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La crítica kantiana II: crítica al argumento cosmológico

La pretensión de extraer de una idea puramente arbitraria la existencia del objeto correspondiente a
esa misma idea ha sido algo totalmente antinatural, una simple innovación del ingenio académico.
En realidad, nunca se habría producido tal intento si nuestra razón no hubiese previamente
experimentado, por una parte, la exigencia de asumir algo necesario (en lo que poder detenerse en
su ascenso) como base de la existencia en general y si, por otra, no se hubiera visto obligada,
teniendo en cuenta que esa necesidad tiene que ser incondicionada y cierta a priori, a buscar un
concepto que cumpliera en lo posible estos requisitos y que nos permitiera, totalmente a priori,
conocer una existencia. Se creyó encontrar tal concepto en la idea del ser realísimo y, así, ésta fue
empleada tan sólo con vistas al conocimiento más específico de aquello —es decir, del ser necesario
— de la necesidad de cuya existencia se estaba ya convencido o persuadido por otras razones. Esta
manera natural de proceder de la razón fue, sin embargo, ocultada y, en vez de terminar por este
concepto, se intentó empezar por él para derivar del mismo la necesidad de la existencia, a pesar de
que estaba destinado tan sólo a servir de complemento a tal existencia. De ahí surgió la desdichada
prueba ontológica, que ni satisface al entendimiento natural y sano ni resiste un examen riguroso.
La prueba cosmológica, que vamos a examinar ahora, conserva el lazo entre la necesidad absoluta y
la realidad suprema, pero, en lugar de inferir la necesidad de la existencia a partir de la realidad
suprema, como hacía la prueba anterior, infiere, a partir de la incondicionada necesidad,
previamente dada, de un ser, la realidad ilimitada del mismo. En este sentido, la prueba sigue una
vía de argumentación, no sé si racional o sofística, pero al menos natural. Esta vía conlleva la mayor
convicción, no sólo para el entendimiento común, sino incluso para el especulativo, al tiempo que
traza visiblemente las primeras líneas básicas de todas las demostraciones de la teología natural,
líneas que siempre se han seguido y se seguirán en el futuro, por muy frondosos que sean los
adornos que las engalanen o disimulen. Vamos a exponer ahora y someter a examen esta prueba que
Leibniz denominó también a contingentia mundi.
El argumento es el siguiente: si algo existe, tiene que existir también un ser absolutamente
necesario. Ahora bien, existo al menos yo. Por consiguiente, existe un ser absolutamente necesario.
La menor contiene una experiencia. La mayor infiere la existencia de lo necesario a partir de una
experiencia en general. Así, pues, la prueba arranca de la experiencia y no procede, por tanto,
enteramente a priori u ontológicamente; si recibe el nombre de cosmológica, se debe a que el objeto
de toda posible experiencia se llama mundo. La demostración prescinde también de todas las
especiales propiedades de los objetos empíricos mediante las cuales puede distinguirse este mundo
de cualquier otro posible. Por ello se diferencia esta prueba, en su misma denominación, del

