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Daniel Lucas Gómez

noches a
mano armada

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Gómez, Daniel Lucas
Noches a mano armada / Daniel Lucas Gómez. - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : De Los Cuatro Vientos, 2017.
80 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-08-1313-2

1. Poesía. I. Título.
CDD A861

Diseño de tapa e interior:


Departamento de Diseño Modelo para Armar.

© 2017 Daniel Lucas Gómez


Reservados los derechos

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


ISBN: 978-987-08-1313-2
Impreso en Argentina

De Los Cuatro Vientos Editorial


Venezuela 726
(1095) − Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Tel/fax: (054−11)−4331−4542
info@deloscuatrovientos.com.ar
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del autor.

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A mi madre, por ser mi madre siempre
A Mariela Ozon, por su paciencia, por su alegría, por el amor
A Mauricio Medici, sabios consejos, predisposición, paciencia
infinita y aliento no son fáciles de encontrar hoy en día
Al insight que tuve para inscribirme en el concurso literario
A la Municipalidad de Esteban Echeverría por haberme
distinguido

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Noches a mano armada

A Mariela

entonces qué?
ella
esa mujer
demostrando a cada paso
que debo tragarme mi insistencia de hastío,
uno a uno los moluscos imbéciles de la locura.

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Daniel Lucas Gómez

mirá bien a tu alrededor,


casi al descuido,
y vas a descubrir
a los–que–no–somos–seductores;
el hombre inventó la recta
y todo tipo de magnitud
como pretextos para seguir adelante
anhelando simetría y cantidades,
siendo que el mundo solo creó
a) más o menos ansia
y
b) oscuro desorden;
te desafío a que
encarnes un oráculo
y me digas
en que lugar están
los–que–no–somos–seductores,
cómo son,
qué creen

pero entiendo que te repugnen, los


mires con cara de perdonavidas,
y los esquives como maceta frágil,
porque regocijan la desesperanza
teñida de tímidas luces
que se apagan y prenden a su antojo,
con colores variados,
tan chocante a tu ambición por las cosas;
no aprendieron a quererlo todo
para encontrar ese término medio
entre la locura y el desamparo
necesario para la conquista de las luces

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Noches a mano armada

que iluminan el abismo,


es decir, la magia,
sino que lo que quieren,
lo quieren a secas,
sin pretextos, sin motivo

te doy una pista,


los vas a ver por las avenidas concurridas
hurgando, midiendo, soñando, gimiendo,
cabalgando entre tempestades
mientras piden un cigarrillo
o miran jugar ajedrez a los viejos en las plazas;
compran una bebida descartable y van al laburo
con la cara seria, pensando en nada
luego de haberlo pensado todo por años,
o simplemente,
retuercen su alma en íntimas obsesiones,
las que los mantienen en fila
ante la vidriera de los muertos,
la mayoría se creyeron
las praderas de los ingalls,
pero a cada paso dan testimonio
de las grietas que jólibud desteje
entre fiestas y promesas

son la hipotenusa desde donde


se sonroja el ángulo recto,
el fuego que nunca atravezará la flecha de zenón,
la amenaza de desconfiguración de guasap,
son el mínimo común múltiplo de un posible acaso,
juegos de palabras matemáticamente dúctiles;
y como el tiempo

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Daniel Lucas Gómez

de los–que–no–somos–seductores
se deshace en ensueños y obligaciones,
los vas a encontrar en un lugar
donde guardianes envilecidos
custodian la posibilidad de la búsqueda
de acuerdos y hermandades;
cada persona en el mundo
ha tomado una parcela de carne,
un pretexto,
un hogar,
pero también
alguien ha mirado dentro
de las fibras de los cuerpos
(no hace falta un dios
ni un big bang
para que se declare
el principo del rito)
y la desesperación, desolación
y culto a la oscuridad
es sin par en sus vísceras;
un cuervo sobrevuela
las arenas de sus días,
los aburren la mayoría de las cosas,
porque tratando de acercar sus armas al combate
perdieron la polvora y sus derivados,
es decir la puntería;
a veces pelean por algo,
pero no es la regla
¿desde dónde los llaman al exilio y a volver, al confinamiento
de las calles, al encierro de los modos
que se esfuman de sus manos como si

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Noches a mano armada

quisieran atrapar el significado


de una metáfora formulada?

las brumas guardan ecos


que atraviesan los engranajes del transcurrir,
y todavía la brisa sacude
los bordes de las prendas lavadas al sol;
recorre el aire un rumor de rocas cayendo,
de héroes marchando a la gloria,
de mercaderías en estantes que huyen;
pero yo sé que nada de eso
tuvo lugar en la morada de los expectantes,
poco seductores, claro está;
es una voz displicente
que insiste en perderse
en la sombre cuando la intención era
mirar el sol y sonreir

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Daniel Lucas Gómez

como me cansé
hace tiempo
de buscar
los pretextos necesarios
para una especie de andar por este
lado de las cosas
que no sea un deambular,
o peor,
un estar suspendido en el aire
perplejo;
he decidido enviar signos,
imágenes militantes de color,
deslizamientos armoniosos
para despistar a la vida,
por ejemplo:
como es dislocadamente ridículo
que para llegar a la muerte
haya que temer tanto y
esperar todo,
digo de vez en vez
“qué ha pensado… tengo miedo a la muerte, señor,
no crea usted otra cosa”

como he presenciado la renuncia constante del deseo,


si van a buscar mi mente, mi sexo o
mi corazón,
dejo bien en claro
con guiños desaliñados, resueltos y urgentes,
como un remolino que improvisa
con las hojas de otoño
que crujen en los pasos de las almas
(la deserción de gritos, su fin cumplido),

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Noches a mano armada

que mi mente no está en ese cráneo calcinado


y mi sexo no está en mi entrepierna,
por más que me la chupes o masturbes
para demostrar o darme placer;
y mi corazón nunca estuvo
en mi pecho,
pues volaba a tierra de muertos
mientrás las lupas insistían
en comprobar sus vestigios

como he mendigado a las flores,


a los muros,
a las calles,
a las sonrisas,
a los hombres dueños de algo
que se sumerge entre los dedos
insistiendo como la mosca contra el vidrio;
a los bares,
sobre todo a sus ventanas,
artífices de visiones y añoranzas;
a la mayoría de las cosas capaces de recibir un ruego,
dejé de extender la mano
a una hermosa promesa
y también
de aceptar algo por amor,
aunque en realidad nunca lo hice,
pero estoy en plan de engaño,
no olvidar

como he sonreido
a lagartos,
a depredadores,

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Daniel Lucas Gómez

a rocas,
a espectros,
a paisajes,
a ruegos,
a las mujeres
y a la debilidad por su cuerpo;
a infamias e infancias
que se deslizan al azar,
acaso buscando alguna sombra
cuando las aceras y los adoquines
abren sus párpados;
a los ingeniosos que trepan oídos
sin derramar nada del bendito veneno
que inoculan al ansia y a la perplejidad,
me declaro un testigo, parcial pero testigo
de incesantes fugas, de remansos

en tus bordes, los de la nada,


las fragancias de todo son más intensas, porque
me está vedado el ingreso,
y el deseo hace de la impostura un motivo unívoco,
un argumento sigiloso

¿quién o qué generan visiones?


en las paredes del mundo
dicen que reposan las caricias, el amor,
esperando su oportunidad
de semilla,
sólo veo con la punta del tacto,
por eso las imágenes coloridas
y

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Noches a mano armada

los deslizamientos armoniosos,


un desierto intervenido:
la sed

el amor por la sed es un polvillo perfumado


dando un verdadero significado a la noche
derruida por peregrinaciones sin rumbo
y vacilaciones de aplanadora

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Daniel Lucas Gómez

la gente en vacaciones
te saluda, te sonríe, te abre la puerta,
te pregunta dónde tenés tu morada;
son los mismos que en buenos aires
y alrededores
te tiran el auto encima,
esa cosa de halo fantasmal bondadoso
que tiene el marketing vacacional,
la cultura de “conocer nuevas culturas y el amor”

mi amigo pregunta
en un email,
con su acostumbrado ánimo endeble:
–¿tenés pensamientos horribles
A los que les contesta la lluvia por la ventana?

Y sí,
Mi amigo hace décadas ocupa casi todo su tiempo
En defenderse de una conspiración de mensajes
Que aparecen sin pausa,
En las paredes de la calle,
En los libros menos sutiles,
En las canciones de cantantes y grupos famosos
Que gritan al mundo los errores por él cometidos
(Como si lo conocieran desde siempre),
Se cuida de los médicos
Y la capacidad que tienen de poder encerrarlo
Y ahora, por lo visto, también de la lluvia;
Siempre lo dije al mundo,
No hay escapatoria al asedio
De los requisitos por la insistencia de estar juntos,
Pero, a pesar de ello,

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Noches a mano armada

Yo no he logrado ver zarigüeyas violetas


Que edifican laberintos
Tramposos y sin pasillos:
Todavía:
Quizá algún día los vea,
Denme tiempo

Mi amigo y los turistas, sin quererlo, me introducen


En la trama de
La indefensión y el amor,
En toboganes palpitantes en una pendiente,
En tarimas resbaladizas
Como en un día de lluvia

¡O en tarimas resbaladizas
Como un camino montañoso
Del sur de argentina en invierno!
Andando por la ruta en vacaciones
Se rompe el nexo con mi vida,
Hay un auto rodando, caminos inverosímiles;
Hay paisajes debatiendo mis ojos,
Distancias, velocidades diversas y caleidoscópicas,
Caminos que dudan entre los recovecos de las montañas,
Algo íntimo e impenetrable en la sonrisa de los demás:
La fascinación de los paisajes me toma de las orejas
Y guía mi mirada y las articulaciones del cuello

Llegamos a una ciudad


Envuelta en montañas, en hielo;
Un espacio que no permite ser atrapado
Por las manos del deseo, se escabulle;
Una gran bocanada de inmensidad golpeando el cuerpo,

