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Los totalitarismos y Segunda Guerra Mundial

En la década del 30 se hicieron visibles las consecuencias económicas,


sociales y políticas del crack del 29. Contemporáneamente, y fuertemente
vinculados a la crisis, algunos estados emprendieron acciones militares tendientes a
su expansión. Japón en Manchuria, Italia en Etiopía son algunos de los ejemplos
que podemos mencionar. Pero fue, fundamentalmente, la reconstrucción de
Alemania vinculada a un nacionalismo extremo exacerbado por las condiciones de la
Paz de Versalles el centro del problema. Encabezado por Adolph Hitler, militarizado
y armado, el III Reich comenzó un proceso de expansión que al avanzar sobre
Polonia dio comienzo a una nueva guerra mundial, más mortífera y destructora que
la anterior.
La guerra submarina y la inclusión de la aviación como fuerza bélica hicieron
de esta guerra un nuevo tipo de conflicto. En la Segunda Guerra Mundial (1939-
1945) Alemania, Italia y Japón conformaron el eje. En esta alianza el III Reich
alemán constituía la fuerza principal. En 1939 la guerra estalló como un conflicto
europeo y para 1940 el poderío alemán se hacía sentir en el continente. Solamente,
Gran Bretaña resistía a ese brutal empuje para 1940-1941.
Punto de inflexión es 1941. Año marcado por la invasión alemana a su antiguo
aliado, la URSS El fracaso en este frente fue determinante para la evolución del
conflicto bélico. El avance ruso sobre Europa Oriental y Central, la expansión
japonesa en Extremo Oriente, la inclusión de Estados Unidos en el conflicto, le
dieron dimensión mundial a la guerra.
Ideológicamente opuestos, Estados Unidos y la URSS combinaron sus fuerzas
para aniquilar al Reich alemán. Tres años requirió derrotarlo. La victoria aliada fue
total y la rendición alemana incondicional. El avance del Ejército Rojo y el
bombardeo efectuado por la aviación norteamericana devastaron ciudades y
campos. Ambas potencias, e Inglaterra junto con ellas, negociaron entre 1943 y
1945 a través de conferencias internacionales el reparto de territorios y áreas de
influencia entre los futuros vencedores. Pactaron también las características del
nuevo orden internacional. Derrotar a Japón llevó mucho menos tiempo, pero no
menor nivel de destrucción. Estados Unidos, en forma unilateral, puso fin a la guerra
en Extremo Oriente logrando la rendición incondicional de Japón con los
bombardeos atómicos de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. La humanidad
todo, inició en ese momento una nueva era signada por el poder destructivo que
alcanzó la tecnología puesta al servicio de la guerra.

Eric Hobsbawm destaca en estas páginas la magnitud de las pérdidas en vidas


humanas que caracterizaron estas guerras. La lucha por la supervivencia llevo el
enfrentamiento al límite. La guerra adquirió un carácter total. Afectó a todos los
ciudadanos, alcanzó un altísimo nivel de destrucción y determinó y transformó el
nivel de vida la población. La guerra masiva requiere producción masiva. Por lo
tanto, la gestión y la organización apuntan a ese preciso fin e involucran la totalidad
de los recursos.
La Primera Guerra no resolvió los problemas que le dieron origen y generó
nuevos problemas de difícil solución. Cerró una etapa que fue considerada, desde
un presente amargo, como un pasado irrecuperable. La idea de progreso vigente en
el pensamiento del siglo XIX chocó con una realidad que planteaba un futuro
incierto. Los vencedores, salvo Estados Unidos, y los vencidos estaban exhaustos y
debilitados.
La democracia quedó desprestigiada y debilitada. Esto facilitó el surgimiento
de fuerzas antidemocráticas que resultaron atrayentes para las masas y favorecieron
políticas que cercenaban los derechos de sus ciudadanos y buscaban la expansión
militar sobre otros territorios. Las paces firmadas pusieron fin al conflicto, pero no
sentaron las bases para una paz duradera. A los veinte años de finalizado el
conflicto una nueva guerra, europea en su origen, sacudía nuevamente al mundo.

Adolf Hitler había participado de la guerra. En 1920, en el marco de la crisis de


