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El día del Apocalipsis

por Alfredo M.
M. Pacheco
Alfredo M. Pacheco

Vade Retro! segunda parte.


El día del Apocalipsis.

© Alfredo Martinez Pacheco, 2005

Edición electrónica en formato PDF.

Versión modificada septiembre 2008:


• Apartado Acerca de la edición electrónica (…) ha sido reescrito.
• Realizadas algunas correcciones ortográficas.
• Añadido texto Commons Deed.
• Añadida licencia Creative Commons en los metadatos del documento.

Nota: el presente archivo está maquetado para ser impreso a doble cara.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

COMMONS DEED

Este libro se distribuye bajo una licencia

Creative Commons
Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

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Alfredo M. Pacheco

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Acerca de la edición electrónica de Vade Retro! 2ª parte.

Hola. Tienes ante tus ojos (puede que en la pantalla del ordenador, o puede que impresa) la
edición electrónica de Vade Retro! El día del Apocalipsis maquetada para tamaño DIN-A4. En el
momento de escribir estas líneas, aún estoy pendiente de publicar una edición en papel usando el sistema
de impresión bajo demanda. Esa edición (que puede que exista cuando leas esto) será en formato libro,
con portada exclusiva y demás.

El contenido es el mismo, evidentemente, salvo los prólogos, que son diferentes para cada
edición. La edición en libro también podrá descargarse gratuitamente, y ambas están bajo una licencia
Creative Commons, cuyos puntos fundamentales ya has podido leer. Imagino que ya sabes como va esto:
te dejo que descargues este documento de mi web (o de cualquier otra), que lo pongas en tu blog para que
se lo descargue más gente, que lo copies, que lo imprimas… tan sólo tienes que cumplir las tres sencillas
condiciones que ya has leído. Lo más fácil es pasar el archivo PDF tal y como está. No obstante, si
quieres reproducir tan sólo alguna parte (un capítulo, por ejemplo), lo recomendable sería que la licencia
Creative Commons y sus términos apareciesen en algún sitio. Una de las condiciones de la licencia es no
hacer obras derivadas. Esto lo he puesto porque Vade Retro! 2 es una novela al uso, y como tal quiero que
el texto se mantenga intacto. Pero si estás interesado en hacer un corto, una canción, una obra de teatro, o
cualquier otro tipo de obra artística, a partir de mi trabajo, ponte en contacto conmigo, ya que lo más
probable es que tengas todas mis bendiciones para hacerlo.

La historia la publicación de la saga Vade Retro! es larga y ya la he contado muchas veces. Se


resume en que la primera parte salió bajo una editorial que empleaba el sistema de autoedición y que a
punto estuvo de estafarme. Pero al final la novela salió a la luz y tuvo unas ventas más que modestas.
Después de eso, acabé una segunda parte sin muchas expectativas de publicación. Así que hasta que
tuviera oportunidad de ver una edición en papel, la he distribuido por internet de forma gratuita. Aunque
formalmente no tenía una licencia Creative Commons, desde luego sí que llevaba implícito ese concepto,
ya que en el prólogo explicaba que se podía distribuir libremente siempre que se respetase la integridad
del texto y la autoría.

Inicialmente, los motivos para permitir la libre circulación de mi novela se reducían a que era
inútil retener una obra de la que no podría sacar beneficio económico. No me importaba regalar algo que
no podría vender. Con el tiempo, esa motivación ha ido evolucionando hacia una especie de convicción
moral. Prefiero que los derechos estén en manos de los autores (escritores, músicos…) antes que en
manos de las empresas (editoriales, discográficas…). Estoy viendo cómo en los últimos tiempos nos
acercamos peligrosamente a un modelo americanizado de consumo cultural. Hemos asimilado el
copyright como estándar, y el copyright es derecho de copia, no de autor. La cultura pasa a ser una
mercancía más, donde la compra de derechos es una salvaguarda que permite el libre plagio, igual que la
compra de una bula permitía cometer un pecado. Por eso, la existencia de un movimiento complementario
a este copyright me parece algo muy valioso, y más en una sociedad como la actual, en la que todos
parecemos vivir en una misma ciudad llamada blogosfera. En la industria cultural, los modelos
tradicionales de negocio hace tiempo que empezaron a estar obsoletos.

A raíz de empaparme de todos estos conceptos, también me hice una pregunta muy importante
¿por qué escribo? Y es cierto que cuando empecé a escribir relatos soñaba con llegar a ser algún día un
autor de éxito. Mi mayor ilusión era publicar, y perseguí ese sueño hasta lograrlo, aunque los resultados
no fueron los esperados. Pero antes de aspirar a vender libros, mi mayor recompensa era comprobar que a
mis amigos y a mis compañeros de clase les gustaba lo que yo escribía, y me pedían más relatos. Había
incluso relatos o pequeñas poesías que no las escribía para darlas a leer, pero aún así las he escrito.
Porque sí, porque es mi forma de ser, porque escribir es, de alguna forma, la manera en que yo me siento
vivo.

Si hubiera conseguido una publicación con una editorial, seguramente tendría que haber
renunciado a seguir distribuyendo la versión electrónica. Las editoriales no dejan de ser negocios y no
tengo suficiente caché para imponer mis condiciones. Y en teoría, para mí sería beneficioso vender más
ejemplares (repito: en teoría; no todo se reduce a vender). Tal vez llegue el día en que las editoriales
anden tras de mí, me convierta en un autor famoso, y vaya soltando pestes los llamados piratas que se
bajan cosas de la red (quien se haya inventado lo de llamar pirata a los usuarios de las redes P2P debería

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Alfredo M. Pacheco

revisar un par de conceptos). Pero como ese día está muy lejano por el momento, seguiré apostando por
hacer llegar la cultura a cuanta más gente mejor. Y no sólo licenciando mi obra bajo Creative Commons,
sino colaborando en la divulgación cultural como hasta ahora lo he hecho en el programa de radio Un día
en la vida, y a partir de ahora en la página web y en sus podcast.

Creo que no me dejo nada. Sabéis que podéis poneros en contacto conmigo a través de la web
para cualquier cosa: comentarios, sugerencias, preguntas, entrevistas… Mientras tanto, disfrutad de la
lectura.

www.laspuertasdelacultura.es

Alfredo M. Pacheco

Septiembre 2008

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Aclaraciones previas

La historia que viene a continuación se inspira en las leyendas y especulaciones que hubo a

finales del siglo pasado acerca del cambio de milenio. Ya entrado el siglo XXI, es evidente que nada de

esto ha ocurrido. Lo que al principio iba a ser una ambientación en el mundo real, hoy se convierte en una

suerte de realidad paralela.

La mayoría de los lugares que aparecen en esta novela son reales, pero no todos. Algunos han

sido inventados, y otros han sido alterados. Todo obedece a razones dramáticas, esto es, se persigue

únicamente una contribución al desarrollo del relato.

Los personajes protagonistas son todos inventados. Ninguna mención a personas o instituciones

reales en esta historia debe entenderse como un ataque a las mismas. Esto es especialmente importante ya

que algunas de las tramas desarrolladas tratan temas políticos. No hay ningún mensaje propagandístico,

ideológico o doctrinador en estas páginas. Nunca he pretendido atacar las institucines del actual sistema

político y democrático. Las referencias que aquí se hacen procuran ser lo más genéricas posibles, y repito,

todo obedece al desarrollo de la historia. Aconsejo a los lectores que no se tomen la trama política

demasiado en serio.

Relájense, y procuren disfrutar de lo que aquí se cuenta.

Sólo se trata de divertirse.

Alfredo M. Pacheco.

diciembre de 2005

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Alfredo M. Pacheco

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Quiero dedicar este libro a todos los que leyeron la primera parte y que han contribuido de una u

otra forma a su difusión y conocimiento.

Y quiero agradecer particularmente la labor de estas personas:

Mi hermano José Ángel por su lectura crítica de la primera parte y el apoyo prestado.

A Rosa María Molina, por esa fantástica presentación que hizo en las IV Jornadas de Literatura y

Arte de Villanueva de los Infantes, C. Real.

A David García Valero, lector privilegiado de la segunda parte, por la inolvidable experiencia

llamada Un día en la vida. Y que sean muchos días más.

Y a todos los que, sin conocerme, se acercaron a decirme qué les había parecido la primera parte

y me hicieron sentirme importante. A los que me preguntaban constantemente por la segunda…

Aquí la tenéis.

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Alfredo M. Pacheco

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Woe to you, Oh Earth and Sea,


for the Devil sends the beast with wrath,
because he knows the time is short…
Let him who hath understanding reckon the number of the beast
for it is a human number,
its number is Six hundred and sixty six.

[Ay de ti, Oh Tierra y Mar,


ya que el Diablo envía a su bestia con ira,
porque sabe que el tiempo se agota…
El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia
porque es número de hombre,
su número es Seiscientos sesenta y seis.]

—Revelations Ch. XIII, v.18—

Iron Maiden: The number of the beast (1982)

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo Iº:
Segundas partes nunca fueron buenas.
En ocasiones, alguien va a ver una película en la que el protagonista vive mil y un horrores. Todos los
personajes secundarios van muriendo uno tras otro, y al final sólo el bueno logra sobrevivir. Por fin queda a salvo
tras la derrota de aquello que ha ido exterminando a sus amigos, y el espectador abandona la sala con la
tranquilidad de que ha dejado a salvo al sufrido personaje. Pero con más frecuencia de la deseada, una secuela
aparece en cartel cuando el público tenía la historia olvidada, enterrada en los recuerdos. Y este héroe, al que los
espectadores creían ya a salvo, debe enfrentarse de nuevo a más enemigos y horrores. Hay veces incluso que ya
no es el protagonista, que ese honor se lo ha cedido a otro personaje, y perece finalmente.
Por lo general, para el mencionado protagonista, ha pasado un tiempo equivalente al tiempo que ha
tardado en aparecer la odiosa secuela, pero no siempre. A veces ha transcurrido más (varios años), y otras veces
menos: semanas, horas, minutos… y la audiencia encuentra, después de tanto tiempo, al protagonista
superviviente tal y donde lo dejó al final de la primera parte.
Es más o menos lo que le ocurrió a Chema después de su vivencia con el Demonio Ascendido. Para él
no fue tan drástico; no empezó justo donde se había acabado. Pasó tiempo antes de que se reiniciasen los
horrores. Transcurrió un lapso de aproximadamente igual de largo que su particular primera parte de toda aquella
historia.
Por desgracia para él, la cosa no había hecho más que empezar…

Ciudad Universitaria. 6 de octubre de 1998.


Chema paseaba adormilado por la Avenida Complutense. Era temprano, demasiado para él.
Como solía ocurrir, durante el verano había perdido el hábito de madrugar, y ahora la rutina volvía a
imponerle esa costumbre. Llevaba una hora metido en transporte público, y lejos de descansar, estaba aún
más agotado.
Se frotó los brazos ante el frío matinal. Llevaba puesta tan solo una camiseta y una cazadora
vaquera. Cuando saliese a las dos de la tarde se asaría de calor, pero a aquellas horas, su ropa no era
abrigo suficiente. Gajes del oficio, se dijo. Siempre pasaba. Anduvo doscientos metros cuesta arriba. hasta
llegar a un paso de cebra. Se detuvo ante el semáforo en rojo, y entonces, la vio. Allí plantada, frente a él,
enhiesta, impasible, como si hubiese estado allí siempre.
“Ella” tenía más de diez metros de altura y menos años de los que pudiera aparentar (no llegaba
a los treinta). Era gris, simple, cúbica, y terriblemente fea. Sobre sus puertas de cristal, férreas letras
negras adosadas configuraban su nombre: FACULTAD DE CIENCIAS DE LA INFORMACIÓN.
Chema cruzó las dos calzadas y llegó a la entrada. Apenas había visitado la facultad antes del
inicio de las clases (tan solo un par de veces para tramitar la matrícula). Un cúmulo de sensaciones le
abordaban al pasear la vista por la fachada de la facultad. Ahora empezaba una nueva etapa, ahora era
universitario. Se sentía algo extraño, casi incómodo, y un cosquilleo le corría a la altura del estómago (y
no era el hambre). Antaño, cuando iba al colegio, había devorado multitud de series americanas sobre
adolescentes en el instituto. De algún modo, sabía cómo sería aquello cuando llegase. La realidad le
defraudó un poco, y durante aquellos cuatro años fue evolucionando hacia el extraño ser que era ahora.
En cambio, con la facultad, no tenía esa sensación. Ya se había quitado de los malos vicios: Sensación de
vivir, Salvados por la campana…Tras esas puertas estaba el terror de lo desconocido. Pero ansiaba
descubrirlo. El instituto se le había quedado pequeño igual que el colegio lo hizo en su día. Era la
universidad lo que necesitaba, o lo que el creía necesitar…
Ya estaba bien de reflexiones. Era hora de empezar.
Respiró hondo el aire frío de la mañana, y un pequeño escalofrío le sacudió brevemente.
Después, con paso decidido, entró.
Su aula era la cuatrocientos diez. Él ya sabía donde estaba, pues el último día la había buscado
pacientemente para no andar perdido diez minutos antes del inicio de la clase. Subió las escaleras hasta el
cuarto piso, y anduvo hasta llegar a un pasillo arrinconado con una serie de puertas a ambos lados y al
fondo, entre las cuales estaba la de su clase. Se abrió paso entre una multitud de estudiantes y entró. Tuvo
una extraña sensación: la de que ninguno de los allí presentes estaba solo. Todos parecían conversar con
algún amigo del instituto o del barrio, y no daban esa sensación de novatos como la que creía estar dando

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Alfredo M. Pacheco

Chema. Por un momento se planteó si en las facultades se hacían novatadas, y cuán terribles serían en su
caso. De todas formas, la soledad nunca le había importado. Ya conocería gente. Además, él también
tenía la esperanza de ver a una amiga suya.
Los recuerdos volvieron dolorosamente a la mente de Chema. El inicio de curso frente al verano,
la ciudad frente al pueblo… todo ello había contribuido a que olvidase las desagradables experiencias de
hacía un par de meses. Pero allí podría encontrar el único nexo con todas aquellas circunstancias.
Merche.
Ella no había formado parte de todo aquello, pero sí se situaba en aquel contexto. Amiga de
Adela, y un primer encuentro con Chema durante la romería, justo antes de la estrella flamígera…
Chema se miró la mano derecha, sin marca alguna, y después aferró la pequeña cruz oculta tras
su camiseta. Intentó alejar todos aquellos pensamientos. Se concentró en buscar un asiento libre entre toda
aquella gente. La tercera fila parecía estar libre. Avanzó por la clase de paredes color vainilla, con la gran
cristalera al fondo que daba al césped de la facultad. Se sentó en el asiento del pasillo y dejó sobre la
mesa un cuaderno y un bolígrafo negro. Apoyó los codos en el cuaderno y la frente en las manos,
somnoliento. Se frotó los ojos marrones y se pasó las manos por el pelo negro, que ya le estaba creciendo
desde el verano.
— Perdona ¿están ocupados?
Chema levantó la mirada. Un chico alto y delgaducho, con gafas, era el que preguntaba.
— Sólo uno, estoy esperando a una amiga.— Chema se desplazó un asiento a la derecha y dejó
el que ocupaba al chico. Aún quedaban cuatro sillas libres, ancladas al suelo como todas las demás, frente
a la larguísima mesa común para los seis pupitres. Chema se dio cuenta de lo grande que era el aula.
Había doce asientos por fila (una mesa de seis a cada lado del pasillo), y un total de diez filas, más las
mesas de tabla, independientes, puestas delante de los bancos.
El nuevo compañero ocupó su sitio y dejó un bloc sobre la mesa. Chema observó su cara
huesuda, su expresión absorta, con la boca ligeramente entreabierta y la mirada perdida, dando la
impresión de que no se percataba siquiera de lo que ocurría delante de sus narices. El muchacho respiraba
trabajosamente, casi ahogándose. Entonces, sacó de su bolsillo un pequeño inhalador y lo aplicó a la
boca. Presionó un par de veces, y pronto volvió a calmarse.
— ¿Asma?— preguntó Chema.
Él asintió con la cabeza. Le mostró el espray a Chema.
— En realidad es por los nervios. ¿Quieres?
Chema miró extrañado. ¿Por qué habría de tomar él ningún medicamento para el asma?
— Es sólo agua— le explicó, y se echó un poco en la mano— ¿ves?
— Un placebo.— murmuró Chema.
— Eso es. Pero qué le vamos a hacer. A mí es lo que me calma. Por cierto, me llamo Rafa— se
secó apresuradamente la mano y se la tendió a Chema.
— José María. Chema para los amigos.
— Encantado.
— Bueno, por lo menos ya conozco a alguien. Aquí parece que todo el mundo ha venido con
amigos.
— Sí, estaba pensando lo mismo. Tú estabas esperando a alguien ¿no?
— No se si vendrá, no me enteré del turno que le había tocado.
No pudo hablar en un momento más oportuno. En esos momentos, la figura de Merche hizo acto
de aparición. Allí estaba al fin, para deleite del muchacho, que no la veía desde el treinta y uno de Agosto.
Vestía pantalones elásticos ligeramente acampanados, como solían llevarse, una camisa marrón a juego y
una cazadora vaquera con forro de borrego, de aspecto más cálido que la de Chema. Seguía luciendo su
espléndida melena pelirroja rizada, recortada hasta justo por debajo de los hombros. Los ojos de color
verde, traviesos en mitad de aquella cara pecosa, parecían negarse a permanecer quietos. Miró de
izquierda a derecha buscando un sitio. Chema le hizo un gesto con la mano. A ella se le iluminó la cara.
Igual que él, se preguntaba si habrían coincidido en la misma clase. Llegó donde los dos chicos se
encontraban y saludó a Chema con dos besos. Ambos estaban inmensamente contentos de volver a verse.
Después, él le presentó a Rafa.

Las clases transcurrieron con normalidad. Uno tras otro, los profesores se presentaban a los
alumnos y les hablaban superficialmente del contenido de la asignatura, del carácter de los exámenes,
etcétera. Ninguno explicó materia. A las dos menos cuarto del mediodía, la jornada finalizó para ellos.
Salieron al pasillo y bajaron las escaleras, hablando entre ellos de trivialidades. Chema se enteró de que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Rafa era de Almagro, otro pueblo de Ciudad Real igual que Infantes, y que estaba en una residencia de
estudiantes. Casi todas las conversaciones del día fueron de ese tipo (de dónde eran, dónde vivían, etc.)
En el vestíbulo ocurrió un extraño incidente. Un grupo de “veteranos” pasó al lado de los tres
chicos, y uno de ellos le dio una buena colleja a Rafa, para divertimento del resto. Rafa se llevó la mano a
la zona golpeada, limitándose a mirarles con impotencia, con esa mirada de idiota que parecía imborrable
de su cara. Chema contuvo la risa. La verdad era que la colleja había sido de órdago, pero él siempre
parecía estar al lado de los débiles. Buen ejemplo era Pentium. Si hubiese sido él en vez de Rafa…
— ¡Payaso!— le gritó Chema al gracioso de turno.
— ¿Cómo me has llamado, pringao?
— Como se me ha ocurrido. Te habría llamado por tu nombre, pero no nos han presentado.
El chico se acercó a Chema con aire arrogante. Era más o menos de la altura de Chema. Miraba
con desprecio a todo cuanto le rodeaba. Su nariz achatada y orientada hacia arriba recordaba al hocico de
un cerdo, y su cabello rubicundo lucía un desfasado peinado ochentero.
— ¿Tú tienes algún problema?
— ¿Lo tienes tú con él?
— Vaya, vaya… nos ha salido respondón… ¡te vas a cagar!
Unos metros más atrás, el resto de veteranos observaban la escena. Uno de ellos, muy bien
vestido y con aire encantador, que parecía ser el líder del grupo, se percató de un pequeño detalle colgado
del cuello de Chema.
— ¡Iván, déjale!— gritó, y se aproximó con paso lento hacia ellos.
— ¿Qué te pasa ahora?— protestó el tal Iván.
— Vamos… no tienes que demostrar contínuamente que eres el más bravucón de por aquí.
Hemos de ser educados con nuestros nuevos visitantes. ¿Qué impresión van a tener de la facultad? Por
favor, disculpad a mi amigo, no va a volver a ocurrir.
Estrechó la mano de Rafa, presentándose. Besó a Merche después, quien chasqueó los labios en
el aire. Finalmente, dio un apretón de manos a Chema, apoyando amigablemente la izquierda en el codo
de éste.
— Juan Carlos, encantado.
— Chema, igualmente.
Se sostuvieron una larga mirada antes de soltarse. Los ojos verdes, glaucos, de Juan Carlos
miraron la cara de Chema, examinándole, calibrándole. Chema, por su parte, miró intrigado aquel rostro
angelical y bien formado, los ojos claros, encubridores. ¿A qué había venido ese comportamiento tan
solícito, esa amabilidad ensayada, esa voz de doblaje de Jeremy Irons? No sabía qué había visto en él,
pero intuía que Juan Carlos quería algo. Si no, Rafa y los demás podían haberse ido al infierno en el acto.
Se despidieron sin más, deseándose un nuevo encuentro en los pasillos durante el curso (algo en lo que
Juan Carlos parecía tener un especial interés).
Salieron los tres a la calle. Ahora hacía calor, como predijo Chema al llegar, y el sol reinaba alto
en el cielo. Caminaron con las cazadoras bajo el brazo.
— No te preocupes por los capullos esos.— le decía Chema a Rafa.— Todos esos mierdas
vacilan mucho, pero es todo de boquilla.
— No sé… no me gustan los enfrentamientos. Además, ¿y si a alguno le da por ir a por mí, a
pegarme?
Chema no contestó. Recordó el caso de Pentium y Paco. Paco al final sí se arriesgó en el terreno
físico, su última esperanza, y le dio una buena paliza a Pentium. El precio, no obstante, fue alto, muy alto.
Con todo, Rafa no parecía alguien capaz de realizar una misa negra, pero nunca se sabía, tampoco
Pentium aparentaba hacer a menudo lo que en su día hizo ¿no?
— Va, no te preocupes— dijo al fin con la voz a punto de quebrársele—. En cuanto ven que no
tienes miedo, te dejan en paz. No les sirve de nada pegar a la gente: el resto sabría que no se les teme. Lo
sé a ciencia cierta, he tenido amigos a los que les ha pasado.
Rafa se encogió de hombros y los tres fueron al metro. Bajaron las escaleras y entraron en el
vestíbulo. Sacaron el cupón del Abono Joven y pasaron el torniquete. Rafa se despidió de ellos. Se dirigía
a la estación de Metropolitano, donde estaba la residencia en la que se alojaba. Era sólo una parada, pero
por el momento, el chico no conocía la zona. En cuanto a Chema y Merche, ambos tomaron el metro que
iba en el otro sentido.
— ¿Cómo está Adela?— le preguntó Merche.
— Ni idea— dijo él—. Desde que me fui no la he vuelto a ver, ni a Pentium tampoco.
— ¡Ah! Pensé que como erais novios te habría escrito, o tú a ella.
— ¿Novios?

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Alfredo M. Pacheco

Ella se quedó extrañada, como si se diera cuenta de que había metido la pata.
— ¿No lo sois? Es lo que me dijeron éstas.— “Éstas” eran las amigas comunes de Adela y
Merche en Infantes.
— En el pueblo se habla demasiado, y eso deberías saberlo tú mejor que yo.— aclaró el con una
sonrisa— Como en la feria nos vieron juntos, ya echaron las campanas al vuelo, pero se han colao.
— Lo siento.
— No tienes por qué. La verdad…— Chema dudó un segundo— es que pudo surgir algo, pero
no seguimos adelante. Jesús acababa de morir ¿cómo nos íbamos a enrollar? Y además, me quedaban un
par de días allí. Luego ya no la vería hasta navidades.— Se preguntó si aquello no habría sido jugar las
cartas demasiado pronto.— No era plan.— concluyó finalmente.
— Chema ¿qué coño os pasó este verano?— preguntó ella con una mirada inquisitiva. Él se
sorprendió de aquella pregunta directa, relacionada tan indirectamente (qué irónico) con el tema del que
estaban hablando.
— Nada…— bajó la cabeza esquivando la mirada de la chica.— Es todo… demasiado largo, y la
verdad, no me lo termino de creer ni yo.
— No tienes ni idea de la que se montó en el pueblo en setiembre. Todo el mundo hablaba sobre
ello. Os tienen por miembros de una secta o algo así. Menos mal que os habéis ido todos: Adela, tú… y
Pentium.
— Sí, lo sé. Cuando vuelva por navidades, todo se habrá calmado. Supongo.
Ahí se quedo todo. Merche se bajó en Argüelles, mientras que Chema tuvo que quedarse otras
siete paradas hasta llegar a Oporto.
Para el primer día no había estado mal.

Pasaron tres tranquilas semanas. La sensación de primeros días ya se había disipado, y la gente
estaba plenamente mentalizada para el curso. Ya había algo que estudiar, y algún que otro trabajillo por
empezar a hacer.
Chema entró en clase con una radiante sonrisa aquel lunes. Y tenía motivo. Durante la semana
anterior, había ido conociendo a la gente de clase, de entre las que destacaba un grupo de indeseables
niñatas de las que ya se estaba cansando. El jueves le vieron la cruz invertida colgada del cuello, y la
reacción fue encantadora. Se apartaron de él como asqueadas, indignadas ante el símbolo, como si por tan
solo llevarlo, él fuese algún tipo de asesino o psicópata. Sin que tuviese que llegar la sangre al río, Chema
había conseguido deshacerse de ellas.
Sentada más o menos en el sitio de costumbre, Merche repasaba apuntes. Había sido la primera
en llegar, y aguardaba con la cartera y la cazadora ocupando dos sillas para él y para Rafa.
— Buenos días, Alicia.—dijo no sin cierto recochineo a una de las niñatas, rubia y con aspecto
de snob de pueblo que se cree algo porque estudiaba en la capital. Podía sonar tal vez muy despectivo,
pero por mucho que se empeñase la gente, la mentalidad de las ciudades pequeñas era muy diferente a la
de las grandes (la prueba era el propio Infantes).
— Déjame en paz, imbécil.
Chema se rió abiertamente. Se descolgó la mochila y la dejó en la mesa. Merche se levantó para
dejarle pasar.
— ¿Qué problema tiene Alicia contigo?
— Uno bastante pequeño— respondió tirando del cordón negro.
— Cómo te sobras.
— ¿Y a mí qué me cuentas? No tengo la culpa de que salieran corriendo en cuanto la viesen.
Pase que sean católicas, o cristianas, pero no tienen que escandalizarse. Que sea satanista no me hace más
cabrón que muchos de ellos.
— ¿“Ellos” son los cristianos?
— Los católicos, concretamente.— se dio cuenta de que podía estar ofendiéndola.— Merche, ¿tú
eres…?
— ¿Eh? Ah, no, no, tranquilo. Dejé de ir a misa y eso. No sé, me replanteé de verdad la religión
cuando tenía que apuntarme a confirmación, y llegué a la conclusión de que… digamos que no daba todas
las respuestas, o que no las daba correctamente.
— Entiendo.
— Chema. No sé si seré una pasanta— cotilla entrometida en el habla infanteño (Merche
delataba ser de su tierra)—, pero… ¿puedo hacerte una pregunta un poco escabrosa?
— Claro que puedes, Merceditas. Tú puedes preguntarme lo que quieras. Otra cosa es que yo te
responda.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Merche sonrió antes de realizar la pregunta.


— Lo que ocurrió este verano. ¿Tiene algo que ver con vuestra ideología religiosa
“políticamente incorrecta”?
— La respuesta es sí:—Merche abrió los ojos ansiosa por oír la historia— En efecto, eres una
pasanta.
En esos momentos entró Rafa. Miró en busca de un sitio libre. Ellos le hicieron un gesto con la
mano. Rafa pareció tardar un segundo en interpretar lo que estaba viendo antes de acercarse a los otros
dos chicos. Chema notó en su cara un brillo de excitación. Parecía que el fin de semana había estado bien.
— ¿Qué tal el “finde”, Rafa?
— Normalillo. Fui a Almagro y eso, aunque al volver me pasó algo curioso.
— Cuéntanos.
— Resulta que el sábado había llegado esta carta. Creí que era para mí, pero resulta que era para
otro chico.
Rafa mostró un sobre con matasellos de Madrid. En el anverso venía la dirección de la
residencia de Rafa y la indicación de que se entregase a la habitación número 327 (la razón de que
acabase en manos del chico). Chema miró el reverso, aunque intuyendo que no vendría remite.
Pero se equivocó.
Justo en el centro, hecha con tinta negra, había una estrella invertida de cinco puntas inscrita en
un círculo.
La maldición había vuelto.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo IIº:
Sabemos lo que hiciste el último verano.
¿Existe algún destino lineal, irrevocable y escrito que controla las vidas de la humanidad, o por en
contrario son los seres humanos los que controlan su futuro y lo construyen con sus acciones diarias? Este es un
tema que parece haber estado siempre presente en la Historia.
Grecia nos enseña lo primero: aunque los hombres conozcan su destino, cualquier acción por cambiarlo
es inútil, y en el peor de los casos, es esa acción la clave para que se cumpla el destino. Por el contrario, las
narraciones actuales hacen ver lo contrario: el destino de una persona está en su mano, claro que eso también
supone la búsqueda de problemas.
En Villanueva de los Infantes, Jesús María y el resto provocaron buena parte de los acontecimientos
durante el pasado verano; se labraron gran parte de su destino. Pero lo cierto es que Chema no hizo nada para que
la pesadilla comenzara de nuevo, y los problemas volvieron a llamarle por cuenta propia.

Rafa llegó a la residencia a la prudente hora de las ocho de la tarde. Tenía tiempo de leer un rato
y repasar antes de la cena y de irse a dormir. En su habitación, empezó a deshacer todo el equipaje
(mochila y maleta) y a colocarlo todo en su lugar correspondiente: la ropa a los armarios, los libros a las
estanterías, un inhalador de reserva para el asma en el cajón de la mesita, etc.
Fue al dejar el inhalador cuando se percató realmente del sobre que habían dejado para él. Sin la
mas mínima idea de lo que podría ser, sin la más mínima sensación de peligro, y por supuesto con total
desconocimiento de que él no era el destinatario, lo rasgó y extrajo una pequeña cartulina color sepia, en
la cual se leía una breve carta mecanografiada.

22 de Octubre, 1998
Estimado Miguel:
Me complace anunciarte que nuestras sospechas eran ciertas. Después de
contacatar con informadores pertinentes, nuestra hermandad ha recibido la
noticia de que por fin tendrá lugar Su llegada. Va a ser un curso agitado.
También tenemos entendido la llegada de una persona muy especial.
¿Recuerdas el asunto de “los elegidos”?. Bien, parece ser que uno de ellos se
encuentra muy cerca de nosotros. Tengo mis posibles candidatos, pero todo se
verá.
Por último, recordarte que muy pronto entrarás al servicio de aquéllos
que como nosotros preparan Su venida. Te deseo la mejor de las suertes, y que
los ayudes de la mejor forma posible.
Me despido sin otro particular. Ya sabes quién soy.

Chema leyó con estupor todo aquello.


“Su llegada”… La ortografía española dictaba que llevaban mayúsculas los pronombres
referentes a Dios. En este caso no era Dios, sino más bien todo lo contrario. La preparación tendría lugar
durante el curso académico. Chema echó cuentas, pero no se atrevía ni a pensar en que esa llegada
fuese…
Sacudió la cabeza, ahuyentando la idea. Todo se vería. Otra cosa que le preocupaba era en lo
referente a “los elegidos”. Recordó cómo Jesús María se había referido a Chema, a Pentium y a él mismo
bajo el pseudónimo de “los favoritos del Diablo”. Si él era uno de esos elegidos, si él estaba cerca
(aunque no sabía de dónde), entonces el remitente de la misiva podría estar al acecho.
Primero había sido Adela. Ahora le tocaba a Chema.
E igual que Adela, él debía enterarse de quién o qué andaba buscándole.
— Rafa:— dijo de pronto— tienes que enterarte del destinatario de la carta, y después del
remitente.
— ¿Cómo? ¿Por dónde empiezo?
— Supongo que la carta iba dirigida al que tenía tu habitación el año pasado. Pregunta a los
veteranos, alguno sabrá quién es. Habrá algún amigo suyo que sepa qué ha sido de él. Después, a buscar
al remitente.

19
Alfredo M. Pacheco

Chema tenía sus propias deducciones. Sospechaba que el anterior inquilino debía de ser un
veterano que hubiera acabado el año anterior la licenciatura (o que la había dejado). El remitente no
estaría al corriente, o simplemente no tenía otra dirección de contacto. Sólo esperaba que Rafa hiciese una
buena labor investigadora.

Marcos Galván, apodado Marcus, estaba destripando literalmente una página web descargada al
disco duro cuando llamaron a la puerta. Alzó la cabeza como un perro que huele algo, orientó el oído
hacia el lugar de donde provenía el sonido e inclinó el mentón ligeramente hacia la derecha. Volvieron a
llamar. En el acto, él se levantó y acudió a abrir. Se quitó las gafas negras de pasta (las que usaba para
leer y trabajar frente al monitor), que llevaban un cordón para poder dejarlas colgar tranquilamente del
cuello, y sacó otras metálicas del bolsillo de su bata blanca de laboratorio, éstas para ver de lejos.
Justo antes de que llamase por tercera vez, Marcus le abrió la puerta a Rafa.
— Hola ¿qué tal, chaval?— saludó animado Marcus. Conocía a Rafa de vista, alguna que otra
coincidencia en el comedor de la residencia y esas cosas. A él, todo el mundo le caía bien, y solía caer
bien (aunque sin pena ni gloria) entre sus compañeros, claro que de eso no era consciente, ni le importaba
lo más mínimo.
— Hola, Marcus, venía a pedirte un favor.
— Sí, claro, pasa y cuéntame— Marcus intuía ya de qué tipo de favor se trataba.
Ambos pasaron a la habitación. Era bastante luminosa, con la ventana siempre abierta de par en
par, y una potente bombilla halogéna en el techo, así como una lámpara de noche y sendas lámparas flexo
en el escritorio y junto al ordenador. El cuarto era asimismo terriblemente desordenado. Los libros se
apilaban en las estanterías sin seguir criterio alguno de grosor o tamaño. Por doquier había tacos de folios
medio arrugados, que asomaban por entre las hojas de algún grueso tomo o entre dos libros. Al lado del
monitor reposaban varias revistas y periódicos (ese sitio solía reservarlo a la bibliografía que le hacía más
falta en aquellos momentos, y que renovaba periódicamente). Los disquettes y CD-ROM’s también
abundaban. Y todo ello porque Marcus cursaba quinto curso de Documentación, una licenciatura de
segundo ciclo que proseguía a la diplomatura de Biblioteconomía. Había cursado ésta última en
Salamanca, ya que no se impartía en su tierra, Asturias. Se trasladó a la capital el año anterior. Marcus era
un devorador de información, un investigador nato. Su estilo era el de un clásico ratón de biblioteca, a lo
que añadía unas dosis de conocimientos de hacker. Sin duda era alguien excéntrico, absorto en un mundo
de datos y permutaciones. Solía llevar esa bata de doctor a pesar de que su carrera nada tenía que ver. Era
un fuera de serie en pensamiento lógico y también sobresalía en memoria. Una vez pensaba en cualquier
cosa, iba recordando poco a poco hasta sus detalles más mínimos.
Marcus cogió una silla del escritorio y la puso frente a la silla de oficina que ocupaba cuando
llamó Rafa. Aunque había habitaciones dobles en el colegio mayor, Marcus tenía una individual. El caos
que reinaba en su espacio vital se extendía por todo rincón que podía alcanzar y no había compañero que
aguantase eso.
— Siéntate— le dijo.— ¿De qué se trata?— volvió a ponerse las gafas de cerca, y dejó las de
lejos puestas sobre su cabeza.
— Bueno, verás, me mandaron una carta a la habitación, pero no era para mí.
— ¿En qué quedamos, era o no para ti?— Marcus era algo quisquilloso en esas imperfecciones
del lenguaje.
— Era para el que estaba el año pasado en mi habitación, en la trescientos veintisiete.
— Tres dos siete, tres dos siete… eso es en esta planta…— Marcus se llevó los dedos pulgar e
índice y corazón a las sienes— ¡Claro, la habitación de Miguelito!
— ¿Le conoces?— dijo Rafa entusiasmado.
— De vista, como a todos. Era un chulillo de políticas. No solía hablar conmigo, pero de vez en
cuando me pedía documentación: para los trabajos de la facultad y eso. ¿Qué dice la carta?
— No tiene mucho sentido. Supongo que él la entendería mejor. ¿Dónde puedo localizarle?
— Acabó la carrera.— se pasó la mano por el pelo agolpado en grasientos mechones. Con el
gesto se llevó por delante las gafas de lejos, que cogió justo para evitar que cayeran al suelo. Las guardó
en el bolsillo de la bata y continuó como si nada.— En septiembre se sacó un par de asignaturas que le
habían quedado y se piró de aquí, justo antes de que llegaras tú. Seguramente por eso le enviaron la carta
aquí, no se habrían enterado. ¿Es eso lo que quieres saber?
— Sólo dónde está y quién pudo mandársela.
— Perfecto, no hay problema. Sólo hay un precio: la carta.
— ¿Cómo?

20
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Si información quieres, información me darás. Además, la carta me puede servir para deducir
muchas cosas y facilitarme el trabajo.
— Es justo. Iré a por ella.
Volvió al poco rato con la extraña misiva. Marcus la leyó atentamente, y de ella sacó sus
primeras conclusiones.
— Miguelito sigue aquí, en Madrid. Parece que está metido en algún rollo sectario de esos, por
la estrella del reverso yo diría que una de ésas milenaristas que ya se están flipando con el efecto dos mil.
El otro tipejo, el remitente, es obvio que es de aquí. Juraría que está en la misma movida y que tiene un
rango ligeramente superior, lo sé por el trato que usa. De todas formas, ten en cuenta que mientras
Miguelito no vea esta carta no podrá responder, y por tanto no sabrán de su nueva localización, así que es
posible que lleguen algunas cartitas más de éstas. Ya estaré al loro de eso.
— Muy bien. ¿Cuándo crees que sacarás lo que te pido?
Marcus chasqueó la lengua dubitativo, y se volvió a pasar la mano por el pelo.
— Déjame un par de días para preguntar a sus colegas de aquí de la residencia y otros tantos para
seguir el rastro. Pregúntame este fin de semana.
— De acuerdo. Venga, nos vemos.
Y así, sin más, Rafa volvió a su cuarto.

Esta interesante conversación entre Rafa y Marcus ocurría un martes a por la tarde. A mediodía,
un poco antes de las dos, Chema llegaba a su casa en Leganés tras un aburrido día de clase. La rutina iba
cerniéndose poco a poco sobre él. Chema iba pensando en los ejercicios de “Principios de economía” que
tenía para la semana que viene, en el trabajo práctico de “Teoría general de la publicidad” que debería ir
programando para exponerlo después de navidades y en el comentario de texto que debería realizar
aquella tarde para la asignatura de “Lengua española”.
También pensaba en Merche.
Habían demostrado ambos estar muy compenetrados. Compartían gustos y aficiones, eran
relativamente afines en ideología religiosa y política y, en definitiva, se llevaban excelentemente bien.
Merche era una maravillosa amiga, un verdadero tesoro caído del cielo, como diría la sabiduría popular.
Y claro, una amistad tan fuerte no le pasaba desapercibida a Chema. Merche le atraía física e
intelectualmente, era algo demasiado bueno como para dejarlo ahí, en una mera amistad. Ella tenía
decenas de amigos, y él otras tantas amigas, y precisamente porque para él no era una más no quería
sentirse uno más. Quería destacar en el ranking personal de ella, es su top of mind, sobresalir de entre el
resto, que ella le apreciara especialmente. Quería sentirse querido. Le asustaba un poco la idea de estar
enamoriscándose, y no quería ni pensar en verdadero y ciego amor, pero a aquellas alturas de curso, no
reconocer que Merche le empezaba a gustar era negar lo evidente. A veces se imaginaba cómo sería su
relación con ella: salir por Leganés o por Madrid, y luego por Infantes durante el verano, disfrutar de sus
besos, compartir secretos… Se preguntaba si en ese caso hipotético de que fuesen pareja no desearían un
descanso durante el verano (que no tendrían) para luego volver con más fuerza en septiembre. Bueno, en
julio ella iría a Infantes y el no llegaría hasta agosto por lo menos, semana antes, semana después. Pero si
ya estaba pensando en tener un tiempo para él solo, para perderla de vista, dudaba que esa relación
pudiera resultar.
Y también estaba eso de compartir secretos…
Infantes traía ahora a su memoria una turbia mancha en la que se sumergían oscuros recuerdos.
¿Cómo sería el próximo verano sin Pedro ni Jesús María? No, no podía estar con ella si no le era sincero
con respecto a ese tema, y de momento no podía serlo. Tal vez, con el tiempo, y al ritmo que progresaba
su amistad, podría confesar la verdad y ella creerla y asimilarla (si no se la contaba Adela primero). Todo
se vería. Con el tiempo.
Y así, abatido, entraba en el portal del edificio, meditabundo, con la mirada en el suelo. La
ranura del buzón estaba obstruida por un folleto de supermercado, y decidió retirar la correspondencia.
Extrajo un manojo bastatante voluminoso de papeles, la mayoría de ellos propaganda. Los ojeó y clasificó
en el ascensor, dividiéndolos en cartas y folletos. Había un par de cartas del banco para su padre, y otra a
su nombre.
— Me cago en Dios…— murmuró entre dientes.
Su nombre figuraba escrito con una caligrafía similar a la escrita en la carta que le llegó a Rafa a
la residencia. Le dio la vuelta y en efecto encontró la terrible estrella de cinco puntas cuidadosamente
hecha con tinta. Pero había algo nuevo. Bajo la estrella, en letra gótica, se podían leer dos palabras:
“Espacio Ecuménico”.

21
Alfredo M. Pacheco

El ascensor llegó a su piso. Se guardó la carta en el bolsillo interior de la trenca y abrió la puerta
de su casa. Saludó con normalidad a su madre, le entregó el correo y preguntó como de costumbre por la
comida, pues venía hambriento. Faltaban apenas diez minutos. Entonces pasó a su cuarto a dejar la
mochila y allí abrió la misteriosa misiva. En ella había una cartulina color sepia, como en la carta que le
llegó por error a Rafa.

Sabemos lo que hiciste este verano.


La historia se repite.

Maldiciendo en voz baja, controlándose para no montar en cólera, rompió la carta y el sobre en
cuatro pedazos y los arrojó a la papelera. Los depositó en el fondo de ésta, bajo hojas de apuntes en sucio
y fotocopias defectuosas para que no llamasen la atención.
Muy bien, pensó, si querían guerra, iban a tenerla. Como le dijo sabiamente Jesús María, no era
el bueno. Satán era su aliado, no su enemigo. No se apartaría de los acontecimientos, no huiría como hizo
el pobre Pedro. Recordaba los diálogos con Pentium (¡ah! sí él pudiera apoyarle como en el verano…),
debía mantenerse en el bando correcto, y demostrar fidelidad. Anduvo en círculos pensando qué podía
hacer. Parecía que de momento poca cosa. Se estaban aproximando a él, fueran quienes fuesen, poco a
poco, con cautela. Ya tendría más noticias de ellos (por la carta debían de ser varios), y los tendría cara a
cara. No sabía a lo que se enfrentaba, pero eran astutos, muy astutos: tenían su dirección, y eso le
asustaba. Podrían estar acechándole en cualquier momento, en cualquier lugar…
Pero le habían dejado una pista que no le habían dejado a Rafa: Espacio Ecuménico.
¿Dónde había visto él esa frase?

Rondaban ya las doce del mediodía cuando Chema pudo zafarse (en un sentido sin mala
intención) de Rafa y sobre todo de Merche para comprobar personalmente sus indagaciones. Sabía que la
frase “Espacio Ecuménico” la había visto en la facultad, así que el miércoles por la mañana, nada más
llegar, miró el directorio situado en el vestíbulo. Allí lo vio, catalogado como “Servicio”. Se trataba de la
capilla de la facultad, y su ubicación era la tercera planta, lo que la dejaba prácticamente en la misma
planta que el aula de Chema (la cuarta planta era más bien un entrepiso). Mientras miraba el directorio
llegó Merche, curiosa como de costumbre, y preguntó qué era lo que buscaba. El mintió y dijo que el
departamento de Comunicación Audiovisual y Publicidad (CAVP) 1, que necesitaba hablar con el
profesor de Teoría General de Publicidad sobre el trabajo. Ella le informó del lugar donde estaba aquel
departamento (cosa que ya sabía Chema), pero le corrigió y le indicó que ese profesor tenía su despacho
en la planta baja y que recibía los jueves y viernes de once a una (cosa que también sabía Chema). Y sin
más subieron. Chema tuvo que esperar tres clases para poder hacer una visita personal a la capilla.
Así que se abrió paso entre la gente que atestaba las puertas de las aulas y llegó a las escaleras
que bajaban al tercer piso. Era un único tramo de diez escalones. Al fondo, haciendo esquina, la puerta de
la secretaría, y justo antes la entrada al pasillo del decanato. Se sentía inseguro. Esa zona no la conocía en
absoluto, y tenía algo de reparo de pasar allí. Anduvo por delante de la entrada y atisbó un poco. Podía
ver la puerta de la capilla, a la derecha nada más traspasar el umbral de la entrada al pasillo. Estaba
entreabierta, y parecía haber movimiento en el interior. Si se acercaba un poco más…
— ¿Qué haces?
Chema casi llegó al techo del susto. Alguien le había puesto la mano en el hombro al tiempo que
le hacía la pregunta. Dio media vuelta en el acto. Se trataba de Juan Carlos, el tipo del incidente del
primer día de clase. Chema se puso a la defensiva.
— Curioseaba. Ya sabes cómo somos los novatos: parecemos paletos en la ciudad. Todo nos
llama la atención.
Juan Carlos sonrió asintiendo. Le había gustado la analogía.
— Muy bien. Pero ten cuidado: ya sabes que la curiosidad mató al gato.
— Créeme: lo sé.— Chema recordó la sana curiosidad de Jesús María con respecto al
espiritismo. También le surgió un morboso juego de palabras. Identificó a Jesús con la curiosidad y le
recordó sacrificando al gatito para la ceremonia. ¡Joder, vaya si mató la curiosidad al gato! Hasta tenía su
gracia.
— En mi opinión, cuanto menos tengas que ir a este pasillo mejor. Si ya en primero tienes que
hacerle visitas al decano… tch, tch, mal asunto.
— Hay otras cosas aparte del decanato.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— ¿La capilla?— ¡Maldita sea! Le había pillado. No tenía que haberse ido tando de la lengua.—
¡Vamos, no creo que te interese!— señaló la cruz invertida que llevaba Chema colgada al cuello— Oye
¿quieres bajarte a la cafetería a tomar algo? Ya es mediodía y tendrás hambre. Estarán Iván y el resto. Ya
sé que no te cayeron muy bien el otro día, pero con las presentaciones oportunas se arreglará. Y así ya no
te volverán a molestar ni a ti ni a tus amigos.
— Eeeeh… no, lo siento. Tengo una clase ahora.— decidió añadirle un toque a la típica excusa
de siempre.— Es que me maté a hacer una… puta mierda, con perdón, de comentario de texto y se lo
pienso entregar por huevos.
Ahora no fue una sonrisa, sino una carcajada.
— ¡Novatos! No tenéis término medio: u os matáis yendo a clase u os desmadráis y no aparecéis
por ella.
— Si tuviera un jodido hueco.
—Tranquilo, en los años siguientes ya irás teniendo huecos en el horario y podrás disfrutar de la
cafetería todo lo que quieras. Son todo desdobles y clases de dos horas que no acaban siendo tales. En fin,
no te robo más tiempo.— le tendió la mano. Chema la estrechó. Juan Carlos volvió a colocarle la
izquierda en el codo.— Espero que nos volvamos a ver pronto.
— Sí, yo también.
Volvió a las escaleras sin mirar atrás, pero con una terrible sospecha a las espaldas. ¿Iba Juan
Carlos a la capilla? Subió los peldaños y torció a la izquierda. Allí se detuvo y se asomó de nuevo para
confirmar sus temores. Pero no, Juan Carlos se dirigía a las escaleras principales, camino de la planta
baja.
¿De verdad no tenía nada que ver o sólo era un farol para despistarle?

La cafetería de la facultad se ubicaba en el segundo sótano del edificio, en la parte trasera.


Considerando el desnivel del terreno entre la Avenida complutense y la zona ajardinada, resultaba que la
cafetería era el acceso al césped de la facultad.
De fachada totalmente de vidrio, nada más entrar a ella (desde los pasillos) se veían las sillas y
mesas agrupadas de acuerdo con las necesidades de los eventuales grupos visitantes. A la derecha estaba
la máquina expendedora de los tíquets de las consumiciones, la de tabaco, y la barra, que hacía un recodo
y se extendía por un pasillo hacia la derecha. Al fondo del pasillo estaba la barra del buffet de comedor,
con su tablón anunciando el menú del día (dos platos, agua, pan y postre). En la parte posterior de todo el
conjunto, aislado por mamparas de quita y pon de un metro sesenta y poco de altura, estaba la sección del
comedor, habitable hasta las doce, hora en la que había que limpiar para dejar paso a los comensales (el
servicio de comedor se iniciaba a la una). Desde allí se accedía al césped.
Juan Carlos, al ver que ya desalojaban la zona del comedor, buscó a Iván por las mesas de la
cafetería. Le encontró con otros tres chicos echando una partida de mus.
— ¿Qué estás haciendo? sabes que tenemos cosas que hacer.— le increpó mientras le golpeaba
en el cogote.
— Joder, ya tardabas. ¿Vamos a ir a…? Bueno, ya sabes.
— Sí, maldito ludópata de taberna. Ah, por cierto, nuestro amiguito de primero es listo. Ya ha
hecho sus conjeturas.
— Cojonudo. Bueno, esta partida es cuestión de segundos. Órdago a pares.
— No lo veas que es mano.— advirtió el chico a la izquierda de Iván a su pareja.
— Lleva tres reyes y un caballo.— desveló Juan Carlos con tono monocorde.
— Me cago en la puta, tío— se quejó Iván—. Los mirones son de piedra y dan tabaco, nada más.
— Que sí, Iván— dijo el contrario a la derecha del chico—, lo veo y llevo dúplex. Os vais a
tomar por culo.
Con la habitual mueca de fastidio de los derrotados (el compañero de Iván sólo pudo decir
“¿Cómo eres tan gilipollas de echar órdago con un trío?”), y el recochineo de los vencedores, la partida se
suspendió y todos se levantaron de las mesas.
Iván y Juan Carlos se dirigieron a las escaleras al lado de los ascensores. Subieron el primer
tramo y entraron por el pasillo de la videoteca. Era ancho y con suelo de moqueta gris. El techo lo
componían unos paneles gruesos con un diseño de cavidades en cuadrícula que recordaba a una huevera.
Tuberías de diversos grosores y materiales serpenteaban por encima de las cabezas de los dos chicos,
perdiéndose tras las paredes o en ocasiones bajando de nuevo al suelo, siendo sustituidas por nuevos
conductos que aparecían de los mismos sitios. Pasaron de largo las puertas de madera de la videoteca,
nada más entrar a la derecha, y avanzaron hasta el fondo. A ambos lados había regularmente puertas
dobles de color naranja metálico, iguales a las de la entrada. Avanzaron unos metros y llegaron a una

23
Alfredo M. Pacheco

barrera, de nuevo unas puertas naranjas. Las abrieron despreocupados, cerrándolas a su paso. Continuaron
avanzando otro trecho de longitud y aspecto similar y abrieron unas segundas puertas, siguiendo su
camino. El pasillo ahora se bifurcaba. El tramo principal seguía recto aunque se estrechaba un poco a la
derecha, como si estuviera descolocado. El otro camino, más secundario y corto, hacía un ángulo recto
respecto a ellos, a la izquierda. Tomaron esa pequeña salida. Dejaron a la derecha un taller de fotografía y
bajaron por unas escaleras a un nivel aún más bajo del sótano. Siguieron por pasillos y rellanos de aspecto
similar, haciendo un par de recodos hasta llegar ante unas puertas naranjas, iguales a las de la mayoría de
laboratorios y aulas, en la pared derecha.
Juan Carlos sacó tranquilamente un llavero del bolsillo de sus vaqueros, al que se enganchaban
varias anillas, cada una con un juego de llaves. Seleccionó primero uno de los juegos y después una llave
en concreto. Dio dos vueltas a la cerradura de la puerta con ella y abrieron sin más. Apenas se veía nada
en el interior, y no había interruptor alguno. Entraron y entornaron la puerta, lo justo como para que
entrase una pequeña franja de luz que les sirvise de referencia. Juan Carlos se pegó a la pared derecha y
tanteó con el brazo, descendiendo con la mano hasta hallar un pequeño recoveco del que sacó una estaca
de madera, de más de medio metro de longitud, junto con un puñado de gasas y una lata de gasolina.
Envolvió el extremo más grueso de la estaca con las gasas y empapó éstas con el combustible. Iván sacó
un mechero Zippo y encendió la antorcha. La sujetó mientras Juan Carlos cerraba con llave por dentro las
puertas, tras lo que se guardó el llavero nuevamente en el bolsillo. Actuaba de forma relajada, silbando
distraido. Volvió a tomar la antorcha y avanzaron por el corredor en penumbra. El fuego crepitaba y hacía
danzar sombras ante ellos. Iván sentía el calor de las llamas en la mejilla. No hablaba. Su rostro no
reflejaba miedo, pero se le notaba que el lugar al que iban era cosa seria. Juan Carlos miraba fijamente al
frente, sin vacilar. Las paredes del pasillo, así como suelo y techo, carente de bombillas o fluorescentes,
no estaban pintadas ni cubiertas con material alguno, sólo eran cemento vivo, carcomido ya por los años,
débil, que se caía al suelo hecho arena si se intentaban agarrar su salientes con los dedos. En el mejor de
los casos, algún hueco dejaba vislumbrar parte de los ladrillos que conformaban el tabique, y que al otro
lado darían con uno de tantos estudios para las prácticas de televisión y fotografía que se usaban de
pascuas a ramos.
El corredor descendía en una pendiente moderada. Pasados unos cuantos metros, el camino
cambiaba de sentido y seguía descendiendo una distancia equivalente. Nuevamente hacía un recodo y tras
unos pasos la pendiente acababa y el nivel era estable. Se encontraban en un inexplorado cuarto sótano.
Se encontraron en seguida ante otra puerta, que también tuvieron que abrir con llave, y pasaron a una
especie de vestíbulo diáfano, con iluminación y un austero mobiliario compuesto por una mesa pupitre
que parecía hacer las veces de mostrador de recepción, una abundante hilera de perchas numeradas, unos
cestos al pie de éstas, algunas sillas, y unos biombos arrinconados y sin desplegar. De la mayoría de las
perchas colgaban túnicas negras con capucha, aunque algunas estaban vacías, y de otras, las menos,
pendían prendas ordinarias de vestir. Una de las túnicas, en la percha con el número uno, tenía un
refuerzo de cuero en hombros y capucha, del que salían adornos de hueso en forma de cuernos. Estaba
provista de un cinturón (hilvanado a la tela en la parte de la espalda), ancho, de color morado con bordes
y adornos de hilo de oro, que se anudaba justo bajo el tórax, a la altura de la boca del estómago. También
había colgada en la percha una larguísima estola que seguía exactamente el mismo patrón que el cinturón.
Aquella parecía ser la ropa de algún oficiante.
En el vestíbulo había otra puerta frente a la que habían cruzado. Por ella entró un chico con pelo
lacio y muy largo que vestía una camiseta negra sin mangas y pantalones oscuros remetidos bajo las botas
militares. Tres piercings se alineaban en su oreja izquierda, a los que se sumaba un cuarto en el entrecejo.
En el hombro derecho se veía un tatuaje con forma de símbolo tribal, que se perdía hacia el omoplato (y
que de cuando en cuando el chico iba haciendo más extenso). Miró sorprendido a los chicos, gratamente
sorprendido, y habló con una voz profunda, de timbre muy grave.
— ¡Ey, Juan Carlos! Ya pensé que no vendrías.
— ¿Está todo preparado?
— Sí, lo he terminado ahora mismo.
— Bien, voy a pasar a hacer la última comprobación.
— Por supuesto, seguidme.
Se adentraron por el corredor del que había venido el chico, en penumbra y ya debidamente
alicatado con baldosas en suelo, paredes y techo. Era bastante corto, y en seguida llegaron a una sala
sumida en la oscuridad. El muchacho de pelo largo accionó, a tientas pero con gran precisión, una serie de
interruptores y la sala pareció cobrar vida. Se trataba de una enorme estancia octogonal cuyo objeto era
sin lugar a dudas la práctica de rituales en grupo. En cuatro paredes, todas alternas, había enormes
vidrieras con motivos satanistas y demoníacos (Baphomet, un cristo crucificado cabeza abajo…), detrás

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

de las cuales se encontraba los fluorescentes de luz negra que iluminaban la habitación. Así, parecían ser
las vidirieras las fuentes de luz. No obstante, en esos momentos la sala estaba iluminada por luz eléctrica
del techo. En el suelo se dibujaba un pentáculo que apuntaba directamente a los chicos. Tenía escritas
cinco letras hebreas, una en cada punta. Al fondo se situaba el altar, del tamaño de una persona y de
aproximadamente un metro de altura; era pentagonal (de nuevo con un vértice apuntándoles a ellos), y
una sábana roja lo cubría y caía dos o tres palmos formando multitud de pliegues. Juan Carlos se dirigió
allí y examinó los objetos dispuestos sobre el altar: una espada, un símbolo fálico, una daga de sacrificio,
un cáliz de plata y demás parafernalia que acompañaba a este tipo de actos.
— Hoy no necesitaremos la daga. Por lo demás está bien. ¿Dónde está el bourbon, Manu?— le
preguntó al chico de pelo largo.
— Está en mi casa, lo traeré para la ceremonia.— dijo con resolución. Parecía un secretario muy
eficaz.
— No te bebas la mitad durante el camino— bromeó Juan Carlos con una media sonrisa algo
despectiva. Era difícil determinar cuándo hablaba en serio y cuando no, y sólo los que estaban
acostumbrados a su trato podían distinguir ambos casos.
— No te preocupes, no soy un alcóholico como tu perrito faldero.— contestó con la misma
actitud mientras señalaba con el pulgar hacia Iván. Parecía tener la cualidad de que los insultos acabasen
desviándose hacia él. Lo único que pudo devolver fue un sonido pueril de queja y ahí acabó todo.
— Bien, entonces está todo… salvo la parte fundamental, claro.
— Eso sabes que es cosa tuya, Juan Carlos. A nosotros no nos quiere ver ni en pintura. Y creo
que últimamente a ti tampoco.
— Tranquilos. Ahora la pillaré en la cafetería, mientras come, y la convenceré para que me
ayude a hacer unas prácticas. Todo está bajo control.
— ¿A quién vas a coger esta vez?— preguntó Iván. La única respuesta que obtuvo fue una
mirada maliciosa por parte de Juan Carlos.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo IIIº:
Las siete epístolas.
Nos cuenta el libro del Apocalipsis que Jesucristo se apareció a San Juan y le encomendó la misión de
escribir su mensaje a las siete iglesias de Asia Menor. Para ello escribió siete cartas. Cumpliendo la profecía de
una forma particular, volvieron a ser enviadas siete epístolas de parte del otro bando, esta vez a cinco naciones
europeas. Las otras dos iban destinadas José María y Miguel, aunque éste no llegó a recibirla debido a que fue
interceptada (un tanto involuntariamente) por Rafa. El día de Su llegada vendría, y ya se estaban haciendo los
preparativos. Fue Juan Carlos el encargado de transmitir su visión a las cinco naciones implicadas y a los otros
dos destinatarios, pues también él tuvo un aparecido, un hijo del poder absoluto venido a la tierra, y las envió a
jóvenes obsesionados por el mismo tema, y que lideraban también cultos satánicos.

Carta enviada a Fernando Luengo Cifuentes, secretario general de la FEUNE

Madrid, Sábado 25 de Julio de 1998.


Estimado señor Luengo:
Ya ha comenzado. Nosotros somos los primeros, pero pronto se nos sumarán
más y más. Somos la primera Federación para las Unión de Naciones Europeas, y
como pioneros, guiaremos al resto de países en nuestra cruzada contra el
actual sistema. La política y el gobierno como hoy se conoce pasará a la
historia, y nosotros tomaremos el relevo y nos tomaremos la revancha. Me lo
dijo Él, el Hijo de la Mañana, esta noche pasada. Debería haberle visto: alto,
con la cara más hermosa que pueda concebir un mortal, escondiendo el alma más
negra e insondable habida entre los humanos. Iba de negro, aunque no recuerdo
si llevaba túnica o ropa occidental. El cabello era negro y la piel blanca y
resplandeciente como la luna. Llevaba una estrella en la frente, invertida, y
otra en la mano derecha. Bajo la ropa, en el pecho, refulgían cinco más, cinco
puntas de una grande. Me habló y creí que no lo podría soportar, con una voz
triste, que helaba la sangre. Me dijo cinco nombres y cinco direcciones que se
esculpieron en hielo, en mi mente. Debía difundir mi mensaje a todos ellos y
dejar que se iniciase el proceso. Usted es el primero de esos nombres. También
me indicó que debía ir esperando a que surgiesen las diferentes federaciones
para mandar las cartas.
Se preguntará por qué son sólo cinco naciones y no siete, para enviar
las siete epístolas igual que en el libro de la Revelación. Bien, seremos
cinco las naciones elegidas, los cinco vértices de la estrella, que girará
extendiendo su poder a toda Europa y al resto del mundo, atrayendo naciones,
líderes y masas, oprimiendo al resto, hasta hacer llegar Su reino a todo ser
viviente. Dijo además que las otras dos cartas debían ser enviadas a ese “otro
elegido”, del que aún no sabe nada, y a un colaborador que le proporcionaré,
pues mis asuntos me reclaman un último año en la facultad (No obstante, sabed
que me uno formalmente a las filas de la Federación, tal y como se me ha
encomendado.), vigilando de cerca a ese otro elegido e intentando corromperle
hacia nosotros. Me pregunto por qué le preocupará tanto.
Cuando acabe el verano y empiece de nuevo toda actividad comenzaremos a
disponer todo cuanto sea necesario en este mundo y en el otro, hasta que Él
llegue, el auténtico hijo de la Serpiente.
Buena suerte y deseos de llevar a cabo con éxito nuestro cometido.

Juan Carlos Padre Rey.

Carta dirigida a Berlín, a la atención de Kai Kursch. Redactada en inglés.

Madrid, 2 de Septiembre de 1998.


Estimado compañero Kai:
El ciclo ya se ha iniciado. Esta vez de verdad. Su llegada es un hecho
innegable e irrevocable. A la humanidad ya sólo le queda esperar a que llegue

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Alfredo M. Pacheco

la Nueva Era, y aunque ese idilio deberá cimentarse con los años, una vez que
Él esté aquí, nada nos podrá detener. Pero la victoria no está cantada. Aún.
Incluso el Hijo de las Tinieblas ha de tener aliados que le cuiden, que le
protejan, hasta que sea capaz de canalizar su poder hacia el cumplimiento de
los inescrutables designios de los Hados. Por eso, porque hemos de velar por
Él, el Príncipe de la Mañana ha dispuesto a mortales en el poder de los
propios mortales, y a gente como tú y como yo, que hemos de divulgar lo que ha
de ser muy pronto. Primero nos tocó a nosotros, a España, y ahora es el turno
de Alemania. Tú, Kai, que estás entre nuestras filas, has de encargarte de que
el Reino de las Tinieblas pueda establecerse en vuestra nación de inmediato.
Únete a la G.F.U.E.N.1 y mantén estrecho contacto con ellos.
Alemania, como nación escogida de entre las quince y de entre todas las
del mundo para integrar el círculo interior de las Cinco, aún debe demostrar
su valía. Si bien la violencia y el sexo han llegado a un tratamiento ulterior
a muchas otras naciones civilizadas, la bandera de la cristiandad y la
democracia aún son vuestra insignia. Para cuanto se produzca Su advenimiento,
Alemania debe haber demostrado que está preparada, de hecho y de derecho para
asimilar este nuevo orden.
No desesperes, vuestra posición es quizá la más ventajosa, y estoy
seguro de que no defraudaréis. Algún día nos encontraremos en el salón de la
victoria y brindaremos en copas de plata, y beberemos la sangre de los
mártires de entre nuestros enemigos. Hasta entonces, cumple con tus cometidos.

Sinceramente tuyo:
J. C. P. R.

Carta enviada a Viena, a la atención de Uther Ulrich. Traducción de la original, en inglés.

Madrid, 10 de Septiembre de 1998


Señor Ulrich:
Hace poco más de una semana, sus vecinos alemanes anunciaron la
presencia de una nueva fuerza política, la G.F.U.E.N., y ayer Austria hizo lo
propio. Cuentan con una Federación Austríaca para los mismos fines. Las
intenciones de estos partidos van más allá de las meramente políticas. Yo lo
sé respecto a la federación de mi país, y en Alemania ocurre lo mismo, y
nuestro colega Kai Kursch está ya al tanto. Ahora es su turno.
El próximo año se anunciará la llegada a la tierra del Maligno, pero su
reencarnación también implica su vulnerabilidad. Será en esos primeros
momentos cuando Sus enemigos intentarán acabar con Él. Por eso se están
disponiendo las ayudas necesarias en cinco naciones europeas, la base inicial
de su extenso reinado. No deniegues de esta política, no te hará ningún mal.
Muy al contrario, es la clave, la llave de tu supervivencia. No te dejes
intimidar por las calumnias que recibiréis a medida que nuestras ideas
prosperen. Alza tu voz por encima de la jungla de asfalto y proclama aquello
en lo que creemos, lo que tarde o temprano, al fin será.
Mantente firme, no cedas. Tu sillón en el salón de los triunfadores te
espera. Allí todos nosotros brindaremos. Hasta que eso suceda.
Sinceramente tuyo.
J.C.P.R.

Carta con destinatario en París, Jean Paul Besson. Escrita en francés.

Madrid, 29 de Septiembre de 1998.


Jean Paul:
Regocijaos aquellos que esperéis fervorosos Su llegada, pues es ya un
hecho. La venida del poder del Maligno a la tierra está en gestación, y ha
tenido a fin el de instaurar un Reino de Tinieblas en ella. El reino se
iniciará en cinco naciones europeas, y Francia está entre ellas. Debes tener
cuidado. Francia es quizá el país en el que los partidarios de esta nueva
situación sean más minoritarios. Pero Francia es honesta y coherente. No hay

1
G.F.U.E.N.: German Federation for the Union of European Nations (Federación Alemana para la Unión de Naciones Europeas)

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

hipocresía, ni cobardía ni vergüenza en los seguidores del Hijo de la Mañana.


Sois los que estáis, como diríamos aquí en España. No negáis la palabra,
actuando con discrección. Cuando Él venga a la tierra, no habrá sorpresa, allí
estaréis como habíais prometido. Dime, Jean Paul, ¿ocurriría lo mismo si se
reclamase a los católicos? En absoluto.
Por eso Satán os ha tenido en cuenta a ti y a tu pueblo para sus planes
iniciales. Encontraréis una de las mayores resistencias, pero la confrontación
inicial merecerá la pena si al final os encontráis en el salón de los
vencedores desde un principio. La situación para el resto de naciones, que se
verán sometidas posteriormente... ésa sí que será una situación trágica.
Los preparativos para el Reino de las Tinieblas ya se están instaurando.
A través de una fuerza política de entre los hombres, Satán está asegurándose
de mantener el control para el momento delicado de Su llegada, cuando Él sea
débil y el poder, inestable.
Ánimo en tu tarea. Una copa de plata con el néctar de la victoria te
espera como recompensa por tu servicio ahora que estamos en desventaja.
Atentamente.
J.C.P.R.

Última carta, escrita en latín clásico. Llegada a Roma cinco días tras su envío, siete tras su
redacción. Dirigida a Luca Bernard.

Madrid, 5 de Octubre de 1998.


Estimado Luca:
El círculo se cierra. Italia es la última de las cinco naciones
escogidas para instaurar el originario Reino de Tinieblas. Vuestra situación
es sin duda la más desfavorecida, pues estáis a las puertas del castillo de
nuestro gran enemigo. Será en Italia donde la F.I.U.N.E.2 encuentre mayor
resistencia, propiciada fundamentalmente por la sede del Vaticano. Por eso,
satanistas, debéis de estar más unidos que en cualquier otro país y ser más
fuertes que ante cualquier otro acontecimiento hasta la fecha. No cedáis, no
retrocedáis ante las calumnias y las acusaciones que recibiréis. La oposición
será fuerte, la masa se levantará enfurecida e indignada contra vosotros, pero
recordad: la masa es fácilmente controlable, el individuo es testarudo.
Dividid y venceréis. Habréis de corromper desde dentro. Posiblemente sea en
Italia donde debáis usar recursos más mezquinos, pero ¿no es mezquina la
Iglesia? ¿Y especialmente en Italia, y aún más en el Vaticano, donde tiene su
sede?
La recompensa para vosotros será proporcional al gran esfuerzo que
debéis hacer. Sed fuertes, manteneros tranquilos y desoíd todo intento de
disuadiros de seguir la senda de la mano izquierda. Haced ver a vuestros
detractores que la nuestra es la opción posiblemente más sensata. Al final, ya
lo veréis, triunfaremos, y beberéis con nos y junto con las otras tres
naciones escogidas en el salón de los vencedores.
Vale.3
J.C.P.R.

2
F.I.U.N.E.: Federación Italiana para la Unión de Naciones Europeas.
3
Vale: Literalmente “Ten salud”, fórmula latina para despedirse en las cartas.

29
Alfredo M. Pacheco

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo IVº:
Malas compañías.
Hay personas mejores y peores. El refranero dice que “quien a buen árbol se arrima, buena sombra le
cobija”. Pero otro dicho del gran pozo de sabiduría popular advirete que “no es oro todo lo que reluce”, o que en
definitiva las apariencias engañan. Sin entrar en más detalles sobre si a una persona se la puede juzgar de
antemano por su actitud y presencia (para esto hay ejemplos de refranes para cualquier opinión), lo cierto es que
independientemente de la persona juzgada, el juez tiene la última palabra. Y claro, hay jueces que pese a la mala
reputación de alguien o demás agravantes, puede ver en esa persona a alguien de confianza al menos no tan
nocivo como lo califica el resto del vulgo. Saber buscar ese buen árbol no es tarea fácil, si es que realmente se
desea llegar a él. Y dependiendo de lo confiado, la decisión puede afectar en mayor o menor medida.
La voluntad humana parece débil ante la tentación. Muchas veces, jóvenes buenos e inocentes se dejan
embaucar por amistades que ningún padre desea para su hijo. Las situaciones son complejas, y los casos de todo
tipo. Y a veces nos preguntamos por qué esa persona tan buena y tan inocente no es capaz de ver que se está
acercando al tipo de persona equivocada, y que en su ceguera, en su deseo de sentirse integrado en el grupo (o de
mantener una pareja), es incapaz de ver la clase de demonio que realmente es. Casi resulta incomprensible que se
persista una y otra vez en el mismo error, y sólo podemos limitarnos a ver con impotencia cómo los
acontecimientos se desarrollan, puede que con fatales consecuencias.
Sea como sea, la mente humana es un universo inabarcable y hay decisiones cuyos motivos resultan
inalcanzables, incluso para el propio sujeto. Pero en ocasiones merece la pena considerar unos minutos más
ciertas decisiones. Como si se tratase de una partida de ajedrez, los errores siempre se pagan caros.

Según Teresa, Juan Carlos era un perfecto hijo de puta. Con todas las letras. Y no era la única, ni
la primera en darse cuenta. Pero Teresa Martín, estudiante de quinto curso de Ciencias de la Información,
especialidad Imagen, solía ser de las que tenía que comprobar las cosas por ella misma, de las que tenía
que escarmentar.
Conocía a Juan Carlos desde el tercer curso. Desde los primeros meses, cuando la clase se iba
asentando y el esquema de pandillas y grupos de amigos se reestructuraba con respecto al año anterior, se
percató de su existencia, algo relativamente meritorio en un aula de ciento veinte alumnos
aproximadamente. Por entonces ellos tenían veinte años. Juan Carlos era un chico atractivo, de rostro bien
formado: mandibula fuerte, nariz recta, piel uniforme… Parecía ligeramente mayor; de hecho, Teresa
sopesó al principio la posibilidad de que se tratase de un repetidor. Era su mirada y su actitud la que le
confería ese año extra. Frente al resto de chicos, de actitud espontánea, algo alocada y a veces hasta
inmadura, Juan Carlos era reposado y tranquilo. Miraba siempre como si estuviese continuamente
calculando la situación, aunque no hubiese nada que sopesar. Y se movía por la facultad como si hubiese
pasado allí toda su vida. Bien era cierto que en tercero de carrera todo el mundo estaba plenamente
adaptado, pero Juan Carlos era diferente. Teresa intuía que se comportaba como lo hacían los veteranos, o
como ella creía que debían de comportarse. Parecía un chico interesante, y posiblemente un buen partido
para una relación seria.
De momento las cosas no pasaron de ahí. Ella mantenía una relación que iniciaba su segundo año
con un chico del barrio, y él tonteaba con las féminas de clase. Prefería a las chicas sencillas,
predominantes en los cursos de mañana, las que incluso podrían calificarse como pijas. En cambio no vio
que le interesaran las chicas que destacaban por su aspecto diferente, un fenómeno que ciertamente
abundaba más en los grupos de la tarde, las que pertenecían a movimientos tales como el hippie, punk,
sinietro, heavy, o alternativo en definitiva. Era algo que llamaba la atención, pues si bien él, por su
aspecto, podría ser incluido entre los normales, entre los pijos (vestía pantalones vaqueros impecables o
pantalones de pinzas, y llevaba jerseys y sudaderas siguiendo la tendencia de la última temporada),
demostraba una inteligencia y una capacidad de análisis muy superior a la media. Podría decirse que era
un intelectual, aunque Teresa no lo afirmaba rotundamente. Juan Carlos era enigmático, y era difícil
llegar a conocerlo bien. Ella sabía que no era madrileño, pero no de dónde procedía. Su acento era neutro,
aséptico. No demostraba rasgos de acento andaluz, catalán, vasco, gallego, asturiano ni ningún otro. Se
enteró de que era de Castilla y León, pero nadie podía precisar a partir de ahí. Por su formación y su

31
Alfredo M. Pacheco

corrección al hablar supuso que era de alguna capital importante. Las elucubraciones de Teresa, bastante
deductiva cuando se centraba sobre un tema concreto, apuntaban a Valladolid o Salamanca. Pero en
efecto no eran más que elucubraciones. Sus hábitos coincidían con el del joven universitario de su edad:
cine, algo de informática, salidas nocturnas los fines de semana y algún jueves ocasional… Era muy
social (pese a ser tan enigmático y reservado), y le gustaba quedar en bares tranquilos a tomar café o
cerveza. Sólo se le conocía una afición característica: la música. Además escuchar música pop estándar
(la que se oía en el momento) en la radio o los bares nocturnos, Juan Carlos amaba otros dos tipos de
música, y tenía vastas colecciones de ambas. El primero era la clásica. Tenía gran cantidad de CD’s de los
principales compositores y obras desde el renacimiento hasta el romanticismo e incluso alguno más
contemporáneo, como el Carmina Burana de Carl Orff o el Concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo.
Los escuchaba con deleite, apreciando todos los pasajes, interpretando sus significados, extasiado ante la
sublime interpretación de las flautas y el virtuosismo de los violines. El segundo tipo de música era la
música rock, en su concepto más puro (y duro). Ésta la coleccionaba en discos del prácticamente extinto
vinilo. En su colección estaban piezas tan variadas como el Rock around the clock por Bill Haley o el
Appetite for destruction de Guns n’ Roses, aunque se centraba en los principales éxitos de los años
sesenta y setenta: los seis L.P.’s de estudio de The Doors, desde el primero, homónimo, al L.A. Woman,
además del Absolutely Live; Rolling Stones; Led Zeppeling, del I al IV (adoraba sobremanera el tema
Stairway to Heaven) entre otros… y un sin fin de grupos más como Dire Straits, Deep Purple, Motorhead,
Judas Priest, W.A.S.P., Sangre Azul, Iron Butterfly, Iron Maiden… Nunca prestaba una de estas piezas
tan delicadas, y rara vez los ponía en el plato cuando tenía invitados en su casa de Madrid (y por lo que
había oído, podía enojarse enormemente si alguien los manipulaba). Teresa dedujo del asunto de la
colección de vinilos que Juan Carlos debía de tener unos ahorros muy considerables, pues la adquisición
de aquel tipo de discos no era fácil. No conocía sus ingresos exactos. A lo largo de los dos años que le
conocía había realizado varios trabajos eventuales, como reportajes en vídeo de bodas y comuniones, o
colaboración en proyectos en medios de comunicación de diversa índole. Tal vez, creía ella, su familia
fuese bastante acaudalada, la típica familia rural con poder económico y político, cercana a las esferas de
poder o incluso la que tenía el control de algún sector y ostentaba el monopolio. Juan Carlos no hacía
comentarios al respecto, aunque no mostraba austeridad cuando salía con los amigos. Menos amigo de los
botellones, prefería frecuentar bares de ambiente relativamente selecto, no muy atestados, y consumía
ineludiblemente copas de importación, especialmente bourbon con hielo o con cola. Bebía un par de
rondas con calma, y aún no le había visto perder los papeles por culpa del alcohol.
Al llegar a cuarto, las cosas cambiaron. Por la época de exámenes de junio, la relación de Teresa
con su novio había empezado a peligrar. El estrés y la presión de los estudios unido al distanciamiento
que provocaba generó bastantes tensiones. Decidieron suspender indefinidamente la relación hasta que
acabasen todos los exámenes, con la esperanza de retomarla con más fuerza en verano, pero ella se
marchó de vacaciones muy pronto. Cuando volvió, su novio ya había encontrado una sustituta. Fue un feo
detalle. No obstante, lo cierto era que estaban oficialmente separados y la reconciliación se había dejado
como algo más bien opcional, que sólo se aceptaría si llegase de forma natural.
Juan Carlos tampoco parecía estar atado por ningún compromiso. Ambos se conocían ya
bastante bien, así que ella inició un acercamiento. En seguida le llegaron las primeras advertencias. Las
chicas que habían estado con él durante el curso anterior le decían a Teresa que era un cabrón, y que no
entendían cómo ella podía acercarse a semejante elemento. Teresa, claro está, tomó estos comentarios tan
despectivos como fruto de la envidia. Él las había dejado, y era normal que se tendiese a pensar y decir
ese tipo de cosas sobre la expareja. Juan Carlos, en el año que le conocía, aún no le había dado ni una
muestra de mal comportamiento, de hipocresía ni falsedad, por lo que no concebía semejantes adjetivos
sobre él. Las advertencias continuraron y Teresa empezó a perder los nervios. Aquello ya era excesivo,
casi ridículo. Hubo una ocasión en que acabó discutiendo acaloradamente con una de esas chicas. No
volvieron a dirijirse la palabra hasta finales de curso.
Por fin, en una fiesta de clase en la que coincidieron, los dos acabaron enrollándose, y
empezaron a salir juntos. Juan Carlos demostró ser uno de los mejores chicos que había conocido:
sincero, sensible, culto, comprensivo, detallista… Aquello era como un sueño, y ella no quería despertar.
Pero todos los sueños se acaban, y ése pronto se convertiría en pesadilla. Al principio empezó de forma
sutil. Juan Carlos pasaba mañana y tarde en la facultad, cuando en realidad él no tenía asignaturas
pendientes de otros años. Cuarto era un curso muy duro debido a la cantidad de materias que se impartían,
pero aún así ella no se quedaba después de las cuatro o las cinco de la tarde, cuando acababan las
asignaturas optativas. Juan Carlos, a pesar de ser su novio, seguía mostrándose reservado en cuanto a
ciertas cosas, entre ellas sus asuntos y su vida privada (detalles como su familia, o dónde había vivido
antes de venirse a estudiar a Madrid), y respondía con evasivas y contestaciones ambiguas, enigmáticas o

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

sarcásticas, ignorando el tema. Aquella falta de confianza incomodaba a Teresa. ¿Qué era eso tan grave,
si es que había algo, que Juan Carlos ocultaba con tanto celo? ¿Si no tenía confianza con su novia, con
quién la iba a tener entonces? ¿Significaba eso acaso que él no esperaba prolongar mucho la relación?
Juan Carlos, pese a todo, no dejaba que eso afectase al curso del noviazgo. Los fines de semana eran para
ellos. Desconectaba de todo y volvía a atenderla como a una princesa. Odiaba las discusiones, y la
acallaba siempre que ella intentaba hablarle de su distanciamiento en la facultad, muchas veces cediendo
y pidiendo perdón, prometiéndole que procuraría pasar más tiempo con ella entre semana, y dándole
alguna agradable sorpresa como entradas para el teatro o una cena íntima en un buen restaurante. Por
tanto, la relación se iba manteniendo gracias a las maniobras hábiles de Juan Carlos. Claro que las cosas
no acabaron ahí. Un día, una de las chicas con la que Juan Carlos había cortado en tercero le pidió a
Teresa que quería hablar con ella seriamente. Bajaron a la cafetería y se sentaron en una mesa del rincón.
Teresa recordaba que era de las pocas, si no la única, que se había mantenido al margen de hacerle las
advertencias de rigor sobre Juan Carlos. Cuando habló con ella mientras tomaba un té con limón y
fumaba un Fortuna, su cara y su expresión no reflejaban odio o rencor hacia Juan Carlos. Más bien tenía
miedo. Le estuvo explicando despacio que cuando todas se referían a lo poco que le convenía salir con
Juan Carlos no era porque fuese un hipócrita o un chulo, de los que son encantadores al principio y en
seguida ponían los cuernos o cortaban en un abrir y cerrar de ojos. ¡Ojalá! No se trataba de eso. Era algo
mucho peor. Juan Carlos era una persona potencialmente peligrosa. Y mucho. Tras esa fachada de
corrección, amabilidad y bondad, yacía muy oculta una violenta maldad. La chica, de nombre María, le
contó que se había llegado a preguntar si tal vez se tratase de algún trastorno psíquico grave, alguna doble
personalidad o incluso una psicopatía. Sólo ocurrió una vez, pero llegó a golpearla en uno de esos
arranques de ira, haciéndola sangrar. Ocurrió durante un puente, por lo que al regreso las marcas eran
leves y de aspecto inofensivo. Ella vivía fuera y durante las vacaciones se había quedado en Madrid a
estudiar, por lo que sus padres nunca las vieron. Tuvo tanto miedo que nunca le contó la verdad a nadie.
Teresa era la primera en saberlo. Inmediatamente cortaron. Juan Carlos no intentó la reconciliación, ni la
acosó y actuó de forma obsesiva. Eso había sido lo único bueno. Simplemente se limitó a tontear con la
siguiente chica. La agresión física había sido a cuenta de un asunto sexual. La forma de concebir el sexo
de Juan Carlos era calificada por María como despreciable. No quiso entrar en detalles, dijo que ya le
había costado bastante superarlo. Sólo mencionó que esa noche, él quería forzarla. Ante la insistente
negativa, hasta el punto de que ella empezó a suplicar entre sollozos que por favor la dejara y que la
permitiera irse a su casa, Juan Carlos perdió los estribos y le golpeó la mejilla con el dorso de la mano,
llamándola cría, zorra y más cosas. Ella comenzó a llorar histérica y el la abofeteó, llegó a darle un
puñetazo encima de la ceja izquierda (ella señaló una débil cicatriz en la zona como corroboración) y la
obligó a callar tapándole la boca y oprimiéndole la garganta. María, aún muerta de miedo y sin dejar de
sollozar, le obedeció. Después la instó a irse de allí sin dar ni pedir más explicaciones mientras
comenzaba a vestirse. Ella cogió sus cosas, se vistió en otra habitación en una muestra de pudor renacido
y se marchó de allí sin pasar de nuevo a verle y decirle adiós. Volvió a su casa temblorosa, intentando no
sufrir un ataque de histeria, y ya en su cuarto pasó llorando toda la noche.
Teresa escuchó todo el relato guardando un silencio sepulcral, sin interrumpirla ni una sola vez.
Apenas si decía meras interjecciones propias de la función fática. Se limitaba a asentir con la cabeza, de
forma lenta, con los ojos muy abiertos y el gesto serio. Cuando hubo acabado, ella contestó midiendo las
palabras.
— ¿Te das cuenta de que estás acusando a mi novio de malos tratos, de agresión sexual?
— Escucha…
— No, escúchame tú a mí. No te voy a llamar mentirosa ni envidiosa ni nada de eso. ¿Sabes?
Incluso juraría que es verdad, o yo al menos no he notado que intentases mentir. Tu cara no decía eso.
Pero estás hablando de temas muy serios, María, y entiende que no puedo guiarme por un solo testimonio.
¿Comprendes?
— Sí, lo comprendo.— María guardó muy bien la compostura.— En realidad no esperaba que
me creyeses, incluso pensé que me montarías una escenita. Sé que parece imposible en Juan Carlos. A mí
también me dijeron que era un cabrón y no las creí. Sólo quiero que tengas en cuenta lo que te he contado,
que por favor seas discreta con este asunto, y que si ves que puede pasarte lo mismo, le dejes antes de que
sea demasiado tarde.
María se levantó y abandonó la mesa. Teresa se quedó con la mirada fija donde ella había estado
sentada, como si aún siguiera allí, meditando sobre la conversación. De repente se volvió y la llamó.
— ¡María!
— ¿Sí?
— ¿Por qué me los has contado? ¿Por qué a mí?

33
Alfredo M. Pacheco

María se encogió levemente de hombros.


