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El malestar en la mirada.

El arte y las dispersiones pos-sublimes de lo visible


Aldo Ternavasio

1. La mirada en las cosas. (Variaciones fenomenológicas sobre un tema de Lacan(1))

El talentoso teórico brasileño de las artes electrónicas, Arlindo Machado, denominó como cuarto
iconoclasmo al torrente de desconfianza que parece brotar de cada novedad tecnológica. Este reparo
ante la imagen tiene un antiquísimo y refinado árbol genealógico. Sin embargo, un fenómeno
relativamente nuevo parece haberse sumado. El éxito de producciones cinematográficas como "Vanilla
Sky" (remake de "Abre los ojos" del español Amenábar) o "The Matrix" sugiere que la amenaza
comienza a desplazarse de la imagen hacia la mirada, como si ésta, desde dentro de nosotros, nos
sumergiese en una alucinación indiscernible. Por su parte, las ciencias humanas (y las otras) también
se ven afectadas por la misma incomodidad. Para rastrear cómo registran esta situación las artes
visuales, será conveniente discutir y proponer algunas ideas en relación a la mirada.
Definir el proceso que denominamos mirada seguramente resulta más complejo de lo que nos puede
parecer a primera vista. Sin embargo, lo que sí nos resulta evidente desde un principio, es que para que
haya mirada tiene que haber un sujeto de la visión, alguien que mire. Tendemos a poner la mirada del
lado del sujeto incluso aunque no podamos precisar qué parte del él es la que mira. Un viejo axioma
popular dice "los ojos son ciegos, es la gente la que ve". En él, ya hay una clara intuición que distingue
los ojos de la mirada y la sitúa a ésta en algún lugar que, de cualquier manera, se mantiene
indeterminado.

Para designar el proceso del Ver usamos dos palabras: mirada y visión. No resulta fácil delimitar el
sentido y la lógica de funcionamiento de ambas. No podemos considerarlas sinónimas y tampoco
podemos simplemente "aclarar" el punto, reglamentando sus usos de tal forma que no se produzcan
paradojas o contrasentidos.

Por lo tanto, podríamos prever que la brecha que separa (ambiguamente) el campo semántico de
"mirada" y de "visión" se extienda hasta (o provenga de) el propio sujeto del Ver, del mirante que
intenta captarse a sí mismo mirando.

La ambigüedad de este desdoblamiento radica en el hecho de que mirar siempre implica ser sujeto y
objeto de la propia mirada. No sólo percibimos estímulos, también percibimos que estamos
percibiendo un estímulo.

No se trata de que exista un punto más profundo desde donde nos podemos mirar a nosotros mismo
mirando, sino todo lo contrario, lo que ocurre es que la mirada siempre produce un descentramiento
del que mira, colocándolo a una distancia objetiva de su mirada. Esta distancia objetiva que descentra
la mirada desplazándola afuera del lugar desde donde se mira, no supone la existencia de ningún punto
no subjetivo desde el cual el sujeto pueda mirar las cosas como realmente son. Lo que nos indica esta
distancia objetiva, es que no toda la mirada queda dentro de él (del sujeto) sino que hay algo de ella
que queda afuera.

Pero si hay algo objetivo en el interior del sujeto, no debería sorprendernos que también haya algo
subjetivo en el interior (o lo que percibimos como tal) del objeto. Es una idea ampliamente aceptada
(por lo menos desde hace un par de siglos) que el objeto no existe simplemente dado a la percepción,
sino que es ella la que lo construye al percibirlo. Lo que podemos advertir con esto, es que parte de la
percepción que construye al objeto se queda en él, que el objeto es desde un principio un resto de
nuestra propia percepción que se ha objetivado. De este modo, es conveniente que reordenemos la
relación sujeto-objeto en la que enmarcamos la mirada. Si tenemos en cuenta esto, es posible que la
extraña confesión que escribía Paul Klee en su diario, "ahora los objetos me perciben", que tanta
excitación desató en Paul Virilio(2) , nos deje de parecer tan extraña. Incluso podríamos preguntarnos
si el "me perciben" no era un eufemismo de "me miran".

