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¿Quién o quiénes escribieron la Biblia?

Diácono Orlando Fernández Guerra

Esta es una pregunta un tanto difícil de responder. Sobre todo si lo que se pretende es
una respuesta categórica. Algo, no obstante, puede decirse del proceso seguido. Los libros
bíblicos se compusieron, más o menos, de la siguiente manera: los acontecimientos
históricos que el pueblo de Dios iba viviendo, eran interpretados a la luz de su fe y
transmitidos de generación en generación de manera oral. En algún momento comenzó a
escribirse algunas breves historias, que luego alguien recopilaba, y redactaba con ella uno o
varios libros.
En esta tarea redaccional intervenían: Dios, que era quien inspiraba el proceso y los
escritores humanos, que inspirados, los escribían. Esto llevó mucho tiempo. A veces, siglos.
Los autores no eran ni científicos, ni historiadores, ni biógrafos. Sino hombres de fe,
miembros de una comunidad de creyentes, pero dóciles al Espíritu de Dios.
Fueron muchos los que participaron en la composición de estos libros. A veces un
mismo libro es fruto de varios autores a la vez, porque la obra al ser propiedad de una
comunidad, se iba retocando con el tiempo. Todos se sentían responsables de ella, y por
tanto, actualizaban esta Palabra que sabían viva y eficaz. Unas pocas veces aparece el
nombre de algún autor. Otras, la tradición los ha atribuido a un personaje importante que se
supone en el origen de este proceso. En otras ocasiones desconocemos totalmente quién
pudo ser el autor humano. Pero eso no es un problema, porque en esos casos también
reconocemos la voz de Dios dirigida a su pueblo. Y esto es lo más importante.
Es bueno saber que los creyentes de aquellos tiempos no reclamaban la autoría de un
libro como se hace hoy, sino que participar en la composición de un texto era servir con gran
honor a Dios y a su comunidad de fe; porque era ella la destinataria de la obra inspirada. Por
esta razón algunos usaban seudónimos. Otros, en cambio, lo ponían bajo la autoridad de un
personaje famoso o con fama de santidad (Moisés, David, Salomón, etc.); y otros,
permanecieron en el anonimato total. Eran conscientes de que su persona no era para nada
importante. Lo era el contenido de la obra: La Palabra de Dios.
Hay muchos ejemplos de esto. El Pentateuco se le atribuye a Moisés, aunque en él se
cuente la muerte del líder, el funeral que se le hizo, y como su sucesor conquistó la tierra
prometida. Al Rey David se le atribuyen los Salmos. A Salomón se le menciona como autor
de Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, etc. En cuanto al Nuevo Testamento hoy se sabe
que no todas las cartas que forman el epistolario paulino fuero escrita por el Apóstol. De la
carta a los Hebreos no tenemos la menor idea de quien fue su autor. Aunque algunos
quieren atribuirla a Apolo. Por otra parte, tenemos libros cuyo autor está claramente indicado.
Por ejemplo, las cartas de san Juan o san Pedro.
Lo más importante para nosotros es que todos y cada uno de los libros, tanto del
Antiguo como del Nuevo Testamento, son Palabra de Dios. Que dirigida a los creyentes de
cada tiempo y lugar, a través de muchos autores humanos, nos transmiten su voluntad de
salvarnos. ¡Porque Dios es amor! No hay razón que colme más nuestro corazón de fe y
esperanza que esta. Por eso, es totalmente intrascendente saber si fue este o aquel otro
quien comenzó o terminó la obra.
¡El gran milagro es que la tenemos! Y todo lo que tenemos que hacer para recibir su
gracia, y un sostenido crecimiento espiritual, es leerla diariamente. Amarla y venerarla como
amamos y veneramos el cuerpo de nuestro Señor, porque a través de su lectura le
encontramos realmente presente y actuante en nuestra vida. Y, por supuesto, que la
vivamos. La Biblia no fue escrita para entretenernos, sino para que leyéndola nos
convirtamos cada día más en esa misma Palabra hecha vida concreta.

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