— No estoy segura. Supongo que quiero que ese cabrón deje de abusar de nosotras. Además, tú
pareces mejor chica que esas zorras con las que estuvo; no te lo mereces. Nadie se lo merecía, pero tú aún
menos.
Ella le dio las gracias con una sincera sonrisa. María se marchó y Teresa se quedó allí a
terminarse el refresco.
Tras los exámenes de febrero, las palabras de María se tornaron verdad como una funesta
profecía. Juan Carlos y Teresa, después de unos tres meses saliendo juntos, iniciaron las relaciones
sexuales. Al principio fue maravilloso. Teresa no recordaba haber tenido un amante mejor en su vida
(Juan Carlos era el tercer chico con el que se acostaba y no había lugar para muchas comparaciones). Pero
en seguida Juan Carlos reveló unos comportamientos que la inquietaron demasiado. Al principio parecían
manías, como la música. Cuando estaban en casa de él (vivía solo, y era donde hacían el amor en la
mayoría de las ocasiones), cuidaba mucho el ambiente, y usaba la música para que resultase óptimo. Le
gustaba escuchar discos mientras lo hacían. Al principio a ella le pareció original y divertido. La cuestión
es que Juan Carlos elegía diferentes discos según el día, y se valía de su empatía para con la música a fin
de canalizar emociones. El espectro de registros era muy variado: pasión, amor platónico, felicidad… en
esos casos solía recurrir a música sinfónica. En cambio usaba sus discos de vinilo para obtener cierta
sinergia con sentimientos de poder, autoridad, gozo, autosatisfacción… y no tenía en cuenta los deseos o
necesidades de ella. Sólo quería complacerse a sí mismo. Había una canción que la ponía nerviosa en
extremo, una variante del Jesu Meine Freude de Bach, cuyo vinilo tenía una abobinable portada con
motivos demoníacos. Con esa pieza, Juan Carlos alcanzaba un estado casi de trance, de proyección fuera
de sí. Le confería al acto unos tintes de ritual que incomodaban y asustaban a Teresa.
También estaba el tema de las posturas.
Juan Carlos era dado a posiciones de superioridad, en ocasiones que la dejaban en una situación
de simbólico sometimiento. Teresa se había dejado guiar por la mayor experiencia sexual de él, y en
efecto al principio la originalidad otorgaba mayor disfrute y placer, de una forma muy sana, todo había
que decirlo. Pero al unirlo a la música… era distinto. Siempre se situaba encima de ella, y usaba los
brazos para apoyarse y erguirse, separando los torsos. Obviaba las caricias y abrazos y se concentraba en
la penetración (típico de todos los tíos, tenía la sexualidad reducida a la zona de los genitales). En
ocasiones se arrodillaba y la sujetaba por las piernas, y Teresa se tenía que limitar a yacer con los brazos
laxos esperando que Juan Carlos llegase al orgasmo y rezando por tener ella uno. Después descubrió que
incluso prefería no tener que mirarla frente a frente. Comenzó a situarse tras ella, aunque manteniendo la
penetración vaginal. Las relaciones iban siendo cada vez más enérgicas por su parte, casi hasta el punto
de forzarla. Teresa iba sustituyendo el placer por el dolor. Incluso una vez llegó a sufrir una hemorragia.
A él no le dijo nada, tal vez por miedo.
El desencadenante final fue cuando quiso penetrarla analmente.
Cuando se dispuso a hacerlo, ella se sobresaltó y estuvo a punto de negarse rotundamente. Juan
Carlos la increpó y la acusó de cría y niñata. Teresa, que siempre había tenido presentes las declaraciones
de María, recordó en ese justo momento las palabras exactas, y supo que así era como debía haberse
iniciado el incidente en que él acabó golpeándola. Por eso, ella aceptó conteniendo las lágrimas, y
aguantó entre sollozos hasta que todo terminase. Al día siguiente, cortó con él en la facultad. Él lo aceptó
con cierta pesadumbre, aunque parecía que ya se esperaba que aquello tenía que llegar más tarde o más
temprano. En efecto, no intentó una reconciliación cuando ella le dio la noticia, ni la persiguió de ninguna
forma (llamadas, cartas, mensajes, seguimiento) tras la ruptura. Al poco tiempo, Juan Carlos salía ya con
otra chica. Y el ciclo se reanudaba.
María supo de la noticia. No hablaron de ello, pero cuando sus miradas se cruzaban, María sabía
que le había sucedido lo mismo y que en su caso, había cedido. Teresa bajaba la cabeza avergonzada. A
veces quería ir a hablar con María y decirle que tenía razón, y que estaba arrepentida de no haberla hecho
caso, y de no haber sabido parar la situación cuando empezó a notar que en efecto Juan Carlos no era todo
lo bueno que aparentaba. Pero no lo hizo. Su vergüenza pudo más que el daño que había sufrido.
Teresa no volvió a cruzar palabra con Juan Carlos. Le miraba llena de odio, deseándole la peor
de las suertes, iracunda con las nuevas incautas que caían en su juego de manipulación. Pero al fin y al
cabo, no era quien para señalar la paja en el ojo ajeno, pues no vio la viga en el propio.
Por eso, después de todo lo vivido, Teresa era incapaz de entender por qué yacía desnuda,
cubierta con una gasa, sobre algún tipo de mesa fría, en una sala oscura, escuchando esa odiosa canción
de Bach y con una especie de sacerdote sectario oficiando algún tipo de ritual en el que ella parecía ser,
cuanto menos, la ofrenda.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Aquella misma tarde, se había encontrado con Juan Carlos en la cafetería a la hora de comer.
Ella estaba de espaldas a la puerta y el había llegado por detrás, sin que Teresa se percatase. La saludó y
se sentó con ella a la mesa, excusándose educadamente, pero con todo el descaro del mundo. Teresa
comía una ensalada dentro de un tupper y le miró sorprendida, casi indignada. Estuvo a punto de
levantarse en el acto e irse, y posiblemente lo habría hecho de no ser porque estaba a mitad de la comida y
por sus normas elementales de educación. Juan Carlos inició un pequeño diálogo de aproximación,
interesándose por cómo le iba aquel año y qué tal había estado el verano. Ella respondió con parquedad a
todas aquellas cuestiones. Sabía que él quería algo más allá de ese mero interés por su vida, ya le conocía
muy bien. Y en efecto así era. En seguida ligó todas aquellas trivialidades con un asunto de prácticas en la
facultad: quería que Teresa dijese unas frases para unas cuñas de radio que iba a grabar aquella misma
tarde.
— ¿Y por qué yo precisamente? Tienes a miles de zorritas que te ayudarían encantadas.
Juan Carlos no pudo evitar reírse. Respondió divertido por la actitud y el lenguaje de Teresa.
— Sí, supongo que sí. Pero estoy particularmente interesado en tu timbre de voz y tu forma de
hablar, sabes… ¡oh! perdona, te he tirado la carpeta al suelo, soy un desastre.
— Ya la cojo yo.—dijo ella desconfiada, y se agachó a por su carpeta.
— No tardaremos nada. He estado preparando todo, y ya está a punto, para que cuando vayas sea
sentarte y grabar.
— Enséñame las frases.
— Tengo los guiones en el taller de radio.
— Mientes. Todas estas bazofias se hacen en los estudios de Radio Complutense, frente a la
biblioteca.
— No ésta. Son prácticas de edición, usamos los laboratorios del pasillo de la videoteca. En la
radio tienen los estudios cogidos a esta hora: están emitiendo.
Bregaron así un rato. Finalmente, ella cedió. No supo exactamente por qué. Tal vez por las
formas educadas de Juan Carlos (al fin y al cabo, no le había hecho nada desde la ruptura y ella no estaba
en el derecho de negarle favores), o por el simple motivo de que la dejase en paz. Lo cierto es que aceptó,
y que empezó a sentirse mareada al rato. Todo le daba vueltas y la vista se le nublaba. Tuvo que apoyarse
en las paredes del pasillo de la videoteca para no caer. Después, la oscuridad.
Lo siguiente que vino fue muy confuso.
Estaba tumbada en algún tipo de mesa y tenía la cara cubierta por una gasa oscura. Alguien,
delante de ella, cubierto con una túnica inició algún tipo de ceremonia. Escuchó invocaciones a Satán y a
otras deidades que no conocía, o que sólo le sonaban vagamente, por ser parte de su bagaje cultural. Los
momentos del ritual, o lo que aquello fuera, se mezclaban y confundían en su cabeza. Recordaba al
sacerdote manipular una espada y una campanilla, y también oír cómo decía algunas oraciones en un
idioma duro e ininteligible para ella. Había una congregación frente a él, delante del altar, pero escapaban
de su campo visual, así que no pudo ver cuántos eran ni su aspecto. Por la reverberación de la sala y el
ruido que hacían al responder al sacerdote calculó que entre diez y cincuenta, pero le era imposible
concretar más. La habitación estaba en penumbra y no podía ver sus límites, techo ni paredes, así que le
era igualmente imposible aproximar sus dimensiones (un dato que le habría ayudado a calcular el número
de personas). En varios momentos las oraciones se consolidaban con la exclamación “¡Hail Satán!”.
También creía recordar una frase introductoria del tipo “In nomine Satanás dei nostri…” o algo similar.
Llegando al final los presentes se acercaban al oficiante y le decían al oído cosas. Él las repetía en alto.
En esos instantes ella volvía a desfallecer por momentos. Después, recordaba frases que se repetían.
Todas hacían alusión a la llegada de alguien, y otras eran en referencia a la corrupción de algún tipo de
adversario, de atraerlo hacia ellos y ganarlo para su causa. Aquella parte estaba especialmente borrosa, y
dudaba si las frases se repitieron realmente o sólo lo hicieron en sus sueños. También sospechaba que el
sacerdote la hubiese tomado mientras dormía, pero ahí su memoria se quedaba absolutamente en blanco.
Sólo sabía que despertó temblorosa en un rincón de hormigón y cemento, con algo de frío.
Estaba ligeramente entumecida. Ya debía de llevar un buen rato en aquella fría cama de piedra, y si en los
próximos días se resfriaba no le iba a extrañar lo más mínimo. Miró en derredor aún sin saber ni dónde
estaba ni cuándo. Al poco rato reconoció el lugar. Seguía en la facultad, pero no en los pasillos ni en las
clases, sino fuera, junto al césped. Estaba en un recoveco poco transitado, un rellano al que llegaban unas
escaleras desde la parte delantera y otro tramo continuaba hasta la parte trasera. Una especie de camino
anexo adyacente al ala sur del edificio que casi nadie usaba; todo el mundo iba por el césped o por el
interior de la facultad. El césped se extendía ante ella, en pendiente. Era de noche y sólo quedaban
algunos grupos y parejas desperdigados, la mayoría abajo, donde el suelo estaba llano, a la salida trasera
de la cafetería. Comprobó la hora: las siete y media. Podía llevar unas dos horas ahí tendida y nadie había

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Alfredo M. Pacheco

dicho nada. Por inercia se dirigió hacia abajo, si bien su intención era irse inmediatamente a casa. Todas
sus cosas estaban junto a ella: su bolso, su carpeta y su mochila con sus libros y el tupper de la comida,
ahora vacío. Si la habían secuestrado, no la habían robado ni substraido nada. A posteriori, aquello
resultaba más bien fruto de una mala ensoñación o una paranoia. Caminó tambaleándose ligeramente, aún
con las articulaciones atrofiadas (cuando había despertado estaba acurrucada y encogida, prácticamente
en posición fetal). Y aunque al entrar al servicio comprobó que no tenía buena cara, pues estaba pálida y
con los ojos ligeramente inyectados en sangre, fuera en el césped nadie le dijo nada, todo lo más algún
que otro estudiante la miró con curiosidad. También se dio cuenta al mirarse con detenimiento al espejo
que tenía las pupilas algo dilatadas: le habían suministrado algún tipo de fármaco, de ahí su estado
durante el rito, de ahí sus desmayos. Alguien se lo dio antes de desfallecer. ¿Fue acaso Juan Carlos? ¿Pero
cuándo?
Lo más irónico era que en su casa ni siquiera la echarían en falta. Los miércoles entre clases y
alguna práctica se quedaba hasta las siete. No era extraño que después fuese a la cafetería a relajarse y se
quedase allí otra hora, así que sus padres aún no habían empezado a preocuparse por su retraso (en esos
momentos estaría llegando si se hubiese ido a casa a las siete). Decidió que debía de tomar algo caliente,
un café o algo por el estilo, pero no allí. No quería encontrarse con sus compañeras de clase y tener que
dar excusas: ¿por qué había faltado a clase? ¿y por qué, ya que no había ido, seguía allí y no se había
marchado a su casa? ¿dónde había estado, si al fin y al cabo la habían visto comer en la cafetería? No era
egoísmo, o que entendiese aquellas preguntas como intromisiones, al fin y al cabo preguntar por qué
alguien no había ido a clase podía estar perfectamente cargado con la mejor de las intenciones, y se
podían dar mil y una razones como respuesta que el interlocutor aceptaría de buen grado sin reprochar
nada. Pero ella no podía afrontar esa situación tal y como lucía su rostro y teniendo en cuenta su estado de
nerviosismo, cercano al shock postraumático. Despertaría sospechas en seguida, y aún no sabía cómo iba
a llevar lo que le había sucedido esa tarde. Posiblemente lo ahogaría en el silencio igual que hizo con todo
el tema de Juan Carlos.
Así que decidió irse al metro y meterse en una cafetería en cualquier parte entre Ciudad
Universitaria y su casa, mirando en todas direcciones furtivamente, con miedo, temerosa de que Juan
Carlos estuviese por allí, siguiéndola.

Juan Carlos guardaba los accesorios del ritual con metodología y cuidado. Algunos quedaron
dentro de una hermosa caja de madera barnizada, cuyo interior estaba forrado de terciopelo rojo. Otros,
como la espada, simplemente los ocultó bajo el altar tal cual estaban, junto con la caja. Iván y Manuel
vestían a la inconsciente Teresa. El resto de los ceremoniantes ya se habían marchado, y ellos ya habían
colgado sus túnicas en las perchas.
— Un día se nos va a despertar una de estas zorras así, como estamos ahora, y la vamos a
cagar.— decía Iván para romper el hielo.
— Se la mata y punto— les indicó Juan Carlos desde el altar. Iván, sorprendido, comprobó por
su neutralidad que hablaba en serio. Manu no dejaba translucir en su rostro ninguna expresión, indicando
de esa forma que Juan Carlos estaba en lo cierto y aquello no tenía más vuelta de hoja.
Terminaron todos. Teresa seguía inconsciente. Iván temió que ella estuviese mal y que le pudiera
ocurrir algo, pero en vista de las consideraciones de Juan Carlos, decidió no decir nada más.
— Bueno.— anunció solemne pero jovial Juan Carlos.— Señores, ha concluido. Dejemos a esta
señorita donde siempre. Por favor, vosotros primero.
Dejaron el lugar con precaución, asegurándose de que nadie les veía salir por aquella puerta falsa
del sótano de la videoteca, aunque como siempre no había nadie rondando por allí. Entre Manu y Juan
Carlos llevaban a Teresa, cada uno asiéndola de un brazo. La facultad estaba sensiblemente más vacía y
nadie se les cruzó por el pasillo. Ya en el sótano segundo, saliendo por la cafetería, el tumulto les
convertía en un grupo más de estudiantes y pocos se fijaron en ellos de forma especial. No obstante, Juan
Carlos simuló un par de veces que intentaba reanimar a Teresa de su desmayo, y así parecía que
simplemente sacaban a la chica a la calle para que le diese el aire.
La depositaron donde luego despertaría y se fueron de allí. Iván fue a la boca del metro y marchó
a su casa. Juan Carlos y Manuel se quedaron dando una pequeña vuelta por el césped. La tarde era tibia
aunque un poco nublada, propicia para estar fuera. El sol estaba bajo y las sombras eran largas. La típica
tarde otoñal. Los chicos caminaban muy despacio, dando pasos cortos y lentos, una mera formalidad para
no quedarse parados.
— ¿Lo conseguiremos, Juan Carlos?
— Estoy seguro de ello.— dijo tajante y resuelto. Los dos miraban al suelo, se diría que
cariacontecidos por alguna tragedia.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— ¿Y qué hay de él?


— No te preocupes. Ya te dije que es afín a nuestra filosofía, o al menos así lo parece. Nos lo
ganaremos, será uno de nosotros y cuando llegue la hora de la venida, no podrá hacer nada: será
demasiado tarde.
— ¿Cómo sabes que se trata de él?
— Aparte de por la cruz que lleva colgada al cuello, francamente no tengo pruebas. Pero algo me
lo dice. Es un presentimiento, cuya certeza va más allá de la razón.
— Entiendo. Y dime ¿cómo piensas atraerlo hacia nosotros?
— Créeme, está viniendo él sólo. No obstante, hay alguien que creo que me podría ayudar, uno
de esos aspirantes.
— Ya. Bien, confío en ti, eso ya lo sabes. Has levantado esta comunidad y la has dirigido con
eficiencia estos años. Y sabes que yo he estado siempre a tu lado. Entre nosotros la palabra es suficiente.
— Lo sé. Tu coherencia se verá recompensada.
Manuel consultó su reloj. Debía irse.
— Yo me voy que he quedado con unos colegas en La Riviera. Esta noche tocan los Blind
Guardian.
— Te acompaño al metro. Me voy a casa.

Si en el aula 536, por la tarde, alguien preguntase por Gregorio Oliver, difícilmente nadie le
podría indicar con certeza quién era, o más aún, diría que ese alumno no pertenecía a esa clase. Y era que,
pese a la alta asistencia de Gregorio a clase, el grupo B de tercer curso de Publicidad y Relaciones
Públicas apenas le conocía. O al menos, pocos relacionaban la cara de las mesas del fondo con ese
nombre.
Oliver no tenía amigo alguno ni había tenido ningún compañero con el que se relacionase
especialmente en sus tres años de facultad. Se le veía andar solo por los pasillos y permanecer sentado en
clase leyendo algún libro o simplemente cruzado de brazos, esperando al siguiente profesor, para copiar
apuntes con hastío y aguardar una nueva asignatura, y otra vez igual, deseando acabar la jornada para irse
a la residencia y allí poder no hacer nada.
Medía aproximadamente un metro setenta y tres. Llevaba gafas, y vestía tonos apagados, sin
vida. Tenía el pelo negro, bastante corto, peinado hacia delante, sin raya. Los ojos eran de color verde
aceituna, vacuos de expresión, algo hundidos debido al peso de la montura de las gafas. Presentaba
marcas y cicatrices en pómulos y mejillas debido a un acné excesivo en su adolescencia y que aún con
veinte años daba algunos coletazos.
Había venido de Toledo a estudiar una carrera que no le entusiasmaba y que sacaba a duras
penas debido más que a su nivel de inteligencia a su falta de motivación por la materia impartida. Eso de
la creatividad y la innovación, que tanto se asociaba con aquellos publicitarios en potencia, no le pegaba
en absoluto. Pero tampoco sabía muy bien lo que deseaba realmente hacer. Se había vuelto en extremo
apático, y para él la vida había pasado a ser un esperar a lo que ocurriese después. Ya no tenía iniciativa
ni afán creativo. Antaño era un niño inocente y generoso, pero la vida le fue enseñando que con buenas
intenciones no se llegaba a ningún sitio, si es que se lograba sobrevivir. Alguna especie de castigo divino
o broma cruel del destino le había deparado un carisma especialmente negativo, y tendía a atraer el
desprecio y las vejaciones de los chicos abusones del colegio y el instituto. No aguantaba más allí y
decidió irse a estudiar a Madrid. Publicidad empezaba a estar en boga y le pareció una buena opción en el
aspecto de salidas profesionales, cosa que ya no tenía tan clara. Escaldado de los resultados que habían
dado su afán de integración y aceptación en el grupo, al iniciar su nueva vida en la capital, desconfió de
todo el mundo. Se había quedado solo, pero a él le parecía mejor eso que ser el objeto de todos los
desahogos y demostraciones de virilidad de los cuatro malnacidos de turno.
En consecuencia, los trabajos en grupo le suponían un enorme handicap. Las dificultades que
tenía para relacionarse empezaban a hacerse insalvables. Además, odiaba tener que ir pidiendo caridad a
nadie. Lo mismo ocurría a la hora de pedir apuntes. Por eso prefería acudir a todas las clases y obtenerlos
por él mismo. Al menos en eso era bueno. Se aburría hasta la desesperación, pero unas pellas no
mejorarían mucho la situación. Para aburrirse en los pasillos o la cafetería, mejor hacerlo en un aula
calentita y llevar la asignatura al día.
Prefería aprobar por exámenes a tener que realizar trabajos. Algunas optativas lo permitían así.
Un trabajo de documentación o de análisis equivalía a un aprobado. Había dejado la política de ir a por
nota y se conformaba con pasar aunque fuese por los pelos, pero era reticente a las pseudo-prácticas de la
carrera. Le gustaba más tenerlo todo por apuntes y enfrentarse a una prueba escrita que tener que patearse
las bibliotecas del campus entero en busca de libros y referencias bibliográficas, de copiar y fotocopiar

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Alfredo M. Pacheco

cuadros y epígrafes, aguantando insoportables colas en reprografía. Incluso le fastidiaba tener que coger
prestados o comprar libros de texto para algunas asignaturas. Prefería pasar el menor tiempo extra posible
en Ciencias de la Información y en Ciudad Universitaria en general.
Su ideal eran clases como la de Economía Mundial, una optativa de primer ciclo. Clase
magistral: la profesora explicaba los temas mientras los alumnos iban copiando casi al pie de la letra todo
lo que salía de boca de la ponente. Cada uno se buscaba la vida. En febrero, examen tipo test y se acabó la
historia. Curiosamente, Chema también estaba matriculado en esa asignatura.
Otras materias se aprobaban sin examen. Era el caso de Derecho en Telecomunicaciones e
Internet. Un sencillo trabajo y la participación en debates podía suponer un cómodo atajo para la
calificación de hasta un Notable. No solía hablar en los debates, pues no era muy bueno hablando en
público y no le daba tiempo a sentar una opinión coherente o un juicio lo suficientemente reflexionado.
Los debates se iban desarrollando a partir de los comentarios improvisados que iban respondiendo los
diferentes alumnos, y el tema iba evolucionando casi por alusiones más que seguir una línea determinada.
Al menos tenía la opción de la lista de discusión vía correo electrónico. Podía leer tranquilamente el total
de mensajes que se mandaban, recapacitar sobre el tema y enviar una respuesta madura y apropiada.
Claro que el foro apenas había empezado. No habían hecho un mes de clase y las cosas estaban aún en el
principio.
En ese grupo había un chico de quinto curso que intervenía con asiduidad en las discusiones.
Hablaba muy bien, con educación extrema, casi rozando la pedantería. Por su aspecto se podría pensar
que era el típico pelota que apoyaba todas las opiniones del profesor, pero nada más lejos. Argumentaba
ideas casi revolucionarias, sobre una red de telecomunicaciones libre del control de los grandes grupos
multimedia y de las empresas más fuertes, que ejercían inevitablemente la censura de contenidos e ideas.
No obstante, su actitud era más bien la de poner las cartas sobre la mesa y dejar las cosas claras que la de
buscar un levantamiento popular en el aula. A Gregorio le recordaba a ese político nuevo que había
fundado un partido ese verano, el tal Luengo, de la FEUNE, que ya contaba con equivalentes en otros
países de Europa. El chico de clase, Juan Carlos, gozaba de bastante carisma. Por alguna razón le llamó la
atención el primer día de la optativa. Destacó de entre el resto sin ningún motivo especial, como si tuviese
algo más allá de la razón que atrayese miradas sobre él. Gregorio vio cómo aquel veterano se
reencontraba con amigos suyos que había conocido en años anteriores, coincidiendo con ellos en otras
optativas y genéricas. Las chicas parecían adorarle. Debido a su experiencia, Oliver se dijo que era mejor
mantenerse alejado de él, en el otro extremo de un universo donde Juan Carlos era el centro alrededor del
cual giraban el resto. Un guaperas ligón como Juan Carlos y un perdedor como Gregorio nunca podrían
acabar como amigos.
Pero no fue así.
Era asombroso, pero Juan Carlos era distinto al resto de líderes que tanto arremetieron contra
Gregorio en el instituto. Había mucho tras aquella fachada, y la fachada ya de por sí era insuperable. Por
alguna extraña razón, tenía un especial interés en la soledad de Gregorio, y quería sinceramente
integrarle. Aunque no con la clase.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo Vº:
Escuchando la llamada.
Hay profesiones que pueden considerarse vocacionales. Literatos, artistas, clérigos… e incluso médicos,
abogados y profesores. Oficios estereotipados y muchas veces idealizados en la infancia, modelos de estatus y de
conducta que el individuo desea imitar. Eso les confiere su carácter vocacional. Rara vez la política posee este
distintivo, aunque hay casos.
Los diferentes trabajos tienden a tener colectivos propios, en ocasiones abiertos a personas no
ejercientes. Círculos artísticos abiertos a jóvenes interesados; asociaciones religiosas como las cofradías, para los
feligreses; o asociaciones estudiantiles con carácter político. La motivación para integrarse en estos patrones es
un mundo para cada sujeto. Algunos lo explican incluso con caráctar transcendental y místico: oí la llamada y la
obedecí. Es muy apropiada para las profesiones religiosas, aunque no tan inocente, pues ¿dónde termina la
religión y empieza el sectarismo? Se puede establecer una analogía con los grupos políticos, cuando se ingresa
en un movimiento radical. Y por supuesto, si política y religión confluyen, los resultados pueden ser
sorprendentes…

Marcus tardó algo más de lo previsto en cumplir el encargo de Rafa. No obstante, finalmente lo
consiguió, e informó a Rafa de los resultados justo una semana después de la conversación entre ambos.
Reacio a salir de su habitación para no perder ni un segundo de su precioso tiempo, Marcus avisó
a Rafa por teléfono, usando la línea interna que conectaba las habitaciones de la residencia. Le pidió venir
a su cuarto y continuó con lo suyo. Rafa se personó en cuestión de instantes, y llamó con los nudillos a la
puerta. Marcus, absorto en la carga de una página web, casi había olvidado que lo había llamado, y dudó
unos instantes sobre quién podría ser. Su memoria le brindó el dato de que acababan de hablar y su
estructurada mente empezó a llamar más recuerdos como si lo hiciese a través de hipervínculos de la red.
Para cuando llegó a la puerta a abrir, su curiosa red neuronal le había cargado y ordenado todo cuanto se
relacionaba con Rafa y su encargo.
— Hola, me has dicho que ya tienes lo que te pedí.
— Lo tengo, lo tengo. Pasa.
La eficiencia como documentalista de Marcus contrastaba con su orden. No era sólo que tuviese
toda la mesa llena de papeles o los libros en cualquier sitio. Los diversos resultados que había obtenido
(notas a mano, archivos impresos, etcétera) ni siquiera estaban juntos. Colectó de entre los montones de
folios de la mesa y estanterías algunas hojas de papel de diversa índole. Se sentó e hizo sentar a Rafa a su
lado. Observó lo que tenía y lo clasífico grosso modo a fin de darle a a su interlocutor una información
que siguiera una línea discursiva coherente y progresiva. Una de las razones por la que no ordenaba
previamente los documentos era porque su cerebro podía hacerlo en el acto, por muy caótico que fuese el
material que se le presentase.
Marcus se quitó las gafas de pasta negra y las dejó colgar del cordón, y se puso las metálicas que
guardaba en el bolsillo de su eterna bata, amarillenta y sucia. Se dio cuenta de que se había quitado las de
cerca y se había puesto las de lejos. Invirtió la operación y comenzó.
— Bien, después de preguntar a algunos de los chicos de la residencia, encontré un pequeño
rastro. Pude contactar con algunos de sus compañeros de clase y después de que me llevasen de una
persona a otra, alguien me dio su número de teléfono actual. Como ya te dije, sigue aquí en Madrid.
Contacté con él y le dije que alguien le había enviado una carta a la residencia por error. Él me recordaba
aún, y me pidió que se la reenviase. Por cierto, es lo que he hecho, espero que no te importe.
— ¿Eh?— Rafa dudó un poco. Aquello es algo que hubiera preferido que supiese Chema, por su
interés en el asunto, antes de que Marcus la hubiese mandado, pero supuso que no era nada grave— No,
claro que no.
— Me dio su dirección para que la mandase— le dio la primera hoja, con los datos de la calle y
el número—. Le pregunté por su vida, un poco por educación, y me dijo que vivía solo en el piso y que
había empezado a trabajar. Seguimos la conversación y averigüé que está en un partido político, en plan
aprendiz: mitad secretario pasando cartas y mitad chico de los recados llevando papeles de un lado a otro.
El chaval parecía bastante contento. Intenté sacarle algo sobre la carta, pero eso era más difícil. Se lo solté
de pasada, y le dije que tenía la estrella, ésa de cinco puntas y hacia abajo. Dijo que era un amigo suyo un

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Alfredo M. Pacheco

poco bromista y esquivó el tema. Mentía, claro. No cayó en que si sabemos que es para él es porque la
abrimos por error, claro que yo no se lo llegué a decir.
— ¿Se cabreará cuando la vea abierta?
— Sí, pero se tendrá que joder. Al fin y al cabo, tú la abriste porque llegó a tu habitación y no
tenía destinatario. La próxima vez que no vayan en plan místico y misterioso.
Rafa asintió con la cabeza, viendo que Marcus llevaba la razón.
— Miguel me colgó pronto. Llevábamos un rato hablando y se empezaba a poner nervioso por el
tema, así que me dio un par de excusas y terminamos de hablar. Eso fue el viernes por la tarde. Después,
me puse a buscar dónde estaba currando y en qué secta podría estar. Lo de las sectas no lo tengo claro. La
estrella es típica del mundo esotérico y mágico, pero cada secta tiene su símbolo propio y personalizado,
por decirlo de alguna manera. Por ejemplo, la Iglesia de Satán usa uno de esos pentagramas, pero con el
dibujo de Baphomet dentro de la estrella y el nombre de Leviatán escrito en hebreo.— le mostró el
logotipo que descargó de la propia página de la Iglesia de Satán—Al parecer, Baphomet era el ídolo de
los templarios, por si te interesa. Y por cierto, este logotipo esta registrado. El caso es que la mayoría de
las sectas hacen algo parecido, estrellas con cabezas de macho cabrío, caracteres hebreos, algunos signos
con serpientes… —varios de los folios tenían impreso los diversos símbolos de las sectas— pero ninguna
con tan sólo un pentagrama. El pentagrama es un signo común, un icono básico, no la identidad de
ninguna institución.
— Ahá. ¿Y sobre su trabajo?
— Bueno, eso era más fácil, aunque me costó lo suyo. Empecé por los partidos grandes, los
típicos, pero no aparecía. Seguí con otros más minoritarios, tanto que nunca consiguen representación en
el las cortes. Ya me estaba desesperando, y empezaba a pensar en los regionales de fuera, lo cual no tenía
sentido, cuando me acordé de la FEUNE.
— ¿La FEUNE?
— Sí, la fundaron este verano. Significa Federación Española para la Unión de Naciones
Europeas. Han salido recientemente equivalentes en Francia, Alemania, Austria e Italia. Parecen un
partido en plan liberal progresista, de los del siglo diecinueve, con los intelectuales a la cabeza. No
parecen radicales, así que no creo que la carta venga de allí.
— ¿Y Miguel está trabajando allí?
— No sólo eso. Está afiliado al partido.

Chema escuchaba con suma atención al día siguiente toda la información conseguida por Marcus
de boca de Rafa. No imaginaba que Rafa pudiera obtener unos resultados tan sorprendentes en tan poco
tiempo. El tal Marcus, el compañero de residencia del chico, era todo un fuera de serie, y el recuerdo de
Pentium le vino inevitablemente a la memoria. Hojeaba los dibujos de los logotipos de las diferentes
sectas que le había traído Marcus. Ninguno coincidía con la estrella austera y esquemática hecha en tinta
que aparecía en el reverso del sobre. Le devolvió los dibujos y se quedó con la dirección y el teléfono de
Miguel, por si en algún momento le eran útiles.
— ¿No te importa que Marcus le mandara la carta?
Chema se encogió de hombros.
— No, supongo que no. Sólo quería averiguar de qué se trataba todo esto y a quién iba dirigida,
nada más.
— ¿Qué esperabas encontrar?
Chema miró intrigado a Rafa. Tenía su expresión absorta de siempre, vacua, cuya mirada estaría
perdida en el vacío de no ser porque su interlocutor estaba a dos palmos de él. Sus ojos perdidos eran
incapaces de penetrar en los pensamientos o intenciones de Chema, no poseían suspicacia o malicia
alguna. Por eso Chema se extrañaba de que alguien con esa expresión le hubiese lanzado tan directa y
aguda. Volvió a esbozar un gesto de indiferencia y dijo:
— Un chico de la facultad, eso es todo.
Rafa, que prácticamente había olvidado el incidente del primer día con Iván y Juan Carlos, no
podía ni sospechar remotamente de quién hablaba Chema. Lo dejó pasar y únicamente le expresó que
esperaba haberle ayudado, a lo que Chema respondió que lo había hecho muy bien.
Estaban de pie al fondo de la clase, a primera hora. Rafa salió al pasillo y Chema se quedó
reflexionando sobre el tema.
La FEUNE…
Chema sabía a qué logotipo correspondía la estrella del sobre. Ya aquel verano Pentium le
descifró la clave del anagrama del partido. Las estrellas, el lápiz y la pluma no eran más que una cruz
invertida y una estrella de cinco puntas camufladas. Eso ya lo sabía, lo vio con sus propios ojos en su

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

ordenador. Pentium además había deducido el patrón del tamaño de las estrellas, una especie de esvástica
transformada y estilizada. Tal vez aquello no estuviera tan carente de sentido. Tal vez, se dijo Chema, aún
existía una conexión entre Miguel, la FEUNE y Juan Carlos.
Merche apareció sonriente por la puerta de clase. Dejó su mochila en uno de los sitios, junto a las
de los dos chicos, y se acercó a saludarle. Siempre tan atenta y simpática. Las clases se hacían más
soportables con ella al lado.
— Rafa me ha dicho que habéis encontrado al chico de la carta.
¡Oh, vaya! ¿No podría ese chico mantener algo de discrección?
— Sí, era para el que estaba en su habitación el año pasado.
— Así que asunto resuelto.
— Así es.
— No entiendo por qué tanto revuelo por una simple carta.
No sólo ha sido una, y tú no sabes lo que yo, pensó Chema.
— Bah, no me hagas caso, veo demasiadas películas de miedo y me había emocionado. Anda,
vamos fuera, quiero despejarme antes de empezar este suplicio.
— Me quedo, si no te importa.
— Como quieras.— respondió él sin darse la vuelta, y salió de clase. Merche se quedó mirando
en esa dirección, preocupada, preguntándose como siempre qué es lo que Chema había hecho que fuese
tan malo y que le perseguía desde Infantes hasta Madrid.
Chema hacía memoria intentando recordar cuántas Federaciones para la Unión de Naciones
Europeas habían surgido ya. Con la española hacían un mínimo de cuatro.
— Oye, Rafa ¿qué te dijo Marcus sobre la FEUNE?
Rafa miró al suelo y pensó en la conversación.
— Que parecían un partido del diecinueve, de intelectuales progresistas… no, de liberales
progresistas, con los intelectuales a la cabeza; que no parecían radicales… y que habían salido
equivalentes en más países, pero no recuerdo cuáles.
— ¿Sabes cuántos, al menos?
Rafa volvió a hacer memoria.
— Unos cuatro, aparte de España.
Es decir, un total de cinco.
Las cinco estrellas amarillas.

Acabado el mes de agosto, la FEUNE concluyó con los mítines realizados en las dos Castillas y
reinició la actividad política en Madrid junto con el resto de formaciones importantes. No tenían aún
representación en el Parlamento ni en el Congreso de los Diputados al no haber participado en ningún
proceso electoral, pero parecían disponer de un buen departamento de Relaciones Públicas, y su presencia
y notoriedad iba creciendo a un ritmo impensable. No había grandes crisis democráticas, el sistema estaba
consolidado y era la única salida viable tras el derrumbamiento del bloque comunista nueve años atrás.
Sin embargo, la FEUNE se empeñaba en demostrar que no era así.
En primer lugar, la Federación centró los intereses que pretendía defender. Las ideas del
secretario general Fernando Luengo despertaron gran atención entre buena parte de la población. Se
atrevió a decir que el socialismo estaba obsoleto, y que intentar defenderlo era reírse de la inteligencia del
ciudadano. Según Luengo, corría la era de la Información y la Comunicación, y no la Segunda
Revolución Industrial. España empezaba a desarrollar con fuerza el sector servicios, y los trabajadores en
ese sector no podían ser tratados como los obreros tradicionales que venía defendiendo el socialismo,
pues no compartían los mismos intereses. Para la FEUNE, el trabajador actual no estaba alienado de su
trabajo. Trabajaba con su mente y no de forma mecánica, y si no era así, se debía luchar para corregirlo.
Los empleados al servicio de la industria cultural y los grandes multimedia eran titulados, que habían
ingresado por alguna de las dos vías (universidad o módulos), no los hombres analfabetos que montaban
bisagras en las fábricas de los libros de Günter Wallraff.
La sociedad actual estaba consiguiendo lo inalcanzable: convertir a creadores (publicitarios,
escritores, periodistas, guionistas…) en autores alienados de su propia obra, en máquinas de escupir
textos escritos, audiovisuales o multimediáticos. La Ley de Propiedad Intelectual del año anterior había
dado un importante paso con su reconocimiento a los derechos de las obras audiovisuales, pero aún no era
suficiente. El sistema de producción reducía un enorme staff de trabajo a un menguado star-system de tres
autores y algunas estrellas.
Además, Fernando Luengo opinaba que si el trabajo en una cadena de montaje taylorista era casi
inhumano, intentar transvasarlo al ejercicio intelectual era un acto despiadado. Manipular tornillos

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Alfredo M. Pacheco

durante ocho horas era una cosa, pero escribir durante el mismo tiempo por sistema era aún peor. Se
creyese o no, el agotamiento mental era mucho más duro que el físico.
En aspectos de política internacional, las cosas estaban igual de claras para la FEUNE. No se
podía permitir las actuaciones unilaterales que Estados Unidos estaba llevando con Oriente Medio desde
finales de octubre. La sociedad norteamericana podría estar sumida en su habitual sopor y aprobar con
xenófobo entusiasmo las actuaciones de su presidente, pero el deber de los ciudadanos europeos era el de
estar más despiertos. Con el asunto de Kosovo, en el fondo era lo mismo. No era tolerable que la OTAN
fuese la mediadora del inminente conflicto, porque eso era a la larga una nueva decisión unilateral de
Norteamérica. El gobierno español no decía nada al respecto, y los socialistas poco podían hacer siendo
uno de sus militantes el propio presidente de la Organización.
Sólo aprobaban el buen rumbo que el Gobierno había tomado hacia la unificación de Europa,
pero aún así no veían al partido conservador nacional como cabeza del partido demócrata-cristiano
europeo. La FEUNE creía en una unión aún mayor para Europa: la política. Un estado federal que tal vez
reajustase algunas de las fronteras existentes, y en el que se viese por fin que las autodeterminaciones de
los pueblos y las consignas independentistas no iban a ninguna parte, pues todos serían parte del
continente, y Europa (según decían los de la Federación) sería un estado de cultura plural.
El resto de Federaciones Europeas mantenían la misma línea. La Federación Italiana sería la
primera en tener la posibilidad de tener representantes el el Consejo y el Parlamento, pues se avecinaban
elecciones tras la dimisión de Prodi. Esta Federación era la que más acusaba su rechazo a la corriente
demócrata-cristiana y a los poderes de la Iglesia en las instituciones supuestamente laicas.
Pese al extraño posicionamiento ideológico de la FEUNE, curiosamente se percibía como una de
las formaciones más coherentes, aunque los medios no se ponían de acuerdo. El País no aprobaba ese
rechazo al socialismo, La Razón y ABC los veían como una especie de neo-marxistas, y su marcada
tendencia cosmopolita conducían a que la tachasen de “apátrida” y de poner en peligro principios
constitucionales. Diario 16 los veía como reaccionarios y capitalistas. Sólo El Mundo aprobaba con
moderación su tendencia europeísta y el consecuente respaldo al gobierno, pero nada más; en ocasiones
pensaban que rozaba el límite de la democracia. Con todo, esa pequeña simpatía no era recíproca.
Pero con apoyo de los medios o sin ellos, la FEUNE era día a día más popular e iba contando con
más simpatizantes.

El resto de la semana en que Chema habló con Rafa, y la siguiente, transcurrieron sin ninguna
novedad. Fuera lo que fuere (o quien fuese) aquella intriga contra Chema, si realmente era algo
organizado, había cesado su actividad. No más cartas, no más estrellas de cinco puntas, al menos por el
momento. Era ya viernes trece de noviembre, fecha señalada como día catastrófico para la cultura yanki
cuyo efecto más preocupante y tangible era el legendario virus informático que actuaba ese día. Chema ni
se había molestado en cambiar la fecha al ordenador. Si tuviera que hacerlo cada vez que había peligro de
virus, no daría abasto, y la mitad de los días del calendario tendrían que ser burlados. De hecho, ni
siquiera había necesitado encender el ordenador ese día, y dadas las circustancias no lo haría en las tres
horas escasas que quedaban para la medianoche.
Estaba llegando a la estación de metro de Tribunal. Los chicos de clase habían organizado una
informal fiesta, o traducido, los “populares” habían quedado para hacer botellón y habían permitido que el
resto del mundo se les uniera. Después de recaudar dinero para comprar la bebida, todo el mundo se
reagruparía siguiendo los patrones de siempre y a partir de las doce empezarían los dispersamientos:
conflictos a la hora de decidir a qué bares ir y gente que regresaría a su casa o al menos a su ciudad de
residencia, para continuar allí la noche.
A Chema no le apetecía demasiado ir. Al menos no en esa ocasión. No tenía grandes amigos
aparte de Merche y Rafa, y no le gustaba regresar a Leganés él solo y utilizando las líneas nocturnas de
autobuses. Había acudido al encuentro por influencia de Merche. Últimamente notaba que las cosas se
enfriaban entre ellos. Chema andaba siempre preocupado y alerta ante una nueva amenaza, una nueva
nota, una nueva pista. Merche, al notarle así, se preocupaba por él y le invadía una sensación de
desasosiego ante su infranqueable misterio. Y él se deprimía aún más pues era consciente de la
preocupación de la chica; y el juego de espejos cruzados podría prolongarse indefinidamente. Por eso,
Chema encontró aquella fiesta informal como una buena ocasión para recuperar los antiguos lazos de
fuerte amistad y camaradería que les unían a principios de curso. Se recordó a sí mismo que deseaba
extraer a Merche del contexto académico que siempre les envolvía, y ver no la Merche la estudiante sino
a Merche la persona, la auténtica, por decirlo de alguna manera, si acaso podría considerarse como
verdadera alguna de las múltiples máscaras que la gente se pone dependiendo de la situación social a la
que se enfrentan. Además, Merche añadió otro argumento para que viniese que le pareció muy válido:

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Rafa. Al ir ellos dos, conseguirían obligar al chico a acompañarles, pues también era reacio a aquel tipo
de acontecimientos. Tampoco había hecho grandes amigos, y en la facultad dependía en gran medida de
Merche y de Chema, especialmente de éste último. Así pues, decidió que lo mejor era ir.
Salió a la boca del metro. Los otros dos aún no habían llegado. Vio a algunas personas de la
clase y se acercó a saludarles, mitad por cortesía y mitad por hacerles saber que podían contar con él, con
Merche y con Rafa para el presupuesto de la bebida. Algunos encontraron raro que Rafa fuese a asistir a
la fiesta, y otros ni tan siquiera sabían quién era. Continuaron hablando de cosas superficiales y
relacionadas en su mayoría con las clases: incidentes graciosos de aquella semana, opinión sobre
profesores, expectativas sobre algunas asignaturas y exámenes… Los grupos se iba reorganizando
continuamente ante la llegada de nuevos chicos y chicas. Chema sentía que revoloteaba de un lado para
otro, saludando y alternativamente a unos y otros grupos y viendo cómo en los que permanecía más de
dos minutos la estructura se desmembraba y se recomponía sin pausa. Por fin llegaron Rafa y Merche,
juntos. Parecía que se habían encontrado en el metro. Chema no sabía qué camino habrían tomado para
venir.
Tras casi media hora de espera, aguardando la llegada de los más rezagados, invitados fantasma
cuya identidad resultaba que nadie conocía (debido a la falta de organización, pues todo el mundo tan
sólo sabía que se estaba esperando a alguien), el grupo por fin comenzó a moverse guiado por un líder
invisible. Las voces de los tres o cuatro mandamases de siempre pugnaban por lograr homogeneizar la
opinión de la gran mayoría. Por doquier se oían quejas, objeciones y preguntas impacientes sobre a dónde
se iba, y tan pronto se votaba por una opción surgía una nueva corriente en contra que la anulaba. Casi de
milagro, un grupo reducido consiguió recaudar el dinero para la compra. Los tres chicos dieron el importe
exacto y se olvidaron de cuentas. Los trapicheos a la hora de devolver cambio y demás no les interesaban.
Se desentendieron del resto y empezaron a hablar entre ellos, bajando tranquilamente a la Plaza del Dos
de Mayo al ritmo de la clase.
El lugar ebullía de gente. Se buscó un hueco lo bastante grande como para albergar a la
cincuentena de jóvenes. Algunas snobs de capital de provincia y alrededores parecían reticentes a que sus
vestidos y prendas de fin de semana se manchasen en el suelo y permanecieron de pie o en posiciones
intermedias bastante incómodas (en cuclillas, inclinadas, agachadas…). Madrid era el paraíso para
aquéllas y aquéllos que aspiraban a destacar del pueblo o la ciudad pequeña y sobresalir entre sus iguales.
Allí a ellos les parecía que cada jueves, viernes y sábado era como un puente, que la vida nocturna no
tenía ni tan siquiera los límites de la luz solar. La decadencia se materializaba en gotas de etanol disuelto
en agua, en hojas secas envueltas en papel ardiendo y a veces en polvo blanco sintético. Todo ello
merecía la pena sólo para después poder regresar y contar que se había estado allí y había probado la
experiencia, y que fuera de las murallas del feudo existía un mundo radicalmente distinto. Por suerte,
pensó Chema, Merche no era de ésas. No se había dejado deslumbrar por las luces de la capital. Seguía
siendo una chica sencilla, inteligente y muy simpática.
Merche, con su habitual desparpajo, buscó a los controladores de la bebida y le solicitó dos minis
de whisky con Coca-Cola. La simpatía y el atractivo de ella favoreció la rapidez con que su deseo fue
satisfecho. Regresó con los otros dos y le tendió uno de los vasos a Chema. Le había preguntado a Rafa si
quería un mini, pero él dijo que se conformaba con dar ocasionales tragos a las bebidas de ambos (no era
un gran bebedor).
Transcurrió el tiempo con un ambiente distentido y mucho estrépito. Por doquier los grupos de
clase brindaban en alto, pretendiendo ser portadores de un espíritu de unidad. La algarabía reinaba.
Merche no cesaba de hablar, tratando de rescatar al Chema que había conocido al final del verano. Y con
éxito. Los dos se sumieron en un discurso imparable que saltaba sin cesar de un tema a otro a golpe de
alusiones y referencias. Rafa, poco hablador, escuchaba casi estutupefacto, las incesantes ideas de sus dos
amigos. Tampoco era un gran orador, y le agradaba ser mudo testigo del amplio despliegue de cultura y
buen juicio que la pareja estaba haciendo.
Cercana la medianoche, empezaron las primeras deserciones. La reserva de bebida estaba casi
diezmada y los estómagos llenos. Algunas de las snobs, deseosas de lucir en su justa medida los
modelitos que vestían, empezaban a apremiar a los cabecillas de grupo para que continuasen la fiesta de
local en local. Rafa, aunque encantado con la velada, se retiró a la residencia. Merche y Chema insistieron
en que no se marchase solo, pero él no permitió que abandonasen la fiesta por su culpa. Aún así, no pudo
evitar que le acompañasen a la boca del metro. Chema estaba más animado que al principio. Buena parte
de ello se debía a Merche, y la otra al mini y medio que habría ingerido a lo largo de las escasas dos horas
que llevaban en la plaza del Dos de Mayo (pidieron otro entre los dos cuando se acabaron el primero).
Viendo que la noche transcurría bien y se sentía agusto, decidió dar una prórroga y esperar algo más de

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Alfredo M. Pacheco

tiempo mientras el servicio de suburbanos siguiera abierto. Volvió junto con Merche a la plaza, dando un
agradable paseo.
— Vaya, por fin te veo un poco más contento.— dijo Merche, incapaz de guardar un minuto de
silencio.
— Sí, esta noche me lo estoy pasando bastante bien. Y es gracias a ti.
— Muchas gracias. Me alegra verte así. En clase estás tan preocupado…
— Sí,— contenstó encogiéndose de hombros— los trabajos y todo eso.— no se lo creía ni él.
— ¡Oh, vamos! Pero si no damos ni palo. ¿Qué es lo que te pasa?
— Joder, yo tengo mis movidas…— protestó él.
— ¿Es por esa carta? ¿La que le mandaron a Rafa? Eso fue hace un montón, y el asunto ya está
resuelto. No me gusta verte tan triste.
— De acuerdo.— mintió— Ahora que ya sabemos que eso no nos incumbe, volveré a estar un
poco más sociable y alegre.— sonrió y rodeó por la cintura a Merche. Se dijo que tal vez si estuviera
sobrio no se habría atrevido. El corazón le palpitó sutilmente más deprisa y la boca se le resecó
levemente.
— Así me gusta.— ella le correspondió el gesto echándole su brazo por los hombros y
estampándole un sonoro beso en la mejilla.— No quiero volver a verte deprimido nunca ¿eh?
— ¿Y eso?— bromeó un poco.
— Parece mentira que seas tan listo para unas cosas y tan corto para otras.
Frenaron el paso hasta detenerse. Ella se le quedó mirando frente a frente. Él notó con más
fuerza aquellos síntomas de ansiedad y nerviosismo. Casi no podía creerlo. ¿Sería verdad que Merche, tan
jovial y habladora, tuviese ojos para él y no para ningún otro? Mientras trataba de convencerse de que no
era un sueño, Merche posó sus labios en los de Chema, suavemente, y se besaron. El momento le pareció
eterno y no quería que acabase nunca.
Pero cuando se separaron, él bajó la cabeza con cierta pesadumbre, sabiendo que aquello no
podría ser. Ella lo notó en el acto.
— ¿Qué ocurre?
— Escucha, Merche… me gustas mucho, en serio, y ni siquiera me puedo creer que yo a ti
también, pero siento que aún no estoy preparado para que salgamos juntos.
— ¿Pero qué es lo que pasa? ¿Hay otra chica?
— No es eso…
— ¿Adela?— dijo de súbito. Hubo un incómodo silencio de pocos segundos.
— Esto no tiene nada que ver con ella— dijo con severidad—. No en ese sentido.
— Ya estamos otra vez— se lamentó Merche— ¿Pero qué ocurrió este verano? Parece como si
tú te hubieses cargado a Pedro, a Juanjo, a Jesús María…
— No lo hice, pero hice algo peor.
Ella le miró casi aterrada.
— No pude evitar que murieran.
Volvió el silencio. La plaza del Dos de Mayo estaba al otro lado del paso de cebra. Ahora ya no
le apetecía volver allí.
— ¿Y ahora qué?
— Creo que he cambiado de opinión. ¿Te importa si me voy otra vez al metro y me marcho a
casa?
— No, en absoluto— respondió con tono neutro. — Hasta el lunes.
— Hasta el lunes.
Y con esa fría frase se despidieron. No hubo ni dos besos de despedida (¿para qué después del
anterior?), ni el más leve contacto físico. Tan solo se dio la vuelta y se fue.
Merche cruzó a la plaza, se despidió de algunos amigos y volvió también a casa, esperando un
tiempo suficiente para que Chema pudiese regresar solo en el metro.

La profesora terminó de dar la clase de Derecho en Telecomunicaciones a las dos y cinco


minutos. Era una optativa de tres horas semanales: jueves y viernes de una a dos y media. Pero incluso la
profesora admitía que una hora y media seguida de derecho no era asimilable. Gregorio fue recogiendo
sus cosas. Tenía un enorme hueco hasta las cuatro, cuando empezaban las troncales.
— He visto tu opinión sobre los modelos informativos en el fórum. Ha estado muy bien.
Gregorio titubeó y miró extrañado a su interlocutor. ¿Quién se le había acercado? Era Juan
Carlos. Se sorprendió de que alguien del carisma del veterano le conociese.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Ah. Gracias.— respondió parcamente. No estaba acostumbrado a recibir alagos, y no sabía


cómo agradecerlos.
— Esta clase veo que te interesa mucho. Estabas siguiendo el debate muy atentamente. Parecía
que ibas a hablar, pero no te has decidido.
— Bah, era una chorrada.
— Seguro que no lo era. Las chorradas las dicen los niñatos del fondo, que no tienen ni idea,
pero tú ya estás en… ¿tercero o así?
— Sí, sí, en tercero.
— No te cortes por hablar en público. Aquí nos conocemos todos, esta es una clase pequeña.
Nadie te va a decir nada si te equivocas. Para eso estamos, Gregorio.
Juan Carlos, en efecto, había estado observando al chico durante toda la clase. La mesa de tabla
que había ocupado estaba ligeramente detrás de la del chico y un par de metros a la izquierda. Incluso
Gregorio se había percatado de que Juan Carlos se había apartado de su grupo de compañeros habituales y
se había colocado allí.
— Nos vemos mañana en las aulas de informática ¿vale?
— Sí. Hasta luego.
Juan Carlos salió al pasillo y se reunió con sus amigos. Gregorio terminó de recoger sus cosas en
la mochila. Aún le resultaba chocante el persistente interés del veterano por él. Ya no recordaba cuándo
fue la última vez que alguien le mostraba tanta atención y deferencia.
Con todo, aún tenía miedo.
Bien era cierto que en la facultad nadie le había llegado a hacer daño. Pero era porque él no lo
había consentido. En su tercer año de licenciatura no había permitido que nadie se le acercase lo
suficiente como para desarrollar confianza. Era mejor así, lo sabía. Luego venían las traiciones, las
puñaladas traperas por la espalda, las críticas por lo bajo. Cuando creyó en Toledo que había encontrado
un círculo estable de amistades, descubrió con amargura que no pintaba nada allí, que le tenían por dejarle
estar, por no echarle, porque nadie lo aceptaba y consintieron en “acogerle” para que no acabase perdido.
Aparte de eso, no tenía ni voz ni voto en ese grupo. A los chicos les daba exactamente igual que estuviera
o no. Hablaban entre ellos en su ausencia, comentando cómo detestaban que Gregorio hablase y
participase en la pandilla pretendiendo ser un miembro de pleno derecho, fingiendo ver en esa actitud un
intento de ejercer liderazgo, de tomar el control unilateralmente. Malditos proselitistas, distorsionadores
de los hechos, en el fondo no eran más que porteras de escalera. Ahora la mayoría se pudría en Castilla-
La Mancha, de contrato en contrato basura. Se lo tenían empleado. Si no deseaban su compañía, se lo
deberían haber dicho.
Al fin y al cabo, estaba acostumbrado al rechazo.
Pero eso se acabó. Ahora era él el que no aceptaba al resto. Nadie lo merecía.
Supuso que el asunto con Juan Carlos se pasaría pronto. Los siguientes días, Gregorio lo
saludaría por los pasillos, con su actitud distante y fría que ya había arraigado en él. Se mantendrían así
las cosas por guardar las formas y se iría produciendo un distanciamiento hasta que se dejasen de hablar.
En febrero terminaría la asignatura y dejarían de verse. Y después, como si no hubiera existido.
En contra de lo que creía, no iba a ser así. Juan Carlos no se lo iba a poner tan fácil.
Cuando llegó al día siguiente a las aulas de informática, Juan Carlos estaba sentado al fondo.
Casi todos los ordenadores estaban ocupados. Sin embargo, Juan Carlos levantó la mano y le llamó para
que acudiese. Le había cuidado un puesto a su lado. Gregorio simplemente no podía dar crédito. Aquello
lo incomodaba en parte. Estaba acostumbrado a sentarse solo. Ahora debería forzar una relación de
compañerismo durante toda la hora. No obstante, Juan Carlos no cejaba en su empeño de integrarle. Le
presentó al chico que se sentaba al otro lado de él, completando la fila. Gregorio saludó con un escuálido
apretón de manos, sin fuerza ni personalidad. Era como asir la cabeza de un pescado: fría y desagradable.
La clase fue floja en materia. Aún no se había empezado a trabajar en serio con los ordenadores,
y la profesora se limitaba a dar una serie de instrucciones básicas, solucionar problemas, y apuntar en la
pizarra de vileda alguna que otra dirección URL y varios conceptos y leyes. El ambiente estaba
distendido. Los alumnos consultaban los mensajes recibidos por e-mail a través del fórum de la
asignatura, y de paso leían el resto de sus correos personales y demás bromas multimedia. Había un
murmullo de fondo generalizado, aunque benigno, e incluso el compañero de Juan Carlos realizaba
ocasionales comentarios graciosos. Gregorio no rió las bromas.
Juan Carlos, pese a su aparente atención a la clase y a su indiferencia hacia sus compañeros, no
cesaba de tomar nota mentalmente. Se mantuvo brevemente en segundo plano, a fin de observar las
reacciones de Gregorio en el entorno, su actitud y su opinión. Cuando vio que no era de los que reían la
primera bobada, tomó parte activa en el asunto. Cuando el compañero de Juan Carlos volvió a hacer un

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Alfredo M. Pacheco

chiste, éste se lo reprobó. Gregorio no cesaba de asombrarse de lo mucho que había detrás de aquella
fachada impecable. Por alguna razón, le resultaba incompatible que una persona carismática, bien
parecida y sociable, fuese a la vez seria, disciplinada y responsable. Se dijo que en quinto curso algunos
chicos al fin maduraban.
Terminó la clase, y ambos se despidieron.
El jueves siguiente, Gregorio por fin acudía a una clase con interés e incluso entusiasmo.
Esperaba encontrarse allí con Juan Carlos. Realmente quería verlo. Ya no recordaba la última
persona que le había suscitado las mismas motivaciones.
Al llegar al aula no le vio. Y por un momento temió que no viniese. Y llegaba a imaginarse que
todo había sido una mera cortesía puntual y que todo volvería como antes.
Pero vino. Por supuesto que lo hizo.
— Hola, ¿qué tal? ¿Llevas aquí mucho rato?
— No… unos cinco minutos, es que he llegado pronto….
— Debería haber llegado antes, lo siento, pero a veces tengo algo de jaleo y me entretengo un
poco— mientras hablaba, apoyaba levemente su mano en el homoplato de Gregorio, en señal de cercanía
y cordialidad—. Mira, los otros ya han llegado. ¿por qué no vamos con ellos?
Gregorio asintió. Juan Carlos mantuvo la mano apoyada en su espalda durante los primeros
pasos que dieron. Le condujo al grupo y le presentó. Ellos (varios chicos y un par de chicas) le saludaron
con cordialidad, entusiasmo y aceptación en general. Sus miradas le desconcertaban vagamente. Había un
brillo extraño en ellas, como si les excitase el acontecimiento de contar con un nuevo miembro, pero por
motivos no habituales. ¿Querrían algo que Oliver no alcanzaba a descifrar? No obstante, eran miradas
francas al fin y al cabo. Nervioso como un quinceañero intentando impresionar a una universitaria,
Gregorio intentaba encajar esta vez, intentaba integrarse, aún sin poder creérselo.
Empezó la clase. Al poco se inició el debate, liderado tácitamente por Juan Carlos. Sus amigos
en general apuntalaban sus opiniones y constituían un bloque, aunque discrepaban en ciertos matices y
puntos concretos. ¡Realmente razonaban y debatían! Gregorio comprobaba complacido que no hacían la
pelota al “líder”, no se ponían en contra unos y otros por el mero hecho de llevar la contraria. Era un
grupo de opiniones similares y con las ideas claras. Gregorio, apasionado por el tema que se trataba,
levantó con timidez la mano, aunque pensando que para cuando le llegase el turno ya habrían dicho su
idea o el hilo de la conversación se habría apartado. Se dijo que tal vez lo hacía coaccionado por la
presencia de sus nuevos compañeros, por intentar converger con ellos.
Los amigos de Juan Carlos habían estado cruzando miradas entre ellos y con el propio Juan
Carlos. Gregorio, que daba la espalda al estar sentado más adelante, no se percataba de ello. Interrogaban
entre escépticos y curiosos. Juan Carlos se limitaba a asentirles con la cabeza, indicándoles que confiaran
en él, que sabía lo que hacía y que verían que estaba en lo cierto.
Le llegó el turno a Gregorio, más rápido de lo que se imaginaba. Argumentó un dato puntual,
con voz media y casi temblando. Sólo le faltaba balbucear debido a sus nervios. La profesora, consciente
de los “miedos escénicos”, lo pasó por alto y le escuchó con atención. Gregorio tan sólo había hecho un
comentario aportando una leve base teórica que recordaba de otras asignaturas. La profesora convino en
que era cierto y el debate prosiguió. Gregorio, con la garganta seca, miró a sus compañeros en busca de
algo de apoyo. Juan Carlos asintió con la cabeza, cerrando los ojos: “buen trabajo”.
Al final de la clase, Juan Carlos y los demás continuaron con la conversación, como solían hacer.
Añadieron algunos cabos sueltos que se habían perdido debido a las intervenciones por alusiones. Uno de
los chicos aludió al comentario de Gregorio y le felicitó por su oportuna intervención. El diálogo se
desarrolló partiendo de la idea aportada por él. Le preguntaron su opinión sobre el tema y si estaba de
acuerdo o no en ciertos puntos.
No recordaba un día tan feliz en años. Sólo deseaba que eso no fuera una mera ilusión pasajera.
El lunes siguiente, último día de noviembre, Juan Carlos comió en la facultad y después, a las
cuatro y media de la tarde, subió a la quinta planta y paseó durante un tiempo por las inmediaciones del
aula 536, retirándose a una distancia prudencial cuando salieron los chicos. Poco antes de las cinco,
Gregorio acabó su primera clase troncal de la jornada. Al salir al pasillo se encontraron.
— Hola, Gregorio, qué coincidencia.
— Hola, Juan Carlos— saludó el otro. Le alegraba verle allí.
Juan Carlos, con su habitual habilidad, inició una conversación trivial y le preguntó sobre las
clases y cómo le iba. Ni siquiera tuvo que molestarse en encauzar debidamente la conversación. Oliver
pronto le manifestó su descontento con el ambiente.
— No te preocupes. Los amigos de verdad son los que cuentan. Ésos están ahí siempre, a las
duras y a las maduras.

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El día del Apocalipsis.

— Aquí no tengo amigos.


— No me refería necesariamente a los de la facultad.
— Bueno, verás…
Juan Carlos, pese a su gesto serio, sonreía complacido para sus adentros. Aquello iba a ser más
fácil de lo que se imaginaba.
— ¿Qué es lo que ocurre? ¿Tienes problemas serios?
Gregorio le confesó con timidez y torpeza lo solo que estaba y su reticencia a unirse a ningún
grupo estable.
— Vaya, eso es muy triste. Estar solo es algo que nadie puede soportar durante demasiado
tiempo.
— Yo ya me he acostumbrado. Ya no necesito a nadie. Así no me podrán hacer daño.
— ¿Te sientes bien así?
Gregorio desvió la mirada. Sentía rabia e impotencia al confesarle toda esa debilidad, pero al
tiempo le hacía mucho bien exteriorizar toda esa carga emocional. Lágrimas de desesperación pugnaron
por asomar a sus ojos, y adoptó un rictos contraído.
— Sí por un lado… me siento… superior… pero desearía que las cosas fueran de otro modo.
— Gregorio, aquí en esta facultad hay gente que puede ayudarte. Pueden ser beneficiosos para…
para tu espíritu.
— ¿A qué te refieres?
— A la capilla.
— No soy practicante.
— No todos los que acuden allí van en busca de la ayuda del Señor. ¿Entiendes?

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo VIº:
Cuando se necesita ayuda.
Afrontar una gesta en solitario siempre resulta penoso y difícil. Conviene aprovechar las ventajas de una
pluralidad de esfuerzos y habilidades, y saber combinarlos en su adecuada medida.
Suele ocurrir en relatos y películas que cuando el protagonista llega a un punto muerto en la trama, a
un momento en el que no sabe cómo proseguir en la dirección adecuada, aparece algún colaborador que le brinda
la pista oportuna ,el consejo a seguir, la clave del misterio.
Contar con fieles colaboradores es una bendición, un don que no se debe despreciar. No obstante, los
colaboradores pueden tornarse en traidores o embaucadores. Esa es una de las peores cosas que puede ocurrirle a
cualquier personaje de novela o cine.

El mes de noviembre transcurrió sin sobresaltos para Chema. Con todo, las cosas con Merche no
se arreglaron. Durante las dos semanas siguientes, Chema aguardaba intranquilo un nuevo movimiento de
la FEUNE, del tal Miguel, o de Juan Carlos. Por supuesto, no fue así. Juan Carlos había estado todo ese
tiempo ocupado ganándose la confianza de Gregorio.
Con aquel panorama llegó el martes, primero de diciembre. Chema regresaba a casa tras un
aburrido día de clase, con la sensación de que la monotonía le iba estrangulando el corazón poco a poco, y
cada vez distanciándose más de Merche. Si no arreglaba las cosas como muy tarde en Navidades, la
perdería para siempre. En aquellos momentos, sólo deseaba acabar la semana y disfrutar del puente de la
Constitución para poder tomarse un respiro y poner en orden todas las ideas, impresiones y sentimientos
que se mezclaban dentro de él como una catastrófica tormenta.
Cuando abrió la puerta de su casa, su madre salió en seguida a recibirle. Tenía dibujada en la
cara una sonrisa fresca y la mirada le brillaba.
— Chema, ha venido un amigo tuyo a verte. Dice que tenía ganas de hablar contigo.
A Chema se le cayó el alma a los pies. ¿Quién sería? ¿Juan Carlos? ¿El tal Miguel, quizá? Casi
furioso, soltó la mochila y se encaminó a su habitación, dispuesto a echar de su casa a quien quisiera que
fuese. Abrió la puerta de su cuarto y comenzó a hablar.
— Escucha, ahora mismo…
No pudo creer a quién estaba viendo. No podía creer que el muy maldito se hubiese presentado
allí.
— ¡Tú!— exclamó sorprendido.
— ¿Es así como recibes a los amigos?

Desde que llegó Chema a hasta después del postre, los dos no pararon de hablar. Aquello era
justamente lo que necesitaba para olvidarse de todo lo que el chico estaba pasando, era la persona
indicada para contarle todo aquello (si bién aún no lo había hecho). De hecho, la única con la que podía
hablar de esos temas.
Era ni más ni menos que Pentium quien había ido a visitarle a su casa en Leganés.
Pentium, al parecer, tenía las señas de Chema. Y si no, era un chico listo, y no sería de extrañar
que las hubiese conseguido con un poco de investigación. Amigo de las sorpresas, decidió fumarse la
última clase y presentarse en su casa casa sin avisar. Cuando le recibió la madre de Chema, le explicó que
a éste le faltaba poco menos de una hora para llegar de la facultad. Pentium no tenía intención de
molestar, pero por supuesto la madre de Chema conocía al chico y sabía que era un gran amigo de su hijo
allí en Infantes, por lo que insistió en que le esperase hasta que llegase de clase, y que además se quedara
a comer. Pentium no tuvo más remedio que aceptar. La madre de Chema le sirvió un refresco mientras el
chico esperaba en su habitación, destripando el contenido del disco duro del ordenador como pasatiempo.
Durante la espera a que la comida estuviese lista, y durante la comida en sí, estuvieron poniendo
al día las vidas de ambos. Chema le contó por encima qué tal le iba en la facultad, guardando para un
momento más privado y apropiado todo el asunto de Juan Carlos y la FEUNE. Le interesaba más cómo le
iba al otro.
Pentium, desde luego, no podía quejarse. Sus notas en COU le habían propiciado una Matrícula
de Honor de ese curso, por lo que el instituto le pagó el primer año de carrera. Exento de las tasas de
matrícula, Pentium recibía de sus padres una generosa ayuda mensual (muestra del orgullo que sentían

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por su único hijo), así como el pago de la residencia donde se había instalado. El curso le iba bien. Se
había adaptado sin problemas y llevaba todo al día. Además de su alto cociente intelectual, Pentium era
bastante disciplinado para sus estudios. Admitía que en Madrid no disponía de tanto tiempo como en
Infantes para estudiar (vivir lejos de la familia, aunque fuese en una residencia de estudiantes, le suponía
tareas adicionales), pero confiaba en que en Febrero arrasaría en los parciales. Chema, consciente no sólo
de sus capacidades como estudiante, sino de sus habilidades y entusiasmo en la informática, estaba seguro
de que así sería.
Tomaron un café tras la comida, y después volvieron al cuarto de Chema. Pentium, como buen
infanteño, era aficionado al chismorreo y los cotilleos (aunque en realidad era bastante discreto en
comparación con la media de los chicos de Infantes), así que una vez que se vio en intimidad suficiente,
abordó un tema que imaginaba que Chema había estado evitando.
— Bueno, pájaro ¿y con Merche que tal? ¿os habéis enrollao ya?
Chema bajó la cabeza con consternación. Pentium se dio cuenta en el acto de que había tocado
una fibra delicada en el chico, y pensó que detrás de esa cara se escondía una desafortunada historia de
amor frustrado o no correspondido.
— Una noche estuvimos a punto de enrollarnos, pero no me atreví.
— ¿Y eso? ¿es que tienes novia?
— No, que va… es por toda la historia de este verano. ¿Te acuerdas que te dije que esto seguiría,
aunque no sabía cuando?
Pentium lo recordó perfectamente. Fue tras la muerte de Jesús María, a orillas del río, mientras
celebraba una misa negra. Habían dejado a Adela junto con su difunto novio a petición expresa de
aquélla, y habían recorrido los cinco kilómetros que separaban el santuario de la patrona del pueblo para
avisar a la Guardia Civil. Sorprendentemente, no se les incriminó. Los acontecimientos de esa noche eran
el catártico final de la historia de Arimán, de sus asesinatos, y de las ouijas y misas negras que habían
practicado el grupo de amigos en Villanueva de los Infantes durante el verano anterior. Pero, como
suponía Chema, era tan sólo el final de una primera parte de algo más extenso.
Chema relató con paciencia y dificultad, aunque con gran eficacia, lo que había vivido hasta el
momento. El avance de la FEUNE, la carta a Miguel, los acercamientos de Juan Carlos… y cómo quería
mantener a Merche al margen de todo eso hasta que se aclarase, o al menos hasta que supiese cómo
manejar la situación.
— ¿Crees que se trata de una secta?
— Sin duda, pero no se lo que traman.
— Esperan una especie de Renacimiento, la llegada de alguna deidad satánica. No sé, tal vez la
vuelta de Arimán tal y como le conocimos antes de convertirse en esa especie de Spawn justiciero.
— No tengo ni idea. En un principio pensé en Lucifer.
— A Lucifer pudo invocarle Jesús María él solo. No hay razón para que esté esperándolo una
secta entera.
— Pues sólo conozco un ser superior a Lucifer en la jerarquía demoníaca.
— Vale, esperan a Satán ¿y qué? ¿Va a venir? ¿y qué tienes tú que ver con eso?
— ¡Eso quisiera saber yo!— exclamó Chema conteniéndose —No sé, tal vez me vean como algo
clave en su invocación, vete a saber. Jesús María nos llamaba a él y a nosotros “los favoritos del diablo”.
Puede que sea cierto.
— ¿Y la FEUNE?
— No la habría relacionado de no ser por ti. Por todas esas charlas que tuvimos. Sabes que ya
hay federaciones en otros cuatro países ¿no?
— Sí, las cinco estrellas amarillas.
— Exacto.
— Y dime, dices que esa secta no es de la Iglesia de Satán, ¿verdad?
— No usan su pictograma, supongo que son una secta que va por su cuenta.
— Si va por su cuenta ¿en qué se diferencia de la Iglesia de Satán?
— ¡Yo qué sé!
— Pues averígualo. Investiga. Si no son la Iglesia de Satán y esperan la llegada de algún
demonio, es que son unos impostores.
— ¿Qué me sugieres?
— Primero, que te informes sobre le verdadera Iglesia Satánica, y después, que veas a qué se
dedican los de tu facultad. Vas a tener que meterte en la boca del lobo.
— ¿Sabes lo que me pides?

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— No es tan grave. Ya estuvimos haciendo casi lo mismo este verano. ¡Joder, Jesús María mató
varios gatos en los rituales! En una cosa acertamos: casi todo lo que pasó fue por nuestra culpa. Por hacer
espiritismo, por realizar rituales. Casi podríamos decir que fue Jesús el que mató a Juanjo.
— Ahí te estás equivocando. Cuando llegué al pueblo ya os habíais metido en todo ese tinglao. Y
además, yo no hice nada para que me apareciera el logo de la FEUNE en este ordenador que estás viendo.
— Puede que tengas razón. No creas que no había pensado en ello. Tú fuiste el único al que las
cosas le vinieron más o menos impuestas. Y parece que las cosas se repiten. Pero ya es hora de que
cambies las cosas. ¿Qué vas a hacer, quedarte de brazos cruzados hasta que empiece a morir gente otra
vez?
Chema permaneció un buen rato callado, meditando sobre las palabras de Pentium. Finalmente,
puso su mano en el hombro de su amigo y le dijo
— Pentium, no sé que haría sin ti.
— Yo tampoco— ironizó el otro.
Una vez más relajados, Chema se interesó por la vida en Infantes. Hacía ya tres meses que se
había marchado tras las vacaciones de verano y no sabía nada de los pocos amigos que había dejado allí.
— Si te digo la verdad, no sé gran cosa del pueblo. Me tiré medio setiembre haciendo viajes a
Madrid para la matrícula y la residencia, y sólo he ido un par de fines de semana desde que empezó la
facultad. Es mejor no aparecer, nos tienen por psicópatas.
— Hijos de perra… eso es más o menos lo que me dijo Merche. ¿Qué tal Adela?
— Adela dejó de salir con sus amigas después del movidón del verano. Al principio, en Infantes
decían que tú y ella erais novios.
— Lo sé, Merche también lo creía a lo primero. Sigue.
— Cuando te fuiste, se quedó sin nadie con quien salir por las noches. Intenté animarla un par de
sábados, en setiembre, pero no conseguí gran cosa. No soy bueno en esto. Se la ve muy deprimida tras la
muerte de Jesús María.
— No me extraña, sobre todo si las que dicen ser sus amigas la dejan tirada. ¿La ves cuando vas?
— No. Parece que entre la depresión y la fama que tiene hace lo que yo y no aparece mucho por
allí. Está en una residencia en Ciudad Real. Creo que estudia Psicología. Si Jesús María viviese serían
compañeros de facultad.
— Joder, que putada…
— A decir verdad, creo que la que podría contarte más sobre Adela es Merche. Fue la única que
sigue más o menos de su parte. ¿No te cuenta nada?
— ¡Que va! Ten en cuenta que cada vez estamos más distantes. Va más al pueblo que vosotros,
aunque tampoco mucho. Le gusta Madrid. Tiene muchas amigas, es una chica muy abierta, y aquí se lo
pasa mejor.
Continuaron hablando un poco más. Pentium no tenía pensado ir a Infantes durante el inminiente
puente de la Constitución. Sabía que no habría mucha gente. En invierno Infantes quedaba desierto, y las
dos fiestas que se avecinaban no atraían a la gente de Madrid. No había ningún reclamo propio de la
localidad que incitase a ir como eran la Semana Santa o el puente del primero de Mayo (tras el que había
una carismática fiesta local). Allí ya no le quedaban amigos, y el único al que le gustaría ver, el propio
Chema, no iba a estar. Además, opinaba que incluso estando los dos allí, estarían solos y serían unas
noches frías y aburridas.
Pentium se despidió y se preparó para regresar a la residencia y aprovechar la tarde estudiando.
A Chema le sorprendía el aplomo del chico, cuando él apenas miraba los apuntes más de lo
imprescindible. Quedaron en verse en breve, tal vez salir una noche por Madrid a tomar unas copas, y en
todo caso volver a verse los cuatro (Merche, Adela, Pentium y Chema) en Navidades. Por último, Chema
le prometió a Pentium que se abriría una cuenta de correo en algún servidor gratuito y así disponer de una
forma más de contacto.

La visita de Pentium fue para Chema como un rayo de luz en un día nublado, citando el tópico.
Pentium le había refrescado la mente con su permanente buen humor y actitud positiva. Chema había
olvidado por unos momentos todos sus problemas, y al día siguiente llegaba a la facultad con ganas de
afrontarlos y superarlos con éxito. Llegó con ganas de recuperar aunque sólo fuese un poco a Merche.
Informó a la chica de su encuentro con Pentium, y ella reaccionó con su habitual sonrisa y buen humor.
Tal vez las cosas no estuviesen del todo perdidas entre ellos dos al fin y al cabo.
El día transcurrió bastante rápido a su juicio. Pero casi al final de la jornada, hubo algo que
devolvió a Chema a su antigua realidad de un mazazo.

51
Alfredo M. Pacheco

Era su última clase del día, la asignatura optativa: Economía Mundial. Chema había estado
hablando con unos compañeros sobre unos apuntes de otra asignatura y cuando subió al quinto piso,
habían sido ocupados bastantes pupitres. En aquella ocasión tendría que sentarse algo más atrás de lo
acostumbrado. Buscó plaza libre más al fondo y entonces le vio.
Era Juan Carlos.
Estaba sentado sobre la mesa del pupitre, con los pies reposando sobre el asiento. Hablaba con
un chico algo mayor que Chema, tal vez de segundo o tercer curso. Chema lo conocía de vista. Casi
siempre se sentaba solo, en las filas de atrás. No sabía cómo se llamaba, pero le había llamado
ligeramente la atención la soledad con la que afrontaba la asignatura. Si era así también para las troncales,
su vida debía de ser muy aburrida. Chema, siempre cercano al bando de los perdedores, se sentía tentado
a veces de acercarse a él y procurar socializarse, pero supuso que si el joven estaba solo era por voluntad
propia, y que rechazaría su compasión.
Chema se acercó a ellos. Al fin y al cabo, se dijo, había pactado con Pentium el “meterse en la
boca del lobo”.
— Hola, chavales.
— ¡Chema!— saludó Juan Carlos extendiendo su mano. Chema la estrechó con firmeza— Hace
mucho tiempo que no nos vemos. ¿Qué tal te va?
— Bien, no me quejo. Todavía no ha empezado lo fuerte.
— No hasta después de navidades. Mira, éste es Gregorio. Gregorio, éste es Chema.
Se saludaron. Chema notó en el apretón la timidez y debilidad del muchacho. Un apretón sin
fuerza, escurridizo, hasta desagradable. “El apretón del pescado”, lo llamaban.
— Gregorio va a una asignatura genérica conmigo— explicó el veterano—. Se le da bien, es un
chico con cabeza, sabe razonar.
Gregorio bajó la mirada, tímido. No estaba acostumbrado a recibir elogios de ese tipo y no sabía
cómo reaccionar en tales situaciones. No sabía si dar las gracias, restar importancia al comentario, o
bromear fingiendo algo de megalomanía.
Entró la profesora y Juan Carlos se apresuró a salir del aula. Se despidió con la cortesía y
educación que le eran connaturales.
— Piensa en lo que te he dicho, Gregorio, ¿vale?
— Sí, lo haré.
Chema se preguntó de qué habrían estado hablando antes de que él llegase e interrumpiese.
Estaba casi seguro de que Juan Carlos le había comido el tarro al otro pobre infeliz. Por su parte, Juan
Carlos se marchaba con una espléndida sonrisa triunfal pintada en su rostro. Su plan estaba recogiendo
resultados de inmediato. Pronto conseguiría su objetivo.

La clase acabó y la mayoría de los alumnos recogieron sus cuadernos y carpetas deprisa. Para
muchos del turno de mañana, era su última clase y querían volver a sus casas a comer (era el caso de
Chema). En cuanto a los del turno de tarde, algunos disponían a continuación de un hueco y deseaban
coger un sitio digno en la cafetería, muy transitada a esa hora (Gregorio era uno de ellos).
Chema había estado sentado al lado de Oliver aprovechando el encuentro con Juan Carlos, ya
que las primeras filas estaban ocupadas. Desesperado por saber qué tramaba éste, y en última instancia,
con objeto de proteger a Gregorio, Chema improvisó una maniobra de acercamiento.
— ¿Vas a casa ahora?
— No, me quedo a comer— respondió parcamente el chico. Desde que entabló amistad con Juan
Carlos, parecía haber recuperado la habilidad de hacer amigos, y eso le incomodaba. Decidió añadir— Yo
estoy en el turno de tarde.
— ¡Ah! Bueno, entonces habrás quedado con tus colegas de clase ¿no?— la diplomacia no era su
fuerte, pero por suerte, Gregorio, tanto tiempo solo, no supo leer entre líneas. Tras un silencio, emitió una
respuesta que sonaba a confesión.
— Aquí casi no tengo amigos. Sólo Juan Carlos y su grupo.
— ¿Con tanta gente en la facultad, y el único amigo que tienes es ese cabrón? Ten cuidado.
— ¡Mira, déjame! Ha sido el único que se ha preocupado de verdad por mí ¿vale? He conocido a
muchos cabrones, y al principio tenía mis dudas, pero ahora sé que es un tío legal.
— No sabes lo que dices.— dijo Chema con resignación.
— ¡Déjame en paz!— y se echó la mochila al hombro para salir de la clase.
— Gregorio— le detuvo el otro—. Sólo quiero que sepas que ya hay dos personas que se
preocupan por ti.— le extendió la mano— ¿De acuerdo? No tengo nada contra ti. Quiero que nos
llevemos bien.

52
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Gregorio miró dubitativo. Primero Juan Carlos aparecía de la nada y entablaba amistad con él.
Le había caído un regalo del cielo, sincero, con buenas intenciones, desinteresado. Ahora, alguien que al
parecer desconfiaba de su único amigo, quería aliarse con él a fin de protegerle. No estaba seguro. Temía
volver a caer en esos círculos sociales donde la traición, el embaucamiento y el usar a los supuestos
amigos para lograr fines mezquinos eran moneda de cambio. No quería volver a aquello. Era lo que temía
cuando conoció a Juan Carlos, pero al final no fue así. Pero ¿y si era ese tal Chema el que tenía razón, y si
era una persona legal y Juan Carlos el líder manipulador e hipócrita?
Por desgracia, Chema no tenía el encanto ni el carisma del veterano.
— Vete a la mierda.— dijo, y se marchó.

Las Federaciones Europeas habían dejado de ser partidos sin representación en la escena política.
Fue Italia quien tuvo el tal vez dudoso honor de estrenar una nueva composición en su gobierno y
parlamento. El presidente demócrata-cristiano Prodi había terminado su cargo tras las elecciones y ahora
era Máximo d’Alema quien estaba al frente de la nueva coalición entre el RSD (su partido), el RC y los
demócratas-cristianos. La FIUNE había arañado algunos votos de los indecisos con su feroz política en
contra de la autoridad de la Iglesia (y por extensión, en contra de la ideología demócrata-cristiana). Los
conservadores habían cedido el poder y la Federación había obtenido un par de escaños. Aquello podía
ser considerado un éxito en toda regla, y el resto de Federaciones aplaudió con entusiasmo el triunfo
electoral de los italianos. Era el primer paso, decían. Pronto ocurriría lo mismo en los otros países
europeos.
Coincidiendo con la presencia de los italianos en las instituciones oficiales, las otras cuatro
federaciones continuaron desarrollando su programa y posicionamiento ideológico, liderados por la
Federación Española a cargo de Luengo. La Federación (en líneas generales), de marcada vocación
transnacionalista, veía en un futuro tal vez distante el día en que los cinco partidos fuesen una única
institución. La política internacional era ahora lo que encabezaba sus discursos, aprovechando que la
actualidad se centraba en las elecciones italianas. Pero Luengo no tardó en girar su mirada hacia el Oeste
y arremeter con los Estados Unidos.
El ataque fue directo a la base. Con la excusa de las actuaciones unilaterales de los yanquis en
Oriente próximo, Luengo criticó la mentalidad y el estilo de vida americano. Criticaba a un pueblo a su
juicio hipócrita en desmedida, déspota y, en última instancia, una versión sutil y camuflada de neo-
fascismo. Una nación surgida de lo que él llamaba “la escoria europea” (los primeros puritanos y todos
los emigrantes que se marcharon del viejo mundo puesto que allí nadie les quería) se autoerigía ahora
como líder mundial (no económico, pues eso al fin y al cabo era irrefutable) ideológico. Se hacían ver
estandartes de la democracia y la libertad, cuando lo cierto era que la mitad de su población practicaba el
abstencionismo electoral, aborregados por los medios de masas. Estas prácticas homogeneizadoras, ese
juggernaut imparable que era su “sistema”, se estaba contagiando a Europa y el resto del mundo
desarrollado (e inevitablemente lo haría en el tercer mundo, pues al apoyar su crecimiento económico,
implantarían allí su ideología). Estaban practicando el colonialismo económico y cultural. Para el
secretario de la FEUNE, aquello era intolerable.
Que los líos de faldas del presidente de los Estados Unidos arrebataran importancia a la situación
en Oriente Medio era algo sobre lo que Luengo ni siquiera se molestaba en comentar. Tampoco era tan
sumamente retorcido como para venir con el discurso paranoico de que era una estratagema de algún
poder en la sombra que pretendía distraer la mirada de la opinión pública del conflicto. No entraba en ese
juego. Luengo había encontrado otro blanco sobre el que disparar: la firma Microsoft. Los usó como el
paradigma de la imposición inexorable que ejercía norteamérica sobre el resto del mundo. Una compañía
que ejercía con descaro un monopolio en un sistema económico que lo prohibía y que fomentaba la
competencia. Y aunque no se obligaba a escoger los sistemas operativos y equipos requeridos por la
compañía de Bill Gates, la elección de alternativas no era más que una ilusión. Nadie optaba por la
competencia porque todo se diseñaba pensando inicialmente en los ordenadores PC y los entornos de
Windows. No obstante, Luengo confiaba en el poder del último recurso del resto de procesadores y
sistemas operativos: la red, que al ser multiplataforma, había insuflado un nuevo aliento a todo aquello
que de lo contrario estaba condenado a la desaparición. La Federación confiaba en aquel nuevo medio de
comunicación sin precedentes que si se sabía utilizar podría remontar los modelos clásicos lineales
emisor-receptor.
La Federación (en todos los países en los que tenía representación) iba ganando más y más
simpatizantes. Su discurso era en realidad una recolecta de lo que se comentaba en la calle. Era lo que
mucha gente criticaba en círculos reducidos (bares, amigos, aulas), pero que nunca había tenido

53
Alfredo M. Pacheco

representación alguna en los poderes oficiales. Era una acción nueva y audaz que iba siendo acogida con
entusiasmo.
Y aún no habían acabado.
La Federación estaba dispuesta a proponer nuevas ideas nunca antes escuchadas.

Muy a su pesar, Gregorio había regresado a su casa en Toledo durante el puente de la


Constitución. Sus padres se quejaban de lo poco que iba el chico a visitarles, ya que casi siempre se
quedaba en Madrid los fines de semana, y al final él accedió a darse un respiro de la facultad y regalarse
un bien merecido descanso.
Resultaba curioso. Por lo general a Gregorio le habría dado igual pasar unas vacaciones como
aquéllas en Madrid o en Toledo. Ningún sitio de entre esos dos le atraía, y aborrecía ambos por igual.
Pero esta vez era distinto. Por primera vez había algo que no le disgustaba en la facultad: Juan Carlos.
Bien era cierto que no eran íntimos ni nada por el estilo. Posiblemente Gregorio no habría visto a su
particular ángel custodio en todo el puente. Aún no se habían visto fuera del ámbito académico, y
Gregorio no tenía la confianza sufiente como para haberle pedido si podría haber quedado con él y con el
resto del grupo algún día del fin de semana. Quizá, Juan Carlos, tan diplomático como era, hubiese sido el
que diera el primer paso y le hubiera podido proponer algún plan… Pero todo eso ya no importaba,
porque Gregorio se marchó a Toledo. Y le fastidiaba, porque si bien no habría llegado a ver a Juan Carlos
incluso permaneciendo en Madrid, le habría reconfortado saber que estaba en un sitio, un lugar, por
inmenso que fuese como lo era la capital, donde al menos había una persona con la que podía contar si
era necesario. Todo se reducía a una cuestión psicológica.
En fin, el caso es que ahí estaba, tras el puente. Muerto de asco. Se había reencontrado con sus
excompañeros de instituto, quienes pasaron un par de noches tomando algunas copas con Oliver. En un
principio parecían algo reformados. La distancia había amortiguado todas las confianzas que solían
tomarse con él, y la velada transcurrió sin sobresaltos. Se preguntaban sobre sus respectivas vidas,
contaban algún chiste, y cosas por el estilo. Todo se reducía a una conversación diplomática, inglesa. Los
chicos seguían manteniendo, al parecer, su humor burdo y zafio que solía caracterizarles. Gregorio,
viendo que todo marchaba bien, se confió. Recordó lo bien que le iba en la facultad (con el grupo de la
asignatura genérica) e intentó desempolvar sus entumecidas habilidades sociales para colaborar con el
feliz desarrollo de los acontecimientos.
Claro está, acabó escaldado.
En cuanto bajó la guardia y mostró sus buenas intenciones, todo volvió a como era en el
instituto. Empezaron a surgir las bromas de mal gusto contra su persona, las confabulaciones, las
puñaladas (todo comprimido a un espacio de tiempo de unos días)… y en general, la sensación de que allí
él no pintaba nada, de que era un perrito faldero y de que simplemente sus compañeros le concedían el
favor de permitir que pasase las noches con ellos.
Así, el viaje de regreso lo pasó conteniendo lágrimas de impotencia y rabia.
Aquello se había acabado. Para siempre.
Era miércoles, y tras salir de su optativa (la que compartía con Chema), Gregorio decidió que era
hora de decidirse y dar el paso que Juan Carlos le había sugerido en varias ocasiones durante las últimas
semanas. No sabía exactamente de qué se trataba todo aquello. Al parecer, consistía en ingresar de una
forma más definitiva y oficial en el privilegiado grupo de amistades de Juan Carlos. En un par de
ocasiones, Juan Carlos se referió a ese misterioso colectivo como “el círculo” o incluso “la hermandad”.
Ése último término incomodó a Gregorio. Lo asoció con las estúpidas fraternidades de las películas sobre
universidades norteamericanas, algo que le repugnaba (una de las pocas cosas más o menos buenas de la
facultad era que al menos no había semejante mamarrachez). Telefilmes donde aparecían asociaciones
cuyos nombres consistían en tres letras griegas escogidas aleatoriamente, en un snob intento de dotar al
grupo de tradición y prestigio. Asociaciones elitistas que sometían a sus novatos a crueles vejaciones,
regidas por veteranos déspotas, despiadados y mezquinos. Era fácil asociar a Juan Carlos con uno de esos
estereotipos, aunque Gregorio ya le iba conociendo y sabía (confiaba en ello) que él no era esa clase de
gente. En su amistad no había interés y si hubiese querido humillarle ya había tenido tiempo y
oportunidades para ello. No obstante, aún estaba intranquilo. Ese chico de primero… ¿qué le habría hecho
Juan Carlos para que le aborreciese tanto?
Pero a fin de cuentas, Juan Carlos sólo usó el término “hermandad”, no le dijo explícitamente
que fuera a unirse a una fraternidad. Si la hubiera, se daría a conocer y se publicitaría como el resto de
asociaciones de alumnos de la facultad: Altavoz, George Orwell… ¡hasta la tuna ponía carteles!
Lo que Juan Carlos le había contado, en definitiva, era que en el despacho de la capilla, al entrar
en el pasillo del decanato, le comprenderían, y que allí encontraría por fin a sus iguales, a gente que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

podría considerar como verdaderos amigos (dio a entender que entre ellos estarían Juan Carlos y el resto
de los de la asignatura de Derecho). Sin embargo, y pese a tener que ir a la capilla, no se integraría en un
grupo juvenil inserto en la ideología cristiana (no eran boy-scouts, en pocas palabras).
Debía decir que iba de parte de él. Esa era la clave secreta.
Estaba delante de la entrada al pasillo. Iba a ingresar en lo que fuese esa especie de mafia que le
sugería todo aquello.
— En fin, allá voy— murmuró para sí.
— Hola, ¿dónde vas?
Gregorio miró asustado. Alguien le había puesto la mano en el hombro y le había interrogado de
esa forma tan poco sutil. Era el chico de primero de su optativa, ese tal Chema.
— ¿Perdona?
— ¿Tienes que hablar con algún profesor?
— ¿Eh? No, no.
— ¿Entonces dónde vas?
— ¡Déjame!
— ¿No irás por casualidad…?
— ¡Oye, eso a ti no te import…!
— ¿…a la capilla?
Hubo un silencio más largo de lo deseado. Chema supo que estaba en lo cierto. Había algo
relacionado, de manera siniestra, entre Juan Carlos, la capilla (espacio ecuménico, decía la carta que le
llegó), y todo ese sectarismo que le acechaba. Era todo muy paranoico, como si alguna logia judeo-
masónica moviese los hilos del sistema… pero fuese lo que fuese, le afectaba a él, y estaba dispuesto a
averiguarlo.
— Mira, no sé lo que te habrá hecho Juan Carlos— comenzó a decir Gregorio, dándose cuenta
demasiado tarde de que se había delatado de nuevo, esta vez de forma irremediable—, pero no tienes que
pagar el pato conmigo. Ahora no me molestes más ¿de acuerdo?
— No te preocupes. Sé que no podré hacer que cambies de opinión.
— ¿Entonces me dejas pasar?
— Por supuesto. De hecho, quiero pasar contigo.
Gregorio se quedó de piedra. No esperaba en absoluto ese giro tan radical por parte de Chema.
Estaba totalmente en blanco, sin saber qué hacer o decir. Pero no podía dejarle pasar con él. Juan Carlos
le había pedido en persona entrar en la “hermandad”. Se suponía que iba de incógnito o algo así, que sólo
le aceptarían porque iba de parte del veterano. ¿Cómo iba a pasar con aquel chico al que apenas conocía?
¿Qué diría Juan Carlos?
— No, no puedes. Escucha, esto es algo privado…— prácticamente tartamudeaba, no sabía qué
excusa darle.
— Creo que no me has entendido. Voy a entrar contigo. Y si no entras tú, me da igual: voy a
pasar de todas maneras.
Gregorio guardó de nuevo unos instantes de silencio. Chema aguardó sin prisa una respuesta.
Sabía que su jugada había dejado al chico descolocado, y debía tomar una decisión para la que no estaba
preparado. Todo aquello le pillaba de sorpresa, y no siempre resultaba fácil rectificar sobre la marcha.
Tras sopesar brevemente la situación, accedió. Gregorio, si se marchaba en ese momento, tendría que
regresar más tarde u otro día para entrar en la capilla e ingresar. Chema, de eso el otro estaba seguro,
pasaría en el acto, por lo que Oliver no podía esperar a consultar con Juan Carlos sobre el ingreso de
Chema. Y a fin de cuentas, tanto misterio sobre la “hermandad” o lo que demonios fuese aquello le estaba
consumiendo. Quería entrar de una vez por todas y ver qué había tras tanto incógnito y tapadera.
Así pues, le dio un “sí” por respuesta y entraron en el pasillo y llamaron a la puerta de la capilla.
Una voz desde dentro les invitó a pasar. Gregorio deseó en esos instantes que no hubiese habido nadie
dentro, para que así se hubiesen marchado los dos, y no tener que enfrentarse al apuro en el que estaba.
El despacho era pequeño pero bien aprovechado. Una mesa escritorio, con dos sillas para
visitantes y un ordenador personal. Estanterías en las paredes con libros y documentos. Inevitablemente,
había un lugar preferente para el libro obligado de referencia: La Santa Biblia. Había varias ediciones y
variantes: antigua, de bolsillo, ilustrada, de protestantes… y en un lugar más discreto Chema atisbó a ver
un libro con cubierta blanda, negro. Era de tamaño mediano y bastante delgado. Pero en el lomo podía
leerse el título. The Satanic Bible, por Anton LaVey. La edición estaba en inglés.
Un joven de veintitantos años (tal vez veintiseis o veintisiete, con cara de niño) les ofreció
asiento. Chema dudó sobre si era o no un sacerdote. No iba vestido como tal, ni tan siquiera el
imprescinidible alzacuellos. Pero la verdad era que lo parecía. Por lo menos, del Opus, pensó el chico.

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Alfredo M. Pacheco

El supuesto cura, o monaguillo grande, les preguntó qué querían y sacó a Chema de sus
elucubraciones.
— Verá, me llamo Gregorio. Juan Carlos me dijo que viniera aquí porque…
— ¡Ah! Eres tú el de su asignatura de Derecho. Me alegra de que hayas venido.
— Gracias.
— Bueno ¿y tu amigo? Perdona, pero Juan Carlos no me dijo que fueras a venir acompañado.
Valiente mamonazo, se dijo Chema. Un trato exquisito, pero lo que en realidad estaba haciendo
era echarle a la calle de una patada en el culo. Chema apreció en los modales del monaguillo un cierto
parecido con los de Juan Carlos. El muy bastardo debía de haberle dado un cursillo de comportamiento.
No contaba con una negativa. Al fin y al cabo, se suponía que todo apuntaba a que Juan Carlos le quería
en sus filas.
— Es que…— Gregorio no sabía cómo expresarse— Me estaba esperando… también quiere
entrar en… bueno, en…
— ¿Cómo te llamas, muchacho?
— Chema.
— ¿Chema? ¿Tú estás en primero de imagen?
— Comunicación Audiovisual4. Sí. ¿Por qué?
— Nada, nada, es que Juan Carlos me había hablado de ti.
— Ya, seguro.
Parecía que al fin y al cabo, a juzgar por el repentino interés de el del Opus, sí que le querían con
ellos.
— Muy bien, pues.— una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del reverendo.— Hablemos
entonces.

