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JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO

LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO

JURGEN HABERMAS

[Traducción del alemán: Bolívar Echeverría]

Cuadernos Políticos N. 57
Mayo-agosto 1989

Si se tiene en cuenta la impresionante historia de sus repercusiones, “no hay


prácticamente ningún otro acontecimiento histórico que pueda compararse”
con la Revolución Francesa. 1 Esta afirmación incuestionable explica el que casi
todas las demás afirmaciones sobre el tema sean cuestionables. Una nueva
controversia se ha planteado en nuestros días; gira en torno a la clausura de la
actualidad de la Gran Revolución.
Bajo el signo de las despedidas posmodernas, nos toca ahora tomar distancia
frente a ese acontecimiento ejemplar, en cuyo campo de atracción hemos
vivido doscientos años. En 1967, en Leipzig, Walter Markow, uno de los más
importantes historiadores del Revolución, podía afirmar todavía. “Ninguna de la
generaciones que han venido después de ella ha percibido a la Revolución
Francesa como un episodio que se hubiese ya cerrado sobre sí y que estuviese
así listo para ser tratado como una pieza de museo”. 2 Por entonces acababa de
aparecer la obra con la que François Furet y Denis Richet proponían la
consideración de la Revolución en la perspectiva de la historia de las
mentalidades.3 Un decenio después, cuando la autocrítica de la izquierda había
llegado al extremo de una crítica postestructuralista de la razón, el mismo
Furet pudo observar lacónicamente: “La Revolución Francesa ha terminado”. 4
Furet quiere escapar de la órbita propia de una “historiografía de las
herencias”, dentro de la cual la Revolución Francesa es concebida como el
origen que orienta a actividad del presente. Si da por terminada a la
1
E. Schulin, Die franzosiche Revolution (La revolución francesa), Munich, 1988, p. 11.
2
W. Markov, Die Jakobinerfrage heutek (La cuestión jacobina, hoy), Berlín, 1967, p. 3.
3
F. Furet, D. Richet, Die franzosische Revolution (La revolución francesa), Frankfurt/Main, 1968, p. 84.
4
F. Furet, Penser la Révolution Française, París, 1978.
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Revolución Francesa, es para poner fin a la autoreferencia narcisista con la que


el presente “contamina al pasado”.
Este impulso refrescante y cientifizador no debe confundirse con aquel otro
intento reciente, entre nosotros, que, al enterrar en la historia y así normalizar
un pasado de otro orden, cargado de negatividad, pretende curar con
oraciones un presente que de ese pasado no tendría más que una cierta
contaminación. Los relojes que marcan el paso de la memoria colectiva
marchan de manera diferente en Francia y en Alemania. Mientras allí son las
interpretaciones liberales y socialistas de la revolución las que han
determinado el modo en que la nación se comprende a sí misma, entre
nosotros, después del entusiasmo inicial de los contemporáneos, las “ideas de
1789” has estado siempre bajo la sospecha de traer consigo consecuencias
terroristas. Y esto no sólo en la autocomprensión prusiano-alemana de la
nación. También acerca del Rhin, el hilo de una historiografía conservadora,
incluso agresivamente hostil, no se rompió sino hasta después de 1945. 5 Por
supuesto que las diferencias nacionales en la apreciación de un hecho no dicen
nada acerca de la verdad de una tesis; pero la misma tesis adquiere una
significación diferente en contextos diferentes. Furet responde a la tradición de
aquellos que, a la luz de la revolución bolchevique, adjudican a la Revolución
Francesa la función de modelo. Esta conexión dialéctica da su razón a la tesis
de Furet sobre la terminación de la Revolución Francesa; pero también, al
mismo tiempo, la relativiza.6
Alguien que no sea historiador no puede aportar mucho a esta controversia.
Por ello, en lugar de intentar hacerlo, quisiera yo abordar, en el terreno de la
teoría política, la cuestión acerca de si se ha agotado la fuerza orientadora de
la Revolución Francesa. Se trata, para mí, de la cuestión normativa acerca de si
aquella mutación de la mentalidad, que se cumplió en los años de la revolución
Francesa, contiene todavía para nosotros los rasgos de una herencia a cuyo
encuentro no hemos salido todavía. ¿Permite la revolución en las ideas de 1789
un tipo de lectura que sea todavía informativo para nuestras propias
necesidades de orientación?
5
Schulin (1988), p. 9 ss.
6
Esta relativización la ha hecho el propio Furet posteriormente: Furet, La Révolution 1790-1880, París,
1988. id., La France Unie, en: La Republique du Centre, París, 1988; cf. A. I. Hartig, Das Bicentennaire-eine
Auferstehung? (El bicentenario ¿resucitado?) en Merkur, marzo, 1989, pp. 258 ss.
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I
1. La pregunta acerca de lo que aún le debemos a la Revolución Francesa
puede ser abordada desde diferentes puntos de vista
a) La Revolución en parte hizo posible y en parte solamente aceleró el
desenvolvimiento de una sociedad civil dinámica y de un sistema económico
capitalista. Promovió procesos que en otras partes se llevaron a cabo sin una
transformación del dominio político y del sistema jurídico. Se trata de una
modernización económica y social que de entonces a la fecha, a través de una
serie de crisis pero de manera profana y sin misterios, se ha vuelto
permanente. Dadas su consecuencias secundarias disfuncionales, son peligros,
sobre todo, los que hoy en día vienen a la mente cuando se hace mención de
ella; la experiencia que se tiene del desarrollo indetenible de las fuerzas
productivas y de la expansión global de la civilización occidental es sobre todo
la de una amenaza. Ya no habrá como pedirle al proyecto productivista-
capitalista que cumpla su promesa pendiente. La utopía de la sociedad del
trabajo se ha agotado.
b) Algo similar sucede con el surgimiento del aparato estatal moderno. Para
el proceso de la formación de Estados y de su burocratización, la Revolución
Francesa significa a lo mucho una aceleración de ciertas continuidades que
vienen de mucho antes, como lo observó Tocqueville, y no un impacto hoy en
día cada vez más ámbitos de competencia bajo la presión tanto de los
movimientos regionalistas como de las empresas y las organizaciones
supranacionales que operan en escala mundial. Allí donde el ethos de la
racionalidad teleológica sobrevive todavía, el apoyo que recibe de los
impredecibles efectos organizativos de una administración estatal que se
programa a sí misma es prácticamente nulo.
c) Una creación auténtica de la Revolución Francesa es, en cambio, aquel
tipo de Estado nacional que ha podido exigir del patriotismo de sus ciudadanos
el servicio de defensa general y obligatorio. Con la conciencia nacional se gestó
una nueva forma de integración social para los individuos liberados de sus
nexos corporativos en la estratificación social. Todavía la última generación de
Estados, la que se origino en la descolonización, se rigió por este modelo
francés. Al contrario, con sus sociedades plurinacionales, Estados Unidos y la
URSS, las potencias mundiales, no se adaptaron nunca al esquema de la nación
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de estado. Y, por su parte los herederos actuales del sistema de Estados


europeos han desalentado el nacionalismo y se encuentran ahora en camino
hacia la sociedad posnacional.
d] Sólo un candidato parece restar para una respuesta afirmativa a la
pregunta acerca de la actualidad de la Revolución Francesa: aquellas ideas que
inspiraron al Estado constitucional democrático. La democracia y los derechos
humanos conforman el núcleo universalista del Estado constitucional que, en sus
distintas variantes, tiene su origen en la Revolución norteamericana y en la
francesa. Este universalismo ha conservado su fuerza explosiva y su vitalidad,
no sólo en los países del Tercer Mundo y en el ámbito de dominio soviético, sino
también en las naciones europeas, donde la vía hacia un cambio de identidad
adjudica al patriotismo constitucional una nueva significación. Al menos ésa es
la opinión de R. von Thadden, expresada en un reciente encuentro franco-
alemán en Belfort:
Con un porcentaje de inmigrantes que está entre el siete y el ocho por ciento,
las naciones corren el peligro de transformar su identidad; si no ofrecen puntos
de integración que vayan más allá de la pura ascendencia étnica, dentro de
poco ya no podrán concebirse como sociedades monoculturales. Bajo estas
condiciones se impone retornar a la idea del Burger como citoyen [del miembro
de un Estado como ciudadano], que es al mismo tiempo más amplia y menos
estática que la idea tradicional del mismo como miembro de una nación.7
Pero si la única idea todavía orientadora fuera la de la institucionalización de la
igualdad de libertades, bastaría —como muchos lo piensan— con vivir de la
herencia de la Revolución norteamericana: podríamos así salir de la sombra del
Terror.
Von Thadden no saca esta consecuencia; y si echa mano de ideas
específicamente francesas, ello no se debe únicamente al hecho de que el
motivo de su discurso es la inauguración de los festejos por los doscientos años
de la Gran Revolución. Contrapone, en el sentido de Rousseau, el citoyen al
bourgeois; conecta, en el sentido de la tradición republicana, los derechos
civiles y la participación con la fraternidad o solidaridad. El gesto recoge
todavía el débil eco de viejas consignas revolucionarias:

7
R. v Thadden, Die Botschaf der Bruderlichikeit (El mensaje de la fraternidad), Suddeutsche Zeitung
del 26/27 de noviembre de 1988.
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5

La Europa de los ciudadanos que está por construirse tiene necesidad de las
fuerzas de la fraternidad, de la ayuda mutua y de la solidaridad, para que de
esta manera también los débiles, los necesitados y los desempleados estén en
capacidad de ver en la Comunidad Europea un progreso, en comparación con las
condiciones actuales. Este llamado al estímulo de la fraternidad, en conexión
con la idea del ser ciudadano, debe ser el mensaje central de los festejos por los
doscientos años de la Revolución Francesa.
A diferencia de la Revolución norteamericana, que prácticamente resultó de
los acontecimientos, la francesa fue llevada a cabo por sus protagonistas, con
plena conciencia de que lo que hacían era una revolución. También François
Furet reconoce en esta conciencia de la praxis revolucionaria "una nueva
modalidad de la actividad histórica". Se podría decir también que es en la
Revolución Francesa donde las otras revoluciones burguesas —la holandesa, la
inglesa y la norteamericana— vuelven en sí y se reconocen como revoluciones.
Ni la actividad económica capitalista (a) ni la forma burocrática del dominio
legal (b), ni siquiera la conciencia nacional (c) y el Estado constitucional
moderno (d) hubiesen tenido que resultar de una transformación expe-
rimentada como revolución, "pero Francia es el país que inventa la cultura
democrática mediante la revolución y que pone de manifiesto ante el mundo
una de las condiciones de conciencia fundamentales de la actividad histórica". 8
La condición de nuestra conciencia se caracteriza por dos rasgos. invocamos
todavía la disposición a la acción y la orientación político-moral hacia el futuro
por parte de quienes pretenden reconstruir el orden establecido; al mismo
tiempo, sir, embargo, la confianza en la transformabilidad revolucionaria de la
situación se ha desvanecido.
2. La conciencia de la revolución es el lugar de nacimiento de una nueva
mentalidad, conformada por una nueva conciencia del tiempo, un nuevo
concepto de la praxis política y una nueva representación de la legitimidad. La
conciencia histórica que rompe con el tradicionalismo de las continuidades
sometidas a la naturaleza; la concepción de la praxis política que se pone bajo
el signo de la autodeterminación y la autorrealización; y la confianza en el
discurso racional como instancia con la cual y ante la cual debe legitimarse
toda dominación política: todos éstos son rasgos específicamente modernos.
8
Furet (1980), p. 34.
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Con ellos, un concepto de lo político radicalmente secular, posmetafísico,


penetra en la conciencia de una población que ha llegado ya a caracterizarse
por su movilidad.
Al mirar retrospectivamente los últimos doscientos años se insinúa sin
embargo la duda acerca de si esta concepción de lo político no se ha alejado ya
tanto de su mentalidad original, que la conciencia de la revolución ha perdido
toda actualidad. ¿No es justo la rúbrica revolucionaria que se halla estampada
particularmente sobre el periodo de 1789 a 1794 la que se ha vuelto borrosa?
a] La conciencia revolucionaria se expresa en el convencimiento de que es
posible comenzar nuevamente. Se refleja en ella una transformación de la
conciencia histórica. 9 La historia universal, concentrada como una historia sin-
gular, sirve como sistema de referencia abstracto para una actividad que,
orientada hacia el futuro, se cree en capacidad de deshacer la conexión del
presente con el pasado. Por detrás de esto se encuentra la experiencia de una
ruptura de la tradición: se ha traspasado el umbral que lleva a un trato
reflexivo con las herencias culturales y las instituciones sociales. El proceso de
modernización se experimenta como una aceleración de acontecimientos que
parecen abrirse a la intervención colectiva y su persecución de fines. La
generación contemporánea se ve cargada con la responsabilidad por el destino
de las generaciones futuras, mientras el ejemplo de las generaciones pasadas
pierde su capacidad de comprometer. En el horizonte ampliado de las
posibilidades futuras, la actualidad del instante gana en trascendencia e
importancia frente a una normatividad de lo establecido que alcanza apenas a
llegar hasta el presente. Hannah Arendt ha encontrado una relación entre esta
confianza enfática y nuestro "natalismo", aquella afección entrañable de
expectativa de un futuro mejor que se presenta cada vez que miramos a un
recién nacido.
Se trata, por cierto, de una vitalidad que perdió hace tiempo la figura de una
conciencia revolucionaria. La disolución de las tradiciones por medio de la
reflexión se ha vuelto permanente; la actitud que trata como hipotéticas a las

9
R. Koselleck, Vergangme Zukunjt [El futuro pasado], Frankfurt/Main, 1979; J. Habermas,
Derphilosophische D skurs derModsme [El discurso filosófico de la modernidad], Frankfurt/Main, 1985,
p. 9 ss.
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instituciones vigentes y a las formas de vida establecidas se ha vuelto una


actitud normal; la revolución misma se ha solidificado como tradición: 1815,
1830, 1848, 1870, 1917 representan los cortes de una historia de luchas
revolucionarias, pero también de desencantos. La Revolución se deshace de
sus disidentes, que no se rebelan ya contra otra cosa que contra la misma
Revolución. También esta dinámica autodestructiva tiene sus raíces en una
concepción del progreso —sometida ya por Benjamin a un análisis penetrante
— que se entrega al futuro sin recordar los sacrificios de las generaciones
pasadas. Por otro lado, las consecuencias de las rebeliones juveniles y de los
nuevos movimientos sociales en países como el nuestro llevan a sospechar que
la dinámica cultural liberada por la Revolución Francesa decanta en la
mutación casi imperceptible de los valores vigentes entre las amplias capas de
la población, mientras que la conciencia esotérica de la actualidad, de la
continuidad sostenida y de la normatividad lesionada se ha retirado al terreno
del arte posvanguardista.
b] La conciencia revolucionaria se expresa además en la convicción de que,
juntos, los individuos emancipados están llamados a ser los autores de su
destino. Está en sus manos el poder de decidir sobre las reglas y el tipo de su
convivencia. En la medida en que, en calidad de ciudadanos, se dan a sí
mismos las leyes que quieren obedecer, son los productores de su propio
condicionamiento vital. Éste se concibe como el resultado de una praxis
cooperativa que tiene su centro en una formación consciente de la voluntad
política. Una política radicalmente secular se entiende a sí misma como una
expresión y una confirmación de la libertad que surge al mismo tiempo de la
subjetividad del individuo y de la soberanía del pueblo. Por supuesto que en el
nivel de la teoría política se encuentran en competencia desde el principio
propuestas individualistas y colectivistas que dan preferencia respectivamente
al individuo o a la nación. Pero la libertad política se concibe siempre como la
libertad de un sujeto que se autodetermina y se autorrealiza. Autonomía y
autorealización son los conceptos claves de una praxis cuya finalidad —la
producción y la reproducción de una vida digna del hombre—se encuentra en
ella misma.10

10
Ch. Taylor, Llegitimationskrise (Crisis de legitimación), en Ibid. Negative Freiheit? (¿Libertad negativa?),
Frnkfurt/Main, 1988, p. 235 ss.
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También este concepto holístico de praxis política ha perdido su brillo y su


