclusión, según se
deduce, no es necesariamente similar a la suya. Pero existen grados de
diferencia, y la

fratemité era la menos secularizada de la trinidad revolucionaria, ya que


significaba, primero, una unión familiar en la que los lazos no eran de sangre,
sino de una naturaleza espiritual, a veces de una naturaleza abiertamente
mística, semejantes a lo que Dostoievski llamó «hermandad en Cristo”.
Segundo, implicaba la unidad y homogeneidad de la familia frente a las
diferencias individuales. Finalmente, pretendía ser un principio, con una
mayor falta de claridad y un carácter evasivo más acusado que cualquier otra
afiliación u obligación bien definida de la vida <(normal”. Y fue precisamente
este carácter escasamente secularizado del término el que resultó ser poco
apropiado para los procedimientos de la modernidad.
En el siglo xix, la fraternité pasó a ser rápidamente una opción descartada en
ambas de sus funciones. Entre las naciones- Estado fue más bien el principio
de Nietzsche, la actitud del «monstruo helado», el que prevaleció. En los
movimientos revolucionarios hubo ciertos signos de fraternité entre los
militantes y perseguidos socialistas de los legendarios tiempos de la fundación
del movimiento. La forma en que se llamaban unos a otros «camaradas” era lo
más visible de esos signos, indicando «relaciones familiares”. Pero la
temprana fraternité socialista pronto dio paso a la regularización burocrática
de las relaciones de los grandes partidos y organizaciones internacionales.
Además, existía entre los militantes de los últimos tiempos una reacción tanto
teórica como emocional contra la fraternité. Cuanto más se agudizaban los
conflictos entre los socialistas y sus enemigos, más se convertía la
kameraderie, la solidaridad no emotiva de los luchadores, en la virtud del
momento.
Durante los años sesenta y setenta se dio en la nueva izquierda un breve
período de resurrección de la fraternité, un vestigio de la cual aún subsiste en
el eslogan de «hermandad femenina” entre los colectivos feministas. Pero en
el nuevo acto izquierdista de resurrección de la hermandad tanto masculina
como femenina también se dio un elemento enfático de éxtasis inducido por
las drogas que confirmó forzosamente una desviación temporal y que en la
actualidad está sepultado por el culto a la salud de los ochenta. Tampoco
puede predecirse el futuro a largo plazo de este principio emocionalmente
sobrecargado. Los socialistas sienten efectivamente la necesidad de otras
formas de vida distintas de las que pueden conseguirse en el marco de los
grandes partidos burocráticos; y aprecian ciertamente la decencia tras la
decadencia moral del comunismo. Pero no existe ninguna señal en la
atmósfera posmoderna de que vayan a luchar por ser miembros de una familia
homogénea sin mantener su diferencia.
Los socialistas desperdician a menudo un valioso tiempo en la búsqueda de
principios que sean exclusivamente «suyos» en la modernidad, su propia
marca de distinción. Dicha búsqueda es, como he tratado de resaltar a lo largo
de este trabajo, una búsqueda inútil: los principios más importantes de la
modernidad han sido establecidos en las legendarias actas de fundación. El
fuerte del socialismo ha sido durante mucho tiempo su capacidad para
interpretar estos principios de un modo radicalmente nuevo. Y es
precisamente esta facultad interpretativa lo que se ha perdido en el interrnezzo
comunista, tanto en el lado de los comunistas como en el lado de aquellos
cuyas energías se agotaron casi por completo en su oposición al comunismo.
Si el socialismo tiene o no futuro depende en muy gran medida de su
capacidad de regenerar esa facultad de interpretación original.

Movimientos socia’iStaS y justicia social


1
La justicia social es una forma moderna de justicia. Sólo se puede invocar el
principio de justicia social si se reconoce que todo miembro de una sociedad
determinada puede tener algún derecho sobre los demás en virtud de su
pertenencia a la misma, aun cuando la naturaleza de los derechos siga siendo
oscura o controvertida. Dicha apelación a la justicia social puede darse ante
las siguientes condiciones interrelacionadas Primero, el contexto situacional
en el que se discuten las peticiones deberá ser la «sociedad» en singular, y no
las «sociedades» en plural. Segundo, la «singularidad» de la sociedad
presupone que el ejercicio del gobierno y la jurisdicción del sistema legal no
sufre ningún cambio. Tercero, las reclamaciones presentadas en esa sociedad
deberán ser de distinta índole, y de una índole que no pueda ser
completamente cubierta por las leyes existentes, ni estar plenamente
constituida por las instituciones políticas existentes. Por último, los
demandantes deberán poder defender sus propias reivindicaciones.
Para que la justicia social se enfrente a la injusticia deberán darse al menos
dos condiciones previas mínimas: una diferenciación entre Estado y sociedad,
y que no existan carencias de libertades institucionalizadas, tales como la
esclavitud o la servidumbre. Por otro lado, las condiciones previas máximas
son la existencia de instituciones liberaldem0Cráta5 estables y una ciudadanía
que reconúrme su compromiso con tales ideales. El camino que llevaba desde
las condiciones mínimas hasta las más propicias y finalmente a la aceptación
del ideal de la condición máxima fue largo y sinuoso; de hecho, en el siglo xix
existían serios temores de que ese camino no fuera otra cosa que un cul-de-
sac.
Aunque la justicia social es un tipo de justicia relativamente nueva, puede ser
discutida en el marco más amplio de la justicia distributiva, ya que se ocupa
principalmente de las demandas de redistribución. Pero la clase tradicional de
justicia distributiva, tal y como fuera elaborada por Aristóteles, abarcaba la

Movimientos socialistas y justicia social

La justicia social es una forma moderna de justicia. Sólo se puede invocar el


principio de justicia social si se reconoce que todo miembro de una sociedad
determinada puede tener algún derecho sobre los demás en virtud de su
pertenencia a la misma, aun cuando la naturaleza de los derechos siga siendo
oscura o controvertida. Dicha apelación a la justicia social puede darse ante
las siguientes condiciones interrelacionadas. Primero, el contexto situacional
en el que se discuten las peticiones deberá ser la «sociedad» en singular, y no
las «sociedades» en plural. Segundo, la «singularidad» de la sociedad
presupone que el ejercicio del gobierno y la jurisdicción del sistema legal no
sufre ningún cambio. Tercero, las reclamaciones presentadas en esa sociedad
deberán ser de distinta índole, y de una índole que no pueda ser
completamente cubierta por las leyes existentes, ni estar plenamente
constituida por las instituciones políticas existentes. Por último, los
demandantes deberán poder defender sus propias reivindicaciones.
Para que lajusticia social se enfrente a la injusticia deberán darse al menos dos
condiciones previas mínimas: una diferenciación entre Estado y sociedad, y
que no existan carencias de libertades institucionalizadas, tales como la
esclavitud o la servidumbre. Por otro lado, las condiciones previas máximas
son la existencia de instituciones liberal-democráticas estables y una
ciudadanía que reconfirme su compromiso con tales ideales. El camino que
llevaba desde las condiciones mínimas hasta las más propicias y finalmente a
la aceptación del ideal de la condición máxima fue largo y sinuoso; de hecho,
en el siglo xix existían serios temores de que ese camino no fuera otra cosa
que un cul-de-sac.
Aunque la justicia social es un tipo de justicia relativamente nueva, puede ser
discutida en el marco más amplio de la justicia distributiva, ya que se ocupa
principalmente de las demandas de redistribución. Pero la clase tradicional de
justicia distributiva, tal y como fuera elaborada por Aristóteles, abarcaba la
distribución de todo tipo de bienes: propiedad y riqueza, así como posiciones
y honores. Se suponía que la propiedad y la riqueza «correspondían» al mismo
tipo de personas al que corres pondían los honores y las posiciones, aunque no
por los mismos criterios. En Grecia o Roma, morir de hambre como
consecuencia de la pobreza no estaba visto como una anomalía, a menos que
las víctimas fueran de familias de buen linaje, o que el hambre fuera causada
por desastres naturales o guerras. La reivindicación de que todo el mundo
debe tener garantizadas unas condiciones mínimas para poder sobrevivir fue
expresada por prímera vez por el profeta Amós. Proteger a las gentes frente al
hambre o la pobreza extrema se convirtió en una cuestión moral, no porque
dicha protección se les debiera a ellas —se le debía a Dios, el Creador de
todos nosotros—. Hasta la era moderna la caridad se ocupaba —cuando lo
hacía— de los casos de hambre, enfermedad y carencia de hogar.
La gente rechazaba a menudo las reglas y normas de distribución dominantes
por considerarlas injustas, principalmente porque pensaban que su libertad o
sus oportunidades de vida se acortaban en comparación con las de los demás.
Muchas de las reglas del juego han sido echadas por tierra mediante el uso de
la fuerza y la violencia, debido a la fuerte presión. En general, la fuerza era el
derecho, aunque también resultaba posible llegar a compromisos. La justicia
social moderna sigue las huellas de contiendas tan viejas como las relativas a
las oportunidades de vida, con una diferencia importante. Mientras que en
todos los casos antiguos sólo se luchaba contra una ley o norma (por ejemplo
la ley tributaria), y una vez que esta ley había sido cambiada y se habían
creado nuevas leyes, la impugnación terminaba definitivamente, en el caso
moderno, siempre que se consigue algo, se establece asimismo un
procedimiento. En última instancia sólo podemos afirmar la existencia de una
justicia social propiamente dicha si se establecen, perfeccionan y enriquecen
las instituciones de impugnación necesarias para la misma, con independencia
del fin concreto que cumplan. Por ejemplo, una huelga es un procedimiento
para reclamar una mayor justicia social en la distribución de la renta. Los
sindicatos son aquellas instituciones que deciden si la justicia distributiva
requiere o no el uso de este procedimiento en un momento determinado.

Existe una contradicción entre la estructura básica del orden social moderno y
el tamaño óptimo de su reproducción; es deejr, el orden moderno puede estar
totalmente en vigor sin asegurar al mismo tiempo el nivel óptimo de su
reproducción. El orden social moderno es más inestable que el premoderno y
más de un factor contingente contribuyen a su viabilidad. Es un orden de
decisión sensible, así como también lo es de actitud sensible. Aunque
comparte esta última característica con el orden premodem0 la combinación
de la ecisiónsensibjlid y la actitud nsibi dad puede convertirse en una fuerza
desestabilizadora. Es de vital importancia para la pura superrivencia de la
modernidad conseguir un nivel de reproducción más cercano al óptimo.
El nuevo orden social está basado en relaciones de reciprocidad simétrica,
mientras que el viejo estaba basado en relaciones de reciprocidad asimétrica.
En el caso de la reciprocidad asimétrica, los hombres y las mujeres están
situados por su nacimiento en una clase social, un rango, un Estado, o una
casta. Ahí encuentran su destino prefabricado. La jerarquía se establece en la
cuna, y los hombres y mujeres habrán de desempeñar sus funciones sociales
según el lugar que ocupen desde su nacimiento. Evidentemente, este orden no
es de decisión sensible:
ninguna decisión aislada afecta a la vida cotidiana —la estructura jerárquica se
encuentra arraigada demasiado profundamente, tanto que debe ser considerada
como «orgánica». Sin embargo, dicho acuerdo es obviamente de «actitud
sensible», ya que el sistema es mantenido por la aceptación de las actitudes, y
los roles, de mando y obediencia.
En el momento en que se hacen preguntas sobre la legitimidad, no sobre una u
otra relación concreta de mando y obediencia, sino más bien sobre la relación
de acción independiente del mando y la obediencia en general, el orden social
comienza a desmoronarse. Este es el motivo de que los sofistas llegaran a ser
tan peligrosos a los ojos de Platón, y de que Nietzsche detectara la principal
fuerza desestabilizadora en el igualitarismo oculto de la ética judeocristiafla.
En el momento en que la gente empezó a creer que todos los hombres habían
nacido libres, sonó el toque de difuntos por el antiguo régimen. Fue
deconstruido.
El nuevo orden, nacido simultáneamente con la deconstrUc ción del antiguo,
está basado en la evidente aserción de que todos los hombres y mujeres nacen
libres. En términos de orden social esto significa que las gentes ya no nacen en
el seno de clases sociales y castas fijas, sino que son un haz de posibilidades
sin límites. Es tan sólo en el seno de las instituciones donde se las jerarquiza o,
como dijo Rousseau, se las encadena. Como resultado, sus posiciones en la
jerarquía social dependerán de la función que desempeñen en la división del
trabajo. Hasta qué punto la gente que ha nacido libre será encadenada y de qué
tipo serán esas cadenas depende, en realidad, de las instituciones.
Por esta razón las sociedades modernas son de «decisión- sensible». Las
decisiones humanas, en particular las políticas, pueden cambiar y transformar
las instituciones con mucha más facilidad que el mundo entero de la vida
cotidiana. Por ejemplo, un dirigente totalitario puede destruir en cuestión de
años la independencia de todas las instituciones que existían con anterioridad
al régimen del partido único, e introducir el elemento de una absoluta
inestabilidad en el orden moderno. La rigidez externa de tal régimen es la
manifestación de su inestabilidad.
Volvamos al tema de la actitud-sensibilidad. Como ya se ha mencionado,
tanto el orden premoderno como el moderno son de actitud-sensible. Pero se
necesita una actitud completamente diferente para su respectiva estabilización.
El orden premoderno se desestabiliza al poner en duda y cuestionar
constantemente las normas y leyes, mientras que esta misma actitud constituye
la cuerda de salvamento de la modernidad. La modernidad debe
institucionalizar una justicia dinámica para sobrevivir. Necesita instituciones
permanentes al igual que procedimientos permanentes para el cuestionamiento
de la justicia. Y dado que «todo el mundo nace libre» y todo el mundo es
también estratificado y jerarquizado por las instituciones (normalmente por
más de una), se necesitan posibilidades abiertas tanto para la lucha individual
como para la colectiva. El orden moderno necesita la actitud que promueve la
autocorrección mediante la negación. Existen dos actitudes diferentes de este
tipo. Una está relacionada con la trascendencia de los límites o fronteras
individuales (personales), tales como la ambición, la competitividad o el
perfeccionismo; la otra lo está con la trascendencia de los límites o fronteras
colectivas, como por ejemplo la solidaridad.
Llevó tiempo comprender que se necesitan simultáneamente ambas actitudes
para establecer las condiciones óptimas para la

eproduccfun del orden social moderno. Si falta cualquiera de estas dos


actitudes, el orden social moderno empieza a desinte-arse. Si faltan ambas,
como era el caso en los regímenes totalitarios de tipo soviético, segurameflte
más pronto o más tarde, se producirá forzosamente el caos.
En la primera mitad del siglo XIX, el panorama no parecía uada prometedor.
El orden social moderno ya había destruido stuctura1mente el antiguo, si bien
no culturalmente. Y en la esfera política, la transformación ha permanecido
incompleta. El comportamiento competitivo, el «espíritu del capitalismo» era
la principal fuerza motivadora del avance de la modernidad. Las clases
sociales ocuparon las posiciones a medio evacuar de los antiguos Estados. Se
encontraban solamente a medio evacuar, porque las clases socioeconómjcas,
como correctamente las identificaran los eruditos del siglo XIX —Marx entre
ellos—, tenían en la nueva era algunas características básicas del viejo orden
social. Dado que dentro del orden moderno, en la red de relaciones de
reciprocidad simétrica, se supone que todo el mundo ha nacido libre como un
haz de posibilidades abiertas e indeterminadas, la idea de que la oportunidad
justa e igual corresponde a todos pertenece a las características constitutivas
de este orden. En el primer período de la modernidad esta idea seguía siendo
marginal. En los lugares en los que el sufragio sigue estando restringido por la
posesión de bienes, el nivel de rentas, o incluso por el grado de alfabetización,
la idea de una oportunidad justa e igual se encuentra ausente, y lo está en un
doble sentido. Primero, porque la igualdad política se corresponde con la
igualdad de oportunidades y, segundo, porque la igualdad política es la
primera precondición para que aquellos que sufran un trato injusto hagan
públicas sus demandas de una oportunidad justa e igual ante las posibilidades
de la vida. Cierto es que la gente dotada con derechos políticos puede hablar
por los otros, pero este sustitucioflalismo, además de ser políticamente
paternalista y problemáticOs no ayuda a que la modernidad funcione a largo
plazo. Tan sólo si las personas aprenden a reclamar para sí mismas justicia
política y social, desarrollarán las actitudes necesarias para la autorreproduc
Ción de la vida moderna.
En el primer período de la modernidad no existía la igualdad política. Había
muy pocos canales de reclamaciones sociales lícitas frente a la injusticia
social. En ausencia incluso de la idea de una oportunidad justa e igual, se daba
por supuesto que los pobres, los oprimidos, los trabajadores industriales y
agrícol5 continuarían de por vida encadenados a sus odiados y mal
remunerados trabajos, y que sus hijos y nietos harían exactamen.. te lo mismo.
Las nuevas clases socioeconómicas (tanto los capitalistas como la clase
trabajadora) estratificaron a sus miembros como los Estados y las castas lo
habían hecho antes. Mantuvieron en la modernidad el esquema premoderno de
la reciprocidad asimétrica, sin mantener sus propios modelos de solidaridad y
caridad. Esto significó, culturalmente, la conservación del comportamiento de
tipo Estado en las relaciones de clase, que en ningún lugar era más explícita
que en la tierra del capitalismo clásico, Gran Bretaña. Sin embargo, en
Norteamérica, donde el orden moderno no soportó el lastre del antiguo, las
clases de tipo Estado sólo existieron marginalmente.
El nuevo mundo se entendía a sí mismo como moderno, pero aún percibía sus
principales problemas a la luz de los de una época pasada. Estaba claro que la
industria fabril era algo revolucionario que haría desaparecer todas las formas
de vida tradicionales. Pero en lo que se refiere al manejo y resolución de
conflictos, no había aparecido todavía nada nuevo. Enfrentados por una parte
al incremento de riqueza y por otra a la pobreza, al desempleo, combinado con
el surgimiento de las «clases peligrosas» y el incremento de la violencia,
parecía como si se acercara una guerra entre todas las clases.
Algunos tenían miedo de la inminente lucha de clases, mientras otros
anhelaban la gran confrontación. En este contexto, la antigua Roma continuó
siendo el modelo político durante mucho tiempo. El capitalismo se había
desarrollado realmente en los dos últimos siglos de la Roma republicana, y la
gente se había enterado por los libros de historia de las calamidades políticas
que de él se derivaron. Los conflictos de clases trajeron la guerra civil, el
dominio del populacho y los demagogos, así como el cesarismo y la dictadura
de la oligarquía. Marx criticó a los jacobinos porque se habían presentado con
disfraces romanos en vez de dejar al descubierto su modernidad. Pero también
él aceptó el programa político y el eslogan de la dictadura del proletariado,
que no era sino otro viejo disfraz romano equivocadamente conservado en la
nueva era y que produjo grandes estragos en su posterior carrera.
¿Era ésta una cuestión de «falsa conciencia,>? Quizá lo fuera,

ya que la analogía se creyó a pies juntillas; quizá no lo fuera. En retrospectiva,


no podemos excluir la posibilidad de luchas de çlases devastadoras haciendo
su aparición en los siglos xix y xx y dando como resultado la estabilización de
un tipo de «cesarisno» imperial; después de todo, no estuvimos demasiado
lejos de un resultado final parecido. En cualquier caso, el quid de la puestión
es que si los conflictos sociales se saldan mediante guetras de clases (mediante
la fuerza y la violencia) o son eliminados mediante dictaduras (totalitarias), la
modernidad no puede sobrevivir. Realmente, el avance de la modernidad
también se había frustrado en Roma, y nuestra cultura pudo haberse
convertido simplemente en el siguiente intento fallido.
Pero esta vez, la modernidad no se frustró, y hasta el momento no ha
fracasado. Porque la modernidad empezó a encontrar vías cada vez mejores
para su reproducción. Hemos visto que en un orden de decisión-sensible casi
todo depende de la estabilidad de las instituciones. La modernidad ha
establecido sus instituciones poco a poco en un marco en el cual los conflictos
pueden ser resueltos satisfactoriamente; también encontró los principales
modos de resolución de conflictos, incluyendo algún tipo de uso legítimo de la
fuerza, en el que ésta pretende el establecimiento de la situación de
reciprocidad simétrica entre los demandantes y los demandados, sin aspirar a
la destrucción de unos u otros. Allí donde se cumplen todas las condiciones
del orden moderno, no puede haber guerras civiles basadas en motivos
sociales. La esclavitud es, por definición, completamente opuesta al orden
moderno; la Guerra de Secesión fue por tanto una necesidad.
El hecho de que la modernidad pudiera sobrevivir a pesar de todos los
desastres que acontecieron durante los dos últimos siglos, debido a su
habilidad para ampliar las condiciones para su reproducción desde las
condiciones mínimas hasta la aceptación de las ideas de la condición óptima,
se debió en primer lugar y principalmente a la aparición de los movimientos
de masas democráticos. Con el término movimientos de masas democráticos
me refiero a los movimientos de gentes en situaciones de desventaja que
buscaban apoyo a sus reivindicaciones. Un movimiento de este tipo puede
pretender la transformación de las instituciones, el establecimiento de nuevas
instituciones y la desaparición de alguna de las antiguas. No fueron los
simpatizantes paternalistas sino los esfuerzos de los demandantes los

114

115

que ensancharon el espacio de maniobra para ellos mismos y para otros


reivindicadores. Éste es el modo en que la lucha por la justicia social se
convirtió en un hecho práctico. Lo que aquí se disputa es la distribución de los
recursos materiales, de las condiciones de igualdad de oportunidades y
posibilidades de vida. La justicia como tal nunca se consigue; si se
consiguiese, no podrían hacerse más reivindicaciones, lo que significaría el fin
de la modernidad. Además, la justicia nunca está «ahí», ya que la percepción
de lo que es justicia o injusticia cambia continuamente. Lo que uno percibe
como justo es normalmente percibido como injusto por otro, y por tanto
muchas de las discusiones acaban en compromisos, tan sólo para empezar de
nuevo en otro momento.
En el continente europeo, los movimientos democráticos de masas que han
ampliado el espacio para la lucha por la justicia social eran casi
exclusivamente socialdemócratas o socialistas. Según Hannah Arendt, esto
constituyó una seria deficiencia en comparación con el caso estadounidense,
ya que dichos movimientos dieron prioridad a la cuestión social frente al
republicanismo. Pero en las condiciones de las sociedades de clases europeas
esto no podía haber ocurrido de otra forma. Ciertamente, muchos partidos
socialistas no desarrollaron una sensibilidad adecuada hacia los temas del
republicanismo; ni tampoco entendieron por completo, podría añadir, las
implicaciones más amplias de la forma liberal de «pensar sobre los derechos».
El hecho de que el socialismo pudiera manifestar simpatías por los regímenes
dictatoriales, dado que, supuestamente, se preocupaban más de los «problemas
sociales» que de comprometerse en las cuestiones de las libertades, fue una
debilidad. También fue un serio malentendido, porque en la modernidad la
libertad es la condición absoluta, aunque no la suficiente, para el bienestar. Sin
la libertad democrático-liberal, la sociedad moderna no puede operar de un
modo apropiado para asegurar el bienestar del pueblo. Pero si se restringe el
análisis a los movimientos socialdemócratas y socialistas del tipo de los que
contribuyeron al ensanchamiento de la democracia mediante la apuesta por el
sufragio universal y que continuaron operando dentro de este marco —en
otras palabras, si no tenemos en cuenta al comunismo y a todos los
movimientos relacionados con éste—, podríamos mantener que la patente
debilidad de los movimientos socialdemócratas no redujeron su capacidad
para contribuir al de-

sarrollo del orden moderno y para hacerlo bien. Tanto más cuanto que los
otros (e igualmente necesarios) componentes de la sociedad moderna fueron
aportados por otras fuerzas sociales —liberales, y más tarde también
conservadoras, y el resultado —que es la reproducción del equilibrio de la
modernidad— fue logrado por todas esas fuerzas, y ninguna de ellas era
desechable. Cuando los comunistas acusaron a la socialdemocracia y al
socialismo de mejorar, en vez de minar, el orden existente, tenían toda la
razón.
II
Dos grupos de actitudes diferentes mantienen a la modernidad en marcha: por
un lado, la competitividad, la insatisfacción, el impulso por la perfección, el
elitismo, la ambición y el individualismo; y, por otro, la solidaridad, el
impulso por la «igualdad» y un espíritu «mayoritario)> y comunitario. Hay
actitudes muy diferentes en ambos grupos, especialmente desde el punto de
vista ético. El socialismo, al igual que los movimientos democráticos en
América, tiene una afinidad con el segundo grupo, mientras que el liberalismo
y (en ocasiones) el conservadurismo la tienen con el primero. El esquema está
ciertamente simplificado; siempre existen combinaciones cruzadas entre
ambos grupos; por ejemplo, existe un tipo de conservadurismo comunitario y
un tipo de socialismo individualista. Por ejemplo, lo que en Estados Unidos se
denomina «liberalismo» es un tipo de socialdemocracia combinada con ciertas
tradiciones liberales, pero de ningún modo con todas.
La sociedad moderna nació con la liberalización de las fuerzas del mercado y
con el desarrollo acelerado de la industria fabril. De ahí la creciente ilusión de
que en ella todo está determinado por la «economía» o la «tecnología». Pero,
como Polányi señaló hace medio siglo, el mercado autorregulador era una
completa utopía. Ya el desarrollo de una tendencia hacia la autorregulación
por el mercado y hacia una acumulación capitalista sin barreras amenazaron a
la modernidad con el hundimiento total, con la autodestrucción de sus recursos
materiales, y, ante todo, de sus recursos humanos. Se evitó la catástrofe
gracias a la intervención de todo tipo de movimientos socialistas, incluidos los
movimientos sindicales. Estos movimientos

116

117

pugnaron en un primer momento no tanto por una clase de justicia social,


como por el simple mínimo suficiente para la supervivencia de la clase
trabajadora industrial. Sin embargo, ya este logro, junto con el miedo a las
revoluciones, tuvo el saludable efecto de poner una especie de freno a la
autodestructiva aceleración del desarrollo capitalista.
A partir de entonces, uno de los principales problemas de la justicia social
sigue estando relacionado con las operaciones del mercado. En un extremo,
las fuerzas del mercado son los únicos distribuidores de la riqueza y los
servicios. Como ya se ha mencionado, este extremo nunca puede ser
alcanzado sin recaer en la guerra civil y el caos. En el otro extremo, la riqueza
nacional es completamente redistribuida de forma que se dé especial
preferencia al bienestar de los menos afortunados. Si dicha tendencia llega
demasiado lejos, el estancamiento hace su aparición y las actitudes
democrático-liberales son sustituidas por las actitudes paternalistas. Dicho sin
rodeos, ni «demasiado capitalismo» ni «demasiado socialismo» aseguran el
equilibrio del orden social moderno. Finalmente, tampoco puede una agencia
o institución calcular o planear la proporción adecuada entre capitalismo y
socialismo, simplemente porque no existe tal proporción adecuada fija. La
proporción óptima depende de las condiciones culturales, históricas y
psicológicas, y dichas condiciones están personificadas en las actitudes,
acciones y discursos de la población de un Estado democrático. Si la gente
siente que existe demasiada inseguridad social y que las necesidades públicas
son desatendidas, reclamará un mayor bienestar y una distribución más
igualitaria. En cambio, si siente que la sociedad es demasiado rígida, uniforme
y aburrida, y que las iniciativas son vagas, reclamará un mayor capitalismo.
La sociedad moderna gana y mantiene su estabilidad lo mismo que un
péndulo. El Estado democrático (y liberal) proporciona las mejores
condiciones para la libre oscilación del péndulo. Si se obstruye esta libre
oscilación, la sociedad moderna no puede desarrollarse correctamente, o será
incapaz de mantenerse al mismo nivel. La idea de que las dictaduras podían
abrir el camino de la modernidad a través de un incremento de la producción
per capita resultó ser un gran error por el que países enteros ya han pagado
caro —y por el que otros habrán de continuar pagando—. El hecho de que los
intelectuales europeos con un falso complejo de inferioridad hayan contado
mentiras tan

descaradas al denominado Tercer Mundo durante muchos años sigue siendo la


candente vergüenza de las culturas occidentales. La oscilación es libre no por
ser independiente de los esfuerzos de los actores, sino por la razón contraria,
porque es el resultado de la lucha por la justicia, de la fuerza del empuje que
los diferentes partidos (desde direcciones diferentes) ejercen sobre el péndulo.
Al menos, en Europa, fueron principalmente los movimientos socialistas los
que empujaron el péndulo hacia una dirección más igualitaria, de mayor
bienestar social, más redistributiva; sin ellos no hubiera podido lograrse
ningún equilibrio. Es lógico que normalmente se necesite un pequeño
empujón desde la otra dirección; las fuerzas del mercado parecen operar con
bastante espontaneidad. Pero bajo circunstancias específicas incluso esta
observación llena de sentido común puede llegar a no ser cierta. Al tiempo que
destruyen la sociedad totalitaria, los partidos y movimientos de la Europa
centro-oriental tienen que empujar muy fuertemente para crear un espacio
mínimo en el que las fuerzas del mercado puedan empezar a operar.
La metáfora del movimiento del péndulo puede desan-ollarse mucho más: el
péndulo principal oscila entre un mercado fuera de control y otro totalmente
controlado, entre una intervención estatal mínima y una máxima, sin llegar a
alcanzar ninguno de los dos extremos, o una distribución mediante un
mercado autorregulado puro o una redistribución total tipo Estado del
bienestar. Y existen otros movimientos pendulares cuya importancia varía
según las culturas y las edades, que indican otras oscilaciones, en ocasiones no
menos importantes en el talante popular, como por ejemplo el individualismo
frente al comunitarismo, el cosmopolitismo frente al nacionalismo (o
jingoísmo), el anarquismo frente al autoritarismo.
La democracia liberal permite la oscilación en ambos sentidos, pero hay
extremos que amenazan su supervivencia, y el mundo moderno necesita
encontrar la forma de hacer frente a estas amenazas para proteger su frágil
equilibrio. Los conflictos entre el comunitarismo y el individualismo
coinciden a veces con la oscilación del péndulo principal
capitalismo/socialismo, y en ocasiones con la oscilación del péndulo
compañero, cosmopolitismo y jingoísmo. Durante algún tiempo, éstas fueron
cuestiones sociales de gran importancia que no tenían nada que

118

119

ver (o al menos no directamente) con la justicia social como la justa


distribución de la riqueza y la renta.
En las últimas décadas, varias cuestiones nuevas que difícilmente pueden ser
defendidas bajo los criterios de la justicia distributiva se convirtieron en
materias de lucha social. El socialismo solía aplicar esos criterios como si
fueran criterios socialistas propiamente dichos. Era un credo socialista el
hecho de que una vez que el sufragio universal estuviera instaurado, la justicia
se basaría en la igualdad, o al menos en una mayor igualdad, y que la igualdad
de oportunidades en la vida sería garantizada lo mejor posible mediante la
redistribución de los recursos materiales. Los socialismos alcanzaron grandes
éxitos en la educación secundaria y en el sistema de protección de la salud,
hasta el punto de que únicamente los principios redistributivos podían
garantizar el resultado. Estados Unidos, que nunca tuvo un partido socialista
de importancia, carece tanto de un sistema de protección de la salud como de
un sistema de enseñanza secundaria general adecuados.
Pero la imaginación socialista ya tuvo pocos éxitos en las controversias
tradicionales individualismo-comunitarismo, cosmopolitismo-nacionalismo,
en las que los movimientos no socialistas (democráticos y antidemocráticos)
empujaron los péndulos en ambos sentidos. La socialdemocracia nunca se
sintió inspirada por la diferencia, no defendió un fenómeno único (o
idiosincrásico) por excelencia. Posiblemente éste sea el motivo de que haya
perdido muchos eminentes intelectuales frente al comunismo y al fascismo,
movimientos que han adoptado la diferencia.
Los partidos socialistas pueden perder terreno en el futuro, debido tanto a su
extraordinario éxito en materias de justicia distributiva como a su falta de
sensibilidad hacia otras cuestiones sociales, a menos que revigoricen su
imaginación social. Como consecuencia del éxito socialista, los temas
referentes al bienestar social también han sido adoptados ahora por otros
partidos y movimientos. Por ejemplo, en algunos países el catolicismo puede
llegar a ser una de las principales fuerzas que empuje el péndulo hacia la
dirección socialista. Por otra parte, los profundos cambios acontecidos tras
1968 introdujeron un montón de nuevos temas tales como la ecología o el
Feminismo radical. El feminismo radical reclama justicia, pero la justicia
distributiva juega un papel subordinado en esta demanda. La ecolo gí

no tiene nada que ver con la distribución, al menos en un sentido directo, sino
más bien con la producción y el consumo.
Estos temas son complejos y suscitan una gran diversidad de preguntas, cuyas
respuestas no pueden ser cuantificadas. Por ejemplo, en la imaginación
ecológica, la libertad no aparece ya como la perfecta condición para la lucha
social a través de la cual pueda lograrse una mayor igualdad (en cuanto a
bienes y servicios). Pueden aparecer conflictos entre la libertad y la vida, la
dignidad humana y la supervivencia de la raza. El viejo instinto del socialismo
—que tan útil le ha sido al movimiento durante dos siglos— de crear una
nueva institución para regular cada problema, seguramente no funcionará en
este caso. Sin la reaparición del espíritu republicano, dichas instituciones
pueden ir en detrimento de aquellas libertades sin las cuales la modernidad
está muerta.
Parece como si el socialismo hubiese desarrollado alguna sensibilidad hacia
los nuevos problemas. Los partidos socialistas de España, Francia, Portugal e
Italia se encuentran bajo el hechizo de los grandes cambios que Europa ha
sufrido desde 1968. Son, en realidad, grandes cambios, aunque es difícil
entender en qué consisten exactamente. Yo creo que el aspecto más
importante de estos cambios es precisamente que no pueden ser entendidos
por una teoría sociológica profundamente generalizadora. Yo discutiría estos
cambios en términos de la autoconciencia de la modernidad. Los modernos
creían antes que su mundo podía ser entendido con la ayuda de leyes
universales científicamente establecidas. También creían que la modernidad es
algo parecido a una estación ferroviaria de tránsito, de la cual parten trenes
para otros lugares, por ejemplo, hacia un destino final denominado socialismo.
Estas creencias se han desvanecido en el aire. A la autoconciencia
contemporánea de la modernidad podemos llamarla posmoderna con cierta
dosis de hegelianismo: no nos encontramos después de la modernidad, sino
después de la aparición de la modernidad. Las clases socioeconómicas, esos
vestigios de los viejos Estados, han desaparecido finalmente de Europa y
quizá también de Gran Bretaña. La democracia liberal, la condición óptima
para los movimientos pendulares, ha sido definitivamente establecida en
Europa, y quizá también al este del Elba. Sin embargo, no deberíamos creer
que las «leyes>’ de este mundo puedan ser descubiertas; más bien deberíamos
pensar

120

121

en el mundo moderno como una estructura que nuestra generación y la


próxima podrán rellenar con un contenido o con otro, pero que también
pueden destruir. Dado que el mercado sigue siendo el mecanismo fundamental
de distribución, mientras siga existiendo el movimiento pendular, la justicia
social como justicia (re)distrjbutjva mantiene su importancia. Pero posible-
fuente en las circunstancias posmodernas los viejos hábitos socialdemócratas
también puedan acomodarse a algunas exigencias nuevas y apremiantes.
III
Volvamos por un momento a los conceptos premodernos de justicia
distributiva. En la concepción antigua se distribuyen todo tipo de bienes. La
riqueza (la propiedad) es tan sólo uno de esos tipos; existen otros, como
honores y posiciones. Darle a otros los bienes que les son debidos es una
cuestión de ética. Según Aristóteles, el más moderno de ios pensadores
antiguos, las diferentes sociedades políticas (poleis) tienen sus propios
modelos inherentes de distribución justa. Estos modelos se mantienen en vigor
mediante los actos justos de los ciudadanos. En el universo cristiano, la
caridad es una de las virtudes principales; Pascal sitúa a la caridad incluso por
encima de la fe y la esperanza.
En el mundo moderno, la distribución ha de basarse en el siguiente principio:
a cada cual según su excelencia. El socialisOfo yuxtapuso otro principio a
éste: a cada cual según sus necesidades. En teoría ambos principios son
válidos para regular la distribución bajo las condiciones de la reciprocidad
simétrica, urientras que el principio guía del orden de la reciprocidad
asiOétrica, a cada cual según su rango, fue eliminado y perdió su legitimidad.
Los dos principios de la distribución moderna representan los dos puntos
extremos de la oscilación pendular. Ninguno de ellos puede ser el principio
exclusivo.
Existe una diferencia entre ambos principios, así como una sorprendente
similitud. La diferencia puede describirse de la siguiente forma. El primer
principio puede ser corregido por el segundo, pero el segundo no puede ser
corregido por el primero. Si se acepta el principio «a cada cual según su
excelencia», el Principio que considera las necesidades también puede ser
122

aceptado como principio secundario. Uno puede ordenar que las necesidades
de aquellos que son incapaces de sobresalir sean satisfechas, y que todo el
mundo tiene que tener al menos una cantidad de bienes que le sitúen en las
condiciones de asegurarse el ejercicio de su excelencia. El significado de
«excelencia» no necesita ser determinado, ni tampoco es necesario determinar
cómo o en qué aspectos pueden sobresalir las personas. Si, no obstante, se
acepta el principio de «a cada cual según sus necesidades», aprobamos un
mundo que no conoce la competición ni la excelencia, ya que si lo hiciera,
existiría una escasez relativa al menos en algo. Esto es cierto respecto a todas
las interpretaciones posibles del eslogan, que puede variar desde un tipo de
igualitarismo dictatorial hasta una fantástica utopía de abundancia absoluta. La
socialdemocracia nunca, por supuesto, fue igualitaria en el sentido descrito
anteriormente. Recomendaba el «principio de la necesidad’> como el principal
principio correctivo; y como tal, tiene que mantenerse.
La sorprendente similitud entre las dos concepciones de la justicia radica en la
ausencia total del elemento ético-moral. Si tienes que dar (al prójimo) los
bienes que se merece, tu acto requiere una actitud ético-moral. La caridad es
obviamente una cuestión moral; se es caritativo cuando (como persona) se
satisface una necesidad de otro, sólo por el propio bien de ese otro. Si las
cosas se deben a los hombres y mujeres en función de su excelencia, entonces
yo simplemente sobresalgo (o no) y tú sobresales (o no), y ambos recibimos lo
que nos merecemos en función de nuestra excelencia. Además, si algo se te
debe a ti en función de tu excelencia, ello no es por completo un asunto moral.
La «sociedad>’ se hace cargo de la distribución, no un individuo. Si yo no
pago lo que te mereces por tu servicio, soy punible legalmente. Y si pago
correctamente y a tiempo por los servicios de un pintor de brocha gorda, esto
no se debe a que yo sobresalga en virtud de la justicia (distributiva). Esto
significa que sin las sanciones legales quizá nadie pagara por los servicios
prestados, al igual que a nadie le importa si uno consigue un trabajo en lugar
de conseguirlo una persona con muchos más méritos, incluso a sabiendas de la
superioridad de la otra persona. El primer principio moderno de la justicia
distributiva funciona a través de un mecanismo moralmente demasiado débil.
Muchos socialistas creen que su principio (correctivo) es moralmente fuerte,
en la medida en que el compromiso con este

123
principio sea en sí lo moralmente correcto. Pero están equivocados y existe
una buena razón para equivocarse. Los que piden mayor justicia social han
puesto de manifiesto con frecuencia su fuerza moral y su fortaleza (por
ejemplo, en una huelga prolongada); pero después de que las reglas del juego
hayan sido firmemente establecidas, mediante el empuje del péndulo
metafórico, el aspecto social de este tipo de contiendas por la justicia social
también desaparece. La gente sentada en una sala de conferencias y que
defiende la mejora de una asistencia sanitaria gratuita no demuestra una moral
personal mejor, sino tan sólo puntos de vista diferentes de aquellos que se
sientan en la misma sala de conferencias y que tienen opiniones distintas sobre
una asignación de recursos alternativa. Sin duda alguna es posible mostrar un
buen carácter moral también en dicho marco, pero no simplemente
defendiendo una política más asistencia- lista. Una persona que da voz a su
desacuerdo con la mayoría de las opiniones resistiéndose a una fuerte presión
pública, demuestra una gran cantidad de valor cívico. Este es un acto de valor
moral, pero su impacto ético no es el resultado del contenido concreto de la
discusión, sino de la dignidad del discurso libre defendido frente a la actitud
opresiva de la mayoría. Ya que de lo que se trata no es de la distribución de la
riqueza sino de la libertad de palabra, la acción es republicana y como tal no
está relacionada con el problema de la justicia distributiva.
Las instituciones que redistribuyen riqueza y otros bienes en los Estados del
bienestar son organizaciones inmensas como cualquier otra organización
moderna. Se supone que están «racionalizadas», e incluso si no lo están se
comportan como si lo estuvieran. En pocas palabras, no se necesita ninguna
demostración de ética personal para mantener dichas organizaciones con un
buen orden funcional. Por otra parte, las instituciones de este tipo
normalmente reemplazan a la caridad en los lugares en que aún existe; hacen
que la caridad esté de más. Ya ni siquiera son necesarios los simples actos de
amor. Si tus ancianos padres son bien cuidados por el Estado, no hay ningún
motivo para preocuparse por ellos. Pero imaginemos que un día, por una u
otra razón, estas organizaciones de repente desaparecen; entonces la buena
disposición moral para actuar con justicia en caso de necesidad habrá
desaparecido ya. ¿Dejará la gente que otros se mueran de hambre ante sus ojos
sin ni siquiera pestañear?

