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Habermas, Soberani - A Como Procedimiento PDF
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JURGEN HABERMAS
Cuadernos Políticos N. 57
Mayo-agosto 1989
I
1. La pregunta acerca de lo que aún le debemos a la Revolución Francesa
puede ser abordada desde diferentes puntos de vista
a) La Revolución en parte hizo posible y en parte solamente aceleró el
desenvolvimiento de una sociedad civil dinámica y de un sistema económico
capitalista. Promovió procesos que en otras partes se llevaron a cabo sin una
transformación del dominio político y del sistema jurídico. Se trata de una
modernización económica y social que de entonces a la fecha, a través de una
serie de crisis pero de manera profana y sin misterios, se ha vuelto
permanente. Dadas su consecuencias secundarias disfuncionales, son peligros,
sobre todo, los que hoy en día vienen a la mente cuando se hace mención de
ella; la experiencia que se tiene del desarrollo indetenible de las fuerzas
productivas y de la expansión global de la civilización occidental es sobre todo
la de una amenaza. Ya no habrá como pedirle al proyecto productivista-
capitalista que cumpla su promesa pendiente. La utopía de la sociedad del
trabajo se ha agotado.
b) Algo similar sucede con el surgimiento del aparato estatal moderno. Para
el proceso de la formación de Estados y de su burocratización, la Revolución
Francesa significa a lo mucho una aceleración de ciertas continuidades que
vienen de mucho antes, como lo observó Tocqueville, y no un impacto hoy en
día cada vez más ámbitos de competencia bajo la presión tanto de los
movimientos regionalistas como de las empresas y las organizaciones
supranacionales que operan en escala mundial. Allí donde el ethos de la
racionalidad teleológica sobrevive todavía, el apoyo que recibe de los
impredecibles efectos organizativos de una administración estatal que se
programa a sí misma es prácticamente nulo.
c) Una creación auténtica de la Revolución Francesa es, en cambio, aquel
tipo de Estado nacional que ha podido exigir del patriotismo de sus ciudadanos
el servicio de defensa general y obligatorio. Con la conciencia nacional se gestó
una nueva forma de integración social para los individuos liberados de sus
nexos corporativos en la estratificación social. Todavía la última generación de
Estados, la que se origino en la descolonización, se rigió por este modelo
francés. Al contrario, con sus sociedades plurinacionales, Estados Unidos y la
URSS, las potencias mundiales, no se adaptaron nunca al esquema de la nación
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R. v Thadden, Die Botschaf der Bruderlichikeit (El mensaje de la fraternidad), Suddeutsche Zeitung
del 26/27 de noviembre de 1988.
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La Europa de los ciudadanos que está por construirse tiene necesidad de las
fuerzas de la fraternidad, de la ayuda mutua y de la solidaridad, para que de
esta manera también los débiles, los necesitados y los desempleados estén en
capacidad de ver en la Comunidad Europea un progreso, en comparación con las
condiciones actuales. Este llamado al estímulo de la fraternidad, en conexión
con la idea del ser ciudadano, debe ser el mensaje central de los festejos por los
doscientos años de la Revolución Francesa.
A diferencia de la Revolución norteamericana, que prácticamente resultó de
los acontecimientos, la francesa fue llevada a cabo por sus protagonistas, con
plena conciencia de que lo que hacían era una revolución. También François
Furet reconoce en esta conciencia de la praxis revolucionaria "una nueva
modalidad de la actividad histórica". Se podría decir también que es en la
Revolución Francesa donde las otras revoluciones burguesas —la holandesa, la
inglesa y la norteamericana— vuelven en sí y se reconocen como revoluciones.
