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Kaúó5

EL ZEN Y L OS
PAJAROS DEL DESEO
THOMAS MERTON

EL ZEN Y LOS
P AJAROS DEL DESEO

�rcSs
eclit()rial
Numancia, 117-121
08029 Barcelona
Título original: ZEN AND THE BIRDS OF APETITE
Traducción: Rolando Hanglin

© by Thomas Merton
© de la edición española:
1972 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Noviembre 1972


Sexta edición: Septiembre 2005

ISBN: 84-7245-308-1
Dep. Legal: B-35103-2005 E.U.

Impresión y encuadernación: Publidisa


SUMARIO

Nota del Autor . . . . . . . . . . . . . 9

PRIMERA PARTE
El Estudio del Zen . 13
La Nueva Conciencia 29
Una visión cristiana del Zen 49
D. T. Suzuki . El hombre y su obra . 79
Nishida : Un filósofo Zen 89
Experiencia trascendental 95
El Nirvana 105
El Zen en el arte japonés 117
Apéndice : ¿El Budismo niega a la vida? . . 121

SEGUNDA PARTE
Sabiduría del Vacío
Diálogo entre Daisetz T. Suzuki y Thomas
Merton . . . . . . . . . . . . . 127
Conocimiento e inocencia . 133
por Daisetz T. Suzuki
La reconquista del paraíso . . 149
por Thomas Merton
Observaciones finales . . 169
por Daisetz T. Suzuki
Observaciones finales . 171
por Thomas Merton
Postfacio . . . . 1 77

Notas 183
Sin el canto de un ave
en la montaña
aún mayor es la quietud.

PROVERBIO ZEN

Guía tu caballo sobre el filo de la espada


Ocúltate entre las llamas
Capullos del árbol de los frutos florecerán en el fuego
Por la tarde sale el sol.

PROVERBIO ZEN
NOTA DEL AUTOR

Cuando en algún lugar se pudre la carroña, los pájaros


carnívoros vuelan en círculos; descienden. Vida y muerte
son dos. Los vivos atacan a los muertos para su propio
beneficio. Nada pierden, con esto, los muertos. Salen ga­
nanciosos, tal vez, cuando de ellos alguien se sirve. O por
lo menos así parece, si es que debemos considerar esto en
términos de ganar y perder.
¿Nos abocaremos al estudio del Zen, entonces, en la
creencia de que con ello ganaremos algo? Esta pregunta
no pretende constituirse en velada acusación. Pero sin
embargo es una pregunta muy seria. Allí donde se albo­
rota en torno a la «espiritualidad», la «iluminación» o
simplemente la «puesta en onda», a menudo no, hay mds
que buitres bajando sobre un cadáver. Sus merodeos, su
vuelo circular, su descenso, esta celebración de una vic­
toria, en fin, no son lo que pretende el Estudio del Zen,
aunque en otro contexto puedan resultar ejercicios de
singular utilidad, porque enriquecen a los pájaros del
deseo.
El Zen nada enriquece. No hay cuerpo alguno que
podamos hallar. Las aves pueden acudir y volar en cfrcu­
los, durante un tiempo, sobre el lugar donde se cree que
está en cadáver. Pero muy pronto se marchan hacia otros
parajes. Cuando ya no están, aparece de pronto la «nada»,
el «no-cuerpo» que allí estaba. Este es el Zen. Lo que no
ha cesado de estar alli, todo el tiempo, sin que se aperci­
bieran las aves devoradoras de carroña: no es el tipo de
presa que ellas codician.

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PRIMERA PARTE
EL ESTUDIO DEL ZEN

Mejor es ver su rostro que oír su nombre


PROVERBIO ZEN

«Nada hay - dice Lévi-Strauss - que pueda ser conce­


bido o comprendido al margen de las exigencias básicas
de su estructura.» Se refiere a los sistemas primitivos de
parentesco, particularmente al importante papel que en
ellos juegan los tíos por parte de madre. Desde un princi­
pio admitiré que los tíos nada tienen que ver con el Zen;
no pretendía probar lo contrario. Pero la afirmación es
universal. «Nada podemos comprender sin considerar las
exigencias básicas de su estructura.» Esto sugiere un cu­
rioso interrogante: ¿Cómo encaja el Zen en los criterios
de la antropología estructural? ¿Puede ser «comprendido»
desde ese punto de vista? De inmediato se advierte que,
probablemente, quepa responder a esta pregunta con un
«SÍ» y un «DO».
En tanto integra el Zen un complejo social y religioso,
en tanto parece vincularse con otros elementos de un sis­
tema cultural, «sí». En tanto que Budismo Zen, «sí». Pero
en este caso, lo que se asimila al sistema es el Budismo
más que el propio Zen. Cuando consideramos que el Zen
es budista, lo dejamos al nivel de una expresión del im­
pulso cultural y religioso del hombre. En tal caso, puede
decirse que el Zen posee un tipo especial de estructura
dotada de exigencias esenciales, que son exigencias estruc­
turales y, como tales, están al alcance de la investigación

13
El Zen y los pdjaros del deseo

científica; su carácter particular, en fin, puede ser deter­


minado y «comprendido».
Estudiado de esta manera, el Zen tiene por marco al
contexto de la historia china y japonesa. Se lo describe
como a un fruto del encuentro del Budismo hindú, especu­
lativo, con la practicidad del Taoísmo chino e incluso del
Confucianismo. Es estudiado a la luz de la cultura de la
dinastía T' ang y según las enseñanzas de varias «casas».
Se lo asocia con otros movimientos culturales. Se examina
su entrada al Japón, así como su integración con la civi­
lización japonesa. Es entonces que llegan a parecer impor­
tantes, incluso fundamentales, muchas cosas relacionadas
con el Zen. El Zendo o sala de la meditación. El lugar del
Zazen. El estudio del Koan. El traje. El asiento del loto.
Los arcos. Las visitas al Roshi y la técnica del Roshi para
determinar si uno ha experimentado un Kensho o un Sa­
tori, colaborando con estos logros.
Bajo este enfoque, el Zen puede contraponerse a otras
estructuras religiosas ; por ejemplo la del Catolicismo-, con
sus sacramentos, liturgia, plegaria mental (que ya mu­
chos no práctican), devociones, leyes, teología, catedrales
y conventos, sacerdotes y organización jerárquica, conci­
lios, encíclicas y, en fin, con su Biblia.
Podemos examinar a ambos, concluyendo en que tie­
nen unas pocas cosas en común. Comparten ciertas moda­
lidades culturales y religiosas. Son «religiones». La una,
asiática, la otra occidental o más bien judeo-cristiana. La
primera ofrece una iluminación metafísica, la segunda
una salvación de carácter teológico. Ambas pueden consi­
derarse meras curiosidades, resabios gratos de un pasado
que ya no existe, pero que sin embargo podemos apreciar,
como apreciamos la escultura de Chartres, la música de
Monteverdi o los tesoros del Renacimiento. Aguzando un
poco más la investigación, uno llega a imaginar - erró-

14
El Estudio del Zen

neamente - que, puesto que el Zen es simple y austero,


se asemeja notablemente al monasticismo cisterciense,
que también es, o solía ser, austero. Efectivamente, en
ambos casos se saborea la simplicidad, y es posible que
los constructores de las iglesias cistercienses del siglo XII,
en Borgoña y Provenza, estuvieran iluminados por una
especie de instintiva visión Zen de su trabajo, que exhibe
en efecto aquellas luminosas pobreza y soledad que el
Zen denomina Wabi.
Sin embargo, como estructuras, sistemas o religiones,
el catolicismo y el Zen hacen tan mala mezcla como el
aceite y el agua. Puede esperarse que personas de uno y
otro lado, del Zendo y de la universidad, monasterio o cu­
ria, se avengan respetuosa y seriamente. Pero sus diferen­
cias permanecerían intactas. Regresarían a sus respectivas
estructuras, se acogerían a sus propios sistemas, tras ad­
quirir suficiente comprensión del rival como para recono­
cer la pasmosa diferencia que los separa. Todo esto será
así mientras consideremos que el Zen es, específicamente,
Budismo Zen, una escuela o secta búdica que forma parte
del sistema religioso conocido por «religión budista».
Pero, cuando examinamos más de cerca el caso, en­
contramos que practicantes muy serios y responsables
del Zen niegan, primero, que sea «una religión» y luego
que se trate de una escuela o secta, rechazando toda inte­
gración dentro de los confines del Budismo y su «estruc­
tura». Por ejemplo, uno de los grandes maestros japone­
ses del Zen, el fundador del Soto Zen, llamado Dogen, ha
dicho categóricamente: «Aquel que considera al Zen
como escuela o secta del Budismo, llamándolo Zen-shu,
escuela Zen, es un demonio».
Definir al Zen en términos de sistemas o estructuras
religiosas equivale, en realidad, a destruirlo ... o más bien
a perderlo de vista por completo, pues lo que no puede ser

15
El Zen y los pdjaros del deseo

cconstruido » tampoco puede sufrir destrucción alguna. El


Zen no queda definido dentro de límites precisos, ni está
dotado de perfiles característicos o formas fácilmente reco­
nocibles de modo que, a la vista de estas formas tan distin­
tivas y particulares exclamemos: « ¡ Helo ahí!». El Zen no
se comprende cuando lo alineamos en su propia categoría,
separándolo de todo lo demás: e Es esto y no aquello ».

Por el contrario, Zen es, según las palabras de D. T. Suzu­


ki, «más allá del mundo de los opuestos, construido por el
discernimiento intelectual... un mundo espiritual de indis­
cemimiento que implica un punto de vista absoluto». Sin
embargo, estas palabras pueden convertirse fácilmente en
una trampa si «discernimos» el Absoluto del no-absoluto
en forma occidental, platónica. Por eso agrega de inme­
diato Suzuki: «el Absoluto no se distingue del mundo de
la discriminación. . . el Absoluto está en el mundo de los
opuestos y no fuera de él». (D. '¡. Suzuki, The Essence of
Buddhism, Londres 1946, p. 9). De esto se deduce que el
Zen se encuentra fuera de todas las estructuras particula­
res y formas distintivas ; no se opone a ellas, ni deja de
oponerse. No las niega ni las afirma, no las odia ni las
ama, no las rechaza ni las desea. El Zen es conciencia no
estructurada por formas o sistemas particulares, una con­
ciencia trans-cultural, trans-religiosa, trans-formal. Por lo
tanto, en cierto sentido es «Vacío». Pero puede brillar a
través de este o aquel sistema, religioso o a-religioso, tal
como brilla la luz a través de cristales azules, verdes, ro­
jos o amarillos. Si tuviera alguna preferencia, se inclina­
ría por el cristal plano e incoloro, un «simple cristal».
En otras palabras, tomar el Zen mera y exclusivamen­
te como Budismo Zen es falsificarlo y, sin duda, delata el
más rotundo fracaso en su comprensión. Claro está que
esto no significa que no puedan existir los «budistas Zen»,
sino que éstos sabrán, precisamente porque son hombres

16
El Estudio del Zen

del Zen, la diferencia entre su Budismo y su Zen, aunque


consideren que, para ellos, el Zen es la más pura expresión
del Budismo. Naturalmente, esto se debe a que el propio
Budismo - más que cualquier otro «sistema religioso» -
apunta más allá de los «ismos» teológicos y religiosos.
Pretende no ser un sistema, presentando al mismo tiem­
po, como otras religiones, una peculiar tentación para los
sistematizadores. El impulso real del Budismo va hacia
uzia iluminación que, precisamente, se encuentra más allá
de los sistemas, de las estructuras sociales y culturales y
del rito y las creencias religiosas, aun aceptando diversas
variedades de superestructuras culturales y religiosas sis­
temáticas como la tibetana, la japonesa, la nepalesa, etc.
Ahora bien; si reflexionamos un instante comprende­
remos que también en la cristiandad - y en el Islam -
existen estas personas declaradamente inusuales que ven
más allá del aspecto «religioso» de su fe. Karl Barth fue
uno de estos casos : dentro de la más pura tradición pro­
testante, se negó a llamar «religión» al Cristianismo, pro­
clamando con vehemencia que la fe cristiana no podía ser
comprendida mientras se la asimilara a las estructuras
sociales y culturales. Estas estructuras, pensaba, eran por
completo ajenas al Cristianismo y lo pervertían. En el
Islam, los sufíes hablan de Fana, ext i n ción del ser social
y cultural determinado por las formas estructurales de
las costumbres religiosas. Esta extinción da paso a un
reino de libertad mística en la que el «ser» se pierde, re­
constituyéndose luego en Baqa: algo semejante al «Nue­
vo Hombre» de que hablaban los místicos cristianos, in­
cluyendo a los Apóstoles. «Vivo - dij o Pablo - pero no
soy yo, sino Cristo quien vive en mí».
En la iluminación Zen, el descubrimiento del « rostro
original de cuando tú no habías nacido» no significa que
uno ve a Buda sino que uno es Buda, y que Buda no con-

17
El Zen y los pdjaros del deseo

firma lo que podría �sperarse a partir de las imágenes del


templo : pues ya no hay imagen alguna, y por lo tanto
nada para ver, nadie que lo vea: sólo un Vacío en el cual
ni siquiera puede concebirse una imagen. «La verdadera
visión - dijo Shen Hui - llega cuando ya no se ve».
Esto significa, entonces, que el Zen se halla fuera de
todas las formas y estructuras. Podemos servirnos de al­
gunas modalidades exteriores del monasticismo budista
Zen, así como de las pinturas de artistas Zen, sus poemas,
sus dichos breves y vívidos, pero sólo para ayudarnos en
nuestro acercamiento al Zen. La peculiar condición del
arte chino y japonés de influencia Zen reside en que su­
giere lo que no puede ser dicho y, usando un mínimo im­
prescindible de formas, nos despierta a lo que no tiene
forma. La pintura Zen nos dice sólo lo necesario, advir­
tiéndonos sobre lo que no está pero sin embargo está «ahí
mismo». La caligrafía Zen, con su delicadeza, dinamismo,
abandono y desprecio por lo «bonito» y por el «estilo»
formal, nos revela una libertad que no es trascendente
en el sentido abstracto o intelectual pero que, empleando
un mínimo de forma sin aferrarse a ésta, se emancipa
considerablemente de la forma. La conciencia Zen es
como un espejo. Dice un moderno escritor Zen:

«El espejo carece absolutamente de ego y de


preocupaciones. Llega una flor: él refleja una flor;
llega un pájaro y él lo refleja. Muestra que un obje­
to bello es bello y que un objeto feo es feo. Todo se
revela tal cual es. No hay una mente que discrimina,
o una conciencia de sí por parte del espejo. Si algo
viene a él, es reflejado ; si desaparece, el espejo lo
deja desaparecer. . . no queda huella alguna tras él.
Un desprendimiento tal, este estado de no-mente,
esta faena auténticamente libre del espejo, se ase-

18
El estudio del Zen

mejan a la sabiduría pura y lúcida del Buda». (Zen­


kei Shibayma, On Zazen Wasan, Kyoto, 1967, p. 28.)

Esto significa que la conciencia Zen no distingue ni


categoriza lo que ve, según criterios sociales y culturales.
No trata de asimilar las cosas a estructuras artificialmen­
te preconcebidas. No juzga la belleza o la fealdad de
acuerdo a cánones de gusto ; aun a pesar de que pueda
poseer su propio gusto. Si aparenta juzgar y distinguir,
es sólo lo necesario para señalar más allá del juicio, ha­
cia el vacío puro. No se instala en su juicio como si fue­
ra definitivo. No erige estructuras en torno a su juicio,
para defenderlo de todos los demás.
A esta altura será provechoso reflexionar sobre el pro­
fundo significado de la frase de Jesús: «No juzgues, y no
serás juzgado». Más allá de sus proyecciones morales, por
todos conocidas, hay una dimensión Zen en estas pala­
bras del evangelio. ¡Y sólo percibiendo esta dimensión
Zen resulta plena la claridad del mensaje moral!
En cuanto a la noción de la «mente de Buda», no se
trata de algo estético, a ser adquirido laboriosamente,
algo que «no está allh y que debemos poner allí (¿dón­
de?) por medio de la asidua frecuentación mental y física
de Roshis, Koans y todo lo demás. «El Buda es tu men­
te de cada día».
El problema es que, mientras usted se entrega a dis­
tinguir, juzgar, categorizar y clasificar - o aun a contem­
plar - sobreimprime algo al espejo puro. Usted filtra la
luz con un sistema, como si creyera que así mejorará
la calidad de dicha luz.
Las formas y estructuras culturales están allí, qué
duda cabe. No existe nuestra vida sin ellas, ni podemos
tratarlas como si no existieran. Pero llega por fin un mo­
mento en que, como Moisés, vemos que, súbitamente, el

19
El Zen y los pájaros del deseo

espino. de las formas culturales y religiosas está en llamas,


y se nos llama a marchar sobre él, descalzos y probable­
mente también sin pies. ¿Es el fuego otro que el espino?
¿Más que el espino? ¿O es tal vez más espino que el pro­
pio espino? El Espino Llameante del Exodo nos recuerda
extrañamente al Prajnaparamita Sutra : «La forma es va­
cío, el vacío en sí mismo es forma ; la forma no difiere del
vacío (el Vacío), ni éste de la forma ; lo que sea la forma
será el vacío, lo que sea el vacío será la forma . . . » Así tam­
bién las palabras del episodio de las llamas y el espino en
el Exodo: e Yo soy lo que soy». Estas palabras van más
allá de la afirmación y la negación : de hecho, nadie sabe
exactamente lo que significan Los estudiosos presentan
.

interpretaciones según el espíritu de la época: ora esen­


cialistas - «el Ser Puro sobrevive al Ser en acción»­
ora existencialistas : «No te lo diré, de modo que tú a lo
tuyo, que no es saber, sino hacer lo que harás la próxima
vez que venga a ti».
En otras palabras, comenzamos a vislumbrar que el
Zen no sólo se encuentra más allá de las formulaciones del
Budismo sino también en cierto modo, «más allá» del
,

mensaje revelado de la Cristiandad, que incluso parece


señalar hacia el Zen. Esto es decir que, cuando uno sale
fuera de los límites de la religiosidad - o irreligiosidad -
cultural y estructural, se encuentra en condiciones de dar
con un vacío muy simple, por «nacimiento en el Espíritu»
o por mero despertar intelectual: allí todo es libertad,
porque todo es la acción inactiva que los chinos llaman
Wuwei y el Nuevo Testamento «libertad de los Hijos de
Dios». No se trata de que teológicamente sean una sola y
misma cosa, sino que poseen en c ualquie r concepto el mis­
mo tipo de ilimitación, idéntica falta de inhibición, igual
plenitud psíquica de creatividad, todo lo cual indica una
madurez plenamente integrada, propia del «yo ilumina -

20
El Estudio del Zen

do». La «mente de Cristo» descrita por San Pablo en Fili­


penses-2 puede hallarse a mundos teológicos de distancia
de la «mente de Buda»: personalmente, no me creo auto­
rizado a determinarlo. Pero el tremendo « al:lto-vaciamien­
to» de Cristo - así como el auto-vaciamiento que hace al
discípulo uno con Cristo en Su kenosis - puede enten­
derse, y ha sido entendido, muy al estilo Zen, en el plano
de la experiencia y la psicología.
Dicho sea tomando debida nota de las vastas diferen­
cias doctrinales entre Budismo y Cristianismo, y con el
mayor de los respetos por las aspiraciones de las distintas
religiones : sin confundir la «visión de Dios» cristiana con
la «iluminación» búdica podemos decir que ambas tienen
en común esta «infinitud» psíquica. Y tienden a describir­
la con lenguajes marcadamente similares. Se habla ora
de «vacuidad», ora de «oscura noche», aquí de «libertad
perfecta», allí de «no-mente», en fin, de «pobreza» en el
sentido de Eckhart y en el de D. T. Suzuki, en otros pasa­
jes de este mismo libro.
A estas alturas me parece oportuno confesar claramen­
te que, en mi diálogo con el Dr. Suzuki, mi elección de la
pureza de corazón de Casiano como expresión cristiana de
la conciencia Zen fue un tanto desafortunada. No cabe
duda de que algunos pasajes en Casiano, Evagrio Póntico
y otros contemplativos del desierto egipcio sugieren cierto
parentesco con el «vacío» del Zen. Pero, en Casiano, la
idea de «pureza de corazón», con sus connotaciones plató­
nicas, con su contenido místico o sin él, no tiene aún un
carácter Zen porque conserva la noción de que la concien­
cia suprema reside en un corazón distinto, que es puro, y
que por lo tanto se encuentra preparado para. e incluso
merece, la visión de Dios. Aquí existe, todavía, una percep­
ción acentuada de la conciencia del ser, diferente y sepa­
rada. Meister Eckhart nos da una expresión más plena y

21
El Zen y los pájaros del deseo

legítima del Zen en la experiencia cristiana. «Para ser mo­


rada digna de Dios - dice - y adecuada a la acción que
Dios cumplirá dentro suyo, el hombre debe, también , en­
contrarse libre de todas las cosas y acciones, no sólo inte­
rior sino también exteriormente » . Esta es la « pureza de
corazón» de Casiano , correspondiente también a la idea
de «virginidad espiritual» de algunos místicos cristianos.
Pero prosigue Eckhart , decJarando que hay aún mucho
más : «El hombre debe ser tan pobre como para no ser
ni poseer un lugar para la acción de Dios. Reservar un lu­
gar equivaldría a man tener discriminaciones. Tan desin­
teresado y liberado se sentirá el hombre que no sabrá lo
que Dios está haciendo en él ».
«Pues si llega e l caso d e que el hombre se ha
vac i ado de todas las cosas y c riaturas , de sí mismo
y de dios , y si aún halla dios lugar en él para ac­
tuar ... no será este hombre pobre con la más ínti­
ma de las pobrezas. Pues no es voluntad de Dios
que el hombre reserve un sitio para t us trabajos,
ya que la auténtica pobreza de espíritu exige que el
hombre se vacíe de dios y de todos sus trabajos de
modo tal que, si Dios desea actuar en su alma, él
mismo será el lugar sobre el que actuará... (Dios
asume, luego) la responsabilidad de s'u propia ac­
ción y (es) él mismo el escenario de la acción, pues
es Dios el que actúa en sí mismo». (R. B. Blakney,
Meister Eckhart, a Modern Translation, sermón
«Blessed are the Poor», N. Y., 1941, p . 231).
A causa de los peculiares problemas que este difícil
texto plantea a la ortodoxia cristiana, el editor de la ver­
sión inglesa (Blackney) ha impreso la palabra Dios con
mayúsculas, a veces, y en otras con minúsculas. Tal vez,
un escrúpulo innecesario. De cualquier modo, este pasaje

22
El Estudio del Zen

refleja la ecuación eckhartiana de Dios como abismo y te­


rreno infinitos (léase Sunyata) muy a la manera Zen, con
el verdadero ser del yo asentado en El; he aquí lo que
cree Eckhart : sólo cuando ya no queda un yo en tanto
que «lugar» para la acción divina, sólo cuando Dios ac­
túa puramente en Sí mismo, recuperamos finalmente
nuestro «yo verdadero», que en términos Zen es el «no­
yo». «Es aquí, con esta pobreza, que el hombre r,ecobra el
ser eterno que antes fue, que es ahora y será por siempre
jamás». Es fácil comprender por qué aquellos que inter­
pretaron todo esto, puramente, en función del sistema
teológico de la época - en lugar de hacerlo de cara a la
experiencia de tipo Zen que pretendía expresar - lo en­
contraron inaceptable.
Sin embargo, la misma idea, dicha con palabras ligera­
mente distintas por Eckhart, resiste a la interpretación
más ortodoxa: Eckhart menciona una «pobreza perfecta»
en la cual el hombre se halla desprovisto incluso de Dios,
y de «lugar alguno en sí mismo donde pueda Dios hacer
su obra» ; es decir, que se encuentra más allá de la pure­
za de corazón.

«La última y más sublime despedida del hombre


se produce cuando, por amor a Dios, él se aleja de
dios. San Pablo abandonó a dios por amor a Dios,
y se deshizo de todo lo que podría recibir. de dios,
así como de Jo que podría dar, librándose al tiempo
de toda idea de dios. Despidiéndose de todo esto,
abandonó a dios por amor a Dios, y Dios permane­
ció en él como es Dios en su propia naturaleza - no
como persona alguna cree que es - como un estar
siendo, como Dios es en realidad, y no ya como algo
que debamos alcanzar. Entonces él y Dios fueron
uno, esto es, la pura unidad. Así es como uno se

23
El Zen y los pdjaros del deseo

convierte en una persona real para la cual no puede


haber sufrimientos, tal como no los hay para la
esencia divina » . (Blakney, Meister Eckhart, p. 204-5).
En este estado de perfecta pobreza, dice Eckhart, uno
puede aún tener ideas y experiencias, pero sin embargo
está libre de ellas :
« (Yo) no las considero mías, para cogerlas o de­
jarlas en el pasado o en el futuro . . . Yo (soy) libre
y estoy vacío de ellas en este momento preciso, en
el presente . . . ». (Blakney, Meister Eckhart, p. 207).
Más allá del yo que piensa, reflexiona, desea y ama, y
aún más allá de la « chispa» mística en el fondo del alma,
se encuentra el sublime agente, « a la vez puro y libre como
Dios y perfecta unidad, como él ». Pues « en el alma hay algo
tan estrechamente afín con Dios que ya es uno con él y no
necesita ser unido a él » . Eckhart prosigue desarrollando
esta idea de unidad dinámica con una imagen maravillosa
que, aunque característicamente occidental, denota una
profunda cualidad del tipo Zen. Este parentesco divino
que hay en nosotros es el núcleo de nuestro ser y se en­
cuentra « en Dios » más que « en nosotros », siendo el mis­
mísimo foco del inextinguible goce creativo de Dios .
«En esta semejanza o identidad goza tanto Dios
que vuelca en ella toda su naturaleza y su ser. Tan
grande es su placer, para hacer una comparación,
como el que siente un caballo al que se libera en un
verde prado, cubierto de césped suave y parejo,
para que galope como cualquier caballo haría, a la
máxima velocidad que le es posible, sobre el verde :
pues ésta es la naturaleza del caballo, y tal su pla­
cer. Así ocurre también con Dios. Es su goce y su
frenesí al descubrir la identidad, porque siempre

24
El Estudio del Zen

puede volcar en ella toda su naturaleza: él mismo


es, pues, esta identidad» (Blakney, Meister Eck­
hart, p. 205).

Desde el punto de vista de la lógica, este desarrollo poé­


tico carece directamente de sentido, pero, como expresión
de una percepción inexpresable del mismo núcleo de la
vida, resulta incomparable. Incidentalmente, nos muestra
cómo entendía Eckhart la doctrina cristiana de la crea­
ción. Admitía la separación entre criatura y Creador, pues
este «Algo está aparte y es extraño a toda la creación». Sin
embargo, la distinción entre Creador y criatura no quita
que exista, también, unidad básica en nosotros, hacia la
cúspide de nuestro ser, donde somos «Uno con Dios».
De identificarnos exclusivamente con esta cúspide, se­
ríamos otros y no ya los que experimentamos ser, pero
también mucho más verdaderamente nosotros de lo que
somos actualmente. Así, dice Eckhart: «Si uno fuera ínte­
gramente esto (es decir, este «Algo» o «Unidad») sería no
sólo no-creado sino también distinto a toda criatura ... Si
yo me hallara en esta esencia, aun por un instante, no
otorgaría a mi personalidad terrenal más importancia que
a un gusani1lo del estiércol» (Blakney, Meister Eckhart,
p. 205). Debemos acotar inmediatamente, empero, que en
esta sublime unidad descubrimos, por fin, la dignidad e
importancia de nuestro simple «yo terrenal», que no exis­
te fuera de ella, sino en y por ella. La tragedia reside en
que nuestra conciencia se encuentra totalmente alienada
de este fondo recóndito de nuestra identidad. Y, en la tra­
dición mística cristiana, este extravío interno y esta alie­
nación constituyen el verdadero contenido del «pecado
original».
Todo esto se aproxima notablemente a las expresiones
que hallamos por doquier entre los maestros del Zen. Pero

25
El Zen y los pdjaros del deseo

se define como puramente cristiano en cuanto, como dice


Eckhart, es precisamente en esta pura pobreza por la cual
uno ya no constituye un «YO », donde se recupera la autén­
tica identidad en Dios: esta última es el « nacimiento de
Cristo en nosotros ». Curiosamente, pues , para Eckhart,
cuando perdemos nuestra identidad religiosa y cultural ,
especial y separada - el « YO » o « persona », sujeto de vir­
tudes tanto como de visiones, que se perfecciona por las
buenas acciones y progresa en la práctica piadosa -
Cristo nace por fin en nosotros, en el sentido más eleva­
do. (Eckhart no niega la enseñanza sacramental del naci­
miento de Cristo en nosotros por medio del bautismo,
pero le interesa algo más plenamente desarrollado).
Obviamente, se consideró que estas enseñanzas de Eck­
hart eran muy perturbadoras. Su gusto por la paradoja, su
deliberado uso de expresiones que ultrajaban las suscep­
tibilidades religiosas convencionales, con el objeto de que
su audiencia despertara a una nueva dimensión de expe­
riencia, lo dejaron a merced de los ataques de sus enemi­
gos. La Iglesia condenó oficialmente algunas de sus ense­
ñanzas ; muchas son reinterpretadas, ahora, por los estu­
diosos, en un sentido plenamente ortodoxo. Pero no es esto
lo que aquí nos concierne. Podemos apreciar mejor a Eck­
hart por lo que, realmente, era mejor en él : y esto no se
halla en el marco de referencia de un sistema teológico
sino fuera de él. En todo lo que Eckhart intentó decimos
-fueran sus términos familiares o sorprendentes- había
una referencia a algo que no puede estructurarse, que no
puede acomodarse dentro de los límites de sistema algu­
no. No deseaba construir una nueva teología dogmática,
sino dar expresión a l a gran renovación creativa de la
conciencia mística que alentaba por aquel entonces en los
Países Bajos y la región renana. Examinado en función del
marco de referencias de una estructura cultural y religio·

26
El Estudio del Zen

sa, Eckhart intriga, sin duda alguna; pero es probable


que así perdamos contacto con lo que en verdad decía,
desviándonos hacia temas laterales. Si lo comparamos con
aquellos maestros del Zen que, al otro lado del planeta,
pronunciaban, como él, deliberadamente, expresiones en
extremo paradójicas, destacaremos, en él, un tipo de con­
ciencia idéntico al del Zen. Sea lo que fuere esto último
y cualquiera la definición que uno elija, está presente en
Eckhart, de una u otra manera. Pero no se trata por ello
de definir el Zen a priori, aplicando luego la definición a
Eckhart y a los maestros japoneses. El verdadero estudio
del Zen consiste en penetrar una concha exterior para
paladear la pulpa interna, que carece de definición. Sólo
entonces comprende uno, en sí mismo, la realidad de que
estamos hablando.
Como dice Eckhart :

« Para que salga fuera lo que está dentro, debe­


mos abrir la concha, pues cuando tú quieres coger
.la pulpa. nq tienes más remedio que romper su en­
voltura. Y, por tanto, si deseas descubrir la desnu­
dez de la naturaleza debes destruir sus símbolos, y
cuanto más lejos llegues en esto, más cerca ven­
drás a su esencia. Cuando arriba� al Uno que den­
tro de sí reúne todas las cosas, ahí te quedas•.
(Blakney, Meister Eckhart, p. 1 48).

La perfecta síntesis en un Mondo Zen :

Dijo a su discípulo un maestro Zen : « Ve y tráe­


me mi abanico de cuerno de rinoceronte».
Discípulo : «Lo siento, maestro. Está roto ».
Maestro : « Pues vas y me traes el rinoceronte».

27
LA NUEVA CONCIENCIA

Me gustaría dar comienzo a esta exposición con una


declaración simple y tranquilizadora, sin sombra de duda
o ambigüedad : la renovación cristiana ha terminado por
producir una amplia apertura de los cristianos hacia las
religiones asiáticas, según las palabras del Vaticano para
« conocer, preservar y promover los bienes espirituales y
moraleS » que ellas contienen. Pero no es tan fácil.
En algunos aspectos, los cristianos progresivos jamás
han estado menos dispuestos a esta clase de apertura. Es
cierto que aprueban todas las formas de comunicación y
diálogo inter-religioso, en teoría. Pero la nueva Cristian­
dad secular y « post-cristiana », que es activista, antimís­
tica, social y revolucionaria, tiende a dar por ciertas las
concepciones marxistas que condenan a la religión como
opio de los pueblos. De hecho, estos movimientos propo­
nen una suerte de arrepentimiento cristiano en este sen­
tido, búscando, con llamativo fervor, demostrar que ellos
ya no venden opio. En cambio, puesto que poco y nada
saben de las religiones asiáticas, y asociando de alguna
manera el opio con Asia - ¡ Gracias al conveniente olvido
de que fue Occidente quien introdujo el opio en China
por medio de una guerra! - se siguen contentando con
los viejos clichés sobre « el Budismo que niega la vida»,
e la contemplación egoísta del ·propio ombligo• y el Nir­

vana, esa especie de trance drogadictivo.

29
El Zen y los pájaros del deseo

El propósito de este libro no es polémico ; pero si lo


fuera me sentiría obligado a salir en defensa del Budismo
contra estos prejuicios absurdos y jamás revisados. Esta­
ría tentado de señalar, por ejemplo, que una religión que
prohíbe quitar cualquier vida, sin necesidad absoluta, mal
puede ser calificada de «anti-vida » (ver el Apéndice), agre­
gando que resulta ligeramente extraña esta acusación en
labios de gentes que, invocando a veces el nombre de
Cristo, están arrasando un pequeño país asiático por me­
dio de napalm y dinamita, con la decidida intención de
reducir regiones enteras de aquella tierra al estado de to­
tal ausencia de vida en cualquiera de sus formas. Pero,
repito, éste no es un libro polémico.
Por supuesto, hay muchos cristianos que tienen per­
fecta conciencia de que hay cosas que aprender del Hin­
duismo, el Budismo y el Confucianismo, y particularmente
del Yoga y el Zen. Entre ellos se cuentan los pocos jesuitas
del Japón que han tenido el coraje de practicar Zen en mo­
nasterios Zen, así como los cistercienses japoneses, que se
interesan por el Zen desde sus propios monasterios. Tam­
bién hay benedictinos americanos y europeos que exhiben
un interés más que académico en las religiones del Asia.
Hay problemas, sin embargo. Tanto los cristianos con­
servadores cuanto los progresistas recelan de las religio­
nes orientales, por distintas razones. Los conservadores
porque creen que todo el pensamiento religioso asiático
es panteístico e incompatible con la creencia cristiana en
Dios como Creador. Los progresistas, a .su vez, están per­
suadidos de que todas las religiones asiáticas son pura y
simplemente evasiones que niegan el mundo y promueven
el trance, sistemáticos repudios de la materia, el cuerpo,
los sentidos y demás, con el resultado final de que resul­
tan pasivas, quietistas y retrógradas. Esto forma parte del
mito general de Occidente sobre el Oriente misterioso,

30
La Nueva Conciencia

del que se supone que vegeta desde tiempos remotos en


una serena muerte psíquica, sin esperanzas de ningún
tipo de salvación, a excepción del Oeste dinámico, pro­
gresista, creativo, afirmador de la vida.
Ahora bien ; es cierto que a las civilizaciones de la India
y China - y de otras regiones del Asia - les ha resultado
imposible lidiar con el colonialismo occidental sin recurrir
a algunos métodos aprendidos del propio Occidente. Y cier­
to es, también, que el mundo entero se encuentra en plena
revolución cultural y social, con epicentro actual en Asia.
Finalmente, la propia revolución cultural china es uno de
los repudios más radicales y brutales de la antigua heren­
cia espiritual del Asia. Todos estos hechos, muy conocidos,
agregan peso a las ideas que prevalecen en el Oeste sobre
el «misticismo asiático», al que en el mejor de los casos
se califica de sistemático suicidio moral e intelectual.
La moda occidental, bastante desconcertante, de ex­
plorar la experiencia religiosa asiática, no convence a los
cristianos progresistas de que algo bueno pueda salir de
todo esto. Hippies, beatniks y otros tipos de ese estilo han
obtenido un envidioso respeto por parte de los cristianos,
que ven en ellos unas sectas casi escatológicas ; pero no
son sus tendencias místicas lo que ha seducido al cristia­
no progresista. La influencia de Barth y la Nueva Ortodo­
xia (entre los protestantes) junto al renacimiento bíblico
que florece por doquier, es, probablemente, muy impor­
tante, dentro de estas inclinaciones antimísticas.
Al mismo tiempo, no debemos generalizar. Un teólogo
de la «Muerte de Dios» como Altizen demuestra encon­
trarse no sólo bien informado sobre el Budismo, sino
también atraído por él.
Por esto es que nada definitivo podemos decir sobre
la actitud de los nuevos pensadores cristianos hacia el
Hinduismo, el Budismo. o el Zen, considerado este últi-

31
El Zen y los pájaros del deseo

mo, tal vez, como forma «extrema» de la negación asiáti­


ca de la realidad. La postura generalizada de recelo, des­
confianza y rechazo se basa en la ignorancia.
Este ensayo no se referirá tanto al Zen cuanto a la
propia conciencia cristiana, y a la evolución reciente que
ha tornado a la Cristiandad de nuestros días, activista,
secular y antimística. ¿Es la nueva conciencia, realmente,
un regreso al primitivo espíritu cristiano? ¿En qué se di­
ferencia del estado de conciencia que se ha mantenido
aproximadamente invariable desde Agustín hasta Mari­
tain, en el Catolicismo occidental?
Hasta hace poco se suponía que la experiencia de los
primeros cristianos era aún accesible a los cristianos fer­
vorosos de nuestros días, en toda su pureza, siempre que
ciertas condiciones fueran satisfechas a conciencia. El mo­
derno cristiano - se pensaba - sentía esencialmente lo
mismo que el de los tiempos apostólicos. Si existían va­
riantes, se debía sólo a ciertos accidentes de la cultura
y a la expansión de la Iglesia en el tiempo y en el espacio.
Los estudiosos modernos han objetado severamente
esta creencia. Han planteado el problema de la radical
discontinuidad entre la experiencia de los cristianos pri­
mitivos y la de las generaciones posteriores. Los prime­
ros cristianos se experimentaban a sí mismos como hom­
bres cde los últimos días», recién creados en Cristo como
miembros de su nuevo reino y a la espera de su inminen­
te regreso : estos hombres provenían enteramente de la
«vieja era» con todas sus preocupaciones. Sentían una nue­
va vida de liberación «en el Espíritu» y la perfecta liber­
tad de hombres que todo lo reciben de Dios como puro
don, en Cristo, sin otra responsabilidad hacia «este mun­
do» que la de anunciar alegremente el inminente «resta­
blecimiento de todas las cosas en Cristo». En una pala­
bra, estaban preparados para ingresar al reino y ser tes-

32
La Nueva Conciencia

tigos de la nueva creación dentro de los días de su vida.