Donde quiera que uno mire, las personas como tales no tienen ya por qué estar
en la distribución. La justicia distributiva es el resultado de un Estado y una
sociedad bien ordenados. Podríamos hacer la pregunta de si esta forma de
administrar la justicia distributiva es mejor o peor que las formas
premodernas. Yo creo que no es ni mejor ni peor, es simplemente un tipo de
distribución distinto. La virtud personificada de la justicia distributiva
(incluida la caridad) era el resultado de la dependencia personal, y estaba
relacionada con ella. Uno besa la mano de los que le salvaron a él y a su
familia del hambre o del estado de privación. El mundo moderno elimina la
dependencia personal. Ahora no hay que suplicar, hay que exigir unos
derechos. Esto conviene a nuestra libertad y dignidad.
Si todo marcha bien y la modernidad sobrevive, el despliegue de virtudes
personales en materias de distribución pronto se convertirá en una anomalía,
un signo seguro de fracaso de las instituciones de administración y lucha por
la justicia social en dichas manifestaciones. Los movimientos y partidos
socialistas han de hacer algo frente a esta eventualidad. La revitalización de
las viejas virtudes personales de justicia no corresponden a su jurisdicción. Si
la distribución justa-injusta no depende de la ética personal, las viejas virtudes
personales de justicia aún pueden florecer más allá del ámbito de la justicia, en
forma de bellas éticas o de satisfacciones de orden religioso. Los movimientos
socialistas pueden por supuesto establecer una duradera alianza con el
republicanismo. Las luchas étnicas
—raciales— y las religiosas, los conflictos entre las formas de vida que
consideran sus diferencias irreconciliables pueden ocupar en breve el lugar
recientemente dejado por la lucha de clases. La justicia distributiva sola no
puede hacer frente a este nuevo cisma. Se necesitan nuevas instituciones
imaginarias, un marco más amplio para la lucha por la justicia en el que
vuelva a ser posible la participación de las masas con el despliegue de las
virtudes republicanas.

124

125

El péndulo de la modernidad

INTRODUCCIÓN: INTERPRETANDO LA MODERNIDAD


MIENTRAS EL PÉNDULO OSCILA

El bicentenario de la Revolución Francesa produjo un raro ejemplo de «falsa


conciencia>’. El mejor intérprete del gran acontecimiento, François Furet,
quien integró con éxito la tradición prerrevolucionaria y la revolucionaria en
el contexto de la política moderna, declaró que el proyecto de 1789 había sido
consumado hacía tiempo. Furet afirmó que la revolución política ya no tiene
cabida en la estructura de la modernidad. Los que alimentan dichas ideas o
juegan al «teatro revolucionario» o traman conspiraciones totalitarias. Pero las
fanfarrias de la ceremonia apenas habían dejado de sonar cuando las
revoluciones de la Europa del Este se presentaron clamorosamente, ofreciendo
la continuación y la consumación de 1789. Y el polvo levantado por el
tumulto se asentó sólo con la aún frágil victoria de la naciente democracia rusa
(o «soviética») frente al golpe neoestalinista. Durante los años 1989 a 1991 ha
quedado patente que la modernidad tenía que subir un peldaño más para poder
establecer el marco necesario para la resolución de sus asuntos. En la última
ola de revoluciones políticas tuvo que romper su camisa de fuerza, la
asfixiante estructura de una revolución social totalitaria muerta hace tiempo,
su propio fruto, para llegar a conseguir sus propios fines.
Muy bien pudiera ser el caso, como de nuevo sostiene Furet (por lo que
Dahrendorf le criticó), de que las revoluciones de 1989-1991 no hayan
generado un solo nuevo principio para el establecimiento político de una
modernidad «madura». Existe una cantidad limitada de auténticos principios
políticos, y a veces se necesitan milenios para encontrar unos nuevos. Sin
embargo, de seguir las cosas como están, ello no ocurrirá ciertamente después
de 1989-1991. A través de las revoluciones de la Europa del Este, la
modernidad ha alcanzado un relativo punto de Arquímedes desde el que será
posible evaluar su propio pasa-
127

do, el curso que ha seguido hasta el momento, al igual que sus posibilidades
para el futuro.
Se ha mencionado a propósito un relativo punto de Arquímedes. El beneficio
del gran cambio no será ni una completa transparencia de la modernidad ni
una nueva ciencia de la sociedad que responda inequívocamente a todas las
preguntas y dilemas. Sólo puede arrojarse luz sobre un objeto desde una
fuente de luz externa; una visión posmoderna no se encuentra fuera de la
modernidad. Por el contrario, lo que podemos aprender del movimiento de
retroceso del péndulo de la modernidad (desde la posición anterior de
obsesión radical por trascender el horizonte, hasta el punto de partida de la
constitutio libertatis) es que nuestros frenéticos esfuerzos pueden destruir la
modernidad, pero no pueden dejarla atrás. No obstante, era absolutamente
necesario un relativo punto de Arquímedes para evaluar la modernidad; es una
posición desde la que podemos afirmar con certeza que la principal intención,
habiendo creado este nuevo mundo, se ha autojustificado mediante la
eliminación de las opciones hostiles. Es tan sólo a partir de este «fin», que no
es ni el final de un viaje ni la anulación de su itinerario, cuando podemos
mirar hacia atrás sin el sentimiento de dej?iva, sino más bien con una ansia de
aprender algo nuevo sobre nosotros mismos.
Pero si vemos un objeto desde su interior en vez de pretender verlo
externamente y desde una posición «dominante», tenemos que admitir que
nuestro punto de vista es sólo uno de tantos y que esta limitación es imposible
de superar. Como bien afirmara Chladenius, un clásico de la hermenéutica del
siglo XVIII, no podemos ver todos los puntos de un campo de batalla al
mismo tiempo, por consiguiente es un autoengaño creer que somos capaces de
integrar en una teoría homogénea todas las posiciones de todos los posibles
espectadores de la contienda. Esta es una limitación ontológica y no una
limitación históricamente condicionada. Pero el pluralismo inherente a la
modernidad está expresado precisamente por la moderna curiosidad hacia los
puntos de vista de todos los observadores, y no sólo hacia los de unos pocos
distinguidos entre ellos.
Lo que se obtiene, por tanto, es un mosaico, no un mapa holístico bien
ordenado. Pero normalmente, al ver un mosaico, lo integramos en una imagen
más o menos racional. Y la imagen racional que recordamos en este relativo
punto de Arquímedes

es el conocimiento de nosotros mismos como modernos presentes aquí y


ahora, comenzando con una salvaje sacudida del péndulo de la modernidad
desde un extremo, ahora oculto para nosotros, volviendo lentamente hacia el
otro sentido. No sabemos hasta dónde llegará en su movimiento de retroceso,
y mantenemos diferentes opiniones sobre la extensión ideal de ese
movimiento. Tampoco sabemos si se repetirán los intentos desesperados y
arriesgados para empujarlo de nuevo de vuelta hacia el extremo que dejó libre,
si bien esperamos que no se repitan. Esta incertidumbre se desprende del
hecho de que no existe una hermenéutica del futuro; el texto que leemos está
siempre en el presente. Pero con todas estas condiciones, la interpretación de
la modernidad desde la posición ventajosa —relativamente arquimediana—
del fin del totalitarismo y de la reanudación de la tradición de 1789 da lugar a
preguntas inteligentes. Podemos preguntarnos: ¿fue realmente el totalitarismo
fruto de la modernidad o fue una explosión de lo retrógrado, lo atávico que
hay en nosotros? Si era un sistema moderno, ¿existe una inestabilidad
intrínseca en el orden moderno que lo ha hecho posible? ¿Hay en la
modernidad válvulas de seguridad que puedan bloquear la reaparición del
totalitarismo? ¿Puede la modernidad mantener sus promesas inherentes en la
declaración de 1789, sin tener que recurrir a la teoría y a la práctica de un
radicalismo que amenaza con cruzar el horizonte y lanzarse al abismo? Si esto
no es posible, ¿es entonces la modernidad un proyecto distorsionado o
fragmentado que sólo se engañó a sí mismo con la gran idea de un progreso y
una armonía universales? ¿Puede sobrevivir la modernidad? Nuestras
respuestas están contenidas en la metáfora del «péndulo de la modernidad».
Viendo el péndulo oscilar de un lado a otro, nos esforzamos por dar respuestas
relevantes por lo menos a algunas de esas preguntas.

1. LA MODERNIDAD

1. El concepto

En lo que sigue, no nos dedicaremos a deconstruir el concepto (término)


«modernidad», sino más bien a «descargarlo». No legitimaremos por
adelantado el uso del término; más bien lo dotaremos de significado mediante
su uso. Comenzaremos, por tanto, con el modo más general y elusivo de
discutir la modernidad yuxtaponiéndola a la premodernidad.
La yuxtaposición moderno/premoderno parece seguir la arquetípica dicotomía
de «helénico frente a bárbaro» o «cristiano frente a pagano». Los que hablan
toman la postura de su propio mundo, y lo definen frente al de los Otros. Las
yuxtaposiciones de este tipo son condiciones mínimas de autoconocimiento.
Una personalidad se identifica por ser distinguible; es distinguible por ser
definida (determinada) como algo que el Otro no es. Como Luhmann diría,
hacer una distinción es el inicio de la constitución de un sistema contra el
oscuro telón de foro de un ambiente. Sin hacer la distinción original, nunca
podríamos asumir la posición de observador. No necesitamos estar de acuerdo
con una teoría de sistemas para llegar a conclusiones similares.
Pero aparte de hacer una distinción primaria y de satisfacer las condiciones
mínimas de una significativa investigación sobre nuestro propio mundo, la
yuxtaposición moderno/premoderno no tiene nada en común con su arquetipo.
La distinción arquetípica contrastaba el mundo del que habla con el mundo del
Otro en términos de superioridad/inferioridad; no sólo servía para la
autodefinición, sino ante todo para el propio engrandecimiento. El
engrandecimiento propio y el empequeñecimiento del Otro ciertamente no han
desaparecido del mundo moderno, pero la dicotomía moderno/premoderno
simplemente no es de este tipo. Los modernos entienden su mundo como algo
esencialmente diferente de todos los mundos premodernos,
independientemente de si consideran el mundo moderno superior o más bien
inferior al premoderno, y de que, en definitiva, juzguen a ambos
inconmensurables. Se supone que las diferencias son históricas, culturales y
estructurales, pero sin afirmar claramente, o dar por supuesta, la identificación
con el mundo de los que hablan.
«Histórico» puede significar simplemente temporalizado:
existe un «antes» y un «después». Dado que la modernidad (por definición)
llegó después de la premodernidad, el uso del propio término presupone un
pensamiento histórico. El nacimiento del orden moderno se supone que señala
el final del orden anterior (premoderno), sin posibilidad alguna de retorno a su
vieja forma. Pensar en términos de «antes» y «después» no es algo nue yo

Todas las historias del Génesis lo ponen de manifiesto. Sin embargo, el


judaísmo (y el cristianismo) introdujeron un elemento sin precedentes en este
modelo: era el mundo del que habla el que afloraba no sólo como una nueva
etapa en la historia (divina), sino también como una etapa esencialmente
diferente y superior. Las primeras historias significativas sobre la aparición de
la modernidad siguieron este modelo judío-cristiano: se decía que la última
etapa era la mejor, incluso la que traía la salvación. Éstas eran (son) las
grandes narrativas.
El autoentendimiento en términos de gran narrativa encaja mal en la
(auto)conciencia posmoderna de la modernidad; por tanto ha sido abandonado.
No queremos hacer predicciones sobre la probabilidad o improbabilidad de su
eventual reaparición, pero nuestra historia no es decididamente de este tipo
clásico. Mientras discutimos de algo que es histórico no podemos evitar hablar
históricamente, en particular si nuestro punto de vista es el de un mundo que
se cree a sí mismo tan históricamente orientado como lo hace el nuestro. Sin
embargo, hablar históricamente no es lo mismo que volver a contar una gran
historia.
Existen todavía algunas cosas en común entre nuestra historia y la gran
narrativa. Ya hemos enumerado algunas de ellas. Yuxtaponemos el mundo
moderno al premoderno como mundos esencialmente diferentes; hablamos
desde el punto de vista de lo moderno; suponemos que el mundo anterior
(premoderno) es (fue) la condición del mundo posterior (moderno); y no
podemos por menos que manifestar conciencia histórica, es decir, la
conciencia de que nos encontramos, como todos los demás, encerrados en el
tiempo, ellos en «su» tiempo, y nosotros en el nuestro. A esto podríamos
además añadir que describimos, también, el mundo moderno en términos de
universalidad.
Pero todo esto no alcanza a ser una gran narrativa: si hubiera un Dasein
colectivo todo esto ofrecería una ontología colectiva fundamental —pero no
existe tal cosa—. En realidad, éste es el motivo de que la yuxtaposición a lo
Otro (lo premoderno) continúe siendo la condición esencial, aunque nunca
suficiente, del autoentendimiento. Nunca es suficiente, ya que el mundo
moderno no es transparente.
Ya se ha mencionado que la gran narrativa presupone una «diferencia en
altitud» entre los mundos premoderno y moderno. Uno de ellos deberá estar
más arriba que el otro, ya que la historia debe de ser narrada en términos de
progresión o deca 130
131

dencia, debido a que será la historia de la salvación o (y) la de la caída. No es


suficiente describir lo premoderno como la condición de lo moderno. Se
necesita mucho más en la gran narrativa. Se deberá establecer aquí una
conexión necesaria entre lo premoderno y lo moderno, bien en términos
puramente teleológicos, o bien en términos de determinación causal (en este
caso:
una forma oculta de teleología). Como una consecuencia, hemos de configurar
el concepto universal de la «Historia» y atribuirle una dynamis. La historia es
un actor metafísico que (quien) —como dvnaniis— trae consigo en su ser
inicial, su propia perfección, su fin y su propósito. Pero la asunción de que lo
premoderno es la condición de lo moderno no afirma nada sobre su conexión
y no detecta un telos oculto en las entrañas del pasado. Es posible suponer que
numerosos factores contingentes contribuyeron a la aparición de la
modernidad; podía haber aparecido antes, después o nunca. Pero desde que
hizo su aparición, tenemos el derecho de buscar «pistas» que nos indiquen su
posible aparición y sus —repetidos— fracasos reales en tiempos anteriores.
Como contingente, nuestra historia no tiene ningún propósito; no es ni el
heraldo de la salvación, ni el precursor de la caída. No puede encontrarse en
ella ningún proyecto divino. El futuro sigue siendo desconocido, es más, está
sin decidir.
En las grandes narrativas tradicionales, el «universalismo» era visto como una
de las mayores manifestaciones del —venidero o recién alcanzado— «final de
la historia». Los filósofos veían a toda la raza humana reuniéndose bajo el
mismo cielo, y entendieron el pasado de todas las gentes y culturas desde esa
posición ventajosa como una larga preparación para este resultado final. Se
suponía que todas la particularidades se agostaban (por ejemplo, en Marx) o
llegaban a ser negadas (por ejemplo, en Hegel). Éste era un concepto de
universalismo fuertemente normativo. Nuestro concepto del universalismo es
empírico. No es una idea ni una manifestación de superioridad:
simplemente hemos observado que el orden social moderno se asienta en
todas las partes del mundo, y que los reductos del orden premoderno van
disminuyendo con rapidez. Por lo tanto, universalismo empírico simplemente
significa «en todas las partes de nuestro mundo».
El abandono de la autoconfianza metafísica en la gran narrativa no es una
táctica desesperada ni cínica, aunque podría

serlo. Pero puede surgir del escepticismo de un tipo limitado. Por definición,
el escepticismo o es limitado o, si no, lo abarca todo, lo que no deja de ser
algo metafísico, es decir, lo contrario de la metafísica. La indagación sobre el
carácter de la modernidad que a continuación nos ocupa se lleva a cabo con el
espíritu de un escepticismo limitado. Los autores no creen que el enigma de la
historia puede ser resuelto o, a este respecto, que tan siquiera exista dicho
enigma. Reconocen el poder de la contingencia en dos interpretaciones
(diferentes) del término «poder». Como un poder, la contingencia frustra
nuestras intenciones, ridiculiza nuestros sueños o los lleva a cabo
milagrosamente. La contingencia también nos da poder para empezar: para
comenzar y para introducir algo nuevo en el mundo, ya sea para mejor o para
peor. Es más, el escepticismo limitado reconoce la mescrutabilidad del mundo
moderno al igual que su falta de transparencia reforzada por la diversidad de
las perspectivas de su examen. La vieja dialéctica socrática de «cuanto más sé,
más sé que no sé nada», tiene su apogeo en la modernidad. Pero esta dialéctica
nunca evitó a ninguna persona seria y curiosa aspirar al conocimiento y al
autoconocimiento. Si el pensar en la modernidad otorga un conocimiento
digno de crédito es algo que puede seguir siendo un asunto pendiente. Pero si
necesitamos o no pensar en las condiciones de nuestras vidas no es un asunto
pendiente, ya que incluso deseamos este tipo de pensamientos. Finalmente,
mientras que puede decirse muy poco sobre la contingencia, algo preciso
puede decirse sobre las regularidades, las repeticiones, las conexiones
habituales, todas esas cosas ante cuyo telón de foro ocurren los
acontecimientos contingentes. A continuación se tratarán dichos temas.
2. La dinámica de la modernidad
Distingamos entre la dinámica de la modernidad por un lado y el orden social
moderno por otro. La modernidad necesita de ambos para salir adelante.
En los lugares en los que la modernidad se desarrolló de forma natural, a
través del método de tanteo, la dinámica de la modernidad apareció antes que
el orden social moderno; la primera facilitó el camino al segundo. En general,
esta dinámica continuó funcionando después de que el nuevo orden ya se hu
132

133

biera establecido. Pero en el siglo xix, y particularmente en el siglo xx, el


orden social moderno demostró tener tanto éxito que la gente empezó a
trasplantarlo a territorios donde la dinámica de la modernidad no había hecho
aún su aparición. Con independencia de si fue un trasplante voluntario o
forzado, la ausencia total de tal dinámica (o su funcionamiento meramente
intermitente) ha mantenido al orden moderno en un estado inestable en todas
las regiones en las que, en comparación con su modelo, tenía un carácter
distorsionado.
La dialéctica es la dinámica de la modernidad. El término «dialéctica» se
utiliza aquí tanto en el sentido socrático/platónico como en el hegeliano;
ambos están fundidos en este contexto.
La modernidad se afirma y se reafirma a través de la negación. Sólo si se
cambian constantemente varias cosas, y al menos algunas son reemplazadas
continuamente por otras, la modernidad podrá mantener su identidad. La
modernidad prospera con los conflictos internos. Cuando un conflicto, al que
los filósofos denominan contradicción, se resuelve (o se niega), nuevos
conflictos ocupan inmediatamente su lugar; y este proceso de contradicción-
negación continúa indefinidamente.
Los modernos no reconocen límites, los trascienden. Desafían la legitimidad
de las instituciones, las critican y las rechazan; lo cuestionan todo y, al
hacerlo, no destruyen, sino que más bien mantienen ei orden moderno. Los
actos que en una ocasión fueron letales para todos los órdenes premodernos,
mantienen con vida el orden moderno. Platón tenía miedo a la democracia. En
una democracia, afirmó Sócrates, los tipos de carácter son diferentes, y es la
diversidad lo que ocasiona la discordia. Por su parte, la discordia destruye la
polis. Y Platón tenía razón. El continuo cuestionar e impugnar, la diversidad y
la discordia —las características más destacadas de la democracia— eran
cosas destructivas (o más bien autodestructivas) en el mundo antiguo. Por ello
la democracia continuó siendo un orden político único y excepcional a través
de la historia de los Estados premodernos. Sin embargo, está hecha a la
medida para los Estados modernos.
La dinámica de la modernidad puede denominarse un juego, ya que tiene
ciertas reglas, aunque no son rígidas. Los jugadores son lo nuevo y lo viejo.
La dinámica de la modernidad es histó rica
los participantes en el juego son gentes con una mentalidad eminentemente
historicista. En general, la institución existente es atacada desde el punto de
vista de otra imaginaria (el futuro) y es transformada así en una institución
«vieja»; en la terminología de Hegel, deviene «positiva». Pero a veces (y ésta
es la táctica romántica) uno toma la posición de una institución ya
desaparecida (más antigua) contra la existente (más nueva). Cuando más se
acepta el orden moderno, más se asociará lo «nuevo» con lo «mejor». En el
caso de las instituciones, «mejor» puede significar «más eficiente» o «más
justa» o ambas cosas.
La principal empresa de la dinámica de la modernidad es la justicia dinámica.
En contraste con la justicia estática, la justicia dinámica no trata de la
aplicación de los mismos criterios a todos y cada uno a los que se les aplican,
consistente y continuamente, sino poniendo en duda y comprobando los
propios criterios, ya sean normas o reglas. La justicia se reivindica de forma
dinámica en la siguiente afirmación: «Este (orden) es injusto —debería ser
reemplazado por otro alternativo, que fuera más justo o perfectamente justo.»
Si alguien rechaza una institución por injusta, también tiene que recomendar
soluciones institucionales alternativas, o de lo contrario no cumpliría con su
deber de participar en el juego lingüístico de la justicia dinámica. También se
requiere que aquel que hace tal reivindicación tenga que argumentar,
directamente o a través de un representante voluntario, a favor del orden
alternativo (supuestamente más justo o perfectamente justo). Ya que en el caso
de la justicia dinámica el criterio de mayor o menor justicia no puede ser la
propia justicia, el alegato normalmente tiene que recurrir a los valores de la
libertad y/o la vida.
La práctica de la justicia dinámica aparece también en las sociedades
premodernas, pero normalmente sólo en tiempos de crisis, y con mayor
frecuencia cuando un orden social es reemplazado por otro. En esos momentos
la justicia dinámica es una intermediaria que desaparece cuando la cultura
ganadora se hace consuetudinaria. Incluso entonces, la justicia dinámica
apenas se practica de forma generalizada, ya que sólo son impugnadas algunas
instituciones aisladas, mientras que la mayoría de las demás se aceptan, y
normalmente se apela a las instituciones tradicionales, no a los valores de
libertad y (o) vida. En la modernidad, la justicia dinámica se generaliza de tres
formas. Primera, ninguna institución se encuentra fuera de los lí 134

135

mites, todas y cada una de ellas pueden someterse a prueba y ser consideradas
injustas o injustificadas. Segunda, todo el mundo puede plantear una demanda
de deslegitimación. Tercera, todos los argumentos que se puedan tener a favor
de una alternativa recurren a la libertad y a la vida como valores generales
(universales). En realidad, los tres aspectos se desarrollan de manera
coordinada, y su combinación final indica que se ha llegado a un punto sin
retorno en la aparición inicial (originaria) del orden social moderno.
La justicia dinámica es la mejor ejemplificación del carácter dialéctico del
orden moderno. La imposición de la justicia no es asimétrica. Una parte se
enfrenta a la institución, la otra la defiende. Se produce la colisión de dos
concepciones de la justicia, pero el concepto es el mismo. Estas colisiones son
los conflictos sociales más típicos, y cuando la vieja institución ha
desaparecido para siempre antes de que la nueva empiece a ser impugnada,
nos encontramos en el momento de la «negación», dado que la mayor parte de
las funciones, y también ciertas propensiones, de la vieja aún se mantienen en
la nueva. En ese momento puede dar comienzo la nueva ronda de
impugnaciones. En tecnología lo nuevo se convierte en viejo a una velocidad
todavía mayor, con o sin impugnaciones. Mientras que en el área de la cultura
(primero sólo en la «alta» cultura, y posteriormente en la «baja» cultura)
ocurre algo muy parecido, siempre se produce mediante impugnaciones
abiertas, si bien no necesariamente sobre la belleza, pero sí sobre la verdad y
la sinceridad de las «viejas» formas de la creación artística. En este campo, la
innovación de la primera mitad del siglo xx fue el descubrimiento de lo muy
antiguo, como un aliado de lo más nuevo. Uno tiene la impresión de que el
mundo moderno va corriendo hacia alguna parte: hacia adelante hacia el
futuro, pero al correr hacia adelante en realidad se alcanza a si mismo. Es
difícil afirmar si el ritmo de la dinámica de la modernidad es el normal, es
decir, el óptimo para mantener el orden social moderno. Con toda
probabilidad no lo es y, tras el completo establecimiento del orden moderno,
el ritmo puede aminorarse. Por razones que no serán discutidas aquí, el ritmo
debe aminorarse. Podemos sacar la impresión de que la justicia dinámica
puede seguir la misma suerte que tuviera en algunas culturas premodernas:
después de haber servido como partera en el nacimiento del nuevo mundo,
podía retirarse. Pero esto no habrá de suceder. El ritmo de la di-
136

námica podrá aminorarse, pero la justicia dinámica no puede desvanecerse sin


arrastrar tras de sí el orden social moderno tal y como hoy lo conocemos. Esto
no es simplemente una afirmación especulativa; los intentos de establecer un
orden social moderno sin la dinámica de la modernidad —por ejemplo, los
efectuados en la Unión Soviética— fallaron de manera estrepitosa y
demostraron claramente que la modernidad sin dinamismo (especialmente sin
justicia dinámica) no puede sobrevivir.
La dialéctica fue inventada por la filosofía; el procedimiento de la justicia
dinámica también extrajo su legitimación de la filosofía. La indagación y
comprobación metódica de los conceptos tradicionales comenzó en el
movimiento de los sofistas. Pero fue Sócrates (en esa tradición) quien elaboró
el proceso compuesto de negación/refutación. El entendimiento tradicional de
los conceptos políticos y éticos ha sido deconstruido desde el punto de vista de
un significado y una interpretación de los mismos más elevados y universales.
De este modo se inició el conocido juego de palabras: «Esto no es verdadero,
alguna otra cosa (más elevada) es la verdad», «esto no es bueno, alguna otra
cosa (más elevada) es lo bueno», «esto no es justo, alguna otra cosa (más
elevada) es la justicia». Algunos filósofos modernos representativos sostienen
que la modernidad realiza la filosofía; y en un aspecto esto es verdaderamente
cierto. Todo el mundo puede practicar y practica la dialéctica, aun cuando lo
haga de manera no filosólica. Si se admite la existencia y el procedimiento
dialéctico, ya no se necesitará para su práctica el factor espiritual.
La dialéctica real es la dinámica de la modernidad, la dialéctica ideal
(meramente conceptual) es la dinámica de la filosofía. El hecho de que la
filosofía naciera (del modo que la conocemos), pertenece al reino de las
contingencias afortunadas. Pero debemos de tener en cuenta que el nacimiento
de la filosofía, junto con el de la poesía trágica, fue algo dependiente de la
democracia. En lo que podemos saber (con todos los posibles errores de
apreciación), la dinámica de la modernidad hizo su primer intento firme de
romper la resistencia de un orden social premoderno en Atenas durante los
siglos v-iv antes de Cristo. Este intento fracasó. Lo que llamamos la
Ilustración griega fue la preparación para algo que nunca llegó a ocurrir; y es
inútil buscar las razones. Los críticos de la modernidad (por ejemplo,
137
Heidegger y Adorno) señalaron con frecuencia la aparición de un tipo de
imaginación tecnológica moderna en Grecia; el hecho de que Aristóteles
afirmara que el redactar una constitución es una techne, lo corrobora. Pero la
misma imaginación no escondía ni la idea de un futuro ni la de un orden social
diferente que pudiera basarse en algún tipo de igualdad. Sin una fuerte
presencia de esta idea, la dinámica de la modernidad se automargina.
La dinámica de la modernidad apareció contundentemente durante el último
siglo de la República romana, y se extinguió a finales del primer siglo d.c.
Pero mientras en Atenas los aspectos políticos, culturales y económicos del
dinamismo aparecieron a un mismo tiempo, en Roma se dieron
completamente de- sincronizados. Cuando apareció en Roma una imaginación
orientada al futuro, combinada con la idea de (un tipo de) igualdad, en forma
de la revolución espiritual de un cristianismo en expansión, el modo político
de impugnación de la justicia ya se había agotado; al igual que lo había hecho
el capitalismo romano (con la excepción de la Galia transalpina).
La dinámica de la modernidad volvió a aparecer con todo su esplendor en los
tiempos del Renacimiento europeo, y avanzó inexorablemente. Pero fue una
marcha larga. El orden social moderno tardó por lo menos tres siglos (en
algunos lugares incluso cuatro), sólo en la pequeña Europa, en asentarse y
reemplazar al «artificio natural» premoderno. Fue quizá la multiplicidad y
diversidad de la vida étnica y política en Europa lo que contribuyó a este
logro. El orden moderno podía asentarse en una minúscula parte de Europa
(por ejemplo, en una ciudad como Amsterdam) como excepción, y
posteriormente en otro pequeñísimo lugar (por ejemplo, en Suiza). En cuanto
era aniquilado en un rincón, aparecía vigorosamente en otro. La dinámica de
la modernidad nunca se paralizó; incluso después de muchos contratiempos,
siempre había uno u otro rincón en el que podía seguir sin debilitarse. No fue
un solo empujón, sino más bien varios, los que le dieron el impulso que
necesitaba. Pero nunca podrá repetirse lo suficiente que también aquí, incluso
entre estas circunstancias más beneficiosas, el orden moderno podía haberse
malogrado. Antes de la Revolución Francesa nada estaba aún decidido.
Lo que hasta entonces había sido un proyecto marginal, fue el centro de
atención por primera vez durante la Revolución Fran cesa

El genio de Kant se dio cuenta de la crucial importancia de la imaginación en


este cambio decisivo. Un acontecimiento como éste, escribió, «no deja que se
le olvide» (laesst sich nichi vergessen). Utilizamos el término «proyecto de
modernidad» sólo de mala gana. Un proyecto puede llevarse a cabo; existe un
punto en el que decimos confiadamente que se ha logrado. En este sentido, la
modernidad no es un proyecto. La Revolución Francesa es el punto de
lanzamiento simbólico de la modernidad. La palabra «lanzamiento» indica que
a partir de ese momento las principales categorías de la modernidad ya están
presentes, aunque tan sólo lo estén como potenciales abstractos. Dynamis,
mejor que potencial, es quizá la palabra correcta, ya que las categorías se
encuentran en un estado de actividad constante (energeia). Se desarrollaban,
ya que van a ser desarrolladas. Haber- mas menciona el proyecto inacabado de
la modernidad. Esta es una buena expresión si añadimos que el proyecto
nunca se acabará, porque acabarlo significa matarlo. La modernidad (y en este
caso queremos decir el orden social moderno como territorio de la dinámica
de la modernidad) puede asumir variaciones prácticamente infinitas al igual
que la premodernidad, pero su dynamis las incluyen a todas in nuce. La
afirmación de que la Revolución Francesa, y todo lo que ella defiende, «no
deja que se le olvide» significa algo más que una frase inscrita en los anales de
la historia. En este sentido elemental, nada que aún podamos recordar de
textos y vestigios puede ser olvidado. Pero en un sentido más profundo, el
mundo premoderno está ahora olvidado, al menos en Europa, sin considerar
nuestro conocimiento sobre el mismo, en el sentido de que ya no es una fuente
de memoria viva. La memoria viva es la impronta de nuestro propio mundo en
nuestras actitudes, pensamientos e imaginación. Es la insignia de nuestro
horizonte. Recordamos los dioses muertos, pero sólo los vivos no pueden ser
olvidados.
Las apariciones de la dinámica de la modernidad en las sociedades
premodernas están acompañadas por una profusión de «superávit cultural>’.
Sin imágenes con contenido, historias, creencias, no puede sobrevivir ninguna
sociedad, aunque algunas culturas sean más ricas espiritualmente que otras.
Una vida cultural más densa que la media no puede describirse aún en
términos de «superávit». El superávit cultural sólo puede presentarse cuando
la creación espiritual tiende la mano a lo inmortal, lo eterno, y también a lo
universal, y cuando lleva a la

138

139

gente más allá del estrato normal de los «eruditos», ya sean sacerdotes o
personal secular. Por ejemplo, la Atenas de los siglos V-IV a.C. creó los
géneros de la filosofía, la tragedia, la historiografía. Fue a partir del genio de
Judea cuando se difundieron tanto el judaísmo como el cristianismo y, junto a
ellos, las ideas de igualdad y justicia social, mientras que desde el espíritu
sistematizador de Roma salieron la teología cristiana y los fundamentos de la
ley moderna. El «superávit cultural» se generó a partir de todas las fuentes en
las que el dinamismo de la modernidad había empezado a retar al viejo orden
social existente en Europa. El tiempo estuvo unido a los genii. Los géneros
nuevos, desde las ciencias naturales a la música para concierto, pasando por la
novela, exigían de una constante innovación, al igual que los rejuvenecidos
antiguos géneros, como la tragedia, la escultura o la pintura. Cada década trajo
algo nuevo y grandioso. Pero después de que el orden moderno se
estableciese, las energías de la cultura europea empezaron a disminuir. Ya no
eran necesarias. Esto suena un poco misterioso, y es misterioso en la medida
en que no tiene una explicación real. Pero tal y como están las cosas en la
actualidad, la principal tendencia cultural, la hermenéutica en todas sus formas
y versiones, toma su inspiración del pasado más que del presente. El impulso
hacia la inmortalidad, la eternidad y la universalidad se ha debilitado, al
menos en la cultura, si bien no en la vida individual aislada. Si damos una
opinión equilibrada sobre las posibilidades de nuestro mundo, también
habremos de dar expresión a un cierto grado de escepticismo sobre los
potenciales culturales del futuro. Con toda probabilidad no se producirá
ningún superávit cultural, tan sólo se generará tanta energía cultural como sea
suficiente para el bienestar espiritual, o quizá para la simple supervivencia, del
mundo moderno. Sin embargo, con total probabilidad, todos los establishment
modernos correrán mejor suerte que la mayoría de los premodernos, no porque
tengan un mayor poder creativo, sino porque mantendrán un gran poder para
rememorar y para recordar.
3. El orden moderno
Por «orden social fundamental» queremos indicar la estructura constante de, y
el mecanismo para, la distribución (ordena ción

y redistribución (reordenación) de la libertad y de las oportunidades en la vida


junto con el mantenimiento (reproducción) de la unidad social completa. Esta
determinación es importante, ya que, si contemplamos un solo estrato aislado
de un orden social, podremos ver los cambios y transformaciones radicales en
la distribución de la libertad o de las oportunidades en la vida, o de ambas,
dentro del mismo orden. Este fue el caso en el seno de muchos órdenes
premodernos, y es típico en el del moderno.
Es posible concebir un mundo sin ningún tipo de estructura de distribución, o
de modelo para la misma, sin ningún ordenamiento en absoluto. Se suponía
que el mundo de la edad de oro de Ovidio (y de muchos otros) era de ese tipo;
Marx también imaginó uno así en algunos de sus proyectos mesiánicos de
comunismo. Lo que queremos decir no es que no todo lo que puede ser
concebido sea posible al mismo tiempo, sino más bien que sin un modelo
fundamental y un mecanismo de ordenación y reordenación, un grupo
humano no puede ser denominado sociedad. Teniendo esto en cuenta, sólo
quedan dos versiones (tipos) de distribución (redistribución) fundamental de
la(s) libertad(es) y las oportunidades en la vida, la de reciprocidad asimétrica y
la de reciprocidad simétrica respectivamente. No existe una tercera posibilidad
lógica.
Todos los órdenes sociales premodernos están basados en los modelos de
reciprocidad asimétrica, mientras que los modernos se basan en los de
reciprocidad simétrica. Desde luego, no existe una sociedad sin algún tipo de
reciprocidad simétrica, ni tampoco existe ninguna sin algún tipo de
reciprocidad asimétrica. La única pregunta es, ¿cuál de ellas constituye el
principio de ordenación fundamental?
Aristóteles, el más agudo observador del orden de la reciprocidad asimétrica,
distinguió entre el orden fundamental ylos órdenes secundarios dentro del
marco del orden fundamental, a la vez que atribuía el primero a la naturaleza
(physis) y el segundo a la convención, la ley (nomos). Por lo tanto, los
hombres son por naturaleza amos o esclavos, y las mujeres son por naturaleza
inferiores a los hombres, pero el hecho de que los hombres libres sean
gobernados por un hombre o por varios o por muchos se establece por
convención (ley). El orden premoderno también puede, por consiguiente, ser
denominado artificio natural, ya que mientras duró y no fue impugnado se
aceptaba como si fuera lo natural. Aristóteles también añadió que la regla
dora-

140

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cIa de la justicia no se aplica a la relaciones de reciprocidad asimétrica, y tenía


razón. Pero dentro de todas y cada una de las capas del artificio natural existe
una reciprocidad simétrica, como sucede entre los esclavos, entre las mujeres
de igual nivel social y, en particular, entre los hombres libres en una
democracia. Debemos añadir que la democracia constituía una absoluta
excepción dentro del marco de la reciprocidad asimétrica,
ya que la asimetría más bien lo abarcaba todo y estaba omnipresente en casi
todos los órdenes sociales premodernos representativos, desde China hasta
Egipto, desde la antigua Roma a la Europa feudal.
Nacer dentro de un estrato social u otro es siempre un accidente desde el punto
de vista del recién nacido. No existe ningún vínculo necesario entre los dos a
priori de la existencia humana (el a priori genético y el social). Pero este
accidente se transforma en un destino en el momento del nacimiento: el recién
nacido debe encajar en las expectativas contextuales asignadas al propio lugar
en que nació. El esclavo nace en la esclavitud, el hombre libre nace libre, y
ambos deben llegar a ser lo que ya son: esclavos y hombres libres, o mejor,
esclavos buenos y hombres libres buenos respectivamente, según las normas
que les sean impuestas. El modelo (la idea perfecta) de la sociedad
premoderna es realmente el Estado de Platón tal y como friera concebido en
los libros 111-1V de La república (y no en los posteriores). Todo el mundo
debe hacer su propio trabajo. Ningún estrato, ni ninguna persona que
pertenezca a un estrato determinado, debería intervenir en los asuntos de otro
estrato. Hay que añadir, entre paréntesis, que Platón era consciente de la
circunstancia de que los dos a priori (el genético y el social) no casarían
necesariamente y de que el funcionamiento perfecto del orden de reciprocidad
asimétrica requeriría de una movilidad entre estratos, algo que debe seguir
siendo marginal en este orden particular.
El orden premoderno también puede ser denominado «sociedad estratificada»
(y así ha sido denominado por Luhmann), porque en una estratificación de
artificio natural existe una prioridad frente a las funciones. Si una persona ha
nacido en un estrato determinado, su posición social en el momento de su
nacimiento determinará la(s) función(es) que desarrollará a lo largo de toda su
vida, y no al revés como ocurre en las sociedades modernas.