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Daniel Lucas Gómez

Un martillo sobredimensionado, esperando,


Da cierto temor la soledad frente a la tierra,
Haber dejado en mi casa la cama,
Las ollas y las sábanas,
Los pegajosos fractales de la costumbre,
Tan arcaicos y disímiles, tan cercanos y certeros:
Como premisa
Desconfiar del viento,
Abraza a todos por igual

La ciudad es fría, de baja estatura,


Sus calles son lodazales;
Cae nieve, sí, pero también cae un silencio encriptado
En esos parajes,
Veredas llenas de jilgueros, teros,
Perros que ladran protocolarmente, sin mirarte,
Sin la energía de un perro en guardia:
¡Y cómo no va a ser esta la brújula de los perros del lugar!
Es un sitio donde la gente no camina por las calles,
Y sólo hielo y nieve resplandecen en el aire,
En las veredas, en los caminos y tejados;
Carece de movimiento y luces,
De carteles,
Da la impresión de ruinas recién construidas,
Conspiraciones contra la contemplación
Del movimiento de las cosas

Podría contar alguno de mis sueños colgantes


Donde ciertos héroes modifican los pasos
De algún carcaj hambriento de flechas;
La ciencia del ensueño cubre algunos declives,
Pero no hay que abusar ni preguntar desde dónde llama;

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Noches a mano armada

Una inmensidad muda se impone, apenas cerrada


Sobre las peripecias del camino,
Y la gracia del aire, como un coro de hojas invariable,
Busca su pretexto en los corazones de los hombres;
El suave desfile de las cascadas,
El hielo que todavía insiste en el mediodía de las calles,
La promesa de las montañas,
Y la morbosa ruptura de las cosas cotidianas
Dejándome desnudo:
Nada me espera, y sin embargo
El desafío y la quimera
Duermen a mis pies sus profundas meditaciones
Sobre el temple de mi espíritu,
Mi torpe entendimiento;
Quizá, alguna secuencia rezagada
De alguna matriz rota que lucha por salvarse
Sea la responsable
De este hallazgo

Hacia donde mire, hay montañas surcando el aire;


Ecos de pasos entre las piedras que, atónitos,
Resisten las elucubraciones de los hombres;
Marchas cerradas, bocas crujientes, modos
Que respiran una complicidad de sigilos intensos
Y la evocación de auroras cercanas a las distancias
de las rocas,
Como si ciertos recipientes,
Aunque lucharan contra las aguas,
Nunca llegaran a llenarse

Vivimos unos días en casa de unos familiares


De mis acompañantes de viaje;

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Daniel Lucas Gómez

Días después, visitamos un lago


Encerrado entre montañas,
Sus aguas arreciaban de viento
Metido en el cuerpo
Anegando la ropa, pensé,
Pero no es verdad:
Por más que las gargantas de los sentidos
Griten bocanadas de tallos perfumados
Y giremos en racimos seráficos,
Los pétalos del ansia siguen creciendo,
Anhelantes, con paciencia de soldado
Que se nutre de la munición enemiga perdida;
Una melancolía se ríe y descansa
Segura de su efectividad

Un perro se acerca hasta mi lugar


Con pasos serenos y dudosos, a pesar del viento,
Del frío, de la necesidad de sus huesos
Palpables y observables a traves de su piel y su pelaje;
Cabeza agachada, figura desgarbada, pululante, digna,
Y si bien la diosa del mundo es la velocidad
Y su capacidad de cambio constante,
Había un halo que se movía con el perro,
Una malla invisible que lo protegía
De la piratería de los ojos

Intenté acariciarlo
Pero rehusó mis caricias
Sistemáticamente:
Si aceptó, con dedicación de niebla,
Toda la torta de coco
Que pude y quise darle

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Noches a mano armada

Luego se retiró
Tan misterioso como había llegado
Para perderse entre la vegetación
Sacudida por el viento

Y este perro me introduce


En la trama de
La indefensión y el amor

El amor
Es un artilugio
De la gente que sabe
Asegurada su comida
En las próximas horas;
Que puede adquirir su huída
A parajes silenciosos y esquivos
Por la mariconada de no poder
O no querer vivir con otros
En las aglomeraciones que hemos creado;
Que puede pagar
Los brazos propios
Y
Ajenos

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Daniel Lucas Gómez

sin embargo aquí llueve


y caen rayos de sol y no hay
casi más lugares que éste

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Noches a mano armada

A Mariela 2

Para qué irme a casa tan rápido


si hasta parece más cómodo quedarme acá,
en un bar, con una comida, surcando susurros;
en esta calle, los autos van y vienen,
ruidosos, hasta su espacio designado,
seguramente a un lugar importante
pero yo ya dejé de preguntarme,
las cosas simplemente se van

si me apurás, puedo hablar de las veredas,


aldeas borrosas de un pueblo de pasos
que no se cansan de escuchar el latir del planeta,
impotentes ante tanto calor;
quizás las baldozas sean un resquicio difuso
de antiguos arquetipos que quedaron
en algunos parpadeos del tiempo,
ese tiempo que busca manos para morderlas;
pero seguramente los homenajes del grito dócil de la tierra
hayan quedado ásperos de pisadas, o de pájaros,
o de estremecimientos insulares,
pero ya dejé de preguntarme,
las cosas simplemente son

veivi m:
sé que ciertas tardes, como ciertas veredas,
no son escombros,
y creeme,
se acercan a la síntesis de la luz de las cosas;
veivi m:
sé que muchas veces mis pasos no recuerdan

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Daniel Lucas Gómez

lo que mis ojos barrieron,


o lo que mis manos saborearon,
no me avisan,
dejan que olvide, impunes;
veivi m:
sé que vos has visto como muchas veces quedo perplejo
ante las personas de la intención excelente y el alma oscura:
me tomo en serio lo de no volver a tropezar;
podría decir, además, que estoy repleto de oscuridad
o de desmesura,
no sé bien qué decir,
en algún punto ambas se encuentran y sonríen

pero, mosha, también pienso en vos,


en tu locura, tu entrega, tu alegría continua,
y quiero ser algo para acercarme a vos,
algo que merezca
tener un nombre digno
a este cambio de mi suerte,
a que quizás mi suerte ha cambiado,
al poder quererte y que me dejes hacerlo

por ejemplo,
acostados, abrazándote,
acariciando la porcelana que es tu cuerpo;
creo que nos dormimos cuando dejamos lugar
a la música,
de otra forma no podríamos, es pura luz lo que sucede,
y la luz une cuerpos y abre los ojos
y es mas fácil despertar que dormirse

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Noches a mano armada

moviéndonos por la casa,


en tus tus cosas y mis mis cosas,
en tus mis cosas, en mis tus cosas,
diciendo casi todo,
como si fuera tan fácil abrazarnos todo el día

dedos, ojos, palabras entrelazadas a cada momento,


esa suave pendiente donde deslizarse
y sentirme cerca;
mi mano que es huesuda y cálida,
huele a camino, a tiempo, a sismos,
mi suerte de poder tocarte

quiero ser algo para merecer todo esto


y que mi locura, que se curva
ante el peso de las sombras,
camine hacia allá,
allá,
donde nos mire desde lejos

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Daniel Lucas Gómez

en esta última semana,


leí a tres tipos que
cantaban, pedían o
se quejaban a su musa;
aparentemente, una musa es
algo que se aloja en la cabeza del creador, el que crea,
logra que algo trabado en los laberintos etéreos
salga a la luz trocado en algo material
porque secretamente, en algún suburbio del alma
de alguna manera no se siente digno (o sí)
de ser poderoso, y a ese poder personal
de hacer que suceda
lo violenta en esa representación–mina esquiva
que irremediablemente termina en su cama

así la definimos,
intención más, intención menos

no creas que
aun trazando
con insistencia de insecto
una frontera indecible que acalora el ánimo,
tal princesa ha de existir;
muy desde lejos, en los paños y los paisajes,
algo se grabó con óleo eterno
en los huesos:
deambulamos, corrimos
las orillas de la suerte y sus guirnaldas
nos asediaron

pero seamos justos,


extraños fuimos en la mayoría secuencial

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Noches a mano armada

de artilugios festivos
que las pendientes que el mundo ofrece,
pensamos en locuras tan inútiles
como un disfraz que enfrenta la noche
del ardor;
sin embargo
alguna vez,
con una vertiginosidad que no recordamos,
suficiente negocio para los nervios,
una parcela con fe de serpiente,
aconteció nuestra iniciación:
y ese indicio realmente fue frontera
en el mojón ineficaz que somos,
en el coto ineficaz que somos,
fuimos dueños de la noche,
de la paráfrasis,
de la pena,
de una ebriedad pegoteada con sus rayos ausentes,
de una claridad vacía, viva y cobarde,
de la huida de la calma,
de la huida de la calma de nuestra huida de la calma,
de la misericordia, de la impiedad
(a veces a la rastra, a veces de pie
habitamos, a falta de hogar,
un ramaje olvidado);
deambulamos, corrimos,
la orilla de la suerte y sus guirnaldas
nos asediaron,
y con los arcanos de la noche
trabamos pacto
para indagar acerca de las virtudes
que nos eluden

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Daniel Lucas Gómez

me gustaría suponer que


venenos y costras acapararon el viento,
cerraron el aire, extendieron el espacio
incitando al cese de los ornamentos,
como también me gustaría creer
que dormíamos en la habitación contigua,
y que las nauseas fueron
las que evitaron el naufragio
e incitaron ruindades
como la creación de pretextos en letras

dudo que haya sido así

más bien,
un fuego grabado en la piel, un
sello hundido a ritos,
donde la piel no pudo resistirse
y embotó nuestro destino, sutil
animal desprevenido:
así como el vendaval
azota las aguas,
y sólo pregunta a la tierra
acerca de su resistencia:
un viaje que había terminado
mientras se navega
y
antes de empezar, se entiende

poco importa, poco importan


los desvelos y los centinelas,
las hojas derramadas, la mano consoladora
arrasada por la piedra,