Ciertamente, los objetos nos miran.

Y este hecho también es sugerido por la expresión "tal cosa me llama la atención". En este caso, es la
cosa la que asume la actividad, mientras que la atención se mantiene pasiva. Es como si el objeto ya
supiera que nosotros no sabemos que hay algo en él que nos va a interesar; como si conociese nuestros
intereses y nuestra ignorancia y nos llamara a que los hallemos en él.

Cuando algo nos llama la atención, es cuando súbitamente sentimos que nos devuelve la mirada. En
ese momento, podemos estar seguros de que somos nosotros los que hemos sido colocados en la
posición de observados: en cuanto algo llama nuestra atención nuestra verdad secreta (incluso para
nosotros mismos), la verdad de nuestros deseos queda afuera, a la vista de cualquiera que pueda
percibir que esa cosa nos ha llamado la atención.

Los objetos nos miran y al mismo tiempo es la mirada la que deviene objeto. En cierta forma, es la
mirada la que se interpone entre quien mira y la realidad que intenta mirar arrojando un cono de
sombra o, mejor dicho, sustrayendo un bocado de visibilidad, de tal manera que no sólo deja un
agujero en la imagen sino que nos impide percibirlo.

Lo que está en juego en todo esto no es una absurda obsesión por mistificar algo tan elemental como es
el hecho de ver, algo que, de cualquier modo, no hay por qué presuponer simple y autotransparente. El
problema no es si en verdad las cosas nos miran. El punto insoslayable es que para entender la lógica
de algunos fenómenos de la subjetividad nos vemos obligados a situarnos en una realidad en la que los
objetos sí nos miran. Sólo en un universo con esas leyes, fenómenos como los del arte se tornan
inteligibles.

De hecho, los objetos artísticos son los únicos consagrados exclusivamente a la mirada, pero no para
ser vistos sino para mirarnos. No es tanto la posición en que colocamos a la obra, el intervalo que
interponemos entre ella y cualquier otro objeto (intervalo de por sí revelador), sino la posición en que
nos ponemos nosotros como espectadores: nos hacemos ver mientras estamos mirando, exhibimos
nuestra mirada.

Si responder con la vista cuando algo nos llamaba la atención, hacía que nuestro deseo se invierta
como un guante, dejando su intimidad hacia afuera y expuesta a la mirada, debemos reconocer que el
arte es la ocasión privilegiada para consentir ese desdoblamiento. Lo único que se puede hacer cuando
se está frente a una obra es disponerse a ese desdoblamiento y es sólo frente a la obra donde se obtiene
el consentimiento social para mirar descaradamente, o, lo que es lo mismo, para ofrecernos como puro
objeto de la mirada. La obra no es más que la pantalla que oculta la secreta operación de la mirada que
se monta detrás de ella. Es la fachada que se erige para que el ojo se mantenga lejos de la flagrante
evidencia de la mirada que, desde la obra, retorna al espectador haciéndolo su objeto.

Por lo tanto, sólo hay arte si una obra es capaz de devolvernos la mirada sin que el ojo se entere. Esto
nos permite sostener la mirada, sostenernos como su objeto sin que se desgarre nuestra consistencia de
sujetos. Y es justamente esto lo que no podemos hacer con el resto de los objetos. Vasta con
imaginarse qué ocurriría si la súbita contemplación de un objeto cualquiera, digamos una pava por
ejemplo, nos empujara a observarla como a una obra de arte, y si de esa contemplación nos surgieran
profundos sentimientos o misteriosas revelaciones de alguna sutil verdad. Sin lugar a dudas,
sentiríamos que hay algo en nosotros que no marcha bien.
Por otro lado, también es cierto que hay objetos que tienen el poder de evocarnos recuerdos o de
presentificarnos determinados sentimientos, pero en este caso, se trata de una contemplación íntima y
el hecho de ser descubiertos en esa situación suele resultar incómodo y hasta desagradable.
En síntesis, los objetos nos miran y somos capaces de experimentar esa mirada sólo con la condición
de que no tengamos una visión directa de ella.