la posguerra, creó en Múnich el Partido Obrero Nacional Socialista que presentaba
un programa ecléctico fusionando elementos socialistas como la propuesta de
nacionalización de empresas con otros nacionalistas, orientados éstos a la
formación de la Gran Alemania. Gracias a la situación de descontento de amplios
sectores sociales temerosos tanto ante la posibilidad de una revolución socialista
como del descenso social, logró sumar adherentes a sus propuestas, que
reivindicaban la superioridad alemana y canalizaba el odio hacia los judíos, a los que
consideraba culpables de la derrota y la humillación nacional. En una atmósfera
política de creciente radicalización, intentó un golpe de estado en 1923 que terminó
en el fracaso tras el cual apeló a tácticas diferentes: la creación de las SA (tropas de
asalto) le permitió el controlar en las calles a las fuerzas de izquierda, mientras la
reorganización de su partido le dio la oportunidad de ganar las elecciones
legislativas de 1932. Al año siguiente, fue nombrado Canciller y comenzó entonces
la instauración del estado nacional socialista.
Sus primeras medidas se dirigieron a terminar con la oposición y a liquidar las
instituciones de la república. El incendio del Reichstag en 1927, del que culpó a los
comunistas, le facilitó el camino: suspendió los derechos y garantías
constitucionales, disolvió sindicatos y partidos políticos, intervino las universidades e
implantó la censura de prensa. Toda oposición fue barrida y se produjeron
detenciones masivas de militantes y dirigentes comunistas y socialdemócratas. Se
inició entonces la “sincronización” nazi, que dejaría el estado bajo su poder. Para
reforzar su autoridad, se deshizo en 1934 de los jefes de las SA, que fueron
asesinados en lo que se conoció como “la noche de los cuchillos largos” por las
recientemente creadas SS (cuerpo de seguridad), con apoyo del ejército. Liquidada
la oposición y tras la muerte del presidente Hindenburg, se declaró Führer y anunció
el comienzo del Tercer Reich.

La verdadera nota diferencial del nazismo es el reclamo de legitimación


biológica. En 1935 se sancionaron las Leyes de Nüremberg, que despojaron a los
judíos de su ciudadanía y sus derechos y obligaron a los miembros de estado a
demostrar la pureza de sangre aria. A partir de entonces la política racial del
régimen fue radicalizándose. Desde el punto de vista económico, el ascenso del
nazismo coincidió con la superación de la depresión. El gobierno lanzó un plan de
obras públicas destinado a disminuir el desempleo, facilitado por la exclusión de las
mujeres del mercado laboral, a las que el régimen devolvía a su papel central dentro
de la vida familiar.
El verdadero objetivo de Hitler era el rearme alemán; para implementarlo
privilegió el desarrollo de la industria bélica y promulgó en 1936 un plan cuatrienal
orientado a tal fin. Un año después arrancó la producción de Volkswagen y, gracias
a la suma de los esfuerzos realizados, el desempleo comenzó a bajar y a mejorar el
nivel de vida y, con éste, la confianza en el régimen. Esta política económica estaba
relacionada con la búsqueda del Lebensraum, espacio vital, que permitiera afianzar
el desarrollo y proveyera al mantenimiento de la nación. Hitler definió como objetivo
de su política exterior la expansión hacia el este; para conseguirlo necesitaba
desvincularse de los condicionamientos internacionales.

El aspecto más inquietante del régimen nazi es su política racial que culminó
en el genocidio de millones de personas a través de la llamada “solución final”. El
texto de Philippe Burrin se aboca al análisis de sus interpretaciones, que el autor
señala en dos líneas: la intencionalista y la funcionalista. De acuerdo con la primera,
la solución final fue resultado de un proyecto ideado por Hitler quien, en forma
paralela a la preparación de la campaña a Rusia habría dado la orden de exterminio.
Según la segunda, se debió a la propia dinámica de un régimen anárquico frente a
una situación que se volvió inmanejable en el transcurso de la mencionada
campaña. La diferencia entre ambas se explica por la falta de documentación que
atestigüe la existencia de una orden escrita.
Luego de analizar ambas interpretaciones, el autor se adentra en la
caracterización del antisemitismo hitleriano cuyo origen remonta a la experiencia de
la derrota de 1918, interpretada como el desenlace de una guerra interior y exterior
conducida por los judíos. Es aquí importante detenerse en la lectura de las
diferencias planteadas entre el programa antisemita de los años veinte y el posterior
a la guerra, cuando el problema judío se asocia al del espacio vital. El retorno a la
guerra mundial habría elevado la potencialidad de aplicación de la solución final,
cuando las campañas tomaron un giro inesperado para la victoria alemana y Hitler
decidió destruir a los que consideraba responsables de su fracaso. Pero no estuvo
solo en su determinación: Burrin señala la importancia del contexto al caracterizar al
Holocausto como un crimen de burócratas en el que la complicidad, el asentimiento
y la pasividad se pusieron al servicio de una maquinaria mortal que decidió el
destino de millones de personas.

La situación al finalizar la Segunda Guerra fue radicalmente diferente en


muchos aspectos. No una, sino dos son las potencias que se consolidan tras el
conflicto. Dos potencias que, coyunturalmente, se unieron para la derrota del Reich
alemán, pero que obtenida ésta, fueron feroces competidoras. En el marco de este
enfrentamiento, denominado Guerra Fría, la situación internacional quedó
estabilizada por decenios y los esfuerzos realizados para reorganizar la economía
beneficiaron ampliamente, incluso a los vencidos.

Hobsbawm inicia la Era de las Catástrofes con el comienzo de la Primera


Guerra y la finaliza con la rendición incondicional de los vencidos en la Segunda
Guerra. Pero entre una y otra de estas guerras se formó y consolidó la URSS; se
establecieron regímenes como el fascismo y el nazismo; y una crisis económica de
magnitud inusual golpeó duramente a las diferentes economías.

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