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Noches a mano armada

si el amor o el fracaso
o la nieve de la muerte
ocuparon el lugar designado:
estuvieron

rito,
rito donde confluyen nuestras barcas de alejandra,
eso somos

no creo en las musas,


creo en el sello
o, en todo caso,
no ha venido o no existe mi musa
y
oculta está su vida como el invierno
espera agazapado
entre las flores y sus abejas;
cae la noche, me abandona la intemperie,
sus imágenes escasamente vistas:
a orillas me perdí de tu imagen, dama musa,
y ese borde escama el agua,
lago distinguido;

homero, virgilo y roberto


cantaron, pidieron o quejaron
a sus musas,
yo golperaré la frente, la cabeza, el corazón
de los muertos
para un poco de claridad
y mantenerme alerta

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Daniel Lucas Gómez

es, sobre todo,


la mesa llorando sus cuatro patas,
la ventana un guardián sobornado
que se burla
de quienes junto a ella
pensaron que el sol no era la luz
sinó la vida;
es, por así decirlo,
los estantes abarrotados
de libros y cosas cotidianas
que se entregan una vez más
al vicio de la calumnia,
cuando antes pensaban que el hombre
es importante con sólo pensar que existe;
es, me parece,
impotencia de las paredes, de las habitaciones,
del baño, de la cocina,
porque son sólidas y los huecos que permiten
la entrada de la magia,
de los batallones de difuntos hambrientos,
son escuálidas especulaciones
de contadores de historias

la materia descubre el pánico

pues una mujer llegó a mi casa


para quedarse

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Noches a mano armada

una noche para un loco


de franela gris

un universo amenaza estallar


y se disfraza de pretexto;
cree que te hallaré,
sabe que no llegarás,
pero arroja llaves
a tu cara que todo lo abarca,
que intercede
para que la luz no me mate
y pueda seguir muriendo
de águilas rojas acechantes

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Daniel Lucas Gómez

aquí está el río,


susurra contra las piedras
marrón, azul, blanco,
es todo cielo y tierra,
pero las aguas me hablan de desvaríos,
de que puedo olvidarme, de que a veces existe
y hay barcos, sí, y containers,
el puente de la boca a lo lejos;
una chimenea alta, majestuosa desde el puerto
me pone de sobre aviso:
no estás solo, jefe,
mirame
entonces, le obedezco… ¡dios mío!
¿cómo no sentirse arrollado?
y la tierra es redonda porque
giro la cabeza desde el hombro izquierdo al derecho
y el horizonte sigue
esa mágica curva
¡estoy tan cansado!
¡y lo olvido!
los ojos tratan de responder,
quieren nublarse, eso quieren
la cara frente a la masa de agua,
la brisa
¿viene del río?
no sé, sólo me golpea de
frente, como los guapos,
y no importa,
lo único que importa
es el poder
de lo inmenso
purificando mi mente

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Noches a mano armada

que
al ver
la ciudad,
detrás, lejos, negra,
siente ganas de ir
y ve el río,
extenso, móvil, frío y
siente ganas de ir,
piensa que de eso se trata,
ir
hacia allá

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Daniel Lucas Gómez

el hombre, el que soy,


busca en tu imagen una redención,
un permiso, un pájaro asustado
entre pétalos sin forma

la grieta que sos


trae el anuncio
de que seguiré creando ventanas
que se cerrarán lentamente
de que algo viaja
deslizándose torpemente entre oscuridades

quiebros
en la luz rota del eterno detalle
que sé, no estoy seguro surjan;

la caza de la forma,
mi abandono de las suavidades,
yo, el que grita
un desconsuelo que se adhiere

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Noches a mano armada

golpeaban las manos


en la puerta de calle,
un hombre descomunal,
alto, macizo, barbudo,
la cara alterada, los ojos de magma,
todo ampulosidad;
el reino era suyo, la corte,
los ejércitos, las misiones diplomáticas
y también los esclavos,
e iba a demostrarlo, pues;
afamado en el barrio por sus hazañas
de brabucón cotidiano,
iba a poner a prueba
mi alma de niño,
mi mundo tímido,
mi soledad anhelante,
el comienzo del éxodo
del pichón temeroso
y sus promesas que nunca va a cumplir
al futuro, o no

lo recibió mi tío en la puerta de casa


y comenzó un intercambio
de palabras referidas a mi mala conducta,
a lo que mi pariente
grueso, barbudo, macizo,
camionero y guapo de verdad
(no por títulos barriales),
ante los requerimientos del vecino,
ante su insistencia de prometer futuros daños para mí,
cansado de no poder negociar
frente a la exhibición del hombre,

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Daniel Lucas Gómez

le dijo:
“¿querés pegarle? ahí lo tenés”
y abrió la puerta de calle
dejando sólo poco más de dos metros de aire
entre este hombre hirviendo de venganza
y el niño que yo era

(una tarde de verano,


estábamos con mis amigos
sentados en la vereda de
un ocaso glorioso, hablando cosas,
delineando el mundo,
cuando se acerca Walter,
no nos caía bien
por traiconero,
esa es la definición exacta:
hablaba mal a tus espaldas
otro día no te saludaba,
otro te robaba,
otro quería pelear;
en fin, lo soportamos un tiempo largo
y aunque los niños siempre perdonan,
era demasiado rollo
para nosotros inclusive:
lo echamos,
y se fue,
muy enojado,
maldiciendo,
haciendo gestos

quedamos los demás hablando de fútbol,


de las escuela, de los vecinos;

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Noches a mano armada

recuerdo que mis compañeros hablaban


de los autos de sus padres,
de como paseaban por ahí,
de trofeos familiares en palabras,
y yo no tenía nada de eso:
a mi nadie me enseñaba
ni corregía más que como prohibición forzada y caprichosa,
la mía era de esas familias que para afuera,
sonrisas a todo diente
y para adentro miserias que danzaban por el cielorraso,
cadáveres de historias, suburbios de ensueños
en envases inocuos;
en eso, Walter
volvió con tres de sus amigos
y comenzaron a arrojarnos piedras,
muchísimas, sin pausa,
y yo, entre esa lluvia,
corriendo, como lo haría Aquiles entre una manada usurpada
de flechas,
tomé del piso una, una sola piedra,
una potencia de trofeo,
corrí hacia ellos esquivando sus misiles
y la arrojé,
una curva exacta que trazó
una luz resaltada en el aire
con impacto en la ceja izquierda de Walter)

la mezcla de miedo,
de culpa que gritaba con gritos de desgarro
me denigró de tal manera
que me sentí desnudo y desamparado
ante la vergüenza,

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Daniel Lucas Gómez

el acto heróico que mis amigos festejaron


quedó reducido a un manojo
de miradas que condenaban hasta el último
electrón de mis huesos

y sí, está más que claro,


el mundo era una prisión inexpugnable,
no había escapatoria, todos eran dedos de mármol
que escupían fuego hacia mis ojos

es real que algo ocurrió,


algo que atravesó la línea uniforme
del barrio,
y visto a la distancia
fue poco más que un juego de niños,
fue teatralidad humana;
y un eco actual en la memoria
desteje la trama virulenta y despiadada,
aunque en su momento aquel niño no buscaba piedad,
no la merecía,
no había lugar para los niños malos:
eran, allá mi cuerpo,
que era cuerpo por otros hablado,
otros ecos, ecos colgados en la distancia
que ahora se desviven sobre hojas olvidadas;
pero, como un auto deslizando por los surcos de un camino
de tierra,
definieron roturas que se empeñan en no sanar,
en ser revividas,
en su tonto intento de quitar ferocidad a antiguas guerras

y es inútil escapar,

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Noches a mano armada

el exilio sólo cubre una retirada,


no el cuerpo y la mente
cuando es una suerte
de harina mojada lenta y absurda
ante los desafíos de los hombres

¿cómo se transcurre en el tiempo?


con los fluídos circulando
en las venas elásticas de ganchos,
de libros, de glóbulos cargados de indicios,
suponiendo que los fluidos
se empeñan en cuajar;
pero sabelo,
el tiempo no tiene glándulas excretoras

por supuesto
el hombre no avanzó los necesarios
poco más de dos metros
para darme su promesa de dolor de Talión,
quedó a su vez estupefacto ante los requerimientos de mi tío,
dijo algo que no recuerdo en tono menos alterado,
y se fue

mi tío entonces,
entrando nuevamente a la casa
dijo
–entrá cabezón–

su hijo, mi primo, de casi dos años


jugaba en un rincón con sus juguetes,
lejano todavía,
sin su cuerpo palpitando,
sin su mirada fundida con la de los otros

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Daniel Lucas Gómez

antes de dedicarme a lo mío


trabajé en varios lugares,
algunos bastante malos,
y como el proyecto central
de hacerme rico trabajando
como un obrero semi calificado
no fue posible cumplirlo,
decidí ingresar a la universidad,
situación que algún día contaré

uno de esos lugares


era un cementerio,
y yo trabajaba como seguridad,
con traje, escudo, corbata, tonfa;
ambiente enrarecido, donde
o todos creen que son los dueños de todo,
o son militares frustrados,
o son violentos,
o manipuladores de armas,
o charlatanes,
o mentirosos;
si me pongo a pensar, es como ocurre en todos lados
de este lado del universo de palabras,
sólo que ahí, en ese ámbito de trabajo,
sentirse más inseguro o temeroso
con ellos era más habitual
que a causa algún peligro que pudiera
acceder desde fuera del cementerio

una época en la que no pensaba en escribir


y menos en escribir de manera simple y directa,
ni en trabajar

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Noches a mano armada

ni en amar
ni en estudiar
ni en ser solidario con las causas que el mundo pretende,
una época en que la proyección humana me era lejana:
una piedra al borde de la fantasía, ni más ni menos;
no pensaba en nada,
sólo transcurría como sólo pueden hacerlo
una ganzúa perdida en las rocas de la meseta patagónica,
un hombre ajeno, intocable, inexpugnable;
estaba casado, eso sí,
y comenzaba mis estudios a pesar de todo:
sí, soy un profesional universitario

todas las noches las pasaba en el cementerio,


sentado cerca de la entrada, escuchando historias,
viendo bastante locura también:
no olvidaré nunca las historias acerca
de lo que ocurría en los fondos oscuros del predio,
se decía que escuchar golpes de hierro con hierro y silbidos
entre las lápidas y sus adornos
era lo habitual en las noches inmersas,
noches en las que yo, a pesar de no tener dios ni diablo, los
escuché,
efectivamente, suaves y claros,
mezclados con el viento;
o las bandejas que dejaban los umbanda
en las puertas de entrada,
las que la mayoría de las veces
eran una bandeja con un costoso bife de chorizo,
o de costillas en su defecto,
cigarrillos, botella de vino y algún otro objeto;