fuerza motivadora. En el trabajoso camino hacia la institucionalización estatal
constitucional de la participación igualitaria de todos los ciudadanos en la
formación de la voluntad política se han vuelto manifiestas las contradicciones
que están instaladas en el propio concepto de soberanía popular. El pueblo, del
que debería proponer toda la violencia organizada por el Estado, no constituye
un sujeto dotado de voluntad y conciencia. Sólo existe en plural. En conjunto,
como pueblo, no es capaz de decidir ni de actuar. En las sociedades complejas,
incluso los esfuerzos más serios por alcanzar una organización autónoma
fracasan frente a determinadas resistencias que se originan en el capricho
sistémico del mercado y del poder administrativo. Al principio, la democracia
debió imponerse contra el despotismo que tomaba cuerpo materialmente en el
Rey y en parte de la Nobleza y del Clero superior. Ahora, en cambio, el dominio
político se ha despersonalizado; ya las fuerzas de la democratización no se
gastan frente a resistencias que sean al menos propiamente políticas, sino
frente a los imperativos sistémicos de un sistema perfectamente diferenciado
de economía y administración.
c) La conciencia revolucionaria se expresa, por último, en la convicción de
que el ejercicio de la dominación política no puede legitimarse ni de manera
religiosa (mediante la apelación a una autoridad divina) ni de manera
metafísica (mediante la apelación a un derecho natural fundamentado
ontológicamente). Una política radicalmente terrenal debe poder justificarse
exclusivamente con la razón; sus medios, además, deber ser los de una teoría
de inspiración posmetafísica. Las doctrinas racionalistas del derecho natural se
prestaban para ello. Habían adaptado el concepto aristotélico de dominación
política —la que ejercen los hombre libres e iguales sobre sí mismos— a las
categorías de una filosofía centrada en el sujeto, y habían establecido de esta
manera una correspondencia entre ellas y la comprensión tanto de una libertad
extremada en el sentido individualista como de una justicia de alcance
universal. De esta manera la praxis revolucionaria pudo ser entendida como
una realización de los derechos humanos guiada por la teoría: la Revolución
misma parecía derivar de los postulados de una razón practica. Esta
autocomprensión de la Revolución Francesa explica, por otro lado, la influencia
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que tuvieron sobre ella las “societés de penser” y el papel activo de los
“idéologues”.
Se trata de un intelectualismo que ha despertado la confianza, y no sólo
entre la oposición conservadora. Por que suponer que la formación de la
voluntad política es capaz de generar teoría directamente y que puede guiarse
de acuerdo a una moral racional de consenso prioritario ha tenido resultados
muy dudosos en la teoría de la democracia y consecuencias devastadoras en la
praxis política. La teoría tiene que enfrentar la tensión que existe entre la
formación soberana de voluntad política y la comprensión apodíctica de la
razón; la praxis tiene que hacer lo mismo con la canonización espuria de la
razón, como aquella que decantó en el culto del Ser Supremo y en los
emblemas de la Revolución Francesa. 11 En nombre de una razón autoritaria,
que precedería a toda comprensión realista, pudo desenvolverse una dialéctica
propia de los portavoces; una dialéctica que volvió irreconocible la diferencia
entre moral y táctica y desembocó en la justificación del terror, cuando erta
virtuoso. Por ello, el discurso que disloca el poder y lo pone en la palabra ha
sido denunciado por autores que van de Schmitt a Lubbe, de Cochin a Furet; lo
han presentado como un mecanismo que da lugar ineludiblemente al
vanguardismo, al dominio de los portavoces intelectuales, adornado por un
cierto consenso.12
3. Nuestra mirada retrospectiva sobre la Revolución Francesa parece mostrar
que la mentalidad creada por ella, al consolidarse, se ha vuelto permanente,
pero también se ha trivializado: ya no sobrevive en la figura de una conciencia
revolucionaria y ha perdido fuerza explosiva y relevancia. Pero ¿esta mutación
de forma implica que también sus energías se han agotado? Es evidente que la
dinámica cultural desatada por la Revolución francesa no se ha paralizado. Es
ella la que, recién en nuestros días, ha creado las condiciones para un
activismo cultural que, despejado de todo privilegio formativo, escapa
obstinadamente a la invasión administrativa. El pluralismo de amplia gansa de
estas actividades que se salen de las barreras de clase se opone por cierto a la
autocomprensión revolucionaria de una nación más o menos homogénea,
aunque de todos modos la movilización cultural de las masas tiene su origen

11
J. Starobinski, 1789 –Die Embleme der Vernunft [1789: Los emblemas de larazón], Munich, 1988.
12
En sorprendente acuerdo con C. Schmitt, cf. Furet (1980), p. 197 ss.
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en ella. En los centros urbanos se trazan los lineamientos generales de un


modo de convivencia social en el que formas de expresión que rebasan las
diferencias de clase se combinan con estilos de vida individualizados. La
fisonomía es ambivalente y difícil de descifrar. No se sabe bien si esta
"sociedad de cultura" sólo es el reflejo del abuso que la estrategia publicitaria
hace de la "fuerza de lo bello" para fines comerciales, el reflejo de una cultura
de masas privatizadora y despercudida en lo semántico, o si ella puede
constituir el suelo de resonancia para una vida pública revitalizada donde la
semilla de las ideas de 1789 germinaría por primera vez.
Debo dejar abierta esta cuestión. Me limitaré en lo que sigue a la
consideración de argumentos normativos con el objeto de encontrar el modo
en que hoy en día debería ser pensada en general una república radicalmente
democrática, en el caso de que podamos contar con una cultura política dotada
de la capacidad de resonancia correspondiente; una república que no esté allí
para ser aceptada como una propiedad más entre las herencias felices
detectadas por la mirada retrospectiva, sino para ser llevada a cabo como el
proyecto consciente de una revolución que se habría vuelto a la vez
permanente y cotidiana. No se trata de la continuación trivial de la Revolución
con otros medios. Ya en el Danton de Buchner es posible aprender que la
conciencia revolucionaria se deja alcanzar pronto por las aporías del
instrumentalismo revolucionario. En la conciencia revolucionaria está inscrita la
melancolía: la aflicción por el fracaso de un proyecto al que sin embargo no es
posible renunciar. Fracaso y carácter e imposibilidad de renuncia que se ex-
plican por el hecho de que el proyecto revolucionario dispara más allá de la
revolución misma, escapa a los conceptos propios de ésta. Me arriesgo a
traducir a nuestros conceptos el contenido normativo de esta Revolución única
en su género —empresa obligada para un hombre de izquierda en la República
Federal Alemana, en vista del doble festejo de los años 1789 y 1849 y con la
tribulación de otras fechas en la memoria— porque pienso que los principios de
la constitucionalidad no echarán raíces en nuestro ánimo mientras la razón no
haya adquirido certeza acerca de sus contenidos orientadores, dirigidos hacia
el futuro. Sólo como proyecto histórico puede mantener el Estado democrático
constitucional un sentido que rebase lo puramente jurídico, un sentido
normativo que sea una fuerza al mismo tiempo explosiva y configuradora.
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11

Para la mirada de la teoría política, la historia se vuelve un laboratorio de


argumentos. Sobre todo la Revolución Francesa, que constituye una cadena de
acontecimientos, cada uno de ellos armado de argumentos: la Revolución se
cubre con el manto discursivo del derecho racional. Sus huellas locuaces
quedaron marcadas en las ideologías políticas del siglo xix y del siglo xx. Desde
la distancia de quienes llegamos más tarde, las luchas entre las visiones del
mundo de los demócratas y los liberales, de los socialistas y los anarquistas, de
los conservadores y los progresistas configuran —si mostramos una cierta
desafección por los detalles— el modelo básico de una argumentación que aún
hoy en día es aleccionadora.
II
1. La dialéctica entre liberalismo y democracia radical entablada por la
Revolución Francesa ha hecho explosión a lo ancho del mundo. La disputa gira
en torno al modo en que se dejan conciliar la igualdad con la libertad, la unidad
con la pluralidad o el derecho de la mayoría con el de la minoría. Los liberales
parten de la institucionalización jurídica de la igualdad de libertades y conciben
a éstas como desechos subjetivos. Para ellos, los derechos humanos gozan de
preeminencia normativa respecto de la democracia; la constitución y su
separación de poderes, de preeminencia sobre la voluntad del legislador
democrático. Los abogados del igualitarismo, por su pare, conciben la praxis
colectiva de los hombres libres e iguales como una formación de voluntad que
es ella misia soberana. Entienden los derechos del hombre como expresión de
la voluntad popular soberana; la constitución y su división de poderes es para
ellos el resultado de la voluntad del legislador democrático iluminada por la
razón.
Así pues, ya la constelación de partida se caracteriza por la respuesta que
Rousseau dio a Locke. Rousseau, el precursor de la Revolución Francesa,
entiende la libertad como autonomía del pueblo, como participación igual de
todos en la praxis de la legislación. Kant, el contemporáneo filosófico de la
Revolución Francesa, que confiesa haber sido "orientado" por Rousseau, lo
formula de esta manera:
El poder legislativo sólo puede pertenecer a la voluntad conjunta del pueblo.
Porque, dado que es de ella de donde derivan todos los derechos, no puede de
ninguna manera herir con sus leyes el derecho de nadie. Ahora bien, cuando
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
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alguien toma medidas contra otro siempre es posible que le haga injusticia,
nunca sin embargo cuando dispone sobre sí mismo (puesto que volenti non fit
iniuria). Así pues, sólo la voluntad consensual y unificada de todos, y por
consiguiente sólo la voluntad popular unificada en general, puede ser
legisladora, en la medida en que aquello que cada uno resuelve sobre todos es
justamente lo mismo que aquello que todos resuelven sobre cada uno.
(Doctrina del Derecho, 46.)
Lo más notable de este argumento es la unificación de la razón práctica con
la voluntad soberana, de los derechos lrunranos con la democracia. Para que la
razón que legitima el dominio no deba ya rebasar a la voluntad soberana del
pueblo y afianzar los derechos humanos en un estado de naturaleza ficticio,
corno sucede en la teoría de Locke, se imprime una estructura racional en la
propia autonomía de la praxis legisladora. Puesto que la voluntad unificada de
los ciudadanos sólo puede expresarse en la forma de leyes generales y
abstractas, está per se en la necesidad de realizar una operación que excluye
todos los intereses no generalizables y que sólo admite aquellas
reglamentaciones que garantizan a todos las mismas libertades. El ejercicio de
la soberanía popular garantiza así, al mismo tiempo, los derechos humanos.
Esta idea prendió en la práctica mediante los discípulos jacobinos de
Rousseau e hizo entrar en la disputa a sus opositores liberales. La crítica de
éstos hace notar que la ficción de una voluntad popular unitaria sólo puede
realizarse al precio de un ocultamiento u opresión de la heterogeneidad de las
voluntades singulares. En efecto, Rousseau había imaginado que la
constitución misma del pueblo soberano es ya un acto de socialización en
cierto modo existencial mediante el cual los individuos aislados se convierten
en ciudadanos orientados hacia el bienestar común. Éstos forman así los
miembros de un cuerpo colectivo y son el sujeto de una praxis legisladora que
se ha separado de los intereses privados de las personas sometidas a las leyes.
La sobrecarga moral que se le pone a cuestas al ciudadano virtuoso echa una
larga sombra sobre todas las variedades radicales del rousseaunismo. La
suposición de unas virtudes republicanas sólo es realista en el caso de una
comunidad dotada de un consenso normativo garantizado por una tradición y
un ethos: "Cuanto menos relación tengan las voluntades individuales con la
voluntad común —es decir, cuanto menos conexión tengan las costumbres con
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
13