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argumento físico-teológico, el cual necesita apoyarse en observaciones sobre la especial naturaleza
de nuestro mundo sensible.
La prueba deduce, además, que el ser necesario sólo puede ser determinado de un modo, es decir,
que de entre todos los posibles pares de predicados contrapuestos sólo puede serlo por uno.
Consiguientemente, el ser necesario tiene que estar completamente determinado por su concepto.
Ahora bien, el único concepto que puede a priori determinar completamente la cosa de la que es
A606 B634concepto es el del ens realissimum. Este concepto es, pues, el único por medio del cual
puede concebirse un ser necesario; es decir, existe necesariamente un ser supremo.
Son tantos los principios sofísticos que se reúnen en este argumento cosmológico, que la razón
especulativa parece haber desplegado todo su arte dialéctico para producir la mayor ilusión
trascendental posible. Vamos a dejar de lado por un momento su examen con el fin de mostrar un
artificio mediante el cual la razón especulativa disfraza un viejo argumento y lo presenta como
nuevo, recurriendo al refrendo de los testimonios, uno de razón pura y el otro con certificado
empírico, ya que en realidad es sólo el primero el que cambia de traje y de voz con vistas a que se lo
tome por otro. Para poner bien a salvo su fundamento, esta prueba se basa en la experiencia, lo cual
le permite ofrecer de sí misma una imagen distinta del argumento ontológico, que pone toda su
confianza en meros conceptos puros a priori. Pero la demostración cosmológica no se sirve de esta
experiencia más que para un único paso, el requerido para llegar a un ser necesario. Sobre cuáles
sean las propiedades de éste, el argumento empírico no puede informarnos, y la razón lo abandona
en este punto para investigar, sirviéndose de meros conceptos, qué propiedades debe poseer un ser
absolutamente necesario, es decir, cuál es entre todas las cosas posibles la que contiene en sí las
condiciones requeridas (requisita) para constituir una necesidad absoluta. La razón cree encontrar
tales requisitos única y exclusivamente en el concepto de un ser realísimo, concluyendo luego que
éste es el ser absolutamente necesario. Ahora bien, está claro que se presupone aquí que el concepto
de un ser de realidad suprema satisface plenamente el concepto de necesidad absoluta de la
existencia, es decir, que se puede inferir lo último de lo primero, lo cual constituye una proposición
sostenida por el argumento ontológico. Éste es, pues, a pesar de que se pretendía eludirlo, asumido
y tomado como base en la demostración cosmológica, ya que la necesidad absoluta es una
existencia extraída de meros conceptos. Si digo que el concepto del ens realissimum es un concepto
que conviene y se adecúa, él y sólo él, a la existencia necesaria, entonces tengo que admitir también
que tal existencia puede ser inferida de él. Toda la fuerza demostrativa contenida en el llamado
argumento cosmológico no consiste, pues, en otra cosa que en el argumento ontológico, construido
con meros conceptos; la supuesta experiencia es superflua; tal vez puede conducirnos al concepto
de necesidad absoluta, pero no demostrar tal necesidad en una cosa determinada. En efecto, tan

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pronto como pretendemos hacerlo, nos vemos obligados a abandonar toda experiencia y a buscar
entre los conceptos puros cuál de ellos contiene las condiciones de posibilidad de un ser
absolutamente necesario. Si de este modo se comprende simplemente que un ser semejante es
posible, queda también demostrada su existencia, ya que ello equivale a decir que entre todos los
posibles hay uno que implica necesidad absoluta, es decir, que este ser existe con absoluta
necesidad.
El modo más fácil de ver todas las falacias de una deducción consiste en exponerlas en forma
silogística. He aquí tal exposición.
Si la proposición que afirma que todo ser absolutamente necesario es, a la vez, el ser realísimo (lo
cual constituye el nervus probandi de la prueba cosmológica) es correcta, tiene que ser convertible,
como todos los juicios afirmativos, al menos per accidens. Consiguientemente, tenemos: algunos
seres realísimos son, a la vez, seres necesarios.
Ahora bien, un ens realissimum no se distingue en nada de otro, y lo que es aplicable a algunos de
los contenidos en este concepto es también aplicable a todos. Por consiguiente, puedo (en este caso)
también convertir la proposición simpliciter, con lo cual tendremos: todo ser realísimo es un ser
necesario. Ahora bien, como esta última proposición sólo está determinada por sus conceptos a
priori, el simple concepto de ser realísimo tiene que implicar ya la necesidad absoluta de ese
mismoser, que es precisamente lo que el argumento ontológico sostenía y lo que el cosmológico no
quería admitir, a pesar de que el primero subyacía solapadamente a las conclusiones del segundo.
Así, pues, el segundo camino tomado por la razón especulativa para demostrar la existencia del ser
supremo no sólo es tan falaz como el primero, sino que, encima, incurre en una ignoratio elenchi,
puesto que nos promete conducirnos por un sendero nuevo y nos devuelve, tras un pequeño rodeo,
al mismo de antes, al que habíamos abandonado por su causa. He dicho antes, que en este
argumento cosmológico se esconde todo un nido de presunciones dialécticas que la crítica
trascendental puede desvelar y destruir. Me limitaré ahora a señalarlas y a dejar al lector ya
ejercitado la tarea de seguir investigando y refutando los pseudoprincipios.
En el argumento encontramos, por ejemplo:
1) el principio trascendental consistente en inferir que lo contingente posee una causa, principio que
sólo tiene aplicación en el mundo sensible y que carece incluso de sentido fuera de él. En efecto, el
mero concepto intelectual de lo contingente es incapaz de originar una proposición sintética como la
de la causalidad; el principio de causalidad sólo tiene valor y criterio de aplicación en el mundo de
los sentidos. Sin embargo, en este argumento se pretende que sirva precisamente para rebasar ese
mismo mundo;