Ni la actividad económica capitalista (a) ni la forma burocrática del dominio
legal (b), ni siquiera la conciencia nacional (c) y el Estado constitucional
moderno (d) hubiesen tenido que resultar de una transformación expe-
rimentada como revolución, "pero Francia es el país que inventa la cultura
democrática mediante la revolución y que pone de manifiesto ante el mundo
una de las condiciones de conciencia fundamentales de la actividad histórica". 8
La condición de nuestra conciencia se caracteriza por dos rasgos. invocamos
todavía la disposición a la acción y la orientación político-moral hacia el futuro
por parte de quienes pretenden reconstruir el orden establecido; al mismo
tiempo, sir, embargo, la confianza en la transformabilidad revolucionaria de la
situación se ha desvanecido.
2. La conciencia de la revolución es el lugar de nacimiento de una nueva
mentalidad, conformada por una nueva conciencia del tiempo, un nuevo
concepto de la praxis política y una nueva representación de la legitimidad. La
conciencia histórica que rompe con el tradicionalismo de las continuidades
sometidas a la naturaleza; la concepción de la praxis política que se pone bajo
el signo de la autodeterminación y la autorrealización; y la confianza en el
discurso racional como instancia con la cual y ante la cual debe legitimarse
toda dominación política: todos éstos son rasgos específicamente modernos.
8
Furet (1980), p. 34.
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9
R. Koselleck, Vergangme Zukunjt [El futuro pasado], Frankfurt/Main, 1979; J. Habermas,
Derphilosophische D skurs derModsme [El discurso filosófico de la modernidad], Frankfurt/Main, 1985,
p. 9 ss.
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10
Ch. Taylor, Llegitimationskrise (Crisis de legitimación), en Ibid. Negative Freiheit? (¿Libertad negativa?),
Frnkfurt/Main, 1988, p. 235 ss.
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que tuvieron sobre ella las “societés de penser” y el papel activo de los
“idéologues”.
Se trata de un intelectualismo que ha despertado la confianza, y no sólo
entre la oposición conservadora. Por que suponer que la formación de la
voluntad política es capaz de generar teoría directamente y que puede guiarse
de acuerdo a una moral racional de consenso prioritario ha tenido resultados
muy dudosos en la teoría de la democracia y consecuencias devastadoras en la
praxis política. La teoría tiene que enfrentar la tensión que existe entre la
formación soberana de voluntad política y la comprensión apodíctica de la
razón; la praxis tiene que hacer lo mismo con la canonización espuria de la
razón, como aquella que decantó en el culto del Ser Supremo y en los
emblemas de la Revolución Francesa. 11 En nombre de una razón autoritaria,
que precedería a toda comprensión realista, pudo desenvolverse una dialéctica
propia de los portavoces; una dialéctica que volvió irreconocible la diferencia
entre moral y táctica y desembocó en la justificación del terror, cuando erta
virtuoso. Por ello, el discurso que disloca el poder y lo pone en la palabra ha
sido denunciado por autores que van de Schmitt a Lubbe, de Cochin a Furet; lo
han presentado como un mecanismo que da lugar ineludiblemente al
vanguardismo, al dominio de los portavoces intelectuales, adornado por un
cierto consenso.12
3. Nuestra mirada retrospectiva sobre la Revolución Francesa parece mostrar
que la mentalidad creada por ella, al consolidarse, se ha vuelto permanente,
pero también se ha trivializado: ya no sobrevive en la figura de una conciencia
revolucionaria y ha perdido fuerza explosiva y relevancia. Pero ¿esta mutación
de forma implica que también sus energías se han agotado? Es evidente que la
dinámica cultural desatada por la Revolución francesa no se ha paralizado. Es
ella la que, recién en nuestros días, ha creado las condiciones para un
activismo cultural que, despejado de todo privilegio formativo, escapa
obstinadamente a la invasión administrativa. El pluralismo de amplia gansa de
estas actividades que se salen de las barreras de clase se opone por cierto a la
autocomprensión revolucionaria de una nación más o menos homogénea,
aunque de todos modos la movilización cultural de las masas tiene su origen
11
J. Starobinski, 1789 –Die Embleme der Vernunft [1789: Los emblemas de larazón], Munich, 1988.
12
En sorprendente acuerdo con C. Schmitt, cf. Furet (1980), p. 197 ss.
