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El águila y el toro.

España y México
en el siglo X I X
Ensayos de historia comparada
Manuel Suárcz Cortina
Col-leccio América, 25

EL ÁGUILA Y EL TORO.
ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX.
ENSAYOS DE HISTORIA
COMPARADA

Manuel Suárez Cortina

U niversität
j a u m e 'I

2010
BIBLIOTECA DE LA UNIVERSITÄT JAUMEI. Dades catalogràfiques

SUÁREZ CORTINA, Manuel

El Águila y el toro : España y México en el siglo XIX : ensayos de historia comparada / Manuel
Suárez Cortina. — Castelló de la Plana : Pubiicacions de la Universität Jaume I, D.L. 2010
p.; cm. — (América; 25)
Bibliografía.
ISBN 978-84-8021-782-8
1. Espanya - Política i govern - S. XIX. 2. Méxic - Política i govem - S. XEX. I. Universität Jaume I.
Pubiicacions. II.Títol. III. Serie.América (Universität Jaume I) ; 25
32(460)”18”
32(72)”18”

Dirección de la colección América: V icent O rtells C habrera

© De los textos: los autores, 2010

© De la presente edición: Pubiicacions de la Universität Jaume 1,2010

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mural del Antiguo Palacio Matutano-Daudén de la Iglesuela del Cid (toro).

Edita: Pubiicacions de la Universität Jaume I. Servei de Comunicació i Pubiicacions


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ISBN: 978-84-8021-782-8

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Para Laureano Suárez Palacio.
en su noventa y cinco
cumpleaños
CONTENIDO

1. Introducción: España, México y la historia comparada.................................. 9

2. El liberalismo revolucionario en la crisis de la Monarquía Católica.......... 29

3. Libertad, federación y república en el siglo xix...............................................53

4. Catolicismo e identidad nacional....................................................................... 79

5. Novela histórica, socialismo utópico y República. Una mirada


a través de Nicolás Pizarro y Wenceslao Ayguals de Izco..........................103

6. El republicanismo conservador de Emilio Castelar y Justo Sierra.............135

7. República, Monarquía y democracia liberal en la España


de la Restauración.................................................................................................163

Bibliografía................... .................................................................................................199

índice onomástico........................................................................................................225

7
INTRODUCCIÓN: ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

Yo, sí, yo, yo lo vi todo, estuve presente en cada uno de los


acontecimientos. Viví las más diversas experiencias al lado de
los auténticos protagonistas de la historia. Los observé llorando
desconsoladamente el vacío de la derrota mientras que, sin en-
jugarse las lágrimas y de rodillas ante la mujer amada, humede­
cían las abundantes telas de los vestidos de seda y brocados en
oro, empapando hasta las crinolinas con sus babas. Sus esposas
o amantes en turno permanecían inconmovibles, petrificadas.
Nunca las vi tratando de acariciar los cabellos del poderoso
líder caído en desgracias ni las sorprendí bajando la vista para
constatar el tamaño de su desconsuelo.

Francisco Martín Moreno, México mutilado.


La raza maldita, México, Alfaguara, 2004, p. 15.

I. DE CENTENARIOS Y COMPARACIONES

A la altura del año 2010 los historiadores estamos ante el desafío de dar satis­
facción a la demanda de publicaciones que la sociedad «reclama» cada vez que
en nuestro horizonte aparece un centenario, ya lo sea éste de derrota o, de forma
significativa, de una victoria que, no pocas veces, con el tiempo se torna en logro
efímero e, incluso, en fracaso particular o colectivo. El año 2010 se presenta así
lleno de efemérides nacionales, sobre todo para España y México, una vez que
1810 es el bicentenario de las Cortes de Cádiz y, a su vez, se convierte en doble
fecha de celebración para recordar/rememorar aquel 1 8 1 0 y l9 1 0 que permane­

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EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

cen en la memoria colectiva mexicana como referentes centrales de su historia.


El águila y el toro no tiene como cometido sumarse -aunque así pueda parecer-
lo- a ningún acto de memoria, homenaje colectivo ni, menos aún, a un ejercicio
de afirmación nacional que tenga como punto de referencia el conjunto de he­
chos y circunstancias históricas que llevaron España de una Monarquía Católica
a los dos lados del Atlántico a un Estado nación que hubo de acomodarse en
circunstancias difíciles a la nueva era de las naciones. México, por su parte, surgió
como resultado de ese mismo proceso que tiene como referentes la revolución
atlántica, el Imperio napoleónico y la quiebra de la Monarquía católica que dan
salida a la independencia americana y que permitieron la conversión de Nueva
España en el Estado nación que es desde entonces.1
Este libro no parte de ninguna celebración, frente a las cuales el historiador
debería mantener una distancia prudente. Las efemérides, los centenarios o la re­
cuperación de determinados mitos o estigmas nacionales no pueden determinar
en modo alguno la tarea del historiador. Ésta ha de estar orientada por estrategias
de investigación que respondan a las necesidades de explicación de los procesos
históricos, más allá de «exigencias» momentáneas que a menudo tienen que ver
mucho más con la agenda política que con los cometidos de la historiografía.
Aunque ésta se inscriba, como ha de ser, en las demandas y exigencias que las so­
ciedades de su tiempo reclaman para explicar el pasado, comprender el presente
y, en definitiva, presentar marcos explicativos y narraciones aceptables para dise­
ñar el futuro. En todo caso, los centenarios tienen más que ver con las estrategias
que en un momento dado ofrece la agenda política y de la cual muy a menudo
sale beneficiada la tarea del historiador, por una vez, aunque de forma limitada,
llamado al centro de atención de la sociedad en la que desempeña su trabajo.
En realidad, frente a los centenarios mantengo una doble posición de espe­
ranza y lamento. De esperanza, en la media que el conjunto de publicaciones
que suscitan pueden permitir una renovación de los modos de mirar los hechos/
procesos/fenómenos estudiados, una oportunidad para atender cumplidamente
una agenda de investigación que, siempre por naturaleza, es efímera: la del cono­
cimiento histórico. El centenario, en definitiva, nos da otra oportunidad para revi­
sar lo ya sabido y aplicar los nuevos conocimientos, conceptos o categorías que la
historiografía ha ido poniendo a nuestro servicio. ¡Por fin esta vez podremos ex­
plicarlo, incluso entenderlo! Los historiadores, como se puede comprobar sí que

1. Una síntesis de ese proceso la ofrece Jaime E. Rodríguez O. La in depen den cia d e la
A m érica esp añ ola, México, cm /fce, 2005; para un balance historiográñco de ese proceso Ma­
nuel Chust y José Antonio Serrano (eds.), D ebates sobre las in depen den cias iberoam ericanas,
Madrid-Franfurt, Iberoamericana-AHILA, 2005; A. Avila y V. Guedea (eds.), La in depen den cia
en México: tem as e interpretaciones recientes, México df, unam, 2007; T. Pérez Vejo, Elegía
criolla. Una reinterpretación d e la guerra d e la independencia hispan oam erican a, México
D.F. Tusquets, 2010.

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IN T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA CO MPARADA

servimos para algo. Pero, al mismo tiempo de lamento, porque el centenario, con
su capacidad de distraer de otros problemas, desvía la atención del historiador de
su programa de trabajo, de aquella trayectoria que se había marcado para conocer
y explicar este o aquel fenómeno que demanda estudio para nuestro tiempo. Es
como si de pronto dejáramos una tarea en curso para satisfacer una exigencia que
reclama nuestra atención inmediata. En este sentido los centenarios se presentan
como un elemento de disturbio, como una «agradable» distracción que el orden
político presenta como exigencia en fecha y hora. Porque de eso se trata, de una
exigencia política, de un calendario que las instituciones -Gobierno, Parlamento,
Corporaciones.. establecen como parte de su propio proyecto político. El his­
toriador, al fin y al cabo, está para atender esas demandas, ya sociales ya institucio­
nales que dan sentido a su actividad, o al menos en el caso español, a la naturaleza
de funcionario público en la que está inserta su tarea. No tiene, pues, el águila y
el toro, la pretensión de sumarse a ese triple elemento conmemorativo que son
las Cortes de Cádiz, la «emancipación» de Nueva España bajo la forma del Estado
nación mexicano, ni tampoco el centenario de la revolución. Mantengo, frente a
estos acontecimientos el escepticismo, la duda y el desamparo que expresaba U1-
rich, el personaje de El hombre sin atributos, que hace poco recordaba Mauricio
Tenorio ante el fenómeno del bicentenario y su celebración.2
Este libro responde, en todo caso, mucho más a las preguntas e inquietudes
que han movido a la historiografía española y mexicana en torno a los elementos
explicativos de la quiebra de la Monarquía Católica, el nacimiento de los Estados
modernos y las estrategias/intereses que llevaron a España a convertirse en una
Monarquía constitucional, en tanto que en la América latina, a excepción de Méxi­
co y Brasil en dos momentos dados, se establecieron regímenes nacionales de
carácter republicano. También en cómo repúblicas, de un lado y monarquías,
de otro, más allá de sus tradiciones particulares, tuvieron que hacer frente a pro­
blemas semejantes: intervención extranjera, atraso económico, desarticulación
social y territorial, exigencias de representación de nuevos sujetos sociales, etc. y
en definitiva insertarse en un marco internacional geopolítico y socioeconómico,
pero no menos cultural, que los llevó a dar respuesta a múltiples exigencias en
condiciones determinadas por su propia realidad histórica.
No es éste el trabajo de un especialista en historia de México, ni en la transi­
ción de la Monarquía Católica al nuevo orden de los Estados nación. Mi campo de
investigación se ha centrado en el estudio de los proyectos políticos democráti­
cos en la España liberal, en la cultura republicana y reformista que durante más de

2. Véase Mauricio Tenorio Trillo, Historia y celebración. México y sus Centenarios, México,
Tusquets, 2009, pp. 47-48; sobre el alcance del bicentenario, la historia de México y el peso
del liberalismo véase Manuel Chust y José Antonio Serrano, «Nueva España versus México:
historiografía y propuestas de discusión sobre la Guerra de Independencia y el Liberalismo
doceañista», en Revista Complutense d e Historia d e A m érica (2007), vol. 33, pp. 15-33.
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

medio siglo intentó llevar a cabo la democracia ya bajo un régimen republicano


o, si fuera posible, bajo la Monarquía. Si ahora se presenta un conjunto de ensayos
de historia comparada, o con pretensión comparativa, es como resultado de una
línea de trabajo que responde a una doble percepción. La primera proviene de la
convicción de que, aún habiendo nacido la historiografía al servicio de la nación y
de la historia nacional, ésta adquiere más sentido si se la estudia desde su exterior,
desde la comparación con otras experiencias nacionales que facilitan un mejor ajus­
te de sus características históricas. La tradición comparatista de la historiografía no es
nueva y ya un clásico como Marc Bloch defendió la comparación como un método
muy adecuado para la explicación histórica.3Desde entonces los pronunciamientos a
favor de la comparación en historia han proliferado en distintos ambientes académi­
cos, incluido el anglosajón.4 Diversas ciencias sociales5y humanas como la Sociología
Histórica, la Ciencia Política o la Antropología han hecho del método comparado un
elemento central de su trabajo. La historiografía, por su parte, partiendo de la historia
económica, de los sistemas políticos o de la historia de la población o la educación,
entre otras ramas, presenta igualmente una larga trayectoria en este recorrido.6

3. Marc Bloch defendió la historia comparada en su intervención en Oslo (1928). Véase «Por
une histoire comparée des societés européennes», Revue d e Synthése Historique, diciembre de
1928. Recogido también en Mélanges Historiques, I, París, ehess (1963), pp. 16-40; una valoración
de su propuesta en William H, Sewell Jr, «Marc Bloch and the Logic of Comparative History«,
History a n d Theory■ (1963) vol. 6, n° 2, 208-218; también André Burguiére y Hartmut Atsma
(eds.), Marc Bloch a u jo u d ’h u i: histoire com parée & sciences sociales, Paris, ehes, 1990; tomando
también como punto de partida la obra de Marc Bloch véase la reflexión reciente de Maurice
Aymard, «¿Qué historia comparada hoy?», en Marta Bonaudo, Andrea Reguera y Blanca Ceberio
(coords.), Las escalas d e la historia com parada. Tomo I. D inám icas sociales, p oderes políticos y
sistemas jurídicos, Madrid/Buenos Aires, Miño y Dávila, 2008, pp. 11-25; J. Scriewer y H. Kaeble
(comps.), La com paración en ciencias sociales e históricas, Barcelona, Octaedro, 2010.
4. De especial relieve es la posición de John H. Elliot, N ational a n d Comparative History.
An Inaugural Lecture Delivered before the University o f Oxford on 1 0 h May 1991, Oxford,
Clarendon Press, 1991.
5. La comparación en ciencias sociales tiene también un largo recorrido. Para un análisis
de las propuestas y debates véanse Giovanni Sartori y Leonardo Morlino (comps.), La com ­
p ara ció n en cien cias sociales, Madrid, Alianza, 1994. Igualmente, Theda Skocpol y Margaret
Somers, «The Uses of Comparative History», en Comparative Studies in Society a n d History, 22
(1978), pp. 174-197; Charles C. Ragin, The Comparative M ethod. Moving B eyond Qualitative
a n d Quantitave Strategies, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1989.
6. No se trata aquí de hacer una reflexión sobre las posibilidades y límites epistemoló­
gicos y metodológicos de la historia comparada. Varios autores se han ocupado de ello con
aportaciones significativas. Véanse, entre otros, los trabajos recogidos en History a n d Theory;
A. A. Van der Braembussche, «Historical Expanation and Comparative Method: Towards a
Theory of the History of Society», (1989) vol. 28, n° 1, pp. 1-24; Jorn Rüsen, «Some Theoreti­
cal Approaches to Intercultural Comparatative Historiography», (1996) vol. 35, n° 3, pp. 5-22;
Chris Lorenz, «Comparative Historiography: Problems and Perspectives», vol. 38, n° 1, (1999),
pp. 25-39Jürgen Kocka, «Comparison and Beyond», (2003) vol. 42, pp. 39-44; Michael Werner
and Bénédicte Zimmermann, «Beyond Comparison: Historie croisée and the Challenge of
Reflexivity», (feb. 2006) vol. 45, pp. 30-50.

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IN T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA CO MPARADA

El problema hoy no es, por lo tanto, si es bueno o no comparar, sino el de de­


terminar qué y cómo comparar.7Aquí se sitúa la segunda percepción: la selección
del objeto susceptible de comparación. En nuestro caso, ésa se ha centrado en
primer término en el estudio comparado de las doctrinas y sistemas políticos de
la Europa del Sur, sobre todo Italia y Portugal.8 Esta consideración, demostrada
por las investigaciones, han puesto de manifiesto que la historia contemporánea
de España, Italia y Portugal, más allá de su particular periplo histórico, responde
a unas líneas maestras determinadas por su situación geográfica, su clima, sistema
económico y por un conjunto de ingredientes culturales y políticos que hacen
de la Europa del Sur un territorio muy apropiado para su estudio conjunto. Es
evidente que Italia alcanza su unidad política y constitucional ya avanzado el
siglo xix, en tanto que España y Portugal nacen como Estado nación en las pri­
meras décadas del siglo, pero su historia económica, demográfica y sociopolítica
muestra numerosos elementos de afinidad. No es muy exagerado ver grandes
similitudes hoy en día entre el Alentejo, Andalucía y el Mezzogiorno cómo cada
uno de esos territorios se distancia en geografía, cultivos o cultura y prácticas
políticas del norte de Italia o de las regiones del Cantábrico. Hay a menudo más
afinidades en esas regiones del sur que entre ellas y otras que desde hace dos
siglos comparten el mismo destino nacional. Así pues, lo nacional, en sí mismo,
no ha de ser un elemento determinante en la estrategia del historiador. La región,
muy a menudo, se impone como un referente más adecuado para explicar múl­
tiples problemas históricos.9 Y esa región puede ser tanto intranacional como
un conjunto de territorios y sociedades que, más allá de las fronteras nacionales,
comparten determinadas características o se ven influidas por procesos de carác­
ter general que las convierte en un sujeto/objeto de interés. El nativismo aparece
aquí más como una rémora que como un referente útil a la tarea del historiador.
Como para el antropólogo, el historiador necesita también separarse de lo nativo.

7. En España las reflexiones sobre la comparación en historia no han sido muy frecuen­
tes. Véase, en todo caso, el monográfico de Studia Histórica. Historia C ontem poránea, 10-11
(1992-1993), con trabajos, entre otros, de Ignacio Olavarri, Demetrio Castro y Julián Casanova;
también Bartolomé Yun Casalilla, «Estado, naciones y regiones. Propuesta para una historia
comparada y trasnacional», en A lcores, 2 (2006), pp. 13-35.
8. De esa línea de trabajo en colaboración con historiadores portugueses e italianos se han
publicado tres libros: Silvana Casmirri y Manuel Suárez Cortina (eds.), La Europa d el Sur en la
época liberal. E spaña, Italia y Portugal. Una perspectiva com p arad a, Santander, Universidad
de Cantabria, Universidad de Cassino, 1998; Manuel Suárez Cortina (ed.), La crisis del Estado
liberal en la Europa del Sur, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 2000, y Silvana Casmirri
(a cura di), Intorno a l 1898. Italia e Spagna nella crisi di fin e secolo, Milano, Franco Angelí,
2001; también el monográfico, Estado y nación en la Europa del sur, Alcores 8, (2009).
9. En esa misma dirección se sitúan las reflexiones de Bartolomé Yun Casalilla en «Estado,
naciones y regiones», citado, donde propone la denominación de histoire croisée como his­
toria en trelazada. Sobre la historia cruisée véase Michael Werner y Bénédicte Zimmermann
(dirs.) De la com paraison á Vhistoire cruisée, París, Seuil, 2004.

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EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Se comprende mejor lo propio cuando rompemos con el etnocentrismo10 que


nos succiona, cuando, ya historiadores, ya antropólogos, miramos nuestro pasado
desde el exterior, jugamos a la mirada del otro, practicamos aquel comparatismo
constructivo que ha defendido no hace mucho Marcel Detienne al recomendar
el trabajo conjunto del antropólogo y del historiador:

Lo esencial para trabajar juntos es liberarnos de los más próximo, de lo natal y


lo nativo, y tomar conciencia inmediatamente, con rapidez, que los historiado­
res y los antropólogos juntos, debemos conocer la totalidad de las sociedades
humanas, todas las civilizaciones posibles e imaginables, sí, hasta perdernos de
vista. Olvidemos los consejos prodigados por aquellos que desde hace medio
siglo repiten que es preferible instituir una comparación entre dos sociedades
vecinas, limítrofes y que han progresado en la misma dirección, o bien entre
grupos humanos que hayan alcanzado el mismo nivel de civilización y que, al
primer vistazo, ofrecen las suficientes homologías para adentrarnos en ellas con
toda seguridad.11

El mundo europeo-latino ofrece, sin duda, múltiples elementos de afinidad


para estimular esa comparación que Detienne sugiere igualmente para universos
y sociedades más alejadas culturalmente. No tan distantes, en todo caso, los mun­
dos de la Europa latina e Hispanoamérica constituyen buenos referentes para
llevar a cabo una comparación de la que cabe esperar una mejor comprensión
de los procesos históricos afines o divergentes que han dominado la evolución de
estas sociedades. México, en este sentido, ofrece una magnífica base para la com­
paración, tanto por aquello que lo asemeja como, no menos, por lo que se aleja
de la realidad española contemporánea. De común denominador de España y
México está la experiencia de tres siglos de Administración ultramarina, de com­
partir los modos, maneras, lengua, religión y cultura de una Monarquía Católica
que solamente a finales del siglo xvm trató de convertirse en un Imperio colonial,
cuando el establecimiento de las intendencias buscó un nuevo modelo de relación
con las colonias de Ultramar.12
De especial importancia cabe destacar el papel de la Iglesia católica y de un
catolicismo que antes y después de la Independencia constituyó un elemento
central de la cultura y valores de los dos países. El catolicismo mexicano encuen­

10. Jörn Rüsen, «The horror of Ethnocentrism: Westernization Cultural Difference and
Stripe in Understanding Non-Western Pasts in Historical Studies», en History a n d Theory,
(mayo 2008) vol. 47, 261-269.
11. Marcel Detienne, C om p ararlo incom parable. Alegato a fa v o r d e u n a cien cia histórica
com parada, Barcelona, Península, 2001, p. 43.
12. Esa cultura «compartida» entre España y México constituye un buen ingrediente para
establecer campos de comparación, en la línea de lo planteado por Jörn Rüsen, «Some Theo­
retical Approaches to Intercultural Comparative Historiography, op. cit., pp. 46 y ss.

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I N T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA CO MPARADA

tra su raíz primera en la experiencia de la Monarquía católica y se simbolizó


rápidamente a través de la representación central que es la virgen de Guadalupe.
Es cierto que para la tarea de incorporar al conjunto de la sociedad indígena al
proceso independentista los criollos llevaron a cabo una elaboración cultural que
facilitó la extensión de la devoción guadalupana al conjunto de la sociedad de
Nueva España,13 Ese catolicismo constituyó el referente central de una sociedad
que antes y después de su conformación como nación independiente hizo de
la religión católica, - y por extensión del dominio social, económico y cultural
de la Iglesia- uno de sus elementos más reconocibles. El Estado mexicano desde
la Constitución de 1857 y las leyes de reforma trató de reubicar a la Iglesia en
el nuevo orden político, pero ésta ha mantenido un poder social incontestable,
más allá del carácter laico del Estado. Como han mostrado historiadores como
Jorge Adame,14 Manuel Ceballos 15 Brian Connaughton,16Jean Pierre Bastían yjean
Meyer,17 científicos y políticos en ejercicio como José Luis Lamadrid Sauza18 o
sociólogos como Roberto Blancarte,19 el proceso secularizador en México, en
cierto modo en el conjunto de América Latina, tuvo muchas dificultades dados los
fuertes anclajes que presenta la Iglesia católica a lo largo de los siglos xix y xx
El catolicismo y la Iglesia católica también representan en España20 un ingre­
diente básico de su identidad nacional hasta el punto que lo que definió durante

13. David. A. Brading, La virgen d e G uadalupe. Im agen y tradición, México, Taurus, 2002;
Jacques Lafaye, Q uetzalcóatl y G uadalupe: la fo rm a c ió n d e la con cien cia n acio n a l en Méxi­
co . Abismo d e conceptos: iden tidad, nación, m exicano, México, fce, 2002.
14. Jorge Adame, El pen sam ien to político y social d e los católicos m exicanos, 1867-1914,
México, unam, 1981.
15. Manuel Ceballos, El catolicism o social: un tercero en discordia. Rerum Novarum, la
*cuestión so c ia l’y la m ovilización d e los católicos m exicanos (1898-1911), México, df. colmex,
1991.
ló. Brian Connaughton, D im ensiones d e la iden tidad patriótica: religión, p olítica y re­
giones en México: siglo xix, México, uam / Miguel Ángel Porrúa, 2001; Alvaro Matute, Evelia
Trejo y Brian Connaughton (coords.), Estado, Iglesia y so cied a d en México. Siglo xix, México,
unam/M. A. Porrúa, 1995. Para un balance de la historiografía reciente, B. Connaughton, «La
nueva historia política y la religiosidad ¿un anacronismo en la transición?», en G. Palacios
(coord.), México, colm ex/ceh, 2007, pp. 171-195.
17. Jean Meyer, Historia d e los cristianos en A m érica Latina. Siglos xixyxx, México, Vuelta,
1989.
18. José Luís Lamadrid Sauza, La larga m arch a a la m od ern id ad religiosa. Una visión de
la m odernización d e México, México df fce, 1994.
19. Para su alcance desde la guerra de los cristeros véase Roberto Blancarte, Historia de
la Iglesia en M éxico, México, fce/E1 Colegio Mexiquense, 1992.
20. La historia de la Iglesia española puede verse a través de W. Callahan, Iglesia, p o d er y
sociedad en España, 1750-1874, Madrid, Nerea, 1989; del mismo autor, La Iglesia católica en
España, 1875-1975, Madrid, Crítica, 2003; P Aubert (ed.), Religión y socied ad en España. Si­
glos xix-xx, Madrid, Casa de Velázquez, 2002; los límites a la secularización pueden observarse
en Julio de la Cueva y Feliciano Montero, (eds.), La secu larización conflictiva. España, 1898-
1931, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007; M. Suárez Cortina (ed.), Secularización y laicism o en
la España contem poránea, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 2001.

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EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

más de un siglo las relaciones de la Iglesia y el Estado ha sido la confesionalidad,


la capacidad que la propia Iglesia tuvo para «obligar» al Estado a neutralizar las
demandas de libertad religiosa que reclamaba una parte de la sociedad liberal,
de forma especial, la izquierda política bajo el liderazgo del republicanismo. En
contraste con la política mexicana que llevó el programa secularizador a la Cons­
titución de 1857 y las leyes de reforma, los liberales españoles afirmaron la con-
fesionalidad del Estado con el Concordato de 1851. A excepción de algunos mo­
mentos de avance democrático, como en el Sexenio Democrático (1868-1874)
con la libertad de cultos, o en la Segunda República, con la separación de la
Iglesia y el Estado, la historia contemporánea de España ha estado salpicada por
una intransigencia religiosa que arranca de la constitución de 1812 y alcanza su
culminación con el nacionalcatolicismo de los años del franquismo
España y México, como países latinos, constituyen un buen reflejo de un mo­
delo de religiosidad que mostró grandes dificultades para acomodarse a la mo­
dernidad. A diferencia de aquellos países del centro y norte de Europa, o los eeuu,
donde la tradición protestante había facilitado la secularización desde el mismo
terreno de la religión y por ello atenuó los conflictos entre la Iglesia y el Estado,
en los países latinos -Italia, Francia, España o la América Latina- ese proceso sólo
fue posible en medio de grandes conflictos entre ambas potestades.21
Ese espacio compartido de hacer del catolicismo y de la intransigencia re­
ligiosa un ingrediente básico de la transición a la modernidad quedó muy bien
representado en la constitución de 1812 con repercusión significativa en los dos
lados del Atlántico. La Monarquía católica se descompuso, pero los regímenes mo­
nárquico en España y republicano federal en México compartieron el sentido de
nación católica que los constituyentes de Cádiz dieron al artículo 12. «La religión
de la nación española es y será perpetuamente católica, apostólica, romana, única
verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de
cualquier otra.» Una redacción que pasó casi integra a la constitución federal de
1824 y que pone de manifiesto el impacto que el texto gaditano tuvo en los cons­
tituyentes mexicanos.22 Como nos recuerda Francisco Colom, tanto en España
como en América Latina, el liberalismo contribuyó a establecer gobiernos cons­
titucionales, a reconocer derechos civiles y políticos, a instaurar procedimientos
electivos de variable representatividad, pero la cultura política de fondo siguió

21. Los tipos de modernidad religiosa en Europa y América latina en Jean-Pierre Bastian
(coord.), La m od ern id ad religiosa. Europa latina y A m érica latina en perspectiva com p arad a.
México, fce, 2001; para México véase José Luís Lamadrid Sauza, La larga m arch a a la m oder­
n id ad en m ateria religiosa, op. cit.
22. Véase Manuel Ferrer Muñoz, La constitución d e C ádiz y su aplicación en la Nueva
E spaña, México, unam, 1993; Roberto Breña, El p rim er liberalism o español y los procesos de
em an cip ación d e América, 1808-1824. Una revisión historiográfica del liberalism o hispánico,
México, colmex, 2006.

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IN T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

estando fuertemente ligada a una concepción orgánica y jerárquica de la socie­


dad. No es necesario buscar mucho para encontrar bajo la superficie el substrato
de la cultura católica que tradicionalmente ha modelado los imaginarios sociales
iberoamericanos.23
El alcance de esa influencia gaditana no sólo fue en el terreno religioso, sino
que la política de los primeros años vino marcada por la cultura del Gobierno
representativo que significaba la Constitución y por el hecho central de que ese
proceso político se hizo con el apoyo -forzado o no- de una Iglesia que aplicaba
las normas constitucionales, en particular el modelo de vecindad que se requería
para el ejercicio de los derechos políticos. El resultado habría de ser que tanto en
México como en España bajo la constitución gaditana, la condición de ciudada­
no derivaba de la de católico, con lo que no resulta inadecuada la caracterización
de ciudadanía católica24 que varios historiadores han dado al modo en que se
vinculaba el derecho al voto con el catolicismo.Y es que, tanto en la España liberal
como en la absolutista, el catolicismo fue un referente esencial de la nacionali­
dad, del mismo modo que para los insurgentes (Hidalgo), los constitucionalistas
(Apatzingan), los monárquicos (Iturbide) o los federales (Gudiri y Alcocer, Ramos
Arizpe,...) la cuestión religiosa se presentaba como algo superior a la cuestión
de la formas de Gobierno.25 La historia española y mexicana muestra que esta
ciudadanía católica quedaba restringida a los efectos políticos de la constitución
de 1812, pero más allá de su ulterior revisión se hizo patente que el catolicismo,
constitucionalizado o no, representa un ingrediente común central de ambos
países.
La historiografía mexicana ha mostrado cómo la independencia no represen­
tó en muchos sentidos una ruptura con la herencia de la Nueva España. En pri­
mer término, la política del reformismo borbónico hizo de las intendencias un
nuevo marco de gestión colonial que habría de tener repercusiones significativas
en la territorialización del México moderno; más tarde, tras la independencia, la
aplicación de la constitución gaditana trajo consigo el fortalecimiento del papel
que los municipios y las diputaciones provinciales tuvieron en la difusión de los

23. Francisco Colom González, «La tutela del ‘bien común’. La cultura política de los li­
beralismos hispánicos», en F. Colom González (ed.), M odern idad ib eroam erican a. Cultura,
política y cam bio social, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2009, pp. 290-292.
24. Véase José María Portillo Valdés, Revolución d e nación. Orígenes d e la cultura consti­
tucional en E spaña, 1780-1812, Madrid, boe, 2000; del mismo autor «De la Monarquía católica
a la Nación de los católicos», en Historia y Política, 17 (2007), pp. 17-35; José Luis Villacañas,
«La nación católica. El problema del poder constituyente en las Cortes de Cádiz», en F. Colom
González (e d j, Relatos d e n ación. La construcción d e las identidades n acion ales en el m undo
hispánico, Madrid, csic/o e i/ Iberoamericana-Vervuert, 2005, vol. I, pp. 159-178.
25. Para la relación entre nación / monarquía y república en el imaginario mexicano de la
insurgencia y los primeros federales véase Alicia Hernández Chávez, M onarquía-república-
nación-pueblo, México, coNAcrr/Universidad Autónoma de Zacatecas, 2005.

¡7
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

valores y modos del gobierno representativo. No es aquí el momento de debatir


el papel de los pueblos en la difusión del liberalismo, y menos aún el problema de
la soberanía que estuvo en la base del conflicto político en las primeras décadas
del nuevo Estado, sino mostrar cómo la emancipación en muchos sentidos no
significó ruptura con unos valores compartidos entre los que trataron de llevar
a cabo una revolución liberal y compatibilizarlo con una autonomía de la Nueva
España que interpretaron viable en el marco de la Monarquía Católica. No es
casualidad que diputados de las Cortes españolas como José Miguel Guridi y
Alcocer, Miguel Ramos Arizpe o Lucas Alamán fueran quienes trataran de lograr
en las Cortes españolas una autonomía para América y, más tarde, se convirtieran
en referente político tanto del primer federalismo como del centralismo. La cul­
tura constitucional que aplicaron al texto de 1824 provino, en gran medida, de
la experiencia que como parlamentarios (también como reos del absolutismo)
desarrollaron primero en Cádiz y más tarde en Madrid. Cierto que los problemas
a los que se enfrentaron en cada momento fueron bien distintos y que allí donde
pugnaron por lograr una autonomía en el marco de la Monarquía fernandina.
más tarde tuvieron que conjugar las aspiraciones políticas del federalismo con la
exigencia soberana de muchos estados. Si en 1821 no fue posible el pacto con
las Cortes españolas, tras la experiencia insurgente y el proyecto monárquico de
Iturbide, el modelo confederal que refleja la Constitución de 1824 fue el pacto
posible entre los estados soberanos y el poder Federal que buscaba la construc­
ción de una nación mexicana.26
La sombra del constitucionalismo gaditano, sin embargo, tampoco debe ser
sobrevalorada. Resulta innegable su fuerza como referente del primer constitu­
cionalismo español y como mito, pero no resulta menos cierto que pronto los
propios liberales españoles vieron en ella una muestra de un tiempo histórico
que deseaban superar: la revolución. Joaquín Varela Suanzes-Carpegna27 ha mos­
trado con inequívoca certeza cómo los liberales españoles en el exilio inglés y
francés conocieron una nueva cultura política que a través de Constant, Guizot,
Bentham, Comte... buscaban nuevos horizontes para un liberalismo que ya se
definía como posrevolucionario y que frente al iusnaturalismo dieciochesco vin­
dicaba un nuevo vocabulario político, donde libertad y orden conjugaban mejor
que libertad y revolución, un registro que se ajustaba bien a las necesidades de
una sociedad crecientemente burguesa que apostaba por combinar el liberalis­
mo, la propiedad y el orden social. El doceañismo como cultura política quedaba
así recluido en unos sectores de liberalismo radical que se acomodaron transito­
riamente en la izquierda del progresismo y que en la década de los cuarenta y

26. Véase, en este sentido, los trabajos recogidos en w .a a ./a a .w . La Constitución d e 1824.
La consolidación d e un p a cto mínimo, México, colmex, 2008.
27. Véase el conjunto de textos recogidos en Política y constitución en España (1808-
1978), Madrid, cepc, 2007.

18
IN T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

cincuenta acabaron desapareciendo por razones estrictamente biográficas, pero


también políticas. La herencia gaditana, en todo caso, puede ser seguida en cada
momento que se produce un movimiento juntero28 contra los moderados y cuan­
do algunos sectores del primer democratismo vieron en la Constitución de Cádiz
un referente que alimentaba su rechazo a la política isabelina.
Para entonces quedaba lejos la utopía de recuperar para la Monarquía espa­
ñola los territorios de América. El desarrollo de las repúblicas americanas se iba
conformando como un nuevo orden político que ni la guerra ni la diplomacia
podían neutralizar. Habría sido posible de haberse negociado previamente una
autonomía para América, en el marco constitucional, articulando una Monarquía
federada a los dos lados del Atlántico, Los diputados americanos lo pidieron en
las Cortes con intensidad y firmeza, como lo habían venido reclamando desde
las décadas finales del siglo xvni. Pero los liberales españoles no concebían una
soberanía que no fuera única e indivisible, y la propuesta americana sonaba a
Federación, esto es, finalmente a república, un horizonte político que el primer
liberalismo denostaba abiertamente. No olvidemos el reiterado esfuerzo por mos­
trar que la Constitución de 1812 no era una copia del modelo francés, sino la
readaptación de una tradición española que los diputados, conArgüelles al frente,
quisieron convertir en reacomodo a los nuevos tiempos de la tradición española.
Nacionalismo e historicismo vinieron así a constituir el basamento sobre el que
se gestó la primera cultura constitucional, tratando de soslayar las inevitables
influencias del iusnaturalismo europeo del siglo xvin. La revolución doceañista
se desarrolló en España al margen de las aspiraciones americanas, se pensó por
nuestros liberales como un proyecto particular en el que la soberanía, una e indi­
visible, no admitía debate. Un hecho comprensible tanto desde su planteamiento
político como, sobre todo, por las especiales circunstancia de la guerra, pero del
que se derivaron consecuencias importantes para la relación y el modelo de vín­
culo de la España peninsular con la americana.
El tránsito al nuevo orden político de los estados-nación en ambos casos fue
traumático. España, tras los sucesos de Bayona y la vergonzosa abdicación de los
derechos dinásticos de Carlos IV y Fernando VII, vio cómo se perdía el inmenso
territorio que hasta entonces dependía de la Monarquía católica. El constitucio­
nalismo se desarrolló en medio de una dura y larga guerra de la que se salió seis
años después para ver cómo toda la obra de construcción del Estado liberal era

28. El juntismo constituye un mecanismo de lucha popular asociada a la alianza entre


liberalismo radical y populismo democrático que estará presente en la política española al
menos hasta el Sexenio democrático. Véase Antonio Moliner Prada, Revolución burguesa y
movimiento ju n tero en España. La acción d e las ju n tas a través d e la correspondencia diplo­
m ática y consular fra n c esa (1808-1868), Lleida, Milenio, 1997; para la formación de las ju n ­
tas en América véase Manuel Chust (coord j, 1808. La eclosión ju n tera en el m undo hispan o,
México, FCE/Fideicomiso de las Américas/coLMEx, 2007.

19
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

liquidada por un decreto de Fernando VII de 4 de mayo de 1814. El liberalismo


español conoció el primer exilio y hubo de esperar seis años para ver restituida
transitoriamente la constitución gaditana.Tres años de vida constitucional y otros
diez de represión y exilio. A la muerte de Fernando VII hubo una larga guerra de
siete años con el carlismo, en medio de la cual España tuvo en vigor tres constitu­
ciones, 1834,1812 de nuevo y 1837, y salió de la guerra con una división interna
notable y un Estado-nación, cuyo territorio quedaba restringido a la península, las
islas de su entorno -Baleares y Canarias-, y unos restos coloniales en el Caribe
-Cuba y Puerto Rico- y las Filipinas, junto a otros enclaves marítimos. Nada que
ver con aquellos vastos territorios que desde el siglo xvi permitían afirmar con
razón que en el Imperio de Felipe II no se ponía sol. El nacimiento del México
moderno tampoco estuvo exento de graves problemas internos y externos. Unos
lo fueron de carácter financiero,29 dada la herencia recogida por la República
federal, otros de naturaleza política, en su lucha entre federales y centralistas
pero, sobre todo, lo fueron de carácter territorial. Durante algunas décadas no era
posible determinar con exactitud cual era el territorio efectivo de la federación
mexicana. Algunos estados no se incorporaron de inmediato y otros como Texas
acabaron separándose antes de que la guerra con los Estados Unidos hiciera a
México perder la mitad de su territorio.

2. DOS HISTORIOGRAFÍAS HACIA LA CONVERGENCIA

El análisis de la historia comparada en España y México no ha tenido hasta


ahora el tratamiento que cabría esperar de dos trayectorias históricas que, aun­
que muy distantes en algunos sentidos, sin embargo, se han visto unidas por
la pertenencia a la Monarquía Católica durante tres siglos. Desde entonces, por
encima de la insurgencia mexicana y del imaginario que desde entonces se sos­
tiene construido sobre lo español, resulta evidente que ambos países comparten
elementos culturales -la lengua española, el catolicismo-, y sociales -la emigra­
ción republicana desde la guerra civil- que han llevado a una relación constante
de ambas sociedades. Como ha mostrado la historiografía reciente, esas relacio­
nes no siempre estuvieron exentas de conflictos y la percepción que cada país

29. El tema de la deuda constituyó un elemento básico para la propia supervivencia del
Estado. Véase Antonia Pi-Suñer Llorens, La d eu d a española en M éxico. D iplom acia y política
en torno a un p roblem a fin an ciero, 1821-1890, México, colmex/unam, 2006. En España, la
quiebra del Antiguo Régimen y la política liberal de las primeras décadas también se llevó a
cabo en medio de una quiebra financiera del Estado. Véanse Josep Fontana, La qu iebra d e
la m on arqu ía absoluta, 1814-1820, Barcelona, Ariel, 1978; para la situación de la hacienda
española en la primera mitad del siglo xek, Francisco Comín, Las cuentas d e la h a cien d a p reli­
berai en España, (1800-1855), Madrid, Madrid, Banco de España, 1990; para la quiebra de la
Nueva España, Carlos Marichal, La ban carrota d e Nueva España, México, fce, 2000.

20
I N T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

tuvo sobre el otro estuvo muy a menudo caracterizada por la simplificación y


el conflicto. El antigachupinismo constituyó desde comienzos del siglo xix un
ingrediente claramente perceptible en amplios segmentos de la población mexi­
cana y la hispanofobia fue una constante que muy a menudo compitió con su
contraparte, la hispanofilia,30 también constante en la sociedad y cultura tras la
independencia. Esa percepción del otro permitió un conjunto de miradas cruza­
das31 que recientemente ha estimulado los estudios históricos sobre México y
España. Unas veces estos trabajos se han ocupado de fenómenos que acercan la
experiencia histórica de ambos países, como el caso de las migraciones32 sosteni­
das de España a México, de una manera preferente la que siguió la guerra civil de
1936-1939 33 Otras, de forma especial en los últimos años, han facilitado un mejor
conocimiento del otro, estimulando en primer término investigaciones cruzadas
y una primera salida de los estudios comparados.
Más allá de la prolífica bibliografía sobre el tema del exilio republicano, en los
últimos años ha sido el período de la independencia, la actividad de los diputados
novohispanos en las Cortes de Cádiz y el Trienio constitucional, y la influencia
de la cultura doceañísta en el primer constitucionalismo mexicano, los que han
ocupado un lugar preferente. Desde hace décadas la independencia generó una
historiografía nacionalista que hacía hincapié en los elementos de ruptura, que
se centraba en la génesis del nacionalismo mexicano y que, elaborada por histo­
riadores mexicanos o extranjeros, centraba su interés más en lo particular que
en los elementos compartidos por ambos países en la génesis de su modernidad.
Más reciente, en la última década, sin embargo, la historiografía ha centrado la
indagación de la génesis de la independencia y su desarrollo en un marco más
amplio de análisis de los elementos globales que han incidido en la quiebra de la

30. Tomás Pérez Vejo ha tratado ambas líneas en «La difícil herencia: hispanofobia e his­
panofilia en el proceso de construcción mexicano», en M. Suárez Cortina y Tomás Pérez Vejo
(eds.), Los cam in os d e la c iu d a d a n ía . M éxico y España en Perspectiva co m p a ra d a , Madrid,
Biblioteca Nueva / Publican, 2010 (en prensa). Para analizar la xenofobia en la cultura mexi­
cana véase Delia Salazar Anaya (coord.), X en ofobia y x en ofilia en la historia d e México. Siglos
x ix y x x . H om en aje a Moisés G on zález Navarro, México, ine/inah/dge Ediciones, 2006.
31. Angel Miquel, Jesús Nieto, Tomás Pérez Vejo (comp.), Im ágenes cruzadas. México y
España, siglos x jx y xx, Cuernavaca, uaem, 2005; de forma particular Tomás Pérez Vejo, «Bestia­
rio mexicano: el gachupín en el imaginario popular de finales del siglo xix», en Suárez Cortina
M. y Pérez Vejo, T. (2010), pp. 29-52; también el conjunto de trabajos recogidos en A. Sánchez
Andrés, T. Pérez Vejo y M. A. Landavazo (eds.), Im ágenes e im aginarios sobre España en
México, siglos x ix y x x , Morelia, 2007,
32. Clara E. Lida (comp.), Una inm igración privilegiada: com erciantes, em presarios y
profesionales españoles en M éxico en los siglos xixyxx, Madrid, Alianza, 1994.
33. La historiografía sobre el exilio es muy abundante y no tiene el componente de his­
toria comparada, pero el hecho central de haber estimulado el nacimiento de instituciones
culturales como ateneos -Ateneo Republicano- editoriales -Fondo de Cultura Económica- y
universitarias como el Colegio de México, ha facilitado el desarrollo de universos compartidos
entre ambos países e historiografías.

21
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Monarquía Católica y cómo, al igual que en el caso peninsular, México y España


como estado-nación son el resultado de esa descomposición tras la guerra contra
Napoleón. Para ello fue necesario superar el síndrome nacionalista y mirar la his­
toria contemporánea de España y México desde una escala más amplia y con una
perspectiva exenta de todo chovinismo. Una mirada que la tradición liberal espa­
ñola también había centrado en el tránsito del Antiguo Régimen al Estado liberal,
dando preferencia a los componentes peninsulares y «marginando» el horizonte
internacional y atlántico que domina la actual historiografía sobre la quiebra de
la Monarquía Católica. Esta nueva historiografía mexicana (V Guedea, A. Avila, R.
Breña, M. Merino, J. A. Serrano Ortega, M.Terán...) española (F. Colom, M. Chust, J.
Ma Portillo, I. Frasquet,...) estadounidense Q. E. Rodríguez, S. Eastman,... ) o eu­
ropea (E X. Guerra, A. Annino...) ha puesto de manifiesto que la transición de la
Monarquía Católica a los nuevos estados nacionales en las primeras décadas del
siglo xrx solo adquiere una justa comprensión cuando se estudia conjuntamente.
Junto a ellos algunos historiadores españoles afincados en México (T. Pérez Vejo,
A. Sánchez Andrés...) han contribuido a acentuar la mirada conjunta como una
manera de acercar dos universos mentales, dos culturas que han cohabitado no
siempre en plena armonía.
Estos estudios generalmente no abordan la historia mexicana y española desde
una perspectiva claramente comparativa.34 Se trata más bien de estudios de caso
o de procesos en los que el elemento común (por ejemplo, la cultura doceañista)
está presente a los dos lados del Atlántico, o temas como las relaciones interna­
cionales o las influencias culturales que se produjeron en ambas direcciones. La
experiencia comparatista sobre México y España en el siglo xrx es muy reciente,
pero se nutre de las iniciativas previas de la historiografía hispano-mexicana del
exilio, de la historiografía de las relaciones entre ambos países,35 de una tradición
de hispanoamericanismo que se desarrolló con fuerza finales del siglo xrx36 y de
investigaciones específicas sobre determinados momentos o figuras históricas.37

34. Las experiencias que más se acercan son José Varela Ortega y Luis Peña Medina,
Elecciones', altern an cia y d em ocracia. España-México, una reflexión com parativa, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2000; Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez Andrés (coords.), Expe­
riencias repu blican as y m on árqu icas en México, A mérica latin a y España. Siglos xixy xx, Mo-
relia, umsnh/iih, 2008; Jaime E. Rodríguez O. (coord.), Las nuevas naciones. España y México,
(1800-1850), Madrid, Mapfre, 2008.
35. Josefina Mac Gregor, M éxico y España: del porfiriato a la revolución, México, ineh,
1992.
36. Véanse como muestra dos trabajos: Aimer Granados, D ebates sobre España en México
a fin es del siglo xix, México, colmex/uam-x, 2005; Alfredo Rajo Serventich, Emilio Castelar en
México. Su influencia en la opinión p ú b lica m exican a a través d e El Monitor Republicano,
México, uacm, 2007.
37. Antonia Pi-Suñer Llorens, El gen eral Prim i la qüestió d e Méxic, Barcelona, 1992; Adria­
na Gutiérrez Hernández, «Juárez, las relaciones diplomáticas con España y los españoles en
México», en Estudios d e Historia M oderna y Contem poránea d e México, 34 (2007), pp. 29-63.

22
I N T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

3. DE ÁGUILAS Y TOROS

El conjunto de ensayos que se recogen aquí ha sido elaborados en los tres úl­
timos años y son el producto de trabajos presentados en diversos foros académi­
cos. No nacieron inicialmente con una vocación de libro en el sentido de formar
parte de una investigación que tuviera desde su inicio un cometido específico.
Se fueron construyendo a medida que daban respuesta a interrogantes del autor
sobre la historia de ambos países y la posibilidad de trazar marcos de compa­
ración entre dos trayectorias históricas que habían «compartido» tres siglos de
experiencia monárquica. El capítulo segundo, ü7 liberalismo revolucionario en
la crisis de la Monarquía Católica, fue presentado en el encuentro «Reforma y
Crisis de España. Las Vísperas de 1808», dirigido por Manuel Artaza en La Coruña
en julio de 2007. En él se traza un panorama del origen del liberalismo español,
de las relaciones que tuvo con la cultura ilustrada y los elementos distintivos
del doceañismo, aquella experiencia que se conforma en los años de la invasión
napoleónica y singulariza la primera fase del liberalismo español, y la que tras
la quiebra de la monarquía absoluta va a caracterizar la experiencia postrevo-
lucionaria. En ese período los constituyentes elaboraron una constitución que
buscaba la formación de una Monarquía a los dos lados del Atlántico, que hacía
del catolicismo la religión de los españoles y que frenaba la aspiración de los
diputados americanos de lograr una autonomía en el marco de una Monarquía
constitucional. En la década de los veinte del siglo xx se culminó el proceso de
la independencia americana al mismo tiempo que el primer liberalismo español
experimentaba una clara mutación, cuando los exiliados españoles vieron como
en Inglaterra y Francia se estaba imponiendo una nueva cultura liberal en la que
las categorías políticas de la ilustración -el iusnaturalismo, la revolución- fueron
gradualmente abandonados en beneficio de una lectura restrictiva de los dere­
chos políticos que llevó a la Monarquía constitucional. El nuevo orden político
seguía siendo liberal, pero los conceptos, categorías y horizontes del doceañismo
fueron sustituidos por un orden político más acorde con el ambiente burgués
que dominó la Europa de la década de los treinta.
El capítulo tercero .Libertad, Federación y República en el siglo xix, fue pre­
sentado en la mesa coordinada por Marta Bonaudo y Juan Pro sobre «Institucio­
nes y culturas políticas entre Europa yAmérica latina: experiencias y modalidades
de circulación trasatlántica (siglos xrx y xx)» en las XII Jornadas Interescuelas-
Departamentos de Historia en Bariloche en octubre de 2009. En él se aborda
la distinta manera en que México y España construyeron su régimen y sistema
político tras la quiebra de la Monarquía Católica. En primer término se hace hin­
capié en los factores que llevaron a España a constituirse como una Monarquía

23
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

constitucional, en tanto que en México se imponía una República federal que


neutralizaba los primeros momentos monárquicos tras la independencia. De otro
lado, se hace una caracterización de los ingredientes ideológicos que dominaron
la confrontación entre liberalismo y republicanismo en España y cómo esa re­
lación adquiere un sentido muy distinto del mexicano en sus primeras décadas
como país independiente. En España la revolución liberal fue el resultado de la
alianza de la nobleza y la burguesía y adoptó la Monarquía constitucional como
el régimen más adecuado para acomodarse a los modelos orleanista francés y a
la Monarquía británica. La República vino a constituirse en un proyecto que fren­
te al componente de clases medias monárquico se caracterizó por su declarada
vocación popular. En México, por su parte, la Constitución de 1824 configuró el
país como una República federal que, sin embargo, no alteró el estatuto de dos
corporaciones tan importantes como el Ejército y la Iglesia. Por último, se aborda
el distinto significado que tuvo la relación entre federalismo y liberalismo en am­
bos países.Allí donde en España liberalismo significaba Monarquía constitucional,
centralización y confesionalidad religiosa, en México, por el contrario, el libera­
lismo era la expresión de las propuestas federales que se enfrentaron durante
décadas al proyecto centralizador de un conservadurismo que muy a menudo se
asociaba directamente con monarquía e Iglesia. Un proyecto que solamente se
culminó tras la revolución de Ayutla, la Constitución de 1857, las leyes de reforma
y la derrota de la Monarquía de Maximiliano.
El capítulo cuarto, Catolicismo e identidad nacional, se presentó al encuentro
internacional «La Construcción del Estado y la Nación en España y México en la Épo­
ca contemporánea» que, bajo la dirección de Tomás Pérez Vejo y Manuel Suárez Cor­
tina, se celebró en Santander en noviembre de 2007. En el mismo se hace un recorri­
do por el papel de la Iglesia en la cristalización y desarrollo de la identidad nacional,
de cómo el catolicismo ilustró por igual la experiencia mexicana de las primeras
décadas del siglo xix y, no menos de las luchas en torno a qué catolicismo debía ser
considerado como el referente nacional. En la España del siglo xix el catolicismo se
dividió en tres grandes corrientes ante el hecho de la cristalización y desarrollo del
Estado liberal. De un lado, un sector rechazó por completo el tratamiento que las
Cortes de Cádiz dieron a la cuestión religiosa y se opuso con fuerza a cualquier sub­
ordinación potencial de la Iglesia ante el nuevo Estado. Es el caso de tradicionalistas
como el padre Vélez y el filósofo Rancio que se enfrentaron permanentemente al
modo en que quedaba redactado el artículo 12 de la constitución gaditana.
Frente a ese núcleo un amplio sector de la Iglesia, representado en las Cortes
de Cádiz por Joaquín Lorenzo Villanueva, más tarde por Jaime Balmes y a fina­
les del siglo por Marcelino Menéndez Pelayo, identificaba nación española con
catolicismo, pero lo veía perfectamente compatible con el Estado liberal, sobre
todo, una vez que éste había firmado con el Vaticano el Concordato de 1851.
Finalmente, un sector minoritario de la Iglesia y una parte del universo liberal

24
I N T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA COMPARADA

apostaban por la compatibilidad del Estado liberal con una libertad religiosa que
sin desmentir el componente social mayoritario de los católicos españoles, sin
embargo, uniera liberalismo, libertad religiosa y modernidad. Minoritario este nú­
cleo, hasta avanzado el siglo xrx, encuentra en su interior a católicos liberales, re­
publicanos humanistas, krausistas y demócratas que vieron cómo una exigencia
de su tiempo la secularización del Estado y el mantenimiento de la religión en la
esfera estrictamente individual: la libertad de conciencia, la libertad de cultos, y,
en muchos casos, la separación Iglesia/Estado fue la exigencia de estos sectores
que, políticamente, fueron minoritarios a lo largo del siglo.
El capítulo quinto recoge el texto Novela histórica, socialismo utópico y Re­
pública. Una mirada a través de Nicolás Pizarro y Wenceslao Ayguals de Izco
presentado como ponencia a la mesa «Lenguajes, prácticas y representaciones po­
líticas: una mirada comparada de las experiencias americanas y españolas (siglo
xrx-mediados del siglo xx» coordinada por Marta Bonaudo y María Sierra en el 53
Congreso Internacional de Americanistas celebrado México d f en julio de 2009-
El objetivo de este ensayo es el de confrontar la experiencia individual de dos
escritores que como autores, editores e ideólogos del republicanismo apostaron
cada uno en su país por lograr el triunfo de la República representativa. Queda
aquí de manifiesto el distinto tempo que el romanticismo y la revolución liberal
tuvieron en México y España y cómo, en cada lugar, el triunfo del liberalismo vino
acompañado de confrontaciones políticas y militares, de las diversas sensibilida­
des que acogió el ideal liberal y romántico y finalmente, cómo ambos escritores
apostaron por un reformismo político que mostraba, a su vez, los límites y sin­
gularidades de una literatura utópica al servicio de la consolidación republicana.
Una vez que republicanismo no significaba lo mismo en España que en México,
la obra de Ayguals y Pizarro constituía un referente de esa lucha por garantizar el
triunfo de sus ideales.Ambos autores lucharon por una nueva religiosidad, por la
igualdad del hombre y por reivindicar una tradición literaria que los acercó a
la cultura y novela francesa, sobre todo a través de la obra de Eugenio Sue.
El capítulo sexto, El republicanismo conservador de Emilio Castelar y Justo
Sierra, fue presentado al seminario «Cultura Liberal: México y España, 1860-1930»
celebrado en Comillas (España) en septiembre de 2009 bajo la dirección de Au­
rora Cano, Evelia Trejo y Manuel Suárez Cortina. En él se lleva acabo una com­
paración entre los republicanismos conservadores mexicano y español tras la
República Restaurada y el fracaso de la Primera República Española. Su cometido
es el de determinar las diferencias del sistema político español y mexicano, de sus
fundamentos doctrinales y de sus prácticas. Se lleva a cabo, en primer término
una caracterización de los problemas de ambos Estados para su modernización;
son contrastadas, más tarde, las constituciones republicanas mexicana de 1857 y
la española de 1873 para, finalmente, observar los modos en que en cada país se
produjo un giro conservador que ejemplifican a la perfección Justo Sierra y los

25
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

científicos, de un lado,y Emilio Castelar y el Partido Posibilista, de otro. El resulta­


do de este contraste es que tanto la restauración como el porfiriato constituyeron
dos ensayos de reajuste conservadores, que, más allá de su carácter constitucional
pueden reconocerse por su componente pragmático, por la necesidad de aplicar
modos de integración social y política basados en el clientelismo, en prácticas
electorales fraudulentas y en el establecimiento de mediaciones extralegales o
paralegales para garantizar la gobernabilidad. En México este sistema se desarro­
lló a partir de un sistema electoral indirecto y con la intervención repetida de
los delegados políticos; en España, a partir de una intervención sistemática del
ministerio de la Gobernación que neutralizó los efectos del sistema electoral, ya
fuera restringido (1878) o universal (1890).
Finalmente, el capítulo séptimo .República, Monarquía y democracia liberal
en la España de la restauración, tiene como punto de partida el texto presen­
tado al seminario hispano-italiano «Democrazia e repubblicanesimo in Spagna e
in Italia nell’età liberale», celebrado en la Universidad de la Tuscia (Viterbo, Italia)
en junio de 2008 bajo la dirección de Maurizio Ridolfi y Manuel Suàrez Cortina.
Al mismo se le ha añadido un epígrafe sobre las relaciones entre Monarquía y
democracia en la restauración que previamente había conocido una primera ver­
sión en la revista Historia y Política, 17 (2007). El cometido de este ensayo ha
sido la caracterización en el tiempo medio, 1876-1931, de las peculiaridades de
los proyectos democráticos en España entre las dos repúblicas. Se hace hincapié en
como por república se interpretan cosas muy distintas por las diversas familias de­
mocráticas. Se hace una mención explícita y razonablemente detallada al proyecto
social y político del institucionismo y al mismo tiempo se decanta esa propuesta
de aquellas corrientes que dentro de la familia monárquica apostaron por la de­
mocratización y la reforma social del sistema. Finalmente, se hace una mención
sintética al papel de los federales como una izquierda republicana que vive en los
aledaños del obrerismo militante en competencia con anarquistas y socialistas
por el control y liderazgo del mundo obrero y campesino.
El libro en su conjunto no tiene la pretensión de ser una historia comparada
de México y España en el siglo xix sino la de abrirse a la comparación a partir de
un conjunto de referentes que por su naturaleza social, política o cultural, pue­
den constituir marcadores para esa trayectoria general que, sin duda, demanda la
experiencia histórica de los dos países y a la que se dirige con paso lento pero
firme la historiografía española y mexicana.

4. AGRADECIMIENTOS

A pesar de su sencillez, este libro no hubiera sido posible sin el apoyo que
instituciones y personas me han brindado en los últimos años. Su elaboración se

26
I N T R O D U C C IÓ N : ESPAÑA, MÉXICO Y LA HISTORIA CO MPARADA

ha llevado a cabo en el seno del grupo de investigación Historia y Cultura Con­


temporánea de Europa del sur y América latina del Departamento de Historia
Moderna y Contemporánea de la Universidad de Cantabria. En los últimos años este
grupo ha desarrollado varios proyectos de investigación sobre las culturas políticas
en la España contemporánea financiados por la Dirección General de Investiga­
ción Científica yTécnica,38 así como varios seminarios en los que se han abordado
diversos temas tratados aquí. También ha disfrutado del apoyo de la red temática
Historia cultural de la política que bajo la dirección de Manuel Pérez Ledesma tra­
ta de fortalecer el estudio de las culturas políticas en España y América Latina y en
el seno de la cual se desarrollaron mis participaciones en el 53 Congreso Interna­
cional de Americanistas (México d f, junio 2009) y en las XI Jornadas Interescuelas-
Departamentos de Historia en Bariloche (Argentina) en octubre de 2009.
Para la redacción de este libro fueron imprescindibles junto a estos encuen­
tros otros dos. El primero remite a las jornadas que en noviembre de 2007 con­
gregó a un conjunto de historiadores españoles ( J. P. Fusi, Juan Pro, Juan Pan-
Montojo, Ángeles Barrio, Manuel Chust, Ivana Frasquet, José María Portillo y An­
drés de Blas, Tomás Pérez Vejo, X. M. Núñez Seixas, y Manuel Suárez Cortina),
mexicanos (Alfredo Ávila, Erika Pañi, Ricardo Pérez Montfort), italianos (Antonio
Annino), argentinos (Pablo Yankelevich) y estadounidenses (Brian Connaughton)
sobre la construcción del Estado y la nación en España y México, resultado, a su
vez, de un Convenio de colaboración entre la Universidad de Cantabria y el Ins­
tituto Nacional de Antropología e Historia (in a h ) mexicano.39 El segundo remite
a los dos seminarios interdisciplinares de Estudios Comparados que el grupo de
investigación Historia y Cultura Contemporánea de Europa del sur y Améri­
ca Latina tuvo con miembros del Instituto de Investigaciones Históricas y del
Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la unam, primero en México d f en
junio de 2008 y más tarde, en Comillas (España) en septiembre de 2009. Los
debates que allí se produjeron permitieron un mayor avance en la perspectiva
comparada e interdisciplinar. La participación de EveliaTrejo,Álvaro Matute José
Enrique Covarrubias, Silvestre Villegas Revueltas, Felipe Ávila por el Instituto de
Estudios Históricos (iih), de Aurora Cano, Vicente Quirarte, Valeria Cortés, Pablo
Mora Pérez Tejada, Miguel Ángel Castro y Lilia Vieyra, por el instituto de Estudios
Bibliográficos (iiB ),y de Ángeles Barrio,Aurora Garrido, Rocío García, Fidel Gómez

3 8 . Esos proyectos, todos bajo la dirección de Manuel Suárez Cortina, son: Las culturas
políticas en España, 1840-1923, (re f b h a 2 0 0 2 -0 2 3 5 4 ), Las culturas políticas en España 1900-
1975 (re f h u m 2 0 0 6 -0 2 7 4 9 ) y La cultura política d el fed eralism o español en la Restauración,
1875-1931 (re f a h r 2 0 0 9 -0 7 7 3 7 ) (Subprogramahis). Igualmente la red temática Historia cultu­
ral d e la política ref a h r 2 0 0 8 -0 1 4 5 3 -E , dirigida por Manuel Pérez Ledesma, que agrupa inves­
tigadores de las universidades Autónoma de Madrid, Zaragoza, Valencia, Cantabria, Sevilla,
Huelva, Alicante, La Laguna y Rosario (Argentina).
39. M. Suarez Cortina y T. Pérez Vejo (eds.), Los cam in os d e la ciu d a d a n ía. M éxico y Es­
p a ñ a en perspectiva com p arad a, Madrid/Santander, Biblioteca Nueva/puBLiCAN, 2 0 1 0 .

27
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Ochoa Jorge de Hoyos, Cecilia Gutiérrez Lázaro, María Jesús González Hernández,
José María Aguilera y Gonzalo Capellán de Miguel de la Universidad de Cantabria,
me ha facilitado un conocimiento mucho más detallado de las vicisitudes que
México y España han tenido para ofrecer una mirada comparada exenta de per­
cepciones etnocéntricas.40Tampoco son ajenos a esta meta las conversaciones y
comentarios que he tenido con Ricardo Pérez Montfort y Jesús Gómez Serrano
a lo largo de estos dos últimos años en Santander y Aguascalientes. La versión
definitiva de este texto ha contado con la lectura de Manuel Chust, Gonzalo Cape­
llán de Miguel, Ángeles Barrio, Ivana Frasquet,Tomás Pérez Vejo y Ricardo Pérez
Montfort. A todos les agradezco sus observaciones. Naturalmente, los errores o
limitaciones del libro solamente son atribuibles en exclusiva al autor.
La actividad académica no puede tener solamente como marco de referencia
la investigación y la lectura de libros, capítulos y artículos de revista. Resulta im­
prescindible un ambiente de trabajo agradable. Este ha sido posible en el seno
del grupo de investigación Historia y Cultura Contemporánea de Europa del
sur y América Latina que desde hace una década ha dado prioridad al estudio
de las culturas políticas y de la opinión pública en la España liberal y que en es­
tos últimos años se ha dedicado con ilusión a la tarea de una historia comparada
con América Latina de la que cabe esperar muchos resultados. A unos y otros mi
gratitud.

40. A. Cano Andaluz, M. Suárez Cortina y E. Trejo Estrada (eds.), Cultura liberal M éxico y
España, 1860-1930, Santander, publican/un am, 2010.

28
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA CATÓLICA

La historia del liberalismo español ha conocido en los últimos años una in­
tensa renovación que ha procedido tanto de la historia del pensamiento, como
la de las ideas, la de los conceptos y la historia contemporánea en general.1 El
resultado de esta nueva historiografía, a la que no estuvo ajena la historia de la
economía2y de las instituciones,3ha sido una mirada renovada sobre los orígenes
del liberalismo en España. Una mejor conceptualización,4 un mayor detenimiento

1. Entre esa abundante producción historiográfica aquí vamos resaltar algunos títulos:
Ricardo Robledo, Irene Castells, María Cruz Romeo (eds.), Orígenes del liberalismo. Univer­
sidad, política, econom ía, Universidad de Salamanca / Junta de Castilla y León, 2 0 0 3 ; Emilio
La Parra López y Germán Ramírez Aledón (ed sj, El p rim er liberalismo: España y Europa.
Una perspectiva com parada, Foro de debate Valencia 25 a TI de octubre de 2 0 0 1 , Valencia,
Generalitat Valenciana, 2 0 0 3 ; Roberto Breña, El p rim er liberalism o español y los proyectos de
em an cipación d e América. Una revisión historiográfica d el liberalism o hispánico, México, El
Colegio de México, 2 0 0 6 .
2. Véase el conjunto de trabajos recogidos en Enrique Fuentes Quintana (ed.)7 Econom ía
y econom istas españoles, Vol. 4 . La econ om ía clásica, Barcelona, Funcas/Galaxia Gutemberg/
Círculo de Lectores, 1 9 9 9 .
3. J. Várela Suanzes-Carpegna, La teoría del Estado en los orígenes d el constitucionalism o
hispánico. (Las Cortes d e Cádiz), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 19 8 3 .
4 . No entramos aquí en los debates que dominaron la historiografía de los setenta y
ochenta sobre la naturaleza burguesa o no del proceso revolucionario. Remitimos a José Álva-
rez Junco, «A vueltas con la revolución burguesa», en Z ona Abierta, 3 6 /3 7 (1 9 8 5 ) , pp. 8 1 -1 0 6 ;
I. Castells, «La rivoluzione liberale spagnola nel reccente dibattito storiografico» Studi Storici,
año 3 6 ( 1 9 9 5 ) 1, pp. 1 2 7 -1 6 2 ; Pedro Ruiz Torres, «Del Antiguo al Nuevo Régimen: carácter
de la transformación», en w a a Antiguo Régimen y liberalismo. (H om enaje a Miguel Arto la.)
Vol. 1. Visiones generales, Madrid, Alianza/uAM, 1 9 9 4 , pp. 1 5 9 -1 9 2 ; Raquel Sánchez García, «La
revolución liberal en España: estado de la cuestión», en Diego Caro García (ed.), El prim er

29
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

en autores antes poco conocidos, una mirada interdisciplinar y comparativa con


otros referentes exteriores ha facilitado la caracterización del liberalismo español
en el marco de la Europa de su tiempo y de manera especial, en relación a la
tradición, pensamiento y realidades nacionales, sin las cuales resulta más difícil
categorizar los marcos de interpretación de un fenómeno político e ideológico
que se presenta con caracteres generales en la historia occidental, pero que re­
clama la atención a los marcos nacionales y regionales para su justa comprensión
y explicación.
Dada su riqueza semántica5 y la pluralidad de registros a que hace referencia
el término liberalismo, no viene de más señalar que aquí se va a prestar atención
a aquella experiencia del primer liberalismo español, al conjunto de planteamien­
tos que en el marco de la guerra contra Napoleón, primero, y en el desarrollo de
las Cortes de Cádiz, poco después, fueron constituyendo un conjunto de ideas
y de experiencias que pueden ser perfectamente contrastadas, de un lado, con
la realidad político ideológica de la fase final de la Monarquía hispánica, cató­
lica y absoluta, pero también con el ulterior desarrollo de un liberalismo que
podríamos caracterizar como postrevolucionario. Este liberalismo primigenio ha
conocido diversas caracterizaciones, unas veces bajo la denominación de prim er
liberalismo, haciendo hincapié en los primeros momentos de su génesis y desa­
rrollo en las Cortes de Cádiz, entre 1808 y 1814, otras se nos ha mostrado con
su mayor amplitud al referirse a aquella malla de principios y realidades políticas
que acompañaron la Constitución de 1812 desde la convocatoria de las Cortes
hasta su definitiva marginación en la década de los treinta. Esta mirada que gené­
ricamente se ha denominado liberalismo o cultura doceañista ha sido la más
extendida y ha ocupado por igual a historiadores de la época contemporánea, a
constitucionalistas o a historiadores de las ideas y del pensamiento. La elección
de liberalismo revolucionario como marco de explicación de este primer libe­
ralismo se asienta sobre la idea de que es en tiempos de la revolución cuando
se configuraron los caracteres específicos de un liberalismo que más tarde se
reformula en la dirección de ajustar mejor la relación entre las ideas liberales, los
intereses sociales con el sistema político y el régimen representativo.
El liberalismo revolucionario sería así aquella experiencia del primer libera­
lismo en el que se rompe con el antiguo orden (sociedad, instituciones e ideas)
pero también cuando es perfectamente distinguible de su ulterior evolución tras
el triunfo de la revolución.6 Esa separación y «confrontación» entre los liberalis­

liberalism o en A ndalucía (1868-1868). Política, econ om ía y sociabilidad, Cádiz, Universidad


de Cádiz, 2005, pp. 11-62.
5. Véase, en este sentido, Juan Francisco Fuentes y Javier Fernández Sebastián, «Liberalis­
mo», en D iccionario Político y Social d el siglo xix, Madrid, Alianza, 2002, pp. 413-428.
ó. Así se percibe con claridad en Isabel Burdiel y María Cruz Romeo, «Viejo y nuevo
liberalismo en el proceso revolucionario, 1808-1844», en P, Preston e I. Saz, (eds.), De la

30
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

mos revolucionario y postrevolucionario viene demandada por la propia natu­


raleza de las ideas que fueron dominantes en uno y otro, pero también porque
los dos caracterizan etapas históricas muy diferentes de la historia de nuestro
liberalismo. Cuando en 1837 el diputado liberal Vicente Sancho resaltaba los
componentes negativos del texto de 1812 no estaba sino mostrando la nece­
sidad de cambiar una constitución que respondía a los principios, necesidades
políticas, circunstancias históricas y caracteres doctrinales del tránsito del siglo
xvm al xix,;esto es, a un momento de guerra y revolución, no a una época decla­
radamente postrevolucionaria.Tras la muerte de Fernando VII, y en plena guerra
carlista, ni los moderados ni los progresistas se identificaban con aquella carta, lo
que es muy indicativo de los horizontes que se vislumbran en un nuevo liberalis­
mo que matizaba ideas y principios sustentados décadas antes.
Una primera aproximación a los rasgos característicos de esta primera ma­
nifestación liberal remite a sus componentes revolucionarios, a la dependencia
interna y externa de una fase determinada de la historia de España, a su vínculo
con la experiencia francesa y a los elementos que nuestros primeros liberales
desarrollaron en el terreno constitucional, en el religioso y en el no menos re­
presentativo de su carácter hispánico, en su extensión por las nuevas repúbli­
cas hispanoamericanas en el momento de su independencia.7 Hay un acuerdo
generalizado en la historiografía en resaltar el carácter dual -tradicional y mo­
derno- de la primera experiencia liberal, en la afirmación de que el liberalismo
se correspondía con tradiciones españolas antiguas y en menor medida con el
impacto de la ilustración europea y la revolución francesa. «Nada ofrece la Comi­
sión en su proyecto- ha escrito Argüelles en un conocido texto- que no se halle
consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la
legislación española...».8Aunque está bien documentado que el influjo europeo
fue enorme, no es menos cierto que la experiencia española se ubica en el mar­
co de una tradición que los primeros liberales trataron de compatibilizar con su
propia historia. El componente comunitario e historicista, el peso de la religión
católica, la elaboración de unos planteamientos que rechazan la declaración de

revolución liberal a la d em ocracia p arlam en taria. Valencia, 1808-1875, Valencia/Madrid,


Biblioteca Nueva / Universidad de Valencia, 2001, pp. 75-91 -
7. A ello han prestado atención varios historiadores. Véase Manuel Chust (coord.), Do-
ceañismos, constituciones e independencias: la constitución d e 1 8 1 2 y América, Madrid, Fun­
dación Mapfre / Instituto de Cultura, 2007; Manuel Ferrer Muñoz, Juan R. Luna Carrasco,
Presencia de las doctrinas constitucionales extranjeras en el p rim er liberalism o m exicano,
México, unam, 1996; aAw La constitución d e C ádiz y su influencia en América. (175 años,
1808-1981), México, Capel, 1987.
8. Agustín de Argüelles, Discurso p relim in ar leído en las Cortes a l p resen tar la Comisión
d e Constitución el proyecto de ella, Madrid, cec, 1989, p. 67. Aunque se conoce que el estudio
preliminar fue también obra del diputado José de Espiga, genéricamente se reconoce a Argüe­
lles la autoría personalizada del mismo. Véase el estudio preliminar de Luís Sánchez Agesta,
pp. 9-63.

31
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

derechos fueron ingredientes específicos de un liberalismo que a pesar de su


carácter revolucionario no quiso romper con su propia tradición. Esa «revolución
de nación» a que hace referencia José María Portillo9 se presenta así como un uni­
verso complejo, cargado de elementos contradictorios que muestran la singular
experiencia de una doctrina e instituciones liberales que resultan comprensibles
solamente en el marco de la experiencia histórica concreta que vivió España a
comienzos del siglo xix.
Los modos de aproximación al liberalismo revolucionario son múltiples.Aquí
se hace una referencia breve a sus elementos distintivos respecto de su evolución
posterior, de aquellos planteamientos que tras la muerte de Fernando VII van a ir
configurando una cultura política que es a un tiempo continuación de la anterior,
pero que se separa de ella de una manera clara en sus aspectos culturales, políti­
cos y constitucionales. De otro lado, resulta oportuno resaltar cómo ese primer
liberalismo acomodó la experiencia histórica, los principios, ideas y tradiciones
de la España ilustrada a la nueva realidad que sigue el levantamiento contra las
tropas napoleónicas. Guerra, revolución, constitucionalismo y soberanía nacio­
nal establecen marcos de ruptura en un ambiente intelectual y político marcado
tanto por la herencia ilustrada como por el despotismo que siguió la muerte de
Carlos III. En este sentido resulta ilustrativo de los límites y posibilidades que la
España de finales del siglo xvrn ofrecía a la revolución y a su elaboración doctri­
nal la transformación que se produjo en la semántica de términos como Esta­
do, pueblo y nación, cambios que en último extremo reflejan las mutaciones
conceptuales que hicieron posible finalmente una lectura liberal en las Cortes
de Cádiz.10 El liberalismo revolucionario se presenta como una realidad híbrida,
donde elementos tradicionales y modernos cohabitan constituyendo una cultura
política revolucionaria donde se pueden encontrar ingredientes de la tradición
española más reconocible -la intolerancia religiosa- con otros provenientes de la
cultura desarrollada en Francia durante la revolución. Fue en ese territorio mental
cuando fue posible acomodar los planteamientos de la neoescolástica a la defen­
sa de la soberanía nacional como había hecho Joaquín Lorenzo Villanueva. O en
otro sentido, una reelaboración de las teorías del pacto social fundada sobre los
orígenes de las sociedades para adaptar a la nación católica la idea republicana

9. José María Portillo Valdés, Revolución d e nación: orígenes d e la cultura constitucional


en España, 1780-1812, Madrid, boe, 2000.
10. Véase Javier Fernández Sebastián, «El momento de la nación. Monarquía, Estado y
nación en el lenguaje político del tránsito de los siglos xvni y xix», en Antonio Morales Moya
(coord.), 1802. España entre dos siglos. M onarquía, Estado, N ación , Madrid, Sociedad Estatal
de Conmemoraciones Culturales, 2003. Véase también Jean Rene Aymes, «La literatura liberal
en la guerra de la Independencia: fluctuaciones y divergencias ideológico-semánticas en el
empleo de los vocablos ‘pueblo’, ‘patria' y ‘nación’», en Alberto Ramos Santana (ed.), La ilu­
sión constitucional: pueblo, patria, nación. D e la Ilustración a l Romanticismo. Cádiz, Améri­
ca y Europa an te la m odernidad, 1750-1850, Cádiz, Universidad, 2004, pp. 13-41.

