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ESPIRITUALIDAD Y CIENCIA Un acercamiento a Dios a través de la razón

Book · February 2010

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Antonio Lara-Barragán Gómez


Universidad Panamericana Sede Guadalajara
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ESPIRITUALIDAD Y CIENCIA
Un acercamiento a Dios a través de la razón

Antonio Lara Barragán Gómez OFS


Índice

Primera parte: Ciencia y Fe

1. Ciencia, filosofía y religión


1.1 La física, paradigma y metáfora de las ciencias
1.2 Física y teología, ciencia y religión
1.3 Cómo ayuda la ciencia a la religión
1.4 ¿Antagonismo ciencia-religión?
2. Relaciones entre ciencia y religión
2.1 Científicos y creyentes
2.2 El conflicto ciencia-religión
2.3 Algunas cuestiones en torno al ¿conflicto? Ciencia-religión
2.4 El físico Albert Einstein y la religión
2.5 El caso Galileo
2.6 Evolución y fe
2.7 Charles Darwin
2.8 El pensamiento de Juan Pablo II
La encíclica Fides et ratio
La carta al Reverendo George V. Coyne, S.J. director del Observatorio
Vaticano
3. Los Milagros
3.1 ¿Son ciertos los milagros?
3.2 Física cuántica y milagros
3.3 Milagros en la fe cristiana
3.4 La estrella de Belén
3.5 El Viernes de Dolores
3.6 La Sábana Santa
3.7 El mayor de los milagros: la Resurrección de Cristo

Segunda parte: Elementos de espiritualidad

4. ¿En qué consiste la Salvación?


4.1 Los problemas esenciales del hombre
4.2 Respuesta cristiana a los problemas del hombre
4.3 Consideraciones finales
5. El itinerario de la salvación
5.1 Bienaventurados los pobres de espíritu
5.2 Bienaventurados los que están tristes
5.3 Bienaventurados los mansos
5.4 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia
5.5 Bienaventurados los misericordiosos
5.6 Bienaventurados los de corazón limpio
5.7 Bienaventurados los que procuran la paz
5.8 Bienaventurados los que sufren persecución
6. Reflexión breve sobre el concepto de Reino de Dios

Bibliografía
1. Ciencia, filosofía y religión
1. Ciencia, Filosofía y Religión

El saber de la ciencia se centra en el cómo de la naturaleza y de las cosas. El de la


filosofía en su significado inmanente y racional que se traduce, frecuentemente, como
búsqueda de su esencia e intento de definirla racionalmente. El de la religión se
plantea el significado trascendente del mundo y del hombre a los que,
paradójicamente, los ve como relativos ya que no los considera como realidad última
sino que al segundo lo considera capaz de trascender el entorno material, tomar
conciencia de sí mismo y preguntarse por su origen y por el significado de su vida más
allá de él. No trata de plantear la racionalidad de las realidades como hace la filosofía,
sino que busca una respuesta a las preguntas de sentido que tratan de explicar la vida
como una totalidad, lo que hay más allá de la muerte, las realidades mundanas del
mal, de la injusticia y de la libertad. Asimismo, la religión sobrepasa a la filosofía y a la
ciencia por ser también un producto del deseo y por llevar las preguntas a un límite
para el que la razón no tiene respuestas, ni para las que hay comprobación
experimental posible.
Aunque para definir el término religión se han dado diversas formas, siendo la más
conocida el conjunto de normas, dogmas y prácticas relativas a una divinidad, para el
propósito de este ensayo se entenderá además, que la religión es un estilo o una
forma de vida. Tal concepto tiene su origen en escritos medievales como Espejo de
Perfección de autor desconocido y La Leyenda Mayor, éste último escrito por San
Buenaventura. En ellos, San Francisco de Asís utiliza siempre la palabra “religión”
como un sinónimo de “forma de vida” comunitaria. En consecuencia, la religión no es
una experiencia aislada, esto es, no es la obra de una persona obtenida en solitario,
sino que es un constructo social que se apoya en la cosmología, en la antropología y
en circunstancias sociales de la época en que surge, y está siempre relacionada con la
ciencia y la filosofía, a las que busca integrar en una visión global. La religión no
intenta describir la realidad –lo cual es la tarea esencial de la ciencia–, sino que la
evalúa e indica cómo tendría el hombre que relacionarse con sus distintas
componentes. De ahí que la concepción de religión como estilo de vida es congruente
con ella misma y por lo mismo, no se queda en lo que se puede justificar o
fundamentar racionalmente, porque sus consecuencias de vida siempre serán
resultado de una decisión libre y porque proporciona respuestas con un significado
trascendente, convincentes y creíbles, pero no necesariamente demostrables. De ahí
que se acuda a la fe, entendida como confiar (fiarse de Dios) en las promesas de un
Dios que salva (esperanza) y en el amor de Dios, elementos afectivos que van más allá
de la razón sin contradecirla.

1.1 La Física, paradigma y metáfora de las ciencias

La Física, como paradigma de ciencia, se entiende como una exploración intelectual


y espiritual a través de la cual la mente humana cobra conciencia de su naturaleza
racional, y es en ella que se cumplen cabalmente las exigencias más rigurosas de la
metodología científica.
La palabra física, utilizada desde el tiempo de Aristóteles, se introdujo en el
lenguaje actual a principios del siglo XX. El nuevo nombre de la ciencia llegó para
sustituir el de filosofía natural, que era como se le conocía. Entonces, por sus orígenes,
la física ha sido y es filosofía. Por consiguiente, de su nuevo nombre, su origen
histórico, y su metodología, una forma de expresar una definición esencial de física es:
ciencia que estudia todos los aspectos mensurables de la naturaleza. Esto es, todo lo
que pueda medirse es objeto de estudio de la física, por lo que hay Física en la
fisiología, porque ¿cómo explicar el funcionamiento del corazón y la transmisión del
impulso nervioso, por ejemplo, sin conocer al menos temas básicos de electricidad? Sin
ello, a su vez, no se hubieran podido desarrollar las tecnologías que llevaron a la
creación del marcapasos, de la electrocardiografía y de la tomografía. Y también hay
física en la paleontología, porque, ¿cómo fechar fósiles sin el debido conocimiento de
materiales radiactivos y sus aplicaciones? ¿Cómo armar un esqueleto sin conocer
conceptos como palancas y centro de masa? Así nos podríamos pasar enumerando
aplicaciones en campos del conocimiento tradicionalmente fuera de las llamadas
“ciencias exactas”.
Por otro lado, la Física se considera paradigmática por dos motivos: el primero es
porque su fin es conocer el universo desde lo fundamental, la materia y los resultados
de su evolución hasta la situación actual observable, por lo que todas las demás
ciencias, incluyendo las biológicas y las humanas, dependen de los resultados de sus
pesquisas. El segundo es porque la Física es la ciencia que ha producido mayor
conocimiento básico sobre el universo y con mayor precisión para el desarrollo de las
tecnologías. Además, su carácter paradigmático también lo muestra la historia de la
ciencia ya que puede constatarse que, desde el renacimiento, todas las demás ciencias
han tratado de acercarse al modelo que representa.
De esta manera, por su objeto de estudio y por su método normativo para
construir lo que llamamos conocimiento científico, la Física es el fundamento de un
conocimiento holístico –pero sensible– del universo, puesto que comprende los
aspectos básicos de la materia, de la vida biológica, y del hombre y su relación con el
universo. Sin embargo, a pesar de que tiene tal carácter paradigmático, posee
limitaciones. Su objeto de estudio es, desde un punto de vista genérico, el conjunto de
todas las interacciones entre objetos materiales; esto es, las formas de actuar que
pueden comprobarse mediante un experimento, el cual lleva a mediciones cuya
finalidad es predecir lo que ocurrirá en un futuro, o para inferir un estado previo del
sistema que se estudia. Esto es lo que se requiere para que la ciencia sea considerada
universal y objetiva; si los experimentos se repiten en cualquier momento y lugar han
de arrojar los mismos resultados, en virtud de que los resultados irreproducibles nunca
se aceptan como evidencia. En este punto es importante hacer notar que, además de
lo que puede observarse por medio del experimento, la ciencia incluye observaciones e
inferencias sobre cosas que han sucedido en el pasado o que están ocurriendo en el
universo más allá de la Tierra.
Es claro, entonces, que una teoría puramente matemática, no abandonará un
estatus de hipótesis mientras no haya manera de comprobarla experimentalmente o
de corroborarla por medio de su consistencia con proposiciones históricas. La
Matemática es un lenguaje humano muy útil para describir las relaciones cuantitativas
entre variables reales, pero es solamente un lenguaje, no una imposición sobre la
naturaleza ni una fórmula mágica para hacer que algo ocurra. Este mismo lenguaje
impone las limitaciones; por ejemplo, el pensamiento (no la actividad neuronal
existente mientras se piensa) no es susceptible de medición experimental, no existen
aparatos para medirlo. Lo mismo puede aplicarse para el valor de una idea literaria
mientras se escribe, las emociones generadas por las relaciones interpersonales o el
sentido del deber. Todas estas y otras realidades caen más allá del ámbito de la
ciencia, debido a que no pueden describirse o explicarse por medio de una ecuación.
Se ha afirmado antes que por su origen, la Física ha sido y es filosofía y, por
tradición, se le engloba dentro de una clasificación denominada Ciencias Exactas. Sin
embargo, tal calificativo puede ser discutible. Es probable que una de las razones por
las que se les considera exactas, sea el carácter causal atribuido a sus leyes clásicas.
Pero ha de reconocerse que esto no es siempre así. La Teoría Cuántica fue la primera
rama de la física que puso en claro que las leyes de la naturaleza no siempre tienen
ese carácter predictivo rígido, sino que más bien son probabilísticas. Esta característica
está completamente establecida y es conocida ampliamente como para disertar sobre
ella. Es un hecho aceptado por la comunidad científica internacional.
Lo que sorprendió en un momento del desarrollo histórico de la ciencia, fue el
descubrimiento de que una parte del reino de la Física Newtoniana –parte de la Física
Clásica– contiene sistemas cuya extrema susceptibilidad a los detalles finos de sus
circunstancias hace que su comportamiento futuro sea intrínsecamente impredecible. A
este descubrimiento se le dio el nombre poco afortunado de Teoría del Caos. Poco
afortunado porque si no se le conoce con un mínimo de precisión y profundidad, el
nombre mismo puede conducir a interpretar su campo de estudio de manera
equivocada. El hecho de que no sea posible predecir con toda exactitud un
comportamiento futuro, –la impredecibilidad–, es una propiedad epistemológica
relacionada con lo que puede conocerse sobre lo que está ocurriendo.
Por otro lado, la historia da cuenta de que el desarrollo paralelo y autónomo de las
ciencias solamente se dio hasta hace apenas un par de siglos. La visión actual describe
una conexión interdisciplinaria y, en la más moderna concepción iniciada hace
alrededor de unos tres lustros –en la segunda mitad de los 80‟s del siglo XX– la ciencia
en general, se describe como transdisciplinaria, de la cual vemos emerger nuevos
campos de conocimiento por la fusión de disciplinas tradicionalmente divergentes. La
genómica y la nanociencia, son dos ejemplos ilustrativos.
El conocimiento que hoy construye la ciencia desde la Física, es un conocimiento
inter- y transdisciplinario a partir del cual se encuentran argumentaciones filosóficas
que, con gran acierto, critican agudamente el quehacer científico. La llamada tecno-
ciencia es, probablemente, el caso más patente, para el que la crítica ha de tomar en
consideración que ésta no constituye un ideal transdisciplinario, sino que más bien
representa una patología de la ciencia y de la tecnología que lleva al mito de que la
ciencia y la tecnología dominan todo y dan respuesta a todo. La cristalización del mito
tecno-científico puede, en efecto, convertir al científico en tecnócrata y poner al
tecnócrata al servicio de un sistema social determinado, que no necesariamente vele
por los intereses de un pueblo. Es una situación deplorable. Sin embargo, abundan los
ejemplos que muestran que los grandes científicos de nuestro tiempo no son tecno-
científicos, sino pensadores que abordan interdisciplinaria y transdisciplinariamente,
hasta donde el método científico les permite, las grandes y trascendentales
interrogantes sobre el universo.
El conocimiento científico proporciona lo que se ha denominado imagen científica
1
del universo . Tal imagen es, sin duda, la más fiable, racionalmente hablando, aunque,

1
Montserrat, J. y Estrada J.A. (2006), Ciencia Física y Teología, Seminario de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y
Religión, Universidad Comillas, Madrid, www.upcomillas.es/webcorporativo/Centros/catedras/ctr
como se discutió con anterioridad, es claro para todos los actores del quehacer
científico, que la Física tiene sus limitaciones y que existen otros métodos para conocer
realidades fuera del campo de acción científica. Tal es el caso de la filosofía y la
teología.
De los orígenes de la Física deducimos una relación muy particular entre ésta y la
filosofía, ya que la primera, como se mencionó antes es filosofía, filosofía natural, lo
que restringe su objeto de estudio tal como se ha discutido. La cuestión sobre cómo se
relaciona la imagen científica con la teología y, en consecuencia, con la religión se
tratará en secciones posteriores considerando, siempre, que la religión a la que se
hace referencia es la Católica Apostólica Romana. Comenzaremos por describir,
someramente, lo que representa la teología y su relación con la ciencia, especialmente
la Física.

1.2 Física y Teología, Ciencia y Religión

La Teología es la explicación sistematizada y organizada sobre la idea de Dios y de


las creencias de una determinada religión. Este enunciado es en todo semejante a una
definición de Física en la que se sustituye la palabra Dios, por la palabra Universo,
aunque existe una diferencia entre ambas dada porque existe una sola Física –en el
sentido de que existe consenso mundial sobre el conocimiento generado en ella–,
mientras que podemos encontrar tantas teologías como religiones. La Teología parte
de la creencia de que Dios se ha revelado en la tradición de Israel y, en forma
definitiva, en el misterio de Cristo (Su muerte y resurrección). Esta creencia no se
fundamenta solamente en una línea o líneas de argumentación puramente racionales,
sino que depende de un testimonio interior sobrenatural, la Gracia, que acerca al
hombre a la fe en la revelación. Por consiguiente, la Teología es el intento de conocer y
comprender la forma organizada racionalmente (hasta donde es posible) el contenido
de la revelación.
Un problema con la teología cristiana es que, sin una preparación mínima adecuada
es difícil de entender y, por tanto, con frecuencia tiende a distorsionarse –o
malinterpretarse– la comprensión del cristianismo. Este problema es análogo a lo que
sucede en física con los denominados errores conceptuales, a los que se llega por una
falta tanto de preparación adecuada, como de reflexión profunda sobre las verdades de
la ciencia. En Teología, el problema fundamental reside en la poca o nula creencia,
primero, en la inspiración de las Escrituras y, segundo, en la igual poca o nula creencia
en la asistencia a la Iglesia en su interpretación a lo largo de los siglos, puesto que sin
esta asistencia la revelación pudiera haberse disgregado. La Iglesia de los primeros
siglos fue tomando conciencia poco a poco de estar asistida. Fue precisamente desde
esa autoridad que se estableció el Canon de los libros revelados del antiguo y del
nuevo testamento, seleccionándolos de entre los escritos encontrados.
Lo expresado en la sección anterior sobre las limitaciones de la ciencia conduce a
pensar en el concepto de finalidad, esto es, de que las cosas tienen un propósito. El
universo, de acuerdo con la teoría científica más aceptada, tiene su origen en la
llamada Gran Explosión, lo cual induce a aceptar una causalidad hacia el pasado, o la
creación de la materia por un agente no-material, no restringido al tiempo ni al
espacio. La cuestión es que una creación en sentido teológico estricto implica
necesariamente un poder infinito –solamente un poder infinito podría producir materia
a partir de la nada– y una elección de parámetros rectores de su evolución en el
tiempo y el espacio. Tal elección implica finalidad. No es comprensible pensar que la
existencia de estrellas agotando sus combustibles durante miles de millones de años y
arrastrando entidades geológicas y biológicas sin conciencia de sí mismas sea la
finalidad última de la creación del universo por un Ser personal e inmaterial. La ciencia
encuentra su límite con la exigencia de que al menos en un lugar del universo existe
vida inteligente; la Teología trasciende esta limitación afirmando que la única finalidad
lógica de un creador personal debe ser la existencia de otros seres personales,
inteligentes y libres, que pueden reconocer su deuda de gratitud con el Creador y
participar de la felicidad de la fuente infinita del Ser que quiere comunicar su propia
vida.
La relación entre ciencia y Teología se capta en que tanto una como la otra nos
hablan de la misma realidad: la realidad de la materia, de la vida, del hombre y del
universo, aunque en la Teología esta descripción de la realidad sea siempre en relación
a Dios. Además, como las ciencias también son humanas, ciencia y Teología hablan de
la misma persona humana, de la ética, de la sociedad, de la convivencia, etc. Por
consiguiente, si por un lado la revelación se refiere al mundo físico real, y por otro la
ciencia es una forma de conocimiento rigurosa que describe cómo es la realidad física,
entonces la relación ciencia-teología se fundamenta en que mientras la ciencia
proporcione un acercamiento a una descripción más coherente de la realidad física,
ésta debe suponer una ayuda para comprender la revelación, la cual se produce en el
contexto de la realidad total creada por Dios. Así, la tarea de la ciencia es documentar
el carácter objetivo del mundo natural y desarrollar teorías que expliquen tales hechos,
mientras que el de la Teología es intervenir en el reino de las finalidades, los
significados y los valores humanos, temas que el dominio objetivo de la ciencia podría
iluminar, pero nunca resolver. De esta manera, la relación ciencia-teología está
compuesta por una serie de cuestiones que abarcan diferentes asuntos científicos.
Comencemos por analizar la primera y quizás más simple cuestión.
Es un hecho constatable que una de las tareas últimas de los físicos es encontrar la
teoría de unificación; esto es, una teoría capaz de englobar, en uno solo, todo el
conocimiento adquirido a lo largo de siglos de investigación. Las teorías de unificación
se han desarrollado en diversos momentos; por ejemplo, la conocida Teoría Clásica del
Campo es un desarrollo que comprende la mecánica y la electrodinámica clásicas en
una sola teoría. A lo que nos lleva esto es a comprender que la Física representa un
corpus de conocimientos interrelacionados, sin fragmentaciones ni departamentos
aislados unos de otros. Esta imagen de la ciencia, que a su vez nos presenta la
descripción de un mundo físico abierto e interrelacionado es de gran importancia, ya
que es perfectamente compatible con la idea de una creación unificada y unitaria
porque el Creador es uno, y cuyo desarrollo está abierto a una interacción providencial
divina.
Esta cuestión presenta un camino que va de la ciencia a la Teología: la ciencia
presenta una visión del mundo que se encuentra sintonizada con la conceptuación
teológica. El camino inverso, de la Teología a la ciencia se puede recorrer con otra
cuestión relacionada con la primera, esto es, el asunto de cómo es posible que el
mundo físico sea tan racionalmente transparente que puede entenderse no solamente
en aspectos de la vida cotidiana, sino también en niveles tan profundos y complejos
como el dominio cuántico de los entes subatómicos, o el vasto dominio del espacio
cosmológico curvo. Las imágenes que podrían obtenerse de estos dominios están
demasiado lejos de lo imaginable respecto a la vida diaria; en otras palabras, su
naturaleza es completamente diferente de lo que para nosotros es familiar. Además de
esta transparencia racional, el universo es racionalmente bello y las matemáticas
proporcionan la clave para desvelar sus secretos, puesto que con su uso en las ciencias
físicas se encuentra belleza en la simetría y simplicidad de sus ecuaciones. La historia
de la Física muestra que la búsqueda de ecuaciones racionalmente bellas ha sido y
sigue siendo una poderosa técnica de descubrimiento. Einstein descubrió a relatividad
general y Dirac descubrió la antimateria precisamente por medio de una búsqueda
tenaz y fructífera de belleza matemática. Estas experiencias surgen de la ciencia
misma, pero la capacidad de explicar qué es lo que realmente ocurre está más allá de
sus límites. Los científicos, como científicos, se recrean y regocijan con la inteligibilidad
profunda del universo y continúan con la tarea de sus investigaciones. Como personas,
2
con frecuencia hacen un alto y se preguntan del por qué son tan afortunados .
La respuesta al cuestionamiento sobre la transparencia y la belleza racionales la
proporciona la Teología. El universo fue creado con signos de una mente y justamente
porque refleja la Mente del Creador, nos regocijamos al discernirlo porque somos
criaturas hechas a imagen y semejanza del Creador. Para la gran mayoría de los
3
científicos, es un hecho que su ciencia es una parte de la imagen de Dios .