Dado que la asignación básica de las oportunidades en la vida y de libertad


tiene lugar al nacer, el poder determinante del orden premoderno está
omnipresente. Las normas y las reglas, las actividades, las costumbres y los
juegos lingüísticos (en ocasiones también el lenguaje), y frecuentemente la
religión de los diferentes estratos, también son de tipo diferente y, como tales,
se encuentran ordenados jerárquicamente. Los nacidos en estratos bajos tienen
un carácter bajo y la persona de estratos altos tiene un carácter «noble» (según
la norma). Se dirigen unos u otros de forma diferente, comen de forma
diferente, se visten de forma diferente, se comportan de forma diferente; su
sexualidad y sus familias son diferentes. Dicho sin rodeos, un orden social
premoderno tiene sus raíces en la vida cotidiana y en las relaciones diarias
dentro y entre estratos y sexos.
La representación tradicional, y también la mejor, del viejo orden es una
pirámide, con una persona (el príncipe o monarca) en su cúspide. Las
sociedades estratificadas tienen una base muy amplia. Aun cuando la
superestructura se derrumbe (por ejemplo, en las guerras civiles), la base se
mantiene. Las sociedades premodernas son estables y equilibradas mientras se
garanticen las condiciones de vida mínimas. Se necesita un esfuerzo inmenso
para movilizarlas en un sentido o en otro, ya sea mediante planificación o
esfuerzo humano. También son resistentes al caos.
Considerando la longevidad y la estabilidad del orden premoderno, apenas
exageramos si describimos la deconstrucción del edificio natural a manos de
la dinámica de la modernidad, y su resultado, la aparición del orden social
moderno, como el mayor avance en la historia de las civilizaciones humanas.
De las ruinas del viejo mundo ha surgido un mundo totalmente nuevo. La raza
humana (incluyendo a casi todas las culturas humanas) aprende ahora cómo
gestionar la distribución de la(s) libertad(es) y las oportunidades en la vida de
un modo completamente nuevo. Debido a que el experimento ha comenzado
recientemente, podemos basarnos en muy poca experiencia histórica para
hacer predicciones sobre su futuro. Pero algo puede decirse sobre su presente
y su —corto pero representativo— pasado.
El credo de la reciprocidad simétrica es bien conocido. Reza:
«Todos los seres humanos nacen libres», o «todos los seres humanos son
(nacidos) igualmente libres», o «todos los seres

142
143

humanos están igualmente dotados de conciencia», o «todos los seres


humanos tienen el (mismo) derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de
su felicidad». Este credo es el toque de difuntos de todo orden premoderno,
independientemente de si en realidad la vida concuerda con el credo. Pero es
el credo lo que importa, ya que condensa la imaginación moderna. Y si
aparece una institución imaginaria completamente nueva, esa institución
establece su propia dvnamis, un proceso que desemboca en su propio
cumplimiento (realización). A partir de ese momento, el artiFicio natural se
convierte en antinatural.
Rousseau afirmó que todos los hombres nacen libres, pero aún se encuentran
hombres encadenados en todas partes. Esta patética afirmación puede ser
interpretada de dos formas, igualmente relevantes. Una interpretación puede
decir que aunque la institución imaginaria de la modernidad ha nacido, la
modernidad aún lleva en su propia estructura todos los vestigios del orden
premoderno. Dado que todos los hombres han nacido libres, deben, por tanto,
llegar a ser lo que ya son (al menos imaginariamente), a saber, realmente
libres. La promesa tiene que realizarse por completo. Esta última
interpretación ofrece al menos otras dos posibles interpretaciones. Primera, la
modernidad tiene aún que desarrollar sus mejores potenciales, y segunda, la
libertad es aún condicional y no absoluta, por consiguiente debe pasar a ser
absoluta. Esta última interpretación no sólo es normativa sino también
maximalista. Porque aun cuando pudiera existir la libertad absoluta (lo cual
dudamos), la libertad ciertamente no puede ser absoluta dentro de un orden
social. La exigencia de la realización de un absoluto de este tipo puede
terminar en la realización de exactamente lo contrario de lo que se reivindjca,
es decir, la servidumbre de todos en nombre de la libertad para todos. Sólo
bajo la condición de que todos nazcamos libres, podremos todos convertir la
libertad de todos en la esclavitud de todos. Existe otra forma de interpretar el
mensaje de Rousseau; podemos mantener que describe sucintamente el peor
resultado, o versión, posible del orden moderno. En realidad, este peor
resultado posible corrobora lo que acabamos de decir: sólo bajo la condición
de que todos nazcamos libres puede la libertad de todos convertirse en la
esclavitud de todos.
En los lugares en que todos nacen libres, la estratificación en Estados
desaparece. El tiempo que tarda en desaparecer es una

cuestión sin importancia, porque mientras sobrevivan los vestigios de los


Estados persistirán en el tiempo prestado. Además, los antiguos Estados
asumen la forma de clases sociales. Como consecuencia de ello no se
establece ninguna jerarquía social basada en el nivel de la vida cotidiana.
Existen ricos y pobres, pero ésta es una diferencia cuantitativa y no cualitativa.
En Estados Unidos, ese producto puro de la modernidad, el gusto de los ricos
y el de ios pobres es el mismo; su imagen de la buena vida también es la
misma.
Dentro del orden moderno, la jerarquía social se establece en el nivel de las
instituciones especializadas. Las instituciones pueden estar en relación
jerárquica las unas respecto a las otras, y existe una jerarquía en el seno de
casi todas las instituciones concretas. Mientras que en el orden premoderno
era su ubicación en las capas jerárquicas de la estratificación lo que
determinaba las funciones que desempeñaban los hombres y las mujeres, en el
orden moderno son las funciones que desempeñan en el seno de las
instituciones especializadas lo que finalmente determinará su puesto en la
jerarquía social de la estratificación. Por tanto, los hombres y las mujeres
nacen libres, pero en cualquier parte están siempre limitados en sus
posibilidades, es decir, en sus libertades. Cómo de libres continúan siendo los
nacidos libres, hasta qué punto están limitados o incluso esclavizados,
depende de las propias instituciones especializadas. Si las instituciones son
relativamente independientes, silos hombres y mujeres son libres de entrar en
más de una institución y de salir de cualquiera, no están encadenados, aunque
están limitados en sus libertades. Las condiciones óptimas son la oportunidad
real igual, es más, la posibilidad de desempeñar varias funciones si así se
desea. A la inversa, si una sola institución devora a todas las demás y
determina la estructura de las jerarquías en todas ellas, si existe una función
por encima de los demás que asigna a todas las otras su puesto en la jerarquía
institucional, los hombres y las mujeres llegan a estar completamente
encadenados incluso en condiciones de igual oportunidad. Ningún orden
premoderno podía encadenar a todos los hombres y mujeres tanto como lo
hace el totalitarismo, ese homicida fruto de la modernidad.
Por consiguiente, la carga de «ordenación» de la sociedad recae únicamente en
instituciones especializadas. «Especializadas» significa en este caso
instituciones especializadas funcio 144

145

nalmente (como, por ejemplo, las instituciones políticas, educativas y


económicas). Max Weber distinguió entre esferas sociales y esferas de valores
(porque cada esfera tiene su propia deidad); pero nosotros preferimos el
término «instituciones» con objeto de reforzar la idea de que existen varias en
la misma esfera, al igual que también existen instituciones a horcajadas de
varias esferas, y multifuncionales, y cada una de ellas puede adoptar una
independencia relativa respecto a las demás. La responsabilidad de ordenación
de la sociedad incluye al menos dos aspectos normativos decisivos. Las
instituciones tienen que introducir la estabilidad y ofrecer simultáneamente la
posibilidad de un cambio constante, así como de una renovación, ya que
también deberán proporcionar una estructura para la buena vida, que incluso
los ciudadanos medios puedan alcanzar, si hacen un esfuerzo. Cuando Kant
observó que se necesitan instituciones en cuya estructura incluso la raza de los
diablos se comporte decentemente, esbozó las posibilidades óptimas del orden
social moderno.
Este credo del orden moderno, «todos los hombres y todas las mujeres nacen
libres», es también una afirmación de la contingencia humana. El que todos
nazcamos libres significa que todos nacemos (socialmente) contingentes.
Nacemos como un haz de posibilidades abiertas, no recibimos un destino en el
momento de nuestro nacimiento, ya que no tenemos ningún destino
preestablecido. El mundo moderno no está construido teleológicamente como
lo estuvo el mundo premoderno. Por ello, la necesidad aparece aquí primero
en forma de causa efficiens y no en forma de causa finalis. Podríamos incluso
ir más lejos y afirmar que el credo «todos nacemos libres» en realidad
significa que todos somos contingentes. Si nacer libre significa nacer
(socialmente) contingente, se trata de una forma vacía de libertad, la libertad
como nada. En realidad, ser lanzado a la libertad y ser lanzado a la nada
significa exactamente lo mismo. Pero esta nada (contingencia) es, sin
embargo, algo, porque promete que los hombres y las mujeres pueden
(igualmente) llegar a ser libres puesto que ningún destino preestablecido
(teleología) impide su camino desde la libertad autocreada. Otros conceptos de
la libertad, como la creatividad, la autonomía, el gozar de poder, la
autorealización son conceptos de libertad más ricos y más concretos. Pero
tanto lógicamente como (onto)lógicamente, la libertad vacía de la
contingencia (social) se convirtió tanto

en la condición de todas las demás libertades como en la condición de la


esclavitud autocreada.
Denominamos al orden premoderno «artificio natural»; por analogía, se podría
mantener que la modernidad llegará a ser otro artificio natural. Pero éste es el
tipo incorrecto de analogía. Quizá la modernidad sea dada por sentada por sus
ciudadanos medios, y sólo esto le haría llegar a ser «natural». Pero la mirada
autorreflexiva de la modernidad sigue siendo histórica. La modernidad se
entiende a sí misma como un producto histórico; nunca olvida que ha sido
precedida por el otro orden, el premoderno. Dado el poder omniabarcante de
la conciencia histórica y de la memoria histórica fijada en ella, la modernidad
nunca se entenderá a sí misma como «natural». Por otra parte, dado que la
dinámica de la modernidad tiene que ser continua para que la modernidad
sobreviva, la negación sigue siendo el elemento permanente del orden
moderno. La modernidad nunca será dada por sentada del mismo modo en que
antes se dio la premodernidad. La modernidad es un artificio puro y simple, no
un artificio natural. Como tal, seguirá siendo frágil.
El orden social moderno es diferente de la pirámide premoderna. Carece de
una sólida y amplia base en la vida cotidiana. Es difícil mantener la
modernidad en equilibrio. Incluso las catástrofes menores (por ejemplo, la
avería de las principales fuentes de energía durante un año) podrían perturbar
su equilibrio. No sabemos si la modernidad será capaz de sobrevivir y, si lo
hace, cómo y durante cuánto tiempo. Es todavía un orden muy nuevo, tan
nuevo que sería difícil adivinar su futuro inmediato. A continuación, haremos
una diagnosis sin demasiada prognosis. La diagnosis está basada en la
observación de una modernidad que ha experimentado cambios dramáticos en
doscientos años y no sólo ha sobrevivido, sino que también ha extendido su
propio orden a todo el globo terráqueo. Además, triunfó en el refuerzo de
algunas de sus tendencias originales y en el desarrollo de unas pocas
instituciones semiestables, así como en el de unos pocos modelos regulares de
gestión de conflictos y crisis. Es en este sentido en el que estudiaremos al
vencedor y su estrategia.

146

147

II. LAS LÓGICAS DE LA MODERNIDAD

La tesis de las lógicas particulares de la modernidad han estado implícitas en


el discurso teórico desde la teoría de las esferas autónomas de Weber que fue
asimilada por el <‘discurso de la modernidad» de Habermas y por la teoría de
los sistemas de Luhmann. Luhmann añadió la nueva e importante
cualificación de que no existe un sistema particular diferenciado en la red de
sistemas de la modernidad que sirva como centro y tenga la propensión
«natural» o estructural de dominar y determinar a los otros sistemas Toda
teoría de las esferas autónomas, sistemas o lógicas representa, implícita o
explícitamente, una crítica racionalista al racionalismo de la Ilustración, cuyo
último heredero influyente hasta ahora ha sido el mancismo. Lukács reveló, en
Historia y conciencia de clase, el secreto del monismo de Marx al afirmar que
la reintegración de la aislada esfera de la economía (y junto con ella, la legal y
la política) en un todo integrado es la precondición para abolir la reificada
falta de transparencia de la sociedad, que fue, según Lukács, el origen de los
enigmas epistemológicos (incluyendo la-cosa-en-sí de Kant). Sin embargo, en
la condición posmoderna, la creencia en la posibilidad de una transparencia
completa del mundo, junto con la necesidad de la misma, es rechazada casi
consesualmente.
Las «lógicas» de la modernidad son tendencias movirnentales introducidas y
establecidas por el largo proceso de la «deconstrucción» de la Edad Media. La
complejidad de esta gran labor de desmantelamiento del orden milenario (en
el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, simultánea y consecutivamente)
se llevó a cabo desde variadas situaciones y centrándose en diversos objetivos.
Y las tendencias, una vez puestas en marcha por los distintos esfuerzos, se
mantuvieron tercamente diferenciadas; incluso se hicieron autónomas y se
resistieron a la reducción de su complejidad por parte de cualquier teoría o
práctica monística. La tesis de las <‘lógicas de la modernidad» comprende,
pues, tres afirmaciones. Primera: afirma que la dinámica de la modernidad es
inherentemente pluralista. Tiene muchas facetas; puede ser abordada y puesta
en marcha desde ángulos totalmente distintos, comenzando con la
desacraljzación de la Biblia (el tejido cultural de la Edad Media) y pasando
por la emancipación de la propiedad y de los mercados de la soberanía del
monarca. Asumir que existe una faceta particular en este
multiverso que fuera la causa última determinante de todas las demás, una
asunción que fue de bon ton filosófico en la religión ersatz de los economistas
desde Adam Smith hasta Karl Marx, equivale a privar a todos los demás de su
autonomía (real o potencial). Implica también una antropología en la que el
horno Qeconornicus es la función aislada más importante del horno Sapiens.
Sin embargo, el rechazo a ver la economía como el centro determinante del
mundo moderno no es equivalente a la negación de la posición central del
mercado para una lógica particu la de la modernidad, la de la división
funcional del trabajo. Incluso para aquellos que lo critican vehementemente, o
tratan de refrenarlo o reemplazarlo por otra cosa, el mercado sigue siendo
crucial, porque la mayoría de las funciones se reparten basándose en el
mercado, y las funciones que se distribuyen fuera de él tienen una importante
relación con el mismo. Segunda: el concepto de las distintas lógicas de la
modernidad no sugiere una teleología preestablecida (no existe en absoluto
ninguna «necesidad lógica» verificable que conduzca una lógica específica
desde la prernissa a la conclusio). Con anterioridad, hemos negado
específicamente el carácter teleológico de la modernidad plenamente
desarrollada, una época que, más bien, representa una ruptura radical con la
teleología de la predestinación del viejo orden. Pero un telos, característico de
una lógica y diferente de todos los demás, se imputa de hecho a cada una de
las tendencias que denominamos una «lógica» de la modernidad. Cuando
Weber discutió la especificidad de las racionalidades de las distintas esferas,
tenía exactamente esta circunstancia en la cabeza. Tercera: mediante la
imputación de un telos funcional específico a cada tendencia significativa,
transformamos todas ellas en lógicas propiamente dichas, siempre y cuando el
telos cree una consistencia inherente dentro de una tendencia determinada,
excluyendo los elementos que perturban, e incluyendo otros que hacen posible
su correcto funcionamiento.
Las principales lógicas de la modernidad son las de la diviSión funcional del
trabajo, el arte de gobernar y la tecnología. El seleccionar tres lógicas entre
una profusión de la gran riqueza de opciones no fue una decisión arbitraria;
ello se basa en la convicción de que no existen otras lógicas que fueran
operativas en el mundo moderno. (La «cultura», tan crucial para nuestro
entendimiento del mundo, es el sustrato último, y no la lógica, de la
modernidad.) Una «lógica» es un término dinámico, no es-

148

149

tructural; por consiguiente no puede ser identificado con una esfera


(weberiana). En la modernidad hay más esferas que lógicas; estas últimas
operan a través de las primeras, traspasando, implicando y reestructurando
aquéllas. La «zona dinámica>) de las distintas lógicas puede ser bien definida.
La lógica de la división funcional del trabajo abarca los problemas y acciones
por los que se distribuye la gente de una determinada «sociedad» entre las
funciones socialmente cruciales (de producción y reproducción, distribución y
redistribución). Como ya hemos mencionado, el mercado es el magma
institucional de la lógica de la división funcional del trabajo. El modus
operandi y la calidad concreta de esta lógica se define por cómo se distribuye
la gente entre las funciones, por las proporciones respectivas de libertad y
coacción en el proceso de distribución, por las formas jerárquicas o no
jerárquicas de su distribución entre funciones; y, en la medida en que la
distribución sea de un tipo jerárquico, por cuáles son los principios que
determinan la jerarquía y cómo pueden justificarse en términos de justicia
dinámica. La lógica de la tecnología tiene un impulso específicamente
moderno para su sustrato: el impulso por el dominio de la «naturaleza», la
determinación de no vivir dependiendo de las condiciones externas de la
existencia humana y de «hacer» (en el sentido de «fabricar») el ámbito
humano, en lugar de conformarse cori su crecimiento orgánico. La lógica del
arte de gobernar es un «arte» sólo aparentemente (aunque está demasiado
influido por una imaginación tecnológica). Es, más bien, la expresión del
espíritu innovador universal de los modernos que no están impresionados por
el marco aristotélico de las formas lógicamente posibles de gobierno, pero
tienen confianza en poder descubrir nuevas formas más allá de las
limitaciones. De esta lógica pueden concebirse dos puntos de vista funcionales
totalmente diferentes. En términos del primero, su función no es autóctona;
más bien sirve para la integración de las otras dos, como una precondición de
su buen funcionamiento. En términos del segundo, por ejemplo, en la filosofía
política de Arendt, es una lógica «existencial», independiente, ya que las
actividades perseguidas en ella son objetivos por sí mismos, como la práctica
de nuestra suprema capacidad, la libertad.
Las tres lógicas de la modernidad siempre se presentan en forma compuesta,
por lo que aislarlas es algo artificial; pero no es una empresa innecesaria o
estéril. Su separación sirve para el

propósito de demostrar qué combinación de las versiones y estrategias


particulares dentro de una lógica sirven a lo «normal», que es un progreso de
la modernidad pluralista y autónomo que presta atención a los valores
fundacionales y organizativos de la modernidad, la libertad y la vida. Por
ejemplo, los ahora extintos sistemas comunistas establecieron una red de
control patológico dentro de la lógica de la división funcional del trabajo que
redujo, con su política de «vigilancia y castigo» implacable y despiadada, a
todos los individuos a realizar una función particular, impuesta por el centro.
A ello se añadió, en el seno de la lógica del arte de gobernar, una prioridad
coactiva de la organización política totalitaria de la sociedad; y todo ello sirvió
al acelerado ritmo de la industrialización a cualquier precio dentro de la lógica
de la tecnología, creando conjuntamente la versión más espantosa de la
modernidad.
Separar las diferentes lógicas de la modernidad sirve también para localizar y
explicar los conflictos entre ellas. Los conflictos de este tipo tienen,
principalmente, una procedencia de máxima importancia: una lógica en
particular a menudo tiende a imponer su «institución imaginaria» y su modus
operandi sobre otra o las otras dos. La utopía del libre mercado del siglo xix,
que dio preferencia con falta de sentido crítico a las actividades estrictamente
económicas dentro de la división funcional del trabajo de la sociedad, ideó
para la lógica del arte de gobernar un modus operandi en el que se suponía
que el Estado libre era mínimo y en su mayor parte estaba reducido a la
función de asegurar el juego libre de las fuerzas del mercado, el principal
postulado de la utopía liberal. La «institución imaginaria» de la lógica de la
tecnología tiende a colonizar las otras dos, afirmando que todas las actividades
sociales no son en el fondo nada más que aplicaciones y modificaciones de
una tecnología general. El resultado es, entre otros, el peor tipo de política, la
política como techne o Realpolitik, y una ciencia social manipuladora y
tecnológicamente ideada. Ya hemos mencionado el espantoso ejemplo del
dominio tecnológico en los regímenes de tipo soviético, en el que las personas
eran reducidas en masse a una simple función; y los experimentos se llevaban
a cabo sobre todo el cuerpo social y político. (O, alternativamente, estas
sociedades pueden ser vistas como dominadas por una forma especial de
política, que tenía una inclinación tecnológica.) Los conflictos entre las
lógicas de la modernidad son signos

150

151

de la apertura de la sociedad. Mientras haya roces y colisiones entre las


lógicas, podrán inventarse nuevas estrategias y situaciones para poder
reorganizar las relaciones entre ellas y los lugares asignados a ios individuos,
en y a través de las mismas. Por contraste, su homogeneización bajo la
hegemonía de cualquiera de ellas transforma el mundo en una cárcel. El
principal problema con la teoría social de Marx, el aspecto en el que de hecho
anticipó las peores pesadillas de los regímenes «marxistas», fue su
determinación teórica de homogeneizar la modernidad cuyo carácter
heterogéneo consideraba como la raíz última de su irracionalidad, que sólo
podía ser eliminada mediante el establecimiento de una «sociedad de
productores asociados».
La dicotomía «Estado» frente a «sociedad» es un producto típico de la
modernidad resultante de la separación progresiva de las tres lógicas (o, en
otras palabras, la aparición de las tres lógicas es equivalente a la separación
del Estado y la sociedad). A medida que iba surgiendo la dinámica de la
modernidad, pero sin el establecimiento del orden moderno, existían
precursores de esta dicotomía. El principal caso al respecto fue el de la Roma
tardía, imperial y republicana, con la prueba de la aparición y difusión de la
ley civil. Pero todavía era una tarea muy difícil para la temprana modernidad
el aceptar esta dicotomía. El joven Hegel aclamó la edad de oro de Atenas por
su homogeneidad, en la que no podía diferenciarse de la suma total de los
ciudadanos ninguna Iglesia o estado político aislado, mientras Novalis
celebraba, con mucho menos poder persuasivo, la homogeneidad de la Edad
Media lograda bajo la dirección de la Iglesia. «Sociedad» es al mismo tiempo
un término inclusivo y exclusivo. La investigación social intenta incluir todos
los «mundos» bajo la égida de la «sociedad», en la cual ya ha aparecido la
dinámica de la modernidad. En este sentido, Luhmann tiene razón al afirmar
que el objeto de la sociología no es una sociedad en particular, sino más bien
el «mundo social» como tal. El término es también excluyente. En su uso más
restringido, denota todo lo que «no es el Estado». Pero se trata de una
distinción rudimentaria que necesita ser refinada por muchas razones. Primera:
sólo describe «terrenos», no los principios operativos de una entidad completa.
Segunda: sugiere un contraste demasiado agudo entre las dos mitades de la
existencia social como si fueran dos continentes separados, con océanos entre
ellos. Finalmente, este fuerte contraste provoca el estéril

debate (antes tan vehementemente defendido en las polémicas del joven Marx
contra la filosofía del derecho de Hegel) sobre cuál de ellas domina, y debería
dominar, a la otra. La alternativa hegemónica «o la sociedad o el Estado» es
un caso paradigmático de oposiciones binarias a los que el actual pensamiento
posmodernista tan resueltamente rechaza. Nosotros creemos que la tesis de las
lógicas de la modernidad proporcionan una interpretación mejor (por ser
dinámica) de la complejidad de la nueva era.
La metáfora interpretativa clave de esta cadena de pensamiento, el «péndulo
de la modernidad», únicamente puede ser entendida basándonos en las tres
lógicas, pero apareció mucho después de que lo hicieran éstas. La modernidad
tuvo que inventar primero el tipo «adecuado)> de lógica del arte de gobernar,
a saber, la democracia liberal, para que el péndulo pudiera comenzar a oscilar;
incluso después de su invención, la democracia liberal estuvo peligrosamente
cerca de ser marginada por las diferentes clases de totalitarismo. Pero ahora, el
péndulo de la modernidad oscila a través de las zonas dinámicas de todas y
cada una de las lógicas, aunque no con la misma energía cinética. Hasta hace
muy poco parecía que la tecnología era un terreno protegido en su totalidad
del «vaivén» de las oscilaciones del péndulo; se revelaba como el reino de la
progresión unilineal, dejando atrás triunfalmente todos los límites y barreras.
Ya en la versión original fáustica de las narrativas de la modernidad sobre su
propia génesis, la tecnología servía perceptiblemente como la actividad
maestra de una dominación total del mundo (lo cual confirma la verdad de las
invectivas antimodernistas de Heidegger). El que las protestas ecológicas y las
consideraciones medioambientales (junto con el miedo generalizado al éxito
demasiado radical de la ingeniería genética) prometan introducir una
desaceleración o una oscilación en sentido contrario de la lógica de la
tecnología es un hecho reciente. Siempre ha habido oscilaciones del péndulo
de la modernidad en la lógica del arte de gobernar (desde «más democracia» a
«un gobierno más autoritarios>, desde «más democracia» a «más
liberalismo», desde «un gobierno fuerte» a «un Estado mínimo» y otras de
este tipo). Se necesita más tiempo del que ha transcurrido desde la caída del
comunismo para entender la historia de las últimas siete décadas tal y como
fue al menos en un aspecto: como la oscilación del péndulo de la modernidad
desde el totalitarismo

152

153
a la democracia. Y si mañana se demuestran como ciertas las previsiones más
pesimistas, podremos ser testigos de nuevas oscilaciones de un lado a otro
entre la democracia «liberal» y la «totalitaria». Pero la zona dinámica
propiamente dicha, en la que las oscilaciones del péndulo de la modernidad
alcanzan los arcos más amplios, es la «sociedad» (como algo distinto del
Estado), es decir, la lógica de la división funcional del trabajo.
La «sociedad», o la zona dinámica de la división funcional del trabajo, abarca
un terreno que está constituido en parte por «instituciones», en parte por «vida
cotidiana». (Se definen por oposición: institución es lo que no es vida
cotidiana, siendo el segundo el factor principal: continuamos viviendo nuestra
vida cotidiana incluso dentro de las instituciones, aunque sólo sea
marginalmente.) Como ya hemos analizado antes, la reciprocidad simétrica se
hace realidad principalmente en la vida cotidiana, y es negada en las
instituciones, en las que somos clasificados en funciones organizadas
jerárquicamente, para ser reconocidos de nuevo en un nivel, tercero y superior
(en la cultura, en el lenguaje de los derechos y demás). La socialización del
individuo genético oscila entre esos niveles. Son precisamente las experiencias
de esta socialización que dura toda la vida (en formas que serán discutidas
posteriormente) lo que provoca los movimientos del péndulo. Este es un latido
de la «sociedad» perfectamente normal, y es por eso por lo que «el péndulo de
la modernidad>’ es una metáfora, pero no una metáfora mística. Los impulsos
«físicos» para que oscile proceden de hechos reales de actores reales.
El Estado es una institución eminente, constituida por la lógica definida del
«arte de gobernar» (independientemente de si entendemos la política en el
sentido de la corriente principal o en el arendtiano), pero en la modernidad
«normal» no es una institución omniabarcante. El calificativo es importante.
Nunca dejamos de subrayar que la modernidad es todavía un orden muy
joven, y una parte considerable de su juventud la pasó en una salvaje
corrupción. A pesar de las grandes esperanzas de Hegel, muy pocos de los
Estados del siglo xix podían ser llamados «libres» en el sentido serio del
término, y casi ninguno de ellos era una democracia liberal. En la Europa
continental, bajo la influencia del bonapartismo y debido a la tanto tiempo
descuidada «cuestión social», es decir, a la indigencia de la clase trabajadora,
se pasaron décadas experimentando con el cesaris mo

En el siglo xx, el totalitarismo —una verdadera, pero en absoluto


«normalmente» moderna, lógica del arte de gobernar— creó un sistema en el
cual el Estado se convirtió de verdad en una institución tiránica
omniabarcante, amenazando las propias raíces de la libertad de los modernos.
Ahora, al oscilar el péndulo hacia el «Estado libre», podemos afirmar con
cierto grado de optimismo que la capacidad de la sociedad de autogobernarse
ha crecido, su autonomía se ha incrementado, y en una parte importante del
mundo moderno el Estado permanece reducido a sus funciones de ser una
institución eminente, pero no omniabarcante.

III. EL PÉNDULO DE LA MODERNIDAD

1. El significado de la metáfora

Como ya hemos mencionado, «el péndulo de la modernidad’> es nuestra


metáfora interpretativa clave. Como a todas las metá[oras utilizadas por la
teoría social, también a ésta hay que darle un sentido exacto para que tenga un
valor interpretativo. Por consiguiente, deberemos afirmar a modo de
introducción que «el péndulo de la modernidad» es una metáfora dinámica. La
esperanza normativa es que el péndulo nunca se detenga; su parada
equivaldría al suicidio de la modernidad. Este requisito normativo está basado
en la especificidad estructural de nuestro mundo mencionada anteriormente,
que, en contraste con toda las premodernas, se alimenta con negatividad. La
constante negación y autointerrogación de todos los logros modernos (en
términos tanto de justicia dinámica como de innovaciones tecnológicas) ha
sido incorporada por los modernos a su «proyecto». Además, la metáfora del
péndulo también contiene la crítica y la rectificación de la imaginación
dinámica de nuestra era. El típico autoengaño de los modernos durante dos
siglos ha sido la idée fixe del movimiento unilineal hacia adelante (o hacia
arriba) del progreso (que, a su vez, fue contrarrestado por una percepción
cinética negativamente valorada de movimiento hacia atrás (o hacia abajo) de
«regresión»). Sólo en las últimas décadas, con la extensión y la firme
estabilización de las democracias liberales haciendo posible la oscilación del
péndulo, y

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155

con la formulación de una conciencia posmoderna, que niega tanto el progreso


universal como la regresión universal, ha surgido una nueva imaginación
dinámica. Los modernos empiezan ahora a entender que mientras los
movimientos de las lógicas, aisladas o conjuntamente, labran un campo a la
modernidad, la dinámica tiene unos límites estrictos. La fantasía de una
marcha constante hacia adelante implica algún tipo de «mecanismo>) de la
sociedad, una «locomotora social» cuya energía sea más potente que la de los
esfuerzos humanos, siendo por tanto de un origen completamente misterioso.
Una de las funciones de «la metáfora del péndulo» es la de negar la validez
del símil de la mecánica social, junto con sus potenciales ilimitados, y
subrayar que, en cuanto la modernidad ha alcanzado su forma adecuada al
menos en el arte de gobernar, las energías humanas no albergan
necesariamente la intención de presionar constantemente «hacia adelante» ni
de negociar una trascendencia absoluta (ni son suficientes para ello).
Sin embargo, «el péndulo de la modernidad» no es una metáfora conservadora
que pudiera pasar de contrabando la idea de un mundo estático con una simple
oscilación interna que no significa mucho más que una «turbulencia
doméstica». Las oscilaciones del péndulo labran y circunscriben un campo en
constante crecimiento, y ciertamente más claro y más profundamente
interpretado, sobre todo porque el límite de una peligrosa expansión no
procede exclusivamente, y ni siquiera principalmente, de la resistencia de la
exteriorité (por emplear el término utilizado por Sartre). Más bien, se deriva
de la limitación interna de los impulsos que genera la oscilación del péndulo.
Siempre se pueden hacer ajustes ante estas limitaciones; el péndulo «puede ser
colgado en un punto diferente», para asegurar el ensanchamiento del espacio
que cubre su oscilación.
Asimismo se ha mencionado que «el péndulo de la modernidad» tampoco es
una metáfora mística; tanto el límite de la expansión como el crecimiento del
espacio cubierto por la oscilación pueden ser explicados racionalmente. El
péndulo de la modernidad se mueve cruzando las zonas dinámicas de todas y
cada una de las lógicas; pero (y esto también se ha mencionado) la
«sociedad», o la zona dinámica de la división funcional del trabajo, es el
terreno adecuado en el cual generar el impulso para que el péndulo oscile. Son
precisamente las experiencias constantemente cambiantes, provocadas por el
«vaivén» entre
las instituciones y la vida cotidiana, la pulsación normal de la lógica de la
división funcional del trabajo, las que generan la energía cinética para los
impulsos necesarios para el movimiento del péndulo. Expresado en un
lenguaje más simple, las personas cuyas vidas están principalmente dirigidas
dentro de la lógica de la división funcional del trabajo, entre sus instituciones
y en la vida cotidiana estructurada por dicha lógica, y que tienen en un medio
liberal la libertad de expresar sus variantes opciones y preferencias, cambian
de vez en cuando el sentido de la oscilación del péndulo. Esta libertad ilumina
a su vez el sólo aparente carácter físico de la metáfora. La oscilación del
péndulo no es una necesidad natural que supuestamente opera en las acciones
humanas. Puede ser detenido por el impacto de acciones humanas contrarias
(y de hecho fue detenido durante décadas en los regímenes totalitarios); el
péndulo también puede ser «desmantelado» voluntariamente (desde luego, con
un coste social desorbitado).
2. Oscilaciones típicas del péndulo
El movimiento del péndulo se encuentra en su punto más paradigmático
cuando aquél oscila entre los polos opuestos «individualismo» y
«comunitarismo» (entre Gesellschaft y Gemeinschaft). La modernidad es
inherentemente individualista, tanto que tuvo que inventar «el espíritu
comunitario» para poder sobrevivir. Los ojos hostiles de Nietzsche detectaron
correctamente el principium individuatjonis en el corazón del proyecto
apolíneo del que brotó la primera versión (griega) de la Ilustración. La
investigación crítica de la Ilustración analiza minuciosamente y desintegra la
unidad primordial de las cosas, la sustancia del mundo. El atomístico estado
de las cosas que da como resultado esa investigación (en el que las funciones,
en plural, reemplazan a la sustancia, en singular) será el punto de partida de
los proyectos holísticos que quieran construir una nueva unidad y
homogeneidad. Solamente el individuo es reconocido como el foco de toda
autoridad moral, económica y política importante, así como fuente de toda
iniciativa en este nuevo orden del mundo. Además, la tesis de la autonomía
individual (en sí misma emancipadora) se transformó en la fantasmagórica
idea de la autonomía absoluta, desde los románticos a Marx, dentro de la

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157

atmósfera fáustica del primer siglo de la modernidad. Pero este individualismo


extremo de una temprana dinámica desenfrenada demostró ser
autodestructivo. Los famosos análisis de Karl Polányi, a los que a menudo
aludimos, detectaron no sólo el carácter utópico de una teoría excesivamente
individualista de mecanismos supuestamente autoreguladores del mercado
libre, sino también sus potenciales devastadores para el mundo. Si el orden
moderno hubiera sido dejado a merced únicamente de los mecanismos del
mercado, sin los controles y contrapesos de las regulaciones estatales y las
presiones sociales, el mundo moderno apenas hubiera podido mantener su
equilibrio durante un período de tiempo más largo.
Una reacción «comunitaria» o «colectivista)), una violenta oscilación hacia
atrás del péndulo estaba, pues, prevista. De hecho, esta reacción llegó a darse
en su versión más ambiciosa (teórica y práctica), en el proyecto de Marx de
«comunismo» (o «sociedad de productores asociados»). (A pesar del nombre,
era un proyecto colectivista, y no comunitario; los dos términos no son
completamente idénticos.) Marx era consciente de la tenSión interna de su
propio proyecto que abarcaba a la vez el postulado de la autonomía absoluta
del individuo y el diseño de las dos entidades colectivas: la clase (del
proletariado) y la nueva sociedad, ambos reclamando prioridad sobre el
individuo. Su respuesta al dilema fue la más radical y la más utópica:
subsumir la especie (humana) en el individuo. Esta idea fantástica exigía la
trascendencia absoluta de la modernidad, el contraste exclusivo de dos
mundos: el mundo existente y el proyectado. Entre ellos no se concebía una
oscilación del péndulo en ningún sentido, sólo el salto sobre el abismo. Por
tanto, el régimen totalitario, que casi inmediatamente después de su
establecimiento acabó con los sueños humanitarios de Marx, se refería a él;
sin embargo, con cierto grado de justificación; el péndulo de la modernidad
fue forzada a detenerse en la sociedad de tipo soviético. Los resultados de esta
coactiva parada del péndulo han sido analizados varias veces y son bien
conocidos de todos: la hibernación completa del régimen y su
autoagotamiento hasta el punto de ser un caparazón vacío en el momento de
su derrumbamiento final. Y la moral de la historia es igualmente obvia: el
orden social moderno no puede sobrevivir sin admitir la libertad de
movimiento de su péndulo.
Tras el fin del comunismo, ampliamente considerado como

«colectivista» (aunque era más bien un mundo de individuos atomísticos y


aterrorizados, y de una corporación que les gobernaba e imponía su cohesión a
pesar de su resistencia obstinada, pero reducida al silencio) se espera
totalmente el retroceso del péndulo hacia un «mayor individualismo», pero en
esta ocasión con una diferencia. A juzgar por los primeros síntomas, el
lenguaje del retroceso ya no parece seguir la oposición binaria «socialismo
frente a capitalismo» ni utiliza el vocabulario de «clase contra clase». Estará,
más bien, articulado en términos de sexo, raza, religión y familia, tanto en su
versión «más comunitariacolectivista» como en la «más individualista». Y
esta diferencia confirma la verdad de lo que se ha mencionado anteriormente:
la oscilación del péndulo de la modernidad no es de naturaleza cíclica. No se
repite, ni tampoco alcanza un círculo; cruza a través de zonas completamente
nuevas.
Hemos estado demasiado tiempo bajo el hechizo de la gran narrativa; estamos
acostumbrados a las historias de ion gue durée. Pero mientras sólo
consideremos el «vaivén» del péndulo entre los extremos Geseilschaft y
Gemeinschaft, continuaremos dentro de la gran narrativa. En el entendimiento
del péndulo en términos de historias de longue durée está implícito el peligro
de eliminar el principio del propio péndulo. Porque la gran narrativa tiende a
llegar a una estación terminal, y el narrador no suele mostrar normalmente la
más mínima inclinación a retornar desde allí a ningún otro punto. Por lo tanto,
las etapas demasiado largas de la «narrativa-Gesellschaft-Gemeinschaft»
deben ser deconstruidas para que nosotros podamos ver bajo las mismas los
movimientos capilares. De hecho, puede argumentarse que una de las
funciones de las historias de longue durée era ocultar (quizá bajo la nube del
autoengaño de los actores) el carácter pendular de la dinámica social real que
contradice de plano tanto las oposiciones binarias como la imaginación
espacial y temporal inherente a la gran narrativa, que apunta hacia adelante.
Unos cuantos ejemplos serán suficientes para ilustrar este argumento. Una
oscilación crucial del péndulo ha sido la negociación en el último medio siglo
entre las políticas asociadas con el Estado del bienestar y la práctica del
mercado autorregulador. Hay que añadir que tanto en éste como en otros casos
los extremos del movimiento oscilatorio casi nunca se alcanzan realmente;
sólo son extrapolados. Tras la Segunda Guerra Mundial, no ha aparecido en
ninguna región de la modernidad com 158