La experiencia en la que un objeto nos devuelve la mirada es, por supuesto, sumamente ambigua. Por
un lado, marca la irrupción de un pliegue o punto de extrañeza en nuestra relación con la realidad. Es
como si de repente, parte de ella se agrumara y formara un coágulo que entorpeciera la normal (y sólo
aparente) transparencia de la percepción. Pero por otra parte, la realidad nos resulta real y nos produce
la sensación de estar inmersos en ella, sólo mientras las cosas que nos rodean están potencialmente en
condiciones de devolvernos la mirada. En cierta forma, nuestra relación con los objetos en general está
signada por algún grado de intersubjetividad. Hay ciertos estados de ánimo en que de golpe ese
circuito intersubjetivo con los objetos se ve momentáneamente interrumpido, produciendo una
sensación de desconexión hasta del lugar más familiar: súbitamente sentimos como si nos hubiésemos
vuelto invisibles y como si todo lo que estábamos viendo fuese una especie de representación o
proyección cinematográfica carente de realidad. En esa situación no hay nada que nos devuelva la
mirada.

Es por todo esto que, para detectar esta relación de inter-sub-objetividad, es necesario colocarla en el
registro de la mirada o, en términos generales de lo escópico: lo que está en juego es la apariencia de la
realidad, es decir, la forma en que la realidad surge y se muestra como tal.

Si aceptamos esta lógica de la mirada no es difícil imaginar porqué el arte funciona como una garantía
de que la realidad sigue en su lugar. El hecho de que el arte nos ofrezca cada tanto la oportunidad de
experimentar la existencia de la mirada, configura una especie de "ritual laico" que debería
asegurarnos la consistencia de todas nuestras otras experiencias no artísticas. De cualquier manera, lo
importante no es realizar tal ritual sino tener la certeza de que en algún lugar hay algo que se llama
arte, que allí se puede experimentar la existencia de la mirada y que siempre hay alguien que realiza
tal experiencia por nosotros. Son las instituciones, museos, galerías, universidades, curadores, críticos,
etc. los que están llamados a dar testimonio de la existencia de la mirada. Y lo dan. O, por lo menos,
eso creíamos.

Pero la sospecha que cae sobre la mirada, ¿no surgirá del hecho de que ya no se esconde en donde
solíamos esperar que se esconda? ¿no se tratará de que lentamente, los objetos están dejando de
mirarnos, que ya no nos devuelven la mirada? Y si ya no se esconde detrás de los objetos ¿dónde está
ahora? ¿Detrás nuestro? ¿Dentro nuestro? ¿O simplemente ha desaparecido dejando esa extraña
sensación de presencia que experimentan quienes han perdido algún miembro de su cuerpo, esa
sensación que se conoce como la del miembro fantasma?

Si el arte era la instancia en que podíamos sostener la mirada del objeto y, a la vez, hacernos visibles
como tales sin que se disperse nuestra (aparente) cohesión subjetiva ¿cómo registrará su ausencia, qué
ocurrirá con ella?

Para plantearnos este problema quizás sea mejor que nos aproximemos a él tangencialmente.

2. Desapariciones

Lo primero que habría que plantearse es qué formas históricas va asumiendo la mirada, o, para ser más
precisos, qué relaciones de mirada se construyeron en torno a los diferentes conflictos que
estructuraron históricamente el campo artístico. Y uno de los caminos posibles para plantearse este
problema es interrogarse sobre los diferentes lugares que se le otorgó a la organización material de las
obras de arte. En definitiva, interrogarse sobre cuáles fueron las grandes matrices estéticas y qué lógica
de la mirada suponía cada una.