4
Según el plan de estudios de 1975, la carrera de Ciencias de la Información tenía las especialidades de Periodismo, Publicidad y
RR.PP., e Imagen y Sonido. Con el plan de 1995 (el que sigue Chema), se establecen tres carreras diferentes: Periodismo,
Publicidad y RR.PP., y Comunicación Audiovisual. De ahí la diferente terminología entre veteranos y novatos.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo VIIº:
Buenos propósitos.
La transición de un año a otro es un periodo que tiene un halo de trascendencia, de importancia. El
tiempo es el tiempo y el hombre no es quién para ponerle límites o asignarle periodos numerados, pues sigue
avanzando sin inmutarse, siempre igual, no importa si es de día o de noche, si se cambia o no de año o si se va a
clausurar un milenio. No obstante, un nuevo año es algo que parece darle al universo voluntad propia, como si se
le asignase una personalidad divina. Es el fin de un ciclo y el inicio del siguiente, inscrito en ciclos a su vez
mayores, y todos ellos (el siglo, el milenio) estaban a punto de finalizar. Son fechas para reflexionar sobre lo
hecho, hacer balance y corregir errores. La buena voluntad abunda durante las fiestas navideñas, reforzada por ese
espíritu que insuflan los medios, el llamado “espíritu navideño”. Invención publicitaria o fenómeno real, el caso es
que todos intentan ser mejores personas durante estas fechas.
Bueno, al menos, casi todos…

Chema consiguió, como de costumbre, coger un asiento en el metro en la estación de Príncipe


Pío. La franja horaria en torno a las tres de la tarde, hora en que acababa las clases, era una hora punta, y
el transporte público se encontraba a rebosar. Era imposible sentarse antes de esa parada, pero al llegar a
ella, el gran intercambio de viajeros (tanto todos los que se bajaban como el número de los que subían)
dejaba desocupados momentáneamente bastantes asientos que en seguida tomaban los que iban de pie,
como era su caso. Dejó la pesada mochila en el suelo, entre sus pies, y se recostó ligeramente echando la
cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.
Una emigrante del este de Europa repartía tarjetas donde explicaba su difícil situación. Algunos
de los presentes colaboraron con una o dos monedas. Era un precio bastante razonable por el que comprar
una conciencia limpia e ir pagando poco a poco las letras de la morada eterna en el cielo. Chema hizo
caso omiso del trozo de papel escrito a máquina. Su conciencia dormía tranquila, al menos en lo referente
a ese tema. Él no le debía cuentas a nadie.
Hizo una perezosa panorámica por el vagón. No había nada ni nadie interesante, sólo almas en
pena que paseaban sus miradas esquivas y furtivas por el suelo, evitando a toda costa la violenta y
embarazosa situación del contacto ocular, y acurrucándose en sus asientos procurando ocupar el menor
sitio posible, para no invadir el espacio vital del compañero. Un curioso rol el de viajero en transporte
público.
Estaba cansado, pese a ser martes, pero tenía un consuelo: se acababan las clases. Había ido a
pasar una inútil mañana deambulando por la facultad, pues casi nadie había acudido a clase en el ya
habitual día de las pellas. Debería haberse quedado en su casa, y en principio ésa era su intención, pero al
final cambió de idea. La facultad, tan fea, gris y deprimente, tenía algo que no sabía explicar pero que le
incitaba a ir.Además, no había nada como poder disfrutar de la cafetería y los pasillos un día en el que
apenas había horas lectivas.
Por supuesto, había más motivos que su particular vertiente masoquista para acudir a Ciencias de
la Información un veintidós de diciembre. Quería despedirse de algunos compañeros hasta el año
siguiente, como por ejemplo, Rafa, aunque al final no lo vio en toda la mañana. A Merche también le
hubiera gustado verla antes de que se marchase a Infantes, pero ella tampoco apareció por clase. Supuso
que habría partido la tarde anterior hacia su pueblo. Bueno, al menos le quedaba la seguridad de que la
vería durante las fiestas. Chema iría con sus padres a Infantes a pasar Nochebuena y Nochevieja.
También quería haber visto a Juan Carlos o a alguien de “la asociación”. Todavía no estaba muy
claro de qué iba todo aquel asunto. Los habían admitido a los dos y sin rechistar. Chema incluso llegaba a
pensar que estaban esperando a que ambos se apuntasen, como si estuviesen especialmente interesados en
reclutarles. Esperaba saber pronto por qué. El chico con cara de joven sacerdote, que dijo llamarse
Roberto, les contó que cuando fuese oportuno les llamarían y les convocarían a una reunión, o les
enviarían una carta. Se preguntaba dónde se reunían, qué hacían y, sobre todo, qué tramaban (porque algo
tramaban, y nada bueno). Chema estuvo incluso tentado de visitar de nuevo a ese Roberto en su despacho
de la capilla, e incluso merodeó por la entrada del pasillo del decanato, pero desistió de la idea.
Finalmente, acudió a la optativa de Economía Mundial con intención de ver a Gregorio. Éste, al
menos, sí apareció. Fue, además, una de las pocas clases que se impartió. En la mayoría de las troncales,

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Alfredo M. Pacheco

los profesores no aparecieron, convencidos con facilidad por los alumnos, que anunciaron de antemano su
intención de no acudir un día como tal. Sin embargo, la profesora de la optativa era menos flexible, y
había dejado claro bastante tiempo atrás que habría clase hasta el último día. Por eso, un porcentaje alto
de los alumnos acudió, Gregorio entre ellos. Chema procuraba tener controlado al chico. Oliver ya había
ido disparado a la boca del lobo embaucado por Juan Carlos, y dudaba que supiese manejar la situación
ante la que realmente se encontraba. No deseaba que acudiese a alguna reunión por su cuenta sin contar
con él. Pero finalmente todo transcurrió con normalidad. Cuando acabaron las clases, los dos salieron de
la facultad y Chema dejó a su compañero ya camino a su residencia. Gregorio no fue a las asignaturas de
su curso, puesto que si el turno de mañana había estado bastante vacío, el de tarde estaría literalmente
desierto.
Así, pues, allí estaba Chema, sentado en el vagón del metro, de vuelta a casa y sin sacar nada en
limpio. Esperaba poder olvidarse por una temporada de todo aquello mientras pasaba las vacaciones en
Infantes. No había ido desde el verano, y tenía dudas acerca de cómo sería recibido por sus paisanos tras
los incidentes en los que se vio envuelto. Por lo que había oído de boca de Pentium y Merche, no
esperaba precisamente un cálido recibimiento. Pero no era algo que le preocupaba. Sólo deseaba poder
tomar contacto nuevamente con Merche, descansar, y pasarlo bien alguna que otra noche.
Al fin y al cabo, Pentium y él no iban a dedicarse a hacer misas negras durante las navidades…

Pese a las objeciones de sus padres, Gregorio volvió a Madrid el sábado día veintiséis. Sabían
que el chico no tenía grandes amistades en la capital, y se preguntaban qué motivo era tan poderoso como
para hacerle ausentarse de su casa en plenas fiestas navideñas. La excusa de Gregorio fue que tenía que
atender unos asuntos relativos a la facultad: trabajos, exámenes, etcétera, y que ni siquiera podía aguardar
a año nuevo para ocuparse de ellos. Aunque en principio a sus padres no les parecía buena idea,
finalmente cedieron. Al fin y al cabo, no podían hacer nada al respecto, y confiaban en la responsabilidad
de Gregorio. Además, en el fondo se sentían reconfortados de alguna forma ya que tanta voluntad y
empeño hacía desaparecer la apatía con la que el chico se enfrentaba a todo, y eso, pensaban, era bueno.
Por supuesto, la verdadera razón por la que acudió fue otra bien distinta. Juan Carlos le había
avisado por teléfono de que la “asociación” iba a reunirse para despedir el año. Intentaron también
contactar con Chema, pero en vano. Éste último se encontraba en Infantes pasando las navidades, y no
había facilitado los datos de esa su segunda residencia. De todas formas, Chema no habría podido acudir
aunque hubiese querido. En los viajes a Infantes dependía por entero de la fecha en que su padre llevaba y
traía a toda la familia, y frente a eso nada podía hacer.
Se reunieron el lunes a las cinco en el césped detrás de la facultad. Era el día de los Inocentes, y
al principio Gregorio puso en alerta todos sus sentidos para evitar que le gastaran alguna broma pesada en
una fecha tan señalada. Conforme iba pasando la velada, el chico apreció que entre el grupo que se había
reunido a tomar algo no había intención alguna de gastar ninguna inocentada. Parecía que estaban
esperando para algo, o más bien a alguien, creía Gregorio. Trajeron varias litronas de cerveza y se las
fueron bebiendo con calma. Había chicos de la asignatura que tenían en común Oliver y Juan Carlos.
También había alumnos del resto de carreras de la facultad, algunos veteranos, y otros de cursos más
bajos, aunque ninguno de primero. Si Chema hubiese acudido, sería el más joven de la reunión. Además,
podían verse estudiantes de otras carreras de la Complutense, como Derecho, Psicología e incluso
Farmacia, Medicina… También había un exalumno de Políticas que se llamaba Miguel, con el que Juan
Carlos conversó largo y tendido. Gregorio se estaba enfriando. Estaba allí parado, sin moverse, e iba
anochechiendo rápidamente. Hacía algo de frío, lo normal para aquellas fechas, aunque afortunadamente
no soplaba el viento. Era una sensación incómoda, un frío no polar, pero sí muy molesto, que iba
entumeciendo los músculos. Gregorio había salido de su casa con aquel maldito malestar y no conseguía
entrar en calor. Lo sentía en los huesos, pese a su ropa abundante. Era como si se lo hubiese traído de la
residencia, pues de hecho sus mejillas y sus manos se mantenían a una temperatura normal. No se le
pasaría hasta que no entrase en un sitio caliente, como un bar o una cafetería. Esperaba que la cerveza le
aliviase un poco, pero estaba helada y no era suficiente alcohol para entrar en calor.
Se puso al lado de un grupo en el que estaban compañeros suyos de la asignatura a la que iba con
Juan Carlos y se quedó allí, sin participar en la conversación, bebiendo ocasionalmente cuando le pasaban
una litrona. Se hizo completamente de noche, aunque eran poco más de las seis y media. Juan Carlos lo
llamó y le hizo ir con él y el chico con el que hablaba.
— Hola, Juan Carlos.
— Hola, Gregorio. Parece que tienes frío.
— Un poco. A ver si ahora podemos ir a algún sitio y entraré en calor.
— No te preocupes, no nos queda mucho tiempo aquí. Mira, éste es Miguel, un amigo mío.

58
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Los chicos se saludaron.


— Gregorio, hemos intentado contactar con Chema pero no cogen el teléfono en su casa. ¿Sabes
si se iba de vacaciones o algo así?
— Creo que sí, me comentó algo el último día. Dijo que se iba su pueblo, creo.
— ¿A Infantes?
— No lo sé, no sé como se llama el pueblo. Qué raro, pensé que Chema era de Madrid.
— Lo es— intervino Miguel—. Es el pueblo de sus padres. Un sitio bonito, según me han dicho.
Gregorio supuso que el tal Miguel era amigo de Chema. Parecían conocerle bien. Sabían cuál era
el pueblo de sus padres. Al fin y al cabo, fue el propio Juan Carlos quien hizo que Chema y Gregorio se
conociesen. Gregorio no sabía nada del otro aunque tenían una asignatura común.
Juan Carlos advirtió que llegaba alguien.
— Ya está aquí. Voy a preparlo todo, vosotros id dentro de un rato.
— ¿Ir a dónde?
— Tranquilo, ahora nos vemos. Por Su llegada— dijo Miguel.
— Por Su llegada— respondió Juan Carlos, y se alejó hacia la Avenida Complutense.
Gregorio no entendía muy bien todo aquello. Cada vez le inquietaba más todo aquel asunto de la
asociación. Ahora que Juan Carlos se había marchado, desearía que estuviese Chema con él. Al menos no
se sentiría tan solo.
— Quédate conmigo, Gregorio, no estés solo— le dijo Miguel como si intuyera sus
preocupaciones—. Dime ¿sabes en que consiste nuestra hermandad?
Gregorio negó con la cabeza lentamente.
— Bien, te explicaré. Fíjate en todos los chicos que hay. ¿Los ves?
Gregorio dirigió su mirada hacia la explanada de césped donde bebían varios grupos de cuatro o
cinco personas. Habría unos veinticinco.
— A todos nosotros nos ha pasado un poco lo mismo que a ti. No somos como los demás. Somos
algo especiales… por eso la gente nos rehúye en cierto modo. No hemos hecho grandes amigos entre
todos los hipócritas de la facultad, da igual de cuál se trate. Estamos hechos de otra pasta.
>>Poco a poco, Juan Carlos nos fue conociendo y nos hicimos sus amigos. Es un gran tipo, le
depara un fabuloso futuro. Gracias a él y otros chicos de su clase hemos conseguido no quedarnos solos.
Entre nosotros nos unen lazos de algo que va más allá de la mera amistad. Si hablas con cualquiera de los
que están ahí, verás que apenas tiene amigos y que no les gustan los chicos y chicas de su clase, que odian
esos ambientes. En cambio, entre ellos… son como hermanos. Y sin embargo, muchos no se reconocerían
unos a otros si se viesen por la calle. Nos une una causa común, y daremos todo por alguien que la
comparta.
— ¿Pero qué es lo que hacéis? Aún no me lo habéis dicho.
— No es fácil de entender, por eso mantenemos tanta discreción. El resto no lo asimilaría y nos
acusarían sin fundamento.
Gregorio se mantenía expectante.
— Dime, chico ¿crees en Dios?
— Hmm… sí, supongo que sí.
Miguel le instó a que se explicase mejor.
— Soy de Toledo. Me educaron como cristiano. Es lo que me enseñaron. Pero casi no he ido a
misa después de hacer la comunión. Como todo el mundo.
— No practicas. Pero la pregunta es: ¿aún amas a Dios?
Gregorio reflexionó. Casi nunca se cuestionaba su fe. Dios era una asignatura de su vida que
había apartado como tantas otras. El hecho de carecer de prácticas religiosas no hacía que su conciencia
se alterase. Dios seguía siendo un valor que le inculcaron y que seguía estando ahí. Al ver las noticias se
hacía la pregunta tópica de cómo era que si existía un Dios como el del cristianismo podían ocurrir tantas
desgracias en el mundo. Por eso le despreciaba ligeramente, pero no renegaba de él. No le gustaba ese
tipo de demagogia. Curiosamente, nunca había culpado a Dios de todo lo que le había ocurrido, de todo
ese desprecio por parte de sus antiguos amigos, lo que le había conducido a esa mentalidad apática,
desconfiada, recelosa e incluso rencorosa.
— Me es indiferente. Dios ya no se mete en mi vida… y yo no me meto en la de Él. ¿A qué
viene esto?
— Gregorio, las personas que conformamos esta asociación dejamos de amar a Dios. Ya no
seguimos Su luz. Sin embargo, toda luz tiene una sombra. Todo en esta vida tiene un reflejo malvado,
oscuro. Nosotros negamos la hipocresía de la luz y preferimos aceptar la naturaleza de toda esa oscuridad.
Consideramos que el poder de la oscuridad es de hecho mucho mayor.

59
Alfredo M. Pacheco

— ¿Quieres decir…?
— Sí. Nosotros creemos y seguimos a Lucifer.
Gregorio estaba asombrado. Así que era eso a lo que se refería tanto misterio. Una secta satánica.
Nunca lo hubiera imaginado por el aspecto de Juan Carlos y de sus amigos. Y ahora querían que entrase
en ella. Debería sentirse reacio a hacerlo. Si se lo hubiesen dicho un par de meses atrás, nunca se habría
involucrado en semejantes estupideces. Pero ahora era distinto. Conocía a Juan Carlos, su líder (supuso
que así sería a juzgar por las palabras de Miguel), y la filosofía de pensamiento que planteaban no le
escandalizaba.
Ni siquiera se inmutó. De acuerdo, si de eso se trataba, adelante pues.
Iván, uno de los amigos de Juan Carlos, se acercó a la explanada de césped. Venía de la parte
delantera de la facultad. Haciendo gestos con los brazos y dando un par de voces les indicó a todos que
era momento de entrar.
— ¿Dónde vamos ahora?— quiso saber Gregorio.
— A la facultad. Es allí donde solemos reunirnos. En una fecha como hoy, que está cerrada,
hubiéramos preferido entrar por la cafetería, pero la están reformando y se darían cuenta de que hemos
estado aquí. Así que tendremos que entrar por la puerta de delante. Rápido y sin que nos vean, no vaya a
pasar alguien por aquí.
Subieron por los recovecos de escalera hacia la parte delantera. Iván aguardaba en la puerta,
instando a todos a pasar rápido para que nadie les viese. Según iban entrando, permanecieron a oscuras en
el hall, esperando al resto. Tan pronto como pasó el último, Iván cerró tras de sí la puerta de nuevo con
llave. Gregorio prefirió no pensar en cómo habrían conseguido las llaves de la puerta de la facultad. Se
encendieron un par de linternas y todos comenzaron a bajar. Al parecer ellos ya sabían el camino.
Gregorio seguía a Miguel con una mezcla de temor y excitación a partes iguales. Esperaba que al entrar
en la facultad habría podido guarecerse del frío exterior, pero bajo los muros grises el ambiente era casi
gélido.
— Joder, qué frío hace aquí dentro— murmuró entre dientes
— Esto lleva cerrado días y las calderas han estado apagadas. Es normal.— contestó Miguel.
— Además— añadió Iván—, si estuvieses en el turno de mañana, sabrías que esta puta facultad
es más fría que un carámbano. No se calienta hasta el mediodía o la tarde.
Entraron en el pasillo de la videoteca. Alguien, posiblemente Juan Carlos cuando entró con el
otro chico, había abierto la tapa de los interruptores de corriente y habían reestablecido la electricidad de
esa zona. Iván y Miguel encabezaron la comitiva hasta el piso de abajo y la puerta falsa. Según iban
llegando al vestíbulo de la sala de ceremonias, se iban desnudando y vistiéndose con las túnicas colgadas
en las perchas numeradas. Gregorio apreció que algunas permanecían sin que nadie retirase la
indumentaria para usarla, y que no había ropa en las perchas uno y dos.
— Toma— le indicó Miguel—, está será tu túnica, la de la percha número setenta y ocho.
Cuélgala siempre aquí para saber que es la tuya ¿vale?— el número setenta y ocho era el último que tenía
túnica cuando habían entrado. Oliver supuso que el criterio era una mera cuestión de antigüedad.
— De acuerdo.
— Como estamos en vacaciones, no todo el mundo ha venido y por eso han quedado algunas
colgadas.
— Sí, ya veo.
— Tienes que quitarte la ropa. Entiendo que pueda incomodarte, así que si quieres puedes coger
un biombo y cambiarte tras él en un rincón. — algunos chicos, bastantes pocos, habían recurrido a ese
accesorio. La mayoría se cambiaban con naturalidad cerca de sus respectivas perchas— Con el tiempo
cogerás confianza, aquí todos somos amigos. Deja la ropa en tu percha, y la ropa interior en el cesto que
hay a los pies de tu sitio.— Miguel ya comenzaba a despojarse del suéter y la camisa.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Hoy nos limitaremos a celebrar una especie de adviento. Será una ceremonia sencilla. Ya
verás, te gustará. Sólo una pregunta más: ¿eres homosexual?
— ¿Cómo?
— Pues eso.
— No, claro que no…
— No te preocupes, no discriminamos a nadie, y te aconsejo que tú tampoco lo hagas. Luego
verás por qué te he preuntado esto.
Gregorio comenzó a cambiarse. En un intento por superar su aislamiento y para simular no verse
apurado, lo hizo junto a todos los demás. Aunque en esa sala hacía algo más de calor, al quitarse la ropa
un escalofrío le invadió todo el torso y los brazos. Le resultaba algo embarazoso, pero lo cierto era que

60
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

nadie (ni los chicos ni las chicas) se fijaba en él. Todas las caras mantenían una expresión indiferente y
hermética, sin denotar sensación alguna. Iván se visitió con la túnica número dos y Miguel con la catorce.
Todos estaban ya preparados, por lo que Iván entró en la sala de ceremonias (que Gregorio aún no había
visto) para avisar de que se podía empezar. Pronto regresaría para darles paso a todos.
Miguel se dirigió por última vez a Gregorio.
— Pasamos en el orden que nos concede el número de túnica, por lo que irás el último. No te
preocupes aunque nos separemos. Cuando entres, verás que la gente se distribuye hacia los lados y hacia
atrás en filas. Ponte donde veas que te corresponda. Ya te he dicho que hoy somos menos. Después,
limítate a ver la ceremonia y déjate llevar. Sobre todo, no tengas miedo, no nos hacemos daño entre
nosotros. Sólo sé tú mismo.
A decir verdad, la intención tranquilizadora de Miguel surtió más bien un efecto contrario, y
Gregorio comenzó a ponerle nervioso ante tanta incertidumbre.
Los chicos comenzaron a pasar, y él aguardó su turno. Caminaron por un pasillo y enrtaron en la
sala de ceremonias. Era oscura, con vidrieras luminosas de motivos demoníacos y forma octogonal. Un
círculo con una estrella inscrita resplandecía en el suelo, efecto del reflejo de la luz negra. Al frente había
un altar, presidido por un sacerdote. Gregorio entornó los ojos y se fijó en la figura majestuosa: parecía
ser Juan Carlos. Quién si no. Los ceremoniantes se distribuían uno a cada lado, completando una serie de
filas. Oliver fue el último y esperó a ver dónde debía ir. La chica que iba dos puestos delante de él le
indicó con un sutil gesto que se acercase y luego le señaló que se colocase a su lado.
— Quédate aquí a mi lado— le susurró al oído—, repite lo que digamos y luego déjate llevar.
Tranquilo, yo te ayudaré.
Con la capucha calada hasta los ojos y la oscuridad, Gregorio no podía distinguir el rostro de su
compañera, aunque intuía que era compañera suya en la asignatura que compartía con Juan Carlos. No
obstante, el tono de su voz y el leve contacto, unido al misterio de la situación, hizo que sintiera una
creciente excitación que corría pareja a la inquietud y el temor, y presintió que no olvidaría en mucho
tiempo aquella noche.
La ceremonia iba a empezar. Había tres chicas en lo que podría definirse como el presbiterio.
Una de ellas estaba tumbada en el altar con las extremidades extendidas, aguardando pacientemente,
cubierta por unas gasas de seda negra. Sujetaba una vela en cada mano, una negra a la derecha y otra
blanca a la izquierda, según la perspectiva del chico5. Las otras dos iban vestidas con una túnica como la
de los ceremoniantes pero sin mangas, abiertas de tal forma que dejaban ver los pechos. Ellas parecían
cumplir un rol que podría calificarse como “azafatas”.
Se oyó una música siniestra. Una de las chicas le dio una campanilla al sacerdote, quien la agitó
nueve veces en sentido contrario a las agujas del reloj. Se hizo un silencio sepulcral en la sala. Después, la
otra chica le tendió una espada. El oficiante señaló a la chica tendida en la mesa y pronunció:
“In nómine Satanás dei nostri Luciferi excelsi”
Después señaló a los cuatro puntos cardinales llamando a diferentes deidades malignas (Satán,
Lucifer, Belial, Leviatán). Dijo lo que parecía una especie de invocación y después exclamó una palabra
que fue repetida por la congregación. También exclamó la frase “Hail Satán”, y recibió idéntica
contestación por parte de los presentes.
Una de sus asistentes le tendió un cáliz. Una copa de plata, parecía. Comulgó con el líquido y
unas hostias de pan negro, e invitó a los asistentes a comulgar del cáliz abriendo los brazos hacia ellos.
Algunos de los chicos avanzaron hacia el altar formando una fila. Gregorio se decidió a hacerlo también,
un poco para demostrar que no se achantaba ante la situación (si bien la túnica y la ténue iluminación le
proporcionaba total anonimato) y otro tanto por curiosidad hacia lo que contenía la copa. La chica que
estaba a su lado le predecía en la fila, y le llevaba de la mano disimuladamente. Llegaron al altar y
recibieron uno por uno la oblea y el líquido.
— Hoc enim corpus meum est6— le dijo el sacerdote mientras le tendía la sacrílega forma.
— In nomine Satanás— contestó Gregorio haciendo un acto de improvisación, algo raro en él.
Tomó aquel bocado de pan. Un pan extraño, que no era de trigo, y que no podía identificar.
Bebió un ligero sorbo de la copa. Era bourbon. Y parecía del caro.
Regresó a su sitio de nuevo. La ceremonia prosiguió.
— ¡Escuchadme, oh todos los presentes! Hoy celebramos la inminente entrada del año que será
definitivo. Hoy no vamos a solicitar favores al Maligno, puesto que va a concedernos nuestro más grande
deseo. ¡Muy pronto, celebraremos la llegada de nuestro Amo y Señor a la Tierra!

5
El sacerdote coloca la vela blanca a la derecha del altar. Por eso según la perspectiva de Gregorio, dicha vela se ve a la izquierda.
6
Hoc enim corpus meum est: Éste también es mi cuerpo

61
Alfredo M. Pacheco

Hubo vítores por parte de la congregación. Gregorio aplaudió expectante, intentando descifrar el
críptico lenguaje del sacerdote.
— Cuando llegue ese día, el mundo sufrirá el mayor estremecimiento que se pueda imaginar.
Vendrán el caos y la oscuridad— el tono de amenaza del sacerdote se elevaba por momentos—, y todos
nuestros enemigos serán por fin derrotados.
El oficiante continuó:
— Sí, todos…— bajó levemente el volumen de voz, imprimiendo un marcado suspense a sus
palabras— Porque para cuando llegue el día, aquél que está destinado a enfrentársele, aquél que ha sido
enviado a detenerlo… ¡Se habrá unido a nosotros!
La reducida multitud estalló en gritos de júbilo que inundaron la sala, provocando un fuerte eco
que perforaba los tímpanos.
— ¡Nuestro gran rival aceptará también Su nacimiento!— prosiguió, haciéndose oír por encima
de los gritos— Será uno de los nuestros, ¡y nada ni nadie podrá detenernos!
Más gritos. Gregorio se preguntaba si era realmente tan bueno lo que iba a ocurrir. Intentaba
hacerse una idea de lo que podía ser, aunque no lo entendía todo…
— Y ahora, entregaos a vosotros mismos.
Juan Carlos despojó a la chica sobre el altar de sus escuetos velos y empezó a acariciarla.
La chica que estaba junto a Gregorio, ajena a ello, se volvió hacia él y le besó apasionadamente
en los labios y en el cuello. Rodeó al chico con una pierna, que quedó al descubierto de la túnica (la
prenda estaba cortada por diferente patrón según fuera para hombres o para mujeres).
— Puedes hacer lo que quieras. Conmigo o con cualquier otra.
Gregorio, sin salir de su asombro, siguió besándola y recorrió con sus manos las piernas de la
chica, la tela de su túnica, sus pechos, su cuello. Apenas tenía experiencia y no sabía contenerse, actuando
compulsivamente, casi con ansia, olvidándose de toda la gente de alrededor. Ella no le puso reparos a su
conducta y colaboró en satisfacer sus instintos, disfrutando a su vez. Sólo le impuso una regla: que ambos
permanecieran con las capuchas puestas, sin descubrirse. La joven manifestó claramente con su actitud
que Gregorio podía llegar hasta el final, si bien no tomó la iniciativa. Por alguna razón, Gregorio prefirió
no hacerlo, lo que no supuso ningún problema.
A su alrededor, los presentes se entregaban a los más variados actos sexuales, sin tapujos, con
una crudeza estremecedora. Escenas de todo tipo se adivinaban entre la penumbra, mientras en el altar, el
sacerdote poseía a la chica, haciendo de alguna forma ejercicio de poder. Una vez que él acabó, el resto
de la congregación fue finalizando. La chica que estaba con Gregorio había enterrado la cabeza bajo su
túnica y había conseguido que el chico tuviese un orgasmo. Todo le parecía irreal y le temblaban las
piernas. Aquello era una ensoñación que estaba por encima de los calificativos de bueno y malo.
Los presentes se alinearon nuevamente de cara al altar. El sacerdote habló de nuevo.
— Ha concluído.

Chema andaba absorto en sus pensamientos en dirección al punto donde había acordado en
reunirse con su amigo. Estaba de nuevo allí, después de todos esos meses y aún no se daba cuenta de lo
que aquello significaba. Había vuelto, maldita sea. Las figuras que se le cruzaban le resultaban vagamente
familiares, conocidos de vista, y nada más. Y a medida que llegaba a su lugar de reunión, la maldición de
aquel último verano lo iba invadiendo, ahora tamizada de ambiente navideño.
Al fondo ya se veían de nuevo esas formas tan familiares. Era de noche y las paredes de esa
construcción estaban alumbradas con potentes focos que la bañaban en una luz dorada y contracenital,
dotándola de un aura de poder y majestuosidad, como un omnipotente ángel aparecido en mitad del
oscuro desierto. Iba llegando al final de la calle y la perspectiva se iba abriendo poco a poco. Hasta que
por fin, en un par de pasos, llegó al punto de reunión y se vio rodeado por ese lugar tan emblemático.
Era miércoles, veintitrés de diciembre.
Chema había llegado a la Plaza Mayor, con la iglesia de San Andrés Apóstol al fondo, desde la
calle Cervantes. Había quedado allí con Pentium.
Estaba de nuevo en Villanueva de los Infantes.

Chema había procurado no pensar en su regreso las horas previas al viaje. Se metió en el coche
con sus padres y en poco más de dos horas llegaron a su segunda residencia en Infantes. Iba tan a menudo
al pueblo que asimiló en seguida las calles y los diversos escenarios, adaptándose en el acto al cambio de
entorno. No fue, en efecto, hasta que llamó a Pentium y quedó con él en la Plaza cuando todo lo que había
ocurrido durante su estancia en el mes de agosto arrolló su memoria y se manifestó con una viveza
dolorosa. Recordó tantas y tantas escenas vividas en esa misma plaza: los diálogos acerca de Arimán y las

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

elucubraciones sobre sus oscuros propósitos (¿que fue lo que quería realmente?), la noticia de la muerte
de Verónica y la desolada reacción de Pedro... había perdido a tantos compañeros tan de repente, tan
pronto...
Y para colmo, allí ya no era recibido con los brazos abiertos. Lo notó tan pronto como se reunió
con Pentium, al que no veía desde hacía poco menos de un mes, y que saludó con un efusivo abrazo.
Nada más pasar a un bar a tomarse unas bien merecidas cañas empezaron las miradas furtivas y los
comentarios en voz baja. Hicieron caso omiso tanto como pudieron y empezaron a charlar sobre la
facultad, las navidades, y diversos temas triviales. Ninguno quería sumergirse en los oscuros temas que
les habían afectado a lo largo del verano y los meses posteriores: ni misas negras, ni sectas satánicas, ni
rituales… nada de eso. Temían que allí, en el escenario reencontrado de esos sucesos, hablar de éstos
provocase el despertar de algún tipo de fuerza maligna.
La velada se prolongó varias rondas de cerveza, y eso les animó un poco. Estaban felices de
pasar un rato distraido entre amigos, en un bar, disfrutando de unas auténticas vacaciones tanto en el tema
académico como en el satánico. Adentrada la noche se reencontrarían con Adela y Merche, y saldrían a
dar una vuelta por los bares y pubs del pueblo.

Si en el verano la actividad festiva se concentraba en el Paseo de la Constitución, un parque en la


parte sur del pueblo, el resto del año el ambiente se dispersaba por diversos locales en el casco viejo,
situados en calles cercanas a la Plaza Mayor. La oferta no era muy amplia, pero tampoco lo era en verano.
Solía haber rutas fijadas de antemano, de tal modo que había locales con ciertas horas punta. Así, todo el
mundo estaba en el mismo sitio a las once de la noche, y migraba como una bandada de pájaros (o, según
Chema, como un rebaño de borregos) hacia el segundo local a eso de la una de la noche. No era hasta
bien entrada la madrugada, pasadas las tres o las cuatro, cuando el afluir se estancaba repartido entre un
par de discotecas, y las idas y venidas estaban más equlibradas. Los locales no hacían segmentación de
públicos. Todos los jóvenes iban a todos, y se escuchaba en todos la misma música: un escogido
repertorio de éxitos de la radio y sesiones de música tecno, house o como demonios se llamase. Sólo
alguna que otra honrosa excepción mantenía una clientela más distinguida, parejas de entre veinticinco y
treinta y cinco años, y ofrecía una música menos estridente (se podía conversar tranquilamente) y de otro
estilo: rock antiguo, de los años sesenta y setenta, y pop nacional de su edad dorada. Los chicos optaron
por este tipo de sitios en más de una ocasión a lo largo de su estancia entre la Nochebuena y el fin de año.
En Nochebuena solían celebrarse Maitinies, una cena en corralones y cocinas de leña muy al
estilo de la Romería. Se reunían grupos de familiares o de amigos y consumían alimentos propios de ese
tipo de juergas. Chema y Pentium, al igual que les ocurriera en la Romería, no disponían de un grupo lo
suficientemente grande como para celebrar los Maitines. Además, en este caso se encontraban con el
agravante de que no tenían un lugar apropiado, pues en años anteriores iban a la pequeña huerta de los
padres de Pedro. Adela había roto prácticamente los lazos con sus amigas a finales de verano, más por
abandono que por discusión, y tampoco cenaría con ellas esa noche. Merche intentó convencerla para que
se uniese al grupo, y se mostró dispuesta a interceder por ella para que la readmitieran al menos por esa
ocasión. Pero ella prefirió mostrarse cauta y no dejó que Merche actuase de tal forma. Conocía a las
chicas del pueblo. No había cosa peor vista entre las pandillas de adolescentes que ignorar al grupo
durante la mitad del año y luego acudir con ellos (o ellas, que a la postre se lo tomaban peor) cuando
debía celebrarse una juerga. En Infantes el concepto de amistad era bastante posesivo, exigía una especie
de compromiso, de contrato, al contrario que en las grandes ciudades, mucho más abierto, relajado y
permisivo.
A fin de no quedarse solos en sus respectivas casas, los tres separatistas quedaron en la Plaza
poco antes de las doce. En la iglesia se celebraba Misa del Gallo y el ambiente se animaba mucho a esa
hora. Se celebró la entrada de la Navidad con mucha algaravía, alguna que otra botella de sidra y varios
minis de incógnito, y multitud de petardos arrojados furtivamente ante la vigilancia (y poco más) de la
impotente policía municipal, que para más inri tenía la comisaría en los aledaños del Ayuntamiento, en la
misma plaza. Allí se encontraron con Merche y se dejaron llevar por la euforia de la situación. Cuando la
gente empezó a dispersarse y a regresar a sus lugares particulares de celebración, Merche les invitó a ir
con ella al corralón donde su grupo de amigas celebraban los Maitines. No rehusaron la invitación. Al fin
y al cabo, entraba entre sus planes visitar las cocinas de algún que otro amigo o familiar. En el corralón,
Merche se ocupó de encarnar a la perfecta anfitriona: les ofreció calentarse en la lumbre y tomar una
copa. No le importaba lo más mínimo si se molestaba alguna de las chicas del grupo; eran sus invitados y
les debían un mínimo de cortesía, en especial a Adela, que había sido de la panda. Chema y Pentium
aceptaron de buen grado un cubalibre del mejor whisky que habían comprado. Adela se conformó con un
refresco. Chema apenas la había visto probar el alcohol desde la volviera a ver en Infantes. El chico

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Alfredo M. Pacheco

disfrutó del cubata con retorcida malicia para desesperación de las anfitrionas. Si fuera por Merche, les
habría tenido allí toda la noche invitándoles a cubatas y chuletas, pero los chicos prefirieron no parecer
unos gorrones, en especial por la experiencia que tenía Chema en estas situaciones. Sin embargo, la
pelirroja decidió acompañarlos en su deambular por el pueblo. Al principio se mostraron algo reticentes,
pues no era necesario que se separase de sus amigas, pero Merche prefería pasar el rato con los tres antes
que con el otro grupo, y cuando la chica tomaba alguna decisión, era difícil convencerla de lo contrario.
Pasaron el resto de la noche visitando a los padres de Chema, de Pentium, y luego a los de Adela
y aún a los de Merche. En todos los sitios fueron recibidos con calidez, y les ofrecieron dulces navideños,
diversos aperitivos e incluso raciones de carne, así como bebida. Los chicos rehusaron la mayoría de los
agasajos, pero tuvieron que ceder en varios ofrecimientos para acallar la insistencia de sus respectivos
anfitriones. Los cuatro jóvenes agradecieron la hospitalidad, aunque Chema advirtió en algunas casas
miradas de soslayo por parte de alguno de los matrimonios allí presentes, en especial hacia Adela, y en un
segundo grado hacia él y Pentium. No le dio mayor importancia y siguió comiendo y bebiendo.
A eso de las cinco y cuarto, salieron de la última casa. Regresaron a la Plaza Mayor y allí
charlaron otro rato hasta que el frío fue calando poco a poco. La noche había resultado bastante
satisfactoria a pesar del mal plan con el que habían salido. Habían cenado de sobra y habían tomado
tantas copas como en una noche de marcha, habían cantado y reido, y Chema y Merche retomaban poco a
poco su amistad, tan inestable últimamente debido a las presiones a las se veían sometidos. Marcharon a
sus casas, satisfechos. Merche regresó con su grupo a finalizar la noche.
Pasaron las noches siguientes saliendo tranquilamente a tomar algo, disfrutando de un ambiente
que podría calificarse de intimista. Chema sólo veía a las chicas durante la noche, pero con Pentium
quedaba más a menudo para tomar café a media tarde e incluso algunas cañas antes de comer. Notaba a
Adela especialmente reservada. Bien sabía él que ése era su carácter por naturaleza, pero estaba
demasiado apagada. Su mirada había perdido ese brillo, esa chispa de ilusión en sus ojos oscuros. En el
fondo no era para menos: la pérdida de Jesús María suponía para ella un golpe mucho mayor que para los
dos chicos. Chema deseaba poder tener un rato a solas con Adela, intentar hablar de lo ocurrido
(guardando para sí todos los acontecimientos en su facultad), ver cómo se encontraba y tratar de animarla,
pero no encontraba el momento apropiado para apartarla del barullo general y abordar tan delicada
conversación. Además, tenía poco tacto para eso y no sabía introducir esos temas con naturalidad.
Por otra parte, Chema se debatía silenciosamente entre un torrente de estados de ánimo, pasando
de uno a otro con asombrosa rapidez. Iba de la alegría contenida y la despreocupación a la tristeza o aún a
la desesperación. El motivo era su extraña interacción con Merche allí en Infantes. La chica se mostraba
algo… voluble. Algunas noches conversaban largo y tendido sobre trivialidades, en presencia de los otros
dos chicos, y reían abiertamente. Otras, apenas cruzaban dos palabras. O en una noche pasaban de uno a
otro estado. Chema pensaba que seguramente todo estaba en su mente, que le daba demasiadas vueltas. A
Merche no se la veía enfadada con el chico. Simplemente, sus conversaciones tenían ese talante tan
caprichoso. Quería recuperarla, y sentía que Infantes era el lugar idóneo. Allí, el incidente en la Plaza del
Dos de Mayo y el mal rollo de la facultad parecían ajenos a la realidad del momento.
Pero Chema no sabía muy bien cómo obrar.

Llegó el jueves siguiente, la noche de fin de año. La celebración en Infantes, a diferencia de


Nochebuena donde había una tradición propia, no difería del estándar de cualquier otro sitio. Todo
consistía en una cena bastante copiosa, generalmente con la presencia de algo de marisco, presidida por el
programa más horroroso posible de toda la mediocre oferta televisiva de esa noche. Luego, las doce uvas,
y después a celebrarlo en la discoteca, con el típico cotillón.
Chema consiguió meterse las doce uvas en la boca justo a tiempo, aunque le costó bastante
tragarlas. Sus padres le animaron a pedir un deseo mientras las tomaba. Ellos pensaban en un año
fructífero en los estudios, o tal vez en el amor. Pero Chema deseó otra cosa, más sencilla y a la vez más
difícil. Era lo que siempre pedía en cumpleaños y despedidas de año. Él sólo quería mantenerse fiel a sí
mismo, no traicionarse. Mantener una personalidad coherente y digna, en mitad de una marea de borregos
y reptiles, donde la mitad decían contínuamente lo que había que hacer, lo que era bueno, y la otra mitad
obedecía ciegamente. Sólo quería seguir siendo el mismo de siempre, en especial ahora que iba a meterse
en la boca del lobo para conocer los planes de Juan Carlos. No quería acabar manipulado por él y renegar
de su pasado. Resultaba curioso, pero con la llegada de otros años, Chema solía tener la sensación de
haber dado una vuelta más, y de que se iniciaba un nuevo ciclo. Con la llegada de 1999, Chema intuía que
el camino se convertía en una recta que se adentraba en un peligroso túnel. No sabía lo que era, pero tenía
la extraña certeza de que cuando celebrase la llegada del año 2000, las cosas serían absolutamente
diferentes a como las conocía ahora. Algo iba a cambiar. Un cambio profundo y tal vez irreversible.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Tras la cena y las uvas, Chema se arregló y salió al encuentro de sus amigos a celebrarlo. Las dos
discotecas se repartían la gran mayoría de la clientela en fin de año, yendo los más jóvenes a una y los
mayores a la otra. Era un acuerdo tácito que a ninguno de los dos negocios le interesaba intentar romper.
Los chicos acudían gustosos a beber sin preocupaciones y no deseaban tener a sus padres en el mismo
sitio, y casi podría decirse que en caso contrario sucedía otro tanto.
Al principio, la noche pasó sin pena ni gloria. Cuando llegaron a la discoteca, alrededor de la una
y media de la noche, aún no había mucha gente, pero en menos de una hora las instalaciones se llenaron.
Pasaron el tiempo allí, en mitad de una atronadora música y un entorno oscuro con cegadoras luces
blancas estroboscópicas. Se tomaron un par de copas para sobrellevar el ambiente. Merche alternaba entre
el grupo de sus amigas y la compañía de los tres chicos. Era la más jovial y activa de los cuatro, la que
saludaba a más gente y, vista la situación, la que en esos momentos gozaba de mejor reputación y tenía
más carisma. Los otros tres estaban poco menos que condenados al ostracismo. Apenas si saludaban a
algunos compañeros de clase o vecinos. En tal caso, esas personas sobreactuaban en cuanto a alegría y
buenos deseos. Todo era parte de la habitual hipocresía de los chicos del pueblo y de unas fechas tan
señaladas. Chema se preguntaba si también influía el efecto del alcohol. Miraba a esos pocos chicos que
felicitaban el año a Adela y Pentium, y apenas se separaban de ellos ya creía ver esas miradas furtivas e
indirectas hacia ellos. Tal vez los continuos flashes de la discoteca le engañaban, pero lo dudaba. Procuró
no darle importancia, al fin y al cabo ya estaba más que acostumbrado. No era una noche apropiada para
encararse con alguno de esos indeseables y acabar en un amago de pelea.
Hacia las cinco el estilo de música varió ligeramente hacia los villancicos en versión de discoteca
y una serie de clásicos del local en cuestión que nunca fallaban en ocasiones como aquellas. Tras
escuchar un popurrí de las canciones de la banda sonora de Grease, el tema Great balls of fire, también de
la banda sonora de la película del mismo nombre, y un par de canciones propias de verbena popular,
Chema decidió que necesitaba un respiro. Se disculpó un momento con Pentium y Adela y salió a tomar
el aire. Merche estaba en esos momentos con sus amigas. De haber estado con él cuando iba a salir,
habría intentado llevarse también a Adela para hablar con ella, y así podría haber dejado a Pentium con
Merche. Pero ya daba igual.
El suelo estaba algo mojado. Durante la tarde habían caído cuatro gotas y cuando salió después
de cenar el cielo amenazaba con nuevas lluvias. Debía de haber llovido mientras estaba dentro. Ahora
chispeaba levemente y el viento arrastraba velozmente las nubes. Era previsible que al alba empezase a
aclarar. Caminó un poco para estirar las piernas y respiró hondo. Luego se sentó en un peldaño cerca de la
entrada de la discoteca. No tenía frío por el momento, pero empezaría a tenerlo en breve, y no podía sacar
su abrigo ya que lo había dejado en el ropero. Daba lo mismo, pronto entraría de nuevo con sus amigos.
En ese momento salió Merche.
— Vaya, estás aquí— dijo ella interesada. Parecía que le buscaba.
— He salido un rato a tomar el aire, en seguida entro.
— Lo sé, me lo han dicho éstos. Yo también quería respirar un poco. ¿Te importa si me quedo?
— En absoluto, mujer.
Merche estaba preciosa esa noche. Se había recogido el pelo dejando ver su hermosísimo cuello,
de piel tersa y algo blanquecina. Llevaba puesto un vestido burdeos largo, hecho por su madre, con un
corte en el lado derecho de la falda para darle movilidad a la chica. Chema no sabía con qué tipo de tela
estaba hecho, aunque ofrecía un brillo bonito y una caída elegante. El escote era del estilo palabra de
honor. Llevaba puestos unos zapatos de tacón medio, negros, y una gargantilla al cuello, sin adornos ni
motivos de ningún tipo. Estaba sencillamente arrebatadora.
Parecía que había adelgazado un poco durante sus tres meses de estancia en Madrid, lo que era
comprensible. Durante aquellas noches en el pueblo, parecía haber olvidado y perdonado todo lo mal que
lo había pasado por culpa de Chema. Allí eran dos buenos amigos que continuaban la amistad surgidad
entre ellos poco después de la Romería. Chema deseaba que siempre fuese así, que se quedasen los dos en
el pueblo durante el invierno, estudiando otro curso, el COU o lo que fuese, y tenerla allí todos los días, y
salir los domingos a tomar café por la tarde o una cerveza las mañanas de los fines de semana. Solos ellos
dos, sin los agobios del “mundo exterior”.
En su torpeza, Chema iba a ofrecerle a Merche que se sentase a su lado, pero en seguida se
percató de que era un asiento demasiado bajo para que la chica pudiese aceptar su ofrecimiento. En el
acto, se levantó para no parecer descortés.
— ¿Damos una vueltecilla? Me apetece pasear un poco. No sé, a lo mejor sentarnos en los
bancos de la plaza.
— Bueno. Sí, claro… ¿no vas a tener frío así?
— Podemos coger los abrigos si quieres, por si nos quedamos mucho rato.

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Alfredo M. Pacheco

Chema consideró que era una buena idea. No les quedaría más de hora y media en aquel local. Si
volvían a pasar, podrían dejarlos en algún rincón y ya les echarían un vistazo. Se acercó al ropero de la
discoteca y recogió su abrigo gris y el de la chica. Comenzaron a andar bajo la llovizna cada vez más
débil. Pasaron un cruce y siguieron un poco más por la misma calle, que serpenteaba ligeramente. Giraron
a una calle peatonal. Había un pub allí del que salían algunos jóvenes, varios años mayores que los dos
chicos. Desde la callejuela, volviron a girar por una nueva calle, retomando la primera dirección en la que
iban, y en seguida salieron a la Plaza Mayor, por la única salida que había en la cara Este. Tenían los
portales del Ayuntamiento al frente, la iglesia a la derecha y la Calle Cervantes a la izquierda.
Por su habitual falta de tacto para iniciar conversaciones comprometidas, Chema no sabía muy
bien lo que decir ni cómo empezar. Afortunadamente, Merche ayudó un poco al chico, y fue ella la que
empezó a hablar. Le preguntó acerca de un par de discos que había escuchado el último verano y que le
habían resultado bastante interesantes. Eso dio paso a un diálogo ameno sobre los estilos musicales por
los que se interesaba Merche. Chema le habló de los discos que le había dejado, a través de Adela, y de
los grupos y estilos que él escuchaba. Dentro de “su territorio”, el chico se relajó y se sintió más seguro.
Estuvieron comentando esos temas durante largo rato, sentados en uno de los bancos de la Plaza que no
parecía estar demasiado mojado por la lluvia. Las paredes y el suelo brillaban bajo la luz de las farolas a
causa de la película de agua que los cubría.
— … Pues Stratovarius me han gustado bastante. He oído que han sacado disco nuevo
¿verdad?— decía Merche al hilo de la conversación.
— Sí, tengo que pillármelo. Para Reyes, supongo.
— Ya. ¿Y no tienes nada de Helloween? Me han dicho que están bien.
— Sí, tengo una cinta grabada que…— Chema hizo una pausa. Ya ni se acordaba de que la
tenía, y no la había vuelto a escuchar desde el verano. Bajó la cabeza con pesadumbre.— Me la dejó Jesús
María, este verano. No llegué a devolvérsela.
— Vaya, siento haberte recordado eso.— Merche puso una mano sobre su hombro, para
consolarle.— Ha tenido que ser un palo.
— Sí, lo ha sido. Jesús y yo no parábamos un momento cuando yo venía al pueblo. Estábamos
todo el rato juntos… hasta este verano, que empezó a distanciarse.
— Sí, me imagino.— y miró a Chema con una mirada entre comprensiva e inquisitiva.
Chema, al ver sus ojos, se dio cuenta. Le había hecho una buena encerrona. Parecía que Merche
tenía mejor tacto para sacar temas peliagudos.
— Mira, Merche, ya hemos hablado de esto otras veces, y lo de este verano ha sido muy jodido.
— Ya lo sé, Chema— miró con especial interés al joven.— José María, no tienes que decirme
nada. Adela me lo ha contado.
Chema contempló a su interlocutora sorprendido. Así que era eso lo que hacían las dos durante el
día. Merche confirmó los detalles: sabía lo de las misas negras, lo de Arimán, lo sabía prácticamente todo,
al menos desde la perspectiva de Adela. Claro que incluso Adela se había callado algunos detalles que no
conocía nadie. El chico abrazó a Merche, afectado por la emoción, y a la vez feliz de que por fin todo se
supiera.
— Tienes que superarlo, todo eso ha acabado.
— No, esto continúa.— ya que sabía la primera parte, era el momento de desvelarle cómo
proseguía la trama.— Hay gente interesada en la facultad sobre lo que pasó aquí. Ese gilipollas de quinto,
Juan Carlos.
— ¿El del primer día?
— El mismo. Tiene un tinglao montado allí que no me gusta nada. Es una especie de asociación,
pero huele a secta a un kilómetro de distancia. Quería manteneros lejos de esto, afrontarlo yo solo. Ha
metido a un chico de tercero de Publicidad, y sé que no es lugar para gente como él.
— Chema, déjame ayudarte.
— ¡No! No tengo ni idea de lo que hay allí, pero puede ser demasiado peligroso. No os quiero
hacer daño ni a ti ni a Rafa.
— Me harás más daño si te apartas de mí, si acabas manipulado por ese mal nacido. Confía en
mí. Si estamos juntos en esto, podremos superarlo, pero no si no confiamos el uno en el otro… porque
yo… Chema, yo…
— Oh, Merche— le interrumpió. Sabía cómo acababa la frase, y él tenía idéntica réplica.

Pentium y Adela optaron por coger los abrigos y buscar a sus dos amigos fuera, en la calle.
Llevaban más de una hora fuera, y no sabían nada de ellos. Pentium estaba tranquilo, pues imaginaba qué

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

podían estar haciendo ambos. Pero Adela no. Tras lo del verano anterior, se inquietaba si no sabía nada de
sus amigos, aunque Arimán ya no estuviese.
Se encaminaron a la Plaza, más por intuición e inercia que por otra cosa. Nada más llegar los
encontraron en todo el centro, sentados en un banco, besándose como una pareja de tórtolos.
— Lo ves, Adela, sabía que estaban bien.— Pentium sonrió para sí: había acertado, y al final los
dos se habían enrollado. Se rió entre dientes, cada vez más, hasta que acabó estallando en carcajadas.
Ahora le tocaba interrumpir una escena tan tierna.
Una luz pálida se iba a extendiendo por el cielo. Pronto amanecería. Arriba, las nubes se iban
rasgando, dejando ver los primeros claros.

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Alfredo M. Pacheco

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo VIIIº:
De Iglesias y Sectas.
Secta es una palabra peyorativa con la que muchos se refieren a un grupo de personas que se reúnen a
fin de realizar prácticas no siempre lícitas. Ese grupo se suele caracterizar por una enorme homogeneidad, hasta
tal punto que el individuo (y su voluntad) queda anulado ante la totalidad del grupo. En las sectas suele haber una
persona de enorme carisma cuyo liderato es absoluto e incuestionable. Es el único individuo con identidad y
personalidad propia, aunque intente negarlo con falsa modestia. Dirige la secta buscando lo mejor para ella,
siguiendo los designios de una voluntad superior de diversa índole: social, sobrenatural…
Con más frecuencia de la deseada, las sectas constituyen un fraude económico, una estafa. Hasta tal
punto, que hubo un tiempo en este país en que se temía más por las sectas que por problemas como el de las
drogas o el terrorismo.
Las sectas son generalmente relacionadas con aspectos esotéricos y ocultistas, aunque no siempre.
Opiniones más radicales afirman que grupos vinculados a religiones blancas, como podría ser el caso de los
Testigos de Jehová o similares, constituyen igualente una secta. Llegando a extremos, hay quien afirma que todo
tipo de religión que posee su propia institución, su propia Iglesia, es en el fondo una secta. No se descarta en tal
caso a las religiones e Iglesias mayoritarias, como la Iglesia Católica o la propia religión Cristiana. La Iglesia
suele mantener contacto con el mundo más laico a través de diversas entidades de tipo económico, financiero o
incluso político. El poder de estas entidades es variable, al igual que el de la Iglesia que lo respalda. Estos
grupúsculos económicos o políticos podrían entrar en la definición amplia de secta.
Dentro de las sectas esotéricas, uno de los casos más tipicos es el de las sectas satánicas. En cuanto a
las Iglesias, el satanismo cuenta con su propia Iglesia, mucho más reciente: la Iglesia de Satán. Bajo este
razonamiento, sería una secta más, así como las entidades ligadas a dicha Iglesia.
Sin embargo, la Iglesia de Satán no es lo mismo que una mera secta satánica.

Comenzaba un nuevo año, el último o penúltimo del siglo (la opinión pública no conseguía
ponerse de acuerdo), y todo iba volviendo a la normalidad tras los últimos coletazos de las vacaciones.
Ahora tocaban las rebajas y la cuesta de enero. Los Reyes Magos habían mermado con su magia la
economía de muchas familias para regalar a sus hijos el último juego de Lara Croft y todo tipo de
muñecos imaginables.
Europa, por su parte, afrontaba una nueva etapa. Bajo la recién estrenada presidencia alemana, la
nueva moneda creada por la Unión Europea entraba en vigor en la bolsa y el mercado financiero (pese a
no haber entrado en circulación), dispuesta a hacer competencia al dólar americano, al que superaba
ligeramente en valor. La antigua Unidad de Cuenta Europea (ECU) había quedado derogada. Su valor en
pesetas el último día del año anterior fue el adoptado por el Euro como cambio fijo e irrevocable para las
monedas de los diferentes países donde funcionaba. En España fueron 166,386 pesetas, una
multiplicación bastante complicada. Las entitades bancarias se preparaban para esta nueva economía, y
apenas habían pasado dos semanas del nuevo año cuando ya se dieron las primeras fusiones para
conformar grupos más poderosos y competentes. Tiempos de cambios y alianzas. Tiempos de tener
amigos influyentes.
La FEUNE estuvo aprovechando todas las vacaciones navideñas para hacer campaña y lanzar sus
ya conocidos discursos a los medios. Los ciudadanos se empezaban a acostumbrar al estilo directo y
demoledor del partido de Fernando Luengo. Las críticas se dirigieron hacia la Navidad en una doble
vertiente. Por un lado, la faceta hipócrita de las fiestas, excusa para activar una demanda desmesurada por
parte de las grandes entidades comerciales, aprovechando un punto débil del consumidor: las creencias
religiosas. En la otra vertiente, se atacaba a las creencias irracionales en diversas religiones y cultos. Para
la FEUNE, la religión había sido una solución creada para el hombre en determinadas circustancias
históricas. Eran épocas en las que se buscaban respuestas y las únicas satisfactorias eran las
proporcionadas por deidades y mitos. Esos años ya habían pasado. La humanidad había llegado a uno de
sus más altos pasos en la evolución. El conocimiento era inabarcable, y se podía conseguir lo imposible.
Sin embargo, en estos días en el que la ciencia del hombre creaba y curaba todo tipo de enfermedades, en
que se podría en un plazo medio duplicar con exactitud a un ser humano, las creencias retrocedían a un

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Alfredo M. Pacheco

estadio similar al de la Edad Media. Se creía ciegamente en Dios, en Alá, y lo que era peor, en todo tipo
de estafas proporcionadas por videntes, curanderos, brujas, cultos esotéricos, sectas postmodernas,
satanistas gótico-punks… La FEUNE quería hacer ver a la sociedad que era el ser humano quien
gobernaba su propio destino, que eran tiempos racionales y no mágicos. No querían que cuando la unión
en Europa fuera una unión de pueblos y de ciudadanos, y no unas meras instituciones interguberna-
mentales, España aportase un cúmulo de supersticiosos. Decían que un ciudadano europeo debía ser más
listo que para creer en todas esas patrañas.

Chema seguía con relativo interés las aportaciones ideológicas de la FEUNE. Pese a su recelo
hacia el partido por todo lo ocurrido desde el verano (desde el logo fantasma que apareció en su
ordenador hasta la conexión con ese tal Miguel, que Chema aún no conocía), tenía que admitir que varias
de las ideas que exponían eran bastante razonables.
Pocos días después de Nochevieja regresó a Leganés, más ilusionado que nunca, y deseando
empezar otra vez el curso para volver a ver a Merche, quien se quedó a pasar el día de Reyes en Infantes,
al igual que Pentium y Adela. Chema además volvía con algo de equipaje extra. El domingo día tres de
enero, el día del regreso de Chema a Leganés, Pentium le entregó un par de disquettes de ordenador con
la prometida información acerca de la Iglesia de Satán. Los discos hicieron un curioso viaje, de Madrid a
Infantes y luego de vuelta a Leganés. Una vez en su casa, con su equipo informático a su disposición,
Chema empezó a leer los diferentes documentos de texto y fragmentos de páginas web que contenían los
discos. La información resultaba bastante interesante.
La Iglesia de Satán era una institución fundada por el ya fallecido Doctor Anton Szandor LaVey,
que tomaba el relevo de la anterior “Orden del Trapezoide”. La Orden cambió de nombre en 1966 (la
Iglesia se fundó el 30 de Abril en San Francisco, proclamando el inicio de la Era Satánica), año que
tomaban como referencia para fechar los acontecimientos. Así, el recién empezado 1999 de la era
cristiana pasaba a ser el año 34 según la cronología de la Iglesia de Satán. Chema vio que la notación del
año era seguida de las siglas A.S., supuestamente After Satan (Después de Satán). Prácticamente todos los
textos estaban en inglés, así que no vio un equivalente en castellano de esas siglas. Con la fundación de la
Iglesia se registraron algunos de los símbolos bajo derechos de copyright para uso exclusivo de la
institución. Usaban un pentagrama como logotipo, con la cabeza de un macho cabrío inscrita en la
estrella, una doble circunferencia, y unas letras hebreas (cinco, una por cada punta de la estrella) fuera del
círculo exterior que formaban la palabra “Leviatán”. Ya había visto ese símbolo antes. Marcus se lo había
pasado a Rafa con toda esa extensa documentación que había conseguido investigando a Miguel. Tenían
publicado diverso material, tanto impreso como audiovisual. Entre los más célebres lanzamientos se
podían citar dos trabajos del propio LaVey: La Biblia Satánica, Los Rituales Satánicos, y el disco con El
Himno del Imperio Satánico (o también Battle Hymn of Apocalipse). Pentium, en sus notas adjuntas, le
decía a Chema que no había encontrado referencias ediciones en castellano de los libros. Chema recordó
haber visto una edición en inglés de la Biblia Satánica en la capilla de la facultad.
Había más documentos que hablaban fundamentalmente de la ideología de la Iglesia. Se notaba
cierta influencia del psicoanálisis en el trasfondo de todo aquello. A grandes rasgos, los Satanistas rehuían
de ser parte de un “rebaño” (la metáfora que usaban calvinistas y protestantes entre sus fieles), de ser
“ovejas”, y buscaban el convertirse en “lobos”. Luchaban por no caer en el discurso anodino de los
medios de masas, que conformaban una multitud homogénea y servil. Tenían una lista de aleluyas a
Satanás, proclamando la indulgencia en lugar de la abstinencia, la venganza en lugar de poner la otra
mejilla, y así hasta un total de nueve. También había recogidos nueve pecados capitales: estupidez,
ostentación, ingenuidad, autoengaño, conformidad con el rebaño, carencia de perspectiva, una expresión
que Chema tradujo como “olvido de ortodoxias pasadas” y que no entendía del todo bien, orgullo
contraproducente, y por útimo, carencia de estética. A Chema empezaba a gustarle todo aquello. Era
similar a ciertas convicciones que había tenido de forma intuitiva, y de las que se estaba olvidando en la
facultad. Se estaba acobardando, ablandando, y tenía un inusitado miedo a este tipo de temas, que no
mucho tiempo atrás le llamaban poderosamente la atención.
Miró las estanterías de su habitación. En un rincón, casi olvidada, había una cruz de madera
atravesada con un cordón. Chema la había comprado durante la última Feria de Infantes, a finales de
agosto, y la había taladrado por el otro extremo, dejándola en posición invertida. Últimamente se le
olvidaba ponérsela y la había dejado allí durante su viaje a Infantes por Navidades. Se levantó a cogerla y
se la colgó al cuello, ajustando después los dos nudos corredizos hasta dejar el cordón a su medida. Se
puso de nuevo frente al ordenador y siguió leyendo.
La idea básica de la filosofía Satanista, hasta donde llegó a ver el chico, era la de no reprimir el
lado oscuro, lo que no equivalía a fomentar la maldad per se. Era un discurso casi freudiano que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

argumentaba que había que dar cabida a los instintos humanos, ya se tradujesen en lujuria, ira, venganza u
otro tipo de satisfacción inmediata. Se podría reducir a dejar libre el inconsciente, el ello, y relegar a un
segundo plano al superyo, la opresión paternal y cultural aprehendida. El ser humano era según ellos tan
sólo un animal más, no un ser superior con privilegios sólo porque fuese bípedo y emplease las manos.
Renegaban del concepto de amor al prójimo, a todo ser humano, pero no por ello fomentaba un
odio perpetuo. Los Satanistas manejaban un amor que podría calificarse de “selectivo”. El Satanista podía
amar a aquéllos que considerase sus allegados, y protegerlos con fiereza ante amenazas externas, pero del
mismo modo, odiaba con fuerza a los que considerase como enemigos, y no les daba tregua. Un Satanista
debía tener presente que la gente no le respondería con el mismo trato que él (o ella) les dase, o de lo
contrario se cometía pecado de “ingenuidad”. No se aplicaba el precepto de “trata a los demás como
quieras que te traten ellos”, sino al revés: “trátales según te traten ellos”. Se adivinaban aquí ciertas
influencias maquiavélicas.
Por último, Pentium le había adjuntado un documento redactado por él acerca de la organización.
La Iglesia de Satán se organizaba en unidades llamadas grottos, congregaciones. Existía un Grotto
Central en San Francisco, que era el coordinador de los restantes. Debido a su mentalidad individualista,
los satanistas no tenían por qué ser adeptos fieles a los grottos a los que perteneciesen. Las
congregaciones eran más bien una forma de mantener contacto con la organización y poder disponer de
un canal de información, así como un medio para contactar con otros miembros de la Iglesia. No había
una gran estructura jerárquica ni burocrática. El grotto central contaba con algunos órganos directivos y
académicos, por llamarlos así. No había mucha variedad en cuanto a títulos entre satanistas, ni había
obsesión por concederlos continuamente. Uno de esos pocos títulos era el de Magister, otorgado a ciertos
miembros reconocidos (algunos de los documentos que había leído Chema estaban escritos por Magistri
con prestigio dentro de la Iglesia). A la muerte de LaVey, su esposa (Pentium usó la palabra “consorte”
en sus notas) Blanch Barton había ocupado el cargo de Suma Sacerdotisa de la Iglesia. Uno de los hijos
de LaVey era jefe administrativo de la Iglesia.
Chema cerró todos los documentos. Era mucha información, casi toda en inglés, y no toda fácil
de asimilar. De momento tenía más que suficiente. Una media sonrisa asomó a su rostro. Esta contento, y
sentía como si hubiese despertado. Le debía mucho a Pentium, y había sido un gran apoyo haberle tenido
con él durante las vacaciones. Ahora ya tenía una pista, un rastro que seguir. Ahora lo veía todo más
claro. Había encontrado por fin algunas pautas de actuación.
Tenía que hablar con Juan Carlos sobre la secta o lo que fuese esa asociación. Tenía que ver si
era un grotto y cuál era su relación con la Iglesia de Satán. Y si no lo era, tenía que averiguar qué
demonios tramaban y qué barbaridades estarían cometiendo.

Los de primer curso no tenían clases de asignaturas troncales los viernes. Chema tampoco daba
ninguna optativa, por lo que no tuvo que ir a clase hasta el día once de enero, lunes. En un principio le
preocupaba no ir el viernes, porque sabía que Gregorio tenía una asignatura de libre elección en común
con Juan Carlos. Pero al fin y al cabo no iba a ir a propósito a la facultad tan sólo para controlar al chico.
Así que se esperó al lunes siguiente.
Encontró a Merche cuidándole un sitio a primera hora de la mañana. Allí, estaba, con su sonrisa
imborrable de la cara. Los ojos le brillaban por la felicidad del reencuentro, y las pecas salpicaban sus
pómulos blancos y los pliegues bajo los ojos. Se había cortado ligeramente el pelo para Nochevieja,
aunque en su momento Chema no observó ese detalle porque esa noche Merche llevó un recogido. Ahora
la leonina melena le rozaba los hombros y le cubría el cuello, pero no su espalda como lo hacía antes. En
seguida ella se levantó y avanzó por el pasillo a recibirle. Se abrazaron y besaron interrumpiendo el paso
de los que buscaban sitio entre los pupitres vacíos. Comenzaron a preguntarse por el poco tiempo que
habían estado separados y se sentaron a hablar más calmadamente. Pese al poco tiempo de relación,
ambos se habían comprado mutuos regalos de Reyes. Merche le regaló un libro de las Crónicas
Vampíricas de Anne Rice. Merche sabía por sus conversaciones con el chico que el volumen que le había
comprado era el que le tocaba leerse. Chema no escatimó en gastos y le hizo entrega de su regalo: dos
entradas para un concierto del grupo Stratovarius, por el que tenían común afición, que tendría lugar en
un par de semanas.
Comenzaron después los saludos a los compañeros de clase, la voraz curiosidad por noticias
frescas acontecidas en los días de ausencia, el cotilleo sobre ligoteos (Chema y Merche eran una de las
comidillas de más éxito), trapitos de nochevieja y regalos de navidades. Llegó también Rafa, al que
saludaron calurosamente, y que afirmaba no haber hecho absolutamente nada digno de mención durante
las fiestas. Los dos chicos apenas pudieron sacarle un poco de información básica sobre cómo había

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Alfredo M. Pacheco

pasado las navidades en su pueblo, y Rafa finalmente contó sin demasiada pericia un par de anécdotas
irrelevantes que le ocurrieron durante las noches que pasó en Almagro.
Chema por su parte observaba con cierta perspectiva sociológica el comportamiento de los
chicos y chicas de clase durante el reencuentro. Los besos, los saludos estrechando las manos, los
alardeos acerca de lo bien que habían transcurrido las vacaciones… La hipocresía, la banalidad, la
presunción y la ostentación, se dejaban entrever en cada conversación. Chema recordó cómo odiaba todo
aquello Jesús María. Deseaba salir de Infantes para integrarse en una sociedad más grande, más abierta a
nuevas perspectivas y más sincera con sus semejantes. Te habrías encontrado con la misma mierda,
amigo mío, pensó desolado Chema.
La entrada del profesor en el aula le sacó de sus divagaciones. Era la primera hora, a las nueve de
la mañana. A las dos de la tarde iría a la optativa y podría hablar con Gregorio, y tal vez con Juan Carlos.

Las clases transcurrieron relativamente rápidas. Los profesores no se metieron mucho en materia
conscientes de que tras el parón, los alumnos no estaban aún a pleno rendimiento. A las dos el grupo de
primero de Comunicación Audiovisual salió de clase y todos se encaminaron a sus respectivas optativas,
a sus casas, o a tomar algo a la cafetería para hacer un poco de tiempo. Merche se ofreció a subir con
Chema a la quinta planta hasta que llegase la profesora de la optativa del Chico, ya que ella había
finalizado su jornada.
Permanecieron un buen rato en el rellano de la quinta planta, sentados en un banco corrido frente
a la puerta del aula. El banco bordeaba un amplio vano cuadrangular en el suelo del piso. Todas las
plantas tenían abierto el mismo hueco, uno encima de otro, permitiendo que los tragaluces del techo
arrojasen luz a todas las alturas, desde la última planta hasta el vestíbulo de la entrada. Chema solía
asomarse a la barandilla de estos huecos a contemplar cómo transcurría la actividad en las diferentes
zonas que podía ver. La vista ofrecía una curiosa sección transversal de varias plantas, dando una extraña
sensación de totalidad al conjunto, a la vez que inspiraba la certeza de que aquello se estaba viendo por
algún tipo de cámara y que el observador no podía ser visto por sus semejantes.
Cuando advirtieron que la profesora iba a llegar a clase, los dos chicos pasaron al aula. Chema
comprobó que Gregorio estaba sentado en una de las últimas filas, esperando pacientemente sin hacer
nada ni hablar con nadie. ¿En qué pensaría ese muchacho durante tantos ratos de soledad e inactividad
absoluta?
— Voy a sentarme al fondo. Te llamo esta tarde ¿vale?
— De acuerdo. Si tienes un hueco quedamos, y si no, nos vemos mañana.
— Bien.
Se besaron brevemente y Merche salió del aula justo en el momento en que entraba la profesora.
Chema fue al fondo a sentarse con Gregorio. El chico había observado impertérrito, sin perder detalle,
cómo Chema había entrado a clase con una pelirroja que no conocía, al parecer su novia, y se había
despedido de ella con un beso. ¿Quién sería esa chica? se preguntaba Gregorio.
Terminó la clase de Economía. Chema apenas había hablado con Gregorio. Había tenido el
tiempo justo de saludarle y preguntar por cortesía acerca de las vacaciones. Cuando se disponían a
recoger las cosas y salir, Chema continuó la conversación.
— ¿No has visto a Juan Carlos aún?
— No, aún no. El viernes no vino a clase.
— ¿No?
— Ni el ni casi nadie. Tenía que haberme quedado en la residencia y haber ido más tarde.
— ¿Durante las vacaciones tampoco?
— Ya te digo que no. Estuve en Toledo desde que acabaron las clases.— la forma de hablar del
chico, parca y poco amigable, no hizo sospechar a Chema que Gregorio en realidad mentía.
— Me gustaría hablar con él, sobre la asociación, ya sabes…
— No soy idiota. Le buscaré esta tarde y se lo diré, si quieres. Veré si puede venir mañana a esta
hora y hablaremos los tres.
— De acuerdo, muchas gracias, tío. Nos vemos mañana.
— Adiós.— Chema se disponía a salir por la puerta. Gregorio aún estaba recogiendo algunas
cosas. — ¡Chema!— llamó Gregorio antes de que el otro saliese.
— ¿Sí?
— ¿Quién era la que ha venido contigo antes?
— Se llama Merche.— dijo sin más, y salió sin pedirle explicaciones o esperar a que Gregorio se
las diese, algo bastante poco probable. Por fin aquel tío tan callado hablaba por propia iniciativa, lo que
parecía buena señal. Chema bajó las escaleras con una pequeña sonrisa. Le enorgullecía el hecho de que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

la belleza de Merche no le hubiese pasado desapercibida ni siquiera a Gregorio. Al fin y al cabo, dudaba
que Gregorio sedujese a Merche mediante sus habilidades comunicativas.

Al día siguiente, Merche subió de nuevo con Chema a la quinta planta. Por precaución, habían
evitado hablar a Rafa de todo el asunto de Juan Carlos y la asociación. Chema asimismo hubiera preferido
mantener al margen a la chica, pero Merche era inamovible en el tema, y quería comprobar por sus
propios ojos y oídos qué se estaba tramando en torno a la dicha asociación.
Sentado al fondo estaba como siempre Gregorio, esta vez acompañado del propio Juan Carlos.
Merche y Chema se acercaron a saludarlos. Juan Carlos recordaba a Merche de los primeros días de
curso, y la trató con la extrema cortesía de la que siempre hacía gala. Presentaron a la chica a Gregorio,
quien hizo un esfuerzo para no mostrar su habitual apatía e indiferencia.
Inmediatamente y sin ningún tipo de preámbulo, aunque sí con la debida discreción para que no
se enterasen oídos ajenos, Chema preguntó por la asociación. Quería saber cuándo y dónde se reunían.
— Normalmente avisamos mediante carta. Tenemos las direcciones de todos. No te preocupes,
las cartas parece que las envía la facultad. Si por ejemplo la cogiesen tus padres del buzón, no
sospecharían nada. Además, en las convocatorias se queda primero en la cafetería para ir a la sala de
reuniones. Esto es muy útil sobre todo a los que no han asistido a ninguna reunión antes.— explicó Juan
Carlos, a lo que añadió— Esperamos celebrar una reunión de carácter ordinario antes del segundo
cuatrimestre, posiblemente durante el parón de los exámenes. Creo que podría ser la última semana del
mes de Enero, pero aún no está convocada.
— Dime, Juan Carlos, ¿admitiríais a una nueva socia antes de que se celebre la reunión?—
preguntó Merche.
— ¿Tú?
— ¡Oh, vamos! No me irás a decir ahora que esto es un club de machotes que no admite chicas,
y que os dedicáis a ver el fútbol y a despotricar sobre nosotras— dijo ella con los brazos cruzados y una
mirada mitad desafiante mitad burlona— ¡No estamos en el colegio!
— No sé qué te habrán podido contar sobre la asociación— dijo Juan Carlos pausadamente,
echando una mirada recelosa a Chema—, pero no hacemos nada de eso. Se necesitan unas convicciones
muy particulares para entrar en la asociación, pero creo— miró interesado a la chica— que tú puedes ser
una persona apta para unirte a nosotros. Si me acompañas ahora podemos formalizar tu entrada en un
momento ¿tienes clase?
— No, que va.
— Entonces ven conmigo.
— Espera, Juan Carlos, voy a comentarle una cosa a Merche y ahora bajáis.— Interrumpió
Chema.
Sacó a Merche fuera de clase e hizo un último esfuerzo por disuadir a la chica de toda aquella
locura.
— ¿Estás segura de lo que haces? Ya sabes cómo tienen que gastárselas estos tíos. Si se dedican
a hacer rituales. La cosa es muy seria.
— No te preocupes, Chema. Tienes que confiar en mí. Quiero hacerlo, quiero unirme a esta
asociación. Quiero estar a tu lado pase lo que pase, e incluso…
— ¿Incluso qué?
— Me interesan las ideas satanistas. Siento curiosidad. — humilló levemente la cabeza, evitando
la mirada casi desesperada de su novio, que le suplicaba que recapacitase su decisión— Sé que esto no es
un juego y que te ha causado mucho dolor, pero voy a afrontarlo con todo el respeto del mundo. Y te
prometo que si la situación se desborda abandonaré la asociación.
— ¿Y si no te lo permiten? ¿Y si toman represalias…?
En esos momentos salía Juan Carlos por la puerta.
— ¿Lista?
Los novios se miraron una vez más, diciéndose con los ojos lo que les quedaba por decir: él
suplicaba que tuviese cuidado, y ella le anunciaba no exenta de dolor que iba a seguir adelante con
aquello. Chema temía por Merche. Por experiencia sabía que no se podía jugar con ciertas cosas.
— Sí, cuando quieras.
— Bien, acompáñame.
Y los dos bajaron por las escaleras.
Chema entró algo resignado en clase, esperando que no le pasase nada a la chica.
Gregorio, desde su pupitre, miraba fijamente la entrada, como si quisiese agujerear a todo el que
cruzase por allí.

73
Alfredo M. Pacheco

Chema y Merche salieron de la clase y Gregorio se quedó esperando dentro con Juan Carlos. Sin
vacilación, Gregorio preguntó a su amigo acerca de la joven.
— ¿Conocías ya a Merche?
— Del primer día de clase. Iván tuvo un incidente con uno de los amigos de Chema y él salió
inmediatamente en ayuda de su compañero. Tuve que evitar un enfrentamiento, y así fue cómo conocí a
Chema, su amigo Rafa, y a Merche, que estaba con ellos.
— Es muy guapa.
— Lo sé. Chema es afortunado de tener una novia así.
— ¿En serio…?— había un tono algo así como de resentimiento en la voz de Gregorio. Parecía
querer dar a entender que Chema no era en absoluto merecedor de una joven tan hermosa.
— ¿Acaso estás interesado en ella?— Juan Carlos estaba maravillado del poder de Merche.
Había conseguido despertar la iniciativa y la competitividad del más desganado alumno de Ciencias de la
Información.
— ¿Y por qué no? Oye, he oído que los satanistas pueden hacer hechizos de amor y todo eso…
Juan Carlos estalló en carcajadas.
— Algo así, aunque no exactamente… Ven a hablar conmigo a solas alguna tarde que tengas un
hueco entre clases. Necesitaremos un rato para tratar el tema.— y se marchó del aula para recoger a
Merche e inscribirla en la asociación.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo IXº:
Prácticas peligrosas.
Casi siempre, para llegar a un sitio se puede escoger entre dos o más posibles caminos. Están los
caminos largos, lentos pero seguros; o los caminos tortuosos, arduos y difíciles que al final ofrecen una gran
recompensa por el sacrificio; y no suele faltar la alternativa rápida y fácil. Claro que los atajos son muchas veces
peligrosos, y esconden amenazas insospechadas. Hay que ser de temperamento valeroso para enfrentar tales
amenazas, las cuales pueden manifestarse tiempo después de haber recorrido el camino. Amenazas que huelen el
miedo, no importa cuánto se haga por alejarlo, pues el esfuerzo más vano es el de engañarse a uno mismo. Para
recorrer esos caminos fáciles y peligrosos, hay que conocerlos y estar preparado.
Lo importante no es llegar rápido. De hecho, lo importante no siempre es llegar.
Lo verdaderamente importante es disfrutar del trayecto, porque el viaje es más importante que el destino.

Gregorio pasó a su habitación con un vaso ancho de whisky, al que había echado dos dedos de
Jack Daniels y tres hielos, y cerró la puerta a cal y canto. Estaba en Toledo nuevamente, en casa de sus
padres. Durante el parón de los exámenes de febrero pocas cosas le ataban a Madrid. Todas las
asignaturas obligatorias de su curso eran anuales, y no le quitarían tiempo durante esas tres semanas. De
las seis optativas en las que se matriculó, tres de ellas las había cursado en el primer cuatrimestre. Una de
ellas, la que tenía en común con Juan Carlos, la había aprobado sin necesidad de examinarse, mediante las
participación en clase y a través del foro por internet. Juan Carlos le había empujado mucho para
involucrarse y Gregorio no tenía palabras de agradecimiento. Si a principios de curso le hubieran dicho
que iba a aprobar una asignatura por evaluación continua, se hubiera echado a reír indignado.
En conclusión, sólo tenía dos exámenes a lo largo de las tres semanas. Por eso había vuelto a
Toledo, y sólo acudiría a la facultad lo imprescindible.
Bien era cierto que cada vez más prefería quedarse en la capital. Allí estaba Juan Carlos, la
hermandad…
Y también debía de estar Merche.
Gregorio no estaba seguro de si Merche, al igual que él, volvería a su pueblo durante los
exámenes. Dudaba que tuviera más que una cuatrimestral de primero y si acaso una optativa (dos a lo
sumo), en base a lo que recordaba del plan de estudios de la carrera.
Pero Merche era la novia de ese niñato estúpido de su clase, ese tal Chema. Posiblemente, con la
excusa de los exámenes, de poder estudiar mejor, o de tener cerca la facultad para ir a consultar notas o
algún libro a la biblioteca, Merche estaría pasando más días de la cuenta en Madrid, cerca de su novio.
Gregorio, acostumbrado a pasar muchas horas en soledad, imaginaba todo tipo de historias estúpidas con
las que complemetar lo poco que conocía de los que le rodeaban. Hacía suposiciones sin sentido y dejaba
que esas nimiedades creciesen, se exagerasen y se distorsionasen. La opinión que tenía de sus compañeros
estaba deformada por su imaginación, pero eso poco importaba, porque no compartía sus opiniones con
nadie, y porque las personas sobre las que fantaseaba no le afectaban emocionalmente lo más mínimo.
Qué importaba suponer que éste o aquél era un cretino o un malnacido: nunca hablaría con él, no
interferiría en su vida.
Hasta ahora.
Por alguna razón, no toleraba el hecho de que esa chica estuviese atada sentimentalmente a otra
persona. Y mucho menos a Chema. ¿Amor? ¿Él, Gregorio? Lo dudaba. De forma esporádica se había
fijado en alguna que otra chica guapa de su clase, pero nunca se había atrevido a dar el más mínimo paso,
fundamentalmente porque odiaba el entorno social de ésta. Prefería admirarla discretamente, aislándola
de todo contexto, a verla interactuar como una pieza más del hipócrita sistema de amistades, intereses y
puñaladas traperas que tanto daño le había hecho en el pasado. Con el tiempo ese sentimiento platónico se
desvanecía poco a poco hasta quedar en nada, en indiferencia. Generalmente era cuando dejaba de ver a la
chica por la facultad durante un periodo lo suficientemente largo, como en verano. Sin embargo, con
Merche no le ocurría tal cosa. También odiaba el entorno social de la pelirroja, personalizado en Chema,
pero en lugar de practicar la no beligerancia, como le era habitual, quería destruir ese entorno.
Experimentaba un extraño sentimiento de posesión hacia ella, y el resto del mundo entre ellos dos
sobraba. La seguía viendo idealizada en su descontextualización, y por eso quería eliminar o neutralizar al
chico de aquella ecuación, porque era el principal obstáculo en su miserable fantasía.

75
Alfredo M. Pacheco

Chema…
Repudiaba aquel nombre y todo lo que implicaba. Sentía unos celos irracionales hacia él. No
sólo por ser el novio de Merche. A veces tenía la sensación de que él mismo sólo había sido un
instrumento para atraer a Chema a la asociación. Incluso la túnica de éste tenía un número, el 77, anterior
a la del toledano, indicando más antigüedad, cuando ambos se habían apuntado al tiempo. De hecho,
técnicamente Gregorio debía ser el primero, algo así como el mayor de dos hermanos gemelos (ya había
asistido a una reunión, Chema no). De ahí que Gregorio se creyese miembro de más derecho. Él se había
aproximado a la hermandad por verdadero interés, porque Juan Carlos se interesaba por él y era una de las
pocas personas que no le había traicionado. Chema parecía haberse unido a ellos por mera diversión, por
pasar el rato. Y el hipócrita quería convencerle de que lo hacía por su bien.
Gregorio ya empezaba a estar harto. Harto de que el mundo le hubiese dado la espalda, harto del
irracional trato que todos le habían dado. No se merecía haber atraído a los mayores bastardos de su
instituto y de su ciudad. Y si hasta ahora su opción había sido aislarse del mundo, a partir de entonces
estaba dispuesto a devolver el golpe. Era hora de exigir lo que le pertenecía por méritos propios, por
derecho de vida.
Empezando por Merche. Ella sería su primer reclamo.
Y ésa era la razón de que, solo en su cuarto, fuese a hacer lo que estaba dispuesto a hacer.
El ritual iba a dar comienzo.
Se había traído en la maleta la túnica que se empleaba en las reuniones de la asociación. Se
desnudó por completo y se vistió con ella. También se colgó al cuello un símbolo satánico (el rostro de
Baphomet en el pentagrama invertido) que le prestó personalmente Juan Carlos. Tras la charla que
tuvieron poco después de que Merche se inscribiese en la asociación, los dos habían estado preparando
los elementos necesarios en caso de un ritual en solitario. Algunos podía conseguirlos Gregorio. Otros se
los cedió Juan Carlos, o le indicó cómo conseguirlos.
Encendió su ordenador y fue preparando el resto de accesorios. A ambos lados del monitor puso
sendas velas, una negra a la izquierda y otra blanca a la derecha. Según su particular mentor, la vela
blanca simbolizaba la hipocresía de la Iglesia Católica y del Cristianismo en general. Otras dos velas
fueron colocadas en el suelo, a ambos lados de donde él se situaría. Y una tercera tras él, de tal forma que
le rodeaban cinco velas, todas negras menos una, las cinco puntas de una estrella invertida.
Introdujo en un radiocasette una cinta con música de fondo para el ritual. La hermandad hacía
copias del himno satánico que empleaban en sus reuniones a los miembros que lo solicitaban.
Una vez iniciado el sistema operativo, Gregorio abrió un archivo con la imagen de un crucifijo
invertido, y tras él un pentagrama plateado, dos puntas de la estrella apuntando hacia arriba, todo ello
sobre fondo negro. Ése sería su altar. Por último, dejó a mano un cuchillo ritual y una campana de bronce,
préstamo también de Juan Carlos.
Encendió todas las velas y apagó las luces. Puso en marcha el casette. Era hora de empezar.
El crucifijo y el pentagrama plateado resplandecían en la habitación en tinieblas. Las velas
arrojaban una luz temblorosa que apenas alcanzaba para recortar la silueta del celebrante. Se arrodilló
ante su altar de fotones incandescentes. La música de órgano comenzó a sonar inquietante. Se podía
apreciar, aún en la copia a cinta de audio, cómo la aguja rascaba el vinilo del original.
Volvió a incorporarse. Gregorio cogió la campana de bronce y la agitó nueve veces, en sentido
contrario a las agujas del reloj. Dejó la campana en su sitio y tomó el cuchillo. Señaló solemnemente la
pantalla del ordenador y pronunció la frase de entrada: In nomine dei nostri Satanas Luciferi excelsi.
Cerró los ojos, concentrándose todo lo posible. Siempre con la imagen de Merche en mente,
recordó todo lo que debía pronunciar.
— En el nombre de Satán, señor de la Tierra, rey del mundo, comando a las fuerzas de la
oscuridad para que derramen sus poderes infernales sobre mí. Abrid las puertas del infierno de par en par
y salgan del abismo en respuesta a sus nombres profanos.
Se orientó buscando el Sur, señaló en esa dirección con el cuchillo y pronunció el nombre del
primer demonio.
— Satán, señor de las regiones infernales.
Giró noventa grados a la izquierda, para señalar al Este y decir el nombre del segundo diablo.
— Lucifer, portador de la luz y la sabiduría.
Señaló al Norte:
— Belial, rey de la tierra.
Al Oeste:

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Leviatán, señor del abismo de las aguas.— hizo una pausa y se reorientó hacia el altar—
Avanzad y saludad a vuestro leal hermano del Sendero de la Mano Izquierda. ¡Shemhamforash!— y
parando otro par de segundos, exclamó— ¡Hail Satán!
Gregorio cogió el vaso de bourbon y le dio un trago tan largo como le fue posible. El hielo se
había deshecho parcialmente, suavizando el sabor, y el licor no le abrasó demasiado la garganta. Aún así,
no pudo evitar que un escalofrío le sacudiera todo el cuerpo.
Dejó de nuevo el vaso y apretó el cuchillo, que no había soltado en todo momento, entre sus
manos, cerca del pecho, como si agarrase fuertemente una vela durante una oración desesperada. Respiró
profundamente antes de continuar. Debía pronunciar bien y sin equivocarse los siguientes párrafos.
— Escúchadme, oscuros. Apareced entre los hombres y no os alejéis más. Avanzad e introducíos
entre los concilios de aquellos que os reclaman, e interponéos en la senda de aquellos que nos detendrían.
Vas a ser mía, maldita zorra…
— Dadme las indulgencias de las que hablo. He tomado tu nombre como parte de mi propio ser.
Vivo como las bestias del campo, regocijándome en la vida carnal. Favorezco lo justo y maldigo lo
condenado a perecer.
Despídete de ella, niñato creído…
— Por todos los Dioses del Abismo, ordeno que todo lo que digo se hará realidad. Avanzad y
responded a vuestros nombres, manifestando así mis deseos. ¡Oh, escuchad los nombres!
Respiró nuevamente. Tenía que decir la lista en correcto orden.
— Loki, Balaam, Tchort, Mammon, Shiva, Asmodeo, Shaitan.
Sacó de un cajón un sobre que dentro contenía un trozo de papel grueso y granulado, haciendo
las veces de pergamino. Desdobló la tarjeta, que tenía escrito con la letra elegante y recta de Juan Carlos
un nombre.
“Merche”.
Gregorio admiró la sobria caligrafía del veterano, frente a la suya, desigual e insegura. Empezó a
quemar la tarjeta y a pronunciar la parte más difícil del ritual, ya que eran unas palabras en idioma de
Enoch que no comprendía.
— Ra-asa isalamanu para-di-zoda oe-cari-mi aao iala-pire-gahe Qui-inu. Enai butamonu od
inoasa ni pa-ra-diala. Casaremeji ujeare cahirelanu, od zodonace lucifatianu, caresa ta vavale-zodirenu
tol-hami. Soba lonudohe od nuame cahisa ta Da o Desa vo-ma-dea od pi-beliare itahila rita od miame ca-
ni-quola rita! Zodacare! Zodameranu! Iecarimi Quo-a-dahe od I-mica-ol-zododa aaiome. Bajirele
paperone idalugama elonusahi-od umapelifa vau-ge-ji Bijil-IAD!
Lo había pronunciado todo bien, o eso creía, aunque su tono había sido lento y vacilante. La
tarjeta estaba totalmente quemada y sus cenizas yacían en el suelo.
— No olvidéis lo que va a ser. Carne sin pecado, por los siglos de los siglos.
Se despojó de la túnica y se dispusó a apagar las velas y a dejar todo como estaba.
— Ha concluido.