159

pletamente desarrollada, con un orden democrático-liberal, una situación en la


que la redistribución de la riqueza social haya sido dejada completamente en
manos de los mecanismos del mercado, ni ninguna situación de redistribución
total de la ri— queza social que eliminara dichos mecanismos. El péndulo
oscila entre los dos hipotéticos extremos (lo que demuestra que el principio de
la justicia dinámica está funcionando); y los actores simplemente se engañan a
sí mismos en su búsqueda de una «solución final» que excluyera «para
siempre» la posibilidad de viajar de nuevo en la dirección contraria. En ningún
asunto cuya dinámica tenga carácter pendular existen soluciones «de una vez
para siempre» (y esto, por supuesto, incluye la cuestión de los impuestos).
Una cuestión similar de diferente naturaleza es la de la «secularización» frente
a la «conservación de lo sagrado». Desde la Alta Ilustración ha sido casi
siempre un dogma, con independencia de cuáles hayan sido las actitudes de
los actores respecto a la religión, el hecho de que la secularización del espacio
social y político es un requisito fundamental para el valor fundacional de la
modernidad: la libertad. A este respecto, Estados Unidos pareció ser durante
mucho tiempo la solución paradigmática. En ocasiones, el péndulo osciló
violentamente en esta dirección; por ejemplo, en la política anticlerical de la
III República Francesa que pretendía la «eliminación de la religión» como
objetivo social. Sin embargo, siempre se ha sido consciente de los dilemas
relacionados con una secularización total de lo social y lo político, siendo el
más obvio el de que la relación del ciudadano con el cuerpo político y social
nunca podrá ser reducido al modelo más secularizado: el del contrato
mercantil. (Ya que la gente hace grandes esfuerzos por mantener en vigor un
contrato mercantil, aunque nunca moriría por él, lo que en ocasiones sí
constituye la obligación del ciudadano respecto al cuerpo político.) El
resultado es que ha habido un movimiento recurrente del péndulo en sentido
opuesto, con opciones políticas radicalmente diferentes. Vichy fue una
respuesta totalitaria, con una coloración conservadora-religiosa, a la
secularización demasiado drástica de la III República. El actual llamamiento
del papa Juan Pablo JI a la vuelta de lo sagrado al lugar central de la política
está basado en una concepción de los derechos humanos, pero también
contiene opciones peligrosas (de diferente índole) para la naciente democracia
polaca. Y, de nuevo en este terreno, volver a detener por completo el
movimiento del péndulo sería equivalente a la

paralización de la modernidad, ya que en este campo tampoco existen


soluciones finales, sólo el «vaivén» del péndulo.
Un último ejemplo es el tema del corporativismo. La teoría la práctica de la
política europea tomaron una posición demasiado marcada en la supuesta
imposibilidad de reconciliación de los dos polos, el de la «democracia»
(basada en la representación general o en la representación de la «voluntad
general») y el del corporativismo como la autorrepresentación de un
determinado grupo profesional o estrato social. La Revolución Francesa,
obsesionada por la metafísica de la nation y la voluntad general mitológica de
Rousseau, expelió, con mano de hierro, a todo tipo de corporativismo. El
joven Marx interpretó la teoría del Estado de Hegel como una concepción del
corporativismo y, por tanto, como insuficientemente democrática. La tesis de
la imposibilidad de reconciliación de los dos extremos aún resuena. Sin
embargo, la práctica posterior a la Segunda Guerra Mundial de los regímenes
democráticos establecidos ha demostrado, más allá de toda duda, que también
a este respecto sólo podemos percibir el movimiento del péndulo, que existe
un «más o menos», pero no un «o-o».
La acción política y social en la modernidad aún tiene una imagen teórica de sí
misma muy inadecuada comparada con sus propias acciones (y esto es
aplicable no sólo a lo que queda de la izquierda radical). Las grandes
narrativas han estado demasiado tiempo entre nosotros; los actores se
acostumbraron a celebrar la victoria final y a lamentar las derrotas
catastróficas en cada oscilación del péndulo de la modernidad. Esto es todavía
un vestigio del lenguaje y la psicología de las «oposiciones binarias»
(«capitalismo» frente a «socialismo», «izquierda» frente a «derecha»,
«progreso» frente a «reacción»), cada una de las cuales quiere derrotar a la
otra «para siempre» y condenarla a la extinción. No obstante, en una reflexión
más sensata, es precisamente la política de la oposición binaria la que puede
ser eliminada del desarrollo «normal» de la modernidad.
3. El péndulo en el mundo
Sin embargo, es en el mundo «occidental» de una modernidad plenamente
desarrollada, que muy recientemente se ha extendido a todo el Hemisferio
Norte como resultado de las revo 160

161

luciones de 1989 a 1991, donde únicamente el péndulo de la modernidad


oscila no sólo más o menos libremente sino también rodeado de un creciente
conocimiento de la existencia del mismo. En el conjunto mundial,
simplemente contemplamos los primerísimos intentos de colgar el péndulo
sobre varios puntos fijos y vigilar su primer vaivén. Esta diferencia entre las
dos partes del mundo tiene su explicación en un fenómeno dialéctico. Como
ha sido analizado, en los tiempos premodernos la dinámica que apuntaba hacia
la modernidad (el «antiguo capitalismo primitivo», los primeros casos del
avance de la reciprocidad simétrica) podía ser encendida ocasionalmente, pero
el orden moderno nunca podía establecerse. Sin embargo, en las vastas
periferias de lo que se ha venido a llamar el Tercer Mundo, la estructura
formal del orden moderno es copiada diligentemente, pero la dinámica no
puede encenderse, o está acumulando fuerza con grandes dificultades. En esas
áreas se redactan constituciones y códigos penales, la economía se vincula
formalmente a las operaciones del mercado mundial, se están copiando
(generalmente mal) las instituciones educativas y de salud típicas de la
modernidad desarrollada. Pero, la mayoría de las veces, la red Social básica
sigue estando basada en los lazos de sangre y de parentesco; el sentido legal
dominante —que no es necesariamente idéntico a las leyes escritas del país—
pone en tela de juicio «el modo de ver los derechos»; el individuo moderno
dista mucho de haber nacido; la iniciativa individual constituye una
excepción, y no la regla; el espíritu de inventiva es considerado como una
actitud que viola la sagrada tradición; la igualdad de razas y sexos no se
reconoce, o al menos no se respeta; el modelo familiar predominante sigue
siendo autoritario y paternalista y, de él, a su vez, brota una instintiva
veneración al autoritarismo político. Las dificultades para encender la
dinámica de la modernidad pueden explicarse de diversas maneras; puede
echarse la culpa al pasado de colonización y predominio occidental, o
defenderse con una referencia al derecho de seguir siendo diferentes. Pero sea
cual sea la explicación, el hecho es que en la vasta periferia existe una tensión
entre la aceptación formal del orden de la modernidad y la incapacidad para
encender su dinámica.
Se han hecho varios intentos para canalizar esa tensión, especialmente porque
se produjeron las peores consecuencias al generarse fenómenos híbridos de
una modernidad distorsiona d

y un superviviente mundo arcaico (por ejemplo, las guerras tribales libradas


con tecnología moderna y por lo tanto incomparablemente más destructivas).
No es de extrañar que uno de los intentos típicos para dar ímpetu a la
estancada dinámica fuera la aplicación de versiones de tecnología social
totalitaria a regiones no enteramente modernas (siendo durante un tiempo la
de tipo Mussolini la más extendida en Latinoamérica y la de tipo bolchevique
en Africa). Esto es perfectamente comprensible por dos razones. El «trasplante
de instituciones» desde las democracias seguía siendo un cascarán vacío. No
funcionaba sin la dinámica local apropiada y, por consiguiente, carecía de
autoridad. Por otra parte, la tecnología de poder totalitaria produjo
credenciales convincentes (en la modernización como industrialización, en la
eliminación de las estructuras tradicionales y en el establecimiento de una
versión fuerte del Estado moderno). Pero en la actualidad, cuando ha sido
suficientemente demostrado que el totalitarismo no puede generar la dinámica
de la modernidad sino que más bien la ahoga incluso allí donde habían
existido energías cinéticas, y cuando el péndulo oscila apartándose de las
soluciones totalitarias incluso en su lugar de origen, somos testigos de algunos
síntomas alentadores. Las fuerzas totalitarias (tanto en su versión mussolinista
como en la bolchevique) han estado desmoronándose en Latinoamérica y
África, en esta última región bajo el impacto directo de los cambios en la
«institución imaginaria de la sociedad» debidos a las revoluciones de la
Europa del Este. En ambas regiones, con mayor importancia en
Latinoamérica, existe una oscilación similar de alejamiento de un sector
«público» de propiedad estatal extremadamente burocrático, incompetente y
corrupto, hacia la liberación de la iniciativa privada. Este último es un ejemplo
auténtico de oscilación del péndulo, una primera vez histórica acompañada
por el total conocimiento de que no es una «verdad científica» que ha sido
descubierta sino, más bien, un péndulo que oscila. Porque aquellos que
iniciaron el alejamiento parecen saber muy bien que tuvieron sus propias
razones en el pasado para ir en un sentido, pero que han llegado demasiado
lejos; ahora es necesario rectificar.
Sin embargo, ésta son sólo las primeras golondrinas anunciando un cambio
indispensable. Porque, en el último medio siglo, la modernidad, al mismo
tiempo, ha triunfado y se ha escindido profundamente. Tuvo mayores victorias
con su «insti 162

163

tución imaginaria)> democrático-liberal que anteriormente con sus bienes fijos


y sus ejércitos. En la actualidad no hay casi ninguna tendencia política en el
mundo, en el poder o fuera de él, que rechace al menos formalmente los
principios de la democracia y los derechos humanos. En una interesante
victoria sobre un adversario debilitándose internamente, que presagió el
próximo fin de éste, Occidente pudo imponer el lenguaje de los derechos
humanos incluso al totalitarismo soviético, que sólo en las raras horas de la
verdad (por ejemplo, en algunos arrebatos del indisciplinado Ceausescu)
admitieron públicamente su total desprecio hacia este principio «burgués». Sin
embargo, imponer al mundo la adecuada «institución imaginaria de la
modernidad» no equivale a instaurar la modernidad en el mundo entero;
especialmente no equivale a encender y alimentar su dinámica. Por lo tanto, el
mundo actual es un «globo dividido», con las tensiones necesarias, las
rupturas de la comunicación y los resentimientos latentes o explícitos
amenazando el desencadenamiento de nuevos tipos de conflictos.
La dinámica de la justicia funciona allí donde oscila e1 péndulo. Esta
afirmación tiene dos sentidos diferentes. En un sentido negativo significa que
ningún ethos o principio de justicia específico está implicado en «el
mantenimiento del péndulo», ya que su movimiento ininterrumpido es un bien
común, y no propiedad privada de un solo ethos. El simple gesto de cuestionar
una regla establecida, lo cual es el rasgo distintivo de la justicia dinámica,
capacita, y constituye un ímpetu suficiente para empujar el péndulo en la
dirección opuesta. En un sentido positivo significa que «el mantenimiento del
péndulo» es una tarea común porque el péndulo es res publica. La traducción
de este término será «bien común» más que «interés público». En el mejor de
los casos, el interés público constituye una motivación para la acción hacia el
mismo. Pero no puede generar la dedicación y la responsabilidad hacia un
péndulo de la modernidad que es «bien común» en el sentido de que tiene que
ser sostenido y mantenido en marcha en beneficio de la buena vida de todo el
mundo, incluso si empujarlo en un sentido y en otro no constituye el interés de
la persona que le proporciona la energía cinética para el ímpetu en un
momento determinado. Principios democráticos tales como los principios
ético-normativos están implicados, por consiguiente, en la propia existencia y
en los movimientos sostenidos del péndulo de la modernidad.

Existe una paradoja inseparable del péndulo de la modernidad. Por un lado, no


es una metáfora mística precisamente porque sugiere el mensaje de que los
gestos (o conjunto de gestos) que empujan el péndulo en un sentido o en otro
son el resultado de actos conscientes de negación y cuestionamiento de la
justicia del orden existente. No hay nada automático o autogenerador en las
oscilaciones del péndulo de la modernidad. Si la determinación de los actores
a proporcionar energía cinética se interrumpe, el péndulo se parará, y el
mundo moderno perderá su capacidad de equilibrarse a sí mismo entre los
extremos. Por otro lado, en la modernidad cada gesto de empujar el péndulo
en un sentido determinado ha estado tradicionalmente acompañado por la
convicción de que «por fin se ha encontrado la dirección correcta», y cuanto
más meditado es el gesto, mayor es la convicción. Pero la convicción de haber
encontrado el futuro final, con su sentido casi dogmático de certidumbre,
supone implícitamente la negación del movimiento hacia atrás. El movimiento
ininterrumpido del péndulo requiere, por tanto, actos que minen su
funcionamiento continuado. La conciencia de la condición posmoderna, que
en el mismo acto descubre el «principio del péndulo» y niega la gran narrativa
de la progresión ilimitada, puede proporcionar una respuesta teórica al
problema. Pero aún queda por ver si esta respuesta tendrá resultados positivos,
si los hombres y mujeres de los tiempos modernos, tradicionalmente movidos
a un entusiasmo a corto plazo por las extraordinarias promesas de las grandes
narrativas, tendrán la energía suficiente para mantener el péndulo en
movimiento sin necesidad de tales promesas, sólo con la esperanza —no
garantizada— de una buena vida.
IV. EL PÉNDULO DE LA MODERNIDAD Y LA POLÍTICA POSMODERNA
1. La conciencia política del péndulo
La pura comprensión de la existencia del péndulo de la modernidad ha venido
cambiando la faz de la política actual y transformándola en una política de
condición posmoderna. La amplitud y profundidad de esta «comprensión» es
una cuestión

164
165

empírica y, como tal, es demasiado pronto para averiguar su alcance real. El


lenguaje actual del «triunfo del capitalismo», en el que el gran cambio ha sido
articulado por vez primera, es claramente inapropiado. Este lenguaje
simplemente cambia el signo dentro de la oposición binaria que debe ser
«negada» en su conjunto, porque es un legado obsoleto del pensamiento social
del siglo XIX. Además, aún quedan enclaves de «comunismo hassídico» en el
mundo que ha sido liberado de la dictadura de la verdad; son nichos
autocerrados de soñadores visionarios para quienes se ha parado el reloj de la
historia y el Mesías se encuentra tan cercano como siempre. También se ha
instalado una amnesia social; aquellos que la padecen sin sufrimientos suelen
esconder bajo la alfombra todo el drama del siglo, continuar con sus cosas
como siempre mientras relegan al fondo del campo de la conciencia los
recuerdos desagradables. Sin embargo, los signos de la percepción del péndulo
de la modernidad se van acumulando claramente.
Esta percepción implica por encima de todo la reducción o el completo
abandono de un deseo explícito de absoluta trascendencia de la modernidad.
Este deseo ya ha sido debilitado progresivamente durante décadas; desde el
final de la guerra, el comunismo ha sido la obra de un establishment
conservador violentamente opresivo y no la de una imaginación radical. Su
transformación demostró que ni siquiera la imaginación más febril puede
alimentarse sólo a sí misma. La imaginación necesita el material del mundo, y
el mundo simplemente no le proporcionaba el necesario para las fantasías de
la transcendencia. El resultado político inmediato ha sido la cancelación de
una oposición binaria típica: la de «revolución frente a reforma». En primer
lugar, las reflexiones de Merleau-Ponty han demostrado lo profundamente
comprometido que ha llegado a estar el proyecto «revolución». Al mismo
tiempo, los herederos de la «tercera ola» de las revoluciones del sistema
occidental resultaron ser incapaces de poner en práctica las reformas sociales.
La sociedad que establecieron era una póbre copia del régimen de sus
enemigos en lo que se refiere a necesidades e imaginación. Finalmente, la
jerarquía tradicional entre los dos términos se ha invertido. La «revolución»
era concebida normalmente como una tarea poco menos que imposible, y la
«reforma», como el acercamiento fácil a la política que siempre puede repartir
los bienes pero que no puede cambiar la faz de la tierra. En realidad, los
violentos intentos de interrumpir la oscilación del péndulo de la modernidad

se convirtieron en una rutina de la techne política; era una habilidad que podía
aprenderse en manuales y en cursos intensivos, mientras que las reformas
requerían evidentemente perder mucho tiempo «coqueteando» con el tejido
social.
Un muy discutido resultado adicional de la percepción del péndulo de la
modernidad es el descrédito general de las grandes narrativas históricas. Si de
hecho «einmal ist keinmal», como lo explica el escéptico protagonista de
Kundera, Tomás, si no existen leyes operativas de la Historia con mayúscula
que nos anuncien el «fin de la historia», si la versión clásica occidental del
historicismo —la hegeliano-marxista— resultó ser un proyecto autofrustrante,
entonces debemos plantearnos diferentes preguntas sobre nuestro pasado y
desechar los tipos de políticas que han surgido del proyecto historicista, tanto
el carismático-redentor como el «científico natural». (De todos modos, en el
marxismo se dieron dos aspectos del mismo fenómeno.)
Finalmente, está apareciendo por el horizonte una «política de contexto» como
la posible forma dominante de hacer política posmoderna. El término tiene
más sentido (en la medida en que es una fórmula positiva) que simplemente el
de deshacerse de la oposición binaria «derecha e izquierda». En primer lugar,
sugiere que la anterior «codificación fuerte» de la política ha perdido su
importancia, porque la metáfora generadora tras ella (la de «capitalismo frente
a socialismo») es cada vez menos significativa, cada vez menos descriptiva
del estado de las cosas. Pero en segundo lugar, no afirma que las tradicionales
denominaciones de la divergencia política carezcan de sentido; simplemente
indica que los herederos de aquellas denominaciones tradicionales pueden
ahora entablar alianzas y combinaciones que les eran inadmisibles en los
términos de su anterior autoentendimiento. También señala que una tendencia
política que promueve los movimientos del péndulo de la modernidad en un
contexto pueda llegar a obstaculizarlos en otro distinto; todo depende del
contexto. Pero, finalmente, existe un límite a la «contextualidad», y esa
circunstancia demuestra que la teoría de la diferencia tiene algunas premisas
universalistas. Porque existen contextos en los que «debamos ser feministas»
(en tanto en cuanto la cara «progresista» de la modernidad es importante para
nosotros) y otros en los que no debamos, pero no existe un contexto en el que
«debamos ser racistas». Por lo tanto, existe por implicación un surtido
limitado de universales a los que es-

166

167

tamos obligados a prestar atención. Es fácilmente concebible que las políticas


de contexto, si se extienden, operen cambios considerables en las formas
institucionales de la política posmo dema. Los partidos, tal y como los
conocemos, han sido cons truidos tradicionalmente sobre una férrea
codificación unas oposiciones binarias que son insensibles al entendimiento
del contexto. (Un ejemplo típico de tal falta de sensibilidad es la
autolaceración de los socialistas cuando se enfrentan a la tarea de poner en
práctica políticas económicas temporales que contra dicen de plano su
heredado vocabulario.) Este es el motivo de que podamos asumir que los
«clubes», «alianzas» y «foros» de la Europa del Este —tantos y tantos signos
para el observador convencional de la «inmadurez» de la política
poscomunista de la Europa oriental con su marco organizativo e ideológico
mucho más impreciso— pueden estar preñados de innovaciones instructivas
también para una política «madura». Sin embargo, parece estar fuera de toda
duda que moverse de un contexto a otro será una oscilación representativa del
péndulo de la modernidad dentro de la «lógica del arte de gobernar>,.
Está aún por ver si las primeras respuestas a la percepción del péndulo de la
modernidad en la política posmoderna resultarán ser más una bendición que
una maldición. Castorjadis el entusiasta paladín de la «institución imaginaria
radical de la sociedad», tiene toda la razón en un punto (aun cuando no
estemos de acuerdo con él en lo concerniente a las traducciones de la dinámica
de la imaginación radical al lenguaje de la acción pragmática). Si una sociedad
paraliza, por cualquier razón, su propia «institución imaginaria» creativa e
innovadora, deja de ser autónoma. En especial, debe de alcanzarse un delicado
equilibrio entre el abandono del deseo de transcendencia absoluta y el
mantener con vida la capacidad de «anticipación» (tan enérgicamente
defendida por Bloch), que esencialmente comprende las señales de tipo
Casandra de «sufrimiento premonitorio» y la disponibilidad para nuevas
experiencias.
2. La oscilación desde «clase» a «forma de vida»
Una importante oscilación del péndulo en el campo de la política ha sido lo
que se ha desarrollado desde el énfasis en la «clase,> hasta el foco en la
«forma de vida». No es ésta una afir mació

de la eliminación de los conflictos internos en la modernidad ni tampoco


pretende cuestionar la observación de que el mundo moderno constituye una
de las contiendas colectivas permanentes. El término «clase» tampoco ha
perdido su valor sociológico explicativo (limitado). Pero desde luego ha
perdido el lugar central que había ocupado desde los historiadores de la era de
la Restauración inglesa (que introdujeron el término en el discurso) hasta el
neomarxismo.
Marx manifestó en una ocasión durante sus primeras polémicas contra Hegel
que las clases eran los vestigios de los estados feudales. En este sentido, para
el joven Marx eran entidades arcaicas que tenían que desaparecer aun cuando
el mundo mo dern alcanzara su forma apropiada y se convirtiera en «la
sociedad de los productores asociados». Era la existencia colectiva forzosa de
los miembros de una clase lo que podía ser identificado como el típico
vestigio del viejo orden. Una clase socio- económica moderna sigue siendo la
continuación de un estado en la medida en que la «existencia de clase» cubre
toda la superficie de la existencia humana. Un aspecto moderno de la
existencia de clase es el hecho de que los miembros que la constituyen son
libres personalmente (políticamente) y que en principio (pero no de hecho, en
lo que a la media se refiere) pueden salir de la existencia en una clase y entrar
en otra (o incluso pueden habitar entre distintas clases). Sin embargo, la
existencia de clase no es propiamente moderna porque señala la imposibilidad
de una autodefinición individual, autónoma, para la inmensa mayoría. Al
mismo tiempo, las clases son formas de existencia colectivas pero no
comunitarias. Son unidades demasiado grandes para estar compuestas de
relaciones cara a cara (la differentia specifica de las comunidades). También
existen grupos de individualistas que son forzados a permanecer en el seno de
los vínculos colectivos pero cuya mayoría no está dispuesta a vivir en
comunidad. De ahí, la dificultad, o casi la imposibilidad en ambos poios, de
crear un denso ethos en la modernidad.
En la medida en que las clases son definiciones omniabarcantes de la vida del
individuo, la libertad contingente por nacimiento de la persona está
determinada, es hecha de nuevo «necesaria» y por tanto negada. La existencia
omniabarcante de clase es una pérdida parcial de la autonomía del individuo,
para quien las libertades ganadas colectivamente son compensacio 168

169

nes insuficientes. Ésta es la fuente de tensión entre el «individuo de clase» y el


«individuo personal» dentro de la misma persona, que ya fue detectada por
Marx. A medida que la sociedad se «abre», el carácter omniabarcante de la
definición de clase se debilita y cede terreno a otro tipos de autodefinición —
colectiva y personal.
Los canales de «apertura» son múltiples. El tiempo reducido utilizado por el
individuo en trabajar (tanto diariamente como en relación con toda su propia
vida) es el espacio de apertura. La democratización de la educación y el
desarrollo de las preferencias culturales del individuo constituyen uno de sus
principales sustratos. La prohibición formal sobre la discriminación y el
igualmente formal reconocimiento de la «movilidad ascendente» es uno de sus
mejores canales. La redefinición de los papeles de los sexos es una de sus
principales opciones. La democratización y las frecuentes reorganizaciones de
las élites políticas son una de sus principales oportunidades. Todas estas
cuestiones (y muchas más relacionadas con el tema) afloraron en los
movimientos de los años sesenta que, a pesar de sus ocasionalmente
inadecuadas autocaracterizaciones y autodesilusiones, fueron movimientos de
«apertura» o «formas de vida». Su principal agenda estaba formada por la
«modernización» (de formas de vida), nuevos tipos de educación, la
transformación del carácter burocrático y sin alma de la mayoría de las
actividades laborales de la sociedad industrial, el debilitamiento dc la jerarquía
social y del papel de la especialización y de la pericia, las interrelaciones
humanas antiautoritarias, la revolución sexual, la inmediatez, la comunalidad,
y demás. Algunas de sus reivindicaciones han dejado de existir en la
actualidad, temporal o permanentemente. (Por ejemplo, la revolución sexual,
mientras que consiguió tales logros como el reconocimiento de la
homosexualidad, dio lugar a una contrarrevolución sexual y a una resurrección
de la hipocresía victoriana, enmascaradas como protección a la mujer, y no
menos bajo la amenazadora presencia del SIDA; otro síntoma de esta
contrarrevolución es la campaña religioso-fundamentalista para conseguir la
prohibición del aborto, lo que dejaría a las mujeres sin la libertad de controlar
su propio cuerpo.) Otros puntos de la agenda de 1968, por ejemplo el culto al
éxtasis, resultaron ser innovaciones peligrosas. Otros también han sido
lamentablemente olvidados y relegados a un segundo plano; por ejemplo, la
crítica de la divi-

Sión tecnológica del trabajo y sus consecuencias humanas. Pero el mensaje de


los años sesenta en conjunto representa un alejamiento saludable de la política
de clases, y su impacto se ha hecho sentir incluso en las prácticas de partidos
tradicionalmente clasistas.
La oscilación de la «política de apertura», o de la forma de vida, ha traído
consigo una grata liberación de la política de clases excesivamente holística y
unidimensional que había encubierto y suprimido algunas cuestiones cuya
importancia aumentaba rápidamente. El ejemplo paradigmático es la total
indiferencia del socialismo (de tipo democrático) anticuado y basado en las
clases hacia el problema de la liberación de la mujer, indiferencia que puede
explicarse bien por su vocabulario pero que es casi incomprensible hoy en día.
Al mismo tiempo, el terreno perdido de la política de clases tampoco es una
bendición completa. En su lugar hace su aparición una mezcla de
«microdiscursos» que plantean una doble dificultad. Primero, el
«microdiscurso» tiende a ser exclusivista y a formar en la intolerancia a sus
propios militantes. A menudo pasa de una «política de contexto» a una
pseudorreligión sectaria, en virtud de la cual los problemas generales de la
ciudadanía no pueden ser ni planteados ni solucionados. Segundo, cuanto más
exclusivista es un microdiscurso, menos traducible es a ningún medio común
de entendimiento colectivo. De ahí las charadas sin sentido de las
«epistemologías regionales» alardeando de «unicidad» (como si toda
experiencia no fuera única y como si la premisa de la epistemología en general
no fuera precisamente esa unicidad de cada experiencia), que sólo pueden
desembocar en un fracaso general de la comunicación y quedando la violencia
como único lenguaje entre los «microdiscursos». Este desarrollo negativo de
la política posmoderna dista mucho de ser abandonado. Si va demasiado lejos,
podremos ser testigos de una nueva oscilación del péndulo hacia atrás, incluso
hasta llegar a una actualizada versión de la política de clases.
3. Biopolítica
El espíritu profético de Foucault descubrió una importante Zona de conflicto
potencial de la modernidad tardía al hablar de la cautividad del «cuerpo en la
cárcel del alma». La política de la
170

171

«disciplina y el castigo» no era, en su opinión, una reliquia de un anticuado


estado de cosas, sino el modo opresivo inventado por la modernidad ilustrada
para adaptar al individuo a un sistema que ha impregnado igualmente el
colegio, el hospital y la cárcel. Es la estrategia de adaptación la que ha creado
la «sexualidad» como un discurso especial, transformándolo en una cuestión
de «higiene» desde el «pecado de la carne» (y, por ello, secularizán— dolo);
pero también convirtiéndolo en una techne dudosa, y apenas tolerable, que
debe de ser vigilada, y a la que deben aplicarse estrictas reglas de
procedimiento. La tesis libertaria de Foucault quiso liberar al cuerpo de la
cárcel del alma (como toda su teoría sugería) mediante el fomento de una
nueva «alma» tolerante, y no mediante el de una política sin alma del cuerpo.
La tesis auguraba una nueva y bienvenida oscilación ya que aparentemente
hay demasiada «alma» en el discurso del pasado.
Foucault puso el dedo en una llaga de la modernidad, que tenía un auténtico
dilema con «el cuerpo». En un principio, la modernidad apareció como
«indiferente al cuerpo». Su punto de partida fue, por primera vez en la historia
documentada, que los cuerpos pueden ser poseídos y que el cuerpo era
«privado». (De ahí, la rápida generalización del habeas corpus, con
anterioridad privilegio de los nobles, a la categoría de derecho universal; de
ahí también la abolición de la esclavitud; mientras, desgraciadamente, el
derecho generalizado al aborto no siguió el proceso, incluso se encuentra
amenazado en la actualidad.) Sin embargo, el nuevo orden individualista del
mundo tuvo que enfrentarse muy pronto a la necesidad de resolver las reglas
de socialización del cuerpo privado, porque aparecieron ciertos peligros. Con
la canonización de una «naturaleza emancipada», la autodestructividad de un
libertinaje desenfrenado cobraba mucha importancia, como inmediatamente
señaló la gran mente de De Sade en la hora del nacimiento de la modernidad,
en sus polémicas contra la naturaleza benevolente de Rousseau. Por otra parte,
el recuerdo de Freud sigue siendo válido: una educación demasiado represiva
desemboca en una «civilización neurótica». Además, la familia nuclear
legalmente emancipada, bajo cuya custodia era liberado el cuerpo, no puede
ser completamente fiable en un sentido social. Esto sucedía bajo el dominio
del pater familias; en la actualidad, el monarca doméstico se ha visto cada vez
más puesto en cuestión por una mitad de la humanidad: las mujeres. La
familia también se vio impregnada

- de violencia (tanto sublimada como directa) y autoritarismo, cosas ambas


que se adaptan mal a los principios públicos de la modernidad: la libertad y el
desarrollo armónico del individuo. Finalmente, existía un problema con el
propio término: «el cuerpo» era únicamente una mitad de la oposición binaria
cristiana, que no podía ser manejado con facilidad sin su opuesto, «el alma».
El cristianismo había dado una respuesta firme y clara tanto a la función como
a la interdependencia de las dos entidades. Pero la modernidad, por su parte,
ha estado permanentemente sin saber cómo manejar los asuntos de la otra
mitad de la oposición binaria, heredada del cristianismo, tras explicar «el
alma» como un mito o, una vez más, como «un asunto privado». Lo mismo
que en muchas otras áreas, también en ésta la
modernidad, que tiene un problema inherente con la creación de una cultura
propia, a menudo recurrió a las recetas del cristianismo que han estado
presentes en todos los lugares y que en
otros tiempos han sido declarados obsoletas y heretónomas; o alternó entre la
adopción de esas recetas y las consiguientes batallas de autoemancipación
libradas contra las mismas.
La «biopolítica» es el resultado del conflicto entre los dos principios
fundacionales más importantes de la modernidad en su aplicación a «el cuerpo
en la cárcel del alma»: los valores de la libertad y la vida. Cuando se desecha
la recomendación libertaría de Foucault y el valor de la vida (en el sentido de
«mera supervivencia’> o en el de «felicidad») se convierte en predominante o
exclusivo con respecto a «el cuerpo», la biopolítica hace su aparición. El
prólogo a esta tendencia nueva y altamente problemática fue el movimiento
antinuclear de los años ochenta. Ya que con la caída del comunismo la agenda
del movimiento se ha transformado en historia, será suficiente destacar en
retrospectiva que su retórica era una mezcla de la proyección apocalíptica y
manipuladora de peligros que no eran inminentes y un desprecio casi
manifiesto por el valor de la libertad, junto con la ceguera política o la mala
fe. En un mundo en el que la Unión Soviética dejó de existir como gran
potencia, la cuestión completamente legítima del desarme nuclear puede y
debe ser afrontada de una forma sensata; los peligros implícitos en el tema
antinuclear ya no nos amenazan. Sin embargo, su legado se ha mantenido vivo
y, además, ha llegado a ser paradigmático en la oscilación del péndulo desde
el libertarismo a la biopolítica. Las primeras golondrinas de este cambio ya
aparecieron hace una década en la obsesiva campaña antitabaco y en las olas
del culto a la salud.
172

173

Irrumpieron en la escena con un entusiasmo y un espíritu inqui sitorial que


hubiera sido más apropiado para las religiones. Pero, de hecho, cumplieron las
funciones de sucedáneo de las religio nes por un motivo específico. Luhmann
cornentó en una ocasión que la formación social del individuo tiene lugar ante
un marco frente al cual la persona se define a sí misma como individuo. Un
denso código ético suele encargarse de esta función. En la modernidad tardía,
en la que dichos códigos éticos se han erosionado, no parece haber quedado
nada más que las prohibiciones y las prescripciones sobre la salud; éstas son
las directrices para la formación del individuo.
La biopolítica se ocupa de tres cuestiones, siendo todas ellas perfectamente
legítimas, incluso cruciales; éstas cuestiones son el medio ambiente, el sexo y
la raza. El medio ambiente como objetivo tiene una especificidad dentro de las
tres cuestiones de la biopolítica, en la medida en que implica principal y
directamente a la vida, y sólo indirectamente a la libertad; la ecología es, por
tanto, la única biopolítica adecuada. Las formas extremistas de
medioambientalismo, por ejemplo, un gobierno mundial coactivo de la elite
ecológica, puede ser concebido teóricamente; pero, al menos por ahora, dichas
ideas sólo han sido experimentos mentales y fantasías futuristas. En el
medioambientalismo también está implícita una elección de estrategia,
expresada en la pregunta de qué cuerpo quieren rescatar los movimientos, «el
cuerpo de la naturaleza» o los cuerpos humanos concretos que viven en un
medio ambiente natural amenazado. Al elegir la primera alternativa ganamos
una metáfora romántica y desencadenamos un impulso antiindustrialista
igualmente romántico, mientras que si se elige la segunda se formula un
objetivo viable.
El medioambientaljsmo ha hecho dos promesas. Una, introducir la oscilación
del péndulo en la lógica de la tecnología por primera vez en la modernidad,
una oscilación de alejamiento de un progreso tecnológico indiscriminado y
generalizado, y hacia la promoción de tecnologías seleccionadas y la
prohibición de las otras. En este punto están ya involucradas ciertas libertades;
Teller, un revolucionario tecnológico radical, creyó su obligación defender la
libertad sin trabas de la ciencia y la investigación (frente a las crecientes
limitaciones impuestas sobre las industrias nucleai- y genética). No hay
ninguna necesidad por nuestra parte de tomar una postura sobre cuestiones
substanti vas

Basta con señalai la inutilidad de ese enfoque como «pura biopolítica», una
política exclusiva de la vida, que se mantuviera inmune a las reivindicaciones
de libertad, especialmente en las áreas en las que el discurso no está basado en
una metáfora romántica y en las que las vidas humanas se ven afectadas de
una forma directa. En la segunda promesa, el medioambientalismo se ha
comprometido a poner una limitación a la imprudente política de crecimiento
industrial y tecnológico, con objeto de proteger tanto a «el cuerpo de la
naturaleza)> como a los cuerpos humanos reales-concretos que viven en un
hábitat natural. Los desesperados socialistas, que han perdido su doctrina
económica con el hundimiento de la «economía planificada», tienen
4 grandes esperanzas puestas en la segunda promesa del medioambientalismo
como un nuevo principio anticapitalista. Estas esperanzas parecen ser, sin
embargo, otro sueño imposible. No obstante, existen elementos
indudablemente razonables en el principio de la limitación que pueden ser
acomodados dentro de la concepción de la economía como una «institución
social» (y no como un mecanismo autoregulador).
Las corrientes de sexo y raza de la biopolítica se diferencian del
medioambientalismo en que ninguna de las dos es concebible como una pura
política de la vida (o de «el cuerpo)>); están sometidas a la prioridad de la
libertad. Y, de hecho, ésta es el área en la que podemos detectar algunos de los
poquísimos casos auténticos de progreso («ganancias sin pérdidas») en la
modernidad. Hace 60 o 70 años, tanto la discriminación racial como la sexual
eran prácticas aceptadas incluso en países democráticos. En la actualidad, los
regímenes racialmente opresivos tienen que mentir sobre su política ya que no
la pueden defender públicamente. Al menos en el hemisferio norte
(esporádicamente también en el resto del mundo), la discriminación en contra
de la mujer ha sido prohibida por la ley. Al mismo tiempo, todo observador
realista sabe muy bien que estos cambios, siendo cruciales, no han afectado
aún a «la institución imaginaria de la sociedad», que las discriminaciones por
raza y sexo, en su mayor parte clandestinas, continúan en activo. Es en esta
encrucijada donde se toman las opciones políticas.
Decidirse por la «política de sexos» es en sí mismo un acto de selección de
una opción determinada entre un surtido de tres vocabularios: el universalista,
el sexocéntrico y el «diferencialista». Tomando la primera opción, los
movimientos de las muje 174

175
res optan a favor del ideal de una humanidad universal y en contra de
cualquier sustancia sexual o de «género». Éste es el muy conocido proyecto
universalista-humanista que reciente mente ha sido criticado (tanto justa como
injustamente) desde diversos puntos de vista pero que, sin embargo, seguirá
atrayen do a muchos, quizás a la mayoría. Al optar por la categoría
ornniabarcante de «sexo» o «género», el movimiento lo hace por la
biopolítica. Y finalmente, optar por las diferencias individuales, lo que no
implica ni una homogeneización universalista ni una sustancialización del
género, es la decisión que parece estar en completa armonía con la prioridad
de la libertad.
La selección de la categoría omniabarcante de «género» implica, en primer
lugar, una autoclausura del movimiento. Porque el género o se presenta como
un hecho asumido genético- biológico, en cuyo caso ésta es una nueva teoría
de la raza, abarcando los mitos reificados usuales que excluyen la
comunicación racional con «la otra raza», o se presenta como una entidad
cultural históricamente madura, en cuyo caso la autoclausura, la
reivindicación de una epistemología especial, todo el lenguaje de «nosotras» y
«ellos», las teorías o prácticas implícitas de una venganza histórica, no
representan sino la elección de una política sectaria agresiva. Ambas versiones
tienen una inclinación a formar el tipo de furiosas amazonas incisivamente
retratadas en El mundo según Garp, y especialmente en la escena del funeral
de la madre de Garp. Sólo una de ellas, la primera, es biopolítica explícita.
Pero la segunda, al cerrar voluntariamente la entidad histórico-cultural de
género desde la otra mitad del mundo, crea una «segunda naturaleza» tan
impenetrable como la naturaleza genética, y el gesto invalida la prioridad de la
libertad. Esta consecuencia ha sido acertadamente resumida por una escritora
feminista australiana: en los ochenta «el discurso feminista parecía convertirse
en una conferencia aburrida y farisaica, dirigida no a la educación y la
autoeducación sino al castigo y a la denigración. Los hombres apenas podían
abrir la boca antes de que se les concediera puntuaciones por encima del 10.
Los hombres que intentaban reparar los crímenes de la historia sólo hacían
“esfuerzos simbólicos”, los que no lo intentaban eran criminales continuos. La
sexualidad se convirtió en algo feo. Los chicos a los que les gustaban los
cuerpos de las mujeres eran tratados con un desprecio exasperada- mente
protector. El deseo sexual se convirtió en “sexista”. El se-

se convirtió en un término genérico para “lo malo”. El fe( jflismo pasó a ser
una variedad de control del pensamiento. Si wansgredías las normas, la
Hermana Mayor te estaba vigilanáo» (Joanna Murray-Smith, «Wanted: A
Joyful New Face For Eeminism In The ‘90s», TIre Age, Melbourne, 14 de
agosto de j991).
La biopolítica de la raza empieza con una táctica legítima, con el rechazo de la
asimilación forzada por parte de grupos étcompletos que nunca eligieron el
lugar del planeta en que $ viven en la actualidad pero se vieron forzados a
ocuparlo (o por esclavitud o por catástrofes naturales o sociales en sus
respecti‘ras tierras nativas). Todos aquellos familiarizados con los resul tados
más que cuestionables de una asimilación judía forzada y J autoimpuesta en
Europa antes del Holocausto entenderían los
motivos de esta táctica. Y dado que la difundida política de de¿l< rechos
humanos abre ahora las fronteras en muchos países, no
es poco realista predecir una nueva Voelkerwanderung y, junto a
s ella, la presencia de un número creciente de recién llegados, que
. reclamen igualdad de derechos políticos además de su propio
derecho a una autodefinición particularista. Sin duda alguna, esto será un
importante problema político en la agenda de los
años noventa, especialmente porque, a pesar de la legislación, la mayoría de
los hombres y mujeres de nuestro tiempo aún viven en una edad de piedra de
la cultura emocional respecto al «extranjero» cuya presencia todavía signibca
problemas y desencadena rencores.
Una demanda legítima adicional de los enclaves y grupos étnicos reclama la
autoapertura de la cultura occidental. (Solamente llega a ser algo retorcido y
claramente reaccionario cuando la gente, expresándose con el vocabulario de
la Ilustración, el romanticismo, el marxismo y la deconstrucción, que son
todos ellos artilugios occidentales, saca a colación el eslogan sin sentido
«Fuera la cultura occidental».) La gran cultura de Europa y de Estados Unidos
ha estado viviendo demasiado tiempo en una atmósfera de autocelebración y
de rechazo de un diálogo serio con otras culturas para abrir un nuevo capítulo
de su propia historia (desde luego sin el espíritu pusilánime de concesiones
hechas a varias demandas agresivas que carecen de credenciales).
Las tácticas perfectamente legítimas de los grupos étnicos se convierten en
biopolítica y, por consiguiente, en un dilema, sólo