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Daniel Lucas Gómez

o el policía que teniendo una mujer hermosa,


hijos de ensueño,
una amante mujer biológica con uno de esos culos de la tele,
todas las noches rogaba a una trava,
de las que rodeaban la zona del cementerio trabajando,
que se la chupara y se acostara con él;
y la trava lo volvía loco, lo hacía esperar horas,
le hacía desplantes,
y este tipo de casi dos metros lloraba como un
niño decepcionado;
o cuando, trasladado al parque de la ciudad por una noche,
me pusieron un arma en la mano, yo sin licencia para portar,
ni hablar para usarla contra alguien,
me dijeron que no haga nada, que solo mire,
y desde un puesto de guardia cercano a la montaña rusa
veía a lo lejos como la gente del barrio soldati
salía por detrás del parque, con sus botines de guerra

entre mis compañeros del cementerio,


había uno que le decían “el conejo”,
no recuerdo su nombre:
demás está mencionar la calidad
de sus dientes;
andaba diciendo por ahí que yo era puto,
porque era el único que no se la hacía chupar
por las travas de la zona roja

–¿puto? ¿yo?
si vos estás de novio con la Griselda,
todos los días le empujas la fecal,
y mientras le das masacota te apoya la verga,
ni en pedo me la hago masticar por una trava –decía yo,

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Noches a mano armada

y era verdad, él estaba en pareja con una de las travas,


pero poco importaba en el orden de las cosas de ese lugar:
las travas se cogen, las travas te la chupan,
para las travas es un trofeo chupársela a un vigilador,
hay que tratar de que las travas entren al cementerio
para enfiestarlas,
no se si se entiende

(tiempo después, en la universidad,


un docente halagó un paper que presenté a la cátedra
como ayudante alumno,
y al enterarse que tuve este trabajo de vigilancia me preguntó
¿cómo es que hiciste este bello trabajo académico
y soportaste, a su vez, la entrevista de admisión?
había contado en una ronda de trabajo
la entrevista donde fui contratado,
que quien me entrevistaba,
en determinado momento,
puso un arma sobre la mesa para intimidarme, supongo;
miré el arma como quien mira un cenicero,
y quizá por eso conseguí el trabajo
de seguridad en el cementerio;
otra situación con un arma de fuego ocurrió en otro contexto
no tan controlado,
que no era laboral (ahora recuerdo escribiendo)
donde igualmente no me asusté;
las dos situaciones me importaron poco en esa época,
ni siquiera las conté a nadie por temor a las burlas
o a la subestimación,
medía los peligros con varas de situación y no de armas:
soy un experimentador suicida, claro está,
pero no podía responder esto al docente

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Daniel Lucas Gómez

que me estaba abriendo el mundo académico)


el trabajo era fácil: tomar mate en la oficina,
dar una vuelta por el cementerio de vez en cuando,
escuchar por un jandi que conectaba todos los objetivos de
custodia,
hacerse el vigilante pulenta con las minitas
y con la gente que se acercaba a preguntar algo,
evitar que entrase gente al predio por las noches, cuando ce-
rrado;
nada cansador, todo relajo si no te enganchabas
con la cuestión cuasi militar
o los chusmeríos varios

el asunto de las travas era interesante:


andaban por las veredas
caminando, recibiendo clientes,
algunas charlaban con nosotros,
pero en la luz o en la sombra
se movían sobre sus tacos,
algunas tan anchas como la avenida corrientes,
con su maquillaje exagerado,
y su pretendida y estudiada seducción

podías verlas cabeceando pijas dentro de autos


que se estacionaban debajo de los árboles,
o paradas con sus clientes contra las paredes,
o desaparecían un rato y volvían a aparecer
luego de despachar la leche de algún consumidor;
sólo recuerdo el nombre de algunas:
la Griselda, pareja del conejo;
la Evelyn, que me bajó el cierre del pantalón,
me sobó la pija con la mano durante un rato

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Noches a mano armada

mientras hablaba de sus problemas para pagar el alquiler,


y al ver que no lograba nada decidió irse;
la Estela, la trava que volvía loco al policía;
la Yuli, que odiaba a los vigiladores
porque no la dejábamos trabajar dentro del cementerio,
puteaba desde lejos con gramática inflexible;
y la Marisa, única trava a la que permití que me la chupe:
hizo lo que la Evelyn, con mismo resultado, y cuando se iba
no sé de donde salió lo que le dije,
– mirá que hoy es mi último día acá–
volvió sobre sus pasos,
se arrodilló contra la reja de una puerta de entrada semi es-
condida
y me la chupó hasta que le acabé la boca

el conejo me había seguido, le parecía sospechoso que me


fuera solo,
cuando enfilé para irme, estaba detrás de una pared,
– ahhhh, la hacés escondido, pedazo de gato–, me dijo;
imposible explicarle la realidad,
relatarle esto como novedad,
poco agradable como fue,
pero me vio con una trava y yo ya no era puto
más tarde, cuando nos encontramos a la Marisa,
al saludarnos,
a él le dio un beso en la mejilla
y a mi uno en la boca
–¿viste? eso es respeto hacia vos– me dijo el conejo
conocedor de los vericuetos,
de los petes callejeros,
y del orgullo de las travas laburadoras

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Daniel Lucas Gómez

de la mano por la playa


éramos un coro fosforecente con las piedras, el viento
y los huesos de animales empedrecidos por la callosidad
insistente, pero efectiva, del tiempo;
caminando por las calles cercanas a la playa,
soñando con lugares, llenándolo todo de palabras,
tratando de no renovar la trinchera porque,
para decirlo claro, siempre estoy un poco confuso,
un poco tonto, un poco triste:
con frecuencia añoro un retazo
de morada de la cual no volver a salir,
y ella siempre ve mas allá de amores y dioses,
asesina dudas
desde el lugar iluminado mas corto,
hombre y mujer unidos por el tacto, la dulzura y la
promesa de las gónadas;
dentro del bosque, senderos de ramas y
sonidos de aves, caminos de tierra,
ecos en el espíritu, calma del cuerpo
que se desliza entre las sombras del ramaje,
la descofianza eterna de las formas,
la aventura oculta y la soledad
como una necesidad acechante, íntima y sigilosa;
en la habitación sexual, la comida, las palabras,
una ducha gratificante, una alfombra marrón que
asemeja una caja seca, rumores de tibios sismos entre los dos,
mi cuerpo empujando con locura dentro del suyo,
la felicidad que se puede

tiempo antes y tiempo después del viaje con ella,


el recurso bendito
de soñar con el camino, glorificarla

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Noches a mano armada

y llevar su deseo de perderse conmigo por ahí


acurrucado en mis manos

con frecuencia, mi espíritu se cierne frente a mí,


y me mira con sus ojos
como las últimas brasas de un fuego indemne
luego del fracaso de sus anhelos de incendio:
no necesita interrogarme,
sabe que soy un traidor, un mestizo de las realidades

los tejados de la ciudad son sus colores de ensamble,


revuelto de mugres, mezcla agitada,
meditación del ceño del lodo en mixtura
con la cultura de híbridos feroces,
es decir, son la locura que le sobra a
la habilidad de un cosmos que
se resigna a ser sector mínimo, a ser urbe;
recorren el aire, sazonan la brisa como sólo puede hacerlo
una muralla,
desde lo lejos puede verse la vorágine de los siglos
condensada en los movimientos de los autos,
la solemne seriedad de la vegetación;
hongos y musgos serenan la vista en las paredes
y la gente trabaja según la costumbre,
no hay nada que anuncie,
como lo haría un perro con su amo,
la sorpresa o el peligro o el duelo de los cuerpos:
grasas, infecciones, desmanes de la materia,
la ciudad hiede de ello
embiste

para no perderme, elegí la traición y la barbarie,

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Daniel Lucas Gómez

el fin de la hermandad,
la caída del misterio;
he abdicado los árboles y las rutas,
pero que nadie alimente pregones
o licencias, duda inmune:
soy ese engaño monótono

pero, a pesar de ello,


me confieso urdidor de peñascos y de opciones
tendidas en un lago que permite la vista de lejanías
y de consecuencias acordes a la medida de la risa

un hombre sin ribera no merece la bondad de los ojos


y se deshace con el rumor de las olas, golpeando
como si no importara, o como si fuera inevitable:
irrumpir un lago,
desandar el ansia,
el ritmo de los huesos al servicio del alma,
algo así
un rumor de caricias

pasan las estaciones con sus calores y colores,


sus fríos y sus bríos
salvando las distancias, girando como un trompo
que ha de beber un trago incitante;
recorren caminos añorados por la calma,
saborean una inercia de aplomo en la que se subyugan,
el recuerdo del inicio,
de los seres que ya no están
y de las parcelas creadas por el miedo y la cercanía:
es, por supuesto, un tiempo animado de relieves
que quizás no añore su lenta erosión de artesanía:

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Noches a mano armada

la roca contra la roca, la savia derramada,


la paciente algarabía del entendimiento;
para los hombres, parcela de las sustancias
que insiste en quererlo todo,
algo ha demostrado el fin del permiso,
de la analogía, del pretexto,
algo ha demostrado el dique,
aunque de él escape agua
que rodará rumorosa por el río

esperás palabras de amor, esperás lazos


que indiquen que no me he perdido y
que es mentira el laberinto, mi amor

contra la velocidad,
contra la orquesta incesante
que atravieza el cuerpo de punta a punta,
de mente a gónada,
contra la promesa de un amor,
las palabras tropiezan
¿habré o habré no dicho palabras de amor?

algo me hace mudo, algo tiñe mis palabras:


siempre estoy un poco triste,
la traición y la barbarie,
es decir,
la poesía no es suficiente y
debe morir

en el auto, su auto, recorriendo lugares,


con su pelo en mis manos, su ropa en mis manos,
mis manos en toda ella,

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Daniel Lucas Gómez

mis ojos en sus ojos;


en mi mejor intento de abrazar la belleza,
su brillo que prescinde de mí,
las calles son suyas, suya la invitación a sumergirme,
y si no fuera por ella
escucharía chirridos de cadenas
reptando desde los árboles,
desde las piedras,
desde el polvo;
ella puede lo que no puede el silencio
y su precisión de algoritmo

y en todo el periplo,
donde nuestros dedos se entrelazaron,
el río, que nos acompaña
con su rumor de discreción a mares,
desde antes de conocernos

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Noches a mano armada

subí al 165 por autopista


para llegar más rápido a casa;
creo que venía de una cita con una mujer
que había conocido por internet,
no gran cosa
porque no recuerdo nada del día,
ni su cara, ni su nombre,
ni la coalición de sus curvas;
el recorrido es claro:
algunas calles de buenos aires,
luego autopista aeropuerto
y ruta cuatro, directo, sin paradas
hasta monte grande

desnudo a cada momento


mi ajenidad con los senderos
fundidos en el aire,
sólo retroceden cuando avanzo
despreocupado o ido
saboreando cada pausa,
llenando el cuerpo de gas de vida
ante los dedos del viento;
ya dejé de preguntarme sobre
mi onirismo leve y conciso
que olvida toda nube y lluvia,
toda brisa y todo sol y
es verdad,
recuerdo poco del paisaje y el comportamiento
de los meteoros y los astros,
pero si sé que
todos respirábamos, todos
hacíamos un deleite bizarro

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Daniel Lucas Gómez

de empaste y ensueño
con nuestros ojos en la distancia;
es todo lo que recuerdo
del ambiente
entre los viajantes del micro y el mundo,
misterio

sobre ruta cuatro,


un grupo de vecinos
reclamaba alguna injusticia
arrasando su barrio o su lógica
y cortaba la ruta;
el micro debía dar un rodeo
por ezeiza, sí, sí,
¡pedazo de rodeo!
los accesos cercanos a ezeiza
de ingreso a mi ciudad
también estaban cerrados;
el chofer, entonces,
luego de verificar el inacceso a su destino
y de apagar el motor,
en un acto fundante, nos dijo:
“decidan ustedes
el camino
por donde vamos”
entonces sucedió
que muchos comenzaron a dar su opinión,
un grupo rodeó al chofer para indicar;
otro grupo, en el espacio abierto
del centro del micro
hablaba animadamente y
algunos personajes en el fondo gritaban

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Noches a mano armada

“dale chofer, que vamos pal


club a tomar unas birras!”...
yo miraba desde mi asiento
el producto del milagro,
la chispa siempre agazapada
detrás de bloques cómplices
de la renuencia humana:
personas que minutos atrás
fingían que su vecino no estaba
sentado o parado a su lado,
ahora sonreían juntos ante el despacho del destino,
de la alegría que da la cercanía de los cuerpos
porque,
siempre es primero el cuerpo,
la mente
lo empaña todo
de extrañeza
o disfraza el mundo
de pretextos
es decir, de poemas

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Daniel Lucas Gómez

sacude el viento
las ramas del naranjo de mi jardín, ramas
sin hojas y espinas como misiles;
dicen los viejos que es una deformación de la planta
y que la dulzura de sus frutos
esféricos y brillantes al sol
dependen de las ramas sanas

y espero:
rótulos espectrales
son mi ciudad y enigma, voces me llaman
y siempre les pido
que tengan la bondad de sumergirse
hasta el próximo desborde,
que se adivina ante el golpeteo constante
de una marea oscura,
tan secreta como los rayos que los hombres
igualan a su felicidad;
secreta para ellos, claro está,
para mi es eterna abertura, espina, lanza
confidencia y conciencia cercana

recordé un niño socorriendo mi primera inocencia


ante los embates de la vida,
y también
la posibilidad del amor
hecha trizas por los adoquines del camino;
sí, claro, puedo hablar de inmensidades,
de huracanes y bestias en nombre del deseo,
y podrán reclamármelo a voces
mientras camino;
las laderas del mundo observan

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Noches a mano armada

un equilibrio lejano,
escudo de abejas, almuerzo de odas
en una hora tan quebrada
que podría dar miedo preguntar
en la mañana de un goteo pulido,
por su reloj o la historia;
podrán reclamarlo los contadores de historias,
los miradores de aves,
los bebedores de cafés cortados
en tardes otoñales
fingiendo que es curiosidad o sorpresa
lo que sienten

recordé el clamor del éxtasis,


más bien lo palpé a través de mis nervios,
empujando como lo hace el agua
en el portal de la alcantarilla
para llegar a mis huesos,
mis vecinos duermen
tan viva jornada,
tan fecundo siglo rodeado de palmeras
que dan ganas de verlas y dar fiestas, dicen;
yo recurro a la infancia y la lucha abandonada,

me despido en silencio de algún mundo


por ahí proclamado,
del almacenero, de mi casa, de mis ropas;
muero, evoco, destrozo por mi desnudez
y lo que queda de ella,
juguete de roca y bandera de hierro:
bye, mi hermano,
bye, perros vagabundos que asemejan el consejo de los dioses

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Daniel Lucas Gómez

en su peregrinaje callejero

escucho a lo lejos,
desde mi ventana,
el tren con un sonido apagado
que se desliza por el aire
hacia su destino de oro,
ese es el amor,
un tren apagándose

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Noches a mano armada

con el celular,
tomo una foto a una flor,
a un mural en san telmo,
a mis sobrinos,
y, si doy simultáneas de ajedrez
a los chicos en mis jornadas de trabajo comunitario,
ni te cuento… enloquecen de amor,
digo, previo subida a feisvuc o guasap
para que sean vistas,
digo, ellos enloquecen de amor hasta el mundo y sus luces,
no importa de que está compuesto ese amor,
son sus palabras, sus expresiones,
esa palabra en la que meten esperanzas aleadas de rocas
en la mayor parte de los casos
(siempre sospecho de
las palabras o conceptos
que tienen tanto marketing,
en este caso, amor)

pero
esto es lo que quieren,
a los seres sensibles se los conforma con nada
y lo sé
¡es fácil!
pero
sigue siendo un misterio para mí
cual es el motivo de por qué no puedo hacerlo;
¿como sería mi
deambular con las eternas valijas
y mi pasaporte de tantas rutas recorridas,
tantas cosas hechas humo, chimeneas urgidas
por el empuje de la gloria,

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Daniel Lucas Gómez

un deshollinador como cómplice?


¿dónde podría estar si usara guantes blancos
a la luz del día deformado por un prisma
que trae una gran cantidad de recuerdos,
tragos, invitaciones, la cena perfecta?
¿o cómo sería formar parte del
escuadrón de la luz, de la inocente y perniciosa vigila
sino estuviera tan lejos
como siempre hoy?

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Noches a mano armada

cuando nacimos, en esa etapa ligera,


vimos crecer los árboles, los cielos,
la propia esfinge sinuosa de la acechanza:
todos los territorios confluían en dulce guía;
no estamos en los cerros que definen confines
y tampoco nos es indiferente la cara neutra o
los dichos de marejada insípida
de nuestros seres hermanos,
quienes también dijeron, en mi caso,
que estoy chiflado como un mono

pero ahora, las cosas son distintas:


los objetos quieren que yo les fije su propio límite,
no saben que existen los boulevares
y que chocar es inevitable,
la vereda quiere que la deliñe,
la distancia quiere entender el secreto
que en ella se extiende y se desliza acurrucada
en brazos del viento,
el aire entiende de vida pero no de química
y quiere saber donde están sus contornos humanos,
¿qué puedo saber yo del dibujo insustituible
de un gato vagando silencioso y furtivo
mientras se adentra en mi mente
vacía de dioses?

me vuelvo hacia mi muro


de metáforas fáciles,
termino el vaso, ajusto mis zapatos
porque escucho respiraciones del otro lado,
palpitaciones,
miradas implacables;

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Daniel Lucas Gómez

alguna vez esto tuvo sentido, por ejemplo


en la infancia, o en un tornado,
la cuestión era más simple, el dilema era casi lejano,
donde los baldíos no estaban rotos,
y sí,
éste es un mundo de mierda, compañero,
si a veces dan ganas de acentuar los ojos
hasta aceptarlo;
de tanto ocultar lo que queda de la magia,
me fío de paisajes,
supongo que acá me quedaré, no sobra mucho resto

sin embargo,
parte de la rabia y parte del dolor han sido míos
y cuando me vaya a caminar
las calles o las hendiduras donde se ven escenas o juncos,
no pediré excepciones;
si querés vení, una ganga,
dos caminantes escuchando la desarmonía
en el aire entretejido de ramas no son presa fácil,
o son todo lo que pide el viento,
vaya uno a saber

abro una puerta suave


y en mis pasos está esa antesala
para alguna sutileza de la calma;
afuera, el aire espera
los sonidos se aquietan como una solución
de agua y colorante, y la sensación de
palpar al creador de los caminos de la redención,
azules, llenos de regocijo inmune,
es tan fuerte como el deseo de quedarme

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Noches a mano armada

a la espera de algún toque,


al amparo del concilio de las estrellas y las siluetas negras
en la oscuridad, que lejos de su designio
y su voluntad, a pesar de ella,
estimula,
como si eso importara, además;
miro lo que queda del negro horizonte fundido con el cielo
y a la vista de la sombra densa
(y la mía con declives enjoyados)
¿cómo explicar la posesión
de una antigua grandeza?
¿cómo se fugó la herencia de una fuerza
y fue reemplazado por un designio rezagado?
tenues monumentos que tarde o temprano
volveran del destierro del juicio de la noche

sí,
¡la noche!
puentes tendidos en el desierto;
sólo así sabremos de melodías
de descanso, de euforia entre los parques de logias escasas;
no por medio de las fauces de la luz,
porque ahí le pertenecemos a todo el mundo
y nuestros miembros no dan abasto
ante un bosque efusivo
y sus criaturas;
silencio ensimismado, embebido,
la noche silenciosa
que es mía;
no las otras,
las noches de otros,
donde la oscuridad es la muerte

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Daniel Lucas Gómez

sin excepción:
en la noche nos abruma y nos enciende
una bravura,
simple y llanamente,
una bravura

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Noches a mano armada

¿sufrís eh? ¿sufrís?