1.3 Cómo ayuda la ciencia a la religión

La ciencia moderna ha proporcionado una historia del universo que aparenta ser
marcadamente diferente de la que presenta la religión. Tal historia ofrece varios
aspectos lo suficientemente importantes como para ser tomados en cuenta. El primero
de ellos es que el universo, tal como se conoce hoy, surgió y evoluciona como una
combinación de elementos inorgánicos que fue creciendo en complejidad y,
posteriormente, otra combinación más de organismos de complejidad igualmente
creciente, todos relacionados entre sí e interaccionando unos con otros. Tanto el azar
como leyes deterministas han tenido papeles importantes en un proceso en el que el
azar mismo funciona de acuerdo con leyes deterministas. Tales principios se aplican
para explicar cómo surgieron y cómo evolucionan las galaxias, estrellas y planetas, las
hidrosferas y las atmósferas que rodean algunos planetas y, al menos en el nuestro, la
creación de especies vivientes, pensantes y socializantes.
Quizá, los hallazgos científicos más notables son que (a) esto se ha dado como un
proceso de creación evolutivo y no como una serie de eventos creativos individuales;
(b) la aparición de seres humanos ha sido parte de este proceso evolutivo; y (c) cada
ser humano individual se desarrolla a partir de una célula siguiendo un proceso que se
asemeja aproximadamente al que siguió la especie humana en su evolución a partir de
4
una sola célula . Todo lo anterior tiene consecuencias para la Teología y para la
religión. Para la primera, si ésta se define de manera simple como “el estudio de Dios”,
donde Dios puede ser el originador y sostén último del universo de la materia-energía
en el espacio-tiempo, entonces Dios puede entenderse como una tríada de principios:
(1) el principio de las leyes de la naturaleza (que gobiernan el surgimiento del universo

2
Pérez Tamayo, R. (1989). Cómo Acercarse a la Ciencia, México: Editorial LIMUSA.
3
DeWitt, B. (2005), “God’s Rays”, Physics Today, 1, 32-35.
4
Case-Winters, A. (2004). “Rethinking the Image of God” Zygon: Journal of Religion and Science, 39, 813-
826, December
de materia-energía en el espacio-tiempo) y, por consiguiente, las leyes de la
naturaleza o la creación mismas; (2) el principio de la materia-energía emergente en
el espacio-tiempo, y por tanto el ser-hacer o existencia misma, y (3) el principio de la
vida-mente emergente y por lo tanto la vida-mente o personalidad misma.
En cuanto a la religión, si se define en sentido etimológico por las raíces latinas Re
y ligare que significan directamente reconexión o conexión profunda; entonces, ¿con
qué o con quién se da la reconexión? Las corrientes científicas en cosmología actuales
sugieren que el universo observable surgió como un solo complejo de elementos y
entidades interrelacionados que interaccionan entre sí. Por consiguiente, parece
razonable suponer que si este complejo puede considerarse como que tuvo su origen
en un solo agente creador que llamamos Dios, el acto creador es, también, uno solo.
Lógicamente, esto lleva a suponer que el hombre, como elemento constitutivo de este
universo creado, está llamado a reconectarse con toda la creación y con su Creador.
Las reconexiones emocional e intelectual con el universo son quizá, más fácilmente
alcanzables en etapas o pasos. Por consiguiente, en nuestro culto religioso podemos
buscar, primero, la reconexión con nosotros mismos, luego con nuestras familias y
personas inmediatas (prójimos), nuestros grupos sociales y ecológicos, nuestro
sistema ecológico o ecoesfera global, nuestro universo, y finalmente nuestro Dios. Esta
forma de acercarse a la reconexión total tiene sus orígenes en el pensamiento de uno
de los grandes santos y doctores de la Iglesia de la edad media: san Buenaventura. El
ideólogo franciscano propone seis pasos o etapas para llegar a la plenitud de la
5
reconexión con Dios que conforman el Itinerario del Alma hacia Dios . Como el santo lo
propone, primero hay que admirarse de la creación en las cosas inanimadas, luego en
las animadas para entrar en nosotros mismos, encontrar a Dios en nosotros, en
nuestros prójimos y finalizar con la disciplina de la contemplación.
Si el amor es la fuerza de reconexión más fuerte que podemos experimentar, la
aseveración anterior puede relacionarse fácilmente con los mandamientos de amar a
Dios por sobre todas las cosas y amar a tu prójimo como a ti mismo, mandamientos
que forman la esencia de “la ley y los profetas” en la tradición Judeo-Cristiana. Esto
está íntimamente relacionado con la ética, pues si ésta se define por su etimología, la
voz griega ethos, entonces significa “reglas de comportamiento de acuerdo con un
sistema de valores”. De ello se desprende que el amor por cualquier persona o cosa
implica naturalmente interés por el bienestar de esa persona o cosa. Por consiguiente,
hemos de considerar que estamos obligados éticamente a aumentar y no entorpecer

5
San Buenaventura; Experiencia y Teología del Misterio, Biblioteca de Autores Cristianos.
nuestro bienestar, el de nuestras familias y prójimos, y así hasta llegar al ecosistema
global, mientras se espere que nuestro comportamiento afecte el bienestar de todos
los elementos del universo.
A su vez, lo anterior redunda en consecuencias para la sociedad, puesto que
pueden lograrse beneficios para todos los sectores sociales, en todos los niveles, desde
locales a globales, si se mueven las creencias de tradicionales a las delineadas
anteriormente; esto es, de deidades locales y familiares personaloides a un Dios
universal; de la sola reconexión con el propio núcleo familiar y con el grupo local, a la
reconexión con todos los niveles de grupos familiares hasta el ecosistema global; y de
la preocupación por el bienestar del solo grupo familiar propio y del grupo familiar
local, a la preocupación por el bienestar de todos los niveles de núcleos familiares,
hasta el ecosistema global. Tales cambios pueden llevar a una reducción de los
conflictos y una expansión de los esfuerzos de cooperación para disminuir la cantidad
total de sufrimiento en el mundo, incluyendo la angustia física y mental.
Po otra parte, la manera en que la fe religiosa delineada anteriormente puede
satisfacer necesidades personales no es inmediatamente obvia. Por ejemplo, ¿cómo
podría tal fe satisfacer necesidades de seguridad y justicia últimas para personas
rodeadas por sufrimiento “no merecido” y otras injusticias percibidas? ¿Cómo podría
tal fe proporcionar respuestas en ética médica, especialmente a aquellas que tienen
que ver con el inicio y el fin de la vida? ¿Cómo proporcionaría respuestas a la ética
ecológica? Estas preguntas necesitan un desarrollo ulterior de la fe delineada y, en
consecuencia, un análisis más profundo y detallado de las cuestiones mencionadas.
Aunque lo que sí puede decirse que el sentido último para una vida circunscrita a una
cantidad limitada de materia-energía en una reducida cantidad de espacio-tiempo,
puede encontrarse solamente en sentir la trascendencia y la belleza, y en el placer de
llegar a las diferentes etapas de reconexión y asimilación con el universo creado y con
su Fuente Creadora.

1.4 ¿Antagonismo Ciencia-Religión?

Toda la serie de errores de concepto acerca de la ciencia y de la teología, así como


la falta de información histórica sobre ambas, han conducido a la generación de
antagonismos entre la ciencia y la religión que involucran cuestiones a la vez sutiles y
complejas derivadas de diversas disciplinas. Existen tres probables orígenes del debate
ciencia-religión. El primero es la llamada incultura o ignorancia científica llevada y
traída, sobre todo, por grupos de científicos reconocidos (Cobern, 2000; Haber-
Schaim, 1998; Hobson, 2006). El segundo, consecuencia del primero, es la lista de lo
que tales científicos considera como cosas deplorables en las creencias populares que
contribuyen notablemente a acrecentar la incultura, como los extraterrestres, la
astrología, la medicina alternativa, la psicocinesis y todas las clases de supersticiones
que puedan encontrarse. A esta clase de conocimientos se les denomina
genéricamente, pseudociencia.
El tercero es difícil de observar porque está conformado por lo que no se dice. Por
ejemplo, es difícil encontrar a alguien que cuestione la diferencia entre algunos
aspectos pseudocientíficos y conceptos religiosos importantes, como los ángeles, de
quienes se han construido teorías que mezclan terminología científica y teológica con
fines desconocidos. Este silencio es el que debe confrontarse si se quieren entender las
asociaciones –algunas de ellas completamente bizarras– que se forman alrededor del
conflicto ciencia-religión y, en ocasiones, lo nutren y acrecientan.
Para analizar y comprender mejor el conflicto, conviene dividir las estructuras de
conocimientos y creencias en cuatro grupos: ciencia de élite, ciencia popular, religión
de élite y religión popular y examinar las relaciones entre estos grupos.
La Ciencia de Élite engloba las estructuras de conocimiento científico consensadas
que se generan en los departamentos de ciencias de las universidades y en institutos
de investigación, y que se publican en revistas científicas reconocidas. Por otro lado, la
Ciencia Popular representa las creencias que posee un amplio sector de la sociedad y
que, entre otras cosas, incluye a la pseudociencia. En general, se puede constatar con
un rápido sondeo, que la gente con este tipo de creencias no piensa que los fenómenos
que ocurren en el mundo y en el universo requieren de la verificación o explicación
científica; no tienen problemas que les impidan aceptar la existencia de entidades o
procesos capaces de violar las leyes de la naturaleza.
La Religión de Élite representa los conocimientos de los teólogos. Un aspecto
esencial establece la existencia de un Creador que, a pesar de Su existencia, no
interviene directamente (o lo hace de manera excepcional) para cambiar el curso de
los eventos cotidianos. Los cambios los provoca indirectamente por medio del cambio
en las mentes de las personas para hacer que actúen de maneras diferentes o
mejores. Por su parte, la Religión Popular incorpora la creencia en un dios personal, un
creador que puede –y de hecho lo hace– intervenir directamente en el curso de los
eventos cotidianos si se le pide por medio de oraciones –como las que aparecen
inclusive en las secciones de avisos en los diarios– y otras formas de súplica. Es
posible que el llamado Guadalupanismo en nuestro país, caiga dentro de esta
categoría.
La cuestión es, ¿cuál de ellas se opone a otra? La Ciencia Popular y la Religión
Popular no presentan, en general, problemas entre sí; inclusive a veces parece que se
complementan como en el caso de muchas prácticas mágicas y sincréticas
ampliamente difundidas. Ambos grupos no tienen dificultades para aceptar que ocurren
fenómenos que desafían la explicación científica, lo cual tampoco significa que tengan
acuerdos generalizados. Por ejemplo, algunos grupos cristianos condenan la brujería –
que se encuentra dentro de la categoría de ciencia popular– mientras que algunos
católicos fervientes frecuentan brujos y adivinadores. La condena de los primeros se
fundamenta en cuestiones morales obtenidas de las Escrituras, pero que nada tienen
que ver con que tales actos puedan violar las leyes de la naturaleza.
Por otro lado, las religiones de Élite y Popular no se confrontan una a otra dado que
ambas pueden aceptar –y de hecho lo hacen– ambas formas de ver las cosas. La vasta
masa de creyentes tiende a adoptar la visión de un dios intervencionista, mientras que
la élite tiende a creer que Dios trabaja de formas indirectas y sutiles que no le son
fácilmente atribuibles.
Por su parte, la Ciencia de Élite y la Ciencia Popular han vivido una historia de
conflicto desde que la ciencia llegó a ser un campo de estudio cimentado, con sus
propios protocolos para juzgar la evidencia y fundamentar verdades. Hasta nuestros
días, los constantes llamados para aumentar la cultura científica son un indicador de la
preocupación de algunos organismos –sobre todo internacionales, como la OCDE y la
UNESCO– al respecto de que, a pesar de años de enseñanza obligatoria de las ciencias
en sistemas de educación como el de nuestro país, un inmenso sector de la población
todavía cree en cosas que la comunidad científica considera como totalmente
irracionales.
Estas tres relaciones se han mantenido estables a lo largo de décadas. Pero falta
una cuarta relación, la relación entre la Religión de Élite y la Ciencia de Élite, la cual ha
permeado hacia todos los sectores de la sociedad ideas que han dado lugar a la
creación de conflictos entre ellas. Es muy probable, que el antagonismo que lidera la
discusiones tiene que ver con la creencia de que la indagación científica, al
desarrollarse y crecer, destronó a la religión como autoridad en la generación y control
del conocimiento sobre el mundo. Esta visión consigna que desde los días de Copérnico
y Galileo, hasta la publicación de Darwin Sobre el Origen de las Especies, la Religión de
Élite combatió con la comunidad científica por el dominio del conocimiento del mundo.
Sin embargo, la relación entre la Ciencia de Élite y la Religión de Élite es totalmente
diferente de lo que podría pensarse; es algo así como una coexistencia pacífica de
complementariedad. En el contexto ciencia-religión, la posible base filosófica para esta
coexistencia podría denominarse modelo de dos mundos: el reino físico, que
comprende todos los fenómenos accesibles por medio de los sentidos, que pertenece al
mundo de la ciencia, y el reino espiritual, que trata con asuntos morales y éticos, y
sobre el alma y la vida después de la vida, que pertenecen al mundo de la religión.
Esta formulación se fundamenta en una declaración de la prestigiosa Academia
Nacional de Ciencias (NAS) que a la letra establece que “la religión y al ciencia son dos
esferas separadas y mutuamente excluyentes del pensamiento humano cuya
presentación en el mismo contexto conduce a malinterpretar tanto la teoría científica,
como la creencia religiosa” (Committee on Science and Creationism, 1984: 6).
La concepción que la NAS presenta puede entenderse por las diferencias que
existen entre ciencia y religión desde un punto de vista cognoscitivo si se observa de la
siguiente manera. Cada disciplina que conforma las humanidades, las ciencias sociales,
las matemáticas y las ciencias naturales reflejan la manera en que se organiza el
conocimiento propio de cada una de ellas. Desde una óptica educativa, mientras es
cierto que cualquiera disciplina puede enseñarse de manera árida y aburrida –de hecho
así es con frecuencia, especialmente con las ciencias naturales– también es cierto que
ninguna de ellas es intrínsecamente árida o aburrida. Cuando el educador y el
educando van más allá de la palabrería con la que se comunica el contenido de la
disciplina y llegan a reconocer el vasto panorama que abarca, comienzan a comprender
la clase de preguntas que se hacen los científicos sobre un asunto particular, y a
percibir porqué ciertas preguntas son importantes. Entonces y sólo entonces, podrán
quedar cautivados por casi cualquier disciplina.
Cada disciplina difiere por la clase de conocimiento que busca y por los métodos
que utiliza en tal búsqueda; por ejemplo, la genética y la crítica literaria son diferentes
tipos de conocimiento; el primero se busca en un laboratorio, mientras que el segundo
en una biblioteca. El conocimiento que conforma una disciplina particular está
matizado por los métodos específicos utilizados para alcanzarlo; en consecuencia, el
conocimiento no puede, de ninguna manera, separarse de los métodos que lo llevaron
a la luz.
En ciencias naturales, el conocimiento es de dos clases: hechos empíricos y teorías
formales. Los hechos pueden ser simples, “el sol sale por el Este”, o complejos, “el
núcleo de uranio decae por emisión de partículas alfa y tiene una vida media de 4.5
miles de millones de años”. El primero puede verificarse por observación directa,
mientras que el segundo requiere de instrumentos sofisticados de alta tecnología. De
igual manera, las teorías físicas pueden ser simples o complejas. “Que el sol aparezca
por el Este se debe a la rotación axial de la Tierra de oeste a este”; “la partícula alfa no
tiene suficiente energía como para escapar del confinamiento nuclear del uranio, pero
existe una probabilidad calculable de que eventualmente escapará, lo que conduce a
una vida media calculable (que concuerda con el experimento)”. Ya sea que los hechos
empíricos sean simples o complejos, siempre llevarán al desarrollo de una teoría
formal; esto es, una teoría debe proporcionar una explicación consistente de hechos
empíricos.
El conocimiento y los métodos de la ciencia son muy diferentes de los de la
teología, dado que el conocimiento científico es empírico, mientras que el conocimiento
teológico es teórico. El conocimiento de que Dios es omnisciente no es un hecho
empírico ni el resultado de un experimento de laboratorio. El conocimiento religioso se
origina en el interior de un individuo –como ideas innatas, intuición, o aún mejor, como
un don– o es un producto de la pura razón; por ejemplo, si se asume que Dios creó el
universo, entonces se puede razonar de manera lógica para inferir que Dios es
omnisciente. La ciencia investiga lo desconocido y la religión busca sus raíces. La
ciencia es una actividad representada en la frontera del conocimiento con científicos
que trabajan codo con codo en el borde de lo desconocido. En contraste, la metáfora
de la religión es el individuo que en solitario busca de manera privada la iluminación
divina a través de una profundización cada vez mayor dentro de las verdades Bíblicas.
Si se continúa con la argumentación que justifica a la NAS, se tiene que la
“educación” científica que recibe la inmensa mayoría de estudiantes y profesores se
circunscribe, en nuestro medio, a la recibida en el nivel medio superior. La falla en este
sistema es que no se enseña lo que hace a la ciencia diferente de la literatura,
diferente de las matemáticas o diferente de la religión. Como se enseña en la mayoría
de los cursos, un hecho sigue de otro hecho, y un concepto sigue de otro, sin hacer
referencia a las preguntas específicas que los científicos se plantean para interrogar a
la naturaleza ni a las respuestas que ésta proporciona (Lara Barragán, 2004). Como
consecuencia, los estudiantes egresan de su ciclo educativo con muy pocos
fundamentos para comprender lo que hace ciencia a la ciencia. Muchos –en nuestro
medio un alto porcentaje– llegan a completar sus estudios superiores en las áreas de
las humanidades y, en su ignorancia culpable no tienen empacho en mezclar los
campos de la ciencia y de la religión, a veces tratando de poner conocimientos de fe a
prueba siguiendo el rigor de la metodología científica que llegaron a conocer, o
viceversa, con lo que se robustece el conflicto ciencia-religión.
Actualmente, se han comenzado a revisar y reformular planes de estudio
completos, tanto en el nivel medio superior como en el superior. Una de las finalidades
de tales procesos es homologar conocimientos entre los miembros de la sociedad
global y no solamente de una región, un país o una localidad. En este tipo de
conocimientos no hay cabida para interpretaciones locales, para supersticiones o para
conceptos pseudocientíficos. Todo será cuestión de tiempo.
Por otra parte, para comenzar a dilucidar la vaciedad de las argumentaciones en
cuanto a los “conflictos” ciencia-religión, hay que recordar lo que se afirma en la
Constitución Gaudium et Spes 36: “La investigación metódica en todos los campos, si
está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas
morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las
de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aun, quien con perseverancia y
humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aún sin
saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a ellas el
ser”. En el siguiente capítulo haremos un breve recorrido por las relaciones entre
ciencia y religión con lo que se tendrá una visión más amplia de la afirmación anterior.
2. Relaciones entre ciencia y religión
2. Relaciones entre ciencia y religión

