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Me llamo Manuel de Jesús Martínez. Como mucha gente buena que habita por
estos lares, vengo de una zona muy hermosa de este país condenado por la
malagente y el egoísmo: el campo. Mi tierra o mi finquita se llamaba (o se llama, si
es que el nuevo dueño no le ha cambiado el nombre) La Danta. Recuerdo que
había, sobre la verde tranquilidad de los potreros, animales inocentes que nos
daban de comer y beber, en tiempos donde uno ni siquiera pensaría en virar para
esta ciudad ingrata y llena de basura. Mis padres, campesinos de pura cepa,
provenían de unas tierras perdidas (ya olvidadas) del noroccidente del país; de
ellos heredé esta desgracia que llegó en forma de plomo y botas de cuero
estadounidense; también heredé el amor por la tierra, como adolescente que
descubre la zona húmeda.
Hombre, todo por esas tierras era tranquilidad y trabajo; cuando los pelaos
estaban empezando a crecer y a montar en burra (y a cogérselas), los días
terminaban idénticos a como empezaban: ordeñábamos los animales,
recolectábamos grandes troncos o pedazos de palo para cocinar y alejar a los
mosquitos; se iba en bestia a más de 40 minutos por agua: con unas tinas que
teníamos para la diligencia; los más pequeños, por las mañanas y bajo el
transcurso del sol, iban a cazar palomas, iguanas, conejos, hicoteas, con hondas
de caucho o cualquier invento que el campo permitiese… los más grandes
salíamos por las noches, escopeta y camándula en mano, a cazar venados,
ponches y animales más grandes: ¡hasta babillas a veces! Tocaba ir al pueblo a
buscar el mercado. Allá uno encontraba arroz, aliños, melaza para los animales,
panela de la buena, lentejas y fríjoles (que por esas tierras se come mucho);
pólvora para armar los cartuchos, las mangueras para las hondas de los pelaos, y
lo que necesitaban las mujeres.
Recuerdo mucho el día que nos visitó la carajita esta, la flaca Jazmín –cuando uno
sólo espera la visita de la noche, cualquiera que llega se congela en la nevera del
recuerdo. Venía camuflada con ayudas del Gobierno; ayudas que eran más que
todo (al final comprendimos gracias a ella) formas de jodernos la vida, la tierra y
los animales; pero ella era distinta de lo que traía: la muchacha era buena gente,
tenía chispa y era amable con los pelao’s. Una cachaca amable, para qué le voy a
decir mentiras. Ella fue la que nos contó la verdad sobre las andanzas del Estado
y sus administradores en la región (todo esto nos parecía medio rarongo, por
supuesto); nos decía, por ejemplo, sobre cómo trataban de esterilizar a las
señoras de las fincas de por aquí, con comida que mandaban los monos, dizque
bajo programas de ayuda humanitaria; toda la comida que llegaba al campo, en su
mayoría, estaba envenenada. Después supimos que no trabajaba con el Estado (o
para sus intereses), como nos había hecho creer; la habían mandado dizque de
Bogotá o alguna parte del Interior, para que hiciera trabajo en el frente de masas
agrario… nunca le entendí bien el cuento; lo cierto era que la pelada hablaba
sobre historia del país con un manejo que daba miedo; nos hablaba de estadios
de la historia, de economía política, de reformas y vainas; la que más me gustó, de
esas tantas reformas que habló, a parte de la de Lutero (como buen católico no
estoy de acuerdo con la avaricia y el despilfarro), fue la Reforma Agraria: eso de
dividir la tierra para que todos los pobres campesinos la trabajen me parece una
idea del carajo. Oiga, viéndolo bien, eso ayudaría a este país como un verraco…
Otra cosa que nos mostró cuando la disfrutamos, fue lo de la Urea. Cosa mala
para la tierra si se usa en exceso, tóxica como el verraco; ni el golero se la come.
