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“¿De la feritas a la fides?: Identidad, alteridad y transformación identitaria en el


mundo romano-céltico del occidente del Imperio.”, en J. Mangas y S. Montero (eds.),
Ciudadanos y Extranjeros en el Mundo Antiguo: Segregación e integración El Escorial
(Madrid), agosto 2002, Madrid, 2007, 85-109.

Se ha subrayado cómo, frente a la explicación de los conflictos en los años


70 y 80 del siglo pasado en términos de tensión ideológica por parte de las
ciencias sociales, la pasada década ha visto una proliferación de trabajos sobre
identidad colectiva. Los conflictos tienden a explicarse en términos de
competencia de identidad, quizás porque los años 90 han contemplado una crisis
de identidad (Miles 1999, 1) a la que no ha sido ajena la intensificación de unos
movimientos migratorios que no dejan de plantear incertidumbres al respecto de
nociones tradicionalmente asumidas como estables y coherentes.
La identidad se produce y regula en el marco de una determinada cultura,
que podríamos definir, siguiendo a Hall (1997) como "significados compar-
tidos". Y un elemento clave en la autodefinición por parte de un grupo social es
la frontera que se establece para definir quiénes somos “nosotros” en contraste u
oposición a “ellos”. En todos los sistemas sociales hay “un sistema de
simbolismo constitutivo que da a los miembros de la sociedad su propia
autodefinición o identidad colectiva” (Parsons 1966, 33).
La cultura tiene una multiplicidad de valores posibles (Huskinson 2000, 8);
valores como la lengua común, la religión, los nombres, la indumentaria o la
dieta, pero también otros menos obvios como la cosmovisión o los códigos de
moralidad y de conducta (la pietas romana, por ejemplo). Así, según el conocido
pasaje de Heródoto, “Por otro lado está el mundo griego, con su identidad racial
y lingüística, con su comunidad de santuarios y de sacrificios a los dioses, y con
usos y costumbres similares…” (Hist. 8, 144), a pesar de no contar con una
unidad geográfica territorial en el espacio.
Ahora bien, todas las culturas son híbridas, heterogéneas, extraordina-
riamente diferenciadas y no monolíticas, ninguna es única y pura (Said 1993,
XIX). Los grupos sociales son intrínsecamente híbridos: no hay “grupos en sí”,
sino grupos construidos (Amselle 1999, 28), y es precisamente la diferencia el
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elemento que creó la identidad y no a la inversa (Amselle 1987, 485), algo que
puede comprobarse perfectamente hoy si se atiende a los conflictos identitarios
existentes, lo mismo en los estados de la antigua Yugoslavia que en Euskadi o
Córcega. Sabemos, además, que el Imperio romano se caracteriza por una gran
diversidad cultural. De forma que las gentes experimentaban sus identidades de
formas diferentes: piénsese, por ejemplo, en el caso tan conocido de Pablo de
Tarso (Taylor 2002), donde confluyen elementos del judaísmo, el helenismo, la
romanidad cívica y el cristianismo que él contribuía a crear. Como
consecuencia, se produce lo que Festinger llamara, a propósito del estudio de
fenómenos religiosos marginales en Norteamérica, la disonancia cognoscitiva,
aplicada por autores como Mary Douglas (1966) a las sociedades no
occidentales y por Versnel (1990) a la sociedad y la religión grecorromana.
Festinger define (1957, 3) la disonancia cognitiva como “la existencia de
relaciones inadecuadas entre cogniciones”, entendiendo por tales cualquier tipo
de creencia, actitud o norma cultural, y se aplica a situaciones en las que se dan
creencias en conflicto en el interior de un sistema de creencias dado, en personas
o grupos en los que la identidad derivaba de fuentes diferentes.
Una primera observación que se impone como punto de partida es la
naturaleza plurívoca de la identidad, que es el elemento que sitúa a los
individuos y comunidades dentro de un particular contexto cultural, y que
admite diversos modos de definición, como género, raza, edad, estatus social,
trabajo o religión. Especial importancia en relación con la identidad tiene la
etnicidad, que, como la religión, responde a circunstancias sociales cambiantes.
En las perspectivas primordialistas la etnicidad es percibida como una categoría
social dada a priori, “esencial” e inmutable. Sin embargo, el análisis histórico
demuestra lo contrario: el mismo individuo en la Antioquía del s. I d.C. es
probable que se identificara de forma distinta en diferentes situaciones como
judío, cristiano, romano o antioqueno (Denzey 2002, 491). Es decir, que la
identidad es algo que depende del contexto, se va formando en función del
mismo: la identidad es algo que se construye socialmente y se percibe
subjetivamente (Hall 1997, 19), y no descansa sólo en la lengua, la cultura o la
etnia, sino también en la historia compartida1 (Ciprés 1999, 151, al respecto de

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La identidad étnica admite diversas formas de expresión. Así, por ejemplo, A.D. Smith ha
distinguido seis elementos consatituyentes (1991, 21): Un apelativo, un mito de origen y una historia
comunes, una cultura común propia, un territorio específico y un sentido de solidaridad. Es obvio que
es muy difícil atestiguar históricamente en su conjunto tales elementos en las sociedades que son
objeto de estas líneas. Otros autores insisten en la auto-identificación consciente frente a las visiones
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los celtíberos). Y es el carácter intrínsecamente híbrido de los grupos sociales el


elemento que invalida el modelo de una identidad “pura” progresivamente
corrompida por el contacto con elementos extranjeros (Amselle 1987, 485).
Ahora bien, la identidad no se expresa sólo en la autorrepresentación del
grupo humano –como en el pasaje herodoteo antes mencionado-, sino en cómo
el grupo es visto por los otros (contraposición, si se quiere, entre una identidad
“emic” y una identidad “etic”). Es evidente que ambas identidades no coinciden,
y es probable que sean antitéticas. Y, aunque no fuera este el caso, sin duda un
marcador identitario como el término “celta” se aplicaba por griegos y romanos
para unificar a pueblos del occidente de Europa que probablemenre se
consideraban diferentes entre sí, como parece indicar su cultura material.
La historia nos da ejemplos bien interesantes de la importancia de la lengua
como elemento identitario del grupo étnico, así como de la incomunicación, o el
malentendido (La Cecla 1997), entre sociedades que están en contacto. Ello se
traduce en la adjudicación de etnónimos que definen al grupo interlocutor en
función de lo incomprensible de su habla para la comunidad que lleva a cabo la
denominación. El caso más conocido es la del término "bárbaro", que desde la
perspectiva de los griegos designa originariamente a quienes, incapaces de
hablar la lengua helénica, balbucean ("bar-bar") palabras escasamente
inteligibles, para contener después ya una polaridad establecida en clave
cultural2. Como indica Estrabón, el nombre de determinados pueblos del norte
de la Península como los bardietas o los pleutairos (3, 3, 7), no merece ser