32
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

de una soberanía social. Nos lo recuerda Muñoz Torrero en su defensa del artículo
tres de la Constitución gaditana.

No hemos hablado una palabra del origen de las sociedades civiles, ni de las
hipótesis inventadas en la materia por los filósofos antiguos y modernos; solo
hemos tratado de restablecer las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía,
y declarar que la nación tiene derecho para renovarlas y hacerlas observar to­
mando al mismo tiempo aquellas oportunas providencias y precauciones que
aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento para que
no volvamos a caer en los pasados desordenes.11

El liberalismo doceañista trataba, pues, de conjugar la tradición nacional con


los nuevos horizontes que le ofrecía la ilustración europea y el pensamiento re­
volucionario. La combinación de ese influjo externo y la pretensión de acomo­
darlo a la realidad hispana es lo que ha conformado un liberalismo que ha sido
revolucionario, ha impuesto la quiebra del absolutismo, la soberanía nacional y la
división de poderes, pero también se ha caracterizado por la ya señalada intransi­
gencia religiosa y la ausencia de una declaración de derechos. Así ha producido
una ruptura abierta con el viejo orden social y jurídico del Antiguo Régimen. Un
liberalismo que se ha construido a partir de un conjunto de dicotomías que re­
presentaban una fractura con el orden precedente: (sociedad/individuo; orden/
libertad; libertad/igualdad; esfera pública/esfera privada) que en su propia confor­
mación van a ir decantando el propio liberalismo hacia territorios de delimitación
entre sus sectores más radicales y aquéllos otros que apostaban por propuestas
liberales en declarada transacción con los intereses económicos y políticos de
los sectores sociales dominantes. La revolución se presenta, pues, cargada de ten­
siones no sólo entre liberales y absolutistas, sino también respecto de aquellos
sectores ilustrados que apostaron por asociarse al proyecto josefino y aunque en
menor grado, también entre las diversas corrientes que se fueron configurando
entre 1810 y 1830 en el interior del propio liberalismo.

I. LIBERALISMO E HISTORIA NACIONAL

En esta compleja situación de construir un nuevo orden político y constitucio­


nal, en plena guerra antinapoleónica, con unos patriotas escindidos en liberales
y absolutistas ¿Qué tomaron los liberales de la historia española^ ¿Cuáles fueron

11. Diego Muñoz Torrero, dscge, 29-VIII-1811, n° 331, p. 1725. Citado por Jean-Baptiste
Bussali, «Les deux faces de la constitution historique de la Monarchie espagnole pendant
la révolution liberale», en Bulletin d ’H istoire C ontem poraine d e l ’E spagne, 37-42, juin 2004-
dècembre 2006, p. 156.

33
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

sus vínculos con el pensamiento ilustrado europeo? ¿Cómo acogieron las nuevas
ideas desarrolladas en la España del siglo x v i i i y cómo vencieron las resistencias
de un tradicionalismo extremadamente activo? ¿La separación en el liberalismo
revolucionario entre un liberalismo más radical y uno más templado respondió a
una evolución normal tras el fin de la guerra o provino de fracturas derivadas de
intereses sociales contrapuestos o culturas políticas y constitucionales crecien­
temente diferenciadas? Es por estas interrogaciones que parece necesario hacer
referencia a los distintos elementos que componen la cultura política del libera­
lismo revolucionario español. Su cercanía o dependencia de las ideas ilustradas
europeas y nacionales, el alcance de la tradición histórica que tanto Martínez Ma­
rina como Lorenzo Villanueva sostuvieron en repetidos escritos, pero no menos
con el modelo constitucional francés de 1791 que denunciaron el Padre Vélez y
los defensores del absolutismo.
Los trabajos de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 establecen, pues,
un doble referente, con la tradición española, de un lado, pero, sobre todo, con
los principios y cultura política del liberalismo revolucionario de finales del siglo
xviii. Un híbrido entre iusnaturalismo racionalista e historicismo que encuentra su
razón de ser en las especiales circunstancias que rodearon los trabajos constitu­
cionales y la pretensión de los constituyentes de no ser imputados de copiar los
planteamientos doctrinales de la invasora Francia. Por otro lado, los constituyen­
tes debían neutralizar los trabajos desarrollados por la carta de Bayona12 otorgada
por José Bonaparte que había logrado el apoyo de los «afrancesados» y que repre­
sentaba una primera ruptura con el Antiguo Régimen. No fueron pocos los que
consideraron con Joaquín Lorenzo Villanueva que era necesario buscar un nuevo
marco de legitimidad al trabajo de las Cortes, ya que la constitución de Bayona
ofrecía a los reformistas una alternativa al viejo orden, al establecer un programa
de abolición de los viejos privilegios aristocráticos y de garantías para la libertad
y seguridad de los individuos, y aunque mantenía la división social por estamen­
tos ofrecía una imagen de ruptura con el pasado al presentar la Carta como fruto
de un pacto de nuevo cuño entre el monarca y la nación.
El rechazo de esa legitimidad ofrecida por un rey extranjero reclamaba la re­
cuperación de una tradición histórica de la monarquía española y de sus reyes
legítimos con el objetivo de fortalecer una continuidad histórica que se opusiera a
los argumentos de los afrancesados y los condenara no ya como innovadores, sino
como destructores de la autonomía histórica de la nación española. De este modo,
la revolución tomaba formas propias evitando parecer una copia de modelos ex­
tranjeros. Los principios sostenidos por los constituyentes fueron así presentados
como expresión de una herencia histórica que facilitó su formulación en términos

12. Ignacio Fernández Sarasola, La Constitución d e B ayona, (1808), Madrid, Iustel,


2007.

34
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

de un historicismo de corte nacionalista. En sus trabajos se trataba de matizar el


iusnaturalismo y el contractualismo ilustrados con las enseñanzas de Montesquieu
sobre las peculiaridades históricas de cada pueblo. La búsqueda de una tradición
histórica nacional se convirtió de este modo en un cometido central en el naci­
miento de un nuevo orden político.
En esa tarea sobresalieron Joaquín Lorenzo Villanueva, Martínez Marina y el
mismo Jovellanos. Martínez Marina en su Ensayo Histórico sobre al antigua
legislación y principales cuerpos legales de León y Castilla (1808) primero, y
en la Teoría de las Cortes (1813), más tarde, hizo un gran esfuerzo por mostrar
que desde la época visigoda la Monarquía española había respetado el Gobierno
basado en el pacto entre el rey y el pueblo en el que el rey ejecutaba unas leyes
que el pueblo consentía. Pero el cometido de Martínez Marina no era el de res­
taurar un orden viejo, sino el de dotar a las nuevas instituciones de instrumentos
propios asentados en la tradición nacional, de modo que dieran consistencia y
estabilidad al nuevo orden que se estaba creando: la Monarquía constitucional.
Martínez Marina no sólo despliega vina gran erudición, sino que sin renunciar
a la razón ilustrada ni a los derechos naturales, de ámbito universal, propone
unas relaciones entre presente y pasado de alto alcance político, ya que asienta
el orden futuro sobre una base sólida de la tradición sin por ello proponer una
restauración del viejo orden, sino una nueva fundamentación histórica y política
de las instituciones del momento. Sobresale que este objetivo lo desarrolla en el
marco de los valores e ideas de la Ilustración ya que la recuperación de las Cortes
Medievales no se vale por sí misma sino que su fundamento último estaría en los
derechos naturales y en esa necesidad de pacto que sitúa en el mismo Génesis.
En este análisis Martínez Marina sitúa la Monarquía visigoda como la restau­
radora de la libertad española perdida durante la ocupación romana y creadora
de un Gobierno monárquico, templado, mixto de aristocracia y democracia. Un
Gobierno que alcanza su esplendor a partir de los siglos xi y xii con las Cortes me­
dievales y que se fue pervirtiendo tras la llegada de los Austrias y el desarrollo de
la Monarquía Absoluta. Las Cortes de Cádiz vendrían, de este modo, a representar
una cierta restauración de una tradición en la que el pueblo español aseguraba
sus imprescriptibles derechos y establecía el tipo de gobierno que consideraba
más adecuado.

Los españoles -se resaltaba en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812-


fueron en tiempos de los godos una nación libre e independiente, formando
un mismo y único imperio; los españoles, después de la restauración, aunque
fueron también libres, estuvieron divididos en diferentes estados en que fueron

35
EL ÁGUILA V EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

más o menos independientes, según las circunstancias en que se hallaron al


constituirse reinos separados.13

Pero la Comisión no formuló este historicismo en los términos de fusión en­


tre tradición, como pedagogía, e innovación, como exigencia de la razón, como
exponía Martínez Marina. El Discurso preliminar sólo reconoce como nuevo el
método con que ha distribuido las materias, pero no el contenido que remite a las
leyes fundamentales de Aragón, Navarra y Castilla. Así se observa sin problemas
que la permanente referencia al Fuero Juzgo, las Partidas, Fuero Viejo, Fuero Real,
Ordenamiento de Alcalá, Ordenamiento Real y Nueva Recopilación no impide
la plena formulación de la soberanía nacional, la representación en Cortes no
corporativas, el reconocimiento de las libertades individuales o la división de
poderes y la limitación del poder real. Un diseño que resultaba abiertamente
rupturista en sus caracteres generales por más que se presentaba legitimado en
la historia nacional.14
No resulta difícil reconocer que los primeros pasos de la Constitución mostra­
ron una cierta confusión entre sus componentes tradicionales y renovadores. Esa
confusión resulta perfectamente comprensible si consideramos que sus fuentes
doctrinales combinaron corrientes de pensamiento tan distintas como la esco­
lástica (Santo Tomás), el iusnaturalismo germánico (Pufendorf...) o los fisiócra­
tas. Encontramos ese historicismo tanto entre los absolutistas como los liberales,
pero allí donde los primeros trataban de utilizar el historicismo nacionalista para
frenar la revolución; los liberales, por el contrario, trataban de asentar ésta sobre
una tradición nacional que equilibrara el evidente influjo del pensamiento ilustra­
do europeo. Joaquín Varela ha resaltado cómo el historicismo de los realistas se
ubicaba en unas coordenadas de abierta inspiración jovellanista, mientras que el
de los liberales se acercaba a los planteamientos desarrollados por Martínez Ma­
rina, sin confundirse del todo con él. En este sentido los primeros identificaban
la historia con la tradición a la que atribuían una misión normativa, sustrayendo
de la crítica racional la «esencia» de lo que interpretaron como tradición única de
España. En esta lectura historicista apostaron por una decantanción abierta por la
tradición, y entre lo histórico y lo racional siempre apostaron por lo histórico.
El historicismo liberal utilizaba la historia de un modo distinto pues su come­
tido no era restaurador, sino dar legitimidad histórica a las nuevas instituciones.
Como Martínez Marina, los liberales concebían la historia como una realidad di­
námica, como un proceso que debía discernirse con ayuda de la razón. Era el suyo
un historicismo de base racionalista que ubicaba el liberalismo en la historia de

Discurso p relim in ar, op. cit., p. 7 6 .


13.
María Luisa Sánchez Mejía, «Tradición histórica e innovación política en el primer libe­
14.
ralismo español», en Revista d e Estudios Políticos, Nueva É poca, ( 1 9 9 7 ) n° 9 7 , pp. 2 7 7 -2 8 9 .

36
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

España, con el cometido fundamental de establecer un nexo entre pasado nacio­


nal y las nuevas instituciones revolucionarias. Realistas y liberales se apoyaron por
igual en el historicismo nacionalista, pero lo utilizaron de un modo muy distinto.
Ambos interpretaron que la Nación española no estaba realmente constituyéndo­
se y que, por tanto, no era misión de las Cortes elaborar una nueva Constitución.
Pero la identidad terminaba ahí. Los realistas entendían que la nación española
estaba ya constituida, que sus leyes fundamentales estaban en vigor y que sólo
era preciso fijarlas y mejorarlas para evitar abusos por parte del monarca y de sus
ministros. Anclado en una tradición escolástica este historicismo realista, cargado
de componentes preliberales, conducía a la negación de la existencia del poder cons­
tituyente. Los liberales, por su parte, resaltaron que el que no hubiese que constituir
la Nación no implicaba que estuviese ésta realmente constituía. Había que cons­
tituirla y para ello era necesario que el Proyecto de Constitución se acomodara
a las leyes fundamentales vulneradas y en desuso tras tres siglos de despotismo.
Los liberales aceptaban el restablecimiento de las leyes fundamentales, pero no
su simple mejora como señalaban los realistas, ya que aquéllos aceptaban una
supuesta, y a todas luces falsa, continuidad jurídico-material entre esas leyes y el
proyecto de Constitución, pero negaban cualquier vínculo jurídico-formal entre
ambos. Esa distinción entre lo jurídico material y lo jurídico-formal resultaba de­
terminante pues aceptar el nexo jurado-formal al reconocimiento de que las leyes
fundamentales y el pacto que éstas formalizaban era el fundamento y el límite de
la soberanía nacional. De ahí que los liberales concluyeron que desde un punto
de vista adjetivo o jurídico-formal la Constitución de 1812 era nueva, era otra, al
ser el fruto del ilimitado poder constituyente de la nación.
El restablecimiento de las leyes fundamentales no representaba una obliga­
ción ineludible, sino una especie de límite moral a los poderes de las Cortes,
sin un límite jurídico. Obligaba moralmente una vez que había una voluntad
de vincular la nueva Constitución con las antiguas leyes, pero no limitaba ne­
cesariamente la capacidad de legislar, ya que como mostraba el artículo tres de
la Constitución esas leyes fundamentales podían ser reformadas si se estimaba
conveniente. Se trataba, en todo caso, de restablecer su «espíritu», no las leyes
como tales. Los liberales consideraron que la «recuperación» de esas leyes fun­
damentales no podía limitar la soberanía nacional que proclamaba la Constitu­
ción. Una posición semejante pero en modo alguno idéntica a la establecida por
Martínez Marina en su historicismo medievalizante.15

15. Joaquín Várela Suanzes-Capegna, «La Constitución de Cádiz y el liberalismo español


del siglo XIX», recogido en Política y Constitución en España (1808-1978), Madrid, cepc, 2007
(1987).

37
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

2. ILUSTRACIÓN Y LIBERALISMO

La relación que en la historia de España han tenido la Ilustración y el Liberalis­


mo constituye un capítulo específico de la historiografía reciente sobre la revo­
lución que siguió la convocatoria de Cortes de 1810. Ese análisis parte del hecho
de determinar el verdadero alcance que presenta la Ilustración en España. Existe
un acuerdo mayoritario en determinar que España conoció su propia experiencia
ilustrada, pero que lo singular de su existencia deriva del hecho de no romper de
una manera clara con la tradición española, de no conformar una base sólida para
la revolución, como en Francia, ni en una explosión cultural como en Alemania.16
Con todo, esa exigüidad de la experiencia ilustrada española17 reclama una mira­
da conjunta que permita determinar en los fundamentos filosóficos, en el pensa­
miento político y en la experiencia histórica concreta, cómo ilustrados y liberales
protagonizaron la eclosión y desarrollo del liberalismo revolucionario en las pri­
meras décadas del siglo xix. Hay acuerdo en señalar que la ideología ilustrada es
evidentemente moderada, a lo sumo reformista, pero en ningún caso revolucio­
naria. Conviene, sin embargo, resaltar que entre los ilustrados y los liberales había
un común denominador: la crítica a la Iglesia y a algunas de sus instituciones, en
especial la Inquisición. La crítica ilustrada a la Iglesia, a la Inquisición y a la con­
cepción formalista que domina el catolicismo español ha sido bien estudiada por
Paula de Demerson, G. Demerson,18Joel Saugnieuxjosé Caso González,19A. Mes-
tre20 y otros mostrando cómo un territorio del pensamiento ilustrado, y con él de
los jansenistas españoles, era el de reformar la Iglesia, acabar con la Inquisición y
modificar los modos de concebir y experimentar el hecho religioso.
Ese ideal de reforma religiosa se complementaba con la sistemática defensa
del racionalismo y de un reformismo económico y social que encontraba su eje

1ó. Una exposición de estas diferencias con Francia y Alemania en Reyes Mate y Friech
Niewóhner (coords.), La ilustración en E spaña y Alem ania, Barcelona, Anthropos, 1989. Una
síntesis de la ideas de la ilustración española en Antonio Morales Moya, «La ideología de la
Ilustración española», en Revista d e Estudios Políticos, 59 (1988), pp. 65-105.
17. Las limitaciones de las ideas ilustradas en España han sido resaltadas también en los
estudios recientes sobre la penetración y desarrollo del Derecho Natural «Dicho con otras
palabras, -ha escrito Rus Rufino- la ilustración no se puede decir que influyera en España
hasta mediados del siglo xvm, y esto de una manera muy controlada y selectiva, tanto en los
contenidos y en las personas,» Salvador Rus Rufino, «Evolución de la noción de Derecho Na­
tural en la ilustración española», C uadernos D ieciochescos, 2 (2001), p. 235.
18. G. Demerson, D. Ju a n M elendez Valdesy su tiempo, Madrid, 1971.
19. José Caso González, «La crítica ilustrada de El Censor y el grupo ilustrado de la Conde­
sa de Montijo», en La ilustración en España y A lem ania, op. cit., pp. 175-188.
20. Antonio Mestre, Despotismo e ilustración, Barcelona, Ariel, 1976; «La ilustración católi­
ca en España» en Liberalism e chretien et catholicism e liberal en Espagne, Frunce et Italia sans
la P rem iere Moitie du XlXé Siecle, Université de Provence, 1989, pp. 3-19.

38
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

en su propia concepción de la idea de progreso. Richard Herr,21 Jean Sarrailh22 y


Antonio Elorza,23Antonio Morales,24Alberto Gil Novales, Martínez Sospedra y Gé-
rard Dufour, entre otros, han resaltado los componentes de continuidad y ruptura
que hay entre el pensamiento ilustrado y el liberal. Resulta evidente que unos y
otros trataban de reformar el estado de cosas que había en la España de la segunda
mitad del siglo xviii y que, como ha expresado Lluis Roura,25 en el caso español no
siempre se puede establecer una separación clara entre Ilustración y Liberalismo.
Una lectura reduccionista de esta perspectiva podría hacer pensar que el liberalis­
mo constituyó una continuación y fue una etapa final del pensamiento ilustrado.
Los mismos diputados de Cádiz hicieron hincapié en los nexos que presentaba su
programa con las ideas ilustradas yArgüelles consideraba la Constitución como
un instrumento adecuado para su perfeccionamiento. Todo apuntaba según el
discurso moderado que se imponía para presentar el nuevo orden constitucional,
que se trataba de una evolución natural, derivada de los acontecimientos excep­
cionales en que desarrollaba el debate parlamentario (ocupación militar, guerra,
ausencia del monarca). No obstante, aunque se encuentren en el Liberalismo gran
parte de los componentes ideológicos que presiden la ilustración, hasta el extre­
mo de observar un solapamiento con su expresión más tardía, en modo alguno se
puede confundir el pensamiento ilustrado con el del Liberalismo. Compartieron
ambos la crítica al adversario común, el conservadurismo asociado a la jerarquía
eclesiástica y a la Inquisición, como se observa en la obra de Aranda y Llórente,
pero el rechazo al Santo Oficio no representaba hostilidad a la Iglesia y menos
aún a la religión católica. La intolerancia en cuestiones religiosas, como después
se verá más en detalle, fue común a ilustrados y liberales como muestra la co­
rriente jansenista que representaban afrancesados (Amat y Llórente) y liberales
(Lorenzo Villanueva). Desde el monarquismo ilustrado, en su búsqueda de una
religión depurada de sus excesos formales y dentro del regalismo tradicional, los
jansenistas se proclamaron a favor de un concilio nacional a favor de la constitu­
ción de una Iglesia católica y apostólica ajena al dominio del Vaticano y acabaron
acomodándose al liberalismo.26

21. Richard Herr, España y la revolución d el siglo x v iii , Madrid., 1964.


22. Jean Sarrailh, La España ilustrada d e la segunda m itad del siglo xvrn, Madrid, fce,
1957.
23- Antonio Elorza, La ideología liberal en la ilustración española, Madrid, Tecnos, 1970.
24. Antonio Morales Moya, «El Estado de la Ilustración. La guerra de la Independencia y
las Cortes de Cádiz. La Constitución de 1812», en Historia d e España, dirigida por José María
Jover.
25. Lluis Roura i Aulinas, «El pensamiento anti-filosofic i contrarrevolucionari de la jerar­
quía eclesiástica espanyola», en Trienio, Ilustración y Liberalismo, 3 (1984), p. 57.
26. Gerard Dufour, «De la ilustración al liberalismo», en A. Alberola y E. La Parra (eds.), La
ilustración esp añ ola, Alicante, Inst. Juan Gil-Albert/DPA, 1985, pp. 363-383.

39
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Los ilustrados, sin embargo, nunca dieron el salto definitivo hacia la revolu­
ción. Su ideario reformista afectaba a la Iglesia, a las cuestiones económicas y
sociales, pero se mantuvo siempre dentro del orden preliberal. Consideraron las
reformas desde arriba, contemplaron como tarea del Estado y de la Corona el cam­
bio pautado en el marco del Antiguo Régimen y para ellos la nación, el pueblo,
eran en todo caso sujetos pasivos de sus acciones. No incorporaron en ningún
momento las ideas de la soberanía de la Nación y la representación al margen de
los cuerpos sociales tradicionales.27 En su horizonte mental los españoles seguían
siendo súbditos, en ningún caso ciudadanos. Como nos recuerda Lluís Roura, el
retraso de una presencia verdaderamente ilustrada en la España del siglo xviil
así como la debilidad de las primeras manifestaciones políticas del liberalismo,
pueden explicar que sea difícil señalar una verdadera solución de continuidad
entre la ilustración y el liberalismo. De manera que no resulta extraño encontrar
formulaciones ilustradas que sorprenden tanto por su pusilanimidad como por
su carácter tardío, a la vez que otras constituyen apuntes precoces del liberalis­
mo. Las propuestas políticas más audaces se presentaron a veces bajo la forma de
la sátira, como se refleja en repetidos trabajos publicados en El Censor. De una
manera más o menos directa se apuntaba a planteamientos como la libertad de
opinión y hallamos no sólo el concepto de libertad política, sino una temprana
referencia elíptica al de soberanía nacional.28 «Si algo está fuera de toda duda -ha
escrito Martínez Sospedra- es la profunda continuidad existente entre el libera­
lismo y la ilustración, y, por ende, entre dos corrientes políticas tan dispares como
el constitucionalismo liberal y el despotismo ilustrado.»29
La obra de algunos ilustrados como Olavide, Cladera, Cañuelo, León de Arro-
yal, Ibáñez de la Rentería o Foronda, entre otros, apuntan a la presencia de ideas
preliberales, incluso liberales, en el terreno político y constitucional. Las Socieda­
des de Amigos del País, y algunos ambientes académicos como la Universidad de
Salamanca (Melendez Valdés, Ramón de Salas, Muñoz Torrero...) constituyeron
un referente en la penetración de las nuevas ideas. La difusión en el último cuar­
to del siglo xviii del Derecho natural, la economía política y la filosofía moderna
fueron referencias básicas de ese tránsito de las ideas ilustradas al liberalismo
revolucionario, aunque no todos dieron el paso a las nuevas ideas. Éstas quedan
bien ilustradas en la obra de Ibáñez de la Rentería y León de Arroyal. Ibáñez de

27. Claude Morange en un breve artículo ha puesto de manifiesto los elementos de afi­
nidad y tensión entre ilustración y liberalismo, «Sobre la filiación ilustración-liberalismo (pre­
guntas para un debate)», en Orígenes del liberalism o, op. c i t pp. 347-353.
28. Lluís Roura i Aulinas, «Jacobinos y jacobinismo en los primeros momentos de la revo­
lución liberal españolas», en Lluís Roura i Aulinas e Irene Castells (eds.), Revolución y d em o­
c ra c ia . El jacobin ism o europeo, Madrid, Ediciones del Orto, 1995, pp. 76 y ss.
29- Manuel Martínez Sospedra, La constitución española d e 1812. (El constitucionalism o
liberal a principios d el siglo xix), Valencia, Facultad de Derecho, 1978, p. 20.

40
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

Rentería fue un difusor de las ideas ilustradas europeas y su reflexión sobre las
formas de Gobierno sustenta una vindicación de la Monarquía y el pueblo en de­
trimento de la aristocracia. Aunque tras la experiencia revolucionaria francesa se
acomodó a un planteamiento contrarrevolucionario, de fuerte crítica a las ideas
liberales, en su juventud mostró una clara apertura a las ideas liberales y aún de­
mocráticas en el marco de una concepción realista de la política en línea con el
pensamiento de Maquiavelo,Locke,Montesquieu o Rousseau. En su análisis de las
formas de gobierno evalúa positivamente las ventajas de la Monarquía e incluso
de la democracia en detrimento de la aristocracia, lo que evidencia un rechazo de
los privilegios de la nobleza «La libertad -escribió Ibáñez de la Rentería- se goza
bajo un monarca justo con más tranquilidad que en alguna de las Repúblicas que
abusan demasiado de ese sagrado nombre.»30 Elogio de la Monarquía, inquietud
ante la República a la que considera adecuada en Estados de tamaño reducido,
rechazo de la aristocracia... conforman los ejes de la reflexión de Rentaría sobre
las formas de Gobierno, cuyo principio fundamental en la línea del realismo de
Maquiavelo considera que es la virtud; es decir, el amor a la justicia, a las leyes y a
la patria que las conserva y protege.
Por su parte, León de Arroyal fue el autor de un proyecto de Constitución en
el momento de la guerra de la Convención31 que incorporaba una Declaración
de Derechos y expresaba su deuda con las ideas de los revolucionarios franceses.
Autor de las Cartas político económicas al Conde de Lerena y de las Cartas
económico-políticas a Francisco de Saavedra, Arroyal hace hincapié en la di­
mensión política de la decadencia nacional y en el papel que para su superación
le corresponde a la Constitución. Con la exigencia de una moderación del poder
real, («El poder omnímodo de un monarca -señaló- expone la Monarquía a los
daños más terribles») propugna no sólo la libertad económica, sino también la
política, observando con admiración la libertad de pensamiento disfrutada en
Inglaterra. Frente al dominio de la reforma económica que preside gran parte de
la obra de los ilustrados españoles, Arroyal da base a la idea de que la reforma po­
lítica es condición necesaria para la económica y por ello la Constitución deviene
en una necesidad básica de la reforma general. «Las leyes -escribe- forman los
ciudadanos y las Constituciones de los reinos forman los Príncipes» El corolario
de ese planteamiento no era otro que el de proponer una perfecta Constitución
capaz de hacer feliz la Monarquía española. «Mi intento -concluye Arroyal- es
delinear una Constitución monárquica, detrayendo en cuanto sea compatible con

30. José A. Ibáñez de la Rentería, «Reflexiones sobre las formas de gobierno», en La ilus­
tración política, edición y estudio preliminar de J. Fernández Sebastián, Bilbao, u p v , 1994, p.
167.
31. Para un análisis de la recepción de la revolución francesa en España véase Jean-René
Aymes (ed.), España y la revolución fr a n c e s a , Barcelona, Crítica, 1989; Enrique Moral Sando-
val (coord.), España y la revolución fra n cesa , Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1989.

41
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

los inmutables derechos de la naturaleza, las reglas fundamentales de nuestra


antigua y primitiva Constitución y las loables costumbres y establecimientos de
nuestros padres.»32
Bajo la influencia de la Constitución francesa de 1789 Arroyal escribe su pro­
yecto en 1894, cuando ya conoce Francia dos constituciones y queda de ma­
nifiesto el interés de un minoritario grupo de los ilustrados por dotarse de un
marco constitucional que diera estabilidad y garantías al régimen político.33 En
este sentido primer liberalismo e ilustración aparecen como dos construcciones
doctrinales y políticas orientadas a la reforma del statu quo de la Monarquía ab­
soluta, unas se quedan declaradamente en el marco del Antiguo Régimen, otras
rebasan sus límites y se presentan como ensayos de constitución que prefiguran
abiertamente el nuevo orden; otras, finalmente, tras la invasión napoleónica se
configuran como una apuesta por un nuevo orden sociopolítico que, más allá de
sus referencias al pasado nacional, construyen un nuevo orden bajo los principios
de la Soberanía Nacional y la División de Poderes.
Hasta entonces esas manifestaciones de un constitucionalismo preüberal
como se observa en las cartas de León de Arroyal,34 reflejan, como han mostrado
Luís Sánchez Agesta35 o Antonio Elorza,36 el espacio compartido entre el ideario
ilustrado y el liberal, pero también ponen de manifiesto que más allá de la re­
lación de continuidad que se puede plantear entre ambos, se percibe que las
nuevas corrientes de pensamiento que penetran en España desde finales del siglo
xviii lo hacen a través de sus formulaciones más moderadas. José María Portillo37
ha escrutado en detalle esas corrientes y ha resaltado cómo los autores recibi­
dos - Mably- y su lectura se hizo al servicio de un modo particular de pensar la
revolución. La reelaboración de la nobleza como cuerpo político del reino 0ove-
llanos), el fomento del espíritu patriótico en el marco de la Monarquía (Arroyal,
Rentería), la defensa de la nación católica... apuntan a una lectura del pensa­
miento ilustrado europeo del momento en sus manifestaciones más afines a la

32. Recogido en Luís Sánchez Agesta, «Continuidad y contradicción en la ilustración espa­


ñola. (Las Cartas de León de Arroyal)», Revista d e Estudios Políticos, 192 (1973), pp. 9-24.
33. Véase Pablo Fernández Albaladejo, «León de Arroyal. Del ‘sistema de rentas’ a la
‘buena constitución’», en Fragm entos d e M on arqu ía. Trabajos d e historia p olítica, Madrid,
Alianza, 1992.
34. Véase José Pallarás Moreno, León d e Arroyal o la aventura intelectual d e un ilustrado,
Universidad de Granada/IF, 1993, pp. 193-248.
35. Luís Sánchez Agesta, El pen sam ien to político del despotismo ilustradof Sevilla, Univer­
sidad de Sevilla, 1979 (1953).
36. Antonio Elorza, La ideología liberal en la ilustración esp añ ola, , Madrid, Tecnos, 1970,
pp. 235 y ss.
37. José María Portillo, Revolución d e nación, op. cit., pp. 122 y ss. Para un análisis de los
proyectos constitucionales en los orígenes de la España contemporánea véase Ignacio Fer­
nández Sarasola, Proyectos constitucionales en España (1786-1824), Madrid, cepc, 2004.

42
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

realidad española. Tal vez sea esa la razón de la preferencia creciente por la obra
de Gabriel Monnot de Mably en lugar de Rousseau, en la que se veía una buena
plataforma para la defensa del ideal de la ciudadanía católica. En Mably encontra­
ron los ilustrados españoles una mezcla de radicalismo político y moral católica
perfectamente acomodado a las necesidades del momento.

3. LAS CORTES DE CÁDIZ Y LA CONSTITUCIÓN DE 1812: SOBERANÍA NACIONAL, CIUDADANÍA


CATÓLICA, DIVISIÓN DE PODERES Y DECLARACIÓN DE DERECHOS

Si resulta innegable la intensa relación existente entre el liberalismo revolu­


cionario y el pensamiento ilustrado español, no es menos cierto que la obra de
las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 representan también una abierta
ruptura con el pasado, una acomodación a los ideales que tienen como referen­
cia central la experiencia de la Revolución francesa. A pesar de su limitación
temporal, apenas seis años entre 1812 y 1837, la constitución gaditana posee una
relevancia muy alta en la historia española, ya que de ella arranca la vertebración
de un Estado constitucional marcado por tres notas: por la Monarquía, el Estado
de derecho y el Estado unitario. De otro lado, más allá de su brevedad, no es des­
deñable el impacto que tuvo en la historia constitucional española, pero, sobre
todo, en el exterior tanto en Europa, como en las nuevas repúblicas hispanoame­
ricanas.38
Ya se ha señalado el impacto que sobre los constituyentes tuvo el historicis-
mo nacionalista, pero lo que habría de fortalecer más la identidad constitucional
del doceañismo fue el iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucio­
nal francés y británico. El iusnaturalismo racionalista había penetrado tanto en
universidades como en las Sociedades de Amigos del País y en la prensa. En las
últimas décadas del siglo xvin universidades como Salamanca conocieron la re­
cepción y desarrollo de las nuevas ideas. En un ambiente académico formado
por figuras como Muñoz Torrero, Juan Nicasio Gallego, Meléndez Valdés, Ramón
de Salas, José Marchena, Quintana, como antes habían estado León de Arroyal o
Bartolomé J. Gallardo, se llevó a cabo, no sin resistencias, una reforma que se nu­
tría de las nuevas ideas y que permite vislumbrar no sólo un foco reformista, sino
también una escuela poética salmantina y un grupo jansenista que buscaba una

38. El impacto tanto de la ideas ilustradas como del primer liberalismo español en Amé­
rica ha tenido tratamientos diversos. Véase el libro ya clásico de José Carlos Chiaramonte,
Pensam iento d e la Ilustración. Econ om ía y socied ad ib eroam erican a en el siglo xvrn, Caracas,
Biblioteca Ayacucho, 1979; para la emancipación de la América hispana, Jaime E. Rodríguez
O., La in depen den cia d e la A m érica española, México df colm ex/fce, 2000; para la relación
entre cultura doceañista y la emancipación americana, Roberto Breña, El p rim er liberalismo
español y los procesos d e em an cip ación d e América, op. cit.

43
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

nueva religiosidad de carácter antiescolástico y en consonancia con los ideales el


primer cristianismo. En este ambiente se percibe la difusión en el último cuarto
del setecientos del derecho natural, la economía política, la filosofía moderna y
las matemáticas, facilitando un clima intelectual favorable al desarrollo del primer
liberalismo. Salamanca, así como el núcleo vasco y el catalán, se perciben como
focos de penetración de las nuevas ideas, sin las cuales resultaba difícil la acomo­
dación de un ideario proclive al universo liberal.39 Las universidades y colegios
fueron referencias básicas en la recepción del iusnaturalismo racionalista germá­
nico (Pufendorf, Heinnecio, Grocio,Almicus...) francés (Rousseau, Sieyes) e in­
glés (Locke) y sus derivados constitucionales, de un modo directo la Constitución
francesa de 1891. Esta influencia se percibe en el tratamiento que la Constitución
de 1812 dio al tema de la soberanía, los conceptos de nación y representación
y la División de Poderes, pero se aleja en el modo de tratar la cuestión religiosa,
categorías como «razón», «voluntad general», «pacto social» o «derechos naturales»
conforman igualmente un conjunto de valores y términos que muestran la filia­
ción de nuestro primer liberalismo con el iusnaturalismo europeo.
Fue necesario, sin embargo, el hecho de la invasión y la guerra subsiguiente
para que se planteara la creación de un nuevo orden constitucional que incor­
porara los principios de un liberalismo que mostraba sus vínculos con el pasa­
do nacional, pero, sobre todo, establecía una ruptura con el Antiguo Régimen a
través de la proclamación de la soberanía nacional y la separación de poderes,
dos principios proclamados en el decreto de 24 de septiembre de 1810 y que
pasaron a la Constitución: la soberanía en el artículo 3 y la separación de poderes
en los artículos 15,16 y 17. Con su diseño la constitución de 1812 convertía a
España en una Monarquía constitucional: «El gobierno de la Nación Española es
una Monarquía moderada hereditaria», tal y como proclamaba el artículo 14.
La soberanía nacional, con todo, no fue defendida en las Cortes desde de los
principios del iusnaturalismo, sino a partir de dos tesis: su carácter tradicional
en la historia de España y de su función como legitimación de la insurrección
patriótica contra el invasor. La soberanía fue así defendida como una potestad
originaria, perpetua e ilimitada que recaía única y exclusivamente en la nación.40
Libertad, soberanía y nación constituyeron ejes básicos de la definición del nuevo
orden político. Pero los constituyentes tenían ideas diversas de cómo interpretar

39. Sobre la Universidad de Salamanca véase Ricardo Robledo, «Tradición e ilustración


en la Universidad de Salamanca», en Orígenes del liberalism o, op. cit., pp. 49-80; para el País
Vasco, Jesús Astigarraga, Los ilustrados vascos. Ideas, instituciones y reform as econ óm icas en
España, Barcelona, Crítica, 2003; Javier Fernández Sebastián, La ilustración p olítica, op. cit.;
sobre Cataluña, Ernest Lluch, Las Españas vencidas del siglo xvrn. Claroscuros d e la Ilustración,
Barcelona, Crítica 1989.
40. Véase Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, «La Constitución de Cádiz y el liberalismo
español del siglo xix», en Política y constitución en España, pp. 48 y ss.

44
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

cada una de estas ideas o principios. Absolutistas, liberales moderados y radicales


y americanos interpretaron a su modo estas posiciones hasta el punto que la
resolución final de la Comisión no podía dar satisfacción a planteamientos tan
variados y con consecuencias doctrinales y políticas muy dispares. Aquella que
finalmente se impuso acentuaba la distinción entre españoles y ciudadanos, entre
quienes sólo disfrutaban de derechos civiles y quienes también los tenían políti­
cos. Muñoz Torrero lo resaltó en su intervención en la Comisión:

Hay dos clases de derechos, unos civiles y otros políticos; los primeros gene­
rales y comunes a todos los individuos que componen la nación, son el objeto
de la justicia privada, y de la protección de las leyes civiles; y los segundos per­
tenecen exclusivamente al ejercicio de los poderes públicos que constituyen la
soberanía. La Comisión llama españoles a los que gozan de los derechos civiles,
y ciudadanos a los que al mismo tiempo disfrutan de los políticos.41

De esa distinción entre español y ciudadano y de la ubicación de la soberanía


en el terreno de los poderes públicos se derivaron consecuencias decisivas para
excluir a una gran parte de la nación de sus derechos políticos. La revolución
liberal del doceañismo devino así en revolución de nación no en una revolución
que alcanzaba a todos y cada uno de los individuos al resaltar las diferencias en­
tre los derechos derivados de la naturaleza humana y aquellos de la ciudadanía
política. La nación y el pueblo se identificaban en sus derechos civiles, pero no
en los políticos.42
Monarquía y religión fueron en todo momento los referentes que marcaron
los límites de la cultura política doceañista. La Monarquía reformulada en cons­
titucional y con una acusada división de poderes se oponía por igual a la Monar­
quía absoluta, al constitucionalizarla y separar los poderes de una manera que las
Cortes tuvieran tuviera mecanismos de control del rey; al mismo tiempo frente
al republicanismo, apostaba por una estructura del Estado centralizada y por una
proclamación de la confesionalidad religiosa que contrastaba con los plantea­
mientos secularizadores del Estado de la tradición republicana.43 La Constitución

41. Citado por José María Portillo Valdés, «La libertad entre evangelio y constitución.
Notas para el concepto de libertad política en la cultura española de 1812», en José María
Iñurritegui y José María Portillo (eds.), Constitución en España: orígenes y destinos, Madrid,
cepc, p. 148.
42. La distinción entre los derechos políticos y los civiles, del modelo de ciudadanía ha
sido estudiado por Manuel Pérez Ledesma. Véase una síntesis en «Ciudadanía y revolución li­
beral», en J. Má. Portillo, X. R. Veiga y Ma. J. Baz Vicente, (eds.), A guerra d a in depen den cia e o
prim eiro liberalism o en España e América, Santiago de Compostela, use, 2009, pp. 103-128.
43. La tradición republicana en la España del siglo xvm y primeros momentos del xix
puede seguirse a través de Mario Onaindia, La construcción d e la n ación española. Republi­
canism o y n acion alism o en la Ilustración, Barcelona, Ediciones B, 2002; J. A. Piqueras y M.
Chust (comps. ), Republicanos y repúblicas en España, Madrid, Siglo xxi, 1996.

45
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

de 1812 vislumbraba así un liberalismo radical en múltiples aspectos, pero a la


vez tenía un componente «antiliberal» al proclamar la religión como la única reco­
nocida por la Constitución. Si algo no se ponía en cuestión en la España de 1812
era la unidad católica, pero interpretada de modo muy distinto por los liberales y
los que formaban parte de la España absolutista. Para el liberalismo doceañista la
religión católica formaba parte de núcleo duro de los principios y debía quedar
contemplado en la Constitución. En su artículo 12 se señalaba que: «La religión de
la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única
verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de
cualquier otra». Esa proclamación de intolerancia, de un lado, y la protección que
el Estado ofrecía como tal a la religión no podía, sin embargo, dar satisfacción al
absolutismo, ya que éste negaba de plano la nación.Tampoco a una lectura más
liberal de la práctica religiosa -por lo demás extremadamente minoritaria, reduci­
da casi exclusivamente al caso de Flórez Estrada y Ramón de Salas- para quienes
la intolerancia resultaba contradictoria con el resto de los planteamientos ideo­
lógicos del doceañismo.

... digamos la verdad con franqueza, pues ya es lícito decirla en España: este
artículo 12, ¿no podría ser reemplazado por otro que dijese sencillamente: todos
los cultos gozarán en España de una igual libertad y protección? Porqué ¿que
quiere decir esto? ¿Que la religión católica es la del rey? El rey no es el estado
¿Qué la religión (católica) es la religión del mayor número de los individuos que
componen la nación? Esto, que es cierto hoy, puede ser falso mañana; porque
de un día a otro muchos católicos pueden hacerse protestantes, supuesta la li­
bertad de conciencia. El estado, ente moral que no existe en abstracto, no tiene
religión, y cada individuo podrá elegir la que sea conforme a su conciencia,
supuesta la libertad de cultos.44

La nación católica, constitucional, protegida por el Estado tuvo sus repercu­


siones en el orden penal, ya que desde entonces el Estado era el garante de la
confesionalidad, de modo que cualquier ataque a la religión devenía en ataque al
Estado. Así se observa en el proyecto de ley de 13 de julio de 1813 que conside­
raba traidores a aquellos que conspirasen directamente o, de hecho, a establecer
otra religión «en las Españas». Este precepto habría de ser recogido más tarde en

44. Ramón de Salas, Lecciones d e D erecho Público Constitucional, Madrid, 1982 (1821),
pp. 175-176. Recogido por Abraham Barrero Ortega, Modelos d e relación entre el Estado y la
Iglesia en la historia constitucional españ ola, Cádiz, Universidad de Cádiz / Fundación de
Centro de Estudios Constitucionales, 2007, p. 17. Una mirada sobre los planteamientos del li­
beralismo radical ante la unidad religiosa, a través de José Marchena o Antonio Posse en Juan
Francisco Fuentes, «El liberalismo radical ante la unidad religiosa (1812-1820)», en Liberalism e
chretien et catholicism e liberal en Espagne, F ran ce et Italia sans la Prem iere Moitie du XlXé
Siecle, Université de Provence, 1989, pp. 127-141.

46
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

la ley de 17 de abril de 1821 donde pasó al Código Penal de 9 de julio de 1822.


Libertad de imprenta, Código Penal, pero también la ciudadanía quedaban vin­
culadas a la religión católica ya que para obtener la condición de ciudadano era
necesaria la vecindad y ésta estaba registrada en las parroquias. La ciudadanía
católica constituía de esta manera un signo de identidad fuerte en la cultura po­
lítica del liberalismo revolucionario español.
La historiografía reciente ha prestado atención especial a esta confesionalidad
del primer liberalismo. Emilio La Parra,45José María Portillo, Bartolomé Clavero,46
Ricardo García García,47 Manuel Morán Ortí48 o José Luis Villacañas,49 entre otros,
han caracterizado el sentido y alcance de la ciudadanía católica. José María Porti­
llo ha resaltado el papel fuerte que se le otorgó a la religión, al vincularlo con la
libertad, la soberanía y la ciudadanía. Complemento de esta ciudadanía católica,
esa revolución comunitaria de nación que no de individuo, es la ausencia de una
declaración de derechos en el texto constitucional, una ausencia que adquiere
todo su significado cuando se observa el componente «comunitario» que late en
la cultura del liberalismo español del xix.50

4. EL LIBERALISMO POSTREVOLUCIONARIO

Que el primer liberalismo constituía una ruptura con el viejo orden jurídico
-político no cabe ninguna duda como marcan las legislaciones de imprenta,
la abolición de los señoríos, de la Inquisición y un conjunto de iniciativas que
buscaban un nuevo horizonte político y social para la España del siglo xix. Era
el tiempo de la guerra y la revolución que marcaba el proyecto de ruptura con
el pasado, pero no dejaba satisfechas las aspiraciones de los diferentes grupos
que desde el liberalismo empezaron a demandar un cambio de cultura política.
El doceañismo se presentaba como una etapa adecuada para acabar con el viejo
orden político, con la afirmación del constitucionalismo liberal, pero sus pre­

45. Emilio La Parra, El prim er liberalism o y la Iglesia, Alicante, Inst. Estudios Juan Gil
Albert, 1985.
46. Bartolomé Clavero, «Vocación católica y advocación siciliana de la Constitución de
1812», en Andrea Romano (A cura di), Alie origine del costituzionalism o europeo, Messina,
1991.
47. Ricardo García García, Constitucionalismo español y legislación sobre el fa c to r religio­
so durante la p rim era m itad d el siglo xix (1808-1845), Valencia, tiran lo Blanch, 2000.
48. Manuel Morán Ortí, Revolución y reform a religiosa en las Cortes d e C ádiz, Madrid,
Actas, 1994.
49. José Luís Villacañas, «La nación católica. El problema del poder constituyente en las
Cortes de Cádiz», en Francisco Colom González (ed.), Relatos d e nación. La construcción de
las identidades n acion ales en el m undo hispánico, 2005, voL 1, pp. 159-177.
50. José María Portillo, «De la Monarquía católica a la Nación de los católicos» Historia y
Política, 17 (enero-junio 2007), pp. 17-35.

47
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

supuestos de soberanía nacional, monocameralismo y división de poderes em­


pezaban a ser puestos en cuestión en los mismos ambientes intelectuales del
liberalismo. Su asiento se había establecido en la teoría constitucional inspirada
en el marco filosófico del iusnaturalismo moderno, de raíz protestante, aunque
secularizado, y heredero de las grandes especulaciones científicas de los siglos
xvii y xviii. Las tesis del Estado de naturaleza, el pacto social y los principios de
la soberanía nacional, de la división de poderes, componente universalista y
humanista debían dejar paso a otros más concretos, traducibles en términos
nacionales y sociales, más acomodados a las realidades específicas de cada na­
ción y su tradición histórica. Ese tránsito lo iniciaron los liberales españoles a
través de su exilio en Francia e Inglaterra entre 1814 y 1823, primero, y entre
1823 y 1833, más tarde. Es en esa experiencia de exilio que conocieron las nue­
vas doctrinales del liberalismo postrevolucionario51 cuando la cultura política
ilustrada empieza a ser sustituida por otra que lejana ya del iusnaturalismo que
se adentra en el utilitarismo de Bentham, el positivismo de Comte, las doctrinas
constitucionales de Constant52 y el doctrinarismo de Guizot. Son los horizontes
de un pensamiento político y social declaradamente postrevolucionario que
busca un nuevo reordenamiento social y que rechaza el radicalismo revolucio­
nario implícito en la constitución gaditana.
Más que como expresión de las ideas liberales el doceañismo se percibe
como una secuela de la cultura revolucionaria del siglo xvin. La revolución
no sería de esta manera la concreción de un ideal liberal sino de la conse­
cuencia del espíritu revolucionario que llevó a la radicalización y desde ahí
a la propia revolución. En Alemania y en Inglaterra las vías de superación del
viejo orden se alejaron del modelo francés. El modelo revolucionario fue pau­
latinamente revertido en beneficio de una cultura política caracterizada por
un nuevo modelo constitucional, centrado en el Gobierno representativo, en
el sistema parlamentario de gobierno. Este liberalismo se construye sobre la
lectura del pensamiento político y el constitucionalismo que Francia e Ingla­
terra han elaborado como alternativa al jacobinismo francés.53 La reacción
contra la abstracción que llevaba a la revolución, la sustitución del Derecho
Natural por el positivo, la necesidad de lograr un sistema representativo esta­
ble era un objetivo central de un liberalismo postrevolucionario que buscaba

51. Véase Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, «El pensamiento constitucional español en


el exilio: el abandono del modelo doceañista (1823-1833)% en Revista d e Estudios Políticos,
Nueva É poca, 88 (1995), pp. 63-90
52. Sobre la recepción del pensamiento de Constant en España véase M. L. Sánchez Me-
jía, «Benjamín Constant en España», en Boletín d e la Institución Libre d e E n señ an za, Nueva
É poca, 32-33 (1998), pp. 109-121.
53. Véase Lucien Jaume, «El liberalismo revolucionario: Francia e Inglaterra», en Orígenes
del liberalismo, op. cit., pp. 143-153.

48
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

un equilibrio entre la razón y la historia. Como ha observado Irene Castells,


este liberalismo no era solamente una doctrina de la libertad política sino,
de un modo más amplio, una adhesión a instituciones y valores salidos de la
Revolución francesa, pero planteaba una nueva lectura de esos principios. Si
la idea de libertad en la revolución se había convertido en terror, ahora se
percibe desde una perspectiva no comunitaria, sino individual. En la cultura
política rousseauniana la libertad absorbía la soberanía del individuo en su
participación en la voluntad general omnipotente y podía llevar, como ocu­
rrió en la Convención, a la dictadura revolucionaria. No es ya la libertad de los
antiguos, sino la de los modernos, la libertad individual en la que se privile­
gian las garantías individuales respecto del poder.54
Es sobre la base de estas nuevas ideas que los liberales españoles exiliados
en Francia e Inglaterra inician una revisión de los planteamientos básicos de
la cultura política del doceañismo. La presencia de Flórez Estrada, Agustín
Arguelles, José María Calatrava y Alcalá Galiano, en Inglaterra y la de Toreno,
Martínez de la Rosa y Andrés Borrego en Francia señalan las líneas maestras de
ese giro del primer liberalismo. La recepción de la cultura política británica
ya se había producido a través de Blanco White y de las relaciones de Jovella-
nos55 con Lord Holland, fortalecidas ahora por la presencia de Argüelles y Fló­
rez Estrada.56 En Francia, por otra parte, el liberalismo estaba llevando a cabo
una relectura de la tradición británica que facilitó el paso a la nueva cultura
política liberal de modo que tras el triunfo de la monarquía de Luís Felipe de
Orleáns se vio la posibilidad de reconciliar revolución con Monarquía. Tras
el triunfo del Reform Act en Inglaterra en 1832, la Monarquía constitucional
pareció el referente del nuevo orden postrevolucionario. La Monarquía cons­
titucional mostró de este modo que era un régimen adecuado para resolver
el viejo dilema de la revolución frente a la monarquía que había dominado la
Europa ilustrada.

54. Irene Castells, «Después de la revolución francesa: el liberalismo en España y Francia


(1823-1833), en El prim er liberalism o: España y Europa, una perspectiva com parada, op. cit.,
pp. 17 y ss.
55. Jovellanos desde posiciones historicistas y bajo la influencia del modelo británico
ya había defendido en las Cortes de Cádiz un modelo bicameral. Su influencia en el mode-
rantismo posterior conforma una de las corrientes del pensamiento conservador que llegará
más tarde a Antonio Cánovas. Véase Joaquín Varela, «El debate sobre el sistema británico en
España durante el primer tercio del siglo xrx», y «La doctrina de la constitución histórica: de
Jovellanos a las Cortes de 1845», en Política y constitución en España, op. cit., pp. 279-307 y
417-447. Para un análisis de su evolución política Véase G. P. Jovellanos, Obras Completas.
Vol. XI, Escritos Políticos, Edición y estudio preliminar a cargo de Ignacio Fernández Sarasola,
Oviedo, Ayuntamiento de Gijón/KRK/Instituto Feijoo de Estudios del Siglo xviii, 2006.
56. Véase Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (coord.), Alvaro Flórez Estrada (776-1853),
política, econom ía, sociedad, Oviedo, jpa, 2004.

49
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Esta relegitimación de la Monarquía57 a través de su constitucionalización vie­


ne acompañada de un «giro moderado» en la legislación que afectaba al modo de
liquidar el Antiguo Régimen: leyes de abolición del régimen señorial, tratamiento
a los intereses de la Iglesia y al modo en que quedaban marginados los derechos
de los campesinos sobre la tierra. La revolución adquiría su tono social burgués,
se formulaba en términos del interés de unos sectores sociales que controlaron
los resortes del Estado para configurar un sistema político, no ya de nación como
un todo, sino de aquellos sectores sociales dominantes que reorientaron la le­
gislación en beneficio de parte. El resultado será en sus términos sociales una
revolución que se reformula desde las necesidades de la nobleza y la burguesía
y que encuentra su mejor soporte en el abandono del modelo doceañista, en la
consolidación de una Monarquía constitucional, donde ya no se registre un rígi­
do sistema de división de poderes y queden arrumbada como algo del pasado
la Soberanía Nacional. De este modo observamos que en la década de los treinta
se produce el triunfo del liberalismo en medio de una guerra civil y a partir de su
propia reorientación. Este cambio se plantea a partir de un nuevo horizonte cons­
titucional, cargado de inestabilidad, pero que, pese a sus diferencias, tiene varios
rasgos característicos. El primero es el abandono de la cultura constitucional del
doceañismo: la Soberanía Nacional y la división de poderes fue vista como pro­
ducto de una época pasada, de la revolución. El segundo es la creciente clarifica­
ción en el terreno del liberalismo de dos corrientes que ya se habían vislumbrado
en el Trienio liberal, el moderantismo y el progresismo,58 llamadas a delimitar los
contenidos políticos de dos modos distintos y complementarios de interpretar el
nuevo orden social; finalmente, la resistencia conjunta que presentaron frente al
tradicionalismo, a su derecha y el democratismo republicano a su izquierda.
El moderantismo, más apegado a la tradición del liberalismo postrevoluciona­
rio francés, sostuvo una clara posición de resistencia a los cambios bruscos, su
punto de partida fue una concepción historicista del pasado español y el intento
de conjugar ley y orden. Su sistema político, centrado en la soberanía compartida
(rey y cortes), el bicameralismo y un sufragio fuertemente restrictivo se comple­
mentaba con otras medidas de carácter abiertamente conservador: supresión de
la milicia nacional y creación de la guardia civil; fuerte restricción de la libertad
de imprenta; acuerdos con la Iglesia para cerrar el conflicto generado por la des­

5 7 .1. Burdiel, «La consolidación del liberalismo y el punto de fuga de la Monarquía (1843-
1870)» en M. Suárez Cortina (e d j, Las m áscaras d e la libertad. El liberalism o español, 1808-
1950, Madrid, Marcial Pons, 2003, pp. 101-133.
58. La división del liberalismo desde el trienio constitucional es el antecedente de un
sistema de partidos que sólo puede configurarse una vez que se abandona la cultura docea­
ñista y la división de poderes que impedía a los ministros ser diputados que se modifica en
la constitución de 1837. Para la génesis de los partidos en España véase Ignacio Fernández
Sarasola, Los partidos políticos en el pen sam ien to español. De la Ilustración a nuestros días,
Madrid, Marcial Pons Historia, 2009.

50
EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO EN LA CRISIS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA

amortización con la firma del Concordato de 1851, y, finalmente, un régimen


local fuertemente centralizado. La obsesión del moderantismo era cerrar el ciclo
revolucionario y conjugar libertad y orden y para ello, muy a menudo, aplicó, una
política de dureza en el orden público que le hizo especialmente incomodo a las
clases populares.
Si el moderantismo se inclinaba hacia el liberalismo francés, por su parte, el
progresismo encontraba su referente en la política británica. Frente al plantea­
miento de ley y orden moderado, los progresistas apuntaron a una solución re­
formista que se traducía en la defensa de la idea de progreso. Como el moderado,
el progresista fue también un partido de clases medias que tuvo que acudir al
pueblo, como un símbolo polivalente de la revolución que abandonaba una vez
llegado al poder. Si bien los progresistas no abandonaron el principio de la Sobe­
ranía Nacional lo complementaron con un sistema bicameral y una ampliación
de las facultades del monarca. Su diseño político expresado en la Constitución de
1837 (más tarde en la nonata de 1856) representaba también una superación
de la cultura política del doceañismo, pero se relacionaba con ella a través de va­
rios elementos: la apelación al pueblo, un poder local más descentralizado que el
moderado y una llamada a la revolución que no era sino una medida instrumental
para acceder al poder. El populismo progresista, su defensa de una Monarquía
parlamentaria, una concepción más radical de la libertad y ciertos componentes
anticlericales le alejaban del moderantismo. En varios sentidos el progresismo se
presentaba como una experiencia postrevolucionaria de carácter híbrido, pues
conectaba con tres proyectos muy distintos: el doceañista, el moderado y el de­
mócrata. Frente al doceañismo se presentaba como una propuesta postrevolucio­
naria que, sin embargo, apelaba a su condición populista; frente al moderantismo,
por su idea de reforma y una concepción más amplia del principio de libertad,
sobre todo, en su idea de los derechos individuales; frente a los demócratas, recha­
zando el sufragio universal y proclamando un modelo de Monarquía parlamenta­
ria que contrastaba con el proyecto federal del democratismo decimonónico.
Más allá de sus evidentes diferencias, los moderados y los progresistas com­
partieron el rechazo de la universalización de la ciudadanía política, sustentando
la idea de una nación de propietarios, no de ciudadanos. Conformaron en el
horizonte de la política liberal española una experiencia declaradamente posre-
volucionaria que más allá de sus distingos respecto de la liberad de imprenta, el
tamaño del sufragio, el papel de la Corona y la relación con la Iglesia, compar­
tieron la necesidad de superar el viejo orden preliberal, pero también frenar las
aspiraciones populares de una república democrática.
En este breve repaso de los ingredientes que caracterizan el primer libera­
lismo español se pueden observar las conexiones con la cultura ilustrada, pero
también las evidentes rupturas que presenta una cultura política que nace en
beneficio de la revolución, pero que no quiere renunciar a una tradición históri­

51
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ca y que necesita legitimarse por encima ante el invasor, del que recibe el peso
básico del ideario revolucionario. De otro lado, esa cultura de guerra y revolución
que está en la base del doceañismo choca abiertamente con los horizontes del
liberalismo europeo posrevolucionario de modo que los exiliados españoles en
Francia e Inglaterra muy pronto empiezan a acomodarse al nuevo rumbo de un
liberalismo que trata de romper con sus raíces iusnaturalistas y abstractas, para
adaptarse a los vientos de una cultura romántica y positivista que triunfa tras la
revolución.

52
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

La quiebra de la Monarquía Católica en las primeras décadas del siglo xix


abrió a los dos lados del Atlántico un nuevo tiempo histórico que estuvo mar­
cado por la construcción de una pléyade de Estados nacionales. De las diversas
consecuencias que se derivan de la invasión napoleónica y la «guerra de la
independencia»,1 se sitúan, en primer orden, la descomposición del Imperio
español, el nacimiento de un conjunto de Estados nacionales y el desarrollo
de unos regímenes políticos que se abrieron en distinto grado al nuevo orden
liberal, ya bajo la forma de República o de Monarquía. La liquidación de la Mo­
narquía Católica se presenta en España en un doble proceso de lucha contra
la invasión napoleónica y de implantación de un nuevo orden político liberal
que llevó en 1810 a las Cortes de Cádiz y se formalizó en la Constitución de
1812. En la América hispana, los sucesos de la Península abrieron un proceso de
emancipación nacional que tomó la forma generalizada de repúblicas. Así, salvo
el caso brasileño y mexicano en dos momentos históricos, la construcción de

1. Sobre el impacto de esos procesos en Iberoamérica véase el reciente A. Ávila y Pedro


Pérez Herrero (comps.), Las experiencias d e 1808 en Iberoam érica, Madrid/México, Univer­
sidad de Alcalá/uNAM, 2008; José María Portillo Valdés, Crisis atlántica. A utonom ía e in de­
p en d en cia en la crisis d e la m on arqu ía hispana, Madrid, Fundación Carolina/Marcial Pons
Historia, 2006. Para una revisión de la historiografía sobre la independencia mexicana véase
Antonio Annino y Rafael Rojas, La independencia. Los libros d e la p a tr ia , México, cide/fce,
2008; también Alfredo Ávila y Virginia Guedea, «De la independencia nacional a los procesos
autonomistas novohispanos: balance de la historiografía reciente», en Manuel Chust y José
Antonio Serrano (eds.), D ebates sobre las independencias ib eroam erican as, Fáncfort, ahila-
Iberamericana-Vervuert, 2007, pp. 255-276.

53
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

los Estados nacionales de la desmembrada Monarquía española, se llevó a cabo


bajo la conformación de regímenes republicanos.2
No trata este ensayo de analizar ese proceso de emancipación nacional de
América Latina,3 ni de examinar la naturaleza jurídica y política de las diversas re­
públicas, sino de llevar a cabo una primera comparación entre los casos español
y mexicano. De una forma más particular de las razones que llevaron a España a
conformar el nuevo Estado nacional como una Monarquía, de corte liberal centra­
lizada, al tiempo que México se convertía en una República federal que, a pesar
de la influencia de la cultura doceañista, tardaría aún décadas en desarrollar ple­
namente un Estado liberal. Es desde esa cultura del doceañismo que se construye
en España, primero, el Estado liberal, y, más tarde, y frente a esa misma herencia,
se consolida un orden político que hizo del liberalismo, de la Monarquía y la
centralización del Estado sus señas de identidad. A lo largo del siglo xix Monar­
quía, liberalismo postrevolucionario, catolicismo y centralización conformaron
los elementos distintivos de un nuevo sistema político y de poder que hizo de la
Monarquía constitucional el referente básico de la política del siglo xix y frente
al que se enfrentaron, a menudo con las armas, el tradicionalismo y el republica­
nismo. La experiencia republicana fue así un referente de oposición que se hizo
constante desde mediados del siglo xix y que se afirmaba desde sus presupuestos
democráticos, descentralizadores y laicistas. Su única experiencia gubernamental
en el siglo xix fue la de la Primera República que se saldó con un notable fracaso,
mostrando que sus referentes sociales populares, democráticos y secularizadores
disfrutaban de un apoyo reconocible, pero insuficiente para caracterizar el orden
postrevolucionario en España.
En México, por el contrario, la relación entre Estado nacional, Monarquía,
liberalismo y República adquiere un sentido muy distinto. La historiografía ha
hecho hincapié en los distintos momentos que presenta la historia mexicana
recalcando la distancia que hay entre el primer período de independencia, el
posterior de Reforma y aquél que se corresponde con la Revolución. A diferen­
cia del caso español, en México la Independencia no fue una garantía para que
triunfara el liberalismo y la Monarquía fue un experimento pasajero que llevó a
Iturbide al Imperio, pero que poco después se conformó como una República
federal (1824) que mantuvo, sin embargo, fuertes componentes corporativos. El
triunfo definitivo de las ideas liberales y del federalismo se vincula a la Constitu­
ción de 1857 y a las Leyes de Reforma y solamente se consolidó bajo el fracaso de

2. Véase, en este sentido, J. A. Aguilar y R. Rojas (coords.), El republicanism o en H ispano­


am érica: ensayos d e historia intelectual y política, México, cid e/fce, 2002.
3. Véase el conjunto de trabajos recogidos en A. Annino, L. Castro Leiva y F. X. Guerra
(eds.), Iberoam érica: d e los imperios a las naciones, Zaragoza, IberCaja, 1994.

54
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

la experiencia monárquica de Maximiliano4 en la República Restaurada de 1867.


La nueva revisión del orden liberal se llevó a cabo con la revolución de 1910 que
llevó a la constitución de 1917. Como ha subrayado Marcello Carmagnani,5 la
primera experiencia republicana de 1824 fue más una confederación de Estados
que una República federal propiamente dicha. En cualquier caso la disputa entre
Monarquía y República estuvo en la base de la primera experiencia mexicana
como nación independiente. En el caso español, sin embargo, la Monarquía nun­
ca fue puesta en cuestión, pues el liberalismo español se declaró abiertamente
monárquico, eso sí siempre que se diera garantía a la soberanía de la nación, como
mostraron los constituyentes de Cádiz. La Constitución gaditana vino a representar
así un referente central de los procesos que llevaron a la construcción de Espa­
ña y México como naciones, pero allí el doceañismo representó afirmación de
republicanismo, e incluso de federalismo declarado, en España, por el contrario,
el liberalismo doceañista mostró un rechazo abierto a cualquier pronunciamiento
republicano y federal, como bien expresaron en los debates de las Cortes liberales
tan reconocidos comoArgüelles yToreno.

I. MONARQUÍA Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

Aunque desde la Constitución de 1824 México se estableció como una Re­


pública federal, el republicanismo no constituyó desde el principio un referente
central del proceso independentista. En los años que median entre 1808 y la caída
del Imperio de Iturbide, la posibilidad de establecer un régimen monárquico fue
un hecho contemplado de una forma repetida. Se consideraba que México podría
obtener en el marco de la Monarquía española algún tipo de autonomía política
y administrativa, como defendieron en las Cortes españolas los representantes
de la Nueva España, de una manera intensa José Miguel Guridi y Alcocer y Mi­
guel Ramos Arizpe, quienes años después tendrán un protagonismo central en la
construcción del federalismo mexicano. La propuesta de un régimen monárquico
para México se presentaba como una fórmula adecuada para obtener un rápido
reconocimiento de las independencias americanas, no sólo de España, sino por
parte de otras naciones europeas. Como nos recuerdan Agustín Sánchez Andrés

4 . Para una visión de cómo la historiografía ha tratado el Segundo Imperio véase Erika
Pañi, El Segundo Imperio, fce/cide, 2 0 0 4 ; recientemente Tomás Pérez Vejo ha hecho una
relectura del significado y alcance del monarquismo en México. Véase Tomás Pérez Vejo,
«El monarquismo mexicano ¿Una modernidad conservadora?», en Francisco Colom González
(ed.), M odern idad iberoam erian a. Cultura, política y cam bio social, Madrid, Iberocamericna,
Vervuert, csic, 2 0 0 9 , pp. 4 3 9 -6 6 .
5. Marcello Carmagnani, Las fo r m a s del fed eralism o m exicano, México, Conacyt, 20 0 5 .

55
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

y Marco Antonio Landavazo,6 la idea de adelantarse a una eventual separación de


las posesiones americanas por la vía del establecimiento de reinos autónomos
encabezados por príncipes españoles se planteó ya con antelación al proceso
independentista, y se percibió además como una manera de preservar esa misma
emancipación. La propuesta monárquica nacía, pues, como una medida política
preventiva que, en algunos casos, como la propuesta del conde de Aranda, plan­
teaba desprenderse de gran parte de las colonias y colocar en ellas a tres infantes
en América, uno de ellos en México.
La cuestión de la Monarquía adquirió de nuevo impulso en los años de la eman­
cipación cuando se planteaba xana opción autonomista en el marco de la constitu­
ción gaditana que fue rechazada por las Cortes. Diversos proyectos monárquicos
que contemplaban la ocupación del trono del México independiente fueron con­
siderados sin resultado, hasta que tras el restablecimiento de la Constitución en
1812 se debatieron de nuevo con el objetivo de crear una especie de confedera­
ción entre España y las provincias americanas. Casi todas ellas proponían situar un
miembro de la familia real al frente de la Monarquía mexicana. Es de señalar que
estas iniciativas se planteaban como una alternativa a la línea que desde México
desarrollaba el propio Iturbide, pues los diputados americanos llegaban a España
con la propuesta de crear un Reino mexicano en el marco de una Confederación
hispanoamericana más amplia, una propuesta que no fue rechazada de base por
el ministro de Estado Eusebio de Bardají.A instancias de los diputados americanos
una Comisión parlamentaria aprobó en mayo de 1821 un proyecto que reconocía
la independencia de los territorios americanos y establecía tres grandes impe­
rios constitucionales confederados de América correspondientes a los antiguos
virreinatos de Nueva España, Nueva Granada y Perú, respectivamente. Avalado el
proyecto por un sector del liberalismo más radical, sin embargo, tuvo el dictamen
contrario del Consejo de Estado y la rotunda negativa de Fernando VIL
Como muestra Ivana Frasquet7 los representantes novohispanos en las Cortes
del Trienio -Michelena, Couto, Ramos Arizpe, Alamán...- presentaron numerosas
iniciativas para garantizar un sistema autonómico sobre la base de las intenden­
cias y las diputaciones provinciales, así como la liquidación de viejos impuestos
sobre la minería que, entre otras medidas, suponía la extinción del Tribunal de la
Minería. Cuando estos temas se debatían en las Cortes en mayo y junio de 1821,
llegaba la noticia del Plan de Iguala que establecía para un México independiente
una Monarquía constitucional, con el catolicismo como religión oficial del nuevo
Estado. La Monarquía, que daba paso al Imperio de Iturbide establecía la inde­

6. Agustín Sánchez Andrés y Marco Antonio Landavazo, «La opción monárquica en los
inicios del México independiente», en Experiencias republicanas y m on árqu icas en M éxico,
A m érica Latina y España. Siglos xixy xx, México, umsnh/iih, 2008, pp. 253-274.
7. Ivana Frasquet, Las caras del águila. Del liberalism o g ad itan o a la república fe d e r a l
m exican a (1820-1824), Castellón de la Plana, Universität Jaume I, 2008, pp. 43 y ss.

56
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

pendencia de México sobre la base del enfrentamiento a la obra de las Cortes


de Cádiz, de un lado, pero también revisando los planteamientos que nutrían
los ideales de Guerrero y Morelos que habían quedado establecidos en la Cons­
titución de Apatzingan (1814).8 La Monarquía constitucional vino así asociada
a la independencia bajo los planteamientos de Iturbide y el Ejército trigarante
-independencia, religión católica, unión de españoles y mexicanos- que en el
Plan de Iguala, primero, y los acuerdos de Córdoba, poco después, establecieron
la Monarquía como régimen del México independiente. Un proyecto nacional
que no suponía la ruptura con el orden colonial, ya que la Iglesia y el Ejército,
como corporaciones centrales del nuevo orden, establecían un rechazo abier­
to a los planteamientos del constitucionalismo liberal. ¿Era el monarquismo un
ingrediente esencial en el proceso del México independiente? Al declararse la
independencia en 1821 no había discusión sobre la Monarquía como forma de
Gobierno; sin embargo, dos años más tarde, en las segundas constituyentes se
llevó a cabo la aprobación de una República federal en un proceso rápido donde
las conspiraciones y la masonería (escocesa) desarrollaron un intenso trabajo
que Alfredo Ávila9 ha estudiado en detalle. Con el triunfo de la República federal
se quiebra la posibilidad de una Monarquía hasta que cuatro décadas más tarde,
en medio de una guerra civil, la experiencia de Maximiliano,10 dé por concluía la
aventura monárquica en México. En este tiempo la confrontación entre un mo­
narquismo subliminal y un federalismo, más o menos extremo, fue una constante
de la experiencia política de un país que mantuvo una confrontación sostenida
entre federalismo y centralismo y solamente impuso el liberalismo político tras
la pérdida de la mitad de su territorio cuando la Constitución de 1857 y las Le­
yes de reforma liquidaron el «viejo» modelo confederal que había establecido la
constitución de 1824.
La confrontación entre República y Monarquía se resolvió finalmente en Méxi­
co a favor de la primera. Y fueron protagonistas básicos de ese triunfo los cons­
tituyentes que, con Guridi y Alcocer y Ramos Arízpe al frente, construyeron un
orden político republicano que debía muchos de sus planteamientos a la expe-

8. Sobre la naturaleza de los planteamientos de soberanía nacional desarrollados en el


Decreto constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionados en Apatzingán
en octubre de 1814 véase, Alfredo Ávila, «Sin independencia no hay soberanía: conceptos a
prueba», en J. A. Schiavon, D. Spender y M. Vázquez Olivera, (eds.), En busca d e una n ación
soberana. R elaciones internacionales d e México, siglos xix y xx, México, cid d e , Secretaría de
Relaciones Exteriores, 2006, pp. 37 y ss.
9. Alfredo Ávila, P ara la libertad. Los republicanos en tiempos del Im perio, 1821-1823■
México, unam, 2004.
10. Erika Pañi ha estudiado en detalle el Imperio de Maximiliano. Para una valoración
actualizada, véase P ara m ex ican izar el Segundo Imperio. El im aginario político d e los im pe­
rialistas, México/Instituto Mora, 2001; de la misma autora, El segundo Imperio. P asados de
usos múltiples, cide/fce, 2004.

57
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

rienda gaditana y a la Constitución de 1812. La República federal mexicana nacía


reafirmando su independencia de España, pero también poniendo de manifiesto
las deudas que su propio proceso tuvo con la herencia colonial y las transforma­
ciones políticas producidas por el primer liberalismo español.Tres instituciones,
una asociada al antiguo orden -las intendencias- y otras dos al liberalismo -los
municipios y las diputaciones provinciales- están en la base del nuevo sistema
federal nacido de las Cortes de 1823-1824.
Han sido varios los historiadores que han hecho hincapié en el papel que las
intendencias tuvieron como base administrativa para el desarrollo de los estados
posteriores, ya que de ellas provino en gran parte la formación de las diputacio­
nes provinciales.11 Con las intendencias, establecidas en Nueva España en 1786,
se llevó a cabo una reordenación administrativa de un territorio que durante
dos siglos estuvo articulado por diversas instancias. Con ellas se logró una ra­
cionalización de la administración territorial y se rompió con un orden sobre el
que descansaban los privilegios que comerciantes, religiosos y pueblos habían
disfrutado durante los dos siglos precedentes. Si las intendencias facilitaron una
reorganización administrativa, más tarde, con la formación de las diputaciones
provinciales12 se permitió la reorganización de los pueblos y se abrió la puerta a
la instauración de las jefaturas políticas. La obra combinada de la política colonial
a finales del siglo xviii y las transformaciones políticas del liberalismo doceañista
constituyeron dos referentes significativos de la nueva nación independiente.13
La cultura política del constitucionalismo gaditano ha sido considerada un ins­
trumento significativo de la formación del constitucionalismo mexicano. José
Barragán,14 Manuel Ferrer Muñoz y Juan Roberto Luna Carrasco,15 entre otros, han
prestado especial atención a cómo la Constitución federal de 1824 recogió mu­
chos elementos del constitucionalismo gaditano, de una forma especial su trata­
miento de la religión trasladada, literalmente, del artículo 12 de la Constitución de
1812.Vemos así, que México se independiza de España, pero toma de la herencia
española mucho más que del vecino amigo americano que, inicialmente, parecía

11. Véase el estudio detallado de Horst Pietschmann, Las reform as borbón icas y el sistema
de intendencias en Nueva España, México, fce, 1996.
12. Es ya clásico el libre de Nettie Lee Benson, La diputación prov in cial y el fed eralism o
m exican o, México, colmex, 1955 (hay edición reciente de colmex/unam, 1996). Véase el más
reciente de Alicia Hernández Chávez, La tradición repu blican a y el buen gobiern o, México,
colm ex/fce, 1 9 9 3 .
13. Miriam Galante ha hecho un recorrido por la historiografía reciente sobre la influencia
del proceso gaditano en México, «La revolución hispana a debate: lecturas recientes sobre la
influencia del proceso gaditano en México», en Revista Complutense d e Historia d e A m érica,
(2007), vol. 33, pp. 93-112.
14. José Barragán Barragán, Temas d el liberalism o gaditano, México, unam, 1978.
15. M. Ferrer Muñoz, J. R. Luna Carrasco, Presencia d e doctrinas constitucionales extran­
jeras en el prim er liberalism o m exicano, México, u n a m , 1996.