Las relaciones entre ciencia y religión han sido tratadas de manera injusta e
irresponsable. En estos tiempos, prácticamente toda persona se ve bombardeada por
mensajes fáciles en los que la visión científica y la concepción religiosa del mundo se
presentan como irreconciliables en la práctica. Según la creencia popular que se
maneja corrientemente tanto en los medios como las charlas de café, se dice que a lo
largo de la historia la religión ha ido cediendo terreno a la ciencia a medida que ésta
nos desvela los misterios de la naturaleza. Este proceso no ha sido suave, sino
acompañado de una constante fricción entre científicos y creyentes. Además de estas
afirmaciones, la imaginería popular contiene algunas otras que rayan en la ingenuidad,
como aquella que dice que el 90% o más de los científicos son ateos y, como
escuchamos en una ocasión a cierto comentarista de TV, “se van a condenar”. Lo más
probable es que la extendida aceptación de esta mitología parece sustentarse en un
reducido número de casos concretos que se presentan acríticamente.
Semejante visión simplista de la interacción entre ciencia y fe solo puede
defenderse desde un conocimiento superficial de la historia –o de un total
desconocimiento– ya que la lista de eminentes científicos relacionados profundamente
con la religión es inmensa. Galileo y Newton, considerados como los fundadores de la
ciencia moderna. Maxwell, pastor protestante, a quien se le considera, junto con
Newton y Einstein, como uno de los tres físicos más grandes de la historia. El
mismísimo Einstein, de quien sabemos que su eterna polémica con Bohr se debió a sus
firmes convicciones religiosas, y quien afirmó que “Dios no juega a los dados con el
universo”. Volta, catequista de la parroquia de Como, a quien le debemos la invención
de la pila eléctrica con la que se abrió el camino para el estudio sistemático de la
electricidad. Ampère, educado en el laicismo y converso en su madurez, quien sentó
las bases de la teoría electromagnética. Este grupo de físicos también incluye a Max
Planck, padre de la Física Cuántica, cuya postura filosófica, abierta a la idea de lo
trascendente y que contribuyó decididamente al desarrollo posterior de la ciencia, está
todavía pendiente de ser evaluada en su justa medida. En el ámbito de la astronomía
tenemos a sus dos principales fundadores, Copérnico y Kepler, así como al sacerdote
belga Lemaître, quien demostró que el Big Bang se puede deducir de las ecuaciones de
Einstein. Finalmente, dentro de la rama de las matemáticas, vemos incluido al trío
estelar de Euler, Gauss y Riemann, valorados por muchos como los tres matemáticos
más grandes de todos los tiempos, y a Poincaré, padre de la ciencia moderna del caos
cuya convicción lo convirtió en miembro de la Tercera Orden Franciscana (hoy Orden
Franciscana Seglar).
Hasta nuestros días, la sociedad europea ha sido mayoritariamente cristiana y por
lo tanto, no es sorprendente que los primeros científicos más importantes, hijos de su
tiempo, también lo fueran. Así, cabe reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿Por
qué la ciencia –en cuanto tal– despegó en la Europa cristiana de los siglos XVI y XVII
y no en otras culturas que también alcanzaron un notable progreso tecnológico? ¿Es
una mera coincidencia o cabe atribuir a la cultura cristiana un papel sinérgico y
catalizador de la revolución científica?
En el siglo XVIII en Europa se tuvieron los primeros informes documentados sobre
las civilizaciones asiáticas, especialmente la China, por parte de los misioneros
jesuitas. En esa época llamó poderosamente la atención el hecho de que, a pesar de
los grandes adelantos arquitectónicos, financieros y filosóficos, no se tuviera en ciencia
(Física, Astronomía, Matemáticas) nada ni remotamente comparable con lo que se
tenía en Europa. Pero además llaman también la atención otros hechos: tampoco en
las otras grandes civilizaciones conocidas, babilónica, egipcia, hindú, la griega misma,
así como en la maya o en la inca, se dio un desarrollo científico propiamente dicho. Por
supuesto que en la civilización griega se tuvo un espectacular desarrollo de la
geometría y algunos avances en astronomía, pero el periodo creativo de los griegos
fue relativamente corto y pronto se llegó a un estancamiento seguido de un claro
declive.
¿Por qué un desarrollo científico genuino, en el que una vez superado un periodo
más o menos largo de tanteo, se llega hasta la etapa final de crecimiento
autosostenido, sólo se ha dado en nuestra civilización occidental cristiana, y sólo
precisamente en ella? Nos estamos refiriendo a la nota característica de la ciencia
moderna, esto es, su capacidad para describir cuantitativamente un amplísimo
panorama de fenómenos naturales, desde los procesos a nivel atómico hasta la
evolución temporal del universo entero. Desde este punto de vista, en ninguna de las
civilizaciones orientales se produjo nada parecido a lo que lograron Newton, Fresnel,
Maxwell, Planck o Einstein.
La hipótesis que se maneja es la siguiente. En esas grandes civilizaciones el
universo se concebía como algo caótico e incomprensible en el fondo, o bien algo
sujeto a férreas leyes de eterno retorno como por ejemplo, la reencarnación. Por su
parte, en la Europa Medieval Cristiana, se concebía un mundo creado por Dios de la
nada, básicamente bueno y que la inteligencia del hombre, también creada por Dios,
era capaz de alcanzar la verdad y apreciar la belleza existente en ese mundo. En
consecuencia, la principal razón del fracaso de las tentativas científicas en las grandes
civilizaciones no cristianas se encontraría en sus actitudes concretas ante el mundo
material. Esto es, si la realidad material del universo es todo lo que hay, y su devenir
es caótico o férreamente determinista, éste seguirá fatalmente su curso y no merecerá
la pena investigarlo de manera perseverante y a fondo, como es absolutamente
necesario hacer para lograr su comprensión racional. Si, en cambio, solo el mundo de
las ideas es real, y el mundo material es falso o perverso, tampoco valdrá la pena
investigarlo. Así, en el mundo occidental cristiano, la aventura de la ciencia moderna
ha requerido el esfuerzo de muchos hombres y mujeres a lo largo de muchas
generaciones. Y el avance científico y tecnológico que ha transformado nuestra
sociedad ha sido posible por su fe en el valor objetivo de un universo bien hecho, su
confianza en su capacidad intelectual para investigarlo y su fe en un único Dios,
creador de ambos.
No es necesario ser un hombre o una mujer de ciencia para ser un hombre o una
mujer de fe. Pero el fenómeno asombroso de la ciencia moderna que no hace otra cosa
que describir cuantitativa y sistemáticamente el hecho de la colosal obra creadora de
Dios, puede ayudar sin duda a conocer Su existencia. Cada hecho en el universo es
suficiente para reconocerlo, como cada uno de los físicos, matemáticos y cosmólogos
que con su esfuerzo perseverante ha contribuido al progreso y desarrollo de la ciencia,
lo es también. Podemos estar seguros que Dios los ha recompensado con creces por su
trabajo bien hecho.

2.1 Científicos y creyentes

El término hombre de ciencia o científico se aplica toda persona que hace ciencia.
En este sentido cabe aplicarlo a quien hace física, matemáticas, cosmología, química,
medicina, etc.; sin embargo es necesario aclarar para la última disciplina mencionada
que practicar no es lo mismo que hacer. También es importante aclarar que la
divulgación de la ciencia o su enseñanza en alto nivel no suponen, estrictamente
hablando, hacer ciencia, a no ser que cualquiera de los dos procesos vaya acompañado
de contribuciones científicas experimentales o teóricas significativas. En este sentido,
la obra de Isaac Asimov tanto como la de Carl Sagan, es la de un notabilísimo
divulgador de la ciencia más que la de un científico creador, lo cual no implica que la
influencia de uno u otro en la sociedad haya sido mayor que la de muchos grandes
científicos contemporáneos.
El término hombre de fe o creyente, por otra parte, se aplica a toda persona que
está firmemente convencida de que existe un Dios Creador del universo visible e
invisible; que en cada hombre y en cada mujer existe un alma espiritual irreducible a
puro instinto animal; y que el alma espiritual, creada por Dios a su imagen y
semejanza, es inmortal y, por tanto, destinada a una vida futura.
La creencia en un Dios creador y la práctica religiosa en general disminuyeron
notablemente a lo largo del siglo XX por –de acuerdo con opinión muy generalizada– el
desarrollo de la ciencia moderna. Popularmente se dice que los descubrimientos
científicos han socavado los fundamentos mismos de la religión y que deberíamos, ya
sea por renunciar a la visión religiosa tradicional del cosmos, la vida y el hombre, o
bien apostar por una visión religiosa más en armonía con los resultados de la
interpretación moderna del cosmos, aunque esta nueva visión religiosa deje de lado la
aceptación de un Dios Creador y la de un hombre portador de valores eternos. Pero,
¿tiene razón la creencia popular? De acuerdo con datos de la Sociedad Americana de
Física (APS por su nombre en inglés) durante los últimos cien años el número de
científicos en todo el mundo ha aumentado a un ritmo mayor que el aumento de la
población. El factor de crecimiento de los primeros es de 45, mientras que el de la
población en general es de 3.4 según la Enciclopedia Británica. Asimismo, durante el
mismo lapso, aumentaba el número de habitantes del planeta que se consideran a sí
mismos no-creyentes o ateos. Según la misma enciclopedia (1998), el porcentaje de
no-creyentes en Europa era de 19.5, en Hispanoamérica de 7.2 y en Norteamérica de
13.0. Nuevamente nos preguntamos, ¿está bien fundada en los hechos la opinión de
que la mentalidad científica es desfavorable para la creencia en un Dios Creador y para
la práctica religiosa? Las estadísticas no lo confirman y como ejemplo tenemos las
palabras de Lord Rayleigh (destacado científico del siglo XIX): “no creo que (el
científico) tenga un derecho superior al de otros hombres educados para hacer suya la
actitud de un profeta. En su corazón sabe que bajo las teorías que él construye
subyacen contradicciones que es incapaz de reconciliar (entre sí). Los misterios más
altos del ser, suponiendo que sean plenamente penetrables por el entendimiento
humano, requieren otras armas que las del cálculo y las del experimento”.

2.2 El conflicto ciencia-religión

Cabe ahora plantear la pregunta: ¿Se encuentran la ciencia y la religión


fundamentalmente en conflicto, o son simplemente dos campos independientes de la
experiencia humana? Para contestarla debe tenerse presente que ambas tienen
diferentes fuentes de conocimiento, metodologías, dominios de experiencias y, sobre
todo, diferentes concepciones de lo que es una verdad. De las dos, la ciencia es la más
limitada en alcance dado que sus preguntas y sus problemas a resolver son muy
específicos y se refieren estrictamente al mundo material. Por otro lado, la religión
propone la existencia de un mundo espiritual inmaterial y trata de formar eslabones
entre lo material y lo espiritual buscando significados y encontrando normas de
comportamiento a partir de relatos de encuentros entre ambos mundos. Vistas así, la
ciencia y la religión son dos esferas independientes del cocimiento humano, por lo que
puede devolverse la pregunta: en tales condiciones, ¿por qué ha de considerarse que
ciencia y religión se encuentran en conflicto?
La revisión histórica de las relaciones entre ciencia y religión llevan a concluir que
las principales disputas entre ellas pueden clasificarse en tres categorías: primero, las
que se refieren al origen, historia y naturaleza del mundo físico; segundo, las que se
relacionan con el origen y naturaleza de la vida humana y tercero, la relación entre los
seres vivos y el mundo natural. Los conflictos más antiguos se remontan hacia el
nacimiento del pensamiento científico con los antiguos griegos. Por ejemplo, el gran
dramaturgo Eurípides (480–406 a.C.) criticó acremente a Anaxágoras (500-428 a.C.)
por “hacer menos a Helios, quien todo lo ve”, cuando éste sugirió que el Sol era una
bola brillante sin vida, y Aristarco (310–230 a.C.), quien fue el primero en proponer
una teoría heliocéntrica, fue acusado de impiedad por decir que la tierra se mueve
alrededor del sol. Por otro lado, el conflicto en el caso Galileo, que se analizará en la
sección 2.5, para muchos marca la pauta del divorcio irremediable entre ciencia y
religión, a pesar de que se ha demostrado, a partir de las fuentes históricas directas y
de los documentos oficiales de la Iglesia, que el supuesto conflicto se ha manipulado y
mostrado de manera errónea.
Es un hecho que la ciencia ha desmitificado muchas de las creencias atávicas
creadas por imaginería popular a lo largo de siglos. Los cometas, los rayos, los
terremotos y los volcanes son eventos naturales, algunos de ellos aleatorios, sin
significado especial; no son, en modo alguno, la expresión de la ira de un dios
castigador. Con lo que teólogos y científicos están de acuerdo sin lugar a dudas, es que
la ciencia ha proporcionado las mejores soluciones a problemas relacionados con la
naturaleza e historia del mundo material. Pero no más. Problemas como por ejemplo,
la mente humana, todavía no hayan una respuesta satisfactoria dentro del ámbito de
la ciencia.
En otro orden de cosas, se tiene también el problema del origen del universo de
acuerdo con el modelo de la Gran Explosión. Parece que se ha abusado de esta
explicación y, en parte es por la manera en que se presenta, como la explicación de
cómo se creó el universo. Ha de aclararse que la ciencia no presenta la Gran Explosión
como la explicación de cómo comenzó el universo, sino de todo lo que aconteció
después de que éste comenzó. El problema de cómo fue y, sobre todo, porqué fue la
Gran Explosión, no se ha resuelto científicamente hasta la fecha en que se escriben
estas líneas. Lo que es cierto es que el hecho de que el universo esté ordenado y
gobernado por leyes naturales, inmutables, y universales, se considera por un gran
número de científicos, como la prueba más convincente de la existencia de un Ser
Supremo.
En un documento destinado a indoctrinar adeptos a una iglesia, se criticaba la
Teoría del Big Bang o de la Gran Explosión en palabras cuya idea general era que decir
que una supuesta Gran Explosión dio origen al universo, era tanto como decir que si
apilamos algunas toneladas de materiales de construcción, ladrillos, arena, cemento,
etc., y los hiciéramos explotar, como resultado tendríamos una unidad habitacional con
todos los servicios. Por su parte, otros entusiastas depredadores del Big Bang afirman
que eso es sólo una mera teoría, queriendo decir que es una suposición sin
fundamentos reales, por lo que creer en una Gran Explosión como origen del universo
no tiene sentido real.
Para comenzar, el vocablo “teoría” tiene un significado muy preciso en ciencia. Un
conjunto de conocimientos alcanza el status de teoría, después de haber sido probado,
criticado, verificado experimentalmente y repetido por numerosos científicos en
diversos lugares del planeta. Así, la Teoría de la Gran Explosión, es un el conjunto de
conocimientos científicos más ampliamente aceptado para explicar el origen del
universo, de acuerdo con las evidencias experimentales de que se disponen a la fecha.
Por ejemplo, se sabe que el universo no está estático sino en expansión acelerada y
que su edad es de aproximadamente trece mil setecientos millones años (dato de
2006). La Teoría de la Gran Explosión nos ha dado muchas respuestas a interrogantes
sobre el universo y nuestro lugar en él. Pero, al mismo tiempo, todavía existen muchas
preguntas sin respuesta y, quizás, sea más lo que no sabemos que lo que sí sabemos.
De acuerdo con esta teoría, al tiempo cero, en el instante inicial, el universo tenía
densidad material infinita, curvatura infinita y temperatura infinita, estado conocido
como “singularidad”. La singularidad es uno de los conceptos de la física –
esencialmente una abstracción matemática– que para la generalidad de las personas
que no se encuentran dentro del mundo de la ciencia es sumamente difícil de entender
y hasta monstruoso: son puros infinitos. La Teoría del Big Bang representa una
descripción matemática para la evolución del universo que se deriva a partir de las
ecuaciones de Einstein, las cuales pertenecen a una rama de las matemáticas que,
como tales, son solo accesibles a quienes estudian física y matemáticas en niveles muy
avanzados. Su complejidad impide una explicación aceptable en tan reducido espacio,
pero créame, amable lector, no es necesario entrar en sus detalles para entender lo
que significa realmente la Gran explosión; solo le pido un acto de fe en la ciencia.
El comienzo de nuestro universo implica también el inicio del tiempo, del espacio y
de la materia. Qué hubo o había antes de ese instante, es una pregunta que la ciencia
no puede contestar; es más, es una pregunta que, en física, no tiene sentido, ya que
todo lo que puede estudiarse comienza precisamente allí, incluyendo, como se dijo
antes, el tiempo. El tiempo y el espacio están tan íntimamente ligados, que no puede
existir el uno sin el otro. Así, cuando el tiempo comenzó a transcurrir, el espacio se
comenzó a expandir y viceversa. Esto es, en el instante inicial, en medio de la nada
más absoluta, apareció una luz casi infinitamente brillante a temperatura también casi
infinita, y en su interior se inició el espacio y con él, empezó a andar el reloj del
tiempo.
Antes del comienzo, antes del tiempo cero, no había nada, ni siquiera tiempo o
espacio. Nuestro universo se generó no solo desde la nada, sino también desde ningún
sitio. La ciencia no puede explicarnos cómo sucedió tal cosa, pero sabemos que de
alguna manera ocurrió. Así, la Singularidad (con mayúscula ahora) no estaba ni en el
tiempo ni el espacio, sino fuera de ambos. En otras palabras, la Singularidad
trasciende el tiempo y el espacio. De acuerdo con santo Tomás de Aquino, la
afirmación de que “Dios creó el universo” significa que toda la cadena causal comienza
en Dios. Así, Dios es la Causa incausada. Para la física, todas las causas comienzan en
la Singularidad, la que a su vez no tiene causa. Durante siglos, los teólogos han
asegurado que solo hay uno y solo un infinito alcanzado (actualmente existente) y que
ese infinito es Dios. Así, desde la visión científica cristiana del origen del universo, la
Singularidad es, entonces Dios. Y si usamos el lenguaje metafórico del Génesis, cuando
Dios dijo “hágase la luz”, ocurrió la Gran Explosión.
Finalmente, ha de tenerse en mente siempre que, a pesar de los grandes éxitos de
la ciencia, los científicos están obligados a respetar los límites intrínsecos de la
metodología científica. No pueden usarse principios de la ciencia para aprobar o
desaprobar la existencia de un mundo espiritual, la existencia de un Ser Supremo o la
vida después de la vida. Asimismo, los científicos han de resistir la tentación de
proclamar que sólo la ciencia es capaz de resolver los problemas de la humanidad.
Todos debemos mantener un sano respeto por el valor emocional de las creencias
religiosas y del poder social de sus funciones sociales comunitarias.
2.3 Algunas cuestiones en torno al ¿conflicto? ciencia-religión