Gregorio había tardado cerca de un mes en llevar a la práctica un ritual en solitario desde que
intercambiase con Juan Carlos las primeras palabras acerca de misas negras, el día en que el veterano fue
a inscribir a Merche en la asociación.
Al día siguiente de aquello, miércoles, Juan Carlos se pasó por el aula de Gregorio y le
convenció para no acudir a la siguiente clase. Gregorio, cuya mayor motivación para acudir a las clases
era evitar pedir apuntes, aceptó con relativo buen grado y los dos bajaron a tomar algo a la cafetería.
Desde la vuelta de vacaciones, el recinto lucía un nuevo aspecto. A algún eunuco mental se le había
ocurrido sustituir las anteriores mesas por otras que parecían sacadas de un desguace de Ikea. La nueva
concepción consistía en atornillar los nuevos asientos al suelo, y las mesas a los asientos, anulando
cualquier tipo de movilidad con respecto a la separación entre silla y mesa, e impidiendo escoger
libremente el número de sillas en torno a cada mesa. Así, había mesas amarillas de dos plazas, mesas
azules de cuatro plazas, y mesas más grandes para seis plazas mal distribuidas. Iván, el compañero de
Juan Carlos, odiaba particularmente la disposición de las mesas de cuatro plazas, pues los asientos
estaban dispuestos dos frente a dos, cuando todo el mundo sabía que así era imposible echar una partida
de mus.
De todas formas, la intención de Juan Carlos no era permanecer en la cafetería. Pidieron unos
refrescos y se dirigieron al pasillo de la videoteca. La cafetería era un espléndido lugar para bajar a tomar
algo entre clases, y poder charlar de asuntos académicos o de aventuras de fin de semana, pero había
asuntos como el que iban a tratar en ese momento que requerían cierta intimidad. Y aunque todo el
mundo estaba a lo suyo en la cafetería, oídos curiosos podían escuchar (de forma fortuita o intencionada)

77
Alfredo M. Pacheco

algo que no les concernía. Juan Carlos llevó al chico hacia la sala donde eran realizadas las reuniones
rituales, pasaron al pequeño vestíbulo y se quedaron allí. A Gregorio siempre le daba una inquieta
sensación de frío al entrar allí, y no podía evitar que un escalofrío recorriese su espalda. Miró en derredor,
el espacio pequeño, desnudo y diáfano, con la pequeña puerta y las perchas en las paredes. Había muchas
túnicas colgadas aquel día. Pudo apreciar que la túnica de Juan Carlos, con los elementos distintivos del
oficiante, estaba colgada en el número uno. También notó que su propia túnica, la del número setenta y
ocho, ya no era la última. En el número setenta y nueve estaba ya preparada la ropa de un nuevo
miembro. Por el corte de los faldones supo que se trataba de una chica.
Juan Carlos, ajeno a las observaciones del otro, dispuso dos sillas en torno a una esquina de la
pequeña mesa que allí había. Conocedor del lenguaje espacial y corporal, sabía que esa disposición de los
asientos evitaba sensación de enfrentamiento y propiciaba la cooperación y el diálogo.
— Los rituales que hacemos en la Asociación son en realidad misas negras.— comenzó sin
preámbulos— Las misas negras pueden ser realizadas también en solitario, modificando alguna de las
pautas y adaptándolas brevemente.
— ¿Y serán eficaces?
— Sí, por supuesto que lo son. Debes saber que existen tres variantes de misa negra, aunque en
la forma no difieren mucho entre sí.
— ¿Tres tipos?
— Sí, tres. Son: — enumeró con los dedos— Ritual de destrucción, de compasión, y de sexo.
— ¿Cuál sería mi ritual?
— Eso depende. Dudo que sea el de destrucción. No le deseas mal a Merche. Podrías usarlo para
anular la influencia de Chema, pero eso sería dar un rodeo innecesario para lograr tus objetivos, cuando
los otros rituales son más directos para este caso. Además, te prohibo que uses un ritual de destrucción
contra él. No se permite que los miembros de la Asociación usen esos rituales unos contra otros. Estamos
aquí porque tenemos una postura común ante el mundo exterior, no para aniquilarnos dentro del campus.
Gregorio asintió a las directrices de Juan Carlos. Entendía el sentido práctico de aquella regla,
pero había notado un énfasis exagerado en el veto con respecto a Chema. ¿Por qué diablos ese niñato
estúpido tenía tanto interés para Juan Carlos?
— Sobre los otros dos— continuó el veterano—, no soy yo el que pueda decirte cuál usar. Si
deseas a Merche con el único objeto de satisfacer tus instintos sexuales, realiza un ritual de sexo. Si lo que
sientes es algo más, que va más allá de los límites del mero placer en la cama, deberás emplear un ritual
de compasión. Los rituales de compasión se realizan cuando se desea algo positivo hacia alguien, o hacia
uno mismo. Puede ser dinero, poder, mejorar posición… o amor, para entendernos, me da igual qué
espectro de sensaciones y sentimientos metas dentro de ese concepto.
Gregorio notó un cierto desdén en la pronunciación de la palabra amor. Como si para él el amor
no existiera, fuese una ilusión, un invento de la literatura y el cine que se vendía empaquetado a todos los
ingenuos incapaces de triunfar entre el género opuesto.
— Creo…— dijo Gregorio antes de ser preguntado— Creo que mi ritual es el de sexo.
Juan Carlos esbozó media sonrisa, algo divertido, y miró a Gregorio no sin cierta malicia.
— De acuerdo. Sólo tú sabes cuál se ajusta más a tus deseos, y no soy quién para censurarte o
decirte lo que has de escoger. Bien, voy a darte una lista de elementos que necesitas. Estudiaremos los
que puedes conseguir y los que puedo facilitarte yo. Después te indicaré los pasos a seguir y te daré una
copia de las oraciones. Suele ser relativamente frecuente que los miembros nos pidan consejo sobre misas
en solitario, así que tenemos preparado cierto tipo de material para repartir entre los que lo deseen.
— Bueno, si falta algún elemento tampoco pasará nada…
Juan Carlos clavó la mirada en las pupilas del otro. Gregorio se sintió algo intimidado.
— Escucha. Es posible que algún supuesto erudito en la materia te asegure que los rituales son
flexibles, y que los elementos se pueden sustituir o prescindir de ellos. Eso es una tontería. El motivo de
que sea un ritual es que se siguen unas pautas y se usan unos determinados accesorios. Esto no es la
maldita Iglesia Protestante, aquí no hay libre interpretación de la Biblia, ni salvación gracias a la fe, la
meditación y el diálogo interior con Dios. La forma es primordial para nuestro satanismo. En ella está la
belleza y la clave del éxito. Por eso voy a proporcionarte los elementos que te falten, para que todo resulte
bien.
— De acuerdo— respondió Gregorio en un murmullo.
— Bien. Lo primero que te hará falta es una música apropiada. Nosotros usamos una pieza
compuesta por Anton LaVey, llamada “Himno Satánico”. Es una canción difícil de encontrar aquí en
España, por eso hacemos copias en cinta a algunos miembros.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Juan Carlos estuvo decidiendo con Gregorio qué accesorios tendría que prestarle y cuáles podía
conseguir el chico por sí solo. Le indicó los pasos a seguir y las frases que debía recitar. Para cuando
hubieron acabado, Gregorio pudo subir con tiempo de llegar a la siguiente clase. Juan Carlos se quedó
unos instantes más en la pequeña habitación, meditando, sonriendo para sus adentros.
Ahora sólo faltaba que el chico se pusiera en marcha, y todo empezaría a accionarse como un
gigantesco juguete mecánico.

Pese a los calculados planes de Juan Carlos, los resultados aún no se hacían visibles. Gregorio
confiaba en la efectividad del rito y, ante todo, en la palabra de Juan Carlos. Sin embargo, le costaba
decidirse a dar el paso. No encontraba el momento adecuado. De todas formas ¿qué iba a hacer?
¿organizar un ritual en su residencia? No le parecía apropiado. Demasiados riesgos, demasiadas
precauciones y, sobre todo, demasiadas explicaciones que dar si alguien le sorprendía. Cabía la
posibilidad de esperar a los exámenes de febrero y hacer la pequeña misa negra en su casa, en Toledo.
Pero ¿esperar tanto? Y aún no había organizado su calendario de exámenes, no sabía si volvería con sus
padres durante el parón de las clases.
Juan Carlos, sin embargo, no podía dejarlo todo colgado esperando a su pupilo. Ahora era
decisión suya el iniciarse por su cuenta en las artes del satanismo entendido a la manera del veterano. La
Asociación debía seguir con su normal actividad. Estaba planeada una reunión para el último viernes de
clase del cuatrimestre, y era hora de empezar a notificar formalmente a los socios. Algunos, como Manu o
Iván no necesitaban aviso alguno. Trabajaban codo con codo con Juan Carlos y sabían de antemano las
fechas de las distintas reuniones. Otros como Gregorio podían ser avisados sobre la marcha, pero aún así
se procedía a dar el aviso formal por carta. Además, Juan Carlos no podía pasearse por los pasillos de la
facultad avisando a los socios de uno en uno. Por último, había afiliados de otras facultades con los que
era difícil establecer contacto fuera de las actividades de la Asociación. Tal era el caso de Miguel, ya
licenciado y desligado del mundo académico. A este tercer grupo se le notificaba igualmente mediante el
aviso formal, y para ellos estaba ideada esta práctica.
Chema, encuadrado en el segundo grupo, descubrió en qué consistía el aviso formal el viernes
día quince de enero. Aunque no tenía clase los viernes, se había acercado a la facultad para consultar un
par de cosas. Le gustaba aprovechar la mañana, leer el periódico (la FEUNE ocupaba un par de titulares) y
también quedaba con Merche en la cafetería para tomar un café o un refresco. A la vuelta, encontró en el
buzón de su casa una carta dirigida a él. Un sobre franqueado de la Universidad Complutense. Suponía
que se trataba de algún asunto relacionado con los exámenes o tal vez con la matrícula. Sin embargo,
cuando abrió el sobre, el contenido resultó ser una cartulina pequeña como la que había recibido a
principios de curso advirtiéndole de que (ellos) sabían lo que había hecho el verano anterior,
acompañada de una amable carta de Juan Carlos. Chema leyó primero el escueto texto de la cartulina.

Próxima reunión
Fecha: viernes veintidos de enero, 34 A.S.7
Hora: 20:30
Lugar: sala habitual de reuniones
Punto de partida: Cafetería, 20:20 h.
Tipo de reunión: ordinaria
Duración estimada: una hora
Esperamos vuestra asistencia

En cuanto a la hoja que venía adjunta, era una explicación del sistema de aviso de la Asociación.
Según explicaba Juan Carlos, las cartas de la asociación eran enviadas en sobres de la universidad, pero
acercando una llama u otra luz adecuada al escudo de la institución, podía apreciarse (como en efecto
comprobó Chema) superpuesta una marca de agua con el signo característico satánico, el pentagrama. A
diferencia del logo de la Iglesia de Satán, no había ningún Baphomet en la estrella ni letras hebreas
alrededor del círculo. De ello podía deducirse que la asociación no formaba parte de la Iglesia de LaVey.
Tal vez fueran un movimiento afín pero independiente, o tal vez fuera un grupo con intereses e ideología

7
A.S.: Anno Satanas (Año de Satán). La referencia tomada para esta numeración es el año de la fundación de la Iglesia de Satán
(1966). Así, el año 34 d.S. es el año 1999 de la era cristiana. Chema ya había visto esta cronología, y tradujo erróneamente A.S.
como After Satan.

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Alfredo M. Pacheco

ligeramente distinta. Era imprescindible comprobar si existían diferencias importantes y en qué consistían
en tal caso.
Juan Carlos continuaba argumentando el porqué del sistema por carta. El primer motivo era la
dificultad de poder contactar informalmente con todos los miembros, al proceder muchos de ellos de otras
facultades e incluso estar algunos licenciados. El segundo era por la política de anonimato de la
asociación de cara al mundo exterior. Aunque los miembros se sentían orgullosos de estar donde estaban,
no tenían que dar explicaciones a nadie, y enviar sobres con motivos esotéricos y satánicos podía
incomodar a muchos miembros, estudiantes jóvenes que aún vivían bajo el techo de sus padres y no
podían hacerles entender lo lícito de su opción religiosa e ideológica. Chema aceptó esto último. Él
mismo vivía con sus padres y prefería que por el momento ellos permanecieran al margen del asunto, en
especial después de los incidentes del último verano en Villanueva de los Infantes. Precisamente porque
sabía cuán lejos podrían llegar las cosas en la asociación, era mejor que pensasen que todo había vuelto a
la normalidad. Sin embargo, no compartía totalmente lo que Juan Carlos llamaba política de anonimato.
Creía que el satanismo debía seguir una política de transparencia informativa, y mostrarse tal como era
ante el resto de la comunidad ciudadana, posicionándose coherentemente en el espectro de opciones
posibles en la religión y la filosofía de vida. Otra cosa bien distinta era pasar de esa transparencia
informativa a hacer campaña de captación de afiliados. Las ideas satanistas no se convertirían en una
posibilidad mejor que las otras sólo porque las siguiese un número mayor de gente, o por ser practicadas
por personalidades del mundo del espectáculo, sino que más bien podrían llegar a caer en descrédito. La
cultura pop ya había hecho bastante acercando al imaginario popular la moda por los demonios, vampiros
y fantasmas, y la estética neogótica en general, a través de la literatura, el cine y la música. Al respecto,
Chema aplicaba con total convicción el lema de “más vale calidad que cantidad”.
Por último, Juan Carlos decía en su nota que la ubicación de la sala de reuniones, y aclaraba que
los que desconocieran el sitio podían optar por ir al punto de partida diez minutos antes. Allí, algunos de
los miembros veteranos guiarían a los no iniciados hacia el lugar exacto. No era deseable tener a un
grupito de despistados rondando los pasillos de la videoteca y levantando sospechas. Por eso, la gran
mayoría, pese a conocer el lugar exacto, acudía primero al punto de partida, y así todos entraban en el
menor lapso de tiempo posible para no llamar la atención. Una vez empezase la reunión, se cerraría la
puerta y nadie más podría entrar. Por lo tanto, la puntualidad era un requisito esencial en la hermandad.
Chema guardó el sobre en un lugar discreto de su carpeta. Sacó sus primeras conclusiones.
Una de ellas era que Merche habría recibido una misiva igual a la de él. Cuando habló con la
chica esa noche, sus sospechas se vieron confirmadas.
La segunda era que la asociación, por muy ocultista y demoníaca que pretendiese ser, no era
parte de la Iglesia de Satán, a juzgar por su política y por sus distintos símbolos. Tenían principios
diferentes, aún no sabía cuáles, y debía averiguarlos. ¿Serían acaso falsos satánicos como los que
describía la página web de la Iglesia de Satán?
La única forma saberlo con certeza era asistiendo a la reunión.

La cafetería estaba casi vacía aquella tarde de viernes. Frente al agetreo de las mañanas en la
facultad, por las tardes el ambiente empezaba a relajarse. Conseguir un sitio era relativamente fácil
después de comer. La hora de las ocho de la tarde solía ser la última (pocas asignaturas se impartían de
nueve a diez), por lo que era raro ver a demasiadas personas allí. Máxime cuando era viernes. Los de
primero no tenían clase, y muy pocos aguantaban hasta una hora tan tardía. Había cosas mejor que hacer,
como prepararse para iniciar la breve pero intensa marcha del fin de semana. Para más inri, era último día
de cuatrimestre, y todo el mundo estaba de pellas.
Hacía un par de horas que había oscurecido. A Chema se le hacía muy raro estar de noche en la
facultad. Sentía una sensación de incomodidad y agobio por permanecer en Ciencias de la Información a
horas intempestivas. Encima, había venido para lo que había venido.
Vieron llegar a Gregorio. Había llegado a la facultad a las ocho y se había pasado un rato
esperando en el vestíbulo y por los pasillos antes de bajar a la cafetería. No le apetecía ver a nadie aún.
Juan Carlos, al fin y al cabo, no estaría allí. Se encontraría preparando los últimos detalles de la
ceremonia. Y aunque quería ver a Merche, no se decidía a bajar. Los nervios se apoderaban de él.
Tampoco deseaba verla colgada del brazo de ese niñato estúpido. Pero al fin tuvo que obligarse a ir pues
debía estar en el punto de partida a la hora indicada en el aviso de reunión.
Se acercó a la pareja y les saludó con su habitual tono apático y monótono. Chema habló con
relativo entusiasmo. Le alegraba ver a alguien conocido por allí. Le preguntó por la optativa que habían
tenido en común y sobre sus expectativas ante el examen. Gregorio respondió con monosílabos. Le

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

preguntó a Merche por los exámenes y ella respondió con un alegre bien, gracias. Gregorio incluso
esbozó un pequeña sonrisa, aunque los celos le comían por dentro.
Poco después de las ocho y veinte llegó un chico con pelo largo, el cual llevaba varios pearcings.
Saludó a algunos de los del grupo. Gregorio reconoció entre el grupo de saludados a Miguel, licenciado
en Políticas. Los dos conversaron un momento y Miguel hizo un gesto con la barbilla hacia donde estaban
los tres. Se acercó con Manu, el del pelo largo, y saludó a Gregorio. Se dirigió después a Chema.
— ¿Tú eres Chema?
— Sí, así es— ¿por qué era tan famoso entre la asociación?
— Hola, yo soy Miguel— se estrecharon la mano.— Estudiaba Políticas.
— ¿No estás ahora en la FEUNE?
Miguel le miró sorprendido.
— En efecto. ¿Cómo lo has sabido?
Chema se maldijo por irse de la lengua. Improvisó una verdad a medias.
— Em… Tengo un amigo que al parecer estaba en tu residencia.
En la habitación 327, pensó en seguida Manu, ése debió de ser el cretino al que le llegó la carta
por error. Bueno, por lo menos ha servido para algo.
Antes de proseguir la conversación, Manu interrumpió y anunció que era hora de dirigirse a la
sala de reuniones. Todos se pusieron en camino y salieron de la cafetería hacia los pasillos de la
videoteca. La cafetería quedó desierta, y un camarero cerró la puerta tras ellos.
Chema, acompañado de Merche, bajó con el resto del grupo al sótano más profundo de Ciencias
de la Información. Gregorio se había adelantado y caminaba en compañía de Miguel, haciendo cábalas. Si
Chema y Miguel no se conocían personalmente, ¿cómo era que Miguel sabía el pueblo de procedencia de
Chema, tal y como le dijo en la reunión de navidades?
Llegaron a la falsa puerta que conducía a la sala de reuniones, ya abierta. Más gente merodeaba
por allí y entraba con discrección. En el pasillo oscuro de la entrada algunos de los miembros sostenían
linternas para que toda la pequeña congregación estrase lo antes posible y sin tropiezos. Chema se vio de
pronto en el diáfano y frío vestíbulo, y observó la hilera de perchas. Le correspondía, según le indicaron,
la túnica de la percha número 77. A Merche le dieron la número 79. El propio Miguel explicó, tal y como
le explicó en su día a Gregorio, los pasos a seguir antes de iniciar la ceremonia, así como otros usos
habituales de los miembros con respecto a la ropa ritual.
Comenzaron a cambiarse todos. Chema lo hizo sin demasiado apuro, aunque no pudo evitar
temblar de frío cuando se quedó sin ropa. Notó que Gregorio, muy cerca de él, y que parecía sentirse más
embarazado por la situación (imcomprensiblemente no había recurrido a los biombos), miraba de reojo
hacia el corrillo de las chicas. Cuando Chema siguió la mirada del toledano, dio con Merche, que en ese
justo momento se ponía la túnica encima. Alcanzó a ver sus formas sinuosas, de espaldas.
No pasó mucho tiempo antes de que se anunciase que era momento de entrar. Gregorio observó
que la reunión de esa tarde estaba notablemente más concurrida que la anterior. El vestíbulo se veía
bastante justo para toda esa gente, y se inundó de un olor acre de sudor. Los ceremoniantes se pusieron en
fila. Chema tenía detrás a Gregorio, y tras él estaba Merche, cerrando la comitiva. Los chicos advirtieron
que varios de sus anónimos compañeros portaban trozos de pergamino.
Entraron despacio a la sala octogonal y oscura. Era más cálida que el vestíbulo a pesar de ser
más grande y de su aspecto frío. El olor también era distinto. El incienso perfumaba el aire. Chema miró
en derredor, familiarizándose con la estancia, aunque tenía la sensación de caminar a oscuras. Empezaron
a distribuirse y, al ser Chema y Merche dos número impares consecutivos, acabaron juntos al fondo de la
congregación. Gregorio se encontraba al otro lado, aunque casualmente estaba junto a él la misma chica
que la otra vez.
La ceremonia empezó. Chema vio cómo el sacerdote (igual que a Gregorio, no le cabía duda de
que se trataba de Juan Carlos) agitaba una campanilla nueve veces, en dirección contraria a las agujas del
reloj. Chema advirtió en ese momento la primera diferencia con los rituales que había ejecutado bajo el
sacerdocio de su amigo Jesús María. Jesús iniciaba las misas agitando la campanilla en la misma
dirección de las agujas. Se preguntó si ese detalle, esa equivocación en la forma del rito, tuvo en su
momento consecuencias destacables.
Por lo demás, los pasos eran muy parecidos. Había, eso sí, mucha más parafernalia. Chicas
semidesnudas escoltando al sacerdote, una chica ejerciendo como altar (Adela sólo cumplió esa función
una vez, a solas con Jesús María), música de fondo (Chema suponía que debía de tratarse del Himno
Satánico del que se hablaba en la documentación que le pasó Pentium). Las invocaciones se hacían en un
idioma extraño, gutural, duro, aunque el significado debía de ser parecido a las letanías que recitaba
Jesús. Sin embargo, por muy bien ambientada que estuviese la reunión, el chico permanecía con la sangre

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Alfredo M. Pacheco

fría. La música y las vidrieras no podían hacer que se sintiese igual que aquel día en que practicaron una
pequeña misa negra a las orillas del río Jabalón, cerca del santuario de la patrona de Villanueva de los
Infantes.
Merche, por su parte, se sentía bastante más impresionada. No dejaba de pensar en que su amiga
Adela, Chema, Pentium, y los difuntos Pedro y Jesús María habían tomado parte en celebraciones
semejantes, tomando como escenario un tranquilo y monótono pueblo manchego en el que nunca había
ocurrido nada hasta los acontecimientos del último verano. Comparaba lo que veía y oía con las sucintas
descripciones que le había dado Adela de los rituales. Suponía que sus misas habrían sido más sobrias y
sencillas, pero en lo esencial no variaban. Tampoco dejaba de preguntarse, pues Adela no le contó esa
parte, si su amiga había ejercido como altar de la ceremonia, y en tal caso, cómo habrían actuado Jesús
María y los otros. No pudo evitar que se le erizase el vello de la nuca y brazos.
Llegó el momento de la comunión. La gran mayoría de los presentes se acercaron al presbiterio.
Los que llevaban pergaminos se los entregaban al sacerdote. Éste los leía en voz alta: deseos que los
oficiantes querían ver cumplidos. Después, los quemaba en una de las velas que tenía en el altar, algunos
en la blanca, pero la mayor parte en cualquiera de las negras. Los gritos de “Hail Satan” se sucedían a
cada petición. Aunque en la anterior ceremonia a la que asisitó Gregorio no hubo petición de deseos, el
concepto le resultaba familiar. Gregorio podría haber entregado su deseo en aquella Misa Negra, pero
pensó que no era conveniente, ya que tanto el objeto de su deseo (Merche) como aquél que la retenía para
sí (Chema) se encontraban en la sala. Para ese tipo de cosas sería mejor un ritual en solitario.
Tanto Chema como Merche y Gregorio se acercaron a comulgar. Gregorio lo hizo porque ya lo
había hecho la vez anterior y quería mostrar su lealtad a Juan Carlos comulgando todas las veces que
fuera necesario. Merche seguía a Chema, creyendo que en aquello debían estar juntos hasta el final.
Chema, por su parte, tenía sus propios motivos. Quería comprobar qué era lo que Juan Carlos sumistraba
a sus fieles en los rituales. No exento de recelo (pensaba que los alimentos podrían llevar algún tipo de
estupefaciente o algo parecido), Chema probó la hostia de pan negro y bebió del cáliz. Nunca había
probado un pan hecho de esa forma. Era distinto, no era pan de trigo. Con el cáliz su puntería estuvo más
afinada: bourbon Jack Daniels.
Terminadas las comuniones, Juan Carlos se dirigió a los presentes con uno de sus discursos
habituales, exacerbados, grandilocuentes y pretenciosos.
— ¡Hoy celebramos una nueva reunión en este año que será definitivo!
La concurrencia aplaudía y vitoreaba cada frase que Juan Carlos proclamaba desde su altar de
sacerdote rock star. Alzaba los frazos, blandía el puño y hacía hervir el estado de ánimo de la sala.
— Habéis pedido favores al Maligno. Tened por seguro que os serán concedidos. Los que sois
fieles y leales a nuestra hermandad seréis recompensados. Brillaremos por encima del resto de espíritus
miserables. Triunfaremos sobre los apáticos, sobre los que esperan todo hecho, sobre los que creen que su
Dios les protegerá.
>> ¡Pronto, cuando Ella se encuentre entre nosotros… sabrá que estamos de Su parte!
La pequeña multitud estalló en gritos de júbilo.
Cuando Ella se encuentre entre nosotros… pensó Chema. Aquello tenía cierta relación con la
carta que recibió Rafa en la residencia. En la carta se hablaba de Su llegada. Al parecer, quien tenía que
llegar era una mujer.
Quedaba un último paso antes de concluir la ceremonia. Instados por el sacerdote, la
congregación se entregó con fervor a la lujuria. Gregorio había esperado ese momento. Cegado, dejó a la
chica que tenía junto a él y se dirigió con decisión hacia Merche. Estaba abrazada a Chema, y ambos se
miraban sorprendidos de lo que veían ocurrir a su alrededor. Gregorio la asió por el brazo con intención
de llevársela a un lugar más apartado. Chema reaccionó interponiéndose entre ambos. A pesar de las
capuchas caladas hasta los ojos, reconocía a Oliver.
Así que al muy miserable realmente le gusta ella.
Los dos chicos se encararon. Chema no conocía las reglas (si las había) de las orgías rituales que
se celebraban al final de las misas, pero no iba a permitir que ninguno de aquellos acólitos se aprovechase
de su novia así por las buenas.
La misteriosa chica que había estado junto a Gregorio apareció para calmar los ánimos.
— Los enfrentamientos están prohibidos aquí. Si la chica está con otro no puedes poseerla a no
ser que te lo permitan expresamente. Si no se va contigo o no te dejan participar a ti, debes buscar
inmediatamente otra alternativa.
Gregorio miró a su interlocutora. No podía ver su cara, pero tenía la sensación de que era rubia.
La observó de arriba a abajo.
— Por favor, ven conmigo— le pidió.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Gregorio finalmente accedió y se alejo de la pareja. La chica le llevó con otra compañera más y
empezaron a juguetear. Furioso por el incidente, Oliver descargó su adrenalina con las otras dos acólitas.
Chema se tranquilizó un poco. Volvió a mirar a Merche. Respiraba nerviosa por todo ese asunto.
Su pecho subía y bajaba, abriendo la túnica a esa altura. Chema se fijó en sus formas, insinuadas bajo la
fina tela. En su corta relación aún no habían disfrutado de muchos momentos de intimidad y Chema aún
no conocía la geografía de su cuerpo.
Respiró profundamente y empezó a besarla.

Las clases se reanudaron a mediados de Febrero sin mayores sobresaltos. En Ciencias de la


Información, cualquiera que fuese la carrera, la mayoría de las asignaturas eran anuales, así que Chema,
Merche y Gregorio tuvieron pocos exámenes, bien repartidos a lo largo de las tres semanas de parón. La
optativa que el chico compartía con Gregorio no les dio problemas a ninguno de los dos. Todos salieron
airosos de los exámenes, incluido Juan Carlos. Y aunque para Gregorio sólo eran unos exámenes más,
para los de primero era importante este primer contacto con las pruebas universitarias.
Gregorio volvió a la monotonía de la facultad con el ánimo bastante decaído. Él seguía dando las
mismas asignaturas troncales, y sólo cambiaban sus asignaturas optativas del mediodía. Eso significaba
que ya no coincidiría en clase con Juan Carlos. Tampoco sabría si vería a Merche. Se había decidido a
hacer un ritual en solitario ya que no había podido acercarse a ella durante la reunión de la Hermandad.
Pero su ritual no serviría si no podía acercarse a ella. Sólo la veía en su optativa en común con Chema,
cuando la chica le acompañaba, y esa asignatura también había acabado.
Su única esperanza era que Merche aún tuviera que hacer alguna optativa en el segundo
cuatrimestre, y que coincidiera con él. Era difícil, porque en primer curso se daban pocas asignaturas de
ese tipo y era posible que las hubiese acabado ya.
Pero en ocasiones los deseos se cumplen.
O se cumplen a medias.
Gregorio empezó una optativa a las dosde la tarde en un aula de la cuarta planta. A esa hora,
Merche daba otra optativa en la clase contigua. Después de una semana de metódica observación por
parte del chico (estaba acostumbrado a ser paciente y meticuloso en algunos aspectos), comprobó que
Merche llegaba a la optativa acompañada de Chema. En el pasillo se despedían y Merche entraba en clase
mientras que Chema se iba a su casa. Al salir, Merche lo hacía sola. Si Gregorio decidía aproximarse a la
chica, debería hacerlo en ese momento.
Al final de la segunda semana, reunió el valor suficiente para hacerlo.
Había salido hacía algunos minutos. Los más rezagados de su clase aún charlaban en los bancos
mientras recogían con parsimonia, al tiempo que los más impacientes de la hora siguiente empezaban a
entrar para coger sitio. La puerta del aula de al lado aún estaba cerrada, y también rondaban los alumnos
aventajados de la siguiente clase, esperando al cambio de turno. Por fin alguien abrió la puerta. La
optativa de Merche había terminado por ese día. Gregorio esperó un poco más hasta que vio salir a
Merche. Iba sola. El chico se limitó a fingir que salia al tiempo de su clase y se cruzó torpemente con ella.
— Ah, hola. Merche, ¿no?
— Sí, hola, ¿qué tal?
— Bien. Eh… ¿Sales de clase ahora?
A pesar de llevar días decidiéndose a cruzarse con ella, Gregorio no tenía trazado ningún plan.
La elaboración de estrategias no era lo suyo. Él se limitaba a observar y tal vez a analizar, pero se
quedaba ahí. No había preparado ninguna excusa para justificar su encuentro ni había pensado lo más
mínimo en alguna conversación para romper el hielo, así que se limitaba a señalar cosas obvias. Aún así,
insistió.
— ¿Vas al Metro?
— Sí, yo me voy ya.
— Te acompaño.
Los dos bajaron las escaleras y se encaminaron por la Avenida Complutense en dirección a la
boca de Ciudad Universitaria. El paseo fue en silencio, sin apenas cruzar un par de frases sobre las notas y
algún profesor. Merche se dispuso a cruzar el paso de cebra.
— Yo sigo por aquí recto. Voy andando hasta mi residencia.
— Bien, pues hasta luego.
— Eh… sí, hasta luego…— antes de que Merche se alejase, Gregorio logró decidirse a
preguntar:— ¿quedamos para tomar algo algún día?

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Alfredo M. Pacheco

Merche tardó unos segundos en contestar. No se fiaba de aquel chico al que apenas conocía
aunque fuese amigo de Chema (pensaba que Gregorio y Chema eran más amigos de lo que realmente
eran). No obstante, siempre conservaba su sonrisa y su desparpajo.
— Bueno, ahora me pillas un poco liada. Otro día que te vea por la facultad ya te diré cuándo
tengo un hueco.
— Dame tu número y te llamo.
Una nueva pausa.
— Es que no tengo teléfono en el piso. Estoy a ver si me compro un móvil. Venga, hasta otra.
Y antes de que el chico volviese a insistir, cruzó hacia el Metro.

Chema escuchó desde el vestíbulo de la estación de Cercanías Renfe el sonido de otro tren.
Parecía ser uno de los que venían de Atocha y continuaban hacia Fuenlabrada. Era el tercero que pasaba
desde que el chico estaba esperando, claro que la frecuencia era de cuatro o cinco minutos. Merche
debería de llegar ya en aquel tren. Habían quedado a las siete y se retrasaba diez minutos. Cosas del
transporte público. Y de las mujeres.
La marea de gente bajó por las dos escaleras mecánicas que comunicaban el andén con el
vestíbulo, y Chema vio como los dos ríos se unían en una sola corriente heterogénea de cuerpos y rostros.
Atisbó buscando la melena pelirroja de su novia.
Y la encontró.
Se saludaron y salieron de la estación hacia la casa del chico. Febrero estaba terminando, y
aunque se notaba que los días empezaban a ser más largos, prácticamente había anochecido. Soplaba un
viento húmedo y hacía bastante frío.
Ya en casa de Chema se acomodaron en su cuarto. Estaban tomando un aperitivo y charlando
sobre cosas sin importancia. Merche, sin embargo, cambió de conversación.
Me he vuelto a encontrar con tu amigo Gregorio.
— Sólo era compañero de clase en la optativa de Economía Mundial. Tampoco le conozco tanto.
¿Cuándo le has visto?
— Al salir de la facultad. Me ha acompañado al Metro.
— ¿Otra vez?
Merche asintió con la cabeza.
— Pero si tiene clase por la tarde.— pensó Chema en voz alta.
— A lo mejor iba a comer si le daba tiempo.
— A saber.
Habían pasado siete días desde el primer encuentro casual con Oliver. Merche empezó a relatarle
a Chema lo sucedido.

Ese miércoles, Merche se despidió de Chema antes de entrar en clase. Ella aún tenía que ir a una
optativa. Al menos, ya no tendría esa clase hasta el lunes siguiente. Cuando hubo acabado por fin, salió de
clase y bajó las escaleras. No conocía a mucha gente en esa asignatura. No parecía haber allí nadie de su
grupo de primer curso. O al menos, no había nadie con el que tuviera suficiente confianza. Por eso
siempre iba sola al Metro.
Gregorio se había pasado la semana entera luchando contra su fobia social. Quería intentar un
nuevo encuentro a toda costa, y todas las noches se mentalizaba de que tenía que hablar de nuevo con ella
para conseguir algo. Lo que no sabía era lo que pretendía conseguir. En parte porque no sabía definir con
exactitud lo que sentía con ella. La deseaba, eso sí. Gran parte de ese deseo era meramente físico, una
fijación sexual hacia su persona. Pero también le atraía su personalidad, su manera de ser. Sin embargo no
estaba seguro de que dada su apatía pudiese mantener algo parecido a una relación de cualquier tipo:
sentimental, de pareja, de profunda amistad… ¿Qué clase de novio, o amigo, o amante sería si la mayoría
del tiempo quería pasarlo solo? Así pues, no sabía lo que conseguiría de un segundo encuentro si es que
conseguía algo. No tenía objetivos ni estrategia, y no era paciente para esas cosas. No le agradaba la idea
de quedar para tomar un café y pasarse el resto del curso quedando esporádicamente con ella y fingiendo
una simpatía y una bondad que no poseía sólo para tener una fútil amistad. No sabía lo que quería, pero lo
quería en ese instante.
En definitiva, estaba hecho un lío.
Pero de cualquier forma, había reunido el valor suficiente para acercarse una vez más. Todas las
noches pensaba: Mañana tengo que hablar con ella, y finalmente lo hizo. Se concienció de que tenía que
dar resultado, pues había hecho un ritual a tal fin, ya que en la reunión de final de cuatrimestre no tuvo
éxito. Incluso preparó una excusa para hablar con ella y algunas ideas para conversar por el camino.

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El día del Apocalipsis.

Ese día, esperó de nuevo a que saliese de su optativa, pero no la abordó en seguida. La siguió
con cautela escaleras abajo y se encontró con ella cuando salieron de la facultad.
—¡Eh, hola! ¿Qué tal?
Merche se sorprendió de verle.
— Ah, hola. Bien ¿y tú?
— Acabo de salir de la optativa y me iba para casa. Te acompaño un rato.
Merche reflexionó sobre eso. Creía recordar que los de su optativa ya habían salido y estaban
entrando los del siguiente turno. Además ¿no tenía él turno de tarde? Algo no le gustaba en aquel
taciturno chico.
— Dime, ¿ya estás menos liada?
¡Cielo santo! Aún recordaba la excusa barata que ella le había dicho la semana anterior. ¿Cómo
iba a estar liada a principios de cuatrimestre?
— Bueno… un poco.
— Venga, seguro que puedes sacar un hueco para tomar algo por ahí.
— En fin, no te creas… tengo bastante por hacer… a lo mejor voy a mi pueblo este fin de
semana y tengo que preparar algunas cosas.
Aquello superó la paciencia del chico. Gregorio había visto a Merche y a Chema juntos antes de
que ella entrase a su optativa, y había oído cómo quedaban para ir a casa de él por la tarde.
— Ya. Pero sí tienes tiempo para irte con Chema a Leganés ¿no?
Merche se quedó callada.

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El día del Apocalipsis.

Capítulo Xº:
Favoritos del Diablo.
¿Qué se espera de la magia? ¿Qué son capaces de hacer los ritos e invocaciones de una Misa
Negra? ¿Son capaces de mover Fuerzas poderosas en beneficio propio del celebrante? ¿Pueden llegar a alterar
de forma importante el curso normal de los acontecimientos? ¿O es tan solo la voluntad del hombre? Muchas
religiones, como el Catolicismo, fomentan la práctica de la oración para conseguir la influencia de determinadas
figuras, tales como Santos o Vírgenes. El verdadero Satanismo considera que la oración y el ritual es sólo el
comienzo, y que no surtirá efecto si el oficiante no persigue sus objetivos de forma activa. Claro que siempre hay
impostores que venden la parafernalia del ritual, la invocación y los milagros.
Sin embargo, las cosas no resultaban tan sencillas para Chema. Había comprobado en Villanueva de los
Infantes hasta qué punto podían resultar efectivas las Misas Negras. ¿Por qué sus amigos habían obtenido
tantas cosas (aunque a cambio de un alto precio) y otros como Gregorio no conseguían los mismos resultados?

— ¿Eso te dijo?
Merche asintió con la cabeza.
— Será hijoputa… ¿Y qué hizo?
— Nada, siguió andando para su residencia. Ni me dijo adiós. Yo me fui al metro, pero estaba
acojonada, no sé por qué. Te lo juro, pensaba que iba a estar esperándome a la salida de Argüelles o en la
puerta del piso… No me gusta ese chico.
A Chema tampoco le gustaba lo más mínimo. Una cosa era notar cómo Gregorio se fijaba en su
novia y otra muy distinta que éste empezase un pequeño y sistemático acoso. En un principio, Chema
temía por Gregorio cuando le vio frecuentando la compañía de Juan Carlos. Sabía que ese tipo de
personas son presa fácil en pandillas de depredadores como la reunión de freakys satánicos donde se
habían metido. Ahora, de repente, el tímido y apático joven adoptaba un rol agresivo, tomando la
iniciativa. Sabía que detrás de todo eso estaba la influencia de Juan Carlos. Casi podía verlo: el veterano
embaucando al de Publicidad con promesas de poder y lujuria a cambio de lealtad y fidelidad…
Pero Chema sabía que todas esas cosas tenían un precio, y no solía ser razonable. Cuando el
verano anterior su amigo Pedro realizó una Misa Negra para llevarse a la cama a una amiga de Adela,
Verónica, los dos acabaron muriendo en extrañas circustancias. Igualmente, la ambición desmedida de
Jesús María fue lo que acabó con él. Si Gregorio continuaba así se pondría en peligro. A sí mismo y tal
vez a los que le rodeaban.
Sin embargo, algo no acababa de encajar en todo aquel razonamiento. Chema suponía que
Gregorio habría hecho algún tipo de ritual para conseguir a Merche. Se había aproximado a la chica de
forma abierta y activa, llevando por primera vez la iniciativa. Y no había resultado.
¿Por qué?

Durante el jueves y viernes siguientes, Chema hizo una serie de indagaciones. Habló con
Gregorio y Juan Carlos, y también con algunos de los amigos más allegados del veterano (Gregorio
apenas tenía amigos, y los pocos compañeros que le dirigían la palabra no estaban al tanto de su afición
extraescolar). Gregorio se mostró reacio a dar la más mínima explicación. Parco en palabras, como era
habitual en él, se enfadó en cuanto Chema insistió en sus preguntas. La reacción del chico, demasiado
exaltada, hizo sospechar a Chema que sus suposiciones podían ser ciertas.
Juan Carlos hizo gala de su impecable educación cuando Chema le interrogó, prácticamente sin
rodeos y de forma bastante directa, acerca del comportamiento de Gregorio. Daba respuestas poco
concisas, que no le comprometían ni a él ni a Oliver. Chema intentó averiguar algo más, pero Juan Carlos,
muy experimentado en la retórica y la dialéctica, vio sus intenciones desde el primer momento. Fiel a su
política de anonimato entre los miembros de la asociación, pensaba que los actos individuales de cada
miembro entraban en la privacidad de cada uno. Si las explicaciones no provenían del propio Gregorio, él
no sería quien desvelase ese tipo de información. Finalizó tajantemente la conversación, eso sí, sin perder
la compostura en lo más mínimo.
Curiosamente, fueron los amigos de Juan Carlos quien le dieron la información más clara y
relevante. Habló con Iván, el perrito faldero del veterano, y con Manu, el chico del pelo largo y los

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Alfredo M. Pacheco

piercings, quien parecía la verdadera mano derecha de Juan Carlos y el segundo cerebro de la secta. Iván,
prepotente y grosero, le habló de la Hermandad y de su importancia dentro de ésta, y aunque no estaba al
tanto del ritual que realizó Gregorio, no vaciló en hacer elucubraciones acerca del asunto para alardear de
sus conocimientos y su posición dentro de la asociación. Manuel, menos ruidoso, le explicó sin poner
ningun tipo de traba cómo los miembros de la asociación, en especial los recién llegados, pedían
orientación a Juan Carlos o a los miembros más veteranos y experimentados.
— Suele pasarles a los que se incorporan recientemente— le explicaba el chico mientras salían
del pasillo de la videoteca, procurando que no escucharan oídos curiosos—. Han oído hablar del
satanismo y de la magia negra, y cuando ven las reuniones nos preguntan acerca de los rituales: si pueden
realizarse en privado y qué se puede conseguir con ellos. Ten en cuenta que a pesar de las capuchas,
algunos se sienten demasiado cohibidos para aprovechar todo el potencial de las reuniones. Nosotros les
informamos y orientamos, y solemos proporcionarles el material que puedan necesitar. Lo más frecuente
es una copia en cinta del Himno del Imperio Satánico.
— ¿Himno del Imperio Satánico?
— Sí, es la canción que se escucha en las reuniones. Fue compuesto por Anton LaVey, y aquí es
prácticamente imposible de encontrar. Ya sabes, no es que vaya a estar puesto en El Corte Inglés al lado
de la puta de la Britney Spears.
— Ahá.
— Bueno, pues ése es el material más solicitado. Lo demás, si lo puede conseguir el interesado,
bien, y si no le ayudamos a conseguirlo. Algunos miembros siguen practicando rituales por su cuenta con
regularidad. Otros lo dejan cuando se les pasa la curiosidad. Algunos incluso se rajan porque ven que el
ritual no funciona o que funciona demasiado bien. Hemos tenido solamente un par de casos de abandono
los últimos años.
— Ya veo.
— Es todo lo que te puedo decir. Si tu amigo ha estado haciendo algo o no por su cuenta no lo
sé. Y aunque lo supiera sabes que no te lo diría. Si él no lo quiere compartir con otros miembros ya no
podemos hacer nada. Respetamos mucho la privacidad de cada uno, como te habrá dicho Juan Carlos.
Así fue como Chema pudo estar bastante seguro de que Gregorio había practicado un ritual por
su cuenta durante el parón de los exámenes de febrero, probablemente de lujuria, aunque tal vez de
compasión (buscando en Merche algo distinto de sexo). Encajaba bastante bien. Primero intentó estar con
ella durante la reunión del último día de clase. Como vio que no pudo hacer nada, optó por un ritual. La
idea le producía escalofríos. Chema sacó un par de conclusiones preliminares:
La primera, que Gregorio seguiría abordando a Merche, en especial durante las próximas
reuniones, donde el contacto sexual es más fácil. Tendría que estar pendiente de su novia todo el rato.
La segunda, más improbable, que si Gregorio viese que su ritual no daba resultado, podría
intentar otros rituales, como por ejemplo uno de destrucción dirigido al propio Chema. Debía estar sobre
aviso.
Estuvo pensando en ello durante todo el fin de semana. No dejaba de darle vueltas al hecho de
que el ritual de Gregorio hubiese caído en saco roto. No había surtido efecto, a pesar de que el chico había
iniciado acciones concretas para contribuir a su éxito. Los movimientos de Oliver, de forma consciente o
no, concordaban ligeramente con la filosofía Satanista, aunque Chema aún no estaba seguro de si la
asociación de Juan Carlos era un grotto de la Iglesia de Satán o de si divulgaban su mensaje. Según la
Iglesia de LaVey, los rituales no eran recetas mágicas para lograr resultados inmediatos. El ritual era tan
solo el comienzo. Servía para canalizar energía suficiente y encauzarla a la consecución de un objetivo.
Pero Gregorio había fallado, al menos por el momento.
Ese hecho no le preocupaba demasiado. Las cosas a veces fallaban aunque se hiciesen bien.
Lo que hizo que se devanara los sesos era por qué el verano anterior había sucedido exactamente
lo contrario. Cuando llegó a Villanueva de los Infantes a pasar el mes de agosto, su amigo Pedro acababa
de hacer una Misa Negra equivalente para lograr los favores de su amada Verónica. El mismo día que
Chema apareció por tierras manchegas, Pedro vio cumplido su deseo. La Misa Negra dio resultado en tan
solo cuatro noches. Sin embargo, Pedro era muy tímido y tras un intento fallido de aproximación a
Verónica a principios de verano no se habían vuelto a dirigir la palabra. Fue ella la que reestableció el
protocolo (saludos de cortesía), la que empezó a tontear con él esa noche de viernes y la que finalmente se
lo llevó a su casa para acabar haciendo el amor sobre el sofá del salón. Por desgracia, la resolución final
fue trágica.
De la misma forma, tanto Pentium como Jesús María tuvieron éxito con dos Misas Negras de
destrucción. Los objetivos de esos dos rituales fueron abatidos con sorprendente rapidez. Paco, un chico
del pueblo, ex novio de Adela, falleció tres o cuatro días después de que sus dos amigos hicieran la Misa

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Negra. El ritual que hizo Jesús después para vengarse de su amigo Juanjo tuvo resultado en menos de
veinticuatro horas, y el valenciano murió esa noche de sábado arrollado por un coche.
Incluso el propio Chema había participado en una Misa Negra conjunta con igual éxito. Habían
logrado invocar a Bael, un poderoso e importante demonio, y logrado que respondiese a sus preguntas sin
peligro alguno. Jesús María hizo su último gran ritual al conseguir invocar al mismísimo Lucifer, aunque
eso le costó la vida.
¿Por qué ellos habían logrado tanto en tan poco tiempo? No le cuadraba. ¿Qué tenían ellos de
especial? Habían practicado ritos de forma irresponsable, cometiendo errores en las oraciones y en los
pasos, alterando requisitos y elementos, y siempre con éxito.
Le vinieron de nuevo a la cabeza esas palabras que usaba Jesús para referirse al grupo de amigos
allí en Infantes: los favoritos del Diablo. De alguna forma lo eran.
También recordó que la asociación estaba interesada en todos esos acontecimientos del último
verano. Llevaban todo el curso tras él. ¿Y ahora que se había unido que es lo que pasaría?
Chema se seguía preguntando demasiadas cosas. ¿Quién era? ¿qué tenía que ver él en todo? ¿y
sus amigos? ¿para qué fue Arimán realmente a Villanueva de los Infantes?
Sus indagaciones no habían hecho más que empezar.

Dos y dos suman cuatro.


Eso lo sabía incluso Marcus, que era de letras. No había que ser un genio para darse cuenta. Si
se ataban unos cuantos cabos resultaba un buen nudo. Si los cabos estaban bien atados y el nudo salía, se
podía amarrar algo gordo.
Esa era la hipótesis de Marcus respecto a cualquier enigma. Y la situación que se planteaba en
esos momentos tenía toda la pinta de acabar formando un nudo claro, fuerte y con un propósito
determinado. Había demasiados cabos en aquella trama, si es que finalmente lo era. Lo que pretendía era
descubrir cuáles pertenecían a la trama y cuales estaban sueltos, simplemente demasiado cerca del
embrollo central.
Y los nombres de Gregorio y Merche eran dos nuevos eslabones que esperaba unir
satisfactoriamente a la cadena. A pesar del aspecto despistado y poco entrometido de Rafa, su compañero
de residencia, el chico funcionaba bien como agente, aunque desde luego no se le podía confiar ninguna
información valiosa, pues podría decírsela a cualquiera que le preguntase. Pero eso no era problema. No
había malicia ni alevosía en aquel sano entretenimiento de Marcus, tan solo excitación y curiosidad, una
neurótica obsesión por encajar todas las piezas de un puzzle que sólo él veía.
Primero estaba la carta al tal Miguel, licenciado en Políticas. Luego el interés de ese compañero
de clase de Rafa, el tal Chema, por la FEUNE y las sectas satánicas. Estaba claro que ese Chema buscaba
algo, bien en el destinatario o bien en el remitente. Jugando con ese triángulo, Marcus estuvo barajando
posibles conexiones: la FEUNE, la secta… Poco a poco fue encontrando lo que buscaba. Averiguó el
nombre del remitente: Juan Carlos Padre Rey. Siguió con las indagaciones y en seguida tuvo más datos de
él. El propio Rafa le conocía. Era un veterano de Ciencias de la Información, rama de Imagen y Sonido.
Al parecer, el tal Chema conocía a ese Juan Carlos, aunque no había más relación. Sin embargo, la
conexión entre Juan Carlos y Miguel era doble. Por un lado, la secta. Hasta ahí, nada novedoso, pero cuál
fue su sorpresa al descubrir la segunda conexión. Haciendo uso de métodos poco ortodoxos había entrado
en un ordenador de las oficinas de la FEUNE vía módem. No buscaba nada en particular, tan solo poner a
prueba las defensas del sistema informático del modesto partido político. El éxito fue total y consiguió,
con relativa facilidad, tener a una de las computadoras a su merced. Buscó datos de interés y obtuvo una
base de datos con los miembros afiliados del partido. Una lista bastante extensa (más de un millar) para la
juventud de la formación. En esa lista encontró el nombre de Juan Carlos. Además, parecía que si todo
seguía así, su nombre figuraría en las listas del partido para las elecciones del mes de Junio al Parlamento
Europeo.
Interesante.
Sin embargo, dejando pendiente encontrar una mayor relación entre la secta y el partido, le
interesaba encontrar la conexión con el tercer miembro, Chema. E intuía que la secta debería ser la clave
para descifrar aquello.
Fue entonces cuando recurrió a una oportuna intervención: Rafa. El chico estuvo observando los
movimientos de Chema con su aire despistado y con cara de no enterarse de lo que pasaba a su alrededor,
sin saber para qué obtenía aquella información. Sus habilidades en esas lides eran muy limitadas, pero lo
que pudo ver le sirvió perfectamente a Marcus a pesar de que Rafa no pudo extraer conclusión alguna.
Rafa le facilitó el nombre de un nuevo elemento. Gregorio.

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Alfredo M. Pacheco

También pudo facilitarle la conexión de este nuevo jugador. A la sazón estudiaba una asignatura
en común con Chema, y más tarde descubrió que otra de las optativas la compartía con Juan Carlos.
Marcus pudo así cerrar un doble triángulo: Miguel-Juan Carlos-Chema y Juan Carlos-Gregorio-Chema.
Las piezas iban encajando.
A partir de ahí, la búsqueda de Marcus se volvió más vaga y menos fructífera. Rafa no sabía lo
más mínimo de la secta, y aunque Marcus ya sospechaba que Chema y posiblemente Gregorio deberían
de pertenecer a dicha secta, no le había mencionado sus suposiciones al chico. La búsqueda de datos
sobre la secta a través de fuentes secundarias tampoco daba resultado. No conocía el nombre de la secta, y
el único logo del que disponía no estaba registrado a nombre de ninguna entidad.
Sin embargo, Rafa le brindó unos últimos datos que aunque aportaban poco, actualizaban las
cosas.
El primer dato era el de que Gregorio y Chema, a pesar de la conexión entre ellos, no se llevaban
bien. Rafa había oído acerca de las discusiones entre ambos.
El segundo dato era un nuevo nombre: Merche.
Actualmente novia formal de Chema, frecuentaba cada vez más el triángulo formado por los tres
chicos de Ciencias de la Información.
¿Sería Merche la causa de la discusión entre los dos jóvenes? ¿Afectaría esa discusión a alguno
de los dos triángulos que ya había establecido, o a los asuntos de la secta?
Sentado en su escritorio, Marcus garabateaba en una hoja de papel los cuatro nombres: Miguel,
Juan Carlos, Chema, Gregorio. Formó un rombo compuesto de dos triángulos con un lado común, Juan
Carlos y Chema, con el nombre de Miguel arriba y el de Gregorio abajo. Escribió el nombre de Merche y
lo unió a los de Chema y Gregorio, formando un tercer triángulo. Dándole vueltas al asunto repasaba una
y otra vez las líneas de unión entre los nombres hasta empastar la tinta, dibujando flechas para simbolizar
las diferentes relaciones entre los elementos, trazando líneas onduladas entre los elementos no conexos,
buscando una clave, un leitmotiv, algo…
La secta… Tiene que ser la secta. Si averiguo algo más sobre ella encontraré lo que busco.

Chema acompañó a Merche a su optativa, consciente de que Gregorio debería de andar cerca,
husmeando, espiando los movimientos de la pareja. Se despidieron y Chema salio del pasillo a las
escaleras que daban al tercer piso. No llegó a ver al otro chico. Había pensado en esperar a Merche a la
salida para acompañarla y comprobar la insistencia de Oliver, pero desechó la idea. Se podría crear una
situación muy tensa, y a Merche no le gustaban los numeritos de Neanderthal protegiendo su caza. Sabía
cuidarse sola, al menos de ese infeliz.
Así que Chema decidió atender otro asunto mientras su novia estaba en clase antes de irse.
Buscó a Juan Carlos. Era curioso pero a Chema le daba la sensación de que el veterano vivía en
la facultad. Sabía que el joven tenía sus clases por la mañana, como él, pero por lo que había oído decir a
Gregorio, por la tarde seguía allí. Eso le resultó bastante curioso, ya que Chema se agobiaba en seguida si
permanecía más tiempo del imprescindible en aquella cárcel gris de hormigón.
A la una del mediodía, Ciencias de la Información estaba a rebosar de gente. Los del turno de
mañana aún seguían allí, dando alguna optativa, y los del turno de tarde empezaban a venir a lo mismo. A
las dos, aquello sería un infierno.
Chema buscó por la cafetería y el comedor. Miró también en la biblioteca y finalmente se
adentró por el pasillo de la videoteca, en el que se sentía como un intruso. Si no lo encontraba allí, su
última opción sería husmear las inmediaciones de la capilla.
Pero lo encontró. Salía de uno de los laboratorios de sonido con Iván, su perrito faldero, y Manu.
Le abordó inmediatamente, preguntándole si le podía dedicar unos minutos sin la presencia de aquellos
dos. Lo decía especialmente por Iván.
— Haceos cargo vosotros de las cintas. Subiré en seguida.
Fueron al rellano de una escalera cercano al lugar, un sitio tranquilo por el que apenas transitaba
gente.
— Mira, Juan Carlos, sé lo que estuvo haciendo Gregorio. Ha hecho algún tipo de ritual para
intentar llevarse a la cama a mi novia.
— ¿Qué esperas que haga al respecto?
— No espero que hagas nada a estas alturas. Simplemente deberías no haberle dejado que lo
hiciera cuando te pidió consejo. ¿No hay alguna norma que prohiba a los miembros de la asociación hacer
rituales para follarse a las novias de los otros miembros?
— Dentro de la Hermandad no solemos hablar de posesiones. Además, Merche es también
miembro ¿no?

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Eso a mí me da igual. Escucha, soy Satanista, y protegeré a mis seres queridos. Así que si
quieres hacer algo, cuando vuelvas a hablar con ese mequetrefe dile que deje de rondarle las faldas a
Merche, porque ni ella ni yo vamos a dejar que siga haciéndolo.
— ¿Ha estado acosando a Merche?—el rostro de Juan Carlos cambió de expresión. Parecía que
al veterano tampoco le gustaba ese detalle.— No tenía noticia de ello.
— Acosar no es la palabra. Pero ha intentado tirarle los tejos un par de veces.
Juan Carlos sonrió abiertamente.
— Quién lo iba a decir, con lo tímido que es ese chico. No te preocupes, hablaré con él.— se
disponía a despedirse y marcharse, pero Chema tenía más cuestiones.
— Dime, la asociación… ¿tiene nombre?
— Mmm, no. No estamos registrados en ningún sitio. La gente la llama la Asociación o la
Hermandad. Unos pocos se han referido a ella como el Círculo de Lucifer, pero no es oficial.
— ¿No pertenecemos a la Iglesia de Satán?
— ¿La Iglesia de LaVey? No, esta asociación concierne sólo a la universidad. Es una libre
reunión de alumnos. Sí, es cierto, es clandestina, pero es por precaución. La gente no lo entendería, y
llamaría la atención de demasiados curiosos. No necesitamos apenas financiación y podemos subsistir sin
aparecer en ningún registro. Jurídicamente, la Hermandad no existe.
— ¿Por qué no estamos coordinados por la Iglesia? La de Satán.
— Conozco el funcionamiento de esas instituciones. Parece que dan mucha libertad de
pensamiento hasta que dejas de pensar como ellos. No permiten salirse de su ortodoxia. Satán y las demás
fuerzas infernales están por encima de las arbitrarias instituciones de los hombres. No necesitamos ser
coordinados por ninguna otra Iglesia. Así que no le des demasiadas vueltas al tema del verdadero
satanismo y los pecados capitales, o las normas básicas. Lucifer está con la Hermandad, ya lo verás.
— ¿El qué? ¿Qué tiene que ocurrir? ¿Qué es lo que estáis esperando?
— Eso, joven amigo, lo verás en su momento. Ahora, buenas tardes.
— ¿De qué se trata?
— Buenas tardes. Ha concluido.— Y se alejó hacia las clases con sus otros amigos.
Chema, bastante satisfecho con la información recibida, se marchó a su casa.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XI:
Entrometidos.
Entrometidos.
Personas que se meten en asuntos que no les conciernen. El motivo: cualquiera. Curiosidad, malicia, o
simple y puro hábito. Pero de cualquier manera, la presencia de ese tipo de personas nunca es bien recibida.
Determinados círculos pueden ser muy reservados en cuanto a sus asuntos. Es el caso de la asociación liderada
por Juan Carlos. La existencia esos entrometidos no es agradable, bien se trate de individuos ajenos al grupo que
pretenden averiguar detalles comprometidos, o bien sean miembros del propio grupo que revelen no compartir sus
intereses ni fines. Dentro o fuera, pasan por intrusos.
¿Qué se puede hacer? Casi todas las soluciones conducen a apartar a esos entrometidos y no permitir
que sigan husmeando en asuntos que no les atañen. Para ello se puede neutralizar cualquier elemento del sistema
comunicativo. Éste puede ser el emisor (el propio grupo cesa sus actividades), el canal (anular la comunicación),
el código (recurrir a otras maneras de comunicación o de transmisión de información), o el propio receptor (el
mismo entrometido)…

Con la bata blanca de laboratorio, Marcus parecía uno de los técnicos de las editoras. Estaba
habituado a ella y en su facultad solía llevarla, así que cuando hizo una pequeña excursión a Ciencias de
la Información se olvidó quitársela. En un principio temió que llamase demasiado la atención. Sin
embargo, cuando bajó a los pasillos del sótano y se cruzó con los técnicos, pensó que aquella bata podría
ser el disfraz perfecto. Echó un vistazo por los laboratorios, esperando que ninguno de aquellos
estudiantes le solicitase ayuda. Había algunas habitaciones con ordenadores Macintosh y software de
edición Avid. No, nada que pudiera servirle. ¿Dónde podría encontrar lo que buscaba? Volvió a subir al
vestíbulo y echó un vistazo al directorio. Departamentos, despachos, aulas… Tal vez algún ordenador de
un departamento tuviera información útil sobre la asociación que estaba investigando, ¿pero cuál?
Intentar averiguarlo era buscar una aguja en un pajar… si realmente había alguna. No, debería ser más
sencillo. Siguió mirando los carteles. Secretaría, decanato, tercera planta. ¿Estaría la cúpula de la facultad
implicada en aquello? Si tuviera que buscar en algún sitio, empezaría por allí. Había otro cartel resaltado
en un color diferente. Decía “Espacio Ecuménico”.
¿Espacio Ecuménico? ¿Religión? Sí, claro, era el campo de búsqueda más acertado.
Subió a la tercera planta y buscó el sitio al que podría referirse el cartel del directorio. En el
pasillo del decanato encontró la respuesta. Había una capilla. Bien, por intentarlo. Llamó a la puerta y
entró. Sentado en la única mesa del despacho, frente al ordenador, había un chico joven con cara de
seminarista. Marcus avanzó unos pasos para obtener una buena panorámica del despacho. Sin dejar de
mirar a uno y otro lado, en uno de sus habituales gestos nerviosos, preguntó:
— Hola, vengo a arreglar el problema del ordenador.
— ¿Problema del ordenador? A este ordenador no le pasa nada, joven.
Tras echar un vistazo a las estanterías, fijó su vista en la torre de la CPU. Se acercó y se cambió
de gafas rápidamente. Veía la parte trasera del aparato, todas sus ranuras y conexiones, lo que le permitió
hacer un rápido prediagnóstico sobre sus componentes. Entre otras cosas, tenía módem. Apoyó una mano
en el monitor y se inclinó hasta atisbar la pantalla. El joven seminarista trabajaba con un archivo de base
de datos.
— ¿Seguro? Me han dicho que no funciona bien la conexión a la red.
El otro joven minimizó la ventana rápidamente.
— No, lo siento. Deben haberle informado mal. La conexión de este ordenador funciona
perfectamente.
— Vaya, a mí me han dicho que subiera al despacho tres dieciocho a revisar el equivo.
— ¿Tres dieciocho?— aunque calmado por haber descubierto el malentendido, el joven aún
parecía molesto y le contestó con un tono algo desagradable— No, eso está fuera de este pasillo, entre las
dos escaleras, junto al Departamento de Historia. Ahora, si me disculpa, tengo trabajo.
— ¡Oh, vaya, lo siento! Me marcho entonces.
Salió de la capilla y se encaminó a las escaleras. La excusa había funcionado a la perfección.
Marcus aún no podía creer lo exitoso de su maniobra. Buscó un lugar sin excesivo ruido, y con

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Alfredo M. Pacheco

precaución sacó una grabadora. La puso en marcha y habló al micrófono. Dijo las palabras “ordenador
capilla” y a continuación una secuencia de números.
Durante su breve estancia, había encontrado dos pistas bastante reveladoras. La primera era un
volumen de The Satanic Bible colocado disimuladamente en los estantes. Eso le hizo suponer que andaba
en el buen camino. El segundo dato fue la dirección IP del ordenador del despacho, apuntada en un trozo
de papel pegado en la torre. ¿Cuándo aprenderían esa panda de usuarios aficionados? Ese tipo de datos no
se podía dejar a la vista de cualquiera.
Bajó rápidamente las escaleras, con el corazón palpitándole fuertemente y la adrenalina aún
latente en su organismo. La boca se le había resecado y empezaba a sudar, a pesar de que lo había
logrado. Se dio cuenta de que su vista estaba algo nublada porque llevaba puestas todavía las gafas de
cerca. Debía marcharse de allí en el acto e ir a su residencia.
Aunque no fueron conscientse de ello, pues no se conocían, Marcus y Chema se cruzaron en la
entrada de la facultad. Fue Chema el que reparó más en la presencia del otro. Le llamó la atención su bata
blanca. Sin ninguna razón en particular, recordó a Pentium. Y por asociación pensó en el compañero de
residencia de Rafa, ese tal Marcus. ¿Sería él?
Chema olvidó el asunto y se encaminó escaleras arriba. Era la segunda vez que pisaba la facultad
ese día. Había ido a comer a su casa y regresaba nuevamente entonces. Tanto viaje le traía agotado.
Quería hablar con Gregorio, y el chico no tenía clase por la mañana. Además, prefería mantener a Merche
apartada del asunto por el momento. Llegó a la quinta planta y buscó el aula de Gregorio. En el tablón de
anuncios figuraban los horarios. Gregorio iba al único grupo de tarde de tercer curso de Publicidad, y en
los horarios se indicaba el aula de las asignaturas. La 536 no le fue muy difícil de encontrar. Un buen
sitio, bastante mejor a juicio de Chema que el pasillo de la cuarta planta donde tenía el la clase. Daba
menos sensación de agobio. Debían de faltar unos cinco minutos para el final de la clase. Chema esperó
pacientemente. Por fin las puertas se abrieron y empezaron a salir chicos al rellano. Observó también que
por la tarde la facultad se notaba bastante más desahogada que por la mañana, y parecía reinar cierto
ambiente de tranquilidad que contrastaba con las prisas y el ajetreo de las primeras horas del día.
Pasaron un par de minutos y Gregorio no se veía por ningún lado. Chema pensó si se habría
equivocado de aula, aunque lo dudaba mucho. Era posible que Oliver se hubiese quedado hablando con
alguien dentro. Se asomó a la puerta, desde donde tenía una persectiva frontal de los bancos. Sería
bastante violento interrumpirle en mitad de una conversación para pedirle que saliese a hablar. Sin
embargo, Chema lo vio sentado hacia la mitad de la clase, en la última fila ocupada del aula,
completamente solo y sin hacer absolutamente nada, ni tan siquiera hojear unos apuntes o un libro.
Aquello le sorprendió. Chema ya había visto a Gregorio sentarse solo y en la última fila cuando ambos
iban a la misma optativa, pero pensó que simplemente era que allí no tenía ningún amigo de su clase con
quien sentarse, y que en ese tipo de optativas no se suelen hacer muchos amigos. Pero verle solo en su
propia clase, después de tres años de carrera… Sintió cierta lástima por el chaval, y se preguntó si él
podría aguantar un tipo de vida semejante. Sabía que Gregorio era de fuera y debía de ser terrible sentirse
solo en una gran ciudad como Madrid, encerrado en una residencia y sin amigos para charlar o salir a
tomar algo. No era de extrañar que Juan Carlos le embaucase con facilidad para entrar en la asociación, y
sólo porque el veterano preveía que Chema le seguiría para cuidar de él en cierta medida.
Y por ese motivo, entró con mayor resolución y fue a hablar con Gregorio.
— Hola.—saludó sin más.
Gregorio salió de su estado de completa ausencia, abatido por el tedio y destrozado
anímicamente por sus confusos sentimientos hacia Merche y el mundo. No le hizo ninguna gracia ver al
novio de la chica en su clase. ¿No tenía ese niñato clase por la mañana? ¿Qué coño pintaba allí, a esa
hora, y qué demonios quería?
— ¿Qué haces aquí?
— Me he acercado únicamente para hablar contigo. No sé si la clase que te toca será muy
importante, que lo dudo, pero quiero que te hagas unas pellas y vengas conmigo a la cafetería o a algún
sitio donde hablar.
— ¿Estás volao? ¿Cómo se te ocurre venir para eso? No pienso bajar.
— ¿Sabes? Tengo que contarte una historia…
— Déjate de cuentos. Aunque quisiera ir contigo, no puedo saltarme esta clase. Así que si
quieres esperar a la siguiente, entonces tal vez…
Gregorio fue interrumpido por una chica con cierto aspecto de empollona pijotera. Se subió a la
tarima, se llevó los dedos índice y corazón de ambas manos a las comisuras de los labios y lanzó un
estrepitoso silbido que taladró los tímpanos de los dos chicos. Después de pedir atención, voceó a los
cuatro vientos que la profesora que daba la siguiente clase no iba a venir. Para desesperación de Gregorio,

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

su excusa se había venido abajo. Chema vio como los chicos recogían sus bultos. Parecía que ésa era su
última clase y que por lo tanto ya se podían ir a casa. Después de soltar una carcajada, miró sonriente a
Gregorio.
— Bien, ahora que parece que no tienes nada que hacer… ¿vas a bajar conmigo?
— ¿Quieres sermonearme?
— Quiero contarte una historia. Sobre un chico que deseaba a una chica amiga suya e hizo un
ritual para conseguirla.
— Esa historia ya me la sé. La chica pasó del tema y el capullo de su novio estuvo dando la
brasa para que se estuviera quieto.
— No. La chica se acostó con el chico y los dos murieron en una semana.
— ¿Qué?
— No me refería a ti. Me refería a un amigo mío. Baja y te lo explicaré.
Intrigado por las palabras de Chema, Gregorio accedió a bajar a la cafetería. El ambiente estaba
tranquilo allí. Chema empezó a plantearse el cambiar de turno para el siguiente curso. Quedaría algo
menos de una hora para el crepúsculo, pero allí abajo parecía ser ya de noche. Pidieron algo y se sentaron
en una de las mesas amarillas de dos plazas, apartados en un rincón. Los asientos metálicos eran algo
incómodos. Estaban reclinados hacia atrás y Chema resbalaba, alejándose de la mesa. Eso le obligaba a
sentarse en el borde de la silla, con el hierro hincándose en sus muslos, inclinado hacia delante para
hablar cerca de Gregorio.
Con calma, sin alarmar innecesariamente a su interlocutor, pero con seriedad y firmeza, dignas
de los acontecimientos que relataba, Chema le contó a Gregorio lo que ocurrió en Villanueva de los
Infantes nada más llegar él. Contó cómo dos amigos se enrollaron esa noche y explicó la situación de los
dos, el deseo de Pedro de tener a Verónica y cómo después de unas tentativas sin resultados, se decidió a
hacer una Misa Negra en solitario, presa a pesar de todo del miedo. Le contó cómo la misma noche que se
enrollaron fueron a casa de la chica a hacer el amor y el chico vio que todo aquello se le había escapado
de las manos. Concluyó diciéndole cómo tras una agónica semana los dos murieron en extrañas
circustancias. Cuidando de no revelar demasiados detalles sobre toda la vivencia del verano, le explicó las
sospechas que él y sus amigos tenían acerca de lo que verdaderamente pudo ocurrir.
— ¿Me estás diciendo que Satán volvió cabreado al ver que sus fieles no follaban y decidió
cargárselos?
— No, no fue Satán.
— Satán, Lucifer… quién sea.
— No son la misma persona, o el mismo dios. Y Lucifer tampoco fue. Creemos que se trató de
un demonio llamado Arimán.
Chema temió que Gregorio no hubiese creído su historia y le tomara por un loco. Sin embargo,
Gregorio no se inmutó.
— ¿Y Juan Carlos? ¿Es algún enviado de ese Arimán?
— No, de Arimán no. No estoy seguro de donde encaja Juan Carlos en todo esto. Él y la
asociación parecen adorar particularmente a Lucifer. Por alguna razón sabe algo de todo lo que me pasó
el verano pasado, y tengo la impresión de que le interesa que yo esté unido a ellos. De hecho, no te lo
tomes a mal, creo que Juan Carlos te embaucó para que te alistases en la asociación porque sabía que yo
iría tras él.
— No sé, creo que puedes tener razón.— hizo una pausa y empezó a explicarse.— Verás,
hicimos una celebración en Navidad, el día de los Inocentes, pero tú estabas en tu pueblo. Había un chico,
Miguel, que parecía conocerte. Sabía dónde estaba tu pueblo, éste del que me has hablado, pero que tú
eras de Madrid. Pero luego vi cómo en la siguiente reunión se acercó a ti y se presentó, o sea, que no era
amigo tuyo, que no os conocíais.
— Lo ves, no sé cómo, pero esa gente sabe algo.
— Sí. Luego también me acuerdo de cómo reaccionó ese otro chico en la capilla. Parecía
enfadado porque ellos esperaban que me apuntase a la asociación y había venido contigo, que no te
esperaban. Pero cuando dijiste tu nombre, el otro se calmó y te apuntó sin problemas. Incluso tu número
está primero.
— ¿Mi número?
— El de las túnicas. Tengo el 78 y tú el 77. Las túnicas se numeran por antigüedad. Nosotros dos
nos apuntamos a la vez, aunque yo llevaba hablando con Juan Carlos bastante tiempo y esperaban mi
ingreso. Fui además a una reunión antes que tú, ésa de Navidad, y aún así reservaron el 77 para ti. Era
como si en efecto te quisiesen entre ellos desde hace tiempo.

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Alfredo M. Pacheco

Chema respiró aliviado. Gregorio había entrado en razón. Tenía que convencerle de que no
siguiera por aquello.
— De todas formas ¿por qué mi ritual no ha funcionado y sí los de tus amigos?
— Eso es lo que me he preguntado yo. Sé que suena raro, casi paranoico, pero parece que algo o
alguien nos quería tener contentos. Escucha, en realidad lo que me importa y me preocupa no es que
hayas intentado ligar con Merche. Lo que me asusta es las consecuencias que pueda tener usar rituales a
la ligera. Mira, no eres mal tipo. Parece que te han puteado mucho y que por eso no confías en la gente.
Pero a pesar de eso tú no eres un satanista. No creo que estés preparado. Odiar a todo el mundo por rencor
no es motivo para que te unas a un culto demoníaco. No se trata de eso. Tu maldad está solo en la
superficie. Y en realidad no se trata de ser malo. Es más complicado que eso.
— ¿De qué se trata entonces?
— No es fácil de resumir, y yo mismo me estoy iniciando en esto, pero básicamente se trata de
seguir tu propio camino. Juan Carlos sólo te ha utilizado, tú mismo lo crees así. Si no lo deseas realmente,
no sigas por este camino. He perdido a muchos amigos y no quiero sentirme responsable de causar más
daño no deseado.
— Juan Carlos me ha apoyado.
— Sí, no dudo de que lo haya hecho, pero has visto que tenía un fin. Su ayuda te ha venido bien.
Aprobaste una asignatura con nota sin hacer examen y ahora has mejorado mucho tus habilidades
sociales. Bien, pues tanto mejor, no pasa nada porque disfrutes de ciertos beneficios. Pero él ya no querrá
ayudarte más.— Chema se levantó— Sé que no es una situación fácil. Pero piénsalo ¿vale?
— Sí, de acuerdo— dijo casi sin voz—. Lo pensaré.
— Yo me voy ya. Nos vemos.
Chema se fue de la cafetería.
Gregorio se quedó unos minutos más pensando sobre lo que habían hablado.

Traición.
Se mirase como se mirase, Juan Carlos sólo encontraba una palabra para el comportamiento de
Gregorio. Ese estúpido quería dar marcha atrás, y eso era algo que no se podía hacer una vez se ingresaba
en la Asociación.
La tarde anterior, Oliver fue a buscarle para hablar con él. Se le notaba nervioso e indeciso. Juan
Carlos supo desde el primer momento que no pretendía nada bueno. Gregorio le contó, parco en palabras
como era habitual en él, que se estaba replanteando el tema de la Asociación y tenía sus dudas. No quería
seguir en ella. Puso algunas excusas para intentar justificar su decisión, aunque en realidad era una
petición y esperaba que Juan Carlos le diera el visto bueno para abandonar oficialmente las filas de sus
acólitos. El veterano en seguida le pidió que reconsiderase su decisión, y puso a trabajar su dialéctica,
convencido de una fácil victoria. Intentó persuadirle de que reflexionase un tiempo para que viese que no
había nada de lo que temer, y que a pesar de la condición clandestina de la asociación, pronto todo eso
cambiaría y la gente vería la Hermandad como una agrupación totalmente lícita. Le explicó que no era el
primero que sentía inquietud, pero que todo se debía a una cultura cristiana fuertemente arraigada como la
que se daba al sur y en zonas no muy densamente pobladas. Su educación, le decía Juan Carlos, tenía gran
peso en su forma de pensar, y sólo si seguía con ellos podría llegar a razonar con claridad sin lastres ni
condicionamientos culturales.
No obstante, Gregorio no cedió.
— Creo que aquí ya no soy necesario.— le dijo.
— ¿Qué quieres decir?
— Ya tienes a Chema ¿no?
— ¿Y eso qué importa?
— Era a él a quien buscabas. A mí sólo me has usado para que él viniese, dándome recetas
mágicas y rituales inútiles.— hablaba con la cabeza gacha, sin atreverse a desafiar la mirada de Juan
Carlos, mirando hacia un lado y otro de soslayo.— Todo esto es una pérdida de tiempo. No sé los favores
que te harán los demonios, pero a mí no me obedecen. Me marcho.
Juan Carlos estalló de furia por dentro. ¿Cómo osaba hablarle así ese inútil integral, ese despojo
humano incapaz de entablar ningún tipo de relación con sus semejantes? ¿Así le pagaba toda su ayuda,
dándole la espalda e insultándole? Alguien, probablemente Chema, le había convencido para que se fuese.
— Tu conducta es intolerable. Viniste a mí pidiéndome ayuda y ahora quieres marcharte porque
tus conjuros no dieron resultado. Está claro que debiste de hacer algo mal, algún elemento falló por tu
descuido y poca atención. Pero marcharte… No, eso no. No puedo permitirlo.
— No se trata solo de eso.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Es demasiado tarde para que te vayas. No podemos dejar que vayas hablándole a todo el
mundo de lo que hacemos aquí abajo. Nos causarías demasiados problemas.
— No le diré nada a nadie.
— ¡Ja! Me conozco esa cantinela. No insistas, Gregorio. Seguirás en la asociación con nosotros,
y más te vale no faltar a las reuniones a no ser que estés enfermo o muerto.
— No iré. No me gusta cómo se está poniendo esto.
— ¡Maldito niñato! ¿Creías que esto era un voluntariado de una ONG? Lo que hacemos no es
una fiestecilla de tres al cuarto. No tienes ni idea de lo que se está preparando.
— Y no pienso saberlo.
La discusión no se alargó mucho más. Gregorio no tenía palabras para replicar a Juan Carlos,
pero cuando finalmente se fue, seguía empeñado en dejar la asociación.
El veterano caminaba nervioso de un lado a otro en su piso, recordando la conversación. Aquel
asunto le había puesto furioso y estaba descentrado. Cogió un paquete de tabaco del cajón de la librería y
fumó un cigarro compulsivamente. Rara vez fumaba, pero de vez en cuando necesitaba calmarse los
nervios. Cuando hubo terminado el primero, cogió otro y paseo de aquí para allá con él en los labios antes
de encenderlo. Esta vez fumó mas tranquilo. Se apoyó en la mesa, con la espalda ligeramente encorvada,
sosteniendo un cenicero en la mano izquierda donde estaban las cenizas del primer pitillo. Dio una calada
larga y exhaló lentamente el humo. Se empezaba a calmar. Los nervios se fueron tornando en una
sensación de perezosa preocupación.
Pronto tendría que hablar con Fernando. Él sabría aconsejarle.

Jueves a primera hora. Último día de clase para los de primero. Chema tenía ganas de acabar
aquella larga semana. No había vuelto a ver a Gregorio desde que hablara con él el martes. Confiaba en
que hubiera recapacitado y tomado una decisión correcta. Aunque por otra parte se preguntaba cómo
podría reaccionar Juan Carlos si Oliver dejaba la asociación. Esperaba que no se molestase demasiado,
ahora que había conseguido que él se uniera a sus filas.
Chema había llegado pronto y apenas había gente en la clase. Era uno de esos raros días en los
que había salido con tiempo de su casa y había tenido suerte a la hora de coger el tren y el metro. Merche,
en cambio, probablemente no acudiría a la facultad. Cuando hablaron por teléfono la tarde anterior, ella
estaba muy constipada y tenía algo de fiebre. Si no mejoraba, se quedaría descansando en cama. Y hacía
bien. No merecía la pena padecer los efectos de un mal constipado sólo por asistir a unas penosas clases
de primero.
Rafa entró por la puerta. Permaneció unos instantes observando el panorama, y cuando pareció
darse cuenta de la presencia de Chema, se acercó a la mesa. También llegaba pronto. Se había levantado
antes de lo acostumbrado y había salido con tiempo de sobra. De hecho, incluso a pesar de su asma, fue
andando a la facultad, pues el metro a esas horas estaba colapsado, y no merecía la pena cogerlo para
recorrer tan poca distancia. Así que con paciencia y andando despacio, llegó a la facultad en unos quince
minutos.
— Hola. ¿Y Merche?
— No creo que venga. Está resfriada.
— Ah.— hizo una pequeña pausa— ¿Qué tal todo?
— Bien. Con ganas de terminar la semana.
— ¿Y tus amigos? Me refiero… me refiero a esos chicos de la facultad. El veterano ése… Juan
Carlos, y el otro chico, uno de tu optativa del primer cuatrimestre.
Chema se sorprendió por la pregunta. ¿Rafa preguntando por Juan Carlos y Gregorio? Pasaba
algo, y desde luego no tardaría en saberlo.
— Bien. Están bien. Hablé con ellos esta semana. ¿Qué ocurre? ¿El capullo del amigo de Juan
Carlos ha vuelto a molestarte?
— ¿Cómo?— Rafa tardó en asimilar sobre quién le estaba hablando Chema.— Ah, no, no es por
eso. Es sólo… curiosidad.
— Ahá.— asintió Chema, esperando que Rafa dijese algo más.
— Bueno, es que mi compañero de residencia, Marcus— Bingo, se dijo Chema— me ha dicho
que ese Juan Carlos también está en la FEUNE.
¡Eso sí que era una noticia! Así que Juan Carlos también estaba metido en ese partido tan
controvertido… Chema había ido siguiendo las propuestas algo descabelladas de su secretario general.
Sabía que todo aquello estaba siniestramente relacionado con lo ocurrido el último verano, y ahora
también con la asociación. Aquello que le hizo llegar el logo de la FEUNE a su ordenador en julio podría

97
Alfredo M. Pacheco

haber informado a Juan Carlos de sus andanzas en Infantes. Resultaba escalofriante, pero en cierto modo
era una buena noticia. Chema empezaba, muy poco a poco, a ver con más claridad.
— Dime, Rafa ¿qué más te dijo Marcus?
— Nada más, aunque parece que está detrás de algo.
— Bien, estupendo. Cuando sepas algo más, dímelo ¿vale?
— Sí, claro.
— Ah, pero… respecto a Merche…
— ¿Qué pasa?
— Nada. Sólo procura ser discreto con ella. A ella esto no le viene ni le va.
Aunque con ciertas dudas (Chema y Merche parecían bastante compenetrados y no entendía que
ella no debiera enterarse), Rafa estuvo conforme.
— De acuerdo, Chema, como quieras. No le diré nada a ella.

Una extraña y apremiante sensación de intranquilidad agobiaba a Gregorio. Llevaba así todo el
día, desde que se levantó. Al principio era un sentimiento vago, un nerviosismo difuso, como si algo no le
diese buena espina. ¿Era por algo de la facultad? No. No tenía ninguna clase que fuera crucial, y llevaba
los trabajos más o menos al día. Y un trabajo por hacer nunca le había quitado el sueño. Tal vez fuese por
alguna pesdadilla que hubiera tenido y que no podía recordar al despertarse. Procuró no darle importancia
y hacer caso omiso de su incomodidad, esperando que desapareciese al avanzar la jornada. Pero no fue
así, sino más bien al contrario. Durante la hora de la comida la sensación empezó a hacerse patente. Era
como si algo andase mal. Hizo examen de conciencia. Lo único que le preocupaba esos días era su
abandono de la asociación y la reacción de Juan Carlos. En efecto, cuando terminó de hablar con Juan
Carlos el miércoles, estaba algo asustado por la reacción del veterano. Sin embargo, el jueves ese temor
se desvaneció. Su habitual apatía engullía y neutralizaba cualquier tipo de emoción. Gregorio estaba
acostumbrado a que todo se pasase con el tiempo: los enfados, las alegrías, las preocupaciones… Por
tanto, era ilógico que de nuevo volviese a preocuparse el viernes. Además, la sensación que tenía no era
un temor directo a Juan Carlos. Ese temor que sentía, si se lo podía denominar así, estaba más
amortiguado (debido a su imprecisión, ya que no temía nada concreto) y a la vez era más alarmante, como
si la amenaza fuese mayor.
Fue a la facultad. Normalmente le costaba trabajo ir, pues las clases no le motivaban lo más
mínimo, pero esa vez sentía deseos de dar la vuelta a mitad de camino y correr en dirección contraria.
Había asociado su intranquilidad a Juan Carlos y todo lo que representaba, e ir a la facultad era como
acercarse a él. Intentó convencerse de su estupidez, de que el extraño miedo era infundado, y se dijo que
un par de horas aguantando a los profesores harían que se olvidase de todo.
Por supuesto, no fue así.
La incomodidad creció con el paso de las horas. Aunque esa tarde intentó vehementemente
prestar atención a la materia, no podía concentrarse más de dos minutos. Apenas podía tomar apuntes, y
las hojas mostraban frases sueltas, incoherentes, garbateadas con pulso nervioso. No cesaba de removerse
en su asiento, y la angustia se materializaba en otras sensaciones más físicas. Sentía calor a pesar de que
no estaba cerca de ningún radiador, y le picaba casi todo el cuerpo: el vientre, el estómago, los costados,
las axilas, la espalda, la cabeza, las piernas… no podía estar mínimamente quieto ni un minuto. Como
siempre se sentaba en la última fila y no tenía compañeros cerca de su pupitre, nadie se percató de su
nerviosismo. Era como si no estuviera allí. Nadie notaría su ausencia si dejara de venir el lunes, nadie le
echaría en falta. Aquella desolación se multiplicaba en esas horas de tensión.
Miró las primeras filas del aula, y fue retrocediendo hasta los compañeros que tenía
inmediatamente delante. Conocía a casi todos ellos de vista. Llevaba tres años viendo prácticamente las
mismas caras. A algunas de esas caras les tenía asociado un nombre, pero no sabía nada de casi ninguno
de ellos. Deseó por un momento poder sentarse en alguna de esas filas de más adelante, entre dos
compañeros, ser parte de alguno de esos grupos de amiguetes, tener alguna cara conocida con la que
poder hablar durante las clases e incluso bajar a tomar un café en las horas de descanso. Pero sentía que el
mundo delante de su asiento estaba separado por un cristal invisible e infranqueable, y que él sólo podía
ser un espectador de ese mundo, sin tomar parte en él. En esos tres años de facultad había estado solo,
pero por primera vez se sintió solo, casi desamparado.
Las clases terminaban a las ocho los viernes. Pero a las siete, el agobio y el malestar era tal que
recogió todas sus cosas en su mochila y abandonó el aula. Era como si una voz (su conciencia, supuso) le
instase a irse de allí. Lárgate, deja este sitio. Casi creía haberla oído. Salir de la clase no fue suficiente, así
que bajó las escaleras y se marchó de Ciencias de la Información. Bajó la Avenida Complutense. Acababa
de anochecer. Era marzo y los almendros ya estaban en flor, aunque aquella avenida parecía tener siempre

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

un cierto aspecto otoñal. De noche incluso resultaba un poco siniestra. Numerosos grupos de estudiantes
bajaban en dirección al metro y a las paradas de autobús, acabada por fin la semana, dispuestos a iniciar el
recorrido nocturno por Madrid, tal vez sin hacer escala en sus casas. Gregorio caminó tan deprisa como
pudo hasta llegar a la residencia. El alboroto contenido de todos los fines de semana reinaba en el
edificio. Chicos y chicas arreglándose para iniciar la fiesta, o haciendo equipajes para marcharse a sus
pueblos de origen. ¿Y si se iba a Toledo ese fin de semana? Si se daba prisa tal vez pudiese coger un
billete para el autobús en la Estación Sur… No, tonterías… era tarde para irse. Se dijo a sí mismo que
estaba exagerando la situación e intentó calmarse, sin éxito. Caminó nervioso por la habitación. Intentó
leer, escuchar música, jugar al ordenador… pero no podía hacer nada. ¿Qué le estaba pasando, por el
amor de Dios? ¡Era completamente absurdo! Se dio una ducha, la segunda del día, para poder despejarse
un poco. Se sintió algo menos incómodo. Pero esa angustia, ese deseo de escapar del mundo conocido,
seguía allí.
También tenía que irse de la residencia. Tenía que salir esa noche.
¿Pero adónde podía ir?
A cualquier parte, era la respuesta.
Siempre había estado solo y nadie le había prestado atención. Se iría al centro de la ciudad,
donde todo el mundo estaba solo en realidad, donde entre la multitud sería un rostro anónimo como lo
eran todos. Se vistió deprisa, reunió algo de dinero, y salió de allí. Fue a un cajero automático y sacó un
poco más de dinero (tenía la impresión de que le haría falta). No solía salir los fines de semana, al no
tener a nadie con quien tomar una copa, y por tanto sus gastos no eran excesivos, así que por despilfarrar
un poco una noche no se arruinaría.
Fue a la estación de metro de Moncloa. Eran poco más de las nueve, y el panorama mostraba un
momento de transición en el que convivían la ciudad que volvía de trabajar y la ciudad nocturna de
marcha. Estudiantes cansados que cogían el autobús; trabajadores con traje que volvían de la oficina;
niñas pijas con minifalda estrecha y botas altas que se habían pintado más de la cuenta y que se apeaban
allí para iniciar su caza; jóvenes arreglados, en mayor o menor medida, para la ocasión, nerviosos ante la
noche que se presentaba por delante… En la zona de Moncloa había muchos bares y pubs, pero Gregorio
sentía la necesidad de alejarse más de allí. Cogió la línea tres e hizo transbordo en Plaza de España.
Decidió ir a Tribunal. Un sitio en el centro, cerca y lejos de cualquier otro lugar. Salió a la calle, sin saber
a qué hora regresaría ni cómo lo haría.
A pesar de llevar más de dos años viviendo en Madrid, no lo conocía muy bien. No sabía qué
zona de bares era mejor o peor. Tampoco conocía las líneas nocturnas de autobuses. Si no cogía el metro
antes de la una y media, tendría que apañárselas para volver, tal vez andando (aunque ni siquiera podía
orientarse) o quizá en un taxi. Pero todo aquello era secundario.
Comenzó a andar por una calle al azar, siguiendo los ríos de gente, y llegó a Malasaña. Buen
sitio. Anduvo despacio, mirando las fachadas de los diferentes locales, sus nombres, los colores de las
letras de neón que anunciaban algunos de ellos. Se iba sintiendo más tranquilo por fin. Pasó un par de
cruces, buscando algún sitio no muy abarrotado. Esa especie de conciencia que parecía oir, esa concienca
que le había presionado para que se marchase de la residencia, le dijo de algún modo que había
encontrado el bar adecuado para pasar las horas. Por la puerta entreabierta de un pequeño pub se
deslizaba una música amortiguada. Atisbó el interior del local, prácticamente vacío a excepción de un par
de grupos de chicos y chicas que se arremolinaban en torno a las mesas altas, compartiendo varios minis
de cerveza y calimocho. Le gustó el ambiente y pasó. Sonaban canciones góticas, cargadas de una densa
atmósfera, llenas de matices y sonidos procedentes de una rica orquestación. La música sonaba
demasiado alta y retumbaba en el bar aún vacío. Pero le gustaba aquel sonido. En esos momentos casaba
muy bien con su caótico estado de ánimo. Se dirigió a una esquina de la barra y se sentó en uno de los
taburetes. Hizo señas a una camarera rubia. La chica tenía la piel blanquecina y estaba maquillada de
negro: labios, uñas, sombra de ojos, incluso bajo los párpados. Sus pestañas eran largas y espesas, y
llevaba muy marcada la raya de los ojos, confiriendo a la mirada (tenía los ojos grandes y oscuros) una
gran profundidad. Vestía un top blanco muy sexy, sin espalda (en su lugar se ajustaba con cordones).
minifalda oscura de tablas y botas altas. Era muy delgada, de cintura perfecta, y la falda hacía resaltar un
trasero pequeño y respingón. La chica se acercó a él y le preguntó qué iba a tomar. Gregorio alzó la voz
por encima del estrépito de la música.
— Un cubata.
— ¿De qué?
Gregorio se encogió de hombros.
— Whisky con Coca-Cola.