58
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

constituir el referente federal más cercano.16 Mauricio Merino ha reconocido, al


menos, tres rasgos de continuidad con el sistema liberal español: 1) la idea de
que el poder ejecutivo necesitaba de un grupo de notables para ser ejercido con
probidad y eficiencia, en tanto que el poder regional tendría que depositarse en
el Congreso local; 2) los sistemas electorales indirectos que, sin embargo, fueron
abandonados en España en la década de los treinta, y 3) en el ámbito del Gobier­
no interior, de municipios y provincias, se mostró la influencia, más o menos fiel,
del Título VI de la Constitución de Cádiz.17
Si la República federal de 1824 debe parte de sus concepciones y organización
a la herencia española, sin embargo, se presenta como una transacción necesaria
entre los poderes regionales y el poder Federal. Como resalta Alicia Hernández
Chávez, la representación de corte confederal durante la primera República de­
riva de un compromiso entre los intereses territoriales y el federal que se puede
entender de las formas constitucionales que los parlamentarios de cada Congreso
estatal incorporan,y en el carácter de gran asamblea de potentados territoriales del
congreso general.18 Fue el resultado de la tensión entre distintos conceptos de fe­
deración, en la que centralistas (Fray Servando Teresa de Mier),19 moderados (José
María Luis Mora) y federales radicales (Miguel Ramos Arizpe) tuvieron que pactar
un orden político que expresaba un equilibrio entre viejos y nuevos modos de
organización social (corporaciones frente a individuos) y entre viejas y nuevas
fuerzas políticas. El resultado, como bien se sabe, ha sido un modelo político que
nominalmente era federal, pero con unos componentes confederales, con el peso
de las corporaciones (Iglesia y Ejército) que propiciaron un futuro incierto como

ló. Raúl Zamorano Farias ha hecho hincapié en los elementos culturales que caracteri­
zan la construcción del Estado mexicano y su «dependencia» de la experiencia colonial en
«Democracia y constitucionalismo en América latina. El federalismo mexicano: entre el texto
y el contexto», en F. Fernández Lizcano (coord.), Entre la utopía y la rea lid a d . E nfoque p a r a
una interpretación histórica y conceptual d e la d em ocracia en A m érica latina, México, uaem/
unam, 2006, pp. 199-236.
17. Mauricio Merino, «La formación del Estado nacional mexicano», en F. Colom González
(ed.), Relatos d e nación. La construcción d e las identidades nacion ales en el m undo hispáni­
co, Madrid, csic/oEi/Iberoamericana Vervuert, 2005, tomo I, pp. 337 y ss.
18. Alicia Hernández Chávez, «La constitución de la nación mexicana», en A a w La consti­
tución d e 1824. La consolidación d e un p a cto mínimo, México, colmex, 2008, p. 61.
19. Fray Servando de Teresa Mier se pronunció a favor del federalismo, pero contenido y
alejado de los presupuestos del federalismo norteamericano. Su propuesta de un federalismo
razonable y moderado quedó perfectamente delimitada en su Discurso d e las P rofecías que,
en calidad de diputado por Nuevo León, pronunció en el Congreso constituyente el 13 de di­
ciembre de 1823. Véase Roberto Breña «Pensamiento político e ideología en la emancipación
americana. Fray Servando Teresa de Mier y la Independencia absoluta de la Nueva España»
www.coLMEx.mx/centros/cei/.../Articulos/FraySer.art.RB.doc. Allí criticó la posición de Jalisco,
Zacatecas, Oaxaca, Provincias internas y Yucatán en la medida que éstas podían producir la
fragmentación de México como una unidad política. Véase Mariana Terán Fuentes, Sobera­
nía, ciu d a d a n ía y representación en la experiencia confederal. Zacatecas, 1823-1835, p. 14.
Texto original mecanografiado. Agradezco a la autora la consulta del mismo.

59
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

quedó de manifiesto años después por las tentativas centrípetas desarrolladas


desde los años treinta que acabaron con las leyes centralistas de 1836.20
El modelo político creado a raíz de la revolución doceañista no puso en cues­
tión la forma de Gobierno. En España esa era de forma inequívoca la Monarquía,
acompañada de un catolicismo que quedaba recogido en el artículo 12 de la
constitución gaditana. Se planteaba, eso sí, un debate de largo alcance entre el ab­
solutismo y el liberalismo que sólo después de dos décadas se resolvió a favor de
una Monarquía constitucional que para su asentamiento hubo de limitar algunos
de los fundamentos de la cultura política gaditana (soberanía nacional, sufragio
indirecto, poder local, separación de poderes, milicia nacional...). En ese proceso
los pronunciamientos a favor de una república fueron, en la práctica, inexistentes
ya que los atisbos de republicanismo fueron mínimos y sólo se encuentran en
algunas proclamas del primer liberalismo como en El Robespierre español,21 o
en un sector de la comunería que en el Trienio liberal (1820-1823) apostaba por
una radicalización del liberalismo.22 Si en el caso mexicano el republicanismo se
presentaba como una marca asociada al liberalismo político, en España, por el
contrario, no podemos hablar de un movimiento republicano constituido hasta la
década de los cuarenta, cuando el liberalismo posrevolucionario rompe en toda
su extensión con la herencia gaditana y en su versión moderada renuncia incluso
a la soberanía nacional, a una comunidad de ciudadanos, para crear un orden po­
lítico de propietarios, centralista y confesional. Para entonces, aunque en España
no fue reconocida la independencia mexicana hasta 1836,23 el triunfo del republi­
canismo federal marca un tiempo de debate entre centralismo y federalismo, en
tanto que en España se establece una confrontación entre carlismo (Monarquía
tradicional) y liberalismo (Monarquía constitucional) que solo se resolverá con el
triunfo de este último en 1839.
Esa predilección por el régimen monárquico en España en contraposición al
dominante republicanismo de la América latina está en línea con las preferencias
que la vieja Europa tuvo en el período postrevolucionario. Pasados los prime­
ros momentos de impacto de la Revolución Francesa, y derrotado Napoleón en

20. Para un análisis detallado del proceso de construcción de federalismo véase Josefina
Zoraida Vázquez (coord.), El establecim iento del fed eralism o en M éxico (1821-1827), México,
co lm e x , 2 0 0 3 .
21. Se publicó en Cádiz entre 1811 y 1812 por el médico Pedro Pascasio Fernández Sar-
dino.
22. Alberto Gil Novales da cuenta de ello en Las sociedades patrióticas: 1820-1823. Ma­
drid, Tecnos, 1975.
23. Las relaciones entre España y México en el período de 1810 a 1836 han sido objeto de
varios estudios. Para una visión sintética véase Agustín Sánchez Andrés, «De la independencia
al reconocimiento. Las relaciones hispano-mexicanas entre 1820 y 1836», en A. Sánchez An­
drés y R. Figueroa Esquer (coords.), M éxico y España en el siglo xix. Diplom acia, relaciones
triangulares e im aginarios nacionales, México, u m s n h /ita m , 2003, pp. 23-52.

60
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Waterloo, el problema dejó de plantearse entre República y Monarquía, y se tras­


ladó a la constitucionalización de las monarquías desde la década de los treinta.
En este sentido, España se ubicó en las líneas maestras de su entorno bajo los
referentes del modelo británico, de un lado, y de la Francia orleanista, de otro.
Frente al dilema entre absolutismo o revolución, los regímenes europeos optaron
por la constitucionalización de la Monarquía que en distinto grado habría de ca­
racterizar el sistema francés, belga o italiano, posteriormente.
Como en el caso mexicano, el sistema de poder en España presenta también
elementos de continuidad con lo establecido por el Antiguo Régimen. Hace
ya varias décadas José María Jover24 resaltó como más allá de la confrontación
entre antiguo y nuevo régimen, el proceso de concentración de poder se forta­
leció desde los decretos de Nueva Planta en 1713-1716 y la formación en 1833
del nuevo sistema provincial, fundiendo una administración centralizada junto
a la unidad constitucional.25 Tras el triunfo liberal, los planteamientos del libe­
ralismo radical adscritos a la cultura política doceañísta26 fueron abandonados
por otros asociados al liberalismo postrevolucionario. Ese proceso en el que
el liberalismo español tuvo la doble tarea de acabar con el sistema político y
social de la Monarquía absoluta, de un lado, y también de construir un Estado
postrevolucionario, de otro, se llevó a cabo a través de una Monarquía constitu­
cional que rompía con cualquier pretensión de radicalización que recordara la
cultura política asociada a la Ilustración. Ese proceso que llevó a la liquidación
del orden señorial, del sistema gremial, la desvinculación y desamortización de
la tierra, la libre contratación y la constitucionalización del poder político sólo
pudo ser desarrollado en España bajo la forma monárquica.27 El liberalismo es­
pañol se asociaba de esta manera a una Monarquía que abandonaba la división
de poderes y pasado un tiempo, en su versión moderada, rechazaba la Sobera­
nía Nacional para, desde la afirmación de un Estado centralista y confesional,
renunciar incluso a la ciudadanía universal de raíz revolucionaria y acomodarse
a las aspiraciones de una alianza entre nobleza y burguesía que restringía el
sufragio, cambiaba la Milicia Nacional por la Guardia Civil y limitaba la parla-
mentarización de la vida política. Frente a ese proyecto liberal de tintes abierta­
mente conservadores, las aspiraciones democráticas de un sector de las clases

24. José María Jover, Prólogo al vol. xxxiv de la Historia d e E spaña Menéndez Pidal, Ma­
drid, Espasa-Calpe, 1981, pp. lv ii y ss.
25. Para ver como el liberalismo contempla la relación entre nación y provincia véase el
conjunto de ensayos recogidos en Carlos Forcadell y María Cruz Romeo (eds.), Provincia y n a ­
ción. Los territorios del liberalismo, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico» (csic), 2006.
26. Véase Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Política y constitución en España, 1808-
1978, Madrid, c e p c , 2007.
27. Véase el trabajo sintético de Pedro Ruiz Torres, «Del Antiguo al Nuevo Régimen: ca­
rácter de una transformación», en Antiguo régimen y liberalismo. H om enaje a Miguel Artola.
Vol. I. Visiones generales, Madrid, Alianza Ed., 1994, pp. 159-192.

61
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

populares hubo de optar por la afirmación de un republicanismo que acabaría


adoptando diversas propuestas políticas.

2. LIBERALISMO Y REPUBLICANISMO

Las relaciones entre Estado nacional, liberalismo, republicanismo, federación y


centralismo constituyen en México y España capítulos específicos de su devenir
histórico y respondieron, con desigual designio, a las exigencias de cada país y a
los modelos de construcción nacional que fueron ensayados a ambos lados del
atlántico. En México, el federalismo hubo de aplicarse para evitar la desmembra­
ción de la Nueva España y el «rechazo» del liberalismo fue la expresión del peso
que en ese proceso tuvieron tanto las elites sociales de las diversas provincias
como del papel que la Iglesia y el Ejército en su gestación. En España, el libera­
lismo fue tanto el instrumento con el que se dio fin a la Monarquía absoluta y la
defensa de un orden centralizado, como el freno del federalismo, constituyendo
ambos ingredientes significativos del proceso revolucionario. Ya en los debates
parlamentarios de las Cortes de Cádiz, cuando se planteaba la cuestión federal
bajo la presión de los representantes americanos, figuras preeminentes del pri­
mer liberalismo español rechazaron cualquier pretensión federal. La defensa de
la Soberanía Nacional, entendida como una realidad unitaria e indivisible, frenó
cualquier tentativa de conformar un orden liberal de componentes autonomis­
tas. Este carácter unitario, uniformizador, quedó perfectamente reflejado en los
debates parlamentarios sobre los municipios y las diputaciones provinciales.28
Frente a las concepciones del Ayuntamiento como una representación popular
(social), tanto Argüelles comoToreno y Muñoz Torrero mantuvieron al municipio
como subalternos del poder ejecutivo. Como resaltaba el conde deToreno en las
Cortes: «Este es el remedio que la constitución, pienso, intenta establecer para
apartar el federalismo, puesto que no hemos tratado de formar sino una Nación
sola y única,»29
Este freno de cualquier pretensión federalizante en el primer liberalismo es­
pañol se asentaba no sólo en el rechazo de la pluralidad de territorios que habían
caracterizado el Antiguo Régimen, y a su concepción de la Soberanía Nacional
como una realidad indivisible, sino también a que entendían el federalismo como
propio del republicanismo y ese horizonte nunca fue contemplado entre los pri­

28. Concepción de Castro ha estudiado en detalle las diversas concepciones que sobre el
municipio tuvieron los liberales españoles, La revolución liberal y los municipios españoles,
Madrid, Alianza, 1979-
29. Recogido en Roberto Breña, El p rim er liberalismo españ ol y los procesos d e em an cip a­
ción d e América, 1808-1814. Una revisión historiográfica del liberalism o hispánico, México,
c o l m e x , 2005, pp. 168-169.

62
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

meros liberales españoles. Como nos recuerda Manuel Chust,30 con ello se preten­
día acentuar el componente historicista y alejarse del modelo francés, republicano
y jacobino, al mismo tiempo que se «britanizaba» la revolución liberal. En el caso
español la construcción del Estado y la nación se hizo, pues, desde presupuestos
antirrepublicanos y antifederales. Si la revolución liberal en España se conformó
desde la alianza entre la nobleza y la burguesía, se postuló como declaradamente
antidemocrática, centralizadora y confesional, el republicanismo, por su parte, se
hizo portavoz de las aspiraciones populares, se declaró democrático, laicista y
descentralizados La República federal representa en España una articulación del
Estado y la nación muy distinta de aquella que expresa en México el federalismo
de 1824. De otro lado, cuando en México se lleva a cabo la revolución liberal, a
partir de la constitución de 1857 y las leyes de reforma, en España el republica­
nismo es ya reconocible como la aspiración democrática de amplios sectores de
la población. Una democracia que, tras la revolución Gloriosa de 1868, se escinde
en dos líneas, monárquica y republicana, pero que, más tarde, tras el fracaso de la
Monarquía de Amadeo de Saboya, deviene en la Primera República en 1873.31 Para
entonces liberalismo y republicanismo en España ya han confrontado reiterada­
mente, conociendo cada una de las partes sus propios procesos de decantación,
pero mostrando uno y otro que responden a aspiraciones sociales, propuestas po­
líticas e imaginarios no sólo bien delimitados, sino declaradamente antagónicos.
Constituyen, en definitiva, culturas políticas distintas.32
Tradicionalmente la historiografía ha hecho en el caso mexicano una casi iden­
tificación entre liberalismo y federalismo, por más que una y otra pertenezcan a
tradiciones y culturas políticas bien diferentes. Alicia Tecuanhuey33 ha mostrado
cómo la historiografía reciente ha abordado la relación entre republicanismo,
liberalismo e independencia por parte de la historiografía, la Ciencia Política y
el Derecho. Y por su parte, Ambrosio Velasco Gómez, desde la filosofía política,

30. Manuel Chust, «América y el problema federal en las Cortes de Cádiz», en J. A. Pique­
ras y M. Chust (comps,), R epublicanos y repúblicas en España, Madrid, Siglo xxi, 1996, pp.
60-61; también en «Nación y federación: cuestiones del federalismo hispano», en M. Chust
(ed.), Federalism o y cuestión fed era l, Castellón de la Plana, Universität Jaume I, 2004, pp. 11-
45; «Federalismo avant la lettre en las Cortes hispanas, 1810-1821», en El establecim iento del
federalism o en M éxico (1821-1827), op. cit., pp. 77-114.
31. Para una visión de conjunto del Sexenio democrático véase R. Serrano García (dir.),
España, 1868-1874. Nuevos enfoques sobre el Sexenio Democrático, Valladolid, Junta de Cas­
tilla y León, 2002.
32. La cultura política republicana ha sido objeto de varios trabajos recientes. Véanse
Román Miguel González, La p asió n revolucionaria. Culturas políticas republicanas y movili­
zación p op u lar en la España d el siglo xix, Madrid, c e p c , 2007; Florencia Peyrou, Tribunos del
pueblo. D em ócratas y republicanos durante el rein ado d e Isabel II, Madrid, c e p c , 2008; Javier
de Diego, Im a g in a rla República. La cultura política del republicanism o español, 1876-1908,
Madrid, c e p c , 2008.
33. Alicia Tecuanhuey, «En los orígenes del federalismo mexicano. Problemas historiográ-
ficos recientes», en Revista Complutense d e Historia d e América, (2007), vol. 33, pp. 71-91.

63
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ha escrutado esas tradiciones en la política contemporánea de México. Para éste,


una vez verificada la distinta trayectoria que representan ambas tradiciones y la
propuesta de dos modelos de democracia, republicana y liberal, ambas corrientes
han estado presentes en la historia del México independiente, tanto en los mo­
mentos de la independencia, como un siglo más tarde, en tiempos de la revolu­
ción. Pero una y otra fase no siempre facilitaron la conformación de un verdadero
Estado nacional de corte democrático, una tarea que solamente en las últimas
décadas parece haberse iniciado.34
La historiografía mexicana de las últimas décadas ha hecho hincapié en la
necesidad de superar la vieja confrontación entre liberalismo y conservadurismo
desde la perspectiva de que el primero era la expresión del federalismo, en tanto
que el conservadurismo representaba el monarquismo y la vuelta al viejo orden
colonial. Durante décadas fue esa fue una concepción que representaron muy
bien autores como W. H. Callcott, D. Cosío Villegas y J. Reyes Heroles.35 Esa inter­
pretación fue puesta en cuestión por el ya clásico estudio de Charles Hale36 sobre
Mora y, sobre todo, por una historiografía reciente que ha precisado mucho más
los instrumentos de análisis y los conceptos políticos e históricos.37
Historiadores como Antonio Annino, José A. Aguilar, R. Rojas, Josefina Zorai-
da Vázquez,Alicia Hernández ChávezJ.Antonio Serrano, Manuel Chust, Marcello
Carmagnanni, y Luis Barrón, entre otros, de un lado, y politólogos, juristas y so­
ciólogos como Fernando Escalante Gonzalbo, Mauricio Merino o Roberto Breña,
de otro, han indagado el alcance del liberalismo en el primer republicanismo y
cómo los ideales del doceañismo pudieron constituir un instrumento beneficioso
para la politización de los pueblos y su efectiva incorporación al sistema repre­
sentativo. Para Luis Medina Peña,38 la introducción simultánea de las elecciones
y el concepto de ciudadanía por las Cortes de Cádiz dio una nueva proyección a
los procesos de formación de las redes políticas, sobre todo en las zonas urbanas.

34. Ambrosio Velasco Gómez, «Liberalismo y republicanismo: dos tradiciones en la demo­


cratización en México», en Revista Internacional de Filosofía Política, 12 (1 9 9 8 ), pp. 1 1 6 -1 3 9 .
35. Sus obras constituyen una referencia inestimable para el conocimiento del liberalismo
mexicano. W. H. Callcott, Liberalism in México, 1857-1929, Hamden Conneticut, Archon
Books, 1965; D. Cosío Villegas, La constitución del 5 7 y sus críticos, México, Hermes, 1957;
J. Reyes Heroles, El liberalism o m exicano, 3 vols., México u n am , 1961.
3 6. Charles A. Hale, El liberalism o m exican o en la época d e Mora, 1821-1853, México.
Siglo xxi, 1 9 7 2 (la primera edición americana es de 1 9 6 8 ).
3 7. Véanse, al respecto, Alfredo Ávila, «Liberalismos decimonónicos: de la historia de
las ideas a la historia cultural e intelectual», en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre
la nueva historia p olítica d e A m érica Latina. Siglo xix, México, c o l m e x , 2 0 0 7 , pp. 1 1 1 - 145;
Mirian Galante, «El liberalismo en la historiografía mexicanista de los últimos veinte años», en
Secuencia, 5 8 (2 0 0 4 ) , pp. 1 6 1 -1 8 7 ; para una revisión del conservadurismo mexicaño en la
época contemporánea, E. Pañi (coord.) Conservadurismo y d erech as en la historia d e México,
México d f , f c e /c n c a /2 0 1 0 , 2.
3 8 . Luis Medina Peña, Invención d el sistema político m exicano. Form a d e g obiern o y go-
bern abilid ad en M éxico en el siglo xix, México, f c e , 2 0 0 4 , pp. 1 2 0 y ss.

64
LIBERTAD. FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Como un elemento totalmente novedoso, la ciudadanía gaditana habría contribui­


do a acelerar la configuración y articulación de los derechos políticos a partir de
las ciudades y villas, y venía así a consolidar la transformación de las relaciones
políticas precedentes. Pero no sólo en ciudades y villas, en las zonas rurales, como
muestran los trabajos de Michael Ducey,39 Peter Guardino40 y Eric Van Young,41 la
cultura del liberalismo doceañista proporcionó a los indios de las aldeas un nue­
vo discurso sobre derechos políticos y ciudadanía que habría acentuado su idea
de nación y, cómo demostró Guardino, los nuevos ayuntamientos constituciona­
les sirvieron como el principal punto de unión del campesino indígena con la
idea y la práctica del Estado nación. ¿Cabe, pues, hablar, como han insistido varios
autores, del «liberalismo de los pueblos» como resultado de la acomodación a la
nueva cultura política introducida por la experiencia gaditana?
La valoración que la historiografía ha hecho de esa penetración del liberalis­
mo gaditano en la cultura política de la sociedad mexicana ha sido muy variada.
Casi todos los autores reconocen esa influencia, pero su alcance es objeto de
debate y la conversión de súbditos en ciudadanos activos parece que fue, sin
duda, muy desigual y necesariamente lenta. Derechos ciudadanos, representación
y gobernabilidad apuntan a una compleja relación entre Liberalismo, República y
Estado nacional. Antonio Annino42 ha resaltado que, efectivamente, la penetración
de las ideas liberales modificó el comportamiento político de los pueblos, pero,
a su vez, el liberalismo mexicano presenta dos caras; por una parte, impulsó la
búsqueda de una nueva forma de estabilidad política, pero, al mismo tiempo, en
su desarrolló acentuó las tensiones como muestran las polémicas entre liberales
y conservadores, entre centralistas y federales. Como han demostrado diversos
estudios, el liberalismo popular en el siglo xix estuvo asociado al intento de trans­
formar el Ejército (conservador) en una guardia armada (Guardia Nacional) de
corte más liberal, como apuntan los trabajos de Alicia Hernández Chávez.43 Ese
protagonismo de los pueblos no se debilitó a lo largo del siglo, como indican

39* Véase Michael T. Ducey, «Hijos del pueblo y ciudadanos. Identidades políticas entre
los rebeldes indios del siglo xix», en B. Connaugthon, C. Illades y S. Pérez Toledo (coords.),
Construcción d e la legitim idad p olítica en M éxico en el siglo xix, México, El Colegio de Mi-
choacán, u a m / u n a x /c o l m e x , 1999, pp. 127-152.
40. Véase The Time o f Liberty: P opular Political Culture in O axaca, 1750-1850, Durhan
N.C. London, Duke University, 2005.
41. Eric Van Young, «Etnia, política e insurgencia en México, 1810-1821», en Manuel Chust
e Ivana Frasquet (eds.), Los colores d e las independencias iberoam ericanas. Liberalismo, etnia
y ra z a , Madrid, csic, 2009, pp. 143-169.
42. Antonio Annino, «El Jano bifronte mexicano: una aproximación tentativa», en Antonio
Annino y Raymond Buve (coords.), El liberalism o en México, Hamburgo, a h í l a , Lit Verlag,
1993, pp. 176 y ss.
43. Alicia Hernández Chávez, «La Guardia Nacional en la construcción del orden republi­
cano» en Manuel Chust (ed.), Las arm as d e la n ación : independencia y c iu d a d a n ía en hispa-
noa?nérica (1750-1850), Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2008, pp. 221-246.

65
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

los pactos entre pueblos y el poder central en tiempos de Porfirio Díaz.44Vemos,


pues, que el intercambio político, el pacto entre entidades diferentes constituye
un elemento básico de la política mexicana del siglo xrx, antes y después de las
leyes de reforma. La debilidad del Estado fue una constante, y fueron los lazos
familiares, patrimoniales, «militares» y de compadrazgo, etc.; esto es, una elite de
notables y su capacidad de negociar con el poder central, lo que dominó la polí­
tica mexicana decimonónica. La transformación de la política tras la independen-
cia con la penetración del sistema de representación gaditano liquidó las viejas
jerarquías territoriales, pero al precio de fortalecer la «soberanía» de los pueblos, a
través de los Ayuntamientos.Tras la victoria republicana de 1824, las elites estata­
les tuvieron que recuperar xana soberanía que la representación política moderna
en su primera etapa había dispersado a lo largo de los territorios. La afirmación
de México como un pueblo, contrastaba con la realidad de los pueblos. Como en
otro sentido insiste Mauricio Merino, Antonio Annino no deja de resaltar que el
Estado mexicano nació y se desarrolló sobre una base municipalista, más allá de
su forma federal.
El verdadero alcance de esas ideas liberales en la política práctica del México
del siglo xix ha sido puesto en cuestión por sociólogos como Fernando Escalan­
te Gonzalbo y politólogos como Roberto Breña. El primero ha resaltado cómo
el liberalismo como doctrina política fue la parte triunfante en la accidentada
trayectoria del siglo xix y un ingrediente indispensable de la retórica oficial del
siglo xx mexicano. Sin embargo, resulta más difícil ver, en algún momento, un
orden político propiamente liberal, con un derecho sólido, un Estado respetuoso
de la ley y un ámbito privado cierto y seguro. En definitiva, sostiene Escalante
Gonzalbo,45 a pesar de su predominio ideológico, el liberalismo es, en buena me­
dida un proyecto fracasado. Reconoce el autor la existencia de una diversidad
de liberalismos, pero en un momento histórico dado ese liberalismo se presenta de
una forma unitaria. Su idea es que el liberalismo mexicano del siglo xix se co­
rresponde con un orden social y político plural, definido a partir de sus rasgos
más notorios: predominio de los poderes locales, los intermediarios políticos, las
corporaciones, donde el Estado presenta una existencia precaria, con escasos
recursos y autoridad limitada, y donde falta un mínimo de cohesión social. En
estas circunstancias, el liberalismo tiene que ser revolucionario: estatista, republi­
cano, nacionalista y anticlerical; pero igualmente es una aspiración socialmente
limitada que necesita encontrar un acomodo escasamente liberal. Ese liberalismo

44. Para un estado de la cuestión sobre el porfiriato véase Mauricio Tenorio Trillo y Au­
rora Gómez Galvarriato, El porfiriato, c i d e / f c e , 2006.
45. Fernando Escalante Gonzalbo, «La dificultad del liberalismo mexicano», en Revista
In tern acion al d e Filosofía Política, 18 (2001) pp. 83-97; de una forma más sistemática, del
mismo autor C iudadanos im aginarios. M em orial d e los afan es y desventuras d e la virtud y
apología del vicio triunfante en la república m exicana, México c o l m e x , 1993.

66
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

discursivo que domina el México decimonónico se combina con un Estado débil,


con la influencia de la Iglesia católica y la dificultad de mantener una continuidad
ideológica e institucional con el pasado inmediato.Un conjunto de circunstancias
que, a semejanza de los casos español e italiano, reclama del Estado el desarrollo
de prácticas informales, de la adulteración del sufragio y el recurso a situaciones
excepcionales.46
La efectiva aplicación de las ideas liberales en el México de la independen­
cia ha sido objeto de atención detallada por parte de Roberto Breña47 que, a
diferencia de Alicia Hernández y Antonio Annino, la considera más débil de lo
planteado por la historiografía. No niega Breña el impacto de las ideas liberales
en el proceso emancipador y en los pueblos, pero interpreta que su alcance debe
ser matizado, ya que cuando se contrasta con los hechos históricos su presencia
se presenta muy endeble. Desde su punto de vista, a pesar de admitir el carácter
real del liberalismo de los pueblos, considera Breña que éste fue más un elemento
instrumental que el resultado de una verdadera convicción liberal. De este modo,
más que de una confrontación entre absolutismo y liberalismo, Breña apuesta por
una reformulación en términos de tradición y reforma, con lo que las aristas de la
ruptura entre viejo y nuevo orden quedan muy matizadas.A través de un recorri­
do por la obra de V. Guedea Jaime Rodríguez, D. Brading,T. Anna, M. Ferrer Muñoz,
López Cámara,48J. Reyes Heroles, Ch. Hale y otros especialistas en la independen­
cia y el liberalismo mexicano, concluye en la necesidad de limitar el alcance de la
historia intelectual para verificar el contenido efectivo de los discursos y las ideas
en la liquidación del orden colonial y la implantación del México moderno. Esa
acomodación a la superación del antagonismo entre absolutismo y liberalismo y
su sustitución por reforma y tradición se ajustaría mejor al propio estudio que la
historiografía reciente ha hecho del republicanismo y del liberalismo mexicano
del siglo xix.
A lo largo del siglo, en línea con lo que Charles Hale ha planteado en su estu­
dio sobre Mora, más que de confrontación abierta entre conservadores y liberales

46.Tanto en México como en España esta situación se ha «resuelto» con la intervención


del Ejército y el recurso al estado de excepción. Véase para el caso mexicano José Antonio
Aguilar, El m anto liberal. Los p od eres d e em ergencia en México, 1821-1876, México, u n a m /iij,
2001; para el español el ya clásico de Manuel Ballbé Prunes, Orden pú blico y militarismo en
la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza, 1983.
47. Roberto Breña, «La consumación de la independencia de México. ¿Dónde quedó el
liberalismo?», en Revista In tern acion al d e Filosofía Política, ló (2000), pp. 59-93. Con más
detalle en «En torno al liberalismo hispánico: aspectos del republicanismo, del federalismo
y del iliberalismo de los pueblos en la independencia de México», en I. Álvarez Cuartero, J.
Sánchez Gómez (eds.), Visiones y revisiones d e la in depen den cia am erican a; México, Cen-
troam érica y Haití, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2005, pp. 179-204; también en El
prim er liberalism o español.... op. cit.
48. Francisco López Cámara, La génesis d e la con cien cia liberal en México, México, c o l -
m ex, 1954.

67
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

habría que considerar la diversidad del liberalismo mexicano que, al igual que
sus referentes europeos, mostró una pluralidad de registros. Los conservadores,
como el caso de Lucas Alamán, no son ya ubicados en el terreno del monarquis­
mo reaccionario sin más, sino que se sitúan en un campo de mayor contención
de sus ideales liberales y en la apreciación de una república centralizada, como
habría de pronunciarse en la década de los treinta. No hay que olvidar que tan­
to Mora como Alamán pertenecieron al clan de los escoceses y que el mismo
Mora podría ser identificado con un liberalismo moderado, no con posiciones
extremas. En la segunda mitad del siglo xix, el mismo Hale49 ha resaltado cómo el
porfirismo no constituye una ruptura con la tradición liberal, sino un ajuste de
carácter conservador, bajo el impacto de las ideas positivistas que representaron,
entre otros, Justo Sierra, F. Bulnes o F. Cosmes. Un liberalismo postrevoluciona­
rio que reclama para el caso mexicano la necesaria distinción entre liberalismo
iusnaturalista o revolucionario y positivista o postrevolucionario. En la historia
mexicana la experiencia de las tres repúblicas (confederal, 1824), federal (1857)
y social (1917) sugiere una reformulación del liberalismo para observar no sólo
sus modulaciones internas, sino las potenciales correspondencias que tiene su
devenir histórico con el liberalismo europeo de su tiempo50. En su estudio de
la retórica política mexicana, recientemente Elias Palti desde la historia de los
conceptos ha temporalizado los discursos políticos del siglo xix distinguiendo un
momento maquiavélico (1824-1836), otro hobbessiano (1836-1848) y, finalmente
otro rousseaniano (1848-1853)-51
El problema de la relación en España entre Estado moderno y liberalismo pre­
senta una fisonomía distinta. Comparte con el caso mexicano el uso de fórmulas
complementarias de las leyes, como el fraude electoral52 y el recurso a la violen­
cia, pero no tiene el carácter crítico que presenta en el caso mexicano. Aunque
en menor grado en la España del siglo xix existe también una clara desarticula­
ción social, alimentada además por la persistencia de marcos jurídicos plurales
(fueros) provenientes del Antiguo Régimen que no fueron superados hasta muy
avanzado el siglo xix. El resultado es que la capacidad del Estado para dirigir la so­

49. Charles Hale, La transform ación d el liberalism o en M éxico a fin es d el siglo xix, México,
Vuelta, 1991. Hay edición reciente de c o l m e x , 2005.
50. Para un análisis del liberalismo contenido en la Constitución de 1857 y las leyes de
reforma véase el ya clásico de Jacqueline Covo, Las ideas d e la R eform a en M éxico (1855-
1861), México, u n am , 1981; para el caso español M. Suárez Cortina (ed.), Las m áscaras d e la
Libertad. El liberalism o español, 1808-1950} Madrid, Marcial Pons/Fundación Sagasta, 2003-
51. Elias José Palti, «El liberalismo mexicano del siglo xix: transcendencia e inmanencia»,
en Metapolüica, VII, 31, pp. 62-74. Con más detalle en La invención d e una legitimidad: ra ­
zón y retórica en el pen sam ien to m exican o del siglo xix, México, f c e , 2005.
52. La política clientelar y caciquil constituye un elemento decisivo del desarrollo política
de la España liberal, al menos desde el régimen isabelino. Véase A. Robles Egea (comp.),
Política en p en u m bra: patron azg o y clientelismo políticos en la España contem poránea, Ma­
drid, Siglo xxi, 1996.

68
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ciedad resulta insuficiente, que el uso de la centralización administrativa coexiste


con una gran disparidad social y que la inestabilidad gubernamental se expresa
en la falta de consenso para encontrar un común denominador entre tradicio-
nalistas, republicanos y liberales. También España conoció varias guerras civiles
(carlistas, -1833-1839,1872-1876-; cantonal -1873-; Cuba, 1868-1878; 1879-1880
y 1895-1898) y la inestabilidad se expresa en la existencia de constituciones en
1808,1812,1834,1837,1845,1856,1869,1873 y 1876, junto a un proceso codi­
ficador que solo pudo desarrollarse en la década de los ochenta en plena Restau­
ración.53 El mismo liberalismo postrevolucionario mostró una clara división entre
progresistas y moderados que no lograron encontrar un común denominador
para garantizar la vida del Estado.

3. LA CUESTIÓN FEDERAL EN ESPAÑA Y MÉXICO

La construcción del Estado y la nación en España y México pasó, como vemos,


por situaciones difíciles.54 En el caso mexicano se enfrentó a la oposición entre
centralistas y federales y antes del triunfo definitivo del federalismo y del libera­
lismo, conoció una derrota militar con los eeuu que llevó a la pérdida de la mitad
de su territorio nacional. El resultado, en todo caso, fue la revolución de Ayutla,
la constitución federal y liberal de 1857 y las leyes de reforma que llevaron la
revolución liberal a México.Tras cuatro décadas desde la independencia, México
afirmaba los principios del liberalismo y consolidaba una República federal que
aún tuvo que vencer una guerra civil contra los conservadores para ubicarse en
el campo del liberalismo republicano.55 Este proceso que estuvo en gran parte
dominado por el peso del Ejército y la Iglesia, con una gran inestabilidad interior,
se encontró con una dura confrontación entre los estados y el Poder Federal, con
una constante presión externa -de España por recuperar su dominio, de los eeuu ,
de Francia o Inglaterra- que acabó en dos guerras -la primera por la indepen­

53. Las dificultades del proceso codificador han sido estudiadas por Juan Baró Pazos, La
codificación d el derecho civil en España, 1808-1889, Santander, Universidad de Cantabria,
1992.
54. Una perspectiva comparada de México y España en Jaime Rodríguez O. (coord.), Las
nuevas naciones. España y México, 1800-1850, Madrid, Mapfre/Instituto de Cultura, 2008;
también M. Suárez Cortina y T. Pérez Vejo (eds.), Los cam in os d e ciu d ad an ía. M éxico y Espa­
ña en perspectiva com p a ra d a, Madrid, Biblioteca Nueva/Publican, 2010.
55. Para una caracterización histórica del federalismo mexicano véase Ricardo Monreal
Ávila, Origen, evolución y perspectivas del fed eralism o m exicano, México, Porrúa/Facultad
de Derecho, 2004; Jacinto Faya Viesca, El fed eralism o m exicano. Régimen constitucional del
sistema fed eral, México, Porrúa, 2004; Alicia Hernández Chávez (coord.), ¿Hacia un nuevo
federalism o?, México, f c e /c m , 1996.

69
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

dencia de Tejas- y más tarde con el enfrentamiento con los eeuu , que llevó a gran
crisis nacional.
El nacimiento y consolidación del Estado moderno en España se desarrolló
también en medio de fuertes tensiones, como muestra la guerra carlista y la ines­
tabilidad constitucional, pero a diferencia de México no tuvo alteraciones terri­
toriales56 una vez que la pérdida de las colonias americanas -excepción de Cuba
y Puerto Rico- situó en el ámbito peninsular el horizonte de futuro de la España
liberal.57 De otro lado, aunque en España se dio una pugna entre aquellas concep­
ciones doctrinarias que establecían la soberanía compartida entre rey y cortes y
las liberales más radicales que no renunciaban a la Soberanía Nacional, la cuestión
de la soberanía no alcanzó la fuerza y repercusiones que muestra el caso mexica­
no. No es que en España el federalismo no presentara una concepción alternativa,
establecida sobre la base de la soberanía popular, pero su fuerza fue muy reducida
hasta los años del Sexenio Democrático (1868-1874). En México, por el contrario,
la propia conformación de la Independencia y de la Constitución de 1824 se en­
contraba con una fuerte pugna entre: a) aquellos sectores que sostenían que la
soberanía del pueblo mexicano era una e indivisible y llevaba a una concepción
centralista, en su versión más extrema, b) aquella otra del federalismo de los sec­
tores del liberalismo moderado, c) en el caso de los radicales, que interpretaban
que los estados representaban la soberanía de su población dentro de la nación
mexicana, d) en su versión más extrema, la de un sector confederalista planteaba
que la soberanía solamente podía ser representada por los poderes de los estados.
Para ellos el Gobierno nacional representaría a los estados con poderes electos
de sus gobiernos, y sus facultades debían limitarse a dirigir la política exterior co­
mún de la República. En este sentido los gobiernos estatales serían completamen­
te autónomos entre sí, sin subordinación alguna a las autoridades nacionales.58
La Constitución mexicana de 1824 reconoció el principio de la doble sobera­
nía y dio autonomía a los estados para resolver sus problemas domésticos, pero
desde 1830, los federales moderados fueron limando ese planteamiento hasta
que en 1836 la República federal se convirtió en centralista en un proceso que

56. Véanse, en este sentido, los trabajos de Juan Pro Ruiz, «Controlar los territorios, extraer
los recursos: la construcción del Estado nacional en México y España» y de Juan Pan-Montojo,
«La construcción del Estado en España y México: la definición de los límites políticos y eco­
nómicos», en Los cam inos d e la ciu d ad an ía, op. cit.
57. Para un análisis del tratamiento dado por la historiografía reciente al tema de la cons­
trucción y desarrollo del Estado liberal, véase S. Calatayud, J. Millán y M. C. Romeo (eds.),
Estado y periferias en la España del siglo xix. Nuevos enfoques, Valencia, puv, 2009.
58. Catherine Andrews, «¿Reformar o reconstituir? El debate en torno al destino de la
constitución Federal y el sistema de gobierno (1830-1835)», en Landavazo, M. A. y Sánchez
Andrés, A. (coords.), Experiencias republicanas y m on árqu icas en México, A m érica Latina y
España. Siglos XIX y XX, México, m sn h /iih , 2008, pp. 15-43.

70
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ha analizado en detalle Michael P. Costeloe.59 La historiografía durante décadas


había caracterizado ambos proyectos como la expresión de una relación más o
menos directa entre monarquismo, conservadurismo y centralismo, de un lado,
frente a republicanismo, federalismo y liberalismo, de otro; sin embargo, los traba­
jos más recientes han reformulado este planteamiento resaltando los elementos
doctrinales y políticos que compartieron liberales como Mora y conservadores
como Alamán. Esa pugna entre federalistas y centralistas se habría de sostener a
lo largo de todo el siglo, más allá de que en 1836 las Siete Leyes fueran aprobadas
y que, más tarde, tras la derrota militar con los eeuu el federalismo saliera triun­
fante. Como ha resaltado recientemente María Luna Argudín, la consolidación
del horizonte federal-liberal no fue un proceso lineal y progresivo, sino lento y
complejo. A la altura de 1856 las diferencias entre federalismo y confederalismo
no se habían establecido claramente entre los miembros de la clase política. La
derrota del centralismo no significaba que el federalismo encontraba un común
denominador para determinar el modelo de Estado y sociedad que establecía la
Constitución de 1857 y las siguientes Leyes de Reforma. Los debates del Congre­
so constituyente de 1842, las bases orgánicas que rigieron el país entre 1843 y
1846, muestran las tensiones entre concepciones iusnaturalistas, de un lado, y el
peso del pactismo que garantizaba los fueros eclesiástico y militar, de otro. Fue
necesario el progresivo triunfo del pensamiento iusnaturalista para que el fede­
ralismo se transformara y se fuera fortaleciendo la conjunción entre federalismo
y liberalismo. La Constitución de 1857 no dejaría de ser, de esta manera, una
especie de compromiso entre federalismo y confederalismo, la superación en
cierto modo de aquella doble tensión entre confederalismo-federalismo y dere­
cho natural y libertades pactistas que había dominado las primeras décadas del
México independiente. La Constitución del 57, en definitiva, expresaba la culmi­
nación de ese doble tránsito: del pactismo al iusnaturalismo y del confederalismo
al federalismo.60
La tensión entre confederalismo y centralismo que dominó la vida política
mexicana tuvo una formulación distinta en España a lo largo del siglo xix, ya
que no se puso en cuestión la soberanía y siempre se interpretó que la nación
era una, España. La confrontación en términos desiguales se desarrolló entre las
concepciones centralistas del liberalismo y un federalismo que no tuvo fuerza
hasta el Sexenio democrático. La revolución liberal tuvo una posición declara­
damente defensiva de toda propuesta federalizante como muestran los debates
parlamentarios, tanto en las Cortes de Cádiz como durante el Trienio constitu­
cional. El primer rechazo del federalismo, como ya se apuntó más arriba, provi­

59. Michael P. Costeloe, La R epública central en M éxico, 1835-1846. «Hombre d e bien» en


la época de Santa Anna, México f c e , 1993-
60. María Luna Argudín, El Congreso y la política m exican a (1857-1911), México, f c e /c m ,
2006, pp. 37 y ss.

71
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

no del intento por conformar una nación española a los dos lados del Atlántico,
pero rechazando la pretensión de los diputados americanos para establecer un
régimen autonómico, como se observó en el debate constitucional sobre el Go­
bierno interior de las provincias y los pueblos. La posición del primer liberalismo
español -en especial, Toreno,Argüelles y Muñoz Torrero- vino determinada por
su doble propósito de unificar la dispersión señorial del Antiguo Régimen y de
neutralizar las aspiraciones autonómicas de los americanos.Ante la acusación de
proponer un modelo federal, los diputados americanos -Leiva, Mendiola, Guridi y
Alcocer y Ramos Arízpe- sustentaban la idea de que su propuesta de garantizar la
potestad representativa de los ayuntamientos y diputaciones provinciales no era
caer en el federalismo. El problema habría de suscitarse de nuevo en las Cortes
de 1820 tras seis años de absolutismo y restauración colonial cuando Ramos Ari-
zpe planteó que en «los países de Ultramar» se separaran las intendencias de los
mandos militares, deslindado la administración político-económica de la militar.
Como continuación de la estrategia los diputados mexicanos propusieron que se
creara en cada intendencia una diputación provincial, un debate que fue alterado
por las noticias del Plan de Iguala. A la altura de junio de 1821 los diputados ame­
ricanos reclamaban desde el constitucionalismo una descentralización de los tres
poderes de Madrid: unas Cortes propias, un Gobierno propio, un poder judicial
propio y, en consecuencia, igualmente una hacienda propia.
Bajo el liderazgo de los diputados mexicanos -Michelena y Alamán- los ame­
ricanos propusieron que hubiera tres secciones de las Cortes en América: una
en Nueva España, otra en el Reino de Nueva Granada y una tercera en Perú, con
capitales respectivamente en México, Santa Fe y Lima. Esas secciones de Cortes
tendrían las mismas competencias que las generales en su territorio, a excepción
de la política exterior. Y junto al Legislativo se contemplaba la creación de un Eje­
cutivo que actuara por delegación del rey. Estas reivindicaciones, firmadas por la
mayor parte de la diputación americana, fueron aceptadas por las Cortes, aunque
el 30 de junio se cerraban las sesiones de la legislatura y no se abrirían hasta el 22
de septiembre de 1821. Para entonces ya se habían firmado los Tratados de Cór­
doba y el 21 de septiembre se promulgaba la declaración de Independencia de
México. Como ha resaltado Manuel Chust,61 en aquellas propuestas, malogradas
en sus términos efectivos, quedaba el vínculo de unión, el símbolo de la Monar­
quía como forma de Gobierno, pero no ya el modelo de Estado que concibieron
los diputados liberales españoles.
Cuando en 1833, tras la muerte de Fernando VII se consolida la revolución
liberal en España -ya aceptada, que no reconocida la independencia americana-
la construcción del nuevo Estado discurre por unos cauces crecientemente cen-

61. Manuel Chust, «Nación y federación: cuestiones del federalismo hispano», op. cit
pp. 42-43.

12
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

tralizadores. La primera pieza de ese proceso lo representa la nueva organización


provincial del territorio decretada por Javier de Burgos en noviembre de 1833,
incluso antes del triunfo liberal, del Estatuto Real de 1834 y de la restauración
provisional de la Constitución de 1812. La liquidación de los ingredientes forales,
el viejo orden territorial de la Monarquía hispánica en la Península pasó por la
uniformización territorial, con la salvedad de los regímenes forales vasco y nava­
rro que habrían de ser eliminados en julio de 1876 por Cánovas del Castillo. Ese
proceso centralizador, de desarticulación del viejo orden preliberal y de freno a
cualquier tentativa de federalizar el nuevo Estado se llevó a cabo a partir de una
revisión centralizadora del poder local, de la eliminación del sufragio indirecto a
favor de uno restringido y de un proceso de codificación penal, civil y mercantil
que solo pudo cerrarse en la década de los ochenta.
Pero construir el Estado es, al mismo tiempo, extender sus acciones al con­
junto del territorio sobre el que se define la propia soberanía nacional. La centra­
lización y unidad constitucional debían hacerse efectivas y garantizarse a través
de un conjunto de acciones que representaban necesariamente el despliegue de
una Administración Pública como pilar básico de la construcción de ese Estado
liberal que se define frente al tradicionalismo y el federalismo y, en consecuencia,
regular diversos ámbitos de la vida económica, social y cultural de los españoles.
Porque, en definitiva, más a allá de sus dimensiones ideológicas, el Estado nacio­
nal tuvo como cometido prioritario controlar, defender y articular el territorio
soberano de la nación y en ello laAdministración Pública fue el brazo ejecutor de
ésta, en un proceso de carácter centralizador y uniformizador que se extendió a lo
largo de todo el siglo xix. Articulación y administración del territorio, gestión de la
defensa nacional, establecimiento de símbolos de la nación, desarrollo territorial,
entre otros cometidos, constituyen exigencias de cualquier Estado moderno más
allá de su formulación como República o Monarquía.62 En la España del siglo xix el
control y la definición del poder local, de sus atribuciones, representa uno de los
elementos más claros en la definición del modelo de Estado que se conforma.
Bajo la Constitución de 1812, el Ayuntamiento liberal mantenía atribucio­
nes muy amplias que abarcaban la administración civil del término correspon­
diente, sanidad, orden público, seguridad de personas y bienes, beneficencia,
escuelas de primera enseñanza, construcción y reparación de caminos, cárceles
y obras públicas, y de forma especial, la organización, reemplazo, armamento y
mandos de la Milicia Nacional,63 prevista por la constitución como fuerza civil
en apoyo de la revolución liberal. Una vez constituido legalmente el Ayunta­

62. Para un análisis de cómo el aparato del Estado se fue conformando a lo largo del siglo
xix véase J. Del Moral Ruiz, J. Pro Ruiz, F. Suárez Bilbao, Estado y territorio en España, 1820-
1930. La fo r m a c ió n del p a isa je nacional, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2007.
63. Sobre la Milicia Nacional véase J. S. Pérez Garzón, M ilicia N acional y revolución bur­
guesa: el prototipo madrileño, 1808-1874, Madrid, csic, 1978.

73
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

miento no podía ser suspendido ni disuelto, y aunque alcaldes y concejales sí


podían ser amonestados y sancionados por el jefe político y cesados aquéllos
cuya conducta pudiera dar lugar a un proceso judicial. Así pues, en la legisla­
ción local del doceañismo no hay norma alguna que autorice al poder Ejecuti­
vo a disolver un Ayuntamiento. Este planteamiento que respondía al objetivo
de armonizar liberalismo y centralización, de incorporar la vida municipal
a la acción del Estado, habría de ser modificado en sucesivas leyes llevan­
do a una dura confrontación entre moderados y progresistas por el modelo
de poder local y provincial. Los moderados, máximos defensores del Estado
centralista, diseñaron un sistema que acentuaba las restricciones electorales,
limitaba la libertad de imprenta y establecía la subordinación jerárquica de los
ayuntamientos y las diputaciones, a partir de la concentración de funciones y
autoridad en el jefe político, y en unos alcaldes en cuya elección participaba
el Ejecutivo.64 Cuando en 1843 se sustituye la Milicia Nacional por la Guardia
Civil65 se acentúa el componente centralizador del proyecto liberal modera­
do, el verdadero protagonista de la gobernación de España hasta la revolución
liberal de 1868.
Centralización y restricción de los derechos electorales, esto es, limitación de
la ciudadanía política a partir de la sustitución del sufragio indirecto por uno di­
recto, la eliminación del sufragio como derecho y su conversión en una función
social fueron medidas con las que el liberalismo postrevolucioario restringió la
ciudadanía política a los propietarios y ciertas capacidades.66 La nación de ciu­
dadanos devino en nación de propietarios. Progresistas y moderados pugnaron
por definir la soberanía, el alcance de la centralización y de la ciudadanía política;
así mientras que los primeros sustentaron la soberanía compartida entre Rey y
Cortes y maniataron con fuerza los poderes municipal y provincial; los segundos,
proclives a la soberanía nacional, defendieron un poder municipal menos inter­
venido y, sobre todo, trataron de desarrollar los planteamientos de una Monarquía
parlamentaria inspirada por el modelo inglés frente al peso que el centralismo
francés tuvo entre los moderados. Unos y otros, sin embargo, mostraron una afini­
dad notable frente a las pretensiones del republicanismo que en su concepción

64. Concepción de Castro ha estudiado en detalle esos modelos moderado y progresista


de ayuntamientos y diputaciones. Véase La revolución liberal y los municipios españoles}
op. cit.
65. Véase Diego López Garrido, La G uardia Civil y los orígenes d el Estado centralista,
Barcelona, Crítica, 1982.
66. Sobre las diversas concepciones de la ciudadanía véase Manuel Pérez Ledesma
(dir.), De súbditos a ciu d ad an os: u n a historia d e la ciu d a d a n ía en E spaña, Madrid, c e p c ,
2007.

74
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

democrática y popular confrontó abiertamente con la política de notables del


liberalismo.67
Frente a este proyecto, el federalismo español representó un modelo de Es­
tado y sociedad que chocaba frontalmente con la propuesta liberal. Socialmente
acogió las demandas de las clases populares rurales y urbanas frente a un modelo
de revolución liberal que los desplazó del acceso a las tierras y los excluyó de la
ciudadanía política. En el terreno político fueron la expresión de una cultura po­
lítica que hizo de la descentralización del Estado, de la democracia política y del
laicismo sus referentes básicos. Federalismo era, pues, un modelo social y político
abiertamente enfrentado con el progresismo y, sobre todo, con el moderantismo,
y constituyó en España una experiencia de oposición política que tuvo ocasión
de ensayar su proyecto de Estado y nación en 1873, tras el abandono del trono
por parte de Amadeo de Saboya y en medio de una fuerte división interna y el
aislamiento internacional.
Como cultura política el federalismo se presenta como una propuesta demo­
crática, secularizadora y defensora de un Estado descentralizado que contrasta
abiertamente con el modelo liberal. Se puede establecer inicialmente una clara
identidad entre federalismo, republicanismo y democracia, pero más allá de esta
unidad externa, sin embargo, el federalismo español del siglo xix constituye un
conglomerado de doctrinas y propuestas políticas que, dotadas de un profundo
sentido patriótico y sustentando el carácter de España como nación, sin embargo,
presentaba en su interior una variedad de posiciones que permiten reconocer
tres subculturas políticas. Resulta evidente que entre sus componentes demo­
crático liberales 0. M. Orense, E. Castelar), de un lado, del demosocialismo (F. Pi y
Margall), de otro, y del socialismo jacobino (J. Paul y Angulo, J. Casalduero), final­
mente, no siempre hubo acuerdo en el modelo de sociedad y Estado que debía
representar el federalismo.68 Esa pluralidad de registros no fue obstáculo para una
acción común en su enfrentamiento con el liberalismo postrevolucionario, pero
se convirtió en un problema insoluble cuando en 1873 los federales accedieron al
gobierno y tuvieron que hacerse responsables de la gobernabilidad del Estado.
Dejando a un lado el fracaso gubernamental que llevó a la Primera República
a afrontar tres guerras civiles en un año (guerra carlista, en el norte; cantonalismo
en el este y sur, y guerra de emancipación cubana en el Caribe), el aislamiento
internacional y la inestabilidad gubernamental (cuatro presidentes en un año),

67. Para un análisis de las diversas propuestas de representación política en la España


liberal véase María Sierra, Rafael Zurita y María Antonia Peña (eds.), La representación política
en la E spaña liberal, Dossier de Ayer, 61 (2006) (1).
68. Para la pluralidad de culturas políticas el federalismo decimonónico véanse los libros
de R. Miguel González y F. Peyrou antes citados, también M. Suárez Cortina, «El republicanis­
mo como cultura política: la búsqueda de una identidad», ponencia presentada al Seminario
Historia Cultural d e la P olítica, Zaragoza junio 2009 (en prensa).

75
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

el federalismo trató de diseñar un Estado descentralizado a partir de un proyecto


constitucional que dejaba claros cuales eran los fundamentos doctrinales y los con­
ceptos de Estado y nación por él sustentados.
Una mirada comparada con el federalismo mexicano de 1857 muestra ele­
mentos de afinidad, pero igualmente, como no puede ser menos, de clara dife­
rencia entre las constituciones de 1857 y 1873.69 Común a ambos proyectos es
el componente iusnaturalista, pero allí donde federalismo mexicano mostraba el
componente liberal y su freno a una efectiva democratización del sistema polí­
tico, el federalismo español se presentaba como declaradamente democrático y
con componentes sociales que ponían en cuestión el modelo social diseñado por
el liberalismo. En el proyecto político del federalismo español subyace una exi­
gencia democrática que no llevó a presentar el federalismo liberal mexicano. No
podemos olvidar que, como han mostrado J. Covo, Luis Medina Peña, María Luna
Argudín, Femando Escalante Gonzalbo,70 Marcello Carmagnani, Alicia Hernán­
dez Chávez,71 entre otros historiadores, el proyecto liberal de la constitución de
1857 contiene una proyección democrática en sus presupuestos iusnaturalistas,
individualistas, que finalmente fueron limitados en la legislación posterior, sobre
todo, en lo relativo al sistema electoral indirecto. Así contemplado, en su realidad
política el utopismo federal español contrasta con el realismo político de un sis­
tema mexicano que, más allá de la oposición entre liberalismo revolucionario y
liberalismo científico, habría de caracterizarse por el componente elitista, por el
uso del fraude electoral o el caudillismo como elementos centrales del sistema
político mexicano.72
Vemos así que la propuesta de federalismo liberal se ajusta mejor a la propia
concepción política restrictiva que desarrolla en España el liberalismo postre­
volucionario, tanto en su dimensión isabelina como aquella que bajo la restau­
ración desarrollaron los partidos conservador de Cánovas y liberal de Sagasta.
En su dimensión ideológica y doctrinal las constituciones mexicana de 1857 y la
española de 1876 fueron evidentemente muy diferentes. Resalta el componente
doctrinario de la española con el iusnaturalismo de la de 1857, más afín a los
principios del doceañismo español.También la separación de la Iglesia y el Esta­
do en México contrasta con el confesionalismo liberal español y, sobre todo, la

69. F. J. Enériz Olaechea, «El proyecto de constitución federal de la Primera República


Española (1873)», en Revista Ju ríd ica d e Navarra, 37 (2004), pp. 113-146.
70. Véase C iudadanos im aginarios, op. cit.
71. Marcello Carmagnani y Alicia Hernández Chávez, «La ciudadanía orgánica mexicana,
1850-1910**, en Hilda Sabato (coord.), C iu dadan ía política y fo r m a ció n d e las naciones. Pers­
pectivas históricas d e A m érica Latina, México, f c e /c m , 1999, p p . 371-404.
72. Francisco Estrena Durán, M éxico: del caudillism o a l populism o estructural, Sevilla,
e e h a s / c s i c , 1995. La presencia de los militares en la política española constituye también un
elemento de afinidad con el caso mexicano, véase Carlos Seco Serrano, Civilismo y militaris­
mo en la España contem poránea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984.

76
LIBERTAD, FEDERACIÓN Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

afirmación federal con el centralismo duro que practicó la Monarquía restaurada


de Alfonso XII. Pero, por encima de esos elementos formales, la política en ambos
países se llevó a cabo a partir de prácticas clientelares que denotan en uno y
otro caso un componente elitista de la vida política nacional. En el caso español
ese clientelismo se practicó ya a partir de un sufragio restringido, o a partir de
1890, con el sufragio universal; en el caso mexicano, a través de un sufragio indi­
recto que dejaba finalmente en manos de las elites el control efectivo de la vida
política.
Es el territorio de la política de la postrevolución/postreforma, aquel que en
México representan los positivistas que, con Justo Sierra al frente, dejan atrás los
ideales del liberalismo abstracto de Iglesias oVigil y que domina la práctica polí­
tica del porfiriato. La democracia no es negada en su formulación doctrinal, pero
se reacomoda a un universo de realismo político, a un nuevo liberalismo que se
interesa menos de la defensa de los derechos abstractos que de la realización de
proyectos sociales y económicos concretos. Se trataba, como reiteradamente pre­
sentaba Justo Sierra en sus textos, de la superación de la revolución y el estableci­
miento de un orden social y político afirmado sobre los principios de la libertad
y el orden. Un sistema, con todas su diferencias, no demasiado ajeno al que en la
España de la restauración conjugaba liberalismo, constitución y desarrollo eco­
nómico y que, más allá de sus pretensiones democráticas, conformaba el modelo
de liberalismo sin democracia dominante en los sistemas políticos europeos de
la época liberal.73
El componente clientelar y caciquil de la política liberal de la restauración y
el fracaso del Estado, expresado en la crisis de fin de siglo,74 llevaron a diversos
sectores sociales a estimular un nacionalismo periférico que logró en Cataluña,
el País Vasco y Galicia un peso creciente.75 Este nacionalismo, ya desde postula­
dos accidentalistas,ya abiertamente republicanos, puso en cuestión España como

73. Sobre el sistema político de la Restauración en España véase, Javier Tusell, Florentino
Portero (eds.), Antonio C ánovas d el Castillo y el sistema político d e la Restauración, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1998; M. Suárez Cortina (ed.), La restauración, entre el liberalism o y la
dem ocracia, Madrid, Alianza Ed. 1997; José Miguel Delgado y José Luis Ollero (eds.), El libe­
ralismo europeo en la época d e Sagasta, Madrid, Biblioteca Nueva/Fundación Sagasta, 2009-
74. Aunque la cuestión nacional se había presentado con anterioridad, la pérdida de las
colonias tras la guerra con Cuba (1895-1898) y con los e e u u (1898) acentuó la crisis del Estado
liberal. Véase J. L. Pan-Montojo (coord.), Más se p erd ió en Cuba. España, 1 8 9 8 y la crisis de
fin de siglo, Madrid, Alianza, 1998.
75. Una síntesis de su proceso y propuestas en José Luís de la Granja, Justo Beramendi
y Pere Anguera, La España d e los nacionalism os y las au ton om ías, Madrid, Síntesis, 2001;
Jean-Louis Guereña y Manuel Morales Muñoz (eds.), Los nacionalism os en la España con ­
tem poránea. Ideologías, movimientos y símbolos, Málaga, Diputación, 2006; el componente
dual de la cultura política desarrollada en Cataluña a lo largo del siglo xix en Borja de Riquer,
Escola, Espanya: la cuestión ca ta la n a en la época liberal, Madrid, Marcial Pons, 2001; Josep
María Fradera, Cultura n a cio n a l en una socied ad dividida. Cataluña, 1838-1868, Madrid,
Marcial Pons Historia, 2003.

77
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

nación para sustentar desde las primeras décadas del siglo xix un proyecto de
Estado descentralizado que en unos casos tuvo un componente autonomista y
en otros, de forma creciente la exigencia de un Estado plurinacional. En cualquier
caso, el federalismo español del siglo xdí tuvo siempre como referente España
como nación, eso sí una nación conformada a partir de tradiciones, culturas, len­
guas y modos de vida plurales que para su reconocimiento exigía la formación
de un Estado descentralizado, ya como Estado federal o como un Estado regional,
pero declarado adversario del modelo centralizado que desarrolló el liberalismo
español decimonónico.76

76. Véase Federalism o y cuestión fe d e r a l en E spaña, op. cit.

78
CATOLICISMO E IDENTIDAD NACIONAL

El papel de la religión en las sociedades contemporáneas ha experimentado


una clara mutación bajo el peso de un proceso secularizador1que ha reformulado
el papel de las creencias religiosas y de la Iglesia tanto en su dimensión públi­
ca como privada. La crítica ilustrada de la religión, la confrontación de poderes
que condujo a la separación de la Iglesia y el Estado, la creciente secularización
de las conciencias que llevó a amplios sectores de la sociedad a un alejamiento
efectivo de la religión, al menos de aquella que estaba institucionalizada, apuntan
a una pérdida de peso de la religión, y por supuesto de la Iglesia, en la sociedad
contemporánea. Aunque estas últimas décadas se está reformulando el modo de
interpretar ese proceso secularizador, resulta innegable que la relación entre mo­
dernidad, nación y religión constituye un ingrediente significativo del nacimiento
y desarrollo de los estados-naciones modernos. Da la impresión de que el lugar de
la religión ha venido a ocuparlo por mucho tiempo la nación. A ello han podido
contribuir factores como la propia capacidad de la nación para «fusionarse» con
aquella, ya a través de una nacionalización de la religión, ya otorgando una aureo­
la religiosa a la nación. Desde la emergencia de las naciones en el tránsito a la mo­
dernidad, las relaciones entre religión y nación han sido intensas y complejas, ya
que a menudo la nación se nos ha presentado como una comunidad de creyentes

1. Giacomo Marramao, Cielo y tierra: g en ealogía d e la secu larización, B arcelon a, 1999;


Rene Remond, La secolarizzazion e. Religione e società nelVEuropa contem poranea, Roma,
Laterza 2003; para el caso español véase en conjunto de trabajos recogidos en M. Suárez
Cortina (ed.), Secularización y laicism o en la España con tem porán ea, Santander, Sociedad
Menéndez Pelayo, 2001.

79
EL ÁGUILA Y EL TORO, ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

que utilizaba símbolos religiosos para sacralizarla, acudiendo a la liturgia religiosa


para festejarla y darle una legitimidad que reclamaba lo sacro como parte activa
de su propia fundamentación. Esta relación intensa entre nación y religión se veía
fortalecida por el uso común de mitos de origen, mártires de la causa religiosa que
devienen en mártires de la nación, lugares y ceremonias, factores unos y otros
que fueron de enorme utilidad para la legitimación y movilización nacional.
En la Europa del siglo xix las distintas experiencias de la revolución y las cultu­
ras nacionales articularon su particular relación entre nación, historia y religión.
En Alemania, Lutero representa la nacionalización de la religión frente al catoli­
cismo y el papado; el nacionalismo checo hizo de Hus el mártir nacional que con
su sacrificio había contribuido a liberar la nación checa; en Francia, Juana de Arco
fue objeto de un amplio debate en su conversión en símbolo de la nación fran­
cesa. En México, la virgen de Guadalupe se convirtió en el símbolo de la nueva
nación nacida tras la emancipación de la Monarquía Católica. A favor o en contra
las naciones modernas pugnaron por afianzarse a través de símbolos unas veces
religiosos, otras sacralizados en su propia afirmación anticlerical, a partir de los
cuales consolidar la construcción nacional. Un proceso que, tardío en el tiempo,
sin embargo, reclamaba de la legitimidad de la historia y de la atribución de raíces
profundas que remitían a una esfera casi religiosa.2
Por su historia particular, por el peso que la Iglesia tuvo en la Monarquía Cató­
lica o el modelo de revolución que se desarrolló tras la invasión napoleónica, lo
cierto es que en España la relación entre religión y nación constituye un capitulo
significativo de nuestra experiencia histórica.3Ya sea en la búsqueda de mitos
fundacionales para la nación, por la presencia de la Iglesia en los ámbitos público
y privado, por la confesionalidad del Estado... las relaciones entre nación y reli­
gión constituyen un capitulo muy importante de la historia española desde que
se constituyó como nación soberana en las Cortes de Cádiz.

Nuestra historia, -ha escrito Torrubiano Ripoll- nuestra literatura, nuestras leyes,
nuestra vida social, nuestra psicología están plasmadas por la Iglesia Católica;
es una realidad innegable, y lo es también que funciona de presente en la vida

2. Para una mirada sintética de la cuestión en la Europa contemporánea véase Heinz-


Gerard Haupt, «Religión y nación en la Europa del siglo xix: algunas consideraciones en pers­
pectiva comparada», en Alcores, 2 (2006), pp. 159-175. M. Burleigh, P oder terren al Religión y
política en Europa. De la revolución fr a n cesa a la Prim era Guerra M undial, M adrid, Taurus.
2005; H. G. Haupt y D. Landgewiesche (dirs.) Nación y religión en Europa. Sociedades multi-
confesionales en los siglos xixy xxi, Zaragoza. Inst. Fernando el Católico, 2010.
3. «Entre las características específicas de la historia de España, -ha escrito B. Pellistandi-
la- imposición del catolicismo como realidad de civilización constituye un rasgo dominante
que no se puede definir como mediterráneo o sureuropeo», «Catolicismo e identidad nacional
en España en el siglo xix», en P Aubert (ed.), Religión y so cied a d en España (siglos xix-xx),
2002, p. 92. Para un estudio de las relaciones entre religión y política véase Carolyn P. Boyd
(ed.), Religión y p olítica en la España contem poránea, Madrid, c e p c , 2007.

80
CATOLICI SM O E IDENTIDAD NA CIONA L

española una compleja red de intereses creados, tejida por los intereses eclesiás­
ticos, en todos los órdenes de la actividad, cuya ruptura violenta podría poner
tropiezo insuperable a los avances eficaces de la Revolución».4

Esta caracterización del catolicismo inundando todas las esferas de la vida


pública y privada de los españoles muestra hasta que punto nación y catolicismo
vivieron en simbiosis, pero también cómo la Iglesia católica traspasó las barreras
de la religión para enfeudar los poderes públicos y caer en una tentación clerical
que habría de estar en la base de duros enfrentamientos sociales en los siglos
xix y xx. Ahora bien, no se pueden intercambiar, sin más, como sinónimos Iglesia,
religión y catolicismo, por más que en la historia de España desde la expulsión de
los musulmanes y judíos se diera al catolicismo oficial una impronta sólo recono­
cible en algunos países de fuerte tradición católica, como Italia o Polonia. Resulta
evidente que en España otras religiones e iglesias pueden ser consideradas como
poco representativas en sus términos sociológicos5 y que dentro del catolicismo
predominó una versión conservadora que en ocasiones tomó la forma de un duro
clericalismo.
Las relaciones entre modernidad, liberalismo, religión y ciudadanía en España
estuvieron cargadas de tensiones ya que la experiencia histórica concreta vino
marcada por el componente confesional de las relaciones Iglesia/Estado, por la
difícil asimilación del catolicismo liberal y por una asunción de la ciudadanía
por el primer liberalismo que la supeditaba a la religión, toda vez que aquélla
se obtenía a partir de una vecindad que aportaban los registros parroquiales. Es
en este marco de relación cultural e institucional en el que la Iglesia acomete su
posición en la España constitucional, y donde, a partir de la manera en que los
constituyentes de Cádiz plantearon la relación entre libertad, religión y ciudada­
nía, se construye el primer escalón de una relación de dependencia/tensión entre
el liberalismo y el catolicismo español. En este sentido, la relación entre nación y
catolicismo en la España liberal queda mediada por aquella otra que remite a las
libertades e instituciones creadas por la revolución liberal y el papel que en ella
se asignó a la Iglesia, y por la pluralidad de posiciones que adoptó el catolicismo
español de la época, pero, no menos por la difícil compatibilidad entre catolicis­
mo y derechos ciudadanos tal y como establecen los discursos de ciudadanía y
nación en el liberalismo.6

4. Jaime Torrubiano Ripoll, Política religiosa d e la d em ocracia españ ola, 1931, pp- 2-3.
5. Es el caso del protestantismo. Véase Juan Bautista Vilar, Intolerancia y libertad en la
España contem poránea: los orígenes del protestantism o español actual, Madrid, Istmo. 1994.
6. Aunque el cometido de este trabajo es determinar las líneas maestras de la relación
entre catolicismo y nación en la España liberal, no hay que olvidar que los nacionalismos
catalán y vasco, cada uno con sus peculiares rasgos e identidad política y religiosa, también
se caracterizaron por su fuertes componentes religiosos. Véase Víctor Reina, «Iglesia y cata­
lanismo», en A nuario d e D erecho Eclesiástico del Estado, 7 (1991), pp. 133-188; Ludger Mees,

81
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

La historiografía académica más reciente ha mostrado con reiteración que la


relación entre catolicismo y liberalismo distaba de ser un problema desde el pun­
to de vista de la aceptación inequívoca del catolicismo como religión de todos los
españoles. Por razones históricas, y por el peso que el catolicismo tenía en la so­
ciedad de su tiempo, se aceptaba sin discusión que la religión católica constituía
un elemento básico de la identidad nacional. Es por eso que la confesionalidad
del Estado se aceptó como una realidad que no demandaba debate alguno. Otra
cosa era la «exigencia» que la Iglesia planteaba al nuevo orden constitucional
y cómo sus diversas corrientes asumieron el hecho revolucionario, la cultura
constitucional y, sobre todo, la inevitable afirmación de libertades inscritas en el
universo liberal. Como conocemos, la libertad religiosa fue una demanda de los
sectores democráticos y éstos antes de mediados del siglo xrx apenas tuvieron
fuerza política y reconocimiento social.
No es necesario ahora describir de una manera minuciosa las distintas posi­
ciones que los católicos adoptaron ante el nuevo orden político y las institucio­
nes creadas por la revolución, pero conviene resaltar que en la relación entre
catolicismo, liberalismo y nación podemos observar la existencia a lo largo del
siglo xrx de tres grandes corrientes. Por una parte, nos encontramos con aquel
sector que rechazaba todo lo que representó la revolución gaditana, que negaba
a la vez libertad y nación. Para este sector declaradamente absolutista sólo era
válida una vuelta al viejo orden religioso y político. La Monarquía católica bajo la
figura de Fernando VII y el ideal restaurador fueron las exigencias inmediatas que
figuras como Rafael de Vélez y el filosofo Rancio mostraron con reiteración. Este
antiliberalismo declarado se fue reformulando en nuevas ideas, en la recepción
del antiliberalismo europeo de mediados del siglo xix, y encontró en Donoso Cor­
tés y algunas propuestas del integrismo de fin de siglo su continuación.7
Una segunda corriente, que habría de convertirse en el referente dominante
de las relaciones Iglesia-Estado tras la firma del Concordato con el Vaticano en
1851, en su afirmación de la catolicidad de España, buscaba una identificación
entre catolicismo y nación. En su desarrollo histórico, esta línea se expresó a
través de diversas manifestaciones, pero siempre tuvo el común denominador de
negar la libertad religiosa. España era católica y la unidad religiosa, contemplada
en la confesionalidad del Estado, excluía la posibilidad de que otras religiones se
asentaran en el suelo patrio. Fue así, con diversos matices, la posición defendida
por Joaquín Lorenzo Villanueva en las Cortes de Cádiz; más tarde por la figura de
Jaime Balmes, y en la segunda mitad del siglo xix por la Unión Católica, primero,
y por Marcelino Menéndez Pelayo, finalmente. Se pasó así de la «revolución de

«Nacionalismo y secularización en la España de entre siglos», en M. Suárez Cortina (ed.), Se­


cularización y laicism o en la España contem poránea, op. cit., pp. 223-253; Mario Onaindia,
«Sabino Arana: nacionalismo y religión», en Noticiero d e las Id eas, 14 (2003), pp. 70-78.
7. Javier Herrero, Los orígenes del pensam iento reaccionario español, Madrid, Alianza, 1988.