A mediados del siglo XIX, dos grandes descubrimientos científicos, la ley de la


conservación de la energía (primera ley de la termodinámica formulada por J.R. Mayer)
y la segunda ley de la termodinámica o principio de entropía (propuesto por R.
Clausius y Lord Kelvin, independientemente) suscitaron vivas polémicas porque
algunos científicos prominentes vieron en ellas pruebas indirectas de la naturaleza
causal y del carácter temporal del universo físico lo que postulaba, filosóficamente, la
existencia de un Ser Necesario. Por otro lado, la cosa se complicó porque la física, por
sí misma, no es capaz de dilucidar si el universo es finito o infinito. De ser infinito, el
universo no sería –estrictamente hablando– objeto propio de las ciencias físicas ni de
las matemáticas, por lo que los científicos creyentes consideraban que tales
descubrimientos apoyaban la existencia de Dios, mientras que los científicos
materialistas o no-creyentes concluían que estos mismos descubrimientos hacían a
Dios completamente innecesario.
En el siglo XX dos grandes descubrimientos cosmológicos, la expansión de las
galaxias (Slipher, Hubble) y la radiación de fondo (Penzias y Wilson, Alpher y
Hermann) suscitaron polémicas parecidas. Si las galaxias y la radiación se expanden
rápidamente y las densidades de masa y energía no son suficientes como para detener
la expansión e iniciar un proceso de contracción (que en cualquier caso no podría
traducirse en oscilaciones sucesivas idénticas de acuerdo con la segunda ley de la
termodinámica), cabría esperarse entonces un principio y un fin temporal para el
universo. En esto, los creyentes ven un indicio claro de la existencia de Dios, mientras
que los agnósticos y los ateos no se dejan impresionar.
Finalmente, en la formulación del principio de indeterminación por Heisenberg en
1927, se establece que en cualquier proceso físico, sin excluir el origen y la posterior
evolución del universo, no es posible conocer simultáneamente el valor de la energía y
el del tiempo simultáneamente. En lenguaje matemático, , donde ћ es la
constante de Planck dividida entre , y las dos cantidades restantes representan los
intervalos de error en las mediciones de la energía y del tiempo. Esto supone un límite
estricto a la especulación física: los estados del universo para tiempos tales que

( ), donde E es la energía total del universo están fuera del alcance de la física

cuántica, paradigma esencial de la física actual. Para un creyente esto no supondría


problema alguno; pero para un no-creyente supondría que la física no basta para
describir un universo coherente (el teorema de Gödel), por lo que sería necesaria una
metafísica y un Creador. Las implicaciones epistemológicas de la física cuántica
continúan en discusión hasta la fecha y, nuevamente, hay gustos para todo.
Según San Pablo (Rom 1, 18-23), Dios puede ser conocido a través de lo creado;
según los teólogos medievales (Tomás de Aquino, Buenaventura), la fe en Él, además
de ser un don divino, es un asentimiento libre y razonable por parte del hombre; según
la Iglesia católica (Concilio Vaticano I) por la recta razón es posible acceder a Dios.
Como se verá a continuación, los testimonios de muchos de los más grandes científicos
lo confirman.

2.4 El Físico Albert Einstein y la religión

Las llamadas ciencias exactas, ¿conducen a quienes las practican necesariamente a la


negación de lo religioso, al ateísmo o al agnosticismo? Es posible que a respuesta
automática de un enorme número de personas sea “¡sí!”. Pero, ¿tal respuesta coincide
con la realidad? No ahondaremos en las estadísticas ya mencionadas ni en resultados
de entrevistas a numerosos científicos acerca de su religiosidad, simplemente veamos
el caso de uno de los científicos más conocidos del siglo XX, Albert Einstein.
Para comenzar, ha de aclararse que Einstein ha sido una figura de culto en muchas
sociedades, al grado de que se han generado una serie de leyendas sobre su persona.
Por ejemplo, mucho se ha insistido y se sigue insistiendo, en que el genial científico
alguna vez –nunca se dice en que ciclo o momento– reprobó matemáticas y también
existe la creencia de que Einstein fue el inventor de la bomba atómica. Ninguna de las
dos afirmaciones es cierta. No existe documento, biografía o testimonio que las avale;
son simplemente, parte de lo que la imaginería popular crea a partir de información
relacionada con el caso que ha sido lamentablemente distorsionada o manipulada. Lo
que debería sorprender es que Einstein, al igual que Isaac Newton, escribió una gran
cantidad de ensayos en los que se refiere a Dios y a la religión. De tales textos es
posible inferir que Einstein poseía profundos sentimientos religiosos relacionados con el
sentido de la vida y con la experiencia del misterio del universo, que representan las
componentes filosófica y mística de la religiosidad. Aquí es necesario puntualizar que la
palabra misterio, tiene dos acepciones. De acuerdo con el diccionario de la Real
Academia de la Lengua, se refiere a algo muy difícil de comprender o descubrir por lo
oculto que está, mientras que en otra acepción se refiere a algo que por trascendente
e infinito no es posible comprenderlo, como por ejemplo, Dios mismo.
El somero análisis de la religiosidad de Einstein comienza con una frase tomada de
su obra Mi visión del mundo (Tusquets, Barcelona, 1981): “¿Cuál es el sentido de
nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes? Tener
respuesta a esta pregunta se llama ser religioso. Pregunta: ¿tiene sentido plantearse
esta cuestión? Respondo: quien sienta su vida y la de los otros como cosa sin sentido
es un desdichado, pero hay algo más: apenas merece vivir.” Este comentario de
Einstein es sobradamente elocuente; parafraseándolo, él no fue un desdichado y
merecía vivir plenamente. ¿Cuántos de nosotros podemos sinceramente contarnos
entre los religiosos y cuántos no? Plantearse la cuestión sobre el sentido de la propia
vida, conduce directamente al misterio, el cual, en palabras del mismo Einstein “es lo
más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y
de la ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede admirarse y
maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. Esta experiencia de lo
misterioso –aunque mezclada de temor– ha generado también la religión.”
De aquí que pueda darse una nueva respuesta a la pregunta planteada al inicio
utilizando palabras de Einstein cuando se refiere al trabajo científico de quienes se
dedican, especialmente, al estudio del universo. Como él y todos los físicos teóricos
saben, desvelar los misterios del universo requiere un esfuerzo enorme y, sobre todo,
una “devoción sin la cual sería imposible el trabajo innovador de la ciencia”. De esta
manera, Einstein llega a inferir sobre la existencia de Dios, con lo que se refiere a la
verdadera religiosidad como “saber de esa Existencia impenetrable para nosotros,
saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más
resplandeciente solo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.” Y
remata afirmando sin tapujos que “en ese sentido, pertenezco a los hombres
profundamente religiosos”.
Las ideas religiosas de Einstein plasmadas en sus escritos no pertenecen al orden
puramente intelectual, sino que además lo condujeron a desarrollar los valores éticos
que impulsaron su vida en una dirección bien determinada, de la que su compromiso
político nos muestra un claro ejemplo, puesto que siempre se manifestó como
pacifista, opuesto a toda clase de violencia y opresión. Esto nos enseña que la religión
no es una mera construcción intelectual o palabrería hueca que puede sonar como la
más dulce melodía. La religión implica un modo de vida y un compromiso ineludible
con principios inmutables que llevan, al final, a la felicidad plena.
Para entender la faceta religiosa en la vida de Einstein han de considerarse sus
primeros años de vida. A los doce años de edad, trató de someter la interpretación
literal de la Biblia al análisis científico, lo cual le llevó a una crisis de fe que terminó en
un episodio de ateísmo. Posteriormente, después de leer a los filósofos Spinoza (1632-
1677) y Schopenhauer (1788-1860), pero sobre todo de sus propias reflexiones, se
reconcilia con Dios. En repetidas ocasiones, Einstein se proclamó seguidor de Spinoza
en su concepción filosófica del mundo, de Dios, de lo humano y de la religión. No es el
propósito de esta obra exponer la notable influencia de Spinoza sobre el desarrollo de
la filosofía misma, sino solamente mencionar como concebía a Dios para entender su
gran influencia sobre el pensamiento del genial científico. Para Spinoza, Dios está
presente en todas y cada una de las manifestaciones en el universo; en cada estrella,
en cada mota de polvo, en cada átomo, está Dios. De esta manera, cada partícula que
compone el vasto universo que habitamos comparte atributos de perfección de Dios
tales como infinitud, eternidad e inmutabilidad. Dios y el universo forman una unidad
indisoluble por naturaleza.
Bajo la influencia de Spinoza, Einstein no podía aceptar que el universo cambia con
el tiempo, que evoluciona, ya que era tanto como admitir que Dios mismo cambiaba,
que Dios evolucionaba por lo que Su perfección se vería comprometida. Esto es, lo que
es perfecto –Dios es perfecto– no puede cambiar, no puede verse afectado por el paso
del tiempo. Como consecuencia, el universo debe ser infinito, eterno e inmutable. En
sus propias palabras, Einstein creía “en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía
de lo existente regido por leyes, no en un Dios que se ocupe de la suerte y de los actos
de los humanos.” Asimismo, en su discurso en el Seminario Teológico de Princeton en
1939, puso sobre la mesa su axiología, sobre la que fundamentaba su ética personal:
“Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios nos los proporciona la
tradición judeo-cristiana”. Sus más profundas convicciones se enraizaron en tal
tradición.
Por otro lado, muchas de las reflexiones de Einstein fueron dedicadas al tema de
las relaciones entre ciencia y religión. En uno de sus artículos, Einstein concluye: “¡Qué
profundos debieron ser la fe en la racionalidad del universo y el anhelo de
comprender, que hicieron a un Kepler y a un Newton consagrar años de trabajo
solitario a desentrañar los principios de la mecánica del cielo! (…) Sólo quien ha
dedicado su vida a fines similares puede tener una idea clara de lo que inspiró a esos
hombres y les dio la fuerza necesaria para mantenerse fieles a su objetivo a pesar de
innumerables fracasos. Un contemporáneo ha dicho, con sobradas razones, que en
estos tiempos materialistas que vivimos la única gente profundamente religiosa son los
investigadores científicos.” Estas ideas fueron reveladas por Einstein a finales de la
década de los 30‟s del siglo XX, y sin embargo la situación no se antoja diferente; la
sociedad actual es altamente materialista y pueden aplicarse sus palabras sin
añadiduras ni correcciones.
Para Einstein la vinculación de Dios con el mundo determina un principio de
causalidad, lo cual significa que todos los acontecimientos en el universo tienen una
causa determinada. Esta convicción obtenida de su religiosidad fue la causa por la que
tenazmente se opuso al principio de indeterminación surgido en la Física Cuántica. En
pocas palabras, y sobresimplificando, el contenido de este principio lleva a la
conclusión de que las leyes de la física son de naturaleza probabilística; esto es, lo más
que podemos decir sobre un acontecimiento es la probabilidad de que ocurra o no, lo
cual se contrapone al principio de causalidad por el que puede predecirse con toda
certeza un acontecimiento. De ahí sus palabras: “Dios no juega a los dados con el
universo”. Sin embargo, al parecer, la historia ha mostrado que Einstein estaba
equivocado. ¿Quiere decir esto que su propia religiosidad fue un obstáculo en su genial
carrera científica? De ninguna manera; tanto la física cuántica como la física relativista
estaban en sus albores y los comienzos en el desarrollo de las nuevas ciencias siempre
están llenos de tropiezos.
Por Einstein puede argumentarse el que un científico pueda ser religioso. De
acuerdo con él, “la fuente de conflictos entre las esferas científica y religiosa reside en
ese concepto de un Dios personal”, un ser que interviene en los actos humanos a la
manera de los antiguos dioses mitológicos. Para él, la palabra religión se refiere a un
sentimiento profundo e inspirador de devoción por el misterio del universo, de Dios y
del hombre, lo único capaz de dar sentido a la vida. De ahí que, parafraseando a Kant,
Einstein expresara que “ciencia sin religión está coja y religión sin ciencia está ciega”.