176

cuando los grupos que las defienden se definen a sí mismos como «raza».
Porque es evidente, y no necesita ningún gran aparato de demostración, el
hecho de que la autodefinición racial es una opción cultural y política y no el
descubrimiento de unos factores genéticos. (La cultura no es uniformemente
«negra» en Africa, donde varios grupos han estado viviendo sometidos a las
influencias culturales más diferentes y bajo tradiciones propias igualmente
diferentes; la cultura «negra», como postulado, sólo existe en el contexto
norteamericano, creada por el hecho histórico y político de la esclavitud, la
supervivencia del espíritu del racismo y el deseo de autodefinición de una
parte considerable de los descendientes de los antiguos esclavos, en lugar de
aceptar la que les ha sido legada.) Pero una vez que se ha tomado la opción
política de autodefinición racial, una vez que la diferencia está impresa en el
cuerpo (por tanto, una vez que la forma paradigmática de la biopolítica es
aceptada), las consecuencias serán desastrosas y a menudo irreversibles. El
lenguaje político será hipócrita; todo el conjunto de medios y herramientas
será movilizado para predicar el carácter odioso superfluo de esa misma
cultura y para negar el menor apego del interlocutor hacía ella. El diálogo
entre las razas (creadas políticamente) se rompe, ya que las diferencias
genéticas no pueden comunicarse racionalmente. El prejuicio y las
prevenciones recíprocas se atrincheran; una segregación cultural autoimpuesta
se extiende más allá de los muros del gueto; una deshonra de una civilización
opulenta y liberal. Cobra mucha importancia el peligro de que el
antisemitismo de tipo europeo se universalice y de que todos los grupos sean
el mismo espantajo y blanco de odios, como antes lo fueron los judíos para
todos los otros grupos, y sean tratados en consecuencia.
Sin embargo, Hannah Arendt observó correctamente que no sólo la gente de
diferente color, sino también las personas que pertenecen a diferentes clases
sociales, pueden ser consideradas como miembros de una odiada raza
extranjera. (Y antes que ella, el viejo Kautsky calificó de política racista la
política bolchevique hacia las «clases enemigas»: política que no era mejor
que la de los nazis.) En otras palabras, los grupos étnicos sin rasgos genéticos
distintivos, así como las comunidades rituales sin una identidad étnica
especial, pueden convertirse en ((razas» para el enemigo racista (en analogía
con la afirmación de Sartre de que fueron los antisemitas los que crearon a los
judíos); y a
la inversa, los grupos étnicos y las comunidades rituales pueden cerrarse
cultural y políticamente hasta el punto de llegar a una incomunicación
genética. En la biopolítica de la creación y de la autocreación de ((razas» el
primer paso inevitable y reaccionario es el de la renuncia a la comunicación
con una referencia al Otro «quien en cualquier caso no puede entender nuestro
lenguaje». Este es el paso que genera una cómoda conciencia que sugiere que
todo está permitido contra el Otro. Este es el paso que implica la abrogación
de los mejores rasgos de la Ilustración y un descarado retorno a la jungla
social.
Hace muchos años, cuando el comunismo aún se encontraba entre nosotros
pero su incurable decadencia ya era visible, hicimos una predicción sobre el
futuro de la política, y no estamos contentos en absoluto de que se haya
confirmado. Conjeturamos que habría una política poscomunista en la vida de
las generaciones actuales y que no sería una política basada en las clases sino
más bien racial (y ahora podemos añadir: sexual). Mientras que hemos
criticado las teorías de las clases y de la práctica que de ellas emanaba,
expresamos nuestro temor de que el cambio implicara más pérdidas que
ganancias. Nuestro temor se basaba en la consideración de que la política de
clases es al menos racional en el sentido de que existen intereses conflictivos
cuantitativamente formulables que pueden ser reconciliados en un
compromiso, mientras que una gran parte de la política racial y sexual tiene
lugar entre entidades totalmente autocerradas sin posibilidad alguna de
diálogo ni de una comunicación libre de dominaciones. Esto es precisamente
lo que ha venido ocurriendo durante los años que siguieron a nuestra
predicción. Sin embargo, el péndulo de la modernidad no se ha parado. Es
más, los peores poderes, que en una ocasión detuvieron su movimiento,
parecen haber desaparecido para siempre.
Por qué la libertad es devorada por la razón —en la
Historia—: relectura de Merleau-Ponty durante los días de la
Revolución Soviética

Durante el tiempo que transcurrió entre la publicación de Humanismo y terror


y Las aventuras de la dialéctica, el propio Merleau-Ponty tomó parte en lo
que puede denominarse, con la debida cautela, «la última aventura de la
dialéctica». En el primero de estos libros puso en duda la oportunidad de la
oposición de Bujarin y Trotski. Una cosa no se acaba hasta que no se ha
acabado, y ésta no se ha acabado, les rebatía tajantemente Merleau-Ponty; no
se encontraban al final de la Historia, no tenían el derecho ante la Historia de
afirmar, con poco más que un cierto grado de probabilidad, que Stalin había
desvirtuado la revolución proletaria.’ En su segundo libro, Merleau-Ponty
llegó a la conclusión de que «la cosa había acabado». Vio a la dialéctica
convertirse en ideología; al proletariado continuando como un objeto eterno de
la Historia, nunca un sujeto; al terror autoperpetuándose, y a la explotación
enmascarándose como «el Estado de los trabajadores».2 La democracia y el
liberalismo, que habían sido justificados en su libro como mentiras impías o,
al menos, como no mucho más que una etapa determinada en la permanente
autotransformación de la violencia, le parecían ya como un premio a alcanzar,
y la revolución se convirtió en una opción descartada. Y si se argurnenta que
la misma objeción que Merleau-Ponty utilizó para criticar a los protagonistas
de la oposición le es aplicable ahora a él, entonces es el momento de afirmar
con tanta determinación cómo es posible emplear cuando se trata de
cuestiones humanas que el voto inicial de confianza de Merleau-Ponty a Stalin
ha probado ser erróneo en los propios términos del filósofo. Si realmente la
política es zweckrational, entonces el gran experimento de Lenin y Stalin, que
en la actualidad se desmorona, fue una catástrofe política que fi 1 Maurice
MERLEAU-P0NTY, Human/sm ni-id Terror, Arz Essav on the
Coinmunistproblem, trad. John O’Neill, Boston: Beacon Press, 1969, PP. 32-

nalmente fracasó. Pero lo hizo con una diferencia. En esta ocaSión no puede
decirse que ha fracasado «ante la Historia». Tal afirmación aún Sería
dialéctica, y la principal lección de la aventura de Merleau-Ponty es que la
«dialéctica» y la «Historia» se correspondan mutuamente. Por tanto, también
van desapareciendo juntas de la escena.

1. ¿QUÉ ES LA «HISTORIA»?
La principal acusación «dialéctica» de Merleau-Ponty, dirigida tanto a Trotski
y Bujarin como a Koestler, el romancier clásico de la oposición, era que
nunca entendieron lo que significaba la «Historia». Como justo castigo tenían
que enfrentarse desde el exilio no sólo a Vyshinski, o a la ira de Stalin, sino
primordialmente al Tribunal Mundial de la Historia del Mundo. La «Historia»
era para Rubashov, al igual que para Bujarin y Trotski, un Dios externo y
desconocido al que temer y adorar (por lo que, comenta Merleau-Ponty,
Rubashov viaja por el camino de Hegel en la dirección opuesta: desde la
Historia a la muerte y la experiencia del infinito).3 La Historia como algo
externo significa, primero, que para los principales marxistas de la oposición,
así como para sus victoriosos colegas, no era un proyecto, sino un «dado»
objetivo que había sido insertado en las «cosas», en las condiciones sociales
objetivas. Ellos eran, por tanto, «científicos de la sociedad» (como el Marx
maduro, añadiría después Merleau-Ponty, cuando el padre fundador había
abandonado ya su gran concepción dialéctica); y su categoría clave era la
certeza. Toda la razón en la Historia es la tendencia garantizada de que no
puede desviarse de su curso y el igualmente predestinado resultado positivo.
Sin embargo, la Historia como una transformación violenta del mundo
«objetivo» con un final feliz garantizado necesita sujetos históricos-
mundiales, aquellos que realmente comprendieran la tendencia inserta en las
«cosas». Pero la mayoría humana continuó siendo «el objeto de la Historia»,
por lo que tuvo que ser formada y moldeada por los auténticos sujetos de ésta.
Es el tipo de violencia desplegada por los científicos sociales en el po-
3. Maurice MERLhAC-PoNIy, 1-lumanisni and Terror, p. 12.

der, y no la violencia en general, lo que aquí critica Merleau Ponty La


violencia bolchevique partió de la premisa errónea, y por tanto tuvo la
propensión a perpetuarse a sí misma. Los bolcheviques querían forzar a los
objetos de la Historia a despojar- se de su objetivo, es decir, de su reificada
existencia, para convertirse en sujetos (el proletariado tenía que dejar de ser un
objeto del capitalismo, una mercancía, para convertirse en un sujeto de la
revolución). Pero lo hicieron en el nombre de la «Historia», un poder ajeno a
las vidas de los eventuales sujetos; y ningún poder completamente externo
puede convertirse en una motivación interna para otros. Lo único que puede
conseguirse con ello es la «dictadura de la verdad», lo que significa un fatal
destino para la Historia como proyecto y para la «comunicación> sobre éste.
Sin embargo, si la Historia se realiza mediante la imposición de la violencia
sobre los objetos, entonces la Historia no es sino una ruptura, o una serie de
rupturas, porque la violencia destruye las cosas que encuentra ante sí y, con
ello, pone fin a la continuidad de dichas cosas en la historia. La realización de
la Historia a través de mecanismos de ruptura implica una creatio ex nihilo, lo
cual es brujería o magia negra, y —añadió Merleau-Ponty posteriormente,
cuando dejó de creer en Stalin como el depositario de la dialéctica— esto
necesitaba al brujo, al mago negro, al Líder.4
Sin embargo, la «Historia» (bajo los siguientes seudónimos:
dialéctica, filosofía de la historia, marxismo como filosofía, no como
«ciencia») es equivalente al proyecto de Merleau-Ponty. Basándose en su
perspicaz lectura de la teoría social ligeramente relativista de Weber, entiende
por completo que no existe una «necesidad objetiva» en el despliegue de la
modernidad. Había que hacer una cierta elección de valores para que la
libertad pudiera llegar a ser un valor central para los modernos.5 El propio
«proyecto» no es otra cosa más que la determinación colectiva de traducir la
teoría (el alegato a favor del valor central de la libertad) en práctica, es decir,
un movimiento para hacer que la libertad esté omnipresente y triunfante en la
modernidad. Es en este sentido en el que los modernos se diferencian de los
premodemos, pero esta diferencia se convierte en una crucial frontera
divisoria de la historia entre el «precapitalismo» y el «capitalis 4
mo)). (Debemos mencionar que Merleau-Ponty podría haber suprimido el
término de Marx de la caracterización de la modernidad sin ninguna
consecuencia para su propia teoría. Mientras que consideraba a la economía
como una esfera moderna central, tenía una actitud más que tibia hacia el
«materialismo» de Marx.) La diferencia entre los modernos y los premodernos
es también de «sinrazón» frente a «razón)), aunque no en el sentido estricto de
la Ilustración. La regla milenaria de la sinrazón equivale a la dominación
social indiscutida por medio de la violencia (un tema que trataremos más
adelante). El dominio público de la violencia degrada a la mayoría de los seres
humanos a la condición de objetos que no son ni siquiera conscientes de su
potencial para llegar a ser sujetos. La «Historia)) como «proyecto» no
significa el dominio de la Razón (no existe tal actor metafísico en la filosofía
de Merleau-Ponty); más bien significa la eliminación progresiva de la
sinrazón. Simple y llanamente, este último programa implica la aceptación de
la famosa propuesta dialéctica de Lukács, asimilada completamente por
Merleau-Ponty, de trasponer a una clase determinada de seres humanos, los
trabajadores industriales modernos, «el proletariado», en el pináculo de la
«Historia» mediante una única virtud colectiva: su supuesta capacidad de vivir
su propia reificación máxima, la transformación en objetos, con la clara
conciencia de su condición reificada por primera vez en la historia humana. Se
supone también que esta clase posee la determinación colectiva necesaria para
transformar su reificación en el estado de subjetividad libre mediante un acto
violento, la revolución proletaria. En este sentido, no hay «Razón» escrita en
las «cosas de la Historia» como creían Stalin y Trotski. Sólo existe un sujeto
colectivo e interpretativo cuyo proyecto, basado en la autointerpretación, es la
«Historia». Es verdad que éste es un extraño sujeto para la hermenéutica
histórica tal y como la entiende Merleau-Ponty —tan falto de sentido crítico
como Lukács, cuya influencia experimentó—, una posición diferenciada
respecto a la mantenida en otros textos.6 Al mismo tiempo, no escapó de la
atención de Merleau-Ponty que en esto podría estar funcionando un cierto tipo
de «astucia de la razón». Podría ocurrir, como ya afirma en Humanismo y
terror y más contundente en Las aventuras de la dialéctica, que lo que se
suponía que era la capacidad inherente del sujeto colectivo, el proletariado, no
sea en
realidad sino una proyección de una idea teórica del filósofo sobre la misma.
Si éste fuera el caso, seríamos testigos de la repe -tició de la interpretación de
la Historia por Hegel, la concluón puramente ideal de la Historia en una
filosofía determitiada. Pero en ausencia de tal catástrofe podemos captar el
significado, aunque no las supuestas leyes, de la Historia. En un momento,
Merleau-Ponty da el siguiente amplio resumen de su interpretación del
significado de la Historia:
«La Historia, a pesar de sus desviaciones, sus crueldades y sus ironías ya
contiene una lógica activa en la condición del proJ.etariado que induce a la
contingencia de los acontecimientos y
. la libertad de los individuos y así los conduce hacia la razón. En su esencia el
marxismo es la idea de que la historia tiene un sentido —en otras palabras,
que es inteligible y tiene una dirección— ... En lenguaje moderno [ser
marxista] es creer que la histoña tiene una Gestalt, en el sentido que los
escritores alemanes le dan al término, un sistema holístico que tiende hacia el
estado de equilibrio, la sociedad sin clases que no puede ser alcanzada sin el
esfuerzo y la acción individual, pero que se perfila en las crisis actuales como
su solución —el poder del hombre sobre la naturaleza y la reconciliación
mutua de los hombres.»
¿Existe una diferencia fundamental entre la Historia como una «tendencia de
desarrollo objetiva» que reside en las cosas, en las condiciones objetivas, y
tiene leyes específicas, y la Historia como proyecto, como la proyección
colectiva pero subjetiva de un talos con un significado, pero sin leyes? Sí, al
menos en un aspecto, en relación al cual Merleau-Ponty acuña el término de la
contingencia de la Historia. Si la Historia es realmente un proyecto, nuestro
conocimiento sobre el mismo, en el sentido de ser capaces de interpretarlo, de
verificar su «realización», etc. (principalmente en forma negativa) termina
donde acaba el horizonte del proyecto. Más allá, existe lo que denominamos
«futuro)>, y nosotros no podemos tener ningún conocimiento, basado en la
certeza y medido por ella, sobre el futuro; únicamente contamos con
afirmaciones y proyecciones basadas en la probabilidad.
La introducción de la categoría «probabilidad» añade al proyecto llamado
Historia una dimensión dramáticamente amena zadora. La probabilidad no es
arbitraria. El actor de la Historia no puede ni siquiera formular juicios,
previsiones y recomenda ciones probables sin estar «en el proyecto», sin
valorar el proyecto frente al telón de fondo de las denominadas «condiciones
objetivas». Al mismo tiempo, es lo opuesto de la certeza. Y sin embargo, las
decisiones de la Historia requieren acciones tan firmes como si estuvieran
respaldadas por la certeza, mientras el carácter dialéctico del proyecto, y no el
ideológico, requiere igualmente que las acciones no sean encubiertas bajo el
disfraz de la certeza. Además, las acciones basadas en la probabilidad son, por
necesidad, plurales; por lo tanto, son relativas, y pese a ello requieren una
ética de lo absoluto, en el sentido de un total compromiso con ellas mismas. El
carácter absoluto de la ética de la acción probable es presentado por Merleau-
Ponty de la forma más inhumana en su veredicto sobre la oposición. La
«traición» de ésta consiste en contraponer su lectura del estado de las cosas a
la de Stalin, y en reclamar para ella una validez objetiva. En realidad, Trotski
y Bujarin deberían haber sabido que tanto sus afirmaciones como las de Stalin
estaban basadas en la probabilidad y no en el conocimiento, siendo la única
diferencia que Stalin se esforzó por consolidar el proyecto de la Historia,
mientras que la oposición lo puso en peligro. Ni Trotski ni Bujarin tenían el
derecho histórico de alegar que el proyecto había llegado a su fin bajo el
mandato de Stalin mientras, sostiene el filósofo, su caso había sido cerrado de
hecho por la victoria de Stalin sobre Hitler, siendo la realidad de la victoria
militar la prueba de lo acertado de la trayectoria de Stalin.8
Sería una pérdida de tiempo extenderse sobre lo absurdo e inhumano de este
hilo de pensamiento. Si en realidad la Historia es un proyecto en el que
prevalece la probabilidad y del cual está ausente la certeza; si, además, no
existe término en la lectura de este proyecto, ni una última interpretación, ni
ninguna mención al «fin de la Historia», entonces Merleau-Ponty no se
encontraba en posición de determinar en qué punto había acabado la historia
con la justificación de Stalin y la condena de Bujarin. No podía excluir
teóricamente lo que había ocurrido empíricamente: una declaración autorizada
hecha por un líder soviético, exactamente diez años después de que Stalin
hubiera
8. Maurice MERLEAU-PONTY, [Jurnanisrn and Terror, pp. 69-70.

1
j teinado supuestamente su alegato, en el sentido de que la ejecución de
Bujarin no era necesaria para una victoria militar. Y
si esto fuera cierto, el propio Merleau-Ponty está expuesto a una
f persecución históricamente justa, bien por los estalinistas, por
4 ponerse al final del lado de la oposición y en contra del proyecto de la
Historia, o bien por los de la oposición por haber estado
ç del lado de Stalin e igualmente contra el proyecto de la Historia. La única
moraleja de esta historia es que ninguna ética política
de acción probable debe ser absolutista y tampoco puede estar completamente
desprovista de sus valores éticos. Porque las valoraciones basadas en la
probabilidad son fácilmente reversibles, pero las decisiones absolutistas sobre
las vidas humanas son irrevocables.
Sin embargo, ya debería estar claro que la diferencia entre las dos
interpretaciones de la Historia dista mucho de ser tan dramática como
Merleau-Ponty la presentara. Común en ambas, e igualmente diferente de una
interpretación de la historia que yo considero razonable, y que la identifica
con la conciencia histórica de una época determinada compartida por sus
miembros par-
3 ticipantes,9 es que las dos, aunque con formas diferentes, postu la la Historia
como algo externo al resto de la vida humana. Existe, pues, la vida ordinaria,
es decir no histórica, y contrapuesta a ésta, la «Historia». Aunque Merleau-
Ponty cita la negación de Marx de que la Historia sea un sujeto especial que
surge con gran importancia sobre las cabezas de los hombres y las mujeres, él,
al igual que el propio Marx, a menudo reincide en la posición rechazada. Su
estilo es de lo más expresivo. Habla de Rubashov como un agente que vivió
en la Historia, pero que se equivocó con la Historia Universal, la propia
Historia como polarizada, como una entidad que tiene niveles y momentos
privilegiados, que es terror, pero no un dios desconocido que deba ser
adorado, etc. Esta fuerza, entidad o tendencia, externa al resto de las
actividades y realidades humanas, tiene ciertas prerrogativas ya que
comprende todos los principales valores cuya «realización» o puesta en
práctica proporcionarían una vida humana ordinaria, «no histórica», con una
conclusión positiva. Aunque Merleau-Ponty asume que la Historia nunca
puede ser separada de los objetivos humanos (no históricos) a largo plazo, a
corto plazo deberían sacrificársele una importante cantidad de ener 9 Agnes
HELLER, A Theory of Histor,’, Londres: Roudedge, 1981.

186

187

gías, e incluso vidas humanas. La Historia no es sólo un caso aparte, es


también un caso más elevado.
La concepción de la Historia de Merleau-Ponty es la «última aventura de la
dialéctica>) en el sentido de que revela el secreto del proyecto. La <(Historia»
aparece aquí como el esquema típico de desarrollo de la temprana
modernidad, la autoconciencia problemática, la arrogante pero infeliz
conciencia de los actores modernos desde la Revolución Francesa hasta la
caída del comunismo. La palabra «Historia» ha tenido una variedad de
significados durante este largo período, el primero de los cuales es la
trascendencia constante y la autotransformación radical tanto como valor que
como norma. Los actores modernos ven su diferencia con los premodernos
precisamente en el impulso irresistible de ir más allá de los límites y barreras y
de cambiarlo todo; en todos los caminos de la vida esto ha estado ahí
tradicionalmente presente. Segundo, la trascendencia permanente y la
autotransformación son raramente vistas por los modernos como un
perpetuum mobile; más bien, aparecen como una historia que tiene un
principio y una conclusión preestablecida. Esta última puede ser o bien una
teodicea manifiesta o bien una de sus versiones medio secularizadas (ya que
un «fin de la historia» sólo tiene sentido en Dios). Pero la visión dominante de
la Historia entre los modernos es que es una invención humana, y además, que
es una narrativa universal cuya validez podría extenderse potencialmente
mucho más allá del grupo que la inventó. La dinámica constante, la
transcendencia perpetua y la autotransformación permanente son vistas en
conjunto como «la verdad del Otro», que todavía vive en un mundo estático.
La «Historia’> es, en tercer lugar, la encarnación de la razón, que trasciende a
la vida «no histórica» en la medida en que o bien tenga «leyes» que conviertan
tanto el pasado como el futuro, hasta ahora opacos, en transparentes, o bien
tenga en sí misma un intérprete distinguido; en ambos casos la modernidad es
la primera época que tiene una solución al «enigma» presentado por la
trayectoria completa de la raza humana. Cuarto, la «Historia» es también
equivalente a la «dialéctica». El camino hacia «el objetivo final» del proyecto
no es autoevidentemente unilineal. Allí donde puedan percibirse tendencias
compensadas, la unidad del proyecto es rescatada por la dialéctica, que las
explica como desviaciones, y reclama ser capaz de integrar en el proyecto
incluso la negación del mismo. Finalmente, basándonos

en todo lo anterior, el proyecto «Historia» tiene ciertas prerrogativas con


respecto a la vida «no histórica» por un lado, y, como una encarnación del
futuro, respecto al pasado y al presente, por otro. Dado que la vida no histórica
no puede propor ciona la solución al enigma de la raza humana, pero la
«Historia» supuestamente sí puede hacerlo —ya que tanto el pasado como el
presente se han mantenido bajo el signo de la «sinrazón», mientras que la
Historia es la razón encarnada o, dicho con mayor cautela, es la eliminación
continua del sin sentido—, tiene el «derecho» de relegar los intereses de la
vida no histórica
- a un segundo plano (por supuesto, temporalmente, en un «sentido
dialéctico»).
El proceso en el que la «Historia» se realiza a expensas de la vida no histórica
se denomina revolución. En la modernidad, el término revolución no es
propiedad exclusiva del político de izquierda radical, es un término mucho
más global. No sólo existen revoluciones políticas, sino también industriales,
tecnológicas, científicas y culturales. Sin embargo, en cada caso, la revolución
es un proyecto orientado al futuro, una ruptura con lo
existente; lleva su propia justificación en sí misma, o hablando con mayor
precisión, en el éxito del proyecto.
Desde Humanismo y terror hasta el último artículo de Las ; aventuras de la
dialéctica, Merleau-Ponty intenta resolver la problemática del proyecto
revolucionario. Aunque separa la moralidad de la política con un gesto
demasiado brusco, ve con precisión el riesgo inherente en la política
revolucionaría. La vida no histórica es sacrificada con demasiada facilidad en
la Historia in statu nascendi, es decir, en la revolución, y las matanzas y el
sufrimiento sólo pueden justificarse retrospectivamente. Pero, ¿dónde está el
punto de Arquímedes para la retrospección si no puede haber un fin absoluto
de la historia, si el propio intérprete se encuentra «en la Historia» y sólo puede
realizar afirmaciones probables y sin garantías sobre la misma? ¿Cómo puede
uno saber que una etapa particularmente trágica es un desvío dialéctico y no
un último callejón sin salida? Si no existe ningún conocimiento al respecto,
¿cómo podemos creer que estamos realizando un nuevo y redentor proyecto y
no los viejos juegos de la «sinrazón»? ¿Existen quizás garantías sociológicas,
tales como la existencia de un grupo humano determinado, para encontrar el
camino absolutamente seguro para la realización del

188

189
proyecto, o la problemática de la revolución no está en su condición
específica, sino en el puro y propio proyecto?
La dialéctica tiene una muerte dialéctica en la peripa teja de Merleau-Ponty.
Este concluye afirmando que el mundo moderno ha nacido de las
revoluciones, pero que éstas, en vez de mostrar el secreto revelado de la
modernidad, perpetúa el terror y la ideología. Además, la problemática de la
revolución no se encuentra en sus condiciones externas sino en el puro y
propio proyecto.’° Ha llegado el momento de acabar con la revolución
permanente en lugar de ser condescendiente con la política del Apocalipsis.
Pero para hacerlo también tenemos que acabar con la filosofía de la historia y
con la propia «Historia». Y la última afirmación contiene la principal
revelación del filósofo. La <‘Historia», en cuyo nombre se ha derramado tanta
sangre, en la cual se han invertido tanta esperanza y tanto sacrificio, que
apareció en el horizonte como una divinidad externa, incluso para aquellos
que negaban la existencia de dioses de esa clase, no ha sido en realidad nada
más que una forma dominante de autoentendimjento de la modernidad. Por lo
tanto, el abandono de la «Historia» no significa ni el fin de la misma ni la
cancelación de nuestra conciencia histórica (ambos serían intentos
imposibles), sino más bien el surgir de una nueva forma de conciencia
histórica. En su despedida a la «Historia», Merleau-Ponty anticipó la
conciencia histórica pos- moderna. -
II. VIOLENCIA Y POLÍTICA
En la filosofía política de Merleau-Ponty, que es una mezcla de Marx, Sorel,
Nietzsche y Weber, la violencia es la protagonista, mientras que se excluye la
opción de Kant y la máxima de su imperativo categórico. La moralidad no
tiene un lugar en la consideración y la acción políticas. El supuesto de que
podamos utilizar a los demás como simples medios, en tanto en cuanto
estemos actuando políticamente, es peor que el autoengaño; es una completa
hipocresía y, como tal, un disfraz de la acción violenta. Al estar nuestro
mundo humano constituido por las interacciones de conciencias individuales,
cada una de las cuales
10. Maurice MERLEAU-PONTY Avefltures of the Dialectic, pp. 216.
absorbe

y destruir al resto (potencialmente, a todas las demás, aunque ninguna


conciencia individual puede existir sin las otras), la violencia es el tipo de
interacción humana primordial y predominante. Existe violencia en todas las
clases de interrelación humanas.1 Todo tipo de dominación reconoce este dato
humano primordial y construye su sistema político sobre el El proyecto
«Historia» se diferencia del resto solo en tanto en cuanto reconoce
abiertamente el uso de la violencia (y desde el punto de vista de Merleau-
Ponty esto es aplicable no sólo al régimen bolchevique sino también a todos
los sistemas políticos modernos que son suficientemente honestos como para
llamar a las cosas por su nombre). Sin embargo, el reconocimiento no
ideológico del uso de la violencia forma parte de la promesa (del fin de la
violencia), inherente en el proyecto de la «Historia».
La gran narrativa de la «violencia en la Historia» de Merleau-Ponty se basa en
su antropología política. Es, como las parábolas dialécticas en general, una
historia triádica. La primera etapa, que abarca la abrumadora mayoría de la
historia documentada, es el reinado de la violencia directa, el dominio de los
cuerpos sobre ios cuerpos, la etapa de la esclavitud (y podemos añadir: la de la
dependencia directa de las mujeres y los niños del hombre adulto). La segunda
etapa es lo que Marx denominó «esclavitud emancipada», una etapa de
violencia cometida por mediacion de las cosas la violencia del capitalismo La
tercera etapa la sintesis prometida la conclusion positiva del proyecto
«Historia» comienza con una intensificacion de la violencia (en la revolucion)
pero termina dialecticamente con la abolicion de la violencia como el
elemento principal de las interrelaciones humanas
Pueden hacerse todo tipo de objeciones a la antropologia po litica y a la gran
narrativa de Merleau Ponty Podria comentarse legítimamente que utiliza el
término «violencia» de una forma indiscriminada incluyendo tambien en el
concepto el hecho hu mano neutral de «determinar» a alguien por entrar en
relación con ella. Incluso más legítimamente, podría afirmarse que la
coexistencia de conciencias individuales supone tantos elementos de
colaboración y solidaridad como de violencia y destructividad recíproca y que
la condición humana no sería duradera
11. Maurice MERLEAU-PONTY, Aventures of the Dialectic, pp. 149-151.

190

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sin colaboración y solidaridad. También podría componerse una gran narrativa


rival de la violencia en la Historia de la siguiente forma. Independientemente
de cuál pueda ser el fundamento antropológico de la violencia en la vida
humana, aquélla ha estado dominando realmente la mayoría de las historias de
una forma directa. Mientras el cuerpo se impusiera sobre el cuerpo mediante
la fuerza bruta, la libertad no existía o constituía una excepción. Al contrario,
la modernidad construye formas de dominación en las que la violencia se
encuentra presente pero está sublimada por normas restrictivas o por medio de
objetos que desvían el impacto físico de la pura fuerza. El sistema legal y la
red de economía competitiva son epítomes de la violencia sublimada. Pero
precisamente porque estas formas de dominación subliman (limitan,
restringen, desvían) la violencia, también implican la libertad, no sólo la
violencia. Sin duda alguna, la libertad cum violencia sublimada tiene la
inclinación ideológica de anunciarse como libertad pura, el otro de la
violencia. Esto es mucho más engañoso cuando la democracia carente de
liberalismo, y particularmente ciertos tipos de democracia directa, tienen la
inclinación inherente a la regresión hacia los hábitos infantiles de la
humanidad, hacia la violencia de los cuerpos directamente ejercida sobre otros
cuerpos. La regresión hacia la violencia no sublimada es un problema
estructural de la democracia directa en la que no hay mediaciones entre los
actores, en la que la voluntad unilateral se enfrentará a la voluntad unilateral.
Por esta razón algunos movimientos totalitarios pudieron brotar fácilmente de
la tierra de la democracia. Y es el motivo de que la democracia, tanto antigua
como moderna, pudiera, escasa de liberalismo, conciliarse con la forma más
brutal de violencia, la esclavitud, durante un período de tiempo tan largo. Esto
exige denunciar la hipocresía de la democracia de ser libertad pura,
desprovista de violencia, bien fundada. Pero una vez que el espíritu de
denuncia ha sido llevado demasiado lejos, una vez que se ha extendido a la
gran narrativa de la violencia como el secreto supuestamente revelado de la
historia, nos encontramos frente a un caso clásico de la radicalisatioiz da rna1
de Sartre, el de una falsa Ilustración. Lo que normalmente ocurre en estos
casos de «denuncia de la mentira de la deniocracia» es la recaída en un tipo
primordial de violencia directa sin frenos ni inhibiciones. El régimen que
Merleau-Ponty defendió durante demasiado tiempo y que abandonó en la
última

aventura de la dialéctica fue un ejemplo de falsa Ilustración, y se convirtió en


un dominio de excesiva sinrazón. Comenzó su carrera histórica con el
desenmascaramiento de la hipocresía de la democracia y terminó bajo la
marca de una dictadura sobre las necesidades y la introducción de mano de
obra esclavizada en la «construcción del socialismo». La orden del día es,
pues, el retorno a la normalidad de la modernidad: a la libertad cum violencia
sublimada con el telos de disminuir ésta hasta el punto en que sea posible. La
versión más humanizada de la modernidad sería un estado de las cosas en el
que la forma suprema de violencia la practicara el poder simbólico de las
parábolas morales contra la imaginación política, para suprimir
permanentemente algunas de sus opciones fatídicas.
Sin embargo, más importante que cualquier objeción a la narrativa de
Merleau-Ponty o que la contraposición de cualquier historia rival de ella es la
crítica de la propia estructura de su filosofía política, ya que el tipo de filosofía
política que basa sus normas y opciones directamente en una antropología es
fruto de la «Historia», con independencia de su actitud hacia la misma, en dos
aspectos. En primer lugar, promete, por muy sutilmente que lo haga, la
solución a los problemas humanos fundamentales en el medio de la política, la
reconfirmación o la transformación de la «naturaleza humana» a través de
medidas políticas. Y, en segundo, al hacerlo, reproduce las antinomias de la
«Historia».
Consideremos al propio Merleau-Ponty. Su teoría política era una auténtica
prima philosophia, una continuación de la filosofía de la autoconciencia de
Schelling, mejorada por la fenomenología de Husserl. De ahí el dato
ontológico de la hostilidad no mitigada y no mitigable entre las
autoconciencias individuales, terminando en su guerra eterna; de ahí también
su ineludible abandono mutuo, es decir, la intersubjetividad. La primera parte
del dato ontológico establece la violencia como una regla eterna de la
comunicación entre los sujetos políticos. Cuando la dialéctica entra en esta
teoría política, con la promesa de terminar con la violencia en un propuesto
nuevo estado de las cosas, historifica la teoría hasta un punto que hace aflorar
todos los eternos dilemas no solucionados e insolubles, ya que, podríamos
preguntarnos, aun cuando la promesa de la dialéctica sea real, y no tan
descaradamente falsa como fue el caso en la Revolución bolchevique, ¿qué
ocurrió con la condición humana bajo

192

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el impacto del proyecto historicista, la dialéctica, de que los egos suspendieran


su bellum omnium contra omnes y se embarcaran en el camino de la
solidaridad? Si la promesa política no estaba del todo vacía, alguien que
ignorara sus propios y fuertes fundamentos filosóficos únicamente podría
llegar a una conclusión: la dialéctica significa no sólo un cambio histórico y
político sino también una revolución de los fundamentos de la condición
humana.
Esta conclusión y promesa redentora cuasireligiosa fue precisamente la
principal atracción del comunismo para los intelectuales, en particular para
Lukács, quien había influido tan a fondo en Merleau-Ponty. Aunque
continuaron permanentemente en los márgenes del comunismo, que se
transformó en una tecnología ideológica y de poder para el uso de países
atrasados en la gestión de su revolución industrial y su modernización
completamente fallida, los intelectuales dotaron al comunismo con el halo de
una causa noble, con la supuesta defensa de un cambio radical en la naturaleza
humana. Y ésta fue una desastrosa jugada, a pesar de la brillantez de las
propuestas individuales, que introdujo las antinomias del proyecto «Historia»
en la teoría política y generó interminables debates sobre problemas sin
solución, como la «relación-fines-medios)> o la «tragedia de la revolución».
Muy específicamente, infundió nueva sangre a la muy problemática tradición
que parecía haber muerto alrededor del fin del siglo, una tradición establecida
por la tendencia jacobino-bonapartista de la Revolución Francesa. Napoleón
comentó a Goethe en Erfurt en 1808 que el destino de los modernos era la
política, y Goethe elaboró una mitología completa de este aperçú.12 La moda
de la política como destino intensificó el estilo teatral de la política,
especialmente entre los actores radicales, quienes disfrutaron de su supuesta
semejanza con los protagonistas de las tragedias griegas y a quienes no les
importaba en absoluto el coste humano de la representación. La teoría y la
práctica de la política del Apocalipsis no fueron claramente /a causa de las
pesadillas del siglo xx, pero sí que fueron ciertamente uno de los factores del
síndrome total que hicieron este siglo tan particularmente inhabitable. Y la
gran tesis de Merleau-Ponty de los egos hostiles e irreconciliables, de la
12. Hans BLUMENBERG, The Legimacy of the Modero Age, Robert M.
Wallace, trad. Cambridge, Mass., The MIT Press, 1983, pp. 212-217.
violencia como el estilo dominante de la política y del proyecto «Historia» (o
dialéctica) como un antídoto era un ejemplo contundente de la patología del
pensamiento político.
Uno piensa que, en ocasiones, la teoría política está cayendo a tierra
demasiado deprisa y demasiado radicalmente, de manera que la política y los
temas de una escuela de administración llegan a ser indiferenciables. Este es
seguramente un síntoma de resaca tras el libertinaje de la falsa grandeza, pero
el proceso de desintoxicación era obligatorio. La teoría política tuvo que
abandonar las peticiones de prima philosophia, la búsqueda yana y peligrosa
de las respuestas a las «preguntas finales», la búsqueda de la redención.
Porque es la religión, y no la política, el locus adecuado para la búsqueda de la
salvación. La política tiene la tarea mucho más prosaica, pero crucial, de
mediar en el único ambiente en el que se encuentra la razón política: en el
multiverso de opiniones y proyectos cuya pluralidad no debe de ser reducida
nunca más a ningún proyecto dialéctico de la «Historia».

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El gran experimento: la autopsia

EXPERIMENTANDO CON EL CUERPO:


POLÍTICO Y SOCIAL

El hundimiento del comunismo en dos olas de revoluciones consecutivas e


interconectadas entre 1989 y 1991 no es únicamente un acontecimiento
político sorprendente. Las revoluciones del Este no sólo completan la obra de
1789, sino que también ponen fin a la adolescencia de la modernidad. Afirmar
junto a Dahrendorf 1 que ya ha llegado el momento de la «sociedad abierta» y
que sus enemigos han desaparecido, equivale a declarar que la modernidad ha
cumplido su mayoría de edad. Y a pesar del grado de prudencia metodológica
necesaria, que está garantizada en el caso de símiles orgánicos en materia
política, «mayoría de edad» no parece ser el término adecuado. Los hombres y
las mujeres del mundo moderno pueden ahora hacer inventario de lo que
poseen, con plena conciencia de que las existencias actuales aparecerán en el
próximo inventario, aunque quizá con una configuración completamente
nueva. Pueden valorar, de una forma más equilibrada que antes de 1989-199
1, lo que son capaces de conseguir, sin traspasar sus límites de resistencia
personales ni los del colectivo de la modernidad. Pueden mirar a su horizonte
con ojos inquisitivos, pero sin la auto- contradictoria esperanza, fuera de lugar,
y sin la tentación de cruzarlo. Esto es lo que normalmente llamamos
comportamiento adulto. Para que todo esto forme parte de un «rasgo de
carácter» permanente, se necesita una cosa más: un continuado recuerdo de las
correrías de sus antepasados con el Gran Experimento.
Las pasadas siete décadas de comunismo representan quizás el experimento
con el cuerpo, político y social, más duradero y más grandioso, más radical y
más cruel, de la historia documentada. Fue un experimento total; en sus
versiones más ambi 1 Ralf DAHRENDORF, Reflections mi ¡Tie Revolutiori
¡o Europe, Nueva York:
Random House, 1990, p. 17.