Para esto, propongo seguir el desarrollo que plantea Jameson en un artículo destinado a discutir la
relación entre el Fin de la Historia y el Fin del arte (3). Este debate, que a mi juicio no sólo no se ha
agotado sino que quizás recién este comenzando (aún cuando la feroz obsolescencia que impone el
mercado académico ya lo dé por extinguido) queda fuera de los límites de este trabajo. Pero lo que sí
me interesa retener de él, es cómo el teórico norteamericano describe -a grandes rasgos- las inflexiones
que experimentan las artes y las narrativas estéticas desde la constitución del modernismo hasta la
irrupción de la posmodernidad.

Como es de esperar, el centro de esta descripción es la famosa predicción que hace Hegel en referencia
al fin del arte y su posterior sustitución por la filosofía. Efectivamente, el filósofo pensaba que el
Espíritu Absoluto en su autodespliegue histórico debía desalojar a las artes como las privilegiadas
mediadoras de la verdad: "Para nosotros -decía-, [el arte] ya no cuenta como el modo más noble en que
la verdad da forma a una existencia para sí" y por supuesto, para cubrir la noble bacante que dejan las
artes, para desarrollar la forma final de la conciencia para sí de la verdad, la humanidad ya contaba con
los medios indicados: la filosofía hegeliana, claro, y el estado prusiano.

Sin embargo, señala Jameson, pocas predicciones fueron tan desafortunadas. A la visión hegeliana le
siguió uno de los períodos más ricos en innovaciones artísticas en la historia de occidente -el
modernismo- y la crítica más lucida y radical al estado burgués como realización del telos occidental,
el marxismo.

¿Qué es entonces lo que percibió Hegel? Percibió el fin de una de las formas del arte, la que se
expresaba a través de la estética de lo bello: percibió el fin de lo bello como manifestación de lo
Absoluto. El problema es que no es la filosofía la que tomó la posta de las artes, sino que fueron ellas
mismas quienes reestructuraron su relación con aquel. Lo que siguió a la estética de lo Bello es la
estética de lo Sublime y la aparición de ella creó las condiciones para la emergencia del modernismo.
La esencia de éste, según Jameson, aspira a lo Sublime, aspiración "transestética" dice, dado que "en la
medida en que afirma sus pretenciones a lo Absoluto, cree que para ser arte, de algún modo, el arte
debe ser algo [que esté] más allá del arte".

Pero volvamos a la mirada. Si aceptamos este brevísimo razonamiento, podemos imaginar que este fin
de lo Bello debe estar asociado al fin de alguna forma de la mirada. No es éste, por razones de espacio,
el lugar para discutir la complejidad de la categoría de lo Bello, discusión que es mucho menos obvia
de lo que puede parecer. Pero sí es necesario que retengamos un matiz elemental de lo Bello pre-
modernista: éste, es una cualidad material y en acto del objeto o de la imagen o de la cosa en cuestión.
La belleza, aún cuando no podamos señalarla o explicarla en la experiencia concreta, aún cuando
permanezca oculta y se sustraiga a su contemplación directa, es una cualidad presente en la
manifestación sensible de una cosa. Un objeto es Bello porque participa materialmente de la Belleza.
Por lo tanto, junto a la estética de lo Bello podemos presuponer una mirada también oculta pero
presente en la organización material de la obra de arte o, al menos, resultante de ella.
Esta situación se va a modificar con el advenimiento de lo Sublime. Éste, tal como lo formula Kant,
encontrará con el Romanticismo su triunfo definitivo sobre lo Bello. En este caso, la experiencia
estética pasará a estar dominada por el sentimiento de lo Sublime que surge, según el filósofo de
Könisberg, del conflicto entre la imaginación y el entendimiento. Por ejemplo, nos es posible concebir
la idea del infinito pero no nos es posible representarlo. Sin embargo, lo que observa Kant es que la
capacidad de percibir el fracaso de la representación nos presenta o nos hace presente la
inconmensurabilidad de lo que se intentaba representar. De ahí la ambigüedad del sentimiento de lo
Sublime. Por un lado implica experimentar los límites de la percepción y la fragilidad del cuerpo y de
la existencia en general frente a los poderes de la naturaleza. Pero por otro lado, la capacidad del
entendimiento para comprender la dimensión de esas fuerzas ofrece un triunfo al hombre que le
permite elevarse por sobre su inexorable finitud.
Como resultará fácil de imaginar, en la estética de lo Sublime la mirada se va a retirar de la obra. Sin
embargo, la lógica de lo Sublime va a conservar su existencia en la medida en que acierta a señalar su
ausencia. La clave para entender esta fase de la mirada es no confundir ausencia con inexistencia. La
posición del espectador de lo Sublime sería esta: se que no hay ninguna mirada en lo que veo, pero
aún así puedo percibir que hay algo más allá de lo que veo que me devuelve la mirada. En cierta
forma, es posible afirmar que ahora, la mirada está detrás de la obra, pero que la brecha que se abre
entre la imaginación y el entendimiento permite que aún pueda seguir mirándonos.
Volvamos a Jameson. Así pues, lo Bello llega a su fin como la manifestación más noble de la verdad
para sí, pero la filosofía aún deberá esperar. En lugar de pasar a ser ella su más noble manifestación,
las artes sacan el as que se reservaban bajo la manga, giran hacia lo Sublime y, literalmente, dejan
pagando a la filosofía. Ésta, no sólo no obtiene el lugar que esperaba, sino que comienza a alejarse
cada vez más de él: varios filósofos poshegelianos se avocarán a erosionar los fundamentos de esa
pretensión. Tanto Marx como Nietzche significarán un duro golpe para el Hegelianismo. Sin embargo,
la última carta aún no se había jugado.