las leyes—, más deberá crecer la fuerza coercitiva". 13 De esta manera, las
objeciones liberales al rousseaunismo pueden apoyarse en el propio Rousseau:
las sociedades modernas no son homogéneas.
2. Los opositores subrayaron la diversidad de los intereses que deben
conciliarse, la pluralidad de las opiniones que deben traducirse en un consenso
mayoritario. La crítica a la "tiranía de la mayoría" aparece, por cierto, en dos
distintas variantes. El liberalismo clásico de un Alexis de Tocqueville entiende
la soberanía popular como un principio de igualdad que requiere ser
restringido. Es el temor del bourgeois de ser dominado por el citoyen: si la
constitución del Estado constitucional que separa los poderes no le pone
límites a la democracia popular, las libertades prepolíticas del individuo están
en peligro. Con ello, por supuesto, se hace retroceder a la teoría: la razón
práctica que ha tomado cuerpo en la constitución entra nuevamente en con-
traposición a la voluntad soberana de las masas políticas. Regresa así el
problema que Rousseau quiso resolver con el concepto de autolegislación. Un
liberalismo de inspiración democrática debe, por ello, mantenerse firme en la
intención de Rousseau
Por este lado, la crítica no lleva hacia una restricción, sino hacia una
redefinición del principio de la soberanía popular; se trata de que ésta sólo
pueda manifestarse bajo las condiciones discursivas de un proceso en sí mismo
diferenciado de formación de opinión y voluntad. Antes de que John Stuart Mill,
en su escrito On Liberty (1859), junte a la libertad con la igualdad en la idea de
una instancia discursiva pública, el demócrata de Alemania del Sur Jubus Fro-
bel, en un panfleto de 1848, desarrolla )a idea de una voluntad general,
concebida de manera completamente no utilitarista, que debe formarse
mediante la discusión y la votación a partir de la voluntad libre de todos los
ciudadanos:
Queremos una república social, es decir, un estado en el que la felicidad, la
libertad y la dignidad de cada individuo se reconozca como la meta común de
todos y el perfeccionamiento del derecho y el poder de la sociedad resulte del
entendimiento y la concertación de todos sus miembros.14

13
J .J. Rousseau, Staat und GeseUscluefl [Estado y sociedad], Munich, 1959, p. 53 (El contrato social, tercer
libro, cap. l).
14
J. Frobel, Monarchie oder Repubtik [Monarquía o república], Mannheim, 1948, p. 6.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
14

Un año antes, Frobel había publicado su Sistema de política social,15 que


establece una interesante conexión entre el principio de libre discusión y el
principio de mayoría. Cree allí que el discurso público es capaz de cumplir la
función que Rousseau atribuía a la fuerza supuestamente universalizadora de
la simple forma legal. El sentido normativo de la vigencia de las leyes que
merecen la aprobación general no puede explicarse sobre la base de las
propiedades lógico-semánticas de una ley general abstracta. En lugar de ello,
Frobel recurre a las condiciones de comunicación bajo las cuales la formación
de una opinión orientada hacia la verdad se deja combinar con la formación de
una voluntad por mayoría. Al mismo tiempo, Frobel retiene el concepto
rousseauniano de autonomía: "La ley existe siempre únicamente para quien la
ha hecho o la ha aprobado; para cualquier otro es un mandamiento o una
orden" (p. 97). Por ello, las leyes requieren la aprobación fundamentada de
todos. La resolución del legislador democrático es sin embargo por mayoría. Lo
uno sólo se concilia con lo otro cuando la regla de mayoría mantiene una
relación interior con la búsqueda de la verdad: el discurso público debe mediar
entre la razón y la voluntad; entre la formación de la opinión de todos y la
formación mayoritaria de a voluntad de los representantes populares.
Una decisión por mayoría sólo debe llevarse a cabo de manera tal, que su
contenido pueda tener vigencia en calidad resultado motivado racionalmente;
pero falible, de la discusión que, en busca de lo que es correcto, debió
provisionalmente por la necesidad de llegar a una decisión:
La discusión permite que las convicciones que se han desarrollado en el
espíritu de distintos hombres actúen la una sobre la otra; que se clarifiquen,
que amplíen el círculo de su aceptación. La [...] determinación práctica del
derecho es el resultado del desarrollo y la aceptación de una conciencia teórica
previa que la sociedad tiene del derecho;[ ...J no puede realizarse, sin embargo,
si no es por la vía de la votación y la decisión por mayoría (p. 96).
Frobel interpreta la decisión por mayoría como un acuerdo condicionado,
como un asentimiento de la minoría a una praxis que se orienta según la
voluntad de la mayoría: "De ninguna manera se exige que la minoría, dado que
pospone su voluntad, declare que su opinión es errada; no se exige siquiera
que renuncie a sus objetivos, sino que suspenda la aplicación práctica de su
15
J. Frdoel, Syslem der sociaún Politik [Sistema de política social], Mannheini, 1947 (Aa1en 1975).
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
15

convicción mientras logra que sus razones se impongan y alcanza el número


necesario de adherentes" (p. 108 s.).
3. La posición de Frobei muestra que la tensión normativa entre igualdad y
libertad puede resolverse cuando se renuncia a una lectura concretista del
principio de la soberanía popular. A diferencia de Rousseau, que ve una
conexión natural entre la razón práctica y la voluntad soberana de una
colectividad —la simple forma de la ley general— Frobel la ve sustentada en un
procedimiento de formación de opinión y voluntad que estipula cuándo es
posible sospechar que una voluntad —no una razón— política tiene la razón.
Esto protege a Frobel de un menosprecio normativo respecto del pluralismo. El
discurso público es la instancia mediadora entre :a razón y la voluntad: "La
unidad de las convicciones sería una desgracia para el progreso del cono-
cimiento; tener una meta unitaria es en cambio una necesidad en los asuntos
de la sociedad" (p. 108). La elaboración de una voluntad unitaria mediante la
búsqueda de la mayoría es conciliable con el "principio de que todas las volun-
tades personales tienen la misma validez", pero sólo si se conecta con el
principio de que "el error se reduce por la vía del convencimiento" (p. 105).
Principio que sólo en los discursos de la vida pública puede afirmarse contra las
mayorías tiránicas.
Por ello, Frobel propone la educación popular: un alto nivel de formación para
todos, así como libertad de expresión y de propaganda de las opiniones
teóricas. Es también el primero en reconocer la significación que tienen para la
política constitucional los partidos políticos y la lucha por conquistar la mayoría
de los votos, cuando se lleva a cabo con los medios de la "propaganda teórica".
Lo único que puede impedir una imposición de los partidos de vanguardia es la
existencia de unas estructuras de comunicación abiertas. Lo que debe haber es
"partidos", no "sectas":
El partido pretende hacer valer su meta propia dentro del Estado, la secta
pretende rebasar al Estado con sus propias metas. El partido quiere alcanzar el
dominio dentro del Estado, la secta quiere someter a éste bajo su forma de
existencia. Al llegar al dominio dentro del Estado, el partido quiere disolverse
en él; la secta quiere llegar al dominio haciendo que el Estado se disuelva en
ella (p. 277).
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
16