«¡Dejad que venga la Gracia - decía el Didache- . y . .

dejad que pase este mundo!»


Estos elementos aún están presentes, por supuesto, en
la teología cristiana. Pero el desarrollo de una nueva di­
mensión histórica del cristianismo alteró radicalmente la
perspectiva y también, por lo tanto, la experiencia por la
cual estas verdades de la fe son aprehendidas por Jos
cristianos en tanto que individuos y en tanto que comu­
nidad. Con ayuda de conceptos tomados de la filosofía he­
lénica, estas ideas escatológicas cobraron una dimensión
metafísica. Estas verdades de la creencia cristiana comen­
zaron a experimentarse «estáticamente» y no ya en forma
dinámica, y de aquí que, por responder a la intuición me­
tafísica, evolucionaron hasta el nivel de experiencias mís­
ticas.
Cuando se descubrió que la Parusia (venida del Cris­
to) había sido desplazada al futuro, el martirologio se
convirtió en un camino directo de entrada a su reino, aquí
y ahora. La experiencia del martirio fue, de hecho, para
muchos de los mártires, una experiencia mística de unión
con Cristo en su crucifixión y resurrección, como en el
caso de San Ignacio de Antioquía. Luego del período de
los mártires, los monjes y ascetas buscaron la unión con
Dios a través de sus vidas de soledad y auto-negación, que
justificaban, filosófica y teológicamente, recurriendo a
ideas helénicas y orientales. Por esto, el sentido existen­
cial del encuentro cristiano con Dios en Cristo y en la
Iglesia, en tanto que acontecimiento (señalado por la di­
vina providencia, gracia pura) se convirtió cada vez más
en una experiencia de estado, esto es, estabilizada: la con­
ciencia cristiana ya no giraba en torno a un evento sino
a la adquisición de un nuevo status ontológico, o <<nueva
naturaleza». Se llegaba a experimentar la Gracia no como

33
El Zen y los pdjaros del deseo

acto de Dios, sino de resultas de una naturaleza divina


compartida por «filiación de Dios» y, en última instancia,
por «divinización». Esto evolucionó finalmente hacia la
idea de los esponsales místicos con Cristo o, en términos
del misticismo ontológico ( Wesenmystik), hacia una ab­
sorción en la Divinidad, a través del Verbo y por acción
del Espíritu.
Aquí no disponemos de espacio para desarrollar este
análisis crítico histórico o para evaluarlo. Lo que impor­
ta es el interrogante que plantea: el problema de un giro
radical en la conciencia cristiana, y por lo tanto en la
experiencia que para el cristiano representa su propia
vinculación con Cristo y la Iglesia. Desde muchos ángulos
se examina esta cuestión en los círculos católicos, a partir
del Concilio Vaticano U. Está implícita en nuevas explo­
raciones de la naturaleza de la fe, en nuevos estudios de
Eclesiología y de Cristología, así como en la liturgia m0-
dema; en todas partes. A los católicos conservadores los
perturba este cuestionamiento de las categorías acepta­
das. Los progresistas tienden a reaccionar enérgicamente
contra cualquier conciencia metafísica y aún mística, cali­
ficándola de «no-cristiana».
La estabilidad metafísica de esta antigua concepción,
que a lo largo de los siglos se ha vuelto tradición, era
segura y tranquilizadora. Más aún, estaba inseparable­
mente ligada a un concepto estable y autoritario t.!e Ja es­
tructura jerárquica de la Iglesia. Volver a una Cristiandad
más dinámica y carismática - como, según se afirma, era
la primitiva - fue lo que, esencialmente, hicieron los pro­
testantes, en su ataque contra aquellas viejas estructuras,
que dependían de una perspectiva estática y metafísica.
Esto lo han comprendido ya los católicos más radicales,
que tal vez se complacen utilizando una terminología
fluida y elusiva, calculada para producir el máximo de

34
La Nueva Conciencia

ansiedad y confusión en las mentes menos audaces . Este


dinamismo cuestiona todo lo estático y aceptado, y gana
eventualmente las primeras planas de la prensa, pero no
siempre pueden tomarse muy en serio sus resultados. De
todos modos, esto afecta al problema del misticismo cris­
tiano, especialmente católico, en su conjunto. Identificado
el misticismo, sumariamente, con la experiencia cristiana
« helénica » y « medieval », es rechazado una y otra vez
como no-cristiano. El nuevo católico radical tiende a efec­
tuar esta identificación . Se invita al cristiano � repudiar
toda aspiración a la unión contemplativa personal con
Dios y a una profunda experiencia mística porque ésta es
una infidelidad hacia la verdadera revelación cristiana, un
sustituto humano para la palabra salvadora de Dios, una
evasión pagana, un escape individualista de la comunidad.
En este contexto, también los diálogos cristianos con las
religiones orientales - particulatmente con el Hinduismo
y el Zen - son considerados como altamente sospecho­
sos , aunque, naturalmente, siendo el concepto de diálogo
tan « progresista » no cabe atacar de frente.
Podríamos señalar aquí que el término «ecumenismo »
no fue escogido pensando en el diálogo con los no-cristia­
nos. Hay una diferencia esencial , dicen estos católicos
progresivos, entre el diálogo de los católicos con otros
cristianos y el de los propios católicos con hindúes o bu­
distas. Mientras se cree que católicos y protestantes pue­
den aprender unos de otros, progresando hacia un nuevo
entendimiento cristiano, muchos católicos de avanzada
niegan estas proyecciones al intercambio de los no-cris­
tianos. Una vez más, surge la creencia de que el Hinduis­
mo y el Budismo, por « metafísicos » y « estáticos » e inclu­
so por « místicos », ya no tienen lugar en nuestro tiempo.
Sólo los católicos conscientes de la importancia del mis­
ticismo cristiano tienen , también , conciencia de que hay

35
El Zen y los pájaros del deseo

mucho que aprender de las técnicas y experiencias de las


religiones del Oriente. Pero estos católicos son blanco de
las miradas desconfiadas, cuando no burlonas, de progre­
sistas y conservadores.
He aquí la pregunta: ¿Qué perspectiva está más cerca
de la primitiva experiencia cristiana? ¿La perspectiva su­
puestamente ccestática» y metafísica es realmente una rup­
tura y una contradicción ; viola la pureza de la conciencia
cristiana original? ¿La actitud «dinámica» y «existencial»
es acaso un retorno a la visión primitiva? ¿Debemos op­
tar entre ellas?
¿Es la larga tradición de misticismo cristiano, desde
la etapa post-apostólica, desde los Padres de Capadocia y
Alejandría, hasta Eckhart, Tauler, los místicos españoles
y los modernos, una simple desviación? ¿Cuando las per­
sonas que no pueden confiarse a la Iglesia, tal como está
hoy en día, miran con interés y simpatía los escritos de
Jos místicos, han de ser censu\-ados por los cristianos y
exhortados a buscar una experiencia algo más limitada
y comunal, en compañía de los creyentes progresistas de
la hornada más reciente? ¿Es ésta la única forma verda­
dera de entender la experiencia cristiana? ¿Existe de ve­
ras un problema, y si existe, de que se trata exactamente?
Suponiendo que la única experiencia cristiana auténtica
fuera la de los primeros cristianos, ¿hay algún modo de
recobrarla y reconstruirla? Y si efectivamente lo hay,
¿será «místico» o «profético »? Y de cualquier modo,
¿qué es? Estos apuntes no tienen la pretensión de respon­
der a tantos interrogantes. Sólo aspiran a considerar el
conflicto de la conciencia cristiana, hoy por hoy. formu­
lando una o dos conjeturas sobre la dirección que segui­
rán las exploraciones futuras.
Antes que nada, la cconciencia cristiana» del hombre
moderno jamás podrá asimilarse, pura y simplemente, a la

36
La Nueva Conciencia

conciencia de un habitante del Imperio Romano del siglo


primero. Está obligada a ser una conciencia moderna.
Al evaluar la conciencia moderna tenemos que consi­
derar la importancia aún descollante del cogito cartesia­
no. El hombre actual , en la medida en que aún es carte­
siano (naturalmente, está avanzando más allá de Descartes
en muchos aspectos) da prioridad absoluta a su propia
sensación de identidad como « YO » pensante, observador,
mensurador y estimador. Para él, ésta es la única « reali­
dad » indudable, a partir de la que comienza toda verdad.
Cuanto más desarrolla su propia conciencia como contra­
posición de sujeto y objetos, más puede comprender a las
cosas que se le relacionan, y que se relacionan entre sí,
manipulando estos objetos en su propio interés ; pero
tambi�n, aJ rp.ismo tiempo, tiende a aislarse en su prisión
subjetiva, convirtiéndose en un observador separado, dis­
tanciado de todo lo demás dentro de una especie de bur­
buja impenetra"Qle, alienada y transparente, que contiene
toda la realidad bajo la forma de una experiencia pura­
mente subjetiva. La conciencia moderna, entonces, tiende
a crear esta solipsística burbuja de sensibilidad : un ego
prisionero de su propia conciencia, aislado y falto de con­
tacto con otros egos similares, en la medida en que éstos
son más « cosas » que personas.
Exacerbada hasta lo extremo, ésta es la conciencia que
ha hecho inevitable la llamada « muerte de Dios». El pen­
samiento cartesiano comenzaba con un intento de alcan­
zar a Dios como objeto, a partir del yo pensante. Pero,
cuando Dios se convierte en objeto, tarde o temprano
<<muere », pues en última instancia Dios como objeto es
impensable. No sólo por tratarse de un concepto mera­
mente abstracto, sino porque contiene tantas contradic­
ciones internas que deviene por completo inaceptable, a
menos que se lo solidifique como ídolo, protegiendo su

37
El Zen y los pájaros del deseo

existencia por un mero acto de deseo. Por largo tiempo el


hombre conservó este acto de deseo, esta voluntad reli­
giosa : pero, actualmente, esto representa un esfuerzo ex­
tenuante y muchos cristianos lo encuentran inútil. Aban­
donando el esfuerzo, han dejado que se evapore el « Dios­
objeto » que sus padres y abuelos solían manipular para
sus propios fines. Su tremenda fatiga ha acentuado un
factor de resentimiento, convirtiendo a este « asesinato »
de la deidad en un hecho consciente. Liberada de la ten­
sión de mantener compulsivamente la vida de un Dios­
objeto, la conciencia cartesiana permanece, sin embargo,
prisionera de sí misma. He aquí, entonces, la necesidad
de romper esta prisión para dar con « lo otro » en un « en­
cuentro », « apertura» , « camaradería », « comunión».
No Qbstante, el gran problema reside en que para la
concien<�ia cartesiana lo « Otro » es, básicamente, un obje­
to. No es necesario, aquí, subrayar el importantísimo es­
fuerzo de . los .tiempos modernos por restaurar la percep­
ción humana del prójimo en un plano de « Yo-Tú ». ¿Aca­
so es posible, para un sujeto puramente cartesiano, al­
gún tipo de genuina relación Yo-Tú ?
A todo esto, no olvidemos que hay otra conciencia me­
tafísica al alcance del hombre moderno. No parte del su­
jeto pensante y auto-perceptivo sino del Ser, ontológica­
mente considerado como anterior y englobante de la divi­
sión sujeto-objeto. Por debajo de la experiencia subjetiva
del yo individual hay una experiencia inmediata del Ser.
Esta última es totalmente distinta de la experiencia cons­
ciente del yo. Resulta definidamente no-objetiva. Carece
de la alienación y las lagunas características del sujeto que
se percibe a sí mismo como un casi-objeto. La conciencia
de Ser (al margen de que se la considere positivamente, o
negativa y desapasionadamente como en el Budismo) es
una experiencia inmediata que va más allá de la percep-

38
La Nueva Conciencia

ción reflexiva . No es « co nc i en c ia de» algo sino conciencia


pu ra, en el seno de Ja cu a l « d e s a p arece » e l s uj eto co mo t al .
A pos te ri ori de esta experiencia inmediata de un cam­
po que trasciende Ja expe rien cia m i s m a , surge el suj eto
con su auto-percepción . Pero , como han señalado las rc­
J i giones o rie n ta l e s tanto como el m i s t i cismo cri s t i a n o ,
este sujeto a u to - percept i v o no es fi nal o abso l u t o ; es u n a
con s t rucc i ó n provisional , una individuaJidad que sólo
existe a e fectos p rác ti co s y en una esfera de re l at i v i d ad .
Su e x i s te nc ia sól o t iene sent ido mientras no se la fij a, o
se la centra en sí misma como último fin , y sie mpre qu e
apr en d a a fu nc io na r ya no en torno a su propio centro
s i no alrededor « de Dios» o « de los otros ». El término cris­
tiano « desde D ios » se refiere a lo que l a s filosofías rel i­
giosas n o te í s t as conciben como h i po tét i co Cen tro Unico
de t o d os los seres, lo que T. S. E l io t llamó « el punto i n ­
móvil del mundo giratorio », con Ja d i ferenc i a de que el
Budismo, por ejemplo, no lo visualiza en términos de
« punto » s i no de « Vacío ». ( Y , por supue s t o , el Vacío no
es v i su a l i zad o e n abso l u to . ) '
Brevemente, p u e de decirse que esta forma de concien­
cia asume un tipo totalmen te distinto de auto-percepción ,
en comparación con el yo-pensante cartesiano que resul­
ta su p ropia j u s t i ficación y su propio c en t ro . Aquí , e] i n­
(l i Y i duo se percibe como un yo-a-disolvc1·se dando de s í ,
amando, des pre n d i é n d o s e , extasiándose, uniéndose a
Dios : hay muchas formas de deci rlo.
E l yo n o e s su propio cen t ro ni órb i ta en torno a sí
mismo ; su centro es Dios, que lo es también de todo lo
demás, e s t a n do « C n t o do s y e n ningún l ado », donde todo
se u n e , de donde todo proviene. Desde el mismo comien­
zo , esta conciencia se d i rige a un encuentro con « el o t ro » ,
con e l q ue d e c u a l q u i e r modo y a está unida « en D i os » .
La i n t u i c i ó n metafísica del Ser está referida a un ca111-

39
El Zen y los pájaros del deseo

po de claridad, en verdad una especie de claridad ontoló­


gica o generosidad infinita que se comunica con todo lo
que existe. « El bien es difusivo de su propia naturaleza »
o « Dios es amor ». No se trata de adquirir esta claridad,
sino de un don radical que ha sido extraviado y debemos
recuperar, pero que aún se encuentra, en principio, « allí
mismo », en las raíces de nuestra existencia tal como fue
creada. Este lenguaje es más o menos metafísico, pero
hay también una forma no metafísica de decirlo. Esta
consiste en no considerar a Dios como Inmanente ni
Trascendente, sino como gracia y presencia, esto es, que
no se lo imagina como un « Centro », ubicado en cierto lu­
gar « fuera » o « dentro de nosotros ». De esta forma damos
con él , pero no como Ser sino como Libertad y Amor. Di­
ría yo que lo importante es no oponer este concepto pro­
fético de la gracia a la idea mística y metafísica de unión
con Dios, sino demostrar que estas dos concepciones in­
tentan , en reaiidad , expresar el mismo tipo de conciencia,
o al menos aproximársele, por caminos diferentes .

El marxista francés Roger Garaudy ha dicho que la


experiencia religiosa de Santa Teresa le resulta particu­
larmente digna de interés y estudio , dentro del Cristianis­
mo. Tal vez esto perturbe a los cristianos más interesa­
dos en el diálogo con los marxistas. No hay duda de
que los m ísticos cristianos, aún repudiados por algunos
de los propios cristianos actuales, siguen constituyendo
signos m isteriosos y desafiantes para los apartados de la
Iglesia y « no-creyentes » confesos que buscan, a pesar de
todo, una dimensión de conciencia más profunda que los
desplazamientos horizontales sobre la superficie de la
vida : lo que Max Picard llamó « el vuelo » (desde Dios).
Estas personas sienten una fuerte atracción por la con-

40
La Nueva Conciencia

ciencia mística, pero es pareja su repugnancia por la ins­


titución triunfalista de la Iglesia y por la alharaca acti­
vista y agresiva de ciertos progresistas.
Santa Teresa es un clásico de la experiencia cristiana.
Aunque dotada de su propio carisma especial , esta místi­
ca - al menos para los católicos tradicionales - no hizo
más que percibir, por medio de su conciencia mística,
ciertas realidades comunes, pero ocultas para la mayoría
de los devotos. Las cosas que otros creían, ella las expe­
rimentó de hecho y personalmente.
La conciencia mística de Santa Teresa implica cierta
actitud básica hacia el yo. El yo que piensa, siente y desea
no es el punto de partida de toda realidad verificable, o
de toda experiencia. La verdad primaria, el fondo de todo
ser y verdad, está en Dios , Creador de todo lo que es. El
punto de partida de toda creencia y experiencia cristiana
-en este contexto - es la realidad primaria de D ios como
Realidad Pura. La « existencia de Dios » no se deduce de
nuestra percepción consciente o de nuestra existencia per­
sonal . Por el contrario, la experiencia de los místicos cris­
tianos clásicos tiene sus raíces en una metafísica del ser,
por la cual Dios es intuido como « El que Es », realidad
Suprema, puro Ser. Naturalmente, la percepción egocén­
trica del yo es una realidad psicológica pragmática, pero
una vez que se ha producido la iluminación interior de la
realidad pura o percepción de lo Divino, el yo empírico,
por comparación, es como « nada », contingente, evanes­
cente, relativamente irreal , o sólo real en relación a su
fuente y fin en Dios, considerado no ya como objeto sino
como libre fuente ontológica de la propia existencia y de
la subjetividad. Para comprender este concepto debemos
recordar que, según esta visión de las cosas, el Ser no es
u na idea abstracta objetiva sino una intuición fundamen-

41
El Zen y los pájaros del deseo

talmente concreta, adquirida por la vía directa de una ex­


periencia personal, a la vez indiscutible e indescriptible.

La nueva conciencia cristiana, que tiende a rechazar el


Ser de Dios en tanto que irrelevante (o incluso a aceptar
como perfectamente obvia la « muerte de Dios »), pertene­
ce a un plano enteramente distinto. No existe aquí intui­
ción metafísica alguna del Ser, por lo que el « ser » queda
reducido a un concepto abstracto, algo que sin duda no
puede ser expe rimentado concretamente. Lo que se expe­
rimenta conio fundamental no es ya el « ser» o la « entidad »
sino la conciencia individual , la auto-percepción reflexiva.
Hay en esto una distinción de particular importan­
cia, pues si el dato primario de la experiencia, y prueba
última de toda verdad, es este suj eto conscien te con su
auto-percepción , verificando lo que a su propia conciencia
resulta obvio, la auto-percepción parecería bloquear e in­
hibir toda intuición real del ser. Por su propia naturaleza ,
el ser, en esta nueva situación , se presenta no ya como
dato inmediato de la conciencia intuitiva sino como obje­
to de observación empírica, cosa de hecho imposib l e .
Esto tiene muchas consecuencias importantes. Dado este
t i po de conciencia, una intuición metafísica no-obj etiva ,
o mística, resulta incomprensible. La mismísima noción
del Ser parece anodina y aun absurda.
Por ejemplo, cuando el místico (de tipo clásico ) decla­
ra haber permanecido absorto en una simple intuición de
la presencia de Dios, y de su amor, sin « ver » ni « Cxperl­
mentar » obj eto alguno , la conci encia reflexiva - que yo
denomino cartesiana por parecerme más conveniente -
interpreta esto en forma muy peculiar : bien como obstina­
da fij ación en un objeto imaginario, « algo que está ahí
fuera », bien como narcisístico reposo de la conciencia

42
La Nueva Conciencia

en sí misma. Es cierto, por otra parte, que el falso misti­


cismo puede ofrecer, eventualmente, este último aspecto.
La única solución a este problema consiste en admitir
que muy probablemente no haya , para la conciencia de
tipo « cartesiano » , forma alguna de comprender de qué
ha!Jlan * los místicos del género clásico. (De ahí la asom­
brosa mezcla de cosa autén tica e inauténtica en libros
como Variedades de la Experiencia Religiosa, de James .)
Lo mismo ocurre, probablemente, con la conciencia fe­
nomenológica. En ambos casos , debe hallarse un camino
enteramente distinto hacia la real ización personal y cris­
tiana.
La nueva conciencia se vuelca naturalmente hacia la
historia, el evento, el movimien to, el progreso, y busca su
propia identidad y realización en la acción a favor de bie­
nes histórico-políticos o críticos . En la proporción en que
también es bíblica y escatológica, se aproxima a la primi­
tiva conciencia cristiana. Pero podemos ver, ya, que el
pensamiento « bíbl ico » y « escatológico » no se acomoda
mayormente a este tipo particular de conciencia : existen
síntomas de que ésta pronto deberá declararse post-bíbli­
ca, además de post-cristiana .
A todo esto, las drogas hacen su aparición como un
deus ex machina, permitiendo que la conciencia cartesia­
na auto-perceptiva expanda su percepción de sí misma
con apariencia de salir fuera de sí misma. En otras pala­
bras, las drogas proporcionan al yo auto-perceptivo un
sustituto de la auto-trascendencia metafísica y mística.
¿ También, acaso , un sustituto del amor ? No lo sé.
De cualquier modo, la nueva conciencia cristiana pa­
rece el producto de una especie de fenomenología que
tiende a repudiar y a obj etar cada vez más todo lo que
• La bastard i l l a es nue�tra y pretende comerva r ci erto énfasis q u e
posee la oración e n e l ori ginal i n glés. ( N. del T. J

43
El Zen y los pájaros del deseo

tenga apariencia « metafísica » , « helénica » y, sobre todo,


« mística » . Poco y nada le preocupa ya Dios como existen­
cia presente (en su creación) pues la absorbe la palabra
de Dios, como mandato de acción. Dios está presente, pero
no como presencia trascendente, experimentada, que re­
sulta « totalmente otra» y reduce lo demás a la insignifi­
cancia, sino en el papel de un verbo inescrutable que ex­
horta a los hombres a vivir en comunidad unos con otros.
Pero . . . ¿ Qué comunidad ? ¿Y cuáles otros ? Se critica seve­
ramente a la Iglesia por sus tradicionales estructuras au­
toritarias, que no por tales son necesariamente malas.
Pero la idea bastante más fluida de comunidad que « ocu­
rre » cuando la gente se reúne por orden de Dios puede
pecar, quizá, también, de una acentuada vaguedad subje­
tiva. En teoría, es excitantemente carismática ; en la prác­
tica suele mostrar extraños caprichos. Puede degenerar,
concebiblcmente, en una mera convivencia, o en un pac­
to provisional entre partidarios políticos, o en una débil
confabulación de hippies clericales .
Obviamente, no es este lugar apropiado para examinar
una concepción nueva y comp letamente fluida que no ha
cobrado aún forma concreta. Pero sí podemos afirmar
que la conciencia cristiana en formación es, en principio,
activista, antimística, antimetafísica ; aspira a modalida­
des concretas y bien definidas, y tiende a identificarse con
movimientos activos , progresivos e incluso revoluciona­
rios que están en camino de cierta definición clara, aun­
que aún no la han alcanzado.
En este contexto, pues, el concepto del yo como un
centro de decisión muy presente y concreto tiene conside­
rable importancia. Nos concierne notablemente lo que
estamos pensando, diciendo, haciendo y decidiendo aquí
v ahora. También nuestros compromisos actuales, con
quién estamos, contra quién estamos, a dónde creemos
44
La Nueva Conciencia

que vamos, qué pancarta agitamos y por quién votamos :


todo esto es de la mayor importancia. Obviamente, lo di­
cho resulta adecuado a aquellos hombres de acción que
sienten que han envejecido ciertas estructuras, que pro­
yectan derribar para edificar otras nuevas. Pero de esta
clase de hombres no espere�os ni paciencia ni compren­
sión hacia el misticismo. Sentirán la irresistible tentación,
derivada de su propio estilo mental, de rechazarlo, por
ocioso y tal vez por no-cristiano. Yo, a mi vez, me pregun­
to si lo que ellos están desarrollando no acabará en un
nuevo tipo de conformismo : más dinámico, novedoso,
menos dogmático . . . ¡ Pero siempre conformismo !
Por otra parte, debemos responderles con algo mejor
que la mera reafirmación de las antiguas posiciones, está­
ticas y clásicas. Es bastante posible que el lenguaje y los
presupuestos metafísicos de la concepción clásica se en­
cuentren fuera del alcance de muchos hombres modernos ..
Podemos decir con alguna certeza que las viejas categorías
helénicas se encuentran decididamente desgastadas y que
el pensamiento platonizante, aunque vivificado por los je­
ringazos que a las venas de su brazo han aplicado el Yoga
y el Zen, ya no presta servicio alguno al mundo moder­
no. ¿ Entonces, qué ? ¿ Hay alguna posibilidad nueva, algu­
na otra apertura para la conciencia cristiana de hoy ?
De haberla, tendrá que hacer frente, ineluctablemen­
te, a las grandes necesidades del hombre que menciono a
continuación :
Primera : Su necesidad de comunidad, de una rela­
ción genuina de auténtico amor con el prój imo. Esto im­
plica, también, una profunda y de hecho completamente
radical seriedad en el examen de los críticos problemas
concernientes a la forma en que se amenaza a la propia
supervivencia del hombre como especie terrenal : la gue­
rra, el conflicto racial, el hambre, la injusticia económica

45
El Zen y los pájaros del deseo

y política, etc. Cierto es que las posiciones antiguas o clá­


sicas - con sus contrapartidas orientales - han favore­
cido con excesiva asiduidad un cierto quietismo indife­
rente hacia estos problemas .
Segunda : La humana necesidad de una comprensión
razonable del yo cotidiano, con su vida ordinaria. Ya no
hay lugar para aquella filosofía de corte idealista que re­
'
mitía toda realidad a los reinos celestiales, nega ndo todo
sentido a la existencia temporal. El viejo enfoque metafí­
sico no hacía tal cosa, en realidad, pero en tan to que pen­
samiento idealista tendía a devaluar o ignorar lo concre­
to. El hombre precisa dar con un sentido último, aquí y
ahora, dentro de los humildes problemas y aspiraciones
humanos de cada día.
Tercera : La necesidad que siente el hombre de una
experiencia integral y total de su propio yo a todo nivel,
tanto corporal como mental, emocional, espiritual, inte­
lectual . No hay lugar para cultivar una sola parte de la
conciencia humana, un aspecto de la experiencia humana,
en perjuicio de los otros, ni siquiera con el pretexto de
que lo que cultivamos es sagrado, y todo el resto profano.
Una « sacralidad » falsa y divisoria, o « supernaturalismo »,
haría del hombre un ser baldado.
Recordemos que la conciencia moderna se refiere cada
vez más a signos en lugar de cosas, no hablemos ya de
personas. La razón de este proceso es la superpoblación
de obj etos que registra la conciencia : los signos son nece­
sarios para simplificarla. Esto es inevitable a causa de los
propios hechos de la vida moderna. Pero es, también, mu­
tilante y divisorio en grado sumo.
Sin embargo, sería erróneo suponer que esta5t grandes
necesidades exigen una hipertrofia de la conciencia del yo
j unto a una elefantiasis de la voluntad personal, sin las
cuales cae el hombre en la duda de su propia realidad.

46
La Nueva Conciencia

Por el contrario, yo mencionaría una cuarta necesidad del


hombre moderno, que es justamente la liberación de su
descontrolada conciencia de sí, de su monumental auto­
percepción, de su obsesiva afirmación personal, para que
pueda gozar de la despreocupada libertad de ser simple­
mente lo que es, aceptando las cosas tal como son, con
el objeto de obrar en ellas lo mejor que pueda.
De cara a todas estas necesidades - particularmente
la última - los cristianos harían bien en volver a las sim­
ples lecciones del evangelio y comprenderlas, si pueden,
no ya en términos de una inminente segunda venida de
Cristo, sino de una nueva y liberada creación « en el Es­
píritu ». Entonces se desharán de la obsesión de una cul­
tura que funciona sobre el estímulo y la explotación del
deseo egocéntrico.
Pero también deberían girar hacia la religión asiática
adquiriendo una noción más fiel de su « no-mundanidad ».
En materia de ignorancia, entrega e iluminación , la ense­
ñanza básica del Budismo', ¿ es realmente anti-vida, o se
trata en verdad de la misma clase de liberación vital que
hallamos en la Buena Nueva de la Redención, la Gracia
del Espíritu y la Nueva Creación ?
Los ensayos que siguen no pretenden desarrollar una
tesis sistemática sobre este asunto, sino que versan sobre
diversos aspectos del Zen , visto siempre desde un ángulo
cristiano y occidental , pero también en la creencia de que
ni el Zen ni el Budismo pueden considerarse como total­
mente ajenos a dicho ángulo occidental y cristiano. Por el
contrario, pienso que el Zen tiene mucho que decir no sólo
al cristiano sino también al hombre moderno en general .
No es dogmático sino concreto, directo, existencial , y so­
bre todo se ocupa de la vida misma, no de ideas sobre la
vida, y menos aún de plataformas partidarias en terreno
po1ítico, religioso, científico, o cualquier otro.

47
UNA VISION CRISTIANA DEL ZEN �"

Se encuentra el Dr. John C. H . Wu en una posición pri­


vilegiadamente favorable para interpretar el Zen de cara
al Occidente. Ha dictado cursos de Zen en universidades
tanto chinas como americanas. Eminente jurista y diplo­
mático, chino converso al catolicismo, académico pero
también dotado de profunda simplicidad humorística y
libertad espiritual, puede escribir sobre el budismo no
sólo de oídas, o en el plano del estudio teórico, sino desde
den tro. El Dr. Wu no vacila en admitir que, al ingresar
al cristianismo, trajo consigo el Zen, el Tao y el Confucia­
nismo. De hecho, en su conocida traducción china del
Nuevo Testamento puede leerse, al comienzo del Evange­
lio de San Juan : « En el comienzo era el Tao » .
E n ninguna parte se siente este hombre obligado a si­
mular que el Zen le provoca tartamudeos o palpitaciones
cardíacas. Tampoco se aboca a la faena compleja y frus­
trante de reconciliar la perspicacia Zen con la doctrina
cristiana. Simplemente, toma al Zen y lo presenta sin co­
mentarios. Cualquiera que tenga cierta famil iaridad con
el tema admitirá inmediatamente que es la única forma
de hablar de él. Examinándolo con gafas, intelectuales o

* Este artículo se publicó por primera vez rnmo prdado del l i b ru


de J ohn C. H . Wu The Golden Age o/ Zen . ed i t ado por el Commi ttcc on
Compilation of the Chinese Library.

49
El Zen y los pájaros del deseo

teológicas, se acaba por caer en la mayor de las confu­


siones . La verdad sobre este asunto es que no se puede
equiparar al Zen con el Cristianismo, codo a codo , para
efec tuar una comparación. Esto equival dría . o casi , a i n­
t e n tar un paralelo entre las matemáticas y el t e n i s Si es­
.

cribe usted un l i bro sobre t e n i s que presum iblemen te


,

leerán muchos matem á ti cos nada ganará con traer las


,

matemáticas a colación : mejor constríñase a l tenis. Es to


es l o que ha he ch o el Dr. Wu con e l Zen .
Por otra parte, el Zen es del iberadamente críptico y
de sc o n ce r ta nte. Parece dec i r las cosas más escandalosas
sobre la vida del espíritu. Incluso, da la imp resió n de sa­
car a la mente budista de sus familiares rutinas mentales
e imaginerías devotas , por lo que sin duda resultará aún
m ás chocante para a que l l o s cuyas posiciones rel i giosas se
alej en del B u d i s mo En ocas iones , el Zen puede sonar
.

franca y desembozadamente i rre li gi o s o Y lo es, en el sen­


.

t ido de que ataca d i rectam e n t e al formali smo y al mi to,


considerando a la religiosidad convencional como obstácu­
lo del desarrollo e spiritual maduro . Por otro lado, ¿ existe
aca so algún sen ti do en que el Zen sea propiamente « reli­
gioso » '? ¿ Y , sin embargo, dónde podemos ha l l a r un « Zen
puro » disociado de mat rices culturales o reli g iosa s de al­
gún tipo ? Algunos de los maestros Zen fueron iconoclas­
tas. Pero la vida de un templo Zen ordinario abunda en ri­
tual y piedad budistas, mientras que cie rt a l iteratura Zen
rebosa devoció n y conceptos religiosos del Budismo con­
vencional. De todo lo cual está por completo desprovisto
el Zen de D . T. Suzuki . ¿ Pero, a éste podemos ll amarlo « tí­
pico » ? Una de las ventajas del tratamiento cristiano que
da el Dr. Wu al tema reside en que también es capaz d�
ver al Zen fuera de su accidental localización. Es como
examinar la doctrina mística de San Juan de la C ruz apar­
te del trasfondo , de alguna manera i n dife re n t e, del barro-

50
Una visión cristiana del Zen

co español. De cualquier modo, en todo el estudio del Zen


menudean las preguntas de este tipo, y cuando el bienin­
tencionado estudiante recibe respuestas a sus preguntas,
centenares de nuevos interrogantes surgen para reempla­
zar a los dos o tres que acaban de ser « evacuados ».
Aunque se ha dicho, escrito y publicado mucho en Oc­
cidente sobre el Zen, la generalidad de los lectores no es ,
probablemente, experta en el tema. Y , a menos que tenga
cierta idea de lo que es el Zen, el lector occidental podría
engañarse ante el libro del Dr. Wu, que está lleno del
material Zen clásico : anécdotas curiosas, acontecimientos
extraños, declaraciones crípticas, explosiones de humor ·
absurdo, además de contradicciones, incoherencias, com­
portamiento excéntrico e incluso insensato. ¿ Y todo esto
para qué ? Para un propósito aparentemente esotérico,
que no resulta j amás aclarado a satisfacción para la ló­
gica mente occidental.
Ahora bien : en el lector provisto de un algún tipo de
formación j udeo-cristiana ( ¿ Y quién no tiene algo de eso
en Occidente ? ) habrá una predisposición natural a mal­
interpretar el Zen, pues se colocará instintivamente en la
posición de quien confronta « un sistema de pensamiento
rival » o « una ideología competitiva » o una « visión del
m undo extranjera » o más simplemente « una religión equi­
vocada». Quien adopte esta clase de posiciones se privará
a sí mismo de ver lo que es el Zen, creyendo por anticipa­
do que debe ser algo que e� propio Zen niega expresamen­
te. No se trata de una explicación orgánica de la vida, no
es un camino ascético de perfección, no es misticismo, tal
co� o es entendido en Occidente, y de hecho no se amolda
a ninguna categoría conveniente, entre las que nosotros
poseemos. Es por esto que todos nuestros intentos de
etiquetarlo o despacharlo con rótulos como « panteísmo »,
« quietismo », « iluminismo », « pelagianismo », resultan po r

51
El Zen y los pájaros del deseo

completo incongruentes, procediendo como proceden de


la ingenua creencia de que el Zen pretende j ustificar los
actos de Dios a los ojos del hombre, y hacerlo con false­
dad. El Zen no se ocupa de Dios, a la manera cristiana,
aunque cabe descubrir sofisticadas analogías entre la ex­
periencia Zen del Vacío ( Sunyata) y la experiencia de
Dios en el misticismo cristiano. A pesar de esto, no puede
concebirse con veracidad al Zen como mera doctrina,
pues aunque en él existen elementos doctrinarios implí­
citos, éstos son enteramente secundarios de cara a la in­
descriptible experiencia Zen .
De veras, no podemos comprender realmente al Zen
chino sin aprehender el sentido de la metafísica budista
implícita, que aquél, por así decirlo, dramatiza. Pero la
metafísica budista, en sí misma, tiene un escaso nivel doc­
trinal, en el sentido elaboradamente filosófico y teológico
que damos a esta expresión : la filosofía budista interpreta
la experiencia humana ordinaria, pero no revelada por
Dios ni descubierta por el acceso de la inspiración, ni avi­
zorada a la luz de la mística. Esencialmente, la metafísica
búdica es una elaboración muy simple y elemental de la
experiencia de iluminación del propio Buda. El Budismo
no busca, en principio, comprender o « creer en » la ilumi­
nación de Buda como solución de todos los problemas hu­
manos, sino que propone una participación existencial y
empírica en dicha experiencia iluminadora. Es concebibl<."
que una persona determinada experimente la « ilumina­
ción » sin estar al tanto de las implicancias discursivas y
filosóficas del caso. Estas derivaciones - según esta con­
cepción - no tienen entidad ni significación teo]ógica, y
sólo señalan hacia la condición natural del hombre ordi­
nario. Es cierto que en esta dirección se arriba a ciertas
deducciones fundamentales que, con el transcurrir del
tiempo, han sido elaboradas en el seno de complejos siste-

52
Una visión cristiana del Zen

mas religiosos y filosóficos. Pero la característica eminen­


te del Zen reside en un rechazo de todas estas elaboracio­
nes sistemáticas, con el objeto de regresar, en lo posible,
al puro, desarticulado, inexplicado campo de la experien­
cia directa. ¿ La experiencia directa de qué ? De la propia
vida. ¿ Qué significa esto de que Yo vivo, de que Yo exis­
to ? ¿ Quién es este Yo que existe y vive? ¿ En qué se dife­
rencian la percepción auténtica y la ilusoria del yo que
existe y vive? ¿ Cuáles son, y cuáles no son, los hechos
esenciales de la existencia ?
Cuando hablamos, en el Occidente, de los « hechos esen­
ciales de la existencia », inmediatamente nos inclinamos a
concebir a estos hechos como reductibles a ciertas propo­
siciones austeras e infalibles : enunciados lógicos cuyo sen­
tido está garantizado, porque pueden verificarse empíri­
camente. Son lo que Bertrand Russell denominaba « hechos
atómicos ». Ahora bien, para el Zen es inconcebible que los
hechos esenciales de la existencia pueden presentarse en
una simple proposición, por más atómica que ésta sea.
Pues el Zen, desde el mismo instante en que el hecho es
presentado en una afirmación , considera que se lo ha falsi­
ficado. Deja uno de tener cogida la desnuda realidad de la
experiencia, para suplirla con una simple fórmula verbal.
La verificación. a que aspira el Zen no ha de hallarse en
una transacción dialéctica, que reducirá el hecho a enun­
ciado lógico (como implica el procedimiento opuesto),
es decir, un enunciado verificable por los hechos . Podemos
decir que, mucho antes de que Bertrand. Russell acuñara
sus « hechos atómicos », el Zen había fraccionado el átomo,
efectuando su propio tipo de formulación por medio de la
explosión de la lógica en el Satori, o iluminación. El núcleo
mismo del Zen consiste no ya en formular declaraciones
infalibles sobre la experiencia, sino en asir directamente
Ja realidad, sin medicación de la verbalización lógica.