197
ciosas intentó remodelar los modos y formas habituales de producción y
distribución; establecer un nuevo código de comportamiento y pensamiento,
inventar unas instituciones políticas completamente nuevas, abolir o debilitar
las unidades sociales fundamentales, principalmente la familia; extirpar
permanentemente la necesidad de religión, crear una «nueva ciencia» y un
«nuevo arte». Los experimentadores principales fueron hostiles hacia las
tradiciones (aunque compartieron algunas importantes tradiciones de la
modernidad temprana). Para ellos, sólo tenía valor la absoluta novedad y el
universalismo absoluto, y estaban firmemente convencidos de que tenían un
conocimiento del futuro (por primera vez en la historia humana) porque su
«ciencia de la sociedad» les prometía la capacidad de deducir el futuro a partir
de «las leyes» del pasado y del presente. Desde su laboratorio social
divulgaban regularmente seguros pronósticos de un mundo planificado y de
una raza humana completamente nueva.2 Todo esto iba a suceder no sólo en
un tiempo récord, sino también sobre la base de rechazar la simple y temporal
dimensión «materialista» de un mundo no experimental por ser demasiado
lento y demasiado autorrepetitivo.
El comunismo fue un experimento sensu stricto, con todo lo que este término
implica, y sus dirigentes más lúcidos están dispuestos a admitir el carácter
experimental de su mundo ahora desmoronado. Los planificadores
omnipotentes tenían una hipótesis experimental elaborada, con la diferencia de
que insistían en saber los resultados a priori, y por tanto atribuían una
posición más segura a lo que estaban haciendo que la que se les hubiera
otorgado basándose en consideraciones científicas.
2. Desde el principio de la revolución bolchevique ha habido profecías, tant<>
amistosas como hostiles, de la aparición de una nuesa humanidad y de un
nuevo tipo de <ndisiduo humano como el mayor logro de una transformación
res olucionana. Una temprana expresión un tanto ingenua mesiánica-
colectivista de tales esperanzas se desprendia de la nosela de Zamyatin, l4’, en
los años veinte. Una exposición teórica más agresiva de las mismas
esperanzas, que para entonces sa habían mostrado su lado nn tan atractivo en
el proceso de su realización, fue el famoso libro de Sydney y Beatrice Wehb
sobre el comunismo como una <nueva civilización,,, que ha llegado a ser un
epítome del autoengaño sistemático de la izquierda intelectual europea. Sin
embargo, hacia finales de los años treinta, el hombre nuevo de Stalin era más
bien asociado con los habitantes de la pesadilla de Huxley sobre el nuevo
mundo feliz o con las marionetas satíricas de Orwell. Y la línea fundamental
del experimento antropológico está claramente trazada en las novelas satiricas
de Zinosiev ven el Horno Sovietictis de M. Heller.

(Cuando se producían fallos parciales en una etapa experimental muy


temprana, culpaban de ellos a unas condiciones que distaban mucho de ser
óptimas: por ejemplo, al «atraso», y principalmente, a la «obstrucción hostil»
que contaminaba la higiene del laboratorio; manos misteriosas que habían
echado arena en el equipo.) La autoconciencia del sujeto/objeto experimental
no era tratada únicamente como una quantité négligeable. Más bien se
consideraba que era un factor molesto, un obstáculo que había que superar; de
ahí los constantes intentos de lavado de cerebro y adoctrinamiento. La
tecnología patológicamente superdesarrollada de vigilancia y disciplina servía
al propósito de forzar a los objetos experimentales hacia la sumisión y la
obediencia pasiva. Se utilizó todo el espacio social como «campo
experimental», sin tener en cuenta los deseos de los que poblaban dicho
espacio. Por ejemplo, la destrucción de la estructura de la aldea tradicional en
la mayoría de los países comunistas no puede ser justificada seriamente por las
esperanzas excesivas de los dirigentes en un auge inmediato de la agricultura,
ya que tales esperanzas, tanto las predicciones como los resultados inmediatos,
fueron demasiado reveladoras incluso para aquellos que vivían en un mundo
de sueños. Pero el barrido completo de la Rusia rural, el confinamiento de un
setenta por ciento de la población en un mundo «colectivista» coactivamente
creado, estableció de hecho el tipo de «medio ambiente limpio» necesario para
el Gran Experimento. Los planificadores omnipotentes tenían una adecuada
«autoconciencia experimental». Al apostar todo el destino de su revolución a
un crecimiento de la producción y un desarrollo de la tecnología «más rápidos
de lo normal» (es decir, capitalista), y al haberse convertido este desarrollo
tecnológico en el fin último de su sociedad, no tenían ninguna traba para la
aplicación de los métodos adecuados, la experimentación por encima de todo,
para promoverlo. Incluso añadieron su innovación al proceso: la peculiar
techne del experimento social. Sin embargo, en un tema divergían
drásticamente del ethos habitual de los experimentos. Sistemáticamente y con
toda tranquilidad de conciencia adulteraban los protocolos experimentales,
rechazaban y castigaban la más mínima objeción a sus informes (bajo Stalin,
incluso los signos explícitos de una duda interna sobre el éxito del
experimento eran considerados como un crimen). Existen también claras
indicaciones, algunas en los capítulos de las memorias de Jruschev

198

199
que trataban de los últimos años de Stalin, de que los falsificadores de
protocolos internalizaron gradualmente los resultados adulterados y veían el
mundo de acuerdo con los mismos.3
Los «científicos experimentales» bolcheviques encontraron la justificación a
su procedimiento en su propia teoría. Era precisamente porque se suponía que
el marxismo era una «ciencia», por lo que experimentar con el «material
social bruto» parecía ser la lógica conclusión metodológica. El propio Marx
sugirió en una ocasión que uno de los rasgos inherentes a las revoluciones
proletarias era su incesante autocrítica y su continuo retorno a los orígenes,
para poder realizar mejor su proyecto; > ¿Qué otra cosa podía ser «el retorno a
los orígenes y el nuevo comienzo» sino la descripción de un experimento
social? Cierto es que en la filosofía de Marx existía una tensión, nunca
resuelta, entre el reconocimiento del carácter único de los períodos históricos a
la manera de los grandes historicistas y el énfasis en las «leyes» de la historia
que, «en última instancia», rechazan la singularidad y hacen valer la ley. Si la
historia es única, entonces es aplicable la objeción del protagonista de
Kundera en La insoportable levedad del ser: ein;nal ist keinmal; Los
resultados experimentales, extraídos de lo que es invariablemente singular,
carecen de poder persuasivo. La historia como sistema de leyes es, sin
embargo, fácilmente conciliable con el método experimental. En términos de
este entendimiento, el modelo de techne política es el de la relación
tecnológica con la ciencia natural matemática. Es esta última la que descubre
los secretos de la naturaleza y formula las leyes de la misma. La tecnología se
basa en esas verdades incontrovertibles, y busca los medios para trasladar las
verdades de la ciencia a los fines de la práctica humana.6 La visión
tecnológica de la gestión de
3. Por ejemplo, Jrusches describe con claridad la situación agrícola
inmediatamente posterior a la guerra de una Ucrania azotada por el hambre, el
realismo (o cinismo) con el que todos los dirigentes comunistas del circulo de
influencia de Stalin inlormaron de la situación ‘ la brutalidad con que éste
reprimio los más mínimos esfuerzos para enfocar los problemas, en
Khrushchei’ Rernenibe,s, trad. por Strobe TALBOT, Londres: Sphere Books,
1971, pp. 200-2 16.
4. Karl MARX, «<Der Burgerkrieg in Frankreich,, en Karl MARX - Friedrich
ENGELS, Werke, vol. 17, Berlín: Dieti erlag, 1968, p. 361.
5. M. KUNDERA, The Unbearable Lightue5,s of Being, trad. por Michael
Henes Heim, Nueva York: Harper and Row, 1984, p. 223.
6. Fue K. Axelos quien prime> <> llamo a Marx un ‘pensador de la
tecnología> en un libro en los años sesenta (K. AXULOS, >vlarx peIz’,eur de
la iechnique), que

y los asuntos humanos estuvo siempre unida a la imaginación bolchevique.


Los bolcheviques apreciaron particularmente la ventaja añadida de que un
experimento puede, en principio, ser repetido en cualquier momento y en
cualquier lugar; el ingeniero social sólo tiene que imponer las condiciones
adecuadas en un laboratorio improvisado. Como resultado, el procedimiento
tecnológico podía ser aprendido y los modelos, así generados, podían ser
aplicados universalmente. Con toda probabilidad, los
7 bolcheviques rusos —por lo demás— ortodoxos rechazaron des‘ de un
principio las reflexiones de Marx sobre una posible vía «únicamente
rusocomunitaria» hacia el socialismo a causa de
su predilecciónpor la tecnología social. Este es también el motivo por el que
insistieron en «su» Marx, el Darwin de la ciencia social, el rnaítre-penseur de
las leyes históricas, con cuyo espíritu era fácilmente conciliable la idea del
experimento social. Incluso valoraron el efecto de Marx hacia Darwin. La
«selección natural» era el modo brutal «primario de la naturaleza» de producir
«experimentalmente» la máxima capacitación para la supervivencia. Los
experimentos llevados a cabo en la sociedad,
en «la segunda naturaleza», eran diseñados conscientemente y llevados a cabo
bajo la supervisión del ingeniero social. Pero la lucha por la supervivencia, «el
experimento con éxito», requería, como los bolcheviques se apresuraron a
demostrar, no menos brutalidad que en la primera naturaleza.
II. INFORME DE UN SUPERVIVIENTE DE UN LABORATORIO SOCIAL:
CAMBOYA, EL EXPERIMENTO RADICAL
No es normal que un superviviente común de un genocidio, una víctima
ordinaria de atrocidades extraordinarias, sea capaz de dar cuenta exhaustiva y
global de acontecimientos que alcan-
fue ridiculizado por la izquierda intelectual francesa. Sigue siendo
cuestionable si la tesis de Axelos puede explicar globalmente el «fenómeno
Marx». Pero tenía su interés y el libro debe ser rehabilitado.
7. Ya que la posición de Marx sobre la »posicion especial» de Rusia, al igual
que todo el debate sobre la necesidad de la fase capitalista en Rusia, ha sido
analizado por A. WALItKI, Deó ate o» capiralisn>.

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zan dimensiones terroríficas, tanto en términos de pérdidas de vidas humanas


como de la crueldad que implica. Pero éste es el caso de Pm Yathay y la
crónica de sus sufrimientos.8 Primero debemos revelar los hechos. Yathay cita
repetidamente la cifra de aproximadamente tres millones de personas que
perecieron tanto a causa del hambre impuesta coactivamente como de las
ejecuciones masivas en Camboya bajo el régimen de los Jeme- res Rojos. Esto
es generalmente confirmado por los reportajes periodísticos y otros relatos
recopilados mediante la única base de que podemos disponer: entrevistas con
los supervivientes, estimaciones indirectas, etcétera. Pero Pm Yathay es el
sujeto ideal para una «historia desde dentro». Tiene el suficiente conocimiento
para ser políticamente consciente de la naturaleza de los hechos que han
acontecido en su nación azotada por el destino, y presenta la suficiente
información de fondo para hacer la historia comprensible incluso a aquellos
que no la siguieron en los periódicos. Tanto como es necesario para una visión
lúcida. Más transformaría este informe desde la morada de los muertos en una
tesis doctoral.
El lector normal debería estar interesado no en el estruendo político, sino en el
ingenioso mecanismo de todo un país convertido en diminutos Buchenwalds.
Y ¿quién podía observarlos más de cerca que un esclavo de tales campos? El
término «esclavo» no se utiliza de una forma poco precisa. Pm Yathay y los
millones de personas que junto a él fueron bautizados la «nueva gente», y así
aislados del campesinado (la «vieja gente») —no libre pero tampoco
esclavizado—, eran esclavos en el sentido romano clásico. Aquellos que se
hayan preguntado en alguna ocasión cómo un hombre libre esclavizado podía
hacer frente a la realidad de pesadilla que le rodeaba, tienen ahora un
documento único. El manuscrito del esclavo moderno proporciona una visión
interna de los interminables sufrimientos de todos los tiempos; los de los
habitantes de Cartago o el Asia Menor, arrancados de sus raíces y convertidos
en «herramientas parlantes» para finalmente fertilizar, junto con sus esposas y
sus hijos, los latifundia romanos, y los de los negros africanos enfrentándose a
un destino similar y finalmente encontrándolo en las más modernas
plantaciones del capitalismo. Sin embargo, esta misma descripción revela de
inmediato la inexactitud del término. Incluso la esclavitud más brutal y
primitiva implicaba algún cálculo econó 8 Pm YATHAY, L’utopie nieurtrire,
París: Robert Laffont, 1976.

I mico. Aun cuando el dueño de los esclavos los considerara como


>, una mercancía fácilmente reemplazable, había pagado por «ella»
y, por lo tanto, quería «explotarla» hasta cubrir su inversión. No ocurre así con
el dueño colectivo de esclavos de Camboya: la
J «Organización>). El libro de Yathay demuestra irrebatiblemente que el
sistema de posesión de esclavos de los Jemeres Rojos nunca pretendió un uso
racional y, por consiguiente, ni siquiera una
protección elemental de la fuerza de trabajo esclava. Sólo busca ba la
destrucción de la «nueva gente>) mediante la combinación
j mortal de desnutrición y exceso de trabajo.
vi El rasgo fundamental del experimento de Camboya es su carácter
igualitario absolutista. Junto con las tendencias de la «revolución cultural
proletaria», éste es el único experimento consciente del comunismo de Babeuf
—una doctrina que, por diversas razones, casi había desaparecido del
socialismo—. Pm Yathay es lo suficientemente inteligente como para entender
que los Jemeres Rojos habían resuelto el constante dilema subyacente a todos
los intentos igualitarios, el conflicto entre la libertad y la igualdad, mediante la
simple eliminación de la libertad como valor. La propaganda de los
Jeremes Rojos mencionaba constantemente el fin de la explo tación de la
dominación imperialista, de la desigualdad so cial pero nunca del valor
burgués de la libertad. En camboya se había organizado minuciosamente un
sistema de igualdad impuesta tiránicamente —por encima de todo, la igualdad
económica—. Los campesinos ignorantes y a menudo analfabetos que
militaban en las filas de los Jemeres Rojos mostraban una complejidad
inesperada respecto a este principio fundamental. Uno de ellos se lo explicó a
Yathay de la siguiente manera: ¿Sabes por qué la Angkar (la «Organización»)
ha retirado el dinero de la circulación? Si emitimos dinero, cada uno de
vosotros pedirá un sueldo. Naturalmente, podríamos daros a todos un mismo
salario, pero ¿cómo podría la Angkar asegurarse de que todos lo gastáis de la
misma manera? Ciertamente habría gente que ahorraría más que otra. A largo
plazo, esto desembocaría en nuevas desigualdades. 9
De esto se desprenden dos consecuencias. La primera es estrictamente
babeufiana: lo contrario a la relación medios-fines en la corriente principal
socialista, en la que la igualdad había
9. Pm YvFHAY, L’ulopie >neurtrrere, p. 307.

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sido, en el mejor de los casos, el medio principal de promover la libertad o la


(<felicidad general» o la «des-alienación». Con Babeuf, la igualdad absoluta,
como una garantía contra los vicio5 de una civilización «artificial», era un fin.
Sus descendientes teóricos no eran reacios a aceptar las consecuencias
tiránicas de su posición —incluso a llevarlas a excesos monstruosos—. La
segunda consecuencia está relacionada con el famoso aperçu de Orwell sobre
cierta gente que son más iguales que otras. Apunta hacia una antinomia
ineludible de igualdad cuando se utiliza como la categoría suprema de
organización social: la igualdad absoluta engendra, forzosamente,
desigualdad. Esta antinomja puede ser interpretada de dos maneras. Una de las
interpretaciones es la de la igualdad absoluta como inevitable falta de libertad
(debido a que el supervisor de las inclinaciones «egoístas» de la mayoría
humana es necesariamente más libre que los supervisados).
De la igualdad absoluta se había derivado una sociedad de control absoluto,
con la «organización» anónima en su cumbre. Pm Yathay no entiende
correctamente la función simbólica del término Angkar —un nombre
contrafuncional que indica anonimato más que dotar de denominación—. El
cree que los dirigentes de los Jemeres Rojos habían elegido este símbolo
abstracto, en vez de llamarse a sí mismos Partido Comunista Camboyano,
debido al odio generalizado hacia el comunismo en su país. Pero ¿qué puede
odiarse más que el sistema de deportación introducido por la Angkar? Con
mayor probabilidad, la Angkar era el substitutivo terrenal para Buda y la
religión por un sistema que había aniquilado la religión —un símbolo de
devoción obligatoria ante el cual la individualidad, ese pernicioso vestigio del
pasado, caía en el olvido—. El modo en que los militantes experimentados se
referían a la Angkar atestiguaba su carácter pseudorreligioso: «Donde quiera
que vayas, la Angkar es siempre la dueña de tu destino. Es esencial que lo
sepas. La Angkar tiene muchos desvíos.., la Angkar es impredecible. Puede
salir a escena de un salto sin previo aviso. No te fíes demasiado de todo lo que
la Angkar ha hecho. El carácter de la Angkar es impredecible. LaAngkar
avanza a saltos.» 10
La sociedad «sin clases» de control absoluto se caracterizaba por una tal
separación implacable de los grupos sociales que el
10. Pm YATI-IAY, L’utopie >neurtrire, p. 103.

término moderno y emancipatorio- «clases» no podía serle aplicado. Existían


tres grupos de ese tipo en la Camboya de los Jemeres Rojos. El primero estaba
constituido por la casta de los «supervisores generales» de los Jemeres Rojos
(un conjunto subdividido a su vez en los jefes militares y el brazo civil de la
Angkar relativamente subordinado). El segundo, denominado la «vieja gente»
—un grupo social básicamente coincidente en extensión con el campesinado
de las regiones— era un grupo oprimido y aterrorizado, pero que gozaba de
considerables privilegios en comparación con el tercer grupo. Este último era
el de la «nueva gente», en su mayoría la población esclavizada deportada de
las ciudades.
El informe de Yathay sobre la nueva organización social es conciso y lúcido:
«En noviembre de 1976, los Jemeres Rojos alcanzaron la etapa final de su
organización política... La cooperativa... era la unidad básica de esta
organización. En función de su tamaño, una cooperativa estaba formada por
tres o cuatro campos... un campo era una unidad de vida diaria que tenía una
capacidad entre cincuenta y cien plazas y una cocina común. En contraste con
esta unidad fija también existía una unidad móvil, el campamento. Las
cooperativas constituían conjuntamente... la aldea. En la aldea también estaba
el Peanich, que tenía un depósito en el que se almacenaba la comida. Éste era
el punto donde se acumulaba y distribuía el alimento. Era el Peanich quien
aseguraba la distribución de los productos... La población de todos los campos
estaba ligada al cultivo del arroz. Toda la mano de obra de la aldea se
dedicaba a la producción del arroz.»
Un sistema tan complicado, sin precedentes, de unidades de vida al servicio de
diversos propósitos no podía derivarse de medidas improvisadas. Más bien da
testimonio de la existencia de un plan rector concebido mucho antes de su
puesta en práctica. Quizá la prueba más sólida de ello, que fue también la
fuente directa de todos los horrores posteriores, fue la abolición de las
ciudades. Yathay, carente de información, no describe si todas las ciudades
camboyanas, o sólo la capital, Pnom Penh, sufrieron la deportación forzosa.
Sin embargo, como la capital, al igual que Saigón, había estado
hipertróficamente superpoblada durante los años de la guerra civil hasta
alcanzar los 2-3 millo 11 Pm YATI-IAY, L’utopie ,neurtri0-e, pp. 281 -282.

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nes de habitantes (en un país de 6 millones), esta sola evacuación forzosa


explicaría todo lo que ocurrió. Pero respecto a la deportación de toda la
población de Pnom Penh, Yathay es una autoridad. Su crónica queda fuera de
toda duda. El rasgo más sorprendente es el carácter incuestionablemente
planificado de toda la operación, que había sido ocultada incluso a los cuadros
militares dirigentes. Pero los funcionarios de los Jemeres Rojos entendían muy
bien la necesidad doctrinal de la deportación. Uno de ellos se lo expuso sin
rodeos a Pm Yathay: «Ya sabes que Vietnam no es completamente
revolucionario. Vietnam no ordenó la evacuación de sus ciudades, en contraste
con nuestra decisión. Sabemos que es muy peligroso dejar las ciudades
intactas, habitadas. Son centros de provocación y de formación de grupos. En
una ciudad es difícil descubrir los núcleos contrarrevolucionarios. Si no se
cambia la forma de vida urbana, las organizaciones hostiles pueden volver a
constituirse y alinearse contra nosotros. Hemos evacuado las ciudades para
aplastar toda resistencia, para destruir el capitalismo reaccionario y mercantil
en su cuna. Expulsar a la población urbana significa la eliminación de los
gérmenes de la resistencia contra los Jemeres Rojos.’2 Ésta es una pieza de
información muy valiosa. Muestra, primero, que la abolición de las ciudades
fue, para el militante medio, una parte integrante de la doctrina original,
diferenciando a los Jemeres Rojos de la «inconsistencia» del comunismo
vietnamita (e incluso del chino). Segundo, la abolición de las ciudades como
paso necesario para una sociedad de control absoluto es aceptada
categóricamente por los funcionarios. Pero, tercero, cuando menciona la
destrucción de «la cuna del capitalismo mercantil», empiezan a aflorar nuevas
implicaciones socioeconómicas.
La más importante es la abolición total del mercado. Desde luego, la
hostilidad hacia el mercado es típica de todas las sociedades de socialismo de
Estado establecidas. Es también una parte innegable de la doctrina original de
los socialistas más representativos, que nunca, en sus mayores pesadillas
nocturnas, hubieran imaginado nada como Camboya. Lo que es crucial aquí es
el carácter extremista del experimento camboyano con una sociedad sin
mercado. La primera característica es el radicalismo doctrinario de la
ingeniería social que, con los Jemeres
12. Pm YA1FIAY, L’>ttopie n>eurtrare, p. 105.

Rojos fue cualquier cosa menos poco sistematico Estos fueron los primeros en
llegar hasta el fin (amargo) de una transforma cion social que habia sido
puesta en practica con poco entusias mo incluso por Lenin durante el período
del comunismo de guerra Todas las mediaciones de la vida social que teman
algo que ver con una economía de mercado fueron destruidas bajo amenaia de
muerte Se abobo el dinero se desmonetarizaron las piedras preciosas y el oro y
hasta donde fue posible se con fiscaron. Se eliminó el comercio, incluso en la
forma de racionamiento Los generos considerados necesarios por la Angkar
fueron distribuidos directamente incluso a aquellos que perte necian al grupo
no esclavizado de la poblacion Con las muy ra ras excepciones de posesiones
estrictamente personales todo era recogido directamente de los productores
especialmente los alimentos y almacenado en los depositos centrales para ser
re distribuido posteriormente segun unos limites de necesidades estrictamente
prescritos Los campesinos «libres» podian que darse con la mitad de su
produccion la «nueva gente» no podia quedarse con nada —una vez mas bajo
amenazas de muerte
Para la mayor parte de los socialistas la eliminacion de los mecanismos del
mercado como un medio sirvio al menos en los terminos de su teoria para un
nuevo fin socialmente benefi cioso es decir para garantizar la existencia física
de los que se encontraban por debajo de la linea de la absoluta pobreza en los
momentos en los que el laissez fatre operaba con absoluta crueldad Con los
Jemeres Rojos se dio la vuelta a la relacion medios-fines. Para la
«Organización», la sociedad sin mercado era un fin en sí misma, y un medio
sólo quizás en relación al sistema de control social absoluto. Pero, no hay que
asombrar- se, bajo la superficie de una sociedad «sin mercado» prosperó una
red de mercado negro, gigantesca aunque confusa, tanto entre los dueños de
los esclavos como entre éstos. Una sociedad de igualitarismo frugal y absoluto
normalmente no reduce, sino que más bien intensifica, la escasez que
imperaba por encima de todo en la Camboya «liberada». Entre los esclavos,
condenados a morir de hambre lentamente, el mercado negro era algo natural.
A pesar de las frecuentes ejecuciones de aquellos a los que se sorprendía en
flagrante delito, robaban e intercambiaban tazas de arroz (junto con el azúcar,
el único alimento disponible) por gemas y moneda extranjera. El mercado
negro operaba a gran escala. Por supuesto era un mercado «fragmentado». Al
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no tener ningún objeto (aparte del arroz, el azúcar y las prendas de vestir) un
reconocimiento social generalizado como valor de uso, la demanda de
circulación como mercancía «legítima» debía establecerse de aldea en aldea,
de objeto en objeto. Esto era particularmente cierto para las piedras preciosas
y la moneda extranjera que, sin un reconocimiento social generalizado, tenían
que ser introducidas «personalmente» en un circuito cara a cara de
transacciones y tráfico que era una forma de pleno derecho, aunque algo
arcaica, de operación mercantil. Yathay describe cómo consiguió establecer el
dólar norteamericano como un valor de intercambio en uno de los lugares de
su deportación donde anteriormente sólo se habían aceptado dos artículos: el
arroz y el oro. Sus argumentos eran parcialmente políticos (uno podía utilizar
dólares en el caso de que el régimen cayera o en el de que consiguiera
escaparse), parcialmente técnicos. El arroz podía medirse, argumentaba, el
dólar también. Pero el oro, sin las herramientas adecuadas, no podía ser
pesado ni cortado en trozos. No hace falta decir que cuando deportaron a
Yathay a otra aldea, su mercado «personal» se hundió.
Y lo que es más importante, las transacciones del mercado negro eran mucho
más prósperas entre los partidarios de la igualdad absoluta: el aparato de los
Jemeres Rojos. La razón de esta atrevida insubordinación es que la necesaria
heterogeneidad y las «necesidades artificiales» no pueden ser erradicadas de
ninguna sociedad que haya establecido el menor contacto con el mundo
modernizado. (La ignorancia total era quizá la única limitación a la
imaginación; Pm Yathay vio en una ocasión a un joven militante de los
Jemeres Rojos tirando al río miles de dólares encontrados en el cuerpo de uno
de los esclavos por la sencilla razón de que el «dinero imperialista» no
significaba nada para él.) Relojes y medicinas eran los principales artículos del
«mercado superior», que utilizaba la coacción extra- económica, pero que no
podía funcionar exclusivamente bajo la coacción. Y fue así como llegó a
ocurrir lo contrario que en los campos nazis. En éstos, un truco normal
(aunque terriblemente peligroso) entre los reclusos era esconder mientras
pudieran los cadáveres de sus compañeros para poder obtener sus raciones. En
Camboya, los guardias de los Jemeres Rojos hacían uso regularmente del
mismo truco para recoger del depósito central las raciones de arroz de los
muertos con objeto de utilizarlas en el mercado negro.

Bajo la administración de los Jemeres Rojos, Camboya fue


el único intento moderno de comunismo agrario, basado en el
monocultivo y la autosuficiencia como objetivo político cons ciente ¿Fue ésta
una simple extensión, o quizás una dramática
exposición, de los regímenes comunistas, o fue sólo una desvia ció del modelo
habitual? Al tomar partido los Jemeres Rojos
por China y contra la Unión Soviética, la propaganda soviética
< tendió a sugerir lo último. Sin embargo, desde el análisis ex haustiv y
preciso de Yathay, el régimen de los Jemeres Rojos
aparece como una extensión consistente del modelo soviético.
Era una dictadura sobre las necesidades diseñada y puesta en
práctica sobre la base de un radicalismo pervertido. Era una
sociedad dirigida por una autoridad política omnipotente. El
«nuevo hombre» educado por el sistema y las formas de opre sió que
prevalecían a través del mismo podían encontrarse
más o menos en las sociedades soviéticas. Pero también exis tía importantes
diferencias. Así, el proyecto agrario comunis t había desaparecido totalmente
de la Unión Soviética y de su
imperio de la Europa del Este. Este proyecto buscaba la des trucció de las
aldeas más que la reducción de la sociedad a un
conjunto de aldeas autosuficientes. Incluso la tendencia más igualitaria del
comunismo asiático, la revolución cultural china, fue algo diferente. Nunca
persiguió la destrucción de las
ciudades, aunque desde luego intentara incrementar el poder político y
económico de las aldeas. Pero los dirigentes de los
Jemeres Rojos no estaban interesados en absoluto por la modernización. Su
sociedad vivía en una edad de piedra de la tecnología. Por consiguiente,
cuando se analiza el genocidio camboyano es lícito culpar a las elites del
poder comunista asiáticas y no asiáticas de su aparición. Es igualmente lícito
señalar los aspectos fundamentales de los regímenes comunistas que han
introducido proyectos en la ‘<institución imaginaria de la sociedad» que
hicieron posible el dominio sin restricciones de lunáticos doctrinarios sobre
toda una sociedad. En este sentido, es justo ver a Camboya como el secreto
desvelado del experimento comunista. Pero el totalitarismo agrario de los
Jeme- res Rojos aún debe diferenciarse, sin embargo, del totalitarismo
modernizador de Stalin.
El hecho de que en su «sociedad sin clases» el sometimiento de toda la
población al aparato de los Jemeres Rojos no se adaptara a las líneas de la
dicotomía burgués-proletario, o ni siquiera a la de rico-pobre, era totalmente
consistente con el co-

208

209

munismo agrario camboyano. En su lugar, el enfrentamiento se daba entre la


ciudad y el campo. La deportación de millones de habitantes de la ciudad fue
considerada por los militantes de los Jemeres Rojos como un acto de justicia
sociohistórica. Pudo existir algún tipo de selección discrecional entre los
habitantes de las ciudades. Es posible que aquellos que habían colaborado con
los Jemeres Rojos se vieran excluidos en la realidad de la deportación. Pero no
existe absolutamente ningún indicio de tales exclusiones en la meticulosa
narración de Yathay. La gente era sacada de sus hogares exactamente de la
misma forma —es decir, todos y sin excepción alguna— que los judíos
polacos, ucranianos o húngaros habían sido conducidos a guetos y después a
campos de concentración. Las amistades personales de Yathay eran
intelectuales y miembros de la burocracia estatal monárquica (posteriormente
republicana). Sin embargo, queda claro en su crónica que la «nueva gente)>
estaba formada por antiguos residentes de Pnom Penh procedentes de todas las
clases sociales. Incluso señala que, al contrario que los ricos o las personas
acomodadas que habían escondido sus joyas, oro y moneda extranjera, los
pobres fueron los primeros en perecer porque no tenían absolutamente nada
que cambiar en el vital mercado negro del arroz.
Pero ¿por qué no aniquilar a los habitantes de las ciudades de una vez, de un
plumazo? ¿Por qué el complicado sistema de dejar que los habitantes de las
ciudades murieran de hambre? ¿Por qué no crear campos de exterminio
modernos y eficientes? En primer lugar, mientras que las fábricas de muerte
por gas modernas podían ser atractivas para un bárbaro educado en una cultura
urbana, no lo serían ciertamente para los soldados campesinos. Hecho de un
modo lo suficientemente bárbaro, estos últimos quizá pudieran considerar el
hambre masiva de los habitantes de la ciudad como un «castigo histórico
justo)>. Sin embargo, es cuestionable cómo hubieran reaccionado si hubiesen
visto a cientos de miles de niños empujados hacia las cámaras de gas. La
frontera entre humanidad y barbarie es relativamente fácil de traspasar, pero
no bajo cualquier condición. Además, existía el sentimiento de confianza en
uno mismo, tan común a todos los tipos de Gulags, de que el tiempo estaba del
lado del guardián, no del prisionero. Por tanto, no había ninguna prisa y la
aniquilación física de grupos sociales enteros podía desarrollarse con
seguridad de una forma más o menos gradual.

Las primeras fases de la nueva esclavitud pueden esbozarse basándose en la


narración de Yathay. A consecuencia de la pacífica y solemne marcha de los
Jemeres Rojos hacia Pnom Penh, se dio la orden a toda la población de
abandonar de inmediato la ciudad bajo la amenaza de «el castigo más severo».
No se dio ninguna razón. Sólo existían rumores imprecisos sobre posibles
ataques aéreos estadounidense. Al igual que sucedió con los judíos, la
evacuación parecía temporal. De hecho, el
[ primer requerimiento oficial para que se ausentara de la ciudad era
únicamente para una duración de tres días y nunca fue revocado. La gente fue
simplemente alejada de ella cada vez más.
Sin embargo, a diferencia de los nazis, los camboyanos no proporcionaron
ningún medio de transporte. Las gentes, incluyendo los niños, las personas
mayores y los enfermos y mutilados, anduvieron mientras pudieron, y después
simplemente murieron. De nuevo a diferencia de los nazis, los guardias de los
Jemeres Rojos no ejecutaron a los que se quedaban atrás, simple- mente los
abandonaron a su inevitable destino. Yathay, que
contempló todo con los ojos de un esclavo y que no menciona más que lo que
vio desde esa perspectiva, no pudo observar nin< guna pauta estricta en la
evacuación. La gente sólo tenía que
marchar hacia las aldeas donde los campesinos locales (la «vieja gente»)
decidía si aceptar a los recién llegados o dejarles expuestos a la adversidad del
clima y la indiferencia de la naturaleza. Un hecho cruel se hizo evidente de
inmediato: no iban a dejar la aldea en la que habían sido recibidos. Sus
propios movimientos dentro de ella eran cada vez más regulados y
controlados, tan estrictamente como los de los internados en los campos de
concentración. Posteriormente hubo dos olas más de deportación masiva.
Yathay sólo pudo intentar adivinar por qué habían sido ordenadas. Dadas la
creciente crueldad ejercida durante las olas consecutivas de deportación, y la
falta de cualquier motivación económica, las interpretó como señales de una
victoria final de la línea dura dentro del liderazgo de los Jemeres Rojos. En
realidad, las nuevas olas eran esencialmente formas intensificadas de
exterminio masivo de la «nueva gente».
Mientras tanto se produjeron dos importantes anuncios públicos. Primero: «la
nueva gente» era propiedad del Estado (esto fue una desilusión para la «vieja
gente» que quería utilizarla como esclavos trabajadores de su propiedad); y,
segundo, su ce-
210

211

Sión era final e irrevocable. Este último anuncio parecía entrar en conflicto
con la constante exhortación a «purificarse» de la culpabilidad del pasado. En
este y otros asuntos los Jemeres Rojos no fueron muy exigentes con la
consistencia lógica de los mismos. La ‘<nueva gente» fue insertada en la vida
diaria de la aldea, aunque en muchos aspectos permaneció apartada de la
misma, y fue cada vez más diezmada. El proceso de exterminio físico de la
«nueva gente», que tan sólo en la familia de Yathay exigió las vidas de su
padre, su madre, dos de sus propios hijos pequeños, dos hermanas, un
hermano, todos los cuñados y cuñadas y sus hijos, y finalmente su mujer, tuvo
lugar de dos maneras. El método principal era la combinación mortal de
exceso de trabajo y subalimentación. La ingesta de calorías de la «nueva
gente» era idéntica a la de los internados en los campos nazis, siendo el arroz
su único alimento (una taza para seis personas que trabajaban en los arrozales
15-16 horas diarias, los siete días de la semana). En los campos especiales a
los que se enviaba la gente por diversas infracciones, la misma ración se
distribuía entre 40 personas, el trabajo era continuo, con sólo 1- 2 horas de
interrupción, y la expectativa de vida era de un par de semanas. Además,
regularmente se llevaban a cabo ejecuciones sumarias, con dos grupos de
víctimas diferentes. Primero: a todos los oficiales del ejército de Lon Nol, los
intelectuales, los burócratas gubernamentales que ingenuamente revelaron su
identidad o que posteriormente eran descubiertos, se les llevaba a lo que
Yathay le parecía ser una organización central de seguridad, y nunca más se
les veía. Segundo: cualquiera que violara una de las innumerables
prohibiciones, emitidas localmente, era simplemente llevado al bosque para
ser «reeducado» y nunca volvía. Los esclavos que trabajaban en los bosques a
menudo encontraban sus cadáveres, pero nunca se realizaban ejecuciones
públicas.
Su esclavitud era formal. Por tanto, se les repetía constantemente que, como
consecuencia de su «culpa», tenían que arrepentirse. Esta culpa nunca fue
definida, y por muy buenas razones. Cualquier definición hubiera identificado
el motivo de la culpa. Sin embargo, ¿cómo podía un régimen, que se
denomina a sí mismo popular, distribuir la responsabilidad tanto a los ricos
como a los pobres sobre la base de haber vivido en las ciudades? No obstante,
lo que estaba claro que era que su culpa había sido colectiva. Ser propiedad de
la Angkar significaba que

no tenían formalmente ningún derecho (tampoco la «vieja gente» tenía ningún


derecho; sin embargo, esto sólo era reconocido de manera informal). La
cantidad de comida que les estaba permitido consumir era prescrita por la
Angkar; la adquisición de raciones adicionales era un crimen muy serio, en la
mayoría de los casos merecedor de la pena de muerte —el único castigo que
se imponía—. Nunca estuvo claro, debido al caos reinante entre los dirigentes
de los Jemeres Rojos, qué objetos podían poseer; pero incluso los objetos que
de ficto poseían no eran suyos en virtud de ningún título. De modo que,
cuando un soldado de los Jemeres Rojos «sugería» (siempre hacían
sugerencias) que «ofrecieran» su reloj a la Angkar, no había absolutamente
ninguna forma de protestar. No tenían voz en la decisión de su lugar de
residencia, fuera o dentro de las aldeas, campos de internamiento o
campamentos. Su lugar de trabajo, el tipo de actividad, la edad a partir de la
cual o hasta la que tenían que trabajar, su «remuneración» (los ancianos y los
enfermos recibían media ración) eran decididos por el aparato de los Jemeres
Rojos.
Uno de los rasgos más infernales del régimen era la abolición formal de la
familia. Bajo el dominio de los Jemeres Rojos no había en Camboya ninguna
ley. Ese vestigio de burguesía feudal del pasado había sido erradicado, y la
jungla humana que surgió tras esa erradicación mostró el valor real de otro
mito revolucionano. La abolición formal de la familia significaba, sobre todo,
que la gente no tenía documentos de sus vínculos familiares ni, con respecto a
aquélla, de ningún otro tipo. El odio a las formalidades de las culturas
antiguas, o a la cultura en general, llevó a la destrucción inmediata de todos
los documentos impresos encontrados en posesión de los deportados. Esto, por
supuesto, facilitó la ocultación del estatus social de las personas frente a los
Jemeres Rojos, pero, al mismo tiempo, también destruyó la identidad de los
mismos. Los niños cuyos padres había desaparecido en este huracán nunca
supieron, si sobrevivieron, quiénes eran. Pero, aun cuando la relación familiar
de alguien fuera reconocida por los Jemeres Rojos, ello no significaba nada.
En las interminables exhortaciones del programa de reeducación, esto hubiera
sido un signo de que se conservaban vestigios del individualismo burgués —
una inclinación que había que erradicar de la estructura de la personalidad aún
moralmente frágil—. De hecho era un crimen para un padre dar una parte de
su escasa ración a un hijo enfermo. Y los niños, a los que normalmente se