82
CA TOLICISM O E IDEN TIDAD NACIONAL

nación» que señala José María Portillo,8 a la consolidación del nacionalcatolicismo


que ha llegado a caracterizar el régimen franquista en su dimensión cultural y
religiosa.
De otro lado, ya con un carácter minoritario, pero muy ilustrativo de cómo
en España se observó la relación entre catolicismo, libertad y nación, encontra­
mos un catolicismo liberal recluido casi en figuras significativas de la literatura
y el pensamiento liberal español, pero apenas perceptible en el interior de la
Iglesia. La historiografía ha mostrado la exigüidad del catolicismo liberal en el
interior de la Iglesia. Existieron, efectivamente curas liberales, pero la mayoría
lo interpretó como una adhesión a la constitución en tiempo de guerra contra
Napoleón, mucho menos como una manera de asociar catolicismo y liberalismo.
Fueron intelectuales civiles -políticos y escritores- los que trataron de romper
con esa intransigencia religiosa y buscar un acomodo entre modernidad y catoli­
cismo. Aunque la denominación de católicos liberales no siempre resulta ajustada
a sus planteamientos, fueron autores que como Larra, Concepción Arenal o Juan
Valera apostaron por una convergencia abierta entre catolicismo y liberalismo.
Entre ellos hubo seguidores de Lamennais y Montalembert, pero también krausis-
tas que formaron conjuntamente esa corriente de heterodoxia que buscaba una
superación de los postulados del tradicionalismo, primero, y del antiliberalismo
militante del Syllabus Errorum y la Quanta Cura, finalmente. Menor representa­
ción encontró en la Iglesia y la cultura española de principios del siglo xx el mo­
dernismo religioso, perseguido por la Iglesia oficial y, una vez más, representado
por laicos como Miguel de Unamuno y Luis de Zulueta.

I. CATOLICISMO Y NACIÓN EN TIEMPOS DE REVOLUCIÓN E INDEPENDENCIA

El peso del catolicismo se dejó sentir con fuerza igualmente en los países que
se forjaron tras la quiebra de la Monarquía católica. El factor religioso, el catolicis­
mo como elemento esencial a la hispanidad, no fue puesto en ningún momento
en cuestión, ni en el entorno de las Cortes de Cádiz, ni menos aún en el imagi­
nario de los líderes de la insurgencia mexicana. Basta recordar en este caso la
proclama del cura Hidalgo en 1810 que señalaba como única religión la católica,
apostólica, romana que tomaban de su herencia cristiana:

No. “Señaló Hidalgo- Los americanos jamás se apartarán un punto de las máxi­
mas cristianas, heredadas de sus hogares mayores, nosotros no conocemos otra
religión que la católica, apostólica y romana, y por conservarla pura e ilesa en

8. J. Ma Portillo Valdés, Revolución d e nación. Orígenes d e la cultura constitucional en


España, 1780-1812, Madrid, b o e , 2000.

83
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

todas sus partes, no permitiremos que se mezclen en este continente extranjeros


que la desfiguren.
[...]
Consultad a las provincias invadidas, a todas las ciudades, villas y lugares, y
veréis que el objeto de nuestros constantes desvelos es el mantener nuestra
religión, nuestra ley, la patria y pureza de costumbres, y que no hemos hecho
otra cosa que apoderarnos de las personas de los europeos, y darles un trato
que ellos no nos darían ni nos han dado a nosotros.

Esta defensa de la religión católica, apostólica y romana como la de obligada


obediencia fue una constante hasta la misma emancipación mexicana en 1821. Así
en la constitución de Apatzingan de octubre de 1814 se señalaba como principio
constitucional previo en el capítulo 1, artículo 1 que la religión católica apostólica
romana es la única que debe profesar el Estado, y como complemento en el articu­
lado relativo a la ciudadanía, el artículo 15, establecía que la calidad de ciudadano se
pierde por crimen de herejía, apostasía y lesa nación, vinculando así, como señalaba
la constitución de Cádiz, el disfrute de la ciudadanía a la condición de católico. Poco
después en 1821 el Plan de Iguala en su artículo primero establecía que «La religión
de la Nueva España es y será la católica, apostólica romana sin soberanía de ninguna
otra». Al mismo tiempo el artículo decimocuarto señalaba que «El clero secular y
regular será conservado en todos sus fueros y preeminencias». El decimosexto, por
su parte, determinaba que la primera de las acciones el ejército de las llamadas «tres
garantías», sería «la conservación de la religión, apostólica romana, cooperando con
todos los medios que estén a su alcance para que haya mezcla alguna de otra secta
y se ataquen oportunamente los enemigos que puedan». Finalmente, la constitu­
ción de 1824, que copiaba casi literalmente la Cádiz, determinaba en su artículo 3
que: «La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la car La nación la
protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra».
Así pues, la religión católica tanto en España como en México se convirtió
en un elemento básico del primer liberalismo, un factor doctrinal y sociológico
que muestra cómo en uno y otro país el ingrediente religioso y la intransigen­
cia constituyeron factores esenciales de la construcción de la nación. Aunque
rechazada por sectores muy minoritarios del espectro liberal -Flórez Estrada en
España Juan de Dios Cañedo, en México- en ambos proyectos nacionales la reli­
gión católica devino en elemento identitario básico del primer liberalismo bajo el
impacto de la Constitución de 1812. «Lo cierto- han escrito Ferrer Muñoz y Luna
Carrasco- es que el texto gaditano y la obra legislativa de las Cortes españolas
se configuraron como objeto de atención, de comentario y casi de seguimiento
obligado por parte de los primeros Congresos de México.»9

9. El impacto de las ideas constitucionales del doceañismo ha sido objeto de atención por
numerosos historiadores. Una síntesis de esa influencia en Manuel Ferrer Muñoz y Juan Rober­

84
CATOLICISM O E IDEN TI DAD NA CIONA L

En las primeras décadas del siglo xix el catolicismo ha sido, tanto en España
como en México,10 un factor determinante de la construcción de la nación. La
asociación entre identidad religiosa e identidad nacional parece estar en la base
de los intentos de articular un Estado nación que no puede prescindir de su ca­
rácter católico, apostólico y romano y que ve en la religión un elemento esencial
a su propia ciudadanía. Un elemento previo y superior que reclamaba no sólo
garantías, sino la exclusión a perpetuidad de cualquier otra, estableciendo una
intolerancia religiosa que habría de ser objeto de fuertes controversias, mostran­
do que los liberalismos español y mexicano11 hacían omisión de sus principios
básicos en lo referente a la religión de sus ciudadanos.12
Es así un hecho reconocido que el problema del catolicismo y la religión del Es­
tado y de los ciudadanos no fue en ningún caso objeto de debate desde el momen­
to en que Napoleón invadió la península Ibérica y Fernando VII abdicó en Bayona.
La cuestión que se planteó en todo caso fue la del alcance que aquello tenía para el
nuevo orden sociopolítico. Para un sector de la Iglesia, aquel que representaron los
sectores más vinculados al absolutismo, la guerra tenía su sentido en tanto en cuan­
to se luchaba por la religión y por el rey, pero no así la defensa de un componente
nacional que habría de ser el que adquiera todo su sentido en las Cortes gaditanas y
en la Constitución de 1812. Como mostraría José de Mazarrasa en su discurso de las
Cortes de 14 de enero de 1811, lo fundamental no era la nación, sino la restauración
del viejo orden social y la Monarquía e Iglesia tradicionales:

to Luna Carrasco, Presencia d e doctrinas constitucionales extranjeras en el prim er liberalismo


m exicano, 1996, p. 63. La relación entre ambos marcos en op. cit., pp. 61-104. También La cons­
titución d e C ádiz y su aplicación en la Nueva España (Pugna entre Antiguo y Nuevo Régimen en
el virreinato, 1810-1821, 1993, pp. 64 y ss.; También en, La fo rm a ció n d e un Estado nacion al
en México. El imperio y la república federal, 1821-1835, 1995, p. 275; Roberto Breña, El prim er
liberalismo español y los procesos d e em ancipación d e América, 1808-1824: una revisión bis-
toriográfica d el liberalismo hispánico, México, c o lm e x , 2006.Sobre el carácter representativo de
Cádiz, José Barragán Barragán, «Idea de representación y la democracia en las Cortes de Cádiz»,
en A nuario M exicano d e Historia del Derecho, (2008) vol. XX, pp. 19-73.
10. Para una mirada global sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado en el México del
siglo xix véase Alvaro Matute, Evelia Trejo, Brian Connaughton (coords.), Estado, Iglesia y
Sociedad en México. Siglo x ix , 1995; para una síntesis del proceso secularizador de la política
y las instituciones mexicanas, José Luis Lamadrid Sauza, La larga m archa a la m od ern id ad en
m ateria religiosa. Una visión d e la m odern ización en México, f c e , 1994; para un balance his-
toriográfico Brian Connaughton, «La nueva historia política y la religiosidad ¿un anacronismo
en la transición?», en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de
A mérica latina, Siglo x ix , México, c o lm e x , 2007, pp. 171-195.
11. Para el liberalismo mexicano véase el ya clásico de Jesús Reyes Heroles, El liberalis­
mo m exicano, México, unam , 1961; Josefina Vázquez, Antonio Annino, El p rim er liberalismo
m exicano, 1808-1855\ A. Annino y R. Buve (coords.), El liberalism o en México, Munster,
Hamburgo, a h í l a , 1995, 1995.
12. Ana Carolina Ibarra y Gerardo Lara Cisneros, «La historiografía sobre la Iglesia y el
Clero», en Alfredo Ávila y Virginia Guedea (coords.), La in depen den cia en México: temas e
interpretaciones recientes, México d f , 2007, pp. 117-144.

85
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Tengo declaradas a Napoleón Buonaparte ocho guerras irreconciliables: guerra


como C. A. R., como hombre de religión, como español, como vasallo de Fer­
nando VII, como ciudadano, como hombre libre, como individuo de la especie
humana, y como simple particular; por eso me he llenado de gozo al ver en las
últimas sesiones del año pasado, reproducidos mis sentimientos en quasi todos
los discursos de muchos de los Diputados que componen el augusto Congreso
de los Diputados de V. M.; y mientras dure su noble resolución me he propuesto
morir en su defensa.13

La guerra antinapoleónica para los absolutistas era una guerra por el rey y la
religión, pero no por la emancipación nacional, entendida ésta como expresión
de una nación libre y soberana. Para Mazarrasa, como para el filosofo Rancio, el
padre Vélez o el obispo de Orense, el liberal era el masón, el sectario y el ateo,
cuando no el republicano y el demócrata que deseaba acabar con la religión. «No­
sotros -insistía el diputado realista Simón Pérez- hemos venido para conservar
la religión católica, no para ultrajarla [...] Señoreantes es la religión que la patria,
y sin religión, la patria no vale nada. Deben conservarse aquí los derechos de la
Iglesia más que en otra parte».14 Para los realistas la guerra era un enfrentamiento
entre la España católica y la Francia atea, masona y sacrilega. La contrarrevolución
se vestía con el ropaje de la religión, en la que la nación no aparecía como un ele­
mento sustancial de la lucha antinapoleónica. Esta realidad se dejaba sentir con
fuerza mostrando una clara fisura entre los que se enfrentaron a Napoleón. No se
trataba de que la religión apareciera o no como un elemento básico de la identi­
dad española. El problema se presentaba en si era la nación o la religión la razón
última de la resistencia a Napoleón y de cómo habría de resolverse el dilema en
el marco de la nueva legislación de Cádiz. He ahí la doble respuesta que liberales
y realistas dieron a la regulación de la religión en el proceso revolucionario. No
se planteó nunca el problema de la unidad católica, ya que los liberales no la pu­
sieron en cuestión, sino cómo la Constitución de Cádiz reconocía el catolicismo
oficial contemplado en su artículo 12.
En este marco histórico todos comparten el hecho irrebatible de la acepta­
ción de la unidad católica como una propuesta singular del primer liberalismo,15

13. José de Mazarrasa, «Triunfo o ruina infalible de las Cortes Generales y extraordinarias:
discurso presentado á las mismas Cortes el día 14 de enero de 1811 para la elección de su
futura suerte: por D. J. de M». Recogido en José de Mazarrasa, Ideario apostólico, Edición y
estudio preliminar de Ramón Maruri Villanueva, Santander, p u b lic a n , 2004, p. 73.
14. D iario d e Sesiones, Vol. VI, Sesión de 15-1-1811. Recogido en Emilio La Parra López,
El prim er liberalism o y la Iglesia, 1985, pp. 42-43.
15. Para un análisis global del primer liberalismo en España véanse, Ricardo Robledo,
Irene Castells, María Cruz Romeo (eds.), Orígenes del liberalismo. Universidad, política, eco ­
nomía, Universidad de Salamanca 2003; Emilio La Parra, Germán Ramírez (eds.), El prim er
liberalismo: España y Europa. Una perspectiva com p arad a, Alicante, 2003.

86
CATOLICI SM O E IDEN TIDAD NACIONAL

pero difieren a la hora de evaluar el sentido y alcance de esa determinación. Cabe


resaltar, en primer término, que toda la legislación previa a la constitución gadita­
na ya había fortalecido de un modo u otro el componente de exclusividad cató­
lica en España y sus territorios. Incluso en las Cortes de Bayona se establecía ese
nexo tradicional entre españolidad y catolicismo. Carlos IV había puesto como
condición indispensable para abdicar que España siguiera siendo católica. El Esta­
tuto, por su parte, contemplaba en su Título Primero «De la Religión», capítulo 1:
que «La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y todas su posesiones
españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra».
En el Antiguo Régimen, en el reformismo josefino y en el primer liberalismo el
catolicismo como religión única de los españoles no fue puesto en cuestión.
Ya en el decreto preconstitucional sobre libertad de imprenta de 10 de no­
viembre de 1810 se excluía la religiosa del ámbito de las libertades. El confesiona-
lismo católico asumido mediante juramento establecía que la libertad remitía, en
todo caso, a las ideas políticas, no a la religión. Más tarde la Constitución de 1812
en su artículo doce establecía que: «La religión de la nación española es y será per­
petuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege
por leyes sabias y justas y prohibe el ejercicio de cualquier otra». Esa conexión
férrea entre nación y catolicismo iba a marcar las señas de identidad del liberalis­
mo doceañista respecto de la cuestión religiosa alejándose de los planteamientos
que la tradición liberal había articulado respecto de la libertad de conciencia. Su
impacto en la cultura constitucional y religiosa de las repúblicas americanas fue
notable, y no menos en la legislación civil y penal del primer liberalismo español,
donde la Constitución vino reforzada por un conjunto de leyes que acentuaron
el catolicismo oficial en sus dimensiones políticas y penales. En el terreno penal
con una legislación proteccionista que establecía que los delitos contra la reli­
gión católica eran delitos contra el Estado. Así se percibe en el proyecto de ley de
13 de julio de 1813 que consideraba traidores a todos aquellos que conspirasen
directamente o quisieran establecer otra religión «en las Españas», o que la nación
española dejase de profesar la religión católica. Este precepto fue recogido más
tarde en la ley de 17 de abril de 1821 donde pasó al Código Penal de 9 de julio
de 1822 que en su artículo 227 establecía: «Todo el que conspirase directamente
y de hecho a establecer otra religión en las Españas, o a que la Nación Española
deje de profesar la religión católica apostólica romana, es traidor y sufrirá la pena
de muerte». Junto a este artículo, el Código dedicó dos preceptos más a proteger
la religión del Estado en sus artículos 228 y 229, dedicados fundamentalmente a
salvaguardar los dogmas de la religión católica y prevenir cualquier otra doctrina
que pudiera hacerle afrenta o competencia.
En su dimensión política, el artículo 12 planteaba una situación que fue objeto
de amplio debate entre los realistas y los liberales. Para el realismo resultaba del
todo inaceptable la redacción del artículo, pues situaba a la Iglesia en una posi­

87
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ción de subordinación efectiva ante el Estado. Para Rafael de Vélez esa situación
constituía una herejía toda vez que resultaba incuestionable la superioridad de la
religión y la Monarquía.16 Esa habría de ser la línea argumental desarrollada por el
realismo, mostrada más tarde en el Manifiesto de los Persas y sustentada a lo largo
de todo el siglo por el sector más reactivo del tradicionalismo.
Por el contrario, en el catolicismo que apoyaba la redacción del artículo 12,
por aquel sector que se insertaba dentro de la nación católica, se interpretaba
que libertad, nación y religión se correspondían con los valores e intereses de
una cultura religiosa y política donde la libertad pertenecía a la nación, no al in­
dividuo. Esto es, una nación super omnia que encontraba su última ratio en una
teología católica que sustentó la figura del jansenista Joaquín Lorenzo Villanueva,
y que encuentra complemento en el comunitarismo de Juan Antonio Posse o el
monarquismo constitucional de Martínez Marina.17
La historiografía reciente ha debatido con intensidad el alcance de la confe-
sionalidad del Estado de la Constitución de 1812. Ya desde la historia política18
(Emilio La Parra, José María Portillo, Gregorio Alonso), desde la historia consti­
tucional19 (Joaquín Várela, Ignacio Fernández Sarasola,Abraham Barrero Ortega),
desde la historia del derecho20 (Bartolomé Clavero, Alicia Fiestas Loza) desde
el Derecho Eclesiástico del Estado21 (Ricardo García García), desde la historia
de los movimientos sociales y políticos22 (José Álvarez Junco), desde la historia de
la Iglesia23 (Manuel Revuelta González J. M. Laboa, Manuel Morán Ortí) o desde la

16. Rafael de Vélez, Apología del Altar y del Trono, 1825, tomo I, p. 209.
17. Un análisis de los debates y características que preside la configuración de la nación
católica en las Cortes de Cádiz en J. Ma Portillo Valdés, Revolución d e nación, pp. 398-491; del
mismo autor, «De la Monarquía Católica a la Nación de los Católicos», en Historia y Política,
17 (2007), pp. 17-35.
18. Emilio La Parra, El p rim er liberalism o y la Iglesia citado; José María Portillo, Revolución
de nación, op. cit.; Gregorio Alonso, ciudadanía católica y ciudadanía laica en la experiencia
liberal», en Manuel Pérez Ledesma (ed.), De súbditos a ciu dadan os. Una historia d e la ciu d a­
d an ía en España, Madrid, c e p c , 2007.
19. Joaquín Varela Suances-Carpegna, La teoría del Estado en los orígenes del constitu­
cionalism o hispánico. Las Cortes d e C ádiz, Madrid, c e c , 1983; Ignacio Fernández Sarasola,
Proyectos constitucionales en España (1786-1824), c e p c , 2004; Abraham Barrero Ortega, Mo­
delos de relación entre el Estado y la Iglesia en la historia constitucional española, Cádiz,
Universidad, 2007.
20. Bartolomé Clavero, R azón d e individuo, razón d e Estado, razón d e Historia, Madrid,
c e c , 1991; Alicia Fiestas Loza, Los delitos políticos (1808-1936), Salamanca, Librería Cervantes,
1994.
21. Ricardo García García, Constitucionalismo español y legislación sobre el fa c to r religio­
so durante la p rim era m itad d el siglo xix (1808-1845), Valencia, 2000.
22. José Álvarez Junco, M ater Dolor osa. La idea d e España en el siglo xix, Madrid, Taurus,
2004.
23. Manuel Revuelta González, «La Iglesia en España ante la crisis del Antiguo Régimen»,
en R. García Villoslada (dir.), Historia d e la Iglesia en España, Vol. V, 1979; José María Laboa,
»La libertad religiosa en la historia constitucional española», en Revista d e Estudios Políticos,

88
CATOLICI SM O E IDENTIDAD NACIONAL

historia de los conceptos24 0osé Luis Villacañas,Antonio Rivera García) la relación


entre catolicismo, nación y ciudadanía en el primer liberalismo ha constituido
uno de los ingredientes fundamentales del debate historiográfico en los últimos
años.
José María Portillo25 ha hecho hincapié en el concepto de libertad, su vín­
culo con la soberanía y cómo una determinada concepción de la nación acabó
configurando una ciudadanía católica que venía fortalecida por su ubicación
en el edificio constitucional, en el título que se ocupaba de definir el territorio,
la forma de gobierno y la ciudadanía. De este modo la religión se incorporaba a la
Constitución como una seña de identidad firme, como uno de los distintivos bá­
sicos de nuestra primera cultura constitucional, junto a la Monarquía moderada
hereditaria, la extensión ultramarina de la nación y la ciudadanía limitada. Es así
que la religión devino en llave para la obtención de la ciudadanía toda vez que ésta
se obtenía a través de la vecindad que finalmente dependía de la parroquia, esto es,
del carácter de feligrés, del obediente hijo de la Iglesia que debía ser todo el que
deseaba ser reconocido como español y sujeto de derechos ciudadanos.
Esta concepción de la nación, la inexistencia de una declaración de derechos
apuntaría a un déficit significativo del primer liberalismo español. Con todo, des­
de la perspectiva de la historia de los conceptos, José Luis Villacañas y Antonio
Rivera han resaltado que, observada la constitución desde la perspectiva del re­
publicanismo comunitario clásico, el catolicismo no impediría el desarrollo de un
pensamiento republicano a los ojos de los legisladores de Cádiz. Haciendo distin­
ción entre los conceptos prepositivistas de Verfassung y Constitution, entre exis­
tencia y esencia, se mostraría -considera Villacañas- que en España la Verfassung
era católica, apostólica, romana, pero la Constitution católica estaba por hacer.

La Constitution católica de España -como conjunto de leyes fundamentales sa­


bias y justas para proteger la religión- estaba entregada a la propia y esencial so­
beranía de la nación española. Esta soberanía nacional tenía que constituir las leyes
fundamentales relativas a la religión católica. Regular legalmente el catolicismo era
parte del poder constituyente. La existencia católica de España no. Ese fue el pacto.
Existencialmente, España era católica, pero el catolicismo no sería ya un código,
como sostiene Portillo, sino una condición existencial comunitaria.26

30 (1982), pp. 157-174; Manuel Moran Ortí, Revolución y reform a religiosa en las Cortes de
Cádiz, 1994.
24. José Luis Villacañas, «La nación católica. El problema del poder constituyente en las
Cortes de Cádiz», en Francisco Colom González (ed.), Relatos d e nación. La construcción d e
las identidades n acionales en el m undo hispán ico, Madrid, cAsic/oEi/Iberoamericana Vervuert,
2005, voL 1, pp. 159-177; Antonio Rivera García, «Catolicismo y revolución: el mito de la na­
ción católica en las Cortes de Cádiz», en A raucaria, año 3, núm. 6 (2001).
25. José María Portillo, «De la Monarquía Católica a la Nación de ciudadanos», op. cit
pp. 20 y ss.
26. José Luis Villacañas, «La nación católica...» op. cit., p. 166.

89
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

En el ambiente del historicismo gaditano el poder constituyente tenía capaci­


dad para actualizar su Verfassung permanente en una Constitution histórica aco­
modada su tiempo. De este modo el poder constituyente reforma la Constitution
en el espíritu sustancial de una Verfassung. En este ambiente histórico y político,
para Villacañas, en Cádiz habría habido un republicanismo liberal condicionado
por un comunitarismo católico, un republicanismo liberal basado no en una so­
ciedad civil pura, sino en un orden comunitario religioso.27

2. EL NACIONAL CATOLICISMO EN LA ESPAÑA LIBERAL

La fuerza de la nación católica, el hecho de que la unidad católica no fuera


puesta en cuestión por los primeros liberales no impide observar que, tras la
muerte de Fernando VII y en el momento en que se revisaba el constitucionalis­
mo gaditano, el tratamiento de la religión experimentó un considerable cambio.
La Constitución de 1837 en su artículo 11 señalaba que «La nación se obliga
a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los es­
pañoles». Un reconocimiento del peso sociológico de la Iglesia y del papel de
creyentes que caracterizaba la España liberal, pero ya alejado del «fundamentalis-
mo» católico del texto constitucional de 1812. La nación ya no tiene el cometido
constitucional de protegerla, ni prohibe expresamente el ejercicio de cualquier
otra. Se plantea de una manera muy tenue una tolerancia que permite apuntar a
la realización de un catolicismo liberal que en aquellos años expresaron autores
como Larra28 y Joaquín María López. En la Constitución de 1845, por su parte, se
planteaba una vuelta a la concepción católica de la nación, pero se evitó la prohi­
bición de otras religiones. En todo caso, queda afirmada la estrecha relación entre
Estado, nación y catolicismo al establecer en su artículo once que «La religión de
la nación española es la católica apostólica romana. El Estado se obliga a mante­
ner el culto y sus ministros».
Ambos textos constitucionales expresan muy bien la vocación católica, el de­
seo de los constituyentes de 1837 de abrir un cauce a la tolerancia, y la necesidad
de los de 1845 de lograr tanto la garantía para la unión católica como la necesidad
de eliminar, tanto, la alianza entre trono y altar, que sostuvo el tradicionalismo,
como el tratamiento religioso del modelo gaditano. Para entonces la figura de
Jaime Balmes, su concepto moral y sociológico de la religión, apuntaba a un nue­

27. La posición de Antonio Rivera en «Catolicismo y revolución» op. cit.


28. José Luis Varela, «Lamennais en la evolución ideológica de Larra», en H ispanic Review,,
3 (1980), pp. 287-306; Emilio La Parra, «El eco de Lamennais en el progresismo español: Larra
y Joaquín María López», en Libéralism e Chetien et catholicism e liberal en Espagne, Fran ce et
Italie sans la Prem iere Moitié du XlXè Siecle, 1989, pp. 324-342.

90
CATOLICISMO E IDEN TIDAD NACIONAL

vo horizonte donde una modernidad contenida debía ser el referente del nuevo
tratamiento de la religión. No era ya viable la intolerancia religiosa, pero tampoco
resultaba aceptable el indiferentismo que caracterizaba el nuevo orden social.

En España -escribió Balmes- donde tenemos la dicha de conservar la unidad


religiosa del catolicismo, única religión en que se encuentra la verdad, única
religión que puede conducir a los hombres a la eterna salud, es de la mayor
importancia el dilucidar a fondo semejantes cuestiones, porque así se fijan me­
jor las palabras, y se puede impedir quizás que no cundan en el pueblo ideas
equivocadas que le predispongan a innovaciones funestas. Es preciso repetirlo:
ser tolerante no es ser indiferente; y la religión católica nada tiene que no pueda
concillarse muy bien con las tendencias del siglo en todo lo que abrigan de jus­
to, de suave, de generoso. ¿No se predica la fraternidad universal, no se inculca
la necesidad de sufrirnos unos a otros, de que la humanidad sea como una gran
familia, trabada suavemente con lazos de paz, de beneficencia y de amor? Pues,
¿quién puede reunir esas condiciones en más alto grado que los hombres que
profesan la religión cuyo principal precepto es la caridad?.29

En este nuevo horizonte, la confesionalidad religiosa era un cauce para la


cristalización de un nacionalcatolicismo compatible con una tolerancia que venía
exigida por la naturaleza de los regímenes liberales y por la expansión de la liber­
tad religiosa en la Europa del siglo xix.30 Se estaba aún lejos de la libertad de cultos
que proclamaría el artículo veintiuno de la Constitución democrática de 1869,31
también del tratamiento que en México dio a la religión la constitución de 1857,
pero resultaba ya inviable una intolerancia religiosa que no era aprobada por
una parte de los católicos de su tiempo. El momento político recomendaba una
doble estrategia. De un lado, la afirmación de la realidad histórica y sociológica de
una España católica que se vanagloriaba de no tener en su interior un problema
religioso, toda vez que la inmensa mayoría de los españoles no profesaban ni co­
nocían otra religión que la católica, apostólica, romana. El complemento idóneo
a esa realidad sociológica e histórica era una tolerancia, siquiera formal, que no
hacía otra cosa que fortalecer el catolicismo, en un momento en que el Papado

29. Jaime Balmes, Política y constitución, Selección de textos y estudio preliminar de


Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Madrid, c e p c , 1988, p. 113.
30. Véase José María Díaz Moreno, «La tolerancia religiosa en el derecho constitucional
contemporáneo**, en Félix García López y j. I. Tellechea Idigoras (ed.), Tolerancia y f e católica
en España, 1996, pp. 35-74; para el caso mexicano véase Anthony Gilí, The P olitical Origins
ofR eligious Liberty, 2008, pp. 146 y ss.
31. «La nación -señalaba el articulo veintiuno de la constitución de 1869- se obliga a man­
tener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier
otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitación
que las reglas universales de la moral y del derecho.
Si algunos españoles profesasen otra religión que la católica, es aplicable a los mismos
todo lo dispuesto en el párrafo anterior.»

91
EL ÁGUILA V EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

aún no había reconocido el régimen liberal como consecuencia del proceso des-
amortizador iniciado tras la revolución.32
Ingredientes sociológicos, argumentos historicistas, bases jurídicas de la con-
fesionalidad establecida tras el Concordato, todo apuntaba a que en España se
iba gestando un nuevo horizonte de nacionalcatolicismo que es perfectamente
visible desde la década de los treinta.Ya en 1831 fray Manuel Amado en Dios y Es­
paña33 resaltaba el nexo entre tradición católica y monarquía, pero no menos el
componente cultural y sociológico de un pueblo español fuertemente arraigado
en las creencias religiosas. Bajo el impacto de la cultura romántica ese pueblo de­
vino en nación, para construir un armazón simbólico de catolicismo, monarquía
y nación que en las décadas siguientes encontrará diversas formulaciones hasta
cristalizar en el más elaborado de los discursos con Marcelino Menéndez y Pela-
yo. En Amado, como enAparisi y Guijarro o en Cándido Nocedal, ese sentimiento
católico, la identificación de España, religión católica y patriotismo, sin embargo,
nunca llegó a conformar un ideal nacional, no pasó de ser un patriotismo ya que
la idea de nación conllevaba elementos laicos, de cultura y representación libe­
ral, que ninguno de ellos estaba dispuesto a admitir.34 Menos aún el catolicismo
intransigente de Donoso Cortés cuya afirmación de la religión como valor último
de la sociedad alcanzaba a un rechazo abierto de toda realidad moderna, incluida
la nación. Donoso Cortés se instala en la línea del antiliberalismo más intransigen­
te que había dominado el pensamiento del filosofo Rancio y del Padre Vélez. Su
imaginario no era otro que el de una sociedad regida por el imperio de la teología
católica

La intolerancia doctrinal de la Iglesia -señaló Donoso- ha salvado el mundo del


caos. Su intolerancia doctrinal ha puesto fuera de cuestión la verdad política,
la verdad doméstica, la verdad social y la verdad religiosa; verdades primitivas
y santas, que no están sujetas a discusión, porque son el fundamento de todas
las discusiones; verdades que no pueden ponerse en duda un momento, sin
que en ese momento mismo el entendimiento oscile, perdido entre la verdad y
el error, y se oscurezca y enturbie el clarísimo espejo de la razón humana. Eso
sirve para explicar por qué, mientras que la sociedad emancipada de la Iglesia
no ha hecho otra cosa sino perder el tiempo en disputas efímeras y estériles,

32. Para una valoración del alcance del Concordato véase W. J. Callahan, Iglesia, p o d er y
socied ad en España, 1750-1874, Madrid 1989. Un estudio detallado en Juan Pérez Alhama, La
Iglesia y el Estado español: estudio histórico-jurídico a través d el C oncordato d e 1851, Madrid,
IEP, 1967.
33. Manuel Amado, Dios y España, Ensayo sobre un a dem ostración histórica d e lo que
debe España a la religión católica, Madrid, Imp. De Eusebio Aguado, 1831, 3 vols. José Álva-
rez Junco ha recogido las líneas maestras de su discurso en M ater Dolorosa, op. cit.
34. Ese proceso lo he señalado en «Catolicismo, identidad nacional y libertad religiosa
en la España liberal», en Justo Beramendi y María Jesús Baz (eds.), Identidades y m em oria
im aginada, Valencia, upv, 2008, pp. 223-262.

92
CATOLICI SM O E IDEN TI DAD NA CIONA L

que, teniendo su punto de partida en un absoluto escepticismo, no pueden


dar por resultado sino un escepticismo completo, la Iglesia, y la Iglesia sola,
ha tenido el santo privilegio de las discusiones fructuosas y fecundas. La teoría
cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda, como Minerva de la cabeza
de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la
generación de los cuerpos y a la de las ideas, en virtud de la cual los contrarios
excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre
a sus semejantes. En virtud de esta ley, la duda sale perpetuamente de la duda,
y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad la
ciencia.35

Rechazo de la libertad, de la modernidad, de la representación política, Do­


noso sólo consideraba el imperio de la teología católica como valor supremo. Su
catolicismo intransigente no será, pues, una vía que fortalezca la creación de un
nacionalcatolicismo que además de asentarse sobre la tradición y la sociología re­
ligiosa de la nación española fuera un factor de construcción identitaria con visos
de futuro. Esa tarea la asumió sin éxito definitivo Cándido Nocedal, al buscar una
legitimidad histórica para un catolicismo que tras el Concordato asumía el hecho
revolucionario, pero que diseñaba estrategias de regeneración católica. Como de­
jaría ver en su manifiesto electoral de 1868, Nocedal trataba de reconstruir el país
sobre el cimiento de la monarquía tradicional. La imagen de una España católica,
monárquica e imperial era el referente de un tradicionalismo que asociaba la pér­
dida de los territorios americanos y europeos de la monarquía católica al proceso
secularizador, al triunfo de la revolución y al liberalismo. Como en el escritor José
María de Pereda,36 la dicotomía entre tradición y modernidad, entre pasado glo­
rioso, católico y monárquico, y un siglo xdc secularizador y liberal, ajeno a glorias
pasadas, operaba en Nocedal reclamando una restauración católica en todos sus
órdenes. Con todo, la doctrina del nacionalcatolicismo no está aún presente en
los discursos del catolicismo tradicionalista. Es necesario conocer la experiencia
del Sexenio democrático y su declaración de libertad de cultos, la posterior con-
fesionalidad del Estado de la Constitución de 1876 y el historicismo de Menéndez
Pelayo para construir con bases firmes un universo nacionalcatólico que encon­
traría su máxima expresión tras la guerra civil de 1936.37

35. Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalism o y el socialism o, Gra­
nada, Comares, 2006.
36. A ello se ha hecho referencia en M. Suárez Cortina, «José María de Pereda. Tradición,
regionalismo y crítica de la modernidad», en A. Montesino González (ed.), Estudios sobre la
socied ad tradicion al cán tabra. Continuidad, Cambios y Procesos Adaptativos, Santander, uc,
1995, pp. 317-334.
37. Véase, en este sentido, Alfonso Botti, Cielo y dinero: el n acion al catolicism o en Espa­
ña (1881-1975), Madrid, Alianza, 1992; Antonio Santoveña, M enéndez Pelayo y las derechas
en España, Santander, uc, 1994; José Álvarez Junco, «La difícil nacionalización de la derecha
en el siglo xix», en Hispania, vol. 61, (2001) n° 209, pp. 831-858.

93
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Católicos y liberales habían pugnado por reubicar la religión católica en la histo­


ria de España. Allí donde los católicos exaltaban la unidad religiosa, el compromiso
de la monarquía con la religión y el monolitismo católico, los liberales, aún los ca­
tólicos convencidos, llevaron a cabo una exaltación del período medieval donde el
catolicismo español convivió sin problemas con musulmanes y judíos. El problema
se planteaba tras el Sexenio democrático en cómo conjugar el nacionalismo liberal
con la tradición histórica y el peso sociológico del catolicismo. No se trataba ya de
afirmar el catolicismo tradicional, ni menos aún el papel de la teología católica por
encima de las instituciones liberales, sino de reafirmar el catolicismo nacional en el
marco de la nación liberal, refundir de nuevo tradición católica, tolerancia y orden
constitucional. Esa es la tarea que los miembros de la Unión Católica desarrollaron
en la década de los ochenta cuando se incorporaron al gobierno de Cánovas a tra­
vés de la figura de Alejandro Pidal, el líder de la Unión Católica.
El más representativo de esta corriente, Marcelino Menéndez Pelayo, reelaboró
la tradición católica en un sentido plenamente nacional. En su prólogo a la tercera
edición de la Historia de los heterodoxos españoles (1883) llevó a cabo una lectu­
ra historicista de la tradición católica claramente enfrentada con los planteamien­
tos del integrismo, ya que allí donde éste rechazaba de pleno la obra de Cánovas,
los miembros de la Unión Católica, apoyaron las tesis papales del mal menor en su
intento de superar la división de los católicos españoles. Entre nacionalcatolicismo
y el integrismo había un cisma que se asentaba en la manera distinta de abordar la
relación entre religión y política. Para los integristas la tolerancia que implicaba el
artículo once de la Constitución de 1876 era del todo inaceptable. Los nacionalca-
tólicos, a pesar de su resistencia inicial, fueron asimilando la tolerancia como una
exigencia de los tiempos perfectamente compatible con ese registro sociológico e
histórico de la nación española con la herencia y las verdades del catolicismo.
La tradición católica de la España del siglo xix mostraba así los diversos mati­
ces que presentaron los neocatólicos, nacionalcatóücos, integristas y, más aún, los
católicos liberales. Si estos últimos constituyeron una minoría ajena a las esferas
del poder tanto de la Iglesia como del Estado, la relación entre neocatólicos, na-
cionalcatólicos e integristas estuvo lejos de ser fácil. Los neocatólicos -Ortí y Lara,
Navarro Villoslada, Gabino Tejado...- fueron acérrimos defensores de los dere­
chos de la Iglesia y nunca aceptaron el liberalismo, ni siquiera en sus dimensiones
más instrumentales. Para ellos, religión y patria estaban totalmente imbricados y
la segunda carecía de sentido sin la primera. «Tal fue siempre entre nosotros- es­
cribió Fálix Sardá y Salvany- la identificación de la fe católica con el carácter na­
cional que de hecho llegaron ambos a constituir una misma cosa.»38 Unos y otros

38. Félis Sardá y Salvany, «La gran tesis española», en El Correo Catalán, 6-VII-1883. Re­
cogido por Alfonso Botti, Cielo y dinero, p. 39. Sobre la obra de Sardá véase Antonio Moliner
Prada, Félix S ardá y Salvany i el integrismo en la R estauración, Barcelona, u a b , 2000.

94
CATOLICI SM O E IDENTIDAD NA CIONA L

defendieron, pues, la unidad religiosa como un elemento constitutivo de España,


pero les separaba el modo en que actuaron en la vida publica. En la década de
los ochenta, los integristas, los más cercanos a los postulados de los neocatólicos,
también confrontaron con los nacionalcatólicos. Para los integristas el artículo
once de la Constitución de 187639 representaba que el canovismo se abría al cato­
licismo liberal; esto es, a la misma revolución, al protestantismo y al jansenismo, y
por lo mismo, al ateísmo y al materialismo. Su rechazo sistemático del catolicismo
liberal40 le llevó a fundir en un mismo crisol al canovismo y a cuantas iniciativas
se mostraban favorables a la libertad religiosa que, interpretaron, quedaba abierta
en la redacción del articulo once. Por lo mismo se opuso al movimiento que llevó
a la formación de la Unión Católica bajo el patrocinio de la Iglesia y el liderazgo
formal del marqués de Pidal.
La confrontación entre integristas y nacionalcatólicos se asentaba sobre la dis­
tinta manera que unos y otros abordaban la relación entre religión y política. En
la línea desarrollada décadas antes por Donoso Cortés, los integristas entendían
que la no aceptación de una identidad entre religión y política llevaba irremisi­
blemente a la separación entre la Iglesia y el Estado. La política tenía que estar
subordinada a la religión, y no eran aceptables mediaciones ni con el liberalismo
ni con el marco institucional levantado por éste.
El nacionalcatolicismo, por su parte, se enfrentaba al problema del liberalismo
y de la política institucional de un modo distinto. De un lado, siguiendo los dic­
tados papales, establecía una clara distinción entre religión y política y, aunque
seguía los presupuestos antiliberales de la Quanta cura y del Syllabus, había
nacido para defender los intereses de la Iglesia en el marco de las instituciones
y política liberal. «Con el nombre de ‘Unión Católica’ -señalaba la primera de sus
bases- se crea una asociación, cuyo único y exclusivo objeto será el de procurar
la unión de los católicos que quieran cooperar por los medios legales y lícitos á
los fines religiosos y sociales consignados en la carta dirigida a los Srs. Obispos,
exponiéndoles los propósitos de la‘Unión Católica,’y en las contestaciones de los
prelados aprobando dicha carta.»41 Nacía así la Unión Católica bajo la dirección
y auspicios de los Prelados de la Iglesia con el fin de superar la división que la
cuestión dinástica había abierto en el interior del catolicismo.

39. «La religión católica, -establecía el artículo once de la constitución de 1876- apostó­
lica, romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie
será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su
respectivo culto, salvo el debido respeto a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo,
otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.» Sobre el mis­
mo, véase Remedio Sánchez Férriz, «El artículo 11 de la Constitución de 1876», en Revista de
Estudios Políticos, (1980) vol. 15, n° 80, pp. 119-146.
40. El ejemplo más elaborado es la obra de Gabino Tejado, El catolicismo liberal, Madrid 1875.
41. Bases constitutivas d e la Unión Católica, Recogidas en La Unión C atólica. Datos p a r a
su historia (Sección d e P ropagan da), 1881, p. 19.

95
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Los nacionalcatólicos inicialmente también rechazaban los principios morales


y políticos del liberalismo, pero su posición no alcanzaba a las instituciones del
Estado liberal, de modo que su participación tenía como cometido salvaguardar los
intereses de la religión, a la que se debía finalmente la misma identidad de España
como nación. El rechazo de la libertad de cultos y otras medidas liberales reclama­
ba la presencia católica en las instituciones. Pidal, Menéndez Pelayo, Sánchez de
Toca42 o Damián Isern43 fueron los que de un modo más intenso defendieron los
postulados de este nuevo horizonte político del catolicismo español. La catolicidad
de España debía ser defendida desde las mismas instituciones y, sobre todo, resal­
tando los componentes históricos que sustentaban el carácter católico de España
como nación. Si España había logrado la unidad nacional era porque la Iglesia y sus
mártires le habían proporcionado los recursos para ello, ni por el suelo, ni por la
raza o el carácter, España podía constituirse en realidad nacional. Para el nacional
catolicismo lo era por la propia tradición católica, por el cristianismo, base primera
y última de la nación española:

Esa unidad -escribió Menéndez Pelayo- se la dio a España el cristianismo. La


Iglesia nos educó en sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres,
con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran na­
ción, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la
tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad de
hierro de la conquista ni la sabiduría de nuestros legisladores: la hicieron los dos
apóstoles y los siete varones apostólicos: la regaron con su sangre el diácono
Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las
innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; [...] si en la Edad Media
nunca dejamos de consideramos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola
cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras lu­
chas más que civiles, a pesar de los renegados, de los muladíes. El sentimiento
de patria es moderno: no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta
el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia,
una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por noso­
tros desde Causegadia hasta Almería, desde el Murada! hasta La Higuera44

La historia mostraba la intensa fusión del catolicismo con el ser nacional. No


era, pues, momento de rechazo de las instituciones liberales, sino de fortalecer el
nexo con una tradición católica que daba pleno sentido a la nación. Como señaló

42. Joaquín Sánchez de Toca, «¿Por qué se ha formado la Unión Católica?» Revista d e M a­
drid, n° 5 (marzo 1881), pp. 218-227; 318-326.
43. Damián Isern, «Los puntos negros del integrismo moderno», La Voz d e la Verdad, tomo
1, n° (20-V-1888), pp. 19-21; «El catolicismo y a libertad», en La Voz d e la Verdad, tomo 1, n°
5 (20-VI-1888), pp. 65-68;
44. Marcelino Menéndez Pelayo, Epílogo a Historia d e los H eterodoxos Españoles, Madrid,
b a c , 1978, p . 1037.

96
CATOLICISMO E IDEN TIDAD NACIONAL

Pau y Ordinas en 1883: «La ley de la vida nacional española es bien patente, con­
siste en su adhesión al catolicismo. Grande y poderosa la España cuando católica;
débil y oprimida cuando sus costumbres no se han correspondido enteramente
con su fe, o se han introducido perturbaciones en su culto religioso.»45 En este
nuevo horizonte de fortalecimiento nacionalcatóüco, la Iglesia y su entorno aso­
ciativo dieron apoyo a un conjunto de iniciativas que encontraron en los aniver­
sarios de Calderón (1881) y de Recaredo (1889),46 en los Congresos católicos y el
apoyo del Partido Conservador su mejor recurso. El nacionalcatolicismo operaba
así como una frontera frente al integrismo, pero no menos como un intento de
frenar cualquier tentativa de que el régimen evolucionara hacia la libertad religio­
sa, como presionaban desde los ambientes de la liberaldemocracia. La restaura­
ción vino, pues, a reforzar la posición de la Iglesia, a través de una protección que
venía determinada por el Concordato y la Constitución, pero que, además, contó
con el apoyo decidido del Partido Conservador, contribuyendo a perfilar un terri­
torio de clericalismo47 que, a su vez, fue respondido con un abierto anticlerialis-
mo. En la España de fin de siglo recristianización y secularización pugnaron por
determinar la naturaleza del orden político y social. Los católicos conformando
un movimiento social que encontró en la Rerum Novarum un fuerte estímulo;
los secularizadores movilizando las masas frente a la amenaza del clericalismo.48

3. LIBERALISMO, IDENTIDAD NACIONAL Y LIBERTAD RELIGIOSA

Resulta evidente que por la tradición histórica nacional, por la manera que
nuestros liberales abordaron la cuestión religiosa a lo largo del siglo xix, por el
peso sociológico e institucional de la propia Iglesia, el problema de la libertad re­
ligiosa y de la compatibilidad de ésta con la tradición católica presentaba muchos
problemas. Dada la intransigencia liberal de la Iglesia católica y el componente
tradicionalista que dominó en gran parte del catolicismo resulta difícil encontrar

45. Antonio Pou y Ordinas, «Influencia de la unidad religiosa en nuestra historia nacional»,
en La Ciencia C atólica, voi. III, 30-VI- 1883, pp. 492-493.
46. Para una interpretación del centenario de Recaredo como celebración carlista véase
Jordi Canal, «Recaredo contra la revolución: el carlismo y la conmemoración del ‘XIII Cen­
tenario de la Unidad Católica’ (1889)», en C. P. Boyd (ed.), Religión y política en la España
contem poránea, op. cit., pp. 231-248.
47. Sobre la Iglesia de la restauración véase Cristóbal Robles, Insurrección o legalidad. Los
católicos y la Restauración, Madrid, csic, 1988.
48. Sobre la confrontación entre secularización y confesionalidad en la España de entre si­
glos véase Julio de la Cueva Merino y Feliciano Montero «Clericalismo y anticlericalismo entre
dos siglos: percepciones reciprocas», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds.), La secu­
larización conflictiva, España (1898-1931), Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, pp. 101-120.

97
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

una tradición firme de catolicismo liberal.49Aquellas corrientes de pensamiento


que en el interior de la Iglesia apostaron por un acomodo a la modernidad -cato­
licismo liberal,religiosidad krausista, modernismo religioso.. o que fuera de ella
trataron de construir una tradición religiosa establecida sobre el reconocimiento
de la pluralidad religiosa -protestantismo- observaron los límites estrechos que
mostraban la legislación liberal, de un lado, y la Iglesia y las devociones populares,
de otro.
Ya se ha reseñado cómo el primer liberalismo negaba la posibilidad de abrir­
se a una libertad religiosa que chocaba abiertamente con la posición oficial de
la Iglesia. Más tarde, la recepción de las corrientes de pensamiento que en la
Iglesia europea apostaron por una apertura, como el catolicismo liberal, apenas
encontraron acomodo en un ambiente intelectual impregnado de un catolicismo
tradicional y neoescolástico, cuando no violentamente antiliberal. No es de sor­
prender, pues, que los únicos atisbos de recepción de la obra de Lamennais y el
cristianismo humanista fueran entre sectores ajenos a la Iglesia, en figuras como
Mariano José de Larra, e incluso en el terreno de la democracia republicana. Si
se compara con la fuerza de estos movimientos en Francia, Italia o Bélgica, el
catolicismo liberal español aparece como una manifestación casi excepcional. Se
ha planteado que un sector de la Iglesia en los años de las Cortes de Cádiz podía
responder a ese espíritu, sin embargo, resulta difícil interpretar como católicos
liberales a figuras como Joaquín Lorenzo Villanueva, jansenista, cuya intolerancia
chocaba con el ambiente más abierto del catolicismo liberal francés.
Desde mediados de siglo otras opciones de carácter secular como las apor­
taciones de Concepción Arenal o Juan Valera se consumaron en un momento
de reacción religiosa bajo el impacto creciente del neocatolicismo. La primera,
católica convencida, apostó deliberadamente por una fusión entre los principios
de libertad y progreso plenamente compatibles con la religión católica. Desde la
década de los cincuenta, antes del bloqueo de la Iglesia a las libertades modernas,
Arenal50 no sólo mantuvo la necesidad de sustentar la religión sobre la base de
la libertad, sino que trataba de dotar a la vida de un sentido católico que nunca
abandonó a lo largo de su vida. Catolicismo, reforma social, libertad, esos fueron
los principios que animaron un pensamiento social fuertemente impregnado de
valores religiosos. «No hay que desalentarse, hombres de fe religiosa y fe política,
sacerdotes amigos de la libertad que en el retiro y el aislamiento desesperáis tal

49. Para una perspectiva del catolicismo liberal en su dimensión europea véase Manuel
Álvarez Tardío, «Deiu et liberté: la alternativa del catolicismo liberal en el ochocientos», en
Historia y Política, 3 (2000) 1, pp. 7-30.
50. Sobre su vida y obra véanse María del Carmen Sánchez Real, C oncepción A renal en su
tiempo: estudio biográfico y doctrinal, La Coama, 1999; Plutarco Marsa Vancells, Concepción
A renal y la Institución Libre d e E nseñanza, 1992; María José Lacalzada de Mateo, Concepción
Arenal: vida, cien cia y virtud, 1997.

98
CATOLICI SM O E IDENTIDAD NACIONAL

vez de vuestro siglo o de la humanidad entera.»51 Juan Valera, por su parte, en


el marco de un declarado catolicismo liberal mostraba su satisfacción porque,
finalmente, tras la constitución de 1869 la libertad religiosa se había logrado en
la España de Torquemada, de Loyola y de Rodrigo de Guzmán. Una vez aceptado
el credo democrático, la libertad de conciencia constituía el más preciado de los
valores de un orden que no ejercía coerciones a nadie para determinar su fe. «El
pueblo español, -escribió” que forma una parte de la Iglesia universal o católica,
que es católico en casi su totalidad, en su inmensa mayoría, no puede ni debe
violentar a nadie a que sea católico. La libertad religiosa es sólo la negación de
este poder, la declaración de esta incompetencia de jurisdicción sobre cualquiera
conciencia humana.»52
El catolicismo liberal se mostró de esta manera comprometido con los prin­
cipios de la libertad desde una religiosidad no intransigente, pero su capacidad
de permeabilizar la sociedad de su tiempo fue escasa ante la firme negativa de
la Iglesia para asumir las ideas de libertad y progreso. Para los católicos libera­
les, como para los cristiano demócratas o los krausistas ante la inviabilidad de
desarrollar sus principios en el terreno que marcaba la Iglesia apostaron por
una abierta heterodoxia o abandonaron directamente la obediencia de la Iglesia.
Este horizonte de religión asentado sobre los principios del Evangelio, capaz de
acomodarse a los ideales de la modernidad y crítico con la política del Vaticano,
alcanzó los valores y formas políticas de la democracia republicana. En unos ca­
sos a partir de los valores e idea de un republicanismo humanista que engarzaba
con la recepción de Lamennais y que observamos en ilustres republicanos como
Fernando Garrido, Emilio Castelar,53 Camilo Barcia o Eugenio García Ruiz.54
Por su parte, los krausistas desarrollaron unos ideales religiosos que fueron
rechazados abiertamente por la Iglesia. A partir de los postulados religiosos de
la filosofía de Krause apostaron por una religión de base racionalista que fuera
compatible con las verdades probadas por la ciencia moderna y que se alejara de
los modos barrocos y festivos propios de la devoción católica popular. Así habría
de ser con sacerdotes como Fernando de Castro55 y Tomás Tapia cuya compatibi­

51. Concepción Arenal, Dios y Libertad, 1996, (1858). Estudio prelim inar, revisión y notas
de Ma José Lacalzada de Mateo.
52. Juan Valera, «La revolución y la libertad religiosa», en Revista d e España, tomo VIH
(1869), p. 210.
53. Véase Luis Esteve Ibáñez, El pensam iento d e Emilio Castelar, microforma, 1991; Car­
men Llorca, Emilio Castelar: p recu rsor d e la d em ocracia cristiana, Madrid, Bibioteca Nueva,
1966; Lorenzo Martín-Retortillo Baquer, «Discurso de don Emilio Castelar en defensa de la
Libertad religiosa», en Revista A ragonesa d e A dm inistración Pública, 16 (2000), pp. 507-526.
54. Eugenio García Ruiz, Dios y el hombre, Madrid, 1863.
55- Véanse José Luis Abellán, F ern an do d e Castro y el p roblem a religioso d e su tiempo,
Madrid, 1976; Ramón Chacón Godás, F ern an do d e Castro y el catolicism o liberal español, Ma­
drid, 1996; Máximo Carracedo Sancha, F ern an do d e Castro: católico, krausista y heterodoxo,
Madrid, uc, 2003.

99
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

lidad entre filosofía krausista y catolicismo se hizo inviable tras la Quanta Cura
y el Syllabus. «La fe, como la religión, -escribió Francisco de Paula Canalejas-
descansa en principios y en razón, y a ésta debe conformarse... La fe ciega, sin
regla y sin motivos, es una negación del pensamiento y de la libertad; esto es, la
degradación del espíritu humano.»56 La expresión más elaborada de esta línea de
pensamiento la tenemos en la obra de Francisco Giner de los Ríos57 y de Gumer­
sindo de Azcárate.58 El primero a partir de una reflexión de las relaciones entre
conocimiento científico y religión; el segundo, desde una obra donde la moral
religiosa fue vista a la luz de la razón y del derecho.
Más allá de la dimensión moral del fenómeno religioso, los krausistas hicieron
hincapié en el tema de la libertad religiosa desde la perspectiva tanto individual
como colectiva, en lo relativo a las relaciones Iglesia/Estado. En el primer caso,
la libertad religiosa se presenta como una consecuencia inevitable de la libertad
de conciencia, del carácter racional e íntimo que posee la propia religión. En el
segundo, dada la necesaria neutralidad del Estado en temas de conciencia, la úni­
ca fórmula viable era la separación entre ambas instancias. Como en el caso de
Montalembert, Giner, Azcárate o Salmerón, plantearon la fórmula de la libertad de
la Iglesia y el Estado, la necesaria separación de poderes y el respeto a la libertad
y autonomía de cada institución en su esfera de acción.
Los católicos liberales,59 los republicanos humanistas, los krausistas, y más
tarde, un minúsculo sector de católicos adscritos al modernismo religioso60 se
encontraron con la oposición frontal de una Iglesia católica dominada por un
antiliberalismo que, aunque no aceptaba los principios y dogmas del integris-
mo, sin embargo, estaba firmemente comprometida con la confesionalidad del
Estado y los valores del nacional catolicismo. La apertura al liberalismo y la
democracia, la aceptación de una vía racionalista ajena a la dogmática impues­
ta por la Iglesia o el intento de acomodar el mensaje religioso a los logros del

56. «Programa del racionalismo armónico» (1857, recogido en F. De Paula Canalejas, «La
escuela krausista en España», en sus Ensayos críticos d e filo so fía , política y literatura, 1872,
p. 154-156).
57. Véanse sus Escritos filosóficos y religiosos, Madrid, s a 1922; sobre su pensamiento Juan
López Morillas, R acionalism o pragm ático: el pensam iento d e Francisco G iner d e los Ríos,
19 8 8 .
58. Véase Gonzalo Capellán de Miguel, Gumersisndo d e A zcárate. Una biografía intelec­
tual, Valladolid, j c l , 2005, pp. 156-251; del mismo autor, «El problema religioso en la España
contemporánea: krausismo y catolicismo liberal», en Ayer, 39 (2000), pp. 207-241.
59. Eamon Rodgers, «El fracaso del catolicismo liberal en España. El caso de Fernando
de Castro», en Letras Peninsulares, primavera de 1991, pp. 81-97; igualmente en «Religious
Freedom and The Rule of Law in Nineteenth-Century Spain», The Irish fu rist 22 (1987), pp.
112-124.
60. Sobre el modernismo religioso en España véase Alfonso Botti, La Spagna e la crisi
m odernista: cultura, società civile e religiosa tra Otto e Novecento, Brescia, Morcelliana,
1987.

100
CATOLICI SM O E IDEN TI DAD NACIONAL

mundo científico constituyó una barrera insalvable para el catolicismo oficial


español.
Nacionalcatolicismo y modernismo religioso se vieron así enfrentados en los
terrenos moral, doctrinal y político. Figuras como Miguel de Unamuno, Juan Ra­
món Jiménez y Luis de Zulueta, exponentes de ese modernismo religioso, choca­
ron con la moral católica oficial y postularon una apertura al laicismo moderado;
reclamaron una moral independiente de la Iglesia y apostaron por propuestas
que se alejaban abiertamente de cualquier tentación confesional. Desde la pers­
pectiva doctrinal y política estuvieron muy alejados del conservadurismo y en­
contraron acomodo ya en el reformismo institucionista, en el liberalismo radical
e incluso en el terreno del socialismo.
Desde la perspectiva de la identidad nacional el modernismo religioso de
Zulueta invirtió los términos del nacionalcatolicismo. Si Menéndez Pelayo atri­
buía al catolicismo la forja de una identidad nacional; por el contrario, Zulueta
consideraba que había sido España, la Monarquía católica en su desarrollo por
el Nuevo Mundo, la que había proporcionado al catolicismo una ocasión única
para su expansión y desarrollo. «El espíritu español -escribió Luis de Zulueta- ha
influido no poco en el catolicismo, en lo que este tiene de específico dentro de
toda corriente cristiana; es decir, en el catolicismo después que éste se diferenció
del protestantismo. Por la compañía de Jesús, hija de nuestro suelo, y los teólogos
españoles delTrento contribuimos a determinar la orientación de la Iglesia católi­
ca moderna.»61 Esa inversión de los términos entre catolicismo y nación mostraba
cómo si en la Edad Moderna España se había adscrito a los ideales de la religión,
mientras que, en la contemporaneidad, España, la nación independiente, también
se identificaba con los retos de su tiempo, a una asimilación de las verdades apor­
tadas por la ciencia y el pensamientos contemporáneos.
Las consecuencias de ese nuevo horizonte religioso, de la apertura al moder­
nismo y al cientifismo no fueron el rechazo del fenómeno religioso tal y como
dominaba en el fin de siglo bajo el peso del positivismo, sino una reformulación
que llevaba el terreno ético a la recuperación de la figura de Cristo y el mensaje
moral de los Evangelios y en el político jurídico a una secularización del Estado.
En Zulueta, como en Juan Ramón Jiménez, o en otro sentido en el mismo Unamu­
no, la secularización del Estado era una exigencia derivada de la afirmación de la
libertad de conciencia, de la que habría que esperar una auténtica renovación de
la Iglesia. Si la Iglesia oficial, en su versión nacionalcatólica, apostaba por la con-
fesionalidad del Estado y la afirmación de una identidad católica para la nación
española; el modernismo religioso, por el contrario estimulaba una renovación
que hacía del intimismo y la libertad de conciencia el eje del nuevo hombre mo­

61. Luis de Zulueta, «Reformarse en vivir», en La oración del incrédulo. Ensayos sobre el
p roblem a religioso, s.a. s.d. [1915] pp. 68-69.

101
ral. Así la apertura a la razón, a la ciencia, a una nueva espiritualidad confrontaba
abiertamente con el clericalismo potencias que traía consigo el nacionalcatoli-
cismo. Como buen institucionista Zulueta se ubicaba en una democracia liberal
perfectamente compatible con la secularización del Estado, la libertad religiosa y
la reforma de la Iglesia62

62. Una síntesis de estos planteamientos en M. Suárez Cortina, «Religión, Iglesia y estado
en la cultura institucionista De Francisco Giner a Manuel Azaña», en La secu larización con ­
flictiva, op. cit., pp- 73-99-
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO:
UNA MIRADA A TRAVÉS DE NICOLÁS PIZARRO Y WENCESLAO AYGUALS DE IZCO

Estamos llamados los mexicanos a sostener una lucha eter­


na; débiles por nuestras discordias, atrasada en civilización la
mayoría de nuestro pueblo por efecto de la educación teo­
crática y las preocupaciones en que se le ha imbuido, tiene
no obstante un glorioso destino que cumplir, porque es el
antemural que debe sostener la libertad y las nacionalidades
amenazadas del continente de Colón, A la democracia desbor­
dada debemos oponer la democracia pacífica; a las institucio­
nes liberales, pero falseadas en su base por contenerse en ellas
la esclavitud y la despreciativa distinción de castas, debemos
oponer el orden verdadero, que es la genuina libertad aplicada
a todas las clases, a todos los hombres que quieran vivir bajo
nuestro suelo.
Nicolás Pizarro, El Monedero, Obras, II,
México, unam , 2005, p . 247.

No es nuestro ánimo abogar por esa igualdad absoluta, por


esa nivelación de fortunas que algunos frenéticos han querido
halagar a las masas populares. Lo que nosotros deseamos a
favor del pueblo es: igualdad ante la ley; castigo contra el de­
lincuente, no contra el pobre; justicia en pro de la inocencia y
no consideraciones al rico; derechos sociales en todos los espa­
ñoles; voto en todas las ocasiones para los hombres honrados.
Wenceslao Ayguals de Izco, Marta, la hija
de un jornalero, Madrid, 1869, (1846), p. 101.

10 3
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

En las últimas décadas la historia comparada ha constituido unas de las co­


rrientes historiográficas que más se ha renovado. Desde la historia económica y
del derecho primero, la historia de las elecciones, más tarde, y finalmente, en el
marco de la historia política y de la cultura, la comparación representa una fase
nueva dentro de una historiografía generalmente dominada por el peso de los
componentes locales o nacionales. Ya hace muchas décadas Marc Bloch1 había
resaltado el papel que en la historia poseía la comparación, y de una manera más
o menos intensa ésta siempre ha estado presente en la tarea del historiador, aun­
que no de una manera principal o directa. Resulta evidente que la historia como
disciplina, como ciencia, nació asociada al fenómeno de la nación y, por ello, ésta,
o en su versión más completa, el Estado-nación, ha constituido el referente más
representativo de la investigación histórica desde el siglo xoc.
El problema central de la comparación no está, pues, en ella misma como tal,
sino en la selección de sus ámbitos de interés. Sociólogos, antropólogos, historia­
dores de la literatura y politólogos la han manejado como un elemento central en
su disciplina, pero los historiadores se han centrado en la dimensión territorial
y temporal de una manera dominante. La historia ha padecido, en este sentido,
una especie de insularidad que afortunadamente ha quedado como expresión
de una etapa de su evolución como disciplina. Hoy la interdisciplinariedad, la
asimilación e integración de las aportaciones de las diversas ramas de las ciencias
humanas y sociales, el diálogo y la transferencia entre ellas es más que notable
y, de hecho, viene exigida por la propia naturaleza del giro cultural que domina
la historiografía actual. Como nos recuerda Marcel Detienne,2 un militante del
«comparatismo constructivo», el comparatista debe escoger como campo de ex­
perimentación el conjunto de las representaciones culturales de las sociedades
del pasado, tanto las más distantes como las más próximas y los grupos humanos
vivos, observados en el planeta tanto ayer como hoy El comparatista tiene, pues,
que construir sus objetos con entera libertad, incluso con cierta osadía, con el fin
de extraer de ellos los elementos explicativos de este o aquel fenómeno social,
político o cultural.
Es desde este planteamiento que tratamos de establecer un diálogo, una com­
paración, entre las historias mexicana y española del siglo xix a través de dos figu­
ras representativas, pero en modo alguno de primera línea, del panorama cultural
y político: Nicolás Pizarro Suárez (1830-1895) y Wenceslao Ayguals de Izco (1801-
1873). Ambos se comprometieron en la construcción de la sociedad y el Estado
de su tiempo, desde una militancia republicana, con el ensayo, la actividad edito­
rial y la creación novelística como instrumentos y en los dos casos, más allá de

1. Véase M arc B loch a u jo u rd ’hui: histoire com parée &sciences sociales. Textes réunis et
présentés par Hartsmut Atsma et Anfré Burguière, París, eh e s , 1990.
2. Marcel Detienne, C om parar lo incom parable. Alegato a fa v o r d e una cien cia histórica
com parada, Barcelona, Península/ncs, 2001, p. 44.

104
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

sus peculiares recorridos biográficos, con el triunfo de la libertad y la República.


Uno y otro desarrollaron su tarea en el marco doble de su participación en la po­
lítica de su tiempo, y, en no menor grado, en un intento por reflexionar histórica
y políticamente la experiencia vivida. En los dos autores, la novela constituyó un
medio básico para reconstruir el universo político, social y moral de su tiempo, y
con ella los catecismos canalizaron ese esfuerzo que requería la didáctica política
para extender los principios y virtudes del liberalismo y la democracia. Novelis­
tas, liberales, republicanos, Pizarro y Ayguals de Izco hicieron un gran esfuerzo
por favorecer el triunfo del liberalismo republicano en dos países que tuvieron
su particular experiencia de liquidación de la Monarquía Católica y de construc­
ción de un Estado y una nación que debía, en cada lugar, acomodarse a su propia
experiencia histórica.
El marco de análisis que hacemos aquí no se centra en su dimensión de no­
velistas o si su obra constituye xana representación valiosa del romanticismo o
del primer realismo español, sino en que uno y otro utilizaron la novela, novela
histórica o historia-novela en el caso de Ayguals de Izco, para promover una de­
terminada sociedad, para difundir sus proyectos utópicos en un momento en
que en España y México se estaba consolidado el nuevo orden liberal. Porque
es de libertad, de democracia y de construcción de la nación donde se ubica
el proyecto republicano de Pizarro y de Ayguals de Izco. En consecuencia, no
se trata de un ensayo de literatura comparada,3 cuya tradición en España ya se
ubica al menos en los comienzos del siglo xx. Liberalismo, socialismo utópico y
República en Pizarro; y república, democracia y libertad para Ayguals de Izco, son
los referentes centrales del universo social y político de ambos autores. Aunque
generacionalmente no son coincidentes, sin embargo, históricamente cada uno
proyectó su obra en el marco de la consolidación y desarrollo del liberalismo en
cada país. Aunque, no es menos cierto que los liberalismos español y mexicano,
como después veremos, constituyen dos experiencias diferenciadas, derivadas
del particular discurrir histórico de los dos países.

I. PIZARRO Y AYGUALS DE IZCO: ROMANTICISMO Y LIBERTAD

Aunque en distinto grado, desde el punto de vista literario, tanto Pizarro y


como Ayuguals de Izco son dos referentes de la cultura romántica que se desarro-

3. La bibliografía sobre literatura comparada es inmensa. Para un acercamiento a su natu­


raleza véase M. Schmeling (ed.), Teoría y praxis d e la literatura com parada, Barcelona, Alfa,
1984; C. Guillén, Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la Literatura C om parada, (ayer
y hoy), Barcelona, Tusquets, 2005; A. Gnisci (ed.), Introducción a la literatura com p arad a,
Barcelona, Crítica, 2002; M. Morales Ladrón, Breve introducción a la literatura com p arad a,
Alcalá, Universidad de Alcalá, 1999.

105
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

lia en España y México en las décadas que siguen la revolución liberal y la inde­
pendencia respectivamente. En España en las décadas de los cuarenta y cincuen­
ta, en México en las décadas de los cincuenta y sesenta, una vez que la Constitu­
ción de 1857 y las Leyes de Reforma acometieron el proceso de «consolidación»
de una revolución liberal que no había sido culminada desde la independencia.
Ninguno de los dos fue el máximo representante ni de la literatura romántica en
su país, ni tampoco fueron quienes mejor formularon los proyectos de sociedad
y Estado liberales, pero se les debe, sin embargo, el reto de haber elaborado su
propuesta tanto desde el frente personal del compromiso político, como a través
de las letras, de la escritura, ya fuera ésta el ensayo político o la novela.Tampoco
ninguno de ellos ha sido objeto preferente de la historiografía, ni en su dimensión
literaria ni política. Esa limitación es más acusada en el caso de Nicolás Pizarro
que apenas ha sido objeto de interés por la historia de la literatura mexicana.
Cuando en 1957 Luis Reyes de la Maza4 resaltaba que Pizarro había sido ignorado
tanto por la mayoría de los investigadores literarios como por los críticos de su
tiempo no exageraba, pues medio siglo más tarde aún se pueden contar con los
dedos de las manos los trabajos que centran su interés en la novelística de Pizarro
o en sus ensayos políticos.5
Ha sido desde la historia de la cultura,6 con especial atención a su dimensión
de socialista utópico, donde se ha puesto interés en su obra literaria. Es este el
caso de Carlos Illades y Adriana Sandoval7 que han recogido sus trabajos en tres
volúmenes y han facilitado un acercamiento a los componentes románticos, ex­
presados a través de un universo de ideas donde el liberalismo y el socialismo
utópico se cruzaron para construir un imaginario social que fuera soporte de
los ideales de la Reforma. De Fourier a Lamennais, las ideas de Pizarro marcan

4. Luis Reyes de la Maza, «Nicolás Pizarro, novelista y pensador liberal», en Historia Mexi­
can a, 3-4 (1957), pp. 572-587.
5. Un ejemplo de esa escasa atención a su obra es la ausencia de Pizarro entre los au­
tores recogidos en Belem Clark de Lara y Elisa Spekman Guerra (coords.), La R epública de
las Letras. Asomos a la cultura escrita d el M éxico decim onónico, México d f , unam 2005, 3
vols. Tampoco aparece Pizarro entre los autores seleccionados de la novela corta del primer
romanticismo mexicano. Véase A a w La novela corta en el p rim er rom anticism o mexicano,
México d f , u n am 1998, con un estudio preliminar de Celia Miranda Cárabes. Tampoco Brian
Hamnett lo incorpora en sus trabajos sobre la novela histórica en el siglo xix. Véase «Historias
ficticias: el dilema de los hechos y la imaginación en la novela histórica del siglo xix, en His­
torias 69, enero-abril 2008, pp. 97-120, donde únicamente contempla a Galdós como autor
de novela histórica en el mundo hispano.
ó. En el terreno filológico Juan Manuel Lope Blanch se ha acercado al uso de la lengua
española. Véase «Nicolás Pizarro y la lengua ‘española’, que no ‘castellana’», en Bulletin His-
pan iqu e, vol. 104, n° 2, pp. 873-882.
7. Véase su Estudio P relim inar a Nicolás Pizarro. Obras, I, unam , México d f , 2005, pp.
v ii-x li; recogido con algunas variantes en Carlos Illades y Adriana Sandoval, Espacio social y
representación literaria en el siglo xix, Universidad Autónoma Metropolitana / Olaza y Valdés,
2000, pp. 15-42.

106
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

con intensidad una reflexión política y social que, siguiendo a Illades y Sandoval,
cabe sintetizar en tres corrientes: la cooperación, fundamentada en los principios
asociativos, y condición de posibilidad de la regeneración futura; el orden liberal,
formalizado en la constitución de 1857, marco general en el que, según Pizarro,
se inscribían la libertad, la igualdad y la justicia; y la reforma moral, a la que le
corresponde establecer la convivencia futura sobre nuevas bases. Carlos Illades8
ha integrado a Pizarro en la generación romántica que se desarrolla en torno a
los círculos literarios que en la Academia de San Juan de Letrán, primero, y en el
Liceo Hidalgo, más tarde, cubren el periplo del romanticismo mexicano.9 En la
primera encontramos también a Manuel Tossiat Ferrer, José María y Juan Nopo-
muceno Lacunza, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez y Andrés Quintana Roo, nom­
brado su presidente perpetuo poco después de su fundación. En el Liceo Hidalgo,
bajo la inicial presidencia de Francisco Granados Maldonado, se ubicó la segunda
generación del romanticismo literario representada por Guillermo Prieto, Ignacio
Ramírez, José María Roa Bárcena, Francisco Zarco, Vicente Riva Palacio, Ignacio
Manuel Altamirano y José MaríaVigil, entre otros. Fueron ellos quienes, en línea con
el universo mental y los planteamientos morales, estéticos y políticos, conformaron
los ideales de una nación mexicana que se encontraba en plena construcción.10
No disponemos, que yo conozca, de muchos estudios monográficos de sus obras
literarias, aunque Alejandro Cortázar le ha prestado atención al destacar el com­
ponente reformista de su obra y atendiendo a la metáfora de la nación mexicana
que representa La Coqueta.n
En el terreno directamente historiográfico, Pizarro ha merecido una atención
también muy escasa. Han sido muy pocos los historiadores sociales y de la política

8. Carlos Illades, Nación, socied a d y utopia en el rom anticism o m exicano, México d f , Co-
naculta, 2005, pp. 54 y ss.; también del mismo autor «Pizarro: república y utopía social», en Las
otras ideas. Estudios sobre el p rim er socialism o en México, 1840-1935, Universidad Autónoma
Metropolitana / Era, 2008, pp. 78-98.
9. El ambiente literario y los liceos, tertulias, etc. que dominaron la cultura mexicana en el
siglo xix puede seguirse a través de los tres volúmenes de La República d e las Letras, op. cit
en especial el volumen I: Ambientes, A sociaciones y Grupos. Movimientos, temas y géneros.
10. El papel de la literatura como un ingrediente central en la construcción de la nación
ha sido resaltado para el caso mexicano en la obra de J. S. Brushwood, M éxico en su novela:
una n ación en busca d e su identidad, México, f c e , 1973; para el caso hispanoamericano, en
su conjunto, Beatriz González-Stephan, Fundaciones: can on , historia y cultura nacional. La
historiografía literaria d el liberalism o h ispan oam erican o del siglo xix, Iberoamericana-Ver-
vuert, 2002.
11. Alejandro Cortázar, Reforma, novela y n ación : México en el siglo xix, Puebla, Bene­
mérita Universidad Autónoma de Puebla / Dirección de Fomento Editorial, 2006.; del mismo
autor, «Nicolás Pizarro Suárez y La coqueta metáfora de la nación», en Ángeles Encinar, Eva
Lófqist, Cármen Valcárcel (eds.), Género y gén eros. Escritura y escritoras iberoam erican as,
vol, 2, Madrid, unam , 200ó, p p . 11-22.