Un nuevo fin estaba a la espera de las artes: la posmodernidad. Con ella, son las artes las que
(aparentemente) renuncian a sus privilegiadas y nobles relaciones con la verdad.
La fase posmoderna tendrá dos consecuencias notables. Primero, el surgimiento de la Teoría, que
inundará prácticamente todos los espacios e intersticios de la actividad humana que pueda ser
reflexionado. En gran medida, sostiene Jameson, es el marxismo y su análisis de las superestructuras
culturales el que creó las condiciones para la aparición generalizada de la Teoría. Ésta, me gustaría
agregar, de alguna manera recoge el guante de lo Sublime en tanto que se consagra a teorizar -hasta
cierto punto- su propia nulidad. De hecho, mucho del pensamiento que después se conocerá como
posestructuralismo puede ser considerado -a pesar de las grandes confusiones al respecto- pensamiento
del límite: se trata de una Teoría de los límites de la teoría, de su incapacidad de representarse y
mantener bajo control su propias fronteras.

Por ejemplo, las nociones típicamente posestructurales de Texto e Intertextualidad aluden a una
imposibilidad fundante del conjunto de los signos en constituirse en una Totalidad presente para sí y
capaz de ser representada (y de auto-representarse) como tal. Podemos concebir el movimiento de la
differance pero no podemos representarlo: es la inexorable diseminación del sentido lo que nos señala
nuestra frágil impotencia para asir la infinita riqueza de la Vida y, a la vez, la que nos abre un acceso a
esa riqueza.

La segunda consecuencia, tiene que ver con lo que el crítico norteamericano encuentra en las artes una
vez que lo Sublime se ha trasladado a la Teoría: la reaparición de lo Bello.

"Ésta es la otra cara de la posmodernidad, el retorno de lo bello y lo decorativo en lugar de lo Sublime


moderno anterior, el abandono por parte del arte de la búsqueda de lo Absoluto o de las pretensiones
de verdad y su redefinición como una fuente de puro placer y gratificación (más que de jouissance,
como en lo moderno)" (Jameson, 1999, 120)

Si esto es cierto -y luego quiero proponer que hay motivos para dudar sobre si este mero retorno de lo
Bello es sólo eso- sería necesario que volvamos a preguntarnos que ocurre con la mirada. Para ello,
repasemos la secuencia.

Primero: con la estética de lo Bello debemos presuponer que la mirada está oculta pero presente en el
objeto. Es desde ese punto no evidente desde donde la obra nos devuelve nuestra propia mirada.
Segundo: para la estética de lo Sublime, la presencia de la mirada se ha vuelto imposible pero la
presupone en un lugar inaccesible detrás de las obra. Es por la brecha que se abre con el conflicto entre
la imaginación y el entendimiento que el objeto nos devuelve la mirada.