2.5 El Caso Galileo

Es común escuchar que Galileo fue torturado y muerto por la Inquisición. Tal
argumento es esgrimido por detractores de la Iglesia y de la religión, quienes aducen
que éstas han sido y son, enemigas del progreso científico. Aún entre gente bien
intencionada, estudiantes y egresados de licenciatura y, según relatan algunos
profesores de teología, uno que otro sacerdote estudiante de teología, comparten la
idea de los inquisidores torturando y dando muerte a Galileo. Cuáles son las causas de
la ignorancia y la confusión que existen en torno al caso, podría ser un tema
interesante de investigar. En cualquier caso, es claro que algunos, en su afán de atacar
a la Iglesia, le han dado gran énfasis a los pocos datos que les interesan y han
tergiversado los hechos, y otros, por querer defender a la Iglesia han utilizado una
apologética ingenua haciendo de lado otros hechos de un caso sumamente complejo.
La Iglesia católica mostró en su momento, su deseo por clarificar las cosas. En
1992, el Papa Juan Pablo II expresó que “a partir del siglo de las Luces hasta nuestros
días, el caso Galileo ha constituido una suerte de mito, por el cual la imagen de los
acontecimientos que se había construido estaba bastante lejos de la realidad. En esa
perspectiva, el caso Galileo era el símbolo del pretendido rechazo, por parte de la
Iglesia, del progreso científico, o bien del oscurantismo <<dogmático>> opuesto a la
libre investigación de la verdad. Este mito ha jugado un rol cultural considerable.
(…)Una trágica incomprensión recíproca ha sido interpretada como el reflejo de una
oposición constitutiva entre ciencia y fe. Las aclaraciones aportadas por los recientes
estudios históricos nos permiten afirmar que tal malentendido doloroso pertenece
ahora al pasado.”
El caso Galileo sólo puede comprenderse dentro del contexto socio-cultural y
político de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, época turbulenta en la
historia del viejo continente. En 1632 la mayor preocupación del Papa Urbano VIII no
era precisamente el movimiento del Sol y de la Tierra. La Guerra de los Treinta Años,
que comenzó en 1618 y terminó en 1648, estaba en pleno desarrollo, dividiendo a
Europa en dos mitades, católicos y protestantes. La católica Francia se inclinaba por los
protestantes de Suecia y Alemania que se enfrentaban a España y al Imperio. Se
trataba de equilibrios muy difíciles que representaban problemas muy graves. El 8 de
marzo de 1632, en una reunión de cardenales con el Papa, el cardenal Gaspar Borgia,
protector de España y embajador del Rey Católico, acusó abiertamente al Papa de no
defender adecuadamente la causa católica, lo que causó gran revuelo y una situación
extremadamente delicada para el Papa. En esas condiciones, Urbano VIII se vio
obligado a evitar cualquier acto que pudiera interpretarse como una pobre defensa de
la fe católica.
Fue precisamente entonces cuando llegaron a Roma los primeros ejemplares de la
obra de Galileo Diálogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y
el copernicano. Al cabo de dos meses, se supo que el Papa se molestó muchísimo por
el libro en el que Galileo defendía una teoría condenada por la Congregación del Índice
en 1616 como falsa y contraria a la Sagrada Escritura. El Papa conformó una comisión
que dictaminó que el caso debería enviarse al Santo Oficio (la Inquisición romana).
Galileo se enfrentó al Santo Oficio en dos ocasiones. Para la primera ocasión, en
1616, el antecedente clave fue la publicación de Copérnico de 1543, De revolutionibus
orbitum coelestium, en la que argumentaba que, contrario al sistema prevaleciente
Ptolemaico-Aristotélico, en el que la Tierra se encontraba en reposo, el Sol se
encontraba en el centro del universo (heliocentrismo) y la Tierra giraba en torno a él y
sobre sí misma. Por muchas razones, la teoría de Copérnico fue poco aceptada. El
problema es que el sistema copernicano parecía contradecir a textos de la Biblia, y en
el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563 se había llegado –entre muchas
otras cosas– a la resolución de que los católicos no debían apartarse de las
interpretaciones que de la Biblia hacían los Santos Padres. Así, en el año 1616 se
acusó a Galileo de sostener y defender el sistema heliocéntrico, una teoría de la que se
pensaba que estaba en contraposición a la doctrina católica.
Para comprender el trasfondo del asunto han de hacerse del dominio público tres
problemas. En primer lugar, Galileo había adquirido gran fama por sus descubrimientos
astronómicos de 1609 y 1610 por medio del telescopio que él mismo construyó.
Descubrió que la Luna tiene irregularidades como la Tierra, que alrededor de Júpiter
giran cuatro satélites, que Venus presenta fases como la Luna, que en la superficie del
Sol existen manchas que cambian de lugar, y que existen muchas más estrellas de las
que se ven a simple vista. Galileo se basó en estos descubrimientos para criticar la
física aristotélica y defender el heliocentrismo. En segundo lugar, en aquellos tiempos
la Iglesia Católica se encontraba en una posición delicada y sensible ante quienes
interpretaban la Biblia de manera privada, por el ya preocupante enfrentamiento con el
naciente protestantismo. Finalmente, en tercer lugar, la cosmovisión tradicional que
colocaba a la Tierra en el centro del universo se ajustaba a la percepción ordinaria de
la época.
El 24 de Febrero de 1616, consultores del Santo Oficio dictaminaron que decir que
el Sol está inmóvil es absurdo en filosofía y, además, formalmente herético, y que
decir que la Tierra se mueve es también absurdo en filosofía y al menos erróneo en la
fe. Esta opinión de los teólogos consultores se ha tomado como si hubiese sido el
dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero definitivamente no lo es; fue solamente la
opinión de esas personas. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el
Decreto de la Congregación del Índice en el que no se afirma que el heliocentrismo
fuera herético, sino solamente falso. Nadie consideró entonces, ni debería considerarse
ahora, que la Iglesia condenó el heliocentrismo como herejía.
Enseguida, por orden del Papa Pablo V, el cardenal Belarmino citó a Galileo que se
encontraba en Roma defendiendo y difundiendo el heliocentrismo. El 26 de febrero de
1616, siguiendo la orden del Papa, Belarmino amonestó a Galileo a abandonar la teoría
copernicana. La orden papal decía que, en caso de que Galileo no quisiera abandonar
tal teoría, el Comisario del Santo Oficio (el dominico Michelangelo Segizzi), delante de
notario y testigos, le ordenaría que no enseñara, defendiera ni tratara esa doctrina, y
que si se negase a ello, se le encarcelase. Consta en documentos que Belarmino hizo la
amonestación; es muy difícil saber con exactitud cómo se desarrolló el encuentro entre
Belarmino y Galileo, pero está claro que éste entendió y durante un tiempo dejó de
hablar y defender el heliocentrismo. Galileo siempre fue un buen católico, pero sabía
que la determinación de 1616 se basaba en una equivocación y estaba consciente del
escándalo que sería demostrar con certeza que la Tierra gira alrededor del Sol.
En 1623 coincidieron unas circunstancias que parecían favorecer la exposición
cuidadosa de los argumentos a favor del copernicanismo. El factor principal fue la
elección del cardenal Maffeo Barberini como Papa, quien tomó el nombre de Urbano
VIII. En 1624 Galileo fue a Roma y el Papa le recibió seis veces, y comprobó, después
de tantear el terreno, que Urbano VIII no consideraba herético el heliocentrismo
copernicano pero sí lo creía una doctrina doctrinalmente temeraria que no podía
demostrarse. Así, a pesar de todo, Galileo se embarcó en el proyecto de escribir una
obra discutiendo el copernicanismo como un diálogo entre un partidario del
geocentrismo y un defensor del heliocentrismo, sin llegar a conclusión alguna. No
obstante, el lector inteligente se daría cuenta de quien tenía la razón. La impresión del
“Diálogo” se terminó en Florencia el 21 de Febrero de 1632. Tal obra fue la chispa que
encendió la mecha del proceso que, finalmente, marcaría un hito en la historia de la
relación entre Galileo y la Iglesia.
Lo anterior ha dejado ver el juicio contra Galileo de 1633 como el acto fundamental
de la Inquisición contra el genial científico. La causa por la que fue acusado y llevado al
juicio residió en el también citado libro “Diálogo en torno a los dos grandes sistemas
del mundo, el tolemaico y el copernicano”. No se tienen pruebas fehacientes sobre la
causa por la que el Papa Urbano VIII se enojara tanto con Galileo como para ponerlo
en manos de la Inquisición, pero la hipótesis más aceptada es la siguiente. En el
mencionado libro parecen dos personajes –los que dialogan–, Salviati, defensor del
copernicanismo, y Simplicio, defensor de la posición tradicional de Aristóteles y
Tolomeo, quien siempre pierde los debates. Hubo un personaje real llamado Simplicio,
quien fue uno de los grandes comentadores antiguos de Aristóteles, pero en la obra de
Galileo daba la impresión de que sus argumentos y su actitud correspondían
demasiado bien a su nombre. Después de haber expuesto todos los argumentos físicos
y filosóficos a favor de Aristóteles y Tolomeo, al final de la obra Simplicio utiliza como
argumento final el esgrimido por el Papa en sus previas entrevistas con Galileo: quien
pretendiera haber demostrado el copernicanismo estaría poniendo límites a la
omnipotencia de Dios. La hipótesis es que el Papa se sintió aludido y personificado en
Simplicio. Además como se ha señalado en la primera parte, las circunstancias
personales de Urbano VIII en aquel momento eran difíciles y no se podía tolerar un
libro en el que se defendiera una teoría condenada por la Congregación del Índice en
1616 como falsa y contraria a la Sagrada Escritura.
Galileo llegó a Roma el 13 de febrero de 1633 y, hasta el 12 de abril vivió en el
Palacio de Florencia donde se encontraba la embajada de Toscana y la casa del
embajador. El juicio debió comenzar apenas Galileo llegara, pero como se había
descubierto en los Archivos del Santo Oficio el escrito de 1616 en el que se prohibía a
Galileo tratar de cualquier forma el copernicanismo, el caso se alargaba pues la
Inquisición deliberaba sobre la forma de actuar. Finalmente el proceso se centró
completamente en una única acusación: la de desobediencia al precepto de 1616. El
30 de abril, Galleo reconoció ante el tribunal del Santo Oficio que, no por mala fe, sino
por vanagloria y deseo de mostrarse más ingenioso que todos los demás, había
expuesto los argumentos a favor del copernicanismo con mayor fuerza de la que él
mismo creía que tenían. El 16 de junio la Congregación del Santo Oficio tuvo su
reunión con el Papa, quien decidió que Galileo fuera interrogado sobre sus intenciones;
después, debería abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación en pleno,
sería condenado a cárcel, se le prohibiría que en el futuro tratara de cualquier modo el
tema del movimiento de la Tierra y se prohibiría el “Diálogo”. El 22 de junio Galileo fue
llevado al convento de Santa María donde se le leyó la sentencia y abjuró de su opinión
acerca del movimiento de la Tierra delante de la Congregación. Para Galileo fue lo más
desagradable de todo el proceso, porque afectaba directamente a su persona y se
desarrolló en público de manera humillante. Aquí se debe aclarar que la frase “y sin
embargo se mueve” atribuida a Galileo en esos momentos, carece de todo sustento
histórico, no aparece en ninguno de los documentos de la época, por lo que puede
afirmarse que forma parte de las leyendas que se tejen alrededor de los grandes
personajes.
El 23 de junio el Papa concedió que la cárcel fuera conmutada por arresto en Villa
Medici y, a petición del Gran Duque de Toscana, el Papa junto con el Santo Oficio,
concedió el 1 de diciembre de 1633 a Galileo que pudiera regresar a su casa en las
afueras de Florencia, con tal de permaneciera como en arresto domiciliario. Consta que
el 17 de diciembre Galileo ya estaba en su casa y permaneció allí hasta su muerte
acaecida en 1642. En su casa siguió trabajando; terminó sus “Discursos y
demostraciones en torno a dos nuevas ciencias”, obra que se publicó en Holanda en
1638, la cual se considera su obra más importante y que, junto con los “Principios
matemáticos de la filosofía natural” de Newton, publicada en 1678, marca el
nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna.
El proceso de Galileo no debería entenderse como un enfrentamiento entre ciencia
y religión, debido a que él siempre se consideró católico e intentó demostrar que el
copernicanismo no se oponía a la doctrina católica. Por su parte, los eclesiásticos no se
oponían al progreso de la ciencia como puede comprobarse por el hecho de que
durante su viaje a Roma en 1611, se tributó a Galileo un gran homenaje público en un
acto celebrado en el Colegio Romano de los jesuitas por sus descubrimientos
astronómicos. Uno de los problemas es que la ciencia experimental, tal como la
conocemos ahora, estaba en periodo embrionario; Galileo fue uno de sus fundadores.
La ciencia moderna no existía, por lo que el Galileo que veían las autoridades de su
época era muy diferente al que vemos ahora a la luz de la física desarrollada durante
casi cuatrocientos años. Es terriblemente injusto emitir juicios contra lo acontecido en
ese entonces con los valores y criterios de hoy.

2.6 Evolución y Fe

Un asunto que, además de proporcionar un punto de encuentro entre la ciencia y la


teología, marca un hito en el desarrollo histórico del conflicto, se encuentra en el
ámbito de las ciencias biológicas: el tema del evolucionismo frente al creacionismo. La
cuestión esencial se plantea como: el evolucionismo –o alguna teoría de evolución–,
¿se opone o contradice a la doctrina de la Iglesia? La postura de la Iglesia frente a esta
cuestión, y frente a todo lo que implica el conflicto ciencia-religión, ha sido ya puesta
en claro por el Papa Juan Pablo II en numerosos documentos. Con respecto al caso
particular aludido, evolucionismo contra creacionismo, Su Santidad dirigió un mensaje
a la Academia Pontificia de Ciencias en el que cita, en el apartado 3, a su antecesor Pio
XII con las palabras “Pío XII ya había afirmado que no había oposición entre la
evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre y su vocación” aludiendo a la encíclica
Humani generis (1950), siempre y cuando no se pierda de vista un concepto básico: el
hombre es «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»
(Gaudium et Spes, n. 24). En otras palabras, el hombre no debería subordinarse, como
simple medio o instrumento, ni a la especie ni a la sociedad; tiene valor por sí mismo.
Es una persona.
En el apartado 4 del citado mensaje, Juan Pablo II afirma que la teoría de la
evolución es más que una hipótesis, afirmación que requiere un poco mas de análisis.
En el lenguaje ordinario, la palabra hipótesis va, generalmente, asociada con alguno de
los calificativos “simple”, “mera” o alguno otro semejante. Lo que el Papa quiere decir
es que la evolución no es “mera hipótesis”; el sentido de sus palabras va en perfecta
armonía con el significado científico del término. Para los científicos, la evolución es
una hipótesis de trabajo que ha funcionado; pero para el creacionista o para los
influenciables individuos sin formación científica, es una mera hipótesis, y por lo tanto,
puede menospreciarse o desecharse.
El mensaje papal reitera tres puntos de la doctrina católica que deben considerarse
al tratar el tema del evolucionismo –y con mayor razón, frente al creacionismo–: que
el alma humana es creada directamente por Dios; que no hay una sola teoría de la
evolución sino varias y que cualquiera de ellas que excluya la dimensión espiritual es
incompatible con la revelación bíblica, y que la validez de la evolución como teoría –en
sentido estrictamente científico– debe confrontarse constantemente con los hechos.
Por otra parte, de entre las cosas que habría que entender respecto a la cuestión
opuesta, el creacionismo, es que los mitos de la creación son “visiones de la realidad,
en ese doble sentido en el que usamos el término visión, simultáneamente, la del
investigador y el „que ve‟, la del científico y la del artista, la de la persona común y la
del poeta, o la del visionario que hay en todos nosotros” (Mackey, 2000; p. 209). Los
mitos de la creación son, sin duda, historias de moralidad contadas y vueltas a contar
por los visionarios. Este sentido de las cosas, sustenta las palabras de Pio XII y de
Juan Pablo II.