53
El Zen y los pájaros del deseo

¿ Pero cuál realidad ? En el Zen existe, indudablemente,


una especie de dialéctica viviente y no-verbal , entre la ex­
periencia cotidiana ordinaria de los sentidos (a la que de
ningún modo repudia arbitrariamente) y la experiencia
de la iluminación. El Zen no es un rechazo idealista de lo
sensorial y lo material, destinado a producir un ascenso
en la dirección de una realidad supuestamente invisible y
real por sus propios medios. La experiencia Zen es una
aprehensión directa de la unidad de lo visible y lo invisi­
ble, de lo nouménico y lo fenoménico, o, si ustedes prefie­
ren, un descubrimiento vivencia! de que no hay en tales
divisiones más· que pura ilusión .
Dice D . T. Suzuki : « Saborear, ver, experimentar, vivir :
todos estos actos demuestran que hay algo común a la
experiencia iluminadora y a la sensorial ; la primera tie­
ne lugar en lo más profundo de nuestro ser, la otra en la
periferia de nuestra conciencia. La experiencia personal ,
entonces, parece ocupar la fundación misma de la filoso­
fía búdica. En este sentido el Budismo es un experimen­
talismo o empirismo radical, cualquiera sea la dialéctica
il uminadora» *.
Ahora bien, e l gran obstáculo para l a comprensión
mutua de cristianos y budistas reside en la tendencia occi­
dental a enfocar no ya la experiencia búdica, que es esen­
cial , sino su explicación, que es accidental, y que el pro­
pio Zen considera por completo trivial y aun engañosa.
La meditación budista, y sobre todo la del Zen, no in­
tenta explicar sino prestar atención, percibir, estar aler­
ta ; en otras palabras, desarrollar un cierto tipo de con­
ciencia que escapa a la falsedad de las fórmulas verbales
o de la excitación emotiva. ¿ Falsedad. . . en qué aspecto?

* D. T. Suzuk i . Mysticism: Christian and Bucldhist. N. Y.. 1 957.


página 48 .

54
Un.a visión cristiana del Zen

En el sentido de tratar de asir algo como lo que realmen­


te es, y no coger más que una mera verbalización. Esta es
la falsedad resultante de una desviación o distracción de
Jo que está aquí mismo : la propia conciencia.
De modo que el Zen pretende un determinado tipo de
certidumbre : pero no se trata de la certidumbre lógica,
emanada de la demostración o prueba filosófica, y menos
aún de la certidumbre religiosa, que se explica como
aceptación de la palabra de Dios por la obediencia de la
fe. Más bien estamos ante la certidumbre que acompaña
a una auténtica intuición metafísica, a la vez existencial
y empírica. El propósito de todo Budismo es refinar la
conciencia hasta que logra este tipo de percepción, y las
implicaciones religiosas de esta percepción sufren luego
una variada elaboración, aplicándose a la vida humana
según las diferentes tradiciones búdicas .
En la tradición Mahayana, que incluye al Zen, la prin­
cipal expresión de esta certidumbre en términos de la
condición humana es Karuna, la compasión, que conduce
a una paradójica inversión de lo que la propia percepción
parece demostrar. En lugar de retirarse alegremente del
mundo fenoménico del sufrimiento, el Bodhisattva opta
por permanecer en él, encontrando en él su Nirvana, por
causa no sólo de una metafísica que identifica lo noumé­
n ico y lo fenoménico, sino también del amor compasivo

que identifica a todos los dolientes de la rueda del naci­


miento y la muerte con el Buda, cuya iluminación , poten­
cialmente, comparten. Aunque los budistas creen en un
infierno y en un cielo, estas entidades no son últimas, y de
hecho resultaría por completo ambiguo este Buda, conce­
bido como Salvador, si guiara a sus fieles discípulos a un
Nirvana con características de cielo negativo . (El Budis­
mo de la Tierra Pura, o Amidismo, es, sin embargo, una
religión decididamente salvacionista).

55
El Zen y los pájaros del deseo

Nunca se repetirá demasiado que, para comprender al


Budismo, es un gran error concentrarse en la « doctrina »,
filosofía de la vida ya formulada, descuidando la experien­
cia, que es absolutamente esencial, verdadero corazón del
Budismo. En cierto sentido, esto es perfectamente opues­
to a la situación de la Cristiandad. Pues el Cristianismo
comienza con la revelación. Aunque sería engañoso clasifi­
car a ésta simplemente, como una « doctrina » y una « expli­
cación » (es mucho más que eso : la revelación del propio
Dios por el misterio de Cristo), se nos comunica la fe por
medio de palabras y enunciados ; todo depende de que el
creyente acepte la veracidad de lo que se le dice.
De aquí que la Cristiandad otorgue siempre una par­
ticular importancia a estos enunciados : la fi delidad de su
transmisión desde las fuentes originales, la comprensión
precisa de su significado exacto, la eliminación y, por su­
puesto, condena de las falsas interpretaciones . En ocasio­
nes, esta actitud se ha extremado casi hasta convertirse
en obsesión, inspirando una insistencia arbitraria y faná­
tica en las distinciones más imperceptibles y las perfec­
ciones de carácter teológico.
Esta obsesión por las fórmulas doctrinales , el orden
jurídico y la exactitud ritual ha logrado que la gente olvi­
de que en el corazón del Catolicismo hay, también, una ex­
periencia viviente de unidad en Cristo que escapa amplia­
mente a las formulaciones conceptuales. Lo que se soslaya
con excesiva frecuencia, en consecuencia, es que el Catoli­
cismo equivale al sabor y la experiencia de la vida eterna :
« Te anunciamos la vida eterna que era con el Padre y se
nos ha aparecido. Lo que hemos visto y oído nosotros te
lo anunciamos, para que tú también tengas amistad con
nosotros y sea nuestra amistad con el Padre y con Su Hijo
Jesucristo » (I Juan 1 : 2-3). Demasiado a menudo, el cató­
lico se cree obligado a conformarse con una fe meramente

56
Una visión cristiana del Zen

correcta y exterior, manifestada por una conducta moral­


mente buena, en lugar de ingresar de lleno a la vida de
esperanza y amor consumada por la unión con el Dios in­
visible « en Cristo y en el Espíritu » ; es decir, a una parti­
cipación plena en la Naturaleza Divina. (Efesios 2 : 1 8,
2 Pedro 1 : 4 , Col . 1 :9- 1 7 , I Juan 4 : 1 2- 1 2).
El Segundo Concilio Vaticano ha puesto punto final,
felizmente, a esta obsesiva tendencia de la investigación
teológica católica. Pero queda otro problema : para el
Cristianismo, una religión del Verbo , la comprensión de
los enunciados que expresan la revelación que Dios nos
hace de Sí mismo conserva una importancia prioritaria.
La experiencia cristiana no es más que el fruto de esta
comprensión, su desarrollo y profundización.
Al mismo tiempo, la propia experiencia cristiana viene
profundamente afectada por la idea de la revel ación que
sustenta cada cristian o. Por ejemplo, si se considera que
la revelación no es más que un sistema de verdades sob re
Dios y una explicación de la forma en que el universo reci­
bió su existencia, de lo que luego ocurrirá con él, del pro­
pósito de la vida cristiana, sus normas morales, las recom­
pensas adjudicadas a los piadosos y demás , se reduce
efectivamente el Cristianismo a una visión del mundo,
tal vez una filosofía religiosa, pero prácticamente nada
más, con el sustento de un culto más o menos elaborado,
una disciplina moral y la estricta observancia de un código
de Leyes. En este tipo de marco teológico, se distorsionará
y disminuirá inevitablemente la « experiencia » del signifi­
cado interior de la revelación cristiana. ¿ En qué consistirá
tal experiencia ? Pues no tanto en una sensación viviente
y teológica del misterio de Cristo, cuanto en una cierta
seguridad relativa al propio acierto : la confianza de haber
sido salvado. Esto se funda sobre la certeza de que uno
sustenta la visión legítima de la creación y propósito del

57
El Zen y los pájaros del deseo

mundo, perteneciendo su conducta al tipo de las que serán


recompensadas en la próxima vida. O, tal vez, puesto que
pocos arriban a este nivel de confianza en sí mismos , se
degrada la experiencia cristiana en una mera, ansiosa es­
peranza : Juego vienen la lucha contra ocasionales <ludas
relativas a las « respuestas correctas » , el doloroso e ince­
sante esfuerzo por conformarse a las severas exigencias de
la moralidad y la ley, y un continuo regreso, casi desespe­
rado, a los sacramentos , que siempre esperan a Jos débiles ,
para ayudarlos e n s u constante caída y recuperación .
Por supues to, los párrafos precedentes constituyen un
resumen paupérrimo de la verídica experiencia crist iana,
basa.do en una distorsión del contenido substancial de la
revelación de Cristo. Sin embargo, es la impresión exacta
que suelen tener los no-cristianos de la Cristiandad, vista
desde fuera, y cuando uno intenta comparar, digamos , Ja
experiencia Zen , en su pureza, con este tipo disminuido y
distorsionado de « experiencia cri s tiana », la comparación
resulta de una lógica tan escasa y engañosa com o u n hipo­
tético paralelo entre la filosofía y teología cris tianas en sus
expresiones más elevadas y sofist icad as , por un l ado, y los
mitos de un Budismo fol klórico y decadente por el otro.
Cuando equiparamos Budismo y Cristianismo , l ado a
lado, debemos tratar de establecer los puntos que denoten
un genuino campo común. En el momento ac tual , esta t a­
rea no es fácil . De hecho, aún resulta prácticamente impo­
sible, como se ha dicho más arriba, dar con un \"crdadcro
campo común , salvo de una manera muy esquemática y
artificiosa. Después de todo , ¿ qué significa para nosotros
Cristianismo, y qué significa para nosotros Budismo? ¿ Es
el primero la Teología Cristiana ? ¿ La Etica ? ¿ La Mística ?
¿ El culto ? ¿ Nuestra idea de Cristianismo debe entenderse
sin calificación ulterior, es decir, como Iglesia Católica
Apostólica Romana ? ¿O incluye a la cristiandad pro tes tan-

58
Una visión cris tiana del Zen

te ? ¿ El Protestantismo de Lutero o el de Bonhoeffcr ? ¿ El


de la escuela de Dios-ha-muerto, acaso ? ¿ El Catol icismo de
Santo Tomás ? ¿ De San Agustín y los Padres de la Iglesia
Occidental ? ¿Un Cristianismo supuestamente « puro », diga­
mos el evangélico ? ¿ O un Cristianismo desmitologizado ?
¿ Un « evangelio social » ? ¿ Y qué es lo que llamamos Budis­
mo ? ¿ El Budismo Theravada de Ceilán, o el de Burma ?
¿ El Budismo Tibetano ?¿ E l Budismo Tántrico ? ¿ El Budis­
mo de la Tierra Pura ? ¿ El Budismo Hindú del medioevo,
con sus especulaciones y su escolástica ? ¿ O el Zen ?
La inmensa variedad de formas que toman el pensa­
miento, la experiencia y el culto, o la práctica moral , tanto
en el Budismo cuanto en el Cristianismo, hacen que toda
comparación resulte fútil, y cuando por fin alguien como
el fallecido Dr. Suzuki anuncia un estudio titulado Mysti­
cism : Chris tian and Buddhist, éste se limita, prácticamen­
te, a una comparación entre Meister Eckhart y el Zen. Es­
pecificar el tema en esta forma es de por sí muy importan­
te, aunque escoger a Meister Eckhart como representante
subrayar, al mismo tiempo, que el Dr. Suzuki estaba por
de la mística cristiana me parece aventurado. Debemos
completo persuadido de que Eckhart era una excepción en
su tiempo , y de que sus afirmaciones debían haber escan­
dalizado a muchos de sus contemporáneos. Lo que conde­
nó a Eckhart fue, de hecho , la rivalidad en tre dominicos
y franciscanos, por lo menos en parte, y sus temerarias
enseñanzas , a.u nque en algunos puntos no podían salvarse
de la condenación , se basaban en gran medida en las de
Santo Tomás , inscribiéndose en una tradici ón mística que
aún mostraba fuertes signos de vida y que, en realidad,
inspiraba la fuerza religiosa más vital en el Catolicismo
de su tiempo . Sin embargo, erraríamos el camino si iden­
tificáramos directamente a Eckhart con e1 Cristianismo.
No era ésta la i ntención de Suzuki. No pretendía compa-

59
El Zen y los pájaros del deseo

rar la teología míst ica de Eckhart con la filosofía búdica


de los Maestros del Zen, sino la experiencia de Eckhart,
ontológica y psicológicamente, con Ja experiencia de los
Maestros del Zen. Lo cual constituye una empresa razona­
ble, que ofrece la pequeña esperanza de unos resultados
válidos e interesantes .
¿ Pero es posible destilar de la experiencia mística o
religiosa ciertos elementos puros, comunes en todos lados
a todas las religiones ? ¿ O tanto determinan l as doctrinas,
en su variedad, las concepciones básicas de la naturaleza
y el contenido de la experiencia, que toda comparación de
experiencias nos arroja inevitablemente a una controver­
sia de creencias metafísicas o religiosas ? Tampoco es fá­
cil esta pregunta. Cuando un místico cristiano atraviesa
una vivencia que puede compararse fenomenológicamen­
te con una experiencia Zen, ¿ importa que el cristiano crea,
de hecho, que se ha unido personalmente con Dios, mien­
t ras el hombre Zen interpreta su vivencia como Sunyata,
o cJ vacío, percibiéndose a sí mismo? ¿ En qué sentido

merecen estas dos experien é ias el nombre de « místicas » ?


Supongamos que los Maestros del Zen repud i an enérgica­
mente todo intento cristiano de obsequiarles con el títu­
lo de « místicos » . . .
Por cierto, debemos objetar aquel tipo de pensamiento
concordista que con excesiva facilidad adopta el dogma
básico de que « los místicos » de todas las religiones experi­
mentan , todos ellos , una misma cosa, asemejándose tam­
bin en su liberación de las diversas doctrinas, explicacio­
nes y credos que atormentan a sus menos afortunados
correligionarios . Según este criterio, todas las religiones
« se unen en la cumbre », desnudando la insignificancia de
las distin tas teologías y filosofías, simples medios para
arribar al mismo fin, todos ellos de parecida eficacia. Nun­
ca se ha demostrado rigurosamente esta teoría, y aunque

60
Una visión cristiana del Zen

algunas mentes talentosas y avezadas lo han conjeturado


en forma convincente, debemos subrayar la vastedad de
los estudios e investigaciones que serán necesarias antes
de que podamos expedirnos sobre esta cuestión de gran
complej idad. Una vez más, parece surgir una visión pura­
mente formalista de las doctrinas filosóficas y teológicas,
como si una creencia fundamental fuera, para el místico ,
una suerte de vestimenta de la que pudiera despojarse ;
como si la mismísima experiencia no sufriera modifica­
ción alguna por el hecho de que el místico sustente una
determinada creencia.
Al mismo tiempo, desde que para nosotros la experien­
cia personal del místico se conserva inaccesible, prestán­
dose a la exclusiva evaluación por los textos y otros
testimonios - a veces escritos o brindados por terceras
personas - jamás podemos decir con seguridad si lo que
un místico cristiano y un Sufi y un Maestro Zen experi­
mentan es en verdad « la misma cosa», o no. ¿ Qué signifi­
caría, realmente, tal afirmación ? ¿ Podría formularse, aca­
so, sin implicar la noción altamente dudosa de que estas
sublimes experiencias son « experiencias de algo » ? En rea­
lidad, seguimos en presencia del muy serio problema de
distinguir, en todas estas formas superiores de conciencia
religiosa y metafísica, lo que constituye la « experiencia
pura » de lo que hasta cierto punto es determinado por el
lenguaje, el símbolo o, naturalmente, por la « gracia de un
sacramento ». Estamos lejos de saber lo suficiente sobre
los distintos estados de conciencia y sobre sus implicacio­
nes metafísicas como para compararlos con razonable de­
talle. Pero existen, a pesar de todo, ciertas analogías y co­
rrespondencias que ahora mismo resultan evidentes, y
que podrían, quizás, señalar el camino hacia un mejor
entendimiento mutuo. No las tomemos groseramente por
« pruebas » : sólo son indicios significativos.

61
El Zen y los pájaros del deseo

¿ Es, por lo tanto, lícito decir que cristianos y budistas


pueden, ambos por igual, practicar el Zen ? Sí, mientras
nos referimos al Zen, específicamente, como búsqueda de
la experiencia pura y directa en un nivel metafísico, des­
pojado de fórmulas verbales y preconceptos lingüísticos.
En el plano teológico, este interrogante cobra una com­
plej idad más acentuada. Nos referiremos a esto en el fi­
nal de este ensayo.
Todo lo que podemos decir es que en ciertas religiones
- por ejemplo el Budismo - el marco de referencias fi lo­
sóficas o religiosas es de un carácter tal que puede ser
descartado con especial facilidad, porque posee dentro de
sí un « dispositivo eyector» incorporado, por así decirlo,
que expulsa al meditador, en un cierto punto, del aparato
conceptual , hacia el Vacío. Para un Maestro Zen es posi­
ble decir a su discípulo muy plácidamente : « Si encuentras
al Buda . . . ¡ Mátalo ! » En cambio, en la mística cristiana,
todavía se debate calurosamente la cuestión de si el mís­
tico puede desenvolverse sin la « forma» ( Gestalt) huma­
na, o aquélla de la sagrada humanidad del Cristo ; la opi­
nión mayoritaria se pronuncia, decididamente, a favor de
la imprescindible presencia del Cristo de fe, como icono
central de la contemplación cristiana. N uevamente, en
este caso, la pregunta se confunde porque no se suele dis­
tinguir con lucidez entre la teología objetiva de la expe­
riencia cristiana y los hechos psicológicos reales del mis­
ticismo. Luego, se pregunta uno : ¿ A qué altura del pro­
ceso se reconocerá la preeminencia de las exigencias abs­
tractas de la teoría sobre los hechos psicológicos de la
experiencia ? ¿ O hasta qué punto se precisa la teología de
un teólogo sin experiencia de interpretar correctamente
la « teología experimentada » por el místico, que tal vez no
es capaz de articular el significado de su vivencia en una
forma satisfactoria?

62
Una visión cristiana del Zen

No cesamos de volver a un problema central, en dos


formas : la relación entre la doctrina objetiva y ]a mística
subjetiva o experiencia metafísica, y la diferente expre­
sión de esta relación en el Cristianismo por un lado, y el
Zen por el otro. La cristiandad reconoce prioridad a la
doctrina objetiva, no sólo en el tiempo sino en importan­
cia. En cambio, para el Zen la experiencia siempre va por
delante, si no en el tiempo, si�mpre en importancia. Esto
ocurre porque el Cristianismo se basa en la revelación so­
brenatural, mientras que el Zen, descartando toda noción
de revelación e incluso juzgando con notoria independen­
cia a las tradiciones sagradas - por lo menos las escri­
tas - intenta penetrar en el fondo del ser, natural y onto­
lógico. El Cristianismo es una relación de gracia y don di­
vino, por tanto, sienta una dependencia total del hombre
hacia Dios. El Zen se resiste al rótulo de « religión » - de
hecho, puede separarse fácilmente de cualquier estructu­
ra religiosa, para florecer incluso en el terreno de credos
no-búdicos, o de un medio no religioso - y en todos los
casos coincide con las variadas formas del Budismo en la
tarea de hacer del hombre una entidad libre e indepen­
diente, aun durante su afanosa búsqueda de la salvación
y la iluminación. ¿ Independiente de qué ? De apoyos y au­
toridades meramente externos que le impiden acceder a
los profundos recursos de su propia naturaleza y psiquis
y hacer uso de ellos . (Nótese que el Zen chino y j aponés
se desarrolló, de hecho, en culturas de una extrema disci­
plina autoritaria. De modo que su énfasis en la « autono­
mía » expresaba concretamente el hallazgo humilde y pos­
trero de la libertad interior, agotadas todas las posibili­
dades que ofrecía un aprendizaje intensamente estricto y
de austera autoridad, tal como se desprende claramen­
te de los métodos de los Maestros del Zen . . . )
Por otro lado, permítaseme insistir en que no debe ol-

63
El Zen y los pájaros del deseo

vidarse el relevante papel cumplido por la experiencia en


el Cristianismo. Empero, la experiencia cristiana observa
siempre una modalidad especial, debida a su inseparable
ligazón con el misterio de Cristo y la vida colectiva de la
I glesia, Cuerpo de Cristo. E xperimentar místicamente (o
de cualquier otro modo) el misterio de Cristo equivale
siempre a trascender el nivel psicológico meramente indi­
vidual « experimentando teológicamente con la Iglesia » :
sentire cum Ecclesia. En otras palabras, esta experiencia
puede reducirse siempre a una fórmula teológica compar­
tible con el resto de la Iglesia, o presentarse como una
fracción de lo que experimenta el resto de la Iglesia. Se
advierte, por lo tanto, en el registro de las experiencias
cristianas, una tendencia natural a describirlas según un
lenguaje y unos símbolos de fácil acceso para el común
de los creyentes. A veces, puede haber en esto una tra­
ducción inconsciente de lo indescriptible a símbolos fa­
miliares, que siempre se encuentran al alcance de la mano
para su utilización inmediata.
·
Por otra parte, el Zen resiste obstinadamente la tenta­
ción de ofrecerse en una comunicación fácil, y gran parte
de la paradoja y la violencia de la enseñanza y práctica del
Zen tiene el propósito de volar los cimientos de la expli­
cación precipitada y el símbolo tranquilizador, retirar los
pilares que soportan la presunta « experiencia» del discípu­
lo. La experiencia cristiana resulta aceptable en la medi­
da en que concuerda con un patrón teológico y simbólico
establecido. La experiencia Zen sólo es aceptable sobre la
base de una absoluta singularidad, aunque de alguna ma­
nera debe ser comunicable. ¿ Cómo ?
No comenzaremos a comprender cómo se manifiesta
la experiencia Zen, comunicándose entre maestro y discí­
pulo, a menos que nos enteremos de lo que es comunica­
do. Si no sabemos qué es lo que se supone que alguien

64
Una visión cristiana del Zen

está significando, el extraño método de esta significación


nos dejará por completo desconcertados, y en una oscu­
ridad aún más impenetrable que la que nos rodeaba cuan­
do comenzamos. Ahora bien, en el Zen lo que se comunica
no es un mensaje. Tampoco una simple « palabra », ni si­
quiera la « palabra del Señor ». No se trata de un « qué ».
No se nos ofrecen « noticias » que ya no supiéramos, sobre
algo que los receptores del informe no conociéramos an­
tes de la comunicación. Lo que el Zen transmite es una
percepción que, potencialmente, ya existe, aunque sin con­
ciencia de sí misma. No hay, pues, en el Zen un Kerygma
sino una comprensión, no revelación sino conciencia, no
la nueva del Padre que envía a Su Hij o a este mundo,
sino la percepción del fondo ontológico de nuestro propio
ser aquí y ahora, en pleno centro del mundo. Más adelan­
te veremos que el Kerygma sobrenatural y la intuición
metafísica del fondo del ser están muy lejos de ser incom­
patibles. Podría decirse que uno prepara el camino para
el otro. Pueden complementarse a la perfección, y por
esto el Zen es plenamente compatible con la fe cristiana,
así como, naturalmente, lo es con el misticismo de signo
cristiano, si entendemos al Zen en su estado puro, como
intuición metafísica.
Si esto es cierto, debemos entonces admitir como per­
fectamente lógica la afirmación de los Maestros del Zen,
en el sentido de que « el Zen nada enseña ». Uno de los
más grandes Maestros chinos del Zen, el Patriarca, Hui
Neng (siglo vn d. C . ) escuchó de un discípulo la inquie­
tante pregunta que sigue : « ¿ Quién ha heredado el espíri­
tu del Quinto Patriarca ? » . Esto equivalía a preguntar
quién era el actual Patriarca.
Replicó Hui Neng : « Uno que comprende el Budismo ».
El monje volvió a la carga : « ¿ La has heredado tú mis­
mo, pues ? »

65
El Zen y los pdjaros del deseo

Hui Neng dijo : « No » .


« ¿ Por qué no? », preguntó e l monje.
« POFque yo no he comprendido el Budismo » .
Esta anécdota ilustra precisamente el hecho de que Hui
Neng habia, efectivamente, heredado la condición patriar­
cal, o el carisma de la enseñanza del más puro Zen. Estaba
calificado para transmitir la iluminación del propio Buda
a sus discípulos. De haberse arrogado una autoridad do­
cente por la que esta iluminación resultaría comprensible
a los que no la poseyeran, nuestro hombre estaría ense­
ñando otra cosa, es decir una doctrina sobre la ilumina­
ción. Se encontraría dedicado a la diseminación del men­
saje de su propia comprensión del Zen, y en tal caso no
estaría despertando el Zen dentro de los demás y para los
demás; sino imponiéndoles el molde de su propia com­
prensión y enseñanza. El Zen no tolera esta clase de cosas,
incompatibles con su verdadero propósito : despertar una
profunda percepción ontológica, una in tuición-sabiduría
( Prajna) en el fondo del ser de aquel que es ll amado a
despertar. Y, de hecho, la pura conciencia de Prajna no
sería ya tan pura, ni tan inmediata, si se tratara de la
conciencia de que uno comprende el P rajna.
De todo esto surge que el lenguaje utilizado por el Zen
es, en cierto sentido, un anti-lenguaj e, habiendo en su « ló­
gica» interna una radical inversión de la lógica filosófica.
El dilema humano de la comunicación consiste en que no
podemos comunicarnos, normalmente, sin palabras o sig­
nos, mientras que hasta la más ordinaria de las vivencias
tiende a ser falsificada por nuestros hábitos de verbaliza­
ción y racionalización. Las utilitarias herramientas del
lenguaje nos permiten decidir de antemano lo que noso­
tros pensamos que sign ífican las cosas, tentándonos con la
facilidad de verlas sólo en forma adecuada a nuestros pre­
juicios lógicos y fórmulas verbales. En lugar d� atender a

66
Una visión cristiana del Zen

las cosas y hechos tal como son, vemos en ellos nada más
que proyecciones y verificaciones de los enunciados que
hemos edificado, previamente, en nuestras mentes. Olvida­
mos muy rápido el arte de ver, simplemente, las cosas ,
pues las hemos reemplazado por nuestras palabras y
fórmulas, manipulando los hechos para no ver más que
los que conforman satisfactoriamente a nuestros prejui­
cios . El Zen lanza al lenguaje contra sí mismo para hacer
estallar estas preconcepciones, destruyendo la especiosa
« realidad » que se ha instalado en nuestras mentes : de
esta forma nos devuelve la capacidad de ver directamen­
te. Como ha dicho Wittgenstein, el Zen equivale a esta ex­
hortación : « No pienses. ¡ Mira! ».
Puesto que la intuición del Zen persigue el despertar
de una conciencia metafísica directa, más allá del ego em­
pírico que piensa, conoce, desea y habla, esta percepción
debe presentarse inmediatamente, esto es, prescindiendo
de toda mediación atribuible al conocimiento conceptual ,
reflexivo o imaginativo. Y, sin embargo, muy lejos de asu­
mirse como mera negación, el Zen presenta un contenido
enteramente positivo. Escuchemos lo que el Dr . D. T. Su­
zuki puede decirnos a este respecto :

« El Zen aspira siempre a la aprehensión del he­


cho central de la vida, que no puede tumbarse so­
bre la mesa de disección de nuestro intelecto. Para
asir este hecho central de la vida, el Zen se ve obli­
gado a presentar una serie de negaciones. La mera
negación, sin embargo, no es el espíritu del Zen . . . »
( He aquí, dice, por qué los Maestros no afirman ni
tampoco niegan, sino que simplemente actúan o ha­
blan en forma tal que la acción o el discurso en sí
mismos son hechos claros y sencillos , rebosantes
de Zen . . . ) Prosigue Suzuki : « Cuando se aprehende

67
El Zen y los pájaros del deseo

en toda su pureza el espíritu del Zen , salta a la vis­


ta que ese acto (en este caso un manotazo) es una
cosa muy real. Pues no hay en él negación, ni afir­
mación , sino un hecho simple, una pura experien­
cia, Ja mismísima fundación de nuestro ser y nues­
tro pensar. Toda la quietud y vacuidad que podría­
mos desear en el seno de la más activa de las me­
ditaciones se encuentra dentro suyo. No os dejéis
llevar por nada exterior o convencional . La forma
de coger el Zen es con las manos desnudas : sin
guantes ». (D. T. Suzuki, In troduction to Zen Blld­
dlzism, Londres, 1 960, página 51 ).

Es en este sentido que el « Zen nada enseña ; tan sólo


nos perm ite despertar y estar enterados. No i nculca : se­
ñala ». (11 1 t roducció11 de Suzuki, p. 38). Los actos y adema­
nes de un Maestro del Zen se parecen tanto a « afirma­
ciones » como la campanilla de un reloj despertador.
Todas las palabras y acciones de los Maestros y su�
discípulos deben ser comprendidos en este contexto . Habi­
tualmente, el Maestro no hace más que « producir hechos »
muy elementales , hechos que el discípulo ve o no ve.
Muchos de los cuentos del Zen , que casi siempre esca­
pan a la comprensión en términos racionales, equivalen
al sencillo c a m p an ill a zo de un reloj despertador, y a la
consiguiente reacción del durmiente. Por lo común, la res­
puesta del sobresaltado durmiente consiste en apagar la
campanilla para volver a sus sueños . A veces salta del le­
cho con un grito de estupor, pues se le ha hecho tarde.
Y otras veces no hace más que seguir durmiendo . . ¡ No .

ha escuchado la campanilla!
En la medida en que el discípulo atiende al hecho como
signo de otra cosa, se deja guiar por él hacia un falso ata­
jo. El Maestro, por medio de algún otro hecho , debe tratar

68
Una visión cristiana del Zen

de que su discípulo tome conciencia de esto. A menudo


es precisamente cuando el discípulo advierte su tremendo
desconcierto que se hace cargo también de otras cosas : en
primer lugar, de que no había nada que comprender, fue­
ra del propio hecho. ¿ Qué hecho? Si puede usted respon­
der, es porque ha despertado. ¡ Ha oído la campanilla!
Pero nosotros los occidentales, habituados a una tra­
dición de obcecada practicidad egocéntrica, movilizados
enteramente hacia el uso y la manipulación de todo lo que
nos rodea, pasamos siempre de una cosa a otra, de la cau­
sa al efecto, de lo primero a lo segundo y de aquí a lo
último y luego volvemos a lo primero. Todas las cosas
señalan hacia otras cosas, y he aquí que jamás nos dete­
nemos en un punto, porque no podemos : tan pronto como
hacemos una pausa, la escalera mecánica llega al fin de su
trayecto y debemos descender, para buscar otra escalera
mecánica. A nada se le permite ser, simplemente, sí mis­
mo, y significar sólo eso : todo debe implicar misteriosa­
mente a otra cosa. El Zen ha sido concebido para frustrar
a la mente que piensa en estos términos. El « hecho » Zen,
sea el que fuere, yace siempre atravesado en nuestro ca­
mino, como esos árboles caídos que nos cierran el paso.
No faltan los hechos de este tipo en el Cristianismo :
la Cruz, por ejemplo. Así como el « Sermón de Fuego » de
Buda transforma radicalmente la percepción que el bu­
dista tiene de todo lo que le rodea, la « palabra de la
Cruz » despierta, en forma marcadamente similar, dentro
del cristiano, una nueva conciencia del significado de su
vida, de su relación con los hombres y del mundo en que
habita.
En ambos casos, los « hechos » no pueden ser tildados
de meramente impersonales y objetivos ; pertenecen a la
experiencia personal . El Budismo y el Cristianismo se
emparentan en este uso de la existencia humana ordinaria

69
El Zen y los pájaros del deseo

de cada día como materia prima de una radical transfor­


mación de la conciencia. Puesto que la vida diaria está
llena de confusión y sufrimiento, es obvio que uno .debe
hacer buen uso de estas dos cosas para transformar su
percepción y su comprensión , superándolas hasta arribar
a la « sabiduría » en el amor. Grave error habría en supo­
ner que lo que el Budismo y el Cristianismo ofrecen son
tan sólo diversas explicaciones del sufrimiento o, peor,
diversas justificaciones y mistificaciones elaboradas so­
bre este hecho ineluctable que es el sufrimiento. Por el
contrario, en ambos credos el sufrimiento es más inexpli­
cable que nunca, particularmente para aquellos que tra­
tan d e explicarlo con el objeto de evadirlo, o creen que la
propia explicación es , ya, un escape. Pues, por sobre todo,
el sufrimiento no es un « problema », algo de lo que poda­
mos excluirnos, algo que podamos controlar. El Budismo
y el Cristian ismo, cada uno a su modo, lo conciben como
parte de nuestra propia ego-identidad y existencia empí­
rica : ante el sufrimiento lo único que podemos hacer es
zambullirnos directamente en el seno mismo de la contra­
dicción y la confusión, para ser transformados por lo que
el Zen denomina la « Gran Muerte », para el Cristianismo
« morir y elevarse con Cristo ».
Volvamos ahora a los « hechos » obscuros y torturan­
tcs de que se cuida el Zen . Durante la relación entre
maestro y discípulo, el « hecho » que encontramos con ma­
yor frecuencia es la frustración del alumno, su incapaci­
dad de ir a ninguna parte de la mano de su propia vo­
luntad o de su propio razonamiento. La mayoría de los
proverbios acuñados por los Maestros del Zen versan so­
bre esta situación, tratan de persuadir al discípulo de
que su experiencia de sí mismo y de sus capacidades
anda básicamente descaminada.
« Cuando se detiene el carro - dijo Huai-J ang, el Maes-

70
Una visión cristiana del Zen

tro de Ma-Tsu -, ¿ azotas al carro o al buey? » Luego


agregó : « Cuando uno ve el Tao desde el punto de vista
de hacer y deshacer, juntar y desperdigar, lo que en ver­
dad está viendo no es el Tao ».
De resultar obscura esta observación sobre azotar al
carro o al buey, tal vez otro Mondo (pregunta y respuesta)
pueda expresar el mismo concepto de modo más cristalino.