Tercero: por lo tanto, el retorno a lo Bello posmoderno que propone Jameson ¿debe necesariamente
implicar un retorno de la mirada al objeto? Sí. Pero siempre y cuando no consideremos el movimiento
dialéctico de ese retorno. Y eso es lo que hace Jameson. Considera que lo Bello retorna por sí mismo y
no como una negación de lo Sublime. De esta manera, no contempla que lo Bello posmoderno irrumpe
como la negación de la negación y debido a esto, no debería ser asimilado a lo Bello premoderno.
Por lo tanto, es necesario que examinemos más en detalle este tercer momento de la estética
posmoderna antes de preguntarnos a cerca del estatus de la mirada en la contemporaneidad.
Es por esto que no podemos dejar pasar por alto el hecho de que el otro padre teórico de la
posmodernidad, Lyotard, llega a una conclusión diametralmente opuesta:

"Lo posmoderno sería aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en la presentación misma;
aquello que se niega a la consolación de las formas bellas, al consenso de un gusto que permitiría
experimentar en común la nostalgia por lo imposible." (Lyotard, 1990, 25)

En este fragmento, podemos ver sin dificultad cómo Lyotard(4) caracteriza lo posmoderno en tanto
radicalización de lo Sublime y no como un retorno de lo Bello. Esta radicalización consiste en hacer
ver el conflicto de facultades entre la imaginación y el entendimiento, pero sin postular ninguna
victoria final del segundo, mostrando, al mismo tiempo, el límite de la representación y el de la
presentación: "[lo posmoderno es] aquello que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de
ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable". El planteo de Lyotard es una
denuncia al olvido de lo impresentable instrumentado por la modernidad. Como si ésta, en la
cotidianeidad de lo Sublime y del fracaso de la representación, se hubiese terminado embelesando con
la nostalgia por los buenos viejos tiempos de la representación y se hubiese desentendido del
desgarrador dolor de lo impresentable.

Lo curioso es que el filósofo francés parece seguir creyendo en la consistencia de lo impresentable, en


la plenitud de su existencia positiva.

Ahora bien, que ocurre si tratamos de articular las dos perspectivas, la de Jameson y la de Lyotard.
Tendríamos por un lado lo Bello puro, los restos de la representación fracasada que ya no apuntan a
ningún impresentable y por el otro, lo Sublime puro, restos de lo impresentable que ya no son
señalados por ningún fracaso de la imaginación o de ninguna facultad para representar.
Mi hipótesis es que la situación actual no es ni la de un mero retorno de lo Bello, ni la de la mera
radicalización de lo Sublime, sino el momento de la disolución del vínculo lógico que estructuraba la
relación entre una representación, una marca material, y su contenido irrepresentable.
Propongo denominar a la estética de esta fase -como era de esperarse- estética de lo Pos-sublime.

3. Reapariciones

Lo que caracteriza a este período es la deserción de la mirada: el correlato de la dispersión de lo


Sublime es (o sería) la disolución de la mirada en la imagen. Es como si la posmodernidad, al
desgarrar la sutura Sublime que unía un irreprensentable a la marca que lo señalaba, hubiese dejado al
descubierto el enigmático vacío desde donde suponíamos que las cosas nos devolvían la mirada. En
esto consiste la obscenidad posmoderna, en sacar a la luz la profunda e insensata banalidad de lo real:
no resuelve el enigma de lo Sublime, simplemente revela su vacuidad, o mejor dicho, la desvela. Más
que una revelación se trata de una desvelación.