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213
educaba para denunciar a sus padres, eran interrogados persistentemente sobre
dicha indulgencia paterna.
Este trágico absurdo no tenía ningún límite. A veces los maridos eran llevados
al bosque, para nunca retornar de la «reeducación», si infringían
repetidamente la norma de paz doméstica y, por ejemplo, pegaban a sus
esposas. Los matrimonios libres entre la «nueva gente» y la «vieja gente», y
no digamos entre ios miembros del primer grupo y los Jemeres Rojos, eran
impensables. Sin embargo, Yathay menciona casos en los que mujeres jóvenes
de la «nueva gente» fueron elegidas por veteranos de guerra mutilados de los
Jemeres Rojos y obligadas a «casarse» con ellos. Los matrimonios eran
autorizados por el jefe de la aldea, personificación de los poderes legislativo,
judicial y ejecutivo. No obstante, en contradicción con la abolición oficial de
la familia, un crimen particularmente grave cometido por un miembro de una
de ellas era castigado mediante una sanción colectiva a toda la familia
(incluyendo los niños pequeños). Como respuesta adecuada al hambre
constante, los robos de arroz no eran infrecuentes, y Yathay cuenta al menos
uno de esos episodios en el que el resultado final fue el traslado de una mujer
y sus tres hijos pequeños a un campo de régimen especial como sanción
colectiva contra la familia.
La institución de la autocrítica obligatoria dista mucho de ser una invención
camboyana. En realidad, es típica de todas las sociedades de dictadura sobre
las necesidades. En Camboya, sin embargo, esta institución era diferente de
sus homólogas, aún prevalecientes en los campos de reeducación chinos,
coreanos o vietnamitas. Yathay describe una de dichas confesiones de la
siguiente forma: «No estoy especialmente bien alimentado. La Angkar no
tiene suficientes provisiones. Pero esto me permite acostumbrarme al hambre
y hacerme más resistente para la revolución. La Angkar me ayuda a
endurecerme y le doy las gracias por ello. Siempre estoy dispuesto a recibir
órdenes de la Angkar y no diré una mala palabra contra la organización fuera
del ámbito de esta sesión. Me he despojado de mis inclinaciones
individualistas. Si la Angkar me encomienda una tarea, no debo pensar en mi
mujer o en mis hijos. La Angkar siempre cuida de mi familia, de mis hijos.
Haré todo lo que la Angkar me diga.» 13 La diferencia no radica en el carácter
litúr 13 Pm YATHAY, L’utopie n>eurtrire, p. 256.

gico de la práctica. Los informes de los campos de reeducación (que son


instituciones típicas de la versión asiática de las dictaduras sobre las
necesidades) confirman la existencia del mismo ritual, dirigido
invariablemente a la destrucción de la personalidad. Lo que es particularmente
camboyano es el rechazo categórico de todos los vínculos familiares mediante
la afirmación explícita de que la Arzgkar, y no la familia, cuida de los hijos.
La hora más crítica del sufrimiento llega cuando la campana dobla por los
hijos de la «nueva gente». El primero en morir de los hijos de Yathay fue el
pequeño, un niño de tres años que murió en una etapa muy temprana, a raíz de
una de las enfermedades típicas del hambre, en poco tiempo y sin excesivos
sufrimientos. La apenada madre que creía con optimismo que nada peor podía
ocurrir, luchó por el privilegio ilícito (es decir, religioso) de incinerar a su hijo
muerto y llevar las cenizas con ella. Mucho más monstruosa fue la suerte que
padeció su segundo hijo, de cinco años. Tuvo que ser dejado atrás cuando
Yathay y su mujer intentaron una desesperada huida (porque la identidad de
Yathay había sido descubierta, y ello significaba la muerte ineludible).
Enseñaron a su hijo a memorizar su verdadero nombre en el improbable caso
de que sobreviviera, y la forma de comportarse como un esclavo obediente. Le
dijeron que ellos iban a morir (lo que, a efectos prácticos, era verdad en lo
concerniente al niño) y le dejaron en el «hospital» bajo el dudoso cuidado de
una mujer que ya había perdido seis de sus hijos.
Hombres, mujeres y niños de la «nueva gente» eran aparentemente
introducidos en la vida real sin signos externos —como la estrella de David
utilizada en los guetos o el uniforme a rayas de los campos de
concentración— que los distinguieran de la «vieja gente». El único signo
visible de distinción era el estado de adelgazamiento de sus cuerpos en
comparación con el bienestar físico relativo de un campesinado duramente
explotado. Pero se les robaba tanto el tiempo normal como el espacio normal.
Por regla general no tenían reloj, calculaban la hora mediante puras
conjeturas: no existían ni calendarios ni periódicos. Las emisiones de Radio
Jemeres Rojos eran irregulares y sólo el jefe de la aldea poseía una radio. Su
espacio se reducía a lo que, como internados en campos, se les asignara, y no
sólo mientras permanecían en campamentos en el bosque, sino también en las
aldeas. Todos ellos eran conocidos personalmente

214

215
por los guardias de los Jerrieres Rojos. Se les podía detener en cualquier
momento, ordenndol que hicieran cualquier cosa que al guardián le pareciera
adecuado, o requeriéndolos para que volvieran a sus habitáculos que eran
barracones o bloques en un campo de internamiento más que en casas, ya que
los supervisores podían entrar en cualquier momento u ordenarles que dejaran
las puertas abiertas. Carecían de pasado excepto en su memoria; ya no poseían
ninguna fotografía, carta o documento de ningún tipo. Carecían de futuro,
incluso en su imaginación. Lo que les esperaba a ellos y a sus hijos era —por
utilizar una de las pintorescas alusiones constantes de los activistas de los
Jemeres Rojos— seir a la Angkar con sus cuerpos como fertilizante para los
arrozales. Carecían de presente ya que no podían precisar un nombre o Una
fecha exacta sobre el momento en el que fueron esclavizado5
Finalmente, ni siquiera tenían un cuerpo que funcionara normalmente. Al
igual que los Uternados de todos los campos, nazis o bolcheviques, los
deportados camboyanos también padecían diarreas crónicas disenterías
beriberi y otras enfermedades típicas de la desnutrición Carecían de todas las
instalaciones y medios necesarios para mantener una higiene normal, incluso
de jabón y pasta dentífrica del mismo modo que las personas deportadas
habían sido tratadas siempre. Corrompidos como lo estaban por la Vida
Urbana, padecían más aún con esto. A diferencia de los europeos no tenían
ningún conocimiento de los efectos de los Campos de concentración. Por
consiguiente, los hombres se quedab pasmados al oír que las mujeres, con las
que no había tenido Contactos sexuales en mucho tiempo, habían dejado de
menstruar, un síntoma típico, y muy peligroso, de la vida femenina e dichos
campos. Tenían, por supuesto, hospitales en la mejor tradición de
Buchenwald, Mauthausen o Bergen-Belsen, otras palabras, eran lugares
situados en los campos de internamiento de las aldeas en los que tiránicas
enfermeras humillaban a los pacientes en lugar de tratarlos; lugares en los que
Permanecer era más peligroso que hacerlo en las cabañas, debido a las
enfermedades contagiosas que en ellos proliferaban; luga5 en los que no había
médicos (los Jemeres Rojos estaban elimi d la alienación derivada de la
división del trabajo), en lOS que no había medicamentos excepto unos pocos
«producto5 naturales» que, en el mejor de los casos, no mataban a los
Paciefltes, lugares en los que los en-
216

fermos, de nuevO en penitencia por los daños producidos a la Angkar por su


ausencia del trabajo, recibían media ración de una dieta para morir de hambre.
Asaltado desde todas direcciones, el cuerpo perdía completamente la
sexualidad. Aparte del hecho de que para los virtuosos militantes de los
JemereS Rojos era un crimen peligroso castigado con la muerte el ser
encontrado teniendo contacto sexual con alguien que no fuera su pareja (una
vez más, cuando les vino bien, se reinstauró la instituciÓfl de la familia),
¿cómo podía un cuerpo totalmente exhausto entregarse a placeres sensuales?
No es de extrañar, pues, que la dignidad humana se derrumbase en ese mundo
de cuerpos doloridos, sucios, hediondos y sin sexualidad; en ese mundo lleno
de heridas, en el que la gente vivía literalmente como vegetales. La gente
estaba encarcelada en un mundo solipsista de ansias incesantes por algo de
comer. Yathay no sólo es objetivo y equilibrad0 también es despiadado
(consigo mismo y con sus seres más queridos) al retratar el nadir humano.
Describe cómo había experimentado en una ocasión la idea de escapar él solo
y abandonar a su mujer y a sus dos hijos. No tiene miedo de compartir con el
lector los momentos más íntimos, los que preceden a la muerte, con su amada
madre que le rogó que le consiguiera algo de azúcar para probarla por última
vez, y que, cuando recibió el azúcar, la saboreó hasta morir sin preocuParse de
nada más. Obselwa objetivamente los terribles dramas de los que no pudieron
resistir la tentación y llegaron al canibalism0. Yathay es consciente de que
aquellos que cometieron antropofagia habían perdido irremediablemente la
dimensión de su humanidad. Pero, desde luego, todo esto sucedió ante el telón
de fondo del dominio de los Te- meres Rojos, de las exhortaciones
moralizadoras de todos aquellos que habían creado esa misma situación.
También narra con gran sensibilidad episodios de dignidad humana intacta. A
través de ellos nos presenta a su padre. Su único deseo era ver a Yathay una
vez más antes de morir. Habló con objetividad y lucidez de su inminente
muerte, pero antes de nada lo hizo sobre cómo podía sobrevivir su hijo, a
quien dio su última ración de alimento. Las dos hermanas de Yathay, madres
de numerosos niños, murieron pronto; mujeres jóvenes que se ofrecieron
voluntarias para el pestilentO «hospital» con objeto de cuidar a su madre
moribunda y que murieron con ella.
Si las connotaciones ligadas al término «barbarie» no fueran
217

tan universalmente negativas, incluso repulsivas, los agresivos militantes de


los Jemeres Rojos, que habían rechazado tantos tabúes y disfrutado haciendo
ostentación de su radicalismo sin igual, quizás aceptaran este término como
una descripción precisa de su principal aspiración. Porque los dos
componentes principales de la barbarie raramente han aflorado con tanta
claridad como lo hicieron con los Jemeres Rojos. Estos son el rechazo radical
de la civilización y el igualmente rechazo abierto de la tradición moral.
Respecto al primer componente, sólo el comunismo agrario de los Jemeres
Rojos podía hacer realidad la barbarie moderna en su máxima expresión: la
destrucción física deliberada de la civilización mecánica como algo
históricamente negativo. Los Jemeres Rojos no eran nómadas camuflados de
comunistas. Tenían un telos y una conciencia histórica. No eran «salvajes»,
sino asesinos moralizadores que hacían un juicio histórico a las ciudades, la
industria, los mercados, el comercio mundial, y sus pecados. Los proyectos de
industrialización del «socialismo real» generaban sus propias barbaries, pero
habían llegado a un punto de acuerdo con la industrialización y la vida urbana
de las que se desprendía irremediablemente el individualismo. Por contraste,
existía una completa armonía entre los dirigentes de los Jemeres Rojos y sus
soldados rasos en lo referente a las dimensiones económica, política y «moral»
de la destrucción de la civilización individualista. Esto significaba, lo primero,
auto- suficiencia y producción agraria; lo segundo, un control social absoluto,
inalcanzable en las grandes ciudades, y lo tercero, una culpabilidad colectiva y
un castigo colectivo.
En la nueva Camboya, Dios está muerto o, más bien, ha sido asesinado: sus
templos fueron destruidos, sus predicadores ejecutados. Pero no era la Iglesia
como «órgano ideológico de los opresores» lo que fue atacado; era el Dios de
la misericordia y de la caridad lo que fue erradicado. Sin haber oído nunca
hablar de Nietzsche, los instructores morales de los Jemeres Rojos habían
entrenado a las nuevas bestias de acuerdo con la receta de aquél: les habían
enseñado a vivir sin compasión ni miedo. Sólo habían tenido éxito en lo
primero, pero no en lo segundo. En cualquier sociedad de neobarbarie
producida experimentalmente, en la que la superación del miedo y la
compasión es un telos social general, los educadores sólo pueden lograr un
mundo desprovisto de misericordia, caridad o simpatía ( y por tanto
un mundo que es finalmente inhabitable), pero nunca un mundo libre de
miedos. Por el contrario: su mundo es el del terror generalizado, y su objeto no
es un Superhombre sino un ser infrahumano. Ya que mientras que predicaban
las virtudes comunales, la colectividad y el interés general, los militantes de
los Jemeres Rojos eran en su inmensa mayoría estraperlistas, ladrones, que
robaban tanto a sus esclavos como al «interés general», y asesinos por
resentimientos y beneficios personales. Por consiguiente, el entrenamiento
colectivo del nuevo bárbaro volvió al punto de partida y, a través de
hecatombes sinfín, retornó al mismo mundo de individualismo desenfrenado
contra el que había desencadenado su cruzada.
III. LAS RAÍCES DEL EXPERIMENTO
Retrospectivamente las décadas de los excesos del Gran Experirnento, que
ocupa en la memoria humana colectiva un lugar equiparable al del episodio
asesinos de Hitler, casi aparece
como la mayor explosión de irracionalidad humana que merezca nuestra
vehemente condena pero que no puede ser comprendida racionalmente. Sin
embargo, conviene a nuestro mejor interés colectivo el comprender que el
Gran Experimento estuvo firmemente basado en los dilemas de la modernidad
y en algu nas de sus tradiciones básicas.
Mediante la emancipación de los mercados de la supervisión e intervención
del príncipe soberano, los esfuerzos modernos han creado por primera vez en
la historia una economía libre y dinámica, dirigida al crecimiento y guiada no
por valores simbólicos sino solamente por la motivación del beneficio.14 Al
mis-
14 A la doctrina de Karl POLANYI sobre la antropo1ogia económica” recoDo
cida hasta el momento sólo dentro de confines demasiado estrechos de la
academia puede atribuirse el importante descubrimiento de que la
especificidad del .capitalismo” o de la sociedad moderna consiste en hacer de
la economía una esfera autónoma. De las inxestigaciones de Polányi queda
claro que, en órdenes sociales anteriores, la producción para la subsistencia
estuvo siempre entretejida en una red de avalores” mitológicos, religiosos, de
parentesco y familiares, imaginaciones, prescripciones y tabúes que
conjuntamente definían que, cómo y cuánto debería producirse. Por contraste,
RICARDO tenía razón al describir el capitalismo” como la sociedad de la
<producción por la produccón». Esto es evidentemente una definición de la
autonomía de la esfera económica y, como

218

219

mo tiempo, al dar en principio derechos políticos a todo el mundo, y en la


práctica a un creciente número de las clases trabajadoras más pobres, la
modernidad ha creado, también por primera vez en la historia, «la cuestión
social». Ésta implica que todas las miserias de la vida, que afectan a la mayor
parte de la humanidad en todo el mundo, dejaban de ser tratadas como
anomalías naturales (es decir, de designio divino e inalterables) de la
condición humana, para ser problemas que habían de incluirse en la agenda
política y solucionarse. Ambos logros implicaban unos «superávits
emancipatorios», pero se encontraban en una trayectoria de conflictos. Y
durante más de un siglo no existieron mecanismos sociales reconocidos que
hubieran siquiera intentado su reconciliación. La idea de parar y destruir la
dinámica de la economía para solucionar los problemas inherentes a la
cuestión social surgió de forma casi natural; esto es particularmente cierto si
consideramos las formas monstruosas (colonización, empobrecimiento masivo
de la fuerza de trabajo, darwinismo social desenfrenado) que acompañaron a
la economía libre basada en el crecimiento con beneficios durante todo el siglo
XIX.
Análogamente, se necesitaron muchos esfuerzos y experimentos a largo plazo
(en los que el término guarda la misma relación con el Gran Experimento que
el petit récit con la gran narrativa) con las formas políticas adecuadas de la
modernidad para lograr la primera estructura (tras la Segunda Guerra Mundial
y sólo en el hemisferio Norte hasta las fronteras soviéticas) que pueda ser
considerada como más o menos permanente y adecuada al espíritu de la
modernidad. Inicialmente, con la única excepción de Estados Unidos, las
primeras formas políticas que surgieron de las grandes revoluciones de finales
del siglo XVIII y principios del xix estaban a medio camino entre las
monárquicas y las bonapartistas. Sólo aseguraban, caso de hacerlo, los
derechos políticos de una forma fragmentada, y garantizaban la supervivencia
política de una elite del antiguo régimen perfeccionada, evitando
tal, es un aspecto de la libertad de los modernos. Al mismo tiempo, es una
autonomía con una dinámica incorporada que tiende a someter a su dominio al
resto de la vida de la sociedad, transformando así su propia autonomía
particular en la heteronornía de la sociedad como un todo. Las abundantes
implicaciones socio- políticas de la teoría de Polányi son obvias y han sido
anali7adas por un grupo de sus partidarios en su tierra natal, Hungría, durante
los años sesenta y setenta.
que diversas nuevas elites in statu nascendi tuvieran acceso al poder. Los
hombres del anejen régime dominaban el ejército, la burocracia estatal y la
educación superior, y, en relación con el darwinismo social sin restricciones
de la esfera económica, se hicieron constantes intentos de establecer una
versión actualizada
del cesarismo. Y cuando la democracia triunfó progresivamente,
se hizo realidad una nueva y problemática bifurcación. Por un
lado, el componente democrático del establishment político libre
alcanzó el poder e introdujo una legislación sin tener en cuenta
los derechos del individuo, ni de las mujeres, las minorías o los
extranjeros. Esta legislación se acercó peligrosamente a una dic tadura de la
mayoría electoral. Esta difícil situación ha sido el
status quo durante la mayor parte de la historia de la Tercera Re pública en
Francia. En el otro lado de la bifurcación, el espíritu
Z liberal demostró ser más poderoso, protegiendo a todos los
abandonados por el espíritu de la democracia; pero se mantuvo
durante demasiado tiempo totalmente indiferente a la «cuestión social», o
cuando se preocupaba por ella, lo hacía considerando
cualquier legislación al respecto como un ataque a la libertad. En las
injusticias de la democracia, un inherente «espíritu totalitarjo» a menudo
llevaba a dictaduras de las minorias, primero utilizando los procedimientos de
la democracia, y posteriormente abandonando dichos procedimientos. La
parcialidad liberal confirió un aire de hipocresía a la política de la libertad,
facilitando a los demagogos de la «tiranía de la libertad» la seducción de la
multitud.
Un tercer dilema de la modernidad consiste en la modernización y
«democratización» de las guerras (hasta el extremo de la guerra total), sin
desarrollar un mecanismo efectivo que fuera capaz de moderar el poder
destructivo de las mismas. El sistema de reclutamiento universal fue —como
muchos historiadores han señalado— instrumental para el logro del sufragio
universal masculino. Pero una vez que la participación en las guerras de toda
la población se convirtió en una premisa natural de la beligerancia, utilizar el
poder destructivo de nuevas armas para atacar a los habitantes desarmados de
la ciudad y el campo, y no sólo al hombre uniformado, pareció no sólo lógico
sino también justo. Este «progreso» ha acercado la brutalidad de un «estado de
naturaleza artificial» a la vida cotidiana del mundo moderno mucho más que
nunca desde las guerras de religión.

220

221

Otro dilema de la modernidad era la permanencia de una crisis cultural en una


sociedad que había creado el concepto de «cultura» y que estaba orgullosa de
introducir la cultura en el mundo para reemplazar la ignorancia y la barbarie.
La ‘<crisis cultural permanente>) tenía muchas facetas que aquí sólo pueden
indicarse. Una secularización agresiva y autoengañosa (engañándose a sí
misma mediante la consideración de la «ilimitabilidad de la razón») elevó la
ciencia a un pedestal de autoridad incuestionable igual al que había ocupado la
religión anteriormente. Un Logos satisfecho de sí mismo quiso conducir al
Mito completamente fuera del mundo de la cultura y, a su vez, engendró los
mitos de la Ilustración. El dogma dominante del progreso universal dio origen
a enigmas sin solución, desde la ética a un entendimiento de la sociedad; por
ello, minó la autoridad de la razón por un lado y desencadenó teorías
desesperadas y desilusionadas sobre la regresión y la decadencia por el otro.
«Clase» era el término en el que mejor se entendía a sí misma la nueva época,
la ascensión de las «culturas de clase» era por tanto la esperanza de la época
moderna. Pero estas culturas de clase nunca aparecieron. La cultura podía ser
identificada como burguesa sólo con las mayores dificultades, en tanto en
cuanto los miembros de las pudientes clases medio-altas urbanas imitaban a la
aristocracia para obtener un cierto grado de pátina. La nueva clase trabajadora
industrial nunca podía generar su propia cultura popular comparable a la del
campesinado de una época anterior. Lo que de hecho hizo su aparición fue el
fruto de la desordenada relación entre la democracia y la industria de la
cultura, la denominada «cultura de masas», en otras palabras, los productos
que eran reducidos al mínimo común denominador (intelectual y emocional),
y que merecieron las injuriosas invectivas de los críticos culturales destacados,
desde Nietzsche hasta Adorno. Los agentes destinados a engendrar «cultura» e
imponerla a la sociedad eran los intelectuales, que a su vez formaban una
entidad híbrida. Se suponía que atendían a las necesidades culturales de las
clases socioeconómicas dominantes que nunca podrían producir por sí mismas
las energías necesarias para este propósito. Los intelectuales fueron, pues, un
añadido externo, y no una parte orgánica de la estructura de clases
predominante. Mantenían un fuerte esprit de corps, pero «cuerpo» era un
término pensado para los profesionales y sus intereses pecuniarios, no para los
intelectuales con

su «pensamiento transcontextual» y sus ambiciones.15 Las vacías definiciones


de su situación como estrato no hicieron nada para paliar los sufrimientos por
la carencia de una autoidentidad. Hablando claro, los intelectuales querían ser
la nueva dite
del poder, pero vieron obstruido por las gerontocracias de clase su camino
hacia ese poder. Además, ellos despreciaban sin excepción su época
«prosaica» y «materialista», la ausencia de
¿ grandeza y tragedia en la misma; a su vez llenaron el ambiente con sus
elegías sobre la grandeza pasada y con sus profecías de una parusía inminente.
Todos estos dilemas de una modernidad aún joven salieron a la superficie con
una erupción volcánica en el acontecimiento divisorio de la Primera Guerra
Mundial. Esta guerra, cerrando un siglo de paz aparente, de crecimiento y
progreso, mostró todo el orden moderno como cuestionable y mal fundado en
el fondo. Se tenía la certeza de que la modernidad, si quería sobrevivir, debía
mejorar sus formas, y este reconocimiento pedía, por así decirlo, experimentos
sociales. Las nuevas elites —de derechas y de izquierdas— que rápidamente
ocuparon el lugar de las viejas elites tanto del conservadurismo como del
socialismo del siglo xix, encontraron en el proyecto original de la modernidad
los suficientes potenciales para desarrollar un temerario espíritu experimental.
Dos de tales potenciales de la modernidad, utilizados por el experimento
totalitario, deben ser destacados aquí. El primero es el concepto de
«revolución». Contamos con un informe clásico de R. Koselleck sobre la
historia de este concepto.’6 Inicial- mente, el término describía un movimiento
giratorio o circular, y se refería a la circulación de una serie limitada de
constituciones, haciendo hincapié en que no existen variedades nuevas,
únicamente la repetición de las antiguas. Con Copérnico, el término, que
denotaba ante todo un movimiento planetario, también tenía una connotación
política, indicando la determi 15 El concepto de «pensamiento
transcontextual’» como characterrstica specifica sociológica de los
intelectuales es invención de G. KONRAD e 1. SZEEENYI en su obra The
Intellectuals ori the Road to the Class Power. Nueva York: Harcourt,
Jovanovich and Brace, 1982.
16. Reinhart KOSELLECK, ,Historica1 Criteria of the Modero Concept of
Revolution>,, en R. KOSELLECK, Futures past, trad. de Keith Tribe,
Cambridge, MA:
MIT Press, 1985. Véase también Alain REY, ,,Revolution» - Histoire don
nlot, París: Gallimard, 1986.

222

223

nación de las acciones humanas por las «esferas más altas.» En la medida en
que se aplicaba a turbulencias políticas, por ejemplo por Hobbes a los veinte
años de revoluciones inglesas, siempre implicó el tiempo como una cualidad
uniforme y repetibie. El nombre que se daba a los conflictos sociales era
«guerra civil», no revolución.18 La descripción de los levantamientos como
revoluciones comenzó en el siglo xviii, con la Ilustración, y ha conseguido su
forma final en ya partir de l789. Los principales matices de significado,
gradualmente acumulados al término, fueron los siguientes: se convirtió en un
«singular colectivo», la Revolución escrita con mayúscula, cuya realización
eran las revoluciones particulares; como tal, era un agente trascendental y
metahistórico. La idea de la aceleración (del tiempo universal) siempre estuvo
ligada a la revolución; como tal, el término adquirió un significado
escatológico, equivalente al desplome del tiempo histórico «normal» y al
«próximo fin de los tiempos», o al «fin de la prehistoria». El término fue
extendiéndose de modo creciente desde los acontecimientos políticos a los
cambios sociales; con esta metamorfosis tomó su esencia de un futuro
hipostasiado, relegando el pasado a un segundo plano. También ganaba
terreno con rapidez un significado extendido, la «revolución mundial»,
indicando la revolución a escala global. Esta extensión espacial trajo también
consigo un cambio temporal: la revolución ya no se entendía como un
acontecimiento en el tiempo, sino más bien como un proceso permanente. Por
último, del sustantivo «singular colectivo» nació un verbo que denotaba la
actividad revolucionaria. Indicaba la posibilidad de fabricar (Machbarkeit) el
mundo, o la «Sociedad».2°
Este crecimiento en complejidad y alcance del término «revolución» fue
únicamente peculiar de la modernidad occidental, y estuvo estrechamente
vinculado a las preparaciones para ci Gran Experimento y al curso real de éste.
(En todas las demás culturas apareció tarde e invariablemente como un
trasplante del término occidental.) El agente mitológico-metahistóricn era la
versión (relativamente) secularizada del espíritu hegeliano
17. KOSELLECK, pp. 40, 42.
18. KOSELLECK, p. 43.
19. KOSELLECK, p. 46.
20. KOSIr.LLE-cK, p. 46 et pasi<1?.

del mundo que daba una justificación global (filosófica, política, moral) a todo
lo que actuaba en su nombre. Dotó a los revolucionarios con un nuevo
vocabulario que podían imponer sobre toda la modernidad (tomando esta
última el término y generalizándolo en forma de revoluciones «industrial,
tecnológica, científica, cultural y de otros tipos»). Una vez que se impuso este
vocabulario, la modernidad siempre podía ser llamada a capítulo si no era
suficientemente «revolucionaria», simplemente «evolucionaria», o se
estancaba en algunas áreas. Tenía la ventaja añadida de que el término (y sus
connotaciones espacio-temporales) era atractivo incluso para aquellos que no
tenían nada que ver con el radicalismo izquierdista o que eran enemigos
manifiestos de éste. Ya que, en el fondo, como Marx puso de relieve, también
el capitalismo era evolucionario. Para los propósitos del Gran Experimento la
dimensión de la «posibilidad de fabricar» el mundo social era particularmente
importante; comprendía la legitimación general de casi cualquier experimento.
El segundo potencial explotado copiosamente por los experimentadores estaba
quizá vinculado incluso más estrechamente al proyecto original de la
modernidad: era el carácter planificado de la nueva sociedad, la idea de un
diseño social científico. La idea de un proyecto planificado (que Condorcet
incluso suponía que estaba basado en el cálculo matemático) no era una visión
arbitraria. La modernidad tenía que distinguirse a sí misma de un pasado
premoderno, y los primeros modernos encontraron que el carácter
prefabricado del artefacto que ellos llamaban «sociedad» era el rasgo más
distintivo. Pero la fabricación de un artefacto necesita un cálculo y un diseño
preliminares, preferiblemente basados en el conocimiento científico, y por
tanto en la ciencia. Al mismo tiempo, el «experimento» ha sido ligado
intrínsecamente con el modelo dominante de imaginación moderna. Incluso el
socialismo apareció en un primer momento como una «ciencia» y sólo
posteriormente como un movimiento. La imaginación de construir, o fabricar,
el artefacto social hizo perfectamente natural que el futuro pudiera ser
deducido del presente. También parecía fácil esperar que tal proyección de un
cálculo presente hacia el futuro tuviera que ser generalmente reconocida y
tenida en cuenta. Esta imaginación tampoco estuvo limitada al radicalismo
izquierdista; atravesó todo el diapasón moderno. Hasta hoy ha existido, e
incluso existe, una irritación general con todo el fenómeno de la vida

224

225
social, pero la irritación ha sido primordialmente con el fenómeno económico,
que no parece obedecer leyes ni predicciones «científicas», que en tal sentido
se comportan «irregularmente». Es en este punto donde la verdad de la
celebrada tesis de Adorno y Horkheimer sobre la «dialéctica de la Ilustración»
se confirma más claramente. Lo que había sido concebido inicialmente como
un orden planificado y completamente racional, quedó reducido a un sistema
de control absoluto con un caos subyacente, cuando la predicción racional no
era considerada como una vaga indicación de posibles tendencias, sino como
una orden que una realidad futura debía obedecer.2’ Y el control total (o la
administración científica del caos), que se derivó de una racionalidad
predictiva impuesta coactivamente, encontró su propio agente social en la
nueva elite de la ciencia social absoluta; su reinado, en una ocasión
denominado «la dictadura de la Verdad>) por Merleau-Ponty,22 estaba
omnipresente en la modernidad.
El Gran Experimento, por consiguiente, puede ser percibido sin ningún género
de dudas como mucho más que una loca aventura, una explosión de la parte
irracional de la naturaleza humana; estaba bien arraigada en algunas de las
tendencias principales de la modernidad. Tras su desplome absoluto, por tanto,
cuando nos encontramos examinando cuidadosamente los escombros de sus
proyectos antaño grandiosos, cuando la Revolución, por una vez, ha terminado
y la «Razón en la Historia» —en su sentido teleológico hegeliano-marxista—
se revela como una opción descartada, no es un partido determinado, sino la
modernidad como un todo, la que tiene que extraer conclusiones importantes
de este fracaso.
DESPUÉS DEL DESPLOME:
¿HACIA DÓNDE VA LA MODERNIDAD?

Aunque nunca fue más importante, hacer pronósticos políticos es


extremadamente difícil en esta crucial coyuntura, en especial para aquellos
que son enemigos de predicciones impuestas por la fuerza. Aquí sólo pueden
insinuarse algunas importantes tendencias aún incipientes y su lugar posible
en la historia futura, dejando abierta siempre la posibilidad de que lo que en la
actualidad parece ser una bendición puede llegar a ser un col-de-sae, o puede
degenerar en una nueva maldición para la modernidad. A pesar de esta
salvedad, y contrastando con el resumen periodístico de los resultados de las
revoluciones de 1989-91, el futuro de la modernidad no es probable que
evolucione con la dinámica del «triunfo del capitalismo» sobre el
«socialismo». Es infinitamente más probable que la típica imaginación social
del siglo xix y’ sus formas de «instituir la sociedad», bajo la dominación
exclusiva de la esfera económica, llegue gradualmente a su fin. Esto es lo que
Dahrendorf quiso decir al rechazar como sistemas cerrados lo mismo el
«capitalismo» que el «socialismo», así como con la defensa de la «sociedad
abierta». 23 Y esta visión de la modernidad es corroborada con fuerza por la
sociología de Luhmann, que ve nuestro mundo como un sistema de sistemas
en el que no hay ningún centro dominante único, pero cuya unidad final es
proporcionada por una interacción de varios subsistemas.24
El abandono de la tesis del centro económico dominante del mundo moderno
(compartida en el siglo XIX por los socialistas
21. La exposición clásica de la racionalidad convirtiéndose en un caos
opresivo es por supuesto de Max HDRKHEIMER y Theodor W. ADORNO,
Dialeetic of Enlightrnent, trad. de John Cumming, Nueva York: Continuum,
1988. Sin embargo, el análisis ejemplar de un orden completamente
planificado y «racional,’ que degenera en un sistema de control absoluto
internamente irracional puede encontrarse en la filosofía de la cultura de
Adorno, en particular en su análisis del camino de la,< nueva música». Th. W.
ADORNO, Philosophie der Neueri Musik, en Th. W. ADORNO,
Gesanirnelte Schrifren, vol. 12. Frankfurt: Suhrkamp, 1975.
22. Maurice MERLEAL’-PONTY, Aventures of the Dialectic, trad. de Joseph
Bien, Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 74.
226

23. DA11RENDORF, Re!lections on ¡he Revo?uuon jo Europe, p. 25.


24. Niklas LtHMANN, en un artículo en The Neo’ York Times, «Bul jusi who
is that fairy godmother?», 29 de septiembre de 1991, 4/1-4, informa s<>bre un
crecientc cambio de mentalidad entre los economistas estadounidenses,
precisamente en un momento en que el periodismo superficial recapitula la
lección de la hora histórica del ,‘triunfo del capitalismo». «[Una parte
considerable de los economistas americanos] están razonando cada vez más
que el mercado solo, con su complejo de atributos egocéntricos, no es
suficiente»; que la tarea de proporcionar empleo «realmente va más allá del
ámbito de la economía, hacia la naturaleza de la cultura s hacia cómo
organizamos tant<) nuestro gobierno como nuestro sector privado». Y el
artículo cita a un consultor económico mus inteligente que dice: ,Tenemos que
reconocer que n<> existe tal cosa como la llamada economía, sólo gobierno x
economía; el término apropiado es economía política.»
227

y sus enemigos) tiene implicaciones de mucho alcance para el entendimiento


de las funciones de la economía no sólo como una esfera separada y
emancipada, sino también como una institución social a la que se dirigen las
legítimas expectativas colectivas y se aplican las regulaciones legales. Este
entendimiento se ha conseguido mediante la superación de la rígida resistencia
del liberalismo y el conservadurismo del siglo XIX, considerando el primero
la economía como un mecanismo de autorregulación cuya libertad y
funcionamiento fluido son alterados por la más mínima intervención externa
y, el segundo, como un asunto privado de aquellos que disfrutaban de
propiedad. Pero incluso después de que el entendimiento de la economía como
una institución social se ha convertido en una cuestión de consenso (aunque
no de pleno consenso), sólo hay una función de la economía, la tradicional,
que ha sido normalmente reconocida como una «obligación social»:
proporcionar la subsistencia de la sociedad. Dado que en la modernidad el
crecimiento siempre ha sido incluido en el concepto de «subsistencia» (un
crecimiento cero es equivalente al declive y a una amenaza para la
subsistencia social en nuestros días), la principal función de la economía,
sobre la que existe una vigilancia social y en la que hay una intervención
gubernamental regular, es el crecimiento, impulsado por la obtención de
beneficios.
Los dueños y directores de la economía únicamente toman en consideración el
paro bajo la coacción de la política. El principio de que en una sociedad
moderna y democrática generalmente basada en el trabajo y no en privilegios
sociales y financieros heredados, en la que el conocimiento general de los
derechos sociales hace imposible la existencia de un «proletariado romano»
que sería perjudicial para la subsistencia de la sociedad, el mantener a la gente
trabajando constituye una función social vital —tan importante como el
crecimiento y la innovación tecnológica— de la institución de la economía, no
sólo no es aceptado por consenso. Ni siquiera es aceptado por la mayoría de
las doctrinas económicas. (Sólo en la teoría de Keynes el empleo general
jugaba el mismo papel que el crecimiento.) Como norma, las estrategias
económicas no se forjan con vistas a mantener a la sociedad trabajando; ni lo
pueden ser en ninguna economía política cuya unidad final es la empresa y su
estrategia empresarial. Además, producir no sólo para crecer, sino
228

también para mantener a la sociedad trabajando es, en la corriente principal de


las teorías económicas, un «pensamiento circular», indigno de la naturaleza
progresiva «lineal» del mundo moderno. Y sin embargo, el reconocimiento de
esta función es inseparable de la nueva forma de entender la economía como
uno de los sistemas, y no como el centro dominante, de la sociedad.
En un desarrollo «normal» de la sociedad, libre del esperpento del Gran
Experimento, pueden añadirse a esto diversas y crecientes expectativas
sociales. Una nueva y ampliada aplicación de la justicia social a las cuestiones
económicas no sólo implicaría la demanda de salarios iguales para hombres y
mujeres, ciudadanos y extranjeros, que están preparados para vivir por encima
de la línea de la pobreza culturalmente definida, sino que también facilitaría la
gradual eliminación tecnológica de aquellos tipos de trabajos que sean
peligrosos para la salud o que afecten al equilibrio psicológico e intelectual del
trabajador. Previsiblemente pueden surgir intentos marginales predecibles para
establecer la gestión de los trabajadores en las fábricas (bien en forma de
propiedad o bien en forma de poder compartido). Pero la verdadera respuesta
a la necesidad, en la medida en que sea reconocida socialmente, de «abolir el
trabajo asalariado» será más bien la reducción de la proporción de vida
consumida en el trabajo y el incremento de la proporción de vida consumida
en el estudio, el ocio y la jubilación. Mientras que la antaño famosa
proposición de «ingresos garantizados» no parece ser simplemente utópica,
sino también no deseable, facilitar medios para la reducción de la proporción
del tiempo consumido en el trabajo también debería convertirse en una de las
funciones de la institución de la economía. Las consideraciones ecológicas,
que ya están apareciendo, parece que llegarán a formar parte de las principales
limitaciones sociales institucionalizadas sobre las temerarias estrategias de
crecimiento.
La percepción de la economía como una institución social, y no sólo como una
esfera autónoma que crece casi orgánicamente y que no tolera ninguna
orientación por parte de la sociedad (o según lo explican los obispos de la
Iglesia Católica Americana, como un sistema de libre empresa que lleva sobre
él una hipoteca social) tiene consecuencias trascendentales para los que
continúan viviendo en la tradición que se ha venido llamando a sí misma
socialista durante ciento cincuenta años y que en la
229

actualidad está cambiando de manera dramática. Es una ironía extraña e


injusta de la «Historia», pero algo más que un simple capricho, el hecho de
que los denominados «socialistas democráticos», que han sido críticos
valientes del terror comunista, se vean ahora como los principales perdedores
tras la caída del comunismo. Pero su situación proviene del hecho de que
compartieron una premisa con el Hermano Mayor: el deseo, en su caso
suspendido temporalmente, de trascender las instituciones de la modernidad
en un sentido absoluto, de crear una «sociedad alternativa». Dado que la
presencia comunista les hizo imposible la consecución de su objetivo, se
deshicieron de todo tipo de teorías durante décadas. Pero en la actualidad
padecen una crisis de identidad, y algunos de ellos hacen un intento torpe,
vacilante, pero funesto en conjunto, de volver a lo que ha sido rechazado por
el organismo de la modernidad y ponerlo en práctica de una «forma
democrática».
Todos estos intentos de absoluta trascendencia, democrática o terrorista,
tienen como blanco la propiedad privada, por motivos de racionalidad, justicia
social, una versión radical de la Ley natural o de la crítica de la cultura.
Ciertamente tienen sus puntos serios y legítimos (más desde el aspecto moral
y cultural que desde el aspecto de la racionalidad); pero todos ellos hacen caso
omiso de las consecuencias devastadoras del Gran Experimento para la
libertad de los modernos. La propiedad privada puede no tener el carácter
sagrado que sus poseedores quisieran atribuirle por razones egoístas, y desde
luego no debe estar protegida de la intervención de la sociedad. Sin embargo,
una expropiación total de la propiedad privada, con independencia de si es
poseída individual o colectivamente, pone en peligro la libertad por tres
razones. Primera: Bentham queda justificado por la aventura comunista; como
advirtió proféticamente, en materia de propiedad, lo que pertenece a todo el
mundo, no pertenece a nadie.25 Una sociedad con una carencia generalizada
de propiedad, que es como puede ser descrita perfectamente la sociedad de
tipo soviético (ya que ni siquiera la nomenclatura poseía, sólo saqueaba, la
riqueza social, lo que hacía completamente parasitario a todo el sistema),
carece de libertad en diversos
25. Jeremv BENTI-IAM, AnarchicaI fallacies: Declaration of Rights, en The
Works of Jeremv Bentham, Pohlished under the Superintendence of his
Executor John Bowring, Nueva York: Russell and Russell, 1962, vol. 2, p.
503.

grados. En un sistema universalmente carente de propiedad existen hombres y


mujeres mejor remunerados y que ejercen mayor poder que otros, pero no hay
autonomía social. Segunda:
lo contrario de la propiedad privada no es la propiedad colectiva (siendo el
poseedor colectivo una versión ampliada del poseedor individual, en cuyo
caso el «individualismo posesivo» es reemplazado por el «colectivismo
posesivo»); lo único opuesto a la propiedad privada es la propiedad estatal
nacionalizada (siendo el Estado el único depositario lógicamente concebible
de la idea de lo público en materia de título de propiedad). Y aunque la
propiedad estatal nacionalizada no implique necesariamente Stalin y la cheka,
ciertamente supone una maquinaria burocrática todopoderosa en la que el
individuo sólo puede ser una pequeña pieza del mecanismo, no un ser
autónomo. Tercera: la expropiación total de la propiedad privada (y no las
acciones consideradas y consensuadas de nacionalización de determinadas
empresas, multinacionales, o de algunos sectores de la actividad industrial o
de servicios) es equivalente a la destrucción del mercado; sin el mercado no
existe la contabilidad nacional, ciertamente una forma imperfecta, pero al
menos existente, de cálculo racional y de racionalidad instrumental. Sin
embargo, en particular, no hay ninguna innovación tecnológica que sea tan
crucial para la modernidad. (Ya que el mercado no puede ser estimulado a lo
Lange; el mercado, que es real, no simulado, supone la autonomía legal y
financiera, y por tanto el riesgo, del empresario individual o colectivo).
Las instituciones económicas básicas de la modernidad no pueden ser
transcendidas sin una pérdida masiva de libertad y racionalidad. Sin embargo,
su posición social, y por lo tanto su modus operandi, pueden ser reorganizados
sustancialmente, que es de lo que se trata con el entendimiento de la economía
como una institución social. Tanto Lukács como K. Polányi tenían razón, aun
cuando extrajeran conclusiones muy diferentes de la premisa comúnmente
sostenida: la sociedad moderna era «capitalismo» en el sentido de que sólo
separaba la actividad económica del resto de las acciones sociales, y hacía de
ella el centro de la vida humana. En todos los órdenes humanos anteriores, la
actividad económica había sido modelada, guiada, limitada e impulsada por
los valores generales, derivados conjuntamente de la religión, la moralidad, el
poder y la dominación, el parentesco y los vínculos familiares. «La revolución
capitalis 230

231

ta» —una visión genuinamente radical— probablemente no habría podido


abrirse paso sin la drástica separación de la «economía>) del resto de la
sociedad ni sin someter a la sociedad a este nuevo centro (al ser el capitalismo
tan artificial, tan exigente y tan alejado del orden natural de las cosas). Pero
cuando ha surgido una forma de producción moderna y dinámica, la tendencia
puede, en principio, invertirse; la «economía» puede ser reintegrada a la
sociedad, y pueden hacerse valer los derechos de los ciudadanos en la esfera
económica. Sólo existe un obstáculo, pero muy serio, a una reorganización
efectiva de este tipo. Sin una reducción totalitaria, la modernidad es
inevitablemente pluralista. Además, sólo tiene una sustancia moral
comúnmente compartida muy «ligera». Y reintegrar la economía al conjunto
social requiere una versión firme del consenso que, como norma, está basado
en una sustancia moral densa.
Pero el cambio más dramático, todavía apenas perceptible, en la construcción
global de la modernidad después del fracaso del Gran Experimento, será con
toda probabilidad la cancelación del proyecto fáustico, el viaje, obsesivamente
ligado al futuro, del nuevo mundo. La modernidad ha sido configurada hasta
el momento únicamente por exploradores, innovadores científicos y
tecnológicos, experimentadores radicales con el arte de gobernar y las
estructuras sociales; todos ellos tipos sin domicilio permanente en el presente,
pero cuyos ojos están fijos en continentes —reales o simbólicos— por
conquistar. Los arquitectos, en el sentido moral, político, y también en el
sentido literal del término, que levantan edificios para un presente con
continuación, para un «mundo», raramente eran admitidos en el panteón de la
modernidad. Pero ha llegado el tiempo de la invención y la reorganización,
excluyendo ambas el proyecto de transcendencia absoluta. Queda por ver si
será un tiempo beneficioso, de consolidación de ganancias y acopio de fuerzas
para nuevas proezas y adelantos, o si será un período materialista carente de
inspiración. Porque no sólo los horrores, sino también la grandeza de una
modernidad joven, han estado intrínsecamente unidos a la «institución
imaginaria social» radical. Esta última siempre tuvo como objetivo lo nunca
visto, lo completamente nuevo, y a menudo le ha susurrado al actor al oído
sugiriéndole, y, sí, también a la actriz, que desafiaran lo imposible y cruzaran
el horizonte. Tales audaces esperanzas están en la actualidad enterradas bajo
los escombros del Gran Experimento,
y esperamos con optimismo haber aprendido alguna lección. Pero todas las
lecciones pueden aprenderse de nuevo. La modernidad tendría que volver a
aprender la moral de su propia historia si hubiera perdido por completo su
espíritu experimental.