¿por odio, por piedad,
por un resentimiento seco,
por las ventajas de la mentira?
¿porque la concha que para con vos
no te cree, por
tu locura inofensiva,
por celos por pasión,
porque el amor depende de la
cantidad de leche que te queda
en los huevos?

eh, ¿que pasa?


¿sufrís? ¿de posta sufrís?
¿por impotencia,
por los espacios inllenables,
por las carencias de la dulzura,
porque te gustaría que te cojan
sin quedarte tirado pensando,
por lo que hay en el medio
de unos crueles paréntesis
como hojas de trebol,
porque no existen las aventuras,
por sentirte estúpido después de llorar?
¿por lo que pasará más adelante,
por el pasado que cuelga de tus orejas,
por el abandono inminente,
por ver a ese tipo enloquecido
y no saber
que decirle?
¿porque la policía tiene sucursales aquí,
por lo despiadado de la inercia,

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Daniel Lucas Gómez

por mirarme,
porque nunca vas a decir todo?

dios mío

estoy sentado,
sé que es la silla la que tiembla

en medio de este campeonato,


es mi milagro

hay algo cobarde en


el aire,
porque
sucedió ayer que
no puedo deber tanto

sufrís? agarrá tu
motivo hacete
cargo y piel

claramente,
lo mejor es la obsesión del cuerpo
por desgastarse

lento,
lento

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Noches a mano armada

tarde de espejo:
teñida de polvo
extraído de esquirlas
que yendo y viniendo,
a través de los milenios,
se juntan y separan

jolibud parece tener razón,


existe el PARA SIEMPRE,
explosión y quietud,
cambio y reagrupación
se suceden sin cesar y
parece ser lo único constante
en el serpenteo de la terraza de las bases

en el aire, un rumor de motores, voces;


el cesped desfilando brisas
que huyen de mi inercia expectante:
conciente de que nuestras presencias
han vejado, como un coro insistente,
la ternura de los corazones;
sólo esquirlas y monolitos podemos identificar
en la larga línea de la sustancia combinada:
no tocar huesos, no saborear lágrimas,
sacudir la ropa, encender la pólvora,
como último refugio

proclamas,
he olvidado las proclamas
que sostienen una vaga invitación,
a pesar de que no queremos la gloria,
de no escribir palabras de amor,

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Daniel Lucas Gómez

de que hemos sido abandonados en ciclos desnudos;


las causas quizás sean borrosas,
hay orillas de sismos que insisten en su simetría
(así como las ballenas piden morir
en otro mundo,
excepto que introducen misterio en los ojos)

y sí, he olvidado las proclamas,


todas y cada una;
a veces me pregunto
cómo puedo seguir
alimentando un universo elástico
y portátil, a prueba de balas,
una osamenta en su estepa de siglos,
esa fina película que me difama
e insiste en mostrarse

ya nadie viene, ya nadie pasa:


la calle simula su aburrimiento
en veredas a ritmo de árboles y baldozas
que se amparan en pasos
que sólo adornan la tarde;
y es lógico
el extranjero
es autóctono,
y nada más;
aquí, en la tarde insistente,
un juego de luces
parece responder al ansia
por entre los árboles, pero no es más que
el sol encontrando quiebres en la materia mientras agoniza
un día que termina, las sombras y su asistencia perfecta;

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Noches a mano armada

y sombra no sería exactamente


la marquesina a legitimar, la alegoría
de mi espíritu de lejos,
pero algo similar sí,
habría que pensarlo

las ideas se mezclan,


se superponen, pisotean,
expurgan la sombra del viajero;
pero responder preguntas frente a un campo
de girasoles
con el viento invadiendo el cuerpo,
como una rapsodia vertiginosa,
quedó en un territorio en ruinas,
y ya no hay tiempo para esa explosión
de la pureza sigilosa, porque hay un cristal
intransferible y fuera de contrato
en las figuras de la muerte;
recordar, la muerte no deja lugar al olvido,
queda algo como una pasta pero sin virulencia

¿quién pudiera descender


desde noches adheridas de voces,
ser habitante de la misericordia,
confiar en la explosión, en la quietud,
en el cambio, en la reagrupación?
una bitácora,
un pretexto decente
para estar,
no solamente el hábito
de la costumbre de la alegría,
de la vergüenza de la esperanza,
de la cobardía de los sueños

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Daniel Lucas Gómez

El vacío
Como me llevaba con la bicicleta hasta Conesa, no me hice
ningún problema a priori. Vendría a buscarme por la esquina
de Alvear y Boulevard Buenos Aires, por la tarde, y llegaría-
mos apenas oscurecido el mundo.

Me hubiera gustado llegar a Conesa y tener el encuentro


más temprano, de día o a la hora del almuerzo, porque estos
lugares de ruta y un poco campestres suelen tener sucuchos
donde comer los mejores sanguches de carne asada, recién he-
chos, a la sombra de algún eucalipto mientras se fija la mirada
en la lejanía.
Esos parrileros son magos del sabor, todos sucios y suda-
dos, tan concentrados en su trabajo. Pero ahí no se terminan
las opciones de comida, si no querés comer una de esas deli-
cias parrileras, también existen esos lugares donde se compran
las mejores conservas de bicharracos varios o salamines o los
quesos más impresionantes que uno pude conseguir. Una ma-
ravilla, pero bueno, la condición era siempre que los tipos se
reúnen de noche en algún lugar culo del mundo que se les
viene en gana.

Por eso era necesaria la bicicleta en este caso.

Mi bici es un artefacto maravilloso, fuerte, ágil. Tiene


un pequeño desajuste en el asiento, el plástico partido en el
costado derecho que se parece a las fauces de un monstruo
diminuto de un cómic, pero nada que pueda lastimarme o
incomodarme.

Yo andaba en bicicleta asiduamente, casi a diario, y era un

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Noches a mano armada

hábito que compartía con mi vecina, la rubia dueña de la casa


a la izquierda de la mía. De vez en vez salíamos a dar una vuel-
ta, sobre todo cuando ella se sentía en un “bajón de sardina”,
según sus palabras.

Bajón de sardina, lindo nombre para llamar a que te levan-


taste con el culo dado vuelta ese día. Quizá hubiera disfrutado
más la coincidencia si ella hubiese gustado de compartir ese
culo, del lado que se encontrara en ese día. No sé. Un culo de
ensueño. Lo movía de acá para allá en los espacios de su casa.
Un monumento de novela épica cuando se inclinaba sobre el
capó del auto para quitar los panfletos políticos o propagandas
de mercados, o cuando se enojaba con la cerradura del portón
porque se le trababa la llave en él: se acercaba a la cerradura
con una leve inclinación de cadera y esa forma tan excitante de
acomodar las piernas, a gritarle de cerca, como si eso colabora-
ra a que la puerta y sus secretos se disciplinen.
Creo que esa forma de comportarse era natural en ella, que
no lo hacía para provocarle cáncer de retina a los hombres,
pero uno nunca sabe.

Pero bueno, era viernes y dejé todo listo para volver a traba-
jar el lunes. Sin máquinas que se desborden por ausencias, sin
mascotas que cuidar y casi sin comida guardada, porque com-
pro día a día mi alimento, irse por ahí era una cosa fácil. Mi
trabajo me permitía faltar de vez en vez, pero me gustaba mi
trabajo: o hablaba con gente que no le interesaba demasiado lo
que estábamos hablando, o salvaba a alguna persona de que la
mataran en su propio barrio. Así de extremo podía ser. Ese era
su atractivo. Desorden. Eso, me gusta el desorden.
No me iba a retirar por mucho tiempo, pero la verdad es
que no sabía cuánto tiempo me tomaría encontrarme con estas

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Daniel Lucas Gómez

personas a las que iba a ver. Como un obsesivo de libro, pasé


por todas las habitaciones de mi casa supervisando sus costras.
Todavía circulaba en el aire un poco a olor de pintura,
puesto que había pintado la casa una semana atrás con unos
amigos que, mientras duró el festival de pinceles, durmieron
donde podían en casa. Le debía a los pisos una buena limpia-
da, pero la verdad es que, con esos locos casi toda la semana,
estaba un poco podrido de la casa, la pintura, los envoltorios
de pizzas y fiambre, y también de la gente, así que de ese modo
estaban las cosas. En fin, en las habitaciones, lo de siempre: la
persiana de la habitación trabada y sin poder subirse, la horna-
lla derecha de la cocina rota y la de atrás que costaba prender-
la, la tabla del inodoro rota. Eso. Lo de siempre.
Podía irme tranquilo, y la cuestión es que consiguieron a este
tipo que podía llevarme, un viejo que viajaba asiduamente a la
costa. El problema fue que el tipo que me lo recomendó era el
Tunuyán, un viejo amigo de mi madre que no me tenía gran
estima, y por propiedad transitiva el chofer tampoco fue una
ricura de hombre. Iba hasta San Clemente no sé a qué cosa. Así
que viajé detrás del camión con la bicicleta en pleno julio. Qué
decir. Llegué como si hubiera estado navegando en una licuado-
ra, pero sobre un colchón sucio y tapado por dos frazadas.