2.7 Charles Darwin

El 12 de febrero de 2009 se celebró el 200 aniversario del nacimiento de Charles


Robert Darwin (1809-1882), por lo que a ese año se le declaró el Año de Darwin. Pero,
¿qué hizo Darwin para merecer todo un año de conmemoración? ¿Qué relación hay
entre él y la fe cristiana? Como con Galileo y Einstein, alrededor de Darwin se han
creado una serie de mitos que conviene aclarar, sobre todo en lo respecta a nuestro
tema principal, las relaciones entre ciencia y religión.
Charles, quien fue el quinto de seis hermanos; nació en Shrewsbury, Inglaterra.
Inició su oficio académico como aprendiz de médico con su padre, Robert Darwin, pero
tal actividad le parecía insufrible, por lo que después de muchas vicisitudes y disgustos
con su padre, en 1828 fue enviado al Christ‟s College de Cambridge para obtener un
grado en letras y posteriormente convertirse en pastor anglicano. Se graduó
finalmente en 1831, y durante su estadía conoció obras que influyeron grandemente
en su pensamiento, como la Teología Natural que disertaba sobre la adaptación
biológica como evidencia del diseño divino y Viaje a las Regiones Equinocciales del
Nuevo Mundo de Alexander von Humboldt. Después de ello, Darwin decidió iniciar un
viaje de estudio de la naturaleza por todo el mundo y se lanzó a la aventura abordo del
Beagle, un barco en el que la tripulación tenía una misión científica relacionada con el
estudio de las corrientes oceánicas y la cartografía.
El viaje en Beagle duró cinco años, de 1831 a 1836, lapso en el que visitó desde
África hasta América del Sur, las costas de Asia en el Pacífico e islas en diversos
puntos del planeta. Encontró toda suerte de fósiles y especies animales desconocidas
en la Europa de su tiempo, que recolectó y clasificó muy cuidadosamente y, a partir de
estos hallazgos, Darwin escribió, durante el viaje de regreso a Inglaterra, que todos
ellos “desbaratan la teoría de la estabilidad de las especies”, frase que reescribiría más
adelante como “podrían desbaratar” y que le “arrojaban luz sobre el origen de las
especies”. Casi dos décadas después, el 22 de noviembre de 1859, se publicó su
monumental obra “El origen de las especies mediante la selección natural o la
conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”, mejor conocida por el
título “El origen de las especies”, la cual se considera a la par de las obras de
Copérnico, Galileo y Newton, en el sentido de iniciar una revolución científica en su
tiempo.
La idea de la selección natural le llegó después de leer “Un ensayo del principio de
la población” de Thomas Robert Malthus publicado en 1798. Darwin aplicó el
razonamiento de Malthus a los animales y a las plantas, y hacia 1838 sentó las bases
de su teoría. En síntesis se trata de que debido al problema del suministro de comida
descrito por Malthus, las crías nacidas de cualquier especie compiten intensamente por
la supervivencia, de manera que las que sobreviven tienden a incorporar variaciones
naturales favorables que se transmiten por herencia. Por consiguiente, cada
generación mejora su adaptabilidad y este proceso gradual y continuo es la causa de la
selección natural y la “evolución” de las especies. Cabe aclarar que la selección natural
es sólo una componente de las ideas globales de Darwin, dado que también presentó
el concepto de que todos los organismos relacionados son descendientes de ancestros
comunes y proporcionó apoyo adicional para afirmar que la tierra misma no está
estática sino evolucionando constantemente.
Sobre la teoría de Darwin se ha opinado y hablado mucho; desafortunadamente, de
manera poco cuidadosa y, a veces, de manera irresponsable. Por ejemplo, su única
alusión a la evolución humana fue el comentario: “se arrojará luz sobre el origen del
hombre y su historia”, en ningún momento dijo la frase que se escucha con frecuencia:
“el hombre desciende el mono”. Además, siempre se mostró muy cauto con el término
evolución, el cual evitó y al final de su obra escribe: “Hay grandeza en esta concepción
según la cual la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un
reducido número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando
según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando,
a partir de un principio tan sencillo, una infinidad de las formas más bellas y
portentosas.”
En un primer intento Darwin apelaba a un acto creador para la aparición de
especies animales y vegetales en nuestro planeta. Sin embargo, todavía hay más
cosas al respecto. Antes de Darwin, Jean Baptiste de Monet (1744-1829), caballero de
Lamarck, conocido simplemente como Lamarck, propuso la primera hipótesis evolutiva
en un documento publicado en 1809. Para Lamarck, las especies provienen unas de
otras, de las más simples a las más complejas de manera que los órganos de cada
especie se desarrollarían como consecuencia de la adaptación al ambiente y los
cambios serían paulatinos produciéndose a lo largo de grandes periodos de tiempo.
Lamarck pensaba que el fijismo era absurdo porque los animales no hubieran podido
sobrevivir, sin evolucionar, a las condiciones climáticas cambiantes que durante
algunos períodos fueron muy acentuadas. La originalidad de la propuesta de Lamarck
consistió en afirmar que los cambios se producen por la adaptación al ambiente.
Algunos órganos se refuerzan con el uso que el animal hace de ellos condicionado por
el ambiente y otros se atrofian y acaban eliminándose por el desuso. Así, tales
modificaciones en los diversos órganos son trasmitidas por herencia a los
descendientes. Los seguidores de Darwin apoyaban más la idea de una selección
natural que la de Lamarck, por lo que los debates se hicieron intensos.
Los recelos y problemas con el Darwinismo se centraron en la continuidad entre los
animales y el hombre. Después de la publicación de “El origen de las especies” Darwin
publicó otra obra en la que defendía dicha continuidad. El problema, que subsiste hasta
el momento de escribir estas líneas, es el del desarrollo de facultades superiores del
hombre como la inteligencia y la capacidad lingüística. Darwin trató de resolverlo
utilizando una explicación al estilo de Lamarck en el uso-herencia, hipótesis
insostenible a la luz de las evidencias conocidas entonces, tanto como ahora. A pesar
de ello, era también evidente que la evolución era la única forma de explicar la
situación biológica conocida en ese entonces, aunque todavía quedaban más
interrogantes que respuestas. Para el siglo XX, el debate se situó en un contexto más
acorde a la realidad con el advenimiento de la genética, cuyos inicios se remontan a la
década de los cincuentas. Watson y Crick, ambos laureados con el Premio Nobel,
sentaron las bases modernas al descubrir la estructura del ADN. Más adelante, el
Proyecto Genoma Humano, que duró trece años y culminó en 2003, nos dio la
posibilidad de entender mejor los mecanismos por los que se heredan algunas
características y los cambios (mutaciones) que también se llevan a cabo en nuestro
material genético.
Actualmente existe un consenso en la comunidad científica internacional que
podríamos resumir diciendo que la evolución se produce mediante la actuación de
mecanismos como la selección natural sobre pequeñas variaciones que ocurren en el
material genético. Sin embargo, todavía existen cuestiones que generan vivos debates,
pero vistas ahora desde la nueva perspectiva de las ciencias genómicas y, por
consiguiente, desde una mejor perspectiva. Desde su inicio, la teoría de la evolución
desarrollada a partir de las ideas de Darwin no ha tenido una aceptación pacífica, y ha
dado lugar a una intensa reflexión filosófica. Ésta se aboca esencialmente a las causas
primeras y a la finalidad, asuntos que han mostrado los caminos que conducen a la
existencia de Dios. Desde el principio, el problema con algunas concepciones
evolutivas es que dejan fuera la finalidad, esto es, el por qué existe o se da la
evolución.
Santo Tomás de Aquino, pilar fundamental de la filosofía cristiana, escribe que “La
naturaleza es, precisamente, el plan de un cierto arte (concretamente, el arte divino),
impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin
determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que
se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave.” Santo Tomás nos
pone las bases para entender que la creación puede evolucionar por sí misma, pero
con una finalidad, lo cual implica que el tema de Dios no puede apartarse de la
reflexión pura y plenamente racional y que el ámbito científico contribuye
necesariamente a la reflexión filosófica; esto es, la ciencia, a la que pertenece la teoría
de la evolución tiene que ver con Dios, de manera que atañe directamente a la Iglesia
Católica, por lo que ésta se ha involucrado activamente con investigaciones sobre
temas evolutivos. A este respecto la Academia Pontificia de Ciencias ha celebrado
varios encuentros científicos de discusión de entre los que destacan dos, el primero
bajo el pontificado de Juan Pablo II en Octubre de 1996, y el segundo con Benedicto
XVI, en octubre-noviembre de 2008. Para el primero de ellos, en el que se discutió
sobre el origen de la vida y la evolución, S.S. Juan Pablo II dirigió un mensaje a los
miembros de la Academia en el que habló sobre la postura de la Iglesia ante tales
temas. La alocución del Papa comienza recordando que su antecesor Pio XII, en su
encíclica Humani generis de 1950, “ya había afirmado que no había oposición entre la
evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre y su vocación”. En otras palabras, la
atávica creencia de que la Iglesia no acepta la evolución es resultado de una ignorancia
deplorable de los documentos y del pensamiento de los Papas que representan la
ideología y postura oficiales de la Iglesia Católica. Desde entonces, 1950, se sabe que
la religión acepta sin problemas la evolución.
La Iglesia Católica se interesa enormemente por el tema de la evolución porque
influye directamente en la concepción del hombre, sobre el que la Revelación enseña
que fue creado a imagen y semejanza de Dios. El documento conciliar Gaudium et spes
nos recuerda que el hombre es “la única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí
misma”, lo que le confiere al hombre valor en sí mismo: es una persona. Al respecto,
santo Tomás afirma que existe una semejanza del hombre con Dios a través de su
inteligencia especulativa. Esto significa que el hombre puede relacionarse con el objeto
de su conocimiento de la misma manera en la que Dios se relaciona con su obra. Pero
no nada más el hombre se relaciona con los objetos de su conocimiento, sino que está
llamado a establecer una relación de conocimiento y de amor con Dios mismo, por la
que podrá trascender el tiempo y el espacio.
En el encuentro de 2008 denominado “Entendimiento Científico de la Evolución del
Universo y de la Vida”, patrocinado por la Santa Sede, se presentaron una serie de
trabajos desarrollados por científicos y teólogos de altísimo reconocimiento
internacional como Francis Collins, director del Instituto Nacional de Investigación del
Genoma Humano, Giorgio Bernardi director del Laboratorio de Evolución Molecular en
Nápoles y Gereon Wolters, teólogo y miembro de la Academia Alemana de Científicos.
De entre ellos destaca el trabajo de Collins, quien afirma, de acuerdo con los hallazgos
y conclusiones sobre el genoma humano, que todos los grupos humanos están
relacionados a partir de un acervo genético de alrededor de 10,000 individuos que lo
más probable, es que hayan vivido en África Oriental hace aproximadamente 100,000
años. Pero no nada más eso; la comparación de los ADN de diferentes especies
realizada para valorar la teoría de Darwin muestra que no puede eludirse el que todos
los seres vivientes descienden de un ancestro común. Este argumento puede ser
utilizado los detractores de la Iglesia para demostrar la incompatibilidad entre los
hechos científicos y el libro del Génesis. Sin embargo, tal postura es insostenible
cuando realmente se entienden tanto los descubrimientos genéticos, como la Sagrada
Escritura.
Collins propone una perspectiva denominada BioLogos, de Bio (vida) y Logos
(palabra de Dios) por la cual un Dios Creador que trasciende el tiempo y espacio,
utiliza el proceso de evolución para ejecutar un plan creativo. Tal posición es
enteramente consistente con una lectura cuidadosa de la Biblia y un análisis riguroso
de los datos científicos actuales. En la BioLogos, la ciencia se ve como un medio para
descubrir los detalles de la creación de Dios y puede representar una forma de culto a
Dios. La meta es incorporar los descubrimientos científicos para aumentar la
admiración por la creación, el amor a Dios y el sobrecogimiento que producen los
misterios de la Divinidad. Aceptar libremente ser una criatura de Dios es lo único que
puede proporcionar significado y sentido a nuestra vida, y es lo único que nos puede
llevar a la felicidad verdadera.
Pero queda un aspecto de singular importancia: lo que dice la palabra de Dios. No
es simple entender el Génesis. Para comenzar, el origen de este libro de la Sagrada
Escritura se remonta a los tiempos de Moisés, hace alrededor de 1 200 a 1 300 años a.
C., época en la que Israel vivía de promesas que parecía que no se iban a cumplir
nunca. La vida diaria traía guerras continuas y amenazas de opresión, por lo que
existía una tentación constante por acercarse a otros dioses. De ahí las caídas del
pueblo israelita. Moisés supo captar de alguna manera los desánimos de su pueblo y
trató de darles solución por medio de la palabra y muy probablemente por medio de
escritos.
De esta manera, la historia de los orígenes ha de interpretarse tomando en cuenta
la situación de duda acerca de la alianza divina. Nunca ha de olvidarse que la
interpretación de los textos sagrados –en especial los primeros once capítulos del
Génesis sobre el origen del mundo– se dirige a la salvación y no hacia cuestiones
científicas como se conciben actualmente. Los relatos acerca de Caín, de Noé, de la
Torre de Babel, etc., son testimonios de fe sobre la historia de la salvación hasta los
tiempos de Abraham (alrededor de 1800 a.C.) y de Moisés. Lo que el Génesis dice,
desde el enfoque de la historia de la salvación, es independiente del tiempo que el
hombre lleva sobre la tierra. El mensaje es claro: la persona humana es invitada a la
salvación por medio del diálogo con Dios. El relato del Paraíso enseña que este diálogo
es esencial para el hombre y es parte de su naturaleza.
Los dos primeros capítulos del Génesis narran el origen del mundo y del hombre en
dos relatos yuxtapuestos. El primer relato habla de la semana para explicar la
creación: Dios crea primero las cosas inanimadas, las plantas, los animales y
finalmente al hombre. El segundo relato es menos sistemático: en el comienzo aparece
el hombre y en torno a él, las plantas y los animales. El primer texto se atribuye a un
sacerdote judío, quien lo escribiría unos 950 años después de Moisés, mientras que el
segundo se atribuye a un autor que debió vivir en el tiempo de Salomón, unos 350
años después de Moisés. Tenemos dos formas de pensar que difieren en el tiempo por
600 años, por lo que necesariamente fueron distintas, lo cual se nota en los textos. Sin
embargo, a pesar de las diferencias, ambos autores coinciden en lo fundamental: Dios
es el creador de todo lo existente. Además, en el primer relato se repite siete veces
que lo creado es bueno, aunque el autor del texto no se refería a una bondad en
sentido filosófico o humano, sino a una bondad funcional de la creación; quiere
enseñar que el mal no viene de Dios, de ahí el señalamiento reiterado de que la
creación, como obra Divina, es buena
Los relatos de la creación muestran cómo se imaginaban los israelitas el origen del
mundo con base en su fe en Dios. Aquí, lo realmente importante no es el cómo lo hizo,
sino el hecho de que el mundo tiene su origen en Dios. El autor o los autores llegan a
tal conclusión por medio de una reflexión profunda: a partir de la imagen de Dios
obtenida en el Sinaí, se va en retrospectiva a los principios de la humanidad sobre los
que no poseía ningún tipo de información. Sabemos, pues, que el hombre, la persona
humana, es obra de Dios, pero no sabemos cómo Dios hizo su obra. Entendemos que
la persona humana es un ser aparte en la creación, porque el autor del texto sagrado
nos describe las relaciones entre Dios y sus creaturas: Dios pasea por el Paraíso, se
comunica con el hombre, hablan entre sí.
De acuerdo con todo esto, que es apenas la punta del témpano en cuanto a la
exegesis del Génesis se refiere, cabe afirmar que la historia de los orígenes es
absolutamente indispensable para completar y entender el plan salvífico de Dios, y que
todos los hombres y todas las mujeres podemos participar de él. Sólo basta continuar
o reanudar nuestra relación dialógica con Dios.

2.8 El Pensamiento de Juan Pablo II

Los documentos aludidos en la secciones 2.5 y 2.6 son solo una muestra de cómo
Juan Pablo II fijó la posición de la Iglesia frente a la relación ciencia-religión. Con sus
palabras queda claro que su entendimiento de la esencia de la ciencia –en su caso
siempre se refirió con ese término a las ciencias exactas– sobrepasó inclusive, al de
muchos científicos y filósofos. Sin embargo, Su Santidad no llevó al cabo una reflexión
sistemática sobre el tema que hubiere dejado plasmado en un documento, sino que
escribió algunas cartas y dirigió mensajes cargados de enseñanzas sobre el quehacer
de la ciencia y de los científicos, así como el de los teólogos y filósofos respecto a su
trato con la ciencia. La mayor parte de esta información se encuentra sistematizada en
la página del Vaticano al alcance de toda persona interesada en el tema.
Para el Papa la ciencia es el camino que conduce al misterio de Dios, ya que en la
medida en que más se conoce de la realidad, de la estructura y de la historia del
universo, de la constitución fundamental de la materia y de los procesos que se dan en
las profundidades del reino material microscópico, mejor se aprecia la inmensidad del
Creador y se llega más fácilmente a captar el misterio mismo del Hombre, su origen y
su destino (Cfr. Juan Pablo II, 1985). Pero también Su Santidad hace un llamado a
reconocer que la ciencia tiene límites y no puede afirmar ni negar la existencia de Dios,
y aclara que no debe inferirse que los científicos no pueden encontrar, a través de sus
estudios e investigaciones, razones válidas para la existencia de Dios. La ciencia, por sí
misma no puede alcanzar a Dios, pero los científicos, quienes poseen una inteligencia
cuyo objeto no está limitado a la percepción sensorial, pueden encontrar en el mundo
razones para descubrir un Ser que los sobrepasa.
En el pensamiento de Juan Pablo II, los descubrimientos de la ciencia no sólo
conducen a la noción de un Creador en la línea de San Pablo, quien dice que “lo
invisible de Dios se puede llegar a conocer si se reflexiona en lo que Él ha hecho” (Rm
1, 20), sino que permiten llegar incluso a la idea de un Creador que nos ama:
“Basándose en una atenta observación de la complejidad de los fenómenos terrestres y
siguiendo el objeto y el método propio de cada disciplina, los científicos descubren las
leyes que gobiernan el universo así como sus relaciones. Están atónitos y humildes
frente al orden creado y se sienten atraídos por el amor del Autor de todas las cosas”.
(Juan Pablo II, 2000).
El Papa reconoce que la ciencia ha beneficiado grandemente a la humanidad puesto
que gracias a ella se comprende mejor “el lugar que ocupa el hombre en el universo, la
relación entre la historia humana y la historia del cosmos, la cohesión estructural y la
simetría de los elementos que componen la materia, la notable complejidad y, al
mismo tiempo, la asombrosa coordinación de los procesos vitales mismos.” (Juan
Pablo II, 2002) y reconoce también, en el mismo discurso, que no solo la humanidad,
sino también la teología y la filosofía se han beneficiado, puesto que si éstas “captan
hoy mejor que en el pasado lo que significa un ser humano en el mundo, lo deben en
gran parte a la ciencia, porque ésta nos ha mostrado cuán numerosas y complejas son
las obras de la creación y cuán ilimitado es aparentemente el cosmos creado.”
Juan Pablo II, por el hecho de valorar en forma muy positiva a la ciencia, no ignora
sus límites ni sus aspectos negativos. Una de las preocupaciones se relaciona con la
instrumentalización de la ciencia que puede llegar a desvirtuarla. De entre las
características de la ciencia que el Papa enuncia, la libertad tiene un lugar
preponderante y afirma que “si la ciencia es entendida esencialmente como un „hecho
técnico‟, entonces no puede ser concebida sino como la prosecución de aquellos
procesos que conducen al éxito técnico” (Juan Pablo II, 1980), de manera que si la
ciencia se vuelve meramente funcional, pierde esa libertad que debe ser inherente a la
búsqueda de la verdad.
Otro riesgo es llevar a la ciencia más allá de los límites de su propio método, o de
su esencia para tratar responder preguntas acerca del sentido. Esto no puede ser
provechoso puesto que al esperarse respuestas que no puede dar, surgen los
antagonismos que dan lugar a la aparición de ideologías pseudocientíficas,
manifestaciones de superstición y sectarismos –las llamadas “nuevas religiones” – que
deben su poder de persuasión a la necesidad urgente de la gente de una respuesta a la
pregunta del sentido.
Las ciencias naturales no pueden dar cuenta de toda la realidad “pues ciertos
aspectos de nuestras vidas se elevan por encima, y se mueven más allá, de la
dimensión material” (Juan Pablo II, 1980). Para conocer a fondo la realidad el Papa
propone algo que se lleva a cabo en la actualidad: investigación en la línea de la
transdisciplinariedad (UNESCO, 1998), proceso que exige otros métodos y disciplinas
complementarios como los provistos por las artes, las humanidades, la filosofía y la
teología.
Durante el segundo año de su pontificado, en su alocución a profesores y alumnos
en la Catedral de Colonia, Juan Pablo II reconoció que muchos de quienes plantean las
cuestiones conflictivas entre la Iglesia y las Ciencias Naturales se encuentran
influenciados por el “peso de aquellos notorios conflictos que surgieron de la
interferencia de las autoridades religiosas en el proceso de desarrollo del saber
científico.” (Juan Pablo II, 1980) Allí mismo, el Papa advierte que los papeles se han
invertido, ya que la Iglesia ha asumido la defensa de la razón y de la ciencia, de la cual
reconoce que tiene la “capacidad de alcanzar la verdad, que la legitima como una
realización humana” y reconoce, asimismo, la “libertad de la ciencia, por medio de la
cual esta última posee su dignidad como un bien humano y personal”. De acuerdo con
su pensamiento, la inversión consiste en que se ha pasado de la agresión de las
ciencias a la Iglesia, a la protección de las primeras por parte de la última.
Lo que caracteriza el pensamiento de Juan Pablo II sobre la relación ciencia-religión
es la complementariedad, ya que “cuando se siguen sus propios y respectivos
métodos, la religión y la ciencia son elementos constitutivos de la cultura.” (Juan Pablo
II, 1991) Este es uno de los puntos centrales del pensamiento del Papa, porque una
cultura en la que tales “elementos constitutivos” se ignoran o, peor, se enfrentan, se
tiende a la deshumanización. Es por ello que Su Santidad afirma que “la Iglesia
defiende la dignidad y necesidad de la investigación científica y filosófica, para
descubrir los secretos aún escondidos del universo y para arrojar luz sobre la
naturaleza del ser humano” (Juan Pablo II, 1991) porque, continua en el mismo
discurso, tanto la religión como la ciencia “tendrán que responderle a Dios y a la
humanidad por cómo han intentado integrar la cultura humana evitando así el riesgo
de una fragmentación que podría significar su destrucción.”
El pensamiento de Juan Pablo II invita a prepararnos para la instauración del
diálogo entre ciencia y religión que permita la construcción de un mundo en el que
ambas contribuyan a la integración de la cultura humana y no a su fragmentación. El
Papa llama a tomar conciencia de que sin un diálogo maduro, respetuoso e inteligente
entre ambas, dispuesto a superar dificultades y obstáculos, la respuesta será negativa
con todas las consecuencias que eso pueda implicar para la sociedad global.
Parte del desconocimiento de la información histórica se encuentra ejemplificada
por dos documentos pontificios de singular importancia: la carta que Juan Pablo II le
dirigió al director del Observatorio Vaticano en 1987 y la encíclica Fides et Ratio. La
última ha sido difundida con cierta profusión, pero pienso que el mensaje de Su
Santidad en dicha encíclica no ha sido comprendido cabalmente, por lo que es
menester analizar algunos puntos relevantes de ella, y analizar, en seguida, la carta al
director del Observatorio Vaticano.