Frobel estiliza los partidos poco estables de su época; hace de ellos unas
asociaciones libres que están especializadas en ejercer influencia, antes que
nada con argumentos, sobre el proceso de formación de la opinión y la
voluntad públicas. Representan el núcleo de la organización de un público de
ciudadanos que discute con una pluralidad de voces, que decide por mayoría y
que ha ocupado el lugar del soberano.
Mientras el poder y el monopolio legal del poder toman cuerpo en el
soberano de Rousseau, el público de Frobel ha dejado de ser un cuerpo; es sólo
el medium del proceso piurívoco de una formación de opinión que, por su
parte, al sustituir la violencia con el entendimiento, da el motivo racional a las
decisiones mayoritarias. De esta manera, los partidos y la competencia entre
ellos dentro de la vida política pública están destinados a dar continuidad al
acto rousseauniano del contrato social bajo la forma —como dice Frobel— de
"una revolución legal y permanente". Los principios constitucionales de Frobel
despojan al orden constitucional de todo lo que podría hacer de él una sustan-
cia; de manera rigurosamente posmetafísica, no hay "derechos naturales" que
lo caractericen, sino solamente el procedimiento de la formación de opinión y
voluntad que garantiza unas libertades iguales para todos, por la vía de los
derechos generales de comunicación y participación:
Con el contrato constitucional, los partidos acuerdan concentrar la acción de
las opiniones propias sobre las de los demás exclusivamente en la libre
discusión, y renunciar a la puesta en práctica de sus teorías mientras la
mayoría de los miembros del Estado no esté con ellas. Con el contrato
constitucional, los partidos acuerdan: determinar la unidad de la meta de
acuerdo a la mayoría de partidarios de una teoría, dejar en cambio la propa-
ganda de la teoría a la libertad de cada miembro y perfeccionar su constitución
y sus leyes según el resultado de todos los esfuerzos individuales, que se
manifiesta en las votaciones (p. 113).
Mientras los tres primeros artículos constitucionales fijan las condiciones y
los procedimientos de una formación racional de voluntad democrática, el
cuarto prohíbe la inmutabilidad de la constitución y toda limitación a la sobe-
ranía popular exterior que se manifieste según los procedimientos. Los
derechos humanos no entran en competencia con la soberanía popular; hay
identidad entre ellos y las condiciones constitutivas de la praxis formadora de
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
17

voluntad, ejercida por un discurso público que se autolimita. La separación de


los poderes se explica así a partir de la lógica de la aplicación y la modificación
controlada de unas leyes generadas de esta manera.
III
1. El discurso sobre la libertad y la igualdad se traslada a otro nivel en la
disputa entre socialismo y liberalismo. También esta dialéctica. se encuentra
ya delineada en la Revolución Francesa cuando Marat se vuelve contra el
formalismo de las leyes y habla de una "tiranía legal", cuando Jacques

Roux se queja de que la igualdad de las leyes se dirige contra los pobres y
cuando Babeuf critica la institucionalización de la igualdad de libertades en
nombre de la satisfacción proporcionada de las necesidades de cada uno. 16 Es
una discusión cuyos perfiles definidos aparecen recién con el socialismo
temprano.
En el siglo XVIII, la crítica de la desigualdad. social se había dirigido contra las
consecuencias sociales de la desigualdad política. Argumentos jurídicos, es
decir, de derecho racional eran suficientes para exigir del ancien régime la
igualdad de libertades del Estado democrático constitucional y del derecho
privado en el orden burgués. Sin embargo, a medida que la monarquía
constitucional y el Código Napoleón se imponían, otro tipo de desigualdades
sociales se hacían conscientes. En lugar de las desigualdades determinadas
por los privilegios políticos vinieron aquellas que se desarrollaron recién en el
marco de la institucionalización de la igualdad de libertades en el derecho
privado. Se trata ahora de las consecuencias sociales de la distribución
desigual por parte de un poder económico de disposición ejercido de manera
apolítica. Marx y Engels tomaron de la economía política los argumentos con
los que denunciaron el orden legal burgués corno la expresión jurídica de tinas
relaciones de producción injustas: ampliaron así el concepto mismo de lo
político. No es solamente la organización del Estado la que debe sustituirse,
sino la estructura de la sociedad en su conjunto. 17

16
H. Dippel, Die politischen ideen der franzosischen Revolution [Las ideas políticas de la Revolución
Francesa] en: Pipers Handbuch der Politischen Ideen t. 4, Munich, 1986, p. 21 ss.
17
O. N egt, E. Th. Mohl, Marx und Engels - der unaufgehobene Wiederspruch von Theorie und Praxis [Marx
y Engels: la contradicción no superada entre teoría y praxis], en: Pipers Handtiuch der Politischen Ideen, t. 4,
p. 449 ss.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
18

Con este cambio de perspectiva se vuelve visible una relación funcional


entre la estructura de clases y el sistema jurídico que posibilita una crítica al
formalismo del derecho, es decir, a la desigualdad en el contenido de unos de-
rechos que en su forma o su formulación son iguales. Sin embargo, el mismo
cambio de perspectiva desfigura al mismo tiempo la visibilidad del problema
que queda planteado para la formación de la voluntad política justamente con
la politización de lo social. Marx y Engels se contentaron con algunas
indicaciones referentes a la Comuna de París e hicieron a un lado, en mayor o
menor medida, las cuestiones de una teoría de la democracia. Si se toma en
consideración el trasfondo de la formación de ambos autores, su negación
global del formalismo jurídico, aún más, de la esfera del derecho en su
conjunto, podría explicarse también por el hecho de que los ojos con que leen a
Rousseau y a Hegel son demasiado aristotélicos, de que desconocen la
sustancia normativa del universalísmo kantiano y del Iluminismo y de que
malentienden concretistamente la idea de una sociedad liberada. Concibieron
al socialismo como una figura histórica privilegiada de moralidad concreta, y no
como la totalidad de las condiciones necesarias para unas formas de vida
emancipadas, sobre las que tienen que ponerse de acuerdo los propios
participantes.
El concepto ampliado de lo político no tuvo su correspondiente en una
comprensión profundizada de los modos de funcionamiento, las formas de
comunicación y las condiciones de institucionalización de una formación
igualitaria de voluntad. Quedaba como guía la representación holística de una
sociedad de trabajo politizada. Los socialistas tempranos tenían todavía la
confianza de que, a partir de una producción correctamente organizada,
surgirían por sí mismas ciertas formas de convivencia colectiva de los tra-
bajadores asociados libremente. Esta idea de una autogestión de los
trabajadores fracasó ante la complejidad de las sociedades desarrolladas,
funcionalmente diferenciadas; y esto incluso allí donde la utopía de la sociedad
de trabajo es imaginada, junto con Marx, como un reino de la libertad, que
debe ser levantado sobre la base de la continuación de un reino de la
necesidad regulado sistémicamente. Las consecuencias prácticas de este
déficit se muestran en aquellas aporías en las que se enreda hasta ahora el
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
19

socialismo burocrático, con su vanguardia política congelada como


Nornenklotura.
2. Por el otro lado, los sindicatos y los partidos reformistas, que cooperaron
dentro de los marcos del Estado constitucional en la realización del
compromiso dirigido hacia un Estado con justicia social, tuvieron la experiencia
desilusionante de que debían contentarse con un reacomodo de la herencia
liberal burguesa y renunciar al cumplimiento de las promesas democráticas
radicales. El parentesco espiritual entre el reformismo y el liberalismo de
izquierda (entre Eduard Bernstein y Friedrich Naumann, que fueron los
padrinos de la coalición liberal-socialista) se basa en la meta común de la
universalización de los derechos ciudadanos mediante el Estado social. 18
Gracias a la compensación del status dependiente del trabajo asalariado con el
derecho político a la intervención y el derecho social a la participación, la masa
de la población debe recibir la oportunidad de vivir con seguridad en medio de
la justicia social y de un bienestar creciente. Los partidos que acceden al
gobierno deben emplear con sentido intervencionista las palancas del poder
administrativo para imponer estas metas sobre la base de un crecimiento
capitalista a la vez disciplinado y protegido. Según la idea ortodoxa, la emanci-
pación socia[ debe alcanzarse por la vía de una revolución política; si ésta se
apodera del poder, es únicamente para aniquilarlo. El reformismo, en cambio,
sólo puede introducir la pacificación social por la vía de las intervenciones del
estado social; en tal proceso, sin embargo, los partidos son absorbidos por un
aparato estatal en expansión. Con el proceso de estatización de los partidos, la
formación de voluntad política se traslada a un sistema político que, en gran
medida, se programa a sí mismo; sistema que se independiza de las fuentes
democráticas de su legitimación en la medida en que le es factible extraer de
la vida pública una lealtad masiva. De esta manera, esa democracia de masas
que adopta los rasgos de un proceso de legitimación dirigido es el reverso de
un Estado social que sólo ha tenido éxito a medias. A ello corresponde, en el
plano programático, la resignación: tanto el adaptarse al escándalo de un
"destino natural" impuesto por el mercado de trabajo como la renuncia a una
democracia radical.

18
O. Kallscheuer, Revisionismus und Reformismus [Revisionismo y reformismo, en: Pipers Handbuch der
Politischen Ideen, t. 4, p. 545 ss.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
20