99
Alfredo M. Pacheco

— ¿Quieres algún whisky en especial?— preguntó nuevamente la camarera, que empezaba a


molestarse por la parquedad de él.
— No, me da igual.
La chica sirvió un vaso con hielo y cogió una botella de Passport que tenía a mano. Abrió un
botellín de Coca-Cola y sin echarlo al whisky lo puso junto al vaso, delante de Gregorio.
— ¿Cuánto es?
— No hace falta que me pagues ahora, dámelo cuando te vayas a ir.
— No, dime cuánto es.
La camarera apoyó las manos en el borde interior de la barra.
— Setecientas.
Gregorio se sacó la cartera y empezó a coger monedas de uno de los compartimentos, dejándolas
en la barra. Cuando reunió la cantidad, las empujó hacia la camarera. Ésta las barrió hacia el interior con
la mano derecha hasta el borde del mostrador. Le dio las gracias y fue a la caja.
La primera copa le duró unos diez o quince minutos. Tenía sed debido a todos los nervios que
había pasado y al no tener ninguna otra distracción daba continuamente pequeños sorbos al vaso,
rebajando primero el whisky con lo que aún quedaba de Coca-Cola en el botellín y luego apurando la
copa, sin dar tiempo a que se aguase. No tenía un paladar de gourmet, pero sospechaba que aquello era
garrafón. Sin embargo, no estaba mal. Esperó un rato, escuchando la música. No conocía ni por asomo
ninguno de los grupos que se escuchaban por los altavoces: Lacrimosa, Therion, Nightwish, Lacuna Coil,
Cradle of Filth o Children of Bodom eran algunos de los intérpretes que el pincha iba poniendo en el
lector de CD’s.
Llamó a la camarera con la mano, y señalando su vaso, le pidió que le sirviera otro. Pagó con un
billete de mil pesetas y esperó el cambio. Aguantó más tiempo con el segundo cubalibre. Empezaba a
entrar gente en el sitio, aún sin abarrotar el local. Gregorio seguía solo en su taburete, a dos metros de la
persona más cercana. Miró a su alrededor. La puerta estaba enfrente, la barra se alineaba a lo largo de la
pared derecha (desde la perspectiva del chico). Había una puerta en esa pared, entre las baldas repletas de
botellas, al lado de la caja registradora. Parecía el almacén. A lo largo de la barra había taburetes y mesas
redondas altas para dejar las bebidas. La mayoría de la gente estaba en esas mesas. Al lado de la puerta
había una máquina de tabaco sobre la que se empezaban a acumular abrigos y cazadoras. En la pared
opuesta a la barra había un banco corrido a lo largo de todo el tabique, de asiento acolchado. Parecía
tratarse de algo parecido a terciopelo, de color rojo burdeos. Unas pocas mesas bajas estaban repartidas
regularmente junto a los asientos. La iluminación era escasa: unas exiguas luces sobre la barra y algunos
tubos de luz negra en el techo. La zona de los bancos apenas se veía. Al fondo del local, el banco hacía
esquina y moría en las puertas de los aseos, a espaldas de Gregorio. Entre esas puertas y el chico se
interponía una columna cuadrada, negra, de la que habían colgado un par de altavoces.
Terminó la segunda copa con tranquilidad. Volvió a esperar nuevamente unos minutos. El local
estaba ya bastante lleno. Gregorio miraba a la gente que se agolpaba en la barra y las mesas altas. Había
chicas bastante guapas, con las que cruzaba fugazmente la mirada, sin atreverse a aguantarla. Casi
ninguna parecía ir sola. De todas formas, intentar ligar en un antro gótico ni siquiera se le pasaba por la
cabeza, a pesar del atractivo e incluso el morbo que ofrecía alguna de las chicas que por allí había.
Pidió a la camarera rubia que se acercase, haciéndole señas. La chica, bastante más ocupada,
tardo unos minutos en poder atenderle. Gregorio pidió sin más otro whisky. Bebió con parsimonia y casi
con desgana, notando cada vez menos el sabor del alcohol. La mirada oblicua de Oliver seguía vagando
por el local. El chico, por naturaleza, siempre miraba con la cabeza ligeramente gacha, como si estuviese
enfadado o resentido con alguien. Los ojos se le empezaron a enrojecer y a tener un aspecto más vidrioso
debido a las copas.
Aunque su nerviosismo había disminuido considerablemente, no había llegado a desaparecer del
todo. Aún notaba cierta inquietud. Conforme seguía bebiendo, la sensación de que había algo amenazante
volvía a materializarse de una forma nítida, reduciendo su carácter difuso y concentrándose en un lugar
más y más determinado. En una de sus panorámicas vio a un tipo sentado en la esquina del bar,
aparentemente acompañado de un par de mujeres vestidas de forma provocativa. El hombre, de unos
treinta años escasos, iba trajeado, y escuchaba lo que las dos chicas le contaban. No recordaba haber visto
que él o alguna de ellas se hubieran acercado a la barra a pedir, pero en la mesa que tenían delante se
veían los restos de varias consumiciones. El hombre parecía estar mirando a Gregorio, fijamente, sin
hacer demasiado caso a sus acompañantes. Oliver volvió a centrarse en su copa. Bebió lentamente. El
sonido de la música se apagaba con la algarabía de la multitud. Gregorio se perdió en sus pensamientos y
el tiempo pareció estancarse. Cuando se dio cuenta, la camarera retiró el vaso vació que tenía ante él y

100
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

sirvió otro cubata. Se dio cuenta de que mientras pensaba se había bebido la copa, aguada. Había pasado
bastante tiempo.
— No te he pedido otra.— le dijo a la camarera alzando la voz, que empezaba a sonar engolada.
— A esta te invito yo, tranquilo.— y la camarera esbozó por primera vez una sonrisa, cálida,
como si sonriese a un niño pequeño.
Recibió con indiferencia la nueva consumición. Recordó al tipo que le miraba desde la esquina y
giró la cabeza, forzando el cuello, para comprobar si seguía allí. Parecía no haberse movido un ápice, con
los brazos abiertos, abarcando los hombros de las dos jóvenes. Le miraba atentamente, calibrándolo, y en
sus ojos abiertos de par en par, Oliver vio esa amenaza que había estado sintiendo en todas partes y en
ningún sitio. Lo que había inquietado al chico durante todo el día eran esos ojos, que parecían verlo todo,
que parecían mirar a través de él, más allá de la carne. Bebió nervioso, con la mano temblándole, y casi
volcó el vaso. No quería volver a mirar hacia atrás, le aterraba la idea de desafiar su presencia. Intentó
tomarse la copa tan deprisa como podía. Empezaba a notarse ebrio y sabía que un cuarto cubalibre,
bebido tan rápido, le dejaría tocado, pero tenía que marcharse de ese sitio. Algo se lo decía, lo mismo que
le había dicho dónde ir esa noche. A punto de terminar la copa, volvió a mirar hacia atrás, atemorizado. El
tipo seguía ahí, sin moverse, con las chicas jugueteando con él, aunque sin responder a sus mimos y
carantoñas.
Gregorio avisó a la camarera.
— ¿Vas a querer otra?— dijo, al ver que estaba terminando el vaso.
— No. Oye, ¿conoces al tío de ahí atrás?
— ¿Qué tío?
— Ése de la esquina. Está sentado en el sillón con dos zorras calentándole.
La camarera se inclinó sobre la barra, atisbando la zona.
— Está muy oscuro. No le veo bien, pero no me suena.
Gregorio se pasó la mano por la frente y la cara, sudoroso.
— Oye— la camarera puso la mano en el hombro del chico— ¿Te encuentras bien?
— Sí.— contestó bruscamente él. Se bebió lo que le quedaba de cubalibre— Me marcho.
— Deberías marcharte a casa. Parece que has tomado demasiado whisky por esta noche.
— Ya. Tranquila.
— Hasta otra.— se despidió la camarera, y besó a Gregorio en las mejillas.
Él cogió su cazadora y salió fuera. Recibió con alivio el aire frío de la madrugada. Era la una
menos veinte de la noche. El metro a esa hora pasaba de higos a brevas y Gregorio tenía que coger dos: la
línea azul oscura hasta Plaza de España y la amarilla hasta Moncloa. No conseguía orientarse bien. El
alchohol le afectaba y su vista se nublaba si intentaba enfocar a lo lejos. Por eso decidió volver sobre sus
pasos hasta la estación de metro, sabiendo que en la ida había zigzagueado un poco y que debía de haber
un camino más corto que le era imposible de encontrar. Caminó dando pasos desiguales y arrítmicos, con
la única meta de seguir y seguir hacia delante en su vuelta a la residencia. Llegó a un cruce y dobló la
esquina por donde suponía que había venido. Apoyado en la pared miró receloso hacia la puerta del local.
Alguien salía. ¿Era el mismo hombre que había visto dentro? No podía distinguirlo, no conseguía enfocar.
Las chicas, de todas formas, no le acompañaban esta vez. ¿Cómo pudo ver tan nítidamente dentro del pub
y ahora ser incapaz de controlar su enfoque?
Presa del miedo, siguió andando sin detenerse ni volver a mirar hacia atrás. Caminaba lo más
deprisa posible, empezando a dar tumbos. Le costaba mantener la respiración y se notaba
sorprendentemente cansado. No obstante, siguió haciendo un esfuerzo por llegar a la boca del metro. Las
calles atestadas de gente de Malasaña y Tribunal le aturdían, y le era difícil concentrarse. Por fin vio su
objetivo. La marquesina de hierro se alzaba con el rombo de borde rojo en lo alto. Bajó precipitadamente
las escaleras y buscó su abono transportes para pasar el cupón por los torniquetes. La funda de plástico
parecía querer retener el billete. Por fin accedió a los pasillos y siguió las indicaciones para ir al andén de
la línea diez. Por los pasillos, casi desiertos, y por los largos tramos de escaleras mecánicas, se veían venir
algunos grupos desperdigados de chicos. Oyó el retumbar del traqueteo de los vagones, reverberado por
toda la estación, y también el fatídico toque de silbato. Tal vez había perdido un tren. Llegó al andén para
ver cómo en efecto el tren que debía coger se sumergía en la oscuridad del túnel. Las dos vías estaban
separadas por un tabique, y Gregorio sólo veía ante él la pared alicatada, con el letrero azul de letras
blancas anunciando el nombre de la parada. El lugar se hacía más angosto y siniestro sin poder ver el
reflejo del sentido contrario; había mayor sensción de claustrofobia. Se quedó de pie, impotente en el
andén, escuchando el ruido del tren alejarse. El sonido se fue apagando hasta hacerse imperceptible.
Entonces tomó conciencia de que la estación estaba vacía y en completo silencio.
Parecía encontrarse un poco más lúcido, aunque aterrorizado.

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Alfredo M. Pacheco

Oyó el sonido de pasos, claro, fuerte, nítido, acercándose al lugar. Los golpes regulares
retumbaban por todo el túnel. Empezó a alejarse insintivamente del acceso al andén, aunque no había
salida. El andén terminaba tarde o temprando…
Pero no las vías.
Era descabellado, una locura, pero casi no tenía control sobre sí mismo. Obedecía sus impuslos
como si una inteligencia ajena a él le guiase. Bajó las escaleras auxiliares hacia la vía, y se adentró en el
túnel oscuro e interminable. Al menos, se dijo con una agria sonrisa, iba en dirección hacia Plaza de
España.
Las vías hicieron una curva y dejó de ver los andenes. Todo estaba oscuro. Apenas se veía nada
con las luces auxiliares. Gregorio andaba ahora despacio, con precaución, trastabillando en los hierros de
los raíles. No se atrevía a apoyarse en la pared. Desde los trenes, siempre veía cómo varios cables corrían
por las paredes curvas de los túneles, y temía tocar alguno de esos cables y sufrir una descarga.
No oía los pasos que le habían asustado, pero la sensación seguía allí. La misma intuición que le
había dicho que lo que temía se concentraba en el hombre de la esquina del bar, y que eso había salido del
local despues que él, y que bajaba a los andenes de la línea diez. Y ahora, esa intuición le decía que
seguía acercándose, a través del túnel.
Visiones fugaces de sus pensamientos empezaron a asaltarle. Pensó en los chicos de la facultad,
y cómo hubiera deseado poder integrarse en alguno de los grupos. Pensó en la camarera del local y las
chicas que había esa noche, intocables para él. Pensó en Juan Carlos, que de algún modo le había abierto
una puerta al mundo, aunque hubiese sido una trampa. Y en Merche, y en Chema. Se daba cuenta de que
había estado ofuscado con la chica. Ahora se conformaría con haber entablado amistad con los dos.
Chema nunca desechó esa posibilidad.
Pensó que siempre había estado solo. Había vivido solo.
Pero no quería morir solo.
Algo se acercó. No era el tren.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XIIº:
Mentores.
Nadie nace sabiendo. Todos necesitamos aprender las cosas: nuestros conocimientos, nuestras
habilidades, e incluso nuestras rutinas. El factor de aprendizaje puede llegar a influir fuertemente en la forma en
que se razona, en que se deducen las cosas.
Hay varias formas de aprendizaje. Desde la búsqueda autónoma de la información y la práctica
constante hasta la enseñanza y la tutoría. El saber y el saber hacer se transmiten de padres a hijos, de profesores
a alumnos, de tutores a discípulos. Estas personas que enseñan, estos mentores, parecen atesorar una fuente de
conocimiento y experiencia inagotable e innata, como si siempre hubiesen sabido las cosas y siempre tuviesen
una respuesta certera y concisa para todo. Su sabiduría parece estar más allá de lo humano.
En ciertas ocasiones, así es.

Cuando Pentium salió a la Plaza del Callao por la boca del metro, se encontró con un tiempo
desapacible e incómodo. El viento había arreciado y las espesas nubes, que ya cubrían el cielo cuando
había salido de la residencia para acudir a su cita con Chema, se desplazaban veloces y descargaban una
llovizna furiosa que parecía flotar en el ambiente y azotar las caras de los transeuntes. Hacía bastante frío,
claro que oficialmente aún no había entrado la primavera. Era uno de esos días típicos de marzo en los
que el invierno empezaba a dar sus últimos coletazos, cada vez menos y menos frecuentes, cediendo
terreno a las temperaturas suaves de la nueva estación.
Miró a su alrededor en espera de ver a su amigo. Lo encontró de pie, delante de una farola, con el
cabello negro ya empapado y el rostro chorreando por las gotas de agua que le resbalaban desde el pelo
por la frente y las mejillas, donde se confundían con algunas lágrimas. La mirada de su buen amigo
Chema anunciaba desesperación. ¿Qué habría pasado? Cuando llegó de las clases a la residencia, Pentium
recibió el recado de que Chema había estado intentando contactar con él y quería que lo llamase. Y eso
hizo. Por teléfono, la voz de Chema sonaba angustiada. Quería quedar con él esa misma tarde. Así que
Pentium aceptó sin remedio, preocupado además por lo que pudiera haber ocurrido. En un principio temía
por Merche, por si le había sucedido algo.
— ¡Chema! ¿Qué ha pasado?
— Vuelve a pasar, Pentium.
— ¿El qué?
— Ha muerto un chico de mi facultad.
— Joder, maldita lluvia.— El viento cambiaba continuamente de dirección y resultaba imposible
cubrirse. Ninguno traía paraguas, y de seguir ahí parados acabarían calados hasta los huesos de la forma
más estúpida.— Reacciona, vamos a algún sitio donde no nos pegue toda esta agua.
Se metieron en una cafetería Dunkin Donuts que hacía esquina con Gran Vía. Pentium había
visto la publicidad de esa cadena. Los donuts parecían apetitosos, aunque debían de ser caros. Pero el
tiempo tampoco invitaba a pasear.
Sentados ante una taza de café y algo para comer, con Chema ya más calmado, Pentium le pidió
que explicase lo que había sucedido.
— Un chico de mi facultad ha muerto este fin de semana. No se sabe muy bien cómo. Parece que
le ha atropellado el metro. Le encontraron en un túnel cerca de los andenes de la línea diez, en Tribunal.
— ¿Y bien? ¿Qué es lo que vuelve a pasar?
— La semana pasada hablé con él. Estaba dentro de la secta que dirige Juan Carlos. Le hablé un
poco de lo que nos pasó en Infantes. Él había empezado a hacer rituales por su cuenta. Lo comprendió y
parecía que iba a apartarse de todo el asunto.
— ¿Qué tiene que ver eso con su muerte? ¿Le asesinó alguien?
— No lo sé, pero es igual que en el pueblo, cuando Pedro murió poco después de morir
Verónica, o cuando Juanjo fue atropellado tras el ritual de Jesús María.
Pentium guardó silencio un momento. Intencionadamente o no, Chema no se había referido al
ritual que practicó Pentium junto con Jesús María, días antes de que otro chico del pueblo falleciese en
extrañas circustancias.
— Esta vez no tiene por qué ser lo mismo.

103
Alfredo M. Pacheco

— ¡Sí! Era como me decías el verano pasado. No se aceptan las cobardías, las marchas atrás,
nada de eso. Si alguien se raja, muere. ¡Dios… ha sido culpa mía!
— No digas eso. Tú sólo aconsejaste a ese chico y el tomó sus decisiones. Tal vez si hubiera
seguido jugando con fuego habría muerto igualmente.
— No estoy seguro…— la angustia volvía a adueñarse de Chema. Parecía que iba a romper a
llorar— Pentium, no puedo cargar otra vez con todo eso… no podré soportar que vuelvan estos episodios
de muerte. No quiero perder a más gente.
— ¿Lo dices por Merche?
Chema asintió con la cabeza.
Pentium reflexionó unos instantes más antes de emitir su consejo final.
— Confía en ti mismo. Supiste manejarte la otra vez, igual que yo, y sabrás hacerlo esta. Tienes
claro a quién tienes en contra y a quién quieres proteger. Esta vez no nos enfrentamos a un demonio. Ese
malnacido es de carne y hueso como nosotros dos. Sí, hay fuerzas extrañas y poderosas en esto, pero no
se han manifestado tan explícitamente como la otra vez. Y lo más importante: el poder más fuerte viene
de ti. Es el ser humano el demonio más peligroso para sí mismo, pero también su mayor fuerza.
— Sí, te entiendo.
— Rehuir del problema no es la solución. Ya sé que es duro, pero ahora más que nunca tendrás
que estar al pie del cañón y tomar cartas en el asunto. Merche y yo te apoyamos, cuentas con nosotros.
— Muchas gracias.
Pentium pagó la cuenta a pesar de la oposición de su amigo (él le había hecho ir a Callao y por
tanto estaba dispuesto a cargar con los gastos), y los dos se marcharon de vuelta a casa. El tiempo seguía
inestable y frío, pero parecía algo menos revuelto. Había parado de llover.

Juan Carlos inclinó el disco y lo miró al reflejo de la luz de la lámpara. El vinilo negro devolvía
la luz y mostraba los surcos concéntricos. El L.P. parecía tener algo de polvo y mucho uso. Era una
lástima, se dijo, que tarde o temprano toda su colección se viese relegada a servir sólo como exposición, y
ya no se le pudiese dar el uso que le correspondía. Humedeció un paño suave con un líquido especial y
limipió con cuidado la superficie del disco. Después repitió la operación por la otra cara. Concluida la
limpieza, guardó el álbum Wonderful Life de Collin Vearncombe (que figuraba en sus trabajos con el
pseudónimo de Black) en su funda y lo colocó en su lugar correspondiente en la estantería. Había allí una
copiosa colección de música, tanto clásica como rock y pop. En total podría haber fácilmente cerca de
ochocientos álbumes entre los discos de vinilo y los CD’s. Los discos de vinilo rondaban la cantidad de
quinientos o quinientos cincuenta. Hacía tiempo que no los contaba
Empezó a comprar discos a partir de los doce o los trece años, cuando conseguía ahorrar lo
suficiente para darse un capricho. Por entonces el formato L.P. y los singles todavía se vendían en las
tiendas de forma mayoritaria, aunque las cintas se habían hecho un hueco importante. Sus amigos le
decían que no fuera tonto, que se comprase la música en casette. Las cintas se podían llevar de un lado
para otro y aguantaban mucho más que los discos. Se podían escuchar en un walkman, que a la sazón era
un pesado armatoste del tamaño de un ladrillo y cuya autonomía no superaba el par de horas; y, lo más
importante, los nuevos equipos de música llevaban incorporada la doble pletina, lo que permitía el
duplicado de las cintas. No obstante, ese soporte callejero, todoterreno, a prueba de golpes, no agradaba a
Juan Carlos. Lo encontraba, por decirlo así, cutre. El disco, redondo, grande, satisfacía las tendencias
idólatras del muchacho hacia los artistas de entonces gracias a esas portadas enormes. Poner el disco en el
plato tenía también algunas connotaciones rituales, como el acto de otorgar un talismán de perfecta forma
y composición a unas fuerzas allende del conocimiento, que recompensaban con la magia de la música en
el ambiente. Así, las estanterías de su cuarto, en la casa de sus padres, empezaron a albergar los primeros
discos, de artistas variopintos como Héroes del Silencio (con su primer trabajo El Mar no Cesa) o Pink
Floyd (y su legendario The Wall). Poco le importó la opinión de sus mayores acerca de sus gustos
musicales, y no esperaba comprensión o apoyo. Con los años, conforme el poder adquisitivo de Juan
Carlos ascendía módicamente, compraba más discos, a pesar de que encontrar el formato L.P. era cada
vez más difícil. Antes de llegar a la universidad, su estantería albergaba poco más de treinta álbumes,
conseguidos con duro esfuerzo: trabajando en empleos veraniegos y otras fiestas, ahorrando la escasa
(casi nula) paga que le podían dar sus padres, y convenciendo al dependiente de la tienda decomisos de su
pueblo para que consiguiese esta o aquella pieza encargándola a la discográfica.
Ahora todo aquello quedaba atrás. Habían pasado las vacas flacas y la bonanza económica le
sonreía. Sus padres habían fallecido y no le quedaba ningún vínculo con su vida anterior a la facultad, ni
quería tenerlo.

104
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

El único recuerdo de esa época estaba allí, escondido en las estanterías. Los treinta y pocos
discos que se llevó de su casa estaban ahora insertos y dispersos entre el resto atendiendo a su criterio de
ordenación por autores y fechas. Discos de Héroes del Silencio, Pink Floyd, Radio Futura, Loquillo o
Mecano entre otros. Luego, en Madrid, por fin encontró oferta suficiente a su incansable demanda, y en
las tiendas de discos de Gran Vía, Callao y aledaños, empezó a adquirir más y más piezas, al principio
nuevas y más tarde de segunda mano. Ya no se editaba nada en vinilo salvo los discos dance y techno
para las sesiones de los disc-jockeys. Resultaba irónico que la música electrónica fuese la única que
conservaba un formato con tanto encanto. Claro que tampoco se hacía música como la de antes. El rock
edulcorado y mezclado con otras tendencias poco tenía que ver con la gran época que vivió esa música en
los sesenta y los setenta. Y el pop de los ochenta fue el esplendor final antes de que llegase la decadencia.
Por mucho que intentasen venderlo, no iba a volver ni el mayo del sesenta y ocho ni la movida madrileña.
El futuro que aguardaba era más funesto que todo eso.
Por supuesto, Juan Carlos no era reacio a las nuevas tecnologías. Más bien al contrario. Tenía
una amplica discoteca en formato digital. Un par de cientos (largos) de discos compactos se alineaban por
orden alfabético de autor, desde Albinoni hasta Wagner, pasando por todos los clásicos. Eso incluía
algunos contemporáneos cuya obra entraba dentro de lo que podría ser música sinfónica, como Carl Orff
y su Carmina Burana y el Concierto de Aranjuez del maestro Joaquín Rodrigo. A Juan Carlos le gustaba
tener estas piezas en un formato capaz de reproducir todos los matices con una absoluta fidelidad al
sonido de cámara, sin ningún ruido de fondo y con respuesta a la amplia variedad de frecuencias que
exigían las sinfonías, óperas y conciertos. Le alegraba que el cine fuese a dar el salto al formato digital
con los DVD’s, y poder tener una calidad óptima tanto de imagen como de sonido, el gran descuidado de
la industria audiovisual. No obstante, sabía que ese soporte tardaría algunos años en ir penetrando en el
mercado.
Sin embargo, aún no quería aplicar las bondades del lector láser a sus joyas de música rock.
Adoraba colocar la aguja del tocadiscos sobre el vinilo negro y escuchar el rasgar cíclico sobre el plástico,
ese ruido de fondo preliminar, hasta oír los primeros compases. Con los CD’s esa magia desaparecía.
Encontraba que ese formato, para sus discos, atrofiaba la música y la historia de ésta. El disco de vinilo,
aunque era una copia estándar, reproducida indefinidamente en el momento de su edición, le transmitía
algo de la esencia de esas canciones, como si invocase a los artistas en el momento en que componían y
grababan esos temas, inmersos en el contexto de la creación de la obra. Eso no pasaba con los fidelísimos
CD’s. Los CD’s no tenían… aura.
Sí, aura, esa aura de la que hablaba Walter Benjamin. En teoría, un vinilo tampoco podría estar
dotado de aura, pero ese formato legendario para el que fueron pensados muchos de esos álbumes era el
único que podía aproximarse a ese halo de misticismo, de sensación de obra única. No en vano, de
algunos de los discos de esa estantería no quedarían ya demasiadas copias.
Consultó su reloj. Debía prepararse para acudir a su cita en Plaza de Castilla. Fernando le había
mandado un mensaje a su teléfono móvil, pidiéndole que se reuniera con él en las oficinas del partido.
Juan Carlos era una de las pocas personas de la clase que tenía uno. Se lo podía permitir. Un objeto sólido
y contundente, Nokia modelo 5110. Se habían regalado muchos teléfonos móviles las últimas navidades,
pero aún no era un bien muy común. Una tercera operadora había entrado en el mercado, y apostaba
fuerte por la tarjeta pre-pago, simplificando su variedad de ofertas. Un buen anzuelo para conseguir
clientela entre los jóvenes. Poco fieles, poco rentables, y de consumo desigual, pero un buen nicho de
mercado que acaparar.
Juan Carlos se preguntaba acerca de qué querría hablar Fernando. Se hacía una ligera idea.
Por la mañana, Chema le había estado buscando y finalmente había dado con él. Estaba con los
nervios a flor de piel, encendido. En contra de lo que en un principio pensó el veterano, el incidente de
Gregorio no había disuadido al joven principiante. Todo lo contrario. Aunque el lunes, cuando escuchó la
noticia, parecía hundido, al día siguiente se había vuelto a armar de valor y decisión y se aproximó a él
pidiéndole explicaciones.
¡A Juan Carlos!¡Le pedía explicaciones al propio Juan Carlos!
¿Qué se había creído?
No terminaba de entender por qué no le podía dar una buena lección a ese niñato. Parecía ser
alguien valioso. El veterano sabía que Chema había estado implicado en los incidentes del último verano
en ese pueblucho de Ciudad Real. Sabía de la chica, la portadora; y del chico, el oficiante ya difunto. Pero
no veía qué papel le tocaba a Chema en todo aquello. El Hijo de la Mañana le habló de él, del “otro
elegido”. Si Satán había designado al oficiante… ¿quién había elegido al otro?

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Alfredo M. Pacheco

Chema, después de su conversación con Pentium, iba resuelto a aclarar varias cosas. Al día
siguiente, con el ánimo en alza y lleno de una furia fría y reposada, buscó al veterano en los descansos
entre clases. El tiempo había mejorado nuevamente y el sol encendía su temperamento, dispuesto a no
dejarse intimidar. Tras varios intentos, encontró a sus amigos Iván y Manu, y les instó a que le llevasen
ante Juan Carlos, renunciando a una de sus clases. Finalmente se vieron en un pasillo de la planta baja,
apartado, provisto de varias mesas de estudio. El pasillo daba a unas escaleras que conducían a los
sótanos de la facultad: las salas de edición y los platós de grabación. Juan Carlos parecía vivir en esos
pasillos.
— Qué has hecho?— dijo sin rodeos.
— ¿A qué te refieres?
— Gregorio, el chico de mi clase de economía. Le embaucaste para que se uniera a la
Asociación…
— Baja la voz, por aquí pasa gente.
— Ahora está muerto.
— Sí, me enteré ayer, no podía creérmelo.
— ¡Maldita sea, tú estás detrás de esto!
— ¿Cómo eres capaz decir eso? Tengo cosas más importantes que hacer los viernes por la noche
que perseguir a la gente por el metro.
— ¿Qué sabes de esto?
— Lo mismo que tú. Que por alguna razón, Gregorio se puso a hacer de espeleólogo y se adentró
en las vías del metro hasta que algo se lo llevó por delante.
— Mientes…
— Escúchame, Chema. Yo también lamento su pérdida, pero no puedes relacionar cada paranoia
tuya con la Asociación. No puedo permitir que vengas a calumniarme a voz en grito cada vez que tengas
una sospecha. Intentamos mantener cierta discreción. Ahora, si no te importa, he de hacer unas prácticas.
— Pasáis demasiado tiempo en los sótanos.
— Me da igual lo que pienses. Sabes de sobra lo que hay en esos sótanos ¿no?— y Juan Carlos
se alejó con sus dos amigos hacia las escaleras para bajar a las editoras.
—Acabaré contigo…

Juan Carlos, en realidad, no había mentido a Chema. No en todo, al menos. Era falso que
lamentase la pérdida de Gregorio. En efecto, el toledano había servido sólo de anzuelo para atraer a
Chema a la Asociación, y cumplido su cometido, le era de igual utilidad estando vivo o muerto. Pero en
cambio era cierto que Juan Carlos no hubiese tenido nada que ver en la muerte de Gregorio. Iba a tomar
cartas en el asunto tras su deserción, como hacía con todos los cobardes que renegaban de lo que habían
conseguido, pero no tuvo tiempo. Algo o alguien se le adelantó.
Debía hablar con Fernando Luengo sobre todo aquello. Y como si sus pensamientos hubiesen
sido oídos, recibió un mensaje en su teléfono móvil, citándole esa tarde en las oficinas del partido.
Abandonó la facultad a la hora de comer y marchó a su casa para relajarse y meditar sobre lo ocurrido.
Después de colocar bien todos sus discos, se preparó para la cita y tomó el metro en dirección a
Plaza de Castilla.

Las cinco Federaciones para la Unión de Naciones Europeas cada vez iban arengando más y más
a sus respectivas poblaciones. Siguiendo una escrupulosa estrategia de comunicación pública, la postura
de todos los partidos ante problemas internacionales era idéntica o, cuanto menos, análoga; y en cuanto a
los respectivos asuntos de cada país, las Federaciones se guardaban de no emitir juicios contradictorios o
enfrentados.
El principal problema que en esos momentos preocupaba a la opinión pública era la inevitable
guerra entre Estados Unidos y Kosovo. Las cinco federaciones criticaron con dureza y sin paliativos la
actitud irresponsable y unilateral de Norteamérica, que actuaba conforme a intereses parciales de una
alianza militar, la OTAN, en lugar de aceptar la mediación de las Naciones Unidas, único organismo
legítimo, dialogante y neutral. Dejando aparte los rumores más exagerados que apuntaban a una
estrategia endiablada para desviar las miradas de los líos de faldas del presidente de los Estados Unidos,
la FEUNE y sus equivalentes en el resto de Europa, no dudaron en censurar el discurso mojigato y
patriótico así como hipócrita de una nación que sólo se guiaba por motivos económicos y aún más viles.
Norteamérica estaba atacando a lo todo lo que consideraba una amenaza cultural (el bloque comunista,
Kosovo, Oriente Medio), ya que quería preservar a toda costa el estilo de vida occidental, globalizado y
acultural que les caracterizaba.

106
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

El gobierno español tampoco escapó a las demoledoras acusaciones del secretario general del
partido, Fernando Luengo, quien tachó la actitud de los organismos oficiales de servicial y cobarde.
Luengo manifestó un claro descontento con la forma de gobernar conservadora del partido que ostentaba
el poder. Opinaba que ese gobierno no transmitía el verdadero sentimiento popular, claramente
posicionado en contra del conflicto; y que únicamente buscaba la posición favorable a Estados Unidos a
fin de evitar futuras represalias por parte del gigante americano en un plazo medio.
Al hilo de todo ese hervidero en política internacional, las Federaciones mostraron también una
actitud crítica ante el rumbo del proyecto europeo, en especial después del escándalo y las dimisiones
ocurridas en la Comisión Europea. Por primera vez, las Federaciones empezaron a mostrar su verdadero
rostro, y lanzaron un envite importante.
Las Federaciones apostaban por un proyecto europeo basado en la unidad integral, más allá de la
mera economía común. Una unión que debía partir de la unidad cultural, del sentimiento de mutua
pertenencia, y no de ver al resto de países como simples agregados en un conjunto de instituciones
transnacionales. En otras palabras, una unión de corte político. No se trataba de hacer un estado único
europeo, sino una especie de confederación. Hablaban acerca de una unión de pueblos, y decían que para
esa unión no eran aptas las actuales fronteras, ya que los estados agrupaban y separaban culturas a su
arbitrio.
La reacción en los medios de comunicación y en la opinión pública no se hizo esperar. En el acto
se interpretaron estas declaraciones como una clara concesión a los nacionalismos y a los derechos de
autodeterminación que pedían varias regiones europeas. Sin embargo, las Federaciones permanecieron
tranquilas, explicando en conferencias de prensa y actos públicos que no tenían intenciones separatistas,
sino que buscaban una unidad basada en un pleno consenso, y que el primer paso era redefinir las piezas
de esa unión.
Las cartas ya estaban sobre la mesa.

La Plaza de Castilla, en pleno Paseo de la Castellana, era una importante zona financiera de la
ciudad, y su estación de metro era sólo parte de su red de comunicaciones. Había además una terminal de
autobuses urbanos, taxis que pasaban continuamente por la glorieta, y unos metros más al norte estaba la
estación de tren de Chamartín.
La estación de metro albergaba tres líneas en total, y su crecimiento desigual a lo largo del
tiempo hacían de ella una estructura grande y laberíntica, no demasiado bien planificada. Los vestíbulos
principales se ramificaban en varios túneles en los que se encontraban los accesos a los distintos andenes
de las tres líneas. Hacia arriba, bifurcaciones y escaleras conducían a las salidas que se esparcían por
diferentes puntos estratégicos de la zona, como el enorme intercambiador de autobuses. Incluso siguiendo
la señalización, era difícil encontrar la salida acertada, pero Juan Carlos se sabía el itinerario de memoria,
y avanzó entre la marea de gente que iba y venía en todas direcciones, escogiendo túneles y tramos de
escaleras, hasta salir por la boca que daba a la terminal de autobuses. Sobre él, las torres Kío se cernían en
el cielo, como si quisieran unirse y cerrarse sobre los transeuntes. La vista era vertiginosa y desde allí no
se podía mantener demasiado tiempo, parado bajo la ominosa presencia de esos dos edificios que parecía
que fueran a derrumbarse por su propio peso e inclinación.
Torció a la izquierda nada más salir del metro y cruzó el paso de peatones hasta la torre de la
acera de los pares. Entró por la puerta giratoria y se adentró en el vestibulo principal. Saludó
educadamente a la recepcionista (una hermosa joven rubia con la que había llegado a tener esporádicos
contactos sexuales) y sacó su tarjeta de acceso que usó en los torniquetes de seguridad. Pulsó el botón que
llamaba a los ascensores y esperó a que se abriese alguna de las puertas. Su destino era una de las últimas
plantas. Cuando el ascensor inició la marcha, la gran velocidad a la que se elevaba hizo que las piernas
del chico flaqueasen por un instante. El habitáculo no emitía mayor sonido que un zumbido apagado y
débil. Llegó a su piso sin hacer ninguna escala y recorrió los pasillos hasta llegar a las oficinas del
partido. No tenía llave, aún, de esa puerta, así que tuvo que llamar y esperar a que le abrieran. Más
saludos. Anunció su cita con el secretario del partido y sin más se dirigió a su despacho. Las oficinas eran
amplias y diáfanas. Los diferentes despartamentos estaban separados por paneles de pladur que no
llegaban al techo, y la luz de los amplios ventanales inundaba todo el local. Había bastante agetreo. Las
secciones de comunicación preparaban notas de prensa y diseñaban carteles y panfletos de cara a las
próximas elecciones europeas. La comunicación con las otras federaciones era constante.
El despacho de Fernando Luengo estaba al fondo a la derecha, un poco apartado de todo aquel
bullicio. Sus paredes no eran de cristal, y no se sabía qué acontecía tras la puerta marrón caoba. Juan
Carlos llamó con los nudillos y esperó un tiempo prudencial antes de entrar. El despacho era amplio y
estaba enmoquetado. Enfrente, cerca de las ventanas, había una gran mesa de roble donde trabajaba el

107
Alfredo M. Pacheco

señor Luengo, y dos de las paredes estaban amuebladas con estanterías a juego repletas de volúmenes
sobre derecho, comunicación y economía, así como archivos de toda índole. Las otras dos paredes eran de
cristal. Estaban justo en una de las esquinas de la torre. El señor Luengo estaba de pie, mirando por la
pared sur en dirección a la amplia avenida, que se perdía en la maraña urbana.
— Pasa— dijo, sin darse la vuelta—, te esperaba.— consultó su reloj— Llegas muy puntual,
como siempre. Ven, acércate.
Juan Carlos se acercó al secretario de la FEUNE y contempló la Castellana. Era aún temprano y
no estaba muy saturada. Los coches circulaban aún con fluidez. Desde allí arriba todo se veía pequeño e
insignificante, como si se tratase de una gigantesca maqueta dotada de autonomía propia. Juan Carlos
observó todo aquello, reconfortado con la idea de que la altura y el entintado del cristal le hacían invisible
a los transeúntes.
— Dime, ¿cómo ha reaccionado Chema a la muerte de su compañero?
— Al principio se le veía abatido, como si el mundo se le echase encima, pero hoy ha acudido a
mí exigiendo explicaciones.
Fernando Luengo aprobó con la cabeza.
— Bien… es bueno que el chico deje fluir sus emociones, que actúe como su instinto le pida. No
conviene que se mantenga calmado y reflexivo.
En la facultad, Juan Carlos parecía casi una eminencia: tenía respuesta certera para todo, nunca
perdía los nervios, y no le asustaba ningún problema académico. Su mente anticipaba las consecuencias
inmediatas y ulteriores de sus acciones y del curso de los acontecimientos, adelantándose siempre a todos
sus compañeros. Sin embargo, junto a Fernando Luengo parecía y se sentía un adolescente inseguro e
inexperto. El secretario de la FEUNE mantenía cierta analogía con el joven estudiante. No era un hombre
mayor. Apenas superaba los treinta años y su aspecto era el de alguien incluso un par de años más joven.
Sin embargo, su mirada tranquila, imperturbable, denotaban una inteligencia y una sabiduría inmensa,
como si fuese un venerable anciano curtido durante décadas. También tenía respuesta para todo, y
hablaba a veces de forma críptica, hermética. Sin embargo, sus palabras no eran vago discurso que no
decía nada. Detrás de las perífrasis, las metáforas y los símbolos que empleaba, había siempre un
significado acertado y conciso, una clave.
— De seguir así, corremos el riesgo de provocar un enfrentamiento entre Chema y la Asociación,
especialmente conmigo. Si debemos seducirle hacia nuestra causa ¿por qué es bueno que actúe de esa
manera? No lo entiendo,
— Mi querido acólito…— Luengo apoyó sus manos en los hombros del joven— No es la
posición que defienda lo que nos interesa. El éxito no consiste en que sea un fiel seguidor de tu
asociación.
— ¿Entonces?
— No es el qué sino el cómo. Lo importante aquí es que no intente actuar de forma justa o
equitativa, sino guiado por el egoísmo. Tiene que defender sus intereses. Ha de defenderse si se siente
amenazado, si ve que intentan ir a por él o a por lo que considere su territorio: sus amigos más allegados.
— ¿Por ejemplo: la chica?
— Siempre has sido un alumno aventajado.— hizo un gesto de aprobación con la cabeza—
Ahora siéntate. Te he llamado por una razón.
El secretario del partido tomó asiento en su sitio, y frente a él, mediando la mesa de roble, se
situó Juan Carlos.
— Tienes enemigos. Hay gente que os sigue la pista.
— ¿Amigos de Gregorio, incentivados por su muerte? Créeme, no he visto un chico tan aislado
como él. Aparte de Chema, nadie lo echará en falta en la facultad. Lo que me recuerda… yo no he tenido
nada que ver con su muerte.
— Lo sé. El Hijo de la Mañana se ha adelantado. Ese Gregorio ya no era necesario y debía seguir
cumpliendo su misión: provocar las reacciones de Chema.
— ¿Lucifer lo ha hecho? No había tenido noticia de Él desde el verano. Me reveló la existencia
de Chema, y no se supo más de él. Todas mis invocaciones han fracasado desde entonces.
— Sabes como yo que el Príncipe de las Tinieblas tiene una parte importante en todo esto. Él
también tiene tareas que cumplir como tú y como yo. El nacimiento de la definitiva heredera de Satán
requieren de Él mucho esfuerzo y cuidados, y está reuniendo fuerzas para protegerlas durante sus
primeros años, tan frágiles. Desde entonces ha sido insensible a todas las peticiones. Sin embargo, las
fuerzas dormidas de Lucifer comienzan a manifestarse. Los dos primeros sellos se han roto, y eso le da
poder. Y a veces consigue hacer algún pequeño truco, como este último.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Asombroso. Y magnífico, he de añadir.— la pulcra educación de Juan Carlos, su corrección


en el trato y en las formas, y en especial ante alguien que sabía apreciar tal lenguaje, le infundían
seguridad ante la abrumadora presencia de su interlocutor.— ¿Qué le hizo al chico?
— Se limitó a llevarse su alma. La alimentó con el miedo durante todo el día y finalmente se la
arrebató cuando huía desesperado.
— Así que los dos primeros sellos ya se han roto… los dos primeros jinetes: el blanco, con su
arco, y el rojo, con su espada. La corona de la victoria y la guerra… ¡Claro! El avance imparable de las
cinco Federaciones y el conflicto en Kosovo.
Fernando Luengo sonrió, asintiendo nuevamente.
— Mi alumno más aventajado… sin duda. Veo que has estudiado la lección.
— Quedan unos tres meses para que se rompan los otros cinco… poco tiempo, parece.
— Los sellos se iran rompiendo con intervalos de tiempo cada vez menores. Al final los
acontecimientos se precipitarán de forma turbulenta… Está escrito.
— Interesante… Dime ¿Portó también Lucifer la semilla? Siempre he pensado que su cometido
legítimo sería ese.
— No, no lo hizo.— respondió algo molesto Luengo, y antes de que Juan Carlos preguntase la
identidad del portador, le atajó diciendo— Y no te he mandado venir para discutir sobre eso.
— Lo siento. ¿De qué se trata?
— Alguien, ajeno al tal Gregorio, se ha interesado por nosotros. Ha accedido a información de tu
hermandad, más de lo que nadie lo había hecho antes. El progreso conlleva algunas desventajas: las
nuevas puertas atraen a nuevos salteadores, y por cada forma nueva de proteger una cosa, alguien
descubre la forma de burlar la seguridad.
— Me hago cargo. Creo saber lo que ha podido pasar. Pero nunca has interferido en la gestión de
la asociación. Siempre me has dicho que es algo que no te atañe.
— Esta vez sí. También han conseguido información clasificada del partido, y por primera vez
alguien puede relacionar las dos instituciones.
— La información sobre mi asociación ya es bastante preocupante. Los cimientos de la facultad
se tambalearían si saliese a la luz. No te preocupes, tomaré medidas inmediatamente. Averiguaré lo que
ha pasado y castigaré al culpable.— Juan Carlos se levantó, viendo que la reunión concluía con eso.
— Bien. Confío en ello.
— ¿Cómo has podido enterarte de esto…?
— Sólo te doy instrucciones. No preguntes por mis métodos, no es parte del trato.
— Sí, tienes razón. Nuevamente te pido disculpas. Por los nuevos tiempos— estrechó la mano
del secretario.
— Por los nuevos tiempos.— y Juan Carlos salió del despacho.

Marcus trabajaba con su ordenador a altas horas de la madrugada. Llevaba un día agotador.
Había usado la dirección IP del ordenador de la capilla de Ciencias de la Información para intentar
acceder vía módem. Le había costado trabajo. Había actuado con paciencia y método, avanzando paso a
paso. No quería caer en trampas o tentativas falsas y ser descubierto, arruinando toda posibilidad de
reintento.
Su cautela había tenido recompensa.
En primer lugar, descubrió que aquel modesto ordenador no estaba conectado a la red a través de
los servidores de la facultad (como lo estaban, por ejemplo, los equipos de las aulas informáticas), sino
que su conexión era independiente. Sus defensas eran también diferentes, más fuertes y planeadas. Tenían
unas medidas similares a las de los ordenadores de la FEUNE. Pero finalmente, después de varias
tentativas, consiguió conectarse con el otro equipo y transferir a su ordenador unos cuantos archivos a
través del protocolo ftp.
La mayoría de archivos eran listas de miembros de la secta, cuyo nombre no era oficial.
Dependiendo de la fecha, algunos archivos se referían a ella como El Círculo de Lucifer, o también como
El Renacimiento o El Advenimiento. ¿Advenimiento de qué? No encontró documentos acerca de una
organización (salvo las anotaciones de las listas de miembros que señalaban a Juan Carlos como Sumo
Sacerdote), o de su financiación, o de su estructura, o de sus principios y filosofía. Tampoco tenía nada
que le revelase sus lugares de reunión, ni su calendario de reuniones. Por el momento tenía para empezar.
Estuvo adaptando los formatos de las diferentes bases de datos a un estándar que pudiese manejar.
— Bien, si hacemos la intersección del conjunto A con el conjunto B nos resulta un tercer
conjunto…— decía Marcus presa de la excitación.

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Alfredo M. Pacheco

Cotejó la lista más reciente de miembros con la lista que tenía de la FEUNE. Para su sorpresa,
comprobó que más de la mitad de los miembros de la secta pertenecían al partido. De los setenta y nueve
nombres que constaba el listado, casi medio centenar eran afiliados a la formación política. Entre ellos
estaba Juan Carlos, como ya había observado en su momento, que figuraría en la lista candidata al
Parlamento Europeo en mayo; y también Miguel, su ex compañero de residencia y licenciado en Ciencias
Políticas, que además estaba contratado por el partido como auxiliar administrativo. La fecha de afiliación
era anterior a la de su contrato.
Por el contrario, el secretario general del partido no figuraba en la secta, ni nadie de la cúpula
directiva.
Entre los miembros de la secta, Marcus se había fijado especialmente en los tres últimos: Chema,
Gregorio y Merche. Ninguno de ellos estaba relacionado con el partido. Sin embargo, las piezas del
perpetuo rompecabezas que construía Marcus iban encajando un poco más. Primero se habían alistado
Chema y Gregorio. Posteriormente lo hizo la chica. ¿Por qué? Marcus pensaba en un primer momento
que la pareja de novios hubiese entrado primero y después lo hubiera hecho Gregorio, tras las faldas de
ella.
Gregorio…
Según le había ido informando Rafa puntualmente, Gregorio era el chico que había fallecido
recientemente, en circustancias no aclaradas. La fecha de ese archivo era de enero de ese año. Se había
actualizado coincidiendo con el ingreso de Merche. Pronto se volvería a actualizar señalando al pobre
chico como dado de baja. También creía posible que hubiese algunos miembros más, apuntados durante
los últimos dos meses.
Lo que le hizo pensar… Ese listado tenía las altas, no las bajas, de los miembros.
¿Dónde habría un listado de bajas? No lo encontraba. Sin embargo, se podía confeccionar.
Cruzó los datos de los diferentes archivos, buscando los nombres que no se mantenían de un
fichero para otro. La secta parecía tener unos cinco años. Los primeros documentos databan de junio de
1994, cuando apenas había una veintena de miembros, siempre con Juan Carlos a la cabeza. En los
sucesivos años, algunos de los miembros se descolgaban, en proporción a su crecimiento. Si actualmente
la secta contaba con casi ochenta miembros, podría tener más de cien. Había unas cinco bajas por año.
Interesante, muy interesante. Marcus pensó en un principio que serían chicos que ya habrían acabado la
carrera y que no seguirían vinculados a la comunidad universitaria, pero recordó que Miguel, por
ejemplo, seguía allí pese a ser ya licenciado. La repentina muerte de Gregorio también le hizo sospechar.
Se pasó casi toda la noche indagando todo cuanto podía acerca de las bajas. Las páginas
electrónicas de los periódicos le fueron de gran ayuda. De esa veintena de bajas, diez eran personas
asesinadas sin móvil aparente o habían muerto en extrañas circustancias, como le había ocurrido a Oliver.
En otro par de casos las muertes se habían producido por agresiones de bandas callejeras. Tres más
habían encontrado la muerte en las carreteras, y el resto sencillamente estaban desaparecidos.
Al parecer, la secta era toda una familia, y no se la podía abandonar así como así…

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XIIIº:
En tiempos de crisis.
La vida no es lineal ni monótona. Tiene altibajos. En ocasiones las cosas van bien y otras veces los
acontecimientos comienzan a ir peor. Son subidas y bajadas. Ocurre en casi todas las formas de interacción:
parejas, familias, grupos de amigos, empresas u otras organizaciones… es un rasgo de humanidad de los
individuos implicados, y los periodos de crisis prácticamente forman parte de un ciclo casi natural. El objeto de los
tiempos difíciles es aprender de los errores, solventarlos mediante el diálogo y la comunicación, y remontar las
crisis para llegar a una nueva etapa de prosperidad.
Siempre es importante una base de mutua confianza para poder superar los obstáculos del camino. Las
crisis ponen en entredicho el funcionamiento de las interacciones sociales y minan la confianza depositadas en
éstas y en los individuos que las conforman. Igualmente importante es no perder la autoestima en estas crisis, no
hacer recaer toda la culpa en uno mismo, pues de lo contrario se puede caer en una peligrosa espiral y no llegar
nunca a una buena solución.
En las parejas son frecuentes las crisis cada cierto tiempo, en especial tras esa primera fase idílica… La
confianza en el otro ha de ser fundamental, pues de lo contrario las dudas y los sentimientos infundados como los
celos pueden inducir a cometer actos estúpidos…

Después de su charla con Pentium, Chema se sentía mucho más animado y a pesar del duro
golpe que había supuesto para él la muerte de Gregorio, no estaba dispuesto a derrumbarse. Haciendo
examen de conciencia, le resultaba extraño haber mantenido tanta sangre fría durante el verano y sentirse
tan frágil en la facultad. Las sensaciones que recordaba de aquel verano eran las de estar practicando un
juego. Un juego del que él y sus amigos desconocían las reglas y el final, pero un juego al fin y al cabo.
Se trataba de vivir una experiencia, de realizar un viaje interior, de satisfacer su curiosidad, antes de
empezar una nueva etapa en la universidad. Incluso cuando se sucedieron las primeras muertes, Chema
aún asociaba a todo aquel asunto un componente lúdico, un reto a su ingenio y su habilidad. En
septiembre, lejos del escenario de los hechos y de sus protagonistas, empezó a tomar verdadera
conciencia de lo que había ocurrido, cuyo recuerdo empezaba a asentarse, y parecía conservarse
encerrado en una urna de cristal. La visión mental de todas aquellas situaciones quedaba matizada por la
distancia y todo parecía ser parte de algún extraño sueño, una película o tal vez un videojuego.
Cuando llegó a la facultad esperaba olvidarse de una vez por todas de aquel verano, desterrarlo
de su memoria y borrar cualquier indicio de que él había tenido algo que ver. Pero su pasado le perseguía,
y esta vez tenía miedo porque lo que en Villanueva de los Infantes había sido un juego macabro, una
chiquillada con un final funesto, en Ciencias de la Información se adivinaba mucho más serio y terrible.
Apenas conocía a Gregorio. De hecho, nadie lo conocía en realidad. Sin embargo sentía una
extraña empatía para con el chico y se lamentaba de su muerte. Cuando murió Jesús María, uno de sus
mejores amigos, tardo varios días en empezar a darse cuenta realmente de su pérdida y a sentir
remordimientos y a tener pesadillas. Chema suponía que aquel dato significaba que estaba cambiando,
madurando, esperaba. Tal vez para mejor, o tal vez no.
Sabía que no podía esconderse eternamente, que su propósito de mantenerse al margen le
costaría caro. No quería perder a nadie más, y temía en especial por Merche. Por eso debía tomar la
iniciativa, aunque no sabía muy bien qué hacer. Ya había comprobado que abordar a Juan Carlos en los
pasillos de la facultad resultaba estéril. Necesitaba organizarse y trazar algún tipo de plan, aunque no
imaginaba en qué podría consistir.
A la semana siguiente de la muerte de Gregorio, Chema recibió una carta de la facultad. Se
trataba nuevamente de una misiva de la Hermandad. En ella era convocado a una nueva reunión para el
día treinta de marzo, a las nueve de la noche. No se trataba de una reunión ordinaria como la otra vez.
Según la carta, la reunión era para celebrar la Walpurgisnat. Chema había leído aquella palabra antes en
algún sitio. Consultó los archivos sobre la Iglesia de Satán que le había facilitado Pentium y allí encontró
que la Walpurgisnat era una celebración habitual entre sus miembros. La noche de Walpurgis no era el
treinta de octubre, como muchas películas habían hecho creer, sino justo seis meses antes, equilibrando el
ciclo anual. Walpurgisnat era el clímax de la estación primaveral, una celebración exaltada del apogeo de
las fuerzas en ebullición desatadas tras el frío invierno. Estaba muy próxima al equinoccio de primavera,
fecha igualmente respetada por los satanistas en cuanto a su transcendencia astrológica. Chema no estaba

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Alfredo M. Pacheco

seguro de que la Hermandad fuese fiel devota de la Iglesia de Satán, pero al menos guardaban parte de su
ritual y parafernalia.
Eso no era ninguna prueba concluyente. En el caso de que fuesen unos falsos satanistas, la
Hermandad era tan peligrosa y dañina como un grupo fervientemente católico en cuanto a que
terginversaban y deformaban la imagen y mensaje de la verdadera Iglesia Satánica.
En cualquier caso, Chema tenía ánimo de hacerse notar en la próxima reunión, y no iba a dejar
pasar la oportunidad.

El día treinta, Chema acudió al punto de partida con tiempo suficiente de ir con la comitiva a la
sala de reuniones. Merche llegó al poco tiempo y los dos se sentaron en una de las mesas amarillas a
esperar a que Miguel y Manu los llevaran al sótano de los platós. La chica notaba raro a Chema. Durante
toda la semana, el muchacho había mostrado una especie de nerviosa excitación ante la idea de una
próxima reunión. Merche, al principio, atribuyó con cierta sorna aquel estado de ebullición en el carácter
de Chema a la primavera, aplicando el maldito refrán. Cuando vio que persistían esos leves síntomas, ella
empezó a preocuparse. No le parecía normal que tras la muerte del otro chico, Gregorio, que tanto parecía
haber afectado en un primer momento a su novio, ahora éste se mostrase tan eufórico ante la nueva
convocatoria de Juan Carlos. Temía que estuviese pensando en hacer alguna barbaridad durante la
celebración, y se expusiese a la ira del veterano (al que temía como al mismísimo diablo, si acaso en su
condición de sectaria podía temer al diablo).
Llegaron los cabecillas del grupo. Miguel y Manu empezaron a hacer recuento de asistencia,
saludando y conversando con algunos de los chicos. También Juan Carlos pasó por la cafetería unos
instantes, seguido de su leal súbdito Iván. Saludó personalmente a Chema, mostrando su aprobación por
haber venido a pesar de los “duros momentos emocionales que había pasado debido a la muerte de su
compañero”. Una conmovedora bienvenida, sin duda alguna. Juan Carlos se marchó al poco tiempo,
dejando a su rastrero seguidor con los otros abanderados de la Hermandad. Unos minutos más tarde, el
grupo inició su recorrido hacia la sala de reuniones.
Todo transcurrió con normalidad. Llegaron a la antesala, se cambiaron y fueron pasando a la sala
de rituales. Debido a la ausencia de Gregorio, Chema y Merche pasaron uno detrás del otro, de forma
consecutiva. Cuando la congregación empezó a distribuirse, ambos se separaron, y quedaron alejados el
uno del otro. Deberían enfrentarse a la ceremonia solos.
Tras unos instantes de silencio, el ritual comenzó.
El oficiante agitó la campanilla nueve veces, describiendo un círculo, para purificar el ambiente.
Continuó con los pasos acostumbrados. Señaló los cuatro puntos cardinales con una espada, llamando a
las cuatro deidades infernales, Satán, Lucifer, Belial y Leviatán. Hubo diversas exclamaciones a lo largo
de estos pasos, “Hail Satan” e “In nomine dei nostri Satanás”. También fueron pronunciadas las
invocaciones habituales, en ese extraño idioma indescifrable, cuyo significado Chema intuía que ni el
propio Juan Carlos conocía. La ceremonia no variaba ni un ápice con respecto a la anterior.
A cada segundo, Chema estaba más entusiasmado con el psicodrama de aquel ritual, el oficiante
hierático, los signos fálicos, las asistentes sumisas y lujuriosas… Merche notaba mayor preocupación que
la vez anterior. Sentía la falta de Chema, apartado de ella, sin el cual sentía sus fuerzas flaquear para
hacer frente a la celebración. Le preocupaba también el hecho de que si Chema ya había realizado más
misas negras con sus amigos de Infantes, pudiera estar volviéndose poco a poco más oscuro, reservado y,
de alguna forma, más… malvado. ¿Cómo estaría reaccionando en esta ocasión?
Llegó el momento de la comunión. Se bendijeron el cáliz y las hostias de pan negro, y los
asistentes acudieron a tomar la sacrílega forma. El sacerdote animó a los presentes a no desaprovechar la
opurtunidad de comulgar ni de entregar sus respectivos deseos para ser pronunciados y quemados, pues
era la noche de Walpurgis y la Venida estaba más próxima que nunca. Chema avanzó confiado, no así
Merche, que se quedó atrás en el grupo. Recibió el pan de manos de Juan Carlos, quien se lo entregó
diciendo “Hoc enim corpus meum est”. Chema tenía también algo para él. Merche no lo había visto, pues
lo llevó oculto en la mano y la manga de la túnica, pero para esa misa había preparado un deseo, escrito
en un trozo de cartulina. Se lo entregó al sacerdote, quién lo cogió junto con los otros deseos que ya había
recogido. El chico, que tenía uno de los últimos números de miembro dentro de la hermandad, se
colocaba en la última fila. Fue el último en acudir a comulgar y su deseo quedó dispuesto para ser leído
en último lugar.
El oficiante leyó los deseos, que eran recibidos por la concregación con exclamaciones eufóricas
de “Hail Satán”, y los quemaba en una de las velas que sujetaba la chica del altar. Por fin leyó el último
de los papeles:

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— Que el gran traidor de esta hermandad sea castigado y mi venganza se abata sobre él por lo
que le hizo a nuestro fallecido hermano.
Juan Carlos, a pesar de que el texto era claramente una amenaza de Chema hacia él, lo leyó con
firmeza y voz rotunda, como si fuese él quien estuviese amenazando a algún otro traidor. La pequeña
multitud quedó en silencio, sin saber cómo reaccionar ante aquella sentencia.
— ¡Hail Satán!— exclamó Chema desde el fondo, atrayendo todas las miradas hacia él.
— ¡Hail Satán!— respondió Juan Carlos alzando ambos brazos, con voz aún más fuerte.
— ¡Hail Satán!— gritaron todos los presentes.
— Hoy es un gran día para nuestra hermandad y para los satanistas de todo el mundo.— Juan
Carlos empezó su discurso— ¡Hoy es la noche de Walpurgis!— gritó a pleno pulmón.
Todos estallaron en vítores. Chema intentó alzar su voz sobre las demás, lanzando absurdas
frases al aire, exaltando la figura del sacerdote. Algunos incluso dudaron si podía tratarse de una burla.
— Pero aún más que eso— continuó Juan Carlos una vez hubo acallado a los presentes—. La
Llegada que tanto hemos estado esperando va a tener por fin lugar. Amigos, compañeros, ¡hermanos!,
desde aquí os anuncio… que Satán nos ha enviado su semilla, y que estará entre nosotros…— hizo una
pausa dramática— ¡antes de este verano!— exclamó.
La concurrencia estalló en voces y jaleos, fuera de sí. Chema tardó unos segundos en reaccionar.
La semilla de Satán. El diablo iba a tener un hijo… una hija, según las palabras de Juan Carlos en la
anterior reunión.
El Anticristo.
En seguida, Chema volvió a gritar y a lanzar exclamaciones con el resto de sus compañeros.
Merche, en su sitio, estaba como petrificada. No podía creerse en lo que se había metido.
Juan Carlos habló de nuevo:
— Todo se está organizando para que Su estancia aquí en la tierra resulte segura. Cuenta con
poderosos guardianes que La cuidarán hasta que sepa valerse por Sí misma. No estamos solos, hermanos.
Sabed que nuestra causa es seguida en muchas y diversas esferas de la sociedad. Llega la hora de
revelarnos al mundo. ¡Con Su poder, triunfaremos!
Nuevos vítores.
— Y ahora, queridos compañeros, entregaos a vosotros. Entregaos como nunca lo habíais hecho
para conmemorar este glorioso día.
En seguida todos empezaron a formar parejas o pequeños grupos y a dar rienda suelta a sus
instintos. Chema se sentía casi eufórico. Tenía que liberar toda esa tensión y adrenalina. Fue hacia
Merche y empezó a tocarla y a besarla.
Se dio cuenta casi al instante de que algo iba mal, aunque no pudo parar, pues la chica se entregó
a él con el mismo ímpetu.
La chica con la que estaba no era Merche. Merche miraba la escena a escasos metros. Indignada
y casi horrorizada, respondió al reclamo de uno de los miembros cercanos a ella. Chema se dio cuenta,
pero ya no había nada que hacer. Los dos culminaron la ceremonia por separado.
Varios minutos después, Juan Carlos purificó el aire nuevamente agitando la campanilla.
— Ha concluido.

Merche abrió la puerta. Era Chema el que había llamado. La cara de Merche reflejó claramente
su disgusto cuando lo vio.
— Tenemos que hablar.— dijo él.
— No quiero hablar contigo, Chema— respondió, dispuesta a cerrarle la puerta en las narices.
— Ya, pero tenemos que hablar— retuvo la puerta con la mano—. No creo que podamos fingir
que esto no ha pasado. Por favor, Merche, déjame entrar.
Fastidiada, accedió. Merche vivía en la zona de Argüelles con otras dos compañeras que habían
alquilado las otras habitaciones del piso y con las que hablaba lo justo y necesario para repartir las tareas
domésticas y establecer un presupuesto para la compra. Una de ellas estudiaba Farmacia por la tarde y
casi no la veía por cuestión de horarios. La otra era alumna de segundo curso de Derecho. Tenía las clases
a media mañana, y solía levantarse justo cuando Merche salía hacia la facultad. El resto del día lo pasaba
encerrada en la habitación memorizando mamotretos de apuntes, leyes y códigos diversos.
Cuando la ceremonia del día anterior acabó, Merche subió enseguida a vestirse y se marchó de
allí a toda prisa, sin que Chema pudiera alcanzarla. Estaba destrozada. Había resultado muy violento para
ella participar en ese tipo de juegos con un desconocido. Al poco rato, otra chica se unió y tonteó con los
dos. Merche se las arregló para pasar a un segundo plano, dejando a la pareja hacer entre ellos la mayoría
de las cosas. Gracias a eso, la cosa no pasó a mayores. Tal vez podía haber intentado acercarse a Chema,

113
Alfredo M. Pacheco

pero no quiso. Él no había puesto reparos en entregarse a esa otra chica, fuera quien fuese, y prefería no
haber visto hasta donde habían llegado.
Llegó a su casa hecha un mar de nervios. Se duchó y acostó sin cenar, y pasó mucho tiempo
llorando antes de dormirse. En la oscuridad de su habitación aún podía ver la escena de cuerpos
revolcándose en el suelo o arrinconados por las paredes, y la horrenda sinfonía sin ritmo ni cadencia de
voces, jadeos y gemidos.
Por la mañana apenas tenía fuerzas para levantarse y volver a la facultad. No llegó hasta tercera
hora. Se negó en rotundo a hablar con Chema y se sentó lejos de él, evitándole en todo momento. Parecía
desde luego menos afectado por los acontecimientos de la otra noche.
Ante la actitud de Merche, el chico tuvo que desistir de intentar hablar con ella. Además, la
facultad (las clases, los pasillos, la cafetería) no era un lugar apropiado para conversar sobre todo aquello.
Así que a media tarde regresó a Madrid y se presentó en el piso de la chica.
Se sentaron y Merche sacó unas bebidas. Fueron parcos en palabras al principio, aunque ambos
sabían en qué pensaba el otro. Merche ocultó su desazón y malestar por el mal trago de la noche anterior e
intentó hacerse fuerte concentrando la rabia e indignación que sentía por el comportamiento de Chema.
La conversación se fue calentando.
— No puedo creer que hayas actuado de esa forma, Chema. ¿Cómo has podido ser tan hijo de
puta?
— No he sido el único que metió la pata ayer ¿no crees?
— ¡No me vengas con esas ahora!— Merche trató de no levantar la voz para que no les
escuchase su compañera de piso.
—Escucha… no tengo excusa para esto, no creas que fue a propósito, te juro que la confundí
contigo…
— ¡Sólo faltaría que me dijeses que querías ponerme los cuernos en mis narices! ¿Y es que acaso
no eres capaz de reconocerme cuando me tienes a dos centímetros?
— Tu reacción no fue tampoco la más apropiada, te fuiste con el primero que te llamó.
— Joder, ¿y qué esperabas? ¿Tú puedes liarte con cualquiera y yo no? ¿De qué vas?
Chema guardó un significativo silencio. Merche cambió de tema.
— Te juro que ayer me acojonaste, Chema. Y no me refiero ahora a la putita con la que te liaste.
Fuiste a meter coba a la reunión. Pensé que todo el mundo te iba a dar una paliza cuando empezaste a
montar ese escándalo. ¿A qué coño vino eso?
— No te preocupes por eso, yo sé lo que me hago.
— No deberías provocar a alguien como Juan Carlos, ¿no?
— Ya te dije que esa puta secta que tiene no es ningún juego.
— ¿Qué era lo que querías, apuntarte tú solo para follarte a todas esas zorras?
— ¡Yo no tenía ni guarra de lo que se hacía allí! Lo único que pretendía era alejarte de ese
desgraciado. Él es el que está detrás de la muerte de Gregorio, como si lo viera.
— Oh, por favor, no puedo seguir con esto.
Chema calló un momento antes de responder.
— Temía que esto te viniera grande. Por eso no quería que te metieses en este jaleo. Pero
después de lo que le ha pasado a Gregorio, sería peligroso salir de la hermandad.
— No me refería a eso, Chema. Me refería a lo nuestro. Creo que deberíamos dejarlo.
— ¿Qué?
— No puedo estar con un tío que se mete a estos fregados y mantiene esa sangre fría. Te estás
volviendo como Juan Carlos.
— Te estás confundiendo. Lo único que hago es no achantarme. Sigo las reglas del satanismo.
Juan Carlos no es más que un impostor. Por favor, no quiero cortar contigo.
— Lo siento, Chema. No vas a convencerme de lo contrario.— puso una mano en la mejilla del
chico. Él la besó— No quiero que esta ruptura sea definitiva. Mañana acabamos las clases. Tal vez en
Semana Santa se nos despejen las ideas, pero ahora lo mejor es que dejemos lo nuestro aparcado.
Siguieron charlando un rato más, ya más calmados. La conversación se desvió hacia temas más
triviales. Finalmente, Chema se despidió de Merche. La besó por última vez y volvió a Leganés.

A punto de entrar en las vacaciones de Semana Santa, la FEUNE lanzaba nuevas consignas en sus
discursos y mítines. Se mantenía una crítica feroz contra la situación actual de la política internacional y
la actitud de España y otras naciones europeas, que permitían semejante atrocidad, sobre todo en cuanto
que ponía en serio peligro la legalidad internacional. Se temía porque la ONU, en momentos de crisis,
cuando más debía hacer valer su presencia, resultase ineficaz y corriese el mismo riesgo que la Sociedad

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

de Naciones construida en el periodo de Entreguerras. Las Federaciones apostaban por la importancia de


un órgano regulador, y no por una mera fachada de buenas intenciones donde los estados ricos se dejaban
hacer la foto con los estados pobres.
Sin embargo, en las fechas próximas a las vacaciones, las Federaciones, y muy en especial la
Española, pusieron el punto de mira en la festividad de la Semana Santa. Fernando Luengo arremetió con
bastante dureza contra esas fiestas, tachándolas de arcaicas, irracionales e incluso de barbarie. Los
desfiles procesionales y otras costumbres locales arrastraban a las masas hacia un estadio de fanatismo
inconcebible, en el que la gente llegaba a perder el buen juicio. Algunas prácticas menospreciaban ciertos
derechos fundamentales del ser humano y se convertían en un espectáculo degradante tanto para los que
lo ejecutaban como para los espectadores. El secretario de la Federación Española opinaba además que
resultaba ofensiva la tolerancia del estado (supuestamente laico) con la religión católica, permitiendo
semejante exaltación de dicha religión en particular, olvidando por completo el resto de manifestaciones
religiosas. En una sociedad globalizada e intercultural no procedía la imposición de unas culturas en
detrimento de las otras. En realidad, las Federaciones creían que lo ideal sería una sociedad absolutamente
laica, libre de ataduras religiosas, y pretendían un proyecto de modelo social basado en la racionalidad y
no en las creencias infundadas. La sociedad occidental arrastraba los valores de la religión cristiana, y su
mella era tan sumamente profunda que no se cuestionaban y se tenían por intocables. Había llegado el
tiempo de librarse de esos clichés, de que las personas empezasen a pensar por sí mismas, sin rendirle
cuentas a dioses y demonios que en última instancia eran productos culturales. La religión y la fe habían
sido la respuesta de una época para explicar el mundo y la realidad: desde los truenos y la lluvia al origen
del mundo y de la vida. Al borde del tercer milenio, la ciencia y el progreso podían explicar o al menos
establecer teorías acerca de esa realidad. El ser humano había llegado a la mayoría de edad, debía
emanciparse de sus padres ideológicos y construirse un nuevo futuro. Las religiones, incluso las que
predicaban la tolerancia y el respeto, sólo habían conseguido sembrar la semilla del odio a los que eran
diferentes, generando enfrentamientos encarnizados a lo largo de toda la Historia, desde peleas entre
pueblos o atentados terroristas, a las Cruzadas e incluso al desencadenamiento de la Segunda Guerra
Mundial a manos de un fanático antisemita.
La desconfianza que ya había sido despertada en el resto de formaciones políticas de toda Europa
y en general de Occidente se fue haciendo considerablemente mayor. Los discursos antirreligiosos de las
Federaciones habían sido construidos con gran minuciosidad para evitar que atentasen contra derechos
constitucionales como por ejemplo la libertad religiosa y de culto. Al fin y al cabo, si nadie podía imponer
el culto al Catolicismo o prohibir la práctica de la religión musulmana, igualmente tampoco se podía
pretender barrer de un plumazo todas las religiones del mundo.
Algunos partidos ya empezaban a buscar puntos negros en esos discursos. Querían cazar a toda
costa a las Federaciones. Lo que, en cierto modo, era bueno.
Las Federaciones empezaban a ser temidas.

El dos de abril era el último día de clase antes de las vacaciones, así que Marcus tenía que ir a
Ciencias de la Información esa misma tarde. De lo contrario, no podría continuar sus investigaciones
hasta la vuelta de Semana Santa. Y no podía esperar tanto tiempo. Estaba tras la pista de algo grande, algo
muy gordo. Los cabos sueltos que le habían arrojado casi por azar por fin empezaban a trenzarse y
anudarse, descubriendo una trama sólida y estudiada. Los hilos le guiaban a otros nudos, nuevos caminos,
nuevas opciones y combinaciones. Si conseguía deshacer los nudos en el orden correcto, de la forma
adecuada, pronto reuniría todas las piezas y podría alejar la vista para ver el puzzle al completo. Porque
en realidad, Marcus iba desmenuzando todos los pequeños fragmentos de información, y los relacionaba
unos con otros, pero apenas tenía conciencia de la dimensión global de aquello, ni había delimitado sus
fronteras.
Después de cotejar los diversos listados y comprobar que había un número de bajas a tener en
cuenta, Marcus se concentró en los miembros en activo de la Hermandad. Muchos de ellos estaban en
efecto relacionados con la FEUNE. Pero también había personas vinculadas a la facultad, y no se trataba de
estudiantes. Encontró algunos nombres de la lista en la página web de la Complutense. Había varios
profesores de Ciencias de la Información: directores de departamentos y algunos incluso vinculados al
decanato y otros órganos directivos. En última instancia, la influencia de la Hermandad rozaba la cúpula
rectora de la propia universidad (no ya de la facultad sino de toda la institución) así como organismos de
la Administración Pública. Estos miembros, apenas una docena, estaban en un lugar no de poder pero si al
menos de veteranía dentro de la Hermandad. Figuraban entre los números quince y cuarenta de la última
lista, lo que significaba que, grosso modo, se habían incorporado durante finales del año 95 y a lo largo de
todo el 96, el segundo y tercer año de andanza de la Hermandad. Llamaba la atención que personas con

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Alfredo M. Pacheco

tanto poder e influencia ocupasen lugares relativamente discretos, ya que ninguno se acercaba a lo que
podrían llamarse las altas esferas de la Hermandad. Eso si se daba por supuesta la hipótesis de que los
miembros más antiguos eran también los de mayor autoridad.
Con tantos estudiantes y miembros docentes de la facultad, Marcus tenía la certeza de que la
Hermandad se debería de reunir en la misma facultad. ¿Pero dónde? La capilla del pasillo de decanato era
la tapadera para la gestión y la administración de la secta, pero no era un lugar de reunión para los rituales
que, según había visto en líbros y páginas web, realizaban ese tipo de sociedades. No, una sala de ritos
tendría que estar en un lugar más discreto, menos accesible y más grande. Se le ocurrió la idea de los
sótanos. Era un lugar idóneo por lo que había visto en su anterior visita. Estaban alejados de las aulas y
los estudiantes no acudían allí en masa. Sólo había técnicos, que si llegaban a saber algo podían quedarse
ciegos y mudos con una paga extra bajo cuerda. También recordaba que algunas facultades estaban
conectadas por pasillos subterráneos, al parecer usados durante la Guerra Civil. Marcus había preguntado
a Rafa acerca del pasillo de la videoteca después de tener semjante inspiración. Rafa le respondió que
apenas los había pisado un par de veces a lo largo de todo el curso, una de ellas por equivocación. Rafa
tenía una práctica cada quince días en las aulas de informática, encima de ese pasillo. Pero las aulas de
informática no le interesaban a Marcus. Sólo eran una ratonera, un pasillo ciego atravesado bajo el
vestíbulo de la facultad con una salida a la calle, casi siempre cerrada. En el sótano, en cambio, había
varios laboratorios de radio, editoras, y el taller de fotografía. Sólo se bajaba allí a las prácticas, que eran
contadas a lo largo de la carrera, salvo que se tuviera la suerte de coger alguna optativa orientada a la
profesión. Rafa habló con otros compañeros de clase para poder contarle todo eso a Marcus. Y además, le
dijo otra cosa que entusiasmó al documentalista. Había un tercer sótano donde al parecer se encontraba
ese gran mito de Ciencias de la Información: los estudios de televisión.
Marcus siguió esa pista. Consiguió hacerse el mismo viernes por la mañana, casi de casualidad,
con unos planos de la facultad. Se había construido sobre el arroyo de Cantarranas, durante los años
sesenta. Los cimientos debían de ser en efecto muy profundos, ya que el segundo sótano, donde se
encontraba la cafetería, daba por la parte trasera al césped. El siguiente paso era verificar la fidelidad de
los planos a la realidad.
Así que el mismo día, después de comer, acudió a la facultad. Vestía su habitual bata blanca. No
había apenas gente: era viernes, por la tarde, y antes de las vacaciones. Todos se habían tomado la tarde
libre. Perfecto, pensó.
Bajó a los sótanos y empezó a comprobar que las puertas que veía estaban en los planos. Al
principio no había nada anómalo. Las puertas estaban donde decía el plano y tras ellas había cuartos
pequeños como figuraba: laboratorios y editoras. Llegó una bifurcación y tras pasar el taller de fotografía
salió a un pequeño descansillo en el que había escaleras tanto hacia arriba, a la planta baja, como hacia
abajo, al tercer sótano. Bajó sin dudarlo. Encontró un pequeño hall, alguna puerta ciega, y una sala donde
se almacenaba el material. Podría ser por allí, pero no podía acceder así como así. Siguió comprobando.
Tras otra puerta se extendía un pasillo a su derecha. Acababa también en una puerta tras la que, según el
plano, unas escaleras subían al sótano segundo, tras los ascensores, cerca reprografía y cafetería. Eso
significaba que no volvía al pasillo de la videoteca. Donde él se encontraba había tres puertas en la pared
derecha.
— Coño, ya lo tengo.— pensó en voz alta.
El plano sólo reflejaba dos.
La puerta del medio era falsa. O se habían construido tres estudios aprovechando el espacio de
los dos, o había algo detrás.
La puerta estaba cerrada con llave, obviamente. Exámino la cerradura calibrando la posibilidad
de poder forzarla o abrirla con un clip o algo parecido. La bisagra, a la derecha, abría hacia fuera. Deslizó
la punta de los dedos entre la puerta y el marco, para ver la fuerza del cerrojo. Apenas se separaba, lo que
indicaba que la cerradura era fuerte. Se notaba que no se abría a menudo. Entonces, mientras miraba
arriba y abajo, vio un reflejo, quizá una moneda, entre la moqueta gris y la pared. Se agachó para mirar de
qué se trataba.
No, no podía ser.
Parcialmente tapada por la moqueta había una llave, en principio del tamaño adecuado para
entrar en esa cerradura. La probó, y tuvo suerte.
— No me lo creo ni yo.
Dio dos vueltas a la llave y abrió. Miró nervioso a ambos lados y entró rápidamente, cerrando
tras de sí. Se quedó a oscuras. Tanteó con las manos en busca de un interruptor. Notó que estaba en un
pasillo estrecho, con las paredes de cemento, desnudas. No encontraba nada parecido a un interruptor.
Buscó si tenía un mechero. No fumaba, pero los bolsillos de su bata solían albergar bastantes objetos que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

en principio no le hacían falta. Tenía cerillas. Encendió una. Apenas podía ver las paredes desangeladas.
Frente a él, el corredor desaparecía en una oscuridad insondable. Buscó de nuevo algo parecido a un
interruptor. Encontró en el suelo una lata de gasolina, una estaca y un trapo húmedo. Bastante nervioso,
manipuló esos útiles hasta hacerse una antorcha. Se le apagaron varias cerillas y estuvo a punto de
quemarse la cara, pero finalmente lo hizo. Empezó a avanzar, observando las paredes y el fondo. Una
canaleta discurría por la pared izquierda, cerca del techo. Lo que se encontrase al final de ese corredor
tenía luz eléctrica. Fue bajando la pendiente y siguió los recodos del pasillo, con la cara empapada en
sudor y las gafas resbalando por la nariz.
Por fin llegó a una segunda puerta. Observó que también tenía cerradura. Probó con la llave que
tenía, pero no encajaba. Fastidiado, dejó caer la mano en el pasador, moviéndolo ligeramente. Cayó en la
cuenta de que no había comprobado si la puerta estaba cerrada con llave. Y no lo estaba. Alguien se había
dejado esa puerta abierta.
O tal vez no…
Oyó un ruido proveniente de arriba. No había vuelto a cerrar con llave la puerta del pasillo,
contemplando la posibilidad de que si tenía que salir deprisa de allí, no quería intentar abrir una cerradura
a oscuras.
De cualquier modo, alguien más había entrado, y bajaba hacia allí. Su única opción era buscar
otra salida, algo que le parecía más que improbable. Cruzó la puerta y se encontró en un vestíbulo
pequeño y diáfano. En efecto, había un interruptor. Encendió las luces. Vio la mesa al lado de la entrada,
las perchas con las túnicas, los cestos en el suelo.
— Así que había acertado, al fin y al cabo. Aquí es donde se reúnen.
Había otro interruptor junto al de la luz. Lo accionó. No pasó nada en el vestíbulo, pero oyó un
chasquido al otro lado de un pasillo. Había encendido algún tipo de luz en otra habitación. Fue hacia ella,
y de repente se vio en mitad de la sala octogonal de rituales. Giró sobre si mismo viendo las falsas
vidrieras de las paredes, el altar, el pentáculo del suelo…
Estaba atrapado allí. Si quería salir tendría que intentar volver por donde había venido. Pero
entonces se encontraría con…
Vio aparecer una figura, una silueta en la penumbra. No podía verle la cara. La silueta levantó el
brazo, apuntándolo. Llevaba un arma. Instintivamente, Marcus alzó las manos. Tendría que intentar
negociar con él.
De pronto, se oyó un sonido apagado, y Marcus vio un fogonazo. Dio un respingo por la
sorpresa, y notó un dolor punzante en el pecho. Se miró y vio la bata manchada de sangre. Se llevó las
manos a la herida, como si no pudiera creérselo. Cayó de rodillas y antes de desfallecer miró por última
vez a la silueta.
Había resuelto el último puzzle. Había juntado los últimos cabos. El desconocido había dejado la
llave para que Marcus la encontrara. Había sido un señuelo, para descubrir quién estaba indagando sobre
ellos. Lo sabían desde el principio, y él había caído en la trampa.
En el suelo, Marcus murmuró sus últimas palabras.
— Lo he descubierto… por fin… lo he… descubierto.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XIVº:
Fe y religión.
El ser humano siempre ha tenido preguntas y siempre ha querido encontrar las respuestas. Pero hay
preguntas difíciles de contestar y las respuestas no se encuentran fácilmente, o no son demasiado concretas. Las
fuerzas de la naturaleza, las deidades y posteriormente los dioses fueron algunas de las respuestas que los seres
humanos encontraron. El comportamiento de estos dioses varía tanto como la cultura en la que se enmarcan, y la
propia visión de un solo dios puede evolucionar con el paso del tiempo.
La fe en Dios (en cualquier dios) tiene diferentes manifestaciones. Una de ellas es la de celebrar
pequeños ritos para conmemorar su existencia o agradecer sus acciones. El conjunto articulado de creencias y
rituales conforma una religión.
Han llegado tiempos difíciles donde los dioses parecen no poder ofrecer las respuestas que antes
ofrecían, y otras ramas del saber, como la ciencia o las humanidades, han aportado sus propias respuestas. Son
tiempos difíciles porque la fe se encuentra en entredicho y por primera vez las religiones están sufriendo las
consecuencias. Fe y religión, dos palabras que casi siempre han estado unidas, se están separando.
Sin embargo, la creencia y su práctica, aunque es menos numerosa, es más intensa. Es un arma de
doble filo, porque si bien se sustituye cantidad por calidad, la creencia puede convertirse en obsesión. Y entonces
las religión pasa a ser fanatismo. Y el fanatismo tiene un caldo de cultivo que es la masa.
Determinadas fiestas conmemoran el culto a las religiones. Y si la Navidad es una celebración de la fe,
la Semana Santa lo es sin duda de la religión. Miles de ex practicantes vuelven a practicar o a ser testigos, y se
producen escenas que no se repetirán hasta el año siguiente.
La multitud puede anular la voluntad del individuo ¿o no?

Ya era noche cerrada en Madrid. A pesar del reciente cambio horario, las tardes aún perecían
pronto. La primavera iba llegando y la temperatura era más soportable que en los días de invierno. Esa
noche el cielo estaba prácticamente despejado y desde un lugar apropiado, como los jardines de la Plaza
de Oriente, incluso se podían ver las estrellas, al menos las más brillantes. La noche invitaba a pasear, y
por eso, aunque al día siguiente había que ir a trabajar, aún quedaban algunas parejas, muy pocas,
sentadas en los bancos, frente a la larga y magnífica fachada del Palacio Real. Otros pocos subían o
bajaban la calle de Bailén, justo delante de Palacio. Bajando la calle estaba la Plaza de la Armería, e
inmediatamente después, la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena. La fachada norte de la catedral,
sencilla y regular, se extendía a lo largo de la plaza, frente al palacio. En la parte central, una escalinata
conducía a un soportal flanqueado por dos torres centinelas y cercado por una fila de columnas rectas, sin
apenas adornos. Sobre esta primera planta, las torres se prolongaban, con una segunda fila de columnas
entre ellas, dando la sensación de formar una segunda planta. Y sobre esta segunda planta, coronaban el
juego de horizontales y verticales las agujas de las torres y otros elementos arquitectónicos y escultóricos.
Las misas ya habían acabado hacía tiempo y el recinto estaba cerrado. Quedaba mucho trabajo
por delante, había que preparar los oficios del próximo domingo, Domingo de Ramos, y la afluencia de
turistas y curiosos entorpecía el trabajo. No importaba mucho, al fin y al cabo. El mayor receptor de
visitas en esas fechas era el Cristo de Medinaceli.
En el interior de la catedral reinaban la penumbra y el silencio. La luz de las velas era
insuficiente, y las bóvedas de crucería del techo se perdían en la negrura. Apenas se veían los grandes
pilares, que se alzaban hasta el infinito, amenazantes, alineados en filas a ambos lados de cada una de las
naves, como una silenciosa guardia de soldados que tuviesen como objeto disuadir a los intrusos de
atentar contra suelo sagrado. Los bancos eran sombras fantasmales que esperaban agazapadas la hora
oportuna de saltar sobre sus víctimas. La mayoría estaban orientados hacia el crucero, donde se situaba el
altar mayor. Algo más alumbrado que el resto de la catedral, parecía un faro en mitad de un mar de
tinieblas.
El silencio sepulcral se rompió. Sonaron unos pasos, cuyo sonido reverberaba en la catedral
vacía. Un hombre bien vestido avanzaba despacio desde el fondo de la nave principal en dirección al altar
mayor. Resultaba difícil explicar por dónde había entrado, ya que la puerta más usada estaba en la nave
lateral y daba a la calle de Bailén. La puerta que había en la nave principal, y que daba a la Plaza de

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Alfredo M. Pacheco

Armas, nunca se abría al público. Y de todas formas, todo había quedado cerrado. Pero en cualquier caso,
no parecía haber nadie más allí que pudiese ver a aquel misterioso hombre, aparecido de la nada. Llevaba
puesto un traje oscuro, de ejecutivo, y un abrigo de paño gris, largo hasta media pierna. En las manos aún
llevaba puestos unos guantes de piel forrados de pelliza, a pesar de que la noche no era fría. Llegó al pie
del altar. El acceso a éste quedaba vetado por gruesos cordones de tercipielo rojo. Unos escalones
alfombrados conducían al presbiterio. Los útiles para misa habían sido recogidos. El altar se prolongaba
por la nave principal y su parte trasera estaba verjada. Acababa delante del ábside, en el que había varias
capillas dedicadas a diversos santos. También había otro altar en el ala derecha del transepto. La mitad de
los bancos de ese brazo estaban orientados hacia él. Los más cercanos al crucero miraban al altar mayor.
El hombre hizo caso omiso del cordón de terciopelo y entró en el altar. Subió los escalones hasta
el centro, donde se erigía una enorme cruz con la tradicional escultura del Cristo crucificado. Miró hacia
arriba, casi bajo los pies de Jesús. La figura del Cristo no recibía demasiada luz y su cuerpo estaba
arropado por las sombras. El rostro alicaído se le veía sólo a medias. Daba la impresión de estar
emergiendo de la nada, igual que el visitante, quien miró distraído en una y otra dirección mientras se
quitaba los guantes. Parecía querer asegurarse de que nadie le había seguido hasta allí, como si acudiese a
una reunión clandestina. Desde luego, no era en absoluto adecuado que alguien llegase a verle en
semejante lugar.
El secretario de la FEUNE, Fernando Luengo, había hecho un discurso demasiado anticlerical y
en favor del laicismo como para andar visitando santos, cristos e iglesias.
— No esperaba encontrarte aquí.— dijo a la nada.
Miró de reojo al Cristo. Su rostro pareció moverse en las tinieblas.
— Yo estoy en todas partes.— se escuchó de pronto.— Este lugar es tan bueno como cualquier
otro para encontrarme, si me buscas.
— Oh, vamos, eso cuéntaselo a tus feligreses. Han ido todos a idolatrar esa imagen tuya. Llevan
así toda la Cuaresma. Pensé que tendría que buscarte allí.
— Me complace haberte ahorrado el mal trago.
— Sí, me lo imagino. Oye— Luengo caminaba de un lado a otro ante la cruz. Se volvió y miró
en derredor, a las naves de la catedral, haciendo un vago gesto con las manos— ¿en serio te gusta este
templo que te han construido? Lo encuentro de bastante mal gusto… Una horrenda mezcla varios estilos
que triunfaron durante la gloriosa época imperial, pero con un resultado gris y desmanido… ni siquiera
tiene unas vidrieras decentes, las de aquí parecen un insulto. No tiene grandeza… ¿Esperan que ésta sea
una catedral para casar a emperadores y príncipes herederos? Por favor…
— Mi casa está en el corazón de los hombres. Podéis derribar el templo, pero en tres días lo
volveré a levantar.
— Sí, esa parte ya me la sé. Pero, sinceramente, no te ha servido para mucho… tu Iglesia
pervirtió tu mensaje, e impuso una dictadura del terror. Esta catedral, sin ir más lejos, no es sino reflejo de
luchas políticas entre Iglesia y Estado.
La figura guardó silencio.
—Tu tiempo se ha acabado— continuó Luengo—. Ahora le toca a Satán enviar a Su hija a la
tierra. Y no cometeremos los mismos errores que vosotros.
— Pareces estar muy seguro. Las cartas no se han terminado de jugar.
— ¿Y qué vas a hacer?— respondió desafiante, mirando el rostro del Cristo, que parecía
sostenerle la mirada— El nacimiento será antes del próximo verano. Vuestro elegido está de nuestro lado,
le hemos corrompido. Y yo he venido a esta Tierra para preparar Su llegada y destruir vuestro mensaje. Y
tú estás ahí, clavado en tu cruz, confiando en que la fe en vuestra maldita Iglesia mueva a todo un pueblo.
La imagen pareció esbozar una media sonrisa, con la expresión tranquila. Eso no le gustó nada a
Fernando Luengo. Significaba que Jesús tenía un as escondido en la manga, algo que él aún no sabía.
— Tu problema, mi más querido y precioso ángel, es que nunca supiste tener paciencia. Has
llegado aquí usurpando un alma humana, y ya pretendes mover montañas. Yo tuve que vivir una infancia
y vida mortal antes de dejar mi legado. Mi adversario lo sabe bien, y por eso pretende imitarme, enviando
una niña humana al mundo. Pero os habéis confiado demasiado.
— ¿Qué pretendes decirme?
— Que es un poco pretenciosa tu afirmación de que estoy aquí clavado a mi cruz sin poder hacer
nad…
Un sonido interrumpió aquella conversación. Alguien había tosido. Luengo miró la imagen
inerte. Volvía a parecer una figura inanimada.
Una nueva tos, débil.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Venía del ala derecha del transepto, de sus bancos. Salió del altar y se acercó allí, escrutando por
entre los asientos. En uno de ellos un niño dormía. Apenas era un bulto sobresaliendo de todas esas
sombras.
No podía ser. Si hubiera habido alguien más se habría dado cuenta. ¿Desde cuándo estaba ese
niño allí? Se acercó con cautela, y le tocó un par de veces el hombro.
— Eh, chico, pst.
El niño despertó sobresaltado. Miró en una y otra dirección, reconociendo el lugar, dándose
cuenta de que se había quedado dormido y no estaba con quien debería.
— ¿Quién eres…?
Reaccionó a la voz del hombre. Lo miró con los ojos desorbitados y de inmediato, se levantó y
corrió a la salida, dejando con la palabra en la boca al secretario de la FEUNE.
— ¡Oye, espera, chaval!
Salió tras él. El niño, de diez años más o menos, se dirigió a la puerta de la nave lateral. Luengo
observó que, contra su pronóstico, no estaba cerrada con llave, y las puertas exteriores permanecían
abiertas. Le siguió. El chico siguió corriendo y pasó la puerta de la verja que daba a la calle Bailén.
Cuando Luengo salió y llegó a la calle vio que una mujer, su madre, lo regañaba.
— …que llevo más de media hora buscándote, que me vas a matar a disgustos…— la mujer le
zarandeaba un poco. Reparó en que Luengo salía del recinto y cesó su reprimenda. Le dio las buenas
noches.
El secretario de la Federación observó detenidamente a la mujer. No debía de pasar de los treinta
años. Era gitana, morena de piel y con el pelo negro y reluciente, recogido en una cola de caballo alta y
larga. Vestía de negro. La falda le llegaba hasta debajo de las rodillas. Llevaba medias y zapatos abiertos
de tacón. Una blusa cruzada de licra y algodón, con diseños florales, le resaltaba los senos y el talle. Y
sobre la blusa un abrigo marrón con pelliza en las mangas y los bajos, que llevaba abierto pues la
temperatura era agradable. Un par cadenas y gargantillas con medallas y cruces plateadas resaltaban en el
pecho por el contraste de colores. También tenía varias pulseras y anillos, como solía ser propio en
aquellas mujeres, aunque no demasiados. Sus rasgos eran bastante marcados, acentuados por el peinado y
el maquillaje, visible pero no excesivo, aplicado con bastante buen criterio. Destacaban los ojos, marrones
oscuros, de mirada muy intensa. La joven tenía una belleza arrebatadora, digna de su raza, y llevada con
buen gusto europeo. Se la veía muy joven para ser la madre de aquel chico. Debía haberlo tenido con
quince o dieciséis años. De la mano llevaba a otra niña, más pequeña, tal vez de cuatro o cinco años.
— El muchacho, que se me había perdío. — explicó la madre— Media hora que llevo
buscándolo ¿sabe usté? ¿No le habra molestado a usté, verdad?— volvió a encararse con su hijo— Porque
mira que si me entero de que le has hecho algo a este señor, vamos, te… te… te…— alzó la mano en
gesto de amenaza.
— No se preocupe, no me ha hecho nada, señora.— hizo un ademán para tranquilizar a la madre
y bajarle el brazo.
— Mire usté, que hemos venido a ver la catedral, que la han dejado mu’ bonita, la verdá, y
cuando me salgo me doy cuenta de que no está mi Manué— Manuel era sin lugar a dudas el chico.
— Se había quedado dormido, al parecer.
— Mira tú que bien, que momento que me ha elegío para dormirse. Menos mal que la iglesia
estaba todavía abierta. Pensé que la habían cerrado.
— No, todavía estaba abierta. La van a cerrar ahora mismo.
Luengo miró al chico. Era mayor de lo que le había parecido en un principio. Doce años, tal vez
trece. Tenía la cara sucia y los ojos marrones con un velo mate en las pupilas, igual que su hermanita. Él
tenía el pelo color ceniza, fosco y revuelto, que le crecía en una incipiente melena, aún apelmazado en
algunos mechones. Miraba tranquilo la escena, como si no hubiera hecho ninguna trastada y no fuese a
haber mayores consecuencias. A Luengo le parecía imposible que el niño se hubiera quedado atrapado en
la catedral como si tal cosa. Ese chico había entrado más tarde y sin saber cómo, igual que el propio
Luengo.
— Bueno, nosotros nos vamos, que nos van a cerrar el metro. Buenas noches, señor.
— Eh… sí— el secretario de la Federación titubeó como si le hubieran sacado de un intricado
razonamiento— Buenas noches a usted también, señora. Hasta otra.
La mujer y los niños volvieron a la Plaza de Oriente en dirección al metro de Ópera. Luengo
encaminó la calle de Bailén y siguió recto. Recorrió la fachada este de la catedral, donde se encontraba
también la sede del Arzobispado de Madrid, y dejó atrás la Plaza de la Armería y el Palacio Real. El niño
le había dirigido una última mirada, serena, casi de mofa, asombrosamente irreal en un chico de su edad.
Parecía decirle: tranquilo, no le busques explicaciones, estas cosas son así, y tú lo sabes mejor que yo.