El núcleo de la problemática (para desempolvar este viejo concepto althusseriano) que inquieta a la
posmodernidad, la brasa ardiente que se pasa de mano en mano y que pareciera no enfriarse jamás, no
es la cuestión heroica de la deconstrucción de los violentos dualismos metafísicos que dominan las
prácticas culturales o la abnegada contaminación de las fronteras de los géneros o la santa cruzada
contra los teleologismos. Quizá sea momento de advertir que es la misma dinámica de lo real y su
inexorable politización la que diluye las identidades logocéntricas sin necesidad de ningún sofisticado
dispositivo intertextual. La brasa ardiente, el verdadero atolladero teórico de la posmodernidad es
cómo renunciar al plus-de-goce que la herida de la verdad le provee ilimitadamente. Es como la
erotización que se produce al perder una muela: la lengua no puede dejar de hurgar el hueco
remanente. Ahora, la verdadera trasgresión la constituye cualquier acto de corte con ese goce.
Abocarse a la febril tarea de diseminar los sentidos ¿no es, hoy por hoy, la mejor manera de eludir el
hecho de que estos ya estaban diseminados desde un principio? Si ya hemos descubierto que el cierre
metafísico de la verdad es imposible ¿por qué afanarse en esta operación de deconstrucción infinita?
Este es el destino sublime del academicismo posestructuralista de los noventa: suturar la verdad de la
diseminación a la diseminación de la verdad, postular el fin del sujeto sin advertir que tal fin era
decretado a favor de la sujeción. Destino sublime, porque al renegar su contingente posición
metalingüística, al garantizarse el fracaso de su autorepresentación como tal, al no reconocerla, no
hace otra cosa que mantenerse a una prudente distancia de su irrepresentable aspiración a constituirse
en la última figuración de lo real.

Y uno de los puntos en que la Teoría (con mayúscula) y las gerencias de marketing convergen
victoriosamente es en la deconstrución de la relación sujeto-objeto. Lo que no capta la Teoría, es que a
pesar de la indecidibilidad del límite entre ambos, hay una brecha en el primero que hace que el
segundo siempre-ya este perdido. Lo imaginario no es el límite entre ambos, sino la aparente unidad
de cada uno.

Por lo tanto, la situación de la mirada pos-sublime parece insoluble. Por un lado, los objetos en
general, y entre ellos los artísticos, parecen haber perdido la reserva de misterio donde se resguardaba
la mirada, ese lugar seguro desde donde nos podía mirar sin que la descubramos. Por otro lado, la
Teoría a puesto en marcha un minucioso plan de sutura de cualquier brecha en las obras de arte que
deje filtrar algún enigma. Consciente o inconscientemente, la Teoría se ha erigido en la verdad de la
obra, sin preocuparse en sacar a la luz los puntos en donde estas últimas las resisten. De esta manera, la
mirada que antes nos devolvían los objetos, ahora, asediada desde fuera por la universalidad de la
forma-mercancía, y desde dentro por la buena conciencia de los academicismos teóricos, parece haber
desaparecido. Y como todo desaparecido, retorna de la manera menos pensada o, como diría Derrida,
espectralmente. Los retornos pos-sublimes de la mirada nos trazan los límites dentro de los cuales se
dispersa lo visible . En un extremo, la mirada retorna como estigma, como una marca real e inmediata
en el cuerpo. En el otro extremo, la mirada es experimentada como un gozoso espejismo, como un
fascinante reflejo de la realidad en el que no hay nada que ver.

Chris Burden, en los años 70, convoca a los espectadores de sus performances a una galería. Frente a
ellos, un experto tirador dispara una bala en uno de los hombros del artistas. Ahora sí la mirada
encontraba un agujero desde donde mirarnos. A este linaje de creaciones es a la que denomino
estéticas del estigma y como es bien conocido, en las artes contemporáneas abundan los ejemplos. El
artista belga-mexicano Francis Alÿs, solo por citar un caso latinoamericano, aprovecha el fenómeno
conocido como la salinomanía (la proliferación de muñequitos del presidente Carlos Salinas de
Gortari) y como obra, trafica un muñequito con cocaína desde México a EEUU. La acción artística se
completa con el consumo de la droga. Nuevamente, el cuerpo aparece estigmatizado por el arte dado
que entre ambos no hay ninguna mediación simbólica.