arbitrarias externas (Grahame 1998, 158), o en la interación entre la noción de Bourdieu de habitus (en
tanto que asunciones, creencias o prácticas de individuos o grupos) con el más amplio contexto
sociopolítico inscrito en el paisaje cultural (Jones 1997).
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De forma similar, el término "hotentote" deriva del holandés hotentot, "tartamudo", pues los
boers consideraban ininteligibles a las gentes del extremo meridional de África a quienes así
denominaron. Como el caso griego ilustra de manera harto significativa, el criterio de la
inteligibilidad se halla condicionado a menudo por factores ajenos al hecho puramente
lingüístico: en la región oriental del delta del Níger se han hablado tradicionalmente dos
lenguas estructuralmente muy próximas entre sí, nembe y kalabari; pues bien, los hablantes de
la primera, carentes de poder político y económico, afirmaban comprender sin dificultad la
segunda, mientras que los hablantes de ésta, que gozaban de gran prosperidad, consideraban
la lengua de aquéllos ininteligible salvo en unos pocos términos (H. WOLFF, "Inteligibility
and Inter-Ethic Attitudes", en D. HYMES (ed.), Language in Culture and Society, New York,
1964, 440-445, cit. en Pelegrín Campo e.p.). Sobre las cuestiones relativas a las
denominaciones propias y ajenas y su relación con la identidad, Pelegrín Campo 2003, 3.1.1 y
notas 452-464.
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transcrito, o es impronunciable en la boca de un latinoparlante, como indica


Mela (3, 15). Estos y otros pasajes pueden ilustrar el escaso interés de griegos y
romanos hacia las lenguas de los pueblos considerados “bárbaros” y, en
consecuencia, la escasa percepción de sus semejanzas, frente a la curiosidad
hacia ciertos términos por ellos empleados (Lejeune 1940-48, 51; Pelegrín
Campo 2003, n. 505, con la documentación correspondiente).
La producción literaria grecolatina y, especialmente, los escritos
etnográficos, construyeron un discurso sobre la etnicidad, y el derecho romano
ratificó categorías étnicas estableciendo parámetros identitarios, de forma
primaria a través de la concesión o la retirada de la ciudadanía (Denzey 2002,
506) hasta que, con la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes
del imperio en 212, las ciudades perdieron su papel como “garantes
significativos de la identidad”. En un Imperio ya cristiano, Agustín reconocerá
sólo dos categorías ontológicas en el lugar de las identidades étnicas: los
ciudadanos de la ciuitas terrena y los de la ciuitas Dei (Ciu. Dei 14, 1).
Las identidades, pues, se crean y se imponen de acuerdo con contextos
diferentes, en relación con circunstancias históricas o perspectivas particulares.
Un hecho que debemos tener en cuenta siempre –y esta es una segunda
observación importante- es que buena parte de la documentación que
conservamos de la época que interesa tratar aquí, la del Imperio romano, refleja
la visión de la élite romana y griega. Por ello es tan difícil reconstruir la
identidad de los pueblos prerromanos, pues los indígenas no tenían voz (Curchin
2004, 121). Con la excepción significativa de los judíos, sabemos muy poco
acerca de cómo los otros pueblos del Imperio romano que no eran griegos o
romanos se veían a sí mismos (y a los otros), y este es el caso de los celtas. Y
dado el carácter no unívoco de la identidad, su construcción y su contestación
son hechos que tienen que ver fundamentalmente con el poder, el poder de
representar: Los bárbaros eran barbarizados -o los no cristianos en el s. IV
paganizados- por la sencilla razón de que podían ser sometidos a tales categorías
sin que sus voces fueran oídas o sus ideas conocidas (Miles 1991, 5). Hasta hace
poco tiempo, las identidades adscritas por los escritores grecolatinos a los celtas
y otros pueblos de la periferia eran aceptadas por buen número de estudiosos,
pero los progresos de la investigación en Antropología, Arqueología e Historia
Antigua han hecho que, frente a la anterior aceptación de aquellas visiones como
hechos objetivos, hoy se interpreten más bien como representaciones construidas
culturalmente en un contexto imperial y colonial, lo que hace necesaria su
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contrastación con la imagen que nos ha llegado de esos pueblos indígenas a


través de la cultura material (Wells 2001, 14-15).
El esencialismo étnico que conllevan las posiciones primordialistas se traduce
en una serie de estereotipos étnicos (Pelegrín Campo 2003) que a menudo se
refuerzan por la literatura de aquellos ajenos al grupo. Es lo que sucede con los
autores clásicos que construyen la imagen estereotipada de los celtas. Es decir, que
ese esencialismo étnico traduce la agenda ideológica de poder romano. Pero, al
mismo tiempo, una autorrepresentación esencialista desde el punto de vista étnico
fue esgrimida por diferentes colectivos en la Antigüedad como estrategia de
validación de la dominación (así, la leyenda troyana de Roma) o de supervivencia
ante una cultura mayoritaria. En ambos casos se apelaba a una especificidad
distintiva en términos de un pasado que, como veremos luego, se presenta muchas
veces en el horizonte del mito, incluso en el nacionalismo moderno (piénsese, por
poner sólo un ejemplo, en Vercingetórix y el tópico “notre ancêtres, les Gaulois”).