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Alfredo M. Pacheco

Luengo siguió caminando, mitad asombrado, mitad enfadado.


— Manuel…— murmuró— no es posible…

Ya había anochecido y la Plaza Mayor de Villanueva de los Infantes era un hervidero de gente
que esperaba a ver salir la que quizá fuese la procesión más carismática de toda la Semana Santa: la del
Viernes Santo por la noche. Faltaban pocos minutos para las diez, su hora de inicio. Curiosos y devotos se
agolpaban a los márgenes de la calzada frente a la puerta de la parroquia de San Andrés. Los monaguillos
aún jugueteaban de un lado para otro, haciéndose alguna jugarreta, y un poco más a la derecha, delante de
la sacristía, la banda municipal de música, que no había formado filas todavía, aguardaba paciente y en
silencio bajo la severa mirada de su director. Tras las dos o tres filas de espectadores que flanqueaban la
calzada se hacía un pequeño vacío en la plaza y una nueva grada de gente se empezaba a formar en los
soportales del ayuntamiento. Los dos escalones que había allí permitían tener una vista elevada y libre de
obstáculos. Chema era de los que contemplaba la escena desde los soportales, apoyado en una columna.
Había quedado con Pentium a esa hora. Por suerte, desde su casa se llegaba a la plaza por una calle
lateral. Eso era algo a tener en cuenta esa noche, ya que la entrada por la calle Cervantes estaba
literalmente colapsada.
Chema había llegado a Infantes el miércoles por la noche. Ese día había una procesión llamada
Viacrucis, o procesión del silencio, en la que no desfilaban grandes carrozas ni incontables huestes de
nazarenos. Tan solo se llevaba una imagen del niño Jesús que era seguida por el párroco y lo que en
opinión de Chema era un escuadrón de beatas y marujas que iban rezando distintos salmos y criticando a
prácticamente todo el mundo. Por supuesto, no había asomado el pelo por el desfile, y ni siquiera sus
padres fueron. El jueves hubo otra procesión y el viernes el número de desfiles ascendía a tres, incluyendo
el que se disponía a ver en esos momentos. Todas las procesiones recorrían las mismas calles, que
pasaban por varias iglesias, cerrando un circuito. Pero cada desfile, dependiente de cofradías distintas,
salía de una iglesia determinada y podía efectuar el recorrido en cualquiera de los dos sentidos posibles.
La de esa noche hacía el recorrido de tal manera que regresaría a la plaza por la calle Cervantes.
Los monaguillos se alinearon y empezaron a avanzar, portando el primer estandarte, pendientes
de cómo salía la primera carroza, una cruz de madera con una escalera al pie, de la que ya habían bajado a
Cristo una vez fallecido. Los pasos eran empujados desde el interior del carruaje, lo que agilizaba la
marcha. Sobre las escaleras de piedra que llevaban a la iglesia se había colocado una rampa de madera
para que pudiesen bajar las imágenes. La banda de música formó, atenta al inicio del desfile, esperando a
que saliese el paso tras el cual se incorporarían a la procesión. Mientras esperaban, empezaron a tocar la
primera pieza.
Los presentes se santiguaban cuando se encontraban ante una imagen. Chema era uno de los
pocos que no lo hacía, aunque guardaba un respetuoso silencio durante todo el desfile. No compartía ni el
mensaje ni la significación de aquella fiesta católica. La proliferación de santos y vírgenes le parecía una
característica muy propia del catolicismo mediterráneo, dado a esas muestras de santería que rozaban la
idolatría. Sin embargo, se veía atraído por su carácter de fenómeno (casi mediático) que congregaba a
todo el pueblo y a un número importante de infanteños emigrados. Por supuesto, la masa que acudía a
presenciar el desfile iba no sólo por razones religiosas sino por otros muchos motivos ajenos a la fe. Al
fin y al cabo, la tradición de la Pascua tenía un fuerte peso social.
También le despertaba cierta simpatía el carácter didáctico de las procesiones. Los diferentes
pasos parecían viñetas de una fotonovela esculpida, que iba relatando cómo Jesucristo era traicionado,
prendido, condenado, crucificado y finalmente moría. Cada procesión narraba una pequeña parte de la
Pasión, acorde con el día en que desfilaban. Las imágenes eran las mismas cada año, pero cada vez eran
interpretadas por el chico de forma distinta. Chema aprovechaba esos momentos para reflexionar acerca
de religión, fe, y todo lo que eso conllevaba y de qué manera afectaba a su vivencia personal. En vista de
todo lo que le había pasado aquel último año, tanto la experiencia en Infantes en verano como los
acontecimientos en la facultad, sería de esperar que hiciese examen acerca de todo lo que estaba viviendo
y del giro que le estaba dando a su vida y que podría ser definitivo. Sin embargo, no pensaba en las
confrontaciones entre catolicismo, satanismo auténtico y falso satanismo. Él pensaba en algo, en alguien,
mucho más concreto.
Pensaba en Merche.
No había visto a Merche aún desde que llegara a Villanueva de los Infantes. Había esperado
encontrársela la noche anterior en alguno de los bares que solían frecuentar, y tal vez haber conseguido
sacar un hueco para hablar con ella a solas e intentar solucionar algo. Pero no la encontró. Tal vez la
pudiese ver esa noche. Tampoco había visto a Adela. Imaginaba que estaría con Merche, pero no podía
hacerse a la idea de en qué maldito lugar habían pasado la noche para haber conseguido evitar que se

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

vieran. La idea de telefonear a Merche para quedar la había descartado de inmediato. Sabía que la chica
se mostraría reacia a hablar con él, ya que se olería de antemano que Chema abordaría el incómodo
asunto de la ruptura. Por eso su mayor esperanza residía en un encuentro fortuito e inevitable durante
alguna de esas noches. Había pensado llamar por teléfono a Adela e intentar que ella mediase un
encuentro durante esa noche entre las dos chicas, Pentium y él mismo. La idea tampoco le terminaba de
convencer, pues intuía que, en última instancia, Adela estaría de parte de Merche y no haría nada en
contra de los deseos de ésta aunque fuese de buena fe y para intentar ayudarle. Además, el Viernes Santo
era un mal día para localizar a nadie en su casa. El propio Chema, las pocas horas que no había estado
fuera de casa viendo procesiones y yendo de tapas las había pasado echando una cabezada para descansar
un poco. Así pues, tendría que esperar a ver qué ocurría esa noche.
En realidad, pese a lo que pudiese pensar Merche, Chema no quería intentar una reconciliación a
toda costa. El chico se encontraba dividido en ese aspecto. Como satanista, quería proteger a Merche. No
tenía reparos en reconocer que ella era un ser al que amaba, y en esos momentos entendía que Merche, al
estar dentro de la hermandad y cerca de lo que se estaba preparando, corría un gran peligro. La idea se
podía simplificar en separar a Merche del bastardo de Juan Carlos y todo lo que ese malnacido
controlaba. Y para ello tenía que hacer que Merche volviese a confiar en él y recuperar una relación lo
más parecida posible a la que tenían antes. Sin embargo, Chema se sentía herido por el comportamiento
de Merche durante el último ritual y su orgullo le impedía hacer borrón y cuenta nueva. Se negaba a
asumir toda la culpa, perdonar sin más y seguir como si nada. Por si fuera poco, sabía que debía medir
con sumo cuidado los pasos que iba a dar de ahora en adelante. Había perdido a muchos amigos que
habían tomado decisiones erróneas. Había aprendido una lección muy valiosa el último verano: los
traidores son castigados. Intentar renegar de aquello en lo que creía podría tener consecuencias muy
graves para los dos, e intentar sacar a Merche de la hermandad no parecía la estrategia más apropiada en
vista del fatal destino de Gregorio. Tendría que actuar según su instinto, haciendo lo que él viese justo y
sin renunciar nunca a sus convicciones. No podía arrepentirse ni mirar hacia atrás.
Pentium le sacó de su ensimismamiento. Iba bien vestido, al igual que el propio Chema. El
Viernes Santo siempre era un día en el que la gente iba muy arreglada. Chema, al ver el aspecto que
ambos llevaban, pensó que incluso podían pasar por dos personas importantes.
— ¿Me he perdido mucho?— preguntó Pentium.
— Parece que llegas a lo mejor.
En la plaza sonaron aplausos y vítores. El paso del Santo Sepulcro (Jesucristo inerte, tumbado)
ya había salido y doblaba hacia la izquierda por la calzada. De la puerta de la iglesia salía el otro paso
principal de la procesión, la Virgen de la Soledad, que en lugar de ir sobre una carroza era portada a
hombros de costaleros. La imagen bajaba la rampa lentamente, bamboleándose de un lado a otro en
armonioso ritmo. Redoblaron los aplausos y muchos de los presentes exclamaron voces de júbilo y algún
piropo (guapa, guapa, se oía). La virgen era escoltada por nazarenos con túnica y capirote negros, sin
capa. Los costaleros prescindían del capirote por razones prácticas e iban a cara descubierta. El cofrade
mayor, al frente de la marcha, llevaba una túnica blanca, báculo, y capa y capirote negros.
— Acojonante…— murmuró Pentium— la España profunda.
— Bah, éste es el único paso que llevan a hombros, y aparte de alguno que hace una promesa y
se hace la procesión descalzo tampoco hay grandes salvajadas.
— Eso sí, en otros sitios está mejor organizado.— Pentium señaló algunos nazarenos morados
que iban por libre.— Joder, y ahí van dos de la procesión del Domingo de Ramos— apuntó a unos
nazarenos de túnica roja con capa y capirote verdes.
Cada cofradía tenía su propio uniforme con determinados colores y el escudo de la imagen que
portaba cosido en el pecho. Pero las túnicas podían alquilarse y los nazarenos espontáneos que acudían
por su cuenta a las procesiones podían situarse donde quisiesen, provocando una curiosa y no siempre
estética nota de color.
Terminó de salir todo el desfile. La procesión recorrió la calzada de la plaza y se marchó por una
calle lateral en dirección a la Plaza de la Fuente Vieja. La Plaza Mayor empezó a despejarse.
— Bueno, todavía es pronto para los pubs. Vamos a echar unos botijos en algún bar.

La madre de Adela le abrió la puerta y le acompañó hasta el salón. Le dijo que vendría en un
momento y le ofreció algo para tomar. Chema no quiso nada. Merche aún no había venido.
Finalmente, Chema no había visto a ninguna de las dos chicas la noche del viernes. Había visto a
alguna de las habituales amigas de ambas, pero se negó en rotundo a cualquier acercamiento. No
necesitaba más cotilleos a su alrededor, y preguntar por Merche sólo les daría carta blanca para hablar sin
parar. Sin embargo, al día siguiente, Adela llamó por teléfono a casa de Chema, a eso de las dos y media.

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Alfredo M. Pacheco

Tras las preguntas habituales, ella le invitó a venir a su casa por la tarde. Le dijo que Merche también
vendría. Evidentemente, no podía rechazar semejante invitación. Por teléfono la voz de Adela sonaba algo
preocupada, extraña, distinta en definitiva. Temía que le hubiese podido pasar algo, aunque no sabía qué
podría ser. Adela había quedado apartada ya de toda la aquella pesadilla desde finales de verano.
Chema llegó puntual a la cita. Adela vivía en una casa del casco antiguo del pueblo, más o
menos por la misma zona en la que vivía Jesús María, bastante cerca de la calle Cervantes y la Plaza
Mayor. Nunca había estado en casa de la chica. Era vivienda única (muchas casas del pueblo tenían patio
de vecinos), no demasiado grande tratándose de una casa de pueblo, aunque mayor que un apartamento de
ciudad como el de Chema en Leganés. Tenía dos plantas. Chema suponía que la planta alta estaría
destinada a los dormitorios. El salón en la planta baja, era pequeño y estaba decorado con muebles
antiguos, de color caoba. Chema se había sentado en un tresillo, frente a la televisión. Los faldones de la
mesa camilla le cubrían el regazo, y notaba el calor algo incómodo del brasero. Con todo, la habitación no
era fría. La ventana daba a la calle, y la fachada de la casa estaba orientada al oeste, por lo que recibía luz
toda la tarde. Los rayos de sol entraban oblicuos a través de los encajes de la cortina. En breve la sombra
de las casas de enfrente llegarían hasta allí. El chico se dijo que en verano sería probable que el sol
estorbase para ver la televisión. En definitiva, era una casa acogedora, aunque los muebles podrían
redistribuirse con un poco más de sentido común.
Chema consultó su reloj. Merche se retrasaba. Pentium parecía que se había quedado fuera del
asunto. Chema no se decidió a invitarle por su cuenta por temor a meter la pata.
Adela apareció por la puerta y saludó a Chema. Avanzó un par de pasos y se quedó allí parada,
con las manos juntas y los brazos laxos, como si fuera ella la que estuviera de visita. Chema la observó de
arriba a abajo. Estaba muy cambiada.
Se había cortado el pelo y ahora lucía una media melena ahuecada. Parecía haberse dado reflejos
o mechas, y el negro azabache y brillante ahora se veía con trazas de castaño más mate. La cara, ovalada
y fina, le había engordado un poco, cosa que a Chema le pareció sorprendente en una persona que ese año
se había ido estudiar fuera. Iba vestida con una blusa amplia muy en desacorde con su habitual surtido de
camisetas pequeñas y en general ceñidas. Pero a pesar de la ropa no podía disimular que había cogido
algo de peso. Incluso sus pechos parecían haber aumentado. Hasta que finalmente advirtió la forma de su
vientre. Aún no era demasiado abultado pero ya se hacía imposible de ocultar o disimular.
Estaba embarazada.
Chema se levantó en el acto sin salir de su asombro y saludó a Adela.
— Bueno, Chema, ya sabes por qué no me has visto estas vacaciones.— dijo intentando sonreír.
— Oh, vaya… yo… ¿lo sabe Merche?
— Sí, ella ha estado en mi casa estos días y ya se lo había contado por teléfono. Pero es la única.
No quiero que el resto de las chicas se entere. Vivo prácticamente enclaustrada.
— Por todos los diablos, no puedo ni creerlo… ¿de cuánto tiempo estás?
— De seis meses. Me quedé embarazada al final del verano.
— Ya veo. Y Jesús María es el padre.
Adela bajó la cabeza, avergonzada. Miró hacia la puerta y se acercó a cerrarla.
— En realidad quería hablarte de eso. A Merche le dije que viniera más tarde. Lo que te voy a
contar no lo sabe ella, ni mis padres. Ven, vamos a sentarnos.

No fue hasta la segunda quincena del mes de octubre cuando Adela descubrió su propio
embarazo. Ya en septiembre se había preocupado ante el retraso que notaba en el periodo, pero asumió
que se debía al tremendo shock que supuso para ella la muerte de Jesús María y el resto de
acontecimientos relacionados con Arimán. Al cerciorarse de que iba a tener un hijo, todo su mundo se
vino abajo. Bastante tenía con el traslado a Ciudad Real, el inicio de curso y la ausencia de su novio como
para preocuparse de un embarazo y cómo llevarlo.
Por supuesto, la primera duda que tuvo fue la paternidad del bebé. Chema sabía que durante la
última misa negra, Jesús María y ella habían practicado el sexo, igual que Juan Carlos tomaba a las chicas
que le servían como altar en las reuniones de la Hermandad. Lo que Chema no sabía hasta entonces era la
relación que había mantenido unos días antes, al regreso de la Romería, con Arimán. Los dos podían ser
el padre, y de hecho ella tenía la extraña intuición de que los dos eran a la vez padres biológicos de la
criatura que iba a tener.
Los primeros meses, hasta navidades, fueron los peores. Fueron días de náuseas y vómitos y
noches de pesadillas en las que se veía poseída de nuevo por Arimán, por Jesús María, y por demonios del
inframundo, inmundos en su aspecto. En sus sueños aparecían también Verónica, Pedro y Paco, su
anterior novio, transformados en seres putrefactos que intentaban atraparla y arrastrarla con ella. Se veía

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

reptando por túneles angostos de paredes viscosas, asfixiándose. Otras veces se veía sometida a toda clase
de vejaciones que superaban su imaginación. Y finalmente, veía cómo el feto que llevaba dentro se
desarrollaba y nacía violentamente desgarrándole las paredes musculares, emergiendo como un alien y
destrozándola, haciendola sangrar hasta la muerte. Y el bebé era otra de esas criaturas nauseabundas, a
veces una larva, otras un ser cubierto de llagas y pústulas, pero siempre el centro de atención de todos
esos demonios, como si fuera su rey o su reina. Durante esas semanas pensó que se iba a volver loca.
Amparada en el relativo anonimato de una ciudad más grande, empezó a acudir a un ginecólogo
para que la atendiese durante la gestación. La mujer que le asignaron le calmó en lo referente a las
náuseas y los mareos. Le ofrecieron también apoyo psicológico, pero ella lo rechazó.
Sus padres aún no sabían nada, y el embarazo todavía no era evidente. La notaban rara cuando
les visitaba, pero lo achacaban a la muerte de su novio y a que no se terminaba de adaptar a la vida
universitaria. Pensó entonces en interrumpir el embarazo. Sin embargo, cada vez que esa idea le rondaba
la cabeza, Arimán, el antiguo Arimán, el malvado, le aparecía en sueños y la atormentaba, y sus
pesadillas eran aún mucho peores. Tan terribles fueron esos sueños que su cerebro desechó la idea de un
aborto y ya sólo contemplaba la opción de tener al niño.
En navidades fue cuando le confesó a sus padres el embarazo. Al igual que la ginecóloga, dieron
por cierta la versión de Adela de que durante los días intermedios entre la Romería y la muerte de Jesús
habían mantenido en un par de ocasiones relaciones sexuales, y que pese al uso de anticonceptivos se
había quedado embarazada. Sus padres no le echaron nada en cara y le ofrecieron todo el apoyo posible,
aunque era evidente que la noticia no les agradaba. Durante varios días estuvieron dándole vueltas al
asunto, sobre cómo impactaría en el pueblo la noticia y lo mucho o poco que podría afectar a la chica.
Bastante revuelo hubo en el verano como para que volviesen a señalar a Adela a causa de estar encinta.
Los siguientes meses transcurrieron mejor. Remitieron las náuseas y los vómitos tal y como le
aseguró la ginecóloga. Adela volvió a concentrarse en sus estudios y pudo rendir bastante bien de cara a
los exámenes de febrero. Sin embargo, el embarazo empezó a notarse, y las prendas amplias ya no lo
disimulaban. Empezó a salir lo imprescindible, pues el campus de Ciudad Real era un destino habitual
para los estudiantes de Villanueva de los Infantes y no quería encontrarse con nadie conocido. Lo que le
asombraba era que a esas alturas no se supiera ya en el pueblo. Adela no había coincidido con nadie del
pueblo, pero cualquiera podría haberla visto por la facultad o en el autobús sin que ella se diera cuenta.
Apenas visitó a sus padres, y eran ellos los que se acercaban a verla los fines de semana. Habría viajado a
Infantes aproximadamente una vez al mes, de riguroso incógnito, y no había salido de casa en ninguna
ocasión. A decir verdad, eso era lo que menos le importaba.
Poco antes de las vacaciones supo el sexo de su bebé. Sería una niña. Habló con Merche por
teléfono, pues era inevitable que las dos se vieran durante la Semana Santa, y le contó la noticia en su
versión oficial.
Básicamente, eso era todo.

Chema no sabía muy bien cómo asimilar todo aquello, y no podía dejar de pensar que todo
formaba de un maquiavélico plan que había empezado a gestarse durante el verano. No quería ni pensar
que cuando Juan Carlos hablaba de Su llegada, del día en que Ella viniera, se estuviese refiriendo al
nacimiento de esa niña, de la futura hija de Adela.
— Entonces soy el único en saber la verdad.
— Sí. Sólo tú y Pentium conocéis lo que pasó en verano, y si te hubiese contado la misma
historia que al resto no te la habrías creído.
— ¿Pero cómo piensas que Arimán puede ser también el padre?
— No sabría decirte. Cuando Arimán hizo el amor conmigo al principio pensé que pudo ser un
sueño, o que me podía haber inducido alguna alucinación. Siempre que él andaba cerca parecía que la
realidad se desmoronaba: parecías hacer algo y luego había pasado otra cosa.
— Sí, a mí también me pasó.
— El caso es que de alguna manera pude… sentir su semilla, y era como si se quedase en mí,
esperando… era como si hubiese tejido una tela de araña y quisiese atrapar algo, yo… no sé, a lo mejor
era todo imaginación mía, no sé de dónde sacaba esas conclusiones.
Chema asintió sin reaccionar, esperando que Adela se calmase y continuase hablando. Entendía
lo que ella le quería decir. Sabía por Jesús que, hasta lo que pasó en verano, ella era virgen.
— Bien, pues durante el ritual… no usamos ninguna protección. Supongo que Jesús pensaría que
eso estaba fuera de lugar en una misa negra. Cuando él terminó yo volví a sentir esa tela de araña, esa
trampa que por fin actuaba, como si quisiese unirse a su presa… yo…
— Tranquila, no sigas, no tienes que explicarme más.

125
Alfredo M. Pacheco

Ella dejó de hablar e intentó calmarse y no romper a llorar. Chema no sabía qué decir. Cualquier
apunte por su parte sonaría demasiado forzado.
— Bueno, al menos le he sacado algo bueno a esto…— Adela rió un poco, mirando su vientre y
abarcándolo con las manos— Me quita el frío. Este invierno hasta he pasado calor.
Rieron un poco por la pequeña broma. Detrás de esa intentona de hacer algún chiste para restar
dramatismo a todo el asunto, Chema pudo apreciar la desesperación de Adela ante su situación, y no pudo
evitar compadecerse de ella.
En esos momentos abrió la puerta la madre de Adela. Merche había llegado. Los encontró a los
dos en el tresillo, sonrientes como dos estúpidos tortolitos.

Aunque la noche del sábado no tenía ningún acontecimiento especial (no había procesiones ni
ningún tipo de acto oficial religioso), y la gente ya acusaba dos días seguidos de celebraciones, el
ambiente era bueno en el pueblo. La jornada del sábado era suficiente para descansar y reponer fuerzas, y
así poder volver a salir toda la noche. Por primera vez en las vacaciones, Merche acompañó a Chema y
Pentium en su salida nocturna. No aguantaron mucho tiempo. Tres personas es un grupo muy reducido y
la limitada oferta de sitios a los que ir se agota pronto. Parecía que al ser menos personas, el tiempo se
hiciese más largo, y los chicos se hartaban pronto de estar en el mismo sitio. Pasadas las tres habían
recorrido todos los pubs de la zona, y la única opción que les quedaba, las discotecas, no les sonaba
demasiado atractiva Era demasiado ruido para estar en la pista, la comunicación se perdía y la estancia se
hacía insoportable. Así pues, decidieron retirarse a dormir. Al día siguiente regresarían los tres a Madrid.
Pentium se marchó a su casa en dirección contraria a la de los otros dos. Chema y Merche
compartieron algo de camino.
— ¿Pentium se va mañana en tren o en autobús?— dijo ella por romper el hielo.
— No, le he dicho que se venga con mis padres. En el coche tenemos sitio.— dudó un momento
antes de decir lo siguiente— Vaya, tenía que habértelo dicho a ti también. Habrías cabido.
— Bah, no te preocupes, en serio… Oye, Chema… ¿cómo te has tomado lo de Adela?
La respuesta tardó unos segundos. El chico quiso escoger bien las palabras.
— Bueno, la verdad es que me ha impactado bastante… aún no me lo termino de creer.
— ¿No te lo esperabas?
Chema se había especializado en detectar las preguntas con segundas de su ex. Quería hacerle
caer en una trampa. Merche sabía que habían practicado misas negras, y en analogía a lo que había visto
en la facultad, imaginaba que Adela y Jesús habrían practicado sexo en una celebración.
— ¡Bah, qué mas da eso! Jesús y Adela eran novios. Era normal que se hubiesen acostado.
La intentona de Chema de quitarle hierro al asunto fue suficiente para la chica. Estaba claro que
Chema sabía algo y no quería hablar de ello.
— Casi no te he visto esta semana— dijo él de repente.
— Ya. Casi no he salido. Fui a ver a Adela.
— No hemos hablado…
— Chema, por favor. No insistas. Te dije que esperaba que se nos despejasen las ideas durante la
Semana Santa.
— Sí, pero van a empezar las clases. Independientemente de lo que hagamos nosotros dos va a
estar Juan Carlos…
— ¡Oh, joder, cállate! Estás obsesionado con él. Ya sé que no es ningún santo, pero no le des
más vueltas. Por favor, dejemos el tema sólo por esta vez. Me gusta venir a Infantes y olvidarme de
Madrid, de la facultad y de todo… no lo estropees.
Él no dijo una palabra más. Caminaron en silencio hasta el momento de separarse. Se dijeron
adiós y siguieron cada uno por su lado. Chema se fue bastante molesto. En navidades Merche no había
parado de indagar hasta enterarse de lo que hicieron Pentium, Adela y él en verano. Pero esa vez no le
interesaba hablar y decía que quería despejarse, olvidarse de todo. No obstante, al fin y al cabo, no podía
odiarla. Sólo quería protegerla.
Merche, tan pronto como estuvo sola, empezó a preocuparse. Creía saber lo que quería contarle
Chema acerca de las celebraciones de la Hermandad.
Satán nos ha enviado su semilla… Cuando Ella se encuentre entre nosotros… antes de este
verano…
Ésas habían sido las palabras de Juan Carlos en los rituales.

Fue a la vuelta de vacaciones de Semana Santa cuando las Federaciones Europeas lanzaron su
apuesta más descabellada y la que suscitó más curiosidad entre las masas en general. El partido había ido

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

calando poco a poco en el público. Sus constantes apariciones en los medios y su bien dosificada
propaganda política le habían hecho ganar incesantemente notoriedad y en esos momentos eran una
formación política tan conocida como cualquier partido político con presencia en el Congreso o en el
Senado. La forma en que las Federaciones denunciaban los problemas políticos y sociales, de manera
clara, directa y sin tapujos, proporcionó a estos partidos un número creciente de simpatizantes, adeptos y
afiliados. El votante medio agradecía que un partido nuevo y pequeño, con poco que perder y todo por
ganar, expusiese por fin las cosas como eran, sin rodeos. Los seguidores de las ideas de la FEUNE y sus
homólogas europeas salían de todos los estratos sociales y económicos: obreros, estudiantes,
profesionales liberales, pensadores e intelectuales…
Los gobiernos de los cinco países en los que las Federaciones tenían presencia empezaron, si no
a inquietarse, sí a sospechar de éstas. Sorprendía que una formación con menos de un año de existencia
pudiese manejar semejante aparato logístico y económico, y además coordinarse con otros cuatro países
en los que habían aparecido formaciones equivalentes en un brevísimo periodo de tiempo. Así pues,
intentaron descubrir algún tipo de irregularidad en cualquiera de los partidos. La búsqueda, aunque fue
decidida de mutuo acuerdo en una serie de reuniones informales entre Presidentes de Gobierno y
Primeros Ministros de las cinco naciones (no se llegó a hacer pública la sospecha en el Parlamento
Europeo por cautela), se realizó con independencia en cada país, adaptándose a cada caso nacional y
procurando contar con el apoyo de la oposición.
Uno de los primeros flancos que atacaron los gobiernos francés y español fue la posible relación
entre las Federaciones y el terrorismo nacionalista. Fue además uno de los primeros que se abandonó,
pues ninguna de las dos Federaciones acusadas se había formado en un contexto que pudiera identificarse
ni remotamente con las actuales reivindicaciones separatistas. Tanto la Federación Francesa como la
Española habían demostrado ya ser unos firmes detractores de los métodos coercitivos y desmesurados de
las bandas armadas a ambos lados de los Pirineos. No obstante, habían dejado claro su desacuerdo con un
proyecto de secesión regional en un continente de progresiva unión, donde las fronteras nacionales
deberían desaparecer dejando paso a una serie de grandes regiones históricas, autónomas y
autosuficientes. Esta posición decidida les garantizaba a las Federaciones no alinearse con ningún bando,
nacionalista o estatalista.
El aspecto que se puso en entredicho con mayor empeño fue la financiación económica de los
partidos. Los cinco países implicados cuestionaron de forma más o menos directa la claridad de las
cuentas de las Federaciones. Demasiado presupuesto para unos partidos supuestamente tan pequeños,
cuando además todos los gobiernos estaban convencidos de que ningún gran grupo financiero les estaba
respaldando. Cada federación resolvió satisfactoriamente este problema. Sorprendentemente, gran parte
de los ingresos de esos partidos provenían del patrimonio de sus dirigentes y de aportaciones voluntarias
de una serie de simpatizantes que tenían un enorme poder económico, y que permanecían en el
anonimato. A veces se aportaban cantidades ingentes por parte de una sola persona. Un par de estas
donaciones podían resolver las necesidades económicas del partido durante varios meses. A esos
poderosos mecenas se añadían los seguidores más modestos. Aunque las Federaciones tenían pocos
afiliados, casi todos ellos colaboraban económicamente tanto como estaba en su mano. Los partidos
aportaron sin impedimentos toda la documentación económica exigida y el resultado fueron unas cuentas
claras y transparentes sobra las que nada se podía objetar. Al menos nada que no hiciesen las otras
formaciones políticas.
La entrega de los seguidores de las ideas que defendía Fernando Luengo y sus compañeros
europeos fue la excusa para iniciar otra línea de investigación. En marzo habían aparecido en España las
primeras asociaciones extra-políticas y los frentes de juventudes. Unido al fervor de los seguidores se
pensó que el partido podía ser la tapadera de un movimiento sectario. Esa teoría, en realidad la única
acertada, se estaba comprobando aún durante la Semana Santa. Por supuesto, la FEUNE se había cuidado
muy bien de eliminar su conexión con una secta que a efectos jurídicos no existía y que podía poner en
entredicho la estructura interna de la Facultad de Ciencias de la Información e incluso de toda la
Universidad Complutense. El único que estuvo cerca de demostrar esta conexión, Marcus, lo había
pagado con su vida y sus averiguaciones nunca saldrían a la luz. La facultad, por supuesto, no permitiría
que su buen nombre pudiese ser cuestionado, si bien nadie sospechaba ni remotamente de esa institución.
Así pues, con la conciencia y las manos limpias, y seguros de que la teoría del partido como
secta no prosperaría, los de la FEUNE manifestaron su nuevo concepto de mayoría de edad. Según
Luengo, en muchas ocasiones el ciudadano adquiría prematuramente una serie de derechos al cumplir los
dieciocho años, derechos que o bien no ejercía o si los ejercía lo hacía no siempre de manera adecuada.
Estos derechos incluían el propio derecho al voto. En cambio, otros ciudadanos demostraban ser
merecedores de confianza y se veían privados de estos derechos hasta su mayoría de edad. Las

127
Alfredo M. Pacheco

Federaciones apostaban por la juventud, a la que veían en un ambiente altamente desaconsejable inducido
por los propios adultos, pero con un gran potencial de futuro. Muchos adolescentes merecían tener un
papel más activo en la sociedad. También eran merecedores de esos derechos los niños superdotados,
ignorados sistemática e injustamente por los regímenes jurídicos así como por las instituciones
educacionales y psicopedagógicas. Luengo tachaba de intolerable el hecho de que unas personas con tal
alto potencial, a las que había que estimular en todo lo posible y ayudar a que llegasen a altos puestos en
la sociedad, tan sólo contasen con la ayuda de unas pocas asociaciones por iniciativa propia y quedasen
en la mayoría de los casos relegados a entretenimiento de segunda categoría en los medios de
comunicación.
Por tanto, las Federaciones propusieron una doble meta. La primera era lograr la redacción de
una Constitución Europea que tuviese preeminencia sobre las cartas magnas de los países miembros. En
esa ley suprema de la Unión se contemplaría un nuevo régimen político: la Federación Europea. Uno de
los cambios más importantes sería el de hacer pasar a los ciudadanos un examen mediante el cual se
obtendría la equivalencia a la mayoría de edad, con todos sus derechos y deberes. Este examen podría
realizarse antes de los dieciocho años. Por tanto, cada ciudadano alcanzaría la mayoría de edad cuando
demostrase ser una persona adulta. Las Federaciones argumentaban que el proyecto resultaría viable y
que los estados tenían capacidad e infraestructura para realizar al menos dos convocatorias anuales. El
contenido y carácter de la prueba aún estaban por concretar, así como las alternativas para personas que
alcanzasen ciertos umbrales de edad.
La idea, por supuesto, hizo que la mayoría de las instituciones democráticas calificaran la idea de
anticonstitucional, contraria a la democracia, fascista y elitista. Las Federaciones empezaron a mostrar su
verdadera cara, ya que no consideraban correcto medir a todas las personas por el mismo rasero. La
igualdad de oportunidades era una cosa. El café para todos otra muy distinta.
Pese a lo esperado, los ciudadanos acogieron la idea al principio como algo divertido y
anecdótico. Luego empezaron a tomarla en serio y a verla como una opción a considerar. El sector más
joven se volcó por entero con el proyecto, y la FEUNE se convertiría en poco tiempo en el partido con
mayor proporción de seguidores adolescentes que había visto la última etapa democrática española. Los
frentes de Juventudes Europeístas empezaron a contar con más y más miembros.
El verdadero juego había comenzado.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XVº:
Compañeros inseparables.
El destino cruza nuestros caminos con los caminos de infinidad de personas. A veces esas sendas
vuelven a separarse y en otras ocasiones continúan parejas. La vida es una acumulación de coincidencias
mediante las cuales se conocen amistades, amoríos, enemigos… Nunca se sabe en qué momento encontraremos
a otro alma vagabunda con la que compartimos un vínculo especial más allá de las aficiones y los gustos
comunes. Nunca se sabe cuándo esa otra alma se marchará de nuestro lado. Medias naranjas, almas gemelas,
todo llega tarde o temprano y de la forma más extraña.
Sólo hay que tener paciencia y un poco de fe; y saber observar a los que nos rodean.

Las clases se reanudaron y empezó la recta final del curso. Sólo quedaban los meses de abril y
mayo. Junio estaba destinado por entero a los exámenes finales.
Manu, compañero de Juan Carlos, llegó puntual la mañana de ese primer día y bajó nada más
entrar en la facultad al pasillo de la videoteca. No acudiría a clase hasta la tercera o cuarta hora. No lo
necesitaba, en realidad. Tenía plena confianza en que tras los exámenes, cuando publicasen todas las
notas, podría ir a secretaría a solicitar el título de Licenciado en Ciencias de la Información. Y en
cualquier caso, Manu sostenía la opinión de que en las clases no aprendía apenas nada. Llevaban cinco
años repitiéndole los mismos conceptos. Él prefería estar allí abajo, en las entrañas de la facultad. Así
llamaba a los sótanos de Ciencias de la Información. En esos pasillos y escaleras residía la más pura
esencia de los estudiantes: las salas de edición, los estudios de fotografía y televisión, los laboratorios de
radio, las instalaciones de Radio Complutense, las aulas de informática, la biblioteca en la planta baja,
reprografía; e incluso la cafetería, punto de reunión donde los alumnos conversaban, debatían y en
definitiva aprendían. Muchos de esos pasillos y laboratorios eran prácticamente desconocidos para la
mayoría de estudiantes. Cuando Manu inició sus estudios allí descubrió desilusionado que el número de
prácticas estaba muy por debajo de sus expectativas. Apenas un par de asignaturas les daban la
posibilidad de usar alguno de los laboratorios. En un principio, la situación le disgustó, pues opinaba que
las prácticas eran un derecho y no un privilegio. La concepción de Manu de la carrera que realizaba era la
de unos estudios que debían formar profesionales y no ratones de biblioteca. Con el paso de los cursos, la
opinión del chico fue cambiando radicalmente. Los sótanos le fueron pareciendo un lugar familiar donde
alejarse de todos sus anodinos compañeros, niños bien devoradores de apuntes, copistas compulsivos y
vomitadores de ideas memorizadas en dos folios blancos. Las prácticas pasaron así a convertirse en una
especie de selección natural. Se dio cuenta de que quien se lo proponía podía sacar provecho al material
de la facultad. Bastaba buscar la optativa adecuada, realizar determinados trabajos de clase, y moverse un
poco para lograr los permisos. Las posibilidades eran mayores de las que en un principio cabía pensar.
Acceder a las prácticas requería en definitiva tener iniciativa, una cierta tenacidad y un poco de esfuerzo;
no venían solas. Por tanto, en los pasillos de los sótanos Manu se encontraba con chicos que como él
demostraban tener inquietud y se habían movilizado, y no el resto de apáticos que esperaban a que todo
les viniese hecho.
Por otro lado, la posición de Manu era realmente privilegiada. Gracias a Juan Carlos y a la
Asociación, Manu conocía a muchos cargos estratégicos (directores de departamentos, miembros del
decanato, técnicos…) y los trataba con la misma familiaridad que a cualquier otro alumno, si bien nunca
se había mostrado prepotente ni arrogante. Podía vagar por los sótanos a sus anchas. Tenía las llaves de la
mayoría de los cuartos y los becarios de los departamentos le concedían las horas que fuesen necesarias
para el uso de cualquier laboratorio sin tener que presentar permiso firmado por un profesor. Los técnicos
le conocían y nunca hacían preguntas. Era el amo del calabozo; en el inframundo estaba su señorío.
A muchos de sus compañeros de clase les resultaba curioso la fuerte amistad entre Manu y Juan
Carlos. Incluso al propio Manu le sorprendía. El chico trataba a Juan Carlos con respeto pero de igual a
igual, con franqueza, y aunque se podía apreciar que Juan Carlos ejercía el rol de líder del grupo, Manu
no se mostraba tan descaradamente pelotillero como lo hacía Iván. La historia venía de bastante atrás.
Manu había conseguido terminar el bachillerato y acceder a los estudios de Ciencias de la
Información aún viviendo en una de las zonas más marginales de Carabanchel. Hijo menor de unos
padres conflictivos pero que nunca llegaron a separarse, era el único de la familia que había terminado la
enseñanza no obligatoria. Sus hermanos habían terminado el colegio a duras penas y apenas habían

129
Alfredo M. Pacheco

completado el primer curso de instituto. La vida de Manu parecía sacada del perfecto culebrón: chico de
ambiente conflictivo que logra salir adelante. De hecho, Manu obtuvo una beca en su primer curso de
universidad con la que se vio exento de pagar la matrícula (al ser de Madrid eso le era más que
suficiente), mérito que repitió los dos años siguientes, hasta que logró unos ahorros y un nivel de renta
que le permitieron costearse los dos años del segundo ciclo.
Pese a todo, Manu nunca sintió rencor ni deseos de venganza contra su familia, y cuando se
mudó a su propio apartamento dos años atrás fue para disponer de su propio espacio y vivir en una zona
más cercana a la facultad y mejor comunicada. Él era un individualista. Sabía que nadie le iba a sacar de
la cloaca en la que se había criado y que si quería obtener algo tendría que conseguirlo por él mismo. Ya
desde niño comprendió la clase de futuro que le podía esperar: en el mejor de los casos, trabajar desde los
quince años, yendo de empleo en empleo, sin llegar a ser nadie; en el peor, una vida condenada por el
alcoholismo o la toxicomanía y una muerte prematura en alguna oscura esquina. Muchos de sus amigos
habían acabado de una u otra forma, y aunque no se sentía superior ni les despreciaba (de hecho, aún tenía
un gran vínculo emocional con ellos), tenía claro que no quería nada de eso. Apostó por la educación
como vía de escape.
Contra todo pronóstico, le salió bien.
No fue un camino fácil. Estudiaba en un instituto en el que resultaba prácticamente imposible
avanzar materia debido al nivel y la actitud de la clase. Tenía que afrontar la incomprensión y la burla de
sus amigos y la reticencia de sus padres a que estudiase. Preferían que en lugar de perder el tiempo con
los libros se pusiese a trabajar en serio y aportase dinero a la casa. Manu tuvo que sacar de donde no
había: estudió por su cuenta, completando lo que no se daba en las clases; trabajó veranos y fines de
semana en empleos de poca monta, y en definitiva se las arregló para llegar al examen de Selectividad y
aprobar con nota.
Durante su último año de instituto empezó a coquetear con las ideas del satanismo. Encontró
algunas referencias a la Iglesia de Satán de LaVey al hacer un trabajo para la asignatura de Filosofía.
Quería hacer un pequeño dossier sobre modos alternativos de pensamiento y moralidad en la sociedad
occidental. La labor fue dura ya que era difícil encontrar referencias serias sobre cultos paganos o
demoníacos en las bibliotecas de su barrio. El trabajo obtuvo una nota mediocre, ya que la panorámica
resultó parcial, algo sesgada y demasiado dispersa. Sin embargo, Manu sacó sus propias conclusiones,
enriqueció su bagaje cultural, y al rastrear el culto a Satán hasta el siglo veinte, llegó al satanismo
moderno. Obtuvo algo más de información y descubrio una realidad bastante diferente a la que difundían
las películas de terror y las novelas baratas. Encontró atractivas semejanzas entre la filosofía satanista y su
modo de ver la vida. Y la posibilidad de tener de algún modo un objeto, una referencia, en la que
depositar su fe, sus creencias y su energía (por razones personales se negaba en rotundo a entregarse a la
fe católica) le hizo sacar fuerzas en el último y más difícil año de instituto; un año en el que todo su
proyecto se tambaleó debido a la presión externa, más fuerte que nunca, y en el que de no ser por su
fuerte instinto de convicción y sus recién adquiridos ideales, habría abandonado su lucha y sucumbido a
la vida marginal de la que deseaba huir.
Superó con éxito el examen de Selectividad y se fue ese verano a la costa, a trabajar como
camarero para reunir algunos ahorros. El paréntesis veraniego, fuera de aquel ambiente infernal, le hizo
mucho bien. Volvió a Madrid con un look renovado, más acorde con sus ideales: más pendientes,
colgantes, y un tatuaje, aún pequeño, en el hombro.
Empezó la universidad con fuerzas renovadas.
Juan Carlos estaba en su misma clase. El liderazgo innato de éste le convertía en una persona
propensa a destacar entre el resto. Así, aunque Manu no había hablado con él, a los pocos días ya lo
conocía debido a su reputación. En un principio, pensó que Juan Carlos parecía un pijo y un estirado,
siempre con ese trato impecable. Pero Manu tenía una lección bien aprendida: no dejarse guiar por las
apariencias y no prejuzgar según éstas. Igual que muchos le juzgaban a él erróneamente por su aspecto
físico, él no quería sacar conclusiones precipitadas juzgando a priori la apariencia de Juan Carlos. A las
pocas semanas tuvo que formar un grupo de trabajo para una asignatura. Había ido conociendo gente y
sabía de un par de personas con las que le interesaba mucho trabajar, pues eran muy buenos en el área en
la que tenían que moverse. Ellos también buscaban su ayuda. En el grupo ya se había apuntado Juan
Carlos. Manu no hizo objeción alguna, y pensó que sería una buena oportunidad para calibrar al pijo.
Evidentemente, Juan Carlos fue asumiendo el mando del grupo y ejerció de director del trabajo. Demostró
increíbles dotes para la organización. Repartía tareas, hablaba con todos, coordinaba las diferentes partes
del trabajo… Gracias a su carisma, conseguía que todo el mundo trabajase duro, asignando el cometido
más apropiado a cada persona, de tal forma que todos se encontraban agusto y rendían al máximo. Manu
quedó gratamente sorprendido.

130
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Durante ese trabajo, Juan Carlos le preguntó acerca de sus colgantes y el tatuaje de su hombro
(aún muy pequeño). Manu, sin afán de dárselas de duro, le habló de la cruz invertida que llevaba y de
otros adornos. Juan Carlos charló con él acerca de los símbolos, demostrando tener amplios
conocimientos de temas esotéricos y religiosos. Se hicieron amigos y siguieron hablando en las horas
muertas en las que no tenían clase. Juan Carlos habló a ese primer círculo de amistades (en el que se
encontraba Iván) de su visión de crear una sociedad, una hermandad, donde sus miembros pudiesen
compartir sus creencias y expresarse a través de ritos y ceremonias. Manu pensó que aquello era una
locura, y un par de chicos opinaron que no eran más que tonterías y no hicieron mayor caso. Pero Juan
Carlos, con su oratoria, hizo que el resto creyera que era posible. Manu podía ver la fuerte convicción de
esas palabras, y el vehemente deseo de hacerlas realidad.
Los comienzos fueron duros. El primer año no tenían ni sitio ni recursos. Había muchas
reuniones en la cafetería acerca de toda la teoría, pero pocas prácticas. Se hicieron algunas ceremonias
rudimentarias en los pisos de algunos miembros, pero Juan Carlos no estaba satisfecho aún. Era muy
exigente con toda la parafernalia que requería un ritual y decía que no había lugar para las chapuzas. Así
que en lugar de simplificar complicados ritos, se optó por otros más sencillos a fin de poder seguirlos al
pie de la letra. A finales de curso, se elaboró un primer archivo con la lista de los miembros de la
hermandad, a la que se llamó provisionalmente “El Círculo de Lucifer”.
Juan Carlos, al parecer, no descansó durante el verano, obsesionado con la hermandad. Manu
pensó que al empezar nuevo curso el proyecto quedaría aparcado hasta desaparecer. Sin embargo, se
realizaron nuevas adhesiones. Por primera vez se vio a un profesor entre los miembros, si bien mantuvo
siempre mucha discreción y sólo los más cercanos a Juan Carlos supieron de su pertenencia. La verdadera
evolución de la hermandad fue en ese curso. Empezó la recaudación de dinero, las incorporaciones de
personas de peso en la facultad y de alumnos de otras facultades, la obtención de material para los
rituales, la informatización de los archivos… Cuando Manu empezó tercer curso, consiguieron por fin un
sitio definitivo: la sala de ceremonias situada en los sótanos. Se habían diseñado las túnicas y por fin
todos dispusieron de vestimenta homogénea. La asociación se convirtió en algo muy parecido a lo que era
en esos momentos. Empezaron a llegar fondos donados por miembros de renombre. Las cuentas siempre
fueron llevadas con mucho celo y secreto absoluto, y fue uno de los pocos asuntos que no se registró
mediante ordenador. En ese tercer año, consiguieron hacerse con el despacho de la capilla y así tener un
punto de contacto para los interesados. Ese tercer año fue también uno de los de mayor crecimiento para
la secta, cuantitativa y cualitativamente. La hermandad quedó definitivamente consolidada y se convirtió
en lo que era hoy en día. La afluencia de más gente hizo que se tuvieran que gestionar bases de datos de
miembros activos. Las tareas se especializaron: algunos se encargaban de traer nuevas túnicas, otros de
lavarlas tras las ceremonias, otros de preparar las cartas para las convocatorias… Manu preparaba todos
los rituales, dejando la sala lista para comenzar. Se pensaron algunos nuevos nombres para la asociación,
aunque ninguno pasó a ser oficial. Todos se referían a ella como “la Hermandad”, “la Asociación” o “el
Círculo”.
Las notas dejaron de preocuparle. La influencia de la hermandad era tal que ningún profesor le
haría repetir su asignatura, siendo él miembro fundador y brazo derecho del Sumo Sacerdote. Tenía la
carrera resuelta, y eso le permitió volcarse a la asociación y a otras actividades, como el trabajo o la
obtención del permiso de conducir.
En quinto, su último curso, el crecimiento fue muy bajo y la actividad más relajada. Aparte de
Chema, el difunto Gregorio, y Merche, sólo un par de personas más se habían unido a la hermandad. No
importaba demasiado. No necesitaban ir haciendo campaña ni deseaban convertirse en un fenómeno
multitudinario. El estancamiento en el número de miembros permitió que una infraestructura preparada
para fuertes crecimientos se pudiera manejar con una facilidad asombrosa.
Por supuesto, había miembros que dejaban la asociación. No eran muchos si se comparaban con
los que se apuntaban. Juan Carlos era más reacio que él a estas deserciones. No obstante, a Manu
tampoco le agradaban. No veía con buenos ojos que algunos se apuntasen sólo por la curiosidad o el
morbo. Algunos oían hablar de la asociación y querían verla por dentro. Sobre todo, les atraía mucho el
asunto de los rituales. Se habían dado casos de personas que se apuntaban para poder realizar un
acercamiento sexual durante las ceremonias. Eso no lo toleraba Manu, que todo el significado de la misa
sacrílega se redujese a un maldito magreo de tres al cuarto. Por eso, no sentía nada por todos aquellos que
tras renegar de la hermandad habían sufrido algún tipo de desgracia: accidentes, secuestros, o incluso la
muerte. La asociación no estaba tras ninguno de esos incidentes.
Pero Satanás es vengativo, y Roma no paga a traidores.
Manu apoyaba a Juan Carlos al cien por cien en todas y cada una de las cosas que emprendían.
La amistad que tenían era fortísima. Y a pesar de que Iván se autoproclamaba brazo derecho y Manu en

131
Alfredo M. Pacheco

efecto era el miembro número tres, no se preocupaba ni se sentía amenazado. Si bien había que
reconocerle a Iván una gran labor a la hora de levantar el proyecto, Manu no necesitaba justificarse ante
nadie como lo hacía el otro. Tal vez Iván necesitase demostrar contínuamente que era el inseparable
compañero de Juan Carlos, pero no era el caso de Manu. Él dedicaba una parte nada despreciable de su
tiempo a proyectos personales fuera de la carrera y de la hermandad, proyectos en los que no entraba Juan
Carlos. Tenía un alto grado de autonomía (nunca dejó de ser un individualista), y sabía que Juan Carlos
valoraba eso. De hecho, el grado de confianza que éste depositaba en Manu era cada vez mayor, a veces
en detrimento de Iván. Manu veía posible que Iván se hubiese percatado y e incluso hubiera llegado a
desarrollar algo parecido a los celos.
La prueba de este grado de confianza en aumento era que, antes de Semana Santa, Manu se había
encargado de un asunto que debería haber sido trabajo de Iván. Un “trabajo sucio”. Le tendió una
emboscada a un entrometido que había descubierto más cosas de las necesarias sobre la Hermandad. El
trabajo fue muy fácil. Haciendo uso de unas subestimadas habilidades en informática, dejó pistas falsas
sobre la facultad, y colgó en la red unos inéditos planos de los sótanos de la facultad. Sólo había que
esperar a que alguien mordiese el anzuelo. Fue la noche del jueves. Rastreó al curioso que había requerido
los planos, y cuando vio que el ordenador que usaba estaba ubicado en la misma residencia donde había
estado Miguel, uno de los miembros, en cuya habitación estaba ahora un compañero de clase de Chema,
tuvo claro que había encontrado al espía.
Le sorprendió bastante que Marcus, del que no conocía ni su aspecto, se presentase en menos de
veinticuatro horas. Le reconoció en seguida. Aquel chico despistado de bata blanca no era un técnico, y
con un trozo de papel arrugado en la mano iba comprobando una por una las puertas del pasillo de la
videoteca. Le siguió sin que el pobre Marcus reparase lo más mínimo en su presencia. La forma en que
curioseaba las puertas del tercer sótano fueron la prueba definitiva de no se equivocaba de hombre. El
infeliz se adentró en la boca del lobo creyendo que le había tocado la lotería. Manu esperó un tiempo
prudencial y después bajó a cumplir con su cometido.
Sólo tuvo que disparar.
Era la primera vez que mataba a alguien. De hecho, nunca había hecho daño de ninguna clase a
una persona con semejante premeditación. No fue tan traumático. No tuvo el más mínimo remordimiento
de conciencia, aunque sintió cierta lástima por haberle creado tantas ilusiones a ese pobre diablo. Hasta
parecía un tipo majo. En otras circustancias podrían haberse llevado bien.
Juan Carlos le había dado instrucciones precisas sobre cómo deshacerse del cuerpo y del arma
que le había facilitado. Las cumplió al pie de la letra con toda tranquilidad. Sabía que al estar protegido
por la hermandad nunca se relacionaría su nombre con la desaparición (pues al no encontrarse el cadáver
no se podía hablar de asesinato) de Marcus. Antes de medianoche estaba en su barrio celebrando con unos
amigos la llegada del fin de semana y de las vacaciones.
Volvió a las clases como si tal cosa. Su mente sólo albergaba un par de dudas.
La primera: si Marcus conocía al compañero de clase de Chema, que estaba en su misma
residencia. La segunda: si, de ser así, si el compañero de Chema llegaría a sospechar algo.
No tardó mucho en deducir la respuesta en vista de los hechos que sucedieron posteriormente.

De todos los sitios posibles para quedar en Madrid, Fernando Luengo había escogido el único al
que sólo se podía acceder a pie. Juan Carlos pensaba que el secretario de la FEUNE debía de disfrutar
torturándole. Pasear no era una actividad del agrado de Juan Carlos, y la Dehesa de la Villa era
precisamente un lugar idóneo para eso. No le importaba ir de un sitio a otro andando si la distancia no era
lo suficientemente importante como para coger el transporte público (una o dos paradas no merecían la
espera en los andenes o en las marquesinas), pero se sentía más cómodo en paisajes urbanos salpicados de
paradas de autobús y de alguna que otra boca de Metro.
A pesar de estar en el interior de la ciudad, y al lado de zonas bastante céntricas, la Dehesa de la
Villa parecía un lugar totalmente ajeno a la capital. Era como una ventana a Madrid, pero desde dentro.
Juan Carlos llegó allí desde la facultad, tras subir al Paraninfo e internarse por entre las facultades de
ciencias. Se incorporó al circuito de la Dehesa y siguió andando hasta llegar al lugar de la cita, el llamado
Cerro de los Locos. El serpenteante circuito era transitado por deportistas aficionados y grupos de
ancianos, ocasionalmente acompañados por algunos de sus nietos. Más o menos a la mitad del camino,
salió de la ruta y accedió por unas precarias escaleras de madera a una altiplanicie que hacía las veces de
campo de fútbol de arena. Había un par de porterías oxidadas y una torreta en cuyas paredes, acribilladas
de pintadas y firmas ilegibles se jugaba al frontón. Una carcomida bandera española pendía de un mástil,
oxidado como las porterías. La tarde era cálida y despejada, y el viento no soplaba demasiado fuerte, por
lo que la Dehesa estaba especialmente concurrida.

132
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

En uno de los bancos del cerro, Fernando Luengo contemplaba la sierra madrileña, sentado en el
centro del asiento con los brazos abarcando el respaldo y la pierna izquierda en ángulo, descansando el
tobillo sobre el muslo derecho. Sonreía complacido por algo, casi divertido. Su expresión podía
compararse a la de un hombre enamorado, si bien Juan Carlos estaba seguro de que la causa de su
divertimento debía de ser otra. Cuando éste se acercó, Luengo giró la cabeza y le saludó cordialmente.
Bajó el pie izquierdo al suelo y quitó los brazos del respaldo, invitándole a sentarse.
— Te estaba cuidando el sitio. ¿Te has fijado en que de esta forma nadie más se sienta en el
banco?
— Pareces bastante contento. ¿Para qué me has llamado?
— Me encanta ver el paisaje de la sierra. Eso de por sí me pone contento. Por lo demás, quería
que me dijeses qué tal te fue con esa persona que sabía tanto sobre nosotros.
— Ya no nos debe preocupar. Manuel, uno de mis hombres de confianza, fue el que se encargó.
Le tendió una trampa. En realidad el entrometido era un inconsciente que se estaba emocionando
demasiado con sus hallazgos. Fue a la facultad pensando que iba a descubrir algo definitivo y se metió en
la boca del lobo. Nadie lo echará en falta.
— ¿Nadie?
— No era de la facultad. Hemos encontrado la conexión que le unía con nosotros.
— Te escucho.
— Está en el mismo colegio mayor en que estaba Miguel, un miembro del Círculo que ahora
trabaja también en el partido.
— Sí, sé de quién me hablas.
— En ese colegio mayor está ahora un compañero de clase de Chema.
— Entiendo.
— Sí ese chico sabe también algo, me encargaré…
— No, no te molestes. Lucifer me ha comunicado que investigará y resolverá el caso
personalmente.
— Vaya. Me complace oír eso. Veo que después de tanto tiempo inactivo, el Príncipe de las
Tinieblas vuelve a velar por el éxito de toda la misión.
Juan Carlos albergaba un sentimiento de celos hacia el secretario de la Federación. No entendía
por qué el Hijo de la Mañana había dejado de atender a sus ruegos desde el mes de julio y en cambio
Luengo parecía poder localizarle con tan asombrosa facilidad.
— Nos queda muy poco, mi aventajado alumno. Pronto las fuerzas leales a Satán se levantarán
en armas y destruirán a los adoradores del cielo y a todos los hipócritas que dicen estar con nosotros.
Recuérdalo, Juan Carlos. Muchos querrán salvarse alegando ser de los nuestros, pero no va a ser así.
Satán sabe distinguir sus auténticos fieles de los falsos, y Su enviada a la Tierra les destruirá, preparando
así su mandato. Su poder es como el del sol que nos alumbra. Nada podrá hacerle frente. Será
desintegrado y reducido a polvo, a menos que polvo, a nada. ¡Ah, qué vista tan reconfortante! Todo se
perfila tan bueno… es una lástima que LaVey no esté aquí para presenciar este gran triunfo. Era un buen
hombre, leal con nuestra causa…
— ¡Pero LaVey está muerto!— exclamó de pronto Juan Carlos, rompiendo su impecable
compostura— Tú mismo lo has dicho. Satán distinguirá a sus verdaderos fieles. No importa que formen
parte de su autoproclamada auténtica Iglesia. Ésta no es una guerra de hombres.
— ¿Eso crees? Te garantizo, mi estimado pupilo, que echaremos de menos a tan valioso aliado al
otro lado del océano. Y ahora, si me disculpas, he de irme. Me esperan asuntos más mundanos. Recuerda
que pronto empezará la campaña electoral y tú también eres parte de ella. Buenas tardes.
Luengo se levantó y caminó hacia el circuito. Bajó las destartaladas escaleras con una singular
dignidad y apostura, y se perdió por la senda arbolada. Parecía que pretendía salir de la Dehesa por su
parte norte, y llegar a Francos Rodríguez.
Juan Carlos se quedó sentado unos minutos más. Las palabras del secretario de la Federación le
habían tocado su fibra más sensible.

Los primeros días de clase se le hicieron especialmente tediosos a Chema después de haber
pasado las vacaciones en Villanueva de los Infantes. La noticia del embarazo de Adela le tenía además
demasiado preocupado y le resultaba muy difícil concentrarse. No quedaban ni dos meses para el final de
las clases y era un mal momento para perderle el pulso a las asignaturas, pero no podía evitarlo.
Chema pasaba gran parte del tiempo meditando sobre la relación entre el embarazo de Adela, la
Hermandad, y Arimán. Había demasiadas preguntas en el aire y Chema no sabía cómo afrontar todo
aquello. Se encontraba perdido.

133
Alfredo M. Pacheco

En primer lugar estaba la cuestión de la paternidad de la niña, pues Adela le había confesado sus
temores acerca de que Arimán fuese el padre y no el finado Jesús María (¡cómo le echaba de menos en
aquellos momentos tan difíciles!). De serlo, la visión de todo lo ocurrido aquel verano resultaba distinta.
¿Era ése el verdadero objetivo de Arimán, dejar embarazada a Adela? Las cosas parecían tener así más
sentido que cuando Arimán era percibido como un demonio surgido al azar que sembraba el caos y la
muerte en las calles del pueblo. No obstante, aquello abría más interrogantes.
Dejando de lado el tema de la paternidad, Chema estudiaba la posibilidad de que el nacimiento
de esa niña fuese la llegada que tan orgullosamente anunciaba Juan Carlos en sus rituales. Eso resultaba
mucho más inquietante, pues… ¿con qué objeto vendría esa niña al mundo? ¿Qué recompensas esperaba
Juan Carlos para él y para sus fieles sectarios por el celo que ponía en este acontecimiento? Y lo más
importante ¿cómo sabía todo aquello? Chema presentía estar en mitad de alguna maquiavélica
encrucijada y no tener ni idea de lo que realmente pasaba.
Además, le quedaba un cabo por atar: la FEUNE. Sabía que tenía que estar implicada de alguna
manera. Algunas pistas le habían llevado hasta el partido, tanto en verano como a principios de curso.
¿Qué clase de relación tenía con todo eso: con Arimán, con la hermandad, con ambos…?
¿Qué podía hacer ante esa avalancha de pistas, indicios y verdades a medias? Si el peligro era la
niña, veía una difícil solución. Adela había rechazado de plano el aborto. No podía hacer nada al respecto;
Adela iba a dar a luz. Si la clave se encontraba en la FEUNE, no podía imaginar la forma de tan siquiera
intentar algo contra ellos. Y en cuanto a la Hermandad, debía jugar muy bien sus cartas pues sospechaba
que apenas había visto una mínima parte de lo que era capaz como organización. Pero por alguna razón,
intuía que la respuesta la encontraría en Juan Carlos. El veterano sabía, con toda seguridad, mucho más de
lo que admitía en un principio. El podría darle la respuesta a lo que estaba sucediendo realmente, y a
partir de ahí, Chema sabría a qué atenerse. En él estaba la llave.
Sin embargo, no tenía decidido cómo abordarle. Juan Carlos jugaba a un juego ambiguo. Parecía
estar muy interesado en que Chema fuese miembro de la Hermandad; y sin embargo era reacio a darle
explicaciones sobre las cosas que Chema había querido saber. Y por otra parte, Chema no quería provocar
un enfrentamiento directo, pues Juan Carlos se encontraba en una situación de poder al frente de la
organización.
Tenía que encontrar alguna forma, algún medio para actuar.
Chema pensaba en todo aquello mientras se tomaba un café y un bollo en la cafetería. Disponía
de una hora libre y había bajado a intentar despejarse. Era media mañana y el sitio estaba repleto. El buen
tiempo iba animando a dejar las aulas y acercarse al césped y al bar. Chema había encontrado una de las
mesas de dos sitios libre, casi por casualidad, ya que sus ocupantes se levantaban en ese momento y él
tomó el relevo. El aire estaba viciado, y el humo del tabaco de los que fumaban enturbiaba la luz que
entraba por los ventanales del comedor. A pesar del ambiente sofocante y de la cafeína, Chema iba
entrando progresivamente en un estado más y más relajado.
Entonces llegó Merche.
— Chema ¿estás aquí solo?
— Sí, he bajado a tomar algo. No he desayunado bien y tenía un poco de gusa.
— Tú nunca desayunas bien.
— Precisamente. ¿Y tú qué haces?
— Hemos hecho unas fotocopias y ahora íbamos al césped.— Cerca de la puerta había algunas
chicas de clase que esperaban a que Merche terminase de hablar.— Si te quieres venir…
— Oh, gracias, pero me quedaré aquí a terminar esto.
— Bueno, como quieras…— Merche no se decidía a marcharse. Parecía que quería decirle algo
más.— Oye, que… bueno, perdona por lo de Semana Santa, a lo mejor deberíamos haber hablado más,
pero estuve todo el rato con Adela, ya sabes.
— No te preocupes, hiciste bien. Adela ahora va a necesitar mucho apoyo.
Merche puso una mano en el hombro del chico.
— Bueno. Si te preocupa el tema del embarazo, ya sabes que me puedes contar lo que quieras.
Sigo siendo tu amiga aunque hayamos roto.
Chema miró a Merche a los ojos. Quería expresarle toda la preocupación, la desesperación y la
impotencia de su situación. Pero no dijo una palabra, y Merche se fue.
A los cinco minutos apareció Rafa.
— Hola, he visto a Merche y me dijo que estabas aquí. ¿Me puedo sentar?
— ¡Sí, claro!— Pobre chico, pensó Chema. Todos pensando en sus cosas y le habían dejado
solo.— ¿No vas a tomar nada?

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— ¿Eh…? No, yo no…— la mirada usualmente perdida de Rafa reflejaba cierta consternación.
Parecía costarle concentrarse, y tardaba en responder y en hilar cuatro palabras seguidas.— Verás, yo…
estoy preocupado por un compañero de mi residencia. Marcus, el que buscó al tal Miguel cuando me
llegó una carta para él por error.
— Sí, ya recuerdo. ¿Qué le pasa?
— No le he vuelto a ver desde Semana Santa.
Rafa explicó lo que sabía con un discurso disperso y desconectado, interpelado continuamente
por Chema, que le pedía aclaraciones sobre cosas que el otro daba por sentadas.
Marcus no había vuelto a ser visto en la residencia desde el día antes de vacaciones. Rafa
ignoraba si su compañero había pasado la Semana Santa en Asturias, de donde era natural, pero por lo
que sabía, Marcus apenas iba por su tierra, incluso en fechas como aquellas. Por eso Rafa intuyó (y en
realidad acertó) que a Marcus tenía que haberle pasado algo grave. Algo que el propio Marcus incluso
había previsto, pues avisó por anticipado a Rafa.
Cuando el chico regresó de las vacaciones, se encontró con una carta para él remitida por Marcus
desde la misma residencia. No se la pudo mostrar a Chema, pero en el manuscrito que contenía la misiva
(no cayó en la cuenta de mirar la fecha del matasellos) ponía que se había escrito el jueves día uno de
abril. En realidad, el sobre que recibió, de tamaño cuartilla, contenía dentro otro sobre formato ejecutivo,
también cerrado. En el anverso de este segundo sobre, se podían leer las instrucciones de Marcus. Sólo
debía abrirse en caso de que al recibir la carta, el paradero del chico fuese desconocido. De lo contrario,
Rafa debería entregar la carta de vuelta a Marcus y olvidarse del asunto. Extrañado por todo aquello, Rafa
se limitó a ir a la habitación de Marcus y darle el sobre.
Evidentemente, no había nadie.
Preguntó por él en las oficinas de la residencia, pero no sabían donde estaba. Imaginaban
(aunque no lo había dicho expresamente) que se habría marchado de vacaciones, pues no lo habían visto
durante la Semana Santa, y que siendo el primer día de clase tal vez estuviese aún por regresar. Cuando
pasados dos días seguía sin aparecer, la residencia llamó a casa de sus padres. Según ellos, Marcus no les
había avisado de que iría durante Semana Santa, y por tanto pensaban que estaba en Madrid. Fue entonces
cuando se interpuso la denuncia de la desaparición de Marcus, si bien Rafa no se enteró de esto. Él se
limitó a seguir las instrucciones del sobre. Ya que su paradero era desconocido, procedió a abrirlo.
Dentro halló el manuscrito referido y otros folios sacados por impresora. En la carta escrita a
mano, Marcus contaba que había averiguado la conexión entre una secta que operaba en la facultad y un
partido político, la FEUNE. Había un listado de los miembros de la secta y otro de los afiliados al partido,
en los que venían subrayados los nombres coincidentes. La carta continuaba y hacía referencia a las
misteriosas bajas entre los miembros de la secta. Había un listado por ordenador de los miembros
supuestamente dados de baja, elaborada por el propio Marcus. Al lado de estos nombres figuraba la fecha
probable de baja (Marcus explicaba cómo había confeccionado la lista a partir de los sucesivos archivos
de miembros). Muchos nombres venían resaltados. Eran las personas que habían sufrido algún tipo de
percance, desde agresiones hasta accidentes mortales. Figuraba la fecha aproximada y el tipo de incidente.
El último nombre era el de Gregorio. Por último, Marcus hablaba en su carta de que algunos miembros de
la secta eran profesores o personal vinculado a la universidad. Por tanto, aconsejaba a Rafa manejar la
información con extremo cuidado y no mostrar la carta a nadie. En última instancia, era preferible quemar
la información a entregarla para que no existiese ninguna prueba que le vinculase. Asustado, fue lo que
hizo inmediatamente Rafa.
Chema escuchó con mucha atención. Por fin había descubierto la conexión entre la secta y la
FEUNE, y todo iba adquiriendo un cariz más y más siniestro. También afianzó sus sospechas de que Juan
Carlos estaba tras la muerte de Gregorio, y por lo que Rafa contaba de su compañero de residencia, no
esperaba que su suerte hubiese sido mucho más alentadora. El último dato, referente a los profesores
dentro de la secta, aclaraba algo que ya se había imaginado, el por qué de las dos convocatorias. Una en la
cafetería para los alumnos, y así mientras tanto las personas que debían mantener el anonimato iban
llegando por su cuenta. ¿Cuánto personal de la facultad estaba involucrado? ¿Técnicos, conserjes,
personas cercanas a la cúpula? Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. De repente todas las caras que
había a su alrededor le parecían sospechosas, espías al servicio de la secta.
— ¿Cuántos miembros tiene la secta, Rafa?— preguntó, para hacerse una idea.
— Casi ochenta, sin contar las bajas. Ese listado eran unas veinticinco, casi todas muertas o
desaparecidas.
Chema dejó escapar un joder, impresionado por las drásticas medidas de la hermandad. ¿Cuántos
curiosos habría a los que, como a Marcus, les hubiera podido ocurrir algo?

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Alfredo M. Pacheco

— Chema, yo te he contado esto porque pensé que tú a lo mejor sabías qué le habéis hecho a
Marcus.
— ¿Le hemos?
— Tú, y Merche, y el resto… Vuestros nombres estaban en la lista, y ese Juan Carlos, el
primero, creo que le conocemos ¿no?
¡Pues claro que su nombre estaba en la lista! Él era un miembro, al fin y al cabo, igual que
Merche. Y ahora Rafa pensaba que tenía algo que ver con lo de Marcus, o al menos que podía darle
explicaciones.
— Escucha, tío, te juro que no sé qué le ha pasado a tu amigo Marcus, pero voy a intentar
enterarme por todos los medios. Pero tú deja en paz el tema y no hables con nadie más de esto. No sé de
qué son capaces y no quiero que te pase nada.
— Nosotros te ayudamos.
— ¿Qué?
— Marcus y yo. Cuando quisiste encontrar a esa gente, Marcus y yo te ayudamos. Y ahora no sé
dónde está. Si no me lo dices tú me enteraré yo, Chema.
Rafa se levantó y se fue de la cafetería, desoyendo cómo Chema le pedía repetidas veces que no
hiciese nada más, que ni siquiera él se fiaba de ellos.

No sabía cómo había llegado hasta allí, y ése fue el primer indicio de que aquello bien podía ser
un sueño… o una pesadilla. Rafa recordaba haber estado en la facultad, buscando algo o alguien. La
salida; estaba buscando la salida. Los pasillos de la facultad estaban atestados de gente y no sabía qué
hacía exactamente allí dentro, por lo que quería salir de todo ese agobio. En algún momento, al bajar una
escalera o doblar un recodo, se vio en la residencia de estudiantes. Todas las caras le parecían anónimas.
No veía ni a Chema, ni a Merche, ni a Marcus, pero en general tenía la sensación de que aquellos dos
ambientes se habían entremezclado, y que había visto gente de su colegio mayor en la facultad y
viceversa. Aún más incómodo y nervioso que antes, buscó una salida, tratando de mantener en lo posible
la calma, o de lo contrario tendría que recurrir a su inhalador.
Finalmente, logró salir al exterior. No recordaba a dónde se dirigió exactamente, pero de algún
modo se encontraba en una calle desierta, y era noche cerrada. Por incercia y comodidad, bajó la calle. Al
poco vio un letrero cerca de una esquina: San Bernardo. Algo lejos de su residencia. Era muy extraño que
hubiese llegado hasta allí andando. No conocía demasiado bien la zona, pero sabía que si seguía en esa
dirección llegaría a la Gran Vía. Rafa no podía concebir que en Madrid una calle como San Bernardo se
quedase totalmente vacía, por muy tarde que fuese, aunque lo cierto era que Rafa no solía transitar la
ciudad de noche. En realidad, no sabía qué hora podía ser. Todo estaba muy oscuro, y conforme fue
prestando más atención se dio cuenta de que no veía coches aparcados en las aceras, y de que ni siquiera
veía luces encendidas dentro de los edificios. Eso era a su juicio otra evidencia de que en realidad todo
aquello lo estaba soñando.
Pero había otras cosas que le hacían pensar que tal vez estuviese despierto. En primer lugar, la
sensación era demasiado real. Veía, oía y olía con toda claridad. Tenía además control completo de sus
actos.
Y lo más importante, aún sentía que el asma amenazaba con obstruirle los bronquios.
En sus sueños nunca tenía asma.
La afección de Rafa obedecía a crisis nerviosas y no a grandes esfuerzos físicos ni tampoco a
alergias. Rara vez, en alguna confusa pesadilla, se había despertado sofocado y recurría al inhalador sólo
si no era capaz de calmarse por sí solo. Pero nunca padecía el asma dentro del sueño. ¿Por qué ahora sí?
Las crisis asmáticas, de hecho, estaban remitiendo. Conforme se iba haciendo mayor tenía más control de
sí mismo y más conciencia del componente psicológico de su enfermedad. Al principio de curso, la
incertidumbre ante una nueva situación (la universidad frente al instituto) y su nueva vida en una gran
ciudad (todo el mundo con prisas, gente por todas partes) le hicieron pasar malos ratos, pero a las pocas
semanas se hizo dueño de la situación. Salvo en el periodo de exámenes, donde se acumulaban mucha
tensión y estrés, apenas había vuelto a hacer uso del inhalador.
A la sensación de nervios que iba atenazando su garganta, se unió un terror vago y difuso.
Empezaba a sentirse incómodo, la ropa le agobiaba, le picaba la piel en varias zonas del cuerpo. Tenía
que seguir andando. Pero conforme bajaba la calle iba notando que ese terror intangible se iba
concretando. Tenía la sensación de que alguien o algo lo seguía. No sabía lo que era pero dudaba que se
tratase de ayuda, y no quería quedarse a confirmarlo. Aceleró un poco el paso. Los nervios crecían. La
sensación de que le estaban siguiendo (o persiguiendo) era ya una certeza. Incluso creía oír pasos o un
rumor tras él.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Cuando llegó a la altura del Ministerio de Justicia se detuvo un poco. Empezaba a perder el
aliento debido a que sus bronquios comenzaban a obstruirse. La boca de metro de la estación de
Noviciado que había delante del ministerio estaba cerrada, lo que no le sorprendió. Decidió usar su
inhalador antes de que la crisis fuese a peor. Entonces se llevó la desagradable sorpresa de comprobar que
no llevaba el placebo consigo. Dudó un momento qué hacer. En principio la opción de seguir calle abajo
hasta llegar a la Gran Vía le parecía la mejor alternativa. Esperaba encontrar gente o algún tipo de ayuda
en una zona a priori más transitada. Sin embargo, notó que los mismos ruidos que había oído tras de sí
ahora se escuchaban también delante. No podía seguir en esa dirección. Cada vez más nervioso y
aterrorizado, optó por internarse en las callejuelas del casco antiguo, al tiempo que su instinto le ordenaba
correr. Se metió por la Calle del Pez, esperando retomar el rumbo hacia Gran Vía o Callao y a la vez
despistar a su perseguidor. Siguió andando, acelerando el ritmo poco a poco, a pesar de que le costaba
cada vez más respirar. La calle tenía un poco de pendiente hacia arriba y pronto empezó a emitir un
sonido agudo, como un silbido, cada vez que exhalaba el aire. A pesar de ese pitido tan inoportuno y
ridículo, podía sentir a su perseguidor cada vez más cerca. Advertía la cadencia de unos pasos
amortiguados, a la carrera, y una respiración furiosa, no sabía si humana o animal. En uno de los cruces
dobló a la derecha por la Calle de la Madera. Tuvo la sangre fría de aprovechar para mirar quién le
seguía. Sólo pudo adivinar una silueta desdibujada, borrosa debido al sudor que desde la frente le caía
sobre los ojos. Era un hombre, o eso le pareció, aunque parecía grande. Continuó corriendo más allá de
donde sus fuerzas le permitían. La pendiente de la calle cambió a los pocos metros y se hizo cuesta abajo.
Aprovechando esto último pudo llegar al final de la misma, sabiendo que su perseguidor estaba casi
encima de él. Salió a la Calle de la Luna y siguió hacia la izquierda. Se vio en una zona un poco más
amplia y pudo reorientarse un poco. Estaba cerca de Callao, solo tenía que bajar por Silva a la Gran Vía o
cruzar la plazoleta que tenía delante y bajar por Tudescos. Pero se estaba ahogando y apenas podía dar un
paso más. Avanzó trastabillando hasta la plaza. El desnivel del suelo dejaba un rincón resguardado, y si se
acurrucaba allí tal vez quedaría oculto a la vista de su perseguidor aunque él tampoco pudiese verle llegar.
Desde el rincón, sentado contra la pared, veía la bajada de la calle Silva. Intentó calmarse y
recuperar la respiración, o de lo contrario acabaría ahogándose. El origen de sus crisis podría ser
psicológico, pero su dolencia era real. Se tapó la boca con la ropa para evitar que se oyese el persistente
silbido que aún emitía al exhalar el aire. Al cabo de un rato que se le hizo eterno, comenzó a calmarse.
Sus vías se volvieron a abrir y desapareció el pitido de la respiración, ahora más regular. Aprovechó para
agudizar el oído. No parecía haber nadie cerca. Con cautela, levantó la vista y miró hacia la dirección por
la que había venido. No se veía nada desde allí. Fue levantándose despacio hasta asomar la cabeza por
encima del desnivel que formaban la plaza y la calle contigua. Tampoco se veía a nadie. Se incorporó
totalmente. Miró hacia la Calle Luna. A primera vista, no había movimiento por esa zona, y aunque no
llegaba a ver la entrada a la Calle de la Madera, estaba casi seguro de que había despistado a quien fuera
que le estaba persiguiendo.
Respiró hondo, casi totalmente calmado, y se dispuso a bajar la Calle Silva hasta Callao.
Entonces, al girar, se encontró con su perseguidor. Había aparecido en la plazoleta, justo delante
de donde él se había sentado, sin hacer ruido alguno ni ser notado de ninguna otra forma. Era más alto
que Rafa. Le lanzó un grito desmesurado delante de sus mismas narices, y Rafa notó cómo sus bronquios
volvían a cerrarse, esta vez mucho más fuerte. Sintió un dolor agudo en el lado izquierdo y se llevó la
mano al pecho. La vista se le nubló. Se tambaleó y se recostó en la pared. Perdió el equilibrio y resbaló,
quedando aparatosamente sentado. Se estaba ahogando. Intentó incorporarse para poder respirar mejor,
pero las fuerzas le fallaban. Oyó cómo aquel hombre se reía y aquella risa le heló la sangre. El dolor se
hizo más intenso y volvió a desfallecer. Quedó allí tumbado y la realidad alrededor de él, antes tan clara y
precisa, se le hizo lejana y vaga, como un sueño, como si se estuviese durmiendo vencido por el
cansancio.
Recordó la visión del hombre. Era un tipo vestido elegantemente, pero se colocó tan próximo a
él que su rostro, crispado en una mueca amenazante, le impresionó sobremanera.
El tipo se inclinó sobre él, aún riendo. Alzó el puño y lo descargó con fuerza sobre el corazón de
Rafa. El cuerpo del muchacho dio un respingo del impacto.
— ¡Vamos, chico, revive!— bramó el hombre, y lanzó un nuevo puñetazo.
Rafa apenas sintió el golpe, ni los siguientes que vinieron. Se perdió en una oscuridad ajena a los
sentidos mientras el hombre seguía maltratando su caja torática, hasta que se encontró en unas tinieblas
donde las cadenas del asma ya no le atenazaban.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XVIº:
La segunda estrella flamígera.
Los sacerdotes que celebran misas negras llevan tres estrellas en su cuerpo. Una primera en la mano
derecha, una segunda en la frente, y una última en el pecho. Acción. Pensamiento. Sentimiento.
Arimán grabó a fuego una marca invisible en la mano de Chema, una primera estrella. Este gesto no
fue aleatorio ni gratuito. Chema se había adentrado con sus amigos en un peligroso juego de prácticas satánicas
que le costó la vida a algunos de ellos.
Ahora, en su búsqueda por desentrañar todas las claves de los sucesos del verano anterior en el pueblo
natal de sus padres y amigos, e intentar establecer una relación con la secta gobernada por Juan Carlos y con el
partido liderado por Fernando Luengo, Chema se ha adentrado aún más en el mundo del satanismo. Ha conocido
la forma de pensar de algunos cultos satanistas y encuentra no sólo muchas semejanzas con su propia filosofía
sino también un punto de referencia y apoyo a la hora de afrontar su particular cruzada.
Ya actuó como un satanista. Ahora empieza a pensar como ellos.