Conesa era un desierto. Estiré un poco las piernas hasta en-


trar en calor. Hacía frío, pero no era uno de esos fríos hermé-
ticos y duros de invierno. Monté la bicicleta y fui en busca de
la 56. Soy un ciclista certero. Entreno varias veces a la semana
sólo por el gusto de mover las piernas y las caricias del viento,
y no sólo por ver el culo a vecinas. Por suerte el invierno se
estaba comportando como un invierno de buzito con capucha
nada más, pero como me dijeron que la 56 es un corredor de
fantasmas, imaginé que lo mínimo que me podría ocurrir en

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Noches a mano armada

invierno y noche cerrada eran desfiladeros de zombies de hie-


lo, así que decidí realizar el acto inédito de andar en la ruta, de
noche, y varios kilómetros, con una campera gruesa y pulóver.
En algún lugar de esta iba a encontrarme con los viejos, en
quién sabe qué estado y quién sabe en qué circunstancias, so-
bre todo que la ruta 56 es un desierto de 60 kilómetros, prác-
ticamente en línea recta. Ni una población, ni una estación de
servicio. Olvidarse de señal de teléfono. Pero insistieron tanto
en ese lugar perdido en el aire, que no pude negarme. Aquella
vez que me citaron en la 151, pasando Puelén, me contaron un
racimo de anécdotas bastante obvias y sentimentaloides, tanto
que tuve que morderme para no reírme. Cosas que les pasaron
de chicos a los tres. En fin. Los sabios tienen eso.

Era muy estimulante andar por la ruta solo, con los cami-
nos de estrellas marcados en el cielo como lentejuelas borrachas.
La calzada se sentía lisa, casi sin agujeros, e iba moviendo mis
piernas con método, sin ir a lo loco. Luego de recorridos unos
15 kilómetros encuentro un bulto grande al costado de la ruta,
y gente hablando a voces. Vi sus siluetas mientras estacionaba
la bicicleta contra un alambrado al costado de la ruta. Estaban
reunidos, con luces tenues dentro de una casa rodante, los tres:
El sabio chino Confucio, el gran poeta Odysseas Elytis, y el otro
gran poeta y viejo ladino, Charles Bukowski. Me sorprendió
verlo al viejo borracho con sus ojos de ranura de alcancía.
– Que hacés mirando, pasá – dijo el sabio chino.
Estaban tomando dos bebidas de origen puramente ame-
ricano: fernet y Coca Cola. Como yo no bebo alcohol, los
miraba hacerlo.
Viejos locos: desierto, niebla, frío, casi a oscuras. ¿Qué de-
cirles si son referentes del pensamiento universal?
Odysseas apenas hablaba. Sentado solo, bebía y respondía a

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Daniel Lucas Gómez

las preguntas del chino y a las amenazas de Hank. No es que lo


amenazara propiamente, seamos justos, pero borracho como esta-
ba su tono de conversación parecía, por el volumen e intensidad,
algo intimidante. Los ojos del griego dejaban ver cierta calculada
ferocidad agazapada en las gateras, como caballos feroces, a pesar
de su brillo y serenidad. Hank no estaba ajeno a este detalle, se
notaba en la forma de hablar, ampulosa y grandilocuente, para
desarmar al genio griego. Sentado en su silla, con un cigarrillo
manchado de negro, los dedos llenos de nicotina y quién sabe qué
cosa más, hablaba con vehemencia y soltura tal que, a pesar de
no hacer movimientos bruscos, semejaba un martillo enseñando
su lugar a un yunque. Miré a Confucio, que parecía disfrutar ese
ida y vuelta, desde su lugar en la mesa miraba a un punto perdido
entre ambos, como para obtener una imagen estéreo que atenuara
el pequeño enfrentamiento y denotara, de forma florida, la inuti-
lidad de ella. Yo todavía seguía de pie y no había demasiado que
observar en los objetos alrededor, casi inexistente.
No vi auto afuera. ¿Cómo llegaron? ¿Cómo iban a retirar-
se? ¿Cómo tomaron y comieron tanto sin cajas o heladeras?
Miré la mesa varias veces y aun así no llegó una señal de re-
conocimiento. De su reconocimiento. Nadie me invitó a nada.
Me senté a la mesa con ellos, pero desde el vamos quedaba cla-
ro que yo era ese eterno extranjero que no pertenece a ningún
lugar. Los tres me dedicaron ese tipo de mirada de reojo, sin
mirarme por completo, que podría despojar de bravura al ejér-
cito de Alejandro. Y no por lobo solitario al que le está vedado
el beneficio de la empatía duradera. No lo soy. Se nota. Sobre
la mesa, líquido esparcido y restos de comida, migas, atados
de cigarrillos, porros mojados, libros abiertos con manchas de
fernet. Mantuve un silencio de ciénaga, intenté ver el título
de los libros, y al fin me dediqué a mirar mis manos. Se les
nota que jamás hicieron trabajos de albañilería, o de boxeador.

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Noches a mano armada

Dedos largos, líneas largas. Un festín para una quiromancia


girl. No quería mirarlos ni a ellos, ni a la mesa, ni al aire eté-
reo que nos rodeaba como un cáliz dorado. Y mucho menos
servirme sin ser invitado. Esperé. El primer tiburón en oler
el cardumen fue Hank. Me dijo que soy un pendejo que no
sufrió lo suficiente, que cuando me enterara algo de la vida me
iba a secar “como el semen en el vientre de una mujer” y que
me comportara con decencia con ellos porque “si te ponés en
alguna, te voy cagar a trompadas; después te ato y te cojo”. Y
a Confucio le dijo “me tenés cansado con esto de que tu viejo
murió cuando tenías tres años. Mi viejo a mí me pegaba sólo
porque se le ocurría o porque al cortar el pasto alguna brizna
quedaba más alta que otra”. Elytis dijo que no lo molestaran
con esas cosas porque tuvo dinero desde que nació, una buena
educación, a sus dos padres, y siempre pudo dedicarse a las
letras con éxito. Y así discurrían. Eran tres viejos de aspecto
cansado, gesticulaban poco y hasta imaginé que les costaría
cierto esfuerzo moverse, pero por su impronta o el alcohol,
había en el aire una fuerza arrolladora. Por lo demás, pasado
este pequeño hiato de tiempo, no me prestaron mayor aten-
ción hasta bastante tiempo después. Entre un perchero sucio y
astillado y yo no había mucha diferencia para ellos.
No recuerdo bien sus temas: política, deber ser, mujeres,
estética. Esas cosas. Luego Confucio me dijo:
– Vení, pibe. Acompañame.
Cruzamos la ruta en medio del silencio más grande, la ma-
yor oscuridad y una humedad que levitaba en el aire como
caracoles seráficos.
Siempre me pregunté qué sueña una ruta desierta incrusta-
da en la noche hasta desaparecer durmiendo sobre un lecho de
roca y tierra: ciertamente, no con nosotros.
Nos detuvimos cerca de donde estacioné la bicicleta, “si

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bien mi familia era acomodada, y mi padre al morir dejó deu-


das grandes”, me dijo Confucio “yo fui a un buen colegio. Para
llegar a él debía recorrer tres kilómetros de ida y tres de vuelta,
los recorría a pie con un compañero. Cierta vez en que el frío
arreciaba con fuerza en mi Lu natal, caminábamos hacia la
escuela bien abrigados. Sin embargo, yo temblaba. Mi compa-
ñero me vio temblando de frío, con las manos en los bolsillos,
dando saltitos y con los músculos contraídos, en franca defen-
sa frente al hecho de la arbitrariedad del clima. Me dijo:
– No pienses en el frio. Relaja el cuerpo. Y no vas a es-
tar tan tomado por el problema. Si te relajas, todo va a salir
mejor... Siempre”. Dicho esto, palmeó mi hombro derecho y
volvió a la casa rodante.
Flaco, alto, su ropa de corte formal acompañaba su silueta de
maniquí como si un esqueleto fuera vestido por un diseñador
bromista, caminaba muy derecho, firme y relajado a su vez y su
cabeza y cuello asomaban por sobre la línea del hombro como
asoman los de una tortuga. Miró hacia los costados al cruzar la
calzada desierta, pero su cuerpo sabía que no era necesario.
Los únicos sonidos eran los gritos de Hank y el murmullo
del griego. La única luz, la que salía de la casa rodante y de
alguna de estancia a lo lejos, colgada de un horizonte impre-
ciso, por lo cual no se detuvo ante la advertencia de la razón
y sólo interrumpió la línea recta para dar lugar a un hombre
trastabillante. Era Hank y vino hacia mí.
Hay personas en las cuales sus facciones se ponen de espal-
das, espalda contra espalda, y caminan alejándose para batirse
en duelo. Otras donde sus facciones y actitudes hacen la misma
tentativa y se sostienen unidas en la realidad por una tregua que
en general provoca sensaciones ambiguas a quien lo observa. No
era el caso de Hank. Su imagen y su actitud eran tan coherentes
como un insight repentino: la de un trasnochador bebido que