232

233

La situación de la esperanza al final del siglo


En los albores de la era moderna, la esperanza se hundió hasta llegar al punto
más bajo de su prestigio y, sobre ella, Spinoza pronunció el veredicto del
racionalismo clásico, excluyendo toda apelación. La esperanza es anterior al
conocimiento, el marco mental de los «aún no conscientes», un producto de la
imaginación, no un producto de la razón.’ Mientras que en los tiempos
cristianos la esperanza había sido estimada como un sentimiento moral bien
fundado en virtud de ser la confianza de la creatura en la buena nueva, en
nuestra prometida salvación, en una promesa que no podía decepcionamos,2
en la posterior era del racionalismo la esperanza ya no era una portadora de
certidumbre. Ante el tribunal de la ratio se demostró que era culpable de
incoherencia, de ser cobarde, de asustarse y negar la realidad cuyo
conocimiento es lo único que puede otorgarnos certidumbre; finalmente, se
demostró que era culpable de ser «simplemente subjetiva». La polémica fue a
la vez de naturaleza epistemológica y ética. También se invocó contra la
esperanza la muy antigua máxima de los estoicos y los epicúreos, la máxima
de rechazar la sombra proyectada por la muerte, la del carpe diem. Como bien
había previsto el racionalismo, la esperanza había sido emparejada
normalmente con el miedo; sin embargo, el miedo no era considerado
únicamente cobarde, sino también como un estado en el que el uso de nuestras
facultades racionales estaba limitado. Mientras sintamos miedo y esperanza no
podemos conocer —se suponía— porque estamos cognitivamente paralizados.
Mientras sintamos miedo y esperanza somos esclavos de nuestras pasiones y
de nuestra imaginación, así como de esa autoridad superior que nos ha hecho
una promesa y que, a cambio, nos mantiene en esclavitud. Goethe se sumó
1. Baruch SPINOZA, Ethics.
2. Véase la mejor caracterización de la interpretación de san Pablo del papel
de la Esperan,» en la vida cristiana en Rudolf BULIMANN, Theolog’, of dic
Neo’ Te5tanleol, Londres, 1952, pp. 320-323.
235

alegremente al veredicto de Spinoza, y, en la segunda parte de Fausto, puso en


la picota al miedo y la esperanza.3
Nadie supo mejor que el más importante filósofo de la esperanza, Ernst Bloch,
que en el fondo de todas las utopías radicales está la esperanza, el impulso
subjetivo que nunca hemos alcanzado. La esperanza, que no era todavía una
realidad, a menudo buscaba la respetabilidad vistiéndose con el ropaje
utópico, el disfraz de la realidad más allá de la realidad. Pero esta antigua
historia alcanzó una etapa peculiar en la sociedad moderna, al aparecer esta
sociedad en una forma emancipada después de la Revolución Francesa. El
nuevo mundo era el fruto de la imaginación inventiva, pero estaba dirigido
basándose en las leyes. Sin embargo, entonces las personas vivían
encadenadas a las leyes. Muchas de ellas anhelaban una Atlántida más nueva,
que estuviera más allá de las leyes. Lo que ahora les prometía la esperanza de
la utopía radical era una «segunda salvación», no una esperanza anterior al
conocimiento, sino más bien una esperanza por encima del calculo, la
planificación y las leyes; una esperanza que transcendería una objetividad
completamente dominada.
En este siglo, el debate más significativo entre las filosofías de la esperanza y
la antiesperanza es el encuentro entre Bloch y Heidegger. El dominio
completo del futuro o el «más allá» ha sido abreviado drásticamente en
Heidegger a través del énfasis puesto en el «horizonte». El mundo del «ser-
ahí» está situado dentro del horizonte; tener la esperanza de su trascendencia
es un signo de inferioridad. En Heidegger, es la Enstschlossenheit heroica,
herencia de Nietzsche, lo que sustituye a la esperanza. Bloch ofrece una
réplica aguda y sociológicamente injusta a la posición de Heidegger: «Pero,
sin embargo, tan sospechosa como la inmadurez (sentimentalismo) de la
función utópica no desarrollada es la estolidez tan extendida —y ésta sí, muy
madurada— del filisteo a mano, del empírico con telarañas en los

3. Klugheit:

Zwei der groessten Menscbeofeinde, Furcht uod Hoffnung, aogekeuet, íJalt idi
ab von der Gerneinde; Platz gemacht! ¡br seid gerettet.

Johann Wolfgang GOETHE, Fausto, Der Tragoedie Zweiter Teil, en Fuenf


Akten, Erster Akt, Weitlaufiger Saal, Berliner Ausgabe, Aufbau Verlag, vol.
IV, Drao.’atische Dichtungen, 1965, p. 327.

ojos y su ignorancia del mundo; en suma, es la alianza en la que el burgués


bien alimentado y el práctico superficial no sólo han rechazado en globo y de
una vez la función anticipadora, sino que la hacen objeto de desprecio.» Y cita
a Heidegger: «En el deseo la existencia proyecta su ser en posibilidades, que
no sólo escapan a la preocupación, sino cuyo cumplimiento ni siquiera es
reflexionado o esperado (!). Al contrario, la preeminencia del ser anticipado
en el modus del mero deseo trae consigo una incomprensión de las
posibilidades del hecho... El desear es una modificación existencial del
proyectarse comprensivamente a sí mismo, de un proyecto que, caído en el
abatimiento de la existencia, se abandona simplemente a las posibilidades.» Y
Bloch añade: «Aplicadas sin más a la anticipación inmadura estas palabras
suenan, sin duda, como las de un eunuco que echara en cara su impotencia a
un Hércules niño... El punto de contacto entre el sueño y la vida —sin el cual
el sueño no es más que utopía abstracta, y la vida sólo trivialidad— se halla en
la capacidad utópica reintegrada a su verdadera dimensión, la cual se halla
siempre vinculada a lo i4”
El encuentro es, de hecho, un punto muerto. Bloch señala correctamente hacia
la esterilidad del rechazo de Heidegger de la dinámica de la esperanza iii
¿‘oto. El horizonte no es un firmamento fijo; es desplazado y empujado hacia
adelante continuamente, mediante cada paso que damos, y el impulso
esperanzador, a menudo ignorante o desestimador de los «potenciales
objetivos», es una de las principales fuerzas que empujan el horizonte hacia
adelante.5 En esta parte, Heidegger descubriría fácilmente en Bloch los
vestigios de la vieja metafísica. Tras todo el potpourri de sueños, ensueños,
proyecciones y fantasmas, en la filosofía de Bloch se esconde un fantasma
metafísico: la Esperanza escrita con mayúscula, un principio que homogeneiza

4. Ernst BLOCH, The Principie of Hope, trad. por Neville Plaice, Stephen
Plaice & Paul Knight, Carnbridge: MTT Press, 1986, vol. 1, pp. 145-146.
* Para esta Cita de Ernst BLOCH, quien a su vez cita a Heidegger, he
utilizado la traducción desde el alemán de Felipe González Vicén, El principio
esperanza, tomo 1, Aguilar, Madrid, 1977, pp. 134-135. (N. de la T.)
5. La reducción de la dinámica esperanzadora por el énfasis de Heidegger
sobre el horizonte es un hecho, aunque nunca dejó de recalcar que *todo
empieza con el futuro». Es más, Heidegger incluso criticó a Freud por
introducir una historia de la psique causal orientada al pasado mientras, según
Heidegger, somos un proyecto, es decir, unos seres vinculados al luturo
(Zollikon-Seniinar.s).

236

237

los actos dispares y dispersos de ios anhelos, las esperanzas . los sueños, a lo
largo de la historia.
Al decir esto no tenernos la intención de denigrar la tesis de Bloch.
Dimensiones cruciales de la «filosofía de la praxis» han sido desenterradas por
«el principio de la Esperanza», dimensiones que seguían estando ocultas, e
incluso suprimidas, en la verSión más «científica» de esta teoría. La
Esperanza está libre del fetichismo de las leyes porque es un agente marginal
y excéntrico. Sin embargo, no es un antípoda de lo consciente. Presiona
incesantemente para hacerse consciente y para manifestarse (y al haber
alcanzado su objetivo contraproducente, pierde su calidad constitutiva).
Debido a su marginalidad y a su carácter aún- no-consciente, la Esperanza se
puede convertir, más que la «ciencia», en la guía de la praxis. La Esperanza es
menos que la certeza ya que la certeza es lo que no es ambivalente, mientras
que la Esperanza es la progenitora de numerosas certezas en potencia. El
superávit de esperanza expresa un aspecto de la racionalidad crucial, y al
menos racionalmente, nunca completamente explicable: esa circunstancia en
la que siempre abrigamos reservas intelectuales ocultas que no pueden ser
entendidas por la razón y que únicamente pueden ser movilizadas por la
esperanza.
La modernidad tardía marcó la pleamar de la esperanza. El modernismo
apocalíptico y redentor, sus visiones del mundo y sus trabajos artísticos,
condujeron el concepto «Esperanza» a la cima de su carrera más reciente. Pero
con el posmodernismo esta dinámica llegó a un estancamiento, y la Esperanza
decadente parece haber vuelto a ese punto del nadir en el que había morado
durante la era del racionalismo clásico. El contraste entre lo moderno y lo
posmoderno no es un contraste entre la esperanza y la desesperanza. Los
nichos posmodernos en el mundo moderno no son refugios para las ilusiones
perdidas. Las esperanzas, en plural, mantienen el mundo funcionando del
mismo modo que lo hicieran anteriormente; pero la Esperanza con mayúscula,
la protagonista metafísica de Bloch, ha perdido su poderoso atractivo por
muchas razones. Para empezar está relacionada con una promesa sin la que no
es siquiera prerracional; carece de cuerpo, de estructura, de substancia, es una
fantasía vacía. Al mismo tiempo, aquellos que tienen esperanza no pueden ser
la fuente de las promesas de la Esperanza, porque la promesa tiene que darse
desde un punto de Arquímedes, fijo por encima y más allá del dominio
humano, para contar
con la más mínima autoridad. Sin embargo, las promesas transcendentes de la
esperanza político-histórica han sido completamente descreditadas en el siglo
del Holocausto y el Gulag.
Segundo, el concepto de la Esperanza unificada, homogeneizando los actos
dispares de deseo, sueño, proyección, imaginación y fantasía, es inseparable
de la Historia Universal, una narrativa que se desmorona frente a nosotros,
disolviéndose en una aglomeración de discursos. La «Esperanza» no es un
capataz menos exigente que las «leyes de la Historia», porque únicamente se
siente realizada y satisfecha con la condición de imprimir su única marca
personal sobre el mundo. Y el mundo de los posmodernos no quiere llevar una
sino varias marcas.
La Esperanza con mayúscula es, en tercer lugar, el principio de la absoluta
negación de todo lo que existe. La Esperanza no puede concertar un
compromiso con el orden de las cosas reinante sin estar comprometida
consigo misma, ya que la Esperanza es la encarnación de la alteridad.
Podemos tener esperanza de pequeñas mejoras en las cosas de este mundo que
nos afectan, pero únicamente actuamos bajo el signo de la Esperanza si
anhelamos un mundo completamente distinto al nuestro. El culto moderno a la
Esperanza, a diferencia de su antecesor cristiano, es un culto radical. Para los
posmodernos, sin embargo, la promesa de la trascendencia absoluta de lo que
existe es un salto hacia el abismo, un compromiso irresponsable sin garantía,
un intento de cruzar el horizonte, lo que no podría ser otra cosa que un acto de
locura.
La Esperanza y el Miedo, ambos con mayúscula, han estado tradicionalmente
vinculados el uno con el otro. El Miedo es el horror vacui dentro del mismo
síndrome en el que se encuentra la Esperanza como la promesa de verse
cumplida, de llegar a estar realizada. El Miedo, en un sentido metafísico, es un
concepto tan homogeneizado como la Esperanza: es un concepto que funde
todos los miedos particulares que acompañan el camino de todo el género
humano. El nombre filosófico más conocido de este espectro es la Angst, el
fantasma favorito de la generación que precedió a la ola posmodernista.6 La
deliberada vane 6 Véase la caracterización de la >generación existencialista»
así como el papel de la Angst en sus movimientos culturales en
>,Existencialism, Alienation, Postmodernism: Cultural Movements as
Vehicles of Change in the Patterns of Everyday Life», en Agnes HEL1xR-
Ferenc FEHÉR, The Postrnodern Political Condidon, Cambridge-Nueva
York: Polity Press-Columbia University Press, 1988.

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239

dad filosófica del miedo con Angst conduce a abrazar la Esperanza. Pero el
sentimiento generalizado de los posmodernos es el de volver a casa, más que
el de encontrarse con el mundo completamente desprovisto de sentido (que es
el sentimiento par excellence que nos conduce al Miedo). Dejar de lado el
Miedo, el protagonista metafísico negativo, sugiere también por implicación el
rechazo de la Esperanza. En este sentido, lo mejor es desechar la Esperanza,
porque se ha observado continuamente en relación con los grandes y costosos
intentos de trascender el presente en nuestra era que en ellos la Esperanza y el
Miedo se han unido de forma indistinguible, y ambos han demostrado ser
malos consejeros. La Esperanza fomentó experimentos irresponsables sobre
seres vivos y llenos de sufrimientos. El miedo a la libertad, a tener una opinión
propia, a encontrar en el mundo un vacío que deba llenarse con los
ingredientes de la acción libre; todos estos miedos provocan invariablemente
una brutalidad desenfrenada que antes destruiría el mundo que encontrar en él
un acomodo sensato.
¿Puede una cultura sobrevivir sin Esperanza? Con mayor precisión, ¿puede un
mundo existir eternamente y generar energía culturales en las que las
esperanzas no estén respaldadas por una promesa y donde no tengan un
carácter político? No hay necesidad de responder a esta pregunta
hipotéticamente; será suficiente referirnos a la cultura clásica griega para dar
una respuesta directa. La edad de oro de la antigua Grecia fue un momento
único en la historia cultural también porque estaba familiarizado con
esperanzas y miedos en plural, como cualquier otro período, pero no con la
Esperanza y el Miedo en singular. Puede excavarse retrospectivamente en esta
cultura una era arcaica en la que una gran Esperanza y un gran Miedo
proyectan sus sombras sobre los orígenes helénicos. Pero la Esperanza alcanzó
una realización gloriosa con la ciudad libre de Atenas, con su constitución y
sus ciudadanos, con su filosofía y su tragedia, con la armonía entre el hombre
y los dioses que eran la personificación de la belleza y la medida, así como la
fuSión de las cualidades humanas y divinas. Al abundar la Esperanza y llegar
a su cumplimiento disminuyó el Miedo a recaer en el mundo animal, el mundo
de los brutos, esclavos y bárbaros, el miedo a la repetición interminable de la
loca jarana de la fiesta de Cronos. La realización y la seguridad interna, en
medio de las catástrofes que permanentemente acontecían, eran el
equilibrio que constituía y modelaba el substrato del mundo griego clásico.
Por ello el único filósofo de nuestro tiempo que es totalmente griego,
Cornelius Castoriadis, rechaza tan categóricamente tanto la Esperanza como el
Miedo. Quizá para él éste sea el motivo de que la historia de la filosofía llegue
a un fin, y la historia de la teología racionalizada comience con Platón, en
cuyo pensamiento, con la visión de la era panfiliana, hace ya su aparición una
figura de la Esperanza mística, casi precristiana.
La cultura griega clásica fue un universo tan excepcionalmente autosuficiente
que la idea de cruzar el horizonte casi nunca estuvo presente en ella. No había
nada en el espacio exterior que pudiera haber tentado a los griegos a
embarcarse en una empresa tan temeraria, ni más tarde podía haber atraído a
los que vivían en armonía junto a los dioses antropomórficos y en el
conocimiento de la única diferencia entre ellos y los dioses, la inmortalidad.
De ahí la ausencia de los principios de la Esperanza y el Miedo en la cultura
de Atenas. Por contraste, la modernidad siempre ha sido un viaje ligado al
futuro. El horizonte era para los modernos una fortaleza a conquistar, una
cinta a cortar y a dejar atrás, quizá con la excepción de la filosofía de Hegel.
En Hegel, el presente era absoluto. Mediante el regreso al hogar del Espíritu
del Mundo el presente contiene, en forma de recuerdo, toda la historia pasada,
la Verdad como un Todo. Nada más allá de la totalidad merece la pena ser
explorado. En lugar de la transcendencia, podemos poseer el pasado en su
totalidad, incluyendo la Esperanza, mediante el recuerdo de todas las
esperanzas de épocas pasadas. Pero aparte de este episodio único, casi toda la
cultura de la modernidad ha estado sintonizada con la esperanza de cruzar el
horizonte. En algún punto había que paralizar esta obsesión con el futuro y la
transcendencia, en otras palabras, con la dialéctica.
El acto monumental de detener el ciclo obsesivo de la dialéctica tiene lugar en
los años memorables de 1989-1991, cercanos al fin de este siglo. Habiendo
estado saturados por los insignificantes detalles de una política
predominantemente epigónica y con el estallido del tribalismo en la región en
la que tuvo lugar el cambio de época, los observadores aún no han alcanzado
la distancia suficiente para comprender las consecuencias irreversibles que
este giro ha traído. Y sin embargo, no es una exageración decir que tanto la
razón como la imaginación de la modernidad nunca serán las mismas después
del diluvio. El experi 240

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mento comunista, que se opuso arrogantemente a toda la historia


documentada, ahora se revela como un catálogo completo de las patologías de
la modernidad. Fue el carnaval de una imaginación política imprudente y de
unos experimentos típicamente modernos con el arte de gobernar y la
ingeniería social, bajo la guía de la Esperanza sin límites enmascarada como
ciencia suprema; fue un experimento en el que no se mostró ninguna
preocupación por los conejillos de indias utilizados en el laboratorio social.
Fue un ejercicio de filosofía de la praxis en el que la teoría tuvo la audacia de
prescribir a la vida ordinaria o «empírica» qué direcciones tenía que tomar.
Fue una revolución antropológica basada en la idea exaltada de la deificación
humana, en la que toda la inmundicia de la historia antigua, incluyendo la
fuerza de trabajo esclava, volvió con creces. Fue una aventura de la Ciencia
Suprema que se arrogó el papel de una nueva religión, haciendo el intento de
resolver los problemas metafísicos en el medio de la política, una religión en
la que palpitaba el corazón de Nietzsche, ya que la única hazaña en la que tuvo
éxito fue la expulsión masiva de la conciencia y la conmiseración cristiana.
Retó a todas las formas de organización social en la que los modernos, al igual
que los premodernos, habían vivido siempre, sin ser capaz de proporcionar ni
una sola solución duradera. Estaba obsesionada con la idea de transformar la
naturaleza, mientras la envenenaba y destruía con mayor brutalidad que
cualquier forma de industrialización centrada en el beneficio que pudiera
tener. Corrompió nuestro vocabulario mediante la invención de términos en
los que la libertad significaba tiranía, la reeducación significaba campos tras
alambres de espinos, la ilustración era equivalente a un lavado de cerebro, el
humanismo prescribía la crueldad para los niños de nuestros enemigos, y la
lealtad exigía traicionar a nuestros parientes más próximos. La invención del
Nuevo Discurso, en el que ambos especímenes de la misma especie
monstruosa se fundían en uno, no proporcionó un lenguaje para la
comunicación libre sino, en su lugar, una denominada «dialéctica» para
disimular nuestras segundas intenciones. El Gran Experimento ha
desacreditado el espíritu de planificación y diseño de la modernidad hasta el
punto que probablemente pasarán decenios antes de que los modernos sean
capaces de recobrar el vigor de la ingeniería social. Y el fracaso de este
desarrollo verdaderamente canceroso de la modernidad explica un fuerte

tabú sobre la esperanza en una transcendencia absoluta del presente. Ya que


mientras todavía tuvo un espíritu, el mundo totalitario fue realmente
mantenido en funcionamiento por la Esperanza y el Miedo.
La modernidad escasa de Esperanza puede ser autocomplaciente, heroica,
abuiTida, estar paralizada y, finalmente, segura de sí misma. Bloch acusó
injustamente a Heidegger de dar voz a una modernidad autocomplaciente, a
este tipo particular de modernidad que extrae la conclusión más filistea de la
reciente prohibición de esperar la transcendencia absoluta. Los partidarios de
la modernidad autocomplaciente se hacen eco de Pope en que todo está bien
así como está. Para ellos la ensoñación y esperanza anticipatoria son un
pasatiempo subversivo; en su lugar sugieren que corno pasatiempo cuidemos
nuestros jardines. Reprimiendo su propia imaginación y embotando el filo
crítico de su espíritu, la modernidad engreída también reduce su razón. No
considera el hecho crucial de que la modernidad siempre ha sido, y seguirá
siendo, una «sociedad insatisfecha»,7 que se alimenta de tensiones y
negaciones, y no puede subsistir sin ellas.
Lo que Heidegger en realidad recomienda es la modernidad «heroica». Es una
situación de determinación frente a la Existencia-hacia-la-muerte, nuestra
última situación que no puede ser evitada, suspendida o superada por ningún
tipo de esperanza. Tampoco la determinación (Entschlossenheit) puede
reducir- se ni a un simple memento mori ni a una recomendación a favor de
una postura estoica. No necesitaríamos la filosofía de Heidegger para ninguna
de estas últimas decisiones. Con mayor profundidad, la determinación y la
existencia-hacia-la-muerte señalan el potencial fracaso de nuestra cultura, el
único marco en el que podemos imaginar y pensar no sólo sobre nuestra vida
sino también sobre nuestra muerte. La modernidad heroica es una actitud de
alta cultura que nunca deja de generar superávits culturales, a pesar de la
ausencia de la Esperanza en ella. También es una forma pagana de
modernidad que no sólo anda escasa de Esperanza, sino también de
solidaridad, emancipación y muchos otros valores con los que nos ha dotado
el humanismo tan obsoleto. Optando por una modernidad heroica como
nuestra cultura
7. El análisis de la problemática de la «sociedad insatisfecha>’ puede
cncontrarse en el capítulo de Agnes HELLER ‘Dissatisuicd Societv,, en A.
HELLER, The poner o! shaoze, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1983, en
On Bcing Satisfied in a Society Dissatisfied» en HELLER-FETIÉR, The
Posto<odern Political Condition.

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y anulando la esperanza en la misma cultura propia, renunciaríamos a la


mitad de lo que ahora es nuestra cultura.
La modernidad aburrida ve el mundo desprovisto de esperanza como un gran
escenario en el que la ceremonia se desarrolla con un ritual de repetición
interminable. Esta es la posición de «el fin de la historia», basada en dos
claras intuiciones. Primera: sus defensores ven a la modernidad alcanzando el
término del proyecto historia, una narrativa universalista, mediante el
abandono de las engañosas esperanzas de transcendencia absoluta.
Segunda: la tesis de la modernidad aburrida se hace eco de la sabiduría
hegeliana de que la reducción de las peligrosas esperanzas de transcendencia
de la modernidad también implican la disminución de la grandeza. Pero esto
asimismo significa que después del fin de la historia, también se acabará la
política al convertirse en una política de consumo. Esto es, en realidad, una
postura de autocuestionamiento intensivo. El poeta de la antigüedad afirmó
con orgullosa dignidad: tantae molis erat Romanam condere genten’i, y la
afirmación desnuda de la acabada génesis fue al mismo tiempo la mayor
alabanza. Pero el hombre de la modernidad aburrida, echando un vistazo a
su propio mundo, se pregunta en sus soliloquios si mereció la pena. El tedio
constituye un signo de incertidumbre interna que es un estado mental
sospechoso para la generación del superávit cultural.
La modernidad paralizada está desesperada. Tiene esperanza en la
esperanza, pero ha perdido, o nunca adquirió, la capacidad de pensamiento,
sentimiento e imaginación prometedores. Vive en un mundo filosóficamente
anticuado de sujeto y objeto. Es consciente de sí misma como sujeto siempre
y cuando tenga esperanzas. Es igualmente consciente de lo que hay
«afuera)), a lo que denomina objetividad, un mundo de cosas extrañas que el
sujeto nunca construyó o dominó. Si aún existe un nicho en la modernidad en
el que los términos favoritos de Luckács y Adorno, reificación y fetichización,
tengan sentido y estén de moda, es en la modernidad paralizada. Pero
llegado este punto la esperanza se transforma en visiones místicas, en un
anhelo de un tipo que abre la puerta a una nueva clase de veneno para
nuestra civilización: las drogas.
La modernidad segura de sí misma no es idéntica a la modernidad
autocomplaciente; tiene razones diferentes para renunciar a la Esperanza
escrita con mayúscula. La modernidad

segura de sí misma no está contenta en absoluto con lo que sus miembros


participantes pueden ver en el mundo. El filo crítico de su pensamiento no ha
sido embotado por la idolatría de lo que existe y lo que debería ser reordenado
por completo, no de una vez por todas, sino una y otra vez. La modernidad
auto- complaciente más bien se ha conformado con la opinión de que vivimos
en un «mundo insatisfecho», y de que no existe ninguna trascendencia
absoluta ni de la insatisfacción ni de la complejidad y las tensiones de la
modernidad de las que surge la insatisfacción. Ha llegado el momento a
nuestra condición humana de dotar de todo el sentido que podamos a este
mundo complejo, tenso e insatisfecho, de crear tanta autonomía y justicia
social como sea posible sin destruirla en un experimento social, sin hacer
intentos inútiles y peligrosos para cortar la cinta azul y cruzar el horizonte. La
Esperanza con mayúscula, el principio fundamental de la utopía, está excluida
de la modernidad segura de sí misma, o, con mayor precisión, sus habitantes
se alejan de ella. Este gesto es simple y está desprovisto de aburrimiento,
desesperanza, heroísmo o falsa superioridad. Es el gesto de los que viven en la
modernidad segura de sí misma, que no tienen necesidad de principios
transcendentales de un tipo político-metafísico para poner su casa en orden.
En medio de una ola de resurrección religiosa, la modernidad segura de sí
misma es quizás el único dominio felizmente secularizado en el seno de la
modernidad. Ésta es la actitud de los posmodemos.
Como la filosofía es en realidad nuestra época expresada en pensamientos,
según sostenía Hegel, parecía apropiado un cambio de la actitud filosófica
hacia la esperanza después de 1989, en el final de este siglo. Durante toda la
segunda parte del siglo xx, la corriente principal de la filosofía en relación a la
Esperanza estuvo dividida entre dar su apoyo a la modernidad
autocomplaciente o a la modernidad paralizada, o desesperada. En una de las
principales corrientes filosóficas, la Esperanza fue simplemente rechazada
como resultado de su asociación con la utopía, por ser insatisfactoriamente
racional y potencialmente maligna (aunque la propia racionalidad fue,
correctamente, degradada de un estatus absoluto a uno relativo). Esta era la
actitud de Popper, que contenía más que una pizca de la superioridad de la
ratio que, por lo demás, condenaba teóricamente. Por el contrario, Marcuse
fomentó excesivamente las es-

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peranzas místicas de la modernidad desesperada, de la que el filósofo esperaba


que surgieran energías culturales y filosóficas. Su gesto fue muy influyente y,
al mismo tiempo, profundamente problemático. Si viajamos al pasado con la
imaginación, hacia la nueva cultura izquierdista de los años sesenta, podremos
ver en una considerable parte de la misma el impacto electrizante, generador
de visiones de Marcuse, pero también la indiferencia moral que ha sido
gradualmente introducida por su preferencia por las esperanzas místicas, y a
menudo incluso promovida por los estupefacientes. Por contraste, no existe
necesidad de un alegato en favor del único enfoque saludable, el de la
modernidad segura de sí misma, ni tampoco de una preferencia exclusiva por
la razón frente a la imaginación, o viceversa. La razón y la imaginación han de
moverse juntas para que cambie la constelación filosófica. En su lugar debería
recomendarse provisionalmente el abandono de ciertas formas de esperanza y
adoptarse un tipo determinado de ella.
Existen tres formas principales de esperanzas perniciosas en la modernidad: la
ilusoria-destructiva, la autodeificadora y la autocontradictoria. La esperanza
ilusoria-destructiva es la del cruce del horizonte, una esperanza de
transcendencia absoluta. Sus raíces ya han sido detectadas, por Mannheim
entre otros, en la secularización nunca completada de la modernidad, en los
vestigios de mesianismo que quedan y que se resistieron tenazmente a la
Ilustración.8 Pero existe una fuente contemporánea crucial de este tipo de
esperanza, y solamente se convierte tanto en ilusoria como en destructiva
cuando se origina en las raíces modernas. Hasta ahora la modernidad ha
estado estrechamente asociada con el crecimiento y e1 progreso, con el
abandono de todos los gustos obsoletos, con el rechazo de las barreras
naturales, con la defensa de lo nuevo (de todo tipo y en todas las áreas), con el
estar impaciente por la cosa inconquistable en sí. Este impulso agresivo se
convierte en ilusorio cuando la esperanza de transcender determinadas
barreras se ha transformado en la esperanza de dominar el infinito; y llega a
ser destructivo cuando las vidas de todos aquellos que participan en el
experimento son tratadas como una simple plataforma de lan 8 Karl
MANNFTETM, Jdeology and Utopia, a» Introduction to dic Sociologv of
Kriou’ledge, Sección IV. «<The Utopian Menta1itv,, London and 1—lenlev:
Routledge and Kegan Paul, 1976.

zamiento desde la que podríamos catapultamos más allá del horizonte.


Al mismo tiempo, en la modernidad este intento vano y costoso había sido
identificado con la grandeza humana en un momento en el que cualquier cosa
que no fuera el dominio del universo social y natural era un signo de
mediocridad. Pero los amos del universo son llamados normalmente dioses y,
por ello, la esperanza ilusorio-destructiva puede denominarse, en otra
configuración, esperanza del Hombre en su autodeificación. El motivo de
Schubert «wir sind selber Goetter» es inseparable de la modernidad, quizá
porque el postulado ilusorio de la secularización absoluta fue emparejado con
el postulado igualmente ilusorio de la autonomía absoluta. La emancipación
de la servidumbre bajo los poderse trascendentales, estableciendo los
conocimientos del mundo moderno y «artificial» en nuestras propias
facultades racionales e imaginativas, frágiles y limitadas como lo son, es una
cosa. Esforzarse por erradicar de la modernidad tanto la memoria de los dioses
como el anhelo de muchos por el Más Allá, buscando una certeza racional
donde no puede haberla y, frustrados, intentando poner al Hombre deificado
en el pedestal de los dioses, es otra cosa. La esperanza de la deificación
humana es la esperanza religiosa de una civilización problemáticamente
secularizada.
La esperanza autocontradictoria es la esperanza del paraíso sobre la tierra, con
independencia de su orquestación «materialista» o «idealista», sin tener en
cuenta si el sustrato del paraíso terrenal es la abundancia absoluta o la
completa y perfecta bondad moral intachable. Ambas son esperanzas
tradicionales de la humanidad, pero están cargadas con una nueva
problemática en los últimos tiempos recientes, porque la imaginación de la
modernidad, acusada correctamente por Heidegger de estar moldeada por los
modelos tecnológicos, no puede aceptar nada que no sea la «solución final».
Pero precisamente para mayor problema de la «sociedad insatisfecha» no
pueden aplicarse estándares tecnológicos, porque la solución final del
problema elimina el propio problema y, con él, también la complejidad de un
mundo que no puede vivir sin él. Existe una respuesta a muchas de las facetas
de «la cuestión social», pero no existe ninguna respuesta a la «cuestión social
como tal», porque pertenece a la esencia de la modernidad el que ésta
transforme ciertos problemas en cuestiones «sociales». Esto significa
simplemente que
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ciertas injusticias de la vida, que anteriormente fueron considerados


componentes normales, aunque negativos, de la condición humana, han sido
transformados ahora en problemas a la espera de una solución política, y no
puede decidirse por adelantado cuáles otros componentes de la condición
humana se convertirán en cuestiones sociales en el futuro. De igual forma, la
esperanza de un mundo moralmente perfecto eliminaría ei único «progreso
moral» que hemos hecho con la modernidad, la libertad contingente de la
persona moderna que ha hecho una elección ética, determinando así
moralmente su personalidad. El cumplimiento imaginario de la
autocontradictoria esperanza de perfección moral significaría el fin de la
moralidad tal y como la conocemos.
¿Qué podemos hacer con las esperanzas perniciosas de la modernidad?
Prohibiéndolas, especialmente la que en una ocaSión fuera la esperanza
políticamente potente de transcendencia absoluta, se reduciría la autonomía de
la modernidad, y la represión podría dar lugar a una neurosis de la cultura, al
igual que las represiones producen neurosis- en los individuos. Además, las
esperanzas perniciosas sólo pueden ser excluidas del uso público de la razón
—es decir, del discurso político— mediante presiones sociales pero no pueden
serlo de «la institución imaginaria de la sociedad». Metafóricamente hablando,
se necesita un autotratamiento psicoanalítico de la modernidad. Hay más en la
metáfora de lo que se ve a simple vista, ya que la joven modernidad padece
traumas infantiles típicos. Fi mundo moderno nació en medio de violentas y
primitivas escenas de revoluciones políticas, industriales y culturales, que
trató de sublimar. Pero al igual que ocurre siempre con los procesos de
sublimación, una parte considerable de los recuerdos traumáticos siguen
estando operativos, y afloran a la superficie descargando esperanzas
destructivas y de autodeificación. Un discurso equilibrado que no haga
ninguna concesión a los violentos deseos, destructivos o autodestructivos,
reprimidos de la modernidad traumatizada, pero que simplemente no los
censure, puede ser el primer paso hacia la eliminación de las esperanzas
traumáticas.
¿Qué podemos esperar racionalmente?
Ya Kant hizo la pregunta de qué podemos saber, hacer y esperar. En lo
concerniente a las esperanzas, Kant no aplicó ninguna cualificación. El
hombre puede esperar prácticamente to do

la perfección humana, la inmortalidad del alma o compren de el objetivo del


universo. La razón no tiene un papel censor
en este sentido, o de otro modo la autonomía del Hombre es tarí reducida
peligrosamente. Pero existe una especial forma
«racional» de esperanza que incluso debería ser favorecida. Es peramo
racionalmente algo sobre lo que no tenemos ningún
— conocimiento porque está más allá de nuestro horizonte espa cio-temporal
pero cuyo conocimiento desearíamos tener. En el
caso de las esperanzas racionales, la esperanza supone la movi lizació de
nuestras energías, para invertirlas en tareas cuya re alizació puede o no
guiamos hacia el objetivo deseado, pero
sobre las cuales puede afirmarse con una cierta seguridad que
no nos llevarán por e] mal camino. La esperanza de la supervi venci de nuestra
cultura, la Esperanza particular que no es la
Esperanza escrita con mayúscula, no es un personaje metafísi co pero es algo
más que un simple anhelar, desear, imaginar y
fantasear subjetivos. El memento mori que se encierra en la pre gunt «Puede
sobrevivir la modernidad?» se ha pronunciado
públicamente. Y esperar la supervivencia de nuestra cultura no
es ilícito ni tampoco irracional. No es la esperanza de la inmor talida sino de la
longevidad. En esta esperanza deseamos a
nuestro propio mundo una vida larga y feliz.

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