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alguien toma medidas contra otro siempre es posible que le haga injusticia,
nunca sin embargo cuando dispone sobre sí mismo (puesto que volenti non fit
iniuria). Así pues, sólo la voluntad consensual y unificada de todos, y por
consiguiente sólo la voluntad popular unificada en general, puede ser
legisladora, en la medida en que aquello que cada uno resuelve sobre todos es
justamente lo mismo que aquello que todos resuelven sobre cada uno.
(Doctrina del Derecho, 46.)
Lo más notable de este argumento es la unificación de la razón práctica con
la voluntad soberana, de los derechos lrunranos con la democracia. Para que la
razón que legitima el dominio no deba ya rebasar a la voluntad soberana del
pueblo y afianzar los derechos humanos en un estado de naturaleza ficticio,
corno sucede en la teoría de Locke, se imprime una estructura racional en la
propia autonomía de la praxis legisladora. Puesto que la voluntad unificada de
los ciudadanos sólo puede expresarse en la forma de leyes generales y
abstractas, está per se en la necesidad de realizar una operación que excluye
todos los intereses no generalizables y que sólo admite aquellas
reglamentaciones que garantizan a todos las mismas libertades. El ejercicio de
la soberanía popular garantiza así, al mismo tiempo, los derechos humanos.
Esta idea prendió en la práctica mediante los discípulos jacobinos de
Rousseau e hizo entrar en la disputa a sus opositores liberales. La crítica de
éstos hace notar que la ficción de una voluntad popular unitaria sólo puede
realizarse al precio de un ocultamiento u opresión de la heterogeneidad de las
voluntades singulares. En efecto, Rousseau había imaginado que la
constitución misma del pueblo soberano es ya un acto de socialización en
cierto modo existencial mediante el cual los individuos aislados se convierten
en ciudadanos orientados hacia el bienestar común. Éstos forman así los
miembros de un cuerpo colectivo y son el sujeto de una praxis legisladora que
se ha separado de los intereses privados de las personas sometidas a las leyes.
La sobrecarga moral que se le pone a cuestas al ciudadano virtuoso echa una
larga sombra sobre todas las variedades radicales del rousseaunismo. La
suposición de unas virtudes republicanas sólo es realista en el caso de una
comunidad dotada de un consenso normativo garantizado por una tradición y
un ethos: "Cuanto menos relación tengan las voluntades individuales con la
voluntad común —es decir, cuanto menos conexión tengan las costumbres con
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las leyes—, más deberá crecer la fuerza coercitiva". 13 De esta manera, las
objeciones liberales al rousseaunismo pueden apoyarse en el propio Rousseau:
las sociedades modernas no son homogéneas.