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Noches a mano armada

busca, en el mejor de los casos, pelea, o en la peor de las situa-


ciones posibles, explicarle a otro cómo es el mundo, irreducti-
blemente en delirios de filósofo. Al menos esa noche, sus ojos
como rendijas recordaban viejas máscaras de indígenas. Cara
maltratada, labios muy finos, húmedos, borrachos. Hizo señas
de que esperara. Caminó unos pasos y comenzó a orinar, lo
veía tambalearse como los vegetales en zonas desérticas, rígido
y bamboleante. Parecía experimentar con la orina, que por cier-
to parecía no terminar más. De espaldas, se veía como movía
los brazos sosteniendo el miembro, y ancho de espaldas como
era él, la mantenía firme mientras orinaba. Cuando dejaba la
pija quieta, se escuchaba un sonido agudo de la orina contra el
piso. Cuando la movía, la orina al esparcirse caía en el suelo casi
sin sonido. Realmente quedé conforme con el descubrimiento.
Seguramente hacía lo mismo cada vez que desagotaba cloacas,
por lo que el descubrimiento seguramente era mío. Muy útil.
Cuando volvió hacia mi noté que parte de su botamanga dere-
cha estaba manchada. A quién se le ocurre emborracharse con
un pantalón blanco. Me dijo: “Anduve solo por ahí desde chico.
Mi casa no era un buen lugar para estar. No te voy a contar
todos los detalles, para saber de mi leé mi obra, ahí está todo.
Pero sí ocurrió algo que nunca escribí, para que no digan que
soy medio putito, que creo en espíritus o apariciones.”
Tosió con una prolijidad de babosa. O fingió un estado de tos.
“Conocí unos artesanos que vendían sus cosas en la calle, sus
artesanías. Eran unos hijos de puta: no hacían nada todo el día,
tomaban vino como locos y hablaban locuras delirando mientras
esperaban el esqueleto aguadañado. Eran mucho más grandes
que yo, pero dejaban que me acercara. Cierta vez, me agarraron
unas ganas de cagar tremendas. Se lo dije a uno de ellos.
– Andá al bar ese de ahí – dijo y señaló la vereda al otro
lado de la calle

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Daniel Lucas Gómez

– No me van a dejar entrar, dije


– Loco, no te cierres la puerta. Que te la cierren otros, me
dijo.”
Me dio un golpe suave en la cara sin mirarme. Acomodó sus
pantalones que adiviné sin cinturón y caminó unos pasos con
rumbo a General Madariaga. La mancha de orina no era la úni-
ca, claramente. Tenía manchas en el culo y en la camisa. Pronto
activó la brújula que tantas veces lo salvó a Chinaski, masculló
una puteada en inglés y volvió sus pasos hacia la casa rodante. Y
sí. De tanto intentarlo, de tanto probar, de tanto tentar a la lote-
ría de la fortuna, lo logró. Pisó una de las botamangas tratando
de sostener el equilibrio y la botella que en ningún momento
había soltado, a la vez. Casi cae al resbalar en unas piedras de
la banquina. El griego, que venía hacia mí, lo ayudó a que no
perdiese parte de su dentadura contra la calzada tomando de los
brazos al gran poeta de Los Ángeles. La diferencia de tamaños
era considerable, pero Elytis se las arregló bien. Luego, dijo:
– Hank escribe como camina. ¡Jajajaja!
El calvo poeta parecía más leve. Al menos su cara, habi-
tualmente severa. Terminó el brebaje del vaso, y lo arrojó al
suelo. Mirando hacia la lejanía me dijo:
“Los otros dos te hablaron de sus ángeles, yo te voy a hablar
de uno de los míos – hizo una pausa– Siempre pertenecí a las
letras y a la belleza expresiva del arte. No he pasado mayores
sobresaltos en mi vida, hice lo que quise, pero algo que nadie
sabe es que no siempre me dedique a escribir y menos a la
posibilidad de crear poesía innovadora. Anduve vagando un
tiempo en un auto por toda Grecia, y era artificio: pagaban
mis padres. Pero si bien lo mío era la poesía, y todos lo veían
en mí como algo en lo que podría explotar las canteras del
mundo, yo no quería hacerlo. Y así estaban las cosas.
Un día, estando en casa de unos amigos cerca de los terri-

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Noches a mano armada

torios herméticos de Monte Athos, la mecha comenzó a en-


cenderse. Conocía el vacío como una efigie muy cercana, y mi
amor por la sed era un polvillo perfumado. En tierra de mon-
jes y religiosidad tuve que evocar derrota como los alienados.
Mis amigos me señalaban este u otro convento, faroles a lo
lejos de muralla, para informarme. Su hospitalidad es amplia,
los amigos saben qué se necesita para transitar algún que otro
sendero. Saben de diques. Necesitamos la violencia de los con-
trastes, entender que la nube sutil es agua contaminada en el
Ganges. En el desarraigo del saber, miré adelante desde el bal-
cón de mi frente y vi el vacío como labios. Sentía sus caricias
de amante perfecta, y supe que la sed moriría cuando dejen
de crearse mundos alterados por la geografía de las palabras.
Casi nunca la perdía a esa sed de escombros, porque perderla
hubiera sido renunciar. Renunciar como renuncian las flores a
crecer en la tierra para hacerlo en un hueco de roca. Entonces
ciertos mares anhelaron vértigo, y sus aves sobrevolaron una
luz cegadora, comiendo dulzura de las manos de los marinos.
Una lejanía de acercó haciendo círculos. Mostraba un centro.
Por eso miré. Porque se mostró miré. Es decir, me habló un
hombre, un amigo, con ciertas palabras”, hizo una pausa para
volver a la palabra coloquial. Había abusado de la metáfora.
Quizá estuviese un poco avergonzado por ello. No pude evitar
pensar... “Qué hubiera dicho Chinaski a este discurso”. No
sonreí con el cuerpo, claro está. Luego agregó:
“Ocurrió que, como siempre, un par de amigos, dos de
ellos, volvieron a insistir con la misma circunstancia.
– Tienes que escribir poesía, Odysséas, tu eres Homero.
Yo como siempre, preferí el silencio y la negación. Sin em-
bargo, otro amigo, el hombre que me habló con ciertas palabras,
embriagado por un vino mediterráneo de alta dulzura. Me dijo:
– Tú lees todo el tiempo, debates belleza, y no logras nada.

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Daniel Lucas Gómez

Te comportas como sólo un tonto lo haría. ¿Por qué no hacés


que te paguen por leer y escribir?
Jura hasta el día de hoy, por todos los dioses, no recordar
esto que me dijo”

Jamás me miró el poeta mientras esbozó su discurso. Toda-


vía su mirada absorta hacia los confines oscuros unos segun-
dos más... y no me atreví a interrumpirlo. Quise preguntar,
mas no lo hice. Quise preguntar cómo perder el vacío y no
extrañarlo, jugar con el horror como si fuera un cachorrito de
perro, o de lobo. O cómo disolverme y dejar de jugar a que la
muerte no me lame los huesos desde dentro.
El poeta, entonces, volvió a la reunión con los otros dos sa-
bios y cerró la puerta. Asomé la cara por la ventanilla. Golpeé
la puerta suave al principio, con violencia luego, y no dieron
muestra de escuchar o estar interesados en hacerlo. Lo hice
por algún tipo de retórica de los actos. Esto era todo lo que iba
a ocurrir. Lo sabía pero no existe la resignación fácil en la avi-
dez. Pero, en realidad, no me interesaba preguntarle nada a los
tres. Parece extraño, pero no. ¿Por qué uno pierde el tiempo?
¿Por qué nunca se toma el ritmo del mundo a pesar de que éste
nunca se detiene? Ellos, que se impusieron al ritmo de las co-
sas, que cambiaron la métrica de las cosas con tanta autoridad.
¿Qué podrían decirme que fuera una certeza para mí?
Miré hacia la negrura del campo. Se veían luces tenues es-
parcidas entre lo negro. En el cielo, se veían infinidad de pecas
brillantes en una piel universal oscura. Por supuesto, no es
suficiente el universo. Nunca lo es. Mientras caminaba hasta
la bicicleta para regresar, pensé:
– Soy un insensato, y parece ser una marca de la época. No
es que hable del mundo en toda su amplitud y las situaciones
que le plantea a los humanos porque sería presuntuoso y des-

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Noches a mano armada

honesto, sino de mi propia época y paso por este lado del lugar
llamado “el espacio tiempo que me tocó vivir”. Para los demás,
trato de comportarme de manera en la que no se me observe
demasiado. Trato de que mis movimientos sean medidos. ¿Para
qué generar impaciencias innecesarias y tener a las miradas so-
bre mí y el dedo señalando? Todo lo que se logra siendo insensa-
to es que a uno lo miren con cara de “perdonavidas”, y como si
estuvieran palmeándole la espalda diciendo “ey, nene, ¿no estas
grande para eso?”. Hay que ahorrarse esos momentos. Y aunque
creo que si alguien no tuvo nunca algunos retazos de insensatez
realmente nunca estuvo vivo, no hay que dar el brazo a torcer.
Vestirse con las mejores ropas y pedir la opinión acerca de la
imagen que proyectamos. Dejar que se dicten juicios de valor
acerca de nosotros, que la vara sea creada por otros. Una buena
manera de hacer esto práctico es dar alegría y comodidad al pró-
jimo. Y así. Pero, siendo brutalmente franco, para mí mismo,
para mi interior y espíritu, eso me importa muy poco y creo que
el verdadero gusto esta en hacer que gusten de uno y al mismo
tiempo correr hasta enloquecer. Pero, ¿qué ocurre con los que
no somos seductores, los que no tenemos el toque, los que deja-
mos de pedir una tregua porque hay una guerra en marcha, que
es una guerra que no existe, no porque realmente no exista, sino
porque no puede probarse? Estos especímenes nos dedicamos a
tener encuentros imposibles e indeseables, o todo lo contrario,
a dejarnos hallar por incertidumbres. Ilusos de los despojos del
mundo que son el combustible de funcionamiento de los juegos
de la locura, y bien sabemos que la locura no juega.”

Tomé la bicicleta. Dejé de escuchar ruidos humanos y me-


cánicos. Miré hacia atrás y la casa rodante había desaparecido.
Aún antes de irme, el último movimiento y no, el vaso que vi
arrojar al poeta griego tampoco estaba. Monté la bicicleta.

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en Modelo para Armar
en el mes de noviembre de 2017
Luis Sáenz Peña 647 − C. A. B. A.
Buenos Aires − Argentina

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