II

Como reza abrupta y claramente una inscripción griega rupestre hallada


recientemente al final del Wadi Rum, en el sur de Jordania: Romevoi ajei;
nikw'sin. Laurivkio" ejgravya cai''re Qhvnwn. “Los romanos siempre ganan.
Lauricius (lo) escribió. Salve, Zenón” (citado por Miles 1999, **). Y son los
romanos, como antes los griegos, quienes trazan los elementos identitarios de
los celtas.
Por César sabemos que los galos se llamaban a sí mismos celtas (BG 1,1):
“Gallia omnis divisa in partes tris, quarum unam incolunt Belgae, aliam
Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur. Hi omnes
lingua, institutitis, legibus inter se differunt”. Este famoso pasaje cesariano
demuestra, por un lado, la existencia de unas señas identitarias entre los celtas
que viven entre el Garona y el Sena que se expresan en este caso a través de la
lengua; por otro, que los elementos que permiten a la antropológica mirada de
César diferenciar a aquitanos, galos y belgas son la lengua, las instituciones y las
leyes. Estos son, en consecuencia, los signos que conforman la diferente
identidad de aquellos pueblos. Plinio escribe en otro conocido pasaje que los
célticos que habitaban la Beturia, es decir, la zona entre el Guadiana y el
Guadalquivir, procedían de los celtíberos a través de Lusitania, como
demostraban sus cultos, su lengua y los nombres de sus ciudades (NH 3, 13-14).
Aquí ya aparece la religión como componente definidor de la identidad. Sin
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embargo, informaciones de este tipo, lo mismo que la de Heródoto mencionada


antes, son francamente extraordinarias.
Los celtas son los bárbaros por antonomasia en la mirada romana, tras una
primera imagen idealizada transmitida por los autores griegos y caracterizada
por su filohelenismo. El saco de Roma en 390, el descenso a Delfos en 279,
dejaron una huella traumática en la psicología colectiva tanto de romanos como
de helenos, y éstos celebraron la retirada de Breno y los suyos de Delfos como
una victoria comparable a la de los persas, y celebrada como tal en el festival
llamado Soteria. El tumultus, esa declaración estatal de ansiedad defensiva y de
preparación para la invasión bárbara, constituye una formalización del terror
típicamente romana que arranca, precisamente, de la invasión del 390 (Rankin
1987, 103).
La importancia de los celtas radica en el hecho, bien señalado por
Momigliano (1975, 60) de que fue, efectivamente, la conquista de sus territorios
lo que permitió la consolidación de Roma como poder mundial: los celtas se
extendían, recordémoslo, desde Britannia o Hispania hasta Panonia y el bajo
Danubio. ¿Cómo, a partir de estas realidades, no iba a fabricarse una repre-
sentación de la alteridad bárbara por parte de los romanos encarnada en lo
sustancial por el celta?
La noción de barbarus (Christ, 1959, 373 ss.; Rueger, 1966; Freyburger,
1976-77 y 1977; Dauge 1981; Kircher-Durand, 1981) sirve a los romanos, como
antes a los griegos, para fabricar el negativo de su propia imagen positiva a
través de la tipificación de lo que Haarhoff (1948) llamara el "extranjero en la
puerta". La imagen del bárbaro se polariza en Roma en torno a dos vectores
esenciales: la feritas que caracteriza a los pueblos del norte, y la uanitas de los
bárbaros orientales. El celta será la expresión ejemplar de esa feritas, a partir del
s. I d.e. encarnada en el germano. Su imagen está dibujada ya, en los contornos
básicos que persistirán hasta la Antigüedad Tardía, a fines del s. II a.C. por los
autores griegos que trabajan en el marco de la hegemonía romana: Polibio,
Artemidoro, Posidonio, quienes, como más tarde Estrabón, desarrollaron en el
interés de la propia Roma las técnicas de la descripción etnográfica helenística
(Diller, 1962). Los celtas aparecen como auténticos monstruos en los himnos
epigráficos a Apolo en Delfos, son los últimos titanes de acuerdo con Calímaco
(Himno a Delos 4, 172-174, donde juega con la doble acepción que el vocablo
títanos tiene en griego, a la vez titán y la titanita, es decir, la arcilla que los galos
usaban para endurecer los cabellos), son el azote de la humanidad según Polibio
(18, 41).
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¿Cuáles son los ingredientes de esa identidad “alterizada” que de los celtas
construyen los autores grecolatinos? Los abundantes textos relativos al tipo celta
manifiestan unos rasgos que se caracterizan por su persistencia hasta el fin del
Imperio. Un magnífico ejemplo lo ofrece Amiano Marcelino en su descripción
del comportamiento de los soldados romanos de origen galo durante el sitio de
Amida por Sapor II en 359: incapaces de toda racionalidad, extraños a las
técnicas bélicas, prefirieron correr a la muerte y atacar como fieras (utque
bestiae) a prestar ayuda a los defensores (19, 6, 3-5).
El retrato físico y psicológico del celta arranca de Posidonio y se refleja en
los autores que utilizaron sus observaciones directas, como Estrabón (4,4,2 ss.),
Diodoro de Sicilia (5,28) o Ateneo de Naucratis (4,152, c-f; 154 a-c). Estas son
las características: alta talla, cabellos largos y bigote, propensión innata a la
guerra y belicosa temeridad, institución del desafío, simplicidad y exhuberancia,
arrogancia y carácter irreflexivo y ligero, discurso enigmático y elusivo, afición
por el vino y gusto por los banquetes... (aunque también hospitalidad proverbial,
creencia en la inmortalidad de las almas, elocuencia y aptitud para las ciencias,
amor por la poesía, susceptibilidad de ser persuadidos). Posidonio, a partir del
conocimiento personal de los hechos que narra en Galia e Hispania hacia el 100
a.e., transmitió un visión relativamente ponderada de los celtas -sin obviar los
aspectos más "crudos" de su cultura, como el ritual de las cabezas cortadas- que
se adecua bastante bien, en consecuencia, a lo que Redfield ha llamado la
“moral neutrality” del antropólogo (Nenci, 1988, 315).
La alteridad identitaria de los celtas se expresa en la literatura clásica a
través de una serie de tópicos que, en buena parte de los casos, constituyen una
inversión de los rasgos que definen el propio sistema de valores. Señalemos
algunos (Marco Simón 1993).
a) La peligrosa desmesura, que se manifiesta no sólo en los rasgos
etiológicos aludidos, sino también en el excesivo tamaño de los galos y, sobre
todo, en la enorme masa que componen. El mismo topos se aplica, aumentado si
cabe, a los germanos (Strab., 4,5,2; Tac. Agr., 11,2; Ann. 1,64; 2,14; 21), que
ocuparán en época imperial la atención de los escritores. También la
indumentaria de los celtas, las bracae características, motiva el desprecio del
pueblo de la toga. Cicerón se refiere a los testigos provinciales contra su
defendido Fonteyo como "gigantes con pantalones" (Pro Font. 33; asimismo, In
Pis., 53) La masa enorme de los celtas que se mueve en batalla, los cientos de
miles de combatientes que deben afrontar los esforzados legionarios romanos, se
corresponde con la masa enorme de las migraciones célticas: estos pueblos está
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en un movimiento perpetuo que aparece como definición del desorden, de lo