Un monje pregunta a Pai-Chang : « ¿ Quién es el


Buda ? »
Pai-Chang responde : « ¿ Quién eres tú ? »

Un monje desea saber qué cosa es Prajna, la sabidurfa­


intuición metafísica del Zen. Y no sólo esto, sino también
Mahaprajna, Ja Gran o Absoluta Sabiduría. La faena total.

Responde el Maestro, despreocupadamente :


« Cae la nieve con rapidez, y está envuelta en la
bruma ».
El monje queda en silencio.
El Maestro pregunta : « ¿ Has comprendido ? »
« No, Maestro, no he comprendido ? »
Entonces e l Maestro compone una rima para su
discípulo :

Mahaprajna
No es recibir ni dar.
Si no lo com.prende uno,
Frío es el viento, la nieve cae.
(Suzuki , In troducción, p. 99- 100)

El rr:onj e estaba « esforzándose por comprender» cuan­


do en realidad debía tratar de mirar. Las parábolas apa­
rentemente misteriosas y crípticas cobran una singular
sencillez a l a luz del contexto integral de la « atención » bú-

71
El Zen y los pájams del deseo

dica, que en su forma más elemental consiste en una


« atención desnuda » que solamente ve lo que ahí está, sin
agregar comentario alguno, así como tampoco interpreta­
ciones, juicios o conclusiones. Tan sólo ve. Aprender a
ver de este modo es el ejercicio básico y fundamental de
la meditación budista. (Ver Th. e Heart of Buddhist Me­
ditation, por Nyanaponika Thero-Colombo, Ceylon, 1 956).
No hay tragedia alguna en alcanzar el punto en que
vacila nuestra comprensión : esto nos anima a dejar de
pensar para comenzar a mirar. Después de todo, tal vez
no sea necesario que se nos « ocurra » nada : tal vez sólo
debemos despertar de nuestro sueño .
Dijo un monje : « He estado contigo (Maestro) duran­
te largo tiempo, y sin embargo me siento aún incapaz de
comprenderte. ¿ Cómo es esto ? »
A lo que respondió el Maestro : « Dónde tú no com­
prendes se encuentra justamente el germen de tu com­
prensión ».
« ¿ Pero cómo será posible comprender aquello que es
incomprensible ? »
Dijo e l Maestro : « La vaca d a a luz u n elefantito ; so­
bre el océano se alzan remolinos de polvo » (Suzuki, /ll­
troducción, p . 1 1 6 )
.

En un lenguaje más técnico, y por lo tanto más com­


prensible, tal vez, para nosotros, dice Suzuki : « Prajna es
acto puro, pura experiencia . . . se caracteriza por su cuali­
dad no-ética . . . pero no es racionalista . . . tiene un carácter
distintivamente inmediato . . . no debe confundirse con la
intuición ordinaria . . . pues en el caso de la intuición praj­
na no existe un objeto identificable que ha de ser intui­
do . . . En la intuición prajna, el objeto intuido j amás
coincide con un concepto postulado por algún proceso
elaborado por el razonamiento : jamás se trata de « esto »
o « aquello » ; lo que no desea el prajna es amarrarse a un

72
Una visión cristiana del Zen

objeto particular ». ( D . T. Suzuki, Swdies in Zen, Londres,


1 957 , p. 87-9). Por esta razón, concluye Suzuki, la intui­
ción Prajna di fiere del « tipo de intuición de que hablan,
generalmente, los discursos rel igiosos y filosóficos » : en
ella, Dios o el Absoluto son el objeto de la intuición y « el
acto mismo de intui r se da por consumado cuando tiene
lugar un estado de identificación entre el objej to y el su­
jeto ». ( Suzuki, S t udies, p. 89 ).
Este no es lugar adecuado para exami nar la complej a
e interesan te cuestión que acaba d e plantearse. Digamos
sólo que de ningún modo podemos dar por cierto que la
intuición rel igiosa, o más genéricamente mística, vea siem­
pre a Dios « como objeto ». Es de notar que Suzuki se pro­
nuncia con una opinión bastante radical cuando admite
que la intuición mística de Eckhart es idéntica al Prajna.
Dejando de lado este problema, se impone ac1 arar que
aquel que pretenda formular una i nterpretación doctri­
naria o filosófica de l os proverbios Zen, como los repro­
duci dos en párrafos anteriores , se habrá extraviado deci­
didamente. Si nos presentan el argumento de que Pai­
Chang, al señalar la caída de la nieve como respuesta a una
pregunta sobre el Absoluto, iden ti ficó a la nieve con el Ab­
soluto , dando a esta intuición , en otras palabras, el carác­
ter de una percepción reflexiva y panteísta del Absolu t o
e 1 1 tanto q u e objeto, corporizado por la nevada, nuestro

hipotético i nterlocutor se alejaría sideralmente de la com­


prensión del Zen . Imiginar en el Zen una « enseñanza pan­
teísta » equivale a adjudicarse la intención de explicar
algo. Repetimos : el Zen no explica nada. Sólo ve. ¿ Qué es
lo que ve ? No un ObJeto Absoluto, sino u n Absoluto Ver.
Aunque todo esto parece encontrarse a gran distancia
del Cristianismo , que es decididamente un mensaje, de­
bemos recordar la importancia que en la Biblia se conce­
de a la expe riencia directa. Todas las formas de « saber »,

73
El Zen y los pájaros del deseo

especialmente las que pertenecen a la esfera religiosa, y cs­


pccialmcme en lo tocante a Dios, poseen una validez pro­
porcional a su condición de experiencias y contactos ínti­
mos. Todos estamos familiarizados con la expresión bíbli­
ca « conocer», en el sen tido de poseer en el acto sexual. No
es oportuno examinar, aquí , posibles analogías de tipo
Zen en las experiencias de los profetas del Viejo Testa­
mento . ¡ Por cierto , suenan tan fácticas, existenciales y
desconcertantes como cualquier hecho del Zen ! Tampoco
podemos más que indicar brevemente, aquí, la bien cono­
cida relevancia de la experiencia directa en el Nuevo Tes­
tamento. Naturalmente, este rasgo se reconoce sobre
todo , en la revelación del Espíritu Santo, misterioso Don
por el cual Dios se vuelve uno con el creyente , conocién­
dose y amándose a Sí-mismo en el creyente.
En Jos dos capítulos iniciales de la primera Epístola a
Jos Corin tios, San Pablo distingue dos clases de sabiduría :
una de ellas consiste en el conocim iento de palabras y
enunciados, una sapiencia racional y dialéct ica , mientras
que la otra, a la vez experiencia y paradoja, se encuentra
más allá del alcance de la razón. Para obtener esta sabidu­
ría espiritual , debe uno liberarse, primeramente , de l a
servil dependencia que supone la « sabiduría del discurso » .
( I Cor. 1 : 1 7). Se efectúa esta liberación por l a « palabra de
la Cruz », que carece de sentido para quienes se conforman
con sus propias nociones familiares y hábitos mentales ,
definiéndose como un medio por el cual Dios « destruye la
sabiduría del sabio ». ( I . Cor. 1 : 1 8-23 ). El nombre de la
Cruz resultaba completamente equívoco y desconcertante
para los griegos, con su filosofía, así como para los judíos
con su Ley. Pero en cuanto uno se liberaba de las fórmu­
las verbales y estructuras conceptuales de que dependía
anteriormente, la Cruz devenía una fuente de « poder ».
Esta potencia emanaba de la « tontería divina » , y hacía

74
Una visión cristiana del Zen

uso de instrumentos igualmente « tontos » ( los Apóstoles)


(I Cor. 1 :27). Por otro lado, aquel que aceptaba esta pa­
radójica « tontería » sentía crecer dentro suyo un poder
secreto y m isterioso, el propio poder de C risto viviendo
en él como fondo de una vida totalmente nueva y un
nuevo ser. (I C or . 2 : 1-4, Ef. 1 : 1 8-23 , Gal . 6 : 14- 1 6).
En este punto es esencial recordar que, para un cris­
tiano, « el nombre de la Cruz » nada tiene de teórico, pues
contiene una experiencia áspera y existencial de unión con
Cristo en Su muerte, encaminada a compartir Su resurrec­
ción. Este « OÍr » plenamente, « recibiendo » la palabra de la
Cruz, significa mucho más que un simple asentimiento
ante la proposición dogmática de que Cristo murió por
nuestros pecados. Significa tanto como estar « clavado con
Cristo en la Cruz » de modo tal que el yo-ego pierde la con­
dición de principio de nuestras más profundas acciones,
que ahora proviene del Cristo que vive en nosotros. « Ya
no vivo yo mismo, pues ahora Cristo vive en mí». (Gal .
2 : 1 9-20 ; ver también Romanos 8 : 5- 1 7). Acoger la palabra
de la Cruz indica la aceptación de un auto-vaciamiento
total, una Kenosis en unión con el auto-vaciamiento de
Cristo, « obediente hasta la muerte ». (Fil. 2 : 5- 1 1 ) . Para el
verdadero Cristianismo, es imprescindible que esta expe­
riencia de la Cruz y el auto-vaciamiento ocupe una plaza
central en la vida del cristiano, quien así podrá recibir
abiertamente al Espíritu Santo, conociendo (otra vez por
experiencia) todos los bienes de Dios, en y por el Cristo.
(Juan 14 : 1 6- 1 7, 26 ; 15 : 26-27 ; 16 :7-1 5).
Cuando dice Gabriel Marce! que « hay umbrales que
j amás podemos cruzar si pensamos en ellos solos y libra­
dos a su propia suerte . . . se requiere una experiencia : la
experiencia de la pobreza y la enfermedad . . . » (citado por
A. Gelin, Les Pattvres de Yahvé, París, 1 954, p. 57) no

75
El Zen y los pájaros del deseo

hace más que expresar una sencilla verdad cristiana, en


térmi nos familiares al Zen .
Jamás debemos olvidar que el Cristianismo es mucho
más que la aceptación intelectual de un mensaje religioso
por la fuerza ciega y sometida de una fe que no acierta a
comprender lo que el mensaje dice , salvo en términos de
interpretaciones autorizadas que distribuyen, exteriormen­
te, unos expertos en nombre de la Iglesia. Muy por el con­
trario, la fe es idéntica a la puerta de la plena vida interior
de la Iglesia, no sólo incluye el acceso a una enseñanza
autorizada sino, sobre todo , una profunda vivencia perso­
nal que, aunque única, es compartida con el Cuerpo de
Cristo en su totalidad, en el Espíritu de Cristo. San Pablo
compara este conocimiento de Dios en el Espíritu con el
conocimiento subjetivo que cada hombre tiene de sí. Así
como nadie puede conocer mi yo interior excepto mi pro­
pio « espíritu », Dios sólo puede ser conocido por el Espí­
ritu de Dios : sin embargo este Espíritu Santo nos es dado
en forma tal que Dios se conoce a Sí-Mismo en nosotros,
experiencia ésta tremendamente real, aunque no podamos
comunicarla en términos comprensibles para quienes no
]a comparten. (Ver I Cor. 2 : 7-1 5). En consecuencia, finali­
za San Pablo, « tenemos la mente de Cristo ». (I Cor. 2 : 1 6 ) .
Ahora bien : habida cuenta de que, para e l Budismo,
puede describirse al Prajna como un « tener la mente en
Buda », es seguro que debe haber alguna posibilidad de tra­
zar una analogía entre la experiencia budista y la cristiana,
aunque en este momento hablamos más en términos de
doctrina que de pura experiencia. Pero esta doctrina se
refiere a la experiencia. No podemos avanzar en nuestra
investigación más allá de este punto , dentro del presente
trabajo, pero señalemos el significativo comentario for­
mulado por Suzuki al leer las siguientes líneas de Eckhart
(inscritas en una teología católica perfectamente ortodo-

76
Una visión cristiana del Zen

xa y tradicional) a las que calificó de « idénticas a la in tui­


ción del Prajna ». ( D. T. Suzuki , Mysticism : East and
West, p. 40 ; la cita proviene de la traducción por C. de
B. Evans del texto de Eckhart, Londres, 1 924, p. 1 47).
« Dándonos Su amor, Dios nos ha hecho entrega del
Espíritu Santo para que podamos amar a El, con el amor
por medio del cual El se ama a Sí-mismo ». El Hijo
que, por nosotros, ama al Padre, en el Espíritu, fue tra­
ducido por Suzuki a términos del Zen : « un espejo que
refleja a otro ; no hay sombra entre ellos ». ( Suzuki : Mys­
ticisnz : East and West, p. 4 1 ).
También cita Suzuki, frecuentemente, una frase de
Eckhart - « El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo
a través del cual Dios me ve a mí » ( Suzuki, Mysticism :
East and West, p. 50) - como expresión exacta de lo que
el Zen entiende por Prajna.
La interpretación del texto según criterio Zen, por el
Dr. Suzuki, puede ser teológicamente perfecta desde todos
los ángulos o no, ya lo veremos, pero a primera vista no
surgen razones por las que no debiéramos aceptarla a con­
ciencia. Lo que a nosotros nos concierne en todo esto es
la elevada sugestión y el interés que esta interpretación
despierta, por sí misma, al reflejar una especie de intui­
tiva afinidad con el misticismo cristiano. Además, da mu­
cho que pensar esta notable apertura de un pensador ja­
ponés formado en el Zen, de cara a lo que esencialmente
constituye el misterio más obscuro y difícil de la teología
cristiana : el dogma de la Trinidad y la misión de las Di­
vinas Personas en el cristiano y en la Iglesia. Esto pare­
cería indicar que el área realmente investigable en la
búsqueda de analogías y correspondencias entre el Cris­
tianismo y el Budismo, después de todo , pertenece a la
teología, más bien que a la psicología o al ascetismo. Al
menos, no cabe excluir a aquella teología experimentada

77
El Zen y los pájaros del deseo

por la contemplación cristiana, y no ya aquella versión es­


peculativa de los libros de texto y las polémicas eruditas.
Las pocas palabras escritas en esta introducción, así
como las proposiciones breves y sencillas que contiene,
no pretenden constituirse de ningún modo en « Compara­
ción » aceptable de la experiencia cristiana y la del Zen.
Obviamente, lo que hemos hecho es poco más que expre­
sar la piadosa esperanza de que algún día se descubra un
campo común. Pero creo haber logrado, al menos, que el
lector occidental y cristiano se encuentre en condiciones
de internarse en este libro con la mente abierta ; tal vez
lo he ayudado a suspender el j uicio por un tiempo, abste�
niéndose de decir inmediatamente que el Zen es tan eso­
térico y remoto que carece virtualmente de interés o im­
portancia para nosotros. Muy por el contrario, el Zen
puede enseñar mucho a Occidente, y hace poco que Dom
Aelred Graham, en un libro que' cosechó merecida · popu­
laridad (Graham, Zen Catholicism, N. Y., 1963) desarrolló
Ja teoría de que no poca substancia del Zen podía apli­
carse a nuestras prácticas religiosas y monacales. A� _

rentemente, es posible adaptar al Zen a la función de des­


pejar nuestro aire de gratuidades ascéticas, lo cual nos
ayudaría a recuperar un saludable equilibrio en nuestra
comprensión de la vida espiritual.
Pero debemos asir al Zen en su simple realidad, sin
imaginarlo o racionalizarlo en términos de fantásticas y
esotéricas interpretaciones de la existencia humana.
Es indudable que muy pocos occidentales llegarán j a­
más a comprender realmente lo que es el verdadero Zen,
pero sin embargo, para todos tendrá un gran valor el
mero exponerse a sus aires frescos y temerarios.

78
D. T. SUZUKI : EL HOMBRE Y SU OBRA

«On peut se sentir fier d' e tre con temporain


d'un certain nombre d'hommes de ce temps . . . »
ALBERT CAM VS

El tiempo que vivimos es inusua1 . No puede sorpren­


dernos, por lo tanto, que los hombres que lo animan re­
sulten, a veces, ligeramente insólitos . Aunque tal vez me­
nos conocido, a nivel mundial , que figuras de la talla de
Einstein y Gandhi (elevada� a la categoría de símbolos de
nuestra era ) Daisetz Suzuki no ha sido un hombre menos
notable que los nombrados. Y a pesar de que su trabajo
careció de mayor resonancia o efecto público , su contri­
bución a la revolución espiritual e intelectual de nuestro
tiempo no es de las pequeñas. El impacto del Zen en el
Oeste alcanzó su plenitud inmediatamente después de la
Segunda Guerra Mundia l , cuando también conocía su
auge la ola existencialista.
Los a!bores de la era atómica y cibernética, con la reli­
gión y la filosofía occidentales en estado de crisis y la
conciencia del hombre amenazada por la más profunda
alienación, enmarcaron el trabajo y la influencia personal
del Dr. Suzuki , probablemente oportunos y fructíferos :
mucho más quizá de Jo que ahora comenzamos a descu­
brir. No me estoy refiriendo al entusiasmo bastante su­
perficial de los occidentales por lo puramente exterior y
burbujeante del Zen (que el propio Dr. Suzuki evaluó con

79
El Zen v los pájaros del deseo

indulgencia, pero también con objetividad), sino a la acti­


va levadura del enfoque Zen que él sumó al fermento del
pensamiento occidental, a través de sus contactos con el
psicoanálisis, la filosofía y el pensamiento rel igioso , como
en el caso de Paul Tillich .
N o s e discute que e l Dr. Suzuki obsequió a esta era de
diálogo su aporte muy característico de su personal idad :
me refiero a su capacidad de aprehender y ocupar las
posiciones que facili taran Ja más efectiva comunicación
posib le. Lo hacía con sorprendente idoneidad porque se
encontraba (y esto podía no percibirlo inmediatamente )
libre de los dictados de todo patrón mental partidario o
ritualismo académico. No se dejaba arrastrar a los com­
plejos j uegos que, en el mundo intelectual, nos obligan a
cabalgar en busca de una meta . En consecuencia, este
hombre se elevó, muy naturalmente y sin esfuerzo, a una
prominente posición . 1 Se expresaba con la autoridad de
un hombre simple y clarividente que se hace cargo de las
l imitaciones humanas sin sacar provecho de ellas con esas
grandes est ructuras artificiales que carecen de significado
real . No necesitaba poner otra cabeza sobre la suya, como
dice un proverbio Zen . Esto, por cierto, es una ventaja en
función del diálogo, pues, cuando los hombres tratan de
comunicarse, les re su lta p ro pi ci o expresarse con voces
personales y distintas, y no difuminar sus identidades, ha­
blando a través de diversas máscaras oficiales al unísono.
Tuve la suerte de conocer al Dr. Suzuki, sosteniendo
con él un par de brevísimas conversaciones. La experien­
cia no sólo fue grati ficante sino también, diría yo, inolvi·
dable. En mi vida personal tuvo la dimensión de un even­
to extraordinario, puesto que, en el ámbito en que me
desenvuelvo, no suelo conocer a la clase de personas que
me serían presentadas profesionalmente si actuara, por
ejemplo, como profesor universitario. Yo tenía noticias de

80
D. T. Suzuki : El hombre ) su obra

sus trabajos desde hacía ya largo tiempo, habíamos inter­


cambiado 'correspondencia, publicando también un corto
diálogo durante el cual nos ocupábamos de la « Sabiduría
del Vacío » tal como se la presenta, comparativamente, en
el Zen y en los Padres del Desierto Egipcio (ver la Segunda
Parte de este libro). En ocasión de su último viaje a los
Estados Unidos tuve el gran privilegio y el placer de cono­
cerlo personalmente. Había que tratar a este hombre para
apreciarlo con plenitud. A mí me parecía una corporiza­
ción de todas las cualidades imprecisables del « Hombre
Superior» de las antiguas tradiciones del Asia : el Tao, el
Budismo y el Confucianismo. O tal vez uno tenía la sen­
sación de estar ante el « Verídico Hombre sin Título» de
que hablan Chuang Tzu y los Maestros del Zen. Y ésta es,
por supuesto, la clase de persona que uno de veras desea
conocer. ¿ Qué más se puede pretender en la materia? En­
contrándome con el Dr. Suzuki para beber con él una
taza de té sentía que, realmente, estaba conociendo una de
estas raras personalidades. Era como llegar, por fin, a mi
propia casa. Una experiencia muy feliz, para decirlo con
toda moderación. No hay mucho que pueda contarse so­
bre el episodio, porque extendiéndome en demasía podría
distraer la atención hacia detalles que, después de todo,
carecen de importancia. Cuando uno se encuentra en com­
pañía de una persona, la multiplicidad de detalles se in­
tegra naturalmente en una unidad, que es vista pero no
expresada como tal. Cuando uno se refiere a ella « de se­
gunda mano » sólo quedan los detalles aislados. El Verídi­
co Hombre, mientras tanto, hace tiempo que se ha mar­
chado para cuidarse de Jo suyo en algún otro lugar.
Hasta aquí he hablado como simple ser humano. Debe­
ría hacerlo también en mi condición de católico, o de in­
dividuo formado por cierta tradición religiosa occidental
pero dotado de una curiosidad (que espero legítima) hacia

81
El Zen y los pdjaros del deseo

las otras religiones, abiertamente consideradas. Por todo


esto, sólo podría emitir juicios sobre el Budismo en un
acto de audacia, pues carezco de la certidumbre que brin­
da una percepción fiel de los valores espirituales de una
tradición con la cual se tiene cierta familiaridad. En lo
que a mí respecta, me atrevo a decir que, en el Dr. Suzuki,
el Budismo se me hizo, por fin, completamente comprensi­
ble : antes me daba la impresión de una maraña de pala­
bras, confusa y misteriosa, erizada de vocablos, imágenes,
doctrinas, leyendas, rituales, arquitecturas, y demás. Tenía
la sensación de que la enorme y perturbadora exhuberan­
cia cultural que revestía las variadas formas del Budismo,
en sus diversos epicentros asiáticos, no era más que un a
bella indumentaria destinada a cubrir algo extremadamen­
te sencillo. De hecho, todas las religiones superiores son
muy simples. Entre ellas se observan muy importantes
diferencias esenciales, a qué dudarlo, pero, en su realidad
interior, el Cristianismo, el Budismo, el Islam y el Judaís­
mo son de una marcada simplicidad - aunque también
capaces, como he dicho antes, de inquietantes exhuberan­
cias - y acaban todas con la más simple y desconcertante
de todas las cosas, como es la confrontación directa con
el Ser Absoluto, el Amor Absoluto, la Piedad Absoluta o el
Absoluto Vacío, a través de un compromiso inmediato y
plenamente despierto con la vida de cada día. En el Cris­
tianismo, la confrontación reviste modalidades teológicas
y afectivas ; se sirve de la palabra y el amor. En el Zen se
trata de un proceso metafísico e intelectual, a través de
la percepción y la vacuidad. Sin embargo, la Cristiandad
también es depositaria de una tradición contemplativa, la
del conocimiento en el « no-conocer » ; las últimas palabras
que recuerdo haber oído de labios del Dr. Suzuki (antes
de las salutaciones de uso) son : « Lo más importante es el
Amor ». Debo reconocer que, como cristiano, esto me con-

82
D. T. Suzu k i : El hom b re y su o b ra

movió profundamente. En verdad, el Prajna y el Karuna


son uno y el mismo (como dicen los budistas ), vale decir
que la Caritas (amor) equivale al más elevado conoci­
miento.
Sólo vi al Dr. Suzuki en dos breves visitas, durante las
cuales opté por no malgastar el tiempo solici tándole ex­
plicaciones abstractas o doctrinarias de su tradición. Sen­
tí que hablaba con un ser humano que, a partir de una
formación completamente distinta a la mía, había madu­
rado y se había completado, hallando su propio camino.
No es posible comprender al Budismo antes de conocerlo
de este modo existencial, a través de una persona en la
cual el Budismo está vivo. Entonces desaparece el proble­
ma de la comprensión de esas doctrinas que, inevitable­
mente, resultan un tanto exóticas a los ojos de un occi­
dental, y todo se reduce a apreciar un valor que, de por
sí, es evidente. Estoy seguro de que ningún occidental
alerta e inteligente pudo conocer al Dr. Suzuki sin una
experiencia de este tipo.
Esta misma calidad existencial se desprende, en otra
forma, de la vasta obra publicada por el Dr. Suzuki . Tra­
bajador enérgico, original y :;:-roductivo, agraciado con el
don de una larga vida y poseído por un entusiasmo incan­
sable por su temática, nos ha legado una biblioteca íntegra
sobre el Zen , en idioma inglés Lamentablemente, no estoy
familiarizado c...on sus trabajos en j aponés, ni puedo j uzgar
sus alcances. Pero lo que tenemos en inglés es, sin la me­
nor duda, la más completa y auténtica presentación de la
tradición y la experiencia asiáticas que haya efectuado
hombre alguno en términos accesibles para el Occidente .
La excepcionalidad del trabajo del Dr. Suzuki radica en
la forma directa en que este pensador asiático ha logrado
comunicar su propia experiencia de una tradición antigua
y profunda, en una lengua occidental . Esta situación difie-

83
El Zen '\' los pájaros del deseo

re notoriamente de las traducciones más o menos fidedig­


nas de textos orientales , debidas a la pluma de académicos
europeos desprovistos de experiencia en materia de valo­
res espi rituales asiáticos , o sólo informados de las tradi­
ciones recogidas y divulgadas por otros occi den tales .
Una de las razones que explican la pecu liar eficacia de
la comunicación establecida por el Dr. Suzu ki con e l Occi­
dente consiste en su capacidad de t ransponer el Zen a los
auténticos términos de las tradiciones místicas occiden­
tales más afines. Ignoro la profund idad de los conoci­
mientos del Dr. Suzuki sobre los místicos occidentales,
pero me consta que había leído concienzudamente a Meis­
ter Eckhart . (Podría señalar, entre paréntesis , que estoy
de acuerdo con el Dr. Suzuki en su posición fi nal sobre el
Zen y el mistici smo ; en este sentido, optó por decir que
el Zen « no es un misticismo » , con el objeto de evitar cier­
tas ambigüedades desastrosas. Pero éste es un tema que
requiere nuevos estudios . )
Aunque e l Dr. Suzuki aceptaba l a i dea occidental pre­
dominante, y bastante superficial, de que Eckhart no era
más que un fenómeno único y por completo herético, ten­
dremos que admitir, j unto a los estudiosos más moder­
nos , que Eckhart representa en realidad una vertiente pro­
funda, amplia y decididamente ortodoxa del pensamiento
religioso occi dental : ésta se remonta a Plotino y a Pseudo­
Dionisio y arribó al Oeste con Escoto Erigena y la escue­
la medieval de San Víctor, afectando también, profunda­
mente, al maestro de Eckhart , Santo Tomás de Aquino.
Establecido su contacto con esta tradición relativamente
poco conocida, Suz u ki encontró que congeniaba con ella,
y supo darle muy buen uso. H e descubierto, por ejemplo,
que en el diálogo que sostuve con él - reproducido en la
parte final de este libro - se expresó en el lenguaje mítico
propio de la descripción bíblica de la Caída del Hombre,

84
D. T. Suzuki : El hombre y su obra

con un decidido beneficio psicológico y espiritual. En for­


ma fácil y natural se refirió a las implicancias de la « Caí­
da » en tanto que alienación del hombre con respecto a sí
mismo, con un estilo simple y espontáneo, digno de Padres
de la Iglesia como San Agustín o San Gregario. A decir
verdad, hay numerosos puntos en común entre la con­
cepción espiri tual de los Padres de la Iglesia y el pensa­
miento existencial cristiano de orientación psicoanalítica,
por ejemplo en el caso de Paul Tillich, que por su parte
ha experimentado una influencia agustiana de insospecha­
da intensidad. El Dr. Suzuki se encontraba a sus anchas
en esta atmósfera, gracias a su perfecto dominio de los
símbolos tradicionales. De hecho , estaba más familiariza­
do con todo esto que muchos teólogos occidentales. Com­
prendía y apreciaba el lenguaje simbólico de Ja B iblia y
los Padres, mucho más directamente que algunos de nues­
tros contemporáneos, incluyendo católicos, para quienes
este asun to no es más que un compromiso embarazoso. La
realidad total de la Caída se inscribe en nuestra naturale­
za según patrones que Jung denominaba arquetipos sim­
bólicos, y los Padres de la Iglesia - así como también ,
qué duda cabe, los redactores de la Biblia - ponían ma­
yor interés en esta significación arquetípica que en la Caí­
da como « evento histórico ». Además del Dr. Suzuki , otros
no-cristianos han llegado a captar la importancia de este
símbolo. Dos nombres vienen súbitamente a mi memoria :
Erich Fromm, el psicoanalista, y ese poeta notable y de­
masiado desconocido que se llamó Edwin Muir, autor de
las traducciones inglesas de Franz Kafka . No creo que el
Dr. Suzuki perteneciera al tipo de personas que se moles­
tan en preguntarse si su grado de « modernidad » es sufi­
ciente o no. Al Verídico Hombre sin Título estos rótulos
le tienen sin cuidado, puesto que no conoce otro tiempo

85
El Zen y los pájaros del deseo

que el presente, sabedor de que no puede aprehender el


pasado ni el futuro, salvo en el presente.
Puede decirse que todos los libros del Dr. Suzuki se
ocupan aproximadamente de lo mismo. En ocasiones, re­
trocedía unos pasos y enfocaba al Zen desde el ángulo
de la cultura, o el psicoanálisis, o desde el punto de vista
místico cristiano (en Eckhart), pero ni siquiera en estos
casos dejaba que el tema del Zen cediera su primacía a
otro diferente, o presentaba una concepción radicalmente
novedosa de su tema habitual . En realidad, Suzuki dice
siempre las mismas cosas . narra las mismas maravillosas
anécdotas Zen , tal vez con palabras ligeramente distintas,
desembocando invariablemente en una misma conclusión :
cero igual a infinito . A pesar de todo lo cual no hay mono­
tonía alguna en sus trabajos, y no se percibe que este
hombre se repita, porque de hecho cada libro es una fla­
mante creación. En cada uno de sus volúmenes palpita
toda una nueva experiencia. Quienes hemos escrito mucho
no podemos menos que admirar esta condición del mate­
rial del Dr. Suzuki : su notable consistencia, su unidad .
Pseudo-Dionisia afirma que la sapiencia del contempla­
tivo se desplaza según un motus orbicularis : ese movi­
miento circular que efectúan las águilas cuando acechan
a sus presas , o los planetas en torno a sus soles. La obra
del Dr. Suzuki rinde testimonio del silencioso 01 bitar del
Prajna que, para decirlo con las palabras de la mismísima
tradición occidental de Erigena y los Pseudo-Aeropágicos ,
traza « Un círculo cuya circunferencia está en ninguna par­
te y cuyo centro se halla en todas partes ». El resto de
nosotros viaja en vuelos lineales. Vamos lejos, atacamos
remotas posiciones, libramos feroces batallas, preguntán­
donos luego por qué nos hemos exaltado tanto ; construi­
mos sistemas que pronto nos parecen chatarra vieja,
deambulamos, en fin, por todos los continentes en bús-

86
D. T. Suzuki : El hombre y su obra

queda de algo nuevo. El Dr. Suzuki no se movió de donde


estaba, de su propio Zen, al que encontró inagotablemente
nuevo con cada nuevo libro. Esto indica, sin duda, un don
especial, cierta cualidad particular del genio del espíritu.
Bajo cualquier punto de vista, nos queda en su obra
una gran herencia, una de las realizaciones espirituales e
intelectuales únicas de nuestra era. Por sobre todo, nos
resulta preciosa por haber inspirado un desplazamiento
del Este hacia el Oeste y viceversa, produciendo un acuer­
do a nivel profundo entre Japón y América, acercando
cuando todo parece conspirar en favor de los conflictos,
divisiones, incomprensiones, confusiones y guerras. Nues­
tro tiempo jamás se ha destacado por sus aportes a la
paz. Podemos sentirnos orgullosos, pues, de este contem­
poráneo que ha dedicado su vida a una labor de esta
clase, alcanzando en ella el más rotundo de los éxitos.

87
NISHIDA : UN FILOSOFO ZEN

El eminente filósofo j aponés Kitaro Nishida ( 1 870-


1 945) hizo por el Budismo Zen lo que Jacques Maritain
por la filosofía católica : elaboró, dentro de su propia cul­
tura mística y sobre la base de sus intuiciones espirituales
y tradicionales, una filosofía que, al mismo tiempo que se
dirige al hombre moderno - incluso al occidental - con­
serva su apertura hacia la elevada sabiduría que persigue
la unión con Dios. El Dr. Daisetz Suzuki no se equivocaba
cuando decía que era difícil comprender a Nishida care­
ciendo de una cierta familiaridad previa con el Zen. Por
otro lado, ciertos conocimientos de fenomenología exis­
tencialista pueden servir de preparación para comprender
el único libro de Nishida que, hasta el momento, ha sido
traducido al inglés, libro que por otra parte es su primer
título : A Study of Good, editado por la Comisión Nacio­
nal Japonesa para la UNESCO en 1960, en versión inglesa
de V. H. Viglielmo.
Como Merlau-Ponty, Nishida se interesa por la estruc­
tura básica de la conciencia, intentando conservar la uni­
dad que e�iste entre la propia conciencia y el mundo ex­
terior que en ella se refleja. El punto de partida de Nishi­
da es la « pura experiencia » o « experiencia directa » de
unidad indiferenciada, en gran medida lo contrario de
aquel cogito con que empezaba Descartes.