Juan Carlos volvía a su apartamento después de hacer una visita obligada y solventar un pequeño
pago pendiente. La puerta blindada estaba cerrada con dos vueltas de llave, y al abrirla, cada cerrojazo
retumbó en el descansillo del piso. Entró en su casa y volvió a echar la llave. Se quitó la chaqueta de
cuero que llevaba puesta y la guardó inmediatamente en el armario colgada de una percha. A
continuación, se dirigió al equipo de música del salón y escogió un disco de su extensa colección. Se
decidió por The number of the beast, de los Iron Maiden. Colocó el disco en el plato y puso encima la
aguja. Se escuchó el rascar contra el vinilo y ese sonido de fondo característico. Al poco arrancaron los
primeros guitarreos frenéticos de Murray y de Smith, acompañados del bajo de Steve Harris y la batería
de Clive Burr, que en seguida se reorganizaron en una entrada más rítmica para dar paso a la voz del
entonces debutante Bruce Dickinson. Juan Carlos subió el volumen del equipo para poder escuchar la
música mientras se movía de un lado a otro de la casa. Regresó a su cuarto y de una estantería cogió una
pequeña caja de caudales, que abrió con una llave que tenía guardada en un cajón, relativamente oculta.
Se sacó la cartera del bolsillo del pantalón y extrajo el dinero que le habían pagado, un total de veinte mil
pesetas. Contó lo que tenía en la caja y lo guardó todo junto. Depués, hizo un pequeño apunte en su
agenda, lo que le recordó que tenía que consultar el teletexto para actualizar sus cuentas.
Los ingresos de Juan Carlos provenían de tres fuentes diferentes. La primera era el trabajo
esporádico. De ella sacaba entre un veinticinco y un treinta y cinco por ciento del total de sus ingresos.
Juan Carlos hacía siempre que podía algún reportaje para televisión o vídeo, no pocas veces en
colaboración con Manu o con Iván. Estos trabajos solían ser bodas, algún bautizo, y las odiadas primeras
comuniones. Se acercaba el mes de mayo y los tres chicos tenían reservado ya un reportaje para cada uno
de los fines de semana del mes (ese año eran cinco, con lo que había más trabajo y más dinero). Era un
trabajo de mercenario, grabar y editar la felicidad de alguna pareja insensata que se comprometía de por
vida, o de una niña caprichosa vestida de novia que vendía su alma comulgando por un banquete y un
aluvión de regalos. Su condición religiosa le hacía especialmente tedioso presenciar ritos católicos, pero
había aprendido a no tener remilgos.
Otras veces, las menos, había colaborado en la edición de algún documental o cortometraje,
aunque por sistema había renunciado a cualquier trabajo estable. Su ritmo de vida era incompatible con
un empleo que le obligase a cumplir un horario fijo. Por eso sólo cogía encargos aislados como
autónomo. No le preocupaba. Tenía suficientes contactos para conseguir un par de proyectos todos los
meses; y en realidad no pasaba estrecheces económicas.
La segunda fuente era el delito a pequeña escala, y eso le proporcionaba alrededor de un cuarenta
por ciento de sus ganancias. Juan Carlos bailaba en el límite de lo legal consiguiendo y duplicando
programas informáticos, discos de música o películas de vídeo raras de encontrar. A veces era algún
videojuego, pero solía centrarse en programas informáticos de edición de audio y video no siempre al
alcance de cualquiera, o bien en películas ya descatalogadas de cualquier videoclub de barrio (tenía pleno
acceso a la videoteca de la facultad). Algunos pedidos, en especial los programas informáticos,
alcanzaban un coste considerable. Juan Carlos sabía que una vez hiciese el trabajo sucio (conseguir el
programa y lograr duplicarlo) cualquier pulsabotones empezaría a copiar y distribuir el programa con

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Alfredo M. Pacheco

total impunidad, haciendo imposible que Juan Carlos volviese a cobrar por el mismo producto, de ahí que
intentase sacar el máximo beneficio con la primera copia.
Además de este pirateo, el Círculo llegó a grabar algunos rituales y venderlos por precios
exorbitados a ciertos coleccionistas. No eran las reuniones de todos los miembros, sino prácticas más
concretas, en las que había contenidos de sexo explícito. Pero aquellas grabaciones se adentraban en un
terreno muy peligroso, y el tema se desechó por completo tan pronto como algunos miembros de la secta,
cuya posición en la facultad les situaba en una situación más que delicada, manifestaron su desacuerdo.
El dinero conseguido por esta segunda fuente de ingresos era dinero negro, ilegal, y por tanto a
Juan Carlos le interesaba moverlo. Era el que solía dedicar a los gastos de los fines de semana, cuando
salía a tomar algo, o a las compras de bajo coste: alimentación, discos, libros, etcétera. Así, el dinero que
conseguía de sus otras dos fuentes se mantenía casi intacto, engrosando poco a poco sus cuentas
bancarias.
La última fuente le proporcionaba el resto de sus ingresos, si bien estos quedaban congelados
pues no siempre podía disponer de ellos. El porcentaje con respecto a su renta total era muy variable,
aunque la cantidad bruta de dinero había ido creciendo progresivamente. Al fin y al cabo, el dinero hacía
dinero, y ésa era precisamente la tercera fuente de ingresos. Juan Carlos invertía en determinados valores
y movía capitales de un lado a otro. Compraba y vendía acciones, invertía en diversos productos
financieros… Con los beneficios obtenidos, reinvertía para generar más riqueza, hasta que se veía
bastante holgado como para quedarse con un pellizco.
Desde que era adolescente había llegado a una conclusión. Uno no se hacía rico trabajando. La
prueba la tuvo en su pueblo natal, observando la miserable vida de los hombres y mujeres que había a su
alrededor. Ganaderos, agricultores, dependientes de pequeños establecimientos, albañiles… todos
dedicaban su vida y hasta su alma, afanando de sol a sol, a sus trabajos, y recibían como recompensa unos
ingresos ridículos que apenas les daban para comer. En cambio, otros (políticos, empresarios,
terratenientes) ostentaban riquezas y con ellas generaban más riquezas. Promovían una idea, reunían
mano de obra, la ejecutaban y producían beneficios… Los que tenían el poder no eran los que aportaban
fuerza de trabajo, sino los que tomaban las decisiones, y los que eran capaces de coordinar esfuerzos.
Irónicamente, pese a su filosofía de no entregar su vida a un trabajo, Juan Carlos apenas gozaba
de un minuto de descanso. Sus múltiples actividades requerían de él más tiempo del que cualquiera
pudiese imaginar. Por las mañanas acudía a clase y casi nunca faltaba, salvo si era estrictamente
necesario. Se quedaba allí a comer y por la tarde se encargaba de los asuntos de la asociación y
aprovechaba las editoras para realizar los trabajos que pudiese tener en marcha. Su condición de Sumo
Sacerdote del Círculo de Lucifer le permitía poder acceder de forma casi ilimitada a prácticamente
cualquier instalación, servicio o recurso de la facultad. La cúpula de la facultad e incluso de toda la
universidad le rendía pleitesía como gran oficiante en las ceremonias. A cambio, ellos habían recibido
grandes beneficios como miembros de la secta: éxito personal a cualquier nivel. Como resultado de todo
aquello, Juan Carlos, dueño y señor de la facultad, a esas alturas de curso tenía por segura su licenciatura
en junio. También aprovechaba las tardes para reunirse con el líder de la FEUNE si procedía, o para
establecer otros contactos que fuesen necesarios. Cuando por la noche llegaba a su casa, cenaba y se
concentraba en los trabajos de las diferentes asignaturas y hacía cuanto tuviese pendiente, desde limpiar la
casa hasta conseguir el encargo ilegal que le hubiesen hecho recientemente. Los fines de semana dejaba
aparcada la labor en la facultad salvo que fuese imprescincible, en cuyo caso acudía los sábados por la
mañana. Hacía la compra de la semana, preparaba el plan para los siguientes siete días, y por las noches
se relajaba saliendo con sus amigos. En esos momentos no tenía novia, lo que agradecía en su fuero
interno pues requerían una importante dedicación de tiempo. Había ido sustituyendo las relaciones
estables y duraderas por las aventuras de una noche. Juan Carlos tenía suficiente labia y encanto como
para conseguir llevarse a la cama a casi cualquier chica que se propusiese, cuando no eran las propias
féminas las que se le acercaban a coquetear. Le gustaba la idea de cambiar de pareja cada vez, e ir
comprobando las diferentes formas de amar de cada una. Se había acostado con muchas chicas de la
facultad (sin contar con las que le servían como altar en las ceremonias), y también con varias chicas que
trabajaban en las oficinas de la FEUNE. En un par de ocasiones llegó a solicitar los servicios de una
profesional. Claro que no se trataba de una de esas rameras que hacían la calle. Juan Carlos había
contactado agencias de alto standing y había estado con prostitutas de lujo. Sentía curiosidad por
acercarse a aquel mundo y por probar con alguien que pudiera ofrecerle una experiencia diferente y de
calidad. No salió decepcionado en absoluto, y desde luego que las mujeres habían valido bien el precio
que había pagado, pero sólo pretendía salir un poco de la rutina, y no podía abusar de esos servicios con
sus ingresos.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Su frenético ritmo de vida no era fácil de llevar, y cualquier otro pronto habría visto su salud
deteriorada. Dormía unas cuatro horas entre diario. Los fines de semana salía y podía regresar a su casa a
las cuatro o las cinco de la mañana, aunque en este punto era más irregular, pero igualmente conseguía
dormir un par de horas más que el resto de días. El domingo podía alcanzar las siete u ocho horas de
sueño, más que suficiente para poder empezar la semana con las fuerzas totalmente renovadas. Juan
Carlos aguantaba sin ningún problema aquel horario. No tenía que recurrir a drogas ni otros estimulantes,
aunque sí era cierto que tomaba dos o tres cafés a lo largo del día, uno para desayunar, otro a media
mañana y generalmente un tercero después de comer. Sin embargo, nunca había tenido problemas de
hipertensión y su corazón estaba sano. La gente que conocía sus hábitos se sorprendía de su buen aspecto
y salud. Él no le daba importancia. Sabía por qué era capaz de rendir de esa forma y que pronto obtendría
su justa recompensa.
Desde antes de empezar la universidad ya tenía claro que le aguardaba un destino especial.
En los últimos años del colegio y los primeros de instituto, Juan Carlos era un chico discreto que
apenas destacaba entre sus compañeros. Aunque era un estudiante aplicado, nadie lo habría calificado de
brillante. Tenía una pandilla de amigos, como todo el mundo, pero no era un tipo popular. Le costó
mucho esfuerzo conseguir que las chicas se fijasen un poco en él y atraer su interés. Era de naturaleza
introvertida. Poseía criterio propio sobre la música, pero no era compartido por sus amigos y nunca
intentó imponerlo a los demás. Su existencia se definía con una palabra: gris. Su vida era monótona, sin
grandes adversidades ni sufrimientos pero igualmente sin momentos de gloria. El rumbo que llevaba era
el de acabar el instituto y aprobar la selectividad con una nota mediocre, y posteriormente acabar en algún
trabajo admisitrativo o de oficina en el pueblo o en alguna localidad cercana, sentenciado para el resto de
sus días a ser una sombra anónima en la vida, un hálito en la ventisca.
Él se negaba a acabar de esa manera. Durante la adolescencia, según iba creciendo, se fue dando
cuenta de lo que le depararía el destino si no agarraba el timón y enderezaba su trayectoria. No hubo
ningún detonante, ningún punto de inflexión que le hiciera cambiar de un día para otro. Simplemente se
fue implantando una idea en su cabeza, un sistema de pensamiento alternativo. No tenía metas ni
objetivos concretos. Su visión de futuro se resumía en que para alcanzar la vida que quería para sí debía
salir de allí. El campo, el pueblo, la provincia, no eran compatibles con aquello a lo que aspiraba. Fue
madurando poco a poco, gradualmente, y los que le rodeaban no notaron ningún cambio brusco. Juan
Carlos se aferró a sus discos como su principal signo de identidad. Su gusto y criterio particular,
exclusivo, apenas influenciado por sus amigos o los medios de comunicación, le recordaban que él tenía
el control. Igual que los discos no le caían del cielo, sino que los seleccionaba y se esforzaba por
conseguirlos, así sería como obtendría el resto de sus logros, actuando para poder obtenerlos. De su
pasión por la música se derivó su interés por la licenciatura de Ciencias de la Información. Esos estudios
le permitirían acercarse al mundo de la radio y el cine, y le obligarían a trasladarse a Madrid (le parecía
que la Complutense era la mejor opción dentro de las universidades públicas). El tener una meta concreta
ayudó mucho a Juan Carlos a centrarse, pudiendo encauzar sus esfuerzos, que empezaban por mejorar su
expediente académico.
Llegó al último curso del instituto con las ideas mucho más claras, después de años de esfuerzo y
autosuperación. Pero también habían influido otros factores. Por ejemplo, Juan Carlos tenía la firme
convicción de que era alguien predestinado, escogido por fuerzas sobrenaturales.
El verano antes de empezar ese último curso, una adivina gitana, con una pretendida imagen
exótica prototípica de los pueblos romaníes, estuvo varias noches en el pueblo, durante las fiestas locales.
Echaba las cartas, leía el futuro en las líneas de las manos, veía la buena ventura, vendía collares y
amuletos… La pandilla de Juan Carlos se acercó con curiosidad al puestecillo de la vidente. Varios de sus
amigos pidieron que les contase algo de su futuro leyéndoles la mano. La mujer era de trato agradable, y
agasajaba a los chicos desvelándoles cualidades ocultas, amores latentes, y porvenieres llenos de
esperanza. Juan Carlos no pensaba que aquello tuviera mucho mérito. No era muy difícil ver que una
muchacha de mirada descorazonada deseaba que le revelase algún dato relevante sobre su amor secreto, o
que alguien nervioso y triste estaba teniendo problemas de dinero, trabajo o familia. Un par de preguntas
sutiles, y a continuación la gitana comenzaba un discurso vago y ambiguo, que en el fondo no decía nada
(al menos nada concreto) pero que todos interpretaban como un certero consejo para el problema que la
adivina había sido capaz de averiguar. La mujer en seguida supo que muchos de los amigos de Juan
Carlos querían saber si serían correspondidos por la chica o el chico por el que suspiraban. Le tocó el
turno a Juan Carlos, quien en principio era reacio. Sabía que usarían toda esa pantomima para intentar
emparejarle con alguno de los patitos feos de la pandilla. Finalmente, accedió.
La gitana le recibío con su cálida sonrisa, pero al poco de examinar sus manos, su semblante
cambió radicalmente. En seguida empezó a reprocharle que portaba la semilla del mal, que era un alma

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Alfredo M. Pacheco

condenada y que el poder del diablo (Juan Carlos recordaba que mencionó explícitamente a Lucifer, pero
no a Satanás) acabaría consumiéndole. Recitó algunas letanías en una lengua incomprensible y se
santiguó repetidamente, haciéndo gestos intentando repeler el maligno poder de Juan Carlos. El chico
tuvo que admitir que no se esperaba esa salida de tono por parte de la zíngara. Supuso que en realidad la
mujer optó por esa sobreactuación para que la pandilla la dejase en paz de una vez, puesto que algunos
chicos estaban haciendo comentarios de cierto mal gusto. Los chicos se marcharon y siguieron
divirtiéndose, o al menos intentándolo, tomando algo y montando en las atracciones. El clímax se rompió
y no se lo pasaron demasiado bien. Juan Carlos, quien en principio no quería dar importancia al suceso,
fue recordando algunos momentos de su vida que antes habían estado inconexos. Recordó la alta fiebre
que había padecido justo después de su primera comunión y que le duró diez días antes de que
desapareciese tal y como vino, rápido y sin explicaciones (la broma más común fue que no le había
sentado bien su primer trago de vino). Recordó que en octavo fue de los pocos que no contrajo la gripe en
uno de los brotes más fuertes que hubo en el pueblo en los últimos años. Recordó también qué, hacía un
año, iba a ir a pasar un día de excursión con sus amigos y en el último momento tuvo que cancelar los
planes. Los chicos iban en un coche que sufrió un aparatoso accidente de circulación en una carretera
complicada. Todos los ocupantes fueron hospitalizados con fracturas y heridas de diversa consideración.
Juan Carlos solía ocupar el asiento del copiloto. Ante su ausencia, otro chico se apuntó al viaje, ocupando
el llamado asiento de la muerte. Esa persona resultó, en efecto, muerta.
De repente, le pareció que todas esas cosas obedecían a un patrón común. Y la idea, lejos de
asustarle, le entusiasmaba. Tal vez todas esas fuerzas oscuras velaban por él, le cuidaban y protegían. Tal
vez todas pudiesen proporcionarle el éxito y la prosperidad que deseaba, en lugar de la autocompasión y
el conformismo que se predicaba en las iglesias. Tal vez estuviese realmente predestinado a llegar a ser
alguien importante.
Antes de que acabase el año, Juan Carlos, que había buscado documentación sobre satanismo y
tratos con el diablo, hizo un pacto que firmó con su sangre. Se comprometía a honrarle y a difundir su
grandeza si a cambio le ayudaba a establecerse en Madrid. Para eso tendría que sacar una nota
suficientemente alta para entrar en Ciencias de la Información, en la Complutense, y el dinero necesario
para la matrícula y la estancia. Ambas partes cumplieron lo prometido.
El expediente de Juan Carlos mejoró increíblemente durante aquel último año de instituo. Llegó
a cotas altísimas, y superó la selectividad con un excelente promedio. Consiguió entrar en Ciencias de la
Información, y el instituto le concedió una beca para la matrícula del primer curso. Pudo reunir dinero
suficiente para poder ir pagando un piso en la capital. Sus padres se mostraban escépticos y muy
cautelosos ante todo aquello, ya que no podrían apoyarle económicamente si algo fallaba, pero él siguió
adelante. Cumpliendo con su parte, Juan Carlos veneraba la figura de Lucifer y fundó el Círculo en el
primer año de facultad, consiguiendo hasta la fecha un número importante de fieles.
Claro que los pactos con el diablo suelen traer algún efecto no deseado. Recién empezado el
primer curso, los padres de Juan Carlos fallecieron. Era hijo único y eso le convirtió en el receptor de una
discreta herencia que le sirvió para sobrellevar los gastos de la vida en Madrid. Al haber alcanzado la
mayoría de edad, no tuvo complicaciones legales. En la facultad nadie se enteró. No mostró signo alguno
de tristeza, y apenas faltó unos días para asitir al sepelio y solucionar el papeleo. A los pocos meses,
decidió vender la casa de sus padres, que también había heredado. Nada le ataba a su pueblo natal, una
aldea perdida de Burgos, una vez muertos sus padres. Las relaciones con el resto de su familia se fueron
enfriando, y dejó de visitar el pueblo.
Lo más monstruoso era que esas muertes le habían servido para sus planes. No se alegraba de
ello, pero tampoco sentía lástima ni remordimientos. Podría empezar de cero. Nadie en la facultad sabía
de sus orígenes. Su pasado había sido enterrado. Consideraba a sus padres unos perdedores y él no estaba
dispuesto a seguir la misma suerte. No podía hacer más por mucho que lo sintiera. Él tenía otros
cometidos.
A raíz de la muerte de sus padres, empezó a sufrir sueños confusos que le hacían despertar
cansado y empapado en sudor. Pensó que era su conciencia, revelándose ante su frialdad. Sin embargo,
una noche acertó a ver qué era eso que le atormentaba. Eran demonios. Y no le atormentaban, le
animaban. En sus sueños le decían que tenía poder, un poder como el que pocos mortales podrían
alcanzar jamás. Le decían que se acercaba una época de terror y oscuridad y que tenía que ayudar al
maligno a preparar el mundo para Su llegada. Por supuesto, su fidelidad y dedicación serían
recompensadas.
Desde entonces, trabajó sin descanso para conseguir todo lo que en esos momentos había
logrado. Siempre llevó un duro ritmo de vida, pero las recompensas (dinero, salud, mujeres, influencia)
también estuvieron ahí. Con el tiempo, también aprendió a dominar su poder. Además del teatro que

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

representaba en las reuniones de la Hermandad, Juan Carlos practicaba rituales él solo, en su domicilio.
En esos rituales realizaba peticiones personales: bienes materiales, sexuales… o la destrucción de algún
enemigo. Incluso realizaba invocaciones a demonios para solicitar su sabiduría. A estos demonios los
llegaba a ver en sus sueños. No despreciaba las reuniones del círculo: sabía que eran una importante
canalización de energía colectiva y que mantenía unidos a los miembros provocando esa catarsis masiva
final en forma de orgía desenfrenada. Sabía igualmente que muchas de las peticiones de los miembros
llegaban a cumplirse. Pero igual que eran idóneos para unas cosas, no resultaban los más adecuados para
otras. Era simple cuestión de elección y de criterio.
Las cosas habían seguido su curso, y la llegada del maligno estaba más próxima que nunca.
Antes del verano nacería una niña que sería la encarnación viva de Satán. Fue cuando llegó a ver a
Lucifer en sueños. Y por lo que sabía, había una conexión con Chema en todo aquello.
Chema… ese nombre le agradaba cada vez menos. Juan Carlos llevaba trabajando duramente
cinco años, glorificando el poder de Lucifer y todos los diablos. Y cuando se acercaba el cénit de toda su
gloria, había aparecido ese chico. Le había sido encargado atraer y seducir a Chema hacia la Hermandad,
convertirlo en un fiel más. Había cumplido de una forma diligente, con paciencia y sutileza, y lo había
conseguido. El chico estaba ya dentro de la Hermandad, y con él su novia. Sin embargo, se mostraba
rebelde y desobediente. La chica había despertado el deseo en Gregorio, provocando un conflicto de
intereses entre él y Chema. Y poco después, Gregorio había querido abandonar el Círculo, muriendo no
mucho más tarde. Era un castigo justo, excesivo pero justo. Sin embargo, a Juan Carlos nunca le había
desagradado Oliver, y de no ser por su brusco cambio de actitud hubiese sido un devoto hermano. ¿Todo
por qué? Por el capricho de meterse debajo de las faldas de una putita que a fin de cuentas había venido
con Chema. ¿Merecía la pena esforzarse tanto por aquella niñata? Juan Carlos bien podía averiguar si la
chica lo valía.
Para colmo, y eso era lo que más airaba a Juan Carlos, Chema había atraído la mirada de
curiosos y la Hermandad había visto peligrar su delicada cortina de humo. Ese compañero suyo de clase,
Rafa, y el impertinente de su residencia, ese tal Marcus, habían llegado a saber cosas que podrían haber
puesto en verdadero peligro la existencia de la asociación y haber hecho tambalearse los cimientos de la
institución de la facultad e incluso de toda la universidad. Marcus había llegado a encontrar la conexión
entre el círculo, la facultad y la FEUNE… ¡todo el plan podía haberse ido al infierno por culpa de ese
miserable! Por suerte, se había cortado de raíz el problema. Aquéllos que sabían demasiado habían sido
eliminados. Y se habría encargado también de Chema de no ser porque éste era aparentemente demasiado
importante.
No podía creerlo. ¡Si hasta el secretario de la FEUNE, Fernando Luengo, parecía estar ocultándole
detalles!
Pero no dejaría flaquear su voluntad. Juan Carlos musitó una breve plegaria y se relajó. Él no era
como los otros, era alguien superior. Las cosas iban a salir bien y obtendría su recompensa. Y ya se vería
dónde encajaba Chema en todo aquello, pero no permitiría que le usurpase.
Hacía rato que había terminado de actualizar sus cuentas. Ahora seguiría trabajando hasta bien
entrada la noche. En el tocadiscos, la desasosegada saga continua de Charlotte tocaba a su fin. Terminó el
tema 22 Acacia Avenue de Iron Maiden. Tras él, una voz sobria e imponente empezó a recitar el libro de
las Revelaciones de la Biblia, capítulo trece, versículo dieciocho:
Woe to you, Oh Earth and Sea, for the Devil sends the beast with wrath, because he knows the
time is short… Let him who hath understanding reckon the number of the beast for it is a human number,
its number is Six hundred and sixty six.
Comenzaba así uno de los grandes éxitos de los Maiden: The number of the beast.

Reunirse con el secretario general de la FEUNE era cada vez más complicado. Las últimas
propuestas del partido, que estaban más allá del actual modelo de estado, habían colocado a Fernando
Luengo en primera plana de casi todos los diarios y medios informativos audiovisuales. Luengo se había
convertido en un personaje público. Su notoriedad y fama habían alcanzado altas cotas, equiparables a las
de otros políticos principales tanto de la oposición como del gobierno. Muchos periodistas estaban
interesados en él, en especial porque era casi imposible conseguir una imagen del secretario de la FEUNE
fuera del ámbito político. Era como si Luengo desapareciese cuando no ejercía su actividad, como si
tuviese poder para aparecer en los medios solamente cuando él lo deseaba y de la forma que lo deseaba.
La vida privada del joven político era todo un misterio y empezaba a convertirse en un preciado tesoro
buscado cada vez por más cazarrecompensas.
Como resultado de esta fama parangonable a la de una rock star se habían derivado dos molestas
consecuencias a la hora de fijar encuentros entre Fernando Luengo y Juan Carlos. La primera era que el

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Alfredo M. Pacheco

secretario de la FEUNE no podía transitar los espacios públicos sin ser abordado por periodistas, por
simpatizantes del partido, por curiosos, o por gente que declaraba su animadversión hacia las ideas que
promulgaba. Así pues, se habían acabado las reuniones casuales en cafeterías del centro o en la Dehesa de
la Villa. Sólo se podrían ver en la sede del partido, o en todo caso en algún acto público como un mitin. El
ritmo de vida de Juan Carlos ya era bastante apretado como para tener que asistir encima a charlas y
coloquios diversos, por lo que la sede del partido, en Plaza de Castilla, había quedado reducida a la única
opción. El problema era que la segunda consecuencia de la fama del señor Luengo habían multiplicado
los compromisos de su agenda, así como la seguridad a la hora de acceder a la sede. Juan Carlos, como
miembro del partido, no tenía problemas para pasar los controles de seguridad, pero las posibilidades de
encontrar un hueco común se habían visto drásticamente reducidas.
Así y todo, el secretario de la FEUNE citó a Juan Carlos a última hora de la tarde. Él acudió con
su habitual puntualidad al doscientos dieciséis de la Castellana, una de las torres Kío. Superó las
diferentes medidas de seguridad y subió a la sede del partido. Más controles. Tuvo que esperar a que el
secretario de la FEUNE diese su consentimiento explícito para poder pasar a las oficinas y dirigirse a su
despacho.
Luengo le esperaba sentado en su mesa, consultando diversa documentación tanto en papel como
en formato electrónico. Le dio la bienvenida y le invitó a pasar y sentarse, aunque el joven ya se estaba
tomando esa libertad. Luengo hablaba con aire distraído, más concentrado en los papeles que tenía en la
mesa que en su invitado. Le preguntó cómo le iban las cosas por la facultad para romper el hielo. Juan
Carlos advirtió que el político simplemente quería ganar tiempo mientras acababa con lo que tenía entre
manos. Contestó con educación y refirió un par de anécdotas sin importancia para dejar que Luengo
terminase. Por fin, éste dejó lo que le estaba haciendo y levantó la vista hacia su interlocutor.
— Todas las pistas han sido eliminadas. El compañero de residencia de ese tal Marcus también
es historia.— dijo sin ningún preámbulo.
— Vaya— contestó Juan Carlos sin ocultar su sorpresa—. No estaba al tanto. ¿Cuándo ha sido?
— Esta misma madrugada. Nuestro príncipe de las tinieblas, como ya te dije, se siente más
activo y se ha encargado personalmente.
Juan Carlos volvió a sentir esa punzada de celos ¿le estarían haciendo a un lado?
— ¿Puedo preguntar qué es lo que ha ocurrido exactamente?
— No seas desconfiado. Cualquier acto del hijo de la mañana es mil veces mejor que el más
elaborado crimen de cualquier ser humano.
— No dudaba de la efectividad del Caído. Sin embargo, me permito recordarte que todo esto ha
ocurrido por culpa de los entrometidos amigos de Chema, al que tú te empeñas en que no sea tocado.
Luengo soltó una carcajada llena de malicia.
— ¡Oh, tus sentimientos te delatan, mi joven alumno! Ya sé que no confías en ese chico, pero ten
paciencia. No cuestiones los designios que están más allá de tu alcance.
— Nunca he cuestionado la voluntad del Excelso, pero sí tengo mis dudas acerca de las
intenciones de Chema…
— ¡Escúchame atentamente, Juan Carlos!— el tono de Luengo se tornó casi en una amenaza—
Te está terminantemente prohibido enfrentarte a José María. Sé que ahora no lo entiendes, pero es una
parte imprescindible en la buena marcha de toda nuestra obra. Debe sobrevivir al nacimiento de nuestra
Señora. Así que cuídale como si fuese de tu propia sangre… o más aún, pues sé lo que ocurrió con tu
familia.
Juan Carlos guardó silencio, dando a entender un sí tácito. La reunión no se alargó mucho más
tiempo.

— Tengo ganas de que alguna vez me llames para tomar unas malditas cañas.— dijo Pentium en
un tono bastante ácido.— Cada vez que quedamos, es porque ha ocurrido una desgracia.
Sentados en la mesa del bar, apartados en un rincón, Chema y Pentium tomaban unos refrescos.
El rostro de Chema reflejaba un fuerte impacto emocional, casi un estado de shock. Miraba con los ojos
errantes, perdidos. Había perdido un poco de color y sudaba más de la cuenta. Se restregaba el rostro y la
nuca con las manos, abatido. Pentium opinaba que en lugar de un refresco, debía haber pedido una tila,
una valeriana, o un asqueroso Tranxilium. Aunque Chema no estaba histérico sino ausente y decaído, su
amigo temía que de un momento a otro le diera un ataque.
— Se lo ha cargado, Pentium. También se ha cargado a Rafa. No me lo perdonaré jamás.
— Me has dicho que se lo encontraron muerto en la residencia, que al parecer murió por la
noche, mientras dormía. Te diría que tal vez esto no tenga nada que ver con la secta, pero sinceramente,
no me lo creería ni yo.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Pentium mantenía la sangre fría. Sabía que debía estar “al pie del cañón”, permanecer tranquilo y
darle toda la confianza y el apoyo a su amigo. A él también le preocupaba esa muerte, aunque no
conociera al chico, pero no podía mostrar ese tipo de sentimientos.
— Ese muchacho no pertenecía al círculo como el otro que murió, Gregorio. ¿Qué crees que ha
podido hacer para que le haya pasado esto?
— Todo empezó con una coincidencia. Recibió una carta de la secta porque el año pasado uno
de los miembros tenía esa habitación.
— Sí, algo me comentaste.
— Rafa pidió a un compañero de residencia que averiguase el paradero del otro chico. Lo
localizó, sí, pero a partir de ahí, el compañero empezó a indagar y a hacer conjeturas. Había salido a
relucir por un lado la FEUNE, y por otro se barajaba la posibilidad de que hubiese una secta de por medio.
— Siempre has tenido la sospecha de que pudiera haber una relación.
— Sí. Y el compañero de Rafa encontró la conexión. Hay muchos miembros de la secta que
ahora están en el partido. Averiguó algunas cosas más, y desapareció en las vacaciones.
— ¿Habrá corrido la misma suerte que todos?
— Es muy posible. Sin embargo, dejó un testamento. Le mandó a Rafa varias hojas con listas de
miembros del partido y de la secta. En pocas palabras, documentos sobre sus averiguaciones.
— Y crees que lo que ha pasado es que se han quitado al único cabo suelto.
— Sí… oh, maldita sea, ese chico no tenía culpa de nada. Yo le metí en esto, yo le pedí ayuda,
desencadené todo esto… igual que utilizaron a Gregorio sólo para atraerme a la hermandad.
Pentium trató de consolar a su amigo, y estuvo largo rato convenciéndole de que no era
responsable, de que Marcus había estado metiendo las narices sin que nadie le dijese nada, de que no
podía controlar eso. Todo tenía relación, sí, pero cada persona era responsable de sus actos. Sólo el pobre
Rafa era una víctima inocente, pero no por culpa de Chema. El chico fue calmándose poco a poco.
— Desde el principio he sospechado de la FEUNE. Bueno, que te voy a contar. Acuérdate de las
vueltas que le dimos a ese tema.
— Era de esperar, en cierto modo. Oye, y el cabeza del partido ¿no es miembro de la secta?
— No, que yo sepa. En las reuniones vamos cubiertos con túnicas y capuchas. Parece ser que
hay gente de nivel, profesores y demás… pero ésos llegan antes, mientras nosotros nos reunimos en la
cafetería, y cuando llegamos ya están vestidos para la ceremonia, así que nadie les reconoce. No sé si
estará el tío que me dices tú ¿por qué?
— Tengo una sospecha: que ese tío, Fernando Luengo, sea en realidad Lucifer.
— ¿De qué vas?
— Bueno, para empezar, es un tío un tanto misterioso, nadie sabe nada de él. Los de la tele no
han averiguado nada de él, de su pasado, ni le han grabado en ningún sitio que no sean mítines ni actos
públicos.
— Eso no significa nada. Los capullos esos que se creen periodistas siempre graban a los cuatro
famosillos de tres al cuarto. Se ceban con uno y le siguen por la calle y todo eso. Pero a los políticos les
dejan en paz, como a los Reyes, que sólo salen cuando les toca. Fíjate en el Aznar, que sólo sale cuando
llega a los congresos y cuando le graban el primer día de vacaciones en Oropesa.
— Sí, en eso tienes razón— respondió Pentium, contento por ver que Chema recuperaba el
humor—. Yo pensé lo mismo. Pero luego hubo un par de cosas que me llamaron la atención.
— ¿Por ejemplo?
— Que el único incidente protagonizado por Luengo fue una parada cardiorespiratoria durante
un mitin de presentación el pasado verano. Exactamente, el veintiséis de agosto, por la noche. ¿Te suena
la fecha?
— La noche en que empieza la feria… aunque nosotros estábamos haciendo otra cosa.
— Exacto. Las horas coinciden con la invocación a Lucifer. El nuevo Arimán se deshizo de él, y
Luengo recuperó el pulso.
— Mucha coincidencia ¿no? Tal vez tengas razón.
— También hay una coincidencia en el nombre. Se me ocurrió porque algunos compañeros de
clase usan las primeras sílabas de sus nombres y apellidos para componer contraseñas.
— ¿A qué te refieres?
— ¿Cuál es el segundo apellido de Fernando Luengo?
Chema negó con la cabeza. No tenía ni idea.
— Se llama Fernando Luengo Cifuentes. Si tuviese que buscar su nombre, por ejemplo, en una
guía telefónica, vendría como Luengo Cifuentes, Fernando. O sea, que si coges las primeras sílabas de
esas palabras para componer otra palabra que más o menos se pueda pronunciar bien, te saldría Luen-Ci-

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Fer. O si acortas más el primer apellido y te quedas sólo con lu, que también se puede valer, tenemos ni
más ni menos que Lu-Ci-Fer: Lucifer.
— ¿Un acrónimo? ¿Ha usado un acrónimo así de simple?— una vez se lo había explicado
Pentium, a Chema le parecía la cosa más obvia y evidente del mundo.— No me lo puedo creer, que
pedazo de cabrón. Lo teníamos ahí delante y no nos habíamos dado cuenta. ¿Qué voy a hacer?
— Las cosas se ponen feas. Hasta ahora, según me contabas, no intervenían fuerzas
sobrenaturales, al menos de forma directa. Sólo era un tío de tu facultad, muy peligroso, pero de carne y
sangre. Ahora, además de un político que parece que apunta alto, tienes a un señor demonio. Es difícil
saber qué hacer. Por el momento, parece que Lucifer no se pringa tanto en el asunto de la facultad,
aunque esté relacionado. No tanto como lo hizo Arimán en el pueblo, al menos. Por el momento, te
recomendaría que fueses prudente y que te centrases en el tema de la secta y la facultad, que es lo más
accesible. A la FEUNE no vas a poder entrarla, así que no me comería la cabeza con eso. Y sobre Juan
Carlos, ese cabrón ya no puede hacerte mucho más daño del que te ha hecho…
— Sí, aún hay alguien a quien puede hacer daño. Pero no dejaré ni que lo intente.
— Lo sé. Cuida a Merche. Aunque no la conozco tanto como tú, parece una chica fuerte y creo
que podrá afrontar esto igual que Adela pudo afrontar toda la historia del verano. Pero con todo y con eso,
necesitará que alguien la proteja.
— Eso haré. Tío, eres todo un consejero.
Pentium sonrió, un poco apurado por las palabras de su amigo.
No tardaron mucho más en marcharse del bar. Pentium regresó a su residencia a continuar con
sus estudios y aficiones. Se marchaba tranquilo porque veía que Chema se había recuperado. Le pidió que
se fuera de inmediato a casa a descansar. Chema le mintió, y le dijo que así lo haría.

Aquel día, Chema aún no había aparecido por su casa. Por la mañana le habían sorprendido con
la terrible noticia de la muerte de Rafa, y había sentido que su mundo se desmoronaba. Localizó a
Pentium por teléfono y quedó con él para tomar algo. Se quedó a comer en la facultad. Por fortuna, no se
cruzó con Juan Carlos, ya que no sabía cómo habría reaccionado ante el veterano. Se vio con su amigo en
un bar entre Sol y Gran Vía.
Depués de la charla, algunas cosas le quedaron más claras, pero la revelación de que el secretario
de la FEUNE podría ser el mismísimo Lucifer le llenaba de desasosiego. A pesar de los consejos de
Pentium, no podía encajar cómo iba a hacer frente a todo lo que se le venía cuando participaban tantas
partes: la hermandad, la facultad, el partido, el propio Lucifer… En Infantes todo había estado más
simplificado. Un solo demonio se había presentado en el pueblo y el asunto se había resuelto entre él y
sus amigos. Allí todo es más pequeño, más familiar… en Madrid todo se le quedaba grande.
Sin fuerzas para volver a su casa, Chema siguió divagando. La parada del metro en que se
despidió de Pentium, Santo Domingo, era de la línea dos. Su idea era hacer trasbordo con la línea uno o
con la tres y seguir hasta otra estación que tuviese conexión con la red de Cercanías para ir a Leganés. Sin
embargo, se quedó en la línea roja y se bajó en Retiro.
Anduvo por el parque dándole vueltas a lo mismo, sin conseguir aclararse. Pasó al lado de la
estatua del Ángel Caído, y esbozó media sonrisa por el irónico detalle. Cansado, buscó un banco cercano
para poder sentarse. Escogió uno que estaba relativamente oculto, apartado de la marea de gente que iba y
venía. Necesitaba sentirse solo, en intimidad. Empezó a relajarse un poco, echó la cabeza hacia atrás y
cerró los ojos.
Cuando los abrió, notó que algo había cambiado. No se había dormido, pero tenía la sensación de
que había pasado un lapso de tiempo considerable. O más bien, un periodo de tiempo imposible de medir,
como si se hubiese salido de él. Percibía los sonidos apagados, amortiguados, irreales en la distancia. Y la
luz… la luz estaba velada. Las sombras difuminadas. ¿Amanecía o atardecía? ¿O era de noche? Se
suponía que iba a atardecer. Observó a su alrededor y se fijó en una farola que había tras unos setos. Ya
habían encendido las luces, pero el resplandor de la bombilla no era amarillento como se podía esperar.
Era azulado, como si le hubiesen puesto un papel de gelatina a un foco de estudio. Recordaba ese efecto
óptico. Lo vio durante el verano pasado, antes de encontrarse con él.
Se dio la vuelta y allí estaba. Estuvo a punto de gritar, temeroso de que fuera a hacerle algo.
Después, recordó que tras el enfrentamiento con Lucifer ya no era el mismo.
El que antaño hubiera sido Arimán le observaba, impasible, con sus ojos rojo fuego sin pupilas.
Mantenía el mismo aspecto que en su última aparición, convertido ya en ese demonio justiciero que les
salvó de la venganza del Hijo de la Mañana. Su expresión se veía serena a pesar del rostro nervudo y
esquelético.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— A-Arimán— acertó a decir Chema. Se dio cuenta de que nadie podría verles, como nadie lo
hizo nunca cuando se cruzaron con él en Infantes— Bueno, no eres Arimán, pero lo fuiste.
— Nuestros caminos se vuelven a encontrar, chico. Ya te dije que esto acababa de empezar.
Chema recordó las palabras exactas del demonio.
— También dijiste que acudirías cuando se rompiese el equilibrio.
— Sí, así es. El equilibrio no está totalmente roto, pero podría romperse. Tus enemigos tienen
una posición claramente ventajosa, y tú te encuentras perdido.
— ¿Vas a ayudarme a derrotarlos?
— No. Ya no soy un ejecutor. Pero puedo aclarar algunas dudas.
De inmediato, Chema preguntó:
— ¿Es Lucifer ese político de la FEUNE?
— Sí, lo es. Fue enviado a la tierra el pasado verano.
— Es un demonio como tú ¿no es cierto?
— No exactamente. Yo fui un aparecido. Me materialicé de la nada. Lucifer es una posesión. Ha
poseído a Fernando Luengo, alguien cuyo nacimiento ya estaba pretestinado a esta carga.
— ¿Entonces es humano?
— En principio sí, pero es una posesión mucho más fuerte que la de un demonio común. Luengo
sería incapaz de vivir sin el espíritu de Lucifer en su interior. Además, está adquiriendo grandes poderes
conforme llega el día, y no es fácil destruirle.
— ¿A qué día te refieres, al nacimiento de la hija de Adela?
— Eso es.
— ¿Quién es ella? ¿A qué ha venido?
— Al Diablo le gusta parodiar a su gran enemigo. Va a enviar un hijo a la tierra igual que lo hizo
Dios, pero ha cambiado cosas.
— ¿Por ejemplo?
— El hijo de Dios era varón. El de Satán es hembra. La Virgen María fue fecundada por el
Espíritu Santo, concebida virginalmente, y Jesucristo no tiene padre carnal. En cambio, la hija de tu
amiga Adela fue engendrada por un padre carnal, tu amigo Jesús María, y por un padre infernal, que fue
el antiguo Arimán. Las dos concepciones fueron carnales.
— ¿Esa era toda tu misión, ejercer de íncubo?
— En efecto, aunque os empeñásteis en poner las cosas muy difíciles. Se podrían haber ahorrado
muchas muertes si no hubiéseis estado metiendo las narices.
Aquello le sentó como un tiro a Chema. Lo último que necesitaba era soportar más culpas sobre
sus espaldas.
— ¿Qué hay de la secta de la facultad?
— La hija de Satán será débil al principio, y necesita ser protegida. Lucifer preparará a las masas
para cuando ella pueda ejercer su poder. La secta es un grupo de voluntarios, pioneros en cierta medida,
que esperan ponerse del lado del ganador.
— ¿Y qué pinto yo en ella?
— Todo esto sigue ciertas reglas, muchacho. Tu tienes un cometido igual que lo tiene tu amigo
Jesús María. Se trata de ganar la partida sin romper las reglas. Aunque no todos saben a lo que juegan.
— ¿Ganar la partida sin romper las reglas? No lo entiendo. ¿Y por qué has hablado de Jesús en
presente?
— No debes saber más de lo que te conviene. No puedo ayudarte más, ahora debes tomar tus
propias decisiones. Ha terminado.
— Espera, no me has aclarado…
— Ha terminado.— insistió el demonio.
En mitad de la frase, Chema se dio cuenta de que Arimán había desaparecido, y todo había
vuelto a la normalidad. Aún más confuso que antes, pero en el fondo más animado, emprendió la
caminata hasta la estación de Atocha. Había cosas que aún le inquietaban. ¿Qué partida se jugaba?
¿Quién no sabía que estaba jugando, él mismo, Adela, Merche, o tal vez Juan Carlos? ¿Por qué Jesús
María, ya muerto, aún tenía un cometido?
Y lo más importante.
¿Podía entonces detener todo aquello?

Juan Carlos estaba solo en el aula. La 501 estaba en el último piso, y sus ventanas conformaban
una cristalera que ocupaba toda una pared, detrás de los pupitres. Como en otras plantas, los cristales
estaban inclinados hacia delante, lo que hacía que visto desde fuera, el edificio tuviese un aspecto extraño,

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Alfredo M. Pacheco

amenazante, como de barracón o de cárcel (la leyenda de que el proyecto era en principio una cárcel de
mujeres era de las más populares entre los alumnos). Era la una de la tarde y el sol estaba ya alto, lo
suficiente como para no entrar directamente por la ventana, y las cortinas estaban abiertas de par en par
ante la ausencia de luz directa. La temperatura era agradable, y los dos ventanales abatibles habían sido
abiertos para ventilar la sala, pero Juan Carlos los había vuelto a encajar en los marcos para que no
entrase demasiado ruido, aunque no le hizo falta girar las asas que hacían de cierre
Juan Carlos no sabía qué grupo daba clase en esa aula, pero desde luego no era el suyo. Sí sabía
que a esa hora no había ninguna asignatura y por tanto quedaba vacía. A veces, utilizaba esas horas para
relajarse escuchando música clásica en el discman (que era el único género que tenía en soporte digital).
Solía aprovechar para repasar apuntes, tomar algunas notas, empezar a planificar alguna próxima reunión
de la Hermandad, o simplemente leer el periódico.
Estaba sonando el primer entreacto de la ópera Carmen, de Bizet. La sección de viento tocaba un
pequeño pasaje tranquilo, casi divertido, ideal para olvidarse del ajetreo y el estrés del día a día. De
repente, Chema abrió la puerta bruscamente y entró como un vendabal en la clase. Juan Carlos se
sorprendió de su llegada, y aunque el chico cada vez le resultaba más antipático al veterano, en seguida
compuso su cálida sonrisa de anfitrión y le saludó.
— Buenos días, Chema ¿me estabas buscando a mí?
— Precisamente.
— Vaya, pues has tenido suerte y has dado conmigo. Esta no es mi clase.
— Ya lo sé. No ha sido suerte. Basta con preguntar a tus perritos falderos.
— Muy inteligente. Dime ¿te puedo ayudar en algo?
— De hecho, sí. Quiero que dejes de joderme a mí y a mis amigos.
— ¿Perdona? Yo no te hecho nada.
— Pero tú y tu puta secta habéis matado ya a tres personas en menos de dos meses.
Juan Carlos, que hasta ahora había permanecido sentado en un pupitre de la primera fila, se
levantó y se dirigió a la puerta, que había quedado abierta, para cerrarla. La conversación empezaba a
tocar asuntos que no debían ser escuchados por cualquiera. Además, sacó un juego de llaves y cerró por
dentro.
— Escucha, te has hecho una idea muy equivocada de nuestra asociación. No voy a decirte que
somos un club social de amigos del bridge, al fin y al cabo tú asistes a las reuniones. Pero una cosa es que
hagamos ritos satánicos, y otra muy distinta que nos convirtamos en una panda de matones a sueldo.
— Juan Carlos, no te hagas el despistado conmigo porque no te pega. Y deja de hablarme como
si fueras un relaciones públicas del gobierno ¿vale? Resultas bastante pedante.
— Y tú resultas bastante grosero, chico. Vienes aquí y te pones a insultarme sin razón alguna.
¿Por qué no intentas practicar un poco tus modales y me explicas con más detalle tus problemas?
— Estoy hablando de Gregorio, de mi compañero de clase Rafa, y de su compañero de
residencia Marcus. Los tres han muerto.
— Me enteré de lo de tu compañero, lo lamento mucho. Del otro chico, ese tal Marcus, no le
conozco, aunque he oído algo al respecto. Según parece, ha desaparecido, no ha muerto.
— Pero él a ti sí te conocía. Empezó a averiguar cosas de la hermandad y os deshicisteis de él.
Pero aún quedaba un cabo suelto, alguien que sabía demasiado, y también os cargasteis a Rafa.
— Lo que dices es una sarta de cuentos. Tu compañero apareció muerto en la habitación de su
residencia, víctima de un ataque de asma.
— Eso no importa demasiado. Conozco la forma de actuar de los demonios. Mis amigos y yo
nos tuvimos que enfrentar a uno el verano pasado. Pueden hacer cosas increíbles, pueden distorsionar la
realidad y matar sin dejar rastro. Conseguimos incluso invocar a Lucifer. Sin embargo, empiezo a pensar
que tú no has visto a un diablo en tu asquerosa vida, salvo la forma corpórea de Lucifer, tu mentor
Fernando Luengo.
Juan Carlos estaba atónito, y apenas podía disimularlo. ¿Había invocado a Lucifer, ese mocoso?
¿Quién se suponía que era, cómo podía reclamar la atención del Príncipe de la Mañana, si desde que se le
apareció en un sueño había desaparecido del plano astral? ¿Cómo sabía tantas cosas? ¿Fernando Luengo
era Lucifer? (Juan Carlos, que conocía el segundo apellido de Luengo, hizo el acrónimo y temió que
pudiera ser cierto) Le habían encomendado que no hiciese daño al chico, que su tarea era corromperlo,
ganarse su amistad, convertirle en un miembro del Círculo. Cada vez lo entendía menos, y cada vez
estaba más convencido de que Chema pretendía destronarle.
— ¿Qué es lo que pretendes, Chema?— su actitud había dejado de ser cortés. Se mostraba
desafiante, pero en el fondo estaba a la defensiva— No sé por qué has estado siempre en mi contra. Pensé
que serías alguien digno de entrar en nuestro Círculo, pero tú te has empeñado en vernos como una

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

amenaza. Me acusas de todo lo que le ha pasado a tus amigos, como si no hubieses hecho nada… y te
jactas de enfrentarte a demonios e invocar a diablos, y te atreves a darme lecciones. No creo la mitad de
tus embustes. Presumes de ser satanista, con tu cruz invertida colgada al cuello, pero no eres más que otro
niñato que va de malote.
— Tanto whisky durante las ceremonias te está afectando, hijo de puta. Yo sigo mi propio
camino en el satanismo. Dudo mucho que para ser satanista haya que militar en ese circo que tienes
montado.
— ¡Escúchame de una vez!— Juan Carlos, totalmente fuera de sus casillas, había empezado a
gritar— No te consiento que vengas a darme lecciones sobre satanismo. Yo decidiré qué es verdadero
satanismo. No me lo va a explicar un estúpido que ha visitado un par de páginas web. Somos elegidos,
estamos destinados a alzarnos de entre las masas…
— Estás ido de la cabeza. Elegidos, masas… Tu secta es otro montón de topicazos y de mierda.
¿Pero tú te has visto? Túnicas, velas, orgías… parecemos un equipo de extras para una película de Jess
Franco. Lo que yo te diga, un puto circo.
— Ese “puto circo”, como tu lo llamas, lo he levantado yo. Han sido muchos años de esfuerzo,
antes de la FEUNE y de Fernando Luengo. En ese circo tú participas en las orgías ¿o crees que no sé tu
desliz durante una reunión, en la que dejaste de lado a tu queridísima Merche?
— No la metas en esto.
Juan Carlos recuperó el aplomo. Se dio cuenta, para su satisfacción, que había tocado una fibra
sensible en el chico.
— Apuesto a que sería un estupendo altar. Es jovencita, y tiene un magnífico cuerpo.
— ¡Cállate!
— Vaya, así que no vas a colaborar… No hay propiedad privada en el Círculo. Como miembro
de la secta, Merche ha de colaborar en todo lo que pueda, y si yo dispongo que sea el altar, ella hará de
altar.
— Te mataré antes de permitirlo, o tendrás que matarme, lo que tú prefieras.
— Siempre he sabido que eras un usurpador. Tal vez Merche no te importe tanto, al fin y al
cabo. Lo que te gustaría es hacerte con el control…
— Estás loco.
— Pero no pienso permitirlo.
La situación se hizo incontenible. Ambos consideraban al otro una amenaza, alguien de quien
debían deshacerse. No tardaron en llegar a las manos. Se agarraron el uno al otro y empezaron a forcejear.
Chema comprobó para su sorpresa que Juan Carlos, de constitución delgada y aspecto no muy corpulento,
tenía mucha más fuerza de la que aparentaba. Se zarandearon de un lado a otro, avanzando al fondo de la
clase. Juan Carlos, al principio más seguro de sí mismo, fue perdiendo nuevamente los nervios. Quería
destruir a Chema, eliminarlo de la existencia. No podía tolerar que siguiese en la Asociación. Le lanzó
contra la pared del fondo. Chema se golpeó la espalda contra la pared que había bajo los cristales
oblícuos, en la zona lumbar, y lanzó un quejido. Empezaba a enfadarse de verdad. Sin tregua, Juan Carlos
le volvió a agarrar y lo levantó casi en volandas, para volver a empujarle, esta vez contra los cristales.
Chema se vio de repente sobre la ventana, que sólo estaba encajada en el marco, pero no cerrada del todo.
Su peso la hizo ceder y se abrió (las ventanas se abrían girando sobre unas bisagras colocadas a la mitad
de los marcos). Horrorizado, vio como se formaba un vacío bajo él, y resbaló aparatosamente sobre el
hueco. Consiguió agarrarse al alféizar, pero no aguantaría así mucho tiempo.
— Juan Carlos, ayúdame a pasar.
Juan Carlos estaba paralizado. No pretendía forzar esa situación, y en su mente se debatían su
incontrolado deseo homicida, y el sentido común que le dictaba que metiese al chico otra vez en la clase.
Incapaz de reaccionar, sólo pudo dar un paso atrás, sin terminar de creerse lo que pasaba. Aquello
constituía un problema, y no quería estar cerca.
Chema miró hacia abajo. Había una caída de unos cuatro pisos… o tal vez aterrizase sobre un
coche. No le dio tiempo a pensar nada más. Sus manos resbalaron y se precipitó hacia el suelo. Gritó
aterrado, agitando brazos y piernas. Las enormes letras que conformaban el nombre de la facultad se
situaban en un frontal apaisado que sobresalía de la fachada de la facultad. Pero dado el extraño diseño
del edificio, Chema no estaba en la vertical sobre esa marquesina, lo que le habría salvado. Algunas de
sus extremidades golpearon el borde del frontal y las grandes letras negras, y siguió cayendo. El cemento
se acercó a velocidad vertiginosa hasta cubrir todo su campo de visión. Todo pasó en un par de segundos.
Lo último que recordó fue el dibujo de un pentagrama ardiente, invertido, contra el que estrellaba su
cabeza.
Después, se sumió en un confuso sueño.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XVIIº:
Sumidos en las tinieblas.
La situación de una persona varía constantemente. A lo largo de su vida, atraviesa distintas fases, unas
buenas, otras malas. Experimenta diversos estados físicos, psicológicos, económicos, sociales… Puede enfermar,
y luego recuperarse, o tal vez no del todo, y arrastrar alguna secuela durante toda su existencia. Puede encontrar
un nuevo trabajo, que le reporte mayores ingresos, y variar su situación social, o puede perderlo y quedar
desempleado. Las parejas sentimentales van y vienen, algunas se quedan. El estado de ánimo es voluble y puede
verse afectado por cualquier factor por pequeño que sea.
Todas estas vivencias van conformando la vida de una persona, su personalidad, su modo de afrontar el
futuro. Hay veces en que todo parece ir muy bien, y otras en que todo parece ir mal. Si las desgracias se
acumulan, se genera una espiral perversa, una retroalimentación en el estado de ánimo que hace la situación aún
más difícil. Cuanto peor van las cosas, es más duro superarlas. Hay un punto en el que ya no se puede resitir. Se
denomina “tocar fondo”.
Nuestros héroes parece que vayan a tocar fondo. Algunos en un sentido tal vez más literal de lo que se
podría pensar.
Chema se debate entre la vida y la muerte después de su catastrófica caída. Juan Carlos se ve en una
situación comprometida después del accidente. Además, su conversación con Chema no le ha dejado indiferente y
ha decidido hacer nuevos avances con el Círculo. En sus planes está Merche, quien va a verse arrastrada a una
situación que pondrá a prueba su entereza…

Durante mucho tiempo, Chema no supo donde estaba. Le rodeaba la oscuridad y apenas podía
ver sus manos y su cuerpo. No había nada a su alrededor, y le daba la sensación de que el vacío se
prolongaba hasta el infinito en todas direcciones.
Lo primero que vio fue el fuego, antes que la tierra, las rocas y los acantilados.
Se percató de que sus piernas, brazos y manos empezaban a ser visibles. Alguna fuente de luz le
estaba iluminando. El horizonte era ahora de un color rojizo, difuminado en la distancia. El aura de color
se acercó más deprisa de lo que él andaba, y pronto notó que la temperatura aumentaba. Cuando pudo
darse cuenta, un muro de fuego le rodeaba. Parecía estar dentro de un círculo relativamente amplio. Sin
embargo, nuevas llamaradas aparecieron, como si siguieran un invisible reguero de pólvora. Los nuevos
muros se cruzaron entre sí, cercando a Chema en un receptáculo más pequeño. A pesar de no sentir
sensación real de calor (no sudaba, no estaba agobiado), podía notar en la piel, que le ardía como si
estuviese enfermo, la temperatura extrema que alcanzaba el aire. No se podía arriesgar a cruzar el fuego.
Las llamas eran demasiado altas como para intentar saltarlas, y no podía determinar si el fuego era sólo
una delgada cortina o si ardían hectáreas enteras. Se acercó un poco, con cuidado, al muro ardiente que
tenía ante él, pero en seguida se hizo más intenso y violento, y retrocedió. Apenas podía moverse sin
alterar a su carcelero.
Parecía estar ahí atrapado.
Necesitaba desesperadamente ayuda.

Después de su aparatosa caída, Chema fue ingresado con un fuerte traumatismo craneoencefálico
en una unidad de cuidados intensivos. También sufría otras heridas y contusiones de diversa
consideración, inherentes a los impactos, primero contra la gran marquesina que había sobre las puertas
de la facultad, y posteriormente contra el suelo. Eso le hizo entrar en un estado comatoso. Las primeras
setenta y dos horas fueron las más críticas, pero a partir de ahí su situación pasó a ser estable. Si bien el
coma persistía, se esperaba que su estado fuese reversible.
Pasado el peligro, fue trasladado al hospital Severo Ochoa de Leganés una semana después del
accidente. Descansaba en una habitación de la segunda planta, sin necesidad de respiración artificial. En
cuanto se autorizaron las visitas, Merche acudió a verlo. Al principio coincidía con los padres y algunos
amigos de Chema, pero en seguida aprendió el patrón de estas visitas y empezó a ir en las horas en las
que podía estar a solas con él (para lo que faltaba a clase sin importarle lo más mínimo). Incluso conocía
los turnos de las enfermeras y también las evitaba a ellas.

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En las primeras visitas, le resultaba muy duro encontrar a su amigo ahí tumbado. No podía
reaccionar, se quedaba paralizada, y el tiempo pasaba sin que hiciese ni dijese nada. Luego, empezó a
autoengañarse, pensando que dormía. Se le veía tranquilo, no parecía sufrir, o eso quería creer. No sabía
si reaccionaba a las voces del exterior, o si las oía realmente, y se sentía algo estúpida al hablarle, pero al
final empezó a hacerlo. Le contaba cosas de la facultad, de sus amigas, y otras trivialidades.
Una mañana llegó y se sentó junto a su cama. No estaba segura de querer contarle lo que le iba a
contar, pero era la única persona a la que podría hacerlo. Necesitaba que la ayudasen y sólo él podría si
pudiese. Estaba segura de que de no estar él en coma, no le estaría pasando aquello.
— Hola, Chema ¿cómo estás esta mañana?
Merche puso su mano sobre la del chico, y compuso un gesto amargo parecido a una sonrisa.
Como tantas otras veces, las lagrimas asomaron a sus ojos. Decidió ir al grano.
— Verás, Chema… están pasando muchas cosas en la facultad— hablaba bajo, temerosa de que
oyesen las paredes—. Juan Carlos está convocando reuniones de la Hermandad continuamente. Ya ha
hecho dos, y habrá otra la semana que viene. Me resulta muy violento ahora que no estás conmigo… No
tengo estómago para la parte final… ¿Sabes? Al final aún te considero mi novio— Merche iba a romper a
llorar—. Siento que te estoy engañando, pero sabes que no puedo hacer nada.— se detuvo para llorar.
Cuando se calmó, prosiguió.
— Pero era esto lo que quería contarte. He evitado en lo posible implicarme demasiado, no voy a
entrar en detalles… Pero creo que eso va a cambiar, muy a mi pesar… Es por Juan Carlos…
Hizo una nueva pausa.
— Vino a verme ayer.

Merche no sabía nada del accidente de Chema, y por supuesto no podía ni imaginar que lo había
provocado Juan Carlos. Al verse en aquella situación, el veterano salió inmediatamente del aula y bajó a
los sótanos, donde estuvo un par de horas hasta que se pasó todo el bullicio. Se sorprendió al comprobar
que parecía albergar algo parecido a un sentimiento de culpa, pero en el fondo se trataba del temor a
represalias, pues su cometido era vigilar y proteger a Chema, y él lo había arrojado por la ventana ¿Y si
moría? También recapacitó sobre la conversación que tuvieron. Se sentía derrotado, en el sentido de que
Chema y sus amigos habían logrado realizar invocaciones, y él no había tenido éxito hasta el momento.
Juan Carlos sólo había visto a sus demonios mientras dormía, y no siempre era en respuesta a una
invocación. Le parecía inconcebible, y debía poner todos los medios para que esa derrota pasase a ser,
cuanto menos, un empate técnico.
El accidente no tuvo ningún tipo de consecuencia para Juan Carlos. No hubo testigos de la
discusión y, al entrar los dos chicos por separado en el aula, nadie podía relacionar a Juan Carlos
directamente con la caída de Chema. En la Hermandad sabían que Juan Carlos tenía llaves de varias
aulas, y por eso se valieron de su influencia para evitar cualquier tipo de investigación que pudiera
comprometer a la facultad. Juan Carlos saldría impune. Fernando Luengo pidió posteriormente
explicaciones al veterano, quien le contó lo ocurrido. Pero una vez supo que el estado de Chema salía de
la gravedad, se quedó algo más calmado. Parecía incluso satisfecho de que los dos jóvenes hubiesen
discutido de esa manera tan violenta.
Libre de preocupaciones ante cualquier tipo de responsabilidad, y lo más importante, libre por
fin de Chema, Juan Carlos pasó sin dilación preparar nuevas reuniones. Estudió detenidamente las
diferentes etapas del ritual y planificó algunos cambios. También alteró el texto habitual de las cartulinas
de invitación para advertirlo a los miembros.
Poco después, Merche recibió la habitual carta de aviso de una nueva reunión.

Próxima reunión
Fecha: jueves veintidos de abril, 34 A.S.
Hora: 21:00
Lugar: sala habitual de reuniones
Punto de partida: Cafetería, 20:50 h.
Tipo de reunión: invocación
Duración estimada: indeterminada
Debido a la naturaleza de la reunión, se ruega que
se abstengan miembros que
que no se consideren capacitados

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Merche no pudo evitar sentirse inquieta ante tan solemne advertencia. En un principio, no tenía
pensado asistir. Tras lo sucedido a Chema, no tenía ánimo ni siquiera para asistir a una celebración
ordinaria. Pero Merche, criada en Villanueva de los Infantes, tenía mucho más presente el eterno “qué
dirán” que su ex novio natural de una gran ciudad. Si dejaba de ir ahora a las reuniones, Juan Carlos y el
resto podrían pensar que estaba en la Hermandad sólo por Chema, y ella quería demostrar tener voz
propia en aquel asunto.
Así pues, asistió a la reunión, y a la siguiente, celebrada apenas una semana después. El
procedimiento variaba ligeramente. Juan Carlos ofrecía la comunión a los asistentes que se acercaban al
presbiterio, pero no se leían pergaminos con los deseos de los miembros. Los habituales discursos fueron
suprimidos por letanías extrañas, incompresibles y muy largas, que tenían por objeto la invocación de
algún demonio o espíritu maligno. En ninguna de las dos reuniones surtieron efecto. Persistía, eso sí, la
caótica comunión orgiástica final entre todos los asistentes. Merche tuvo que sacar fuerzas de donde no
había para aguantar. En casi todas las ocasiones, Chema era su refugio para esa última parte, y eso la
tranquilizaba. Sin él, se sentía muy violenta. Además, el sacerdote animaba a que los participantes no se
reprimiesen lo más mínimo, y la situación se iba haciendo más y más desatada. El propio Juan Carlos
poseía a su altar de carne con más empeño, casi con furia. ¿Complacería eso al supuesto demonio y le
haría manifestarse?
La chica volvía a su piso con la moral por los suelos. Y lo peor no había hecho más que empezar.
Durante ambas reuniones, la chica había escapado a medias de la parte final quedándose con otras chicas,
practicando juegos más tranquilos y menos salvajes que los del resto de participantes. Pero para la
siguiente ocasión no tendría esa oportunidad.
Un día, se encontro con Juan Carlos durante un descanso. Estaba segura de que no era por
casualidad. Le preguntó por el estado de Chema y le ofreció palabras de ánimo y consuelo. A ella le
parecieron falsas e hipócritas, pero le dio las gracias. Juan Carlos, conforme conversaba, la fue llevando a
un rincón más apartado. Empezó a explicarle que confiaba en que Chema se recuperase, en que los
poderes infernales le ayudarían. Depués, encaminó la conversación (que él prácticamente monopolizaba)
hacia la Asociación y sus reuniones.
— Habrá una nueva reunión la semana que viene, ya hemos mandado las cartas de aviso.
— ¿Por qué tantas reuniones ahora?— Merche, con el tono de voz, en realidad estaba suplicando
que cesasen ya las celebraciones, que estaba exhausta y no tenía fuerzas para más rituales.
— Hay que trabajar duro estas semanas. Estamos cerca de conseguir grandes cosas. Todos y
cada uno de los miembros del Círculo hemos de aportar tanto como nos sea posible. Toda nuestra energía,
nuestro apoyo, nuestra concentración. Ahora no hay lugar para egoísmos e intereses personales.
— Yo participo y ayudo tanto como puedo.
— Lo sé, Mercedes— Juan Carlos, en ese afán paternalista, se había tomado demasiadas
licencias. Merche odiaba que la llamasen Mercedes—, soy consciente del gran esfuerzo que haces,
estando tu amigo en el hospital. Pero aún puedes ayudarnos más.
— ¿Cómo?
— Es fácil. Como habrás observado, hay una chica que cumple las funciones de altar.
— ¿Qué pretendes?
— Me decepcionaría que te negases a colaborar. Eres una miembro leal y confío en que nos
ayudarás en lo que te pidamos ¿verdad?
— ¿Quieres que yo…?
— Sé el altar para la próxima reunión. No te preocupes, no va a pasar nada. Yo estaré a tu lado.

No sabía exactamente cómo, pero Chema había comenzado a ascender. O tal vez era el fuego el
que había descendido, y ahora ardía a varios metros bajo sus pies. La distancia le concedía el don de la
perspectiva. Los muros de llamas dentro del gran círculo conformaban la figura que se había imaginado:
una estrella de cinco puntas. Desde allí la veía invertida, algo que no le sorprendía. De todas formas, era
tan sólo cuestión del punto de vista.
La gran estrella dejó de arder y pasó a convertirse en una suerte de sendero, o marca de tierra.
Chema volvió a precipitarse a su lugar de origen y aterrizó violentamente. La caída debería haber bastado
para romperle todos los huesos, pero tenía la sensación de que en el lugar en el que se encontraba, las
reglas físicas normales tampoco servían para mucho. Ahora estaba nuevamente rodeado de un círculo con
una estrella en su interior, pero se podía mover con libertad, y en teoría podría salir de ellos. Miró a un
lado y a otro. La geometría del símbolo hacía que viese prácticamente lo mismo en todas direcciones.
¿Qué camino tomar?

153
Alfredo M. Pacheco

De pronto, le pareció oir algo. Cerró los ojos (aunque aquello estaba ya de por sí bastante oscuro)
y aguzó el oído. Movió la cabeza de un lado a otro para intentar captar su procedencia. Pudo volver a oír
aquello de forma un poco más clara. Era una voz. Parecía pedir ayuda, o invitarle a ir hacia donde se
encontraba. Parecía una voz femenina, una voz que creía conocer…
¿La voz de Merche?
Estaba casi seguro. Puso más atención para poder determinar la dirección exacta. Abrió los ojos.
Ya no estaba perdido. Sabía el camino que debía seguir.
Comenzó a caminar.

Los celebrantes pasaron en silencio a la sala octogonal de rituales. La ceremonia estaba a punto
de comenzar.
Merche había sido testigo de excepción de los momentos previos al inicio de las misas. Mientras
los otros chicos aguardaban en el punto de reunión (esta vez fue un área muy concreta del césped de la
facultad), ella había bajado con Juan Carlos a los sótanos. Había visto cómo Juan Carlos abría la
cerradura de la puerta falsa que conducía allí abajo. Había presenciado como llegaban otras personas y se
iban preparando. Personas mayores, no estudiantes. Algunos eran profesores, reconocía sus caras de
haberlos visto por los pasillos. Uno de ellos incluso le impartía una asignatura. Lacónicos y reservados,
no habían cruzado ninguna palabra con la chica. Juan Carlos había informado de forma casual a algunos
de que Merche sería el altar de esa ceremonia. Después, le proporcionó su atuendo para esa ocasión.
Merche se cambió, algo incómoda, y pasó adentro con Juan Carlos y otras dos chicas, mientras
los otros esperaban a que llegasen todos. Por primera vez, Merche vio la sala iluminada por luz eléctrica.
Parecía más pequeña y no causaba tanta impresión. Las vidrieras se veían opacas. Juan Carlos, ya vestido
de oficiante, la tumbó en el altar y la preparó. Extendió sus brazos y las chicas pusieron en sus manos dos
velas.
— Sujétalas, como si te estuvieses agarrando a dos barras. — le dijo Juan Carlos— Ahora las
encenderé.
Le habían puesto una vela blanca en la mano izquierda (para que quedase a la derecha del altar
según la perspectiva del oficiante) y una de color negro en la derecha. Merche escrutó un poco alrededor
de ella, tarea incómoda en su posición, y vio que había más velas negras en el altar. Juan Carlos y sus dos
auxiliares siguieron preparando tranquilamente el resto de elementos, sin intercambiar palabra alguna.
Sacaron un cáliz de plata, que él llenó con bourbon. También pusieron sobre una mesa cercana al altar
una espada, una campanilla, una vara como símbolo fálico, y también una daga. Todas esas cosas se
guardaban bajo el gran tapete de terciopelo rojo que cubría el altar.
— Vamos a empezar dentro de poco, estate tranquila.— el chico hablaba con voz muy mecánica.
Las palabras de Juan Carlos no le suponían ningún consuelo a Merche.
Las chicas separaron convenientemente las piernas de la muchacha hasta los vértices de la mesa.
El altar no era muy grande, y la mesa le llegaba justo hasta las corvas, así que Merche podía dejar caer las
pantorrillas, que quedaban en una posición algo menos tensa. Juan Carlos cubrió el rostro de Merche con
una gasa negra. Se encontraba totalmente desnuda, y las otras gasas la cubrían sólo parcialmente. El chico
encendió las velas e hizo un gesto a alguien que al parecer se encontraba a la entrada de la cámara. Se
apagaron las luces y se encendieron los fluorescentes tras las vidrieras. El terciopelo se tiñó de negro y un
escalofrío recorrió la espalda de Merche, quien contuvo el aliento durante unos segundos. Después, había
notado cómo empezaban a entrar los asistentes.
Pasaron algunos minutos hasta que todos estuvieron dentro, ya ordenados. Juan Carlos inició
entonces la ceremonia. Una de sus asistentes le dio la campanilla, que Juan Carlos agitó mientras daba
una vuelta en círculo. Entregó la campanilla a la chica, y la otra adlátere le tendió la espada, con la que el
joven señaló a Merche, pronunciando la letanía acostumbrada de sus rituales. Después hizo un
llamamiento a las fuerzas infernales para que acudiesen a satisfacer sus demandas y señaló los puntos
cardinales, nombrando a las habituales deidades infernales.
A esto siguió la comunión con sus fieles. La mayoría de los asistentes se acercaron para recibir
las obleas negras que administraba el sacerdote, y bebían del licor de la copa. La última en comulgar fue
Merche. Juan Carlos le ofreció a la chica la porción del extraño pan, apartando por un momento la gasa
que la cubría, y vertió sobre sus labios un poco de bourbon, parte del cual se resbaló por las mejillas de la
joven. Merche hizo un esfuerzo para tragar. La inquietud y la postura no ayudaban mucho.
El oficiante se dirigió a sus fieles y comenzó uno de sus discursos, pausados y solemnes.
— Hoy nos reunimos nuevamente para satisfacer una deuda que aún está pendiente para
nosotros. Como ya sabéis, hemos tenido algunos traidores a nuestra causa durante este año. Y como
también sabéis, uno menospreció nuestro poder, jactándose de haber obtenido mayores logros.

154
Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Los argumentos de Juan Carlos eran similares a los de las otras dos reuniones anteriores.
Sospechaba que con traidores, el veterano podía estar refiriéndose a Gregorio y a Chema. Sabía que
Gregorio intentó apartarse de la secta antes de morir. Conocía igualmente la enemistad entre Chema y
Juan Carlos. Además, y pese a no saber nada del último y fatal encuentro entre Chema y Juan Carlos, sí
sabía por boca de Adela que durante las misas negras que ella y sus amigos realizaron durante el verano,
habían llegado a ver “cosas absolutamente increíbles”, según palabras textuales. ¿Era Chema el que había
menospreciado la Hermandad y se había vanagloriado de sus propias misas?
— Han sembrado la mentira y la duda entre nosotros. Al atacarme a mí, nos atacan a todos.
Atacan a nuestra causa.
Merche odiaba ese tono que adoptaban los últimos discursos de Juan Carlos. Rayaban el
nazismo.
— Y por eso mismo, queremos que acudan hoy aquí las fuerzas de la oscuridad para dejar
patente que nuestro poder es grande, y para que disipen las dudas y las mentiras sembradas. Hermanos,
necesito de toda vuestra energía. Unid vuestras manos, invoquemos la presencia de fuerzas oscuras.
Los fieles se dieron las manos unos a otros, formando varias filas. Juan Carlos inició una extraña
retahíla de sílabas para formalizar el ritual de invocación.
— Èdej, aj, èjeresa. Ilasa micalazoda…
Siguió así durante un rato. Merche observó tras la gasa negra que las asistentes le entregaban un
bulto que parecía moverse y emitía débiles sonidos de protesta. También le entregaron la daga que antes
habían puesto sobre el altar. Juan Carlos, sin vacilación, hundió el cuchillo en el bulto y lo rajó en canal.
La chica notó con espanto cómo la sangre caliente se derramaba sobre su vientre. ¿Qué estaba haciendo?
¿Se había vuelto loco? Hasta entonces, nunca había habido sacrificios durante las ceremonias, ni siquiera
en los anteriores intentos de invocación. ¿Qué sería lo siguiente si persistía el fracaso?
— Y ahora, entregaos a vosotros mismos con toda vuestra pasión.
Empezó la catarsis final entre los fieles. Juan Carlos retiró la gasa de la cara de Merche y empezó
a acariciarla. Notó las manos de las chicas recorrer su cuerpo, retirar el resto de gasas, restregar la sangre
por su piel. De fondo, llegaron a los oídos de la chica los sonidos que emitían el resto de asistentes,
ocupados en sus propios asuntos. Merche cerró los ojos, conteniéndose para no romper a llorar. Pero se
dio cuenta de que no le servía para nada, pues intensificaba su percepción del tacto. Finalmente no pudo
evitar excitarse por las caricias y los besos. Juan Carlos se dio cuenta de ello. Se inclinó sobre ella y besó
sus labios, su cuello, sus pechos… Las asistentes tiraron de ella, acercándola a él. Advirtió que Juan
Carlos empezaba a apartarse la túnica.
Merche contuvo la respiración ante lo inevitable.

Conforme Chema iba llegando al sendero que se veía en mitad de la oscuridad, se daba cuenta de
que aquél en realidad era una suerte de camino de tierra elevado, construido sobre su propia materia
prima. La óptica era engañosa en aquel sitio sin referencias. Parecía que la negrura sobre la que andaba
estaba un poco inclinada hacia abajo, y eso originaba el desnivel. Así pues, cuando llegó al borde del
camino que quería seguir, tenía ante él una cornisa de tierra de unos dos metros de altura. Debería
escalarla para poder andar sobre el sendero, que dibujaba el pentáculo. Tanteó la pared. La pendiente era
ardua pero accesible, y la tierra lo suficientemente blanda para hundir manos y pies y poder crear un
apoyo sin que se desprendiese. Tenía que intentarlo. La voz de Merche se oía al otro lado. Había de llegar
a ella. Notó además que la oscuridad insondable bajo sus pies empezaba a variar su estado. Tenía la
sensación de estar sobre un piso arenoso, no muy firme, como enfangado. No podía quedarse más allí.
Comenzó a escalar sin vacilación. Le resultó más complicado de lo que pensaba. Si hundía demasiado las
manos, terrones enteros de pared se desprencían. Buscó mejores apoyos y subió un poco. Una vez
consiguió asirse al borde de la cornisa, tuvo una posición más segura para llegar hasta arriba. Al otro lado,
Merche seguía llamándole apremiante. Se izó un poco a pulso. Podía ver el sendero, extendiéndose y
formando la estrella y el círculo, a la altura de su nariz. Era plano y firme, y no encontraba una nueva
agarradera para seguir subiendo. Así que siguió escalando con los pies para antes de empezar a trepar con
las manos.
Lo estaba consiguiendo. Ya prácticamente estaba hecho. Tenía los brazos, la cabeza y el pecho
sobre el camino. Un nuevo impuslo y apoyaría todo el torso, y podría subir las piernas sin problemas y
ponerse de pie.
Sin embargo, la cornisa empezó a ceder. La tierra temblaba y se resquebrajaba. Cayeron grandes
pedazos de tierra e incluso roca que estaban prácticamente bajo él. Empezó a resbalar, y se agarró muy
precariamente y en el último momento. No pudo evitar mirar hacia abajo. La propia oscuridad cedía y
caía en forma de grandes placas a un nivel mucho más profundo. Un suelo rojo y ardiente que se retorcía

155
Alfredo M. Pacheco

y lanzaba vaharadas de aire cargado de azufre. Todo se tornó de una tonalidad anaranjada, y notó el calor
llegar hasta él. De repente, estaba al borde de un acantilado, y el mismo infierno ardía bajo sus pies.
No quería caer, no podía caer.
Volvió a oír a Merche, que lanzaba una llamada desesperada de auxilio. ¿Estaba en peligro? Pero
¿qué le podría estar pasando?
— Tengo que llegar hasta ella…— dijo con los dientes apretados.
Miró con decisión, casi desesperación, al borde del acantilado, e hizo un nuevo esfuerzo,
sacando fuerzas de donde no le quedaban, y siguió buscando apoyos seguros para proseguir la escalada.
Con las emanaciones de vapor y azufre, llegaron gritos ahogados, lamentaciones inhumanas, e
incluso tentativas de rendirse. Conocía algunas de las voces…

— Chema, cómo desearía que estuvieses despierto…


Merche sollozaba junto a la cama donde descansaba su antiguo novio. Había perdido el saludable
color de su rostro. Las ojeras asomaban bajo los párpados. Llevaba varios días sin apenas dormir y
también había perdido el apetito. Todo había perdido el sabor para ella, y la comida se le hacía una bola
insípida y pastosa que le provocaba arcadas y casi nunca podía tragarse. Cada vez le costaba más ir a la
facultad. Quería dejar de ir allí, pero si se quedaba en su piso, las paredes se le venían encima. Los días
eran interminables.
Su madre había notado que le ocurría algo al hablar con ella por teléfono. Merche ponía torpes
excusas: la vida en la gran ciudad, el estrés al acercarse los exámenes. Su madre le sugirió que fuese un
fin de semana a descansar a Infantes, pero ella puso el típico pretexto de tener que estudiar y hacer algún
trabajo con compañeras de clase, y que le era imposible. Merche no iba al pueblo sencillamente porque la
terrible situación en la que se hallaba había hecho mella en su estado físico, y no quería que sus padres la
viesen con ese aspecto. Bastante preocupados estaban sólo con oírla hablar por teléfono.
La última reunión de la Hermandad la había traumatizado. Aquellos rituales eran más de lo que
ella podía soportar. Iba a entrar en una crisis nerviosa, si es que no la tenía ya. Soñaba con frecuencia con
la tarde en que sirvió de altar humano a la fallida invocación de Juan Carlos, y se despertaba empapada en
sudor, casi sin poder respirar. Después, no podía volver a conciliar el sueño en toda la noche. Si seguía así
caería enferma. Estaba perdiendo peso, y se le empezaba a notar. Y lo peor era que aquello no había
terminado.
Fue a ver a la única persona a la que podía contarle aquello, que resultaba estar postrada en una
cama, durmiendo un sueño perpetuo.
— Desde aquel día, Chema, todo se me ha venido abajo. No sé lo que quiere ese monstruo, pero
no ceja en su empeño… yo… Y no va a conseguirlo. Es imposible. ¿Qué espera que pase, que aparezca
un demonio en mitad de la sala?— Merche estaba convencida de que era absolutamente irrealizable el
que una invocación de ese tipo surtiera efecto.
Paró unos momentos hasta que pudo contener el llanto y reanudar un monólogo más o menos
seguido.
— He servido como altar… ¿De verdad hizo Adela esas cosas? Pensé que no lo iba a poder
soportar, me sentí tan… violenta, tan… débil e indefensa… ¿Qué diferencia había entre aquello y una
violación? Y va a seguir haciendo rituales hasta que lo consiga… Quiere que siga haciendo de altar… me
quiere a mí… Ayúdame…— comenzó a llorar otra vez. Bajó de la silla, y de rodillas se abrazó a Chema,
llorando desamparada sobre el pecho del chico— Chema, por favor, tienes que ayudarme…

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, aguantando, intentando por todos los medios no caerse y
escalar a una posición segura. Lo que había al fondo lo aterraba. No sólo una caída de varios metros
(¿veinte, treinta, cincuenta?), y un pasto de lava y fuego que lo abrasaría y lo consumiría. Las llamas
formaban rostros deformados, retorcidos, expresionistas, y el vapor arrancaba gritos de tormento y de
tortura. Abajo había un cultivo de almas. Si caía, su destino era mucho peor que la muerte. ¿Estaban allí
abajo sus amigos, los que habían muerto desde que empezó todo aquello en verano?
Por todo ello, Chema debía hacer lo imposible por salir de allí. Además, Merche le suplicaba
ayuda. Oírla suplicar le dolía tanto como lo que le pudiera pasar en el fondo del abismo. Intentó agarrar
un saliente que tenía al alcance de su mano derecha. Empezaba a sentirse cansado, y no sabía hasta
cuándo podría aguantar sin que le fallasen las fuerzas. Movió ligeramente su posición. Su pie derecho
resbaló. Perdió el equilibrio y su pierna izquierda también perdió apoyo. Estaba en una situación muy
delicada. El apoyo de su mano izquierda no era muy estable y se desprendía demasiada tierra. Y el
saliente que agarraba su mano derecha podía ceder en cualquier momento. Si eso sucedía, empezaría a
respalar por la pendiente e irremediablemente caería al vacío.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

— No puedo, Merche. No puedo hacer esto solo, me fallan las fuerzas… no podré ayudarte…
El saliente empezó a ceder. Chema supo que era el final, que era cuestión de segundos que
cayese y muriese abrasado por la lava. Decidió no rendirse e hizo un último e inútil esfuerzo, que solo
sirvió para que la protuberancia de tierra se hiciese añicos por la fuerza y la presión de su mano. Tan
cerca como había estado de conseguirlo, y había fracasado.
Aunque Chema ya empezaba a caer, en el acto su descenso fue frenado. Algo lo estaba
sujetando. Miró hacia arriba, temiendo que lo que viese fuese peor que lo que le esperaba abajo. Pero no
fue así.
El demonio ascendido, el antiguo Arimán, le agarraba por la muñeca. Estaba de pie sobre el
sendero que Chema no había conseguido alcanzar. Su expresión permanecía hierática, pero sus ojos
brillaban reflejando el fuego que había abajo.
— ¡Eres tú!
— No es tu hora, muchacho. No es éste el destino que te aguarda, no entra dentro de las reglas—
dijo con voz enérgica—. Y mientras el equilibrio corra el riesgo de romperse, estaré yo para restarurarlo.
Empezó a subirle a pulso. En seguida, Chema pudo apoyarse en el suelo y subir del todo. La lava
se agitó con más furia. Las puntas de la estrella que el sendero conformaba empezaban a partirse y a
sucumbir a las llamas. Toda la estructura iba a derrumbarse. El demonio observó en una y otra dirección.
Después, miró fijamente a Chema.
— Tenemos que salir de aquí.

Abrió los ojos, su espalda se tensó y arqueó violentamente, y él se irguió sobre los codos. Con la
boca abierta de par en par, aspiró una bocanada inmensa de aire, como si hubiese estado a punto de
ahogarse. Luego, Chema se calmó de golpe. No se estaba ahogando, podía respirar y no parecía correr
ningún peligro. Y se dio cuenta de que ya no había fuego, ni lava, ni estaba Arimán con él. Se encontraba
tumbado en una cama, en una habitación que no conocía de nada. Se fijó en la sábana. En el revés, una
banda azul mostraba el distintivo del Insalud. También podía leerse HOSPITAL SEVERO OCHOA.
— Estoy en el hospital…
Empezó a hacer memoria. Recordó su peregrinaje en medio de la oscuridad, el fuego y cómo
Arimán le salvó de precipitarse al vacío. Pero le parecía vago e irreal, como un sueño. Después, recordó
la discusión con Juan Carlos y la caída desde la ventana. Se dio un golpe en la cabeza. ¿Por eso estaba
allí? ¿Le habían trasladado a Leganés para atenderle?
Intentó incorporarse. Le costó mucho trabajo. Era como si sus músculos no se hubiesen movido
en mucho tiempo. Una máquina registraba su pulso cardiaco a través de unos electrodos. Se los despegó
de la piel y bajó las piernas al suelo. Aún se encontraba desorientado, pero a su juicio estaba bastante
lúcido. Comprobó la fuerza de sus piernas antes de tratar de levantarse. Cuando lo hizo, se tambaleó un
poco, pero mantuvo el equilibrio.
Recorrió la habitación con la mirada. Su cama estaba en el lado izquierdo. A la derecha de ésta,
una cortina separaba las dos camas de la habitación. El baño estaba en la esquina más próxima la cabecera
de la cama de Chema. La salida al pasillo también estaba en la pared izquierda. Frente a las camas había
una televisión puesta sobre un soporte atornillado a la pared. Y en el lado derecho estaba la ventana. La
luz era débil, parecía estar amaneciendo. No veía rastro de su ropa o sus efectos personales. Encima de la
cabecera de la cama, en la pared, había un teléfono que funcionaba con una tarjeta monedero. Descolgó el
auricular. El display del aparato mostró el crédito de la tarjeta, la fecha y la hora.
Dom, 14 May 1999 06:52h
— Domingo, catorce de mayo…
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Qué le había pasado? No tardó en imaginarse la verdad. Debía de
haber estado en coma. En seguida le asaltaron un millar de preguntas. Preguntas acerca de qué habría
pasado en ese tiempo, mientras él dormía. Le preocupaba qué habría ocurrido con Adela y su hija.
Debería estar a punto de salir de cuentas. También estaban asuntos como la FEUNE. ¿Qué estaría
preparando el mismísimo Lucifer desde su partido político? ¿Seguiría con sus discursos cada vez más
atrevidos y radicales?
Y, sobre todo, quería saber qué había hecho Juan Carlos tras dejar que se defenestrase. ¿Se
habría metido en líos? ¿Le habrían encontrado responsable de todo aquello o por el contrario nadie había
visto nada?
Y Merche.
En sus sueños, Merche le pedía ayuda. No podía verla pero sí escuchar su llamada. ¿Por qué
necesitaba ayuda?
Juan Carlos. Otra vez Juan Carlos.

157
Alfredo M. Pacheco

Esperaba que, por su bien, Juan Carlos no se hubiese atrevido a hacerle nada a la chica. De lo
contrario, tendría que responder ante él.
Se acercó al baño para lavarse la cara. Se preguntaba cuándo le darían el alta ahora que había
salido del coma. Abrió el grifo y llenó las manos de agua para después enjuagarse el rostro. Estaba fría, y
eso le despertó. Inclinado sobre el lavabo, con los ojos cerrados, repitió la operación otras dos o tres
veces. Luego, se incorporó y abrió los ojos. Vio su imagen en el espejo.
Y vio la estrella. Una estrella de cinco puntas, dentro de un círculo, apuntando hacia abajo, como
la que una vez tuvo en la palma de la mano derecha, esta vez en su frente. Brillaba como si fuese de
fuego. Asombrado, tocó el símbolo con la yema de los dedos. Se dio cuenta de que el pentagrama de su
mano también había vuelto a aparecer, con la misma intensidad que cuando Arimán se lo grabó al rojo en
la piel. Estaba a punto de gritar cuando, al miarse otra vez en el espejo, comprobó que la estrella había
desaparecido. En la frente no tenía ninguna estrella, sólo unas cicatrices que no formaban dibujo alguno,
resultantes sin duda del fuerte golpe que se dio al estrellarse contra el suelo. Se miró nuevamente la mano,
y tampoco había nada. Como la vez anterior en la romería, la estrella se había esfumado en pocos
segundos.
Oyó pasos en la habitación. Salió del baño para ver quién era.
La enfermera, una chica joven, de veintipocos años, casi se desmayó al verle allí de pie, como si
Chema, en lugar de haber estado en coma, estuviese guardando reposo tras una operaciónde apendicitis.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Capítulo XVIIIº:
La antesala del infierno.
Acción… reacción.
Causa… consecuencia.
Pensar… actuar.
En las partidas de ajedrez es muy habitual desplegar las piezas en el tablero, y gestar después una
estrategia de ataque… ajustándose siempre a los movimientos enemigos. La fase de despliegue de fichas,
llamada apertura, es muy protocolaria, y suele saberse cuántos turnos durará. La fase en que la estrategia de
ataque se lleva a cabo es más abierta y puede jugarse muy rápido o alargarse una eternidad. Pero más tarde o
más temprano, esa fase siempre desemboca en un final. A veces es precipitado, abrupto, inesperado, provocado
por un descuido en el rival. Otras, los rivales miden sus fuerzas hasta que uno logra imponer una ligera
superioridad y alcanza una clara ventaja, convirtiéndose el desenlace en la crónica de una muerte anunciada (el
buen jugador sabe que es momento de aceptar su derrota y declarar su rendición).
Chema por fin había visualizado las piezas y movimientos de la partida. La venida de Arimán para
fecundar a Adela; la posesión de Lucifer para dirigir las huestes infernales en la tierra mediante el poder político;
la secta de Juan Carlos para controlar al propio Chema; el embarazo de Adela, la FEUNE, la Hermandad… todo
obedecía a un maquiavélico plan urdido por entes más allá de la comprensión humana. Dios y el Diablo jugando
al ajedrez, con la Tierra como tablero.
Ya había estado pensando bastante. Ya había dejado que ocurrieran demasiados acontecimientos. Era
hora de actuar, de resolver la partida.
Al fin y al cabo, su final se acercaba inexorablemente.

Después de su repentina salida del coma, casi milagrosa, Chema estuvo un par de días bajo
observación. Su recuperación era sorprendente. Había despertado de varias semanas de coma igual que si
lo hubiera hecho de una siesta reparadora. No tenía ninguna secuela. Se encontraba en baja forma debido
al tiempo al periodo de inactividad, pero sus músculos no se habían agarrotado demasiado. Durante su
sueño, el personal del hospital le había practicado ejercicios de rehabilitación, así que de forma pasiva,
Chema había estado moviendo sus músculos y articulaciones. No le costó mucho recuperar las funciones
locomotrices básicas. En seguida volvió a caminar con normalidad e incluso a dar carreras cortas. Podía
manejar herramientas (lápices, cubiertos, teclados) sin problema. Sólo tendría que hacer una sencilla tabla
de ejercicios para recuperar el tono muscular, fuerza, agilidad y habilidad previas al accidente.
Setenta y dos horas después de despertar, fue dado de alta. El miércoles por la tarde volvía a
estar en su casa. Físicamente se encontraba bien, y en principio quería ir a clase ya al día siguiente. Pero
sus padres le dijeron que aún era pronto y que le convenía más permanecer en casa unos días para
recuperarse al cien por cien. Todavía estaban asumiendo el hecho de que su hijo estaba nuevamente en
casa, y les daba miedo que pudiera ocurrirle algo en la facultad. En vista de que el jueves era el último día
de la semana para los de primero, decidió esperar al lunes siguiente para ir a la facultad. No obstante, le
preocupaba Merche. No había sabido nada de ella desde que recuperó la conciencia, y quería llamarla o
acercarse a su casa, aunque a Merche podría darle un infarto si viese a Chema ante su puerta sin previo
aviso. Él tenía que hablar con ella, asegurarse de que estaba bien, y ayudarla si no era así. Recordaba la
conversación con Juan Carlos antes del accidente. Había insinuado que podría hacerle algo a ella sólo
para dañarle a él. No podía consentirlo. Por primera vez en mucho tiempo, pensaba con absoluta claridad.
Él era un satanista. Debía protegerse a sí mismo y a aquéllos a los que amaba. Juan Carlos le había hecho
mucho daño. Había matado a Gregorio y a Rafa. Y amenazaba con ir a por Merche. Pero eso no
sucedería. Chema estaba decidido a neutralizar a su enemigo.

Desde que despertó del coma, Chema fue enterándose por la televisión, la prensa, y más tarde
observando el ambiente de la calle, que la realidad había sufrido un profundo cambio durante su estancia
en el hospital.
Se había producido una grave crisis social, motivada en gran parte por los discursos de la FEUNE.
En principio habían sido desacuerdos a pie de calle con la política nacional e internacional. Por ejemplo,
la ciudadanía no aprobaba la intervención de la OTAN en el conflicto bélico de Kosovo. La opinión

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Alfredo M. Pacheco

pública consideraba que la mediación debía corresponder a las Naciones Unidas, en lugar de que se
hiciese cargo una institución esencialmente militar y capitalista. También había fuertes focos de rechazo a
diversas medidas anunciadas por el gobierno en materia de educación, economía o trabajo. Tanto en el
Congreso como en el Senado se habían producido profundas rupturas entre los partidos y se había llegado
a una posición de punto muerto. La coalición del gobierno estaba en crisis, y sin el apoyo de los partidos
minoritarios las propuestas del partido gobernante no eran capaces de prosperar. La Federación de
Naciones, sin presencia en ninguna de las cámaras, denunciaba continuamente esa política inadmisible y
pedía soluciones drásticas e inmediatas, como la destitución del Presidente del Gobierno y la celebración
de nuevas elecciones.
Pero la crisis era mucho más profunda. Los ciudadanos pedían cambios que iban más allá del
rechazo a un partido o a un gobierno. En la calle se pedía una revisión del sistema democrático, y se
clamaba la implantación de los modelos propuestos por la FEUNE. Conscientes de que nunca se alcanzaría
ese sistema por la vía parlamentaria, las masas habían optado por hacer uso de métodos alternativos.
Prácticamente a diario había altercados, disturbios, o concentraciones ante las sedes del gobierno, de los
principales partidos, o ante la puerta del congreso. En sus apariciones en los medios de comunicación,
Fernando Luengo no censuraba ni condenaba esos actos. Su partido defendía un modelo alternativo a la
democracia occidental, y era consciente de que no podía hacer nada con una formación política sin
presencia en el congreso. Mientra no se produjesen cambios, mantendría esa actitud y daría el visto bueno
a las acciones en la calle.
Se estaban abriendo las puertas a una revolución.
El resto de partidos democráticos, conscientes de que la crisis social era más seria de lo que
cabía esperar, estaban intentando acordar (una excepcional tregua en sus enfrentamientos) medidas que
frenasen la situación. Sin embargo, detener a la FEUNE no era tan fácil. Para ilegalizar el partido se
necesitaban fundamentos sólidos que en principio no se encontraban. Se estaba intentando cazar a la
Federación acusándola de inconstitucional y de hacer apología del terrorismo. También se estaban
examinando las cuentas del partido intentando encontrar fuentes de ingresos fraudulentas, una de las vías
más efectiva para este tipo de casos. Pero esa tarea no era fácil. El discurso de la Federación se movía en
el límite aceptable de la democracia, y en principio sus peticiones se hacían desde el marco de la
Constitución. Los movimientos en la calle eran espontáneos y ningún brazo armado (por inexistente) de la
FEUNE estaba tras ellos. Por otra parte, las cuentas del partido eran totalmente claras. Además, si
finalmente se instaba su clausura, se abriría un proceso judicial largo y tedioso que no se resolvería de la
noche a la mañana. Luengo era listo. Sabía que si finalmente se procedía por la vía judicial, no se
conseguiría sino crispar más el ambiente social y cultural. La semilla ya estaba sembrada y a esas alturas,
matar al perro no acabaría con la rabia. Y el resto de partidos también lo sabían.
En los otros países con presencia de las Federaciones, la tensión era análoga. Europa se
enfrentaba a uno de sus mayores retos. Si no se superaba, la Unión Europea perdería su razón de ser.
Europa, y por ende todo el sistema occidental tal y como era conocido, podrían dejar de exisir, y alumbrar
un nuevo modelo político.
Aunque Chema encontraba interesantes algunos de los aspectos del discurso de la FEUNE,
comprobar la situación en la calle lo preocupó aún más. Así pues, aunque no fue a clase esa semana, el
viernes por la tarde, se acercó a ver a Merche para ver cómo estaba.
Fue a su piso de Argüelles. Llamó a la puerta, pero no contestaban. Tuvo que insistir bastante,
hasta que finalmente le abrió una de sus compañeras, la que estudiaba Derecho, con cara de muy pocos
amigos. Faltaba poco para los exámenes y estaba haciendo una maratoniana sesión de estudios, y saltaba
a la vista que la interrupción no le había gustado lo más mínimo. Chema supuso que se estaría
empollando alguno de esos voluminosos mamotretos de leyes y normas, aunque por su cara, casi diría que
se lo había introducido por alguna incómoda parte del cuerpo.
— Qué quieres— la chica ya conocía a Chema, y parecía que no le despertaba la más mínima
simpatía.
— ¿Tú qué crees? He venido a ver a Merche.
— ¿No estabas en coma?
— ¿A ti qué coño te parece? ¿Me vas a dejar ver a Merche?
— No está.
Chema respiró hondo para reprimir el impulso de abofetear a la chica.
— Con la venia, su señoría ¿sabe su excelencia el paradero de mi compañera?
— No te cachondees, payaso. Está en la facultad.
— ¿La facultad, un viernes por la tarde?
— A mí me ha dicho eso ¿tan raro te parece?

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Antes de que pudiera responder, le cerró en la puerta. No le extrañaba que esa anormal estuviese
estudiando un viernes por la tarde ¿acaso tenía amigos? Lo dudaba. Pero era muy raro que Merche fuese a
la facultad, no tenía asignaturas a esa hora, y lo que necesitase podría resolverlo por la mañana, o el
jueves por la tarde.
Sólo se le ocurría una razón por la que hubiese ido.

Las cosas fueron diferentes aquella vez.


Juan Carlos organizó otra reunión de la Hermandad. Y a Merche le tocó una vez más ejercer de
altar de ceremonias. No quería hacerlo, pero no podía negarse. Creía que iba a volverse loca. Le
repugnaban cada vez más los rituales de invocación: corderos asistiendo a las patrañas de un líder
impotente, rezando por los castillos de naipes de poder prometidos, asistentes a un espectáculo nunca
ofrecido, y espectadores silenciosos de una violación consentida, que con su silencio escribían en sus
cuerpos la palabra culpable. Aprobaban aquello, lo consentían, lo permitían, e incluso lo animaban.
Merche fue nuevamente a la facultad y bajó con Juan Carlos, y pasó a la sala de ceremonias para
dejar que el chico la preparase. Luego las luces se apagaron y pasaron los asistentes. ¿Cómo seguían
acudiendo después de repetidos fracasos? Merche sintió lástima durante un instante por aquellos
ignorantes, aquellos crédulos incapaces de ver la farsa, ciegos ante la incompetencia del sacerdote.
Después, sintió lástima por sí misma, obligada a hacer aquello. Y también pensó en Chema ¿era eso lo
que esperaba de la Asociación?
Comenzó la representación de siempre. Juan Carlos hizo su baile habitual: campanillas
agitándose, aspavientos con la espada, letanías de poder mencionando a demonios de los avernos,
comunión en masa, una ronda para todos a cuenta del oficiante. El veterano pronunció su habitual
discurso, animó a los presentes a dar rienda suelta a sus más oscuros deseos, y recitó palabras extrañas y
sin sentido para Merche con objeto de invocar al demonio. Se acercaba lo peor. Empezó la comunión de
la carne y también las caricias de las asistentes y los actos lascivos de Juan Carlos. Tomó a Merche como
otras veces, con un ritmo marcado, expresión de su poder y autoridad. Ya faltaba poco.
Pero algo cambió. Algo no fue como había sido en otras ocasiones.
Los movimientos cadenciosos de Juan Carlos, que usualmente iban in crescendo, fueron bajando
la frecuencia hasta detenerse, pero la expresión de su rostro se mantenía. Había algo que le estaba
provocando un placer distinto, casi mayor que el que obtenía con Merche. Extendió los brazos con las
palmas de las manos hacia arriba, como si quisiera ofrecer la máxima superficie posible de su piel para
recibir la mayor cantidad de ese placer que flotaba etéreo.
— Puedo sentirlo… Está aquí… Se acerca…
Las ayudantes de Juan Carlos le miraban extrañadas. ¿Qué ocurría? Los asistentes también
detuvieron sus fiestas privadas para fijarse en él. Y todos, incluida Merche, sintieron las vibraciones en el
suelo. Las fantasmagóricas luces de la estancia fluctuaron y parpadearon levemente. Por toda la sala se
escuchaba un ruido grave, como un temblor de tierra.
Y entonces, apareció eso.
Ninguno de los asistentes podía creerlo. La invocación había tenido efecto. El propio Juan Carlos
no salía de su asombro. Pero sí, lo había conseguido, había igualado la gesta de Chema gracias a su
tenacidad. Tenía un demonio ante él. Merche no podía verlo desde allí, pero Juan Carlos, que tenía la
mejor perspectiva de la sala, había podido observar cómo el aire se había arremolinado girando sobre un
eje invisible, y cómo ese aire se había teñido de rojo. En un segundo se había materializado en el centro
del gran pentagrama que adornaba el suelo de la estancia. Los ceremoniantes se retiraron a las paredes,
asustados. Se trataba de una criatura voluminosa, de cerca de dos metros de altura. El cuerpo rojo estaba
henchido como el de un culturista saturado de anabolizantes, con marcadas venas a punto de reventar. Y
sobre los hombros, de descomunal envergadura, había tres cabezas: una cabeza humana, de tez
igualmente rojiza, en el centro, otra de sapo, y otra de gato.
Juan Carlos se separó de Merche. Creía saber de qué demonio se trataba.
— ¿Bael? ¿Eres Bael?
— Estoy a vuestras órdenes.— el demonio hizo una reverencia, hincó una rodilla en el suelo y
apoyó una mano cerrada. Se mantuvo en esa posición de espera.
Juan Carlos alzó los brazos, pleno de orgullo, y se dirigió a sus súbditos.
— ¡Contemplad el triunfo de vuestro sacerdote! ¡He invocado a uno de los demonios más
poderosos! ¡Nadie dudará ahora del poder sin reservas del Círculo!
— Decidme, sacerdote— Bael, siempre a través de su cabeza humana, interpeló a Juan Carlos—
¿tenéis alguna orden o pregunta?
— No, Bael. Esta invocación se ha realizado para medir nuestra capacidad.