desorganizado e ineficaz frente a la vida politana.
b) La institución del duelo o combate singular (Diod. 5,29,2-3; Liv. 6,42,5;
etc), uno de los ideales de la ética agonística céltica, resaltada por las fuentes
tanto para galos como para los celtíberos (Sopeña 1995; Brunaux 2000),
contrasta claramente con la idea de la guerra como ejercicio colectivo de los
ciudadanos-campesinos, y se corresponde, por tanto, con un estadio cultural
superado ya en la propia antigüedad con la aplicación de la táctica hoplítica, es
decir, de la guerra regular y sometida a normas que contrasta, por otro lado, con
la táctica de guerrillas propia de pueblos inferiores, como los celtíberos.
c) El abandono de los cadáveres de los guerreros muertos en el campo de
batalla para ser devorados por los perros de presa, en un ritual de exposición que
asombra a los griegos que lo presencian en la propia Hélade (Paus. 10, 21, 7) y
que Silio Itálico y Eliano hacen característico de los celtíberos (Pun. 3, 340-343,
y De nat. anim., 10, 22, respectivamente; véase Sopeña, 1995; Sopeña y Ramón
2002). Ese ritual (en realidad una muerte heroica que da acceso al paraíso, con
las aves como animales psicopompos) está en las antípodas del funus romano y,
en consecuencia, constituye para los autores clásicos un rasgo de profunda
barbarie.
c) Los horribles sacrificios humanos, elemento capital en la descalificación
de la religión druídica (Diod., 5,32; Strab. 4,4,5; Plinio 16, 96: “Druidae -ita
suos appelant magos- …”). El tópico, documentado por determinados hallazgos
arqueológicos pero con un carácter mucho más excepcional del que se deduce de
la lectura de las fuentes, es suficientemente conocido, por lo que no voy a
insistir en él (Marco Simón 1999).
d) La inclinación a la embriaguez, subrayada por autores como Platón
(Leyes 1, 637) y Diodoro de Sicilia (5, 26, 2-3), y especialmente por Posidonio a
través de Ateneo de Naucratis (4, 36). La “sed céltica” de vino es topos
recurrente, motor de aventuras e invasiones, como muestran los mitos de
Helicón y Arrunte, y el vocabulario que aparece en las fuentes relaciona
sistemáticamente la ingestión del vino con la locura, la violencia ciega (lábros,
orgé) y el “anti-symposion” en definitiva (Villard 1990 251-252). Peschel
(1989, 273-282) ve en el cuadro de la fiesta y los ritos de la bebida uno de los
fundamentos de la devotio, y el reparto del vino, integrado en las prácticas
sacrificiales, marcaría antes del combate la alianza de la comunidad guerrera.
Sin entrar ahora a valorar la importancia del alcohol en la legitimación del poder
en la sociedad céltica (Arnold 1999), estos ingredientes del ethos se traducen
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incluso en el horizonte de la etnonimia. Orgeno-mesci, “Los ebrios que matan”,


en relación con el furor extático propiciado por la ingestión del vino (Delamarre
2001), es el nombre de un pueblo cántabro del norte de Hispania, como es
sabido.
e) Una inversión característica es la que se observa en propio cómputo del
tiempo: los celtas (como también los germanos, al decir de Tácito, Germ., 11,2)
cuentan no por días, sino por noches (Caes., BG, 6,18). Los celtas son hijos de la
noche y, en consecuencia, les caracteriza el no-ser, lo que podríamos llamar el
"régimen nocturno de la imagen" (Durand, 1981). Esta cómputo "nacional" del
tiempo se atestigua en el calendario galo de Coligny, que documenta la vigencia
de la ciencia druídica casi dos siglos y medio después de la conquista cesariana
(Marco Simón 2001).
f) Las fuentes subrayan el papel destacado de la mujer de la sociedad
céltica, y su actividad constituye el polo negativo de la polis de los hombres. El
pretendido matriarcado de los cántabros y otros pueblos del norte de Hispania a
partir de informaciones como las de Estrabón (3, 4,17), o la figura de Búdica, la
reina de los icenos de Britannia (Tac. Ann., 14,35; Dio Cass., 62,5), son sólo dos
botones de muestra. La alteridad se expresaba en el mundo romano a través de
diversos elementos que servían para consolidar la identidad romana, expresada
en el hombre, ciudadano libre y adulto. Pero, a diferencia de las otras categorías
como el bárbaro, el esclavo o el niño, sólo la alteridad de la mujer constituía un
estado permanente (Rodgers 2003, 90), por lo que es perfectamente
comprensible la elección del género femenino en muy diversos contextos.