1 07
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

que se han ocupado de su biografía y obra. Ricardo Pérez Montfort12 se ha acer­


cado al modo en que Pizarro ha abordado la constitución de 1857 y Erika Pañi,13
por su parte, ha hecho una caracterización del proceso político que siguió la
Constitución de 1857 y cómo Nicolás Pizarro constituyó un aval de esas reformas.
Vemos, pues, que ya en el terreno literario o en el directamente político, Pizarro
se muestra como un hombre comprometido con su tiempo, con el liberalismo, el
republicanismo y los intentos de construir una nación mexicana en el marco de
los ideales de la modernidad. Una acción que se desarrolló culturalmente en el
marco de un romanticismo mexicano cuyo desarrollo presenta un desfase tempo­
ral con el romanticismo español que le tocó vivir a Wenceslao Ayguals de Izco.
Ayguals de Izco tampoco constituyó una referencia central de la cultura ro­
mántica en España, por más que sus obras e ideas fueran objeto de mayor interés
tanto por la crítica de su tiempo14 como de las historias de la literatura y de la
historia de las ideas desde la década de los sesenta y setenta del siglo xx. En el
campo de la historia de la literatura ha sido donde más atención ha recibido. Ya
para caracterizar su obra en el marco de la novela popular y folletinesca (J. Ma
Marco,15J. I. Ferreras,16 Leonardo Romero Tobar,17 Rubén Benítez18, Sylvie Baulo,19
...), para determinar los componentes sociales y políticos de su novelística y su
vínculo con la utopía literaria Q. L. Calvo Carilla),20 o para mostrar su acomodo a
los modos y maneras del primer realismo literario (Russell P. Sebold),21Ayguals de
Izco ha sido más estudiado que Nicolás Pizarro. No es de sorprender, pues, si Ay­
guals de Izco desde el punto de vista literario, no constituye la primera línea de la
creación romántica; sin embargo, se le puede atribuir una intensa actividad como

12. Ricardo Pérez Montfort, Apuntes sobre Nicolás P izarro y la Constitución d e 1857. Tex­
to mecanografiado inédito (9 folios). Agradezco al autor la consulta del original.
13. Erika Pañi, «Para halagar la imaginación, Las Repúblicas de Nicolás Pizarro», en J. A.
Aguilar y R. Rojas (coords.), El republicanism o en H ispan oam érica, México, d f , c i d e / f c e , 2002,
pp. 424-446.
14. Ya fue objeto de una biografía encomiástica por parte de Blas María Araque, B iografía
deD . W. A. D. I. Madrid, Imp. De la Sociedad literaria, 1851.
15. Joaquín Marco, «Sobre los orígenes de la novela folletinesca en España (Wenceslao
Ayguals de Izco)», en Ejercicios literarios, Barcelona, Táber, 1969, pp. 73-95.
16. Juan Ignacio Ferreras, La novela p o r entregas, 1840-1900, Madrid,Taurus, 1972.
17. Leonardo Romero Tobar, La novela p op u lar española del siglo xix, Barcelona, Fun­
dación Juan March/Editorial Ariel, 1976.; del mismo autor, «Forma y contenido en la novela
popular: Ayguals de Izco», en P roem io, III, Barcelona, abril 1972, pp. 45-90.
18. Rubén Benítez, Ideología del folletín esp añ ol Wenceslao Ayguals d e Izco, Madrid, José
Porrúa Turanzas, 1979.
19- Sylvie Baulo, La trilogie R om anesque d e Ayguals d e Izco, Le rom ain p op u laire en Es-
p a g n e au millieu du xixe siecle, Lille, 2003.
20. J. L. Calvo Carilla, El sueño sostenible. Estudios sobre la utopía literaria en E spaña,
Madrid, Marcial Pons Historia, 2008, pp. 105-150.
21. Russell P. Sebold, En el prin cipio del movimiento realista. Credo y novelística d e Ay­
guals de Izco, Madrid, Cátedra, 2007.

108
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

novelista, ensayista, autor de teatro, político, editor, traductor, y no menos como


el autor de un intento «frustrado» de crear una nuevo estilo literario: la historia-
novela.22 También ha recibido atención desde la historia de la prensa y de la
edición. Víctor Carrillo y Sylvie Baulo, entre otros, han centrado su interés en la
importancia que para la edición española tuvo la Sociedad Literaria de Madrid
que dirigió Ayguals de Izco desde la década de los cuarenta.23
La historia social, de la educación,24 del arte,25 la de las ideas y la historia po­
lítica, se han fijado en Ayguals de Izco desde la década de los sesenta y setenta
del siglo pasado. Iris M. Zavala26 ha prestado atención a su carácter de periodista
y editor, Antonio Elorza27 se ha detenido en su militancia republicana y en el
liderazgo que mantuvo en la prensa democrática madrileña de la década de los
cuarenta, en tanto que la historiografía más reciente ha mostrado el alcance de
sus ideas republicanas, en el marco de su militancia anticarlista (Pedro Rújula,28
Sylvie Baulo) o de la construcción de una cultura política republicana (F.A. Martí­
nez Gallego,29 E Peyroy,30 Román Miguel González).31

22. La caracterización que Ayguals hace en el Epílogo de M aría, la hija d e un jorn a lero ,
para señalar que ha intentado crear un nuevo género, la historia novela, no debe ser con­
fundida en ningún caso con la novela histórica, al estilo de las publicadas en España en la
década de los treinta y cuarenta bajo la influencia de W. Scott. La historiografía de la literatura
nunca la incorpora a ese género. Véase como ejemplo Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del
liberalism o y la novela histórica 1830-1870, Madrid, Taurus, 1976, donde Ayguals sólo figura
en su condición de editor.
23. Víctor Carrillo, «Marketing et édition au xixe siècle. La Sociedad Literaria de Madrid»,
en J. Maurice (éd.), Vinfra-littèrature en Espagne a u x xixe et Xxe siècles. Du rom an - feuilleton
au R om ancero d e la gu erre dEspagne, Grenoble, p u g , pp. 7-101; Sylvie Baulo, «Prensa y pub­
licidad en el siglo xix. El caso de la Sociedad Literaria de Madrid (1845-1846)», en Jean-Michel
Desvois (ed J , Prensa, im presos y lectura en el m undo hispánico contem poráneo, H om enaje
a f. F. Botrel, Bourdeux, U. E. I. I., 2005, pp. 61-71.
24. José Luis Pascua Pía, Ayguals y su época. Las ideas educativas d e un liberal del siglo
xix, Vinarós, Associació Cultural Amics de Vinarós, 2005.
25. Carlos Reyero, «Gusto y libertad. El arte en M aría, la hija d e un jorn alero, de Ayguals
de Izco», en Anales d e Historia d el Arte, 2008, Volumen Extraordinario, pp. 475-488.
26. Iris M. Zavala, Rom ánticos y periodistas. Prensa española del xix, Madrid, Siglo xxi,
1972.
27. Véase Antonio Elorza, Federalism o y R eform a Social en E spaña (1840-1870), Madrid,
Seminarios y Ediciones, 1975.
28. Pedro Rújula, «Historia y literatura. El Tigre del Maestrazgo, de Ayguals e Izco», en
Rolde, n° 79-80, 1997, pp. 36-42.
29. F. A. Martínez Gallego, «Democracia y República en la España isabelina, El caso de
Ayguals de Izco», en M. Chust (ed.), Federalism o y cuestión fe d e r a l en España, Castellón de
la Plana, uji, 2002, pp. 45-90.
30. Florencia Peyrou, Tribunos del pueblo. D em ócratas y republicanos du ran te el rein ado
de Isabel II, Madrid, c e p c , 2008.
31. Román Miguel González, La p asión revolucionaria. Culturas políticas republicanas y
m ovilización p op u lar en la España del siglo xix, Madrid, c e p c , 2007.

109
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Con estos puntos de partida, el estudio comparado de las biografías, ideas y


proyectos políticos de Pizarro y Ayguals de Izco se presenta como una tarea in­
serta en la propia comparación de la construcción del Estado español y mexicano
tras la quiebra de la Monarquía Católica y el triunfo del liberalismo en los dos paí­
ses. No es casualidad que la propuesta republicana de ambos autores se ubique
en el marco de la cristalización del nuevo orden burgués que viene representado
en España por el triunfo de la revolución liberal en la década de los treinta en
donde ubica Ayguals de Izco el escenario de María la hija de un jornalero y que
Pizarro desarrolle El Monedero en la década que sigue la derrota con los eeuu has­
ta las leyes de Reforma, en ese tramo de la historia mexicana donde se redefine
territorialmente el país, se intenta articular de un modo centralizado el poder y,
finalmente, se impone el federalismo liberal tras la Constitución de 1857.
No tiene mayor interés para nuestro cometido determinar el estilo narrativo,
ni si allí donde Ayguals de Izco se adentra en los terrenos del costumbrismo y
de la novela realista posterior, Pizarro recrea un universo intensamente román­
tico, poniendo de manifiesto que la cronología del romanticismo en México es
más tardía que en España. Lo que aquí trataremos de establecer es la afinidad o
la distancia de los proyectos sociopolíticos que uno y otro sustentaron en sus
novelas, ensayos o textos político-jurídicos. Pizarro es autor de una trayectoria
de ficción centrada en pocas obras: El Monedero (1861), La Coqueta (1861), La
Zahori (1868) y Las leyendas y fábulas para los niños (1872) Junto a ellas, un
conjunto de textos de componente básicamente moral y político en el que ex­
puso sus planteamientos liberales y su concepción del orden político que debía
seguir la República mexicana. Varios catecismos políticos32 y morales y diversos
textos sobre la política de su tiempo muestran un autor centrado en la defensa
de la Reforma y su concepción de un nacionalismo liberal bajo el régimen de una
república representativa. Como profesional, ocupó diversos puestos en la Admi­
nistración del Estado y fue diputado liberal, y en la década de los setenta colaboró
en la primera Administración de Porfirio Díaz.33
La biografía literaria y profesional de Ayguals de Izco presenta más intensidad.
Autor desde muy joven de textos de corte claramente romántico es una figura

32. Sobe el papel del catecismo político como un instrumento de educación política en
México véase Alicia Salmerón Castro, «De la instrucción en Verdades políticas’ a los rudimen­
tos legales. Los manuales políticos en el México el siglo xix», en La República d e las Letras.
Vol. II, P ublicaciones periód icas y otros impresos, unam, 2005, pp. 287-312; Anne Staples, «El
catecismo como libro de texto durante el siglo xix» en Roderic A. Camp, y otros (ed.), Los
intelectuales y el p o d er en México. M em orias d e la VI C onferencia d e Historiadores M exicanos
y Estadounidenses, 1991, pp. 491-505; para el caso del republicanismo español véase Manuel
Morales Muñoz, El republicanism o m alagueño en el siglo xix. P ropagan da doctrinal, p racticas
políticas y fo r m a s d e sociabilidad, Málaga, 1999, pp. 27-42.
33- Una síntesis de sus planteamientos y obra en Carlos Illades, Las otras ideas, op. cit.,
pp. 75-97.

I 10
NOVELA HISTÓRICA. SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

que a lo largo de su vida combinó tanto su carrera política, como la de editor y


de autor de ensayos, cartillas del pueblo, novelas y otras de teatro. En el terreno
político fue alcalde constitucional de Vinaróz y diputado de la corriente más ex­
trema del liberalismo. Como editor y hombre de empresa que fundó y dirigió la
Sociedad Literaria Madrileña34 es una figura reconocible como autor, difusor y
traductor de la novela popular y, como tal, tiene en su haber una amplía obra que
va desde la trilogía sobre María -María o la hija de un jornalero (1845-1846),
La marquesa de Bellajlor o el niño de la inclusa (1846-1847), £7palacio de los
crímenes o El pueblo y sus opresores (1855)- a un variado registro de obras de
componente social, político y moral, en el que, paulatinamente, fue abandonando
los componentes románticos para ajustarse a un costumbrismo que le acercó a los
modos y estilos del primer realismo. Como periodista fue director de diversos
periódicos democráticos como La Risa, Guindilla y El Domine Lucas, entre
otros.
Hombres, pues, comprometidos con los ideales de una república representati­
va, demócratas que se afirmaron desde su liberalismo, vieron en la novela y en los
ensayos políticos el modo de luchar por una identidad nacional, de corte republi­
cano y democrático, ajena a los planteamientos del conservadurismo político que
dominó España y México tras la quiebra de la Monarquía Católica y el triunfo del
liberalismo en España y la independencia en México.

2. LIBERALISMO Y REPUBLICANISMO EN ESPAÑA Y MÉXICO: ESBOZO DE UNA PRIMERA


COMPARACIÓN

La construcción del Estado y la nación modernos en España y México se lle­


vó a cabo tras la quiebra de la Monarquía Católica y del acervo cultural común
que les proporcionó el catolicismo y los proyectos doceañistas de conformar
una nación a los dos lados del Atlántico.35 Los Estado-nación que desde entonces
se conformaron tuvieron que abordar un proceso de modernización que pasó
en ambos casos por muchas dificultades.36 En España, ese proceso se desarrolló

34. Entre 1842 y 1859 Ayguals de Izco dirigió la Sociedad Literaria Madrileña en la que
se rodeó de un grupo de autores como J. Zorrilla, M. Bretón de los Herreros, C. Aribau, J. E.
Hartszembusch, J. Martínez Villergas o A. Gil y Zárate. Véase Sylvie Baulo, «Prensa y publici­
dad en el siglo xix», op. cit., p. 62.
35. Para un acercamiento a la historia comparada de la construcción del Estado y la
nación en España y México véase Manuel Suárez Cortina y Tomás Pérez Vejo (eds.), Los
cam inos d e la ciu d ad an ía. M éxico y España en perspectiva com parada, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2010.
36. En un ensayo reciente, Antonio Elorza ha resaltado los componentes retardatarios de
la modernización en los dos países. Véase «España y México: modernizaciones frustradas», en
Letras Libres, Noviembre 2006, pp. 36-39.
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

en medio de una dura disputa entre los nostálgicos del Antiguo Régimen y los
liberales que, en su fracción moderada, dominaron el proceso de consolidación
del Estado liberal. En México, la ecuación independencia y formación del Estado
nacional se llevó a cabo también en medio de una dual tentativa de construcción
del nuevo orden nacional bajo la forma de República y Monarquía. Tras la inde­
pendencia y la experiencia de Iturbide, la monarquía pasó a un segundo plano
y en las décadas siguientes la confrontación básica no recayó en las formas de
gobierno, sino en el mantenimiento o superación de la sociedad corporativa; esto
es, en la implantación de un orden social liberal, y en el enfrentamiento entre
centralización y federalismo. En este marco Monarquía, liberalismo y República
adquirieron un sentido distinto en los dos países.
En España, la asociación entre liberalismo y monarquía se desarrolló bajo los
planteamientos de la Monarquía constitucional, y la República como proyecto na­
cional vino dado por sus componentes populares y democráticos. La Monarquía
fue así la expresión de los intereses de las clases medias y altas, la que propug­
nó un modelo de Estado centralizado a semejanza del modelo francés, y apostó
por una ciudadanía de propietarios y por un Estado confesional tras la firma del
Concordato de 1851. Frente a ese proyecto, el republicanismo al que se asoció
Ayguals de Izco, se mostraba como portavoz de las clases populares, como decla­
radamente descentralizado y el portaestandarte de los ideales democráticos. En
México, por el contrario, una vez que la cuestión de las formas de Gobierno se
inclinaba abiertamente por la República desde la Constitución de 1824, el proble­
ma se planteaba entre la persistencia del viejo orden social y el liberalismo, de un
lado, pero, como han resaltado recientemente Alicia Hernández Chávez y Marce-
11o Carmagnani, ese análisis conviene orientarlo hacia aquel otro que contrapone
a centralistas y federales.37
El federalismo mexicano se presenta así como la garantía del triunfo del
liberalismo,38 en tanto que en España, dado el componente centralista del libera­

37. La obra de ambos es muy amplia en este sentido. Véanse, entre otros, Alicia Her­
nández Chávez, «Las tensiones internas del federalismo mexicano», en A. Hernández Chávez
(coord.), ¿Hacia un nuevo fed eralism o?, México d f , f c e / c o l m e x , 1996, pp. 15-33; Marcello Car­
magnani, Alicia Hernández Chávez, «La ciudadanía orgánica mexicana, 1850-1910», en Hilda
Sabato (coord.), C iu dadan ía p olítica y fo rm a ció n d e las naciones. Perspectivas históricas de
A m érica Latina, México d f , f c e / c o l m e x , 1999, pp- 371-404; Marcello Carmagnani, Las fo rm a s
del fed eralism o m exicano, coLMEx/Universidad de Turín, 2005; también en «El federalismo
liberal mexicano», en Marcello Carmagnani (coord.), Federalism os latinoam ericanos: Méxi­
co/Brasil/Argentina, México d f , f c e / c o l m e x , 1993, pp. 135-179. Para una valoración de este
proceso véase Luis Barrón, «Republicanismo, liberalismo y conflicto ideológico en la primera
mitad del siglo xix en América latina», en Aguilar J. A. y Rojas, R. (coords.), El republicanism o
en H ispanoam érica, pp. 118-137.
38. La relación entre republicanismo, liberalismo y federalismo, muy clara desde las leyes
de Reforma está, sin embargo, muy lejos de constituir un nexo permanente desde la inde­
pendencia. Véase en este sentido, Roberto Breña, «En torno al liberalismo hispánico: aspectos

I 12
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

lismo postrevolucionario, los federales fueron los portavoces de una democracia


que, lejos de constituirse como una continuación del liberalismo, se mostraba
declaradamente enfrentado a él. Si el liberalismo, a pesar de la política desamor-
tizadora, fue el garante de los intereses de una Iglesia que debía ser respetuosa y
reconocer el nuevo Estado; los republicanos fueron, por su parte, lo que susten­
taron una política laicista y, en todo caso, la defensa de la libertad religiosa que
contravenía un Concordato que se asentaba sobre la confesionalidad del Estado.
En este sentido el proceso político de la Constitución de 1857 y las leyes de
reforma vinieron a representar la particular versión mexicana del conjunto de
medidas que entre 1834 y 1837 desarrollaron los liberales españoles, ésta vez, sin
embargo, bajo la forma de la República federal. Con sus diversos matices, México
desarrolló la liquidación del viejo orden jurídico y social corporativo veinte años
después que en España. En ambos casos, ese proceso hubo de desarrollarse tras la
renuncia a una parte importante del territorio de partida: en el caso español con
la pérdida de un imperio colonial que sólo fue reconocido en 1837, cuando la
Constitución de ese año intentó abrir un nuevo ciclo político, tanto en el sentido
interno de superar la cultura liberal revolucionaria, como de reconocer el hecho
ya indiscutible de la conformación territorial peninsular del nuevo Estado nación.
México, por su parte, abordó su proceso de modernización jurídica e institucio­
nal tras la pérdida de la mitad de su territorio tras la guerra con los Estado Unidos
en 1846-48.
La historiografía mexicana (Javier Ocampo, Rafael Rojas, Marco Antonio Lan-
davazo...) ha destacado que el triunfo del republicanismo no constituyó de par­
tida una apuesta firme. En los primeros años de la experiencia independiente el
imaginario pro-monárquico habría sido dominante y el republicanismo habría
tenido una defensa minoritaria. Erente a este planteamiento, sin embargo, Alfre­
do Ávila,39 ha resaltado cómo el primer republicanismo constituía un producto
contracorriente, desarrollado en las catacumbas del entorno político de la época,
utilizando métodos de lucha como la conspiración, la conjura y las movilizacio­
nes militares de las «sociedades secretas». Al mismo tiempo, Alfredo Ávila vincula
el republicanismo con la insurgencia, con Morelos, primero, y con las conspira­
ciones republicanas de Antonio López de Santa Anna, Guadalupe Victoria, Nicolás
Bravo y Vicente Guerrero, después. Ahora bien, ¿fue, de este modo, el republica­
nismo el resultado del fracaso del monarquismo constitucional de Iturbide, o el

del republicanismo, del federalismo y del liberalismo de los pueblos en la Independencia


de México», en Izaskun Álvarez Cuartera y Julio Sánchez Gómez (eds.), Visiones y revisiones
de la In depen den cia am erican a. México, C entroam érica y Haití\ Salamanca, Ediciones de la
Universidad de Salamanca, 2005, pp. 179-204.
39- Alfredo Ávila, P ara la libertad. Los republicanos en tiempos del im perio (1821-1823'),
México df, unam, 2004; también en «Pensamiento republicano hasta 1823% en A. Aguilar y R.
Rojas, (coords.), El republicanism o en H ispan oam érica, pp. 313-350.

í 13
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

producto de una propuesta propia asentada sobre las movilizaciones secretas?


¿Cuáles fueron las características de ese primer republicanismo mexicano? Israel
Arroyo García40 ha hecho hincapié en los elementos que caracterizaron el repu­
blicanismo en los años veinte, considerándolo un producto derivado del fracaso
del primer ensayo del monarquismo iturbidista. Para él, la República fundacional
de México tuvo tres características: en primer término, predominó un asambleís-
mo, o la solución «cuasi-parlamentaria» en la elección del poder ejecutivo, en una
línea muy distinta de la propuesta por el modelo norteamericano; en segundo lu­
gar, el primer republicanismo en funciones fue producto de las transacciones de
los principales actores políticos del momento; finalmente, el tercer constituyente
dio vida a un modelo alterno de elección del poder ejecutivo. En los años siguien­
tes la tensión entre los componentes centralizadores, apoyados por el sector más
conservador del arco político, y los federales, de corte preferentemente liberal,
habría de caracterizar la gestación de un México moderno que, sin embargo, no
rompió con la sociedad corporativa de la época colonial hasta décadas después.
Y es que, en efecto, el republicanismo mexicano desde su triunfo en 1824 hasta
la definitiva conformación de un federalismo liberal pasó por diversas etapas, muy
distintas, entre sí. Marcello Carmagnani ha resaltado la existencia de tres períodos
bien diferenciados en el federalismo. Una prim era, que toma como punto de par­
tida la constitución de 1824 y que alcanza hasta la revolución de Ayutla, estuvo
marcada por el proceso de la independencia, el mantenimiento de la sociedad tra­
dicional, con el peso de la soberanía de los Estados y la ausencia de un verdadero
liberalismo. Constituiría, en este sentido, un período de carácter confederal. Un
Estado mexicano que aun no habría sido capaz de construir una nación, que se
vertebraba de una manera centrífuga o centrípeta, según predominaran los fede­
rales o los centralistas, pero que aun no lograba diseñar un proyecto de verdadera
modernidad.Tras la Constitución de 1857 se abre una segunda etapa en la que
la Federación es la que ostenta la soberanía, se impone el liberalismo, y los dere­
chos individuales y la igualdad ante la Ley aparecen como ejes de nuevo sistema
político. Es el orden federal que sale triunfante de la guerra contra el Imperio de
Maximiliano, se restaura en 1867 y «sobrevive» en los años del porfirismo y la re­
volución. Finalmente, tras la constitución de 1917 se inicia un nuevo proceso que
reformula el orden federal y que caracteriza el Estado mexicano del siglo xx.41
En España, una vez que el triunfo de la Monarquía constitucional y centralista
es un hecho tras la derrota del carlismo en 1839, el federalismo se constituye en
el portavoz de las exigencias democráticas, de fuertes componentes populares,

40. Israel Arroyo García, «La arquitectura de la república mexicana, 1822-1857», en M.


A. Landavazo y A. Sánchez Andrés (coords.), Experiencias republicanas y m on árqu icas en
México, A m érica latina y España, siglos xix-xx, México, Universidad de Michoacán, iih, 2008,
pp. 77 y ss.
41. Marcello Carmagnani, Las fo r m a s del fed eralism o m exican o, op. cit., pp.10 y ss.

I 14
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

pero sólo se organiza políticamente desde 1849 cuando se forma el Partido De­
mócrata. Previamente, el federalismo solo había aparecido en la política española
en el momento de las constituyentes de Cádiz y en el Trienio constitucional, cuan­
do se planteaba la construcción de una nación a los dos lados del Atlántico que
exigía la articulación de un Estado federal.42 Pero ese modelo de Estado federal,
de Monarquía federal, en todo caso, estaba lejos de ser viable en las circunstancias
que abrió la invasión napoleónica en España y al otro lado del Atlántico. Roto
el vínculo con el Imperio americano, en la España constitucional y peninsular
de los años treinta y cuarenta, el federalismo se presenta como una exigencia de
reconocimiento de la ciudadanía universal que desde el iusnaturalismo y el repu­
blicanismo humanitario se opuso con fuerza a los componentes dominantes del
doctrinarismo liberal. Este primer republicanismo tuvo sus nexos con el progre­
sismo y con diversas sociedades obreras que en Madrid y Cataluña buscaron pro­
fundizar el carácter liberal de la revolución. Apostaron por la soberanía nacional,
el mantenimiento de la Milicia Nacional y una Ley de Ayuntamientos que diera
garantías de que el poder municipal se abría a la democracia. Frente a la nación
de propietarios que estaba construyendo la revolución liberal, los republicanos
buscaron una nación de ciudadanos, universal, que reformulara un modelo de
revolución liberal realizado hasta entonces en beneficio de las clases medias y
altas. El pueblo, ese sujeto de referencia para el republicanismo, se oponía así a la
nación, esa concepción abstracta que finalmente hacía del sufragio no un dere­
cho sino una función social.
El republicanismo en España era, pues, democracia y federalismo, no liberalis­
mo. En México, por el contrario, dada la persistencia de elementos corporativos
en la sociedad y Estados postindependencia, fue necesario fundir liberalismo y
federalismo para cumplir un proceso de modernización que encontró fuertes
resistencias hasta muy avanzado el siglo xix.43 La inserción de la obra de Nicolás
Pizarro y Ayguals de Izco, para su justa comprensión, ha de ubicarse en ese pro­
ceso distinto que siguieron los dos países.
La propuesta social y política de Ayguals de Izco se ubica en el terreno de la
democracia liberal y, por ello, en el campo de la militancia republicana que pre­
tendía ampliar los derechos políticos a toda la población. Con la implantación del
sufragio universal directo, Ayguals de Izco trataba de asegurar la universalidad de

42. Manuel Chust ha analizado las diversas propuestas que, sobre todo, desde el lado
americano, desarrollaron los diputados de las Cortes de Cádiz. Véase de este autor, La cues­
tión n acion a l am erican a en las Cortes d e C ádiz (1810-1814), Valencia, u n e d , 1999. La cues­
tión federal en el tiempo largo en M. Chust (ed.), Federalism o y cuestión fe d e r a l en España,
Castellón de la Plana, u ji , 2004.
43. Para una visión detallada del proceso de formación del primer federalismo mexicano
véase Josefina Zoraida Vázquez (coord.), El establecim iento del fed eralism o en M éxico (1821-
1827), México df, colmex, 2003.

I 15
El ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

la ciudadanía política, un conjunto de derechos que se complementaba con la


libertad de imprenta, de reunión, de asociación y la Milicia Nacional. En línea, pri­
mero con los presupuestos del doceañismo pero, sobre todo, con los postulados
de la Constitución de 1837, Ayguals de Izco consideraba que sólo la República era
garante de un proyecto político que combinara el sufragio universal, el carácter
electivo de todos los cargos y una idea de progreso que era el soporte de una
sociedad abierta al mérito, al trabajo dignamente desarrollado y, por ello, decla­
radamente enfrentada con todo privilegio. Monarquía era privilegio, restricción
de derechos, centralización y ausencia de libertad. Por el contrario, la República
se presentaba como un orden justo, establecido sobre la base del bien común y
la garantía de los derechos de todos los españoles. Pero, para su realización resul­
taba imprescindible una ardua tarea educativa. Había que educar al pueblo en la
responsabilidad y en el derecho. El triunfo de la democracia sólo aparecía como
una vía posible si venía precedida de una intensa campaña educativa. Esa fue la
tarea que desarrolló a través de las cartillas políticas que la prensa republicana
sostuvo desde el trienio esparterista, cuando la libertad de imprenta permitió
una primera expansión de las ideas republicanas a través de periódicos como El
Huracán, El Republicano o Guindilla.

Que convencido el pueblo de que con ella será feliz porque no se le agobiará
con incesantes contribuciones, porque se respetarán las propiedades de los ricos
y se socorrería la indigencia de los pobres, porque se protegería la religión y sus
ministros y, en fin, porque se premiaría el mérito, la virtud, la inocencia, al paso
que se castigaría toda suerte de maldades, se decida a quererla y dé a conocer
legalmente, sin asonadas, ni motines ni desordenes, a que nunca debe apelar un
buen republicano, su soberana voluntad, eligiendo ayuntamientos, diputaciones
provinciales y diputados a Cortes que profesen ideas democráticas.44

Vemos, pues, que por democracia republicana no entiende Ayguals de Izco un


régimen socialista, ni siquiera un régimen de perfil socializante, sino una República
democrática, elegida por voto universal y directo, se podría decir que conservadora
en el terreno social que, desde un plano declaradamente paternalista, se proclama­
ba defensora del pueblo y de los derechos individuales. República significa acabar
con la tiranía y para ello resulta imprescindible mantener una fuerza popular arma­
da como la Milicia Nacional, de la que Ayguals de Izco fue activo dirigente, y que
se presentaba como la garantía de que la revolución liberal no renunciaba a sus
cometidos más ambiciosos. Sin ella, resultaba imposible garantizar el triunfo de la
democracia, ya que, como se vio poco más tarde, el moderantismo la sustituyó por

44. Wenceslao Ayguals de Izco, Guindilla, n° 19, 18 de septiembre de 1842. Recogido


también en Rubén Benítez, Ideología d el folletín español, op. cit., p. 82.

116
NOVELA HISTÓRICA. SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

la Guardia Civil,45 soporte verdadero del Estado centralizado, de un liberalismo doc­


trinario que renunciaba igualmente a la soberanía nacional. Desde la perspectiva
económica y social, como después veremos, su planteamiento no iba más allá de
la defensa de una economía fabril, asentada en el librecambio y con algunas remi­
niscencias del pensamiento de Saint-Simon. Su imaginario es un orden social de no
privilegiados, en el que la aristocracia cumpla su papel moderador. La República de
Ayguals de Izco, como la de Nicolás Pizarro, es una República representativa, que
incorpore a todas las clases sociales. Su modelo no está lejos, del de la aristocracia
británica que, idealizada en su filantropía, se convierte en la garantía de la armonía
social soñada por el escritor de Vinaróz.
¿Presenta algún parentesco este proyecto de República con el que Nicolás Pi­
zarro describe en sus escritos desde los años cincuenta? ¿Conoce Pizarro la obra
de Ayguals de Izco cuando escribe sus catecismos, artículos políticos o redacta
El Monedero?. La obra de Ayguals de Izco se había difundido desde mediados
de los cuarenta en el Caribe, especialmente a través de Cuba, donde la Sociedad
Literaria Madrileña mantuvo una presencia intensa durante algunos años. De allí
no resulta nada difícil que sus obras e ideas pasaran a México, donde en 1849 se
publicó en Veracruz la primera edición mexicana de La Marquesa de Bellafor
o el niño de la inclusa, y en Puebla ese mismo año el Manual del cocinero y
cocinera tomado del periódico La Risa que dedica al bello secso de Puebla}6
En principio Pizarro no cita a Ayguals de Izco, ni su estilo puede decirse que sea
semejante. El carácter claramente romántico de la literatura de Pizarro contrasta
con la combinación de costumbrismo y realismo que contiene la de Ayguals.Tie­
nen, es cierto, el común denominador de su admiración por la obra de los román­
ticos humanitaristas franceses, de un modo especial de Eugenio Sue.47Tampoco
parece que haya tomado del escritor español los conceptos centrales de su ideal
republicano. Ahora bien, como Ayguals de Izco dio a sus obras un fuerte compo­
nente social que hacía del trabajo un elemento fundamental del nuevo orden y

45. Sobre el cambio que representa la sustitución de la Milicia Nacional por la Guardia
Civil véase Diego López Garrido, La G uardia Civil y los orígenes del Estado centralista, Bar­
celona, Crítica, 1982; sobre la Milicia Nacional, Juan Sisinio Pérez Garzón, M ilicia N acional y
revolución burguesa: el prototipo m adrileño, 1808-1874, Madrid, csic, 1978.
46. M arquesa d e B ellaflor o el niño d e la inclusa, Io edición mexicana, Veracruz, Oficina
de J. M. Blanco, 2 vols. 1849, pp. 356 y 540 resp. También en, M anual d el cocin ero y cocin era
tom ado del p eriód ico literario La Risa se d ed ica a l bello secso d e Puebla, Puebla, Imp. De José
Ma Macías, 1849.
47. La influencia de Eugenio Sue en México es un común denominador de los llamados
novelistas sociales de mediados del siglo xix: José Rivera y Río, Pantaleón Tovar, Juan Díaz
Covarrubias y el propio Nicolás Pizarro. La relación entre ellos, tanto en el plano literario
como en el personal es intensa. A menudo se incorporaban unos a otros en sus novelas. Así
Nicolás Pizarro hace aparecer a Díaz Covarrubias en su novela La Coqueta fl8 6 l). Jacqueline
Covo ha resaltado esa influencia de Sue en estos autores, en especial en Manuel Payno y en
Pantaleón Tovar, Las ideas d e la R eform a en México, 1855-1861, México, unam, 1983, p. 318.

í 17
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

aunque su condena del ocio no es propiamente la de un pensador socialista, tam­


bién buscaba en la armonía social una nueva relación entre las distintas clases.
Idealista y armonista, en el plano político, Nicolás Pizarro estuvo lejos de ser un
demócrata radical, antes bien se nos presenta como un liberal y moderado que,
aunque abiertamente enfrentado con el conservadurismo; apostaba sin embargo,
por una república representativa, establecida sobre la base de la división de pode­
res y un bicameralismo que se asentara sobre un sufragio directo de las personas
que supieran leer y escribir. Libertad, representación y caridad constituyen el
marco que, según Pizarro, debe tener el nuevo horizonte liberal de México tras la
Constitución y las leyes de Reforma:

Los liberales -señalaba en La Coqueta Andrés Iturbide- son y deben ser así, tole­
rantes y sinceramente piadosos, siquiera porque la obra que han emprendido de
regenerar a todo un pueblo es tan grande, que sin el auxilio del Todopoderoso
nunca llegarían a darle cima; más por algunos ignorantes que hacen gala de su
impiedad por parecer espíritus privilegiados, nuestros enemigos tienen ocasión
de desacreditarnos, suponiendo en nosotros las más perversas intenciones.48

Ecléctico en su pensamiento, sus ideales éticos y morales, expresados en su


Catecismo moral, le llevaron a una dura crítica de la Iglesia oficial y a la defensa
de una religiosidad que, como después veremos, adquirió unas veces el tono de
un deísmo que acabó en propuestas de tipo espiritista. Muy criticado desde los
territorios del positivismo, Pizarro fue un idealista, moralista y pensador social
que se alejó del utilitarismo, defendió el bien común y la caridad cristiana, como
una propuesta de suavizar las grandes diferencias sociales y económicas. Fue, de
hecho, el portavoz de un liberalismo que en su dimensión social podría ser ca­
racterizado como nuevo liberalismo, afín a los postulados de la Constitución de
1857 y de las leyes de reforma, pero siempre dentro de un marco moderado que
le llevó en su momento a apoyar las posiciones de Ignacio Comonfort.49 Su posi­
ción ante la actividad de los constituyentes fue de este modo más moderada que
aquella que sostuvieron Ramírez o Zarco, y los límites de sus propuestas estaban
en un término medio que le alejaba del liberalismo más extremo, pero también
de las posiciones de los conservadores. Si para Pizarro los primeros eran unos
demagogos, los segundos se convertían en unos retrógrados:

El Sr. Comonfort ha hecho en materia de reformas lo que era necesario, lo que


no pugnaba con la justicia, lo que era posible; y de este modo, así como ha

48. Pizaro Suárez, La Coqueta, Obras, II, p. 55.


49. Sobre la política de Ignacio Comonfort véase Silvestre Villegas Revueltas, Lgnacio Co­
monfort, México d f , Planeta Agostini, 2003; también en, «La constitución de 1857 y el golpe
de Estado de Comonfort», en Estudios d e Historia M oderna y C ontem poránea d e M éxico, 2
( 2001), pp. 53-81.

I 18
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

satisfecho las justas exigencias de la revolución liberal, ha dejado sin motivos


a la revolución retrógrada, bien que por esto deja ésta de tomar pretextos. Las
reformas que pretende la exageración revolucionaria no podrán defenderse
en buena ley, serían manantial de discordias, y no obtendrían la sanción del
mundo civilizado; las que se han hecho pueden ser defendidas ante la razón,
ante la filosofía y ante la historia: no pugnan con las creencias, pueden dar
resultados felices, y obtendrán todas las sanciones necesarias, si el jefe de la
Iglesia y el clero mexicano quieren restituir la paz y el sosiego a esta desgra­
ciada República.50

En este punto medio entre dos frentes abiertamente afrontardos, el del libera­
lismo más democrático, y el del conservadurismo reaccionario, Pizarro apostaba
por una tercera vía que diera garantías a la construcción de un nuevo sistema libe­
ral que conciliara armónicamente los extremos. No se trataba de un krausista,pero
su horizonte era una sociedad armónica que, bajo la propuesta de una república
representativa, diera solución a la necesaria modernización del país. Esta debía
hacerse desde el liberalismo, pero desde una propuesta integradora de todos los
sectores de la nación. El nacionalismo liberal de Pizarro descansaba sobre la idea
de libertad, pero compatible con un gobierno fuerte, de ahí que preconizara con
insistencia la necesaria combinación de la ley y el orden.
Este inicial componente «aristocratizante»51 del pensamiento de Pizarro se sua­
vizó en los años de las Leyes de Reforma. Cuando en 1861 escribe su Catecismo
político constitucional (1861), abandona la idea de un Senado conservador que
reunía al presidente de la Cámara de Diputados, al jefe militar de mayor grado, a las
«cabezas» de las partes más respetables de la sociedad desde entonces se centraba
en la defensa de una República democrática, representativa y popular, asentada
ahora sobre un legislativo unicameral, la condena del veto ejecutivo y el sufragio
universal masculino, sin más restricciones que un «modo honesto de vivir».
Para Nicolás Pizarro todo orden social debía constituirse sobre la base de la
propiedad, la familia y la libertad. Si éstas están rectamente establecida^ está
asegurado el orden social y cumplido el designio de la Providencia, respecto de
los seres racionales que pueblan la tierra. El hombre, para Pizarro nace con los
mismos derechos, pero la diferencia que presenta en sus aptitudes es la base de la
igualdad ante la Ley e, igualmente, de la desigualdad social. Como republicano, sin
embargo, esa desigualdad debía derivar del mérito individual, no de la existencia
de privilegios toda vez que debían quedar prohibidos los títulos de nobleza y los
honores hereditarios. Como buen liberal buscaba el establecimiento de un orden

50. Nicolás Pizarro, «La política del general Comonfort y la situación actual de México»
(octubre de 1857), en Obras I, Catecismos, México d f , u n am , 2005, p. 164.
51. Estos componentes están presentes en su Catecismo político d el p u eblo (1851). Véase
Obras I, Catecismos, pp. 19-20.

I 19
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

social establecido sobre la base del derecho y de los códigos, y la supresión de


todo fuero o privilegio. Era sobre el mérito personal sobre el que debía confor­
marse la sociedad.Y la expresión del mérito era la propiedad legítima, concebida
como el derecho que todo hombre tiene a disponer libremente de los bienes
adquiridos por la naturaleza, el trabajo y la herencia. El derecho de propiedad
resultaba, pues, inalienable, excepto por causa de utilidad pública.
El liberalismo de Nicolás Pizarro contemplaba como un derecho fundamental
el de la libertad religiosa, el matrimonio civil y el divorcio.Y en el orden político,
toda vez que no hay soberanía sin independencia, era un claro defensor de la
soberanía del pueblo, entendido éste como pueblo/nación:

No hay soberanía sin independencia, de manera que si ésta no es absoluta, la


soberanía es una quimera. Se pretende que existe la soberanía del individuo,
de la familia, del municipio, del estado o provincia, y en fin, se disputa sobre la
soberanía de la nación, preguntándose, ¿en dónde existe?
Contestaremos que en el sentido absoluto que vamos enunciando, la sobera­
nía individual o de la familia es un delirio, que el municipio y los estados de
nuestra federación deben tener franquicias sin que sean en realidad soberanos,
y que si a estos últimos se les da tal nombre, es sólo de un modo relativo y en
órbita determinada, a saber, en su régimen interior; y, finalmente, que la nación
misma no es soberana sino para hacer que imperen la moral y la justicia, leyes
eternas impuestas a todas las sociedades por el Creador de la naturaleza, por el
verdadero y único soberano.52

Esa defensa de la soberanía nacional, en línea con la que en su momento había


sustentado Ayguals de Izco, llevó a Nicolás Pizarro a la definición del conjunto de
principios políticos que deben regir una nación, de su forma de Gobierno. En una
particular reformulación del viejo principio de la división de las formas de Go­
bierno, consideraba que esencialmente se dividían en dos: las aristocráticas y las
democráticas, en una reelaboración dual que enfrentaba a demócratas y oligarcas,
a liberales y serviles, a progresistas y reaccionarios, a federales y centralistas. Este
singular dualismo político de Pizarro, muy afín a propuestas de corte populista,
adquiría su horizonte de futuro si se garantizaba la estabilidad de una República
federal, una propuesta que se correspondería con una concepción progresista de
la historia de la Humanidad, según los supuestos de un republicanismo humani­
tario que bebe sus fuentes en el pensamiento de Lamennais.
Los fundamentos de la filosofía de la Historia de Pizarro contemplan un deve­
nir social lento y progresivo que, conforme a la voluntad del Creador, deben ir su­
perando los viejos obstáculos que presentaban la Monarquía y la Iglesia, hacia un
horizonte de libertad que sólo el ejercicio pacífico y regularizado de los derechos

52. Nicolás Pizarro, Catecismo político constitucional\ en Obras I, Catecismos, op. cit., p. 211.

120
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO U T Ó P IC O Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

y obligaciones pueden garantizar. De ahí la repetida propuesta de Pizarro de aso­


ciar República, ley y orden. La estabilidad de México habría de quedar asegurada
si se superaban los viejos modelos corporativos, pero también si el federalismo lo­
graba un equilibrio entre libertad y orden. Si se garantizaba la más amplia libertad
a los municipios, pero si ésta se complementaba con el respeto a las autoridades
nacionales, encargadas por la Constitución de velar por los intereses comunes.
El proyecto nacional de Pizarro contempló igualmente la incorporación de los
ingredientes nativos de la mexicanidad, dotando al país de un discurso nacional
que se asentaba en el período previo a la conquista española. Se disociaba, pues,
la nueva República de cualquier vínculo con la etapa colonial, se hacía del nativo una
parte central de la nueva nacionalidad, donde la libertad remitía a los tiempos pre­
vios a la conquista española. De ella quedaba el catolicismo, pero también otros
ingredientes como la violencia militar y la Inquisición. «No hay que disimularlo;
-escribe Pizarro- la religión del Crucificado se implantó en México acompañán­
dose la espada de Cortés con el incensario del inquisidor: la libertad política de
los aztecas y de los criollos, así como su libertad religiosa se consumieron en
una misma hoguera, en la que encendió Zumárraga con los archivos de Tenox-
titlán (sic); natural era que naciesen juntas. Así ha sucedido». Libertad política y
libertad religiosa constituyen la tarea que desde la Reforma se ha de garantizar
en la República federal. La tarea ahora era educar al pueblo mexicano -nativos y
criollos- en el nuevo registro de la libertad, de la reformulación del papel de la
tradición azteca como presupuesto también de la nación.53 El protagonismo que
en El Monedero le otorga a un nativo, Fernando Henkel, fortalece ese concepto
de nación, asentado tanto sobre los criollos como sobre los indígenas.
Vemos así, pues, cómo Pizarro yAyguals de Izco, como los grandes divulgado­
res de su tiempo, utilizaron todos los medios a su alcance para educar al pueblo
en el terreno de las nuevas ideas constitucionales y sociales. Como periodistas,
historiadores, novelistas o poetas, se sirvieron de todos los instrumentos a su al­
cance para, a través de catecismos políticos, artículos de fondo, panfletos, poesías
u obras de teatro, divulgar su imaginario liberal y democrático. Y una dimensión
central de ese proyecto constitucional se asentaba en los principios de un libe­
ralismo que no debía ser sometido a restricciones, una de ellas, la religiosa, cons­
tituye un elemento básico de las ideas que ambos autores sostuvieron a lo largo
de toda su vida.

53. Esta línea de recuperación de lo nativo como elemento de la nacionalidad ya había


sido resaltado previamente por Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante. Véase
Enrique Florescano, Etnia, Estado y Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en M éxi­
co, México, Taurus, 2001, pp. 286 y ss.

121
el Aguila y el t o r o , e s p a ñ a y Mé x i c o en el s ig l o xix

3. RELIGIÓN, IGLESIA-ESTADO, LIBERTAD RELIGIOSA: EL ANTICLERICALISMO

«La religión es la creencia que cada uno tiene respecto de la divinidad, y del
modo con que debe honrarse y venerarse, mientras que los sacerdotes son úni­
camente los ministros del culto público que tal creencia produce. La religión,
en sí misma, es siempre buena y necesaria para la sociedad, mientras que los
ministros son buenos o malos según sus pasiones, y conforme cumplen o no
con lo que enseñan, y es claro, que sin son malos, por cualquiera causa, debe
estorbárseles que hagan el mal.»54

El proyecto político que Ayguals de Izco y Pizarro sostuvieron en el tránsito


al nuevo orden liberal se encontró con un escollo nada fácil de solventar: la cues­
tión religiosa. Dada la naturaleza católica de las sociedades española y mexicana,
y siendo la Iglesia un fuerte bastión de los intereses antiliberales, la cuestión reli­
giosa, la relación entre la Iglesia y el Estado y la regulación de la libertad religiosa,
constituyeron otros tantos ingredientes básicos de la revolución liberal en ambos
países. Ni en España ni en México se puso en cuestión el catolicismo, antes bien,
fue sobre esa base que en España se aprobó la constitución gaditana, que en su
artículo 12 establecía: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente
la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes
sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra».55 Una formulación que
íntegramente pasaría a la constitución mexicana de 1824 en su título primero,
artículo tercero. El catolicismo se presentaba, pues, como el elemento de identi­
dad básico tanto en México como en España, con independencia de la rotunda
afirmación del artículo primero que proclamaba la nación mexicana libre e inde­
pendiente del Gobierno español y de cualquier otra potencia.
Junto a ese pronunciamiento de identidad nacional católica y de confesio-
nalidad del Estado, desde la independencia tuvieron que abordarse diversas ini­
ciativas secularizadoras en los años treinta bajo Gómez Farías y, más tarde, la
revolución liberal tuvo que reformar la Iglesia y llevar a cabo un conjunto de me­
didas desamortizadoras que ponían en cuestión el estatuto económico de unas
corporaciones que resultaban poco compatibles con los principios de libertad

54. Nicolás Pizarro, La Coqueta, op. cit., p. 53. La intención moralizadora está presente en
toda la obra de Pizarro. En el caso de La Coqueta, él resaltó: «Desde luego advertimos que el
fondo de nuestra novela se dirige a demostrar que la gracia, la seducción, la coquetería con
que Dios ha dotado a la mujer para que atraiga, encante y fije de un modo durable el cora­
zón del que se siente dispuesto para el amor, si se apartan de todo deber y consecuencia, si
únicamente sirven para dar pábulo y entretenimiento a una especie de Venus vaga, espiritual,
si se reduce a un canto como el de la chicharra, y a una volubilidad como la de la mariposa,
separarán lo que debe unirse, debilitarán lo que debe ser fuerte, harán estéril, en fin, lo que
Dios ha querido que fuere fecundo...» La coqu eta, op. cit., pp. 88-89.
55. Nicolás Pizarro, Catecismo político constitucional, op. cit., p. 227.

122
N OVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

económica establecido por el nuevo orden liberal. No es de sorprender que, fren­


te a ese proceso, amplios sectores eclesiásticos, sobre todo las órdenes religiosas,
se convirtieran en un baluarte del carlismo en España y del conservadurismo en
México.
Como un claro defensor de las Leyes de Reforma, Nicolás Pizarro apoyó las
medidas destinadas a la Iglesia: la supresión de los llamados fueros eclesiásti­
co y militar; la desamortización de las propiedades raíces acumuladas por las
corporaciones; la nacionalización de los bienes del clero; el establecimiento del
matrimonio civil como único legítimo a efectos de que surta derechos civiles; la
separación de los asuntos eclesiásticos y los estatales; finalmente, la libertad de
cultos. En línea con los presupuestos del deismo, que practicaba en su condición
de miembro de la masonería, Pizarro se oponía con fuerza a los planteamientos
formales del catolicismo, a sus prácticas religiosas y al rechazo que la Iglesia siem­
pre mantuvo frente a la Reforma. Librepensador que acabó adhiriéndose al espiri­
tismo como se muestra en La Zahori, fue un militante de la libertad religiosa, que
rechazaba con rotundidad los planteamientos materialistas del positivismo.

Nuestro objeto -resaltaba en su Catecismo de Moral- no es hablar de cultos ni


de formas de religión. Pero todo hombre tiene que darse cuenta a sí mismo, a
su familia, y muchas veces a la sociedad, sobre estos puntos: I. Creencia en un
supremo hacedor; II. espiritualidad del alma; III. reglas de las acciones.
El que no tenga sus convicciones formadas sobre estos objetos, el que vacile
entre los extremos de las cuestiones que acerca de ellos se suscitan, carece de
asideros en lo moral, de firmeza en sus acciones más decididas y de tranquili­
dad. ¿Con qué resolución se entregará a la muerte, en casos inevitables, el que
duda si nuestra frágil vida es el único y verdadero caudal que poseemos?.56

Para Pizarro, la religión no se establecía ni sobre la existencia de libros reve­


lados, ni de prácticas religiosas formalizadas, sino en la creencia de cada hom­
bre respecto de la divinidad y del modo con que debe honrarse y venerarse. El
corolario de este planteamiento era la tolerancia religiosa, la afirmación de una
libertad que se fundamentaba en la relación íntima de todo hombre con la divi­
nidad y con el respeto a las creencias ajenas. En definitiva, con el establecimiento
y garantía de una libertad religiosa que se asentaba sobre la tolerancia. ¿Cuáles
eran las fuentes de ese modo de concebir la religión? Sin duda, del catolicismo
liberal, de la recepción de la obra de los católicos liberales, de Lamennais,Aimé
Martin57 y Ernest Renán, entre otros. «Nadie puede fallar a título de infalibilidad

56. Catecismo de moral, Obras, I, op. cit., p. 37 6.


57. De Louis Aimé Martín (1782-1849) tomó sus ideas recogidas en E ducación d e las m a ­
dres de fa m ilia : o d e la civilización del linage h u m an o p o r m edio de las mugeres, Barcelona,
J. Verdaguer, 1870 La primera edición francesa es de 1834.

123
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

sobre estas cosas; y, por lo mismo, resulta la obligación más absoluta de respetar
el modo que cada uno tenga de mostrar su veneración, mientras no cause daño
a otro.»58 Ecléctico en sus reflexiones religiosas, lo mismo se sirve de Renán, de
Voltaire, de Jules Simón que de los Evangelios o de Jaime Balmes. Fue la suya una
religión de libertad, no una religión establecida sobre formas de culto rígidas y
sobre el acatamiento a estructuras religiosas ya caducas, sino del establecimiento
de la fe como una instancia -no la única- básica para muchos hombres, pero
ajena a todo fanatismo. Kantiano en sus presupuestos filosóficos y morales, Piza­
rra observa que sólo una religión establecida sobre bases racionales puede dar
satisfacción a las exigencias de una moral universal. Rechaza, en consecuencia, la
revelación como fundamento de la religión, ya que la pluralidad de revelaciones
y las contradicciones entre unas y otras no pueden ofrecer garantías suficientes
al hombre. «La moral -resaltó- es por su naturaleza común a todos los hombres;
cuantos participan de razón tienen parte igualmente en la moral, es decir, en el
derecho y en la obligación, en la virtud y en la recompensa. La revelación, si bien
aspira siempre a esa universalidad, nunca la logra, aunque solo sea por la diferen­
cia y aun oposición de las varias revelaciones.»59 El proyecto político que podía
dar cumplimiento a esas exigencias no era otro que la República laica establecida
por la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma.
En España, Ayguals de Izco también trató de garantizar un Estado liberal y
democrático que se alejara de los presupuestos jurídicos y sociológicos del con-
fesionalismo. Monarquía e Iglesia constituyen los dos extremos contra los que ha
luchar el republicanismo. Antimonárquico, antimilitarista, anticlerical vio en la
Iglesia un soporte del carlismo. En sus ensayos y novelas, la Iglesia siempre consti­
tuye un ingrediente central del antiliberalismo, de una manera directa las órdenes
religiosas, en general, y los jesuitas, en particular. La figura de fray Patricio y el pa­
pel estelar que le concede a la organización antiliberal El ángel Exterminadof60

58. Pizarro Suárez, Catecismo d e m oral, Obras, I, op. cit., p. 381.


59- Ibid ., p. 396.
60. Asociación clandestina contrarrevolucionaria, El Ángel Exterm inador fue fundada por
el obispo de Osma en 1827. «Jesuíticamente montada esta asociación de hombres ambiciosos
y sagaces, tenía grandes ramificaciones, como hemos insinuado ya, y la mayor parte de sus
individuos habían aprendido en los conventos a ser embusteros, hipócritas y egoístas, y a
saber amoldarse a toda clase de condiciones. Los que por su desgracia hayan tenido que
tratar con frailes, saben muy bien hasta que punto llega la habilidad de ciertos hombres para
embaucar a los demás con sus modestos ademanes, con su melifluo acento, humildad fasci­
nadora y fingida práctica de todo linage de virtudes.
El Ángel E xterm inador no admitía como socios más que a entes en esta escuela;
pero recibía como auxiliares, o por mejor decir, instrumentos de sus disposiciones, á toda
clase de personas por criminales que fuesen.
El Ángel E xterm inador ejercía en consecuencia, aunque ocultamente, poderoso dominio
sobre el partido liberal. Agitaba pasiones, encendía odios, fomentaba desordenes, y en las
mismas juntas de los verdaderos patriotas, resonaba siempre alguna voz díscola que proponía

124
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

reflejan bien ese componente duramente anticlerical que preside toda su obra. El
rechazo dé las órdenes religiosas tenía paraAyguals de Izco una doble dimensión;
como soporte de la contrarrevolución, de un lado, pero no menos por su carácter
improductivo, porque en el universo mental deAyuguals de Izco, sólo las clases
productivas tenían sentido en el nuevo orden económico.

Lo que ellos querían -los frailes- era fascinar a los pueblos con su infernal
gazmoñería, como iban alcanzándolo ya, para afianzar el trono del despotismo
teocrático... despotismo espantoso, basado en las torturas de la Humanidad.,.
Despotismo horrible, ejercido por religiosos verdugos, por frailes asesinos, que
se reunían en una caverna, jamás suficientemente execrada, para condenar al
inocente, al sabio, al filósofo, a morir en la hoguera ó en el cadalso, víctima de
tremebundos martirios... despotismo degradante, que calificaba esta homicida
institución de Santo Oficio... despotismo brutal, únicamente comparado con
la tiranía militar, que no reconoce más leyes que el capricho de un general, ni
acata más soberanía que el sable de un general,61

Como en el caso de la nobleza, que resultaba aceptable siempre que se acomo­


dara al nuevo orden social meritocrático y apoyara las aspiraciones democráticas
del pueblo, los religiosos tampoco fueron rechazados en su generalidad.Ayguals de
Izco contrapuso en sus novelas dos modelos de religiosos, marcados de una forma
completa por caracteres declaradamente antagónicos. Moralista y dual presentaba,
de un lado, al religioso reaccionario, perverso, inmoral, que era una amenaza social,
frente a aquél otro que, dotado de la belleza moral que da una religión profunda­
mente sentida, dedicada a la caridad, era respetuoso de las leyes, apoyaba al pueblo
y militaba en el liberalismo y la democracia. El modelo de religioso piadoso y respe­
table está representado por fray Claudio que en La Marquesa de Bellaflor ha abra­
zado la profesión de sacerdote a raíz de un desengaño amoroso. Fray Claudio y fray
Patricio conforman los dos retratos contrapuestos de los religiosos. Uno representa
la Iglesia contrarrevolucionaria, una composición que Ayguals de Izco toma del ca­
nónigo Víctor Saenz, cabecilla de los apostólicos en tiempos de Fernando VII y de
los curas carlistas que lucharon contra el liberalismo.62 El retrato del padre Claudio
-en cierto modo equivalente al padre Luis de El monedero- ya lo había anticipado
Ayguals de Izco en las cartas que publicó Guindilla de un supuesto corresponsal
que se declaraba cura, liberal y demócrata.
En efecto, el anticlericalismo deAyuguals de Izco, tampoco tiene compo­
nentes antirreligiosos. Como en el caso de Nicolás Pizarro, es un seguidor del

medidas de perdición. Esta voz era el eco de El Ángel Exterm inados» M añ a o la hija d e un
jo rn a lero , op. c i t pp. 106- 107 .
61. M aría o la hija d e un jorn alero, op. cit., Madrid, 1869, p. 11.
62. Recogido en Rubén Benítez, Ideología d el folletín español, op. c i t p. 126.

125
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

catolicismo liberal que cree perfectamente compatible y necesario acercarse


a la religión desde la libertad y, en consecuencia, que exige una separación de
la Iglesia y el Estado. «Es una necesidad de la época, una exigencia de la actual
ilustración, la separación, entera, absoluta, del orden civil y del orden religio­
so. Do quiera que la Iglesia haya llegado a erigirse en poder temporal, han es­
tallado los más estrepitosos abusos, los escándalos más graves, los desordenes
más inauditos. Hablen, si no, las devastadoras guerras de religión; hablen, si
no, esas escenas de sangre con que los tribunales del Santo Oficio salpicaban
las aras del Salvador.»63 Su republicanismo se asienta en los planteamientos de
Leroux, de Las palabras de un creyente de Lamennais, -y J. Nachet, del que
inserta textos en la novela-64 y el grueso del catolicismo liberal francés que
sigue de una manera directa.65 Es el ideal separatista que observa en los EEuu,y
que décadas después sostuvieron con fuerza Emilio Castelar o los krausistas,
pero en la España de los años cuarenta del siglo xix se asocia al republicanis­
mo humanista.

4. SOCIEDAD Y UTOPÍA EN WENCESLAO AYGUALS DE IZCO Y NICOLÁS PIZARRO

«Sólo en esas ocasiones en que oímos gemir las cuerdas de un instrumento y


en que una voz apasionada nos arrebata, podemos comprender, podemos pal­
par, que la armonía es el amor del universo, y que la simpatía, los afectos tiernos
y generosos, y esas indefinibles aspiraciones que van como a perderse en la
inmensidad del espacio, son pequeñas funciones del individuo comprendidas
en la ley general de la atracción, del orden, de la armonía universal que se nos
hace sensible con la música.»66
«La primera ley de la naturaleza es la armonía, y la armonía es la belleza. Esta
belleza está en todas partes cuando no se esfuerza por separarse de sus natura­
les conveniencias.»67

63. M aría o la hija d e un jorn alero, op. cit., p. 310.


64. Se trata de Jean Nachet, (Louis Isidore Nachet (1802-1877), De la liberté religieuse
en F ran ce ou essai sur le législation relative a Vexercice d e cette liberté, Paris, Chez landois,
1830.
65. Sylvie Baulo ha resaltado igualmente la conexión con las ideas de algunos tratadistas
religiosos de los siglos xví y xvn, como Luis Vives, fray Domingo de Soto o Cristóbal Pérez de
Herrera, «Ayguals de Izco y el amparo de los pobres», en Yvan Lissorges y Gonzalo Sobejano
(eds.), Pensam iento y literatura en España en el siglo xix: idealismo, positivismo, espiritualis-
mo, Toulouse-Le-Mirail, pum, 1998, pp. 45-58.
66. Nicolás Pizarro, El m onedero, Obras, II, op. cit., p. 31.
67. Wenceslao Ayguals de Izco, La m aravilla del siglo. Cartas a M aría Enriqueta o sea
una visita a París y Londres durante la fa m o s a exhibición d e la industria universal d e 1851,
Madrid, Imprenta de D. W. Ayguals de Izco, Madrid, 1852, tomo I, p. 119.

126
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

Estrictamente hablando ni Ayguals de Izco ni Pizarro hicieron en su momento


novela histórica pura68 y sólo el segundo hizo auténtica literatura utópica. Es cierto
que ambos se preocuparon por la historia y ubicaron la narración de sus nove­
las con un trasfondo claramente histórico y que deseaban hacer propuestas para
fortalecer el liberalismo y construir una nación moderna. Pero sus personajes no
siempre se fundieron en el devenir histórico como verdaderos protagonistas de
su tiempo. Aunque esa técnica está más presente en Nicolás Pizarro, en Ayguals de
Izco, sin embargo, los personajes y ambientes de María no protagonizan los suce­
sos que narra en las novelas. Los personajes desarrollan la trama romántica de una
manera paralela a cómo la historia es narrada por el autor. De ahí que el propio Ay­
guals de Izco resaltara que sus obras más que novelas históricas al modo que había
desarrollado Walter Scott trataban de un nuevo género: la historia-novela.

En el enlace y desarrollo de la fábula dramática hemos seguido los principios de


la escuela más sublime, [...] La escuela de la naturaleza, la escuela de la verdad.
No nos hemos dejado alucinar por ciertas monstruosidades de grande efecto
por más que novelistas insignes cuyo nombres acatamos las hayan prohijado, ni
hemos querido pisar trilladas veredas. Nos hemos ensayado en crear un nuevo
género que puede calificar de historia-novela. Tampoco hemos adoptado el
lenguaje campanudo y de gusto estragado que tantos seduce y fascina a lite­
ratos noveles. Hemos buscado elocuencia en la realidad y en la sencillez. No
dudamos que adolece nuestra obra de mil imperfecciones; pero á lo menos es
puramente española.69

En efecto, en todo caso una historia-novela que tiene mucho de historia, sin
más, o de geografía histórica, ya que la narración de los hechos históricos muy
a menudo posee un componente descriptivo en el que el espacio, la geografía
urbana, tiene tanto o más peso que los componentes puramente históricos. Vin­
dicación política e ilustración histórica constituyen el entramado básico al que
Ayguals de Izco adhiere una narrativa amorosa de tipo folletón que a menudo
contrasta con el estilo puramente realista que da a las descripciones y narración
de los sucesos que, como ha resaltado Russell P. Sebold, contienen un estilo des­
criptivo, detallista, enumerativo, abierto y objetivo, dimensiones características
del realismo moderno.70
Esa escuela de la Naturaleza, afín a la que el propio Pizarro desarrolló en su
literatura, le ubica en la línea del republicanismo humanista que tiene en Lamen-

68. Fernando del Paso considera que, en cierto modo, toda novela es histórica. Véase
«Novela e historia», en Conrado Hernández López (coord.), Historia y novela histórica, El
Colegio de Michoacán, 2004, p. 91.
69. Epilogo a María, la hija d e un jorn alero, op. cit., p. 448.
70. Russell P. Sebold, En el prin cipio del movimiento realista. Credo y novelística d e Ay­
guals de Izco, Madrid, Cátedra, p. 47.

12 7
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

nais y en Fourier dos referentes, pero que igualmente contiene elementos del
pensamiento de Saint Simón y de otros utópicos de la primera mitad del siglo xix.
Libertad, justicia y asociación constituyen elementos comunes a los dos autores.
Populistas ambos ven la sociedad de una manera dual, enfrentando el pueblo a
la oligarquía que lo explota.Tienen como común denominador la exaltación del
trabajo productivo y conciben la democracia no sólo como una forma de justicia,
sino como la expresión del bien moral en la sociedad política. Los dos imaginan
un futuro nacional desde una exaltación patriótica con el pueblo como sujeto y
con la democracia representativa bajo una república como el gobierno ideal de
la nación. Si en Pizarro la fe cristiana preside su pensamiento social, en Ayguals
de Izco el cristianismo constituye la base central de su idea de moral, de justicia
y de caridad. Los dos diseñan un orden social donde la justicia, la distribución
equitativa de los bienes y la moralidad están presentes en toda su obra, y junto a
ellos el ideal armónico, la solidaridad y el trabajo, que en su planteamiento gene­
ral recuerdan los ideales saintsimoniamos.

Creemos haber indicado en el curso de nuestra historia los medios aún tiene un
gobierno ilustrado para moralizar al pueblo. No se persiga a la inocencia, no se
deje en cruel abandono á los pobres artesanos, á los honrados jornaleros; proté­
jase la agricultura y el comercio aligerando los insoportables impuestos que les
abruman, aliéntense las ciencias y las artes, prodigúense recompensas al mérito
y a la virtud, y desaparecerá de este modo la miseria, semillero de vicios y de
crímenes, causa de la desesperación que conduce muchos infelices al suicidio.
Impelidos por el deseo de despertar en España ese humanitario espíritu de
fraternidad que moraliza las naciones, nos lamentábamos en las primera pági­
nas de nuestra historia de la casi absoluta falta de empresas filantrópicas, que
conciliando el interés de sus individuos, proporcionan beneficios a las masas
populares.71

Si en la obra de Ayguals de Izco hay utopía, ésta reside en su creencia en la


posibilidad un orden social armónico establecido sobre la base de la justicia, de
la fraternidad y la cooperación entre ciudadanos libres e iguales ante la ley, pero
no en un orden social impuesto que haga iguales en fortuna a los que por natura­
leza y trabajo son desiguales. En su concepción moral de la sociedad, al igual que
contemplaba Pizarro, caracterizaba a la aristocracia como vaga e improductiva,
frente al honrado pueblo trabajador. El conflicto en la sociedad de su tiempo era
así a la vez social (trabajadores contra improductivos) como moral (buenos y ma­
los). Para superar esa situación, los instrumentos eran finalmente la educación, la
persuasión, la cooperación y la justicia. Los personajes populares que nutren las
novelas de Ayguals de Izco y de Pizarro son trabajadores honrados, nobles, valien­

71. M arta, la hija d e un jo rn a lero , p. 433.

128
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

tes y generosos. Frente a ellos, la nobleza y la aristocracia -excepto aquellos que


abrazan la causa democrática- son ociosas, miserables e inmorales. Los persona­
jes de María, la hija de un jornalero, de Pobres y ricos o la bruja de Madrid72y
del resto de la novelística de Ayguals de Izco están determinados por su pertenen­
cia a un determinado grupo social, del que sólo pueden salirse si compatibilizan
su estatus -al que no renuncian- con la defensa de la causa popular. De ese modo
esa mirada moralista hace que el padre de María sea íntimo amigo del Marques
de Bellaflor, en su experiencia como subordinado del primero, comandante de la
Milicia Nacional. Fernando Henkel, el protagonista central de El Monedero, que
tiene como meta establecer una utopía, la Nueva Filadelfia, en un artesano indio
que, orgulloso de sus raíces, no olvida su lengua nativa.
Si en España el pueblo de Ayguals de Izco está formado por jornaleros, cam­
pesinos, artesanos y trabajadores urbanos, en México la nueva nación liberal
que trata Pizarro de construir debe estar formada conjuntamente por nativos
y criollos. El pueblo mexicano, al igual que el primitivo pueblo cristiano, tiene
que redimirse a través de una moralización y acción cooperativa que encuentra
su modelo en las doctrinas de los cuatro Evangelios. El socialismo que Nicolás
Pizarro pone en la boca del padre Luis es el del cristianismo primitivo, aquél
que da instrucción, moraliza y mejora el cuerpo del pueblo, de la nación:

Veamos lo que la divina sabiduría ha inspirado a los primitivos cristianos, añadió


[el padre Luis], porque me parece seguro que mientras la actual civilización no
se depure, volviendo a las doctrinas que han regenerado al mundo, y que ahora
parecen olvidadas, no podrá levantarse de la abyección en que la ha hundido
el egoísmo, ni libertarse de la impotencia para el bien en pos del cual se fatiga
vanamente.
Todos los días hacen progresos admirables las ciencias y las artes, se mide el
cielo, se encadena el rayo, de habla a centenares de leguas de distancia en al­
gunos instantes, y la situación de las últimas clases de la sociedad es la misma
que la de hace mil años. Verdad es que no tenemos en toda América como en
la vieja Europa artesanos honrados cuyo incesante trabajo nos baste a mantener
a su familia, y que no pueden comer carne sino uno que otro día en la semana,
aquí todo lo da abundantemente la naturaleza y sin grandes esfuerzos; pero bajo
este cielo espléndido, ante esta primavera permanente, se arrastran millones de
seres degradados, máquinas humanas con que se obtienen mezquinos produc­
tos, de manera que a poco que se desnivela el comercio, el rico pierde, siendo
por este temor, por la falta de movimiento social y por otros motivos derivados
de nuestro atraso moral, miserable la retribución del que trabaja en el campo,
con disgusto y en lucha constante más o menos pronunciada contra el año, y a
la vez las ganancias de éste, muy módicas, nulas, desde el momento que quiere

72. Véase Ma Luisa Burguera Nadal, Wenceslao Ayguals d e Izco. Análisis d e p obres y ricos
o la bruja d e Madrid, Vinarós, Antinea, 1998.

129
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

mejorar la condición de sus trabajadores. Esto causa vicios muy profundos, muy
generalizados, ante los cuales son impotentes las buenas intenciones de algunos
pocos ricos, que quisieran poner en armonía su interés natural y debido con la
caridad cristiana de que deben dar muestra, si es que quieren salvarse.
Pobres siempre hemos de tener entre nosotros; pero nada impide que se pro­
cure instruir, moralizar, mejorar el alma y el cuerpo de los que tenemos, dismi­
nuyendo en lo posible su crecido número, sin herir los derechos de nadie, sin
anunciar ninguna doctrina que alarme, sin otro resorte que la aplicación genui-
na del Evangelio, tal como lo comprendieron los primeros cristianos, que en
vida común con los apóstoles, y puede decirse con el Espíritu Santo, enseñaron
a su posteridad con las obras, la verdadera, la exacta, la única significación de
las palabras que oyeron de la misma boca del hijo de Dios.73

Ese «socialismo cristiano» es el nutriente que da a su utopía Nicolás Pizarro.


No se asienta sobre la posibilidad de una revolución violenta contra el orden
social y económico establecido, sino sobre un ideal cooperativo que encuentra
su modelo en la moral del cristianismo de los primeros siglos, antes de que se
conformara como una Iglesia que acabaría desviándose de la primigenia moral
cristiana. Una política de reformas que desde el asociacionismo contribuya a unir
familias y pueblos en un común cometido de aliar los ideales religiosos con los
de la libertad. La reforma política, en última instancia, no debía ser otra cosa que
la unión de familias y pueblos:

Unir a las familias con lazos íntimos de amor, de justicia y de mutuos intereses
para que formen municipalidades patrióticas, ricas, poderosas, he aquí el fun­
damento más seguro de la reforma política. Por último, reunir, es decir, abrazar
con cuanta fuerza es posible a estas municipalidades en un centro común, que
las dirija con energía, con alta inteligencia, y constante previsión en sus intere­
ses generales, y que en todas las empresas grandiosas, en todo lo justo sea, el
primero, el iniciador, o cuando menos es sostenedor, que nunca se doblegue
ante la fuerza, que sólo aplique ésta para castigar las grandes ofensas contra el
derecho, reconociendo amplísimamente el de los pueblos; he aquí lo que para
mi patria, tan abatida ahora, pueden llegar a producir /unidas la verdadera re­
ligión, la santa libertad?4

Ese era el ideal social cristiano que Pizarro pone en la propuesta del padre
Luis y Fernando Henkel y que da base al proyecto de La Nueva Füadelfta. En ella
no hay relaciones de explotación, sino la amistad fraternal «La Nueva Filadelfia
-establecía el reglamento de la colonia- se compone de familias cuyos indivi­
duos quieran trabajar, auxiliándose mutuamente en todas las necesidades de la

73. El m on edero, op. cit., pp. 83-84.


74. Ibid, op. cit., p. 86.

130
NOVELA HISTÓRICA, SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

vida, con un espíritu de verdadera caridad cristiana.» Una asociación voluntaria,


bajo la dirección de un director elegido anualmente entre los padres de familia
existentes en La Nueva Filadelfla, ya que el ingreso en la colonia no era indivi­
dual, sino familiar. Fourier y Lamennais juntos en una proyección socialista y libe­
ral que hace de la armonía y la cooperación el cometido central de la sociedad
ideal de Nicolás Pizarro.
En La Nueva Filadelfla la base se establecía sobre la asociación del trabajo
en común, sin explotación del hombre por el hombre, en un ideal cooperativo
que se inspiraba en la doctrina de los Evangelios y que interpretaba la historia
como una progresión vacilante hacia la emancipación humana, tarea para la que
era necesaria una verdadera regeneración moral. En su utopía, Pizarro proyectó
un sistema producto sin conflictos, donde la asociación se bastaba para superar
los conflictos sociales y la cooperación hacía desaparecer toda explotación del
hombre por el hombre. Como ponía en boca de don Luis, al resaltar las ventajas
de La Nueva Filadelfla:

Tú olvidas una cosa esencial, repuso el vicario; y es que el poder de la asociación


íntima del trabajo en común, voluntario, entusiasta y fecundo, debe hacerse sentir
desde el primer día. Allí no tendremos operarios a quienes sea necesario espiar,
regañar, ni mucho menos maltratar, para que cumplan con su deber; los más ac­
tivos estimularán a lo perezosos, y el que no se sienta capaz de emulación saldrá
inmediatamente de la asociación, porque sería el zángano que robara la miel de
las abejas. Además, las prodigiosas economías que vamos desde luego a alcanzar,
ni comprenderse pueden ahora en toda su extensión: nosotros fabricaremos teja,
buena y barata, haremos adobes, y ladrillo, arrancaremos laja; y si encontramos en
nuestro terreno piedra caliza la quemaremos; tendremos madera abundantemente
en un monte cercano, pues es condición esencial para nuestro establecimiento, y
la mano de obra se pagará parcialmente dando desde luego comida sana, abun­
dante y bien condimentada a los colonos, y al fin del año, después de recogidos
los frutos en común, cuidados en común, y venidos en provecho de todos, se hará
la liquidación general, y cada familia sabrá el ahorro que ha conseguido, el cual
ganará desde luego un módico y seguro interés.75

Cooperación, moral cristiana, regeneración moral, en una sociedad igualitaria


en la que la organización del espacio también quedaba determinada por su con­
cepto de la igualdad. En La Nueva Filadelfla, a imagen del falansterio fourierista,
todo quedaba establecido: la organización territorial, el sistema productivo, la
distribución de las habitaciones, todo en torno a unos círculos concéntricos en
los que el eje estaba ocupado por los elementos neurálgicos, directivos y produc­
tivos de la Comunidad: el templo cristiano, la escuela, el refectorio, las fábricas,

75- I b id pp. 143-144.