2. Los opositores subrayaron la diversidad de los intereses que deben
conciliarse, la pluralidad de las opiniones que deben traducirse en un consenso
mayoritario. La crítica a la "tiranía de la mayoría" aparece, por cierto, en dos
distintas variantes. El liberalismo clásico de un Alexis de Tocqueville entiende
la soberanía popular como un principio de igualdad que requiere ser
restringido. Es el temor del bourgeois de ser dominado por el citoyen: si la
constitución del Estado constitucional que separa los poderes no le pone
límites a la democracia popular, las libertades prepolíticas del individuo están
en peligro. Con ello, por supuesto, se hace retroceder a la teoría: la razón
práctica que ha tomado cuerpo en la constitución entra nuevamente en con-
traposición a la voluntad soberana de las masas políticas. Regresa así el
problema que Rousseau quiso resolver con el concepto de autolegislación. Un
liberalismo de inspiración democrática debe, por ello, mantenerse firme en la
intención de Rousseau
Por este lado, la crítica no lleva hacia una restricción, sino hacia una
redefinición del principio de la soberanía popular; se trata de que ésta sólo
pueda manifestarse bajo las condiciones discursivas de un proceso en sí mismo
diferenciado de formación de opinión y voluntad. Antes de que John Stuart Mill,
en su escrito On Liberty (1859), junte a la libertad con la igualdad en la idea de
una instancia discursiva pública, el demócrata de Alemania del Sur Jubus Fro-
bel, en un panfleto de 1848, desarrolla )a idea de una voluntad general,
concebida de manera completamente no utilitarista, que debe formarse
mediante la discusión y la votación a partir de la voluntad libre de todos los
ciudadanos:
Queremos una república social, es decir, un estado en el que la felicidad, la
libertad y la dignidad de cada individuo se reconozca como la meta común de
todos y el perfeccionamiento del derecho y el poder de la sociedad resulte del
entendimiento y la concertación de todos sus miembros.14
13
J .J. Rousseau, Staat und GeseUscluefl [Estado y sociedad], Munich, 1959, p. 53 (El contrato social, tercer
libro, cap. l).
14
J. Frobel, Monarchie oder Repubtik [Monarquía o república], Mannheim, 1948, p. 6.
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Frobel estiliza los partidos poco estables de su época; hace de ellos unas
asociaciones libres que están especializadas en ejercer influencia, antes que
nada con argumentos, sobre el proceso de formación de la opinión y la
voluntad públicas. Representan el núcleo de la organización de un público de
ciudadanos que discute con una pluralidad de voces, que decide por mayoría y
que ha ocupado el lugar del soberano.
Mientras el poder y el monopolio legal del poder toman cuerpo en el
soberano de Rousseau, el público de Frobel ha dejado de ser un cuerpo; es sólo
el medium del proceso piurívoco de una formación de opinión que, por su
parte, al sustituir la violencia con el entendimiento, da el motivo racional a las
decisiones mayoritarias. De esta manera, los partidos y la competencia entre
ellos dentro de la vida política pública están destinados a dar continuidad al
acto rousseauniano del contrato social bajo la forma —como dice Frobel— de
"una revolución legal y permanente". Los principios constitucionales de Frobel
despojan al orden constitucional de todo lo que podría hacer de él una sustan-
cia; de manera rigurosamente posmetafísica, no hay "derechos naturales" que
lo caractericen, sino solamente el procedimiento de la formación de opinión y
voluntad que garantiza unas libertades iguales para todos, por la vía de los
derechos generales de comunicación y participación:
Con el contrato constitucional, los partidos acuerdan concentrar la acción de
las opiniones propias sobre las de los demás exclusivamente en la libre
discusión, y renunciar a la puesta en práctica de sus teorías mientras la
mayoría de los miembros del Estado no esté con ellas. Con el contrato
constitucional, los partidos acuerdan: determinar la unidad de la meta de
acuerdo a la mayoría de partidarios de una teoría, dejar en cambio la propa-
ganda de la teoría a la libertad de cada miembro y perfeccionar su constitución
y sus leyes según el resultado de todos los esfuerzos individuales, que se
manifiesta en las votaciones (p. 113).
Mientras los tres primeros artículos constitucionales fijan las condiciones y
los procedimientos de una formación racional de voluntad democrática, el
cuarto prohíbe la inmutabilidad de la constitución y toda limitación a la sobe-
ranía popular exterior que se manifieste según los procedimientos. Los
derechos humanos no entran en competencia con la soberanía popular; hay
identidad entre ellos y las condiciones constitutivas de la praxis formadora de
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Roux se queja de que la igualdad de las leyes se dirige contra los pobres y
cuando Babeuf critica la institucionalización de la igualdad de libertades en
nombre de la satisfacción proporcionada de las necesidades de cada uno. 16 Es
una discusión cuyos perfiles definidos aparecen recién con el socialismo
temprano.
