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Abrí los ojos y sólo vi lo blanco del techo y cómo la luz que lograba entrar por la ventana, trazaba

una delgada línea, más brillante que cualquier cosa en esa habitación.

Lo había hecho otra vez.

No quise ver mis manos, tenía miedo porque sólo serían la confirmación de aquello que ya sabía,
pero igual las sentía, pesadas, halando, llamándome. Tirando de mis ojos hacia ellas.

Pero no quería hacerlo.

Me siento en la cama, y miro a la ropa que había usado la noche anterior. Sin rastro o marca
alguna. Limpias, sobre la silla verde que adornaba la esquina de aquel triste cuarto.

El control que tenía sobre mí era escaso.

Casi miro mis manos. Peor aún, casi me miro al espejo. Pero sí me sentía. Sí sentía mi apariencia,
totalmente acorde a aquello que sentía en el interior.

Entonces no pude más.

Mis manos blancas, contrarias a mis ropas oscuras. Mis ojos hinchados, los labios secos y azules.
Me vi, a mí misma, luego en el espejo. Pero ya lo sabía.

La había matado.

Recuerdo vívidamente cómo se sentía el cabello en las manos, cómo se elevaban las lágrimas al
salir. Cómo gritaban mis pulmones por el aire inexistente.

Pero no parecía doler.

El cabello trenzado lo deshice, y me limpiaba el rostro enrojecido por la tristeza. Ya se acercaba la


hora. Como siempre lo hacía.

Casi no dolía, ya por la costumbre.

Mis pasos automáticos me llevaban de la tierra húmeda, al agua imperturbable. Mis manos aún
temblaban por el frío, parecían olvidar lo que se sentía.

Fue ahí cuando la vida se me escapó. El último aliento salió, cálido.

El frío llegó hasta lo más profundo de mi cuerpo vacío, y mis ojos se cerraron, para siempre. O así
soñaba yo, hasta que despertaba al día siguiente, en mi cama, con miedo a ver mis manos, con
miedo a verme en el espejo.

Morí.

Andrea Medina.

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