131
EL ÁGUILA V EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

un espacio comunitario de ocio. Todo estaba pensado para que, siguiendo las
directrices de la donación que hizo posible su fundación, las familias «seguras
de que no les faltará lo necesario para la subsistencia, vivan como los primeros
cristianos entre quienes eran los bienes comunes».76 En su idealización la función
del nuevo orden social de La Nueva Filadelfta tenía el cometido de regenerar al
hombre, de invertir las pasiones que le llevaron a explotarse entre sí, producto
de la pasión y el poder, para reconvertirlo, mediante el uso de la razón, en un ser
benéfico y reparador.
Llama la atención en Nicolás Pizarro el desdoblamiento conceptual que de­
sarrolla en sus escritos políticos y en la idealización utópica de La Nueva Fi­
ladelfta. En los primeros es un autor moderado en sus concepciones políticas,
defensor de una república representativa nada radical, se podría decir que es el
portaestandarte de unas Leyes de Reforma que no sustenta en su versión más
extrema, sino que en el afán por lograr la estabilidad de la República, mantiene un
término medio entre la línea moderada de Comonfort y la más extrema de libe­
rales como Ramírez, Altamirano o Vigil. De otro lado, en sus escritos políticos, el
nutriente religioso es el del catolicismo liberal que desde Lamennais a Renán está
muy presente en sus textos. En el terreno novelesco, sin embargo, el peso del cris­
tianismo primitivo, de los Evangelios y de un ideal comunitario primitivo, es muy
palpable. Ese recurso al primer cristianismo acentúa el componente religioso de
La Nueva Filadelfta y el papel predominante que concede a los ideales religiosos
como elemento informante del ideal utópico de convivencia social.
La utopía de Ayguals de Izco presenta no obstante otras características. Des­
de muy joven ya conocía los trabajos del socialismo utópico europeo, pues leía
en sus lenguas desde escritos políticos y económicos de autores como Cobden,
Peel o Bastiat, a los socialistas utópicos Owen, Proudhon, Cabet o Blanqui. Sus
concepciones, también cercanas a las ideas de los católicos liberales, sin embar­
go, no están teñidas de la exaltación del cristianismo primitivo que alienta a los
personajes de Pizarro. Exalta al pueblo, a la democracia y rechaza la Iglesia oficial,
pero su imaginario de futuro se centra en una democracia republicana y federal
compatible con el desarrollo industrial. En La maravilla del siglo muestra su
apuesta por la civilización del futuro a través de una síntesis entre los ideales hu­
manitarios de los que parte con las aportaciones de un nuevo mundo, industrial,
que contiene en sí mismo los dos elementos básicos de su ideario: una idea de
progreso humano establecido sobre el trabajo honesto y una fe en el futuro que
contempla la armonía entre las clases, la quiebra definitiva de todo privilegio. La
utopía de Ayguals de Izco se asienta en la convicción de que es posible una espe­
cie de capitalismo responsable, éticamente recto y que distribuya la riqueza de
una manera equitativa entre los merecimientos del trabajo y el talento.

76. Ibid., p. 135.

132
NOVELA HISTÓRICA. SOCIALISMO UTÓPICO Y REPÚBLICA EN ESPAÑA Y MÉXICO

Ese capitalismo responsable, de componentes plurales, donde exalta la coope­


ración de instituciones como las Cajas de Ahorros, las de Socorros Agrícolas, asilos
o sociedades para la juventud debía estar regido por un espíritu filantrópico que
debe perseguir una sociedad abierta al mérito. Si la vieja sociedad se asentaba
sobre el privilegio, ahora, sin embargo, el trabajo honesto, la capacidad ha de
ser el mecanismo central de una sociedad que debe ser móvil, que debe facilitar
la fusión de clases. Es por ello que Ayguals de Izco convierte al albañil Anselmo
en un arquitecto y que su hija, María, se une al hijo del Marqués de Bellaflor, en
una reformulación de un orden social armónico, donde es la moral cristiana el
motor de la sociedad y donde el trabajo y sus productos, no el ocio, constituyen
los motores de una sociedad presidida por un humanismo, por esa fraternidad
republicana que moraliza las naciones. El instrumento de esa tarea, como en el
caso de Pizarro, no era la revolución, sino un conjunto de reformas que, sobre
la base de los logros de la técnica y del progreso, garantice un mundo próspero.
Estamos ante el ideal de Saint Simón,77 un universo de bienestar que se afirme
desde el desarrollo de la moderna civilización, a través del trabajo honrado, de la
prosperidad material que trae la incorporación de la tecnología y de la garantía
del derecho que los gobiernos tienen que ofrecer a los pueblos. El horizonte de
Ayguals de Izaco deja de ser aquella sociedad igualitaria que promueve La Nueva
Filadelfla de Pizarro, a favor de una sociedad abierta al trabajo y al mérito, donde
la propiedad honestamente lograda ha de tener el reconocimiento de la sociedad
y el respeto de la ley. La utopía de Ayguals, sobre todo, desde la década de los
cincuenta, es la del capitalismo industrial, de la tecnología y de una fe en progre­
so que extrae de su viaje a París y Londres que constituye la experiencia de La
maravilla del siglo. Una sociedad industrial organizada, bajo el imperio de la ley
y con el soporte del desarrollo económico social. Ese es el horizonte que desde
la década de los cincuenta marca la agenda de Ayguals de Izco. Un desarrollo eco­
nómico y tecnológico, acompañado de una moralidad pública que sólo desde la
educación puede ser garantizada:

¿Y cómo se alcanza esa moralidad bienhechora? Dirigiendo la enseñanza públi­


ca por muy distinta senda de la que se sigue en nuestra nación, donde todos
quieren ser empleados. Ciérrense la mitad de las oficinas del gobierno y ábranse
escuelas; pero escuelas bien dirigidas en las cuales se enseñe a la juventud una
educación proporcionada á los progresos y tendencias liberales del siglo. Alién­
tese el amor a la agricultura, á la industria, á las artes, á las ciencias, al comercio,
á la marina; propáguense las sanas doctrinas modernas económico-políticas,
disminuyanse las universidades para equilibrarlas con los demás colegios. Lo
que hace falta en España son progresos científicos e industriales, que no engran-

77. Véase Neus Campillo, R azón y utopía en la socied ad industrial. Un estudio sobre
Saint-Simon, Valencia, Universidad de Valencia, 1992.

133
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XiX

dece menos a los pueblos la esteva del labrador, el buril y el pincel del artista,
la brújula del marino, que la pluma del togado.78

Capitalismo responsable, ética social, desarrollo tecnológico, armonía de cla­


ses, sociedad abierta y con ellas las libertades de asociación, comercio, imprenta,
opinión y de conciencia, parecen ser los referentes que desde la década de los
cincuenta nutre el planteamiento deAyguals de Izco.79
Como podemos ver los proyectos sociales y políticos de Nicolás Pizarro y de
Wenceslao Ayguals de Izco presentan tanto afinidades evidentes como ciertas
disparidades. Ambos están profundamente comprometidos con el liberalismo,
rechazan todo lo que se asocia a Antiguo Régimen, el primero en su versión de
Monarquía hispánica o de persistencia del proyecto monárquico para México,
el segundo, militante declarado del anticarlismo, busca profundizar el proyecto
liberal que se construye en España desde la década de los treinta. Los dos susten­
tan un republicanismo de filiación liberaldemócrata, con la idea de un sistema
representativo que de garantías a las libertades y se concrete en un federalismo
organizado. Anticlericales convencidos, ambos sostienen la importancia de la re­
ligión y en mayor o menor grado confrontan los males de la Iglesia establecida y
la fuerza del clero con el modelo religioso que representa el primer cristianismo
y la moral de los Evangelios. De otro lado, en el terreno social ambos sustentan la
aspiración a un desarrollo armónico de la sociedad, sin guerra de clases, donde
la cooperación, la asociación y la libertad constituyen el referente básico de su
proyecto utópico. Con todo, allí donde Pizarro apuesta por una utopía de corte
fourierista, Ayguals de Izco, empresario y promotor de iniciativas económicas y
culturales, se adscribe mejor a un ideal saintsimoniano de desarrollo tecnológico
y social apoyado por una moralización del sistema y la educación general para la
sociedad.

78. La m aravilla d el siglo //, op. cit., p. 365-


79. Para una visión sintética de los ideales utópicos de Ayguals de Izco véase José Luis
Calvo Carilla, El sueño sostenible( op. cit., pp. 105-150: del mismo autor, «Utopía y novela en
el siglo xix: Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1873)% en M. Suárez Cortina (ed.), Utopías,
quim eras y desencantos. El universo utópico en la España liberal, Santander, Publican, 2008,
pp. 283-318.

1 34
EL REPUBLICANISMO CONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA*

Conciudadanos: que en lo adelante sea nuestra divisa liber­


tad, orden y progreso; la libertad como medio; el orden como
base y el progreso como triple fin; triple lema simbolizado en
el triple colorido de nuestro hermoso pabellón nacional, de
ese pabellón que en 1821 fue en manos de Guerrero e Iturbide
el emblema santo de nuestra independencia; y que, empuñado
por Zaragoza el 5 de mayo de 1862, aseguró el porvenir de
América y del mundo, salvando las instituciones republicanas.
Que en lo sucesivo una plena libertad de conciencia, una
absoluta libertad de exposición y de discusión, dando espacio
a todas las ideas y campo a todas las aspiraciones, deje espar­
cir la luz de todas partes y haga innecesaria e imposible toda
conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución
que no sea meramente intelectual. Que el orden material, con­
servado a todo trance por los gobernantes y respetado por los
gobernados, sea el garante cierto y el modo seguro de caminar
siempre por el sendero florido del progreso y la civilización.

Gabino Barreda, «Oración Cívica» (1867)

(...) Las generaciones contemporáneas, educadas en la li­


bertad y venidas a organizar la democracia, detestan igual­
mente las revoluciones y los golpes de Estado, fijando sus
progresos y la realización de sus ideas a la misteriosa virtud de
las fuerzas sociales y a la práctica constante de los derechos
humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades.

* Este texto se ha beneficiado de la lectura y comentarios de Jesús Gómez Serrano y Ri­


cardo Pérez Montfort.

135
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Pero si el desorden, si la anarquía, se apoderan de ellas y


quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto conser­
vador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación
casi instantánea de una verdadera autoridad.
Emilio Castelar, «Sobre las causas de la quiebra de la Repú­
blica», (1874), Sobre las causas de la quiebra de la República y
otros escritos, Madrid, Biblioteca El Mundo, 2008, p. 31.

Han sido numerosos los historiadores y los investigadores de las diversas cien­
cias sociales y humanas que han mostrado tanto las reservas como las ventajas del
método comparado en historia. A favor de ambas propuestas se pueden argüir
múltiples razones. El que niega la comparación puede reclamar el carácter parti­
cular de cada cultura y las experiencias singulares de la historia local o nacional,
pero no es menos cierto que la caracterización de una sociedad o cultura sólo
puede ser medida en el marco, siquiera aproximado, de la comparación. A dife­
rencia de otras disciplinas humanísticas como la Antropología, o las ciencias so­
ciales, la historia tuvo un origen nacional, nació para explicar y legitimar la nación
y es en este marco donde mejor ha desenvuelto sus cometidos hasta época muy
reciente. Sin embargo, una caracterización de este a aquel fenómeno histórico re­
clama la observación externa, la necesaria confrontación con otras experiencias,
sistemas o procesos que permitan una caracterización más completa que aquella
que se asienta en una mirada en lo propio, limitada con frecuencia por un compo­
nente etnocèntrico. Una historia comprensiva necesariamente reclama un grado
mínimo de comparación que permita contrastar el hecho, fenómeno o proceso
estudiado desde una pluralidad de registros, cuya caracterización lleva en mayor
o mejor grado, de manera implícita o directa, el contraste con otras experiencias
históricas. La cuestión es, por tanto, qué y cómo comparar.1 En todo caso, nada
más lejos de la intención de estas páginas que tratar de desentrañar historias
patrias; la comparación, vista desde esta perspectiva, no viene sino a fortalecer
la idea de que la mejor manera de desmitificar la historia nacional es su salida
al terreno de la comparación.2 En este sentido México y España son dos buenos
modelos, pero también ni mejores y peores que otros muchos posibles.3

1. Véase, en este sentido, Marcel Detienne, C om pararlo incom parable. Alegato a fa v o r de


u na cien cia histórica com parativa, Barcelona, Península, 2001.
2. Este mismo planteamiento puede encontrarse en la reflexión que sobre la historia
mexicana ha hecho recientemente Erika Pañi, «La ‘nueva historia política’ mexicanista: no
tan nueva, menos política, ¿mejor historia?», en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la
nueva historia política d e A m érica latina, siglo xix, México, El Colegio de México, 2007, pp.
63-94.
3. La historia comparada entre España y México se ha ocupado preferentemente del
primer momento de la independencia y, en otro sentido, en la recepción y alcance que ex­
perimentó el exilio político tras la guerra de 1936. Desde la historiografía española pueden
verse los trabajos de Manuel Chust, Bartolomé Clavero, Ivana Frasquet o J. Ma. Portillo; desde

1 36
EL REPUBLICANISMO CONSERVADOR DE EMILIO C A S TE L A R Y JUSTO SIERRA

I. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

En las últimas décadas ha sido frecuente llevar a cabo comparaciones en his­


toria económica, sobre todo, desde el desarrollo de la historia cuantitativa, y desde
ella ha penetrado en amplias esferas de la investigación, de un modo preferente
en el terreno de las elecciones. La historia comparada ha venido así a constituirse
en una especie de «subdisciplina» que va ampliando su territorio de una manera
lenta, pero también constante. La historia política ha seguido ese derrotero una
vez que la historia constitucional y la de las elecciones se convirtió en el terreno
idóneo de la historia comparada, pero su impacto sobre la realidad política y so­
cial de España y México en la segunda mitad del siglo xix ha sido muy reducida.
En este ambiente comparatista, más allá de la distinción evidente entre República
federal mexicana y Monarquía restaurada, parece que se presentan algunas líneas
maestras de afinidad entre los dos sistemas políticos. Los trabajos de Francois Xa­
vier Guerra,4 Fernando Escalante Gonzalbo,5 Luis Medina Peña,6 y de María Luna
Argudín,7 entre otros, resaltan esa familiaridad que se obtiene de observar la polí­
tica clientelar y el patronazgo que domina en ambas, por encima de la vigencia de
la constitución republicana de 1857 y la monárquica de 1876, y de la trayectoria
que cada país abordó desde sus propias tradiciones.
A la hora de tratar de entender la historia de ambos países, desde la perspecti­
va comparada, desde la inteligibilidad derivada de la conciencia de que la historia

la mexicana M. Ferrer Muñoz, Roberto Breña y Virginia Guedea, entre otros, han estudiado
las conexiones e influencias de la historia y doctrinas políticas españolas en México. Virginia
Guedea ha hecho un recorrido por la historiografía que se ha ocupado del proceso de la
independencia novohispana, «Representación, legitimidad y soberanía. El proceso de inde­
pendencia novohispano», en Ivana Frasquet (coord.), Bastillas, cetros y blasones. La indepen­
d en cia en Iberoam érica, Madrid, Mapfre/Instituto de Cultura, 2006, pp. 21-38. Sobre la mirada
recíproca que se ha cruzado entre ambos países A. Miguel, J. Nieto Sotelo y T. Pérez Vejo
(comp.), Im ágenes cruzadas. M éxico y España, siglos xixy xx, Morelos, Universidad Autónoma
del Estado de Morelos, 2005; A. Sánchez Andrés y R. Figueroa Esquer (coords.), M éxico y
España en el siglo xix. D iplom acia, relaciones triangulares e im aginarios nacionales, México,
Instituto Tecnológico Autónomo de México, 2003. sobre la comparación sobre la transición
del liberalismo a la democracia véase José Varela Ortega y Luis Medina Peña, Elecciones,
altern an cia y dem ocracia. España-México, u n a reflexión com parativa, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2000. Para un acercamiento comparativo en el tiempo largo, siglos xix y xx, véase M.
Suárez Cortina y Tomás Pérez Vejo (eds.), Los cam in os d e la ciu d ad an ía. M éxico y España en
perspectiva com p arad a, Madrid, Biblioteca Nueva/PUbliCan, 2009.
4. Francois-Xavier Guerra, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, México, fce ,
1985.
5. Fernando Escalante Gonzalbo, C iudadanos imaginarios, México, El Colegio de Méxi­
co, 1998, 3a reimp.
6. Luis Medina Peña, Invención del sistema político m exicano. Form a d e g obiern o y gober-
n abilid ad en M éxico en el siglo xix, México, f c e , 2004.
7. María Luna Argudín, El Congreso y la política m exicana, 1857-1911, México, fce/ cm,
2006 .

13 7
EL ÁGUILA Y EL TOitO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

nacional presenta necesarias similitudes en un mar de diferencias, lo primero que


llama nuestra atención es que en el siglo xix tanto en España como en México la
confrontación entre reacción y revolución adquirió unos caracteres a menudo
dramáticos, que dieron a la evolución política un sesgo de confrontación perma­
nente y dificultaron la articulación de un sistema político de consenso, asentado
sobre equilibrios y garantías de estabilidad a los diversos intereses sociales.8 Una
mirada a la evolución política de ambos países muestra hasta qué punto resultó
difícil el tránsito a la modernidad.9 En España a lo largo del medio siglo que siguió
el final de la Monarquía hispánica y el Antiguo Régimen se mantuvo un enconado
debate -que llegó a la confrontación armada- entre tres modelos alternativos y ex-
cluyentes del orden político: el tradicionalista, el liberal y el republicano. El resultado
fue una continua disputa que imposibilitó un acuerdo sobre la forma de Gobierno y
de Estado como se observa en la existencia de nueve textos constitucionales entre
1808 y 1876.10Temas centrales como la articulación territorial del Estado, el nivel de
participación y alcance de la ciudadanía, la confesionalidad del Estado o la naturaleza
del régimen fueron otros tantos campos de debate que impidieron un acuerdo o
consenso sobre que cosa era España y como debía organizar sus instituciones repre­
sentativas y modos de convivencia. En México, tras la independencia de la Monarquía
Católica tampoco parece que resultó fácil determinar ni el régimen político, ni la ar­
ticulación de un sistema representativo que se enfrentó, en su caso, a problemas dis­
tintos: persistencia del corporativismo,11 naturaleza y alcance del federalismo; papel
del liberalismo y de la sociedad indígena; integración territorial; confrontación entre
la monarquía y la República, definición y alcance de la ciudadanía...12

8. Para el caso mexicano véase Brian F. Connaughton (coord.), P oder y legitim idad en
México en el siglo xix. Instituciones y cultura política, México, uam , 2003; Elias José Palti, La
invención d e una legitimidad. R azón y retórica en el pen sam ien to m exican o d el siglo xix. (Un
estudio sobre las fo r m a s d el discurso político), México, f c e , 2005.
9. La confrontación entre tradición y modernidad en Hispanoamérica ha constituido uno de
los ejes de reflexión de la historiografía reciente. Véase Francisco Colom González (ed.), Mo­
dern id ad iberoam ericana. Cultura, política y cam bio social, Madrid, Iberoamericana-Vervuert,
2009; Alfredo Ávila ha hecho un análisis detallado de las características que presiden la historio­
grafía mexicana del liberalismo. Véase Alfredo Ávila, «Liberalismos decimonónicos: de la historia
de las ideas a la historia cultural e intelectual», en Ensayos sobre la nueva historia política de
América latina, siglo xm, México, El Colegio de México, 2007, op. cit., pp. 111-145.
10. Francisco Tomás y Valiente, Códigos y constituciones (1808-1978), Madrid, Alianza,
1989; Bartolomé Clavero, Evolución histórica d el constitucionalism o español, Madrid, Tecnos,
1984; sobre el problema de las formas de Gobierno, Ángeles Lario (ed.), M onarquía y Repú­
blica en la España contem poránea, Madrid, UNED/Biblioteca Nueva, 2007.
11. Sobre la diferencia del concepto de corporación entre el Antiguo Régimen y el libe­
ralismo véase Annick Lempériére, «Reflexiones sobre la terminología política del liberalismo»,
en B. Connaughton, C. Illades, y S. Pérez Toledo (eds.), Construcción d e la legitim idad p o lí­
tica en México, México, 1999, pp. 35-56.
12. Una visión sintética de estos problemas en Rafael Rojas, «La frustración del primer
republicanismo mexicano», en J. A. Aguilar y R. Rojas (coords.), El Republicanism o en Hispa­
noam érica. Ensayos d e historia intelectual y política, México, f c e / c i d e , 2002, pp. 388-423.

138
EL REPUBLICANISMO C ONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

Vemos, pues, que ni España ni México tuvieron un tránsito sencillo hacia el


nuevo orden socio-político liberal y la sociedad capitalista y que reacción y re­
volución fueron factores que operaron como puntos de referencia para amplios
sectores de la sociedad política española y mexicana del siglo xejc. En realidad,
más allá de simplificaciones fáciles, éste ha sido el común denominador de la
superación del Antiguo Régimen en la mayoría de los países occidentales, don­
de la implantación del liberalismo, la construcción de la nación y el desarrollo
de sistemas representativos no estuvo exenta de fuertes colisiones sociales. Una
primera aproximación comparada muestra las diferencias que se dieron entre las
experiencias liberales de ambos países. En primer término contrasta la forma con
que unos y otros abordaron la quiebra de la Monarquía Católica, donde el com­
ponente confederal13 de México y la persistencia de ingredientes corporativos y
tradicionalistas,14 contrastan con el liberalismo «radical» que abrió nuestra expe­
riencia constitucional española.15 De otro lado, a pesar de los intentos de crear
en Nueva España una experiencia monárquica -primero con el Plan de Iguala y
Agustín de Iturbide, más tarde con las propuestas centralistas y en los sesenta
con Maximiliano- la «modernidad» mexicana vino asociada a la República federal,
cuya expresión más directa fueron las constituciones de 1824 y de 1857.16 En el
caso español el primer liberalismo se declaró abiertamente a favor de la Monar­

13. Marcello Carmagnani ha resaltado ese componente confederal de México en sus


primeras décadas de independencia. Carmagnani, «Las formas del federalismo mexicano»,
Circunstancia, 9 (2006). «Si nos remontamos al momento de la fundación institucional del
federalismo el Pacto Federal de 1824, podemos visualizar cómo se articulan las diferentes
componentes en la primera definición del federalismo en México. Descubrimos en primer
lugar una inédita interacción entre la tradición política colonial, los nuevos derroteros de la
política y la colocación de México en el escenario internacional», http://www.ortegaygasset.
edu/circunstancia/numero9/art4_imp.htm. Véase también Josefina Zoraida Vázquez (coord.),
El establecim ieto del fed eralism o en M éxico (1821-1827), México, c o l m e x , 2003; igualmente,
los trabajos de Josefina Zoraida Vázquez, Marcello Carmagnani y Alicia Hernández Chávez en
Federalism os latinoam ericanos: México/Brasil/Argentina, México, c o l m e x / f c e , 1993.
14. David Brading ha resaltado ese tradicionalismo en Morelos y en Hidalgo, Los orígenes
del n acionalism o m exicano, México, Secretaría de Educación Pública, 1973; véase también
Annick Lempériére, «De la República corporativa a la nación moderna. México (1821-1860)»,
en Antonio Annino y F. X. Guerra, Inventando la nación. Iberoam érica. Siglo xix, México,
Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 316-346.
15. Véanse Roberto Breña, El p rim er liberalism o español y los procesos d e em an cipación
de América, 1808-1824, México, El Colegio de México, 2006; Joaquín Várela Suanzes-Carpeg-
na, Política y constitución en España (1808-1978), Madrid, c e p c , 2007; Ricardo Robledo, Irene
Castells, María Cruz Romeo (eds.), Orígenes del liberalismo. Universidad, política, econom ía,
Salamanca, Universidad/Junta de Castilla y León, 2003; Emilio La Parra y Germán Remírez
(eds.), El p rim er liberalismo: España y Europa. Una perspectiva com parada, Valencia, Gene-
ralitat Valenciana, 2003.
16. Para un análisis de los diversos aspectos que dominaron la gestación de una cultura
constitucional en México véase Jaime E. Rodríguez O. (ed.), La Divine Charter, Constitucio-
nalism a n d Liberalism in the Nineteenth-Century México, Lamhan, Forbes &Littlefield Corp
Inc., 2005.

(39
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

quía constitucional, de perfil declaradamente centralista. Finalmente, a pesar de


la tradición católica que presentan ambas sociedades, el liberalismo mexicano
muestra un componente secularizador muy superior al español, ya que éste se
decantó por un confesionalismo17 que contrasta con los ideales de libertad reli­
giosa de Juárez y Lerdo de Tejada y, sobre todo, en el tratamiento de la cuestión
religiosa en la Constitución de 1917.18
Frente a estas diferencias, establecidas sobre la base de dos experiencias
históricas muy diferentes, sistemas productivos contrapuestos, bases sociales y
comunidades políticas muy distantes cabe, sin embargo, observar elementos de
afinidad que se asientan sobre esa tradición común de Monarquía hispánica, del
peso de la Iglesia sobre las clases populares, de la misma afinidad que presentan
los primeros liberales mexicanos respecto del liberalismo español. En los años
del porfiriato, los debates sobre la identidad nacional mostraron el perfil de una
doble filiación que se hizo especialmente viva por la propia recuperación de la
tradición indígena, de un lado, pero también por la fuerza de una influencia his­
pana que tuvo en Castelar, entre otros, su referencia.19

El liberalismo mexicano- escribió E X. Guerra- es de hecho una prolongación


del liberalismo español, y no una reacción con respecto a una España conserva­
dora. Pero lo que es paradójico, cuando se comparan los dos países, es constatar
hasta qué punto la victoria liberal fue, en México, absoluta. Lo fue, además, has­
ta el punto de dar al régimen político mexicano un tono de unanimidad liberal
militante que solo raramente se encuentra en España, en donde, sin embargo

17. Una visión de conjunto puede encontrarse en las dos obras de William Callahan, Igle­
sia, p o d er y socied a d en España, 1754-1875, Madrid, Nereaf 1989; del mismo autor, La Iglesia
católica en España (1875-2002), Barcelona, Crítica, 2002; también en Carolyn P. Boyd (ed.),
Religión y política en la España con tem porán ea, Madrid, c e p c , 2007.
18. Para el caso mexicano véase la síntesis de José Luis Lamadrid Sauza, La larga m arch a
de la m od ern id ad en m ateria religiosa. Una Visión d e la M odernización en México, México,
fc h , 1994; Alvaro Matute, Evelia Trejo, Brian Connaughton (coord.), Estado, Iglesia y S ociedad
en México. Siglo xix, México, u nam . 1995; Roberto Blancarte, Historia d e la Iglesia católica en
México, México, f c e , 1992. Brian Connaughton ha puesto de manifiesto el papel de la Iglesia
en la conformación de la nación mexicana desde el análisis regional de las iglesias de Puebla
y Jalisco, D imensiones d e la iden tidad patriótica. Religión, p olítica y regiones en México. Siglo
xix, u a m / Porrúa, 2001; María Martha Pacheco (coord.) Religión y socied ad en M éxico durante
el siglo xix, México d f , i n e h r n , 2007. Para un balance de cómo trató el tema de la religiosidad la
historiografía mexicana véase Brian Connaughton, «La nueva historia política y la religiosidad
¿Un anacronismo en la transición?», en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva
historiografía política d e A m érica latina. Siglo xix, op. cit., pp. 171-195.
19. Véase este doble proceso en Aimer Granados, D ebates sobre España. El h ispan oam e­
ricanism o en M éxico a fin es d el siglo xix, México, Colmex, 2005; Ricardo Pérez Montfort «El
pueblo y la cultura. Del porfiriato a la revolución», en Raúl Bejar y Héctor Rosales (coords.),
La iden tidad n acio n a l m ex ican a com o p roblem a político y cultural. Nuevas m iradas, México,
2005 c rim , pp. 57-80.

140
EL REPUBLICANISMO CO NSERVADO R DE EMILIO CASTELAR Y jUSTO SIERRA

existía una vida política, ciertamente manipulada, pero infinitamente más esta­
ble y constitucional que en la de México,20

Estas consideraciones de F. X. Guerra tienen como referente la experiencia de


los primeros momentos de la Independencia, cuando el liberalismo doceañista in­
fluyó en los primeros momentos del México independiente, pero resultan menos
ajustadas si se analizan las décadas siguientes, donde esa pretendida estabilidad
sólo sería reconocible desde el triunfo de la Restauración en 1875. Bastaría ha­
cer mención a la diversidad de textos constitucionales -1808,1812,1834,1837,
1845,1856,1869,1876-, de confrontaciones militares -guerras carlistas, cantonal
y antillana- levantamientos campesinos -Loja- y dificultades para consensuar el
proceso codificador para observar que el transito y asentamiento hacia las insti­
tuciones representativas estuvieron lejos de ser fáciles en España. Es cierto que
tras la pérdida del imperio colonial, España conoció una mutación territorial muy
superior a la que padeció México tras la guerra con los eeuu , pero la debilidad
del sentimiento nacional en ambos países no alteró de una manera sustancial los
derroteros de su liberalismo.21 Si podemos observar un elemento distintivo entre
ambos liberalismos habría que centrarse en la permanencia en México de com­
ponentes corporativos tradicionales durante mucho más tiempo que en España y
en el hecho de que esa persistencia retrasó de una manera notable la distinción
entre un liberalismo revolucionario y otro postrevolucionario.22 De este modo,
habrían de ser las leyes de Reforma y la Constitución de 1857 las que finalmente
dieran en México el salto hacia un nuevo orden liberal, que la Península habría
conocido en sus líneas maestras desde la década de los treinta. Desde las Leyes
de Reforma y en los años siguientes la legislación mexicana aceleró el proceso
que en España se había culminado décadas antes con la liquidación de los seño­
ríos, la desvinculación, la desamortización y, finalmente, el establecimiento de un

20. México: del Antiguo Régimen a la Revolución, tomo I, p. 184. Mauricio Merino ha
resaltado también el vínculo que tuvieron las instituciones mexicanas tras la independencia
con el liberalismo español en «La formación del Estado nacional mexicano. Pasado colonial,
ideas liberales y gobiernos locales», en Francisco Colom González (ed.), Relatos d e n ación. La
constm cción d e las identidades n acion ales en el m undo hispánico, Madrid, Iberoamericana-
Vervuert, 2005, pp. 333-350.
21. Sobre el impacto de la guerra con los e e u u en la construcción de una identidad nacio­
nal mexicana, y la reacción de liberales y conservadores véase Ana Rosa Suárez Argüello, «
«Una punzante visión de los Estados Unidos (la prensa mexicana después del 47)» en Roberto
Blancarte (comp,), Cultura e iden tidad nacional, México, Conaeulta/FeE, 1994, pp. 73-106.
Andrés Reséndez Fuentes considera que la guerra sentó las bases de donde surgiría un ver­
dadero estado nacional y una verdadera nación, «Guerra e identidad nacional», en Historia
M exicana 186, x lv ii, 2 (1997), pp. 410-439-
22. Para el caso español M. Suárez Cortina, «Las culturas políticas del liberalismo español,
1808-1931», en José Miguel Delgado Idarreta y José Luis Ollero (eds.), El liberalism o europeo
en la época d e Sagasta, Madrid, Biblioteca Nueva/Fundación P. M. Sagasta, 2009, pp. 34-61.

1 41
EL ÁGUILA V EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

sistema constitucional, ciertamente inestable y carente de consenso, pero que ya


no fue abandonado.Todo apunta a que los procesos de construcción de un siste­
ma liberal en España y México estuvieron marcados por una asintonía temporal,
que no empaña las afinidades que se pueden encontrar entre sus planteamientos
liberales.
La unanimidad liberal militante a que hace referencia Guerra habría que con­
siderarla el resultado de una fase específica del primer liberalismo mexicano,
cuando trataba de establecer sus planteamientos sobre el corporativismo de un
sector del conservadurismo, de la Iglesia y de las comunidades indígenas; esto
es, cuando aún no se había estabilizado en toda su extensión el sistema liberal
mexicano.23 Efectuada esta tarea tras las Leyes de Reforma y el posterior fracaso
de Maximiliano, y ya en el marco de un nuevo momento histórico, es cuando
podemos observar que la vieja confrontación entre liberalismo/revolución y con­
servadurismo/reacción puede ser interpretada de una nueva manera a la luz de
la aparición de un «nuevo liberalismo».24 Ése es el momento y experiencia en que
tiene su aparición el llamado liberalismo conservador que ejemplifican Justo
Sierra y sus amigos de La Libertad y que se presenta como un nuevo componen­
te del liberalismo mexicano.25
Uno de los elementos que más contrastan a la hora de comparar los liberalis­
mos español y mexicano reside en su relación con las formas de Gobierno. Por la
dificultad de encontrar en México una casa real que hubiera prolongado el orden
corporativo, y por la propia dinámica de su desarrollo histórico, liberalismo y
República federal estuvieron asociados de una manera firme. En España, por el
contrario, el liberalismo tuvo un carácter abiertamente monárquico, fue la expre­
sión del triunfo de la alianza entre nobleza y burguesía y, finalmente, se asoció a
un centralismo y confesionalismo religioso que contrastaron fuertemente con el
proyecto republicano. Más allá de la pluralidad de registros que podemos encon­
trar en las culturas monárquica y republicana resulta evidente que las dos fueron
la expresión de proyectos de Estado y nación declaradamente antagónicos.26

23. Para los debates sobre el primer liberalismo mexicano y sus características, en especial
en lo relativo al «liberalismo de los pueblos» Roberto Breña, El p rim er liberalism o español, op.
cit., pp. 491 y ss.
24. La historiografía reciente ha resaltado que junto a la contraposición entre Juárez y
Maximiliano cabe encontrar puntos de continuidad, dado el carácter liberal y anticlerical de
ambos. Para una caracterización de Maximiliano véase K. Ratz, Tras las huellas d e un desco­
nocido, México, Conaculta/iNAH, 2008. Una valoración de la historiografía sobre el segundo
imperio en Erika Pañi, El Segundo Imperio. P asados d e usos múltiples, México d f f c e /c i d e ,
2004.
25. Charles Hale ha analizado el papel del liberalismo y la revolución como elementos
unificadores, como mitos políticos en México, «Los mitos políticos de la nación mexicana: el
liberalismo y la revolución», en Historia M exicana, x lv i, 4 (1996), pp. 821-837.
26. Véase el conjunto de trabajos recogidos en Marco Antonio Landavazo y Agustín Sán­
chez Andrés (coords.), E xperiencias republicanas y m on árqu icas en México, A m érica Latina

142
EL REPUBLICANISMO C O NSERVADO R DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

El proyecto republicano en España fue el que desde un horizonte democráti­


co expresaba las aspiraciones de las clases populares, se presentaba como abier­
tamente descentralizado y, sobre todo, se identificaba con un orden desacralizado
y secularizado que se representaba bajo la formula de la República federal.27 De
otro lado, aunque podemos encontrar por igual el peso de los componentes mi­
litaristas en ambos sistemas, el caudillismo del liberalismo mexicano28 estaría en
todo caso, asociado al del liberalismo español, cuya tradición caudillista29 dejó su
impronta en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas. En contrapartida, aunque
también podemos encontrar casos de republicanismo entre los militares, la cultu­
ra política republicana destacó por su carácter civilista.

2. LIBERALISMO REVOLUCIONARIO MEXICANO Y FEDERALISMO ESPAÑOL: LAS CONSTITUCIONES


DE 1857 Y 1873

La historiografía mexicana ha hecho hincapié en cómo el Plan de Ayutla y


los trabajos del Congreso constituyente, bajo la presidencia de Ponciano Arriaga,
desarrollaron los principios de una República federal de componentes declarada­
mente iusnaturalistas.30 En declarada ruptura con lo que representaba la consti­
tución de 1824 y las posteriores reformas, de signo más o menos centralista,31 los
constituyentes conformaron un sistema inspirado y articulado sobre la base de
una República afirmada como forma de Gobierno democrático-popular; sobera­
nía nacional depositada en dos clases de órganos federales y locales, Federación
y Estados; división tripartita de los poderes -Legislativo, Ejecutivo y Judicial-;
concepción del poder judicial como moderador de competencias entre la Fe­

y E spaña. Siglos xixy xx, México, im sn h /iih , 2008.


27. Para un análisis de los diversos proyectos secularizadores de la España contemporá­
nea véase M. Suárez Cortina (ed.), Secularización y laicism o en la España contem poránea,
Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 2001.
28. Enrique Krauze, Siglo d e caudillos. B iografía p olítica d e México (1810-1910), México,
Tusquets, 2002.
29. Véase Manuel Ballbé, Orden p ú blico y m ilitarism o en la E spaña constitucional
(1818-1983), Madrid, alianza, 1983; Joaquín Leixá, Cien añ os d e m ilitarism o en España:
fu n c io n es estatales con fiad as a l ejército en la R estauración y el fran qu ism o, Barcelona, Ana­
grama, 1986; Rafael Núñez Florencio, Militarismo y antim ilitarism o en E spaña, 1886-1906,
Madrid, csic, 1990; Carlos Seco Serrano, M ilitarismo y civilismo en la E spañ a con tem porá­
n ea , Madrid, ie e , 1984.
30. La investigación de María Luna Carrasco ilustra a la perfección el tránsito del pactismo
al iusnaturalismo en la política mexicana, El Congreso y la política m ex ican a (1857-1911),
México d f c o l m e x / f c e , 2006.
31. Véase Luís Medina Peña, Invención del sistema político mexicano, op. cit., pp. 119 y ss.

143
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

deración y los Estados; enumeración detallada de los derechos individuales; un


poder constituyente permanente para la reforma constitucional.32
Una enumeración detallada de los derechos reconocidos en la Constitución
muestra que éstos fueron una de las bases fundamentales del ideario liberal y
constitucional y que su desarrollo llegó a conformar un orden político cuyo cum­
plimiento no siempre pudo ser garantizado por los poderes. Ya en el capítulo 1
se proclamaban los derechos del hombre como base y objeto de las instituciones
sociales y la libertad era presentada como la garantía que no permitía en terri­
torio mexicano ninguna forma de esclavitud. La igualdad no estaba mencionada
en el texto, pero aparecía de una manera indirecta en muchos y era proclamada en
el manifiesto que acompañaba su promulgación: «La igualdad será de ahora en ade­
lante la gran ley de la República». La constitución no hace referencia ni a los
indios ni a las comunidades, sino a ciudadanos mexicanos y extranjeros. Esta­
mos, resaltó E X. Guerra,33 en el universo del pensamiento liberal, en el que los
hombres son individuos cuyo conjunto forma respecto del exterior la «nación»,
y respecto del interior el «pueblo». El actor social siempre es el individuo o la co­
lectividad territorial moderna donde tiene su residencia (el municipio, el Estado de
la Federación). Esta concepción individualista partía de la idea de que para lograr la
emancipación de los indios era necesario primero sustraerlos a sus comunidades
para romper con la cultura tradicional, elemento imprescindible para construir la
nación moderna mexicana.34 Las Leyes de Reforma no suprimieron por casualidad u
olvido las comunidades, sino como una estrategia de inserción de los indígenas en la
economía y Estado modernos. Fue el suyo un planteamiento del Estado de derecho,
de clara filiación burguesa que trató de romper con las antiguas corporaciones y de
desarticular el universo social, mental y económico de las viejas comunidades35. Un
planteamiento que se mostraba cargado de utopía, que consideraba que la fuerza de
la Ley y el Estado eran instrumentos suficientes para llevar a cabo una profunda trans­
formación del orden social y material del México de mediados del siglo xix.36
La complementariedad de la constitución fue el conjunto de leyes que Juá­
rez37 y Lerdo de Tejada desarrollaron para acabar con el modelo corporativo de

32. Daniel Márquez, «La Constitución de 1857, libertad e institucionalidad», en Diego


Valadés y Miguel Carbonell (coords.), El proceso constituyente m exicano. A 150 añ os d e la
constitución d e 1 8 5 7 y 9 0 d e la constitución d e 1 9 1 7, México, u nam , 2007, pp. 635 y ss.
33. F. X. Guerra, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, México, fc e , 1985, pp. 31 y ss.
34. No obstante, ese proceso ya se había iniciado previamente como se puede observar
en el trabajo de Andrés Lira.
35. Andrés Lira ha estudiado con detalle la relación entre las comunidades y el poder
central, C om unidades indígenas fr en te a la ciu d ad d e México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus
pueblos y barrios, 1812-1919, México, El Colegio de Michoacán, 1983-
36. José Gamas Torruco, «La vigencia de la constitución de 1857 (las reformas)», en El
proceso constituyente m exicano, op. cit., pp. 327 y ss.
37. Véase el conjunto de trabajos recogidos en Josefina Zoraida Vázquez (coord.) fu a rez .
Historia y mito, México d f , c o l m e x , 2010.

144
EL REPUBLICANISMO C ONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

sociedad, sobre todo, con la desamortización, pero ésta no llegó a disolver las
comunidades ni logró integrar a los indígenas en la sociedad nacional individua­
lista.38 La Ley, la Constitución y sus valores políticos no fueron suficientes para
establecer un cauce adecuado entre realidad social y representación política. Esa
cultura política constitucional, por lo demás proveniente del liberalismo revolu­
cionario, ya había sido abandonada en muchos países y constituía un referente
normativo que difícilmente podía ser llevado a la práctica, como muy bien vie­
ron sus propios protagonistas. La realidad social, y así habría de demostrarse en
las décadas siguientes, era de otra naturaleza; resultaba imprescindible aplicar
medidas especiales destinadas, unas a corregir el equilibrio entre los poderes
que establecía la Constitución -en la línea de fortalecer el Ejecutivo y el Poder
federal- otras planteadas en términos de pragmatismo político, ya que si bien
se afirmaban derechos inalienables en el texto constitucional fue necesaria una
«mediación» política entre el Poder federal y los poderes locales y estables y entre
la realidad abstracta de la nación soberana y una sociedad real a menudo anclada
en el pasado. El resultado fue una exaltación del texto y valores proclamados por
la constitución y la práctica política clientelar, de un lado, o la formación de régi­
men autoritario, de otro, cuando no de los dos al mismo tiempo como expresaría
el régimen de Porfirio Díaz.39
La práctica de la «utopía» constitucional junto a una dosis de realismo la ex­
presó la propia legislación electoral al establecer un sistema que en su base pro­
clamaba la soberanía popular, pero la neutralizaba con un sufragio indirecto que
corregía al anterior. El resultado, como han resaltado hace décadas Daniel Cosío
Villegas, y más recientemente Marcello Carmagnani, Luis Medina Peña y Fernan­
do Escalante Gonzalbo, entre otros, fue una simultánea extensión y restricción de
los derechos políticos. De un lado se hacía coincidir la nacionalidad con la sobe­
ranía; de otro, se acentuaba la distinción entre ciudadanos y electores.40

La Constitución de 1857,-escribió Cosío Villegas- quizás como ninguna otra, pasó


por altos y bajos marcadísimos en su prestigio popular y en la fe que en ella pusie­
ron los gobernantes a quienes tocó usarla como timón de la nave nacional. Nació
sin que nadie creyera en ella: el liberal moderado porque el jacobinismo la había
manchado; el liberal puro, por su fondo medroso. Detestada y combatida pug­
nazmente por la iglesia católica y el partido conservador, recién nacida la empuñó
Ignacio Comonfort, quien estaba seguro que con ella se hundiría cualquier gobier­

38. Andrés Lira, «La Nación contra los agentes colectivos en México, 1821-1859“, en Anto­
nio Annino, Luis Castro Leiva y F. X. Guerra (eds.), De los imperios a las naciones: Iberoam é­
rica, Zaragoza, Ibercaja, 1994, pp. 329 y ss.
39. Para un estado de la cuestión sobre el porfiriato véase, Mauricio Tenorio Trillo y Au­
rora Gómez Galvarriato, El porfiriato, México d f c id e /f a e , 2006.
40. Marcello Carmagnani, «La libertad, el poder y el estado en la segunda mitad del siglo
xix», en Historias, 15 (1986), pp. 54-63.

145
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

no y el país entero. La marca de su prestigio nace precisamente de esa orfandaz,


cuando negada por todos y acribillada en el campo de batalla, los jacobinos la
toman de bandera para hacerla una constitución jacobina; y se levanta más y más
hasta llegar a la cúspide con la guerra de Intervención.41

De sus características y limitaciones se dieron cuenta de inmediato los libe­


rales mexicanos, como se observa desde 1867 cuando Juárez trató de reformarla
dotándola de un Senado que finalmente sería aprobado en noviembre de 1874. Le
ocurría a la constitución mexicana como a la española de 1812 que fue denunciada
como inapropiada para resolver los problemas políticos de la España liberal. La de
1857 fue tan exaltada en sus valores e ideales como rechazada por las prácticas
políticas. Unas y otros se correspondían con los ideales de la revolución,42 pero
consolidada ésta era necesario un texto constitucional que respondiera a la ver­
dadera naturaleza de la gestión de los intereses de una sociedad dominada por
una minoría en la que podía ser mantenido el espíritu de la soberanía nacional,
pero en realidad se gestionaba como una nación de propietarios.
Soberanía nacional, liberalismo y República federal representaban en Méxi­
co un proyecto que difícilmente podría ser identificado con el ideal nacional
y político de los federales españoles. Y esto a pesar de que se ha resaltado que
el federalismo mexicano, además de su acercamiento al modelo americano, en­
cuentra su origen, su elemento de gestación, en la constitución de 1812.43 En el
imaginario del republicanismo español latía una cultura política declaradamente
democrática que confrontaba violentamente con el diseño del nacionalismo libe­
ral. Ya desde posiciones jacobino-socialistas, demosocialistas o liberaldemócratas
los federales del Sexenio democrático trataron de construir un régimen político
y un Estado nacional muy distantes del monarquismo liberal.44 Nacida del propio

41. Daniel Cosío Villegas, La Constitución d e 1 8 5 7 y sus críticos, México, Hermes, 1957,
p. 41.
42. Brian Hamnett ha señalado ese desfase temporal entre el momento de escribir la ley y
la propia evolución del régimen considerando que la constitución de 1857 respondía a las ne­
cesidades que sus ponentes identificaban con las décadas posteriores a la independencia, Brian
Hamnett, Ju árez. El benemérito d e lasAm éricas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, p. 205.
43. Entre los constitucionalistas es una referencia frecuente resaltar el vínculo del texto de
1812 con la constitución de 1824, sobre todo, en los aspectos que se refieren a la cuestión reli­
giosa. Véase Manuel Ferrer Muñoz y Juan Roberto Luna Carrasco, Presencia d e doctrinas consti­
tucionales extranjeras en el prim er liberalismo mexicano, 1996; también La constitución d e Cá­
diz y su aplicación en la Nueva España (Pugna entre Antiguo y Nuevo Régimen en el virreinato,
1810-1821), México, 1993; del mismo autor, La form ación d e un Estado n acion al en México.
El imperio y la república federal, 1821-1835\México, 1995; igualmente Doctor Ignacio Burgoa
Orihuela, «Conferencia sobre el federalismo mexicano», jorge Carpizo (coord.), La experiencia
del proceso político constitucional en M éxico y España, México, u nam , 1979, pp. 269-285.
44. Una caracterización detallada de la cultura política del republicanismo y de su com­
ponente plural se puede encontrar en dos monografías muy recientes: Román Miguel Gon­
zález, La p asión revolucionaría. Culturas políticas repu blican as y m ovilización p o p u la r en la

146
EL REPUBLICANISMO CO NSERVADO R DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

fracaso de la Monarquía saboyana la Primera República fue un régimen muy ines­


table que no pudo consolidarse, ni siquiera aprobar una constitución que diera
forma a sus aspiraciones de democracia, descentralización y secularización. El
proyecto político del republicanismo federal en estos años se plasmó en un pro­
yecto constitucional que redactado en su mayor parte por Emilio Castelar, dejaba
de manifiesto su distancias con el liberalismo isabelino.
Como la mexicana de 1857, el proyecto constitucional del federalismo espa­
ñol se nutría de ideales democráticos asentados sobre el iusnaturalismo, reco­
gía y aseguraba los derechos naturales de toda persona, anteriores y posteriores
de cualquier legislación positiva. El título I configuraba constitucionalmente la
«Nación española», unidad territorial mayor compuesta por 17 Estados, que no
cantones, pues el texto no mencionaba en ningún momento esa expresión; se
declaraba en el título III la República federal como forma de Gobierno de la
nación española y se atribuía la soberanía a todos los ciudadanos; se establecía
en el título IV el principio de separación de poderes. El proyecto constitucional
republicano se presentaba como una experiencia de progreso que configuraba
un Estado Democrático de Derecho, con declarados componentes iusnaturalistas,
que reconocía una amplia gama de derechos y el pluralismo político y territorial,
vinculado con el derecho de asociación y la organización federal y municipalista,
respectivamente. Al mismo tiempo contemplaba la participación política de los
ciudadanos a través del sufragio universal directo, masculino y femenino, en las
elecciones a Cortes, asambleas legislativas de los Estados y municipios.
En el texto quedaba recogida la soberanía popular, aunque esa proclamación
no era absoluta ya que quedaba mediatizada y equilibrada por dos conceptos
más; de una parte, porque esa soberanía se concedía a los organismos públicos de
la República federal, quienes debían actuar en el marco de los poderes y compe­
tencias que le asignaba la constitución; de otra parte, porque remitía a un sujeto
«nación española» que era interpretado de un modo diverso que podía inducir
a confusión. La incorporación de una amplia gama de derechos seguía las líneas
maestras establecida por la constitución monárquica de 1869 a la que se le incor­
poraron tres adiciones: las relativas a la libertad de cultos y la separación entre la
Iglesia y el Estado; la no regulación de la suspensión de las garantías y derechos y
libertades y la abolición de los títulos nobiliarios. Es de reseñar el lugar preferen­
te que el proyecto otorgaba al reconocimiento de los derechos inherentes a la
persona y aquellos otros relativos a la condición de ciudadanos. Establecía de una
forma clara la separación de poderes y la República como forma de Gobierno que
se movía a medio camino entre su carácter parlamentario y presidencialista.45

España del siglo xix, Madrid, c e p c , 2007; Florencia Peyrou, Tribunos del Pueblo. D em ócratas y
republicanos durante el rein ad o d e Isabel II, Madrid, c e p c , 2008.
45. F. J. Enériz Olaechea, «El proyecto de constitución federal de la Primera República
Española (1873)», en Revista Ju ríd ica d e Navarra, 37 (2004), pp. 113-146.

14 7
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

La propia inestabilidad y debilidad política de la República con tres frentes


abiertos al mismo tiempo -guerra carlista, guerra cantonal y guerra antillana- la
división interna de sus diversas corrientes y el aislamiento internacional impidie­
ron que cristalizara el régimen. Con su derrota, primero a partir del golpe de Pavía
en enero de 1874, más tarde, con el de Martínez Campos en diciembre de ese
mismo año, la República ha quedado en la retina de los españoles como una bella
utopía cargada de contradicciones.46 Pero más allá de esa experiencia histórica la
República se presenta en el imaginario popular como una posibilidad frustrada
de corregir el rumbo de un país que discurría por derroteros ajenos a las aspira­
ciones populares.47
La constitución de 1873 fue el proyecto imposible de un republicanismo que
trataba de establecer en España una República federal, del mismo modo que la de
1857, junto a las Leyes de Reforma,48 tuvieron como meta que México ingresara
en la modernidad. Unos y otros establecieron como fuente doctrinal los princi­
pios del liberalismo revolucionario, con una impronta decisiva de la declaración
de derechos, de filiación iusnaturalista, distante de los modos y maneras del libe­
ralismo postrevolucionario.49Algo realmente ajeno a las necesidades de un orden
social que se adentraba en el terreno de una sociedad capitalista que reclamaba
mecanismos de regulación distintos.A esa tensión entre los derechos inalienables
proclamados en ambas constituciones, y a la necesidad de orden y progreso que

46. La literatura se ha ocupado de reconstruir el ambiente moral y político de la Repú­


blica. Autores como Galdós, Valle Inclán, Unamuno, Coloma o Baroja dedicaron muchas
páginas a la experiencia republicana. Véase M. Suárez Cortina, La som bra d el p a sad o. Novela
e historia en Galdós, Unamuno y Valle Lnclán, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006.
47. Sobre los avatares de la República de 1873 y del Sexenio democrático, en su conjunto
véase Rafael Serrano (ed.), España, 1868-1874. Nuevos en foqu es sobre el Sexenio dem ocráti­
co , Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002.
48. La promulgación de las Leyes de Reforma bajo la dirección de Benito Juárez modifi­
caron el escenario político de México. Ley d e A dm inistración d e Justicia «Ley Juárez» (23-X3-
1855; Ley d e D esam ortización d e F incas p ro p ied a d d e las corporaciones, «Ley Lerdo», 25-VI-
1856; Ley Orgánica del Registro del Estado Civil (27-1-1857; Ley d e Observaciones P arroquiales
«Ley Iglesias», (ll-ÍV-1857; seguidas de Ley d e N acion alización d e los Bienes Eclesiásticos (12-
VII-1959); Ley d e M atrimonio Civil (23-VII-1859); Ley d e L aicización del Registro Civil (28-VIII-
1859); Decreto sobre Secularización d e los Cementerios (31-VII-1859); Decreto sobre los Días
Festivos fll-VIII-1859); Ley sobre la Libertad d e Cultos (4-XII-1860.9; Decreto d e S ecularización
d e los Hospitales y d e los Establecimientos d e B en eficen cia y, por último, Decreto d e Supresión
de las C om unidades Religiosas (26-11-1863). Véase Felipe Tena Ramírez, Leyes Fundam entales
de México, 1808-1994, México, D. F. Porrúa, 1994.
49. En este sentido Castelar resaltaba que los derechos tenían una naturaleza prepolítica,
en la medida que pertenecían a la naturaleza: «la libertad -señalaba- aparece verdaderamen­
te humana, por provenir, no de la Historia, no de la tradición y de la costumbre, no, de la
Naturaleza«, Historia d e Europa desde la Revolución fr a n cesa hasta nuestros días, Tomo IV,
p. 242. Sobre estos ingredientes del pensamiento de Castelar y de un modo especial de sus
componentes evolucionistas véase Javier De Diego Romero, «Ética y política en la cultura
republicana española: el ‘evolucionismo’ de Emilio Castelar», VII Congreso Español d e Ciencia
Política y d e la Administración. D em ocracia y Buen Gobierno.

148
EL REPUBLICANISMO C O NSERVADO R DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

se imponían desde la segunda mitad del siglo xix, respondieron tanto el siste­
ma de la Restauración en España y el porfiriato en México. Cada uno diseñando
modelos adecuados a la situación social, económica y política de su momento
histórico. Como ha recordado Reyes Heroles, el liberalismo mexicano acusa en su
haber un significado fundamentalmente político: libertades, secularización, fede­
ralismo, igualdad ante la Ley50 Pero cristalizó en una situación donde predomina­
ban los poderes locales, los intermediarios políticos, y donde el Estado tenía una
existencia precaria, con escasos recursos y una autoridad débil. En estas circuns­
tancias, como nos ha recordado Escalante Gonzalbo,51 el liberalismo tuvo que ser
revolucionario: estatista, republicano, nacionalista y anticlerical, pero era también
una aspiración minoritaria. En el caso español esa debilidad no fue tan manifiesta,
pero, tras el Sexenio se configuró, a semejanza del modelo inglés como un siste­
ma bipartidista que Cánovas diseñó como una superación del exclusivismo de
partido del período isabelino.52 En México, ante la imposibilidad de fraccionar el
proyecto liberal en dos partidos, con un régimen autoritario que se legitimó por
el desarrollo económico.53

3. JUSTO SIERRA Y EMILIO CASTELAR: LIBERTAD, ORDEN, PROGRESO Y REPÚBLICA

«No ha habido en nuestro país liberales ni conservadores, sino solamente revo­


lucionarios y reaccionarios. Esto se refiere a los partidos, no a los hombres. Al
partido revolucionario le ha faltado, para ser liberal, el conocimiento de que la
libertad, considerada como un derecho, no puede desarrollarse fuera del desa­
rrollo moral de un pueblo, que es el orden; y a los reaccionarios les ha faltado,
para ser conservadores, hasta el instinto del progreso característico de nuestra
época, y fuera del cual el orden es sólo la inmovilidad y la muerte. En buena
parte no ha sido esto culpa de ellos, y es absurdo pedir a un país, que ha nacido

50. Jesús Reyes Heroles, El liberalism o m exican o en unas p o ca s páginas, Selección de


Textos de Adolfo Castañón y Otto Granados, México, f c e /s e p , 1985, p. 248.
51. Fernando Escalante Gonzalbo, «La dificultad del liberalismo mexicano», en Revista In ­
tern acion al d e Filosofía P olítica, 18 (2001), pp. 83-97. Para una respuesta a las tesis de Esca­
lante Gonzalbo con especial acento en la política secularizadora véase Faviola Rivera Castro,
«El proyecto de secularización y el legado del liberalismo en México» en Revista In tern acion al
de Filosofía Política, 32 (2008), pp. 37-45.
52. Sobre la Restauración véanse los trabajos recogidos en M. Suárez Cortina (ed.), La
Restauración, entre el liberalism o y la d em ocra cia , Madrid, Alianza Ed. 1997; Javier Tusell,
Florentino Portero (eds.), Antonio Cánovas y el sistema político d e la Restauración, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1998.
53- Ralph Roeder, H acia el México m oderno: Porfirio Díaz, México, f c e , 1973; Paul Garner,
Porfirio Díaz, del héroe a l dictador: una biografía p olítica, Barcelona, Planeta, 2003. Paul
Garner ha resaltado el papel del porfirismo en la conformación del México moderno con su
impacto sobre el presidencialismo, el sistema político autoritario, el nacionalismo y el desa­
rrollo económico liberal.

149
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

y crecido en condiciones tan impropias para la vida social, lo que los pueblos
mejor dotados piden hoy, no siempre con buen éxito, a una larga experiencia y
a la difusión de la instrucción científica.
Nuestra existencia ha gravitado hacia dos extremos. El sistema colonial basado so-
bre el aislamiento es un extremo; es el otro el régimen constitucional basado sobre
este dogma: el individuo es un soberano absoluto. Nos daba el primero una rea­
lidad sin ideal; el segundo nos ofrece un ideal sin realidad; y éste es un error,
porque es preciso preocuparse a un tiempo de la fuerza de atracción que ejerce
una idea sobre un pueblo, y de las condiciones en que ese pueblo vive y hasta
qué punto ellas le permiten acercarse a ese ideal.»
Justo Sierra, «Liberales-conservadores», La Libertad, 10-V-1878.

La nota más característica y en la que cabría observar una relativa identidad


entre el período «posrevolucionario» en México54 y en España, si por ello enten­
demos la posterior República restaurada desde 1867 y la llegada del porfirismo, de
un lado, y el proceso restaurador en España, de otro, es el influjo conservador, el
pragmatismo y el abandono de los ideales vinculados al liberalismo revolucionario
y democrático. En este sentido la recepción del positivismo en México y el doctri-
narismo en España conformaron los dos modos específicos de atender el reajuste
entre sistema representativo, atraso económico y demandas sociales. El lema li­
bertad, orden y progreso, que Justo Sierra55 y Emilio Castelar56 presentaron en su
lectura del republicanismo, apunta a una necesaria revisión conservadora de dos
propuestas que buscaron superar el dualismo reacción/revolución y acomodarse
a un modelo de cambio pautado que combinara la defensa de los principios con
una adecuación a las realidades sociales en que se desenvolvía el Estado liberal.
Pero ¿fueron esos ideales compartidos? ¿Castelar y Sierra, más allá de su defensa
de los ideales de libertad, orden y progreso tuvieron afinidades doctrinales rese-
ñables? ¿Acaso no constituyeron dos ejemplos de republicanismo conservador
que pertenecieron a dos momentos de la revolución liberal y se forjaron en cultu­
ras políticas muy distintas? ¿Pueden fundirse los ideales «románticos» de Castelar
con los positivistas de Sierra?

54. Aunque en México siempre se ha considerado la revolución de 1910 como el referente


central, aquí hemos optado por denominar el período postrevolucionario para ambos países
los procesos que se abren con el Porfiriato (entendido como una rectificación de las Leyes de
Reforma) y la Restauración, como corrección, a su vez, del Sexenio democrático.
55. Para una biografía de Justo Sierra véase el trabajo de Claude Dumas, Justo Sierra y el
M éxico d e su tiempo, 1848-1912, México, unam , 1986, 2 vols.
56. Carmen Llorca, Castelar, precu rsor d e la d em ocracia cristiana, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1966; sobre su pensamiento Luis Esteve, El pen sam ien to d e Emilio Castelar, Univer­
sidad de Alicante, Microforma, 1991; Jorge Vilches, Emilio Castelar. La Patria y la R epública,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.

150
EL REPUBLICANISMO C ONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

Castelar fue heredero de Hegel57y en todo caso de la cultura republicana del 48,
en tanto que Sierra,58 más impregnado de los ideales positivistas de filiación france­
sa, apuesta por una verificación y acomodación positiva de la vida pública. Como
expuso Castelar en La fórmula del progreso (1858), cada época tenía su propia
idea de progreso y la del siglo xix era la de la democracia, vinos planteamientos que
fundían el ideal de libertad con el de igualdad, pero también el de orden.

«¿Y qué es el hombre? Un ser racional y libre. La razón y la libertad son las dos
grandes leyes de su naturaleza. Como ser racional tiene inteligencia, juicio, con­
ciencia. Como ser libre, tiene voluntad. La sociedad, pues, para ser justa ha de
respetar la naturaleza del hombre, ha de corresponder con grandes instituciones
a sus grandes facultades. El pensamiento del hombre debe encarnarse en la
tribuna y en la prensa; su conciencia debe ser inviolable y respetada; su juicio,
poseedor de las nociones de lo bueno y lo malo, debe reflejarse en el jurado,
su voluntad en los comicios, en la libre asociación, y todas estas instituciones,
a las cuales tiene derecho el hombre, debe consagrar su personalidad, cúspide
hermosísima de la naturaleza, último esfuerzo de la creación.59

La democracia y todos los derechos e instituciones que la acompañan eran


obra de la naturaleza, y la polis no podía sino estar en línea con ella, según un dic­
tado natural. La naturaleza dotaba al hombre de razón y libertad y estos atributos
eran la base de un orden social en el que el derecho natural se presentaba ante­
rior y superior a la soberanía nacional. Era un derecho natural e inalienable que
no podía ser menoscabado por la sociedad ni por el Estado, cuya función debía
situarse en la garantía de los derechos del individuo. Los fundamentos de la de­
mocracia castelarina, la razón, la libertad, el orden, como expresión de la idea de
progreso, no sobrepasaron nunca el horizonte de un individualismo que rechaza­
ba toda intervención del Estado, que se aproximara al socialismo, mostrando una
animadversión declarada a cualquier limitación de los derechos insobornables
de cada individuo. Partiendo de la filosofía de la historia de Hegel, de Fichte, y en
línea con los ideales de Michelet y los románticos liberales franceses, Castelar vio
el progreso como una tendencia humana indefinida que en el mundo occidental

57. Juan F. García Casanova, Hegel y el republicanism o en la España d el siglo xix, Granada,
Universidad, 1982.
58. A pesar de representar una de las figuras del positivismo mexicano Sierra nunca rom­
pió del todo con los antecedentes románticos como nos recuerdan Alvaro Matute y Cande­
laria Arceo Konrad. Alvaro Matute, «Justo Sierra, el positivista romántico», en Belem Clark de
Lara y Elisa Speckman Guerra (eds.), La R epública d e las Letras. Asomos a la cultura escrita
del M éxico decim onónico, México, unam , 2005, pp. 428-444; Candelaria Arceo de Konrad, Ju s­
to Sierra Méndez. Sus cuentos rom ánticos y la influencia fra n cesa , México, unam , 1985.
59. Emilio Castelar, La fó rm u la del progreso, Madrid, J. Casas y Cía. 1858, p. 61.

151
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

mejor que nadie representaba el cristianismo. «La democracia -señaló Castelar-


no es contraria al cristianismo, es la realización social del cristianismo.»60
En esos ideales democráticos, establecidos sobre el respeto al derecho, vio
Castelar la única formula adecuada para el gobierno de los pueblos, como la
garantía para la desaparición de la violencia, de la revolución como un medio de
acceso al poder. La revolución pensaba, era hija de la tiranía, así que libertad, ley y
orden constituían los elementos centrales de un sistema de convivencia que sólo
podía ser garantizado por la democracia, la manifestación expresa de la idea de
progreso en su tiempo. Afirmada de esta manera con intensidad en la década
de los sesenta tras su experiencia gubernamental, tendió a bascular hacia una
idea de orden como valor supremo de la sociedad, pero siempre que éste no
violase los sagrados principios de la libertad.
Los ideales de la democracia constituyen,pues, el imaginario central de la con­
ciencia política de Castelar. Una democracia, ciertamente muy alejada de aquella
que soñaron y trataron de imponer por las armas -sublevaciones, motines, aten­
tados- los republicano jacobino-socialistas, tampoco la de Pi y Margall, de fuertes
contenidos sociales. Fue la suya una democracia liberal, de fuertes tintes cristia­
nos y que con el tiempo acabó centrándose en la garantía de los derechos indivi­
duales y el sufragio universal. Como en la España decimonónica el monarquismo
se presentaba cargado de limitaciones, confesional, doctrinario y poco proclive a
la garantía de los derechos, la República representaba el único régimen capaz de
garantizar un Estado que diera cumplimiento a los ideales de Libertad y Justicia.
La República de 1873 vino de la necesidad de superar las limitaciones que a la
libertad planteaba la tradición monárquica. El texto constitucional de 1873 así
lo muestra, como también el recelo al desorden que conoció desde el verano
cantonal y su inclinación hacia un régimen de orden social que ya no era compa­
tible con los designios del federalismo insurreccional. La propuesta de libertad,
República y orden que predominó desde entonces es la que mejor encaja con los
postulados del republicanismo, positivista, postrevolucionario, que representaba
en México Justo Sierra.61
Ahora bien, los supuestos de partida y las propuestas de Sierra no pueden
resultar idénticos a las de Castelar. La situación mexicana y los fundamentos doc­

óO. Ibid., p. 55.


61. La conexión de Castelar con la política mexicana queda patente en su colaboración en
El Monitor R epublicano y en La Libertad. Véase Justo Sierra, «Emilio Castelar y el programa de
La Libertad», Obras Completas, Vol. IV\ Periodism o político, México, unam , 1991, pp. 141-143.
Véanse igualmente, Alfredo Rajo Serventich, Emilio Castelar en México. Su influencia en la
opinión p ú b lica m exican a a través d e El Monitor Republicano, Universidad Autónoma de la
ciudad de México, 2007; para caracterizar la relación de Castelar con el entorno político de
Sierra véase la correspondencia con Telesforo García, Un liberal español en el M éxico porfi-
riano. Cartas d e Telesforo G arcía a Emilio Castelar, 1888-1899, Prólogo, selección y notas de
Gabriel Rosenzweig, México, Conacuita, 2003.

152
EL REPUBLICANISMO CONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

trinales de carácter positivista apuntan a cometidos distintos. Para Sierra la duali­


dad social mexicana entre una masa carente de educación y una minoría rectora
apunta a una realidad: la inexistencia de una nación mexicana constituida, como
tal. Para llevar a cabo esa tarea resulta imprescindible una intensa acción edu­
cativa. La persistente división entre reacción y liberalismo, la ya reseñada entre
revolución y reacción,62 constituye un impedimento para constituir plenamente
la nación, una tarea que le corresponde al partido liberal.

El triunfo físico y moral de las instituciones que nos rigen, obtenido por el en­
tusiasmo, primero, y consolidado después por el patriotismo, necesita el apoyo
del porvenir. No sólo es este un deber impuesto por los principios democráti­
cos, sino también por una sabia previsión. Necesita el partido liberal hacer, por
medio de la educación, la conquista pacífica del pueblo mexicano. Ninguno de
los dos partidos puede jactarse de ser la nación todavía. Lo que sí es evidente es
que el partido reaccionario fue un día, no la nación, porque precisamente estaba
identificado con la negación de nuestra nacionalidad, pero sí este grupo social
que antes de ser México fue Nueva España.
El partido liberal es la nación futura, porque dispone de todos los elementos de
educación y con ellos habrá de asimilarse todo lo que en la masa de la Repúbli­
ca tenga aptitud para la vida...63

Desde este diagnóstico sobre la realidad social y política mexicana,64 Sierra


observa la necesidad de superar ese antagonismo no a partir de la formulación de
ideales abstractos, sino desde una política realista, educativa que permita superar
la enorme distancia que en política tienen liberales y reaccionarios y que, en con­
junto, separa las elites políticas y la gran masa social, adscrita a las comunidades

62. Esa dicotomía entre revolución y reacción, entre liberales y conservadores que dominó
el discurso historiográfico del siglo xrx mexicano ha sido revisada en las últimas décadas. Ya a
comienzos de los setenta Charles Hale mostró cómo entre Mora y Alamán había confrontación,
pero también muchas ideas compartidas y cómo la influencia de Burke había alcanzado al
primero pero también aunque en menor medida, al mismo Mora. Véase Charles Hale, El libe­
ralismo m exicano en la época d e Mora, 1821-1853, México, Siglo xxi, 1972. Para un análisis de
su obra véase Josefina Zoraida Vázquez (coord.), Recepción y transform ación del liberalismo
en M éxico. H om enaje a l profesor Charles H ale, México, El Colegio de México, 1999- Una revi­
sión reciente de la tradición conservadora en Renée de la Torre, Marta Eugenia García Ugarte
y Juan Manuel Ramírez Sáiz (comp.), Los rostros del conservadurismo m exican o, México, c ie sa s,
Publicaciones de la Casa Chata, 2005; el impacto del nuevo liberalismo europeo, en ruptura con
el pensamiento liberal ilustrado es perceptible también por la influencia de B. Constant. Véase
José Antonio Aguilar Rivera, El manto liberal: los poderes d e em ergencia en México, México,
UNAM, 2001.
63. Justo Sierra, «Concordia», El Federalista, 20-1-1875. Recogido en Obras Completas, IV,
Periodism o Político, México, u n am , 1991, p. 62.
64. Brígida Von Mentz, «Nación, Estado e Identidad. Reflexiones sobre las bases sociales
del estado nacional en el México del Siglo xix», en Brígida Von Mentz (coord.), Identidades,
Estado n acio n a l y globalidad. México, siglos xix y xx, México, c ie s a s , 2000, pp. 33-93.

1 53
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

rurales, separada de la modernidad por razones sociales, educativas y económi­


cas, y bajo el control moral y social de la Iglesia. Ese diagnóstico posee, a su vez,
varias consecuencias que habrían de mediar en la futura orientación política e
ideológica de Justo Sierra. Los ideales y principios recogidos en la constitución
de 1857 se muestran en Sierra como el resultado de una bella utopía que no se
corresponden con la realidad social mexicana. Expresan el espíritu de la raza lati­
na de considerar la bondad de una idea o derecho desde su misma formulación,
pero ignoran la realidad concreta en que vive y se desarrolla el pueblo mexica­
no. Faltaba una adecuación de los principios al medio. De ahí que considerara
que México aún no estaba plenamente constituida como nación. La división de
poderes, la interferencia de unos en otros, la propia debilidad del poder federal
representaban una limitación que era necesario superar, pero en el marco de la
propia constitución y de la ley.
La propuesta de Sierra y su entorno de La libertad, de Telesforo García, de
Francisco Cosmes, Francisco Bulnes,65 pasaba por erradicar la violencia, hacer
de la reforma constitucional, orientada al fortalecimiento del poder federal y de
la educación,66 los caminos adecuados para constituir definitivamente la nación
mexicana. Su ideal de Gobierno no era el liberalismo abstracto de Iglesias o Vigil,67
sino aquél que se asentaba sobre el conocimiento positivo de la realidad. La po­
lítica científica no representaba necesariamente un rechazo de la democracia,
pero ante ella se mantenía una posición de escepticismo, ya que prevalecía la
idea de que tras la República restaurada se necesitaba un Gobierno fuerte, de or­
den, que impulsara el cerebro de una nación donde predominaban los elementos
centrífugos. De ahí que el rechazo del liberalismo abstracto, la defensa de una
concepción orgánica de la sociedad y la conveniencia de restringir el censo, con­
formaran otros tantos aspectos del liberalismo científico.

No somos enemigos de la democracia; no es por cierto nuestro ideal de gobier­


no; le preferimos siempre el de la ciencia, el de la razón, el de los hombres que
componen el elemento espiritual de un país, en contraposición al de las multi­
tudes, que es la fuerza, que es el número, que es la materia; pero nada habría
más peligroso que creer posible en nuestra época y en nuestro continente otro

65. Francisco Bulnes había comenzado como un jacobino, pero la lectura de Comte,
Spencer y Taine le habían llevado al positivismo y a la posterior defensa del porfiriato. Véase
David A. Brading, «Francisco Bulnes y la verdad acerca del México del siglo xix», en Historia
Mexicana, 175, x l v , 3 (1996), pp. 621-651.
66. Véase en este sentido los capítulos V y VI de C. Hale, La transform ación del libera­
lism o..., op. c i t pp. 221-319; Patricia Ducoing, «Origen de la Escuela Normal Superior de
México», en R hela, vol. 6. (2004), pp. 39-56.
67. Para un perfil biográfico y político de José María Vigil véase Evelia Trejo, «José María
Vigil. Una aproximación al ‘santo laico’», en La República d e las Letras, op. cit., pp. 284-299;
también <Jose María Vigil. Dos momentos en defensa del liberalismo» en Cultura liberal, Méxi­
co y España, 1860-1930, Santander/México d f , p u b lic a n /u n a m , 2010, pp. 149-180.

154
EL REPUBLICANISMO C ONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

gobierno que el que, partiendo de un centro de sufragio efectivo, se acercase


sin cesar al sufragio universal. Sucede con la democracia lo que con el voto de
las mayorías; medio que le sirve para realizarse en la esfera de la ley; será bueno
o malo, pero no hay otro posible cuando se trata de tomar una decisión en los
cuerpos deliberantes. Nosotros, en consecuencia, nos colocamos en este punto
de vista: México es una nación que debe ser gobernada más democráticamente
cada día; para acercarse constantemente a ese fin, es preciso tener el valor de
hacer una amputación; es preciso que en vez de un sufragio universal, que sólo
está escrito, adoptemos un sufragio restringido; así de una mentira pasaremos a
una verdad relativa; se eliminará no todo pretexto, pero sí mucha posibilidad de
cometer fraudes y de suponer votos, y tendríamos un núcleo democrático real y
efectivo, en vez de una masa flotante y vaga en donde se reclutan lo mismo un
ejercito del bandolerismo que los ridículos comparsas de la comedia electoral.68

Esa proclamación de que el democratismo formal que tenía el sistema mexi­


cano, asentado, como ya se ha señalado, en un sufragio indirecto de dos grados,
representaba a los ojos de los, más tarde, denominados «científicos», una farsa, un
despropósito que debía ser reconducido abandonando el sufragio universal e
imponiendo uno restringido que expresara la verdadera opinión del cuerpo vivo
de la sociedad. Sierra y los científicos impugnaban la constitución y las leyes elec­
torales desde la búsqueda de una reforma que acercara el país ideal (el de la cons­
titución de 1857) al real. Su posición se acercaba a los liberales moderados en la
medida en que como ellos preferían antes que una proclamación de derechos,
una mejora material. Pero se alejaban de ellos en varios aspectos fundamentales:
El primero, es que estaban a favor de la desamortización de la propiedad eclesiás­
tica y, sobre todo, en una dimensión más sustancial: los científicos se sustentaron
en una defensa abierta del progreso, de la ciencia, una posición que estaba desti­
nada a confrontar abiertamente con los planteamientos religiosos de los liberales
moderados. Fue el suyo, por lo tanto, un nuevo liberalismo que se asentaba sobre
tres ejes básicos: la defensa simultánea de la ciencia, el progreso y el imperio de la
ley; el rechazo a la revolución y a las asambleas populares; esto es, a un concepto
de democracia asamblearia de filiación jacobina; y, finalmente, en la defensa de un
realismo político, en la consideración que lo fundamental de la política, más que
las ideas abstractas, venía dado por el desarrollo material, por las mejoras en las
condiciones de vida, y en ello tenía un papel decisivo la educación.
El programa para lograr estas metas no era otro que el de la reforma consti­
tucional «en el sentido de crear elementos de energía gubernamental para con­
servar los intereses sociales».69 El problema se planteaba en que el sistema polí­

68. Justo Sierra, «Sobre las elecciones», en La Libertad, 24-V-1878. Recogido en Leopoldo
Zea, op. cit., pp. 185-186.
69- Justo Sierra, «Nuestro programa de combate», en La Libertad, 16-V-1879, Recogido en
L. Zea, op. cit., p. 195.