89
El Zen y los pájaros del deseo

En la conciencia de sí, reflexiva, del sujeto pensante


indivi dual , como si dijéramos exterior y distinto a los
otros obj etos del conocimiento, encuentra Descartes su in­
tuición esencial . Desde el punto inicial del pensamiento
reflexivo, el sujeto dispone a dos conceptos abstractos
- el de sí mismo y el de su propia acción - en función
de objetos : cogito e rg o sum. Para Nishida (como también
para Maritain, pero en otro contexto) lo prioritario es la
intuición unitiva, esto es la percepción de la unidad bási­
ca del suje to y el objeto en el ser, profunda « aprehensión

de la vida » en su existencia concreta y « en la base mis­


ma de la conciencia ». Esta unidad básica no es un concep­
to abstracto sino el mismo ser, potenciado con el dinamis­
mo del espíritu y el amor. En ese sentido, podríamos de­
cir que Nishida parte de un swn ergo cogito. Pero esto
debemos tomarlo siempre con algunos granos salados y
perturbadores de Zen. « Yo soy » . . . pero . . . ¿ Quién es este
« Yo » ? La realidad fundamental no es externa ni tampoco
interna, objetiva ni subjetiva. Precede a todas las diferen­
ciaciones y contradicciones . El Zen la llama vacuidad,
Sun.yata, « eso ». La madura percepción del vacío, primor­
dial, en el cual todas las cosas son una, se denomina Praj­
na o sabiduría.
Esta sabiduría consiste en la experiencia directa del
« Uno » y el « Absoluto», no en abstracto sino en tanto que
« Sí-mismo » o « naturaleza de Buda ». Para esta percepción
unitiva, Nishida utiliza el término « Espíritu », definiéndo­
lo como unión de amor.
Demasiado Zen hay en la mente de Nishida para redu­
cirlo todo, simplemente, a una abstracta unidad original
y dejarla allí para que se esfume. Esto sería una traición
contra la realidad y la vida, como él ha dicho repetidas
veces. A partir de la unidad original indiferenciada de la
experiencia pura deben desarrollarse las contradicciones,

90
Nishida : Un filósofo Zen

y a través del conflicto y la contradicción se abrirán cami­


no la mente y la voluntad del hombre, creando laboriosa­
mente una unidad superior donde la primitiva « experien­
cia directa » se manifestará en un nivel más elevado. De
este modo se revuelven las contradicciones y conflictos en
una unidad trascendente que, de hecho, constituye una
experiencia religiosa. Para describirla, Nishida utiliza el
término e mística ». Otros autores Zen han evitado este vo­
cablo en particular, por considerarlo engañoso.
El aspecto más original, sin duda el más revoluciona­
rio, del pensamiento de Nishida, al menos desdt. el punto
de vista búdico, es su personalismo.
La conclusión a que arriba en su A S tudy of Good dice
que, en realidad, el bien supremo es el bien de la persona.
A primera vista, esto parecerfa entrañar una contradicción
lisa y llana de los presupuestos básicos de la religión bu­
dista. Buda enseñó que todo mal tiene sus raíces en la
« ignorancia » que nos induce a tomar a nuestro ego indi­
vidual por nuestro ser verdadero. Sin embargo, Nishida
no confunde a la « persona » con el ser externo e individual.
Tampoco sé reduce esta « persona », para él, a un « sujeto »
en relación con varios ohjetos, ni siquiera a un Dios den­
tro del vínculo Yo-Tú. La raíz de la personalidad ha de
ser buscada en el « verdadero sí-mismo » que se manifiesta
en la unificación básica de la conciencia, cuando sujeto y
objeto son uno sólo. He aquí por qué el bien supremo es
« la fusión del sí-mismo con la suprema realidad ». La per­
sonalidad humana es definida como la fuerza que efectúa
esta fusión. Todas las esperanzas y deseos del sí-mismo
externo e individual, de hecho, se oponen a esta unidad
superior. Pues tienen su centro en la afirmación del indi­
viduo. Es sólo cuando las esperanzas y temores del ser
individual se superan y olvidan que « aparece la auténtica
persona humana ». En una palabra, la realización de la

91
El Zen y los pájaros del deseo

personalidad humana en este elevado sentido espiritual


es, para nosotros, el bien hacia el que debe orientarse
toda la vida. Es idéntico, incluso, al « bien absoluto », en
la medida en que la personalidad humana se encuentra,
para Nishida, en una relación íntima e incluso, probable­
mente, esencial, con la personalidad de Dios.
Esta tesis también resulta revolucionaria dentro del
Budismo. Nishida declara en forma clara y decidida que
« la más profunda exigencia del corazón humano » , o « exi­
gencia religiosa », es el ansioso requerimiento de un Dios
personal. Esta exigencia no conduce a la satisfac ción últi­
ma de las aspiraciones individuales : por el contrario, pre­
supone su sacrificio y muerte. El sí-mismo individual debe
cesar para establecerse como « Centro de unificación » y de
conciencia. Dios mismo , el Dios personal, es el centro ,más
profundo de conciencia y unificación ; no olvidemos el
uso que San Juan de la Cruz daba a esta expresión. Com­
prender esto plenamente, no por aniquilación quietista o
por inmersión , sino por la percepción activa y creativa
que da el amor, es nuestro bien supremo.
Para el filósofo cristiano, existe el problema de que
Dios es explícitamente personal en Nishida, pero también
explícitamente panteístico, convirtiéndose en el Espíritu
de unidad y verdad que ocupa el centro del universo, suer­
te de anima mundi. Pero todo aquel que esté familiarizado
con el pensamiento oriental podrá ver que lo que a noso­
tros nos parece una confusión filosófica surge de la irrup­
ción de elementos puramente religiosos y místicos en la
estructura filosófica, que de tal modo se transforma en
una extrapolación de profundas experiencias espirituales.
El pensador cristiano jamás perderá de vista ciertas
perspectivas y distinciones que han sido desarrolladas
por su propia cultura, pero que, en cambio, el Oriente j a­
más consideró necesarias. El advenimiento del pensa-

92
Nishida : Un filósofo Zen

miento técnico filosófico en Occidente constituye, para


el Japón, una novedad. Las filosofías orientales han com­
binado siempre el pensamiento filosófico y religioso con
expresiones concretas de experiencia espiritual. Lo impor­
tante es que, en términos de una metafísica panteísta, Ki­
taro Nishida expresa intuiciones religiosas de gran pure­
za y profundidad que recuerdan a las de algunos grandes
pensadores contemplativos de nuestra propia tradición.
Las líneas finales de su libro pueden servir para que no
olvidemos este hecho.
« Dios no es alguien a quien hemos de conocer por me­
dio del análisis o el razonamiento . Si consideramos que la
esencia de la realidad es una cosa personal, hallaremos a
Dios como lo más personal del conjunto. Sólo podemos
conocer a Dios por la intuición del amor o la fe. Por lo
tanto, quienes decimos que no conocemos a Dios, sino
que tan sólo lo amamos y creemos en El somos los que
más cerca estamos de conocerlo. »
Se nos escaparía el pensamiento de Nishida s i no sin­
tiéramos su aliento profundamente religioso y « místico ».
Un pasaje de páginas anteriores resume sus conclusiones
sobre el bien supremo : « Si mi corazón puede quedar tan
puro y simple como el de un niño, creo que, probable­
mente, ésta será la más grande e incomparable de las fe­
licidades ».

93
EXPERIENCIA TRASCENDENTAL

¿ Quién es el que experimenta lo trascendente . . . ?

Esta nota se propone plantear un vital interrogante ;


de hecho, quiero plantear mis serias dudas sobre suposi­
ciones que, incorporadas con la mayor ligereza al campo
de lo « comprobado », confieren una marcada ambigüedad
a toda exposición sobre las experiencias trascendentes y,
más concretamente, « místicas ». Esta ambigüedad tiende
a esterilizar y frustrar las disciplinas y otros medios utili­
zados para « Obtener » las experiencias trascendentales.
En primer término : ¿ Qué significa exactamente esto de
·experiencia trascendental ? El término es insatisfactorio,
pero perfila un campo preciso : la experiencia trascenden­
tal es algo más definido que la « experiencia límite» * .
S e trata de una vivencia d e auto-trascendencia metafísica
o mística y también, al mismo tiempo, una experiencia
de 1o « Trascendente » o el « Absoluto » o « Dios » más en tér­
minos de Sujeto que de objeto. El Fondo Absoluto del
Ser (y detrás de éste la Divinidad como « Urgrund», es
decir como libertad infinita y no-circunscrita) sólo pue­
de comprenderse, por así decirlo, « desde dentro» : es com­
prendido desde dentro de « Sí-mismo » y desde dentro de

• La escuela psicológica de Abraham Maslow. que ha aportado los


conceptos de «au to-realización» y «peak-cxperience» (experiencia límite),
incorporando elementos existencialistas y orientales a la psicología social
y terapia analítica, define a la experiencia límite como un instante de
excepcional plenitud vital. (N. del T.)

95
El Zen y los pájaros del deseo

« yo-mismo » , aunque « YO-mismo » se ha perdido ahora y es


« hallado en El ». Estas expresiones metafóricas apuntan,
todas, hacia el problema que se alza ante nosotros : la
cuestión del ser que es « no-ser», que de ningún modo se
trata de un « ser alienado » sino, por el contrario, de un Ser
trascendente que, para esclarecerlo en términos cristia­
nos, se diferencia metafísicamente del Ser de Dios pero,
sin embargo, se identifica perfectamente con aquel Ser
por amor y libertad, de modo que en esta acción no pare­
ce haber más que un solo Ser. E s la vivencia de esto lo
que llamamos aquí « experiencia trascendental » o también
i luminación de sabiduría : Sapientia, Soplzia, Prajna. Arri­
bar a esta experiencia equivale a penetrar en la realidad
de todo lo que es, asiendo el sentido de la propia existen­
cia y su verdadero lugar en el esquema de todas las cosas,
donde uno se relaciona perfectamente con todo lo que
existe, por lazos de identidad y amor.
Lo que esto no es :
No es una inmersión regresiva en la naturaleza, el cos­
mos o el « puro ser », una quietud, narcisista, una alegre
pérdida de identidad en un suspiro tibio, regresivo, oscu­
ro y oceánico. No puede identificarse, concretamente, con
experiencias límite de tono erótico, aún cuando éstas sean
auténticamente personales y no ya (como diría Fromm)
simbióticas. Aquí hay más que una trascendencia estética,
aunque esta última puede entrar en la combinación y ele­
varse a un nivel superior de percepción metafísica, como
ocurre con la pintura Zen. Tampoco se limita al plano de
la trascendencia moral, esto es, la experiencia de aquella
heroica generosidad en el dar-de-sí que nos arrastra más
allá y por encima de nuestras propias limitaciones : pero
puede, por supuesto, combinarse con, o surgir del heroís­
mo moral, proyectándolo al plano místico de un auto-sa­
crificio y una entrega de sí.

96
Experiencia trascendental

Finalmente, se encuentra más allá del nivel ordinario


de las experiencias religiosas o espirituales (ambas autén­
ticas, naturalmente) durante las cuales la intel igencia y
« el corazón » - término tradicional y técnico en el Sufis­
mo, el Hesicaísmo y el misticismo cristiano, por regla
general - se iluminan gracias a la percepción del sentido
de la revelación, o del ser, o de la vida. Todas estas expe­
riencias pertenecen a un nivel en el cual el sujeto cons­
ciente de sí mismo conserva una conciencia mayor o
menor de sí mismo en tanto que sujeto , elevando y purifi­
cando al mismo tiempo esta percepción de su propia sub­
jetividad.
Pero durante la experiencia trascendente se da un
cambio radical y revolucionario en el sujeto . Este cambio
no debe confundirse con la regresión psicológica, aunque,
a veces, el impacto sufrido por la psiquis y el organismo
alcanza una intensidad tal que, « cegado por un exceso de
luz », el sujeto se siente apaleado, arrojado a una especie
de regresiva oscuridad en la cual se preparará para el ac­
ceso a la pura trascendencia, la libertad, la luz, el amor y
la gracia.

¿Quién es el que tiene esta experiencia?

Muy a menudo, las descripciones y exposiciones de


esta experiencia parecen dar por sentado que el único su­
jeto de esto es el ser-ego, la persona individual. Presumi­
mos que este ego empírico, capaz de tomar conciencia de
sí mismo y afirmarse diciendo « Yo soy », o mejor « YO ten­
go experiencias y por lo tanto soy », es a un tiempo sujeto
y beneficiario de las experiencias trascendentes. Estas se
convierten en una gloriosa coronación del ego y la autosa­
tisfacción. Admitimos sin sombra de· duda que, trascen-

97
El Zen y los pájaros del deseo

diéndose, el ego va efectivamente « más allá» de sí mismo,


aunque esta demostración de elasticidad espiritual se
sume , fü1almente, a su hijo de méritos y servicios. Cuanto
más lej os llega sin quebrarse, tanto mej or y más respeta­
ble es un ego. En realidad, el ego se adiestra a sí mismo
para llegar a un grado de elasticidad que le permita esti­
rarse casi hasta el punto de la desaparición, para luego
regresar, apuntándose un nuevo tanto en su papeleta. Este
no es ni remotamente un caso de auto-trascendencia. Sólo
se ha efectuado un « viaje», que en última instancia no
hace más que refrescar e intensificar la conciencia del ego.
Tal vez resulten necesarias las siguientes observacio­
nes sobre este tipo de descripción de la experiencia tras­
cendental :
1 ) Puede satisfacer a quien sólo desea plantear una ex­
periencia de nivel estético, o incluso moral. Pero tan pron­
to como este lenguaje interviene en la descripción de una
experiencia trascendental en sentido religioso o metafísi­
co, como el éxtasis místico, el Satori Zen y demás, no sólo
siembra la confusión sino que arroja, al pensamiento so­
bre una maraña de contradicciones irreconciliables.
2) Esta es la razón por la cual el Zen, el Sufismo y el
misticismo cristiano - para mencionar sólo las concep­
cones de la experiencia trascendental con las que está
familiarizado el autor - encuentran tan decisiva una ob­
jeción radical e incondicional del ego que aparenta ser
protagonista de la experiencia trascendente, objetando,
pues, con idéntica virulencia, la naturaleza total de la pro­
pia experiencia, entendida precisamente como tal. ¿ Pode­
mos seguir hablando de experiencia cuando el sujeto de
la misma ya no es un sujeto empírico, delimitado, bien
definido ? O, para decirlo en otras palabras : ¿ Podemos se­
guir hablando de « conciencia» cuando el sujeto conscien­
te ya no es capaz de percibirse �orno ente separado y úni-

98
Experiencia t rascendental

co ? Entonces, si el ego empírico tiene realmente concien­


cia, ¿ se verá a sí mismo como trascendido, abandonado.
superado, insignificante, ilusorio, incluso como raíz de
toda ignorancia o Am.idya ?
3) Aclarado esto, vemos que una nueva luz alumbra
los términos en que podemos referirnos a esta experiencia
trascendental como cosa regresiva. Aún cuando se hable
de una « regresión al servicio del ego », ésta parece guardar
escaso o ningún parentesco con la experiencia auténtica­
mente trascendental, que es un caso de superconciencia
más que una caída en la preconciencia, o en la inconcien­
cia. El « inconciente » Zen es más metafísico que psicológi­
co. El término tradicional del misticismo cristiano , « rap·
tus » o rapto no tiene el sentido de « ser transportado » que
se aplica correctamente a experiencias estéticas o eróticas
- aunque muchas imágenes eróticas se usan para descri­
birlo, en ciertos tipos de misticismo cristano - sino el de
un transporte ontológico « por sobre uno mismo » : supra
se. En la tradición cristiana, el foco de esta « experiencia »
no debe localizarse en el ser individual en tanto que ego
separado, deJimitado y temporal, sino en Cristo, o el Es­
píritu Santo « dentro » de este ser. En el Zen, se trata
del Ser con una S mayúscula, indicando algo diferente del
ser-ego. Este Ser es el Vacío .
Es cierto que las declamaciones sobre la completa ani­
quilación del yo deben tomarse siempre con ciertas reser­
vas, y evidentemente se las formula con idéntica preven­
ción, sobre todo en el caso de los místicos cristianos, pero
sin embargo cae de su peso que la identidad o persona que
actúa como sujeto de 'esta conciencia trascendental no es
el ego, aislado y contingente, sino la persona « hallada » y
« realizada» en unión con Cristo. En otras palabras, para
la tradición cristiana, la identidad del místico jamás se
reduce simplemente al mero ego empírico - menos aún,

99
El Zen y los pájaros del deseo

al ser neurótico y narcisista - sino que equivale a la « per­


sona » identificada con Cristo, una con el C risto. « Ya no
vivo yo ; es Cristo quien vive en mí ». (Gal . 2 : 20 . )
También s e refiere l a tradición cristiana a esta trascen­
dencia personal en términos de « tener la mente de Cris­
to » o ver y conocer « en el Espíritu de Cristo », siendo en
este caso el Espíritu una entidad estrictamente personal,
no sólo una referencia vaga a cierto clima emocional inte­
rior. Este Espíritu, que « está en todo, incluso en el abis­
mo de Dios » y « comprende los pensamientos de Dios » así
como comprende el hombre su propio corazón, nos « es
dado » en Cristo, como superconciencia trascendente de
Dios y de « el Padre » (ver I Cor. 2 , Romanos 8, etc.).
Más específicamente, toda experiencia trascendental
es, para el cristiano, una participación en « la mente de
Cristo » : « Dejad que entre en vosotros esta mente que
también estuvo en Jesucristo . . . que lo abandonó . obe­
. .

diente hasta la muerte . . . Por lo cual Dios lo elevó, confi­


riéndole un nombre por sobre todos los nombres ». ( Fil.
2 : 5- 1 0. ) Esta dinámica de vaciamiento y trascendencia
expresa con toda veracidad la transformación de la con­
ciencia cristiana en Cristo . Se trata de una transformación
kenótica : vacía todo el contenido de la conciencia del
ego, convirtiéndola en un espacio a través del que se ma­
nifiestan la luz y la gloria de Dios, radiación plena · de la
infinita realidad de Su Ser y Amor.
Lo dice Eckhart en términos perfectamente ortodoxos
y tradicionales para el Cristianismo : « Dándonos Su amor,
Dios nos ha dado Su Espíritu Santo, de modo que poda­
mos amarlo con el amor con que El se ama a Sí mismo.
Amamos a Dios con Su propio amor ; comprenderlo nos
deifica». D. T. Suzuki cita este pasaj e, complacido, trazan­
do un paralelo con la sabiduría Prajna del Zen . (Suzuki,
Mysticism : East and West, p . 40.)

1 00
Experiencia trascenden tal

Nótese que , en el Budismo, el desarrollo superior de la


conciencia consiste, también, en un completo vaciado del
ego individual , que se identifica entonces con el Buda ilu­
minado, o, más bien, descubre que él es en realidad la
mente del Buda iluminado. El Nirvana no eq uivale a la
conciencia de un ego que siente que ha cruzado « a J a otra
orilla » (pues estar « en otra orilla » es lo mismo q ue no
haber cruzado) sino al Absoluto Fondo-Conciencia del Va­
cío, donde no hay oril las. De modo que el budista accede
al auto-vaciamiento y la il uminación del Buda tal como el
cristiano accede al auto-vaciamiento (crucifixión ) y glori­
ficación (resurrección y ascenso) de Cristo. La diferencia
capital entre ambos reside en que lo primero es existen­
cial y ontológico, mientras que lo segundo pertenece al
plano de lo teológico y personal . Pero aquí debemos dis­
tinguir « persona » de « ego individual y empírico ».
4) Esto explica por qué, en todas estas tradiciones
religiosas superiores, el sendero de la percepción trascen­
dental es un sendero de auto-vaciamiento ascético y « nega­
ción de sí », lejano a toda auto-afirmación o auto-satisfac­
ción, o « logro de lo perfecto ». Por esto ha sido necesario
que dichas tradiciones se refirieran con términos marca­
damente negativos a Ja experiencia del sujeto-ego que, en
lugar de « asumirse » dentro de su propia y limitada enti­
dad , desaparece simplemente de la escena. Esto no impli­
ca una pérdida de status metafísico, ni siquiera físico, por
parte de la persona, o un regreso a la no-identidad, sino
más bien el concepto de que su status real no concuerda
con lo que empíricamente nos ha parecido a través de la
vida cotidiana. Por esto , sentimos entonces que es de una
importancia absoluta abandonar nuestra concepción coti­
diana de nosotros mismos, como sujetos potenciales de
experiencias únicas y especiales, o como candidatos para
la realización, la satisfacción y el éxito. En otras palabras,

101
El Zen y los pájaros del deseo

esto significn que un guía espiritual digno de tal nombre


l ibrará una batalla incesante contra todas las formas de
ilusión que surj an de la ambición espiritual y la auto-com­
placencia, encaminadas a establecer la gloria espiritual
del ego. A esto se debe la hostilidad de San Juan de Ja
C ruz contra las visiones, los éxtasis y todas las demás for­
mas de « experiencia especial ». Por esto mismo dicen los
Maestros de] Zen : « Si das con e] Buda, mátalo ».
En esto debemos ser estrictos . Es necesario destruir
al « Objeto Sagrado » en tanto que ídolo, encarnación de
Jos deseos, aspiraciones y poderes secretos del ego. Por
otra parte, resultaría trivial y hasta siniestro dar a] traste
con todos los demás ídolos para proclamar un nuevo dios
absoluto y final , que no es otro que el ego, presuntamen­
te dotado de la autonomía suprema y capacitado para se­
guir sus propias directrices espirituales. Esto no es liber­
tad espiritual , sino el colmo del narcisismo.
Más aún, hay cabida , deddidamente, para las discipli­
nas que se basan en una relación Yo-Tú entre discípulo y
maestro o en tre el creyente y su Dios. Es precisamente en
el seno de l a adoración litúrgica y la disciplina moral
que el in ic iado hal la su identidad, gana confianza en s u
ejercicio espiritual y aprende que J a vida del espíritu tie­
ne un objetivo perfectamente accesible. Empero, el pro­
gresivo debe también aprender a aflojar las piezas de su
concepción de l o que ese objetivo, es, y de « quién » lo al­
canzará. Aferrarse empecinadamente al « SÍ mismo » y a su
propia satisfacción es la garantía de que no habrá satis­
facción en absoluto.
En cuanto al estudio de todo este asunto de) « ser-ego »
y la « persona » - de crucial importancia para el diálogo
entre la religión occidental y la oriental - es indudable
que pertenece al campo de la metafísica, y el ego como
hipótesis de trabajo de la psicología no debe confundir-

1 02
Experiencia trascendental

se con la persona metafísica que, por sí sola, es capaz de


unirse trascendentalmente al Fondo del Ser. En realidad,
la persona tiene sus raíces en ese Fondo absoluto, y no
en la contingencia fenoménica del ego. Por lo tanto, si la
persona intentara salir « fuera » de este fondo metafísico
P.ara experimentarse a sí misma en tanto que existente y
actuante, 9 para observarse como un objeto que funciona
entre otros objetos, la experiencia del saber unitivo le re­
sultaría del todo imposible, dividida como está la persona
en dos : he aquí la paradoja de que, tan pronto como hay
« alguien » que tiene una experiencia trascendental, se fal­
sifica « la experiencia » misma o, peor aún, se torna impo­
sible.

103
EL NIRVANA

Tan importante es la percepc1on metafísica, para el


Budismo, que reemplaza a la teología, y haría de la tra­
dición búdica una filosofía religiosa más que una « reli­
gión » si no fuera porque carecemos de una definición se­
ria para el término « filosofía religiosa ». E sta última expre­
sión refleja pobremente la profundidad de la experiencia
búdica, para la cual adjetivos como « religiosa » o « filosó­
fica » resultan insatisfactorios. Aunque se ha especulado
mucho, en las diversas escuelas filosóficas del Budismo,
su concepción esencial trasciende a la especulación ; re­
nuncia a ella. El propio Sakyamuni ( Buda) se negó a res­
ponder a interrogantes especulativos, y desautorizó las
discusiones filosóficas abstractas. Su doctrina no era una
doctrina, sino un modo de estar en el mundo. Su religión
no era un manojo de creencias y convicciones, o ritos y
sacramentos, sino una apertura al amor. Su .filosofía no
era una visión del mundo sino un significativo silencio,
durante el cual la fractura característica del conocimien­
to conceptual se disgregaba plácidamente, apareciendo de
nuevo la realidad, el misterioso « eso ».
A pesar de todo, los conceptos básicos del Budismo son
filosóficos y metafísicos : intentan penetrar el fondo del
Ser y el conocimiento, no por el razonamiento, a partir
de principios y axiomas abstractos, sino por la purifica-

105
El Zen y los pájaros del deseo

ción y expansión de la conciencia moral y religiosa, que


culmina en un estado de superconciencia o metaconcien­
cia , definida como un hallazgo de la unidad del sujeto y el
objeto. Esta comprensión o iluminación se llama Nirvana.
Obviamente, la mejor manera de abrir un diálogo serio
entre el pensamiento búdico y el Cristianismo comenza­
ría por examinar la naturaleza de la iluminación budista,
en busca de alguna analogía con el pensamiento cristiano.
Se nos ofrecen tres enfoques más o menos obvios : el pri­
mero opera en el plano del misticismo y la experiencia
mística. A primera vista parecería el más fructífero, pero
tropieza y se complica con problemas teológicos, del lado
cristiano, y con la ausencia de substancia teológica, que
sería necesaria como material comparativo, del lado bu­
dista. En segundo término tenemos el enfoque ético : la
compasión búdica se aparea a la caridad cristiana. Pero,
a causa de que la caridad cristiana es una virtud teológica,
nos vemos nuevamente ante el mismo problema : elaborar
a dos niveles distintos que no llegan a tocarse. Finalmente
vemos el plano de la metafísica. El encuentro parece más
factible en este terreno. El ensayo de Sally Donnelly alien­
ta particularmente esta esperanza, y debemos agradecerle
que nos haya revelado algunas analogías muy interesan­
tes entre las doctrinas básicas del Budismo y el existen­
cialismo cristiano de Gabriel Marce!. (No olvido que Mar­
ce! repudió este rótulo en tiempos del Hum.a.n i Gcneris,
cuando todo existencialismo soportaba una mala repu­
tación de irreligiosidad. )
Desde el punto de vista metafísico, Sally Donnelly nos
muestra varios aspectos en que se vislumbra una corres­
pondencia entre las concepciones filosóficas budistas y
cristianas . Sobre la base de esta correspondencia, pode­
mos mirar un poco más allá, avizorando otras posibilida-

1 06
El Nirvana

des, de acuerdo a la comprensión religiosa de la existen­


cia humana y de la conducta práctica en la vida.
El valor especial del estudio de Sally Donnelly reside
en su énfasis sobre la presencia en el mundo, común al
Budismo y al Cristianismo. La idea búdica del Dharma
(pa1abra casi intraducible, en cierto modo afín al Logos)
y la del Tatatha ( « eso » o « es-idad » ) contienen una percep­
ción de que estamos presentes ; el Nirvana corporiza, a su
vez, la imagen de una « pura presencia », no así las ideas
de ausencia o negación. El hallazgo del significado de la
vida sigue a una apertura, a una plena atención hacia el
ser y « estar presente ».
La iluminación búdica, o Nirvana, supremo objetivo
del hombre, ha sido completamente malinterpretada en
Occidente. Tal vez esto se deba a que el concepto de Nir­
vana llegó a Occidente, por primera vez, por la vía de tra­
ducciones de los ascéticos textos del Pequeño Vehículo,
que subrayaban la extinción del deseo y el aspecto negati­
vo de la iluminación budista. Esto cayó en manos de pesi­
mistas románticos como Schopenhauer, y en resumidas
cuentas el estereotipo occidental del Budismo trazó la si­
lueta de una religión que negaba la realidad mundana,
par excellence, proclamando el ideal de pasar la propia
existencia terrenal en un trance ininterrumpido, gracias
al cual, luego de la muerte, ingresaría uno a la más pura
nada. De acuerdo a esta imagen, se niega todo valor posi­
tivo a la existencia terrenal. Es difícil imaginar que este
supuesto culto de la inercia y la muerte pudiera inspirar
los manifiestos alardes de vitalidad y regocijo que halla­
mos en el arte budista, así como en la literatura y la cul­
tura de todo el Lejano Oriente .
En realidad, esta distorsión se asemeja a la que sufren
místicos cristianos como San Juan de la Cruz, a quien se
considera un asceta que negaba la vida y odiaba el mun-

107
El Zen y los pájaros del deseo

do, cuando su mística rebosaba materialmente de amor,


vitalidad y alegría. La verdad es que cierto tipo de menta­
lidad no tolera que se ponga en tela de juicio a lo munda­
no y temporal, bajo ningún concepto ni forma : todo
intento de ubicar a estos valores en el plano de lo contin­
gente y relativo es condenado como denigración mani­
quea de la adorable tierra. Pero si tratamos a los valo­
res terrenales y temporales, de hecho, como absolutos:
¿Quién podrá gozar de ellos? Se tornan irreales, deformes,
y la persona que los ve a través de esta ilusión es incapaz
de aprehender el valor auténtico que contienen. La trage­
dia de una vida que gira en torno a las « cosas», a la apre­
hensión y manipulación de objetos, reside en que este tipo
de existencia encierra al ego en su propio armazón, como
si se tratara de un fin en sí mismo, arrojándolo a una ba­
talla sin esperanzas contra otros seres hostiles y perver­
sos, que compiten por las posesiones mundanas, que les
brindarán poder y satisfacción. En lugar de estar « abier­
tas al mundo», estas mentes, en realidad, le dan la espal­
da, y sus titánicos esfuerzos para construir un mundo
conforme a sus propios deseos acaban finalmente en la
ambigüedad y destructividad que las caracterizan. Pare­
cen aspirar a la luz, pero luchan en medio de una impe­
netrable oscuridad moral.
El Budismo y la Cristiandad bíblica coinciden en su
visión del actual estado del ser humano. Ambas tienen
conciencia de que el hombre se encuentra, de algún modo,
alejado de su relación correcta con el mundo y las cosas
que en él se hallan, o más bien, para decirlo con exacti­
tud, vislumbran en el hombre una misteriosa tendencia a
falsificar dicha relación, invirtiend o luego grandes dosis
de energía para justificar sus falsos conceptos sobre el
mundo y su lugar dentro de él. Esta falsificación es lo que
el Budismo llama Avidya. Habitualmente traducido por

108
El Nirvana

« ignorancia », este elemento es la raíz de todo mal y sufri­


miento, porque coloca al hombre en una posición equívoca
y de hecho imposible. Es un fallo invencible, concerniente
a la naturaleza misma de la realidad y el hombre. Se define
como una disposición a considerar al ego como realidad
absoluta y central, refiriéndose a todas las cosas como
objetos de su deseo o repulsión. Para el Cristianismo, esta
visión del hombre y la realidad debe atribuirse al « pecado
original ». Marcel expresa el sentido real de esta ceguera
cuando dice que el ser crea su propia oscuridad, ubicán­
dose entre el Yo y el otro, que en realidad forman parte
de una unicidad inter-subjetiva. La historia de la Caída
nos dice, en lenguaje mítico, que el « pecado original » no
es simplemente un estigma que, arbitrario, proyecta la
culpa sobre los buenos placeres, sino una inautenticidad
básica, una especie de propensión a la mala fe en nuestra
comprensión de nosotros mismos y del mundo. Implica
una determinada voluntad de hacer que las cosas pasen
por algo distinto de lo que son , con el objeto de que sir­
van , en cualquier momento, a nuestro deseo individual de
placer y poder. Pero, puesto que las cosas no obedecen a
nuestros impulsos arbitrarios, puesto que no podemos
obligar al mundo a confirmar y concordar con la imagen
que de él nos dictan nuestras necesidades e ilusiones, esta
voluntad es inseparable del error y los sufrimientos. He
aquí, · según el B.u dismo, por qué la propia vida ilusoria se
encuentra en un estado de Dukkha, por qué todo movi­
miento de deseo tiende a fructificar en última instancia
bajo la forma del dolor, y no ya de gozo duradero, produ­
ciendo más odio que amor, más destrucción que creación.
(Anotemos , de paso, que aunque la capacidad tecnológica
parece brindar al hombre un poder absoluto y efectivo
para manipular al mundo, este hecho no afecta en absolu­
to su condición original de equivocado, su quebranto esen-

1 09
El Zen y los pájaros del deseo

cial, sino que torna todo esto más obvio. Nosotros, que
vivimos en la era de la Bomba H y de los campos de ex­
terminio, haríamos bien en reflexionar sobre esta cues­
tión, aunque se trate de una reflexión impopular.)
Mientras perdure esta « ruptura » de la existencia, no
hay escape de las contradicciones internas que nos impo­
ne. Un hombre que se ha roto la pierna, pero pretende
seguir andando con ella, sufre sin remedio. Si el propio
deseo es una especie de fractura, cada movimiento suyo
producirá dolor, inevitablemen te. Pero también es un mo­
vimiento el deseo de acabar con el dolor del deseo, y
también esto causa dolor. El deseo de quedar inmóvil es
un movimiento. El deseo de escapar es un movimiento.
El deseo del Nirvana es un movimiento. El deseo de la
extinción es un movimiento. Y, sin embargo, no nos es
posible estarnos quietos con una « quietud compulsiva » en
el plano del deseo. En una palabra, el deseo no puede de­
tenerse a sí mismo, prohibirse desear : debe continuar su
movimiento, causando así dolor cuando sólo busca libe­
rarse de sí mismo, cuando sólo desea su propia extinción.
La respuesta final cristiana a este problema es tipifica­
da por San Pablo : « Deseo hacer el bien y, sin embargo, lo
que hago está mal . Coincido entusiasmado con la Ley de
Dios en mi fuero interno, pero encuentro que otra ley, en
mis miembros, contradice la de mi mente y hace de mí
un prisionero del pecado (falsedad, ruptura, ilusión vo­
luntarista, distorsión culpable de los valores) . . . ¿ Quién
me librará, desdichado pecador como soy, de esta muerte
viviente? Dios, por Su gracia, en Jesucristo nuestro Se­
ñor » ( Romanos 7 : 2 1 -25). Esto significa, por supuesto, la
muerte por la Cruz y la resurrección en Cristo : una vida
de amor « en el espíritu ».
La respuesta budista se expresa en las cuatro nobles
verdades por las que, siguiendo la enseñanza y la experien-

1 10
El Nirvana

cia de Buda, el hombre trata de aprehender la naturaleza


real de su existencia, redescubriendo pacientemente sus
legítimas raíces en el verdadero fondo de todo ser. Cuan­
do el hombre se apoya sobre verdad y amor auténticos,
se desgajan las raíces del deseo, llega a su fin la ruptura y
comienza el hallazgo de la verdad en la totalidad y simpli­
cidad del Nirvana : conciencia perfecta, perfecta compa­
sión. Nirvana es la sabiduría del amor perfecto, de pie so­
bre sí mismo y resplandeciendo a través de todo, sin
oposición alguna. El corazón de la ruptura es visto, en­
tonces , como lo que era : una ilusión, pero una ilusión
persistente e invencible del aislado ego, alzándose contra
d am o r exigiendo que se acepte a su propio deseo como
,

ley del universo, sufriendo a causa de que el deseo lo ha


fracturado por dentro, lo ha alejado de la sabiduría de
amor en que debía fundar sus cimientos.
En u na palabra, el « deseo », o « apetito » o « sed» ( Tan­
/J a )
- lo cual incluye aquella sed de existencia individual
continua , o de inexistencia , que sentimos cuando nos afe­
rramos tenazmente a nuestro propio ego, aislado e indi­
vidual - se constituye en antagonista del amor y el ser.
En úl tima instancia, estos dos son una misma cosa : la
gTan « v ac u idad » de Sunyata se describe como vacuidad
sólo po rq u e carece absolutamente de límites o particula­
ridades , pero por esto mismo es la suya, también, una
p crfl:c l� plenitud. Cuando decimos « plenitud » tendemos
inevitablemente a imaginar un « Contenido », con un límite
que lo define y contiene ; de modo que el Budismo prefie­
re hablar de « vacuidad », no porque conciba a la última
realidad como mera nada y vacío, sino porque es cons­
ciente de que el fofinito no tiene límites ni definición . Por
lo tanto, el Nirvana no es un « contenido consciente » apre­
hendido. De aquí que los conceptos metafísicos del Ser
Puro en las filosofías budista y cristiana - lo que Ga-

111
El Zen y los pájaros del deseo

briel Marcel llamaba «misterio del Ser» - estén más pró­


ximos, uno del otro, de Jo que hasta ahora se ha sospe­
chado. Cuando se aprecie la pureza de esta metafísica bú­
dica en su dimensión verdadera, habrá bases serias para
un eventual diálogo con los budistas sobre su idea de
Dios: la Realidad Absoluta que es también Persona Abso­
luta ; pero nunca objeto.
Como dije antes, el deseo de experimentar el Nirvana
es fuente de sufrimientos, porque conserva la fractura que
separa al objeto del fondo de su propio ser, eJ Sunyata.
Esto es importante. El Budismo se esmera en suprimir
toda posible triquiñuela o trampa por la que el deseo-del­
ego pudiera escabullirse, salvándose por sus propios me­
dios del naufragio del mundo de ilusión y dolor.
El Budismo se niega a consentir embellecimientos o
cultivos del alma. Desnuda implacablemente todo deseo
de iluminación o salvación, encaminado meramente a la
glorificación del ego por la satisfacción de sus deseos en
un reino trascendente. No porque esto sea «inmoral» o
«incorrecto » sino porque, simplemente, es imposible. El
deseo-deJ-ego jamás puede culminarse en feli cidad, satis­
fación y paz, porque es una fractura que nos separa del
fondo de la realidad, donde se encuentran la verdad y la
paz. Mientras el ego intente «asir» o «coger» dicho fon­
do como contenido objetivo de conciencia, resultará frus­
trado y quebrantado.
Cuando Sally Donnelly, en su ensayo, dice que el Ni r­
vana es una «experiencia de amor », nos obliga a observar
la mayor prudencia para no confundir el sentido de su
expresión. Si una experiencia es algo que uno puede «te­
ner: », y « asir» y- «poseer», si puede ser objeto de deseo,
contenido de la conciencia, no se trata del Nirvana. En
cierto sentido, el Nirvana está más allá de toda experien­
cia. Sin embargo, también puede ll amársele la «experien-

1 12
El Nirvana

cia suprema » en tanto que liberación de las limitaciones


psicológicas. Las palabras « experiencia de amor» no de­
ben entenderse en términos de satisfacción emocional, de
deseo y posesión, sino de plena comprensión y despertar
total : una percepción completa del amor, no como mera
emoción de un sujeto _que siente, sino como vasta inmen­
sidad del propio Ser, la comprensión de que el Ser Puro
es un Infinito Dar, o de que el Vacío Absoluto es también
Absoluta Compasión. No es ésta una comprensión inte­
lectual o abstracta, sino concreta. Según las palabras de
Cristo, es « el Espíritu y la Vida ». No se trata, pues, tan
sólo de la conciencia de un sujeto amante, en el sentido de
que lleva el amor dentro de sí, sino de la conciencia del
Espíritu de Amor como fuente de todo lo que es, y de
todo amor.
Tal amor está más allá del deseo y de todas las restric­
ciones de un ser egocéntrico y lleno de deseos. Es un amor
que sólo nace cuando el ego renuncia a sus pretensiones
de autonomía absoluta y deja de habitar en un minúsculo
reino de deseos, dentro del cual él mismo es su única ra­
zón y fin de la existencia. La caridad cristiana persigue la
realización de la unidad con el prójimo « en Cristo » . La
compasión búdica propone restañar la ruptura de la divi­
sión y la ilusión, hallando la totalidad no en un abstracto
y metafísico « uno », ni siquiera en un inmanentismo pan­
teísta, sino en el Nirvana : el vacío que es Realidad Abso­
luta y Absoluto Amor. En ambos casos, la suprema ilumi­
nación del amor es una explosión del poder de la eviden­
cia del Amor, en el cual todos los límites psicológicos del
sujeto « experimentador » se disuelven ; lo que queda es la
trascendente claridad del amor en sí mismo, realizado en
el sujeto desprovisto de ego por un misterio que escapa a
toda comprensión, pero no al asentimiento.
Para el deseo egoísta no hay, no puede haber, saciedad

1 13
El Zen y los pájaros del deseo

ni salvación. La única salvación, como dijo Cristo, se halla


en la pérdida de sí-mismo : esto es, abriéndose al otro,
como otro sí-mismo. No se arriba al Nirvana gracias a su­
tiles y pacientes meditaciones, experimentando con los
Koans del Zen, estándose sentado interminablemente, son­
sacando una respuesta secreta a algún experto espiritual,
o domesticando el propio cuerpo por medio de posturas
tántricas . El Nirvana es la extinción del deseo y el pleno
despertar que resulta de esta extinción. No sólo implica
la disolución de todos los límites del ego, una expansión
casi infinita del ser en un océano de auto-satisfacción y
aniquilación de lo individual. Esta es la última y peor de
las ilusiones del asceta que, habiendo « cruzado a la otra
orilla» se dice con orgullo. « Finalmente he cruzado a la
otra orilla ». Naturalmente, este hombre no ha cruzado
nada. Se encuentra aún donde antes estaba, tan quebran­
tado como siempre. Lo rodea la oscuridad del Avidya.
Sólo que se las ha apañado para dar con una píldora que
produce una luz espúrea y mitiga ligeramente el dolor.
La iluminación no consiste en j uguetear con la factici­
dad de la vida ordinaria, aventándola con el espíritu.
Como dicen los budistas, el Nirvana se halla en medio del
mundo que nos rodea, y no es otro el lugar de la verdad.
Estar aquí y ahora, donde estamos, en « esto » es también
estar en el Nirvana, sólo que, lamentablemente, mientras
tengamos « sed » o Tanha, seguiremos falsificando nuestra
situación, incapaces de comprenderla como Nirvana.
Mientras seamos inauténticas, mientras nos interponga­
mos, oscureciéndola, ante la presencia de lo que realmen­
te es, seguiremos sufriendo esta ilusión, este dolor. Si fué­
ramos capaces de un momento de perfecta autenticidad,
de sinceridad completa, veríamos al instante que Nirvana
y Samsara son una misma cosa. Insisto : aquí no hay hui­
da del mundo real, denigración o repudio de lo mundano,

1 14
El Nirvana

sino justamente una comprensión real del valor que es


del mundo. Sin embargo, esta comprensión es imposible
mientras uno desee las cosas que apetecen al mundo,
aceptando al Avidya terrenal como fuente de las grandes
respuestas.