En el siglo XVIII, la crítica de la desigualdad. social se había dirigido contra las
consecuencias sociales de la desigualdad política. Argumentos jurídicos, es
decir, de derecho racional eran suficientes para exigir del ancien régime la
igualdad de libertades del Estado democrático constitucional y del derecho
privado en el orden burgués. Sin embargo, a medida que la monarquía
constitucional y el Código Napoleón se imponían, otro tipo de desigualdades
sociales se hacían conscientes. En lugar de las desigualdades determinadas
por los privilegios políticos vinieron aquellas que se desarrollaron recién en el
marco de la institucionalización de la igualdad de libertades en el derecho
privado. Se trata ahora de las consecuencias sociales de la distribución
desigual por parte de un poder económico de disposición ejercido de manera
apolítica. Marx y Engels tomaron de la economía política los argumentos con
los que denunciaron el orden legal burgués corno la expresión jurídica de tinas
relaciones de producción injustas: ampliaron así el concepto mismo de lo
político. No es solamente la organización del Estado la que debe sustituirse,
sino la estructura de la sociedad en su conjunto. 17
16
H. Dippel, Die politischen ideen der franzosischen Revolution [Las ideas políticas de la Revolución
Francesa] en: Pipers Handbuch der Politischen Ideen t. 4, Munich, 1986, p. 21 ss.
17
O. N egt, E. Th. Mohl, Marx und Engels - der unaufgehobene Wiederspruch von Theorie und Praxis [Marx
y Engels: la contradicción no superada entre teoría y praxis], en: Pipers Handtiuch der Politischen Ideen, t. 4,
p. 449 ss.
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O. Kallscheuer, Revisionismus und Reformismus [Revisionismo y reformismo, en: Pipers Handbuch der
Politischen Ideen, t. 4, p. 545 ss.
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N. Luhmann, Politisclu Theorie i m W o h l f a r t s s t a a t [L a teoría política en el estado de bienestar;,
Munich, 1981.
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H. Arendt, Mach und Getoah [Poder y violencia], Munich. 1971; J. Habermas, H. Arendls Begriff der Mach
[El concepto de poder en H. Arendt], en: Id. Philosophisch-polilische Profile [Perfiles filosófico-políticos],
FrankfurN~dain, 1981, p. 228 ss.
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en dependencia del poder a través de los mass media, las corporaciones y los
partidos. En última instancia, ciertamente, el surgimiento, la reproducción y la
influencia de esta red de asociaciones depende de una cultura política de
orientación liberal e igualitaria, dotada de tal capacidad de resonancia para las
situaciones problemáticas de orden social general, que se mantiene en
permanente vibración, sensible a ellas hasta el grado de la inquietud.
3. Supongamos el caso de sociedades complejas que se abran a una
democratización fundamental semejante. Nos veríamos confrontados
inmediatamente con aquellas objeciones conservadoras que, desde Burke, se
han esgrimido una y otra vez contra la Revolución Francesa y sus consecuen-
cias.24 Y tendríamos por último que hacerle caso a aquellos argumentos con los
que espíritus como de Maistre y Bonald hacen presentes los límites de lo
posible a una conciencia progresista excesivamente ingenua. El proyecto
sobreexigido de una autoorganización de la sociedad pasa sin percatarse —se
dice— por encima de la importancia de las tradiciones, de lo que se ha
desarrollado de manera orgánica, de reservas y recursos que no pueden
multiplicarse a voluntad. Y, en efecto, una comprensión instrumentalista de la
praxis como simple realización de teorías ha tenido efectos devastadores. Ya
Robespierre contrapone la revolución a la constitución: la revolución sería para
la guerra, civil o exterior; la constitución, para la paz victoriosa. De Marx a
Lenin, la intervención de los revolucionarios, ilustrada por la teoría, es vista
como un simple llevar a cabo la teleología de la historia mantenida en marcha
por las fuerzas productivas. Pero la confianza de este tipo de filosofa de la
historia ya no encontraría soporte en una soberanía popular que se vuelva
procedimental. Una vez que a la razón práctica se le ha privado de su sujeto, la
institucionalización creciente de procedimientos para la formación racional de
voluntad colectiva no puede ya concebirse como una actividad teleológica,
como un tipo sublime de proceso productivo. El proceso en que tiene lugar una
reñida realización de los principios constitucionales universalistas se ha vuelto
permanente en las actas de la legislación pura y simple. Los debates de los que
ellas dan cuenta se llevan a cabo en las condiciones de una mutación social y
político-cultural que puede ser acelerada u obstaculizada, pero cuya dirección
24
H. J. Puh]e, Die Anfange des polilischen 1Conse vatismus in Deutschland [Los inicios de]
conservadurismo político en Alemania], en: Pipers Handbuch den Politischen Ideen, t. 4, p. 255 ss.