Esto explica la actualidad de aquel discurso que, desde el principio, desde la


primera mitad del siglo xix, el anarquismo entabló con el socialismo. Aquello
que se practicó ya en la revolución pequeño burguesa de los sans-culottes
llegó a adoptar fundamentos y a configurarse a medias como teoría recién con
la crítica anarquista de la sociedad y con.la polémica en torno a los consejos
obreros. En ellas, las técnicas de la autoorganización (como la permanencia de
la deliberación, el mandato imperativo, la rotación de funciones, la limitación
de poderes, etcétera) son tal vez menos importantes que la forma de
organización en cuanto tal: el tipo de las asociaciones voluntarias. 19 Se trata de
organizaciones que presentan sólo un grado mínimo de institucionalización. Los
contactos horizontales sobre el plano de las interacciones elementales deben
condensarse en una praxis intersubjetiva de deliberación y decisión lo
suficientemente fuerte como para mantener a todas las otras instituciones en
la condición de soluciones fluidas, propia de la fase de fundación, y protegerlas
así de una coagulación. Este antiinstitucionalismo llega a tocarse con. las ideas
del viejo liberalismo acerca de una vida pública compuesta de asociaciones; es
aquí donde puede llevarse a cabo —dirigida, eso sí, en su argumentación— la
praxis comunicativa en la que se forman la opinión y la voluntad políticas.
Cuando Donoso Cortés acusa al liberalismo de elevar erradamente la discusión
a principio de decisión política y cuando, con él, Carl Schmitt denuncia a la
burguesía liberal por ser una clase discutidora, a lo que ambos se refieren es a
las consecuencias anarquistas de la discusión pública, es decir, a la versión de
ésta como liquidadora del poder. Es el mismo motivo que convoca todavía a
los numerosos discípulos de Carl Schmitt a su combate fantasmal contra los
causantes intelectuales de una "guerra civil europea".
La forma de organización de las asociaciones voluntarias es un concepto
sociológico, a diferencia de la construcción jurídica —inspirada en el derecho
racional individualista— de un Estado de naturaleza; así, como concepto
sociológico, permite pensar de manera no contractualista el surgimiento
espontáneo de relaciones sociales que no implican dominación. De esta
manera, la sociedad sin dominación ya no necesita ser concebida como un
orden instrumental y con ello prepolítico, que sería el resultado de contratos,
es decir, de acuerdos interesados entre personas privadas orientadas hacia su
19
P. L.osche, Anarchismus [Anarquismo], en: Pipers Handbuch der Polilischen Ideen, t. 4, p. 415 ss.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
21

propio éxito. Una sociedad integrada a través de asociaciones y no a través de


mercados sería a la vez un orden político y un orden sin dominación. Los
anarquistas explican la socialización espontánea a partir de un impulso
diferente al del derecho racional moderno; no a partir del interés en el
intercambio ventajoso de bienes, sino de la disposición a un entendimiento
capaz de resolver problemas y de coordinar actividades. Las asociaciones se
distinguen de las organizaciones formales porque, en ellas, la meta de la unión
no se ha independizado aún de manera funcional respecto de las orientaciones
valorativas y las metas de los miembros asociados.
3. Ahora bien, este proyecto anarquista de una sociedad que se compone de
una serie de redes horizontales entre asociaciones fue desde siempre un
proyecto utópico; lo es más hoy en día, cuando fracasa ante las exigencias de
organización y dirección de las sociedades modernas. Las interacciones
dirigidas por los medios de comunicación en el sistema de la economía y la
administración se definen precisamente por la desconexión de las funciones
organizativas respecto de las orientaciones provenientes de las personas; la
misma que, desde la perspectiva de la acción, se presenta como un reflejo que
invierte la relación entre medios y fines, como una vida propia del proceso
fetichizado de valorización y administración. Pero la suspicacia anarquista
puede girar hacia el terreno del método, y con un sentido crítico en ambas
direcciones: contra la ceguera ante la realidad de los sistemas, característica
de una teoría normativa de la democracia que no percibe el hecho de que la
infraestructura ha sido expropiada burocráticamente, así como contra la acción
desrealizadora de una teoría que fetichiza a los sistemas, que elimina todo lo
normativo y que excluye de manera analítica cualquier posibilidad de una
comunicación de la sociedad sobre sí misma a partir de una multiplicidad de
focos.20
Las teorías clásicas sobre la democracia afirman de entrada que la sociedad
actúa sobre sí misma a través del legislador soberano. El pueblo programa las
leyes; éstas, a su vez, programan su propia ejecución y aplicación de una
manera tal, que los miembros de la sociedad reciben de la administración y la
instancia judicial, a través de las decisiones de compromiso colectivo, unos

20
N. Luhmann, Politisclu Theorie i m W o h l f a r t s s t a a t [L a teoría política en el estado de bienestar;,
Munich, 1981.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
22

efectos y unas regulaciones programadas por ellos mismos en su papel de ciu-


dadanos. Esta idea de una autoacción programada a través de las leyes sólo
adquiere verosimilitud bajo la suposición de que el conjunto de la sociedad
puede ser pensado como una asociación en grande que se autodetermina a
través del derecho y del poder político como medios de comunicación. Sin
embargo, las luces que la sociología ha echado sobre el circuito fáctico del
poder nos han enseñado otra cosa; sabemos además que la forma de una
asociación no es lo suficientemente compleja como para poder estructurar el
conjunto (le interacciones de la vida social. No obstante, no es esto lo que me
interesa destacar aquí, sino algo que se muestra ya en el análisis conceptual
de la constitución mutua del derecho y el poder político; el hecho de que, en el
medio por el que debe atravesar la autoacción programada en las leyes, se
encuentra inscrito el sentido contrario de un circuito autoprogranwdo del
poder.
El derecho y el poder político tienen primero que cumplir determinadas
funciones el uno para el otro, antes de estar en capacidad de hacerse cargo de
sus propias funciones, es decir, la estabilización de las expectativas de com-
portamiento y de las decisiones de compromiso colectivo. De esta manera, el
derecho otorga a aquel poder del que torna su carácter obligatorio la forma
jurídica a la que él debe su capacidad de comprometer, y viceversa. Ahora
bien, cada uno de estos códigos requiere de una perspectiva propia: el
derecho, de una normativa; el poder de una instrumental. Desde la perspectiva
del derecho, tanto las políticas como las leyes y disposiciones necesitan una
fundamentación normativa, mientras que, desde la perspectiva del poder, ellas
funcionan como instrumentos y limitaciones (para la reproducción del poder).
Desde la perspectiva de la legislación, el trato que se establece con el derecho
es normativo; desde la perspectiva del mantenimiento del poder, el trato
correspondiente es en cambio instrumental. Desde la perspectiva del poder, el
circuito de autoacción normativa programado en las leyes adquiere el sentido
contrario de un circuito autoprogramado del poder en cuanto tal: la
administración se programa a sí misma al dirigir el comportamiento del público
electoral, al preprograma el gobierno y la legislación y al funcionalizar la
administración de justicia.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
23

También en la experiencia empírica, durante el desarrollo del Estado de


contenido social, el sentido contrario inscrito ya conceptualmente en el
mediurn de una autoacción jurídico administrativa ha adquirido una presencia
cada vez más fuerte. Ahora resulta evidente que los medios administrativos
encargados de poner en práctica los programas socialistas no son de ninguna
manera un medium pasivo o carente de cualidades propias. En los hechos, el
Estado interventor ha llegado a consolidarse en tal medida como un
subsistema centrado en sí mismo de dirección desde el poder, y los procesos
de legitimación se han apartado de tal manera en su propio mundo, que
resulta recomendable modificar incluso la idea normativa de una autoorganiza-
ción de la sociedad. Mi propuesta es la siguiente: introducir una diferenciación
en el concepto de lo político conforme a la doble perspectiva de lo normativo-
instrumental.21
Podemos distinguir entre el poder generado en la comunicación y el poder
empleado en la administración. En la vida pública.política se encuentran y
entrecruzan dos procesos de sentido inverso: la generación comunicativa de
poder legítimo —para el cual Hannah Arendt ha diseñado un modelo normativo
— y aquella consecución de legitimidad a través del sistema político con la que
el poder administrativo adquiere su reflejo. De qué manera se interpenetran
ambos procesos, la formación espontánea de opinión en las vidas públicas
autónomas y la consecución de lealtad por parte de las masas, y quién somete
a quién, son cuestiones empíricas. Lo que me interesa destacar es que, en la
misma medida en que esta diferenciación adquiere relevancia empírica,
también la comprensión normativa de una autoorganización democrática de la
sociedad tiene que transformarse.
1. Antes que nada se plantea la cuestión acerca del modo de esta influencia.
El sistema administrativo es programado por las políticas y las leyes
resultantes de los procesos públicos que forman la opinión y la voluntad en la
vida pública;. la manera en que esto puede suceder se convierte en un
problema, puesto que dicho sistema debe traducir todos los datos normativos a
su propio lenguaje. La administración que opera en el marco de la ley obedece
a principios de racionalidad propios; desde la perspectiva del empleo del poder
administrativo no cuenta la razón práctica de la aplicación de la norma, sino la
21
J. Habermas, Die Nene Unubersichtlic.Wit [La nueva inabarcabilidadl, FrankfurC/Main, 1985.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
24