115
EL ZEN EN EL ARTE JAPONES

El arte j aponés ha sido, tradicionalmente, una íntima


expresión de la espiritualidad nipona : Shintoísta, Confu­
cianista y Búdica. En particular, las pinturas más contem­
plativas, los dibujos a tinta, las caligrafías y el famoso
« arte del té » han estado profundamente impregnados del
espíritu Zen, floreciendo sobre todo en los monasterios
Zen. Un estudio del Zen en el arte japonés como el pre­
sentado por Toshimitsu Hasumi * versará, por lo tanto,
no sólo sobre las implicaciones religiosas del tema, sino
especialmente sobre el arte como « forma de experiencia
espiritual » en el Japón.
En otras palabras, las formas artísticas más contem­
plativas del Japón son consideradas , tradicionalmente,
como algo más que simples manifestaciones o representa­
ciones simbólicas de fe religiosa, adecuadas al uso litúrgi­
co de la comunidad . Por sobre todas las cosas se asocian
estrechamente con la intuición contemplativa de una ver­
dad fundamental , a través de una experiencia básicamen­
te religiosa y también, en cierto sentido, « mística».
Pero este libro de Toshimitsu Hasumi resulta particu-

"' Ze11 in /apanese A rt, por Toshimitsu Hasumi. Traducido del ale­
m án por l ohn Petrie ; Londres. Rotledge and Kegan Pau l , 1 962 : New
York . Phi los0ph ical L ibra ry, 1 962.

1 17
El Zen y los pájaros del deseo

larmente interesante en cuanto nos transmite algunas


ideas estéticas fundamentales del filósofo Kitaro Nishida,
cuyos trabajos sobre temas estéticos aún no han sido
editados en lenguas occidentales.
Sin embargo, ciertas diferencias separan al discípulo
de su maestro. Por ejemplo, Hasumi no acepta la idea de
Nishida sobre un Dios personal. Pero su concepción de
Dios como fondo básico de todo ser y toda experiencia,
fondo básico al que se denomina « Nada» o « Vacuidad»,
es idéntica a la de Nishida y también, naturalmente, a la
tradición búdica general. Esta « Nada » es motivo de una
cuidadosa explicación del autor.
Deja bien claro que esta figura verbal carece de ento­
naciones negativas o pesimistas ; en otras palabras, no
guarda relación con lo que Sartre llamaba néant. Al con­
trario, es el « exacto contrario del nihilismo pesimista y
negador del mundo real », y su condición es absolutamen­
te « afirmativa de la vida, puesto que el Zen, y el arte Zen,
ven en el ser una acción de la Nada informe que se desen­
vuelve por sí misma ».
Específicamente, la función de lo bello consiste, por
así decirlo, en una epifanía del informe y Absoluto Vacío,
que es Dios. Es una corporización del Absoluto, por me­
diación de la personalidad del artista, o tal vez sea mejor
decir de su « espíritu » y experiencia contemplativa.
La contribución del Zen al arte se ha dado en térmi­
nos de una profunda dimensión espiritual que transfor­
ma al arte en una experiencia esencialmente contempla­
tiva, durante la cual despierta « la conciencia primigenia
oculta dentro de nosotros, a quien debemos toda activi­
dad espiritual ».
En este concepto tradicional del arte nipón no halla­
mos divorcio alguno entre arte y vida, o arte y espirituali­
dad. Por el contrario, bajo el poder unificador de la dis-

1 18
El Zen en el arte japonés

ciplina y la intuición Zen, el arte, la vida y la experiencia


espiritual se congregan en una inseparable fusión. En nin­
gún caso se · nos muestra este fenómeno con mayor clari­
dad y belleza que en el « arte del té ». Las páginas que el
autor dedica a este· tema son de superlativo interés para
los monjes del mundo entero, pues pintan un estilo de
vida monástico y contemplativo dentro del cual el arte, la
experiencia espiritual y las relaciones comunitarias y per­
sonales tienen cabida, juntas, en una expresión de Dios en
Su mundo. Lejos de constituir una formalidad social en­
diosada, como pueden haber imaginado algunos observa­
dores occidentales, la « ceremonia del té » es una expresión
artística profundamente espiritual - y uno se siente ten­
tado a llamarla « litúrgica » - que a la vez refleja un esta­
do de fe. Todo es importante en la ceremonia del té, todo
ha sido previsto por normas tradicionales, aunque en este
tradicional cuadro de referencias hay también cabida
para la originalidad, la espontaneidad y la libertad espiri­
tual. El espíritu de la cerémonia del té se define por las
normas básicas que lo gobiernan : Armonía, Respeto, Pu­
reza (de corazón) y Quietud, en el sentido de quies y de
hesychia. Pero, para hacer que este espíritu resulte más
evidente, podemos decir que se trata del mismo tipo de
in spiración qu e manifiestan con toda simplicidad la arqui­
tectura cisterciense del siglo xn, en Fontenay o Le Tho­
ronet : un regocijo interior por la pobreza y la sencillez,
idéntico al que expresa el intraducible término j aponés
Wabi. En un llamativo pasaje, Hasumi describe este esta­
do de ánimo como « una pobreza estética que despierta
ecos interiores » . Sin duda es éste un concepto de suma
importancia para quienes h,1chamos por recobrar algo del
concepto espiritual y contemplativo de simplicidad y po­
breza que hace a la esencia del modo de vida cisterciense.
La « quietud » y la « actitud de escuchar» con la que « reve-

1 19
El Zen y los pájaros del deseo

rendamos a la pobreza del hombre, la armonía del mundo


y. la inconclusión de la Naturaleza » se abre a una profun­
da atención « hacia el eterno presente en el cual todos los
ideales flotan j untos en la Nada ». Esta expresión de la ex­
periencia contemplativa puede desconcertar, tal vez, al
lector cristiano que no está al tanto de su propia herencia
espiritual en su vertiente de tradición mística. De ningún
modo se trata de mera vacuidad, quietista e inerte. Tam­
poco niega o ignora la realidad humana. Al contrario, « las
almas del huésped y el anfitrión rinden sus identidades
personales y terminan por unirse. En la realidad de esta
esfera, la antinomia entre cuerpo y alma es abolida, flore­
ciendo una armoniosa unidad. El propio hombre se ha
convertido, ahora, en un alma, bajo la forma del arte. La
separación de la existencia y el ser ya no existe, se ha libe­
rado al alma de su cuerpo y el hombre se siente un ser
solitario pleno de significados y cercano a la esencia de
las cosas ». Esta descripción , impresionista y poética más
que exacta en un sentido científico, debería servir para
formarnos una idea del « arte del té » como fuerza espiri­
tual hondamente influyente en la tradición j aponesa.
En conclusión , debemos subrayar que el autor es cons­
ciente de las semejanzas y contrastes que se aprecian en­
tre las tradiciones cristiana y búdica. En conexión con
esto formula una afirmación que podría resultar esclare­
cedora para aquellos que comienzan a interesarse en un
posible diálogo entre las dos religiones.
« El Cristianismo es una manifestación de la Encarna­
ción de Dios, en tanto que el Zen es una iluminación inten­
siva e interior del ser divino que los j aponeses han apre­
hendido como Nada, y que necesita que la manifestación
de la Encarnación lo complemente, totalice y eleve ». He
aquí un concepto sin duda generoso y perspicaz sobre
lo que esperan los budistas de sus hermanos cristianos.

1 20
APENDICE : ¿ EL BUDI SMO NIEGA A LA VIDA ?

Sin intención de embarcarme en una controversia ex­


haustiva, quisiera citar, simplemente, unos pocos textos,
con el mínimo comentario imprescindible.
Suele creerse, en Occidente, que la actitud de un bu­
dista consiste sencillamente en dar la espalda al mundo y
a las demás personas, a las que considera « irreales », culti­
vando la meditación con el objeto de entrar en trance y
experimentar, eventualmente, un estado por completo ne­
gativo que recibe c1 nombre de Nirvana. Pero la « menta­
lización » budista, lejos de desdeñar la vida, muestra una
extremada solicitud hacia todas las formas de vida. Tiene
dos aspectos : uno, la penetración en el significado y la
realidad del sufrimiento por la meditación ; y dos , la pro­
tección de todos los seres contra el sufrimiento, por la
compasión y la no-violencia.
El pasaje siguiente del Samyu t ta Nikaya muestra
cómo la meditación y la no-violencia se dirigen, ambas,
hacia la protección de la vida en uno mismo y en los
otros, al tiempo que unen compasión y desprendimiento,
percepción y piedad . La percepción obtenida por medio
de la meditación no desprecia a la vida sino que le profe­
sa un auténtico respeto. Sin esta percepción no puede
existir un auténtico respeto por la vida. Sin esta percep­
ción es muy fácil mul tiplicar bonitas palabras, declararse

121
El Zen y los pájaros del deseo

« afirmador de la vida » y cantar loas al propio amor por


el prójimo, mientras a pesar de todo esto se destruye a
diestra y siniestra.

« He de protegerme », puesto que las Fundacio­


nes de la Mentalización deben ser cultivadas. « Pro­
tegeré a los otros », puesto que deben ser cultivadas
las Fundaciones de la Mentalización. Protegiéndo­
se, uno protege a los otros ; protegiéndolos, uno
se protege a sí mismo.
¿ Y cómo protege uno a los otros, protegiéndo­
se? Por la práctica repetitiva, el cultivo de la men­
te que brinda la meditación, y cuidándose conti­
nuamente de esto.
¿Y cómo se protege uno, protegiendo a los
otros? Por medio de la paciencia, de una vida no­
vio lenta, por el amor, la cortesía y la compasión.
( Nyanaponika Thera, The Heart of Buddh ist Me­
ditation, Colombo, 1 956 , p. 57. )

¿ Pero n o hay algo d e morboso, d e masoquista, e n es­


tas meditaciones búdicas sobre el sufrimiento, encamina­
das a obtener la liberación de la ignorancia y de la « rue­
da del nacimiento y la muerte » ? ¿ No destila un cierto
desprecio por la vida misma? Dice Suzuki :

« El valor de la vida humana reside en el hecho


del sufrimiento, pues donde no hay dolor ni con­
ciencia de la servidumbre kármica tampoco puede
existir el poder de alcanzar la experiencia espiri­
tual que permite arribar al terreno de la indiferen­
ciación. A menos que aceptemos el sufrimiento, no
podemos liberarnos de él». (Esencia del Budismo,
página 1 3 .)

1 22
¿El Budismo niega a la vida?

Comparemos esto con la trivialidad de un optimismo


« afirmador de la vida » superficial, que sólo pretende es­
capar del sufrimiento por medio de lo que Pascal llama­
ba « diversión » o « distracción » : ¡ Un intento de huir del
enfrentamiento con el dolor, realidad inseparable de la
vida misma !
¿ Acaso el Budismo busca sólo escapar de la vida?
Dice el Lama Angarika Govinda :

« ( El camino del Mahayana) no es una senda


para huir del mundo, sino que conduce a través
del creciente conocimiento (Prajna) hacia la supe­
ración del mundo, por la vía del amor activo (Mai­
tri) hacia nuestro prójimo, de la participación in­
terior en los gozos y alegrías de los otros (Ka ru­
na, Mudita) y de la ecuanimidad ( Upe k sa ) con res­
pecto a nuestros propios bienes y aflicciones. »
(Foundations o f Tibetan Mysticism, p. 40.)

¿ Predica el Budismo un desprecio puramente negati·


vo por el mundo ? El mismo autor describe así la actitud
budista :

« ( El mundo) no está condenado en su totalidad


ni fraccionado en contrarios irreconciliables, pues
se nos muestra un puente que va del mundo tem·
poral ordinario de las percepciones sensoriales al
reino del conocimiento intemporal : sendero que
nos lleva más allá del mundo, pero no a través de
su negación o del desprecio por él , sino de la puri­
ficación y sublimación de las condiciones y cuali·
dades de nuestra existencia presente » (Govinda,
Foundations, p. 1 08).

1 23
El Zen y los pájams del deseo

¿ La meditación de los budistas niega enteramente al


cuerpo y propone un transporte al reino de la abstracción
puramente espiritual ? Todo lo contrario. El cuerpo cum­
ple un importante papel en la meditación budista, y en
realidad puede decirse que en ningún otro tipo de medi­
tación se adjudica una importancia tan crecida a lo cor­
poral. En lugar de eliminar, o tratar de eliminar, toda
conciencia corporal, la meditación budista mantiene una
aguda conciencia del cuerpo. Para dominar la mente, la
meditación budista busca, antes que nada, el señorío del
cuerpo. « Si el cuerpo se muestra rebelde (a la medita­
ción) también lo hará la mente ; dominado el cuerpo, la
mente obedece. »
« Puesto que los procesos mentales sólo resultan cla­
ros para quienes alcanzan a dominar lo corporal con ple­
na lucidez, toda intentona de asir los procesos mentales
deberá basarse en la aprehensión de lo corporal, y de nin­
gún otro modo ». ( Nyanaponika Thera, Tlw Heart, p. ?8.)

1 24
SEGUNDA PARTE
SABIDURIA DEL VACIO

Didlogo entre Daisetz T. Suzuki y Thomas Merton

Nota introductoria

En la primavera de 1959, completadas algunas traduc­


ciones del Verba Seniorum, que ha sido publicado por
New Directions bajo el título de La Sabiduría del Desier­
to * se decidió enviar el texto de la traducción a Daisetz
Suzuki, uno de los académicos y contemplativos más pro­
minentes en el campo oriental. Se creía que el Verba, por
su austera simplicidad, acusaba notorias semejanzas con
algunas de las narraciones de los Maestros del Zen, y que
el Dr. Suzuki probablemente se interesaría en el caso, por
dicha razón. Efectivamente, la sugerencia de intentar un
diálogo sobre la «sabiduría» de los Padres del Desierto y
la de los Maestros del Zen fue recibida con agrado.
Existía la impresión de que un intercambio de ideas
representaría un aporte al entendimiento mutuo entre el
Oriente y Occidente, y de que la confrontación entre los
monjes egipcios de los siglos cuarto y quinto con los chi­
nos y japoneses de una fecha ligeramente posterior resul­
taría altamente esclarecedora. (El Zen •• se iniciaba en
China cuando la gran era de los Padres del Desierto se

• The Wisdom of the Dcsert.


•• Zen es un término japonés por el c hino Ch'an. del sánscrito
Dhvana. Por razones de comodidad , utilizo «Zen» cuando me refiero
a éh'an.

127
El Zen y los pájaros del deseo

aproximaba a su fin en Egipto.) Hoy en día, el Budismo


Zen despierta considerable interés en Ocidente, principal­
mente a causa de su simplicidad paradójica y altamente
existencial, que parece desafiar a las ideologías complica­
das y verbalísticas que han venido a substituir a la reli­
gión, la fi losofía y la espiritualidad en el mundo occidental.
Incontables narraciones Zen reproducen en forma casi
exacta al Verba Seniornm : obviamente, se trata de inci­
dentes bastante previsibles toda vez que los hombres bus­
quen y efectivicen el mismo tipo de vacuidad, pobreza y
soledad. Siempre se presenta, por ejemplo, el caso del la­
drón, acompañado por un humilde monje que no sólo le
permite robar todas sus pertenencias, sino que incluso
corre tras él para entregarle un objeto que se le ha olvi­
dado.
Como puntualiza el Dr. Suzuki en su análisis de la
« inocencia », esto se halla realmente por encima del nivel
del problema-y-su-solución. En tanto y en cuanto el monje
demuestra la vacuidad primitiva e inocencia que el Zen
denomina « esto » o « eso » o « es-idad » *, para el cristiano
« pureza de corazón » y « caridad perfecta », el problema ni
siquiera se presenta. Dice San Pablo : « Contra éstos no
hay ley. » También podría haber dicho que para éstos
no hay ley. Ambas proposiciones son ciertas : para ellos,
la ley no presenta ventajas ni desventajas. No claman por
su ayuda ni sufren sus efectos. Se encuentran « más allá
de la ley».
Esta idea, empero, es frecuente motivo de malas inter­
pretaciones y aún peores aplicaciones. Dondequiera que
aparece una espiritualidad simple y mística, las mismas
dificultades vienen a afligir al estudiante común que obser-

• La expl'esión original inglesa es intraduci ble : « Suchncss» , .1lgo


así como «condición de lo que es mi como es » . r N . del T. J

1 28
Sabiduría del Vacío

va el caso desde fuera. Las mismas preguntas sin respues­


ta, idénticas acusaciones a refutar. Siempre abundan los
que confunden la « libertad de los hijos de Dios » con la
licencia que reclaman los esclavos de la ilusión y el deseo.
Tanto en el Este como en el Oeste, los contemplativos
han soportado siempre los reproches que motivan sus su­
puestos escapismo, quietismo, misantropía, ociosidad y
otros cien pecados. Y la mayoría de las veces se los acusa
de desdeñar las formas corrientes de la disciplina ética
y ascética o de arrojar por la ventana toda moralidad y
toda política. A los hombres del Zen se los recibe, a menu­
do, esgrimiendo la imputación de que no hacen más que
contradecirlo todo caprichosamente * con su estilo estre­
madamente paradójico y a veces chocante, que recuerda
a los « tontos por Cristo » que en otro tiempo abundaban
en la cristiandad rusa.
De hecho, la boga actual del Zen predomina, en Amé­
rica, entre aquellos que menos se inquietan por la disci­
plina moral. Puede decirse, incluso, que el Zen se ha con­
vertido, para nosotro:;;, en símbolo de una revuelta moral.
Es cierto, el desdén con que los hombres del Zen contem­
plan a las costumbres sociales convencionales y formalis­
tas es un fenómeno saludable, pero sólo en tanto y en
cuanto supone una libertad espiritual basada en la liber­
tad de toda pasión, egoísmo y auto-engaño. Esa actitud
pseudo-Zen que justifica un absoluto colapso moral a base
de un puñado de racionalizaciones de las enseñanzas de
los Maestros no es más que una nueva forma de auto-en­
gaño burgués. No expresa la revuelta saludable, sino tan
sólo una variante del mismo convencionalismo inerte y
sin vida contra el que parece protestar.
El Dr. Suzuki no se ocupa del aspecto ético del Zen a

• La expresión del autor es «antinomianism » . (N. cid T. )

129
El Zen y los pájaros del deseo

causa de la comparación con los Padres del Desierto, sino


más bien porque otro interlocutor, a la sazón anónimo,
terció en el diálogo. En el verano de 1 959, el Dr. Suzuki
asistió a la conferencia de filósofos O riente Occidente de
-

Hawaii, donde debió hacer fren t e a la objeción ética que


suele alzarse contra el Zen . Su respuesta sirvió de punto
de partida para su ensayo sobre los Padres del Desierto.
Cosa que no le desvía del tema, sino que apunta directa­
mente al corazón. A la vez, esto le ha permitido formular
algunas observaciones sobre la espiritualidad del desier­
to, sus avatares y limitaciones.
El punto subrayado por el Dr. Suzuki, en este aspecto,
no es del todo desconocido para el Occidente actual. Se
trata de la cuestión de la « cienc ia y la sabiduría » que tan­
to preocupó a los tomistas como Maritain y Gilson, aun­
que en contextos más t écnic o s y escolásticos. Tema éste
antiguo y tradicional en la teología patrística, de papel
esencial, también, en la espiritualidad de San Agustín y
sus seguidores, así como en los escritos de los Padres
Griegos. En realidad, ya le prestaban particular atención
los autores que, desde Alejandría, brindaron las bases in­
telectuales a la espiritualidad del desierto.
Pero lo más fascinante de este ensayo particularísimo
reside en que los conceptos de « vacuidad », « discrimina­
ción» y otros clásicos del Zen son evaluados en los térmi­
nos de la relación bíblica de la Caída de Adán. El Dr. Su­
zuki presenta una equiparación de « Conocimiento» con
« Ignorancia» y verdadera Sabiduría con Inocencia, vacui­
dad o « ser-tal-como-todo-es » . Este es, precisamente, el en­
foque escogido por los primitivos Padres Cristianos. Por
supuesto, existen diferencias importantes, pero mucho
mayores son las coincidencias. Y es para subrayar esto
último que he agregado mi propio ensayo sobre la « Re­
conquista del Paraíso», expresión con que he querido re-

1 30
Sabiduría del Vacío

presentar el retorno a la « pureza» o « vacuidad » que, para


los primitivos Padres, implicaba la unión con la luz divi­
na, no considerada como « cosa » u « objeto » sino como
« divina pobreza » que enriguece y transforma nuestro ser
en su propia inocencia. La Reconquista del Paraíso equi­
vale al descubrimiento del « Reino de Dios con nosotros »,
para utilizar la expresión evangélica en el sentido que
siempre le han dado los místicos cristianos. Es una recon­
quista del perdido parentesco del hombre con Dios, en la
simplicidad más pura e indivisa.
Espero que esto esclarezca aún más la extraordinaria
significación del estudio del Dr. Suzuki, sin duda uno de
los más cristalinos entre sus trabajos recientes, al menos
para el lector cristiano . Es curioso, sin duda, que este
escritor oriental, al emprender un examen de los Padres
del Desierto, escoja como tema fundamental el contraste
entre la « inocencia » de Adán en el Paraíso - con su co­
rrespondiente « sabiduría » - sapientia-Prajna - y el « co­
nocimiento » del b ien-y-el-mal, la scientia que resultó de la
Caída y, en cierto sentido, la constituyó. Es, ciertamente,
muy significativa esta elección del Dr. Suzuki : le ha pare­
cido que el terreno común mejor y más obvio, para un
diálogo entre el Este y el Oeste, no se hallaba en la super­
ficie exterior de la espiritualidad del Desierto - con sus
prácticas ascéticas y su meditabunda soledad - sino en el
dato más primitivo y arquetípico de la espiritualidad ju­
deo-cristiana en su conjunto, a saber : el relato de la Crea­
ción y la Caída del Hombre según el Libro del Génesis.

131
CONOCIMIENTO E INOCENCIA

por Daisetz T. Suzuki

Cuando expongo el Zen a un público occidental , for­


mado generalmente en la tradición cristiana, fa primera
pregunta que se me formula es, generalmente, la que si­
gue : « ¿ Cuál es el concepto Zen de moralidad ? Si el Zen
pretende estar por encima de todo valor moral . . . ¿ Qué
puede enseñarnos a los simples mortales ? »
S i he comprendido correctamente a la Cristiandad, su
autoridad moral proviene de Dios, inspirador del Decálo­
go, y se nos dice que, de violarla en cualquier sentido, reci­
biremos nuestro castigo, siendo arrojados al fuego eterno.
Por esta razón se cree que los ateos son gente peligrosa :
carecen de Dios y no respetan código moral alguno. Tam­
bién el hombre del Zen , con su desconocimiento de un
D ios de t�po cristiano y su proclama de una superación
· del dualismo bien-contra-mal , o de lo cierto y lo falso, o
de lo acertado y lo erróneo, o de la vida y la muerte, suele
despertar fuertes sospechas. La noción de los valores so­
ciales, imbricada profundamente en las mentes occidenta­
les, tiene mucho que ver con la religión, hasta el punto de
que aquéllas tienden a creer que la ética y la religión son
una sola y la misma cosa y que la religión no tiene dere­
cho a relegar la ética a una posición de importancia secun­
daria. Cosa que aparentemente se atreve a realizar el Zen ;

133
El Zen y los pájaros del deseo

de ahí que se plantee la siguiente pregunta * : « El Dr. Su­


zuki ha escrito que todos los valores morales y prácticas
sociales provienen de esta vida de Lo-que-es-tal-como-es,
que es Vacuidad. Por lo tanto, « bien » y « mal » son para él
dos diferenciaciones accesorias. ¿ En qué consisten sus di­
ferencias, y cómo haré yo para distinguir lo que es « bue­
no » de lo que es « malo » ? En otras palabras : ¿ Es posible,
y en caso afirmativo, cómo. es posible derivar una ética de
la ontología del Budismo Zen ? »
Todos somos entes sociales , y la ética representa nues­
tra preocupación por la vida social . El hombre Zen no pue­
de vivir fuera de la sociedad. Tampoco ignorar los valores
éticos . Lo único que pretende es limpiar meticulosamente
su corazón de todas las impurezas arraigadas en el « Cono­
cimiento » ** que nos fue dado al comer el fruto del árbol
prohibido. Retornando al estado de « Inocencia» (ver pie de
página sobre « Conocimiento ») todo lo que hagamos será
bueno. D ice San Agustín : « Ama a Dios y haz lo que quie­
ras ». La idea búdica de Anabhoga-Carya *** corresponde a
la noción de Inocencia. Cuando en el Jardín del Edén, don­
de campea la Inocencia, despierta el Conocimiento, tiene
lugar la diferenciación del bien y el mal. Del mismo modo,

"' Esta p re g unta me la formuló uno de los participantes de la


Tercera Conferencia de Filósofos del Este y el Oeste. en l a Universi­
dad de Hawai i . junio y jul io de 1 959. Se basaba en el documento con
que con tribuí a esta conferencia. La respuesta que adjunto requiere
más elaborac i ón ele la que en esta oportunidad me permite el espacio
d isponibl e. Se relaciona con mi concepción del relato de la creación
judeo-cristiano.
* * En este ensayo . el térm ino « I nocencia» debe entenderse por el
estado mental propio de los habi tantes del Jardín del E dén . vecinos
de la vida , cuyos ojos aún no se han abierto, desnudos, sin pudo r
alguno ni conocimiento del bien y del mal ; mientras que la palabra
« Conocimiento» a]ude a todo Jo con trario, p a rti c ularmente a un par
de ojos d i scriminatorios, ampli amente abiertos al b ie n y al mal .
* * * Ver D. T. Suzuki (trad .) Lankavatara Sutrct ( Londres : Routl.!d­
g� & Kegan P a ul ) , 1 957. pp. 32, 43, 89 , e t c . , donde el término se trnducc
por « acto desprovisto de esfuerzo» o de «no empeñarse » .

1 34
Conocimiento e inocencia

el pensamiento emana misteriosamente del Vacío de la


Mente, y allí está el mundo de las multiplicidades * .
La idea judeo-cristiana d e l a Inocencia e s una interpre­
tación moral de la doctrina búdica de la Vacuidad, de ca­
rácter metafísico, mientras que la concepción judeo-cris�
tiana del Conocimiento equivale, epistemológicamente, a
la noción budista de Ignorancia, aunque a nivel superficial
estos dos conceptos parezcan opuestos. La filosofía búdica
considera que la discriminación de todas sus formas
- morales y metafísicas - es un producto de la Ignoran­
cia, que oscurece la luz original de Lo-que-es-tal-como-es,
o Vacío. Pero esto no significa que el mundo entero merez­
ca nuestro desdén por tener su origen en la Ignorancia. Lo
mismo vale para el Conocimiento, pues éste es el resulta­
do de haber nosotros perdido la lnoc�ncia, al comer el
fruto prohibido. Pero, jamás deshacerse del Conocimien­
to para recuperar el Paraíso en el que podría disfrutar de
la bendición de la Inocencia con la plenitud que les era
dada a los hombres cuando la Creación.
Lo que debemos comprender, entonces, es el significa­
do del « Conocimiento » y de la « Inocencia », es decir, que
necesitamos examinar con el máximo de penetración el
vínculo que une a estos dos conceptos antagónicos : Ino­
cencia y Luz Original por un lado, y Conocimiento e Igno­
rancia por el otro. En cierto sentido, parecen irreductible­
mente contradictorios, pero por otro lado resultan com­
plementarios. En lo concerniente a nuestro humano en­
tendimiento, no podemos concebir ambas formas al mis­
mo tiempo, pero nuestra vida real consiste en un cons­
tante apoyo de cada uno de los términos en el otro, o
mejor dicho en una inseparable cooperación.

• D. T. Suzuki (trad .), Asvaghosa's A wakening o/ Faith, Chicugo,


Open Court Publishing Co., 1 900, pp. 78-9.

1 35
El Zen y los pájaros del deseo

La llamada oposición entre Inocencia y Conocimiento,


o entre la Ignorancia y la Luz Original, no pertenece al tipo
de antagonismo que hallamos entre blanco y negro, bueno
y malo, correcto y erróneo, ser y no ser, tener y no tener.
Esta oposición pareciera corresponder a la que existe en­
tre Jo contingente y lo contenido, entre el fondo y la
forma, entre una pista y los jugadores que en ella se des­
plazan. El bien y el mal juegan sus papeles antagóni­
cos sobre un campo que permanece neutral, indiferente,
« abierto », « vacío ». Es como la lluvia, que tanto cae sobre
el justo cuando empapa al injusto. Como el sol , cuyos
rayos acarician por igual al malo y al bueno, a nuestros
amigos y a quienes nos odian . En cierto modo, el sol es
inocente y perfecto, al igual que la lluvia. Pero el hombre,
perdida su Inocencia a cambio del Conocimiento, diferen­
cia los justos de Jos injustos, el bien del mal , lo cierto de
lo equivocado, los amigos de los enemigos. Por tanto no
es ya inocente, ni perfecto, sino intensamente « moral ».
Evidentemente, la « moral » implica la pérdida de Ja Ino­
cencia ; la adquisición del Conocimiento, en términos re1 i­
giosos, no siempre conduce a nuestra felicidad interior,
ni a la bendición divina. La responsabilidad « moral » pue­
de llevar, eventualmente, a una violación de las leyes civi­
les. La íntima bondad del « gran ermitaño » que libera a
'
los criminales de su prisión ( Wisdom of the Desert, 37 ) "''

• « H nbía una vez u n gran eremita en l as montafi a�. que fue ata­
cado por salteadores. Sus gritos atrajeron a otros ermi .años de l a ve·
c i ndad , que se unieron para capturar a los criminalc�. Estos fucron
trasladados. bajo custod ia, a la ciudad, donde un juez los con de n ó n
prisión. Pero esto entristeció y avergonzó a los hermanos, pues por su
d en u nci a se había juzgado a Jos ladl'oncs. Fueron al Abad y le na rraron
todo lo acontec ido. Y el mayor escribió al crem ita, diciendo: " Recuerda
q u ién cometió lfl primera traición, y sabrás la razón de la segu nda. A me­
nos que te h u b i eran traicionado antes tus pensamientos, jamás habrías
rnviado a estos hombres a q ue los juzgaran" . El erm ita ño , conmoviJo
por estas pala bras, púsose de pie en el acto y fue a Ja ciudad y rom p i ó

1 36
Conocimiento e inocencia

puede producir resultados más bien indeseables. Inocencia


y Conocimiento requieren un razonable equilibrio. Para
esto es necesario que el Conocimiento se someta a una dis­
ciplina y que, al mismo tiempo, el valor de la Inocencia
sea estimado en adecuada relación con el Conocimiento.

Dice el Dhammapada :

No hacer nada de lo que es malo,


Hacer todo lo que es bueno,
Purificar totalmente nuestro corazón :
He aquí lo que Buda enseñó.
(verso 183)

Las dos primeras líneas se refieren al Conocimiento,


mientras que la tercera describe el estado de Inocencia .
« Purificar» significa « purgar», « vaciar » todo lo que conta­
mina nuestra mente. La contaminacion proviene de la -con­
ciencia egocéntrica, responsable de la discriminación en­
tre lo bueno y lo malo, el yo del no-yo, denominada Igno­
rancia o Conocimiento. Hablando metafísicarr1ente, ésta
es la mente que comprende la verdad de la Vacuidad ;
cuando así lo ha hecho, sabe que no hay ser, ni yo, ni
Atman para contaminar a la mente en su estado de cero.
A partir de este cero, se realiza todo el bien, así como se
esquiva el mal. El cero de que hablo no es un símbolo
matemático. Es el infinito, almacén o matriz ( Garbha) de
todos los bienes o valores posibles.

cero : infinito, y también infinito : cero

Esta doble ecuación no sólo debe entenderse estática­


mente sino también en un sentido dinámico. Está entre

los cerrojos de las celdas. liberando a los salteadores de la prisión y el


tormento.» The Wísdom of the Desert, XXXVI I .

1 37
El Zen y los pdjaros del deseo

ser y devenir. Pues estas dos nociones no se contradicen.


Lo vacuidad no es lisa y llana vacuidad, o pasividad, o
Inocencia. Es todo eso y al mismo tiempo no lo es. Es Ser,
es Devenir. Es Conocimiento y también Inocencia. El Co­
nocimiento de que debemos hacer el bien y no el mal no
basta ; debe arraigar en la Inocencia, donde la Inocencia
es Conocimiento y el Conocímiento es Inocencia.
El « gran eremita » es culpable de no haber compren­
dido el Vacío, esto es, la Inocencia, y el Abad comete un
error cuando aplica la Inocencia por sobre el Conocimien­
to en los asuntos mundanos. Los salteadores deben sufrir
la prisión por haber afligido a la comunidad ; en tanto que
criminales, han de perder su libertad : pues así es el mundo
en que atendemos nuestros negocios, ganando el pan por
medio de duras y honradas faenas. Nuestro negocio sólo
es posible viviendo en el mundo del Conocimiento, porque
cuando prevalece la Inocencia el trabajo no es necesario :
« Todo lo que nuestra existencia necesita, Dios nos lo da
gratuitamente ». Porque vivimos en comunidad, debemos
observar todo tipo de leyes. Somos pecadores, esto es,
conocedores, no sólo individual sino también colectiva­
mente, comunitaria y socialmente. Los salteadores deben
ser encarcelados . Como seres espirituales debemos procu­
rar la Inocencia, la Vacuidad, la iluminación, la vida de
plegaria. « El gran eremita » debe vivir en la penitencia
y en la plegaria, pero sin interferir con las leyes de la tie­
rra que regulan nuestra vida secular. Donde se desarrolla
la vida secular hay un predominio del Conocimiento : de
absoluta necesidad resultan las labores más duras y ho­
nestas, y cada individuo tiene derecho a los frutos de sus
fatigas. « El gran eremita » no lo tiene, en cambio, a liberar
a los criminales, amenazando así la paz de sus semejan­
tes respetuosos de la ley. Cuando no se ejercita adecuada­
mente el Conocimiento se producen fenómenos extraños

1 38
Conocimiento e inocencia

e irracionales. Sin duda, nuestro eremita es un miembro


muy bondadoso d d orden social y no tiene intención de
dañar a sus conciudadanos ; son los criminales quienes
perturban la paz de la comunidad a la que pertenecen. Se
impone apartarlos de la sociedad. El ermitaño merece
también su castigo por violar la ley, liberando a estos in­
dividuos antisociales . Así es como el hombre bueno es
encarcelado mientras los malvados merodean libres e im­
punes, hostigando a los ciudadanos amantes de la paz. No
es esto, estoy seguro, lo que deseaba el eremita.