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2) la inferencia de una primera causa a partir de la imposibilidad de una serie infinita de causas
dadas, subordinadas unas a otras, en el mundo sensible, cosa que los principios del uso de la razón
no nos permiten en la misma experiencia; menos aún podemos extender este principio más allá de
ella (a donde no puede llegar la cadena);
3) la falsa autosatisfacción de la razón con respecto a la completad de la serie; tal satisfacción es
obtenida eliminando, finalmente, todas aquellas condiciones sin las cuales ningún concepto de
necesidad puede tener lugar; como entonces no puede entenderse ya nada más, se toma tal
eliminación como completud del concepto;
4) la confusión de la posibilidad lógica del concepto de toda la realidad junta (sin contradicción
interna) con la posibilidad trascendental; ésta última requiere un principio que establezca la
factibilidad de semejante síntesis, pero tal principio sólo puede, a su vez, referirse al campo de las
experiencias posibles; etc.
El artilugio de la demostración cosmológica tiene como único objetivo eludir el probar a priori,
mediante simples conceptos, la existencia de un ser necesario; tal prueba tendría que proceder a la
manera del argumento ontológico, y nosotros nos sentimos incapaces totalmente de llevarla a feliz
término. Con este fin, inferimos de un ser real (una experiencia en general) que nos sirve de base
alguna condición absolutamente necesaria y lo hacemos de la mejor manera posible. De esta forma,
no tenemos necesidad de explicar la posibilidad de tal condición. En efecto, una vez demostrado
que existe, es completamente superfluo preguntar por su posibilidad. Ahora bien, si queremos
determinar más detalladamente ese ser necesario en lo que a su naturaleza se refiere, no buscaremos
lo que es suficiente para comprender la necesidad de la existencia de ese ser partiendo de su simple
concepto, ya que, si pudiéramos hacerlo, no necesitaríamos suposición empírica ninguna. No,
buscamos tan sólo la condición negativa (conditio sine qua non) a falta de la cual un ser no sería
absolutamente necesario. En cualquier otro tipo de silogismos sería correcto el ir desde un efecto
dado a su causa. En nuestro caso, en cambio, tenemos la desgracia de que la condición que hace
falta para la necesidad absoluta sólo puede encontrarse en un único ser que debería, por tanto,
contener en su concepto todo cuanto se requiere para la necesidad absoluta y que hace así posible
que podamos inferirla a priori. Es decir, deberíamos poder invertir la conclusión afirmando:
cualquier cosa a la que convenga este concepto (de la realidad suprema) es absolutamente necesaria.
Si no puedo hacer esta inferencia (como tengo efectivamente que admitir si quiero evitar el
argumento ontológico), entonces he fracasado también en el nuevo camino y me encuentro, una vez
más, en el punto del que había partido. El concepto de ser supremo satisface todas las cuestiones a
priori relativas a las determinaciones internas de una cosa y constituye también, por ello mismo, un
ideal sin par, ya que un concepto que es universal designa, a la vez, tal ideal como un individuo