efectividad en la puesta en práctica de un determinado programa. De esta


forma, la manera en que el sistema administrativo trata al derecho es sobre
todo instrumental; las razones normativas que justifican en el lenguaje jurídico
las políticas elegidas y las normas establecidas no tienen para el lenguaje del
poder administrativo otra validez que la dexacionalizaciones encontradas
después para decisiones inducidas con anterioridad. Pero el poder
administrativo está obligado a emplear razones normativas, lo que se explica
por su carácter jurídico. Las razones normativas siguen siendo por ello la mo-
neda como el poder comunicativo se hace presente. La relación entre
administración y economía nos ofrece el modelo de la conducción indirecta, de
la adquisición de influencia sobre los mecanismos de la autorregulación (por
ejemplo, la "ayuda a la autoayuda"). Éste es el modelo que tal vez pueda ser
trasladado a la relación entre la vida pública democrática y la administración.
El poder legítimo, generado en la comunicación, puede influir sobre el sistema
político de manera tal, que tome la conducción del pool de razones del que
tienen que salir las racionalizaciones de las decisiones administrativas. No todo
lo que quisiera hacer le sería factible al sistema político, si el funcionamiento
precedente de una comunicación política desvalorizara discursivamente las
razones normativas que él fuera a elegir en su racionalización posterior.
La cuestión que se plantea enseguida es acerca de la posibilidad de una
democratización de los propios procesos de formación de la opinión y la
voluntad políticas. Las razones normativas pueden alcanzar un efecto de
conducción indirecto, pero sólo en la medida en que la producción de las
mismas no está conducida a su vez por el sistema político. El sentido de los
procedimientos democráticos del Estado constitucional es sin embargo el de
institucionalizar las formas de comunicación necesarias para una formación
racional de la voluntad política. Éste es al menos el punto de vista desde el
cual es posible someter a una evaluación crítica el marco institucional dentro
del que se lleva a cabo actualmente el proceso de legitimación. Por lo demás,
haciendo uso de una imaginación institucional, se puede pensar el modo en
que las actuales entidades parlamentarias deberían completarse con
instituciones capaces de someter al poder ejecutivo, e incluso al judicial, bajo
una exigencia de legitimación más fuerte de parte de la clientela involucrada y
de la vida jurídica pública. La dificultad del problema reside en la manera en
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
25

que la propia formación institucional de opinión y voluntad debe volverse


autónoma; puesto que ella genera poder comunicativo únicamente en la
medida en que las decisiones mayoritarias se atienen a las condiciones
mencionadas por Frobel, es decir, en la medida en que surgen de manera
discursiva.
La interconexión interna que se supone entre la formación de voluntad
política y la de opinión política sólo puede asegurar la racionalidad deseable en
las decisiones, cuando las consultas dentro de los cuerpos parlamentarios no
se cumplen bajo premisas ideológicas "establecidas. La reacción ante este
peligro ha consistido, en el sentido de la interpretación liberal-conservadora del
principio de representación, en la protección de la política organizada frente a
una opinión popular siempre dispuesta a dejarse engañar. Considerada, sin
embargo, en sentido normativo, esta defensa de la racionalidad frente a la
soberanía popular es contradictoria: si la opinión de los electores es irracional,
la elección de los representantes no lo es menos. Este dilema lleva a poner
atención sobre la relación —no tematizada por Frobel— entre la formación ya
constituida, resolutiva, de voluntad política (en cuyo nivel se encuentran
todavía las elecciones generales) y el ámbito de los procesos informales de
formación de opinión, no constituidos, dado que no están obligados a tomar
decisiones. Los propios supuestos de Frobel llevan necesariamente a concluir
que los procesos democráticos establecidos jurídicamente sólo pueden
conducir a una formación racional de la voluntad política, en la medida en que
la formación organizada de la opinión —la que conduce a tomar decisiones
responsables dentro del marco de los órganos estatales— permanece
permeable para los valores, los temas, los aportes y los argumentos que flotan
libremente en la comunicación política que rodea su proceso, la misma que,
como tal y en su totalidad, no puede ser organizada.
En última instancia, la expectativa de alcanzar resultados racionales —
expectativa de carácter normativo— se basa en el concierto de la formación de
voluntad política, como un proceso constituido institucionalmente, y las co-
rrientes de comunicación espontáneas, no heredadas, de una vida pública que
no está programada para tomar resoluciones y, en este sentido, no está
organizada. Dentro de estas consideraciones, el concepto de vida pública es
normativo. Se trata de una red de comunicación que surge del
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
26

entrecruzamiento de vidas públicas autónomas, cuyos puntos nndales están


constituidos por asociaciones libres. Estas, por su parte, se encuentran
especializadas en la generación y difusión de convicciones de orden práctico,
es decir, en el descubrimiento de temas de relevancia social general, en la
recolección de aportes viables a la solución de problemas, en la interpretación
de valores, en la producción de buenas razones y la desvalorización de otras.
Son asociaciones que sólo pueden volverse efectivas de manera indirecta, es
decir, al desplazar los parámetros de la formación ya constituida de la voluntad
política sobre una pista graduada que marca una multiplicidad de posiciones y
valores. La importancia creciente que ciertas inexplicables expansiones de
ánimo político-cultural tienen en el comportamiento electoral de la población
muestra que esos hechos discursivos no han perdido del todo el contacto con
la realidad social. Concentrémonos aquí en las implicaciones normativas de
esta descripción.
2. Albrecht Welliner, siguiendo a Hannah Arendt, ha hecho evidente la
estructura autoreferida de aquella praxis pública que resulta del poder
comunicativo.22 Esta praxis comunicativa carga con la tarea de estabilizarse a
sí misma; junto a cada aporte central, el discurso público debe tener presente
al mismo tiempo el sentido de una vida pública de política no distorsionada y
su propia meta: la formación democrática de la voluntad. Con ello, la vida
pública se tematiza constantemente en su propia función, puesto que las
premisas de la existencia de una praxis no organizable deben también estar
garantizadas por ella. Las instituciones de la libertad pública pisan sobre
e[ terreno inseguro de la comunicación política de aquellos que, al servirse de
ella, la interpretan y la defienden a la vez. Esta modalidad de una
reproducción autoreferida de la vida pública permite ver el lugar al que se ha
retirado la expectativa de una autoorganización soberana de la sociedad. Con
ello, el concepto de soberanía popular se ha desustancializado. Incluso la idea
de una red de asociaciones que pudiera ocupar el lugar del cuerpo popular que
ha sido despedido —el sitio vacante de la soberanía— resulta demasiado
concretista.

22
H. Arendt, Mach und Getoah [Poder y violencia], Munich. 1971; J. Habermas, H. Arendls Begriff der Mach
[El concepto de poder en H. Arendt], en: Id. Philosophisch-polilische Profile [Perfiles filosófico-políticos],
FrankfurN~dain, 1981, p. 228 ss.
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
27

Completamente dispersa, la soberanía no toma cuerpo ni siquiera en las


cabezas de los miembros de la asociación; lo hace —si ello puede todavía
llamarse "tomar cuerpo"— en aquellas formas de comunicación sin sujeto que
regulan el flujo de la formación discursiva de opinión y voluntad de manera tal,
que los resultados falibles de ésta son en sí mismos presumibles de tener para sí
la razón práctica. Una soberanía popular sin sujeto, que se ha vuelto anónima y
se ha disuelto en la intersubjetividad no se expresa exclusivamente en los
procedimientos democráticos y en las ambiciosas premisas comunicativas de su
puesta en práctica. Se sublima hasta volverse un conjunto de interacciones
dificilmente perceptibles entre la formación de voluntad institucionalizada
constitucionalmente y las vidas públicas movilizadas culturalmente. La
soberanía diluida en lo comunicativo se hace presente en el poder de los
discursos públicos que surge de las vidas públicas autónomas, pero que debe
adoptar una figura en las resoluciones de las instituciones constituidas
democráticamente porque la responsabilidad por resoluciones de consecuencias
prácticas exige una adjudicación institucional clara. El poder comunicativo se
ejerce en la modalidad del asedio. Afecta a las premisas de los procesos en los
que el sistema político elige y decide, pero sin intención de conquista, sino can
el objeto de hacer presentes sus imperatíveis en el único lenguaje que se
entiende en la ciudadela asediada. Lleva la economía de ese pool de razones
que el poder administrativo puede tratar de modo meramente instrumental,
pero que —atenido como está al derecho— no debe ignorar.
Es comprensible que una "soberanía popular" sublimada de tal manera como
procedimiento no podrá operar sin el respaldo de una cultura política que
muestre afinidad con ella, si las convicciones transmitidas por tradición y
socialización de una población acostumbrada a la libertad política: no es
posible una formación racional de voluntad política sin que exista
correspondencia de parte de un mundo de la vida racionalizado. Por supuesto
que es necesario mostrar primero —si todo esto no viene solamente a
esconder aquel ethos, aquella suposición de virtudes de la tradición liberal que
desde siempre ha sobreexigido moralmente a los ciudadanos— qué es lo que el
aristotelismo político consigue con el concepto de ethos; debemos explicar el
modo como es posible en principio que se entretejan la moral republicana y el
interés privado. Para que la capacidad de un comportamiento político inspirado
JURGEN HABERMAS, LA SOBERANÍA POPULAR COMO PROCEDIMIENTO
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normativamente sea verosímil, la sustancia moral de la autolegislación —que