En el plano económico, el concepto metafísico de Va­


cío resulta convertible en pobreza o desposesión : « Biena­
venturados los pobres de espíritu ». Define Eckhart : « Po­
bre es aquel hombre que nada desea, nada sabe y nada po­
see ». Esto sólo es posible cuando el hombre se ha vaciado
«< de sí mismo y de todas las cosas » , completamente purifi-
cada su mente de Conocimiento o Ignorancia, es decir, de
las consecuencias de la pérdida de la Inocencia. En otras
palabras, obtener nuevamente la Inocencia es �er pobre.
Lo que parece sorprendente o extraño es la identificación
eckhartiana del hombre pobre como aquel que no sabe
nada. Es una afirmación muy notable. El Conocimiento da
comienzo cuando la mente sufre la invasión de una varie­
dad de pensamientos impuros, entre los cuales el peor es
« YO mismo ». Pues en nuestra adicción al ego arraigan to­
dos los males y corrupciones. Como dirían los budistas, la
comprensión del Vacío no es más, ni menos, que mirar
la inexistencia de una substancia-ego cosificada. Esta es la
suprema piedra angular de nuestra disciplina espiritual,
que en verdad no consiste en liberarse del yo, sino en com-

1 39
El Zen y los pájaros del deseo

prender que, fundamentalmente, el yo no existe. Esta


comprensión equiva�e a la « pobreza » del espíritu. « Ser
pobre » no significa « empobrecerse» : « ser pobre >� implica
que desde un principio no se está en posesión de cosa
alguna, ni se entrega lo que se tiene. Nada que ganar, nada
que perder ; nada que dar, nada que tomar ; 5er de este
modo, y sin embargo rico en inagotables posibilidades :
esto es ser « pobre » en el sentido propio y característico
de la palabra, esto es lo que nos dicen todas las experien­
cias religiosas . Ser absolutamente nada es serlo todo.
Cuando se encuentra uno en posesión de algo, este algo
evita el arribo de otros algos .
A este respecto, Eckhart exhibía una maravillosa per­
cepción de la naturaleza de lo que él llamaba die eigen­
tlichste Armut. Generalmente imaginamos que cuando la
mente, o el corazón, están vacíos « del yo y de todas las
cosas » se desocupa una habitación para que Dios entre en
ella y la habite. Esto es un gran error. La misma idea, aún
la más ligera, de hacer lugar a algo es una desviación gran­
de como un templo. Un monje acudió a Ummon, el gran
Maestro Zen (fallecido en 949) y le dijo : « ¿ Qué pecado
comete un hombre cuando no hay un solo pensamiento
que ocupe su conciencia ? ». A lo que respondió un rugien­
te Ummon : « ¡ El Monte Sumeru ! » . Otro Maestro Zen 1' ,
Kyogen Chikan, cantó así a la pobreza :

La pobreza del último año aún no fue perfecta ;


La pobreza de este año es absoluta.
En la pobreza del último año había lugar para la
cabeza de un alfiler ;
Tal es la pobreza de este año que hasta el propio
alfiler ha desaparecido.

"' Discípulo de l san Re i y u , 770-85 3 .

1 40
Conocimiento e inocencia

EJ pensamiento de Kyogen tiene su equivalente en


otro de Eckhart, de típico sabor cristiano :

« Si llega el caso de que un hombre se ha vaciado


de cosas, criaturas, de sí r:nismo y de Dios . restando
aún cierto lugar en que pueda Dios realizar sus ac­
tos dentro de este hombre, decimos : mientras exis­
te dicho lugar, este hombre no es pobre con la po­
breza más íntima ( eigentlichste A rm ut ) . Pues Dios
no des�a que el hombre le reserve un lugar para
sus obras, siendo que la verdadera pobreza de espí­
ritu requiere que el hombre se vacíe de Dios y de
todos sus trabajos, de modo que si Dios desea ac­
tuar en el alma, él mismo deba servir de sitio en
que actuar : y esto le placerá. Pues si Dios diera al­
guna vez con una persona pobre hasta este extremo
asumiría la responsabilidad de su propia acción,
convirtiéndose él mismo en escenario de los actos,
ya que Dios es aquel que actúa en sí mismo. Es así,
en esta pobreza, que el hombre recobra el ser eter­
no que fue alguna vez, que es ahora y será por
siempre jamás. »

Tal como yo interpreto a Eckhart, Dios es a la vez el


lugar donde El actúa, y el acto mismo. Este lugar es cero,
o « el Vacío como Ser », mientras que el trabajo que se
desarrolla en el lugar llam á do cero es el infinito, o « el Va­
cío como Devenir ». Cuando comprendemos la doble ecua­
ción cero : infinito e infinito : cero arribamos a la eigen­
tlichste Armut o esencia de la pobreza. Ser es devenir, y
devenir es ser. Cuando uno se separa del otro, la pobreza
resultante se ve coja y baldada. Sólo se recupera la pobre­
za perfecta cuando una vacuidad perfecta es también per­
fecta plenitud.

141
El Zen y los pájaros del deseo

Cuando un monje ha prestado algo * y se muestra an­


sioso por la devolución, no es aún pobre, no se ha vaciado
perfectamente. Hace unos años, cuando yo estudiaba las
historias de piadosos budistas, recuerdo haber hallado la
de un granjero. Una noche, este granjero creyó oír ruidos
en su jardín. Descubrió que un j oven de la aldea estaba
trepado a uno de sus árboles, donde le robaba algunos
frutos. En silencio, se dirigió al establo, donde cogió la
escalera, llevándola bajo el árbol, para que el intruso pu­
diera descender sin peligro. Volvió a su cama sin ser
notado. El corazón del granjero, vaciado de yo y de pose­
sión, no podía pensar en otra cosa que el riesgo sufrido
por el j oven ladronzuelo de la aldea .

Existe un conjunto de lo que podríamos llamar virtu­


des morales fundamentales de perfección, conocidas en el
Budismo Mahayánico por el hombre de las S eis Paramita.
De los devotos del Mahayana se espera que ejerciten estas
virtudes en la vida cotidiana. Ellas son : ( 1 ) Dana, « dar» ;
( 2 ) Sila, « Observar los preceptos » ; ( 3 ) Virya, « espíritu de
la hombría » ; (4) Ksan t i, « humildad » o « paciencia » ; ( S )
Dhya rza, « meditación » ; y ( 6) Prajna, « sabiduría trascen­
dental», que es una intuición del orden altísimo .

., a
«Cierto herm a no preguntó a uno di! SU!> m y o re s . diciendo a!> í :
"Si u n herm ano m e d ebl.! algl'm di nero, ¿c rees q u e de b o rcc l a m ú r�c lo'?"
Díjole el mayor " Pídeselo una sol a vez . y con humildad". Respondió e l
hermano: " Supón q u e así lo hago y n o me l o devuelve. ¿ Q ui! h a ré
a
luego?" Dijo entonces el mayor : " N o ,· uelvas a re c l már sel o . . . A lo que
contestü así e l hermano: " Pero no puedo librarme de la am icdad qu�
esto me p roduc e a menos que se lo reclame ' " . El mayor : ' ' Olvida tu:.
ansiedades. Lo importante es no entristecer a tu hermano, pul!sto qm:
"
eres un monje . » The Wisdom o/ the Desert. XVC\' 1 1 1 .

1 42
Conocimiento e inocencia

No explicaré cada una de estas seis virtudes en el pre­


sente trabajo. Todo l� que puedo hacer es un intento de
llamar la atención de nuestros lectores sobre el orden en
que han sido presentadas. Primero tenemos a Dana, dar,
y en el último término a Prajna, especie de percepción es­
piritual de la verdad del Vacío. La vida del budista co­
mienza con « dar » y acaba en el Prajna. Pero, en realidad,
el final es el principio, y el principio está al final ; las
Paramita se mueven en círculo, sin comienzo ni fin. Sólo
es posible dar cuando existe el Vacío, el cual es sólo acce­
sible cuando se efectúa este dar en forma incondicional :
esto es lo que Eckhart ha denominado die eigentlichste
A rmut.
Como el Prajna ha sido discutido frecuentemente, me
limitaré a exponer el Dana, o dar. No se refiere a una
entrega caritativa, ni al desprendimiento de posesiones
materiales, como entendemos generalmente cuando habla­
mos de « dar ». Significa que algo sale de uno mismo, dise­
minando conocimiento, ayudando a la gente en dificulta­
des de todo tipo, creando arte, promoviendo la industria
o el bienestar social, sacrificando la propia vida por una
causa valiosa y demás. Pero todo esto, aunque noble
- como dirían los budistas - no es suficiente si el hom­
bre abriga la idea de dar, en uno u otro sentido. El genui­
no dar consiste en la ausencia de todo pensamiento acerca
de lo que sale de nuestra mano o es recibido por otra per­
sona ; esto es que en el dar no debe existir idea alguna de
dador o de receptor, ni de un objeto de esta transferencia.
Cuando esta acción de dar se desarrolla en el plano del
Vacío, es el auténtico Dana, primera Paramita, emanando
directamente de Prajna, Paramita final. De acuerdo a la
definición de Eckhart que citamos anteriormente, ésta es
la pobreza en su sentido verdadero. En otro pasaje, la
referencia a ejemplos le permiten ser más concreto.

1 43
El Zen y los pájaros del deseo

« San Pedro dijo : "Hemos dejado todas las co­


sas". Dijo San Diego : "Todo lo hemos abandonado" .
San Juan dijo : " N ada nos queda" . En consecuencia
os pregunta el Hermano Eckhart : ¿ Cuándo dejamos
todas las cosas ? Cuando abandonamos todo lo con­
cebible, todo lo expresable, todo lo audible o visi­
ble, entonces y sólo entonces hemos dejado todas
las cosas. Al abandonarlo to do en este sentido en­
tramos en el campo de la luz que brilla con Dios ».

Dice Kyogen, el Maestro Zen : « La pobreza de este año


es tal que hasta el alfiler ha desaparecido ». Esto es sim­
bólico. De hecho, significa que uno ha muerto para uno
mismo, de acuerdo a :

V isankharagatam cittam,
La mente marchó a su diso­
lución,
Tanhanam khayam ajjhaga.*
Los apetitos han llegado a su
fin.

Esto es parte del verso que se atribuye a Buda en el


momento de alcanzar la suprema iluminación, y recibe
el nombre de « Himno de la Victoria ». El alfiler se ha
« disuelto », el cuerpo está « disuelto », la mente está « di­
suelta », todo se ha « disuelto » por igual : ¿ No es ésta la
Vacuidad ? En otras palabras, estamos ante el perfecto
estado de pobreza. Eckhart cita a San Gregorio : « Nadie
recibe tanto de Dios cuanto el hombre que está comple­
tamente muerto ». Ignoro el sentido exacto que da San

• El Dhamm"pada, verso 1 54.

144
Conocimiento e inocencia

Gregorio a la palabra « muerto ». Pero es un vocablo muy


significativo si lo entendemos a la manera del poema de
Bunan Zenji * que sigue :

Aunque vivo, quédate muerto,


acabadamente muerto :
entonces todo será bueno,
hagas lo que hagas.

Vacío, pobreza, muerte o disolución : todo esto se


realiza y se comprende cuando uno atraviesa las experien­
cias de « salir-fuera » que no son otra cosa que la « ilumi­
nación » (Sambochi). Citando nuevamente a Eckhart :

« Cuando salgo-fuera . . . trasciendo todas las cria­


turas y no soy Dios ni criatura : soy lo que he sido
y seguiré siendo ahora y siempre. Luego recibo un
impulso (Aufschwung) que me lleva por sobre to­
dos los ángeles. En este impulso concibo el goce
fugaz de no estar satisfecho de Dios, en tanto que
Dios, en tanto que su divina obra entera, pues
cuando salgo fuera de este modo descubro que
Dios y yo somos una misma cosa . . . »

No sé cómo recibirán estas afirmaciones mis lectores


cristianos, pero desde el punto de vida búdico es obligada
una salvedad, a saber : aunque esta experiencia de « salir
fuera» sea trascendental en grado sumo y por encima de
todas las formas de condicionamiento, nuestra interpreta­
ción de la experiencia puede resultar siempre una versión
distorsionada. El Maestro Zen nos aconseja, por lo tanto,
trascender o « arrojar » la misma experiencia. Este es el

"' V ivió entre 1 603 y 1 676.

1 45
El Zen y los pájaros del deseo

objeto del ejercicio del Zen : desnudarnos por completo,


ir más allá, incluso, de la recepción de un « impulso » de
cualquier tipo, estar absolutamente libres de todo posible
resabio de las ligaduras que nos han maniatado desde la
adquisición del Conocimiento. Es entonces y sólo enton­
ces que descubrimos que somos, nuevamente, los vulga­
res Juan, Pedro y José que hemos sido hasta el momento.
Joshu, uno de los supremos maestros del T'ang, confesó
algo parecido : « Me despierto temprano, por las mañanas,
y me contemplo : ¡ Con qué pobreza visto ! Mi túnica está
hecha harapos, mi capucha cuelga deshecha. Tengo la ca­
beza cubierta de · mugre y cenizas. Cuando me inicié en el
estudio del Zen , soñaba con convertirme en un sacerdote
elegante y respetado. Pero jamás imaginé que acabaría
viviendo en esta pocilga y comiendo desperdicios. Después
de todo, no soy más que un pobre monje pordiosero ».
Un monje vino a este hombre, preguntando : « Si un
hombre viene a ti, libre de toda posible propiedad . ¿ Qué
le dirás ? ». Respondió Joshu : « ¡ Que arroje todo lejos
de sí! »
Vino otro discípulo y le dijo : « ¿ Quién es Buda ? ». Al
instante replicó Joshu : « ¿ Quién eres tú ? » .
Una anciana visitó a Joshu, diciéndole : « Soy una mu­
j er, y de acuerdo al Budismo me someto a cinco prohibi­
ciones * ; ¿ Cómo podría supera rl as ? » Esto es lo que Jos­
.

hu le aconsejó : « Yo rezaría para que todos los seres vi­


vieran en el Paraíso ; pero, en cuanto a mí mismo, pediría
quedar por siempre en este océano de tribulaciones . »
Podemos enumerar una cantidad de virtudes prescri­
tas para los monjes, tanto budistas cuanto cristianos : po-

" Se refiere a que las mujeres no están calificadas para se r :


( l ) Mahabrahmnn , «espfritu supremo» ; (2) Sakendra. «rey de los cie­
los» ; (3) Mara , «el malo » ; (4) Cakrav1min, «gran señor» , y ( 5 ) Bu<ldha.

146
Conocimiento e inocencia

breza, tribulación, discreción, obediencia, humildad, abs­


tinencia de todo j uicio hacia el prójimo, meditación, si­
lencio, simplicidad y muchas otras ; pero la más funda­
mer. tal de todas ellas, en mi opinión, es la pobreza. Onto­
lógi camente, la pobreza corresponde a la Vacuidad, y en
términos psicológicos es igual a la desyoización y a la Ino­
ccn cia. Aquella vida que otrora disfrutamos en el Jardín
de Edén simboliza a la Inocencia. La grave pregunta que
el tiempo nos plantea a nosotros, hombres modernos, exi­
giéndonos una solución perentoria, es cómo recuperar
-
esta mentalidad primitiva, o mejor tal vez, cómo advertir
ciue aún la poseemos, en plena industrialización y rodea­
dos de la propaganda en favor de la « vida fácil». En otras
palabras : ¿ Cómo actualizar la sabiduría trascendental
del Prajna en un mundo que nos exhorta a acrecer el Co­
nocimiento a diestra y siniestra, de mil y un modos ? De­
bemos hallar una respuesta ; y esto es urgente . Ya no
volverán los días de los Padres del Desierto : velamos a
la espera de un nuevo sol que se eleve sobre el horizonte
del egoísmo y la sordidez, en todo sentido.

147
LA RECONQUISTA DEL PARAISO

por Thomas Merton

Uno de los « santos » de Dostoievski, el Staretz Zosima,


hablando como típico testigo de la tradición de la Iglesia
Rusa y Griega, nos ha dejado una sorprendente declara­
ción . Ha dicho : « No comprendemos que la vida es el pa­
raíso ; pues bastaría con que deseáramos comprenderlo
para que el paraíso se nos presentara en el acto, ante
nuestros ojos, con toda su belleza ». En el contexto de los
Hermanos Karamazov, contrastando con el fondo de vio­
lencia, blasfemia y asesinato que caracteriza a esta obra,
esta afirmación causa justificado estupor. ¿ Zosima habla­
ba realmente en serio ? ¿O se trataba de un idiota iluso,
delirando en pleno sueño frenético inspirado por el « Opio
de los pueblos » ?
E l lector moderno pensará como quiera acerca d e este
concepto, pero no cabe duda de que era un elemento bá­
sico del Cristianismo primitivo. Recientes estudios sobre
los Padres han demostrado, más allá de toda discusión,
que uno de los motivos principales que impulsaron a los
hombres a abrazar la « vida angélica » ( bios angelikos)
de soledad y pobreza en el desierto era, precisamente,
esta esperanza de que actuando de ese modo regresarían
al paraíso.
Ahora bien : debe comprenderse este concepto con pre­
cisión y honestidad. El paraíso no es « el Cielo ». El paraí-

1 49
El Zen y los pájaros del deseo

so es un estac.i o , e incluso un lugar, en Ja tierra. El paraíso


pertenece más est rictamente a la v ida presente que a
Ja futura. En cierto sentido, corresponde a ambas. Es el
estado en que, originariamente, fue creado el hombre para
vivir en la tierra. Se lo concibe, también , como una suerte
de antecámara. del ciclo, después de la muerte : por ejem­
plo, al final del Pu rgato rio del Dante. Cristo, agonizante
en la cruz, dijo al buen ladrón que a Su lado estaba : « Este
día estarás conmigo en el Ptlraíso », y es eviden te que esto
no significaba, ni podría haber significado, el cielo.
No debemos imaginar al Paraíso como un lugar de
ocio y placeres sensuales. Es un estado de paz y descanso,
en todo sentido. Pero lo que buscaban lo s Padres del De­
sierto cuando pensaban que podrían hallar el « paraíso »
en aquellas soledades , era la inocencia perdida, vacuidad
y pureza de corazón poseídas por Eva y Adán en el Edén .
Es notorio que no pudieron haber soñado con hallar her­
mosos árboles y jardines en el reseco desierto abrasado
por el sol . Obviamente no abrigaban la menor esperanza
de dar con un rinconcillo, entre abruptas rocas y cuevas,
donde pudieran reposar plácidamente, al fresco de Ja
sombra, escuchando el murmullo de un arroyuelo. Lo q ue
buscaban era el paraíso dentro de ellos mismos, o mej or
dicho, más allá y por encima suyo. El paraíso se i den tifi­
caba con la reconquista de aquella « unidad » hecha peda­
zos por el « conocimiento del bien y del mal » .
A l comienzo , Adán era « un hombre ». L a caída lo divi­
dió en « Una multitud ». Cristo restauró la unidad del hom­
bre en Sí mismo . El Cristo Místico fue un « Nuevo Adán »
y en El todos los hombres pudieron regresar a la unidad,
a la inocencia, a la pureza, convirtiéndose en « un hom­
bre » . Omnes in Christo unwn. Naturalmente, esto no auto­
rizaba a vivir a nuestro antojo, según el capricho de nues­
tro ego, de nuestra limitada y egoísta espiritualidad , sino

1 50
La reconquista del paraíso

que prescribía ser, con Cristo, « un espíritu». « Aque­


llos que están unidos al Señor - dice San Pablo - son un
espíritu ». Unirse a Cristo significa unidad en Cristo, de
modo que cada uno de los que están en Cristo, puede de­
cir con Pablo : « Ya no soy yo quien vive, sino que C risto
vive en mí». Es el propio Cristo quien vive en todas las co­
sas. Con Cristo, el individuo « muere » en tanto que « viejo
hombre », entrega su ser exterior y egótico, « elevám;iose »
en Cristo un hombre nuevo, ser divino y desprendido que
es también el único Cristo, aquel que es « todo en todo» .
E n esta encrucijada s e presenta l a gran divergencia
entre cristianos y budistas. Desde un punto de vista meta­
físico, el Budismo parece definir la « vacuidad » como com­
pleta negación de toda personalidad, mientras que el Cris­
tianismo encuentra en la pureza de corazón y la « unidad
de espíritu » una realización suprema y trascendental de la
personalidad. Estamos ante un problema extremadamente
complejo y difícil que yo no me siento capaz de abordar.
Pero tengo la sensación de que, hasta el momento, la ma­
yoría de las discusiones sobre este tema han sido por com­
pleto equívocas. Muy a menudo, del lado cristiano, identi­
ficamos « personalidad » con el ser egótico exterior e iluso­
rio, que por cierto no es la auténtica « persona » cristiana.
Por parte de los budistas parece no existir la menor idea
positiva de la personalidad : el pensamiento búdico carece
absolutamente de este valor. Pero, sin embargo, en la
práctica budista es un concepto que no está ausente, ni
muchísimo menos, como se advierte claramente en la ob­
servación del Dr. Suzuki de que, al cabo del ejercicio del
Zen, cuando uno ha quedado cc absolutamente desnudo »
descubre que, otra vez, es el vulgar « Juan, Pedro o José »
que siempre ha sido. Me parece que, en la práctica, esto
corresponde a la idea de que un cristiano puede dejar tras
de sí al « Viejo hombre» y hallar su ser verdadero « en Cris-

151
El Zen y los pdjaros del deseo

to». La diferencia clave reside en que el lenguaje y la prác­


tica del Zen son considerablemente más radicales, austeros
y estrictos : cuando el hombre del Zen dice « vacuidad », no
deja resquicio para que concepto o imagen alguna venga a
confundir la idea auténtica. El tratamiento cristiano de
este tema hace uso discrecional de expresiones metafóri­
cas y de imágenes concretas, aunque debemos penetrar
cuidadosamente a través de la superficie exterior para lle­
gar al contenido más profundo. De todos modos, la « muer­
te del viejo hombre» no es una destrucción de la persona­
lidad sino la disipación de una ilusión, y el hallazgo del
hombre nuevo equivale a un enterarse de lo que ha estado
allí mismo todo el tiempo, al menos como posibilidad ra­
dical, en razón de que el hombre es la imagen de Dios .
Estos temas cristianos que llamamos « vida de Cristo »
y « unidad en Cristo » son bastante familiares, pero tengo
la sensación de que, actualmente, no se los comprende en
toda su hondura espiritual . Pocas veces se exploran sus
implicaciones místicas. Nos explayamos, en cambio, con
mucho mayor interés, sobre las connotaciones sociales,
económicas y éticas. Me pregunto si lo que el Dr. Suzuki
ha dicho con respecto a la « vacuidad » nos ayudará a pro­
fundizar más de lo habitual en esta doctrina nuestra de
unidad mística y pureza en Cristo. Cualquiera que haya
leído a San Juan de la Cruz y conozca su doctrina de la
« noche» se formulará la misma pregunta. ¿ Si hemos de
morir en nosotros para vivir « en Cristo», significa esto que
de algún modo debemos quedarnos « muertos » y « Vacíos »
con respecto a nuestro propio ser? ¿ Si hemos de movernos
entre todas las cosas por la gracia de Cristo, debemos con­
siderar, en cierto sentido que esta acción proviene de la
vacuidad, emana del misterio de la pura libertad que es
« amor divino », y que ya no es una producción de nuestro

1 52
La reconquista del paraíso

ser egótico y exterior, ligada a nuestros deseos, referida


a nuestro propio interés espiritual ?
San Juan de la Cruz compara al hombre con una venta­
na, a través de cuyos cristales resplandece la luz de Dios.
Cuando esta ventana está limpia de toda mancha, comple­
tamente transparente, ya no la vemos : está « vacía » y sólo
se ve la luz. Pero cuando un hombre está salpicado de
manchas de egoísmo espiritual y preocupación por su ser
ilusorio y exterior, aunque sus « intenciones » sean buenas,
los cristales resultan claramente visibles, en razón de la
suciedad que los cubre. Por lo tanto, al deshacerse el hom­
bre del polvo y las manchas que le produce su propia
fijación a lo que resulta bueno o malo en referencia a su
persona, se convertirá en Dios, siendo entonces « Uno con
Dios ». Usando las palabras de San Juan de la Cruz :

« Permitiendo de este modo que Dios actúe en


ella, el alma (despojada de todas las impurezas y
fallos de las criaturas, lo que consiste en poseer
una voluntad perfectamente unida a la de Dios,
pues amar es afanarse por desnudarse y despojar­
se, en alabanza a Dios, de todo lo que no es Dios) se
ilumina de inmediato, convirtiéndose en Dios, y
Dios le comunica Su ser sobrenatural en forma
tal que el alma se siente Dios Mismo, y tiene todo lo
que Dios Mismo tiene . . . Todas las cosas de Dios y
el alma son una, en transformación participante ;
y el alma parece ser D ios, más que alma, y en rea­
lidad es Dios, por participación » . (San Juan de la
Cruz, Ascenso al Monte Carmelo, 11. v. trad. Peers,
vol. 1 , p. 82, edición en inglés).

Como veremos más adelante, esto es lo que los Padres


denominaban « pureza de corazón » y corresponde a la re-

153
El Zen y los pájaros del deseo

cuperación de la inocencia adánica del Paraíso. Las nume­


rosas historias en que los Padres del Desierto demuestran
un extraordinario dominio de las bestias salvajes se en­
tendían, originariamente, como manifestación de esta re­
conquista de la inocencia paradisíaca. Como declaró uno
de los autores más tempranos, Paulo el Eremita : « Cuan­
do uno adquiere la pureza, todo se le ofrece graciosamen­
te, como ocurría con Adán en el paraíso, antes de la caí­
da ». (Citado por Don Anselmo Stoltz en Théologie de la
Mystique, Chevetogne, 1 947, p. 3 1 .)
Aún aceptando lo dicho por Staretz Zosima, en el sen­
tido de que el paraíso es algo accesible porque, después
de todo, está presente en nosotros y sólo debemos descu­
brirlo, podríamos detenernos a examinar un aspecto de
su afirmación : « uno sólo debe desear comprenderlo para
que ante nuestros ojos se presente el paraíso en toda su
belleza ». Esto parece un poquillo demasiado fácil. Se re­
quiere mucho más que un simple deseo. Cualquiera puede
des'ear cosas. Pero el tipo de « deseo » a que se refiere aquí
Zosima está más allá de las ensoñaciones y los pensamien­
tos llenos de ilusión. Por supuesto, denota una absoluta
conmoción, una transformación total de la propia vida.
Debe uno « desear » sólo esta realización, abandonando los
deseos de todo otro tipo de cosas . Uno debe olvidar su
ansiedad por todos los demás « bienes ». Se le exige una
entrega de todo corazón y con toda el alma a esta rPcon­
quista de su « inocencia». Y sin embargo, como muy bien
señala el Dr. Suzuki, y asimismo nos enseña la doctrina
cristiana aunque con otros términos, ésta no es faena para
nuestro propio « yo » . Es inútil que el « yo » trate de « purifi­
carse » o de « hacer lugar» para Dios en su propia substan­
cia. La inocencia y pureza de corazón propias del paraíso
equivalen a un completo vaciamiento del yo, en el cual .
todo es la acción de Dios, expresión libre e impredecible

1 54
La reconquista del paraíso

de Su amor, obra de la gracia. En la pureza de la inocen­


cia original , todo se ha obrado en nosotros pero sin noso­
tros, in nobis et sine nobis. Pero antes de arribar a este
nivel también debemos aprender a obrar en el otro plano
del « conocimiento »- scien tia
- donde la gracia hace su
faena en nosotros pero « no sin nosotros.» : in nobis sed
·

11011 s ine nobis.


En sus propios términos , el Dr. Suzuki ha señalado
muy correctamente el grave error que habría en pensar
que uno puede izarse a sí mismo, tirando de los cordones
de sus zapatos para regresar al estado de inocencia y lue­
go proseguir tranquilamente por la vida sin otra preocu­
pación por la existencia concreta. La inocencia no despla­
za ni destruye al conocimiento. Ambos van juntos. Es en
este punto donde, sin duda , han fracasado muchos hom­
bres aparentemente espirituales . Algunos de ellos eran tan
inocentes que habían perdido todo contacto con la reali­
dad cotidiana de la vida en el complejo y batal1ado mun­
do de los hombres. Pero esta inocencia no era la auténti­
ca. Había en ella una ficción, una perversión y frustración
de la verdadera vida espiritual. Su vacuidad era la del
quietista, un vacío meramente blanco y flojo : una ausen­
cia de conocimiento sin la presencia de la sabiduría. Igno­
rancia narcisista del bebé y no vacuidad del santo que, sin
reflexión ni auto-conciencia , es animado por la gracia de
Dios .
A esta altura, sin embargo , me siento inclinado a ob­
jetar la interpretación del Dr. Suzuki sobre la anécdota
del « gran eremita » que hizo arrestar a los ladrones. Estoy
tentado de creer que en ésta su reacción existe, tal vez,
una pizca de lo que podríamos llamar « sobrecompensa­
ción ». De hecho, hay mucho Zen en esto de los ban d i dos
y e1 « gran eremita ». Sin duda éste es el tipo de hi storia
que el lector occidental distinguirá inmediatamente como

1 55
El Zen y los pájaros del deseo

representativa del espíritu del Zen. Y tal vez el Dr. Suzuki


se halla tan en guardia contra una interpretación de ese
cariz que, por supuesto, resultaría propicia a la vieja acu­
sación de antinomismo. El « gran eremita » no parece tener
demasiado respeto por leyes, cárceles y policías.
Pero, cuando examinamos la fábula con mayor dete­
nimiento, advertimos que su idea central va por otros
rumbos. Nadie dice que los ladrones no deban ir a la cár­
cel. Lo. que se afirma es que los eremitas no cuentan entre
sus faenas la de enviar criminales a prisión. Claro está
que el salteador debiera haber respetado los derechos de
la propiedad ; pero el ermitaño, consagrado a una vida
de pobreza y « vacío », ha renunciado a su derecho a pose­
siones, propiedades o seguridad material alguna. Por lo
tanto, si es lo que debiera ser, hará lo que el granjero del
Dr. Suzuki, que facilitó una escalera a quien le hurtaba
sus manzanas. Pues no : estos monjes están espiritualmen­
te enfermos. Lejos de haberse vaciado de sí, están llenos
de ellos mismos, reaccionan coléricos cuando alguien toca,
o sólo amenaza, sus intereses egoístas. Cobran venganza
de los males que se les causan, porque son indefensos pri­
sioneros de un « YO » que, como tal, puede ser dañado y
sentirse ofendido. En las palabras del « Sendero de Vir­
tud » (Dhammapada) :

No es de verdad un anacoreta aquel que oprime a


los demás ;
No es asceta quien aflige a un semejante.

Esto es casi idéntico a un dicho del Abate Pastor :

« Aquel que riñe no es monje ; quien d�vuelve


mal por mal no es monje ; quien se enfada no es
monje». (The Wisdom of the Desert, XILIX . )

1 56
La reconquista del paraíso

De modo que hay más culpa en los eremitas iracundos


que en los ladrones, pues son precisamente las personas
de esa calaña quienes hacen criminales de los indigentes .
Aquellos que adquieren desmesuradas posesiones y las
defienden contra sus semejantes obligan a estos últimos a
robar para ganarse la vida. Eso es, al menos, lo que pien­
sa Poemen, el Abad, quien al aconsejar al « gran eremita »
que liberara a los criminales de sus calabozos n o s e mues­
tra sentimental ni antisocial : sólo ofrece a sus monjes
una lección de pobreza. Ellos se habían negado a conocer
el paraíso que había dentro suyo, por medio del despren­
dimiento y la pureza de coraZón : por el contrario, habían
deseado la oscuridad y el engaño por amor a sus propias
posesiones y comodidades. Desdeñando la « sabiduría »
que « saborea » la presencia de Dios en libertad y vacui·
dad, optaron por el « conocimiento » de lo « mío » y lo
« tuyo », la violación de cuyos derechos se « venga » por
medio de la policía y la tortura.

Los padres de la Iglesia han interpretado la creación


del hombre c a imagen y semejanza de Dios » como prueba
de que es capaz de la contemplación y de la inocencia
edénica, siendo incluso estas cualidades el propósito mis­
mo de su creación. El hombre está hecho de forma tal
que, en estado de vacuidad y pureza de corazón será espe­
jo de la pureza y libertad del Dios invisible y, por lo tan­
to, perfectamente uno con El. Pero la reconquista de este
paraíso que se esconde siempre dentro de nosotros, al me­
nos como posibilidad, plantea grandes dificultades prácti­
cas. Dice el Génesis que un ángel guarda el sendero de re­
tomo al Paraíso, blandiendo una espada llameante que

1 57
El Zen y los pdjaros del deseo

« gira en todas direcciones » . Pero no por esto el regreso


es completamente imposible. Como dice San Ambrosio :
« Todos quienes aspiren a regresar al paraíso han de ser
probados por el fuego » . (Oportet omnes per ignem pro­
bari quicumque ad paradisum redire desiderant. In Psal­
mum 1 1 8, XX, 1 2. Citado por Stoltz, p. 32.) Fatigas y ten­
taciones nos acechan . en la senda que conduce desde el
conocimiento hasta la inocencia o purificación del cora­
zón . En ella hay que lidiar con inmensas dificultades y su­
perar obstáculos que parecerr exceder, y así es en reali­
dad, las fuerzas de un ser humano.
El Dr. Suzuki no ha mencionado a uno de los actores
protagonistas del drama de la Caída : el demonio. En el Bu­
dismo existe, sin duda, un concepto muy definido de este
personaje (Mara : el tentador) y si ha existido alguna vez
una espiritualidad más preocupada por lo diabólico que
la del desierto, es la del Budismo Tibetano. En cambio,
el demonio hace escasas apariciones en el Zen. Podemos
verlo, ocasionalmente, en estos « Dichos de los Padres ».
Pero su presencia resulta notoria, por doquier, en el de­
sierto, que por otra parte es su cubil . El primero y más
grande de los eremitas, San Antonio, compone un tipo
clásico : el luchador contra el demonio. Los Padres del
Desierto invadieron el territorio exclusivo del diablo para
recobrar el paraíso venciéndolo en lucha frente a frente.
Sin abordar la delicada faena de identificar plenamen­
te a este espíritu ubicuo y malévolo, recordemos que en
las primeras páginas de la Biblia aparece como un perso­
naje que ofrece al hombre el « conocimiento del bien y del
mal » como cosa « mejor », superior y más « divina» que el
estado de inocencia y vacío. Y en las últimas páginas de la
Biblia el diablo resulta « apartado » finalmente : se restau­
ra en el hombre la unidad con Dios en el Cristo y esto des­
tierra al demonio. El punto más significativo en estos ver-

1 58
La reconquista del paraíso

sos del Apocalipsis ( 1 2 : 10) reside en que al diablo se lo


llama « acusador de nuestros hermanos . . . que los inculpó
ante Dios, día y noche ». En el Libro de Job , el diablo no
sólo es quien causa las aflicciones de Joh, sino que tam­
bién desempeña el papel de « tentador » a través de la mo­
ralización de los amigos de Job.
Estos últimos suben al escenario como consejeros y
« consoladores » ofreciendo a Job los frutos de su ciencia
moral . Pero cuando Job insiste en que sus sufrimientos
no tienen explicación, siéndole imposible descubrir la ra­
zón de sus padeceres por medio de conceptos éticos con­
vencionales, sus amigos se convierten en acusadores, y
fustigan a Job pecador. De modo que, de consoladores,
han pasado a torturadores, por obra y gracia de su pro­
pia moralidad, y haciéndolo así se convierten en instru­
mentos del demonio mientras gritan su condición de abo­
gados del Señor.
En otras palabras, en el reino del conocimiento o scien­
tia el hombre es víctima de la influencia diabólica. Esto
en nada altera el hecho de que el conocimiento es bueno
y necesario. Pero aún cuando nuestra « ciencia» no nos de­
fraude, tiende sistemáticamente a engañarnos. Sus pers­
pectivas no coinciden con las de nuestra íntima naturale­
leza espiritual. Y al mismo tiempo nos desconciertan sin
cesar la pasión, la adicción al yo y las « estratagemas del
diablo». El reino del conocimiento es, pues, tierra de alie­
nación y peligro en la que no somos de verdad nosotros
mismos, amenazados como estamos de una total esclavi­
tud a manos del poder de la ilusión . Todo esto es cierto
no sólo cuando caemos en el pecado sino también cuando
lo evitamos. Los Padres del Desierto descubrieron que la
más peligrosa actividad del demonio se descargaba contra
el monje sólo cuando éste alcanzaba la perfección moral,
esto es una « pureza » y virtud en apariencia suficiente para

1 59
El Zen y los pájaros del deseo

permitirle cierto orgullo espiritual. En este punto comen­


zaba la batalla contra el último y más sutil de los lazos te­
rrenales : el aprecio por la propia excelencia espiritual, el
amor por el propio yo espiritualizado, purificado y « va­
ciado», narcisismo de los perfectos, los pseudo-santos y
los místicos de la impostura.
Como dij o San Antonio, la única salida es la humildad.
Y el concepto de humildad de los Padres del Desierto co­
rresponde muy estrechamente al de pobreza espiritual,
que acaba de describirnos el Dr. Suzuki. Uno no debe po­
seer ni retener absolutamente nada, ni siquiera un yo en
el cual pueda recibir angélicas visitas, ni siquiera una des­
yoización de la que pueda enorgullecerse. La legítima san­
tidad no es la obra del hombre que se purifica a sí mis­
mo, sino Dios en Persona, presente en Su propia luz tras­
cendental que, para nosotros, es el vacío.