III

Ese paradigma de la feritas céltica que presenta la producción literaria


grecolatina, construída sobre el doble vector de primitivismo y de salvajismo, de
relación con la naturaleza y con la guerra, tiene su correspondencia en las
imágenes iconográficas, en un sistema coherente de representación del otro que
sirve además para justificar de forma "natural" la dominación. Tal sucede con el
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tema del galo saqueador perseguido por la divinidad cuyo santuario acaba de
pillar, que se desarrolla en Italia a través de soportes diversos (urnas o
sarcófagos etruscos de Chiusi o Volterra, medallones cerámicos de Cales, en
Campania), y que alcanza su expresión plena en el friso de terracota de
Civit'alba, en Umbría, conservado en el Museo Cívico de Bolonia (Sassatelli
1987). El otro tema iconográfico que interesa aquí es el de la victoria sobre el
celta, que se consagra ya en los trofeos pergamenos que iban a marcar el topos
artístico en el mundo helenístico y romano.
Dejando aparte las emisiones numismáticas como las que conmemoran
entre el 49 y el 47 a.C. la victoria de las Galias, son construcciones posteriores a
la conquista las que proporcionan una representación rica y variada del celta
vencido. Se trata de monumentos triunfales situados en la Galia Narbonense,
cuya cronología iría desde el s. I a.e. (arco y mausoleo de Glanum -St. Rémy-de-
Provence-) hasta el período tardo-antoniniano o severiano. Clavel-Lévêque ha
llevado a cabo un interesante estudio sobre los caracteres de estas
representaciones (1983, 630 ss.), en las que los bárbaros aparecen, en la actitud
típica del vencido, desprovistos de toda iniciativa, como botín realizado. Pero
existe, asimismo, un mensaje distinto: es el que se plasma en los relieves del
arco de Glanum, cuyas guirnaldas y frutos simbolizan la paz y la prosperidad
consecuentes a la victoria de Roma; en uno de los relieves se exhibe a un "galo-
romano" vestido empujando hacia la civilización a uno de sus congéneres
representado en la típica desnudez bárbara (Clavel-Levêque y Lévêque, 1982,
694 -695). En definitiva, son las dos caras de un mismo mensaje plástico por
parte de Roma, que trata de moldear incluso la identidad de las poblaciones
vencidas, la propia imagen que tienen de sí mismas (Clavel-Lévêque, 1983,
633). Encontraríamos así en estos relieves una expresión clara de lo que Wachtel
(1976) llamara "desposesión del mundo" de los indígenas por parte de los
conquistadores.
La iconografía de la conquista de territorio bárbaro se resume normalmente
en la representación del Princeps romano sometiendo a personificaciones
femeninas de las tierras conquistadas (Ferris,1995). Característicos son los
relieves de Claudio con Britania, o de Nerón con Armenia en el Sebasteion del
culto imperial de Afrodisias, en Asia Menor. La imagen de Claudio exhibe al
emperador en variante mítica, tomando como modelo el grupo helenístico de
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Aquiles y Pentesilea, la reina de las amazonas. Esta imagen refleja la


apropiación de una nueva provincia mediante la objetivación de un cuerpo
femenino sexualizado, erotizado y devastado por el conquistador masculino, y la
misma categorización genérica sirve para ilustrar el encuentro de los
conquistadores del s. XVI y América, como en la ilustración de J. Van Strat ca.
1600 que representa a Américo Vespuccio y América (Webster 1999, 173, fig.
9.2).
Igualmente, se utilizará el género femenino para representar a la alteridad
provincial (Cancik 1997; Rodgers 2003). Pero frente a la iconografía anterior a
la conquista que presentaba al celta como instrumento de rapiña, las escenas que
traducen en época imperial el triunfo ecuménico de Roma, sea en las imágenes
del Foro de Augusto o del Sebasteion de Afrodisias, no se caracteriza por una
fijación específica del etnotipo del bárbaro vencido. Antes bien, se lleva a cabo
una unificación en la representación de las naciones y de la etnias, y las gentes
devictae serán substituidas progresivamente por las provincias romanas como
protagonistas de un mundo unificado, como ilustrará el Hadrianeum (Cancik
1997; Gros 1998, 153; Parisi Presicce 1999).
Como es sabido, una de las expresiones del sincretismo de los nuevos
sistemas religiosas surgidos de la romanización es la del “matrimonio feliz”
(Webster 1999) entre una deidad indígena y otra romana. La norma dice que el
dios es romano y la diosa indígena, pero lo contrario no sucede nunca (véanse, al
respecto, las ilustrativas tablas estadísticas para la Germania Inferior en Derks
1998, 92). De manera que estos “matrimonios” se caracterizan por la
dominación física y psicológica de un contrayente sobre el otro, aunque se trata
de obras que en su mayor parte hayan sido encargadas por patronos indígenas.
El ejemplo más característico es el de Mercurio y Rosmerta, que es una de las
divinidades femeninas más ampliamente atestiguadas en Galia. Con todo, la
persistencia de la representación femenina en la iconografía romano-céltica, en
una imaginería consistente de fertilidad, abundancia y regeneración, lo mismo
que el isomorfismo en los dos componentes de esos matrimonios divinos o el
carácter “independiente” de representaciones como las de Epona, cabría ser
interpretada en el sentido de que es la diosa el elemento dominante en última
instancia de la pareja divina, de acuerdo con el modelo de realeza sagrada
conocido en la mitología irlandesa, en el que una diosa todopoderosa que
personifica la tierra se une ritualmente a diversas personalidades masculinas
menores que ella (Aldhouse Green 2003).
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IV

Me interesa ahora ilustrar con algunos ejemplos la “transformación


identitaria” (Le Roux 1995, 17) operada en paralelo a la integración de las
poblaciones célticas en el nuevo marco de la romanitas3, bien entendido que se
trata de un largo, complejo y heterogéneo proceso que no implica simplemente
la adopción por parte de los indígenas del nuevo orden socio-cultural romano,
sino que se traduce en la creación de un orden nuevo que no cabe calificar sino
como romano-céltico.
Analicemos, en primer lugar, la visión que los autores grecolatinos dan de
tal “integración”, explicada, como no puede ser de otra forma, en términos de
“civilización”.
El concepto de humanitas, que engloba por lo general la noción de
civilización, se define por los aequa iura y las leges, que preservan la integridad
de las comunidades humanas (Vitrubio 9 praef. 2). En este sentido, cuando los
escritores aluden a la progresiva integración de los bárbaros, se subraya la
interiorización por parte de éstos de valores como la suavitas (praovth") y la
consuetudo (creiva), es decir, la facultad de vivir de otra forma a la basada en
relaciones de fuerza. De ahí que los términos que aparecen tanto en latín como
en griego para definir el proceso de integración o de pacificación tengan que ver
con la domesticación (hJmerou'n) o con la dulcificación (mollescere) de las
costumbres bárbaras (Gros 1998, 145). Justino, por ejemplo, indica que los
Hispani, que son los salvajes más irreductibles, se pusieron, gracias a los
romanos, en contacto con el agua caliente para lavarse (44, 2, 1-6).
Son bien conocidos los pasajes estrabonianos en los que habla de los
stolátoi o togátoi, es decir de los indígenas que han escogido la vestimenta
característica de la humanitas(3, 2, 15). La toga sirve para cohibere bracchium,
es decir, para impedir toda gestualidad excesiva que pudiera ser interpretada en