1 55
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

tico mexicano no se asentaba sobre la existencia de un sistema de partidos. La


fragmentación territorial, la diferencia de desarrollo y estructuras productivas,70
la persistencia del Ejército71 y banderías dificultaban en extremo un mínimo gra­
do de integración. Era necesaria una etapa de conservación social, de fortaleci­
miento del centro, de un ejecutivo que pudiera estimular el cuerpo social y que,
definitivamente, terminara con ese dualismo de reacción/revolución que parecía
sustentar la vida de la joven nación. Era, pues, el suyo un liberalismo posrevolu­
cionario, orgánico, que buscaba la garantía de un progreso, dentro de la libertad,
la ley y el orden.

Es, pues, un corolario de toda nuestra filosofía, esta invencible repugnancia por
las revoluciones, [...] desde el día en que aliando sin cuidarse de los aspavientos
de los miopes y de los cándidos, el vocablo «liberal» con el vocablo «conserva­
dor», trató de aparecer como el decidido campeón de la conciliación desorden
y el progreso, fórmula a que lleva irremisiblemente toda aplicación del método
científico al estudio de los fenómenos sociales.72

Como en el caso de Castelar, pero desde supuestos doctrinales distintos y con


mecanismos de aplicación también diferentes, el republicanismo conservador en
España y México buscó una salida al democratismo inorgánico a partir de una
conjunción de libertad (constitución e imperio de la ley), progreso (de las ideas
y de la vida material) y orden (rechazo de la revolución). Un sistema que debía
rectificar los excesos de las democracias radicales y que apostaba por una nueva
legitimación del orden social.
En realidad, la propia dinámica política se había ocupado de corregir esa si­
tuación desde el mismo momento en que tanto en España como en México las
leyes electorales operaban como un correctivo de los principios afirmados en la
Constitución. En España, tras el triunfo de la Restauración y bajo la constitución
doctrinaria de 1876, el sufragio universal se aplicó con la Ley Electoral de 1870
que permitió un censo de casi cuatro millones de electores, el 24 por ciento de
la población total. Con todo, esa formal proclamación del sufragio universal no
impidió un fraude sistemático de las elecciones como muestran los especialistas
en historia política del Sexenio democrático, primero y de la Restauración, más

70. Aurora Gómez Galvarriato Ferrer ha repasado las aportaciones de la historiografía


mexicana reciente sobre el proceso industrial durante el porfiriato, «Industrialización, em­
presas y trabajadores industriales: del porfiriato a la revolución: la nueva historiografía», en
Historia M exicana, 207, LÍI, 3 (2003), pp. 73-84.
71. Véase Ricardo Forte, «Fuerzas Armadas y mecanismos de conciliación en la transición
mexicana al Estado moderno, 1857-1890», en P oder y legitim idad en el M éxico del siglo xix,
op. cit., pp. 581-616.
72. Justo Sierra, «El carácter de nuestra oposición», en La Libertad, l-V-1879; Recogido en
L. Zea, op. cit,, p. 197.

156
EL REPUBLICANISMO CO NSERVADO R DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

tarde. Aunque Cánovas utilizó el mismo sistema para las Constituyentes de 1876,
poco después, a través de la ley de 1878, se volvería a uno restringido, hasta que
en 1890 fue aprobado el sufragio universal masculino.73 Una legislación electo­
ral que formalmente recuperaba el símbolo democrático pero que no modificó
el doctrinarismo constitucional, la prerrogativa regia, el Senado no plenamente
electivo y, menos aún, un fraude electoral que desvirtuaba el sentido democrático
que podía conllevar la ley Todo apunta que el sistema de Monarquía constitu­
cional en la España de entre siglos no podía en modo alguno ser homologable
a una democracia, pero no es menos cierto que fue un sistema que trataba de
acomodarse formalmente a sus instituciones, como muestra la legislación liberal
del quinquenio 1885-1890. Al menos eso es lo que consideraba Emilio Castelar
cuando tras la aprobación del sufragio universal en 1890, disolvió el Partido Po-
sibilista y dejó libertad a sus seguidores para incorporarse el Partido Liberal. El
antagonismo entre la vida oficial -sufragio universal- y la real se resolvió con un
fraude sistemático de las elecciones y por ello con una cámara cuya representati-
vidad dejaba mucho que desear.74
En este recorrido, desde la presidencia de la República a finales de 1873 a la
disolución del Partido Posibilista, Emilio Castelar experimentó una inclinación
creciente hacia una lectura republicana acorde con un alto espíritu patriótico y
una animadversión al universo de la izquierda social que lo llevó al terreno del
conservadurismo. Ajeno a los ideales del krausoinstitucionismo y declaradamente
enfrentado al pactismo pigmargalliano, el republicanismo castelarino fue un pro­
yecto de clases medias, de democracia liberal que aspiraba a restaurar los valores
políticos de la revolución de 1868 en su versión democrático republicana. Tras
el fracaso de la República de 1873, no renunció a su republicanismo y demo­
cratismo, pero lo hizo dentro de una inclinación declaradamente conservadora,
donde los valores de orden y libertad debían ser compatibles con la autoridad y
un gobierno fuerte.

73. Una síntesis de estos procesos en Aurora Garrido Martín, «Estrategias políticas y re­
formas electorales España, Italia y Portugal en la época liberal», en Carlos Malamud y Carlos
Dardé (eds.), Violencia y legitimidad. Política y revoluciones en España y A mérica latina,
1840-1910, Santander, Universidad de Cantabria, 2004, pp. 93-111; véase también Teresa
Camero Arbat, «Ciudadanía política y democratización. Un paso adelante, dos pasos atrás», en
M. Pérez Ledesma (dir.), De súbditos a ciudadanos. Una historia d e la ciu d a d an ía en España,
Madrid, cepc, 2007, pp. 223-250.
74. Véase Javier Moreno Luzón, «El poder público hecho cisco. Clientelismo e institucio­
nes políticas en la España de la Restauración», en Antonio Robles Egea (comp.), Política en
Penum bra. P atronazgo y clientelismo políticos en la España contem poránea, Madrid, Siglo
xxi, 1996, pp. 169-190; sobre el alcance de la representatividad del sistema de la Restauración
véase Mercedes Cabrera y Fernando del Rey Reguillo, «De la oligarquía y el caciquismo a la
política de intereses. Por una relectura de la Restauración», en M. Suárez Cortina (ed.), Las
m áscaras d e la libertad. El liberalism o español, 1808-1951, Madrid, Marcial Pons/Fundación
P. M. Sagasta, 2003, pp. 289-325.

15 7
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Desde mi primer discurso en el teatro Real a los 21 años, hasta el discurso de


hoy (14 de noviembre de 1881) he sido quizás el más moderado entre todos
los republicanos españoles... Sí, lo repito, republicano, partidario del gobierno
amovible; sí, demócrata, partidario del sufragio universal para todos los ciudada­
nos de 21 años, sepan o no escribir; sí, liberal, partidario de la libertad absoluta
de las asociaciones; pero conservador en el sentido de querer el Estado muy
sólido, el Gobierno muy fuerte, la ley muy obedecida, la reforma muy graduada,
el progreso muy pacífico, el orden muy completo, la autoridad con todos sus
grados y en todas sus manifestaciones.75

Cumplidos sus cometidos, tras 1890 la disolución del Partido Posibilista dio
lugar a tres ramas, de las cuales aquella que seguía a Buenaventura Abarzuza y
Melchor Almagro se integró en el sistema a través del Partido Liberal encabezado
por Sagasta. La República, pensó Castelar, habría de llegar pacíficamente porque
el sufragio universal significaba la fusión de la voluntad nacional y el liberalismo,
y adquiriría así un sentido conservador y unitario, la única posible en la España
de fin de siglo. Sus esperanzas, como sabemos, no se cumplieron.
El desarrollo de disposiciones de mediación y clientelares constituye el verda­
dero sentido de la política en los dos países. Más allá sus componentes formales,
de los textos constitucionales, lo que realmente caracterizó el funcionamiento
del sistema de turno de la Restauración y del porfirismo fue la gran diferencia
entre lo oficial y lo real. En España, el caciquismo constituyó la verdadera esencia
del sistema. En México, aunque Porfirio Díaz mantuvo la constitución y la mitificó,
no es menos cierto que su política autoritaria se asentaba sobre la participación y
representación de los propietarios, tal y como establecía la ley electoral de 1857.
Se ha hecho hincapié en que la ley electoral estaba pensada para dar garantías a
ios propietarios, a los que se identificaba con la sociedad política. Como resalta
Marcello Carmagnani,76 el significado de esta identificación entre clase propieta­
ria y sociedad política se entiende muy bien si se observa que los electores que
eligieron efectivamente a los constituyentes fueron 608 sobre un total de 12.000
electores primarios potenciales, mientras que en las primeras elecciones hechas
según la Constitución y la ley electoral de 1857, votaron 8.723 propietarios. Se
dio así un impulso a la representación de los propietarios, pero en las décadas
siguientes ese cupo no se amplió, de modo que las elecciones se caracterizaban
por su componente especialmente restrictivo. El porfiriato no vendría a cortar un
sistema de representación que expresaba la verdadera soberanía nacional, sino

75. Emilio Castelar, DSC\ Legislatura 1881-1882, núm. 47, p. 980. Recogido por C. Dardé,
«Los partidos republicanos en la primera etapa de la Restauración», en J. Ma Jover (dir.), El
siglo xix en España. D oce Estudios, Barcelona, Planeta, 1973, pp. 439-440.
76. Marcello Carmagnani, «La libertad, el poder y el Estado en la segunda mitad del siglo
xix», op. cit., pp. 57-58.

1 58
EL REPUBLICANISMO CONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

una fórmula que afectaba a una pequeña parte de la población y que, además se
circunscribía a ese complejo equilibrio entre los poderes, sobre todo, entre el
Federal y el de los estados. La tesis de Reyes Heroles de una posible ruptura de
la tradición liberal en los tiempos del porfiriato, desde esta perspectiva no sería
tal. Estaríamos, en la línea ya expuesta por Cosío Villegas,77 primero, más tarde
por Arnaldo Córdova78 y Charles Hale79 y la más reciente de Fernando Escalante
Gonzalbo, Luis Medina Peña y María Luna Argudín,80 entre otros, de considerar
una línea de continuidad en el liberalismo mexicano.
Más allá de su dimensión autoritaria, de hacer hincapié en los aspectos de
desarrollo económico por encima de los derechos, el porfiriato no tendría ese
componente de ruptura que se vislumbra en sus dimensiones formales. Junto a
estrategias destinadas a confirmar su dominio sobre los diversos jefes del Ejército,
y a buscar siempre un fortalecimiento del poder federal frente a los Estados, la na­
turaleza última del sistema político descansaba sobre el dominio de los goberna­
dores sobre su distrito. Una vez que desde 1867 había desaparecido la vecindad
como un requisito para ser candidato, se hizo de las designaciones un instrumen­
to básico para controlar la representación parlamentaria. Así pudo Díaz, desde la
extensión de reglas informales regular, y equilibrar la representación según inte­
reses y necesidades. De acuerdo con estas reglas informales, se estableció un sis­
tema regulatorio de la representación caracterizado por una limitada circulación
de elites entre los Estados y la Federación. La rigidez principal del modelo del
porfiriato, como señala Luis Medina Peña, se derivó no tanto de la distribución de
candidaturas como del principio constitucional de la reelección consecutiva.81

Así, -concluye Anne Staples- en vez de que este régimen presidendalista utili­
zara procedimientos institucionales para regular su difícil relación con los regio­
nales, recayó en métodos más tradicionales y lealtades antiguas: su capacidad
soterrada para dar, condicionar y vetar los cargos político-administrativos. Las
gubernaturas, jefaturas políticas, diputaciones, magistraturas, alcaldías y demás
cargos acabaron por convertirse en premios y castigos en el arsenal del anciano
dictador. Igualmente decisiva en su relación con las regiones fue la capacidad de

77. Véase D. Cosío Villegas, «El porfiriato, era de consolidación», en Historia M exicana,
1963, 13 (1) pp. 76-88.
78. Arnaldo Córdova, La ideología d e la revolución m exicana, México, Era, 1973. Sobre
el alcance de su interpretación véase Leonardo Lomelí Vanegas, «El proyecto histórico del
México moderno. Continuidad y matices», en Evelia Trejo y Alvaro Matute (eds.), Escribir la
historia en el siglo xx. Treinta lecturas, México, unam , 2005, pp. 371-388.
79- Charles Hale fue de los historiadores que más hincapié hizo en rechazar ese compo­
nente de ruptura. Véase Charles Hale, La transform ación del liberalism o en M éxico a fin es
del siglo xix, México, f c e 1991; del mismo autor, «Continuidad, ruptura y transformación del
liberalismo mexicano», Vuelta, 225 (agosto 1995), pp. 31-35.
80. María Luna Argudín, El Congreso y la p olítica m ex ican a (1857-1911), op. cit.
81. Luis Medina Peña, Invención del sistema político mexicano, op. cit., pp. 297-298.

1 59
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Díaz y sus agentes para promover, garantizar o liquidar los intereses económicos
de las elites locales.
En suma, en los casos en que Díaz logró concentrar el poder, el aceite que
hacía funcionar los mecanismos centralizadores era esa red clientelística, esta
manipulación de cacicazgos y camarillas a los que, a cambio de un cierto grado
de sumisión, se les permitía enriquecerse así como manejar, en ocasiones en
calidad de amos y señores, los diversos rincones de la nación.82

Como en la España de la Restauración, la amistad, el favor y el compromiso


fueron la base de una política clientelar que ya existía, pero que se agrandó du­
rante las décadas finales del siglo xix, en la que caciques y camarillas desarrollaron
un sistema de intercambios donde gubernaturas, jefaturas políticas, diputaciones,
magistraturas, alcaidías y demás cargos descansaban sobre un sistema de equi­
librios83 que fueron gestionados entre los distintos poderes federal y locales.84
Fue así como, lejos de superarse, se organizó un sistema de fraude electoral que
denotaba las dificultades de una transición a la democracia que los políticos cien­
tíficos creyeron debía descansar sobre la educación de la ciudadanía. Como los
regeneradores españoles de fin de siglo, en México los nuevos liberales tuvieron
una tentación paternalista que recuerda la dictadura tutelar que vislumbraban
liberales como Altamira y republicanos como Costa. El proyecto de Sierra y sus
compañeros era facilitar ese tránsito a través de la educación y emular a los repu­
blicanos conservadores franceses -Thiers, Simón-, pero, como hizo notar Justo
Sierra, los liberal-conservadores mexicanos eran más afortunados que los republi­
canos españoles, pues, «nosotros podemos perseguir estos objetivos sin tener que
cambiar nuestra forma de gobierno».85
En cualquier caso, sin establecer un paralelismo entre los sistemas político y
electoral86 mexicano y español, no parece aventurado reconocer que porfiriato y

82. Anne Staples, «Introducción» a El dom inio d e las m inorías. R epública restaurada y
porfiriato, México, El Colegio de México, 1989, p- 13.
83. María Luna Argudín ha resaltado el conjunto de equilibrios que caracterizó la política
mexicana desde los ochenta, resaltando cómo ese modelo político representaba un nuevo
federalismo, que bajo la denominación de «hegemónico» se fusionó con un liberalismo oligár­
quico, en el que la resolución de los conflictos se llevaba a cabo por medio de la conciliación
entre intereses encontrados. Véase las conclusiones de El Congreso y la política m exican a,
op. cit., pp. 488-521.
84. Raymond Buve ha analizado las transformaciones experimentadas por el patronaz­
go desde la República restaurada, «Transformación y padrinazgo político en el medio rural:
continuidad y cambio entre 1867 y 1920», en A. Annino y R. Buve (coords.), El liberalism o en
México, Münster/Hamburgo, ahíla, 1 (1995), pp. 143-176; para las relaciones entre pensamien­
to y práctica política véase Laurens Barllard Perry, «El modelo liberal y la política práctica en
la República Restaurada», en Historia M exicana, 92 (1974), pp. 646-699.
85. Recogido en Charles Hale, La transform ación, op. cit., p. 79.
86. Una mirada sobre el sistema electoral en la Restauración en A. Garrido, op. cit., Teresa
Carnero Arbat, «Ciudadanía política y democratización. Un paso adelante, dos pasos atrás»,

160
EL REPUBLICANISMO C ONSERVADOR DE EMILIO CASTELAR Y JUSTO SIERRA

canovismo conformaron dos fórmulas de política clientelar y caciquil que trata­


ron de dar solución al problema de la representación en sociedades muy desarti­
culadas, en las que los desequilibrios sociales y los poderes locales constituyeron
un problema para la integración política. Desde la Monarquía constitucional y
parlamentaria y con un sistema bipartidista, en España, desde una República res­
taurada y un régimen autoritario hasta la revolución, en México, -de liberalismo
sin democracia- conformaron los modos de transitar hacia el Estado y sociedad
modernos. Frente a la fragmentación política que representaba la democracia
republicana, Cánovas respondió reafirmando la centralización, restringiendo el
sufragio y facilitando el crecimiento de la Iglesia.87 El porfiriato negociando inte­
reses, desarticulando los poderes locales y el peso de los caudillos del Ejército y
convirtiendo el desarrollo económico como el instrumento más idóneo para ir
construyendo esa nación que Justo Sierra consideraba que aún no estaba solidifi­
cada. Pero el positivismo, anticlericalismo y fe en la educación contrastan con el
providencialismo y el catolicismo militante de Cánovas, pero también con la fe
en los derechos naturales que Castelar contemplaba como base de sus ideales de­
mocráticos. Para México y para España -con República anticlerical, en un lado, y
monarquía confesional, en el otro-, el período de entre siglos se presenta cargado
de contradicciones, donde los liberales hacen manejos electorales, los militares
negocian con la indisciplina y las leyes se veneran tanto como se incumplen.
Como ha recogido Octavio Paz para el caso mexicano:

La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica


concreta, la ocultaba. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi
constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy
profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad.88

Más allá del imperativo moral que expresan las líneas de Octavio Paz, tanto
en España como en México la transición hacia un régimen democrático estuvo
cargada de limitaciones que no provinieron de un modo prioritario del territorio
de las ideas, sino de la necesidad de regular una sociedad cargada de desequili­
brios, con estructuras productivas diversas y con culturas políticas de carácter
deferencial y clientelar que se prolongaron a lo largo de todo el siglo xix. La polí­

en Manuel Pérez Ledesma (dir.), De súbditos a ciudadanos. Una historia d e la ciu d ad an ía en


España, Madrid, c e p c , 2008, pp. 223-250.
87. Aunque desde perspectivas distintas la semejanza entre los regímenes de Cánovas
y Porfirio Díaz fueron ya resaltadas por Agustín Sánchez Andrés, «La normalización de las
relaciones entre España y México en el porfiriato, (1876-1910)», Historia M exicana, 192, x lv h i,
4 ( 1999), pp. 731-766; con independencia de los elementos de afinidad y las diferencias que
ambos regímenes presentan, la relación entre ellos no estuvo exenta de problemas. Véase
Josefina Macgregor, M éxico y E spaña del porfiriato a la Revolución, México, in e h , 1992.
88. Octavio Paz, El laberinto d e la soledad, México, f c e , 1984, pp. 110-111

161
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

tica constituyó un ingrediente básico de una política que estuvo por encima de
las formas de Gobierno y que hubo de someterse a las bases reales de la política
antes que a un sistema de principios. En este escenario las concepciones de Sie­
rra y Castelar conformaron propuestas «afines» adaptadas a dos sistemas políticos
distintos -canovismo y porfiriato- que buscaron la superación del antagonismo
entre reacción y revolución y que desde posiciones evolucionistas expresaron
su particular fórmula de republicanismo conservador. En el caso mexicano, esa
propuesta fue viable en el marco de las instituciones republicanas, en el español,
por el contrario, fue la tarea que desarrolló la monarquía constitucional y parla­
mentaria que inició su trayectoria con el sistema canovista.

62
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL EN LA ESPAÑA
DE LA RESTAURACIÓN

Desde que triunfó la revolución liberal en la década de los treinta del siglo
xix hasta que fue posible el establecimiento de un sistema político democrático
ya en el siglo xx, España ha conocido un desarrollo histórico cargado de convul­
siones. La estabilización del sistema liberal en la primera mitad del siglo xix solo
fue posible tras una dura guerra civil entre carlistas y liberales y se caracterizó
en las décadas siguientes por la confrontación entre tres modelos de sociedad y
de Estado que representaron sucesivamente el tradicionalismo, el liberalismo y la
democracia republicana. Aunque resulta evidente que el liberalismo constituye el
elemento central de la vida política del siglo xix no es menos cierto que tradicio­
nalistas, de un lado, y republicanos, de otro, representaron dos propuestas alterna­
tivas y excluyentes del proyecto liberal triunfante. Éste contó con el apoyo decla­
rado de la burguesía y la mayor parte de la nobleza, mientras que tradicionalistas
y republicanos encontraron acomodo en las clases populares. Los tradicionalistas
hallaron apoyo en un sector del campesinado y núcleos del artesanado, en la
Iglesia y en estratos medios de la nobleza asociados a los intereses del Antiguo
Régimen, sobre todo en aquellos lugares como el País Vasco que disfrutaron de
un régimen especial bajo el sistema foral.1 Los republicanos, por su parte, vieron

1. Para una visión del carlismo en la época contemporánea véase Jordi Canal, El carlismo:
dos siglos de contrarrevolución en E spaña, Alianza, Madrid, 2000; - «El carlismo en España:
interpretaciones, problemas, propuestas», en X. R. Barreiro Fernández (coord.), O liberalismo
nos seus contextos. Un estado d e la cuestión, Universidade Santiago de Compostela, 2008, pp.
35-54.

1 63
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

en el modelo sociopolítico del liberalismo triunfante una agresión a derechos


fundamentales de las personas, y el concepto liberal de ciudadanía censitaria y
capacitaría contrastaba con la idea de ciudadano individuo que caracterizaba los
ideales democráticos.2
Vemos, así pues, que adversario del tradicionalismo por su rechazo de los
ideales de la libertad y confrontados con el liberalismo por razones doctrinales,
sociales y políticas, el republicanismo se presenta como una propuesta alter­
nativa a aquella que bajo la forma de Monarquía constitucional se implantó en
España tras el fin de Antiguo Régimen. Si el liberalismo3 triunfante se presentaba
bajo la forma de gobierno de una Monarquía constitucional, proclamaba la con-
fesionalidad del Estado, y se declaraba heredera de los ideales del centralismo, al
tiempo que restringía los derechos políticos a una reducida base social; el repu­
blicanismo, por su parte, se presentaba como el defensor de una democracia que
sólo encontraba su razón de ser en el terreno de la descentralización política, el
laicismo militante y la exigencia de una ampliación de derechos políticos que ve­
nía exigida por su carácter abiertamente popular. Monarquía y República fueron
así algo más que dos formas de Gobierno en la España del siglo xrx. Conformaron
una y otra dos modelos alternativos y excluyentes de organización del Estado
que habrían de librar varias batallas hasta que, tras el fin de la Primera República
de 1873 el liberalismo triunfó bajo la fórmula de la Monarquía constitucional
establecida por la constitución de 1876.4 Con ella, Cánovas trató de superar el
viejo problema del exclusivismo de partido que había arrojado a menudo a los
progresistas al territorio de la revolución y, al mismo tiempo, buscaba la colabo­
ración de aquel sector del liberalismo que había sido protagonista de la Gloriosa
revolución de 1868. El camino hasta el turno y la estabilidad política estuvo lejos
de ser una tarea fácil.
El liberalismo postrevolucionario había sido durante décadas el verdadero
protagonista de la dirección del Estado, pero en su interior se combinaron estra­
tegias e intereses diferenciados que permiten observar la falta de consenso que
en España desarrollaron sus clases dirigentes. Ni en torno a la articulación del
Estado, al papel de la Corona y la definición de la soberanía, pudieron establecer

2. Sobre los modelos de ciudadanía y su evolución véase Manuel Pérez Ledesma (dir.), De
súbditos a ciudadan os. Una historia d e la ciu d ad an ía en España, Madrid, c e p c , 2007.
3. La evolución de las ideas y proyectos políticos del liberalismo en Ricardo Robledo,
Irene Castells y María Cruz Romeo (eds.)f Orígenes d el liberalismo: universidad, política y
universidad, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2003; Emilio La Parra y Germán Remírez
(eds.), El prim er liberalismo: España y Europa, una perspectiva com parada, Valencia, Biblio­
teca Valenciana, 2003; Manuel Suárez Cortina, (ed.), Las m áscaras d e la libertad. El liberalis­
mo español, 1808-1950, Marcial Pons / Fundación Sagasta, 2003.
4. Un análisis reciente sobre el tema de las formas de gobierno se encuentra en el con­
junto de textos recogidos por Ángeles Lario en M onarquía y R epública en la España contem ­
p o r á n e a , Madrid, Biblioteca Nueva / u n e d , 2008.

164
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

los liberales un territorio común para garantizar una estabilidad política y una
potencial ampliación de los derechos ciudadanos.5 Como se nos ha recordado
recientemente, no es posible analizar el triunfo de la revolución liberal y el pos­
terior establecimiento de un orden social y político burgués únicamente a la luz
de la experiencia francesa y británica.6 Es necesario ajustar las reflexiones sobre
la historia de la España liberal en función de un conjunto de variables que no son
asimilables a otras experiencias europeas. Ni el caso británico, ni el francés, ni
los países del norte constituyen referentes adecuados para percibir el alcance
de los problemas que España como sociedad y Estado tuvo a lo largo del siglo
xix. Menos aún para determinar qué caminos había que establecer en una poten­
cial transición a la democracia representativa. El territorio más acomodado para
explicar la evolución española desde el liberalismo temprano a la democracia
habría de ser, en todo caso, el de sus vecinos de la Europa del sur, por más que
en el caso italiano se acentúe su peculiariedad por el Risorgimento y la unidad
italiana,7 frente a una España que ya había conocido tres siglos de vida unitaria.
Cierto que, en todo caso, esa asimetría lo es en la medida que la península italiana
vio culminada su aspiración unitaria, frente a la tentativa frustrada de la península
ibérica, una vez que el iberismo sólo fue apoyado por una parte de las fuerzas
sociales y políticas de España y Portugal.8
En este ambiente y marco geohistórico, la transición a la democracia fue un
reto que con desigual compromiso abordaron en España las diversas corrientes
del republicanismo y el propio monarquismo que, en su dimensión democrá­
tica, tuvo que ajustar su programa revolucionario de 1868 y la constitución de
1869 a un nuevo registro sociopolítico marcado por el peso del conservadu­
rismo canovista, pero también, por las propias exigencias del sistema que para
su consolidación reclamaba neutralizar por la derecha a los carlistas y por la
izquierda a los republicanos. De la primera tarea se ocupó en propio Cánovas,
de la segunda habría de hacerlo Práxedes Mateo Sagasta que desde los prime­

5. Véase el conjunto de trabajos de Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Política y Constitu­


ción en España (1808-1978), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.
ó. Jesús Millán y María Cruz Romeo, «¿Por qué es importante la revolución liberal en Es­
paña? Culturas políticas y ciudadanía en la historia española», en Mónica Bruguera y Christo-
pher Schmitdt-Novara (eds.), Historias d e España con tem porán ea, Valencia, Universität de
Valencia, 2008, pp. 17-44.
7. Una síntesis del proceso en Italia en Alberto Mario Banti, II Risorgimento italiano, Bari,
Laterza, 2004; para una comparación entre los casos español, portugués e italiano, Silvana
Casmirri y Manuel Suárez Cortina (eds.), La Europa del Sur en la época liberal. España, Italia
y Portugal, una perspectiva com parada, Santander, Universidad de Cantabria, 1998; Rosa A.
Gutiérrez, Rafael Zurita y Renato Camurri (eds.), Elecciones y cultura p olítica en España e
Italia, Valencia, Universität de Valencia, 2003.
8. Para una aproximación al iberismo véase José Antonio Rocamora, El n acionalism o
ibérico, 1792-1936, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1994.

1 65
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ros momentos fue incorporando a diversos sectores del republicanismo del


Sexenio.

I. REPUBLICANISMO Y REPUBLICANISMOS EN LA ESPAÑA LIBERAL

El republicanismo español, identificado de una manera genérica con ios idea


les de la democracia y afín a las concepciones rousseaunianas de la soberanía se
presentaba como el contrapunto del proyecto liberal de las clases medias y altas
Su vocación popular se afirmaba desde la contraposición pueblo/oligarquía, se
plasmaba en un modelo económico alternativo y la defensa de la secularización
ya del Estado ya de la sociedad, y una descentralización que podía representar un
modelo federal, en unos casos, y uno regional, en otros. En todo caso, la imagen
de República asociada al poder social desde abajo, a la eliminación del poder-
eclesiástico y la exigencia de romper con el centralismo, apuntan a un ideal co­
mún en el proyecto republicano decimonónico.
Con todo, el democratismo republicano tuvo que ir construyendo sus dis
cursos y prácticas políticas en diálogo y oposición al liberalismo, sobre todo, al
progresista, con el que mantuvo una doble tensión de colaboración ocasional v
confrontación creciente.9 Las investigaciones más recientes han puesto de relieve
que el republicanismo estuvo formado por un conjunto de subculturas políticas
que no siempre pudieron formularse en términos unitarios, sobre todo desde
experiencia histórica del Sexenio Democrático (1868-1874).10 Desde la década
de los cincuenta ya se vislumbraban las diversas corrientes de un republicanismo
que respondía a tradiciones culturales, a exigencias sociales y territoriales muy
diversas y que solamente en su oposición al régimen isabelino, y en esa genérica
afirmación democrática, secularizadora y descentralizadora, encontraba su fuerza
unitaria. No podía ser de otro modo en quienes se consideraban herederos, ya de
la tradición jacobina, ya del espíritu romántico y carbonario, ya del demosocia
lismo o de una tradición liberaldemocrática, centraba ésta en la idealización de
una democracia de raíz iusnaturalista, asentada sobre la base del Estado nación
Unos y otros compartieron el imaginario de un pueblo que adoptó, en todo caso
fisonomías distintas, ya como pueblo-nación, en el republicanismo lib e ra ld e m o
crático, como pueblo humanidad, en el jacobino-socialista, o como pueblo clase

9. Los elementos de afinidad y repulsa entre progresistas y republicanos en el Sexenio


han sido estudiados por José Luís Ollero Vallés, «Tan cerca, tan lejos: Sagasta y los progresistas
frente al republicanismo en el Sexenio Democrático», en Espacio, Tiempo y Form a, Historia
Contem poránea, Serie V, tomo XVIII, (2006), pp, 91-109.
10. Véanse Román Miguel González, La pasión revolucionaria. Culturas políticas repu­
blicanas y m ovilización p opu lar, Madrid, c e p c , 2007; Florencia Peyrou, Tribunos del pueblo
D em ócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Madrid, c e p c , 2008.

166
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

trabajadora, en la corriente demosocialista. El pueblo era, eso sí, el referente cen­


tral sobre el que se construyó un imaginario antagónico del orden social y políti­
co isabelino, sobre el que se conformó una cultura, romántica muchas veces, de
exaltación y confrontación «antiburguesa», con frecuencia. La articulación de una
red societaria alternativa, de cooperativas, casinos, ateneos y sociedades diversas
muestra en el republicanismo una vocación de sociedad alternativa,11 donde los
principios de libertad y progreso, fueron centrales, pero interpretados de una ma­
nera muy distinta a aquella que había sustentado el liberalismo de la época. Sobre
este común denominador, sin embargo, se fueron gestando lecturas muy distintas
del orden social propuesto, del papel que en el mismo correspondía a las clases
populares, del imaginario social y sobre cómo desarrollar esa propuesta de orden
social alternativo secularizado y descentralizado.
Unos y otros se presentaron como federales y laicistas, pero ni el concepto de
federación ni el de secularización fueron unívocos. Por el contrario, es de resaltar
que gran parte de los conceptos elaborados y difundidos por la cultura republicana
del novecientos tuvo un componente declaradamente polisémico.Ya se ha seña­
lado en el caso de pueblo, pero algo semejante ocurre con oligarquía, nación,
legalidad, secularización,armonía social,derechos naturales o república. Cada
corriente republicana imaginó cada una de estas referencias desde supuestos
filosóficos y políticos no coincidentes, lo que habría de generar no pocos incon­
venientes a la hora de diseñar discursos y prácticas políticas. Estas distancias
acabarían haciéndose insuperables cuando durante la Primera República de 1873
quedaron al descubierto las distancias sociales, políticas y conceptuales que sepa­
raron cada una de las corrientes republicanas.12
El resultado de esa pluralidad de registros culturales de la familia republicana
habría de ser la cohabitación y contraposición de proyectos políticos muy dis­
tintos que acabaron la ya de por sí muy difícil viabilidad de la Primera República.
El federalismo del Sexenio Democrático había conjugado su esfuerzo por la uni­
dad del partido con la coexistencia de propuestas muy dispares entre aquellas
corrientes liberaldemócratas, demosocialistas y jacobinosocialistas. La expresión
de esa vulnerabilidad la dio la propia confrontación interna de los republicanos
cantonalistas con la derecha y centro derecha del Partido Federal, incluso con
la propia figura de Pi y Margall, que apostaba por la articulación de un orden
político federal y democrático desde la acción gubernamental. Una expresión de

11. Véase Manuel Morales Muñoz, «Cultura política y sociabilidad en la democracia re­
publicana», en Rafael Serrano (ed.), España, 1868-1874. Nuevos enfoques sobre el Sexenio,
Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002, pp. 211-234.
12. Román Miguel González, «Democracia y progreso en el movimiento federal del Sexe­
nio. La ‘construcción desde arriba’ de una nueva legalidad española», en M. Suárez Cortina
(ed.), La reden ción d el p u eblo. La cultura progresista en la España liberal, Santander, uc,
2006, pp. 371-402.

167
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

esa diversa concepción de la nación, del Estado y de la libertad viene dada por la
existencia de varios proyectos constitucionales que redactaron, de un lado, Chao
y Salmerón (1872) desde una perspectiva krausista, y más tarde Castelar (1873)
para la Asamblea constituyente.13 Frente a una y otra, los jacobinos se inclinaron,
hacia una propuesta más radical que acabó en la experiencia cantonal del verano
de 1873.14 Para entonces, el arco político del federalismo español se expresaba
en términos de una pluralidad de registros que hicieron inviable desde entonces
la existencia de un único partido republicano. La Restauración vio así nacer no
sólo un proyecto monárquico constitucional que declaraba ilegales a los partidos
republicanos, sino que éstos tuvieron que formalizar propuestas distintas y optar
por una vía revolucionaria que, en realidad, no se correspondía con sus propósi­
tos políticos.

2. REPUBLICANISMO Y DEMOCRACIA LIBERAL

La tradición democrático liberal dentro del republicanismo encuentra su aco­


modo en los primeros momentos de la revolución liberal, cuando hacen una lectu­
ra democrática de la misma y reclaman una ampliación del sufragio, una revisión
del sistema económico liberal triunfante, y se oponen al modelo desamortizador
defendido por Mendizabal, asociándose a aquella propuesta de Flórez Estrada de
conformar con los bienes de la Iglesia unas parcelas de censo redimible que ha­
rían de los campesinos una base firme de la democracia republicana.15 Su diseño
era por ello la alternativa al modelo liberal a través del cual se planteó el apoyo de
los beneficiarios de la desamortización de Mendizabal al trono de Isabel II. De ese
mismo espíritu ha sido la idea de José María Orense y otros republicanos afines

13. El federalismo español conoció antes de la Restauración las siguientes propuestas


constitucionales: (1) Bases d e una constitución o principios fu n d am en tales d e un sistema
republicano, redactado en 1832 por Ramón Xaudaró (2) Proyecto d e bases d e la Constitución
republicano-federal d e E spaña redactado por E. Chao y N. Salmerón (1872). (3) Proyecto de
constitución fe d e r a l d e la República española, presentado a las Cortes constituyentes el 17
de julio de 1873- (4) Proyecto d e Constitución D em ocrático Federal presentado a las mismas
Cortes y redactado por F. Díaz Quintero, Ramón de Cala y Eduardo Benot. (5) Proyecto de
Constitución dem ocrático-federal d e la República Española, redactado por Miguel Ayllón y
Altolaguirre. Más tarde en 1883 hubo varias propuestas de Constitución federal aprobadas por
las asambleas federales de Zaragoza, Antequera, Navarra y La Rioja.
14. Para un análisis de la historiografía reciente del cantonalismo véase Gloria Espigado,
«La historiografía del cantonalismo: pautas metodológicas para un análisis comparado», en R.
Serrano García (ed.), España, 1868-1874: nuevos enfoques sobre el sexenio, Junta de Castilla
y León, Valladolid, 2002, pp. 111-137.
15. Sobre el potencial republicano de las ideas de Flórez Estrada véase Salvador Alme­
nar, «Economía política y felicidad pública en la obra de Flórez Estrada», en Joaquín Varela
Suanzes-Carpegna (coord.), Alvaro F lórez Estrada (1766-1853)-política, econom ía, sociedad\
Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2004, pp. 401-438.

i 68
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

al democratismo liberal de convertir el proyecto de Flórez Estrada en el sostén


de un orden social de pequeños propietarios que fueran la base de la república
democrática y liberal. La desamortización, tanto la civil -bienes de propios y co­
munes- como la eclesiástica, debían aportar el banco de bienes necesarios para
facilitar la base social de la República. Una sociedad de pequeños propietarios, el
sufragio universal, la afirmación de la libertad y la descentralización, constituyen
puntos centrales de un imaginario que se presentaba como republicano, demo­
crático y liberal, y por ello, federal.
Con todo, en el terreno del republicanismo democrático liberal podemos
discernir diversas corrientes que se ubicaron en el primer jacobinismo Q. Ma.
Orense), en el democratismo progresista individualista (E. Castelar, E. Maissonave,
Martín de Olías) o en el modelo librecambista que se sustentó sobre las ideas del
primer krausismo16 de filiación progresista (E P. Canalejas, N. Salmerón, J. Sanz del
Río). Unos y otros se diferenciaron claramente del republicanismo unitario de
E. García Ruiz y no menos del federalismo demosocialista (F. Pi y Margall, F. Suñer
i Capdevila) y del más radical de los jacobinos socialistas (F. Casalduero, F. Pierrad,
C. Barcia).
Durante la primera República la democracia liberal republicana constituyó
una alternativa distintiva no unitaria que se opuso gradualmente a las ideas más
radicales de los cantonales y al federalismo de Pi y Margall.17 Su modelo descen-
tralizador nunca alcanzó lo que podemos llamar un Estado federal, su idea laicista
remitía a la secularización del Estado, no de la sociedad y en algunos casos, como
en Azcárate y los krausistas, ni siquiera sustentaron la República como el único
régimen democrático posible. En definitiva, la primera República no sólo repre­
sentó un momento de crispación política e inestabilidad social, sino que marcó
la necesidad de decantar las diversas propuestas republicanas, toda vez que bajo
el paraguas del federalismo se sustentaron ideas muy distintas de República.18 El
resultado habría de ser que tras la restauración de la Monarquía alfonsina en 1874
y la declaración del republicanismo como una fuerza ilegal, los propios republi­
canos abandonaron la senda de la unidad para establecer varios partidos que
respondieran de una manera más ajustada a sus presupuestos doctrinales y a las

16. Sobre el krausismo y su concepción de democracia véase Gonzalo Capellán de Mi­


guel, La E spaña arm ón ica. El proyecto d el krausism o p a r a una socied ad en conflicto, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2006.
17. Véase el monográfico Pi y M argall y el fed eralism o en España, Historia y Política, 6
(2001/2), pp. 7-134, con trabajos de Ángel Duarte, Pere Gabriel, Jorge Vilches, J. Trias Ve­
jarano y J. J. Solozabal; para un análisis de las ideas federales en la España contemporánea
Manuel Chust (ed.), Federalism o y cuestión fe d e r a l en E spaña, Castellón de la Plana, Univer­
sität Jaume I, 2004.
18. José María Jover ha analizado los distintos referentes de la idea federal en «Federa­
lismo en España. Cara y cruz de una experiencia histórica**, en G. Gortázar (ed.), N ación y
estado en la España liberal, Madrid, Noesis, 1994, pp. 105-167.

1 69
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

bases sociales de apoyo. Vemos así cómo Pi y Margall a través del Partido Federal
pactista definió de una manera más nítida su diseño de pacto federal y cómo con­
formó un partido asimilado plenamente a sus ideales demosocialistas, con una
propuesta de constitución federal (1883) y un programa del partido (1894) que
dejaba ver las distancias que tanto en lo económico y social como en el modelo
de Estado tenía respecto de la democracia liberal republicana. Ésta tuvo que refor-
mular sus planteamientos y articular partidos y propuestas acomodados al nuevo
orden político y de acuerdo con sus postulados democráticos, secularizadores y
descentralizadores, pero ya en modo alguno federales.
Vemos así cómo el republicanismo no federal se recompuso a partir de tres
propuestas políticas diferenciadas. Los progresistas, que seguían a Manuel Ruiz
Zorrilla,19 buscaron una alianza con los krausoinstitucionistas20 para articular
una propuesta de república de orden, democrática y descentralizada, pero que
atendiera a las necesidades de las clases medias y populares no radicalizadas so­
cialmente. Durante años progresistas e institucionistas buscaron una acción uni­
taria para neutralizar la política doctrinaria de Cánovas y su planteamiento de
partidos legales e ilegales. Durante un tiempo esa estrategia llevó a una propuesta
unitaria de república y revolución que habría de ser abandonada por los institucio­
nistas a mediados de la década de los ochenta. De otro lado, el republicanismo con-
servador, liderado por Emilio Castelar,21 refutaba tanto el federalismo de Pi como el
modelo descentralizador de los institucionistas, y mucho más el procedimiento
revolucionario que durante años alineó a los krausistas con el radicalismo formal
de Ruiz Zorrilla. Su propuesta de una República de orden, de inspiración cristiana
y claramente individualista, le ubicaba en la frontera del sistema de Cánovas, al
que acabó incorporándose tras la implantación del sufragio universal por Sagasta
en 1890.
La confrontación de Castelar con el federalismo de Pi era manifiesta desde la
década de los sesenta del siglo xix al oponer su individualismo con la tentación
social de Pi y Margall pero ¿eran tan grandes las distancias que le separaban del
progresismo de Ruiz Zorrilla y, sobre todo, del institucionismo de los republi­
canos de cátedra? El proyecto político de la democracia liberal castelarina se
sustentaba sobre una idea de progreso de base doble, hegeliana y de naturalismo
evolucionista, era socialmente conservadora, unitaria en la organización territo­

19. Sobre Manuel Ruiz Zorrilla véase Jordi Canal, «Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895): de
hombre de Estado a conspirador convulsivo», en Isabel Burdiel y M. Pérez Ledesma (coords.),
Liberales, agitadores y conspiradores. B iografías heterodoxas del siglo xix, Madrid, Espasa-
Calpe, 2000, pp. 267-300.
20. Sobre los planteamientos y práctica política del institucionismo véase M. Suárez Cor­
tina, El gorro frigio. Liberalismo, d em ocracia y republicanism o en la Restauración, Madrid,
Biblioteca Nueva, 2000.
21. Véase Jorge Vilches García, Emilio Castelar. La P atria y la República, Madrid, Biblio­
teca Nueva, 2001.

170
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

rial del Estado, individualista en lo económico y afirmaba su cristianismo dentro


de un marco que podría ser caracterizado como liberalismo católico de aspira­
ción democrática.22 Desde estos referentes, encontraba dificultades para asociar­
se con el radicalismo de Ruiz Zorrilla, quien buscaba una alianza con el Ejército
para derribar el régimen monárquico y movilizaba a las masas dentro de un po­
pulismo que habría de desarrollar plenamente en las décadas siguientes Alejan­
dro Lerroux. Frente a los institucionistas, Emilio Castelar mostró su separación
al considerar que éstos sustentaban un ideal socialista en lo económico y, sobre
todo, un planteamiento casi federal de la organización territorial del Estado. En el
terreno religioso, por otra parte, resalta el vínculo de Castelar con el catolicismo
en tanto que los institucionistas mostraron una concepción religiosa asentada ya
sobre el racionalismo krausista, cercana en todo caso al modernismo religioso,
que de una u otra forma reclamaba la separación de la Iglesia y el Estado, siempre
dentro, sin embargo, de la idea de que la religión constituía una base fundamental
de la vida del hombre y de la sociedad.

3. KRAUSOINSTITUCIONISMO, DEMOCRACIA PARLAMENTARIA Y REPUBLICANISMO DE CÁTEDRA

La democracia liberal encontró en España un portavoz muy cualificado: el


krausoinstitucionismo. Conformado doctrinal y políticamente en los años del
Sexenio democrático, el krausoinstritucionismo gestó un proyecto social y po­
lítico para España que se caracterizaba por sus planteamientos orgánicos, evo­
lucionistas, su defensa de la armonía social y la creencia básica de que el orden
político tenía que establecerse sobre la base de las libertades (de pensamiento, de
prensa, de conciencia, de reunión, económica...) y la democracia representativa;
esto es, aquella que hacía del Parlamento la base de la representación nacional.
En definitiva, una propuesta que se alejaba de los modelos de democracia directa,
de filiación rouseauniana al que eran afines los sectores jacobinos del federalismo
popular. Pero también declaradamente antagónico de los principios y prácticas
del liberalismo doctrinario.23 Democracia liberal representaba el abandono de la
democracia directa, pero, sobre todo, la superación de los límites teóricos y prác­
ticos del doctrinarismo canovista.

Por encima de todas las conquistas de la civilización moderna, -escribió Azcára-


te- se ostentan; en el orden jurídico, la consagración de los derechos de laperso-

22. Carmen Llorca, Emilio Castelar. Precursor d e la D em ocracia Cristiana, Madrid, Biblio­
teca Nueva, 1966
23. Una mirada plural sobre los planteamientos políticos del doctrinarismo canovista y las
instituciones de la Restauración en Javier Tusell y Florentino Portero (e d sj, Antonio Cánovas
y el sistema político d e la R estauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998.

171
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

nalidad; en el político, el reconocimiento del principio de la soberanía social o


del self-government. Pero si la revolución comenzó su obra afirmando una y otra
cosa, el doctrinarismo vino enseguida á mistificar y á falsear las dos: la primera,
porque partiendo de una supuesta y abstracta oposición entre el individuo y
sociedad, puso límites arbitrarios á aquellos derechos, pretextando que quería
resguardar los llamados intereses sociales, cuando lo que hacía era amparar de
un modo injusto é indebido los de determinadas clases, partidos é instituciones;
y la segunda, porque, no acertando á hacer compatible la continuación de las
antiguas Monarquías con el régimen de amplia libertad que pedía la aplicación
del principio de la soberanía social, apelaron á aquel artificio de equilibrios, ba­
lanzas y contrapesos, que produjo, entre otros efectos, el descrédito del sistema
parlamentario, de que han intentado aprovecharse el absolutismof el cesarismo
y la democracia directa.24

Es frente a estos modelos de organización política que los institucionistas


conforman su propuesta de democracia parlamentaria, ya republicana, ya monár­
quica, según los casos. Las circunstancias históricas y políticas de la España de fin
de siglo determinaron que su posición se adscribiera al terreno de la república
pero, como después veremos, se trataba de una exigencia política del momento
histórico español, no de una premisa de su ideario político.
Desde sus planteamientos orgánicos, los krausoinstitucionistas vieron en el
Estado-nación el modelo de comunidad humana más avanzado, el que se corres­
pondía mejor con su tiempo y el que había ido evolucionando históricamente
para dar cumplimiento a los fines que la vida presentaba a la sociedad en su con­
junto, y al individuo en particular. En este marco las propuestas políticas se fue­
ron plasmando de acuerdo con la dinámica histórica y construyendo un universo
de referencias culturales, políticas y sociales que, genéricamente, podemos deno­
minar como republicanismo de cátedra. Como tal, el republicanismo de cátedra
apareció como una propuesta articulada en los años del Sexenio democrático y
fueron los autores del proyecto constitucional de 1872 en el que se proponía la
organización del Estado (federal) desde una perspectiva orgánica: la defensa de
los derechos fundamentales (a la vida, abolición de la esclavitud, de la pena de
muerte, inviolabilidad de domicilio, de pensamiento, de conciencia, de religión,
...); la descentralización del Estado reconociendo la existencia de tres ámbitos
de autonomía (nacional, cantonal y municipal), así como una idea de democracia
representativa.

24. Gumersindo de Azcárate, Prólogo a la primera edición de M. Moya, Conflictos entre


los poderes del Estado. Estudio Político, Madrid, 1881, pp. 9-10. Estos aspectos Azcárate los
desarrolló en detalle en El selfgovernment y la m on arqu ía doctrinaria, Madrid, 1877. Dis­
ponemos de una edición reciente con estudio preliminar de Gonzalo Capellán de Miguel,
Madrid, c e p c , 2008.

172
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

Tras el fracaso del Sexenio democrático los republicanos de cátedra se cen­


traron en la crítica doble al doctrinarismo canovista, de un lado, y en la reformu­
lación de los ideales democráticos, en el sentido de configurar una democracia
parlamentaria, de otro. Las críticas al doctrinarismo se asentaban sobre su limita­
ción para atender las exigencias del régimen representativo, por su rechazo de
la soberanía nacional y por las insuficiencias que presentaba en su conjunto la
constitución de 1876. Varias obras de reflexión teórica llevaron a Gumersindo de
Azcárate, Miguel Moya y Adolfo Posada25 a establecer los marcos de referencia so­
bre los que debía practicarse una política de oposición al sistema de la Restaura­
ción26 y el diseño de una propuesta asentada sobre la democracia parlamentaria,
la reforma social y la neutralidad en ciencia, religión y en la política, entendida ésta
como la defensa del accidentalismo de las formas de Gobierno. La acción política
del institucionismo o republicanismo de cátedra vino determinada por la propia di­
námica de la vida política nacional pudiéndose caracterizar etapas muy distintas
a lo largo de las décadas de entre siglos. Veamos sucintamente cada una de estas
dimensiones: la de los planteamientos doctrinales y la de las prácticas políticas.

3 .1. Evolucionismo, armonismo y neutralidad

El republicanismo de cátedra se asentaba sobre un conjunto de principios


que, tomados de la filosofía krausista y complementados más tarde por la Natur-
philosophie alemana, dieron cauce a unos ideales reformistas que denostaron
tanto la reacción como la revolución.27 Genéricamente rechazaba la revolución y
consideraba que si el marco legal daba garantía para que la sociedad pudiera au-
todeterminarse, esto es, practicar el selfgovernment, no había necesidad de ir a la
revolución. Si ocasionalmente acudió a ella fue en la necesidad de denunciar los
límites que el marco legal establecía para que la sociedad expresara su verdadera

25. Gumersindo de Azcárate, El selfgovernment y la m on arqu ía doctrinaria, op. cit.; del


mismo au tor El régimen p arlam en tario en la p ráctica, (1885), Madrid, Tecnos,1978; Miguel
Moya, Conflictos entre los p od eres del Estado. Estudio Político, (1879), Madrid, Gaspar Edito­
res, 1881; Adolfo Posada, Estudios sobre el régimen parlam en tario en E spaña, (1890), Oviedo,
Junta del Principado de Asturias, 1996.
26. Conviene resaltar que, dada la propuesta accidentalista de la cultura institucionista,
un sector de la misma aceptó el marco político de la Restauración una vez que los liberales
accedieron al poder desde 1881. Así figuras como Segismundo Moret, Vicente Santamaría de
Paredes, Rafael Altamira o José Canalejas desarrollaron una vida política compatibilizando sus
planteamientos doctrinales institucionistas con el régimen monárquico.
27. Una síntesis de estos planteamientos en M. Suárez Cortina, «El republicanismo insti­
tucionista en la Restauración», en Ayer, 39 (2000), pp. 61-82; del mismo autor «Krausoinstitu-
cionismo, democracia parlamentaria y política en la España de la Restauración», en M. Suárez
Cortina (ed.), Libertad, a rm on ía y tolerancia. La cultura institucionista en la España liberal,
Madrid, Tecnos (en prensa).

173
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EH EL SIGLO XIX

voluntad política. Organicistas28 y armonistas, los republicanos de cátedra inter­


pretaron la sociedad como un organismo, donde sus partes más elementales, los
individuos, encontraban acogida en núcleos más amplios -en personas sociales
como la Iglesia, el Ejército, el Comercio, la Agricultura, la Universidad, etc.- cada
una de ellas con sus fines propios. Ajenos a la dialéctica hegeliana (tesis, antítesis,
síntesis) interpretaron la evolución de la humanidad en términos de unidad, va­
riedad, armonía, un diseño de la evolución del hombre, de la sociedad y de las
instituciones, de fuertes componentes reformistas.
Ese reformismo tuvo sus propuestas en casi todos los órdenes de la vida; en
el científico, el educativo, el social, el económico, el político y el religioso. En el
científico mostrando una capacidad de integración entre los aspectos idealistas
de la filosofía krausista y la posterior recepción del pensamiento positivista. El
resultado fue que los institucionistas fueron los mejores divulgadores en España
de los logros de la ciencia moderna y quienes protagonizaron el nacimiento de
una nueva concepción de la ciencia que tuvo su impacto en disciplinas tales
como la Antropología, la Historia, la Psicología experimental o la Sociología. Sus
propuestas para el desarrollo de la sociedad encontraron su mejor expresión en
la formación de la Institución Libre de Enseñanza de 1876 y los ideales sociales
de armonía y de solidaridad se plasmaron en la fundación de la Extensión Univer­
sitaria que habían conocido en los campus universitarios de Oxford.29
El pensamiento social y económico de los republicanos de cátedra estuvo
fuertemente influido por las raíces krausistas,30 por el evolucionismo del siglo xix
y, sobre todo, por la recepción de las corrientes de pensamiento que en Alemania
representó el Kathedersozialisten\ el Solidarisme en Francia y el New Liberális-
me en Inglaterra. No es el momento de detallar aquí en extenso cada una de estas
propuestas, pero las ideas del socialismo de cátedra alemán son reconocibles
desde los primeros años de la Restauración a través de la obra de economistas y
hacendistas como Adolfo Buylla y Piernas Hurtado y de juristas como Adolfo Po­
sada, empeñados en contrarrestar el individualismo económico con la difusión
de la obra de Schaffle y de Schmoller. El pensamiento económico y social del
nuevo liberalismo inglés se reconoce en la recepción de Cairnes (Azcárate y Pier-

28. Véase Vicente Santamaría de Paredes, El concepto d e organism o social' Madrid, Imp.
del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1896.
29. Como proyecto educativo la Institución Libre de Enseñanza cuenta con una amplísima
bibliografía. Véanse, entre otros, Vicente Cacho Viu, La Institución Libre d e E n señ an za, Ma­
drid, Rialp, 1962; Antonio Molero Pintado, La Institución Libre d e Enseñanza: un proyecto de
reform a p ed ag óg ica , Madrid, Biblioteca Nueva, 2000; Fernando Millán Sánchez, La revolución
laica: d e la Institución Libre d e En señ an za a la Escuela d e la R epública, Valencia, Femando
Torres, 1983; Antonio Jiménez Landi, La Institución Libre d e Enseñanza y su am bien te, Ma­
drid, 1996, 4 vols.
30. Véase la recopilación de textos y estudio preliminar de José Luis Malo Guillén, El
krausism o econ óm ico español, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. 2005.

174
REPÚBLICA, MONARQUÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

ñas Hurtado), Hobson y Hobhouse, mientras que el solidarismo francés inunda


los escritos de Adolfo Posada y el resto de componentes del Grupo de Oviedo.31
El resultado de esta lectura de los críticos del liberalismo abstencionista es
un pensamiento económico y social que critica el individualismo económico,
propugna un intervencionismo suave del Estado y se sustenta sobre la exigencia
del asociacionismo y la implantación del contrato colectivo de trabajo. El pen­
samiento social de los institucionistas rechazaba la clase como sujeto histórico y
hacía de la nación la forma suprema de organización social. Esta nación, nutrida,
del aliento de todas las clases y grupos de la sociedad, debía evitar el conflicto
social y sustituirlo por una marco de negociación en el que las aspiraciones de
las partes -capital y trabajo, patronal y sindicatos- encontraran un marco jurídico
adecuado para dirimir sus diferencias. Libertad de asociación, intervencionismo
suave del Estado, negociación colectiva, contrato colectivo de trabajo, he ahí
los pilares de la propuesta de reforma social32 que hicieron los institucionistas
para superar el modelo individualista, de un lado,y la lucha de clases, de otro,33para
lograr su cometido central: la p az social.

Las leyes llamadas obreras ó sociales -escribió Azcárate en 1893- son expresión,
más ó menos afortunada, de la aspiración, del deseo de resolver la antítesis exis­
tente entre el derecho privado y el público; de concertar las manifestaciones de
estos dos elementos esenciales de nuestra naturaleza, el individual ó autónomo,
y el social ó de subordinación; de restablecer la armonía entre el derecho sus­
tantivo y las condiciones de la vida económica moderna; de emprender, en fin,
el lento camino de las reformas para evitar el violento de las revoluciones,34

En realidad, este ideal reformista, contrario a la lucha de clases y solidario en su


concepción armónica de la sociedad, era la expresión de una concepción neutral
en lo relativo a las luchas sociales. Los institucionistas sustentaron el principio de
negociación colectiva y el reconocimiento de los derechos de los trabajadores
como un elemento básico de las nuevas relaciones laborales. Solidaridad, neutra­
lidad, negociación entre intereses encontrados y respeto mutuo a las partes, con­
figuran el horizonte democrático que movió la cultura política institucionista. Ese

31. Véase el conjunto de trabajos recogidos en Jorge Uría (coord.), Institucionismo y re­
fo r m a social en España. El grupo d e Oviedo, Madrid, Talasa, 2000.
32. Para un análisis sintético de la reforma social en España véase Juan Ignacio Palacio
Morena, La reform a social en España: en el centenario del Instituto d e R eform as Sociales, Ma­
drid, c e s , 2004.
33- Gumersindo de Azcárate ya había elaborado desde finales de los setenta sus ideas bá­
sicas sobre la cuestión social. Véase Resumen d e un debate sobre el p roblem a social, Madrid,
Gras y Cía, 1881.
34. G. de Azcárate, «Leyes obreras, sociales ó del trabajo», Revista d e España, 1894 pp.
157-158.

175
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

solidarismo era necesario que se practicara entre clases, generaciones o países


para facilitar el tránsito a la modernidad sin colisiones significativas.
Si la neutralidad era básica entre idealismo y positivismo, entre República y
Monarquía, entre obreros y patronos, no aparecía como menos significativa aque­
lla que remitía a la cuestión religiosa, a las relaciones Iglesia-Estado y al problema
del respeto a la libertad de conciencia. Ante la religión y sus prácticas los insti-
tucionistas mantuvieron posiciones variadas, siempre en el marco del recono­
cimiento de la religión como una realidad fundamental en la vida del hombre.
Pero sus ideales de religión no se asociaban a la tradición católica, formalista
y dogmática, sino a una visión racional del hecho religioso. Son reconocibles
posiciones diversas en el interior de la cultura institucionista. Unos, como Gu­
mersindo de Azcárate,35 Tomás Tapia, Fernando de Castro o el mismo Giner de
los Ríos, se mostraron como personas profundamente religiosas, pero de una
religión que fuera compatible con los logros y verdades que la razón y la ciencia
mostraban a la sociedad contemporánea; otros, como Nicolás Salmerón o Urbano
González Serrano se ubicaron, en una posición más distante de la Iglesia Católica,
las religiones reveladas y el dogmatismo oficial, y se adentraron en el terreno del
libre pensamiento; finalmente, un sector asociado a los cambios del fin de siglo
se ubicó en el terreno del modernismo religioso, como expresa la obra de Luís de
Zulueta La oración del incrédulo (1915).36
La traducción de estas concepciones del hecho religioso en su dimensión
política llevó a los institucionistas a propugnar la secularización del Estado, de la
Ciencia y de la Escuela. Su común denominador se asentaba sobre la exigencia
de un respeto a la libertad de conciencia y como garantía de la neutralidad del
Estado en cuestiones de dogma reclamaron una separación de las instancias po­
líticas y religiosas. Como Montalembert en Francia y Cavour y Minghetti en Italia,
proclamaron el ideal separatista y se adhirieron al principio de una Iglesia libre y
un Estado libre. Con esa fórmul,a la cultura institucionista sustentaba el principio
de que la religión era un elemento constitutivo básico de la identidad del hom­
bre, pero una religión que no violentara la libertad de conciencia, ni asociara la
organización del Estado a una Iglesia determinada. El resultado, no podía ser otro,
fue una oposición a la «tolerancia» sustentada por el artículo 11 de la constitu­
ción de 1876 que prohibía otros cultos que el católico en la esfera pública, pero

35. Véase Gonzalo Capellán de Miguel, Gumersindo d e Azcárate. Una biografía intelec­
tual, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2005.
36. Sobre la diversidad de posiciones religiosas de los institucionistas Manuel Suárez
Cortina, «Religión, Iglesia y Estado en la cultura institucionista. De Francisco Giner a Manuel
Azaña», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (eds. ), La secu larización conflictiva. España
(1898-1931), Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 73-99; también en «Intelectuales, religión
y política en el krausoinstitucionismo español», en Carolyn P. Boyd (ed.), Religión y política
en la España con tem porán ea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007,
pp. 107-137.

176
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

los toleraba en la privada. En definitiva, que negaba en todas sus consecuencias


la libertad de conciencia, factor mínimo de exigencia para aquellos pensadores
que, conforme a sus ideales de democracia liberal, vieron el confesionalismo y la
tolerancia como realidades totalmente inaceptables. No podía ser de otro modo
en su intento de conjugar los principios de la libertad y el sentido religioso de
la vida en figuras como Montero Ríos (católico liberal), Azcárate, Salmerón (libre­
pensador), o Zulueta (modernista).
En aquellos casos, como el entorno del librepensamiento en que se movió Sal­
merón en los años de fin de siglo, el anticlericalismo se hizo una seña de identidad,
por más que sus posiciones laicistas no alcanzaran la de los federales que exigían
la secularización de la sociedad. Pero, ya en el Parlamento bajo la dirección de
Melquíades Álvarez, ya en las calles, con ocasión del estreno del drama galdosiano
Electra, el anticlericalismo ocupó un espacio central de la confrontación política
y los institucionistas, aunque en un tono preferentemente moderado, formaron
parte de ese combate que la democracia desarrolló contra el clericalismo.37 Fue
el suyo, como ya señalamos, una defensa de la religión como ingrediente básico
de la vida del hombre, pero al mismo tiempo con la exigencia de una libertad de
conciencia que debía garantizar la secularización del Estado.
Como complemento de esa secularización de las instituciones públicas, los
republicanos de cátedra fueron los defensores de que la religión no fuera obli­
gatoria en la enseñanza. Sus postulados exigían la neutralidad de la escuela en
cuestiones religiosas y consideraron que la doctrina católica debía ser enseñada
en las parroquias, pero no en la escuela donde, en todo caso, cabía incorporar
enseñanzas de moral religiosa, historia de las religiones, pero distantes de cual­
quier modelo de confesionalidad. Las escuelas neutras fueron así el medio que
consideraron como oportuno para garantizar al mismo tiempo la convivencia y
respeto entre católicos, musulmanes, judíos, agnósticos o ateos. La religión era un
tema de la conciencia individual de la persona, nunca una instancia de dominio
de las iglesias sobre los ciudadanos. Contrastan así las escuelas neutras con aque­
llas otras declaradamente laicas que federales y anarquistas desarrollaron en su
proyecto de secularizar la sociedad.38
La cultura institucionista muestra de este modo su alejamiento del federalis­
mo, no sólo en tanto que el segundo se proclama firme defensor de la seculariza­

37. La confrontación clericalismo anticlericalismo constituye uno de los fenómenos so­


ciales y culturales más relevantes de la España de entre siglos. Véase Julio de la Cueva Me­
rino, «Movilización política e identidad anticlerical», en Ayer, 27 (1997), pp. 101-126; para un
balance de la historiografía más reciente véase su ensayo, «El anticlericalismo en España: un
balance historiográfico», en Benoît Pellistrandi (coord.), L'histoire religieuse en Fran ce et en
Espagne, Madrid, Casa de Velásquez, 2004, pp. 353-370.
38. Un análisis histórico de la escuela republicana y sus variantes en Alfonso Capitán Díaz,
R epublicanism o y ed u cación en España, 1873-1951, Madrid, Dykinson, 2002.

177
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

ción de la sociedad, sino también porque unos y otros tuvieron una concepción
de la organización del Estado claramente diferenciada. Allí donde los segundos
sustentaron la necesidad de articular el Estado desde una perspectiva declarada­
mente federal, los institucionistas buscaron compatibilizar la defensa de un Esta­
do-nación español con una descentralización que puede ser caracterizada como
la propia de un Estado regional Ése es el propósito del proyecto constitucional
de Chao y Salmerón de 1872, al mismo criterio respondió la posición de Nicolás
Salmerón en 1906 cuando se formó Solidaridad Catalana y, finalmente, ese fue el
móvil que llevó a los institucionistas a apoyar la constitución de 1931 y el mo­
delo de Estado integral. Los institucionistas fueron así descentralizadores, pero
no defensores de un Estado federal, sino de uno que compatibiüzara la unidad de
España con el selfgoverment, el reconocimiento de la autonomía para regiones y
municipios en el marco de un Estado regional
Este modelo de organización del Estado se correspondía con la dimensión
historicista y orgánica del pensamiento krausista e institucionista, donde la con­
cepción de España como nación única le separaba de los nacionalismos catalán y
vasco, pero no menos del modelo centralista de la Restauración. La posición del
republicanismo de cátedra podía resumirse en el rechazo doble del federalismo
y del centralismo y la exigencia de compatibilidad entre la unidad de la nación y
la descentralización del Estado. El reconocimiento de las personas sociales, de los
derechos al autogobierno de municipios y regiones, se complementaba con una
idea historicista de la construcción de las naciones que facilitaba la apertura ha­
cia un horizonte de futuro donde se acogía la posibilidad de una nación ibérica y
la gestación de un nuevo modelo colonial con la posibilidad de ofrecer a las colo­
nias del Caribe un nuevo estatuto político. Estos dos proyectos que encontraron
acomodo en el programa institucionista de los años setenta y ochenta del siglo
xix habría de ser abandonado más tarde por la inviabilidad de la nación ibérica de
un lado, y por la quiebra del sistema colonial tras 1898, de otro.

3.2. La cultura institucionista y la política republicana durante la Restauración

La evolución política de los sectores adscritos a la cultura institucionista en


el medio siglo que separa el fin de la Primera República en 1873 y el golpe de
Estado de Primo de Rivera en 1923 vinieron marcados por la creciente tendencia
a orientar sus planteamientos a favor de una democracia liberal, que se asentara
sobre los pilares del parlamentarismo, de la incorporación de los cometidos del
nuevo liberalismo europeo de su tiempo y la evidencia de intentar superar la con­
frontación entre República y Monarquía, como formas de Gobierno. Este proceso,
que tiene sus momentos históricos y que fue decantando al institucionismo como
una cultura política propia de clases medias, y donde los intelectuales ocuparon

178
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

cada vez más un lugar predominante, fue gradual y se acomodó a las exigencias
que los republicanos tuvieron que cumplir para modernizar su oferta política.
El común denominador del republicanismo español en la Restauración fue
el de buscar soluciones a las tensiones internas ya establecidas, la de acomodar
su cultura y práctica política a una sociedad crecientemente desarrollada y a la
búsqueda de una oferta alternativa al sistema clientelar que representaba el turno
de liberales y conservadores. Una mirada a esa realidad podía hacer pensar que el
republicanismo ya en los años de fin de siglo era una fuerza decreciente y débil,
pero esa impresión, obtenida de unos resultados electorales manipulados, era
sólo una parte de la realidad histórica. El republicanismo, en su conjunto, expe­
rimentó una clara mutación, estuvo presente en amplias capas de la sociedad de
su tiempo y su propuesta política iba mucho más allá de lo que representaron
sus resultados electorales. Con todo, su presencia evidente en el universo obrero
y campesino y en algunos núcleos urbanos de clase media, no permitió al repu­
blicanismo representar una alternativa eficiente a los partidos del sistema. En el
máximo de su potencial parlamentario no alcanzó los cuarenta diputados y su vida
partidista se movió entre los intentos frustrados de unidad y la búsqueda de ocasio­
nales alianzas electorales para evitar la derrota ante los partidos dinásticos.
Siempre en la oposición, sin embargo, la evolución del republicanismo, de un
lado, y de la propia dinámica de los partidos del sistema, de otra, hacen imposible
una caracterización conjunta de la política española de la Restauración. Es cierto
que el sistema de turno no se vio alterado durante tres décadas, ni siquiera por la
crisis de fin de siglo, pero la sociedad española de 1880 era ya muy distinta de la
de 1914 y el desgaste político, de un lado, junto a la recepción de nuevas ideas, de
otro, hicieron mella también en las culturas y planteamientos de la oposición
republicana. En ella, el republicanismo de cátedra experimentó su propia muta­
ción para dar respuesta a las exigencias de cada momento político. Una mirada
de alcance medio sobre sus planteamientos y propuestas políticas permiten dis­
tinguir tres fases o momentos desde la derrota de la Primera República en 1874
a la crisis de la Monarquía parlamentaria en 1923. La primera vino marcada por
la doble afirmación de la República como forma de Gobierno y la revolución
como procedimiento de acceso al poder y su cronología alcanza desde la llegada
al gobierno de Cánovas hasta el golpe de Estado del general Villacampa en 1886.
La segunda recorre la década final del siglo, la formación del Partido Centralista,
la experiencia de la Unión República de 1903 bajo la dirección de Nicolás Salme­
rón y se diluye en los momentos en que la Conjunción Republicano socialista ha
mostrado sus límites como proyecto político.39 Su identidad se recoge en las pro­

39. Para una valoración del significado histórico y político de la conjunción véase Antonio
Robles Egea, «La conjunción republicano-socialista: una síntesis de liberalismo y socialismo,»
Ayer, 54 (2004), pp. 97-127.

179
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

puestas de regeneración y parlamentarismo que los institucionistas defendieron


en los años de entre siglos. Finalmente, la tercera etapa se inicia con la formación
del Partido Reformista en 1912 y recoge los intentos del institucionismo de pre­
sentarse como una alternativa efectiva al orden liberal monárquico ofreciéndose
al sistema como la fórmula adecuada para facilitar la transición a un sistema de­
mocrático. En ella la vieja dicotomía República/Monarquía se sustituye de una
manera definitiva por aquella otra de democracia liberal / liberalismo oligárquico,
ya bajo la Monarquía si Alfonso XIII se avenía a facilitar la llegada al poder de los
reformistas, ya bajo la forma de una República democrática en la que los reformis­
tas habrían de formar la derecha del nuevo orden político.
En ese largo recorrido, y a pesar de la diferencia de posiciones que adoptaron,
los republicanos de cátedra nunca fueron incoherentes ni traicionaron los presu­
puestos doctrinales y principios defendidos. Como portadores de la cultura de­
mocrático liberal mostraron su voluntad de lograrla por los procedimientos que
estuvieran a su alcance. Si optaron por la revolución inicialmente, fue porque el
sistema canovista había establecido la distinción entre partidos legales e ilegales
expulsando al republicanismo al margen de la legalidad. Como teorizó Gumer­
sindo de Azcárate en El selfgovernment y la monarquía doctrinaria (1877), en
ese marco legal el único cauce posible para mostrar sus posiciones no era otra
que la revolución. La deslegitimación de la ilegalización de los partidos republi­
canos la planteó Azcárate desde la perspectiva de los partidos como órganos de
una idea y representantes de todos aquellos que se adherían a ella. Ilegalizar un
partido era, por lo tanto, poner al margen de la ley a una parte de la sociedad. El
doctrinarismo canovista ponía de manifiesto su incapacidad para dar expresión a
la soberanía de la nación y en consecuencia, la revolución se convertía en el cau­
ce posible para dar expresión a las demandas de aquellos sectores sociales que
no podían expresarse con libertad en el marco legalmente establecido. En este
sentido, como insistieron los institucionistas, la revolución no sólo era legítima,
sino una necesidad, toda vez que la Monarquía doctrinaria subordinaba el princi­
pio de la soberanía nacional al de la legitimidad. La revolución venía así impuesta
por la negativa de la Monarquía constitucional a aceptar la soberanía nacional.
Excluidos los republicanos de la legalidad, la revolución era plenamente legítima
y el derecho de insurrección se convertía en un mecanismo lícito para acceder
al poder, una vez que los causes legales impedían al republicanismo participar en
las disputas electorales.
Otra cosa distinta era que el marco legal contemplara la libre expresión de
las ideas, que la ley fuera reflejo de la opinión pública y que la vida política y ju­
rídica estuvieran asentados sobre el principio de la soberanía nacional. Ninguna
de esas condiciones cumplía a los ojos de los institucionistas el canovismo en sus
primeros años. La posición del republicanismo de cátedra vino así marcada por la
incompatibilidad de la Monarquía doctrinaria y la democracia, en consecuencia,

i 80
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMO CRACIA LIBERAL

la doble afirmación de la República como forma de Gobierno y la revolución


como procedimiento de acceso al poder eran una realidad que venía impuesta
no por los principios de la cultura política institucionista sino por la negativa
del canovismo a garantizar la libertad y la soberanía de la nación. Es por ello que
la revolución no era legítima en países monárquicos, como Bélgica, Inglaterra o
Italia, donde era reconocida la soberanía nacional, o en repúblicas como Estados
Unidos o Francia. En España, donde no estaba garantizada la libertad expresión y
de asociación, donde una parte de la sociedad era excluida del juego político, la
revolución adquiría todo su sentido.