Nosotros, que habíamos usado siempre para abonar las tierritas, desperdicios y
materia orgánica, no sabíamos usar esa vaina y tuvimos que cambiarnos,
obligados prácticamente por los programas de ayuda agrícola; desde que usamos
esa porquería las tierras no son lo mismo: se secan las maticas, la maleza de los
animales y todo se va muriendo. Hay que hacer como decía don Eusebio: la
tierrita, con calmita... Pero bueno, con el cuentecito ese del “progreso”, que atrasa
más a los pobres, quieren destruir las tierras para dejarlas aptas para el carbón y
el monocultivo de palma. La flaca Jazmín nos ayudó mucho. Muchísimo. Hasta
que el tal “Tigre” ese, un man medio paisa, con la cara llena de espinillas rosadas,
que era como el jefe de los paraguayos por acá, se enamoró de ella (y de todos
nosotros) y empezó a mandar a averiguar. El man no quería que la pelada nos
ayudase, que nos diera consejos sobre la tierra y los cultivos; aunque nosotros
éramos los que terminábamos, en últimas, dándole clases sobre cómo cuidar la
tierra. Terminó matándola porque se había enterado que era roja y porque no le
paró ni así de bolas– señala la puntita del dedo índice con el pulgar.
El primer día que vimos al Tigre se presentó de esta forma (recuerdo tanto porque
ese día llovió de forma que parecía que se fuera a acabar el agua del cielo): llegó
empapado, con ocho hombres en armas y dijo sobre la luz de una lámpara de
petróleo, con voz filosa: “buenas tardes, me llamo Jorge Castaño, llegaron los
paracos y de ahora en adelante se hace lo que nosotros digamos. O habrá plomo
pa’l que no acate las órdenes de mi Comandante Cincuenta”. Imagínese la cara de
susto de todos en medio de tremendo aguacero. Los ojos de la gente temblaban
independientes del cuerpo y, la luz opaca de la lámpara, los delataba mientras el
Tigre, felino, veía. Nosotros habíamos escuchado hacía algún tiempo largo de
pájaros, de chulavitas… conocíamos de todo eso, pero no tan de cerca, como
teníamos a los paraguayos en ese momento. Luego Tigre prosiguió: “sabemos
que hay entre los pigüas de acá un informante de la guerrilla; la finca de al lado ya
nos contó la verdad.” ¡Pura paja y mierda! ¿Qué informante de la guerrilla iba a
haber si esa gente se metió fue después? Todo fue un teatro (y bien montado) pa’
darnos plomo descaradamente y sacarnos del monte: pa’ dejarle el camino libre a
las mineras y a los latifundistas.
Jazmín se marchó por un tiempo. Había vuelto a Bogotá antes de que la masacre
empezara; nos había contado sobre que a esas tierras llegarían empresas
interesadas en las riquezas que había debajo, que negociáramos bien, porque de
momento era eso o plomo. Le hicimos poco caso con lo último; nos gustó más la
idea de negociar y vender a buen precio las tierras (si es que era obligatorio), pero
ni tiempo de negociar nos dieron. Lastimosamente la flaca regresó cuando se
empezaba a recrudecer la matazón; ya el Tigre se paseaba por las tierras como
amo y señor, coqueteándole a todas las mujeres de la zona y, de forma especial, a
Jazmín. Hasta que un día le encontró unos papeles que no debía encontrar. Eran
unos papeles rojos, con estrellas amarillas y letras fuertes; cuando ese hombre vio
esa vaina se puso como loco, alterado, como si los papeles que tenía en sus
manos las quemasen. “Yo sabía, yo sabía, yo sabía”, repetía el Tigre, que se
movía de un lado a otro, como uno verdadero en una jaula cirquera. La flaca no
dijo una sola palabra, ni cuando se la llevaron a la fuerza en una burbuja blanca. A
todas las camionetas de esa gente les decían, individualmente, la última lágrima.
Cuando vi que habían matado al señor Eusebio mandé a los pelaitos con su
mamá pa’ la vereda El Racimal, diciéndoles que huyeran de esta vaina; si no es
por eso me los matan también…