3
Es obvio que esas transformaciones identitarias no son exclusivas de ese marco. Tuvieron lugar
mucho antes, como tendrán lugar más tarde. La época de La Tène contempla la creación de
identidades interregionales que se manifiestan por ejemplo en un nuevo estilo decorativo, en los
oppida como nuevos centros direccionales o en el desarrollo de rituales en un nuevo tipo de santuarios
públicos, en una época de intensos movimientos migratorios (Wells 2001, 54 ss.). Es la visión imperial
y colonialista de los escritores grecolatinos la que transmite la idea de que unos pueblos bárbaros“sin
historia”, homogéneos en la misma inmovilidad, se ponen en movimiento gracias a la acción
civilizadora de Roma (sobre las representaciones historiográficas eurocéntricas de un Oriente inmóvil
sigue siendo esencial Said 1978). Pero poca duda cabe de que las situaciones de cambio social se
traducen en un proceso de diferenciación y de construcción de identidad.
13

términos de violencia (Cicerón, Pro Caelio 11; Séneca, Controv. Excerpt. 5, 6;


Quintiliano 11, 3, 137 ss.) (Gros 1998, 152), y es en sí misma el distintivo
indumentario de la ciudadanía. Pues bien, en el relieve noroeste del famoso arco
de Glanum, datable al final del principado de Augusto, figura uno de los raros
personajes togati.
En esos cambios identitarios, visibles ya en el terreno de la onómastica
personal a través de la adopción de los tria nomina, son las aristocracias
indígenas (que tradicionalmente habían expresado su posición particular a través
de un código simbólico integrado por títulos –principes, reges, summi viri-, el
uso de caballos y de objetos con ellos relacionados como fíbulas o estandartes, y
quizás de tatuajes o de una indumentaria especial: Curchin 2004, 127) las que
protagonizan esencialmente un proceso en el que la adopción de los más
significativos elementos identificadores de la romanitas y, una vez recibida la
ciudadanía, la expresión de la lealtad (fides) al emperador (así, Bedon 2001) y el
desempeño de las magistraturas municipales o de los nuevos sacerdocios del
culto al príncipe serán elementos que contribuirán sin duda a reforzar su poder.
Una inscripción en letras áureas de bronce embutidas en las losas del
pavimento del foro de la ciudad romana de Segobriga (topónimo inequívoca-
mente céltico que significa algo así como “la fortaleza de la victoria”) informa
que un evérgeta de nombre Spantamicus, formado aparentemente sobre un
gentilicio indígena, llevó a cabo una pavimentación del foro a sus expensas
(Abascal, Alföldy y Cebrián 2001). De forma similar, una lista de Ancyra con
los nombres de los sacerdotes de Roma y el divino Augusto muestra que eran
aparentemente celtas, algunos con onomástica helenizada, y sus actividades
evergéticas reflejan una mezcla de tradiciones griegas, romanas y célticas que
parece característica del sistema de valores de la aristocracia gálata en su
conjunto. Muchos de los personajes retratados en las momias egipcias de El
Fayum, datables en época imperial romana, exhiben una identidad sincrética en
la que el estatus de élite se expresa a través del retrato romano, el epígrafe alude
a una onómastica y una familia griegas y la iconografía religiosa, ajustada
absolutamente a los cánones tradicionales de época faraónica, responde a un
ambiente local (Huskinson 2000, 108). Creo que estos ejemplos son suficientes
para ilustrar el concepto nebuloso de la identidad: la identidad holística de
personas, grupos o pueblos es un fantasma, y se dan sólo identidades parciales
(T. Holscher, en Wallace-Hadrill 2000, 317-318).
Desconocemos en estos –como en otros casos- el grado en que los
individuos concernidos experimentaban la “disonancia cognoscitiva” (Festinger
14

1957), pero no cabe duda de que no tuvieron un problema insoluble para


resolver las contradicciones identitarias existentes.
Se ha dicho que uno de los rasgos más importantes de la cultura romana
temprana en las provincias occidentales era la ausencia de una memoria
independiente del pasado antes de la conquista romana. Al contrario de lo que
sucede en el mundo griego (Newby 2003), las cecas locales no recuerdan a los
fundadores, no hay festivales y monumentos que conmemoren hechos
históricos, no existen historias o literaturas vernáculas (Woolf 1996, 361). Como
muestra el ejemplo bien conocido de los eduos (a través del discurso de un
orador ante el emperador Constantino en Tréveris en 311), que se autopresentan
como hermanos del pueblo romano frente a los germanos (Lassandro 1992), no
sólo se olvida el pasado eduo, sino que se inserta en una visión romana de la
historia como elemento asociado en la creación de la civilización galorromana.
En la integración de los celtas bárbaros en la estructura imperial y cultural
de Roma la religión jugó un papel esencial , como es de esperar en una sociedad
multicultural como la romana, donde la identidad religiosa estaba
inextricablemente unida a la identidad étnica y política -al menos en la esfera de
lo público, pues en el ámbito de la religión privada los individuos tenían la
libertad de construir sus propias identidades religiosas- (Miles 1999, 257 y 274).
Una prueba de la importancia que tenía la religión como sistema de
comunicación (Bendlin 1997; Rüpke 2001) la encontramos en el hecho de que
las dedicatorias de templos, altares y otras estructuras sagradas alcanzaban la
mitad de las inscripciones de edificaciones en las provincias occidentales, siendo
los dedicantes en su mayoría benefactores locales. Woolf (1998, 241) ha
señalado que existía un “centro simbólico” en el sistema cultural romano, pero
no se localizaba en un lugar o una región determinados, sino más bien en un
conjunto de maneras, gustos, sensibilidades e ideales que constituían la
propiedad común de una aristocracia progresivamente extendida a través del
Imperio.
En este sentido, la elección de una iconografía y de unos mensajes
religiosos en las acuñaciones monetales hispanas contribuye a la cohesión de las
comunidades y del Imperio a través de la redefinición en muchos casos de la
identidad local, pero también a través de la elección de unos temas en los que se
manifiesta la adhesión al nuevo régimen: así, la fundación de la ciudad, el
énfasis en su condición urbana –con la representación sobre todo los templos y
altares- y la devoción al emperador –con la aparición usual de su efigie en los
15