La Encíclica Fides et Ratio

Después de leerse este documento, no puede sino expresarse auténticos


fascinación y entusiasmo por los conceptos vertidos y las exhortaciones encontradas;
sin embargo, no ha de perderse de vista que su principal objetivo se dirige hacia la
forma en que se usa la filosofía.
En la encíclica se menciona explícitamente la palabra ciencia y algunas de sus
implicaciones en nueve apartados, aunque en los apartados 101 y 105, el Papa
expresa el concepto de la teología como ciencia de la fe. Es, quizás, por las
implicaciones relacionadas con estos conceptos que algunas personas interpreten las
palabras de Juan Pablo II como alguna clase de impugnación al quehacer científico.
Tomemos el apartado 5 como la primera de ellas.
En el mencionado apartado se puede leer, a propósito de las ciencias naturales, que
“los resultados positivos alcanzados no deben oscurecer el hecho de que la razón, en
su preocupación unilateral de investigar la subjetividad humana, parece haber olvidado
que los hombres y las mujeres siempre están llamados a dirigir su pasos hacia una
verdad que los trasciende. Alejados de esa verdad, los individuos se encuentran a la
voluntad del capricho, y sus estados como personas terminan siendo juzgados por
criterios pragmáticos basados esencialmente en datos experimentales, en la
equivocada creencia de que la tecnología debe dominar todo.” Estas palabras son de
una contundencia abrumadora porque encierran una realidad apabullante. Son tan
ciertas estas sentencias, que una desmedida mayoría de los científicos profesionales
las siguen, sin saber que fue el Papa mismo quien las expresó con tan gran acierto.
Dentro del ámbito de la educación es un hecho bien sabido que, desde hace
algunos lustros, muchas sociedades científicas internacionales han pugnado por una
reforma curricular en todos los niveles, especialmente el superior, que contemple una
formación humanística y filosófica en los planes de estudio de las carreras científicas y
tecnológicas. Desafortunadamente, nuestro sistema educativo, fundamentado en el
principio constitucional de educación laica, no hace eco de los clamores internacionales
por la “humanización” de la ciencia y la tecnología.
Bajo esta óptica, el divorcio entre las humanidades y las ciencias naturales, es
parte de un proceso anunciado y esperado. Y aún más, el tan popular modelo de
formación integral, proclamado como uno de los sistemas supremos de la educación,
ha sido tan poco entendido como puede constatarse en la mayoría de los currícula
institucionales en todos los niveles educativos, sobre todo del sector privado:
formación integral no significa simplemente agregar materias humanísticas en las
áreas científicas y tecnológicas, o materias científicas en las áreas humanísticas.
Formación integral consiste, como lo manifiestan los verdaderos científicos, en generar
y cultivar actitudes filosóficas en los futuros científicos y tecnólogos, y actitudes
científicas en los futuros humanistas. La formación integral no es aditiva.
De ahí que la interpretación desorientada y desorientadora de las palabras del Papa
sea una realidad fácil de lograr, sobre todo por la falta de información sobre las
actividades educativas de las sociedades científicas internacionales. Asimismo, por la
descontextualización de las multicitadas palabras, ya que más adelante, en el mismo
apartado de la encíclica, Juan Pablo II asegura que “abandonando la investigación del
ser, la investigación filosófica moderna se ha concentrado en cambio en el saber
humano. En lugar de hacer uso de la capacidad humana de conocer la verdad, la
filosofía moderna ha preferido enfatizar las formas en que esta capacidad se limita y
condiciona.” De acuerdo con Su Santidad, esta actividad de la filosofía moderna “ha
dado lugar a formas diferente de agnosticismo y relativismo que han conducido a la
investigación filosófica a perder su camino en las falsas arenas del vasto escepticismo.”
El apartado 5 termina con una sentencia; Juan Pablo II anuncia que “con falsa
modestia, la gente reposa satisfecha con verdades parciales y provisionales, sin
continuar la búsqueda del significado y el fundamento último de la existencia humana,
personal y social. En suma, la esperanza de que la filosofía sea capaz de proporcionar
respuestas definitivas a estas cuestiones se ha empequeñecido.” Palabras fuertes.
Dirigidas, esencialmente, a los filósofos.
Otro aspecto encontrado en la misma encíclica se lee en el apartado 45 que, a la
letra dice: “Con el advenimiento de las primeras universidades, la teología tomó un
contacto más directo con otras formas de aprendizaje y de investigación científica.
Aunque san Alberto magno y santo Tomás insistieron en la unión orgánica entre
teología y filosofía, reconocieron la autonomía que necesitaban la filosofía y las ciencias
para actuar bien en sus respectivos campos de investigación.” Aquí es evidente el
concepto de autonomía para las ciencias y la filosofía. Como se discute con relación a
la carta de S.S. Juan Pablo II al director de Observatorio Vaticano (siguiente sección)
debe existir autonomía entre las dos disciplinas, pero siempre ha de considerarse que
autonomía no implica subordinación.
Unas frases adelante se lee que “Sin embargo, desde el final del periodo medieval
la distinción legítima entre las dos formas de aprendizaje se convirtió más y más en
una aciaga separación. Como resultado del racionalismo exagerado de ciertos
pensadores, las posturas se hicieron más radicales y de ahí emergió, eventualmente,
una filosofía separada y absolutamente independiente de los contenidos de la fe.”
Parece lo suficientemente claro que, nuevamente Su Santidad se refería al papel de la
filosofía con respecto a la teología.
Por otro lado, en el apartado 88, Juan Pablo II se refiere a la postura filosófica
conocida como cientificismo, en la que se “rehúsa a admitir la validez de formas de
conocimiento que no sean las de las ciencias positivas, y relegan a los conocimientos
religiosos, teológicos, éticos y estéticos al campo de la mera fantasía.” Aquí es
necesario aclarar que el cientificismo, como postura filosófica, no es compartido por la
mayoría de los científicos. En su artículo, Los rayos de Dios, Bryce DeWitt (2005), un
eminentísimo físico teórico, asegura que “en todo físico teórico existe un teólogo
amateur” para referirse al hecho de que entre los miembros connotados de la
comunidad científica internacional, el cientificismo como tal, no se practica. Creemos
que el Papa se refiere a una postura adoptada por filósofos; de ahí la llamada de
atención.
Finalmente, en el apartado 106 de la Conclusión de la encíclica, Juan Pablo II
escribe: “No puedo dejar de dirigir una palabra a los científicos, cuyas investigaciones
ofrecen un siempre mayor conocimiento del universo como un todo y del
increíblemente arreglo de sus componentes, animadas e inanimadas, con su complejas
estructuras atómicas y moleculares. La ciencia ha llegado tan lejos, especialmente en
este siglo, que sus logros no cesan de admirarnos. Al expresar mi admiración y al
darles ánimos a estos valientes pioneros de la investigación científica, a quienes la
humanidad les debe tanto por su desarrollo actual, les solicitaría que continuaran con
sus esfuerzos sin abandonar, nunca, el horizonte de sabiduría dentro del que los logros
científicos y tecnológicos se enlazan con los valores éticos y filosóficos que son la
marca distintiva e indeleble de la persona humana. Los científicos saben bien que la
„búsqueda de la verdad, aun cuando ésta concierna a una realidad finita del mundo o
del hombre, nunca termina, sino que siempre apunta hacia algo superior, más allá del
objeto inmediato de estudio, a las preguntas que dan acceso al Misterio‟”.
Esta es la parte en la que Su Santidad hace alusiones claras y directas a los
científicos y su quehacer cotidiano. El mensaje que se puede leer, tanto en lo directo
como “entre líneas”, contiene cuatro puntos clave: (a) El Papa no puede menos que
admirarse ante los avances y logros científicos, especialmente los alcanzados en los
últimos años (antes de la redacción y publicación de esta encíclica), lo cual es el más
significativo reconocimiento que uno de los más grandes sucesores de san Pedro pueda
hacer al gremio que, según DeWitt, se acerca más a la reflexión trascendental. (b)
Juan Pablo II exhorta a los científicos para que no abandonen “nunca, el horizonte de
sabiduría dentro del que los logros científicos y tecnológicos se enlazan con los valores
éticos y filosóficos que son la marca distintiva e indeleble de la persona humana.”
Nuevamente un reconocimiento de que, en general, los científicos trabajan dentro de
un orden apegado a los valores éticos y filosóficos que distinguen al ser humano. La
exhortación no es a que se adhieran a tal orden, sino a que no lo abandonen. (c) Su
Santidad reconoce que la humanidad está en deuda con los científicos y su ciencia, en
virtud de que son ellos quienes han propiciado el desarrollo que ha convertido el
mundo, de medieval en moderno. (d) Reconoce, finalmente, que los científicos están
conscientes de la trascendencia, por lo que la búsqueda de la verdad –esencia de la
investigación científica– se dirige, siempre, hacia los Misterios de la Creación.
La encíclica Fides et Ratio no es, como algunos de sus lectores la presenta, una
llamada de atención sobre la superioridad de la filosofía o de la teología con respecto a
la ciencia; todo lo contrario. Esta encíclica presenta una primera fórmula sobre la
autonomía de la filosofía y de la ciencia, y, como una segunda interpretación, una
llamada de atención a los filósofos y a los teólogos que van por caminos inconsistentes
con el único y verdadero fin de la filosofía. La lectura crítica de la encíclica conduce a
pensar que –aparte de las preclaras enseñanzas apostólicas–, los científicos van por
buen camino, y no así los filósofos.
La carta de Juan Pablo II al Reverendo George V. Coyne, S.J., Director del
Observatorio Vaticano.

Del 21 al 26 de septiembre de 1987, la Santa Sede patrocinó una Semana de


Estudio en la que se examinaron las relaciones entre la teología, la filosofía y las
ciencias naturales. El tema del evento, celebrado en ocasión del tricentenario de la
publicación de los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural de Newton, fue
“Nuestro conocimiento de Dios y de la Naturaleza: Física, Filosofía y Teología”.
El 1 de Junio de 1988, S.S. Juan Pablo II le dirigió una carta al Reverendo George
V. Coyne, director de Observatorio Vaticano en vísperas de la publicación de los
trabajos presentados en la Semana de estudio mencionada. En esta carta, el Papa
expone sus comentarios y recomendaciones no solamente a la comunidad de
científicos, teólogos y filósofos que participaron, sino al mundo entero, con lo que Su
Santidad constituye el principal mensaje que se centra específicamente en las
posibilidades de la relación entre la religión y la ciencia.
En su carta, Juan Pablo II reconoce, al inicio, las cambiantes relaciones entre
ciencia y religión: “A menudo hemos entrado en contacto durante estos siglos,
apoyándonos mutuamente en algunas otras ocasiones y, en otras, enzarzándonos en
conflictos innecesarios que han enturbiado nuestras historias. En su congreso nos
hemos encontrado de nuevo…” (§ 3) y, más delante, con referencia al diálogo entre
ciencia y religión, en especial en las áreas que ambas tienen en común, urge a que el
diálogo y la búsqueda basadas “en apertura e intercambio críticos, no sólo continúe
sino que crezca y ahonde en calidad y en alcance.” (§ 9). La preocupación de Su
Santidad en cuanto al tema de las relaciones entre ciencia, filosofía y religión es
evidente, rechaza abiertamente la posición de conflicto. Es de notarse que ésta está
representada tanto por el cientificismo, como por la religión que se opone a las
ciencias en nombre de la fe.
En la carta, Juan Pablo II hace un breve recuento de logros alcanzados,
particularmente, por la física y las ciencias de la vida. En cuanto a la primera, hace
referencia al desarrollo de las teorías de unificación que, para el tema en cuestión,
resulta paradigmático el hecho de que “en un mundo de especialización tan detallada
como el de la física contemporánea, existe un movimiento hacia la convergencia” (§
13), es decir, que la unificación en física sería análogo a la unificación –cuando menos
de criterios– para las disciplinas teológicas y científicas. Sin embargo, en este último
aspecto, Juan Pablo II es enfático cuando propone que la unidad disciplinar entre
ambas, ciencia y teología, no espera que tal unificación sea de la misma naturaleza
que la que existe en la física, sino de un “entendimiento mutuo y un descubrimiento
gradual de intereses comunes” (§ 15), dejando al futuro la forma que ha de adoptar
esto. Lo importante es que diálogo entre ambas continúe.
Es fundamental observar que el Papa señala la importancia de que la unidad –en
sentido de unificación– mencionada no es identidad; la “Iglesia no propone que la
ciencia se convierta en religión o viceversa. La unidad, por el contrario, presupone
siempre la diversidad y la integridad de sus componentes.” (§ 18) Estas palabras dan a
entender que la integridad de cada una de ellas ha de preservarse, que hacerse uno no
significa convertirse cada uno en el otro. Juan Pablo II aclara esto en el siguiente
apartado de su carta (§ 19) con frases como “tanto la religión como la ciencia deben
preservar su autonomía y su peculiaridad”, lo cual se entiende como que ninguna debe
subordinarse a la otra, ya que, expresa en líneas adelante, “cada una debe atestiguar
su propia valía. Mientras cada una puede y debe apoyar a la otra como dimensiones
distintas de una cultura humana común, ninguna debe suponer que constituye una
premisa necesaria para la otra.” La fundamentación de la autonomía está dada por el
hecho de que la fe y la ciencia pertenecen a diferentes órdenes del saber, que no
pueden transferirse de uno al otro y que además se encuentra en la postura oficial de
la Iglesia que se manifiesta en la Constitución Gaudium et Spes 36, afirmando,
respecto a la relación entre la ciencia y la fe, que son de “deplorar ciertas actitudes
que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han
dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias
polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”. Por
su parte, el movimiento a la unidad es uno de los puntos centrales del mensaje papal
que pone como ejemplos al movimiento ecuménico del cristianismo y al diálogo
interreligioso.
Sin embargo, por si fuera poco lo anterior, se encuentran más alusiones a la
unidad, pero en otro nivel. En el § 20, se lee que “la unidad implica el esfuerzo de la
mente humana por llegar a comprender y el anhelo del espíritu humano por amar.” En
esta parte, Juan Pablo II llega a la médula del actuar humano, al motor que impulsa
los actos de todos, científicos, teólogos y filósofos, porque en la medida en que los tres
grupos de pensadores se dirijan a la unidad, será la medida en que dirijan sus vidas
hacia un sentido (Cfr. § 20). Aquí, Su santidad hace hincapié en que la “unidad es
consecuencia del amor. Si el amor es auténtico, no pretende asimilar al otro, sino
unirse con el otro.” Palabras que hablan de una verdad evidente en sí misma.
La cuestión fundamental que anima el trabajo es sobre lo que se espera de las
relaciones ciencia-religión-filosofía o ciencia-teología. Quizás la más acertada de las
respuestas a la cuestión es la que Juan Pablo II presenta en el § 22: “Ante todo y
sobre todo, a que lleguen a comprenderse mutuamente” y llama a la teología a
ponerse en contacto vital con la ciencia, y recurrir a sus descubrimientos en uno u otro
grado mientras su principal incumbencia sea “el ser humano, los logros de la libertad,
las posibilidades de la comunidad cristiana, la naturaleza de la fe y la inteligibilidad de
la naturaleza y de la historia”, de manera que la vitalidad y trascendencia de la
teología “se reflejarán profundamente en su capacidad para incorporar estos
descubrimientos.”
Para la Iglesia el proceso de unificación ciencia-teología o el paralelo ciencia-
religión, que no es sino un proceso de aprendizaje mutuo, reviste singular importancia
dado que en el mundo existen personas que luchan por integrar en sus vidas
intelectuales y espirituales los ámbitos de la ciencia y de la religión, así como para
quienes se enfrentan con dilemas difíciles en asuntos de investigación y aplicaciones
tecnológicas. La Iglesia ha reconocido la trascendencia de tales relaciones y fundó la
Academia Pontificia de Ciencias, en la que científicos de clase mundial se reúnen
periódicamente para discutir sus investigaciones.
A este respecto, Juan Pablo II reconoce en el § 27, que los “avances
contemporáneos de la ciencia constituyen un desafío a la teología más profundo que el
que constituyó la introducción de Aristóteles en la Europa Occidental del siglo XIII” y
que así como santo Tomás de Aquino “acabó configurando algunas de las más
profundas expresiones de la doctrina teológica, ¿acaso no podemos esperar que las
ciencias de hoy, junto con todas las formas del conocimiento humano, puedan
vigorizar e informar las partes de la empresa teológica que se relacionan con la
naturaleza, la humanidad y Dios?” Y viceversa, ¿se beneficiará la ciencia con este
intercambio? El Papa afirma que el beneficio de la ciencia se da porque “la ciencia se
desarrolla mejor cuando sus conceptos y conclusiones se integran en la gran cultura
humana y en su interés por el sentido y el valor últimos.” (§ 28) Después de esto Su
Santidad llega a la sentencia que parece ser la de mayor envergadura: “La ciencia
puede liberar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar a la
ciencia de idolatría y falsos absolutos.”
La preclara inteligencia del Papa Juan Pablo II ha captado como pocos pensadores
en la historia de la humanidad la trascendencia e importancia de las relaciones entre
ciencia y religión. Los conceptos de autonomía y de unidad fundamentados en el amor,
conducen a inferir que todos los actores involucrados en estas relaciones, han de
dejarse guiar por el principio rector del cristianismo: el amor fraterno, el amor al
prójimo como a uno mismo. Significa que por ambas partes, todos han de despojarse
de la arrogancia y han de vestirse de humildad para lograr la urgente unidad. Porque
Juan Pablo II, al término su carta, invita a la Iglesia y “a la comunidad científica a
intensificar las relaciones constructivas de intercambio a través de la unidad. Estáis
llamados a aprender los unos de los otros, a renovar el contexto en el que se hace la
ciencia y a nutrir la inculturación que requiere una teología viva. Cada una de ambas
partes tenéis todo que ganar en esta interacción, y la comunidad humana a la que
ambas servimos tiene derecho a exigírnoslo.” (§ 31).
El mensaje de la carta puede resumirse en tres temas centrales. El primero, que
cada vez, con mayor frecuencia, los hombres buscan la coherencia intelectual y la
colaboración, y descubren valores y experiencias comunes, aún dentro de sus
diversidades. En segundo lugar, que existe la necesidad de un diálogo entre la ciencia
y la religión en el cual se preserve la integridad de ambas y se fomente el crecimiento
de cada una; y, finalmente, en tercer lugar, que hay que trabajar en la construcción de
una cultura y una relación en la que cada disciplina retenga su autonomía y al mismo
tiempo esté radicalmente abierta a los descubrimientos y visiones de la otra.
El pensamiento de Juan Pablo II invita a prepararnos para la instauración del
diálogo entre ciencia y religión que permita la construcción de un mundo en el que
ambas contribuyan a la integración de la cultura humana y no a su fragmentación. El
Papa llama a tomar conciencia de que sin un diálogo maduro, respetuoso e inteligente
entre ambas, dispuesto a superar dificultades y obstáculos, la respuesta será negativa
con todas las consecuencias que eso pueda implicar para la sociedad global.
3. Los Milagros
3. Los Milagros

La teología cristiana siempre ha entendido los milagros como signos o señales de la


intervención de Dios en el mundo. Esta idea se extrae de diversos pasajes evangélicos,
en particular el de San Juan (20, 30-31; 5, 36; 10, 25) y el de San Marcos (2, 11-12).
En el primero el evangelista escribe que “Jesús hizo muchas otras señales milagrosas
delante de sus discípulos… éstas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo en él tengan vida.” Y en el segundo
leemos el relato de la sanación de un paralítico, con lo que Jesús acude a los milagros
para justificar su autoridad. El mayor de todos los milagros es su propia resurrección.
Los milagros son, quizás, la cuestión principal en el diálogo ciencia-religión puesto
que tienen que ver con la intervención directa de Dios en el mundo y, por la forma en
que ocurren, siempre han sido tema de discusión y debate científico. Un primer
acercamiento tiene que ver con la pregunta: ¿Qué es un milagro? puesto que son
varios términos los que se han traducido como “milagro” en la Biblia: oth (signo,
señal), mopet (acto simbólico), semeia (señal, signo), terata (maravillas) y dumanis
(actos de poder). En el lenguaje cotidiano, milagro se usa para designar cualquier cosa
inusual, desde una aparición, hasta una jugada que salva de la derrota a un equipo de
fútbol. En cualquier caso, si los milagros son acontecimientos en los que Dios actúa de
manera extraordinaria entonces, así como en los experimentos científicos que se
centran en un factor causal para su análisis, ellos tienen mucho que enseñarnos sobre
la acción de Dios en el Universo.