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25
H. Brunkhorst, Die Aesthetisierung der Intellektuellen [La estetización de los intelectuales], Frankfurter
Rundschau, 28 de noviembre de 1988.
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requiere el trasfondo de una cultura política que se haya vuelto igualitaria, libre
de privilegios educativos, intelectual en toda su amplitud.
Las herencias culturales tienen que repensarse a sí mismas, lo que no quiere
decir que deban hacerlo bajo el signo de una razón centrada en el sujeto y una
conciencia histórica futurista. En la medida en que nos damos cuenta de la
constitución intersubjetiva de la libertad se deshace la apariencia individualista
posesiva de una autonomía como autopropiedad. El sujeto que se afirma a sí
mismo, que quiere disponer de todo, no alcanza a tener una relación adecuada
con ninguna tradición. Walter Benjamin, con su sentido conservador de izquier-
da, percibió en la revolución cultural una conciencia del tiempo diferente; que
quita nuestra mirada del horizonte de los propios presentes por venir y la dirige
hacia atrás, hacia las exigencias que vienen a nosotros desde las generaciones
pasadas. Pero queda en pie una duda. En la sobriedad de una cultura de masas
profana, igualitaria sin reservas, no sólo está ausente aquel pathos de
sobriedad sagrada que es lo único que garantiza a lo profético su rango social.
La necesaria banalización de lo cotidiano en medio de una comunicación
política ampliada representa también un peligro para los potenciales
semánticos de los que ella misma debe alimentarse. Una cultura sin espinas
sería absorbida por simples necesidades compensatorias; sería —con un
término de M. Greffath— como una alfombra de espuma echada sobre la
sociedad del riesgo. Ninguna religión laica, por más hábilmente que haya sido
diseñada, podría detener esta entropía del sentido.26 Es insuficiente incluso ese
momento de incondicionalidad que se manifiesta insistentemente en la co-
municación diaria como pretensión de vigencia trascendente. Una
trascendencia de otro tipo es la que se descubre, con una vigencia que no ha
caducado, en la apropiación crítica de la tradición religiosa donadora de
identidad; otra más, en la negatividad del arte moderno. Lo trivial debe poder
quebrarse ante lo perfectamente ajeno, insondeable, inquietante, que rehúsa
asimilarse a lo comprensible, que no sirve ya para que tras de sí se esconda
algún privilegio.27
26
H. Dippel, Die politischen ideen der franzosischen Revolution [Las ideas políticas de la Revolución
Francesa] en: Pipers Handbuch der Politischen Ideen t. 4, Munich, 1986, p. 21 ss.
27
O. N egt, E. Th. Mohl, Marx und Engels - der unaufgehobene Wiederspruch von Theorie und Praxis [Marx y
Engels: la contradicción no superada entre teoría y praxis], en: Pipers Handtiuch der Politischen Ideen, t. 4, p.
449 ss.
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