anversos y en los reversos motivos simbólicos como la corona o los símbolos


sacerdotales (Beltrán Lloris 2002).
Me interesa llamar la atención, como primer ejemplo de transformación
identitaria, sobre los cambios que se producen en la toponimia urbana. En la
Galia sobre todo son característicos los nombres mixtos romano-célticos
formados con un primer componente latino (Augusto-, Caesaro-, Iulio-) y una
segunda voz gala (Bedon 1999, 252 ss.). Todos ellos sirven para denominar a
capitales de las civitates. Uno de los más conocidos es Augustonemetum, actual
Clermont-Ferrand, lugar que reemplazará a Gergovia como capital de los
arvernos. Literalmente, “El santuario de Augusto”, el nombre expresa los
motivos religiosos que guiaron la elección del nuevo emplazamiento, con un
elemento, nemeton, que constituye la designación del lugar cultual por
antonomasia dentro del mundo. Son igualmente ilustrativos Augustoritum
(Limoges), “El vado de Augusto”, Augustodunum (Autun) y Augustodurum
(“La ciudad o fortaleza de Augusto”), Caesarodunum (Tours), Augustobona
(Troyes) y Iulobona (Lillebonne), “La fundación –o la ciudad nueva- de
Augusto o de Julio”, Iuliomagus (Angers), Augustomagus (Senlis) y
Caesaromagus (Beauvais), “El (campo habitado) mercado de Julio, Augusto, de
César”. Estos nombres de capitales de civitates son similares a los que aparecen
con el componente –briga en Hispania: así, Augustobriga en la Lusitania y la
Tarraconense, Caesarobriga en la Lusitania, Iuliobriga y Flaviobriga entre los
cántabros. Pero es interesante subrayar que, a diferencia de lo que sucede en las
provincias hispánicas, los topónimos en –briga que aparecen en las Galias sólo
sirven para denominar nombres de vici u oppida existentes antes de la conquista
romana (Eburobriga, Litanobriga, Vindobriga).
Como sabemos por el ejemplo de la epístola de los saborenses de la Bética,
que proponen a Vespasiano una adaptación del nombre de su ciudad para incluir
como epíteto el de la casa imperial (CIL II 1423), por regla general eran las
autoridades locales de las ciudades peregrinas las que escogían los nombres de
las mismas, a expensas de obtener la aprobación imperial. Con la adopción de
estos nombres mixtos se trataría, por un lado, de integrar a las ciudades en el
mundo dominado por Roma y hacerlas beneficiarias de las nuevas condiciones
políticas, y por otro de vincular dichos nombres, a través del segundo de sus
componentes, con la tradición ancestral (Bedon 1999, 155-56).
Una característica observada tanto en Italia (Latium, Samnium, Etruria,
Picenum, Umbria, Liguria, Venetia, Galia Traspadana...) como en Hispania
(Gallaecia, una construcción romana como ha explicado muy bien Pereira –
16

1984-; Lusitania, Celtiberia, Suessetania, Edetania...) es cómo durante los dos


primeros siglos de la Era se observa un desplazamiento del etnónimo que
designa a un pueblo determinado a un topónimo que representa una región
(Lawrence 1998, 108). Como en el caso de Italia, los romanos crearon a través
de las nociones de Gallaecia o de Lusitania una nueva "comunidad imaginada"
(Hobsbawm 1983) en la que integraron elementos locales y étnicos diversos. Lo
mismo sucedió con los Germani, pequeño grupo mencionado en el libro II de la
“Guerra de las Galias” por César a propósito de su paso del Rhin, y el término
Germania aplicado ya a todo el espacio geográfico al este de este río en los
libros IV, V y VI (Lund 1998).
Otras veces el cambio discurre por la adopción de un determinado mito
identitario. Se trata de un fenómeno que implica la asunción de una identidad
primordialista, en el marco de la ciuitas por lo general, y, como sucede en el
caso de la misma Roma, en un horizonte relativamente tardío en la vida del
grupo. Un ejemplo claro es el de Patavium, la actual Pavía, ciudad perteneciente
al pueblo de los Henetios y patria de Livio, que aparece en Estrabón (5, 7, 1)
como la mejor de las ciudades, con un censo de 500 equites en el año 14 d.e. La
ciudad no había sido conquistada por Roma, sino que fue una firme aliada de
ésta en las guerras contra los boyos (Estrabón, 5, 1, 9). Pues bien, según el
geógrafo de Amasia, había dos teorías sobre el origen de la ciudad (5, 1, 4): una
afirmaba que era parte de los celtas del norte de Italia, pero otra sugería que la
ciudad había sido fundada por Anténor y los enetios de Paflagonia. Esta segunda
identidad, y en particular la conexión con Anténor, era harto significativa, pues
permitía la relación de Patavium con Roma a través de un lazo ancestral común
con Troya. Esta relación con Anténor incluso se subrayaba periódicamente de
forma activa mediante la celebración de juegos, que se decía habían sido
instituidos por él, cada treinta años.
El caso de Patavium es muy interesante porque estamos ante una ciudad
básicamente bárbara que se apropia de la leyenda troyana construida por Roma
(1992, 6-51) a fin de usarla simbólicamente para alterar la etnicidad de la ciudad
y hacerla más próxima a aquélla, que era el mayor poder en la región (Laurence
1998, 104-105), lo que se relaciona con el establecimiento de un calendario local
comenzando en un año 1 que se correspondería con el 173 a.e. (Harris 1977,
287), año en el que se produciría la alianza de Roma (5, 1, 4). Estamos ante un
ejemplo magnífico de, por un lado, cómo la identidad y la etnicidad pueden ser
objeto de cambio en el transcurso del tiempo, y, por otro, de integración de unas
poblaciones célticas en el mundo romano. Otro tanto sucede con los arvernos
17