161
Alfredo M. Pacheco

Bael volvió a erguirse, desafiante. Inspiró aire, hinchando más su dilatado tórax.
— No podéis invocarme por capricho, sacerdote. El precio por ello es un alma humana.
La congregación ahogó un murmulló de temor. Juan Carlos no dudó un instante. Sonrió
malévolo.
— Por supuesto. Es lo justo. Aquí te ofrezco este sacrificio.— con un gesto magnánimo, le
indicó a Bael el alma que le ofrecía: la chica sobre el altar.
— Perfecto.— la cabeza humana del demonio miró satisfecha a Merche. Las otras dos cabezas
también gesticularon y emitieron sonidos animales que erizaron la piel de casi todos los presentes.
Bael comenzó a avanzar. Iba prácticamente desnudo, y alrededor de tobillos y muñecas tenía
argollas metálicas que tintineaban a cada paso. Los miembros de la asociación se apartaron aún más ante
el avance de la criatura, e intentaban acercarse a la puerta de salida. Merche intentó escapar del altar, pero
se lo impidieron las dos ayudantes de Juan Carlos, obedeciendo las órdenes del sacerdote, a pesar de que
ellas estaban igualmente aterrorizadas.
Alguien entró de pronto en la sala, con ímpetu. Iba vestido con la túnica de las ceremonias, pero
se podían ver unos pantalones vaqueros y zapatillas deportivas bajo los faldones. Era un chico, pero los
presentes no lo reconocían. Llevaba la capucha bien calada y no se le veía el rostro. Se plantó en medio
del pentagrama, donde Bael había estado hacía escasos momentos, y lanzó una orden autoritaria al
demonio.
— ¡Alto! Detente, demonio.
La criatura se dio media vuelta. No acataba la orden, sólo quería contemplar al insensato que le
había hablado así. El encapuchado reconoció a Bael. No era la primera vez que lo veía.
— ¿Quién osa darme esa orden?
— Te prohíbo que tomes ese sacrificio en nombre de fuerzas supremas— respondió tajantemente
el extraño.
Juan Carlos no podía creer lo que pasaba. ¿Quién era esa persona, cómo había entrado a la sala
de ceremonias y qué pretendía hacer?
Bael avanzó enojado hacia el misterioso chico.
— Sabe que si pretendes dominarme en nombre de Dios o Jesucristo, tus esfuerzos son vanos.
Voy a despedazarte, insolente entrometido.
— En nombre de Dios, no.— el extraño se retiró la capucha. Juan Carlos, Merche, los demás,
descubrieron asombrados que se trataba de Chema. En su frente resplandecía ardiente el pentagrama.
Alzó la mano derecha, en cuya palma ardía otro pentagrama invertido— En nombre de Satán, te ordeno
que no tomes a esa chica.
Murmullos de asombro inundaron la estancia. Bael retrocedió un paso, sorprendido, y después
adoptó la acostumbrada actitud reverencial con una rodilla en tierra.
— Os presento mis disculpas. No os había conocido en un primer momento. Acataré vuestra
orden, igual que respondí vuestras preguntas en nuestro anterior encuentro.
Mientras Bael permanecía arrodillado, Chema se acercó rápidamente al altar. Las ayudantes de
Juan Carlos ya se habían retirado de Merche. Chema se quitó la túnica y tapó con ella a la chica. Después,
la ayudó a incorporarse y la bajó del altar. Juan Carlos intentó impedirlo, pero Chema le fulminó con la
mirada. Esta vez, no había ninguna ventana por la que arrojarle.
— ¿Qué haces, cómo te atreves? No permitiré que arruines el ritual. ¡Ella es el sacrificio!
— Te advertí que no te atrevieses a hacerle daño.
Chema rodeó los hombros de Merche con el brazo y se alejaron del altar. Ella le miraba con el
rostro anegado en lágrimas. No podía creer que estuviese allí.
— Al final has venido a ayudarme— acertó a decir.
Bael estaba de pie, mirándoles directamente.
— ¡Bael, te ordeno que detengas a ese traidor!— gritó Juan Carlos.
— Sacerdote, aún sigo reclamando un alma humana.
— ¡La chica, o el usurpador! ¡Cualquiera de ellos!—insistió.
Bael permaneció sereno. Miró a Chema.
— ¿Sacerdote?
— No soy un sacerdote, Bael. No tengo intención de gobernar este circo.
— ¿Y él?
Chema volvió la vista atrás. Después de meditarlo un poco, respondió:
— Él sólo es un impostor.
Bael sonrió nuevamente. Era todo lo que necesitaba oír. Dejó un lado a los dos chicos y se
encaminó al altar para coger a Juan Carlos. Las luces empezaron a fluctuar. El veterano retrocedió

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

aterrado y empezó a reclamar ayuda, a exigir que sus leales súbditos acudiesen a socorrerle. Pero todos
escapaban desesperadamente, agolpándose en la salida. Sólo Manu se acercó a ayudarle.
— Tenemos que salir de aquí, no podemos dejar que nos acorrale.
Bordearon el altar, evitando a Bael, quien parecía no tener prisa por coger a su presa. Manu y
Juan Carlos se acercaron también a la salida, mezcándose con la gente. Iván, que no había perdido de
vista a sus amigos, se reunió a su pesar con Juan Carlos.
— Vamos, Juan Carlos— le dijo—, en seguida estaremos fuera.
Bael atajó la ruta de escape de Juan Carlos. Las luces fluctuaban más y más, y en algunas
vidrieras aparecieron grietas. Los celebrantes que se agolpaban en la salida se retiraron en seguida y
huyeron en todas direcciones. Chema permanecía impasible a una distancia prudencial de todo aquello,
cuidando de Merche. La salida era una ratonera y podía resultar más peligrosa que el propio Bael. Juan
Carlos y sus dos amigos retrocedieron otra vez hasta el altar. Bael, ya cansado de jugar, les ganó terreno
con facilidad, decidido a tomar su recompensa de una vez por todas. A Juan Carlos le entró el pánico, y se
ocultó tras Iván. Manu mantenía bastante bien la sangre fría, cubriendo en parte a sus amigos. Pero Iván
desearía no estar allí en ese momento.
— ¡No dejéis que me coja!¡No podéis permitirlo!
Bael se lanzó a por Juan Carlos. Éste, acobardado, y en un último gesto de bajeza, parapetado
como estaba tras su compañero, le empujó para interponerlo entre él y el demonio. Iván, aunque hizo lo
imposible por ofrecer resitencia, no pudo evitar trastabillar hacia delante, acabando en las garras de la
criatura.
— Eres mío— anunció Bael.
Aferró al chico y se lo llevó hacia el centro del pentagrama. Iván se revolvió desesperado por
escapar, sin conseguirlo. Miró una última vez en dirección a sus compañeros. Su mirada reflejaba la
desesperación ante una muerte inminente, pero también la decepción de que su amigo, al que tanto había
apoyado (no sin cierto egoísmo por su parte) al final lo hubiese utilizado como a cualquiera de las zorritas
que drogaba para hacer los rituales. Juan Carlos miraba aterrado la escena, profundamente aliviado por
haber conseguido librarse del ataque de Bael. Manu, por su parte, parecía secretamente satisfecho. Al
final, Juan Carlos parecía haber decidido quién era realmente el número dos de la Hermandad, pese a la
arrogancia de Iván. El tiempo todo lo ponía en su lugar.
Una vez dentro de la estrella, Bael agarró a Iván por el cuello con ambas manos, que tumbado en
el suelo lanzó un último grito de desesperación e impotencia. Las luces siguieron parpadeando y
estallaron más fluorescentes. Algunas de las vidrieras también reventaron, esparciendo fragmentos de
cristal por el suelo. Las grietas se extendieron a las paredes y el techo. La estructura de aquel zulo parecía
estar cediendo. Cuando las luces se estabilizaron un poco, Juan Carlos y Manu vieron que Bael había
desaparecido, y sólo había dejado el cadáver pálido de Iván.
Chema, agazapado en un rincón con Merche, se levantó al ver que todo aquello ya había pasado.
Merche estaba abrazada a él. Pero el peligro empezaba ahora. La sala no era estable.
— Tenemos que irnos de aquí ya.
Juan Carlos, que prácticamente se había escondido tras el altar, recuperó su habitual compostura,
así como su aplomo y soberbia.
— ¡Sigo siendo el Sumo Sacerdote de esta Hermandad! Bael finalmente no me ha hecho daño.
¿Me oyes, Chema?— gritó— No has podido acabar conmigo. Nunca te harás con el control de lo que yo
he levantado. Tarde o temprano te aplastaré. ¡Yo estoy destinado a dirigir a todos los servidores de Satán
en la Tierra!
Chema contemplaba las bravuconadas de Juan Carlos. Casi todos se habían marchado ya,
huyendo a cualquier sitio. Era viernes tarde, casi noche, y en la facultad había poca gente. Pero era
cuestión de tiempo de que acabase bajando un técnico, un conserje o un profesor, y no pensaba quedarse
allí a seguir discutiendo con ese mamarracho. Sin embargo, cuando se disponía a irse con Merche,
dejando que Juan Carlos siguiese desvariando, algo le llamó la atención. Una silueta surgió tras el
veterano. No podía verlo, al fondo de la sala, con la luz yendo y vinendo como el efecto estrobo de una
discoteca. Pero en uno de los momentos de resplandor, creyó reconocer a alguien conocido. Manu
percibió el peligro e intentó prevenir a su amigo, pero fue demasiado tarde.
Juan Carlos sintió una punzada helada. Alguien le rodeó el cuello con el brazo izquierdo. Antes
de que pudiese reaccionar, algo le atravesó la espalda por el hueco entre dos costillas y se clavó en sus
pulmones. Su agresor le susurró al oído.
— Eres un impostor, un usurpador. No dirigirás nada. Seré yo quien lo haga. Tú nunca llegarás a
ver el día en que nazca mi hija. Pero estáte tranquilo: yo cuidaré de ella cuando llegue el momento.

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Alfredo M. Pacheco

Dejó que Juan Carlos se desplomase sobre la mesa del altar. De refilón, el veterano pudo ver el
rostro de su asesino. Era un chico joven, como Chema o incluso más, con el pelo largo, el rostro huesudo
y demacrado, la nariz aquilina.
Chema no podía creerlo. ¿Era él? ¿Pero cómo?
— Merche, sal de aquí inmediatamente.
— No te puedes quedar tú, Chema. No soportaría perderte de nuevo.
— Tengo que ir a comprobar una cosa. ¡Corre, lárgate!
Merche accedió finalmente. Chema salió disparado hacia donde estaba Juan Carlos. No había
nadie con él, salvo Manu.
— Se ha esfumado… Apareció tras el y le ha apuñalado, pero ya no está.— miró a Chema. La
marca de su frente había desaparecido. — No he sido yo.
— Lo sé. Yo también lo he visto.
— Dijo que era el padre de la niña que va a nacer. ¿Quién era?
— Era… no, no puede ser.
La respiración pesarosa de Juan Carlos los interrumpió. Chema se acercó. El veterano seguía
vivo, pero no tenía buen aspecto. De su boca chorreaba sangre, que salía a borbotones cuando tosía.
— Chema… perdóname… estaba equivocado…
Chema se acercó y se inclinó un poco.
— No hables mucho. Estás débil.
— Tú no querías… destronarme… me ha traicionado… Luengo… Lucifer… me ha traicionado.
— El diablo siempre sale ganador en sus tratos. En realidad, esto ni siquiera estaba dentro de su
juego. No le importa lo que le pase a la Hermandad. Tiene otros planes.— Chema hizo una pausa. Más
luces y vidrieras estallaron. La sala se habia quedado casi a oscuras— Sabes que no puedo ayudarte.
— Vete… no pudes hacer nada…
Juan Carlos tosió violentamente, expulsando flemas de sangre. Después de una crisis violenta,
dejó de hacer ruido. Chema se apartó y observó a su alrededor. Sólo quedaban él y Manu.
— Tenemos que irnos ya.
— No podemos dejarle aquí.
— Ya está muerto. No le podemos ayudar. Salgamos, y ya veremos si podemos hacer algo
después. Aquí corremos peligro.
Manu le tendió la mano, y Chema la aceptó.
— Te has portado dignamente. Lástima habernos conocido en estas circustancias. Eres un
satanista.
— Gracias. Ahora larguémonos.

Más o menos a partir de las once y media, el sol se podía ver desde la pared sur del despacho de
Fernando Luengo. Desde ese momento y hasta que acabase la tarde, su luz inundaría la oficina entrando a
raudales por las cristaleras, que daban al sur y al oeste. A finales de mayo, la temperatura en la calle ya
era muy agradable, casi calurosa, y en el interior, el continuo suministro de una luz tan directa convertían
el lugar en un sitio bastante caluroso. Por eso, el aire acondicionado estaba funcionando a una potencia
considerable prácticamente todo el día.
Luengo repasaba la prensa diaria. Los disturbios en la calle, que se estaban recrudeciendo,
ocupaban una parte importante de las secciones nacionales de las distintas cabeceras. Las críticas a la
FEUNE por parte del resto de los partidos eran continuas, y cada vez más duras. Pero eso no le importaba a
Fernando Luengo. Escrutó las páginas de sociedad y las separatas con las noticias de Madrid en busca de
artículos acerca de los sucesos en la Facultad de Ciencias de la Información. No venía ningún tipo de
información. Perfecto. Los periódicos se habían referido a lo ocurrido al día siguiente de forma bastante
breve y escueta. Se habló de incidentes en los sótanos de prácticas, y los diarios no se ponían de acuerdo.
Algunos hablaban de pequeño incendio fortuito en un plató de fotografía. Otros comentaban que en
realidad se trataba de una atrevida práctica, una especie de performance, que había confundido al resto de
alumnos, técnicos y profesores. Pero después, no aparecieron más artículos.
Luengo sabía de lo ocurrido esa tarde en la reunión de la Hermandad a través de los miembros de
ésta que también militaban en el partido. Con la muerte de Juan Carlos, y después de todo lo que había
pasado, la invocación de un demonio, la muerte de otro compañero, los daños ocurridos en vidrieras e
iluminación, el Círculo había sido clausurado de facto. La secta había sido creada en torno a la figura de
su sacerdote, y no se contemplaban aspectos como la sucesión. Manu, el miembro número tres de la
orden, y en esos momentos la figura de mayor autoridad, no tenía intención de reconstruir la Hermandad
bajo su dirección. A la propia facultad tampoco le interesaba proseguir con todo aquello. A lo largo de su

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

existencia, el Círculo había estado a punto de comprometer el nombre y la reputación de la facultad (y por
extensión de la universidad) con sus prácticas. Demasiados miembros desertores desaparecidos, muertos
o accidentados; demasiadas chicas drogadas para los rituales; demasiado movimiento clandestino en los
sótanos. Los sucesos del pasado viernes habían sido el cénit de la temeridad de la Asociación, y la
facultad decició dar carpetazo. La existencia de la Hermandad había sido tolerada porque cubría muy bien
sus pasos, y por suerte ninguna información sospechosa había transcendido a los medios. Si un reportero
de tres al cuarto hubiese rebuscado un poco, en seguida habría sumado dos y dos y se habría descubierto
todo el asunto, como ya hizo el chico ése, Marcus. El Círculo también había sobrevivido porque sus
miembros habían resultado muy beneficiados: éxitos laborales, académicos, amorosos, sexuales… en el
fondo, Juan Carlos los tenía a todos bien cogidos.
La facultad borró la existencia de tan comprometida organización clandestina. El sótano de
reuniones quedó inutilizable y la puerta de entrada fue sellada para siempre. Desaparecieron todos los
archivos informáticos, y los pocos documentos en papel fueron destruidos. Se quemaron las túnicas y, en
definitiva, se paralizó toda la red que suministraba cualquier tipo de servicio a la Hermandad (desde
confeccionar las túnicas a mandar las convocatorias). La secta nunca había existido a efectos legales o
prácticos. Había sido un fantasma, una mera ilusión colectiva, un recuerdo que todos sus miembros
estaban borrando de sus memorias.
A Luengo le agradaba este desenlace. Juan Carlos, pese a su lealtad, había empezado a ser un
estorbo. Su único mérito era el haber escogido con antelación el bando ganador. Pero en realidad, nadie le
había puesto allí. Nadie le había enviado, como se envió a Arimán a fecundar a Adela, o como se dispuso
que un humano, Fernando Luengo, sirviese de huésped al espíritu de Lucifer. Había sido útil, no obstante.
Cuando se le encomendó atraer al elegido a la causa demoníaca, el chico lo hizo con abnegación. Pero
había empezado a cuestionar demasiadas cosas, y a actuar de forma poco responsable. Había ciertos
detalles irritantes en la conducta de Juan Carlos, como el hecho de que hubiese estado a punto de matar a
Chema. No se trataba de matar a Chema sino de corromperlo, pero eso Juan Carlos nunca llegó a
entenderlo. La muerte era la única alternativa para ese infeliz.
En realidad, no sólo era la única vía plausible. Era necesaria. Era inevitable que muriese, que
fuese traicionado y asesinado por los verdaderos involucrados. Con su muerte se había roto el cuarto
sello. El propio Juan Carlos, allí en el despacho, había hablado con conocimiento de los dos primeros
sellos. El tercero no tardó en romperse. El jinete a lomos de un caballo negro, portando una balanza, trajo
el hambre y la pobreza allí donde la guerra había visitado al hombre. Y ahora el cuarto, sobre un caballo
pajizo, traía la muerte consigo.
Quedaba poco tiempo. Muy poco. Finalmente los cuatro jinetes habían partido. Sólo quedaban
tres sellos más. Y cuando se destruyese el último, empezaría el infierno en la tierra.
Llamaron a la puerta. Fernando Luengo comprobó su reloj. Llegaban con puntualidad. Los
principales miembros del partido pasaron y se sentaron alrededor de una mesa preparada a tal efecto.
Luengo iba a mantener una charla con ellos antes de marcharse al aeropuerto. Quería que una serie de
asuntos quedasen bien claros. Se levantó de su escritorio y se reunió con ellos. Empezó sin rodeos.
— Caballeros, les agradezco su asistencia. Como saben, ya falta poco para nuestra gran
intervención el próximo día uno. Ahora mismo voy a marcharme a París para empezar una serie de
entrevistas con el resto de líderes de las Federaciones. Quiero que todos y cada uno, tanto en España
como en el extranjero, sepan exactamente lo que tenemos que hacer…

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El día del Apocalipsis.

Capítulo XIXº:
Seis días que estremecieron el mundo.
“Y vi a la bestia, y a los reyes de la tierra, y a sus ejércitos reunidos para hacer la guerra al que
montaba el caballo y a su ejército.”
— Apocalipsis: 19, 19.

El mundo empezó a cambiar el primer día de junio de 1999.


El Congreso se había reunido en pleno. Después de meses de discusiones y propuestas, los
diversos partidos estaban dispuestos a hacer una serie de concesiones para poder llegar a un punto de
equilibrio en relación a un tema determinado que les preocupaba demasiado: la FEUNE. Durante aquella
sesión extraordinaria, se esperaba poder aprobar un decreto que permitiese atacar legalmente a la
Federación, y así poder lograr finalmente su desaparición como partido y como organización. También se
pretendía aprobar una campaña publicitaria para reforzar los valores democráticos que la FEUNE estaba
minando con sus discursos. El objetivo de la campaña era conseguir que la futura clausura del partido se
viese como algo bueno y necesario, no como una medida asustadiza para quitar de escena a un rival
peligroso, evitando dar imagen de un estado totalitario e intransigente.
En palabras del presidente del Gobierno, aquél era el día en que la grave crisis que vivía el país
iba a empezar a remitir.
Sin embargo, el mundo no cambió en esa dirección, sino en la contraria.
La votación nunca llegó a realizarse. Ocurrió algo sin precedentes en la historia de la democracia
moderna española. O casi sin precedentes.
Un golpe de Estado. Esta vez exitoso.
Fernando Luengo entró en el hemiciclo en plena sesión, acompañado de varios miembros del
partido. Nadie sabía como habían conseguido acceder de semejante forma allí dentro, sin el uso de armas,
pero como se vería después, Luengo tenía de su parte a no pocos mandos de las fuerzas armadas y de
seguridad. Plantado frente a la tribuna de la presidencia de la cámara, exigió la inmediata disolución de
ésta, así como la dimisión del presidente del gobierno. A partir de ese momento, la FEUNE asumía el
control político de la nación. Sobrevino un inmenso caos entre las gradas. Todos los diputados increpaban
a los miembros de la Federación, pero su secretario se mostraba tranquilo. El presidente del Congreso
ordenó a las fuerzas de seguridad del edificio que expulsaran inmediatamente a las personas que habían
interrumpido la sesión, pero éstas se negaron a obedecer.
Afuera, en la Carrera de San Jerónimo, a las puertas de las Cortes, empezaron a congregarse
tanto medios de comunicación como manifestantes. En la muchedumbre de la calle había no sólo
partidarios de la FEUNE sino también encarnecidos defensores de la democracia. Hubo diversos altercados
que la policía controlaba con seria dificultad. Conforme avanzó el día, la situación de caos fue
extendiéndose a otras zonas de la ciudad e incluso del país. Muchos ciudadanos salieron espontáneamente
a las calles a defender sus valores, si bien la situación de pánico y de excepción encerró a otros tantos en
sus casas.
En el congreso, Luengo esperó unos minutos hasta estar seguro de que todas las televisiones
habían interrumpido la programación habitual para retrasmitir lo que estaba sucediendo. También aguardó
a que le fuese comunicado que en los otros países donde tenían presencia las Federaciones también
habían empezado acciones golpistas similares. Entonces, asistido por las fuerzas de seguridad, puso orden
en los escaños y obligó a todos los diputados a sentarse. A partir de ese día, la cúpula del hemiciclo lució
varios agujeros más de bala. Ordenó a los dos vicepresidentes del gobierno que le acompañasen. Aunque
éstos, evidentemente, se negaron en primera instancia, fueron obligados por los policías del congreso a
obedecer. Luengo los trasladó a una sala cercana al hemiciclo. Varios reporteros fueron detrás. Las
fuerzas de seguridad les permitieron permanecer en el pasillo, pero no entrar. El secretario de la FEUNE
repitió el proceso, llevando a dos personas cada vez. Entraron en distintas salas algunos ministros así
como importantes figuras de los partidos de la oposición. Así hasta un total de dieciséis individuos,
hombres y mujeres.
Luengo hizo una sencilla exigencia. Su Majestad el Rey de España debía declarar disueltas las
dos cámaras, nombrarlo a él jefe de un gobierno provisional, y abandonar el país. Declaró sus intenciones
ante las cámaras de todas las televisiones nacionales y las principales agencias de noticias del país y del
extranjero.

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Alfredo M. Pacheco

— Y ahora, para ayudar a que Su Majestad pueda pensar con más claridad, acompáñenme.
Luengo se dirigió a la sala donde se encontraban los dos vicepresidentes, entró resuelto, pistola
en mano, y cerró la puerta tras él. Los periodistas se quedaron en el pasillo, sin poder captar ninguna
imagen, pero atentos a cuanto se escuchaba en el interior de la estancia.
No tardó en oírse un disparo, y tras unos instantes, un segundo tiro.
El pánico se extendió como un reguero de pólvora. ¡Luengo había asesinado a los dos
vicepresidentes del gobierno a sangre fría!
— Mataré a una persona más cada hora. Su Majestad puede retrasar la decisión tanto como
guste.
En Francia, Italia, Austria y Alemania, las Federaciones habían empezado a hacer exigencias
similares y a tomar medidas igualmente drásticas.
Pasaron las horas. Luengo entraba en las diferentes salas y se oían más disparos. Las cámaras
sólo podían tomar imágenes de los pasillos y recoger el sonido del arma al ser disparada. A veces, al salir
Luengo de las salas, se vislumbraban regueros de sangre. Nadie vio los cadáveres.
Desde la Corona, se intentó que el ejército se hiciese cargo de la situación y redujese a los
golpistas. Pero había demasiados altos mandos insurgentes como para hacer efectiva cualquier acción.
Las fuerzas armadas estaban paralizadas de facto, y sin ellas la democracia se encontraba indefensa.
Finalmente, alrededor de la media noche, el Rey se vio obligado a aceptar las condiciones de la
FEUNE, pidiendo sólo a cambio que el Congreso fuese liberado de inmediato. La FEUNE encontró
razonable la petición. Hubo una reunión inmediata con carácter de máxima urgencia, en la que el Rey y
Fernando Luengo firmaron el acuerdo, en riguroso directo emitido por todas las cadenas públicas y
privadas. Tan pronto como se hizo esto, Luengo concedió cuarenta y ocho horas a los miembros de la
familia real para abandonar el país. Asímismo, dio orden de liberar en el acto a los diputados retenidos en
el congreso. La evacuación se hizo con calma y relativa tranquilidad (aún no era fácil controlar la
situación en la calle). Fue entonces cuando se descubrió que Luengo no había asesinado a nadie. Los tiros
habían sido hechos al aire y habían dado en el techo o las paredes. La sangre que llegó a verse era falsa.
La incertidumbre y el desconocimiento de lo ocurrido realmente fueron armas más persuasivas que la
violencia y las imágenes explícitas. No obstante, las personas aisladas tuvieron que ser atendidas por los
servicios médicos. No habían recibido ni comida, ni bebida, ni ningún otro tipo de atención. Habían
pasado doce horas maniatadas y amordazadas, y algunas habían vivido episodios de crisis nerviosa e
incluso se habían desmayado.
En cuanto al tratado firmado, incluía la disolución del actual sistema de gobierno. La FEUNE se
hacía cargo de un gobierno provisional hasta establecer uno definitivo. Tanto el ejército como las fuerzas
de seguridad (policía, Guardia Civil, etcétera) habían de mostrar lealtad al nuevo gobierno. Los
principales representantes de cada cuerpo firmarían diferentes pactos con la FEUNE para dejar constancia
de ello. La Constitución pasaría a ser derogada en un breve periodo de tiempo, así como las leyes que se
creyesen oportunas. Por lo que atañía a la familia real, abandonarían el país en vista de que España había
dejado de ser una monarquía parlamentaria. El patrimonio de la Corona quedaba en manos del Estado.
Fernando Luengo recomendó encarecidamente al rey en persona, durante la firma del tratado, que se
abstuviese de residir en los países donde las federaciones tuviesen presencia. La familia real cumplió con
su parte y aceptó el consejo de Luengo, emigrando a hispanoamérica. Por su parte, los miembros del
antiguo gobierno democrático no sufrirían represalias. Sin embargo, la FEUNE anticipó que los partidos
políticos pasarían a ser organizaciones sin ningún tipo de poder, y que acabarían siendo disueltos hasta
que se reorganizase el sistema de gobierno.
En los otros países, las otras federaciones acabaron imponiéndose igual que había ocurrido en
España. Eso implicaría la salida automática de dichos países de la Unión Europea. Las cinco naciones
insurrectas declararon su intención de construir una nueva institución, la Federación Europea.
Nacía una nueva Europa.
Todos los países industrializados estaban muy preocupados con la situación. Las consecuencias
políticas, económicas y sociales, podían ser catastróficas. Los antiguos gobiernos democráticos temían
ante una situación de disturbio a gran escala, de conflicto civil.
Luengo se mantenía tranquilo ante esos agoreros, pues sabía que pronto el país volvería a unirse
ante un enemigo común. La Federación triunfaría.

El resto de la semana, la situación estuvo al borde del caos. La irregular subida de la FEUNE al
poder no dejaba indiferente a nadie. Bien era cierto que más gente de la esperada estaba satisfecha con la
situación, y que éstos esperaban que las cosas, en cuanto se calmasen, irían a mejor. Otros muchos
simplemente tenían miedo, asumían con resignación la nueva situación, y esperaban que todo se calmase

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

y no degenerase en un conflicto más violento. Pero una parte no desdeñable estaba dispuesto a defender
con uñas y dientes el anterior régimen democrático. Rota la baraja, no importaban las reglas, y estos
grupos, irónicamente, usaban algo más que palabras a la hora de expresarse. En las calles, los disturbios
se sucedían a diario. Los cuerpos de seguridad tenían muy poca efectividad ya que incluso dentro de ellos
no se había establecido un orden claro. Eso facilitó que hubiese varios saqueos.
El nuevo gobierno estaba manteniendo reuniones urgentes con las diferentes fuerzas de
seguridad: policía nacional, cuerpos de policía de las distintas comunidades autónomas, el cuerpo de la
Guardia Civil, y el ejército. Se esperaba que todos ellos siguiesen sirviendo al Estado como hasta
entonces, y que así apaciguasen la situación en las calles. Mientras tanto, se habían desplegado en casos
puntuales dispositivos de seguridad privada, aunque éstos resultaban a todas luces insuficientes.
También había que decidir qué hacer con los gobiernos autonómicos e incluso los
ayuntamientos. En todas aquellas instituciones aún mantenían el poder los partidos democráticos. A la
larga, habrían de desaparecer. Además, la actual división administrativa del país no coincidían
exactamente con las intenciones de la FEUNE. Pero era un problema que la Federación Española (y sus
homólogas) consideraban secundario, y por tanto podía esperar.
Para conseguir que poco a poco toda la sociedad fuese asumiendo esta situación, las
Federaciones se valían de grupos afines. Además de los partidos en sí, había varias organizaciones que se
sumaban a la doctrina federativista. Se trataba de asociaciones de estudiantes, movimientos juveniles
(análogos a las juventudes de los otros partidos), grupos sindicales, etcétera. Todos iban pregonando la
ideología de la Federación, con diferente grado de éxito.
En la Facultad de Ciencias de la Información, por ejemplo, habían acabado las clases, pero cada
examen que se realizaba era una incógnita. Asociaciones de estudiantes y de académicos reclamaban la
realización o suspensión del examen dependiendo del signo político del profesor que impartía la
asignatura. Bien era cierto que la cúpula directiva estaba vinculada al Círculo de Lucifer, y la secta,
aunque desaparecida, apoyaba plenamente a la Federación. Eso ayudaba, pero no ocurría lo mismo en
todas las facultades ni en todos los centros.

Antes de ingresar en la facultad, Chema había estudiado en un instituto de su barrio. Era un


centro público con un relativo buen nombre en relación a otros colegios cercanos. El edificio, de tres
pisos, era de ladrillo naranja y obedecía a una construcción característica muy repetida en la zona. Las
clases se repartían en dos alas que formaban una planta en forma de L junto con un tercer pasillo que se
prolongaba alejándose de los otros dos como si fuese un pequeño apéndice. Este tercer pasillo sólo estaba
en dos de los pisos, y albergaba las oficinas de dirección, jefatura de estudios, salón de actos, y
laboratorios, entre otros.
En junio, casi todos los cursos seguían dando clase. Los del último curso, ante la inminencia de
la selectividad, ya habían hecho la última evaluación. El resto daba las últimas lecciones antes de los
exámenes finales. Todo ello bajo un marco bastante atípico. A diario, huelgas más o menos espontáneas
interrumpían muchas de las clases, y varios grupos abandonaban las aulas para todo el día. Estas huelgas
eran convocadas por las facciones juveniles de la FEUNE, si bien eran secundadas por muchos alumnos
que simplemente querían una excusa para librarse de las clases.
Las Federaciones eran quizá el partido político que más había interesado a la población
adolescente gracias a su propuesta de reformar el concepto de mayoría de edad y sustituirlo por un criterio
cualitativo. Muchos jóvenes se habían sumado a las diferentes delegaciones de los barrios y ciudades para
militar de forma no oficial en la FEUNE. Y estos jóvenes defendían la ideología de las Federaciones con el
ímpetu, la pasión, y el fervor propios de su edad, dando de sí tanto como les era posible. De ahí que
cuando se convocaban huelgas, las juventudes federativistas desalojasen varias aulas “en nombre del
nuevo gobierno”.
Eso fue lo que pasó la mañana del jueves tres de julio.
Faltaban varios minutos para las diez y media y la tercera hora lectiva acababa de empezar. En el
centro, el número de alumnos que daban clase apenas llegaría al cincuenta por ciento del total. En la
segunda planta, los alumnos de tercero de BUP, pertenecientes a la rama de ciencias puras, daban la
asignatura de Física y Química. El encargado de dar la clase, el profesor Domingo Velázquez, era uno de
los docentes con más carisma entre los chicos. Era con diferencia el más versado de entre sus compañeros
de departamento en la materia que impartía, y daba las clases con un entusiasmo que sabía contagiar a sus
alumnos. Sus explicaciones se hacían amenas y sencillas, y siempre estaba de buen humor. Era uno de
esos escasos profesores que enseñaban algo más que fórmulas y conceptos. Los chicos que habían dado
clase con él crecían como personas, maduraban. Todos le guardaban un lugar muy especial en sus

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Alfredo M. Pacheco

recuerdos, y lo que aprendían con él no lo olvidaban en años. Muchos le tenían por su profesor favorito,
como por ejemplo Jorge Valverde.
Sin embargo, Jorge no había ido ese día a la clase del profesor Velázquez. Jorge pertenecía al
movimiento juvenil de la FEUNE. Se había interesado por el partido más o menos a principios de año, y
después de Semana Santa ingresó en las juventudes. La decisión había incomodado a sus padres y tuvo
más de una discusión por aquello. Sin embargo, siguió fiel a sus ideas. Y el profesor Velázquez era en
parte responsable, pues le había enseñado a Jorge a ser fiel a aquello en lo que creía. Irónicamente,
Domingo Velázquez tenía un profundo sentido democrático.
Así pues, ese jueves, las juventudes de la Federación irrumpieron en el instituto, anunciando la
huelga convocada para ese día, y desalojando el centro clase por clase. A Jorge le tocó desalojar a sus
propios compañeros.
Las puertas de la clase sólo podían abrirse desde dentro. Desde fuera se necesitaba llave. Sin
embargo, era muy fácil deslizar una tarjeta de crédito o un carnet de identidad por entre la puerta y el
marco, y empujar el endeble pasador para poder abrir. El chico había abierto esas puertas infinidad de
veces, así que no le costó esfuerzo entrar en aquella ocasión. Pasó acompañado de un compañero del
movimiento juvenil. Los dos llevaban como única arma un periódico enrollado de tal forma que se podía
usar como objeto contundente, si bien sólo tenían intención de asustar a los estudiantes golpeando mesas
y paredes. Jorge avanzó hasta estar delante de la pizarra. El profesor no se sorprendió de aquello, tal y
como estaba la situación.
— En nombre de la Federación Española para la Unión de Naciones Europeas— dijo con voz lo
más firme y enérgica que pudo—, este instituto, resto del antiguo y deplorable régimen democrático,
queda desalojado. Abandonad el aula. Las clases han acabado hoy.
Algunos chicos no esperaron a que Jorge terminase la frase para coger las mochilas y largarse. El
resto se miraron confusos. Quedaban unos diez alumnos, los más aplicados, por supuesto. Miraron al
profesor esperando que les diese alguna indicación, pero éste se mantuvo callado y sin inmutarse, con los
brazos cruzados y la vista baja.
El compañero de Jorge decidió dar un incentivo. Golpeó con violencia la mesa que tenía más a
mano, sobresaltando al chico que se sentaba en ese sitio, y gritó:
— ¿Es que no habéis oído? ¡Marchaos de aquí ahora mismo!
El chico de ese pupitre fue el primero en obedecer. Le siguieron un par de compañeros, y así, el
efecto de bola de nieve hizo que en pocos instantes todos se dispusiesen a salir de la clase. Domingo
Velázquez, viendo que sus alumnos se iban, sonrió con resignación y se levantó para abandonar también
el aula.
Jorge observó impertérrito cómo sus compañeros iban saliendo uno por uno. El último en irse,
como si fuese el capitán de un barco que naufragase, fue el profesor. Caminaba tranquilo, con su libro de
texto y la carpeta con la lista de alumnos bajo el brazo. Al pasar delante de Jorge, le sonrió y puso una
mano en su hombro en señal de afecto. Aquella sonrisa parecía felicitar a Jorge por haber defendido con
tanto entusiasmo sus ideales. O tal vez en ella había algo de amargura al comprobar que su alumno había
tergiversado la lección, que no era ése el tipo de lucha que él les había inculcado.
Jorge bajó la cabeza, avergonzado.

La situación internacional, por su parte, no era más tranquila ni mucho menos. En el caso de
España, era uno de los puntos más conflictivos del anterior gobierno. En cuanto al gobierno de la
Federación, en el exterior estaba el gran enemigo: Estados Unidos. La guerra contra Kosovo había sido
convertida por Estados Unidos en un conflicto de intereses. A eso se sumaban intervenciones esporádicas
en Oriente Medio por parte de los norteamericanos. Según la FEUNE (y siempre secundada por sus
homólogas), Estados Unidos abusaba de su posición de poder hasta extremos intolerables. Los países que
no atendían a las demandas de los yankis eran de inmediato acusados con mil y una injurias e infamias,
deslegitimados moral y políticamente. Y una vez que Norteamérica se adjudicaba el papel de los buenos
de la película, actuaban sin ningún tipo de freno ni limitación, siempre con la conciencia tranquila,
siempre en el nombre de la paz y la justicia, en el nombre del bien. Las Federaciones encontraban
inadmisible que un país moderno usase argumentos morales como si se estuviera en la Edad Media.
Desde sus inicios, en el discurso de la FEUNE hubo un fuerte contenido ideológico en el aspecto
de la política exterior. Había un claro antagonismo entre Europa y América en ese discurso. Europa, decía
el entonces secretario Luengo, había sido centro cultural, político y económico desde antes de la era
cristiana, con los imperios de Grecia y Roma. Las Federaciones pretendían que esto volviese a ser así, que
Europa volviese a liderar el mundo occidental. Europa no debía someterse a las pretensiones de Estados
Unidos.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Y lo que durante los meses de oposición de las Federaciones se quedaba en ideología, empezaba
a transformarse en hechos y acciones. Los cinco países controlados por las Federaciones habían retirado
todo tipo de ayuda (logística, material, humana) a Estados Unidos en el conflicto de Kosovo. Algunos
países de la Unión Europea, como Bélgica y Holanda, se sumaban a estas iniciativas y empezaron a
restringir el apoyo al conflicto. El sólido bloque de países federativistas extendía su influencia a las áreas
más cercanas. Además del asunto de la guerra en los Balcanes, los países con presencia de las
Federaciones empezaron a poner trabas a las multinacionales norteamericanas, y estaban dispuestos a
poner límites a los productos importados del otro lado del atlántico. Fueron investigados incluso notorios
ciudadanos americanos afincados en Europa, y ni siquiera las embajadas les pudieron servir a éstos como
refugio.
El clima de indignación creció en el país del Tío Sam, que exigió que los países de las
Federaciones depusieran esa actitud en el acto. La diplomacia fue dejada de lado por éstas. Contestaron
con arrogancia. No iban a doblegarse ante los caprichos de Norteamérica. Estados Unidos no tenía
autoridad ni derecho para amenazar al “corazón de Europa”, como se habían autodenominado estos
países. No podían tratar a un bloque compuesto por Alemania, Austria, Italia, Francia y España como
trataban a los países de Oriente Medio o de la Europa del Este. La respuesta de Estados Unidos no se hizo
esperar: si Europa no estaba dispuesta a volver al régimen democrático, intervendrían mediante el uso de
las armas. La Unión Europea (lo que quedaba de ella), manifestó en el acto su reparo a semejantes
medidas. Entendían que la crisis democrática a la que enfrentaba la institución era la más grave de su
historia (remontándose a la creación de la CEE), pero no podían permitir un nuevo conflicto en el seno del
viejo continente. De esa forma, Norteamérica perdía el apoyo de la Europa democrática.
Las Federaciones se crecieron ante esta situación. Además, la prepotencia de Estados Unidos
hizo aflorar un sentimiento antiamericano que hizo ganar simpatizantes a las Federaciones.
La balanza, en efecto, podía inclinarse definitivamente a su favor, y consolidar su poder.

Chema consultó la hora en su reloj. Las cinco de la mañana. Se lo indicó a Pentium con un gesto,
pues la música tenía un volumen atronador y no podían hablar si no era a gritos. Éste acabó su copa de un
trago. El hielo se había deshecho, y apenas quedaba sabor a alcohol. Total, siempre ponían “garrafón”.
Salieron del local, uno de los dos pubs discoteca de Infantes, y el aire fresco les refrescó la cara y los
pulmones. Dentro hacía calor, aunque al no haber mucha gente, el ambiente no estaba demasiado viciado.
La noche del sábado había llegado a la hora fría antes del alba. El tiempo no invitaba a pasear o a
quedarse charlando en un banco.
— ¿Vamos a tu casa entonces?— preguntó Chema mientras se frotaba los brazos.
— Sí, han quedado en llamarme allí en cuanto sepan algo. A lo mejor ya ha nacido.
Adela se había puesto de parto esa misma noche. En esos momentos se encontraba en el hospital
de Valdepeñas. Se enteraron en torno a las once de la noche, cuando acababan de salir a dar una vuelta, a
través de una chica del pueblo, Beatriz, que también estudiaba en Ciudad Real y que había hecho buenas
migas con Adela. Por lo que entendieron, quedaba bastante tiempo para que naciese el bebé (algo acerca
de contracciones y dilatar). Pentium estaba solo en casa, así que acordó con la chica que llamase allí para
comunicarles cualquier novedad, no importaba la hora que fuese. Beatriz les prometió hacerlo, aunque la
llamada podía postergarse hasta altas horas. No había ningún problema.
Se encaminaron los dos a casa de Pentium. Merche se había quedado en Madrid. A pesar de la
situación que se vivía en las calles y en la facultad, había preferido quedarse a estudiar para los exámenes.
A los padres de ella les preocupaba que la chica permaneciese sola en la capital. En Infantes, aunque la
tensión política se dejaba notar y era tema de casi todas las conversaciones, la vida diaria seguía
transcurriendo sin grandes estragos. En el peor de los casos, si las cosas se pusiesen demasiado feas,
Merche tenía familiares en la gran ciudad a los que acudir.
Chema se había mostrado más relajado, más contento incluso, que las últimas veces que había
coincidido con Pentium. Habían estado tomando algo en los bares, luego en los pubs, y finalmente
acabaron en esa discoteca a pesar de que no querían acudir a casa demasiado tarde en espera de noticias
sobre el parto. Durante toda la noche, los dos habían estado charlando animadamente, recordando viejos
tiempos. Por primera vez, Chema parecía haber olvidando todas las preocupaciones de ese año. La secta
era historia, y Juan Carlos estaba muerto. La situación era incierta, en efecto, a causa del golpe de Estado
de la FEUNE, pero esa noche parecía no importar. Incluso recordaron a sus amigos, a Jesús María, a Pedro,
como si simplemente no estuviesen allí esa noche, como si no hubiesen muerto el verano anterior.
Sin embargo, Chema no estaba tan tranquilo como aparentaba. Seguía pensando que no estaban
resueltos todos los hilos de la trama. Sí, había muerto Juan Carlos, pero ¿qué se había resuelto? Cuando
Arimán estuvo sembrando el terror hacía casi un año entre los chicos, finalmente fue abatido por Lucifer,

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Alfredo M. Pacheco

y más tarde, el Arimán resucitado volvió para impedir que Lucifer les hiciese daño. Había una sensación
de conclusión en todo aquello. Habían conseguido sobrevivir a un demonio. Sin embargo, con la muerte
de Juan Carlos, Chema no sentía que hubiese concluido nada. Lucifer seguía entre ellos, personificado en
el autoproclamado nuevo presidente del gobierno. Y la hija de Adela, la semilla del propio Satán
sembrada por Arimán, iba a nacer en unas horas si es que no lo había hecho ya. Además, Chema
recordaba la tarde en que la Hermandad celebró su última reunión. ¿Había visto realmente a Jesús María
allí, entre todos los celebrantes? ¿Por qué había vuelto? Demasiadas dudas para estar tranquilo, a pesar de
haber pasado ya lo peor.
Llegaron a casa de Pentium y se acomodaron. No había mensajes en el contestador. Pentium
sacó algo para picar y unas bebidas. Aún les podía quedar mucha espera. Chema hizo un poco de zapping,
pero a esas horas sólo había espacios de teletienda y bloques de noticias repetidos una y otra vez.
— ¿Sabrá Merche que Adela está de parto?
— Ni idea. Me imagino que alguien la habrá llamado al piso.
— ¿Por qué no ha venido aquí este fin de semana?
— Lleva un tiempo así, no le gusta pisar el pueblo. Por todo lo que le hizo pasar ese cabrón.
Pentium asintió con la cabeza.
La relación entre Chema y Merche había mejorado. Podría decirse que se habían reconciliado de
nuevo, aunque de una manera un tanto extraña y forzada por los acontecimientos. Sin embargo, ninguno
de los dos había hablado de volver a ser pareja. Chema estaba preocupado por tener a Merche tan lejos. Si
algo le ocurría (la situación en las calles aún era hostil), no podría hacer nada para ayudarla. Pese a haber
experimentado una mejoría, ella aún estaba marcada por todo lo vivido en las últimas semanas. No había
recuperado todo el peso que había perdido, y en sus ojos, que antes siempre tenían un brillo de alegría, se
había instalado un velo que los empañaba, y que en opinión del chico tardaría mucho tiempo en retirarse.
Chema sólo esperaba que se encontrase bien. Aún necesitaba mucho apoyo moral y sólo él podía
ofrecérselo. No podía aguantar a que llegase la hora de volver a Madrid, para estar de nuevo con ella.
El teléfono seguía sin sonar. Pasaban las cinco y media. Y con la programación de la televisión
se iban a quedar dormidos irremediablemente.
— ¿Pongo alguna peli?
— Sí, porque aquí me sobo con las Euronews éstas de los huevos. He visto las mismas noticias
ya tres veces.
Pentium se levantó y abrió el mueble donde tenía las cintas de vídeo. ¿Qué se podía ver a esas
horas para pasar el rato y mantenerse despierto?
Chema, hundido en el sillón hasta estar casi tumbado, notó que en las noticias salía algo
diferente. Algo sobre las Federaciones, Estados Unidos, y una forma poco amistosa de resolver las
diferencias.

Merche no había podido pegar ojo en toda la noche. Y a esas alturas, dudaba que ya lo
consiguiera. No dejaba de dar vueltas en su cama, acalorada y sudorosa como si estuviese en una noche
de pleno julio. Odiaba que le pasara eso. Era como un círculo vicioso. Se acostaba y esperaba el momento
en que se quedaba relajada y la ensoñación se iba apoderando de ella. Pero ese momento tardaba en llegar
y ella empezaba a incomodarse. Pensaba en que perdía horas de sueño (si tenía que madrugar) o que se
despertaría demasiado tarde y desperdiciaría la mañana. Si seguía sin poder dormir, la inquietud
aumentaba. Tenían que pasar algunas horas hasta que se decidía a levantarse e ir al baño o a la cocina a
tomar algo. Y a veces, sólo a veces, llegaba un punto como en el que estaba en esos momentos. A media
hora de las seis, había superado el límite. Mejor aguantar hasta las siete y levantarse que dormirse ahora.
Tenía una sensación extraña, como de nervios. Lo atribuyó todo a la caótica situación que había
pasado, tanto a nivel personal, dentro de la Hermandad, como a nivel social, con todas las revueltas en las
calles. Tenía que haber ido a Infantes, pensaba, como lo habían hecho Chema y Pentium, pero ir allí aún
le daba un poco de reparo, pues su aspecto todavía delataba lo mal que había estado esas semanas.
Suponía que tenía que ser ésa la razón de su insomnio. Era parecido a los nervios antes de un examen,
pero eso en su caso era ridículo, pues cada examen era ya de por sí una incertidumbre. No valía la pena
preocuparse por un examen que no sabía si al final se haría. Y tampoco era preocupación por el parto de
su amiga Adela, pues en contra de lo que pensaba Chema, nadie la había avisado de que ya estaba en el
hospital a punto de dar a luz.
Se levantó una vez más y caminó descalza, intentando despejarse. Se lavó la cara con agua fría y
luego fue a la cocina. Sus compañeras de piso no estaban. Evidentemente, habían ido a sus lugares de
origen, asustadas por el caos de la capital. No tenía una gran amistad con ellas, pero su presencia la habría
reconfortado esa noche. No le agradaba especialmente haberse quedado sola en el piso, a pesar de que los

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

saqueos que se habían producido esa semana habían sido en tiendas y comercios, y no en domicilios
particulares. Miró la puerta, cerrada con llave y cerrojo. Abajo, en la calle, se oía ocasionalmente una
sirena, tal vez de policía, o tal vez una ambulancia. Bueno, eso no era raro un sábado por la noche en
Argüelles. También llegaba un poco de jaleo, e incluso distinguió el ruido de cristales romperse. ¿Otro
escaparate? No sintió tentación de asomarse por la ventana a comprobarlo. A pesar de no hacer frío, todas
las ventanas estaban cerradas y las persianas echadas. Vivía en un segundo piso y no se libraba por
completo de poder recibir el impacto de una piedra o una botella.
Se preparó un vaso de leche y algo ligero. Mientras comía, puso la televisión de la cocina.
Noticias en casi todos los sitios, y algo de teletiendas. Afuera, el tumulto continuaba.

Fernando Luengo contemplaba, desde su despacho, la inmensidad de la ciudad que nunca estaba
dormida del todo. Podía presentir la situación de caos allá abajo, en las calles, brotando en focos aislados.
Notaba que sus sentidos y su intuición se desarrollaban de forma extraordinaria. Llevaba sintiendo esa
sensación durante toda la noche. La chica debía de estar ya de parto, y no faltaría mucho para el
alumbramiento, en cuyo momento Luengo sentiría la gran explosión de su poder, y durante unos
momentos, durante unos instantes, sería un demonio en la tierra.
Recorrió la ciudad con la vista y miró al horizonte. Los invasores no tardarían en llegar. No era
de extrañar. Él había provocado la situación que se le venía encima. A lo largo del día anterior, Luengo
no había parado de entablar conversaciones, tanto con sus aliados de las otras Federaciones como con
presidentes de otros estados europeos, así como con dirigentes norteamericanos. Los Estados Unidos
estaban llegando al límite de su paciencia, y amenazaban con atacar de un momento a otro. Luengo les
había respondido con desdén y menosprecio, cerrando cualquier puerta al diálogo y a la negociación.
Parecía que no quedaba otra salida que el conflicto armado.
En la mesa del despacho había una radio conectada. La emisora, que retransmitía noticias las
veinticuatro horas, dio un boletín de última hora. Al parecer, aviones militares norteamericanos estaban
llegando a territorio español. Las intenciones de estos aviones eran desconocidas, pero se creía que eran
hostiles, ya que se dudaba de que la FEUNE hubiese autorizado el uso del espacio aéreo español a aviones
estadounidenses.
Luengo sonrió. En la radio tenían razón. La Federación no había permitido la entrada de aviones
norteamericanos. Estaban violando el espacio aéreo del país, y Fernando Luengo sabía cuáles eran las
intenciones de esos cazas. Querían destruir un objetivo.
Le querían a él.
Respiró hondo y cerró los ojos. Podía sentirlos, muy lejos todavía. Eran cinco. Consultó su reloj.
No llegarían a tiempo.

— Pentium, pasando de la película— dijo Chema elevando el tono de voz lo justo para que le
oyese su amigo desde la otra habitación—. Ven a ver esto.
Pentium acudió al instante al salón sorprendido por el imperativo de su amigo. Justo en ese
preciso momento, sonó el teléfono de la sala. Ambos se sobresaltaron un poco, a pesar de estar esperando
la llamada. Pentium contestó al tercer tono. Saludó a su interlocutora, probablemente Beatriz, pensó
Chema. Asintió a lo que fuese que le estaba contando la chica, muy atento y serio.
— Vale, con lo que sepáis me vuelves a llamar… No, tranquila, estamos aquí Chema y yo,
viendo la tele, no hay nadie más en la casa… Un abrazo, hasta luego.
Colgó y se pasó una mano por el cabello, pensativo. En seguida se dirigió a Chema.
— ¿Qué es lo que está pasando?— preguntó señalando con el pulgar a la televisión.
— Nos invaden los yankis.
— ¿Qué?
— Aviones norteamericanos. Han llegado a España y están cruzando el país.
— ¿Adónde van?
Chema se encogió de hombros.
— A Madrid, seguramente. Joder la que se va a montar.— a pesar del tono desenfadado de
Chema, estaba muy preocupado. ¿Por qué demonios se había tenido que quedar Merche allí?— Oye
¿quién era, la amiga de Adela?
Pentium asintió.
— Adela ha entrado ya en la sala de partos. Bea no está segura, pero cree que hay
complicaciones.
Chema emitió un gruñido. Complicaciones en el parto, aviones que invaden el país… demasiado
malo para ser una coincidencia.

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Alfredo M. Pacheco

Adela estaba siendo atendida en el área de maternidad del hospital de Valdepeñas. Había estado
toda la noche dilatando y, cuando su cuerpo se negó a ceder más, los médicos consideraron que el
alumbramiento ya no podía esperar. Si no lo conseguía de forma natural, tendrían que provocarlo.
Pero Adela, pese a seguir las indicaciones del médico, no podía hacer que su bebé saliese de su
vientre. Era incapaz de describir el tormento que estaba padeciendo. Sentía que la criatura la desgarraba
por dentro. Recordaba cómo Arimán la había tomado nueve meses atrás. Recordaba las pesadillas, las
náuseas… aquella niña no era del todo humana, y eso la horrorizaba.
Habían colocado una cortina a la altura de su pecho y no podía ver lo que hacían los médicos.
Ella sabía que algo iba mal, a pesar de que los médicos se esforzaban en hablar en voz baja y las
enfermeras la animaban diciendo que ya faltaba poco.
— Tiene una hemorragia, está perdiendo mucha sangre…
— Tenemos que practicar la cesárea, si no los perderemos a los dos…

Los aviones estaban llegando. Pronto estarían sobre el cielo nocturno de Madrid, que ya
empezaba a clarear. Luengo pensó que sería una bonita estampa, la silueta de cinco pájaros de hierro
recortada en un fondo que se tornaba gris y después azulado, aplastado y sin volúmenes. Y después, la
majestuosidad del fuego, aportando relieve a todo aquello.
Sentía que faltaban pocos minutos para el nacimiento de la niña. Eso le iba a permitir tener una
posición privilegiada para contemplar las escenas de destrucción que se avecinaban. Las podría disfrutar
desde su interior, y sentir el calor de las llamas.
Un miembro del partido entró precipitadamente en el despacho, sin ni siquiera llamar a la puerta.
Era un hombre de mediana edad, muy delgado, que vestía un traje azul marino gastado. Se estaba
quedando prematuramente calvo, y su aspecto era muy desaliñado. Estaba despeinado y el pelo se
apelmazaba por el sudor. En su rostro huesudo, surcado por profundas líneas de expresión, se notaban las
ojeras, y los ojos estaban inyectados en sangre detrás de la montura metálica de las gafas, que resbalaba
por la nariz fina y curva a causa del sudor. Se notaba que llevaba tiempo sin dormir, y que había estado
sometido a un ritmo frenético de actividad. Tomó el aliento, pues parecía haber llegado a toda prisa, y se
disculpó con el secretario de la FEUNE por su brusca entrada.
— Señor Luengo, los aviones ya están sobre la Comunidad de Madrid. Debido a las divisiones
dentro de nuestras fuerzas armadas, no hemos podido interceptarlos, y ya es demasiado tarde. Es cuestión
de minutos que lleguen a la ciudad. Creemos que quieren atacar este sitio. Por su seguridad, debe
acompañarme a otro lugar más protegido…
— No te preocupes. Yo estoy donde he de estar. Ve, ponte a salvo, y no te preocupes por mí.
Estaré bien.— fue la respuesta de Luengo, quien habló con absoluta calma.
— Pero, señor Luengo, he de insistir…
Fernando Luengo se giró y, desde el otro lado del despacho, fulminó con la mirada a su
subalterno.
— ¡He dicho que te largues de aquí!— vociferó con una voz ronca, casi gutural.
El hombre se quedó paralizado y retrocedió un paso. Había visto arder literalmente la mirada de
su superior, y esa voz… Farfulló unas palabras de asentimiento y se retiró, cerrando la puerta tras de sí.
Luengo continuó mirando el paisaje urbano. De repente, sintió un escalofrío que le recorrió la
médula espinal, y su cuerpo se estremeció. Consultó de nuevo su reloj.
Puntual, como no podía ser de otra forma.

El bebé reaccionó a la palmada del doctor y prorrumpió en llanto. Pendiente cabeza abajo, sujeta
de un tobillo por el médico, la niña parecía encontrarse perfectamente. Pasaron a comprobar su estado de
forma rutinaria. En principio había superado el parto sin ningún tipo de problema. Una niña sana y fuerte,
y con buenos pulmones a juzgar por sus gritos.
Adela apenas podía oírlos. Se encontraba como ida, mareada, y temía perder el conocimiento.
Pero alcanzó a escuchar la voz de su hija, y las lágrimas resbalaron por sus sienes. Había tenido una niña.
— Ha nacido a las seis horas exactas— dijo una de las enfermeras.
— Bien, ahora tenemos que ocuparnos de la madre— respondió el doctor—, ha perdido
demasiada sangre, hay que cortar la hemorragia inmediatamente. De lo contrario…

Los cinco aviones caza F-14 Tomcat habían partido de un portaaviones que navegaba por aguas
internacionales del Atlántico Norte. Los aviones norteamericanos volaban en dirección a Madrid con unos
objetivos muy concretos: la destrucción de las infraestructuras de la FEUNE y eliminiación de sus

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

principales miembros. Estados Unidos tenía planificado proceder de igual forma con las cinco
Federaciones. El caso español era el primero ya que se juzgaba a la Federación Española como la líder de
sus hermanas europeas. Los servicios de inteligencia estadounidenses consideraban a Fernando Luengo el
gran instigador. Estaba considerado como un terrorista internacional, y Estados Unidos había puesto
precio a su cabeza. Por tal motivo, los cazas no sólo iban a destruir las oficinas de la FEUNE en Plaza de
Castilla, sino que atacarían otros lugares donde pudiese encontrarse Luengo. Los pilotos, que tenían
comunicación por radio con las bases norteamericanas, recibirían las coordenadas exactas de su objetivo.
Los satélites de inteligencia norteamericanos estaban realizando una profunda labor de monitorización de
la capital española, consiguiendo resultados propios de una película de ciencia-ficción. Gracias a ese
seguimiento, a las contínuas fotografías de alta resolución e incluso a imágenes tomadas con sensores
térmicos, en la gran fortaleza de los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, el Pentágono, se
había llegado a la conclusión de que en esos momentos, el secretario de la FEUNE y actual presidente del
gobierno español permanecía en un despacho de la torre donde su partido tenía su sede. Eso facilitaría las
cosas: dos objetivos en el mismo lugar.
Además del líder del partido, los cazas debían eliminar a sus principales miembros. Para ello
atacarían zonas donde estas personas tenían fijada su residencia, tanto en Madrid como en otras
poblaciones. Se esperaba que, dada la hora de la intervención, muchos de estos objetivos serían
sorprendidos y la operación tendría un alto índice de efectividad. También se atacarían posteriormente
sedes subsidiarias de la Federación en otras regiones. Se tenía asumido la misión, debido a la multitud de
objetivos, provocaría bajas civiles. El Pentágono había estimado cifras, y determinó que el posible
número de bajas era asumible dada la importancia de la misión. Al parecer, la democracia bien valía que
se perdiesen algunas vidas.
Los cazas, pese a poder alcanzar velocidades cercanas a los dos mil ochocientos kilómetros por
hora, no estaban utilizando todo ese potencial. Volaban a velocidades subsónicas similares a las de un
avión comercial. La rapidez no era un factor primordial en la misión porque el objetivo estaba bien
localizado y además las fuerzas de defensa españolas no operaban con total efectividad. También se tenía
en consideración que se volaba a altitudes cada vez más bajas y sobre zonas habitadas; no se podía correr
el riesgo de impactar con aviones civiles.
Entraron en la región de Madrid a las seis horas. Apenas cuatro minutos para alcanzar el
objetivo. Los pilotos recibieron indicaciones de que el presidente Luengo estaba en el edificio que tenían
que atacar. Así pues, se procedería a la total destrucción de la estructura y la zona colindante.
Luengo observaba atentamente mientras sentía que se le erizaba todo el vello. Su cuerpo parecía
querer explotar, como si albergase dentro una gran fuente de energía, un núcleo de magma u otro material
igualmente destructivo. Incluso la piel tenía una coloración más intentsa, más brillante. Casi se diría que
resplandecía. Sus sentidos estaban agudizados de una forma exponencial. Oyó el zumbido de los aviones
aproximándose, pudiendo distinguir el ruido del motor de los cazas del de los otros aviones. También era
capaz de verlos nítidamente a pesar de que estaban a varios kilómetros de distancia y sólo eran unos
imperceptibles puntos en el cielo pálido del alba.
Los cazas, ya sobre la ciudad, divisaron la zona que debían atacar. Los pilotos reconocieron la
forma característica de las Torres Kío. Las dos serían arrasadas, aún cuando la FEUNE tenía sus oficinas
sólo en una de ellas. Pero sabiendo que Luengo estaba allí, Estados Unidos no quería correr ningún tipo
de riesgo. Los cinco cazas se alinearon y fijaron los puntos de impacto. Uno tras otro, los aviones
dispararon sus misiles, con una coordinación digna de la mejor fuerza de élite. En tan sólo unos segundos,
cada uno de los aviones había abierto fuego, y después de esa primera serie, tres más lanzaron un segundo
proyectil. Instantes después, se produjeron las explosiones.
Luengo, bajo un estado de plena euforia, vio como estallaba la zona superior de la torre opuesta.
Apenas había surgido el fuego de las cristaleras ahumadas cuando el segundo misil impactó
prácticamente en las mismas oficinas de la FEUNE. El despacho de Luengo se vio súbitamente arrasado
por una imparable ola de llamas que arrancó las paredes. La fuerza de la explosión hizo que todas las
ventanas del despacho reventasen, lanzando cientos de trozos de cristal al vacío. La onda expansiva
también hizo que la torre vomitase trozos de madera, metal y escombros, restos de las puertas, mesas,
ordenadores, etcétera, que habían sido destrozados en esa ecatombe destructiva. El suelo del despacho
cedió y gran parte de él se derrumbó, cayendo en grandes fragmentos a los pisos de abajo, igualmente
devastados con el impacto del misil. De forma análoga, el techo no tardó en desplomarse.
Fernando Luengo, sin embargo, permanecía en el mismo sitio, envuelto en un resplandor
anaranjado. Ni las llamas, ni los fragmentos sólidos lanzados por la fuerza de la explosión, le habían
hecho daño alguno. E incluso aunque el suelo bajo sus pies se había venido abajo, él seguía allí, flotando
en el aire, envuelto en un infierno de espeso humo y fuego. De hecho, toda la esquina de su amplio

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Alfredo M. Pacheco

despacho, había desaparecido literalmente, y debido a la inclinación del edificio, ahora se hallaba a casi
un centenar de metros sobre el suelo.
Otros dos misiles impactaron en la base de sendas torres, y los otros cuatro en puntos del suelo
cercanos a ellas, como el intercambiador de autobuses o los accesos a los aparcamientos de cada edificio.
En el caso de que el secretario de la FEUNE no hubiese sido muerto durante las explosiones, su huida sería
casi imposible.
Los cazas volaron por encima de la Plaza de Castilla y continuaron su ruta, esta vez separados,
hacia los siguientes blancos. Dos de ellos patrullarían la región para atacar los objetivos de esa zona.
Dado el estado en que había quedado la zona, a los pilotos les resultaba imposible que el primer sujeto
atacado hubiese sobrevivido. Claro, que a la velocidad a la que volaban, y con las Torres Kío ardiendo en
varios puntos, les resultó imposible ver que Luengo seguía allí, envuelto en llamas, maravillado con
aquella escena, riendo a carcajadas.
Pero el repentino poder que ahora poseía no duraría mucho más tiempo. Usó el que le quedaba
para desaparecer de la escena y reaparecer en un lugar muy lejos de allí. Cuando abrió los ojos, vio el
mar. Estaba intacto, incluso su ropa. Volvía a ser una persona de carne hueso, vulnerable y mortal.
Sonrió. Estaba contento, pues se había roto el séptimo sello y el apocalipsis había empezado.

Adela notaba que se le nublaba la vista. La voz de los médicos y enfermeras se le hacía más
lejana. Sabía lo que le ocurría, pero no tenía miedo. Sí se sentía muy apenada porque no podría estar allí
para cuidar de su hija. Al menos, había podido verla y oír su llanto, y eso la hacía feliz. Cerró los ojos,
esperando que todo acabase. No, ya no estaba asustada. Suspiró, preparándose para lo que le aguardaba.
Esperaba por fin poder volver a reunirse con su amado Jesús María.
Los médicos eran incapaces de contener la hemorragia. La paciente perdía demasiada sangre y
sus constantes estaban bajando. Fue cuestión de minutos después del alumbramiento que perdiese el
pulso. Pese a todos sus esfuerzos, les fue imposible reanimarla.
No había ya nada que hacer. Había fallecido. El médico que se encargaba del parto dejó escapar
un suspiro de resignación y se quitó la mascarilla.
— ¿Hora de la muerte?
La enfermera consultó el reloj.
— Seis horas y seis minutos de la mañana.

Merche se sobresaltó al oir el tremendo estruendo. Aunque el sonido procedía de bastante lejos,
se podía apreciar que era de una gran intensidad. Había estado viendo en las noticias que unos aviones de
Estados Unidos volaban por el país y que parecían dirigirse a Madrid. Se temió lo peor.
Le entró el pánico. ¿Si esos aviones habían atacado la ciudad, estaría segura ella encerrada en su
piso? Las noticias aún no decían nada. ¿Dónde habría sido? Pensó que, por si acaso, debía vestirse. Tal
vez hubiese sido en Atocha, en Avenida de América… ¿pero y si hubiese sido en Moncloa o en Ciudad
Universitaria? Corrió a su cuarto y se puso unos vaqueros y una camiseta de manga larga. El jaleo de la
calle había aumentado, pero esta vez era distinto. Se arriesgó a abrir las ventanas. Muchos curiosos salían
de sus casas. Los altercados cesaban y en su lugar se formaba una masa de ciudadanos con la mirada
escrutando los cielos. Alguien señaló una dirección y todos miraron. Desde su ventana no sabía lo que
era. Decidió que podía bajar sin peligro. Es decir, que si había peligro era un peligro común. La gente
volvía a estar unida, unida bajo el miedo, unida bajo una amenaza más grande y que provenía del exterior.
Hasta entonces, el peligro venía de ellos mismos.
Salió y se unió con las decenas, quizá ya centenares de personas que ocupaban las aceras y las
calzadas. Miró aquello que atraía la atención de todos. Columnas de fuego y humo se elevaban en el cielo,
detrás de los edificios. Avanzó entre la multitud buscando un sitio donde ver mejor. Hombres y mujeres
se agrupaban en puntos donde la orientación y la inclinación de las calles permitiesen una buena
perspectiva. Todos se preguntaban el lugar exacto. Pronto, los últimos en llegar transmitieron lo que
habían oído por la radio o la televisión.
— ¡Es en Plaza de Castilla! ¡Se han cargado las Torres Kío!— decían
— ¡Han sido los aviones! ¡Iban a cargárselas fijo!
— Seguro que han ido a por el Luengo, se lo querían cargar.— aventuraban.
— ¿Y lo han conseguido?
— ¡Dios santo, y cómo habrán quedado el metro y los autobuses…!— se lamentaba una mujer.
— Ni idea, del Luengo no se sabe un carajo.
— El intercambiador ha quedado hecho migas, y dicen que se ha caído media estación de metro
— La parte donde está la línea uno y un poco de la diez, creo.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Merche escuchaba todo aquello con horror. Sentía miedo, un miedo mucho más real que en
anteriores ocasiones, aunque más difuso. No eran demonios ni espíritus. Era la mano del hombre, y sus
máquinas de guerra. Era el miedo a esa incertidumbre, al y ahora qué, a la arbitrariedad, a poder ser el
próximo blanco de otra bomba, al de que las acciones propias pierdan su sentido y la muerte responda a
una cuestión de azar…
Lo peor de todo era que se encontraba sola. Si al menos estuviese Chema… Decidió volver a su
piso y preparar una mochila con su ropa y sus cosas. Más tarde, cuando se restableciese la normalidad (si
lo hacía), iría a casa de unos tíos suyos en Moratalaz. Si no podía en transporte público, cogería un taxi.
Tal vez ir allí la salvase o tal vez la condenase, pero al menos estaría en compañía.
Una nueva explosión la sacó de sus pensamientos. Ésta había sonado muy cerca. En el acto, la
multitud empezó a correr en todas direcciones, presa del pánico.
— ¡Nos atacan, nos están atacando!
Merche se vio arrastrada por riadas humanas. Algunas personas cayeron al suelo y fueron
pisoteadas. Intentó no dejarse dominar por el pánico y luchó por no ser arrastrada por aquel mar de locura
y desesperación. Se dirigió a un lado de la calle, donde las avalanchas no tenían fuerza. Desde allí, pegada
a la pared, volvió hacia su casa. Se escucharon nuevas explosiones. La situación era un caos con
mayúsculas.
Ya estaba casi en la puerta de su bloque. Volvió a mirar al cielo. El humo negro se veía más
espeso y tangible conforme clareaba. A lo lejos, en el cielo, vio dos figuras amenazantes de acero que
surcaban veloces el aire. Una parecía ir en la dirección en que estaba. Vio un fogonazo, y supo que el
avión había abierto fuego.
No volvió a ver a sus amigos.

No llegaban a ser las seis y cuarto cuando el teléfono sonó de nuevo en casa de Pentium. Él y
Chema giraron la cabeza en dirección al aparato, como activados por un resorte. Se diría que intentasen
escrutar si aquella llamada era buena o mala. Pero fuera lo que fuese, sabían su procedencia. Pentium se
levantó y fue a descolgar el auricular.
Chema seguía pendiente de la televisión. Las noticias habían empezado a hablar del bombardeo
en Madrid y prometían ofrecer en breves momentos las primeras imágenes del escenario de la tragedia.
También se habían empezado a barajar cifras en cuanto a fallecidos. Los transportes abrían a esa hora, y
en Plaza de Castilla paraban tres líneas de metro y una nada despreciable flota de autobuses urbanos e
interurbanos. Chema estaba muy preocupado por Merche. Aunque no creía probable que estuviese por la
zona, le inquietaba saber que estaba allí sola y desprotegida. Temía por si se producían tumultos o más
altercados.
Pentium escuchaba a su interlocutor telefónico, con gesto aún más serio que la vez anterior.
Murmuró unas palabras con voz queda y colgó. Se quedó allí unos segundos, con la mirada vacía,
distante. Chema, al verle así, se levantó y fue a preguntarle.
— Han podido salvar al bebé.
— ¿Y Adela?
Chema obtuvo por toda respuesta un apesadumbrado gesto de negación con la cabeza de su
amigo. Aquél respiró hondo y dio unos pasos hacia atrás. Tenía que sentarse. Apoyó la cabeza sobre las
manos y empezó a comprender.
Esta vez el demonio había ganado. En realidad, había ganado todas las veces.
Ahora sí, había concluido.

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

Epílogo.
Las consecuencias de nuestros actos.
La presencia de Arimán en la tierra en el verano de mil novecientos noventa y ocho; los peligrosos
juegos de ouija y misas negras de Jesús María, Chema, Pentium y Adela; la formación de un partido político que
tenía como líder a Lucifer reencarnado; el embarazo de Adela; la secta satánica de Juan Carlos; la incursión de
Chema y Merche en esa secta… todo lo que ocurrió durante los últimos doce meses obedecía a un mismo
objetivo, y había tenido su expresión culminante la madrugada del seis de junio de mil novecientos noventa y
nueve, con los ataques a Madrid por parte de Estados Unidos por un lado, y con el nacimiento de la hija de Adela
(que fue llamada Elvira), por el otro.
Estos actos tuvieron una serie de repercusiones. A grandes rasgos, estas repercusiones se pueden
clasificar en dos grandes grupos: las que fueron conocidas por la población, y que derivaron del ataque a la sede
de la FEUNE; y las que pasaron desapercibidas a los ojos del mundo, ignorante de la existencia de la niña que
Adela había dejado huérfana.
Las primeras fueron catastróficas. El ataque injustificable de Norteamérica provocó que la tarde de ese
domingo fatídico, España le declarase formalmente la guerra a Estados Unidos. (La declaración la hizo un
Fernando Luengo que Estados Unidos tenía por seguro que había muerto, para su mayor desconcierto e
indignación.) Francia e Italia declararon también la guerra a Estados Unidos. Alemania y Austria se sumaron a
este bloque al ser países de las Federaciones. Norteamérica contaba con el apoyo del resto de la Unión Europea.
Sin embargo, finalmente no fue así. Como ya habían avisado, la UE quiso ser cauta y en principio se mostró
neutral, ya que no aprobaban la intervención armada. Sin embargo, países cercanos a las fronteras y la ideología
de las naciones federativistas, pronto acabaron sumándose al eje europeo. El Reino Unido e Irlanda apoyaron a
Norteamérica desde un principio. Portugal, dadas sus relaciones con la corona inglesa, cooperó con ésta, pero fue
un territorio rápidamente neutralizado al estar acorralado territorialmente por España. El resto de la Unión acabó
simpatizando con las Federaciones.
La Tercera Guerra Mundial (se aceptó que el conflicto bien merecía la denominación) fue una
encarnizada batalla que duró siete años. En el año dos mil seis, el bando de las Federaciones logró una inesperada
victoria y la rendición absoluta de sus enemigos. Chema participó en esa guerra, primero como soldado de
reemplazo, y más tarde en el departamento de información del ejército, donde se granjeó un buen futuro en el
mundo de la comunicación una vez acabó aquel infierno. Pentium tuvo un papel mucho más oscuro y decisivo en
el enfrentamiento. También reclutado, fue seleccionado para formar un nuevo departamento de inteligencia
multidisciplinar, último responsable de la victoria europea, y se apartó de la primera línea de combate. La
aplicación de la tecnología desarrollada por ese departamento a la vida civil de la posguerra constituyó toda una
revolución en el mundo de la informática y las telecomunicaciones. Tanto Chema como Pentium sobrevivieron al
conflicto, y ya adultos vivieron holgadamente en el aspecto económico, e incluso ostentaron un cierto poder
social.
Merche, en cambio, no tuvo tanta suerte. No volvió a ver a sus amigos. Los cazas que bombardearon
Madrid atacaron la zona donde vivía para eliminar a un objetivo estratégico, un miembro de la Federación. Murió
esa misma madrugada. Fue una de las primeras víctimas de entre las setenta y cinco millones
(aproximadamente) que tuvo la guerra, teniendo en cuenta las estadísticas más descorazonadoras así como los
fallecidos durante la gran catástrofe que le dio la victoria a Europa.
Luengo lo había logrado. Había conseguido poner de acuerdo a todo el país. Como previó, la nueva
amenaza exterior hizo que la crisis interna pasase a un segundo plano. Se declaró el Estado de excepción, y la
Federación tuvo libertad para ejercer el control y el poder, esta vez con el acuerdo de la población. Cuando la
guerra terminó, se instauró un nuevo régimen postdemocrático, acorde con la ideología de las Federaciones. La
nueva Europa se reunificó bajo una bandera común y con el nuevo nombre de la Federación Europea, de la que
Luengo fue proclamado presidente. Comenzaba un nuevo mundo, una nueva política, una nueva era. El mundo se
volvía a fragmentar en bloques como antes de la caída del telón de acero…

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Alfredo M. Pacheco

En cambio, hubo repercusiones que nadie fue capaz de ver. La hija huérfana de una adolescente estaba
destinada a convertirse en una de las grandes figuras de esa nueva era.
Y su historia comenzó así.

Provincia de Ciudad Real. Martes 6 de junio de 2000.


La joven novicia se había levantado al despuntar el alba. Había rezado sus oraciones y había
empezado a realizar las labores que tenía asignadas, como ordenar su estancia y ocuparse del pequeño
huerto que había en la parte trasera del orfanato. Después, se dirigió a la sala donde dormían los más
pequeños. El orfanato era una modesta organización fundada, gestionada y administrada por una orden de
religiosas que profesaban su devoción a la patrona local. Se hacían cargo de aproximadamente una
treintena de niños, separados en dos cuartos en función de su edad. La novicia, de nombre María, se
ocupaba de los diez bebés, los huérfanos que tenían tres años o menos. Era una joven esbelta, agraciada
físicamente. Contaba veintidós años y después del verano sería ordenada como monja. Mientras tanto,
ayudaba en el orfanato, donde además ultimaba, en la teoría y en la práctica, su formación religiosa.
El orfanato no pasaba por un buen momento. Hacía un año que había estallado la guerra, y el
número de niños que se quedaban sin padres de forma prematura había aumentado drásticamente,
especialmente en las grandes ciudades, que eran atacadas con mayor dureza por parte de Norteamérica.
Sin embargo, el nuevo gobierno de las Federaciones era muy poco amigo de la fe y la religión. Entre las
imperiosas necesidades económicas de una guerra y el laicismo aplastante que promulgaba la Federación,
el patrimonio de la Iglesia había sufrido un tremendo varapalo. Todas las organizaciones que eran
llevadas por algún tipo de entidad religiosa tenían serios problemas para conseguir cualquier tipo de
ayuda o subvención. Así pues, María y sus compañeras apenas recibían lo necesario para mantener a los
niños. De seguir así, era posible que a final de año el orfanato se tuviese que cerrar. La situación
angustiaba a la novicia, que rezaba fervorosamente por un milagro que salvase el hospicio. A veces se
sorprendía al descubrirse pensando que sería mejor una derrota española, pues si ganasen los Estados
Unidos, volvería el anterior régimen, donde la Iglesia era respetada y apoyada. Tales pensamientos hacían
que María sintiese complejo de culpa. Se consoloba creyendo que todo aquello no era más que una prueba
de fe a la que le sometía Dios.
Los bebés dormitaban tranquilos. Apenas un par de ellos sollozaban, en un estado de
duermevela. María se acercó a ellos uno por uno para calmarles e intentar hacerles dormir un poco más.
En seguida les prepararía el desayuno y los tendría que despertar a todos. Antes de abandonar la estancia,
reparó en una de las niñas, Elvira. Comprobó que se hallaba despierta. En cambio, no lloraba. Se hallaba
en completo silencio, con los ojos bien abiertos, observando cuanto pasaba alrededor de su cuna. Ambas
se miraron fijamente. María se acercó a donde descansaba la pequeña Elvira, un lecho montado en una
estructura metálica de bastante altura. A ambos lados se alineaban unos barrotes como si se tratase de una
cárcel. Permitían que el bebé pudiese ver el exterior pero no podía escaparse. Uno de los lados, no
obstante, podía deslizarse hacia abajo si se desenganchaban unos cierres.
La novicia contempló a la pequeña, un precioso bebé que empezaba a lucir un lindo cabello
rubio y tenía unos enormes ojos de intenso color azul. No lloraba apenas y se portaba muy bien. Era
encantadora, y María adoraba observarla como lo hacía ahora, pero en el fondo de su corazón, esa niña le
incomodaba. Era una sensación soterrada, muy sutil, pero que permanecía allí. María apoyó los
antebrazos a lo largo de la baranda de la cuna, con las manos una sobre otra, y reposó sobre éstas la
barbilla. Elvira la miraba atenta, agitando sus extremidades. La joven sonrió enternecida y le hizo algunas
carantoñas y caricias, provocando la dulce risa de la niña. Elvira había llegado al orfanato con apenas un
par de semanas de vida. Según le contaron, sus padres eran muy jóvenes. El padre murió antes de que el
bebé naciera, y la madre durante el parto. La pequeña nació el día en que se declaró la guerra. Eso
entristeció a la novicia, ya que era el primer cumpleaños de la pequeña pero no habría celebración alguna.
Muertos sus padres, no hubo otros familiares que se hicieran cargo de Elvira, y ésta fue dada en adopción.
Así es como llegó la expósita a ese orfanato.
— Voy a la cocina a preparar el desayuno. Volveré en seguida, chiquitina.
María abandonó la estancia en dirección a la cocina. Elvira se quedó allí despierta, en silencio.
En su cabeza volvieron a sonar las palabras de la novicia… había algo extraño. Inconscientemente,
distinguía clases de palabras: verbos, nombres, y otras palabras accesorias. De alguna manera, la había
entendido. La chica se había ido. ¿Dónde estaba ahora, entonces? Sin dejar de agitar sus brazos y piernas,
miraba el lado de la cuna donde la chica había estado apoyada. Elvira se incorporó hasta quedar sentada y
miró los barrotes. Ayudándose con las manos, se puso de pie. Era una posición precaria pero estable. Los
barrotes le llegaban a la altura de la nariz. Pero esa barrera se podía bajar. Miró con atención la estructura

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Vade Retro! IIª parte
El día del Apocalipsis.

y la tanteó con insistencia. Después de un rato, consiguió quitar uno de los enganches. Los barrotes no
bajaron. Buscó al otro lado de la barrera un cierre similar. Aunque ofreció más resistencia que el primero,
también logró desengancharlo. Cuando lo hizo, el lado izquierdo de la cuna se deslizó hacia abajo
haciendo un gran estruendo. Algunos bebés se despertaron y prorrumpieron en llanto, pero María,
inmersa en las tareas de la cocina, no escuchó nada. Elvira tenía abierta la puerta a la libertad. Ahora le
tocaba bajar al suelo, que estaba muy por debajo de sus pies. Adoptó la posición de gatear y empezó a
recular para a fin de poder descolgarse por la reja. Se vio aferrada a la baranda y se deslizó poco a poco,
temiendo caerse. No conseguía apoyar los pies, y los últimos centímetros de su descenso los tuvo que
recorrer dejándose caer. Fue un instante de angustia antes de que sus pies tocasen el piso firme, aunque la
inercia hizo que su trasero también fuese a dar contra el suelo. Se quedó un momento así, sorprendida por
el desenlace de su caída, antes de emprender la marcha.
Gateó hacia un pasillo que conducía a la cocina, pero pronto se puso de pie y empezó a caminar.
Había aprendido a andar hacía poco tiempo, y aún se tambaleaba un poco. Sin embargo, en su interior
estaba convencida de que la posición bípeda debía de ser más ventajosa que ir a gatas. En primer lugar,
así era como caminaban los adultos; y en segundo, le dejaba libre las manos, lo que le permitía manipular
objetos.
Llegó a la cocina, una estancia que a ella le parecía enorme, como cualquier cosa ideada con la
perspectiva de los mayores. Se trataba en realidad de un cuarto de medianas dimensiones, preparada para
las necesidades del orfanato, que a diario tenía que preparar platos para treinta pequeños comensales.
María no estaba en esos momentos allí, ya que había ido a preparar las mesas antes de despertar a sus
bebés (una compañera suya haría lo propio con los niños mayores). Elvira no podía verla e ignoraba
dónde pudiese hallarse. En realidad, no le preocupaba demasiado. Sólo podía pensar en términos de sí o
no, y le costaba imaginar que la novicia pudiese estar en algún otro lado. Vagó a sus anchas por la cocina.
No llegaba a las encimeras, pero ideó un sistema de escalada empleando los cajones de un mueble. En el
de más arriba vio que había muchos objetos brillantes. Era el cajón de los cubiertos. Estaba lleno de
cucharas, cuchillos y tenedores que fascinaron a la pequeña. Uno de los cuchillos era particularmente
grande, y estaba apartado de los otros. Debería tener un uso específico, diferente al del resto. Acababa en
punta, y el mango era negro. Lo cogió de allí y descendió con cuidado nuevamente al suelo. Siguió
caminando absorta en su nueva adquisición.
Se detuvo delante de la puerta del lavaplatos. La superficie de acero estaba pulida y reflejaba con
fidelidad lo que se hallase ante ella. Elvira se contempló a sí misma. Supo en seguida que no era otra niña.
Se estaba viendo reflejada… era ella… Y ella no era otra persona…
Fue en ese momento del día seis de junio de dos mil cuando Elvira tomó conciencia de sí misma.
De ahí en adelante fue recordando cada vez más cosas. Cuando creció, siempre pensaba en ese día no
como el de su primer cumpleaños sino como el de su propio nacimiento, pues fue su despertar a la
consciencia.
Observó el cuchillo, su borde afilado. Intuyó su uso. Con cuidado, se rasgó la blusa. Le interesó
esa cualidad destructora del objeto, capaz de desgarrar la tela. Dedujo que lo mismo podría hacer con la
carne. Buscó un lugar que estimó poco útil. No las manos, que usaba para agarrar cosas, ni las piernas,
que usaba para caminar. Ya que se había rasgado la blusa, optó por la piel de la zona de su vientre. Puso
la hoja en contacto con su cuerpo y la deslizó suavemente. En seguida notó una sensación dolorosa y
detuvo la comprobación. Aquello no le había gustado. Sin embargo, no lloró. Era culpa suya, y en el
fondo intuía que podía pasarle algo así. Miró su tripa. Había un líquido rojo. Descubrió que ése líquido
estaba también en el filo. ¿Había salido de ella? No se atrevió a tocar la hoja por miedo a hacerse más
daño. Tanteó en la zona de la herida. Si no se tocaba con cuidado, dolía más intensamente. El líquido, en
efecto parecía salir de ella. No se preocupó más por aquello. Imaginaba que pronto se le pasaría. En
realidad, se había hecho un corte muy pequeño.
Elvira estaba satisfecha con la prueba. El objeto podía infligir daño, y en consecuencia dolor, en
un ser humano como ella. Sin embargo, se preguntaba hasta dónde llegaría el poder destructor de aquel
útil. No podía verificarlo sobre ella misma, no sólo por el dolor en sí, sino por el miedo intuitivo a hacerse
un daño definitivo. Necesitaba, por tanto, a otra persona exterior a ella para hacer la prueba.
Oyó en esos momentos a María. La voz provenía del cuarto de los bebés. La novicia había ido
allí para ir despertándolos y se había percatado de la ausencia de Elvira. Comenzó a llamarla y empezó a
buscar. Se dirigió a la cocina. Eso se adecuaba mucho a los planes de la pequeña. Se escondió tras la
puerta y esperó a que la joven llegase, desoyendo la voz que la llamaba y la instaba a reunirse con ella.
María entró en la cocina, temerosa de que la niña pudiese haber estado allí y haber causado un accidente.
En seguida, notó que los cajones de un mueble habían sido abiertos. Llamó con más urgencia a Elvira,
pero no obtuvo respuesta.

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Alfredo M. Pacheco

La niña observó callada a la joven novicia. Pensó en un sitio en concreto donde emplear el
cuchillo. Puesto que Elvira era mucho más pequeña que María, no podría dirigirse a sitios como las
manos o la cara. Las piernas parecían el objetivo más factible. Se fijó en el hábito de la joven. No llegaba
al suelo, y dejaba al descubierto las pantorrillas y los tobillos. Ése parecía un lugar idóneo. Asió el
cuchillo con ambas manos, apuntando a su lugar de destino. Se abalanzó lo más rápido que pudo hacia la
novicia y aplicó toda la fuerza que pudo, ayudándose de su propio peso, en clavar la hoja.
María sintió sin previo aviso un dolor agudo y lacerante encima del talón de su pie izquierdo. La
sensación se extendió como un rayo fulminante por toda la pierna hasta las lumbares. Le fue imposible
sostenerse y cayó al suelo. Se encontró con Elvira, a quien buscaba, que agarraba un cuchillo de
dimensiones considerables sin ser consciente de su peligro. La pequeña la miraba fascinada, y casi se
diría que sonreía. La novicia dejó escapar un quejido. Observó que Elvira la había herido en el tendón de
Aquiles, de ahí que le hubiese fallado la pierna. Llamó desesperada a una de sus compañeras para que
acudiese a socorrerla y después le rogó a la niña, intentando no parecer severa, que le diese el cuchillo.
— Elvira, dame eso. Te vas a hacer daño, dáselo a María.
La niña estaba encantada con el devenir de los acontecimientos. Como había imaginado, al herir
(aunque no pensaba en esos términos) una zona como el talón, la zona veía alterada su funcionalidad. Así,
la novicia no podía usar sus piernas para caminar como lo estaba haciendo antes. Se alegró de no haberse
cortado ella misma en las piernas o las manos. La sangre brotaba de la herida. Por la forma en que lo
hacía, Elvira confirmó que el rojo líquido salía en efecto del interior de las personas ¿sería importante ese
líquido?
Descubrió también que el cuchillo tenía dos modos de hacer dolor: cortando con el filo de la
hoja, o clavando la punta de la misma. Era un detalle a tener en cuenta.
María siguió insistiendo en que la niña le devolviese el cuchillo. Alargó los brazos para intentar
cojerlo, pero en cuanto Elvira tuvo cerca la mano de la novicia, descargó una nueva puñalada. En el acto,
María retiró la mano. Volvió a llamar a su compañera, pero nadie venía. Finalmente, comenzó a llorar
desesperada, pidiéndole a la pequeña que soltase el cuchillo.
Elvira no se conmovió por el llanto de la joven. Al contrario, la manifestación de dolor de la
chica provocó la risa jovial y despreocupada de Elvira. Ésta bordeó el cuerpo de María, con cuidado de
que ésta no le quitase el cuchillo. En tanto que María había caído al suelo, quedaban al alcance de Elvira
partes del cuerpo que no lo estaban antes, como el pecho y la cara. Ése sería el siguiente objetivo. En
cuanto se acercó, María persistió en su intento de quitarle el arma a la pequeña. Elvira descargó nuevos
golpes, esta vez con más suerte. Hirió en los brazos y las muñecas a la novicia.
María, deshecha en un mar de lágrimas, rezó por su alma y por la de la pequeña, que no era
consciente de lo que estaba haciendo. ¿Cómo podía obrar una criatura tan pequeña y encantadora obrar de
esa manera?
Elvira, riendo alegre, con el camino despejado, se aproximo al lugar donde estaba la cabeza de la
novicia, cuchillo en alto.

Fin de la segunda parte.

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