La revolución -escribió Azcárate- no puede defenderse como el procedimiento


común y ordinario de hacer progresar á los pueblos, y menos de imponer á
éstos los principios y soluciones de una clase, de una escuela ó de un partido;
pero sí como el medio lícito y legítimo de rechazar la fuerza de que el poder
se vale para violar la ley que está obligado en primer término á respetar, ó para
estorbar la acción social, sustituyendo violentamente su propio criterio al del
país.40

Esa legitimidad de la revolución fue lo que llevó a los institucionistas a aso­


ciarse con Manuel Ruiz Zorrilla y el sector del progresismo que lo siguió. Desde la
formación del Partido Reformista en 1876 y con el propio Nicolás Salmerón41 en
el exilio parisino en los años siguientes, la cultura institucionista se vio abocada
a proclamarse republicana y revolucionaria, un discurso y una práctica que no
estaban bien avenidos con sus fundamentos doctrinales y su concepción de la
política y que fueron, en todo caso, coyunturales.
El abandono de esta posición vino determinado por la propia evolución de
la política dinástica, por la llegada al poder de los liberales y por la superación
de la división entre partidos legales e ilegales que había establecido Cánovas. De
otro lado, la frustrada intentona de imponer la República por procedimientos ex­
traordinarios como el motín popular y el golpe militar mostró a los republicanos
de cátedra que el procedimiento revolucionario estaba caduco y que debía darse
inicio a una nueva etapa donde la movilización pacífica, la búsqueda del apoyo en
la opinión y el triunfo electoral, llevaran sus ideas y cometidos a las instituciones.
El referente básico de esta propuesta vino dado por la separación del radicalismo
de Ruiz Zorrilla, por la formación de un periódico propio, La Justicia, y, sobre
todo, por el alcance que tuvo la formación del Partido Centralista. A lo largo de

40. Gumersindo de Azcárate, El Selfgovernment y la monarquía doctrinaria, op. cit.,


p. 3 6 .
4 1 . Sobre Salmerón, el exilio y su posición política véase Fernando Martínez López, «Las
enseñanzas del exilio. Nicolás Salmerón en París (1 8 7 6 -1 8 8 5 )» , en Fernando Martínez López
(ed.), Nicolás Salmerón y el republicanism o parlam en tario, Madrid, Biblioteca Nueva, 2 0 0 7 ,
pp. 9 7 -1 4 6 .

18
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

casi dos décadas los institucionistas hicieron del discurso regenerador y del par­
lamentarismo el referente central de su política. Defensores acérrimos de los
gobiernos asentados sobre la opinión pública y de la democracia parlamentaria,
el cometido de la década final del siglo xrx fue la superación de la revolución y el
intento de lograr el poder a partir del triunfo electoral, una vez que desde 1890
se había establecido el sufragio universal en España.
Parlamentarismo y regeneración, republicanismo de cátedra y democracia,
evolucionismo y reforma social esos fueron los referentes centrales que movie­
ron al institucionismo en las décadas de entre siglos. Desde el Partido Centralista,
Salmerón, Azcárate, Piernas Hurtado, Posada, los Machado, los hermanos Calde­
rón y el núcleo básico de la Institución Libre de Enseñanza, desarrollaron una
intensa actividad política para ofrecer a la sociedad una alternativa reformista
desde el republicanismo, desde la idea de que era ya imprescindible superar el
marco institucional de la Monarquía constitucional y facilitar la creación de un
régimen verdaderamente representativo. No fue otra cosa el Partido Centralista,
que el portavoz de un republicanismo de cátedra formado por intelectuales que
creyeron en la utopía de que la razón de la palabra y la calidad científica eran
soporte suficiente para garantizar el tránsito a un nuevo orden político, el de la
democracia parlamentaria. A lo largo de la década final del siglo xix intentaron
aglutinar el centro republicano, pero fracasaron en la misma medida que fracasó
el republicanismo en su conjunto. Pasada la crisis del 98 tuvieron que reagrupar-
se en un nuevo proyecto unitario que constituyó la Unión Republicana de 1903*
La Unión Republicana, bajo la dirección de Nicolás Salmerón, representó la
última propuesta unitaria del republicanismo histórico para intentar cambiar el
régimen desde presupuestos no revolucionarios, desde la convicción de que sólo
con regeneración y reforma legal, con el triunfo electoral, era viable el cambio
a un nuevo orden político. En ella estuvieron progresistas, radicales, centralistas,
unitarios y varios grupos autónomos que vieron en la acción unitaria la última
posibilidad de una alternativa republicana. La Unión desarrolló de una manera
intensa un discurso regenerador en el que la acción violencia del Ejército y el
motín popular quedaron definitivamente arrumbados de la acción política. In­
tentó agrupar las fuerzas dispersas del republicanismo y hacer de la movilización
electoral el resorte mágico desde el que desplazar al monarquismo.42 Pura utopía.
En poco tiempo se percibió la falta de fuerza del proyecto y la emergencia de dos
corrientes internas llamadas a configurar dos proyectos distintos y complemen­
tarios del nuevo republicanismo: el radicalismo, dirigido por Alejandro Lerroux,y
el sector gubernamental que representaba la parte directamente instituicionista

42. Un análisis de la Unión Republicana en M. Suárez Cortina, «Regeneración y República


en la España de 1900», en Mercedes Cabrera y Javier Moreno Luzón (eds.), R egeneración y re­
fo rm a . España a com ienzos d el siglo xx, Madrid/Bilbao, Fundación BBVA, 2002, pp. 187-221.

182
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

del proyecto, los llamados «gubernamentales», dirigidos ahora por Melquíades


Álvarez. Ambos grupos compartieron la idea de unidad nacional y el deseo de
lograr el triunfo de la República por procedimientos legales, pero les separaban el
populismo de los radicales y el componente organicista de los gubernamentales.
El populismo lerrouxista43 fue un ingrediente básico a través del cual el republica­
nismo quiso atraer las masas obreras catalanas que no estaban adheridas al cata­
lanismo ni al anarquismo. A través de un discurso demagógico y de un programa
social de influencia francesa, el lerrouxismo representó en España los ideales del
radicalismo francés, donde la movilización anticlerical conformó un elemento
identitario de primera línea.
En abierta confrontación con el nacionalismo catalán, Lerroux se opuso con
fuerza a la política de colaboración que Nicolás Salmerón ofreció al catalanismo
al ingresar en Solidaridad Catalana. El resultado fue la formación de un nuevo
partido en 1908, el Radical. Años después, y ya en el marco de la Conjunción
Republicano-socialista, los «gubernamentales» formarían el Partido Reformista, la
expresión más acabada del proyecto político de la cultura institucionista. En defi­
nitiva, en la primera década del siglo xx el republicanismo vio cómo se frustraba
su último intento de acción conjunta; la Unión República, cómo emergían dos
partidos nuevos, el Radical y el Reformista y, sobre todo, cómo se hundía de una
manera definitiva el republicanismo histórico. Junto a ellos, el Partido Federal
mantenía su propia ruta a favor de un federalismo que contemplaba un acerca­
miento intenso a las clases populares y una política económica y social en oca­
siones cercana a las posiciones revolucionarias del anarquismo. En este marco,
era imprescindible reconducir la propuesta republicana en la línea de asimilar el
nuevo orden económico y social y la exigencia de formar partidos que habrían
de operar en una sociedad de nuevo tipo, de acomodo creciente a la sociedad de
masas, y la manera de establecer una relación estable entre proyecto republicano,
democracia política y reforma social, en el orden socioeconómico que emergió
en los años de la Primera Guerra Mundial.44
Es en este nuevo orden socioeconómico cuando, tras la muerte de José Cana­
lejas y la quiebra del sistema de turno, la aparición del Partido Reformista consti­
tuyó una novedad política reseñable, en el doble sentido de surgir como una pro­
puesta modernizadora desde el territorio del republicanismo pero también como
una vía que podía oxigenar el sistema restaurado para facilitar su transición hacia

43. Para un análisis de la biografía política y el alcance del lerrouxismo, José Álvarez Jun­
co, El E m perador del Paralelo. Lerroux y la dem agogia populista, Madrid, Alianza, 1990.
44. El impacto social, económico y político de la Primera Guerra Mundial en España
ha sido objeto de varios estudios. Véanse Gerard Meaker, La izqu ierda revolucionaria en
España, 1914-1923, Barcelona, Ariel, 1978; Santiago Roldán y José Luís García Delgado, La
fo r m a ció n d e la socied ad capitalista en España, Madrid, c e c a , 1973; F. J. Romero Salvado,
España, 1914-1918: entre la guerra y la revolución, Barcelona, Crítica, 2002.

18 3
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

la democracia. Ese fue el cometido central del proyecto reformista que iniciaron
en 1912 Gumersindo de Azcárate, Benito Pérez Galdós y Melquíades Álvarez y
que al año siguiente señaló su disponibilidad para gobernar con la monarquía,
tras proclamar el principio ya establecido de la cultura política institucionista
de la accidentalidad de las formas de Gobierno. Lo relevante de esta posición en
1913 fue que el sistema de turno había quebrado, que el viejo republicanismo
ya no constituía una oferta sugestiva para las clases populares y medias, y que la
Conjunción Republicano socialista había mostrado ya sus propias limitaciones
para coadyuvar al advenimiento de la República.
De otro lado, el Partido Reformista se presentaba como una oferta que venía
avalada por la presencia de un grupo de intelectuales de filiación liberal que
aportaron savia nueva al proyecto, y que presentaban un programa de refor­
ma que constituía una verdadera esperanza para el liberalismo democrático.45
No resultaba fácil incorporar al proyecto a figuras como Ortega y Gasset, Luis
de Zulueta, Ramón Pérez de Ayala, Manuel García Morente,Adolfo Posada, Luis de
Hoyos Sainz, Américo Castro, Pedro Salinas, Federico de Onís o Gustavo Pittaluga.
Cuando en 1913 el reformismo ya había mostrado su inclinación a una transac­
ción con el régimen monárquico, la oferta de un cambio suave, sin revolución,
a la democracia, en el marco de las instituciones vigentes, se encontró con el
proyecto liderado por Ortega y Gasset de una Liga de Educación Política de
España cuya tarea cívica y de pedagogía política tenía como cometido fortalecer
la ciudadanía en España e impulsar el liberalismo social, como expresión de una
nueva generación de intelectuales y políticos, la generación de 1914.46 Ortega y
su entorno, ya en abierta ruptura con el regeneracionismo costista, interpretaba
el problema de España no como el resultado del dominio de esta o aquella oli­
garquía que sometía la energía de la sociedad española, sino como un problema
de etnia, de raza, que demandaba una activa pedagogía política. El reformismo in­
corporó así el universo de la pedagogía política, aquel que Ortega veía como una
exigencia para lograr una modernización efectiva de España, y que se insertaba
de pleno con los conceptos e ideas de la tradición institucionista. Ajeno tanto al
ambiente obrero del socialismo español y a las clases medias conservadoras de
los partidos del sistema, el reformismo optó por una vía pedagógica que trataba
de acercarse a los sectores medios de las ciudades y del campo de espíritu pro­
gresista. El Prospecto de Ortega hacía así hincapié en el doble rechazo del obreris­
mo y del conservadurismo, resaltando el papel que le correspondía a una minoría
de intelectuales en la dirección de los intereses nacionales. No era la masa la que

45. La naturaleza del proyecto reformista y de sus efectos tanto dentro del sistema como
en el republicanismo en Manuel Suárez Cortina, El reform ism o en España. R epublicanos y
reformistas bajo la m on arqu ía d e Alfonso xrn, Madrid, Siglo xxi, 1986.
46. Para un análisis de la generación de 1914 véase Manuel Menéndez Alzamora, La g e­
neración d el 14. Una aventura intelectual, Madrid, Siglo xxi, 2005.

184
REPÚBLICA. M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

tenía que emanciparse a sí misma, sino que debía seguir las directrices estableci­
das por una minoría selecta que tenía los conocimientos adecuados para conocer
y resolver los problemas nacionales.

Para nosotros, por tanto -escribió Ortega en el Prospecto de la Liga de Educación


Políticor- es lo primero fomentar la organización de una minoría encargada de
la educación política de las masas. No cabe empujar a España hacia ninguna
mejora apreciable mientras el obrero en la urbe, el labriego en el campo, la clase
media en la villa y en las capitales, no hayan aprendido a imponer la voluntad
áspera de sus propios deseos, por una parte; a desear un porvenir claro, concre­
to y serio, por otra. La verdadera educación nacional es esta educación política
que a la vez cultiva los arranques y los pensamientos.47

Ese perfil elitista propio de un liberalismo de tentación minoritaria, no fue el


único componente del reformismo pero, dado el peso de los intelectuales en
el partido, parecía imbuir el estilo de una nueva generación que aportaba el co­
nocimiento científico y técnico a la solución de los problemas nacionales.48 Libe­
ralismo social, nacionalismo moderno, capacidad técnica, accidentalidad de las
formas de Gobierno, esas eran las directrices de un proyecto que llamaba a una
reforma general de país, pero que rehuía por igual cualquier tentación revolucio­
naria como una prolongación de la vieja política. «Junto a aquel impulso genérico
del liberalismo, es el ansia por la organización de España lo que lleva a nuestros
esfuerzos a agruparse.»49
La organización nacional, la pedagogía social, la democratización desde el or­
den social y político vigente, fueron a partir de 1914 las premisas que movieron
la política del Partido Reformista bajo la dirección de Melquíades Álvarez. La es­
peranza de lograr estas metas con la aquiescencia del sistema llevó al Partido Re­
formista a una posición de cautela y suavidad en sus propuestas políticas. Cuando
observó las dificultades para obtener esa meta sin presión se sumó a la revolución
del verano de 1917, donde quedó claro que resultaba imposible una transición a la de­
mocracia con la colaboración de la Corona.50 Con el fin de la Primera Guerra Mundial
los reformistas creyeron que llegaba su momento de participar en el Gobierno y desde
él llevar al régimen a una democracia efectiva. Se equivocaron. Sólo pudieron acceder

47. José Ortega y Gasset, «Prospecto de la Liga de Educación Política Española», en Vieja
y Nueva Política, Escritos Políticos (1908-1918), Madrid, El Arquero, 1973, p. 180.
48. Sobre Ortega véase Javier Zamora Bonilla, Ortega y Gasset, Barcelona, Plaza y Janés,
2002 .
49. José Ortega y Gasset, op. cit., p. 183-
50. La posición de la Corona y las ideas de Alfonso x iii han sido objeto de atención
reciente. Véase Javier Moreno Luzón (coord.), Alfonso XIII. Un político en el trono, Madrid,
Marcial Pons, 2003; Morgan C. Hall, Alfonso X JH y el ocaso d e la m on arqu ía liberal, 1902-
1913, Madrid, Alianza, 2005; Javier Tusell, Genoveva G. Queipo de Llano, Alfonso XIII. El rey
polém ico; Madrid, Taurus, 2001.

185
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

al gobierno en 1922 en el llamado Gobierno de Concentración, pero cuando intenta­


ron dar entrada a alguna de sus propuestas, en particular la reforma del artículo 11 déla
Constitución para garantizar la libertad de conciencia,la oposición frontal de la Iglesia
y la del mismo Romanones, les llevó a abandonar el Ministerio de Hacienda que ocu­
paba José Manuel Pedregal. Melquíades Álvarez, entonces presidente del Congreso de
los Diputados, siguió en su cargo, pero tuvo que ver desde esa posición como Alfonso
Xm permitía con total pasividad la liquidación del sistema parlamentario por el golpe
de Primo de Rivera en 1923- En esa coyuntura histórica el reformismo,y de un modo
especial su líder Melquíades Álvarez, mostró una debilidad considerable lo que ha­
bría de representar un fuerte varapalo para el proyecto político institucionista. Como
se puede comprobar años después, con la dictadura de Primo de Rivera se liquidó
la política parlamentaria de la Restauración y poco mas tarde la propia Monarquía.
El reformismo, como tal proyecto político, también sucumbió ante la exigencia de
formar nuevas propuestas republicanas y democráticas que cristalizaron desde 1930.
La Segunda República desde 1931 ya representa una nueva fase histórica en la que el
institucionismo como cultura política se disolvió en diversas propuestas partidarias.
El territorio del democratismo liberal republicano ha quedado sucintamente
delimitado, pero una comprensión adecuada de la relación entre democracia y
Restauración reclama prestar atención, aunque sea mínima, a otros a dos territo­
rios del «democratismo» de la Restauración. El prim ero, que sintetizamos ahora,
remite a la relación entre liberalismo, democracia y monarquía en el marco de los
partidos del sistema, en particular de esa línea que va desde Sagasta hasta José Ca­
nalejas, el representante más directo de las aspiraciones reformistas en el interior
del Partido Liberal. En dirección contraria, en los exteriores del sistema canovista
y de especial relieve en el territorio de las clases populares, incluida la clase
obrera, se encuentra el federalismo de Pi y Margall, que a lo largo del tiempo que
va desde la Primera a la Segunda República mantuvo siempre unas propuestas
políticas independientes del resto de los republicanos bajo la dirección política
y doctrinal de su indiscutible líder hasta que en 1901 tras su muerte el partido
experimenta un cambio adaptativo que, sin embargo, se llevó a cabo siempre
dentro de su propia tradición y cultura política.

4. DEMOCRACIA LIBERAL Y MONARQUÍA PARLAMENTARIA

El universo democrático en la España de la Restauración no se agota en el


proyecto o proyectos republicanos. Desde el Sexenio democrático un sector del
monarquismo buscó un campo de ampliación de los derechos políticos para acer­
carse a la democracia y ampliar el campo del gobierno representativo. Unas veces
se hizo a través de la misma constitución como en 1869, otras, sin embargo, a par­
tir de un modelo constitucional doctrinario al que, sin embargo, se le dotó de una

186
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

mayor flexibilidad aplicando un sufragio universal que desde 1890 aprobaron


las Cortes españolas. ¿Significaba eso que la democracia era compatible con el
doctrinarios político? Sin duda, no. Pero los políticos de la Restauración, más allá
de su convicción liberal o democrática, eran conscientes que era necesario forta­
lecer la base política del sistema y la ampliación del sufragio vino a constituir, el
menos desde el punto de vista formal, la «reconquista» de los derechos democrá­
ticos que en 1869 se habían consignado en la Constitución. La Restauración, por
su propia naturaleza, no podía dar salida a una verdadera democracia sin reforma
constitucional, pero una vez que Cánovas había sacado del texto de la constitución
de 1876 la cuestión del sufragio, una ley ordinaria podía hacer «compatible» doctri-
narismo y sufragio universal. Eso sí, sometido a un conjunto de limitaciones que
la práctica electoral se ocupó de desarrollar.
La universalización del sufragio era una exigencia que los liberales de izquier­
da demandaban a Sagasta para poder cerrar el ciclo abierto en 1868, pero éste, a
su vez, debía asumir lo que representaba formar la izquierda de un sistema políti­
co de turno que se asentaba sobre principios y prácticas deliberadamente antide­
mocráticos.51 El modelo bipartidista, la superación de la dictadura canovista, con
la incorporación del liberalismo dinástico, fue un factor decisivo para combinar
el conservadurismo de Cánovas con un conjunto de valores y cometidos políti­
cos del Sexenio que Sagasta se ocupó de canalizar a través de las diversas familias
del liberalismo. Sin embargo, frente al conservadurismo escéptico de Cánovas,
Sagasta, con su ideario de libertad y progreso, logró implementar el sentido res­
trictivo de la política restaurada para acomodarla, siquiera formalmente, a las exi­
gencias de un sector del democratismo del Sexenio, que exigía un nuevo marco
legislativo como garantía de su incorporación al nuevo orden postrevolucionario.
A esa línea respondió, primero, la incorporación de la izquierda dinástica y, más
tarde, la tarea legislativa del Gobierno largo 1885-1890. En su acomodo, Sagasta
no dudó en suavizar su optimismo progresista y asociar sus planteamientos a un
realismo político que le llevó a la reformulación de la soberanía nacional, hacien­
do compatible la soberanía compartida con el sufragio universal, la monarquía
parlamentaria52 con la ficción electoral, la libertad política con el realismo y el
pragmatismo extremo.
Se ha planteado que con la Restauración Sagasta dio un giro realista y prag­
mático, pero no es menos cierto que sus planteamientos liberales, monárquicos

51. Sobre el sentido y alcance del sufragio universal de 1890 véase Teresa Carnero, ciu­
dadanía política y democratización. Un paso delante, dos pasos atrás», en M. Pérez Ledesma
(dir.), D e súbditos a ciu d ad an os, Una historia d e la ciu d a d a n ía en E spañ a, Madrid, c e p c ,
2008, pp. 223-250.
52. El papel de la Corona como eje de la vida política y constitucional lo ha examinado
en detalle Ángeles Lario, El Rey, piloto sin brújula: la Corona y el sistema político d e la Restau­
ración (1875-1902), Madrid, Biblioteca Nueva, 2009.

18 7
EL ÁGUILA Y EL TORO* ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

y tímidamente anticlericales ya se habían establecido con claridad en los años


del Sexenio democrático. Basta recordar su manifiesto de gobierno dirigido a los
españoles en 1869 como prólogo a las elecciones:

La forma monárquica es la que se impone con inevitable fuerza para consolidar


la libertad y las exigencias de la revolución. La monarquía que vamos a votar es
la que nace del derecho del pueblo expresado por el sufragio universal; la que
simboliza la soberanía de la nación..,; la que destruye radicalmente el derecho
divino y la supremacía de una familia sobre un pueblo. Nuestra monarquía está
rodeada de instituciones democráticas; por eso es la monarquía popular.53

Es sobre estos supuestos centrales desde donde se reinserta Sagasta en el nue­


vo orden creado por Cánovas, pero reformulado en la práctica por las aportacio­
nes del Partido Liberal. No entra Sagasta en el debate doctrinal, sino en la prác­
tica concreta, en el desarrollo de los fundamentos doctrinarios ampliándolos en
el sentido que había establecido la Constitución de 1869. Pero, eso sí, cargados
de pragmatismo y dejando el idealismo del Sexenio en el baúl de los recuerdos.
Es desde ese planteamiento que el propio Sagasta podía resaltar en 1892 que las
instituciones españolas eran las más democráticas de Europa, que en sus treinta
años de vida política había luchado por desarrollar las instituciones democráticas
dentro de la monarquía y, por lo mismo, por lo que puede ser considerado, sin
posibilidad de error, como un hombre inserto en las redes del caciquismo de fin
de siglo, donde la distancia entre la ley y la realidad, entre la forma y el fondo,
fueron extremadamente amplios. El liberalismo oligárquico encontró así en Sa­
gasta un buen servidor, por más que sus orígenes, sus ideas y planteamientos del
progreso democrático fueran abiertos y, validos, pero la realidad mostraba que se
trataba finalmente de un político liberal de la Restauración. Incapaz de sanear las
corruptelas del sistema acabó encorsetado en la política del turnismo canovista.
Una pieza, finalmente, decisiva del liberalismo oligárquico.54
A esa limitación quiso escapar José Canalejas desde sus orígenes en el repu­
blicanismo templado de los institucionistas. Si Sagasta era un hombre de 1854,
Canalejas se inserta en los valores y cultura política del 69- El político riojano
nunca rebasó los territorios del liberalismo decimonónico, Canalejas está ple­
namente imbricado en las exigencias del liberalismo social adscrito a los terri­
torios del nuevo liberalismo. En el interior del liberalismo de la Restauración
Canalejas se inscribe en la línea del primer liberalismo democrático que desde

53. Recogido en José Cepeda Adán, Sagasta el político d e las horas difíciles, Madrid, f u e ,
1995, p. 69.
54. José Ramón Milán, «Orden y progreso. Los límites el liberalismo sagastino», en M.
Suárez Cortina (ed.), Las m áscaras d e la libertad. El liberalism o español, 1808-1950, Madrid,
Marcial Pons / Fundación Sagasta, 2003, pp. 229-264.

188
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMO CRACIA LIBERAL

el Sexenio había tratado de conciliar democracia y monarquía.55 Perteneciente


al entorno político de Martos, pero, al mismo tiempo, con unas concepciones
sociales adscritas al terreno de la cultura institucionista, fue quien mejor repre­
sentaba la idea de que la democracia liberal, bajo el marco jurídico y político de la
Restauración reclamaba el fortalecimiento de la identidad de la triada Monarquía,
Parlamento y Nación. Desde sus primeras experiencias políticas en la Izquierda
Dinástica, su ideario se desarrolló en el cometido de cumplir los objetivos de­
mocráticos del Sexenio en el marco de las instituciones y sistema parlamentario,
interpretando que desde el gobierno liberal y el desarrollo del sufragio universal
era realizable una interpretación democrática sin necesidad de llevar a cabo la
implantación de la República, ni siquiera una reforma constitucional.
Liberal y demócrata en el marco del liberalismo dinástico siempre ocupó una
posición excéntrica, y tanto en sus primeros años bajo el patronato de Cristino
Martos, como más tarde, bajo el liderazgo de Sagasta, Canalejas mantuvo un cri­
terio democrático en el marco de la monarquía. Miembro activo del Partido De­
mócrata Progresista lo abandonó junto a Martos, Montero Ríos y Romero Girón
cuando el partido optó por la vía revolucionaria.56 Como miembro de la Izquierda
dinástica fue Subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros bajo el
Gobierno de Posada Herrera. Desde entonces, como miembro de la izquierda
liberal, desarrolló una política de extensión democrática con un fuerte sentido
de la solidaridad social, representando de esa manera una vía dentro del sistema
que reclamaba la reformulación del viejo liberalismo en un sentido social, laico
y asentado sobre la opinión pública. El nuevo liberalismo canalejista resultó un
híbrido de las ideas sociales de los institucionistas y del pensamiento liberalde-
mocrático de los radicales del Sexenio, en línea con lo defendido por Martos,
Moret57 o Montero Ríos. De Martos le separaría, más tarde, su concepción social
de la liberal democracia, de Moret y Montero Ríos, su mayor radicalismo seculari-
zador.58 Con Montero Ríos compartía, sin embargo, que era posible desarrollar las
instituciones monárquicas en un sentido democrático sin necesidad de reformar
la constitución como pretendía Moret en su defensa del Bloque de Izquierdas
con los republicanos.

55. Véase el conjunto de discursos recogidos Discursos p arlam en tarios. M onarquía y


dem ocracia en las Cortes d e 1869. Selección de textos y estudio preliminar de Antonio María
Calero, Madrid, c e c , 1987.
56. J. Francos Rodríguez, La vida d e Canalejas, Madrid, 1918, pp. 309 y ss.
57. La biografía política de Moret, su evolución dentro de la izquierda dinástica y sus
planteamientos respecto de la democracia en Carlos Ferrera, La fron tera dem ocrática del
liberalismo. Segismundo Moret (1838-1913), Madrid, Biblioteca Nueva / uam , 2002
58. Margarita Barral Martínez y Emilio García López (eds.), Discursos parlam en tarios d e
Montero Ríos n a restau rad o borbón ica (1874-1923), Santiago de Compostela, Xunta de Gali­
cia, 1999; C. Dardé, «La aportación de Montero Ríos al liberalismo español», en La aceptación
del adversario. Política y políticos en la R estauración, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003.

189
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Los planteamientos del liberalismo social los tomó Canalejas de su conoci­


miento y cercanía de la tradición institucionista, de la defensa de un organicismo
social que le llevó al rechazo de la confrontación de clases y la idea de que la so­
ciedad era un organismo complejo, que reclamaba los principios del solidarismo,
tal y como se estaban desarrollando en Inglaterra o Francia. Defensor del evolu­
cionismo en sus concepciones sociales y políticas, Canalejas fue un receptor de
la dialéctica krausista, en su idea de que la armonía era el tercer momento de la
evolución social. Frente al liberalismo individualista, abstencionista, que dominó
la primera parte del siglo xrx, y el socialismo, que presidía las aspiraciones del
movimiento obrero de clases, debía surgir una tercera vía, una síntesis que armo­
nizara los derechos del individuo y los de la colectividad, una convergencia en
un asociacionismo que, garantizando los derechos individuales, diera respuesta a
las legítimas demandas del movimiento obrero. Pero el obrero no debía sentirse
como miembro de una clase, sino de una nación cuyas instituciones represen­
tativas dieran cabida a sus demandas e intereses. Ese ideal armónico no sólo se
refería a la sociedad, sino a la propia dinámica de la evolución humana, cuya
dialéctica representaba Canalejas, a la manera krausista desde el planteamiento
de las etapas sucesivas de unidad, variedad y síntesis, y en ella se unía por igual
el respeto a la libre asociación, a los derechos y deberes de los individuos y de
los diversos grupos sociales que forman la sociedad, incluyendo por igual a las
asociaciones religiosas que a las obreras.

Ahora hay que llegar al momento armónico, porque nos han enseñado las ex­
pansiones de las sociedades obreras que el individuo no deja de ser un átomo,
y cuando hay una conciencia, el individuo no es un ente atómico, sino un ente
autonómico; no se puede tejer una Asociación como una corona de flores,
porque ellas son inertes; no se quejan si se las lastima por la presión que en
ellas se ejerzan, sino que las Asociaciones se tejen con un yo individual, una
conciencia libre, un ser que tiene necesidad de expansión. Es preciso defender
al individuo en el seno de la sociedad; por eso quiero traer el Código armónico
que comprenda á todas las Asociaciones humanas, pero con respeto á la perso­
na individual, porque no nos podemos entregar al individualismo hasta llegar al
anarquismo, que es la suprema forma de la individualidad; ni á la Asociación en
el orden económico, sino que hay que ver que el hombre es un ser sociable que
necesita de otros para vivir, que no puede estar fuera de la sociedad.59

Ese armonismo social, la defensa del asociacionismo en el marco de las insti­


tuciones monárquicas, muestra que Canalejas consideraba viable la aplicación de
una democracia por encima del debate sobre las formas de Gobierno. Su acciden-

59. Discurso en el Senado el 29-X-1910. Recogido en Discursos Parlam entarios. Cortes


d e 1910, Pamplona, Analecta, 2004, p. 209. (Se trata de una reedición de la que F. Sempere
había publicado en Valencia.)

190
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

talismo potencial le llevó a la idea de que era posible una democratización dando
todo su sentido a las instituciones monárquicas, que la República no constituía
un avance efectivo y que sus políticas eran perfectamente compatibles con la
Monarquía.
La democracia compatible con la Monarquía en Canalejas era necesariamente
neutra en las relaciones económicas, en la religión y en la educación. Si en países
como Inglaterra, Bélgica e Italia, los principios de la liberal democracia habían
fortalecido el desarrollo de un nuevo liberalismo social y democrático, España,
a pesar de la imputación republicana y socialista, podría desarrollar políticas en
la misma dirección. Si en el Gobierno largo de Sagasta se había recuperado un
conjunto de principios proveniente del 68, (jurado, reforma del Ejército, sufragio
universal, legislación civil, etc.), era el momento de avanzar hacia una democracia
plenamente compatible con la reforma social.
¿Cuáles eran para Canalejas los problemas centrales del país para avanzar ha­
cia su democratización? A diferencia de la posición del republicanismo histórico,
Canalejas no consideraba necesario el cambio de régimen, ni siquiera la reforma
constitucional, sino la resolución de los problemas religioso, social y económi­
co. Para el primero debía ser liquidado el clericalismo. «Defiéndase la religión y
defiéndase la Monarquía; pero al hablar de religión no troquemos la devoción
religiosa por la careta de Tartufo, y al hablar de la monarquía no troquemos el
uniforme de Ministro por la librea del cortesano.»60 En el terreno religioso se
planteó un triple cometido: llegar a la libertad de cultos y de conciencia, no por
reforma constitucional, sino aplicando una lectura progresiva al artículo 11 de la
Constitución de 1876; la defensa de la escuela neutra a través de la sustracción
del sistema educativo a cualquier tipo de dogmatismo; finalmente, la regulación,
dentro de una ley común de asociaciones, de las órdenes religiosas con, o sin, el
consentimiento del Vaticano.61 Es bien conocida la dificultad de desarrollar una
política religiosa en los términos establecidos por Canalejas, la diferente posición
que dentro del Partido Liberal tuvieron en este tema Moret, Montero Ríos y, sobre
todo, Romanones,62 y de un modo especial, la inviabilidad de su ley del Cándado,
que quedó arrumbada dos años después de su propuesta de vincularla a una nue­
va Ley de Asociaciones que nunca fue aprobada.63 «En definitiva, -podía concluir
Canalejas- una política democrática es principalmente una política social y una

60. Discurso en el Parlamento el 14 de diciembre de 1900. Recogido en J. Francos Rodrí­


guez, op. cit., p. 217.
61. Véase Salvador Forner, C analejas y el Partido Liberal Democrático, Madrid, Cátedra,
1993, pp. 99 y ss.
62. Véase la biografía de Javier Moreno Luzón, Romanones. Caciquism o y política liberal,
Madrid, Alianza, 1998.
63- Véase José Andrés Gallego, La p olítica religiosa en España (1889-1913), Madrid,
Editora Nacional, 1975.

191
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA ¥ MÉXICO EN EL SIGLO XIX

política económica. Lo que aquí solemos llamar política, es adjetivo; lo que yo


llamo democracia política es substantivo.»64
La democracia, pues, ya no se derivaba del planteamiento decimonónico de
lograr los derechos políticos, sino de una efectiva realización de los ideales sociales
del siglo xx. Como liberal demócrata entendía que esa era la tarea del Estado liberal,
de la Monarquía en España. Dar garantías a la efectiva realización de los ideales
humanos planteados por su generación más allá de exclusivismo de clase o de
una debate estéril sobre las formas de Gobierno. Los ideales democráticos eran
un cometido ajeno a esos dos debates: la intervención del Estado, la legislación
social, la garantía de los derechos individuales, una idea de propiedad como fun­
ción social, un nuevo contrato de trabajo, una reforma agraria que se asentase so­
bre el principio de utilidad social, no de utilidad pública. Esas fueron algunas de
las ideas básicas sobre las que Canalejas deseaba plantear el nuevo horizonte
del liberalismo democrático dentro de la Monarquía.
Esa tarea de intervención correspondía al Estado, no a un Estado absentista,
sino uno intervencionista que legisle, corrija desigualdades, participe de forma
activa en todos los casos que el deber social, el desarrollo del individuo y la
sociedad en su conjunto, lo requiera. Para ello era necesario establecer un nue­
vo horizonte, donde derechos individuales y colectivos quedaran perfectamente
delimitados.

El Estado -escribió en 1905- no es un órgano meramente limitador, sin iniciati­


va, sin fecundidad; como no lo es la Iglesia; como no lo es la Universidad; como
no lo es ninguna de las instituciones sociales, no puede concretar su acción al
consejo de la palabra, porque ya no hay más estímulo eficaz que el del ejemplo.
Quien no produce, quien no tributa, quien no coopera al bien, es un solitario
que por abstraído o egoísta pugna con el espíritu social. Al Estado se pide, y con
razón, actividad positiva y fecundante; no solo limitativa y sancionadora.65

Para Canalejas el Estado moderno que reclama la sociedad del siglo xx no se


preocupa directamente de las formas de Gobierno, los cometidos de la reforma
social, de la económica y de la democratización de la vida política ni siquiera
deben ser esclavos de la Constitución, ya que ésta puede ser desarrollada desde
la propia expansión de su potencialidad. Frente al republicanismo, que planteaba
una clara incompatibilidad entre República y Monarquía, Canalejas entendía que
su tarea se planteaba como un horizonte propio de la Monarquía. Eso sería un tra­

64. J. Canalejas, «Puntualizando el programa de Gobierno». Congreso de los Diputados,


8-X-1910; recogido en C analejas g obern an te. Discursos parlam entarios. Cortes de 1910, op.
cit., p. 74.
65. Discurso leído por Canalejas como presidente de la raj y L. 28-111-1905. Recogido por
D. Sevilla Andrés, C analejas, Madrid, 1956, p. 127.

192
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

bajo que entendía que correspondía a la acción gubernamental, al Partido Liberal,


cuya tarea debería ser la de ensanchar las bases sociales de la Monarquía. La labor
del ministerio, había señalado ya en 1889:

No está en alardear de defender la monarquía, ni ese es el deber de un Gobier­


no; nuestro deber está en que el régimen parlamentario se realice en las condi­
ciones más perfectas de normalidad; nuestro deber está en decirle a la Corona
lo que entendemos que conviene en conciencia para satisfacer las necesidades
públicas... que Monarquía, Parlamento y Nación son tres elementos constitucio­
nales del régimen que nosotros estamos obligados defender y mantener.66

Estas propuestas de Monarquía, Parlamento y Nación fueron una constante en


la vida de Canalejas y su defensa la llevó a cabo ya en el Gobierno ya en la oposi­
ción, en el Partido Liberal o desde la formación a comienzos del siglo xx del Par­
tido Liberal Democrático, cuando el liberalismo postdesastre apuntaba a un claro
fraccionamiento. La posibilidad democrática de la Monarquía restaurada, más que
de ninguna otra propuesta, descansaba en las ideas y política que Canalejas trató de
llevar a cabo desde 1902. Cuando en 1910 alcanzó el poder, su programa fue
llevado al límite, pero en medio de un conflicto religioso y colonial que lastró las
posibilidades efectivas de democratizar el régimen.67

Es cierto que, para aquellos que sienten el fetichismo de las palabras, decir Mo­
narquía, como decir República, contiene siempre una misma idea, sin ponerse
a pensar que las palabras han llegado, por evoluciones históricas, á significar
mil cosas diferentes, y que cuando se dice Monarquía con el recuerdo fijo en
los vetustos Estados orientales, se dice rey absoluto, superior y exterior al Esta­
do mismo, representante de Dios sobre la tierra, en tanto que cuando se dice
monarquía pensando en la actual Inglaterra, se da a entender lo que lo que los
tratadistas han denominado una República coronada. Por eso ha podido afirmar
el gran tratadista del derecho jurídico Jorge Jellinek, que ha alcanzado la Mo­
narquía una tal adaptabilidad á diferentes condiciones históricas y sociales que
las más radicales diferencias en la efectividad el poder político del monarca, son
compatibles con el concepto y sustancia de la Monarquía; y llega Sigogne, en
un libro moderno, Monarquía y socialismo, á la conclusión de que la institución
real es una forma política que puede amoldarse, por su plasticidad constante, á
todas las necesidades sociales y a la evolución económica de los pueblos.68

66. Discurso en el Parlamento 23-XI-1889, citado por D. Sevilla Andrés, op. cit., p. 1Ó2.
67. Una visión sintética del ideario de Canalejas en Javier Moreno Luzón, «José Canalejas.
La democracia, el Estado y la nación», en Progresistas. B iografías d e progresistas españoles
(1808-1939), Madrid, Taurus/Fundadón Pablo Iglesias, 2005, pp. 160-193.
68. José Canalejas y Méndez, «Prólogo» a Melchor de Almagro San Martín, El nuevo libe­
ralismo. Ensayo leído la n och e d el 31 d e m ayo d e 1910, Madrid, Imprenta Artística, 1910, pp.
5-6.

193
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Esa elasticidad, esa defensa del evolucionismo pautado y la confianza de que,


finalmente, Monarquía y democracia eran compatibles, está en la base del pragma­
tismo canalejista y también en el giro que a su muerte dieron los reformistas. No
resulta esto en nada extraño, toda vez que unos y otros lo tomaron del liberalismo
anglosajón y vieron en la monarquía inglesa el camino a seguir para que en España
fueran compatibles los principios de la democracia y el régimen monárquico.69

5. Y LOS FEDERALES

El federalismo constituye, sin duda, el gran referente republicano del obre­


rismo y del campesinado que no se arrojó a los territorios del socialismo y del
anarquismo. Alejados de los presupuestos de la democracia liberal, los federales
antes y después del fracaso de la Primera República, se consideraron los porta­
voces de un democratismo social que resultaba difícil de compatibilizar con el
republicanismo individualista de Castelar, o con la concepción regional de los
institucionistas. Su federalismo, de tradición demosocialista, apuntaba a una ver­
dadera descentralización en la organización territorial del Estado, a una lectura
social de los derechos de propiedad y a una concepción de democracia obrera
que competía en desigual fortuna con los socialistas y los anarquistas, a los que
disputó la dirección de las masas obreras españolas de la Restauración.
El proyecto federal de Pi,70 a pesar de asentarse sobre una concepción de
España muy distante de los otros republicanos, no puede en modo alguno acomo­
darse a los registros que presenta el federalismo mexicano ni antes ni después de la
constitución de 1857. Los federales españoles rechazaron abiertamente el modelo
de revolución aplicada por los liberales, no aceptaron en ningún momento ni el
modelo de liquidación del Antiguo Régimen, ni menos aún el modelo aplicado por
Mendizábal en la desamortización eclesiástica, ni por Madoz en la civil. Se alejan
de este modo tanto de las características de la Ley Juárez como de la que poco
después Lerdo de Tejada aplicó a la política mexicana.71
En otro ensayo de este libro ya se ha visto cómo la constitución mexicana de
1857 y la federal española de 1873 se nutrieron de la cultura iusnaturalista y los

69. Véase en este sentido el ya citado trabajo de Práxedes Zancada, M onarquía y dem o­
cracia, Madrid, González y Jiménez, 1913. También José Canalejas, El Partido Liberal. Conver­
saciones con Jo s é Canalejas, Madrid, 1912. Hay edición reciente de Analecta, 2004.
70. Sobre su obra y pensamiento véase A. Jutglar Besnaus, P iy M argally el fed eralism o
español, Madrid, Taurus, 1975, 2 vol.; también el dossier Pi y M argall y el fed eralism o en Es­
p añ a, Historia y Política, 6 (2001) 2.
71. Véanse, en este sentido, el conjunto de trabajos recogidos por J. Zoraida Vázquez
(coord.) Ju árez . Historia y Mito, México d f , c o lm e x , 2010.

194
REPÚBLICA, M O N A R Q U IA Y DEMOCRACIA LIBERAL

elementos tantos de semejanza como de separación entre ambos textos consti­


tucionales. Ahora, una vez que la Primera República ha fracasado y se ha visto
que las diversas subculturas republicanas no pueden llevar a cabo un proyecto
de Estado y nación unitario, el federalismo, bajo la inequívoca dirección de Pi y
Margall, puso en marcha un proyecto político autónomo donde se hizo hincapié
en cuatro ejes fundamentales: la democracia, el laicismo, la descentralización po­
lítica y la vocación social. En cada uno de estos apartados el federalismo apostó
por una lectura bien diferenciada de las propuestas de los institucionistas, pro­
gresistas o posibiüstas.
La democracia federal se afirmaba a medio camino entre su herencia rous-
seauniana y la vocación de que el horizonte democrático de futuro era la de­
mocracia representativa, pero efectuada con todas las garantías y profundizando
las dimensiones social (clase obrera) y territorial (municipal), y alejándose del
parlamentarismo que dominó la vida política liberal de la Restauración. Como
mostraron en sus escritos Pi y Margall, Telesforo Ojea y Somoza y otros federa­
les, el parlamentarismo constituía una verdadera falsificación de toda pretensión
democrática. Su proyecto quedó bien delimitado en la Asamblea de Zaragoza de
1883 y en su proyecto constitucional, donde reelaboró el programa político para
el fin de siglo.
En el campo social, los federales agruparon las aspiraciones de amplios secto­
res populares y, bajo los planteamientos genéricos del demosocialismo, buscaron
una abierta ruptura con la economía política de carácter liberal. Sus concepciones
sociales fueron un híbrido de cooperativismo, socialismo mutualista y reformismo
social que dejaron bien delimitado en el Programa Federal de 1894. Ese compro­
miso social les acercó durante décadas a amplios sectores del campesinado, del
movimiento obrero y del artesanado, en abierta competencia con el socialismo de
clase y un anarquismo que, en muchas ocasiones, vio como sus afiliados mantuvie­
ron una doble militancia, en la acracia y el federalismo. Esa vocación social llevó
al federalismo en los aledaños de la Segunda República a sustentar un programa
social, amplio y radical, que le acercó al anarquismo militante, al defender la jomada
laboral de seis horas, la expropiación de latiundios,un amplio programa de naciona­
lizaciones (banca, ferrocarriles, minas e industrias de interés nacional) e identificar
la república Federal con los principios del sindicalismo revolucionario.72
Ese «radicalismo» social, la lectura social de un sistema económico de corte
cooperativo y mutualista, se vio acompañado, igualmente, por la radicalización
laicista que contrasta con otras familias republicanas. Los federales, siguiendo la

72. En los primeros momentos de la Segunda República el federalismo vivió una división
muy clara en su interior; de un lado, el sector más moderado dirigido por Franchy Roca, y el
más radical, representado por Eduardo Barriobero. Véase Agustín Millares Cantero, Franchy
Roca y los fed era les en e l «B ienio Azañista», Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo de Gran
Canaria, 1997.

195
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

herencia de Pi y Margall y Suñer i Capdevila, mostraron su compromiso con una


total secularización del Estado y su inclinación a limitar el papel de la religión en
la sociedad de su tiempo. Fueron los máximos impulsores de las escuelas laicas
y sus miembros participaron activamente en la Escuela Moderna fundada por
Francisco Ferrer i Guardia. El laicismo republicano les dio el marchamo de duros
anticlericales, alejándose de este modo de las posiciones de cristianismo liberal
de Castelar y del racionalismo religioso de los institucionistas, acercándose en sus
manifestaciones externas al anticlericalismo radical.
Con todo, sin embargo, el terreno que mejor delimita el proyecto federal es
su concepción descentralizada del Estado. Los republicanos siempre fueron muy
críticos con el modelo centralista puesto en marcha por el liberalismo postrevo­
lucionario y, genéricamente, se proclamaron federales. Ahora bien, ese federalis­
mo nominal no siempre expresaba el proyecto de articulación estatal de corte
federal. Podríamos decir que en la tradición republicana se pueden percibir tres
registros que decantan perfectamente el carácter «federal» de cada corriente. De
menos a más, vemos que los posibilistas y radicales centraron su atención en la
autonomía de los municipios, los institucionistas en los municipios y las regiones
y, solamente, los federales trataron de llevar hasta su extremo la construcción de
una Estado nación que interpretaba España como tal, pero que exigía una plena
descentralización hasta convertirse en un Estado plenamente federal. De este
modo, cuando en 1873 las diversas corrientes del republicanismo se decantaban
como federales estaban remitiendo a organizaciones políticas y territoriales muy
distintas, como quedó de manifiesto en las diferencias de los proyectos consti­
tucionales de Salmerón y Chao de 1872, en la constitución federal de 1873 y,
más tarde, en el proyecto de Pi y Margall de 1883. Cabría señalar que el munici-
palismo de los radicales blasquistas, el «regionalismo» de los institucionistas y el
federalismo de los seguidores de Pi y Margall parecían externamente semejantes,
pero respondían a fundamentos jurídicos y políticos, a aspiraciones sociales e
imaginarios bien diferenciados. En todo caso, a lo largo del siglo xix, unos y otros
consideraron que España era una nación y que su articulación territorial debía
ser federal, pero no confederal.
El confederalismo republicano habría de surgir, en todo caso, a comienzos
del siglo xx, cuando en el interior del catalanismo político un sector del federalis­
mo apostó ya abiertamente por Cataluña como nación y por la República como
el régimen que podía dar satisfacción a sus demandas. Entre ambos momentos, el
federalismo catalán, el más expuesto a la presión de los llamados nacionalismos
periféricos, se mantuvo en un territorio, sin duda ambiguo, pero no rebasó el
campo federal de considerar España como nación. La figura más controvertida de

i 96
REPÚBLICA, M O N A R Q U ÍA Y DEMOCRACIA LIBERAL

esta línea, Vallés i Ribot, como ha mostrado Pere Gabriel73 constituye un buen re­
ferente de cómo el federalismo catalán hubo de gestionar su proyecto en medio
de las fuertes presiones del nacionalismo catalán, de un lado, y del anarquismo,
de otro, toda vez que los federales fueron los que mantuvieron una clara osmosis
con las aspiraciones del obrerismo. El republicanismo confederal encontraría a
principios de siglo su espacio político, cuando se formó en Cataluña la Unión
Federal Nacional Republicana ( ufnr ) , más tarde, el Partít República Catalá y, so­
bre todo, en los años de la Segunda República, cuando Esquerra Republicana de
Catalunya es la verdadera protagonista de la política republicana catalana en el
primer bienio. Para entonces, el proyecto federal construido por Pi y Margall en
la década de los ochenta del siglo xix, constituía ya una fuerza menor, sobre todo,
una vez que la constitución de 1931 se proclamó contraria al federalismo en su
formulación de Estado integral. El federalismo se mantuvo como una fuerza viva
en múltiples núcleos urbanos y aún rurales, pero ya no fue capaz de representar
el horizonte descentralizador que lo había caracterizado en las primeras décadas
de la Restauración, ya que ahora debía competir con las propuestas federales y
confederales de los representantes de los nacionalismos periféricos.
En definitiva, el proyecto federal no se asemeja en ninguna forma a aquel fede­
ralismo mexicano que en 1824 mantuvo las corporaciones del Antiguo Régimen,
ni tampoco al federalismo liberal que en 1857 apostó definitivamente por el libe­
ralismo y la desamortización de las tierras eclesiásticas. El federalismo mexicano,
en todo caso, puede ser asociado al proyecto social y político liberal español,
excepto en lo referente a la organización territorial y el sistema de sufragio indi­
recto, aunque debemos esperar a la constitución de 1917 para ver un proyecto
que solo entonces apostó por la lectura de un liberalismo social que se acogió
bajo el emblema de la revolución.

73. Véase Pere Gabriel, El catalanism o i la cultura fed eral. Historia i p olítica del républi­
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Abellán, J. L. 99 Anselmo, 132


Adame, J. 15 Aparisi y Guijarro, A. 93
Aguilar Rivera, J. A. 54, 64, 67, 108, Arana, S. 82
112, 138, 153 Aranda, conde de. 39
Aguilera Manzano, J. Ma. 28 Arceo Konrad, C. 151
Aime Martin, L. 123 Arenal, C. 83, 98.
Alamán, L. 18, 56, 68, 72, 153 Argüelles, A. de. 31, 49, 55, 62, 72
Alcalá Galiano, A. 49 Aribau, C. 111
Alfonso XII, 77 Arroyo García, I. 114
Alfonso XIII, 179, 185, 186 Artaza, M. 23
Almagro, M. 158 Astigarraga, J. 44
Almicus, B. 44 Atsma, A. 12, 104
Alonso, G. 88 Aubert, P. 15, 80
Altamira, R. 160, 173 Ávila, A. 10, 22, 27, 38, 53, 57, 64, 85,
Altamirano, I. M. 107, 132 113
Álvarez Cuartero, I.. 67, 113 Ávila, F. 27
Álvarez Junco, J. 29, 88, 93, 183 Ayguals de Izco, W. 25, 103, 104, 105,
Álvarez Tardío, M. 98 108, 109, 110, 115, 116, 117, 120,
Álvarez, M. 177, 182, 185, 186 121 ,
Amadeo de Saboya, 63 122, 124, 126, 127, 128, 131, 132, 133,
Amado, M. 93 134
Amat, F. 39 Ayllón y Altolaguirre, M. 168
Andrés Gallego, J. 191 Aymard, M. 12
Andrews, C. 70 Aymes. J-R. 32, 41
Anguera, P. 77 Azaña, M. 102, 176
Anna, T. 67 Azcárate, G. 100, 169, 172, 173, 174,
Annino, A. 22, 27, 53, 64, 65, 67, 85, 175, 176, 177, 179, 180, 181, 182,
139, 145, 160 184
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Bretón de los Herreros, M. 111


Balíbe, M. 143 Brushwood, J. S. 107
Bálmes, J. 24, 82, 90, 91, 124 Bulnes, F. 154
Banti, A. M. 165 Burdiel, I. 30, 50, 130, 170
Barcia, C. 99, 169 Burgoa Orihuela, I. 146
Bardají, E. De. 56 Burgos, J. De, 73
Barllard Perry, L. 160 Burguera Nadal, Ma L. 129
Baró Pazos, J. 69 Burguiére, A. 12, 104
Baroja, P 148 Burke, E. 153
Barragán Barragán, J. 58, 85 Bussall, J-B. 33
Barrai Martínez, M. 189 Bustamante, C, Ma de. 121
Barreda, G. 135 Buve, R.65, 85, l60
Barredo Ortega, A. 46, 88 Buylla, A. 174
Barreiro Fernández, X. R. 163
Barrio, A. 27, 28 Cabet, E. 132
Barriobero, E. 195 Cabrera Calvo Sotelo, M, 157, 182
Barrón, L. 112 Cacho Viu, V. 174
Bastián, J. R 15, 16 Cairnes, J. E. 174
Bastiat, F. 132 Cala, R. De la. 168
Baulo, S. 108, 109, 111, 126 Calatayud, S. 70
Baz, Ma. J. 92 Calatrava, J. Ma. 49
Bejar, R. 140 Calderón, familia, 182
Bellaflor, maquesa de, 118; 124 Calero, A. Ma. 189
Benitez, R. 108, 116, 124 Callahan, W. 15, 140
Benot, E. 168 Callcott, W. H. 64
Benson, N. L. 58 Calvo Carilla, J. L. 108, 134
Bentham, J.48 Campillo, N. 133
Beramendi, J. 93 Canal, J. 97, 163, 170
Blancarte, R. 15, 140 Canalejas y Méndez, J. 173, 183, 188,
Blanco White, J. Ma. 49 189, 191, 192, 192, 193, 194
Blanqui, L. A. 132 Canalejas, F. De Paula. 100, 169
Blas, A. de. 27 Cano Andaluz, A. 25, 27
Bloch, M.12, 104 Canovas del Castillo, A. 49, 73, 77,
Bonaudo, M. 12, 23, 25 149, 157, 161, 164, 187, 188
Borrego, A. 49 Cañedo, J. De Dios, 84
Botti, A. 93, 100 Cañueio, L, 40
Boyd, C. P. 80, 97, 176 Capellán de Miguel, G. 28, 100, 169,
Brading, D. A. 15, 67, 154 172, 176
Bravo, N. 113 Capitán Díaz, A. 177
Breña, R. 16, 22, 29, 43, 59, 62, 64, Carbonell, M. 144
66, 67, 85, 112, 137, 142 Carlos III, 32

226
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Carlos IV, 19, 87 Coloma, L. 148


Carmagnani, C. 55, 64, 76, 112, 14, Colon, C. 103
139, 145, 158 Comín. F. 20
Carnero Arbat, T. 157, 160, 187 Comonfort, I. 118, 119, 132
Caro García, D. 29 Comte, A. 48, 154
Carpizo, J. 146 Connaugthon, B. 15, 27, 85, 138, 140
Carracedo Sancha, M. 99 Constant, B. 48
Carrillo, V. 109 Cordova, A. 159
Casalduero, F, 169 Cortazar, A. 107
Casalduero, J. 75 Cortés, V. 27
Casanova, J. 13 Cosio Villegas, D. 64, 145, 146, 159
Casmirri, S. 13, 165 Cosmes, F. 154
Caso González, J. 38 Costa, J. 160
Castañón, A. 149 Costeloe, M. P. 71
Castelar, E. 25, 26, 75, 99, 126, 136, Couto, J. Ma. 56
140, 147, 148, 150, 151, 152, 156, Covarrubias, J. E. 27
157, 158, 161, 162, 164, 168, 169, Covo, J. 68, 76, 117
170, 171, 194 Cueva Merino, J. de la. 15, 97, 169,
Castells, I, 29, 40, 49, 86 176, 177
Castro Leiva, L. 54, 145
Castro, A. 184 Dardé Morales, C. 157, 158, 189
Castro, C. De. 62, 74 Delgado Idarreta, J.M. 77, 141
Castro, D. 13 Demerson, G. 38
Castro, F. De, 99, 175 Demerson, P. de. 38
Castro, M. A. 27 Desvois, J-M. 109
Cavour , conde de (Camilo Benso) 176 Detienne, M. 14, 104, 136
Ceballos, M. 15 Díaz Covarrubias, J. 117
Ceberio, B. 12 Díaz Moreno, J. Ma, 91
Cepeda Adán, J. 188 Díaz Quintero, F. 168
Chacón Godas, R. 99 Díaz, P. 66, 110, 145, 149, 158, 161
Chao, E. 168, 178, 196, Diego Romero, J. de. 63, 148
Chiaramonte, J. C. 43 Donoso cortes, J. 82, 92, 93, 95
Chust, M. 10, 11, 27, 28, 31, 45, 53, Duarte i Montserat, A. 169
63, 64, 65, 72, 115, 136 Ducey, M. T. 65
Cladera, C. 40 Ducoing, P. 154
Clarck de Lara, B.106 Dufour, G. 39
Claudio, fray Dumas, C. 150
Clavero, B. 47, 88, 136, 138
Cobden, R. 132 Eastman, S. 22
Colom González, F. 16, 17, 47, 55, 59, Electra, 177
138, 141 Elliot, J. H. 12

227
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Elorza, A. 39, 42, 109, 111 Gabriel, R 169, 19


Encinar, A, 107 Galante, M. 58, 64
Enériz Olaechea, F. J. 76, 147 Gallardo, B. J. 43
Escalante Golzalbo, F. 64, 66, 76, Gallego, J. N. 43
137, 145, 149, 159 Gamas Torruco, J. 144
Espigado, G. 168 García Casanova, J. F. 151
Esteve Ibañez, L. 99, 150 García Delgado, J. L. 183
Estrena Duran, F. 76 García García, R. 47, 88
García López, E. 189
Francos Rodríguez, J. 191 García López, F. 91
Faya Viesca, J. 69 García Morente, M. 184
Fernández Albaladejo, R 42 García Queipo de Llano, G. 185
Fernández Lizcano, F. 59 Garcia Ruiz, E. 99, 169
Fernández Sarasola, I. 34, 42, 50, García Ugarte, M. E. 153
88 García, R. 27
Fernández Sardino, R R 60 García, T. 152, 154
Fernández Sebastián, J. 30, 32, 44 Garner, R 149
Fernando VII, 19, 20, 31, 56, 72, 82, Garrido Martín, A. 27, 160
89, 90, 124 Garrido, F. 99
Ferrer i Guardia, F. 196 Gil de Zarate, A. 111
Ferrer Muñoz, M. 16, 31, 67, 58, 84, Gil Novales, A. 39, 60
137, 146 Gilí, A. 91
Ferreras, J. I. 108, 109 Giner de los Ríos, F. 100, 102, 176
Fiestas Loza, A. 88 Gnisci, A. 105
Figueroa Esquer, R. 60, 137 Gómez Farias, V. 122
Florescano, E. 121 Gómez Galvarriato, A. 66, 145, 156
Flórez Estrada, A. 46, 49, 84, 168 Gómez Ochoa, F. 27
Fontana. J. 20 Gómez Serrano, J. 28, 135
Forcadell, C. 61 González Hernández, Ma J. 28
Forner, S. 191 González Serrano, U. 176
Foronda, V. de. 40 González-Stephan, B. 107
Forte, R. 156 Gortázar, G. 169
Fourier, Ch, 128, 131 Granados, A. 140, 149
Fradera, J. Ma. 77 Granados, O. 149
Francos Rodríguez, J. 189 Granados Maldonado, F. 107
Frasquet, L 22, 27, 28, 56, 65, 137, Granja, J. L. De la. 77
137 Grocio, H. 44
Fuentes Aragonés, J. F. 30, 46 Guadalupe, V De. 80
Fuentes Quintana, E. 29 Guardino, R 65
Fusi, J. R 27 Guedea, V. 10, 22, 53, 67, 85, 137
Guereña, J-L- 77

228
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Guerra, F-X. 22, 54, 137, 139, 140, Iturbide, A. De. 135
141, 144, 145 Iturbide, Andres, 118
Guerrero, V. 57,113,135
Guillen, C. 105 Jaume, L. 48
Guizot, F. 48 Jiménez J. R. 101
Guriri y Alcocer, J. M. 17, 18, 55, 57, Jiménez Landi, A. 174
72 Jovellanos, M. G. 35, 49
Gutiérrez Hernández, A. 22 Jover Zamora, J. Ma. 39, 61, 158, 169
Gutiérrez Lázaro, C. 28 Juárez, B. 22, 140, 144, 146, 148, 194
Guzmán, R. De, 99 Jutglar Besnaus, J. 194

Hale, Ch.. 64, 67, 68, 142, 153, 154, Kaeble, H. 12


159, 160 Kocka, J. 12
Hall, M. H. 185 Krause, K. C. F. 99
Hamnett, B. 106, 146 Krauze, E. 143
Hartszembusch, J, E. 111
Haupt, H-G. 80 Lófqist, E. 107
Hegel, C. H. W. 151 La Parra López, E. 29, 47, 86, 88, 139,
Heinnecio, J. 44 164
Henkel, R 121,129, 130 Laboa, J. Ma. 88
Hernández Chávez, A. 17, 58, 59, Lacalzada Mateo, Ma. J, 98, 99
64,65, 67,69, 76, 112, 139, Lacunza, J. Ma. 107.
Hernández López, C. 127 Lacunza, J. N. 107
Herr, R. 39 Lafaye, J. 15
Herrero, J. 82 Lamadrid Souza, J. L. 15, 16, 85
Hidalgo y Costilla, M. , 17, 83 Lamennais, F. de. 83, 90, 98, 99, 123,
Hidalgo, Liceo, 107 126, 131, 132
Hobhouse, L. T. 175 Landavazo, M. A. 21, 22, 56, 70, 113,
Hobson, J. A. 175 114, 142
Holland, Lord. 49 Landgewiesche, D. 80
Hoyos Sainz, L. De,. 184 Lara Cisneros,. G. 85
Hoyos, J. de. 28 Lario, A. 138, 164, 187
Hus, J. 80 Larra, M. J. 83, 90, 98
Leixa, J. 143
Ibáñez de Rentería, J. A. 40, 41 Lempériére, A. 138
Ibarra. A. C. 85 León de Arroyal, 40, 41, 42, 43
Iglesias, J. Ma. 77, 154 Lerdo de Tejada, S. 140, 144, 194
Illades, C. 106, 107, 110, 138 Lerena, conde de. 41
Iñurritegui, J. Ma. 45 Leroux, P. 126
Isabel II, 147 Lerroux, A. 171, 182, 183
Isern, D. 96 Leyva, J. Fernández. 72

229
EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Lida, C. E. 21 Martínez López, F. 181


Lira, A. 144, 145 Martínez Marina, F. 35, 36, 37, 88
Lissorges, Y. 126 Martínez Sospedra, M. 39, 40
Llorca, C. 150, 171 Martínez Villergas, J. 111
Llórente, J. A. 39 Martín-Retortillo, L.99
Lluch, E. 44 Martos, C. 189
Locke, J. 41, 44 Mate, R. 38
Lomeli Vanegas, L. 159 Matute, A. 15, 27, 85, 140, 151, 159
Lope Blanch, J. M. 106 Maurice, J. 109
López Cámara, F. 67 Maximiliano de Absburgo, 24, 55, 57,
López Garrido, D. 74, 117 114, 142
López Morillas, J. 100 Mazarrasa, J. De. 85, 86
López, J. Ma. 90 Meaker, G. 283
Lorenz, Ch. 12 Medina Peña, L. 64, 76, 137, 143, 145
Lorenzo Villanueva, J. 24, 34, 35, 39, Mees, L. 81
82, 88, 98 Meléndez Valdés, J. 40, 43
Loyola, F. J. 99 Mendiola, M. 72
Luis Mora, J. Ma. de, 59, 153 Mendizábal, J. A. 168
Luis, padre, 124, 129, 130 Menéndez Alzamora, M. 184
Luna Argudín, M. 71, 76, 137, 159, Menéndez Pelayo, M. 24, 82, 92, 96
160 Menéndez pelayo9, M. 24
Luna Carrasco, J. R. 31, 58, 143, 146 Merino, M. 22, 59, 64, 66
Lutero, M. 80 Mestre, A. 38
Meyer, J, 15
MacGregor, J. 22, 161 Michelena, J. M: 56, 72
Machado, familia, 182 Mier, Fray S. T. De, 59, 121
Maissonave, E. 169 Miguel González, R. 63, 75, 109, 146,
Malamud, C. 157 166
Malo Guillen, J. L. 174 Miguel González, R. 63
Maquiavelo, T. 41 Miguel, A, 137
Marchena, J. 43, 46 Milán, J, R. 188
Marco, J. Ma. 108 MillanJ. 70, 165
María Enriqueta, 126 Millares Cantero, A. 195
María, 127, 128, 129, 133 Minghetti, M. 176
Márquez, D, 144 Miquel, A. 21
Marramao., G. 79 Miranda Carabes, 106
Marsa Vancells, R 98 Molero Pintado, A. 174
Martín Moreno, F. 9 Moliner Prada, A. 19, 94
Martínez Campos, A. 148 Monnot de Mably, G. 42, 43
Martínez de la Rosa, F. 49 Monreal Avila, R. 69
Martínez Gallego, E. A. 109 Montalembert, Ch. de. 83, 100, 176,

230
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Montero, F. 15, 97, 176 Pacheco, M. M. 140


Montero Ríos, E. 177, 189, 191 Palacio Morena, J. I. 175
Montesino González, A. 93 Palacios, G. 15, 64, 85, 136, 140
Montesquieu, Barón de. 41 Pallares Moreno, J. 42
Mora Pérez Tejadas, P. 27 Palti, E. J. 68, 136, 138, 142
Moral Ruiz, J. Del, 73 Pañi, E. 27, 55, 57, 64, 108
Moral Sandoval, E. 41 Pan-Montojo, J. 27, 70, 77
Morales Ladrón, M. 105 Pascua Pía, J. L. 109
Morales Moya, A. 32, 38, 39 Paso, F. Del, 127
Morales Muñoz, M. 77, 110 Paúl y Angulo, J. 75
Morán Ortí, M. 47, 88, 89 Payno, M. 117
Morange. C. 40 Paz, O, 161
Morelos, J. Ma. 57, 113 Pedregal, J. M. 186
Moreno Luzón, J. 157, 182, 185, 193 Peel . R. 132
Moret, S. 173, 189, 191 Pelistrandi, B. 80, 177
Morlino, L. 12 Peña, Ma A. 75
Moya, M. 172, 173 Pereda, J. Ma. de, 93
Muñoz Torrero, D. 33, 40, 43, 45, 52, 72 Pérez de Ayala, R. 184
Pérez de Herrera, C. 126
Nachet, J. (Louis Iridore Nachet) 126 Pérez Galdos, B. 106, 148
Napoleón Bonaparte, 86 Pérez Garzón, J. S. 73, 117
Navarro Villoslada, F. 94 Pérez Herrero, P. 53
Nieto Sotelo, J. 137 Pérez Ledesma, M. 27, 74, 157, 161,
Nieto, J. 21 164, 170, 187
Niewóhner, F. 38 Pérez Montfort, R. 28, 108, 135
Nocedal, C. 93, 94 Pérez Toledo, S. 138
Nuñez Florencio, R. 143 Pérez Vejo, T. 10, 21, 22, 24, 27, 28,
Núñez Seixas, X. M. 27 55, 69, 111, 137
Pérez, S. 86
Ocampo, J. 113 Peyorou, F. 63, 75, 109, 147, 166
Ojea y Somoza, T. 195 Pi y Margall, F. 75, 167, 169, 170, 186,
Olavide, P, de. 40 194, 195, 196, 197
Ollero Valles, J. L. 77, 141, 166 Pidal, A. 94, 95, 96
Onís, F. De. 184 Piernas Hurtado, J. M. 174, 182
Orense, J. Ma. 75, 168 Pierrad, C. 169
Orleáns, L. F. de. 49 Píetschmann, H. 58
Ortega y Gasset, J. 184, 185 Piqueras, J. A. 45, 63
Ortí y Lara, J. M. 94 Pi-Suñer Llorens, A. 20, 22
Osma, Obispo de, 124 Pittaluga, G. 184
Owen, R. 132 Pizarro Suárez, N. 25, 103, 104, 105,
106, 107, 108, 110, 115, 117, 118,

231
EL ÁGUILA Y EL TORO, ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

119, 120, 121, 122, 123, 124, 126, Reyes Heroles, J. 64, 85, 149, 159
127, 128, 130, 131, 132, 133, 134 Ridolfi, M. 26
Portero, F. 77, 171 Riquer, B. de. 77
Portillo Valdés, J. Ma. , 17, 22, 32, 42, Riva Palacio, V. 107
45, 47, 53, 83, 88, 89 Rivera Castro, F. 149
Posada Herrera, J. 189 Rivera García, A. 89, 90
Posada, A. 173, 175, 182, 185 Rivera y Río, J. 117
Posse, A. 46 Roa Barcena, J. Ma. 107
Posse, J. A. 88 Roberpierre, M. 60
Pou y Ordinas, A. 97 Robledo, R. 29, 44, 139
Preston. P. 30 Robles Egea, A.68, 157, 179
Prieto, G. 107 Roca, F. 195
Primo de Rivera, M. 178, 186 Rocamora, J. A. 165
Pro Ruiz, J. 23, 27, 70, 73 Rodgers, E. 100
Proudhon, R J. 132 Rodríguez O, J. E. 10, 22, 43, 67, 69,
Pufendorf, S, F. 36, 44 139
Roeder, R. 149
Quintana Roo, A. 107 Rojas, R. 53, 54, 65, 108, 112, 113,
Quintana, M. J. 43 138
Quitarte, V. 27 Roldan, S. 183
Romano, A. 47
Ragin, Ch. C. 12 Romanones, conde de (Alvaro de
Rajo Serventich, A. 22, 152 Figueroa y Torres) 191
Ramírez Saiz, J. M. 153 Romeo Mateo, Ma. C. 29, 30, 6l, 70,
Ramírez, I. 107, 118, 132 86, 139, 164, 165
Ramos Arizpe, M. 7, 18, 55, 56, 57, Romero Girón, V. 189
59, 72 Romero Salvado, F. J. 183
Ramos Santana, A. 32 Romero Tobar, L. 108
Rancio, filósofo (Francisco Alvarado) Rosales, H. 140
24, 82, 93 Rosenzweig, G. 152
Ratz, K. 142 Roura I Aulinas, Ll. 39, 40
Reguera, A. Rousseau, J. J, 41, 44
Reina, V. 81 Ruiz Torres, P. 29, 61
Remírez Alerón, G. 29, 86, 139, 164 Ruiz Zorrilla, M. 170, 171, 181
Remond, R, 79 Rújula, P. 109
Renán, E. 123, 124, 132 Rus Rufino, S. 38
Reséndez Fuentes, A. 141 Rüsen, J. 12, 14
Revuelta González, M. 88
Rey Reguillo, F. Del, 157 Saavedra, F. de. 41
Reyero, C. 109 Sàbato, H. 76, 112
Reyes de la Maza, L. 106 Sáenz, V. 124

232
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Sagasta, P. M. 166, 187, 188, 189, 191 Serrano Ortega, J. A. 22


Saint Simón, H. de.128 Sevilla Andrés, D. 192, 193
Salas, R. de. 40, 43, 46 Sewell, W. H. 12
Salazar Anaya, D. 21 Sierra Méndez, J. 25, 77, 149, 150,
Salinas, P. 184 151, 152, 153, 154, 155, 156, 160,
Salmerón Castro, A. 110 161, 162
Salmerón, N. 100, 168, 169, 176, 177, Sierra, M. 25, 75
178, 181, 196 Sieyes, E. J. 44
San Juan de Letrán, Academia, 107 Simon, J. 124, 160
San Martín, M. de. 193 Skocpol, T.12
Sánchez Andrés, A, 21, 22, 55, 60, 70, Sobejano, G. 126
114, 137, 142, 161 Solozabal, J. J, 169
Sánchez de Toca, J. 96 Somers, M. 12
Sánchez Férriz, R, 95 Soto, Fray Domingo de, 126
Sánchez García, R. 29 Speckman Guerra, E. 106, 151
Sánchez Gómez, J. 67, 113 Spencer, H. 154
Sánchez Mejía, Ma. L. 36 Spender, D. 57
Sánchez Real, C. 98 Staples, A. 110, 159, 160
Sancho, V. 31 Suárez Arguello, A. R. 141
Sandoval, A. 106, 107 Suárez Bilbao, F. 73
Santamaría de Paredes, V. 173, 174 Suárez Cortina, M. 13, 15, 21, 24, 25,
Santo Tomás, 36 26, 50, 68, 69, 75, 77, 82, 93, 102,
Santoveña, A. 93 111, 134, 137, 141, 153, 148, 149,
Sanz del Río, F. 169 157, 164, 165, 167, 170, 173, 176,
Sarda y Salvany, F. 94 182, 184, 188
Sarrailh, J. 39 Sue, E. 25
Sartori, G. 12 Suñer i Capdevila, F. 169, 196
Saugnieux, J. 38
Saz, I. 30 Taine. H. 154
Schaffle, A. 174 Tapia, T 99, 176
Schiavon, J. A. 57 Tartufo, 191
Schmeling, M. 105 Tecuenhuey, A. 63
Schmitdt Novara, Ch. 165 Tejado, G. 94, 95
Schmoller, G. 174 Telechea Idigoras, J. I. 91
Scott, W. 109, 127 Tena Ramírez, F. 148
Scriewer, J. 12 Tenorio Trillo, M. 11, 66, 145
Sebold, R. P 108, 127 Terán Fuentes, M. 22, 59
Seco Serrano, C. 76, 143 Thiers, A. 160
Sempere, F. 190 Tomas y Valiente, F. 138
Serrano Ortega, J. A. 10, 11, 22, 64, Toreno, Conde de. 49, 55, 62, 72,
Serrano García, R. 63, 148, 167, 168 Torquemada, T. de.99

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EL ÁGUILA Y EL TORO. ESPAÑA Y MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Torre, R. De la, 153 Vélez, R. De. 82, 88, 93


Torrubiano Ripoll, J. 80, 81 Victoria, G. 113
Tossiat Ferrer, M. 107 Vigil, J. Ma. 77, 107, 132, 154
Tovar, R 117 Villacampa, R 179
Trejo Estrada, E. 15, 25, 27, 85, 140, Vilar, J. B. 81
154, 159 Vilches, J. 150, 169, 170
Trías Vejarano, J. 169 Villacañas, J. L.17, 47, 89
Tusell, J. 77, 171, 185 Villegas Revueltas, S. 27, 118
Vives, L. 126
Unamuno, M. de. 83, 101 Voltaire, (François Marie Anouet). 124
Uria, J. 175 Von Mentz, B. 153
Valadés, D. 144
Valle Inclán, R. Ma, del . 148 Werner, M. 12, 13
Valera, J. 83, 98, 99
Valles i Ribot, J. Ma. 197 Xaudaró, R. 168
Van del Braembussche, A. A. 12
Van Young, E. 65 Yankelevich, R 27
Varcárcel, C. 107 Yun Casalilla, B. 13
Varela Ortega, J. 22, 137
Zamora Bonilla, J. 185
Varela Suanzes-Cerpegna, J. 29, 36, Zamorano Farias, R. 59
37, 44, 48, 49, 51, 88, 90, 139, 165, Zaragoza, I. 135
16 8 , 169. Zarco, F. 107, 118
Varela, J. L. 90 Zavala, I. M. 109
Vázquez Olivera, M. 57 Zea, L 155
Vázquez, J. 2. 45, 85, 115, 139, 144, Zimmermann, B. 12, 13
153, 194 Zorrilla, J. 111
Veiga, X. R. 45 Zulueta, L. De. 83, 101, 176, 177, 184
Velasco Gómez, A. 63, 64 Zurita, R. 75, 165

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