en Rousseau se encuentra concentrada en un solo acto compacto— debe
extenderse sobre los muchos escalones del proceso que, como procedimiento,
forma la opinión y la voluntad políticas, y debe deshacerse en muchas
partículas pequeñas. Es necesario mostrar que la moral política sólo se recauda
ya en moneda pequeña.23 Hagamos una consideración ilustrativa al respecto.
¿Por qué los representantes deberían hacer depender sus decisiones de
juicios —queremos suponer— correctos, y no presentar simplemente sus
razones legitimadoras? Porque las instituciones se encuentran establecidas de
manera tal, que por lo general no quieren exponerse a la crítica de sus
electores, puesto que, mientras los representantes pueden ser ratificados por
sus electores en una nueva oportunidad, ellas, ante los suyos, no disponen de
ningún medio de ratificación semejante. ¿Por qué los electores deberían, por su
parte, hacer depender su voto de una opinión pública formada —queremos
suponer— de manera más o menos discursiva, en lugar de desentenderse de
todo razonamiento legitimador? Porque, por lo general, la elección que deben
hacer es entre las metas postuladas con un alto grado de abstracción y los
perfiles indefinidos de los partidos populares, la que hace que sus propios
intereses sólo les sean perceptibles bajo la luz de un juego de intereses
previamente generalizado. ¿Pero no se trata de dos premisas que carecen de
realismo? No del todo, si tenemos en cuenta el marco de nuestra aproximación
simplemente normativa a las alternativas posibles en principio. Es posible
esperar resultados racionales de los procedimientos democráticos establecidos
constitucionalmente —así lo hemos visto— en la medida en que la formación
de opinión dentro de los cuerpos legislativos permanece sensible a los
resultados de una formación de opinión informal, surgida a su vez de las vidas
públicas autónomas que están en torno a ella. Por supuesto que esta segunda
premisa, la de una vida pública política no heredada, no es realista; pero no es
utópica, en el mal sentido, si se la entiende correctamente. Podría cumplirse en
la medida en que surjan unas asociaciones formadoras de opinión alrededor de
las cuales puedan cristalizar vidas públicas autónomas; éstas, perceptibles
como tales, serían capaces de transformar, de desatar innovadoramente y
filtrar críticamente toda la gama de valores, temas y razones que se canalizan
23
U. Preuss, Was heisu radikale Denwkralie heute? [¿Que significa democracia radical hoy?] (Ms. 1988).
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en dependencia del poder a través de los mass media, las corporaciones y los
partidos. En última instancia, ciertamente, el surgimiento, la reproducción y la
influencia de esta red de asociaciones depende de una cultura política de
orientación liberal e igualitaria, dotada de tal capacidad de resonancia para las
situaciones problemáticas de orden social general, que se mantiene en
permanente vibración, sensible a ellas hasta el grado de la inquietud.
3. Supongamos el caso de sociedades complejas que se abran a una
democratización fundamental semejante. Nos veríamos confrontados
inmediatamente con aquellas objeciones conservadoras que, desde Burke, se
han esgrimido una y otra vez contra la Revolución Francesa y sus consecuen-
cias.24 Y tendríamos por último que hacerle caso a aquellos argumentos con los
que espíritus como de Maistre y Bonald hacen presentes los límites de lo
posible a una conciencia progresista excesivamente ingenua. El proyecto
sobreexigido de una autoorganización de la sociedad pasa sin percatarse —se
dice— por encima de la importancia de las tradiciones, de lo que se ha
desarrollado de manera orgánica, de reservas y recursos que no pueden
multiplicarse a voluntad. Y, en efecto, una comprensión instrumentalista de la
praxis como simple realización de teorías ha tenido efectos devastadores. Ya
Robespierre contrapone la revolución a la constitución: la revolución sería para
la guerra, civil o exterior; la constitución, para la paz victoriosa. De Marx a
Lenin, la intervención de los revolucionarios, ilustrada por la teoría, es vista
como un simple llevar a cabo la teleología de la historia mantenida en marcha
por las fuerzas productivas. Pero la confianza de este tipo de filosofa de la
historia ya no encontraría soporte en una soberanía popular que se vuelva
procedimental. Una vez que a la razón práctica se le ha privado de su sujeto, la
institucionalización creciente de procedimientos para la formación racional de
voluntad colectiva no puede ya concebirse como una actividad teleológica,
como un tipo sublime de proceso productivo. El proceso en que tiene lugar una
reñida realización de los principios constitucionales universalistas se ha vuelto
permanente en las actas de la legislación pura y simple. Los debates de los que
ellas dan cuenta se llevan a cabo en las condiciones de una mutación social y
político-cultural que puede ser acelerada u obstaculizada, pero cuya dirección

24
H. J. Puh]e, Die Anfange des polilischen 1Conse vatismus in Deutschland [Los inicios de]
conservadurismo político en Alemania], en: Pipers Handbuch den Politischen Ideen, t. 4, p. 255 ss.
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no puede ser manejada con intervenciones configuradas políticamente. La


constitución ha perdido así su carácter estático; aunque la letra de las normas
permanezca sin cambios, hay un fluir de sus interpretaciones.
El Estado constitucional democrático se convierte en un proyecto: resultado y
al mismo tiempo catalizador positivo de una racionalización del mundo de la
vida que se adentra mucho más allá de lo político. El único contenido del pro-
yecto es la institucionalización mejorada paulatinamente de unos
procedimientos de formación racional de la voluntad colectiva que no puedan
prejuzgar acerca de las metas concretas de los participantes. Todo paso sobre
esta vía tiene retroacciones sobre la cultura política y las formas de vida; a su
vez, la reciprocidad no provocada de éstas condiciona el aparecimiento de
formas de comunicación adecuadas a la razón práctica.
Este tipo culturalista de comprensión de la dinámica constitucional parece
sugerir que la soberanía del pueblo debe trasladarse a la dinámica cultural de
las vanguardias capaces de formar opinión. Una sospecha que parece llamada
a alimentar la suspicacia en contra de los intelectuales: como son los que
dominan la palabra, arrebatan para sí el poder que pretenden disolver en el
medium de la palabra. Pero a un dominio de los intelectuales se opone lo
siguiente: el poder comunicativo sólo puede ser efectivo de manera indirecta,
bajo el modo de una puesta de límites a la ejecución del poder administrativo,
es decir, del poder que se ejerce en los hechos. Y la opinión pública no consti-
tuida sólo puede cumplir una función de asedio como ésta por la vía que pasa a
través de una toma de resoluciones que está organizada por procedimientos
democráticos y que es responsable. Más importante aún es el hecho de que la
influencia de los intelectuales sólo podría condensarse como poder comunicativo
en condiciones que excluyen una concentración del poder. Sólo en la medida en
que llegue a predominar la tendencia actual a que la cultura se desconecte de
las estructuras de clase sería posible que vidas públicas autónomas cristalicen
en torno a las asociaciones libres.25 Los discursos públicos sólo encuentran reso-
nancia en la medida de su difusión, es decir, sólo bajo condiciones de una
participación amplia, activa y al mismo tiempo dispersa. Ésta, por su parte,

25
H. Brunkhorst, Die Aesthetisierung der Intellektuellen [La estetización de los intelectuales], Frankfurter
Rundschau, 28 de noviembre de 1988.
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requiere el trasfondo de una cultura política que se haya vuelto igualitaria, libre
de privilegios educativos, intelectual en toda su amplitud.
Las herencias culturales tienen que repensarse a sí mismas, lo que no quiere
decir que deban hacerlo bajo el signo de una razón centrada en el sujeto y una
conciencia histórica futurista. En la medida en que nos damos cuenta de la
constitución intersubjetiva de la libertad se deshace la apariencia individualista
posesiva de una autonomía como autopropiedad. El sujeto que se afirma a sí
mismo, que quiere disponer de todo, no alcanza a tener una relación adecuada
con ninguna tradición. Walter Benjamin, con su sentido conservador de izquier-
da, percibió en la revolución cultural una conciencia del tiempo diferente; que
quita nuestra mirada del horizonte de los propios presentes por venir y la dirige
hacia atrás, hacia las exigencias que vienen a nosotros desde las generaciones
pasadas. Pero queda en pie una duda. En la sobriedad de una cultura de masas
profana, igualitaria sin reservas, no sólo está ausente aquel pathos de
sobriedad sagrada que es lo único que garantiza a lo profético su rango social.
La necesaria banalización de lo cotidiano en medio de una comunicación
política ampliada representa también un peligro para los potenciales
semánticos de los que ella misma debe alimentarse. Una cultura sin espinas
sería absorbida por simples necesidades compensatorias; sería —con un
término de M. Greffath— como una alfombra de espuma echada sobre la
sociedad del riesgo. Ninguna religión laica, por más hábilmente que haya sido
diseñada, podría detener esta entropía del sentido.26 Es insuficiente incluso ese
momento de incondicionalidad que se manifiesta insistentemente en la co-
municación diaria como pretensión de vigencia trascendente. Una
trascendencia de otro tipo es la que se descubre, con una vigencia que no ha
caducado, en la apropiación crítica de la tradición religiosa donadora de
identidad; otra más, en la negatividad del arte moderno. Lo trivial debe poder
quebrarse ante lo perfectamente ajeno, insondeable, inquietante, que rehúsa
asimilarse a lo comprensible, que no sirve ya para que tras de sí se esconda
algún privilegio.27

26
H. Dippel, Die politischen ideen der franzosischen Revolution [Las ideas políticas de la Revolución
Francesa] en: Pipers Handbuch der Politischen Ideen t. 4, Munich, 1986, p. 21 ss.
27
O. N egt, E. Th. Mohl, Marx und Engels - der unaufgehobene Wiederspruch von Theorie und Praxis [Marx y
Engels: la contradicción no superada entre teoría y praxis], en: Pipers Handtiuch der Politischen Ideen, t. 4, p.
449 ss.
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