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entre todas las cosas posibles. Lo que no satisface, en cambio, es la cuestión relativa a su propia
existencia, que es precisamente lo único de lo que se trataba, y si alguien que hubiese admitido la
existencia de un ser necesario quisiera simplemente saber cuál es entre todas las cosas la que debe
ser considerada como tal ser, no podríamos responderle: éste es el ser necesario.
Con el fin de facilitar a la razón la unidad de los fundamentos explicativos que ella busca, podemos
ciertamente suponer como causa de todos los efectos posibles la existencia de un ser de suficiencia
suprema. Pero el permitirnos la libertad de decir que ese ser existe necesariamente deja de ser la
modesta afirmación de una hipótesis legítima para convertirse en la osada arrogancia de una certeza
apodíctica. En efecto, el conocimiento de lo que se presume conocer como absolutamente necesario
tiene que implicar, a su vez, absoluta necesidad.
Todo el problema del ideal trascendental se reduce a encontrar, o bien un concepto que convenga a
la necesidad absoluta, o bien una necesidad absoluta que convenga al concepto de una cosa
cualquiera. Si una de ambas cosas es factible, tiene que serlo también la otra, ya que la razón sólo
reconoce como absolutamente necesario aquello que es necesario por su propio concepto. Ahora
bien, las dos cosas sobrepasan por entero cualquier esfuerzo, por grande que sea, que pretenda dar
satisfacción al entendimiento sobre este punto, e incluso cualquier tentativa para tranquilizarlo en
relación con tal incapacidad suya. La incondicionada necesidad que nos hace falta de modo tan
indispensable como último apoyo de todas las cosas constituye el verdadero abismo para la razón
humana. La misma eternidad está muy lejos, a pesar de la terrible sublimidad con que la describe
Haller, de producir en nuestro ánimo tanta impresión de vértigo. En efecto, la eternidad se limita a
medir la duración de las cosas, pero no las sostiene. No podemos ni evitar ni soportar el
pensamiento de que un ser que nos representamos como el supremo entre todos los posibles se diga
a sí mismo en cierto modo:
—Existo de eternidad a eternidad; nada hay fuera de mí, excepto lo que es algo por voluntad mía,
pero ¿de dónde procedo yo?
Aquí no encontramos suelo firme; la mayor perfección, así como la más pequeña, flota en el aire sin
apoyo ninguno frente a la razón especulativa, a la que nada cuesta hacer desaparecer, sin el menor
obstáculo, tanto una como otra.
Muchas fuerzas de la naturaleza que revelan su existencia a través de ciertos efectos permanecen
inescrutables para nosotros, ya que no podemos observarlas hasta donde sería preciso. El objeto
trascendental que sirve de base a los fenómenos, así como la razón de que nuestra sensibilidad esté
sometida a tales condiciones supremas, en lugar de estarlo a otras, son y permanecen para nosotros
inescrutables; aunque la cosa misma esté dada, no es comprendida. No puede, en cambio, decirse
que un ideal de la razón pura sea inescrutable, ya que el único certificado que puede presentar para

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acreditar su realidad es la necesidad que la misma razón siente de servirse de él para completar toda
unidad sintética. Teniendo, pues, en cuenta que el ideal no está dado ni siquiera como objeto
pensable, tampoco es inescrutable en calidad de tal. Al contrario, como mera idea, tiene que hallar
su sede y su solución en la naturaleza de la razón y, consiguientemente, ha de ser susceptible de
investigación. En efecto la razón consiste precisamente en la capacidad de dar cuenta de todos
nuestros conceptos, opiniones y afirmaciones, sea desde bases objetivas, sea —en el caso de que
constituyan una mera ilusión— apoyándonos en fundamentos subjetivos. (Crítica de la razón pura,
A603-614, B631-642).

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