El caso de la estética del espejismo es tal vez más complejo porque también ha sido el que más
erróneamente se ha valorado. La experiencia del Rojas en los '90 y sobre todo la sagaz estrategia de su
organizador, Gumier Maier constituyen una de las intervenciones artísticas más interesantes de la
década. Lamentablemente, no es esta la oportunidad propicia para hacer un análisis bien detallado (de
todos modos, este texto intenta preparar el terreno para ello).

En un escrito de gran interés -titulado El tao del arte(5)- Maier presenta de una manera muy sutil la
autentica teología negativa que sostiene la estética del Rojas y con ella elude su afortunada y aparente
falta de homogeneidad.

Lo que no alcanzan a captar tanto críticos como apologistas es que no se trata de una exaltación de lo
decorativo ni una premeditada posición irónica. Lo que está en juego es la renuncia activa a
representar nada, aún cuando inexorablemente lo terminen haciendo. Es en ese registro en el que hay
que colocar el goce por lo insignificante. No como lo pequeño o carente de valor, sino como aquello
que retiene su valor mientras se niegue a ser significante, a significar. Esta es la utopía del Rojas, la de
alcanzar una pura imagen aún cuando eso sea imposible. Se trata de gozar de la ausencia de mirada
mas allá de cualquier sentido de esa ausencia.

Sin embargo, esta posición, que raya en lo budista, es presentada como arte, es decir, como la heredera
de una tradición secular que postula lo contrario. Es en ese trasfondo en donde se puede captar la
dimensión sacrificial del acto de renuncia: el placer de ver es proporcional a la renuncia a mirar. Como
correlato de esta sacrificialidad escópica, no es casual que uno de lo primeros defensores del Rojas, el
crítico Fabián Lebenglik, destaque como una "marca" característica de la generación de estos artistas,
el hecho de que varios hayan muerto de SIDA o que aún le están peleando a la enfermedad.
"¿Por qué el pavor de que las cosas tan solo sean?" se pregunta Maier. Quizás la respuesta no sea tan
compleja: porque lo que secretamente intuye la gente, es que si las cosas dejan de ser algo más de lo
que tan sólo son, ellas, las personas, pasarán a ser apenas poco más que tan sólo cosas.
Este es el malestar que hoy se (pre)siente en la mirada. El precio por la visión (incluso con toda la
carga mística de esta palabra) se paga con mirada. Las cosas parecen no ser capaces ya de albergar y,
al mismo tiempo, ocultar el remanente de mirada que siempre rebalsa del sujeto. Ese plus-de-mirada,
ahora desencarnado del objeto retorna a aquel, al sujeto, de una manera radical: en las formas pos-
sublimes del estigma y del espejismo. Entre esos dos extremos, mucho del arte contemporáneo intenta
responder a la ausencia de la mirada encontrándole un nuevo lugar. En muchos casos, esto ocurre más
allá de la imagen y sus materialidades. Enseñarnos a cerrar los ojos sea, tal vez, el paradójico destino
las artes visuales de hoy.

1. Toda la reflexión de esta sección está inspirada en el texto de Lacan "La esquizia del ojo y la mirada" que integra el
Seminario 11 - Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis ( Paidos. 1989). Si no hago referencia explícita al
texto, es porque he preferido ofrecer una interpretación fenomenológica de los problemas que plantea. El objetivo de esto
es evitar la complejidad conceptual que esas ideas tienen para la teoría psicoanalítica y que no son relevantes para los fines
de este trabajo.
2. En este caso, la preocupación de Virilio se centra en los problemas de la simulación tecnológica de la mirada.
3. El artículo está incluido en la compilación de textos de Jameson prologada por Perry Anderson. Todas las mensiones al
teórico norteamericano se refieren a este texto: "'Fin del Arte' o 'Fin de la historia'" en Frederic Jameson, "El giro cultural",
Manatial, 1999
4 . Lyotard, Jean-François, "La posmodernidad (explicada a los niños)" Gedisa, 1990
5. Separata del diario Página 12, "El Tao del Arte" Gumier Maier, 1997

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