Examinemos detenidamente dos textos de la Patrísti­


ca sobre la ciencia ( scientia) o conocimiento que surgie­
ra del pecado de Adán. Dice San Agustín :

« Se describe a esta ciencia como el reconoci-


. miento del bien y el mal porque el alma debe diri­
girse hacia lo que está por sobre ella misma, esto es
hacia Dios, olvidando lo que está por debajo, que,
es el goce del cuerpo. Pero si, abandonando a Dios,
el alma se vuelve hacia sí misma con ánimo de dis­
frutar su propio poderío espiritual, como prescin­
diendo del Señor, hínchase del orgullo que está en
el principio de todos los pecados. Y cuando recibe,
entonces, el castigo que le han valido sus faltas,

1 60
La reconquista del paraíso

aprende por experiencia la vastedad de la distancia


que separa al bien que desdeñó del mal en que ha
caído. Esto es, pues, lo que significa haber probado
el sabor del fruto del árbol del conocimiento del
bien y del mal ». (De Genesi contra Manichaeos, ix.
Migne, P. L., vol. 34, col. 203.)

Y también, en otro pasaje :

« Cuando el alma se aparta de la sabiduría ( sa­


pien tia) del amor, que es siempre inmutable y uno,
deseosa del conocimiento ( scientia ) que genera la
experiencia de las cosas temporales y tornadizas,
resulta inflada, más que edificada. Y abultada de
este modo el alma se precipita de su beatitud, como
llevada por su propio peso». (De Trinitate xii, 11.
Migne, P. L., vol . 42, col . 1 .007.)

Unas breves palabras de comentario echarán más luz


sobre este concepto del « conocimento » y sus efectos. Pri­
meramente, puede decirse que el estado en que el hombre
fue creado se define por una inconciencia-de-sí, una « ex­
tensión » hacia lo que metafísicamente es superior que él,
aunque, sin embargo, se encuentra presente en la intimi­
dad de su propio ser, de modo que él mismo está oculto
en Dios y unido a El. Para San Agustín, esto corresponde
a la inocencia edénica y a la « vacuidad ». El conocimiento
del bien y del mal se inicia con la fruición de cosas senso­
riales y temporales por sí mismas, acto que confiere al
alma la conciencia de sí, centrándola en su propio placer.
Percibe ahora lo que es bueno o malo « para ella ». Tan
pronto como esto ocurre, se produce un rotundo cambio
de perspectiva, por el que el alma pasa de la unidad o sa­
biduría (idénticas a vacuidad y pureza) a una nueva situa-

161
El Zen y los pdjaros del deseo

ción de dualidad. Esta se caracteriza por su flamante con­


ciencia de sí misma y de Dios, como dos entidades separa­
das. El alma ve en Dios un objeto de sus deseos, una razón
para sus temores, pues no está ya perdida en El como su­
jeto trascendente. Dios se le antoja, además, una criatura
antagónica y hostil. Y, sin embargo, se siente atraída ha­
cia El como bien supremo. Es la experiencia de sí misma
lo que, convertido en una « carga », gravita alejándola de
Dios. Cada acto de auto-afirmación acrecienta la tensión
dual entre el yo y Dios. Recordemos la frase de Agustín :
amor meus, pondus meum. « Mi amor es un peso, una
fuerza gravitacional ». Amando las cosas temporales, uno
va ganando cierta engañosa solidez, cierta entidad que
gravita « hacia abajo», comunicándonos, en otras palabras,
la necesidad de cosas que, en la escala del ser, están más
abajo que uno mismo. De estas cosas depende nuestra au­
toafirmación. Esta suerte de carga gravitacional culmina
con la esclavitud de las fatigas materiales y temporales, y
finalmente con el pecado. Sin embargo, el propio peso no
es más que una ilusión, el resultado de un « hinchar » con
orgullo, « abultando » sin realidad. El yo que parece hun­
dirse bajo el peso de su amor, arrastrado por las cosas
materiales, es, de hecho, una cosa irreal. A pesar de esto,
conserva cierta existencia empírica que le es propia : es lo
que pensamos que somos. Y esta existencia empírica re­
cibe un refuerzo en cada acto de deseo o temor egoístas.
Pero no es el ser verdadero, la persona cristiana, la ima­
gen de Dios signada por el parentesco de Cristo. Se trata
del falso yo, la imagen desfigurada, la caricatura, la vacui­
dad que ha sido hinchada y ahora está llena de sí misma,
generando para sí una ficticia solidez. Tal es el comenta­
rio de Agustín sobre la frase de San Pablo : scientia in­
f lat. « El conocimiento hincha».
Estos dos pasajes de San Agustín son suficientemente

162
La reconquista del paraíso

paralelos al proceso que el Dr. Suzuki describe en aquello


de que « de la Vacuidad de la Mente surge misteriosamen­
te un pensamiento y así tenemos el mundo de las multi­
plicidades ». Por supuesto, no diré que San Agustín ense­
ñaba Zen. ¡ Nada de eso ! Restan diferencias profundas y
significativas que no es necesario estudiar en este punto.
Bástenos con dejar dicho que también existen ciertas im­
portantes semejanzas, atribuibles en gran parte al plato­
nismo de San Agustín.
Una vez instalados en el estado de « conocimiento del
bien y del mal », nos es preciso admitir el hecho y com­
prender nuestra situación, viéndola en relación con la ino­
cencia para la cual fuimos creados, que hemos extraviado
y que podemos recuperar. Pero, mientras tanto, se impone
tratar al conocimiento y la inocencia como realidades
complementarias . Este es el más delicado de los proble­
mas examinados por los Padres del Desierto ; a muchos
los condujo al desastre. Conocían la diferencia entre el
« conocimiento del bien y del mal » por un lado y la ino­
cencia o vacío por el otro. Pero, como ha observado sa­
biamente el Dr. Suzuki, corrían el riesgo de concebir solu­
ciones abstractas y super-simplificadas. Fueron demasia­
dos los que, entre ellos, pretendieron desenvolverse con
la pura inocencia, prescindiendo del conocimiento. En
nuestros Dichos, Juan el Enano es un caso a propósito.
Desea alcanzar un estado en el que no exista la tentación,
ni siquiera la inquietud de una ligera pasión. Todo esto
no es más que una sofisticación del « conocimiento ». En
lugar de conducimos a la inocencia, nos lleva a la quinta
esencia del más puro amor de sí. Induce a la creación de
una pseudo-vacuidad, un yo exquisitamente purificado, tan
perfecto que puede descansar sobre sí mismo sin el me­
nor indicio de grosera reflexión. Pero esto no es el legíti­
mo vacío : ha sobrevivido un « YO » que es sujeto de la pu-

1 63
El Zen y los pdjaros del deseo

reza y propietario de la vacuidad. Y esto, como advirtie­


ron los Padres del Desierto, proclama la victoria final de
la tentación sutil. Lo que queda es un hombre arraigado
y aprisionado en su puro ser, que discierne hábilmente lo
bueno de lo malo, el yo del no-yo, la pureza de la impure­
za. Pero que, sin embargo, no es inocente. Es, sí, un maes­
tro del conocimiento espiritual. Y como tal, pasivo aun
ante las acusaciones del demonio. Puesto que es perfecto,
lo azota el peor de todos los engaños. Si fuera inocente,
estaría libre del engaño.
El hombre que halla, verdaderamente, su desnudez es­
piritual, comprendiendo que está vacío, no viene de ad­
quirir su vacuidad ni de convertirse en algo vacío. La ver­
dad es que « ha estado vacío desde el principio », como ha
observado el Dr. Suzuki. O, para decirlo con el lenguaje
más afectivo de San Agustín y San Bernardo, « ama con el
puro amor ». Esto es, que ama con una pureza y una liber­
tad que emanan directa y espontáneamente del hecho de
que ha recuperado plenamente la semejanza divina, per­
dido ahora en Dios y convertido en su yo verdadero y to­
tal. Es uno con Dios y con El se identifica, por lo cual
nada sabe de ego alguno que habite dentro suyo. Sólo
sabe del amor. Como dice San Bernardo : « Aquel que
ama de esta forma, simplemente ama, y nada conoce fue­
ra del amor ». Qui amat, amat e aliud novit nihil.
Los Padres del Desierto pueden haber articulado ple­
namente o no su expresión de este tipo de vacuidad, pero
sin duda lo intentaron. Y el instrumento con que abrieron
los cerrojos sutiles del engaño espiritual fue una virtud
llamada discretio. A la discreción calificó San Antonio
como la más importante de las virtudes del desierto. Gra­
cias a ella había aprendido el valor de la sencilla faena
manual . Ella enseñó a los padres que la pureza de cora­
zón no consistía sólo en el ayuno y la mortificación. La

1 64
La reconquista del paraíso

discreción - también llamada discernimiento de los espí­


ritus - es hermana, en verdad, del reino del conocimien­
to, puesto que distingue lo bueno de lo malo. Pero ejerci­
ta sus funciones a la luz de la inocencia y referida a la
vacuidad. No juzga en términos de entidades abstractas
tanto como en referencia a la pureza interior del corazón.
La discreción formula juicios e indica opciones, pero unos
y otras señalan siempre hacia la dirección del vacío o pu­
reza de corazón. La discreción es función de la humildad,
y por lo tanto se define como rama del conocimiento, lo­
calizada fuera del alcance de la confidencia diabólica y
su perversión. (Ver Casiano, Conferencia 11, De Discre­
tione. Minge, P. L., vol . 49, c. 523 ff .)

Juan Casiano, en su relato de las « conferencias • que


escuchó entre los Padres del Desierto, nos informa de la
norma básica de la espiritualidad del desierto. ¿ En qué
consiste el propósito y fin de la vida monástica? Tal es el
tema de la primera conferencia.
La respuesta dice que la vida monástica tiene un pro­
pósito que se despliega en dos aspectos. Debe encaminar
al monje, primeramente, a fin intermedio, y luego a un fin
último, estado terminal de totalización. El fin intermedio
o scopos es lo que hemos estado llamando pureza de co­
razón, y corresponde aproximadamente al término « va­
cuidad » del Dr. Suzuki. Este corazón es puro, o también
« perfectum ac mundissimum '* (perfecto y de máxima pu­
reza ), en otras palabras, se ha liberado por completo de
pensamientos y deseos intrusos. El concepto, de hecho,
corresponde más bien a la apatheia de los estoicos que a
« aquello-que-es-tal-como-es » del Zen. Pero, de todos mo-

165
El Zen y los pájaros del deseo

dos, el parentesco es cercano. Estamos ante el quies, o re­


poso, de la contemplación : un estado de libertad de to­
das las imágenes y conceptos que perturban e invaden el
alma. El clima favorable para la theologia, suprema con­
templación, que excluye hasta las ideas más puras y espi­
rituales, no admitiendo concepto de ninguna clase. No co­
noce a Dios por conceptos o visiones, sino tan sólo por
« desconocimiento ». Este es el lenguaje de Evagrius Pon­
ticus, severamente intelectual, lo que le aproxima al Zen
con ventaja sobre teólogos más emotivos de la plegaria,
como es el caso de San Máximo y San Gregario de Nyssa.
El propio Casiano, aunque próximo a Evagrius y simpati­
zando con él, da al concepto de pureza de corazón un
equilibrio afectivo característicamente cristiano, insistien­
do en que debe definírsela simplemente como « perfecta
caridad » o amor a Dios incontaminado de todo regreso
al yo. Esta calificación corporizaría una diferencia consi­
derable entre la « pureza de corazón » de los cristianos y
el « vacío » del Zen, pero las relaciones entre estos dos
conceptos requieren un estudio ulterior.
Resta decir una cosa, que es de la mayor importancia.
La pureza de corazón no e� el fin último de los afanes del
monje en el desierto. Se trata solamente de un escalón.
Hemos dicho más arriba que el paraíso no es, todavía, el
cielo. El paraíso no constituye el objetivo final de la vida
espiritual. De hecho, representa sólo un regreso al verda­
dero comienzo. Es un « empezar de nuevo ». El monje que
realiza en sí la pureza de corazón y, en cierta medida, res­
taura la inocencia perdida por Adán, no está aún al final
de su viaje. Sólo se encuentra pronto para partir. Está
dispuesto para una nueva faena que « no ha visto ojo algu­
no, ni han escuchado oídos humanos ni ha llegado a con­
cebir el corazón del hombre ». La pureza de corazón, dice
Casiano, es el fin intermedio de la vida espiritual . Pero el

1 66
La reconquista del paraíso

fin último no es otro que el Reino de Dios. Esta es una


dimensión que no forma parte del reino del Zen.
Podría objetarse que esto último desbarata, directa­
mente, todo lo que se ha dicho acerca de la vacuidad, re­
tomándonos a un estado de dualidad y, por lo tanto, al
« conocimiento del bien y del mal », dualismo del hombre
ante Dios, etc. Pero no hay ta1 regresión. La pureza de co ­

razón sitúa al hombre en un estado de unidad y vacío


donde él es uno con Dios. Pero ésta es una preparación
necesaria, no para la batalla entre el bien y el mal sino
,

para la auténtica obra de Dios que se revela en la Biblia :


el acto de la nueva creación, la resurrección de los muer­
tos, la restauración de todas las cosas en Cristo. Esta es
la dimensión real del Cristianismo, dimensión escatológi­
ca que le es . propia y peculiar, sin paralelo alguno en el
Budismo. El mundo fue creado sin el hombre, pero la
nueva creación, que es en verdad Reino de Dios, será obra
divina en y a través del hombre. Ha de ser el acto gran­
de, misterioso, del Cristo Místico, el Nuevo Adán en quien
todos los hombres como « una Persona » o como « hijo de
Dios » transfigurarán el cosmos para ofrecerlo, resplande­
ciente, al Padre. Aquí mismo, durante esta transfigura­
ción, tendrá lugar el apocalíptico matrimonio entre Dios
y Su creación, consumación final y perfecta que no han
sofiado siquiera los misticismos terrenales, aunque se la
discierne vagamente en los símbolos e imágenes de las
últimas páginas de) Apocalipsis.
Naturalmente, a esta altura hemos regresado al reino
del concepto y la imagen. Pensar en estas cosas, especular
en su torno, es, tal vez, un alejamiento desde el « vacío ».
Pero se expresa por una actividad de fe, que pertenece a
nues tro plano del conocimiento y nos condiciona para
una inocencia superior y más vigilante : inocencia como
de sabias vírgenes que están a la espera con sus antor-

1 67
El Zen y los pájaros del deseo

chas encendidas, vacías de una vacuidad que es la de la


gloria del Verbo Divino, inflamadas por la presencia del
Espíritu Santo. Esta presencia y aquella gloria no son
objetos que « entran » a la vacuidad y la « llenan ». No son
otra cosa que la propia condición de Dios , « el-que-es-tal­
como-es ».

1 68
OBSERVACIONES FINALES

por Daisetz T. Suzuki

No estoy perfectamente al tanto de toda la literatura


cristiana producida por los teólogos cultos, talentosos y
mentalmente agudos que han intentado esclarecer intelec­
tualmente sus experiencias, y, por lo tanto, es posible que
mis comentarios sobre la Cristiandad, sus doctrinas y tra­
diciones, resulten por completo descaminados. No obs­
tante, me atrevo a decir que existen dos tipos básicos
de mentalidad, que difieren fundamentalmente entre sí :
( 1 ) afectiva, personal y dualística, y (2) no-afectiva, im­
personal y no-dualística. El Zen sustenta la . última y el .
Cristianismo, naturalmente, la primera. El contraste bá­
sico puede ilustrarse por medio del concepto de • v.a­
cuidad ».
Temo que la vacuidad del Padre Merton, cuando utili­
za este término, no va lo suficientemente lejos, ni hondo.
Ignoro quién formuló por primera vez la distinción entre
la Divinidad y el Dios como Creador. Es una noción sor­
prendentemente ilustrativa. La vacuidad del Padre Mer­
ton se halla, aún, a nivel de Dios Creador, y no se ha re­
montado hasta la Divinidad. Lo mismo ocurre con Juan
Casiano. De acuerdo al Padre Merton, aquél tiene a « la
condición de Dios tal-como-es » por fin último de la vida
monacal. A mi juicio, esta interpretación corresponde a la
vacuidad de Dios como Creador, y no a la de la Divinidad.
El vacío del Zen no es vacío de la nada, sino de plenitud
en la cual « nada se gana ni se pierde, ni aumenta o dismi-

169
El Zen y los pdjaros del deseo

nuye», expresado por esta ecuación : cero-infinito. La Di­


vinidad es esta ecuación. En otras palabras, cuando Dios
Creador surgió de la Divinidad, no dejó a esta última de­
trás suyo. Tiene a la Divinidad consigo al mismo tiempo
que realiza la obra de la creación. Esta es una labor con­
tinua, que prosigue hasta la consumación de los tiem­
pos, que en realidad no tiene fin y por lo tanto tampoco
principio. Pues la creación proviene de la inextinguible
nada.
El Paraíso jamás fue perdido ; por eso jamás lo recu­
peraremos. Como dice Staretz Zosima, según el Padre
Merton, tan prontQ como uno lo desea, es decir, tan pron­
to como uno toma conciencia del hecho, el Paraíso
está íntimamente con uno, y esta experiencia es el ba­
samento sobre el que se edifica el reino de los cielos.
Escatológicamente esto es incomprensible, aunque lo
comprendemos en cada momento de nuestra vida. Lo
vemos siempre frente a nosotros, pero en realidad no
dejamos de estar en él. Este es el engaño que estamos
condicionados para sufrir como seres en el tiempo, o
más bien com « devenires » en el tiempo. La ilusión se
disipa en el preciso instante en que experimentamos todo
esto. Intelectualmente hablando, es el Gran Misterio. En
términos cristianos, la Divina Sabiduría. Hay, no obs­
tante, un extraño aspecto : cuando experimentamos esto
cesan nuestras preguntas ; lo aceptamos, o simplemente
lo vivimos. Teólogos, dialécticos y existencialistas pue­
den seguir con sus controversias sobre el asunto, mien­
tras la gente común, incluyéndonos a todos nosotros, fo­
rasteros, vive « el misterio ». Una vez preguntaron a un
Maestro Zen :
-¿Qué es Tao? (Podemos tomar a Tao como última
verdad o realidad.)

1 70
Observaciones finales

-Es la mente nuestra de cada día.


-¿Qué es nuestra mente de cada día ?
-Cuando estás fatigado, duermes ; cuando tienes
hambre, comes.

171
OBSERVACIONES FINALES

por Thomas Merton

Los temas planteados por el Dr. Suzuki son de singu­


lar relevancia. Ante todo, es obvio que el tono fuertemen­
te personalista del misticismo cristiano, aún en sus expre­
siones más desapasionadas, parece eliminar en términos
generales una equiparación con la experiencia Zen. Sor­
teando prudentemente la distinción entre « Dios y la Di­
vinidad » no hago más que evitar un espinoso problema
teológico. Esta distinción, de un carácter claramente dua­
lístico, ha sido condenada técnicamente por la Iglesia. Lo
que el Dr. Suzuki quiere expresar, en sus autorizadas im­
presiones sobre Eckhart y los místicos renanos, debe
plantearse en otros términos. Los teólogos de la Iglesia
Oriental han tratado de significarlo con su distinción en­
tre « energías divinas » (en las cuales y por medio de las
cuales Dios « obra» fuera de Sí mismo) y « substancia divi­
na », má� allá, esta última, de todo conocimiento y expe­
riencia. John Ruysbroeck lo reduce a una distinción entre
la Trinidad de Personas y la Unidad de la Naturaleza. No
puedo resolver aquí si esto es satisfactorio o no. El éxta­
sis místico de Ruysbroeck se define como « vacuidad sin
modo». Por « modo » parece entender Ruysbroeck una ma­
nera determinada de ser que pueda ser aprehendida y
concebida intelectualmente. Conocemos a « Dios » en nues­
tros conceptos de Su esencia y atributos, pero « más allá

173
El Zen y los pájaros del deseo

de cualquier modo » (y por lo tanto de toda concepción)


en Su realidad trascendente e inefable que, para el Dr. Su­
zuki, es la « Divinidad» o « lo-que-es-tal-como-es ». Si es esto
lo que ha querido decir, pienso que su enfoque es por
completo aceptable y coincido de todo corazón. Dice
Ruysbroeck : « Pues la impenetrable ausencia de modo en
Dios es tan oscura, tan sin modo, que en sí misma englo­
ba todos los modos divinos . . . y en el abismo de la inno­
minación de Dios hace el deleite Divino. En esto hay un
gozoso abandono y un dejarse flotar y un sumergirse en
la desnudez esencial, con todos los nombres Divinos y to­
dos los modos de Dios y toda razón viviente que tenga su
imagen en el espejo de la verdad divina : todos éstos se
precipitan en esta simple desnudez, en busca de un modo
y sin razón ». Creo que esta « desnudez esencial » corres­
ponde a la vacuidad de la Divinidad en los términos del
Dr. Suzuki, más claramente que la cita de Cassiano. Pero
es indudable que Ruysbroeck ha avanzado en el camino
hacia el Zen mucho más que los Padres del Desierto o
Cassiano. Ruysbroeck es discípulo de Eckhart, quien a
su vez ha impresionado al Dr. Suzuki como el místico
cristiano más próximo al Zen.
Si en mi propia exposición no he hablado demasiado
de este « sumergirse en la desnudez esencial » de Dios no
es porque insista en la percepción humana del Dios como
Creador sino que más bien, por lo menos implícitamente,
he subrayado la dependencia que el hombre experimenta
hacia el Señor como Salvador y dador de gracia. Claro que
al mencionar un « dador», un « receptor » y un « don » me
expreso más en términos de Conocimiento que de Sabidu­
ría. Y esto es inevitable, justamente porque, de acuerdo
al Dr. Suzuki, nuestra condición presente nos impone una
ineludible preocupación ética. Pero lo ético no es último.
Más allá de toda consideración sobre lo bueno y lo malo

1 74
Observaciones finales

está la simplicidad, la pureza, la vacuidad o condición de


« lo-que-es-tal-como-eS» para las que no hay ni puede ha­

ber mal en absoluto, puesto que no puede coexistir con el


ordenamiento moral. Tan pronto como se produce el pe­
cado, el « YO • se hace presente, afirmando su propio ego­
centrismo y destruyendo la pureza de la auténtica liber­
tad. Al mismo tiempo, me parece que desde un punto de
vista cristiano la suprema pureza, la vacuidad, la libertad
y « el-ser-tal-como-es» tienen, aún, el carácter de don gra­
tuito de amor, y es tal vez en esta libertad de dar sin ra­
zón, sin límites, sin devolución, sin cálculo egoista donde
se halla el auténtico secreto del Dios que « es amor». No
puedo desarrollar la idea en este momento, pero tengo la
impresión de que, en el plano de los hechos, el equivalen­
te cristiano más puro para la fórmula del Dr. Suzuki
cero : infinito debe buscarse precisamente en la básica in­
tuición cristiana de la divina misericordia. No me refiero
a la gracia como substancia concreta que nos es dada por
Dios de la nada, sino a la gracia estrictamente como va­
cuidad, como libertad o liberalidad, como don. Quisiera
agregar que el Dr. Suzuki ha tratado este tema desde el
mismo punto de vista en sus ensayos, extremadamente in­
teresantes, sobre el Nembutsu y el « Budismo de la Tierra
Pura » *. Esto ya no es Zen, y está mucho más cerca del
Cristianismo que el Zen. En términos cristianos, la « va­
cuidad » y la c desnudeZ » se identifican con la plenitud en
tanto y en cuanto dones gratuitos. Pero, para no contami­
nar a la idea de don con un tono divisorio y « dualístico»,
recordemos que Dios es Su propio Don, que el Don del
Espíritu es un obsequio de libertad y vacuidad. El acto
de dar surge de Su Divinidad, y, como dice Ruysbroeck, a

• Por ejemplo. « Passivity in the Buddhist Life ,. , en Essciys in Zen


Buddhism, Serie 1 1 . Londres, 1 958.

175
El Zen y los pdjaros del deseo

través del Espíritu nos sumergimos en la desnudez esen­


cial de la Divinidad, donde « las propias profundidades
permanecen incomprendidas . . . Este es el obscuro silen­
cio en que se pierden todos los que aman » .
Comparto, naturalmente, e l rechazo del Dr. Suzuki
por una vacuidad que está meramente vacía, no siendo
más que un contrapeso de cierta imaginaria plenitud que
en ella reclina su aislamiento metafísico. No. Cuando nos
hemos vaciado somos capaces de una plenitud que ja­
más ha faltado en nosotros. Se ha perdido el Paraíso en
la medida en que nos hemos implicado en la compleji­
dad, hiriéndonos hasta el punto de enajenarnos nuestra
propia libertad y nuestra simplicidad. Sólo un gracioso
don de la misericordia divina puede abrirnos el Paraíso.
Sin embargo, es también cierto que el Paraíso ha estado
siempre presente en nosotros, puesto que el Mismo Dios
lo está, aunque tal vez en forma inaccesible.
Creo que la intuición del Dr. Suzuki con respecto a la
naturaleza escatológica de la realidad es intensamente vi­
vida y profunda, y, se me antoja, mucho más profunda­
mente cristiana de lo que tal vez él mismo imagina. Tam­
bién en este sentido quisiera contemplar esta realidad des­
de el punto de vista de la libertad y el « don» . Estamos en
la « plenitud del tiempo » y todo nos es « dado » en nuestras
manos. Imaginamos que estamos viajando hacia un fin
que ha de venir, y en cierto sentido esto es cierto. La
Cristiandad se desplaza en una dimensión esencialmente
histórica, hacia la « restauración de todas las cosas en
Cristo ». Sin embargo, dicha restauración ya se ha cumpli­
do cuando Cristo conquistó a la muerte y cuando fue en­
viado el Espíritu Santo. Sólo le resta una acabada ma­
nifestación. Pero también debemos recordar, como los
Padres del Desierto, que c el juicio final es ahora ». Para
quien no experimenta la realidad que alienta detrás del

176
Observaciones finales

concepto, esto no es más que una ilusión. Para quien lo


ha entrevisto, la consecuencia más obvia consiste en ha­
cer lo que aconseja el Dr. Suzuki : vivir su propia vida
ordinaria. Según las palabras de los primeros cristianos,
alabar a Dios y tomar nuestros alimentos « en simplicidad
de corazón ». Esta simplicidad a la que se refieren es la
completa ausencia de preocupaciones formales sobre ali­
mentos buenos o prohibidos, maneras de comer correc­
tas o incorrectas, maneras de vivir justas o condenadas.
« Cuando estás cansado, duermes ; cuando tienes hambre,
comes . » Para el budista, la vida es una plenitud estática
y ontológica. Para el cristiano se trata de un don dinámi­
co, una plenitud de amor. Hay muchas diferencias entre
las doctrinas de ambas religiones, pero me siento profun­
damente agradecido por haber descubierto en este diálo­
go con el Dr. Suzuki que, gracias a sus penetrantes intui­
ciones sobre el pensamiento místico occidental, podemos
comunicamos mutuamente en forma tan fácil y agrada­
ble, en el nivel más profundo y significativo. Siento que,
cuando me dirijo a él, dialogo con un « conciudadano »,
cuyas creencias difieren en muchos aspectos de las mías,
pero con quien comparto un clima espiritual común. Esta
unidad de aspiraciones y propósitos me parece de una
importancia decisiva.

177
POSTFACIO

Este libro está, realmente, cabeza abajo. El ensayo


que ha sido escrito más recientemente es el primero. La
mayoría de los materiales proviene de los últimos tres o
cuatro años. El diálogo con Suzuki se remonta aún más
allá : cerca de diez años. Estuve tentado de suprimir mis
propias « observaciones finales » en el diálogo, a causa de
su extrema confusión. No es que resulten « erróneas • en
el sentido de « falsas » o « inexactas » sino que todo intento
'
de volcar al Zen en un lenguaje teológico está condenado
al fracaso. Si he dejado estas observaciones donde ahora
están ha sido para brindarles un ejemplo de cómo no
han de aproximarse al Zen.
Por otro lado, invertir el orden para que cada artículo
coincidiera con su ubicación cronológica adecuada hubie­
ra resultado contraproducente. Si el lector tiene dificul­
tades con estas últimas páginas, le conviene volver a leer
la Nota del Autor, en el comienzo. Podría limpiar el te­
rreno. Si ha comenzado a leer el libro por el postfacio,
como hacen algunos, ha de saber que es libre de leer el
resto del volumen en el orden que más le agrade.
Una observación más. La cita Wittgenstein (« No pien­
ses, mira ») no debe ser malinterpretada. La intuición Zen,
que ve la realidad en la vida ordinaria, está, de hecho, en
el polo opuesto de la canonización del « lenguaje vulgar »

1 79
El Zen y los pájaros del deseo

por el análisis lingüístico. Es cierto que ambos casos


ejemplifican un rechazo de las mistificaciones y superes­
tructuras ideológicas que, en su intento de darnos cuenta
de lo que hay frente a nosotros, se interponen en nuestro
camino. Pero, por una vez, voy a coincidir completamente
con el análisis de Herbert Marcuse sobre el « pensamiento
unidimensional » , según el cual la propia racionalidad y
exactitud de la sociedad tecnológica y sus variadas justifi­
caciones viene a reforzar una mistificación total . Es posi­
ble que alguna gente comprenda al Zen en una especie de
sentido positivista, repudiándo al « misticismo », entonces,
desde un ángulo meramente « burgués ». Pero el Zen no
puede ser aprehendido mientras uno permanece confor­
mado, pasivamente, a cualquier cuadro de imperativos
culturales o sociales, sean éstos ideológicos, sociológicos
o cualesquiera otros. El Zen no es unidimensional, y su re­
chazo del pensamiento dualístico no implica la aceptación
de una cultura totalitaria, aunque una mala interpretación
fatal podría, de hecho, promover una adaptación al facis­
mo, y en realidad así ha ocurrido en algunos casos. El Zen
propone una salida, una explosiva liberación del confor­
mismo unidimensional, una reconquista de la unidad que
no equivale a la supresión de los opuestos, sino que apun­
ta a la simplicidad que está más allá de ellos. Existir y
funcionar en el mundo de los opuestos mientras se expe­
rimenta a este mundo en términos de una primaria simpli ­
cidad implica, por cierto, si no una metafísica formal, al
menos un fondo de intuición metafísica. Esto implica una
perspectiva totalmente diferente a la que domina nuestra
sociedad, y brinda a ésta su dominio sobre nosotros.
De aquí, el dicho Zen : antes del Zen, las montañas no
eran más que montañas y los ríos nada más que ríos.
Cuando me interné en el Zen, las montañas ya no fueron
montañas y los ríos tampoco fueron ríos. Pero cuando

1 80
Postfacio

comprendí el Zen, las montañas fueron sólo montañas y


los ríos, sólo ríos.
La idea es que los hechos no son sólo meros hechos .
Hay una dimensión cuyo fundamento está fuera del plano
de lo fáctico y lo ordinario. La cultura industrial de Occi­
dente se encuentra en una curiosa situación : simultánea­
mente, ha alcanzado el éxtasis de una racionalidad organi­
zativa enteramente totalitaria y el de un absurdo comple­
to y autocontradictorio. Los existencialistas y otros pocos
más han señalado este absurdo. Pero la mayoría insiste
en ver sólo la maquinaria racional, contra la que no valen
las protestas : porque, después de todo, es « racional », y
es « un hecho ». Así es, también, su contradicción interna.
Lo que tiene el Zen es que lleva las contradicciones
hasta sus últimas consecuencias, donde uno debe optar
entre la locura y la inocencia. Y el Zen sugiere que, en
escala cósmica, podríamos estarnos dirigiendo hacia una
u otra. Hacia ellas, sí, porque, de un modo u otro, locos
o inocentes, ya estamos en ellas ahora mismo.
Serla bueno abrir nuestros ojos y ver.

181
NOTAS

El artículo « El estudio del Zen » fue publicado por pri­


mera vez en Cimarron Review de la Universidad Esta­
tal de Oklahoma en junio de 1968.

El capítulo segundo, titulado c La nueva conciencia», es


un resumen del ensayo « El yo del hombre moderno y
la nueva conciencia cristiana », publicado y registrado
originariamente por R . M. Bucke Memorial Society
de Montreal en su Newsletter-Review, Vol. 11, N.º 1,
abril de 1967.

« Una visión cristiana del Zen » fue publicado, por primera


vez, como prefacio- del libro de John C. H. Wu, The
Golden Age of Zen, editado por el Committee on Com­
pilation of the Chinese Library.

El artículo sobre « D. T. Suzuki : el hombre y su obra »


apareció e n agosto d e 1967 e n la Universidad Otani de
Kyoto, Japón, en The Eastern Buddhist (Nueva Se­
rie) Vol. 11, N.º l.

El ensayo sobre « La experiencia trascendental» fue, tam­


bién, publicado y registrado originariamente por la
R. M. Bucke Memorial Society de Montreal en su
Newsletter-Review, Vol. 1, N.º 2, septiembre de 1966.

183
Notas

La nota sobre « El Nirvana» presentó el ensayo de Sally


Donnelly « Marcel and Buddha : A Metaphysics of En­
lightenment », a manera de introducción, en el Journal
of Religious Thought de la Universidad Howard, Vol.
XXIV, N.º 1, 1967-68.

El capítulo titulado « El Zen en el arte japonés » fue publi­


cado por primera vez, como crítica literaria, en The
Catholic Worker de julio-agosto de 1967.

El diálogo de la segunda parte vio la luz en 1961, a tra­


vés de New Directions 1 7.

Los restantes pasajes fueron redactados por Thomas


Merton con el propósito especifico de dar forma in­
tegral a este libro.

1 84
1 11 �11 1��IJlll! �!l�ll� 1 1 11 Made in the USA
Middletown, DE
07 May 20 1 8
Si usted cree que, por fin, ha com­
prendido lo que es el Zen, comete el
error más grande de su aprendizaje. En
el Zen no hay nada que comprender. El
Zen nada enseña ni muestra; nada con­
dena, aprueba, recom ienda, reglamenta
o anuncia. El Zen no es siquiera una
experiencia mística, pues no admite nin­
gún experimentador. ninguna presencia
aprehendida.

Nada.

De ahí que este l i bro no sea ninguna "introducción" o "análi­


sis", pues no hay nada que introducir o analizar: el Zen e s lo que
es en una palabra o en m i l palabras, en un millón de años o en u n
instante.

Thomas Merton, monje trapista que vivió el budismo "por


dentro", está l i bre de toda sospecha de oportunismo: sus comenta­
rios de la experiencia Zen, más un diálogo sin desperdicios con el
famoso Dr. Suzuki, componen un documento único en su género.
Kairós también ha publicado su Humanismo cristiano.

Cubierta: Sauces y garcetas. Pintura de Huang Shen,


siglo xv111. Museo de Shanghai. ISBN 84-7245-308-1

Sabiduría perenne
1 11
9 788472 453081

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