(Beaujard 2002, 263). Este pueblo, cuyo origen troyano mencionara Lucano
(Phars. 1, 427-428), había guardado el recuerdo de tal pasado (Sidon. Apoll. Ep.
7, 7, 12). Se podrían añadir más ejemplos para ilustrar la asunción de la origo
troyana por parte de las élites municipales en el ámbito que aquí interesa. Una
inscripción de la ciudad bética de Obulco (Porcuna, Jaén) recoge la erección de
una estatua a una scrofa cum porcis triginta (la cerda que indicó a Eneas el
emplazamiento para fundar la ciudad de Lavinium) por parte de Cayo Cornelio
Cesón, ,flamen y dunviro, y de su homónimo hijo, sacerdote del Genius
municipal (Marco Simón, e.p. 2).
En la Civitas Remorum (Reims) T. Iucundinus, sacerdote del colegio de los
Laurentes Lavinates, erige una inscripción votiva en honor de Mars Camulus.
En el año 47 el emperador Claudio celebró el 800 aniversario de la fundación de
Roma. Sería entonces cuando, según Saulnier (1965), el emperador organizó el
sacerdocio del Laurens Lavinas, en relación con la mítica Lavinium antecesora
de Roma y cuyos Penates guardaba, que ostentan mayoritariamente caballeros
en unos 70 epígrafes hallados mayoritariamente en Italia, pero también en
ciudades provinciales como Reims, Massilia, Leptis Magna, Sofía o
Sarmizegetusa. La inscripción de Iucundinus, sacerdote Laurens Lavinas,
prueba, pues, que las élites de los Remi galo-belgas remontaba sus orígenes
hasta los mismos antecesores troyanos de la casa Julio-Claudia imperial. Ello
sólo pudo suceder como resultado del entretejido de mitos indígenas de origen
con los de Roma, en el contexto de una internalización fundamental de las ideas
de Roma. Quizás a través de la asunción de Remo como mítico ancestro de los
Remi (Derks 1998, 108). El programa escultórico de la monumental Porta
Martis de la misma ciudad incluye también a Eneas Ascanio y Anquises, junto a
la diosa Venus, además de Marte y Rea Silvia, Rómulo y Remo (Derks 1998,
105, fig. 3), y diversos relieves e inscripciones documentan en las provincias
occidentales el signum originis por antonomasia: la loba y los gemelos.
Los cambios de identidad a que aludimos se manifiestan también en otros
planos. Así, el nuevo orden religioso se expresaba físicamente en una nueva
monumentalización de lo sagrado. Un ejemplo claro es el de Nemausus, la
capital de los volcas arecómicos. La ciudad de Nîmes está dominada por los
restos de una torre romana de 33 m. de altura, la llamada Tour Magne, de planta
octagonal y visible desde lejana distancia. Ahora bien, esta torre, construída
antes del 16 a.e., esconde una torre cónica prerromana de piedra de al menos 18
m. de altura, construída en el s. III a.e. La Tour Magne, situada en lo alto de la
colina dominando la ciudad, preside la gran fuente que fluye por la pendiente y
18

que estaba dedicada al dios Nemausus. A las estructuras indígenas preexistentes


se añadieron otras de época augústea, incluyendo una capilla al numen de
Augusto (un Augusteum), en una asociación del poder de Augusto al poder del
dios acuático patrono de la ciudad (Perkins y Nevett 2000, 232). Parece
enormemente significativa la romanización física de un hito paisajístico y
vertebrador del territorio, construído en el s. III, por un monumento que expresa
rasgos culturales romanos y que constituye al mismo tiempo un centro de
inducción del culto imperial.
Un último ejemplo. Se ha dicho que las llamadas “columnas gigantes de
Júpiter”, características de las provincias germanas (restos de unas 450 tanto en
ciudades como en santuarios o en ámbitos rurales), definen de alguna manera el
“paisaje ideológico” de la Galia romanizada (Lavagne 2001), y evidenciarían el
reconocimiento popular de la identificación de Júpiter con el orden político
(Fears 1981, 15). Datables en su mayoría entre 160 y 240, y contienen elementos
célticos (subrayados por autores como Gricourt y Hollard 1991, que ven aquí la
representación del dios Taranis) y romanos. En unas poblaciones expuestas,
además a las incursiones bárbaras, estas imágenes están celebrando la victoria
del emperador sobre los bárbaros no romanizados, es decir, los germanos
(Lavagne 2001, 38), de la luz sobre las sombras y del bien sobre el mal (Picard
1977). Pues bien, Lavagne (2001) ha subrayado la ambivalencia iconográfica de
las representaciones de Júpiter sobre el anguípedo, indicando los paralelos tanto
en terrenos mediterráneos (procedentes de Locros) como en la numismática gala
de los Andecavi y los Nammetes de la primera mitad del s. I a.C.

Estas ambigüedades (que, en definitiva, no expresan otra cosa que la


complejidad de los fenómenos de la interpretatio: Spickermann 1997; Marco
Simón e.p. 1) creo que ilustran inmejorablemente la ambivalencia de las nuevas
expresiones identitarias que surgen en el mundo romano-céltico de las
provincias occidentales del imperio.
Tal ambivalencia se corresponde a las “transcripciones ocultas” de una
resistencia sutil (Scott 1990) a los modelos de la romanitas. A los ejemplos más
arriba mencionados (así, el “matrimonio divino” en la iconografía) podrían
añadirse otros (Wells 2001, 120-130) para terminar estas líneas. Desde la tumba
recientemente descubierta en Musov, Moravia (denotadora de una identidad
19

característica del “rey amigo” de Roma: Braund 1984), a las monedas áureas
acuñadas por Vercingetórix (con los caracteres latinos del nombre rodeando su
cabeza -Allen y Nash 1980, núms.. 203-204- en una paradójica adaptación del
código discursivo utilizado por el enemigo), conjuntos funerarios tan ricos como
el de Goeblingen-Nospelt, Luxemburgo (en los que la presencia creciente de
elementos romanos para expresar el estatus personal se compadece con la
permanente reafirmación de los rituales tradicionales para expresar una
identidad diferente, entre las últimas décadas del s. I a.C. y mediados del s. II
d.C.) o monumentos funerarios de las provincias germanas y el norte de la Galia
(Wild 1985; Böhme 1985) que, utilizando un medio de expresión
específicamente romano –incluyendo el epígrafe latino-, representan a los
personajes en claves de identidad indumentaria perfectamente índígena.
Los ejemplos mencionados, que, naturalmente, podrían multiplicarse,
sirven en mi opinión para desaconsejar un planteamiento de las
transformaciones identitarias operadas en los espacios que han sido objeto de
estas líneas en términos de una simple evolución desde la feritas céltica a la
fides de unos provinciales que manifiestan de formas diversas su lealtad al
emperador.
20

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