3.1 ¿Son ciertos los milagros?

A partir de las ideas del filósofo David Hume (1711-1776) plasmadas en su obra
“Investigación sobre el entendimiento humano” es común escuchar, todavía en
nuestros días que un milagro es una violación de las leyes de la naturaleza o como una
suspensión momentánea de estas leyes. A pesar de ser una forma popular de entender
lo que es un milagro, tal definición no tiene nada que ver con, por ejemplo, lo que las
palabras bíblicas implican por milagro. Por un lado, el griego thaumasion, cuyo
equivalente latino es miraculum, significa “lo que evoca una maravilla o algo
asombroso”. La palabra hebrea para milagro es oth, que significa “signo” o “señal”;
esto es, un evento que indique otra cosa diferente a sí mismo. Para santo Tomás de
Aquino un milagro es un evento que está más allá del poder natural de producirlo una
criatura, y la definición de milagro de acuerdo con la doctrina Católica, debida al papa
Benedicto XIV (1675-1758) es: “un milagro es un evento cuya producción está más
allá del poder de la naturaleza visible y corporal sola”. Además, para que el evento se
calificado como milagro, Benedicto XIV añade que debe tener significado religioso. En
todas las definiciones anteriores nada se dice sobre la violación de las leyes de la
naturaleza; ¿por qué habría de violar Dios las propias leyes que el dictó? Dios sabe lo
que quiere y, por lo tanto, al crear el universo entero le dio leyes para que evolucione
de acuerdo con un plan establecido. Entonces, decir con Hume que un milagro viola las
leyes de la naturaleza, es una forma de negar la omnisciencia y la omnipotencia de
Dios y en consecuencia, si no podemos confiar en que en que va a respetar sus propias
leyes, tampoco podríamos confiar en que guardará Su palabra de que un día nos
resucitará para vivir con Él eternamente.
Otro problema con la definición de Hume es que implica que la probabilidad de
ocurrencia de un milagro es bajísima, tanto que cualquier milagro reportado siempre
sería menos probable que la posibilidad de que las leyes de la naturaleza fuesen
violadas. Por consiguiente, de acuerdo con él, los milagros son imposibles por
definición, de manera que algunos científicos ni siquiera los consideran existentes
como para hablar o discutir sobre ellos. Por ejemplo, el premio Nobel de Física Vitaly
Ginzburg, en una entrevista concedida para la revista Social Sciences en 2003, afirmó
6
que le “parece absurdo que una persona educada crea en milagros”. La cuestión es si
los científicos que piensan como el Dr. Ginzburg se han tomado la molestia de revisar
las evidencias sobre la ocurrencia de milagros o no, puesto que si la característica
esencial de las ciencias experimentales es su apertura imparcial a la evidencia, la
simple opinión humiana parece ser anticientífica. La postura que se defiende en este
ensayo contiene tres argumentos: Primero, que las evidencias de la ocurrencia de
milagros en la antigüedad, tanto como en nuestros días, es respetable y merece
atención; lo opuesto puede calificarse de anticientífico. Segundo, que la definición de
Hume ha monopolizado las discusiones sobre milagros, por lo que éstas se sesgan
tanto para científicos como para teólogos y, tercero, que los milagros se entienden
más claramente como señales de la acción divina que, como la gracia, no violan a la
naturaleza, sino que ocurren a través de ella, la perfeccionan y revelan su fundamento
divino. Debe quedar claro que no se clama por un teísmo o por la existencia de una
acción divina, sino por una postura que asegura que, si Dios existe y actúa sobre la
naturaleza en la forma en que los teólogos denominan Providencia, entonces los

6
Por educada, se entiende una persona que tiene estudios superiores y/o posgrados (N. del A.)
milagros pueden entenderse como casos de ésta con lo que adquiere sentido teológico
y científico.
La postura que entraña el ser científico ante un evento de esta naturaleza, sería la
opinión: “No parece haber explicación natural conocida para este acontecimiento”,
pero tampoco puede concluir de manera terminante, que el suceso sea un milagro.
Este es un paso que requiere fe, aunque en algún futuro pueda encontrarse la
explicación natural. A este respecto ha de tomarse en cuenta que los milagros siempre
ocurren dentro de contextos de fe o por oración individual o comunitaria, por lo que
sólo se observan durante la vida terrenal de un santo o una santa, o por su mediación
después de su muerte. Por otro lado, si también se debieran a una ley desconocida de
la naturaleza, entonces también se observarían en un contexto secular, lo que no
parece haber ocurrido hasta el momento.
Desde esta perspectiva existen, según Terence L. Nichols (2002), dos maneras de
entender la acción de Dios en un milagro. La primera es la tradicional: Dios responde a
la oración, la fe y la santidad. Por ejemplo, si una persona o un grupo de personas de
fe y santidad le piden a Dios por medio de la oración una sanación, Dios puede
responder. La segunda manera es así: Es probable que la actividad de Dios –o Su
“energía”, para utilizar una analogía moderna– esté siempre disponible como un campo
(en sentido estrictamente físico-matemático) extendido, sólo accesible para aquéllos y
aquéllas que se abren y entregan a Dios en fe, santidad y oración. La analogía es
sintonizarse como se hace con una transmisión de radio. Las ondas de radio están
siempre presentes en nuestro derredor, pero no podemos darnos cuenta de su
presencia a menos que tengamos un receptor sintonizado en una frecuencia dada. Los
dos modelos, dice Nichols, son necesarios y complementarios. El primero describe la
acción de Dios en términos de una respuesta personal, mientras que el segundo lo
representa como un “campo” siempre presente, pero al que sólo unos cuantos tienen
acceso. El primero explica el hecho de que los milagros son una respuesta a la oración,
pero siempre se puede objetar que no siempre existe una respuesta. El segundo nos
aclara que la oración en sí misma es condición de suficiencia pero no de necesidad.
Para que exista la respuesta, el orante debe necesariamente abandonarse y entregarse
a Dios incondicionalmente en fe y santidad, lo cual no mucha gente está dispuesta a
hacer. Esto no significa que Dios tenga a sus favoritos y consentidos, sino que el
acceso a Dios sólo se logra abandonándose por fe verdadera, con lo que es posible
“sintonizarse” con la acción divina. Para que Dios pueda actuar en nuestras vidas
tenemos que ser altamente receptivos.
3.2 Física cuántica y milagros

La visión actual del universo se fundamenta en la física cuántica y en la teoría


general de relatividad, la cual es completamente diferente de la visión que se tenía –
pero que sigue vigente– con base en la física clásica, de la que la teoría newtoniana es
una parte esencial. El legado de Newton nos proporciona un enfoque determinista del
universo; esto es, si se conocen con precisión las condiciones iniciales de un fenómeno,
entonces cualquier desenlace podrá describirse en términos de las leyes causales
conocidas. Newton creía que Dios todavía intervenía en Su creación para hacer algunas
correcciones en el curso de las cosas, y que muchos de los “vacíos” que existían en el
universo y que serían llenados por Dios, han sido llenados gradualmente por los
descubrimientos subsecuentes de físicos, químicos y biólogos. Sin embargo, para el
siglo XIX se encontraron muchos y muy serios cuestionamientos a la visión newtoniana
del universo físico. En ese año surgió la mecánica cuántica que, a su vez, mostró que
el universo era mucho más complicado y complejo de la que sugería la mecánica
newtoniana. Max Planck introdujo una hipótesis que revolucionaría la ciencia y
cambiaría para siempre la visión clásica del universo.
Planck estaba estudiando el problema de la radiación de cuerpo negro, efecto
descubierto en la segunda mitad del siglo XIX, que hasta entonces no parecía tener
solución viable. La solución que presentó se basaba en la hipótesis de que la energía se
absorbía o irradiaba por átomos en cantidades discretas o paquetes (a los que Einstein
llamaría cuantos), en lugar de hacerlo de manera continua como lo sugería la física
newtoniana. Experimentos posteriores confirmarían la hipótesis con lo nacía la
mecánica cuántica.
Una de las más asombrosas consecuencias de los postulados cuánticos fue la
llamada dualidad onda-partícula que, en pocas palabras, establece que todos los
objetos físicos en el universo tienen un comportamiento doble: como onda y como
partícula. Cada una de ambas naturalezas es observable por separado, y nunca
simultáneamente. Por ejemplo, en un estudio con electrones, si se diseña un
experimento para medir alguna propiedad ondulatoria como la longitud de onda,
entonces se observará que éstos se comportan como si fueran ondas, mientras que si
se diseña un experimento para medir una propiedad de partícula material como su
masa, entonces se observa que los electrones se comportan como partículas
materiales. Los electrones, como todo objeto en el universo, tienen ambas naturalezas,
ondulatoria y corpuscular. Para 1926, Max Born publicó un artículo en el que proponía
que las ondas que describen el movimiento de partículas cuánticas son “ondas de
probabilidad”, lo que causó tremendo furor en el ámbito de la física, puesto que de ser
cierto, tal propuesta significaría el tiro de gracia para el determinismo en las leyes de
la física. Significaba que el universo está regido por leyes probabilísticas en las que la
aleatoriedad juega un papel preponderante.
Einstein se opuso tajantemente con argumentos como el siguiente: Si la mera
probabilidad del comportamiento de las partículas subatómicas fuese lo mejor que uno
puede descubrir, entonces ¿cómo podría describirse como predecible y cierto el
comportamiento de tales partículas? ¿y cómo se relacionaría su comportamiento con el
comportamiento predecible y cierto de bolas de billar, planetas y galaxias? Sin
embargo, Bohr, Heisenberg, Pauli y Born continuaron desarrollando lo que llegó a
llamarse la interpretación de Copenhage de la mecánica cuántica que, como ha
demostrado la historia hasta nuestros días, ha sido la correcta. Esta dice que la
realidad física, en lugar de estar determinada de manera absoluta, es estadística y
probabilística y depende de la manera en que se observe (la dualidad). Las
consecuencias que ha tenido en el desarrollo de la ciencia y la tecnología modernas
han sido abrumadoras. El científico Heinz Pagels dijo que la mecánica cuántica se ha
convertido “en la más poderosa herramienta matemática para explicar fenómenos
naturales que ha caído en las manos humanas”, ha conducido al desarrollo de nuevos
inventos como el microchip, el láser y la tecnología criogénica, además de que ha sido
el fundamento esencial para comprender los enlaces químicos, la estructura y
funcionamiento del ADN, la superconductividad, la física nuclear y la astrofísica, entre
muchos otros.
Todo esto de la probabilidad y estadística está muy bien en el micromundo de los
átomos y partículas subatómicas; pero ¿qué ocurre en el macromundo cotidiano de los
automóviles, los planetas, las aves y los fenómenos meteorológicos por mencionar
unos cuantos? En este mundo la aleatoriedad no parece prevalecer o ser intrínseca a
las cosas visibles y palpables. Aquí puede darse una explicación determinista absoluta
porque la mente humana “promedia” las diferentes probabilidades de los sucesos de la
vida diaria con lo que obtiene una comprensión de sentido común para una regularidad
de la experiencia humana. En el macromundo, los acontecimientos tienen una
probabilidad asociada debido a que este mundo está fundamentado en el micromundo
cuántico. Así, la certeza de los eventos futuros es relativa aun si el evento tiene una
probabilidad infinitesimal de ocurrir o no ocurrir. La física cuántica proporciona así, una
explicación para la ocurrencia de milagros. Todo suceso milagroso tiene asociada una
probabilidad de ocurrir, por lo que siempre es probable que se dé el acontecimiento.
3.3 Recuento breve de milagros en la fe cristiana

El Cristianismo (la religión Católica Apostólica Romana Cristocéntrica) es una


religión fundamentada sobre un milagro, la Encarnación que, además, se justifica por
otro milagro, el más importante de todos, la Resurrección de Cristo. Todavía en
nuestros días muchas conversiones al Cristianismo se dan a causa de los mismos
milagros descritos en la Biblia: resurrección de muertos, sanación de enfermos,
expulsión de demonios y visiones de la Virgen, Jesús o de ángeles. La cuestión es si los
acontecimientos calificados como milagros pudieron suceder en la realidad o han sido
simplemente historias que invitan a la conversión. Para llegar a una conclusión ha de
discutirse sobre ellos a la luz de la razón. El propósito fundamental de la discusión
siguiente es hacer ver que la definición de milagro de Hume no tiene fundamentación
real. Comenzaremos por la resurrección de un muerto.
En primer lugar se necesita una definición para la palabra “muerto”. La imagen más
frecuente es la de un esqueleto o un cuerpo semejante a una momia, pero para el caso
que se analiza todas las resurrecciones relatadas en la Sagrada Escritura se refieren a
personas que no llevan más de tres días muertas, y el cuerpo ha sido declarado
muerto, generalmente por personas sin conocimientos médicos. Existen muchos casos
en que el corazón puede detenerse durante un cierto lapso y volver a la normalidad
por medio de un choque eléctrico o espontáneamente. Los casos de catalepsia también
se presentan con cierta frecuencia, por lo que en tales casos se sepultaba a una
persona con posibilidades de volver a la vida; de ahí la práctica del embalsamamiento.
Así, si una persona declarada muerta repentinamente “despertase” en una reunión de
fieles que oraban por él o ella, el acontecimiento sería tan impresionante que muchos
de aquellos calificados de escépticos se volverían creyentes. En los casos bíblicos tanto
Jesús como los apóstoles se llevan el crédito por la resurrección de muertos, los que
eran indudablemente, milagros. A la fecha no se ha realizado ningún experimento para
determinar si efectivamente la oración personal o comunitaria puede resucitar a un
muerto, como tampoco se tienen estadísticas que comparen el número de muertos que
hayan vuelto a la vida sin oraciones con el número de muertos que hubieren resucitado
con oraciones de por medio. Lo importante es que en ninguno de los casos anecdóticos
se violan las leyes de la naturaleza y en cualquiera de ellos se cumple la definición
ortodoxa de milagro. Todos son casos asombrosos.
La sanación de enfermos tiene una vasta variedad de ejemplos. La situación
milagrosa se da cuando una persona enferma se recupera de manera prácticamente
espontánea después de que se ha hecho oración por él o ella, con la restricción de que
un médico calificado ha desahuciado a la persona enferma, la ha encontrado
efectivamente enferma, o cuando ésta no puede pagar un tratamiento. Como en el
caso de las resurrecciones, a la fecha no se cuenta con estadísticas que indiquen
cuáles y cuántas sanaciones se obtienen por oraciones o, quizás, por autosugestión, lo
cual es poco probable en casos de cáncer o de fracturas; sin embargo, tampoco existe
ningún caso en que la sanación por oraciones sea inconsistente con las leyes de la
naturaleza. Uno de los milagros ocurridos en Lourdes consistió en la sanación de un
hueso fracturado que sanó con rapidez inusual. En condiciones normales el tiempo
para las recuperaciones de una fractura sigue una gráfica denominada distribución de
Gauss, la cual tiene forma de campana. En números esto significa que un 66% de los
casos tienen un promedio de varias semanas para sanar, mientras que una mitad del
resto tarda más tiempo y la otra mitad tarda menos tiempo. Este último caso, como
casi todos los demás, se realiza de acuerdo con las leyes de la naturaleza actuando
muy a nuestro favor, o sea, de manera milagrosa.
La expulsión de demonios tiene que ver con lo que actualmente se conoce en
psicología como desorden de identidad disociativa, por el que las personas con este
mal aparentan tener varias personalidades. En el pasado las diferentes personalidades
se asociaban a seres sobrenaturales, generalmente los demonios. Existen varias curas
para esta enfermedad, cuyo punto común es suprimir todas las personalidades excepto
una, la personalidad central, a la cual, el psicólogo clínico, la convence de ignorar a las
otras. Todos los casos documentados de la cristiandad sobre “posesos” son
consistentes con el desorden de identidad disociativa. Así, si una de las personalidades
asegura ser un demonio y se convence a la personalidad central de que una ceremonia
religiosa destruirá la personalidad demoníaca, lo más probable es que así ocurra. Y
para esto tampoco se viola ninguna ley de la naturaleza.
Por supuesto que la doctrina católica asegura que existe un demonio particular,
Satanás, quien es el amo y señor de los demonios menores. Su existencia puede
entenderse no en el nivel psicológico sino en el genético, lo cual se manifiesta en el
cerebro generando comportamientos asociados con los sociópatas, algunos sicópatas o
con personalidades inherentemente perversas que no manifiestan arrepentimiento por
sus actos. Tales casos son también consistentes con el desorden de identidad
disociativa, por lo que así visto, Satanás no sólo existe realmente, sino que es el amo
de todos los demonios menores.
En cuanto a la cuarta clase de milagros de conversión, las visiones, el ejemplo
clásico es la Anunciación: el arcángel Gabriel se le aparece a María para anunciarle que
dará a luz un hijo aun sin conocer varón, milagro que se acepta sin problema por
quienes profesan la fe católica. Por otro lado, se sabe que un 42% de los conversos en
Sudáfrica, se convirtieron del Islam al Cristianismo porque tuvieron visiones en las que
se les dijo que Jesús es Dios. En todos los casos, aquellos que ven visiones saben o
creen que tales visiones son posibles y los escépticos no tendrían reparo en aceptar
que la autosugestión juega un papel importante; sin embargo, ningún converso
interpreta de ese modo la visión. La evidencia acumulada en las apariciones en el cerro
del Tepeyac, Fátima, Lourdes, Sabana Grande, etc., muestra que lo más probable es
que es el escéptico quien está equivocado.
Los milagros no violan, jamás, las leyes de la naturaleza. Creer lo opuesto, es una
idea asociada con la herejía maniquea y no con el Cristianismo tradicional. Un milagro
es un suceso altamente improbable desde el punto de vista humano, pero inevitable
cuando se comprende exactamente hacia dónde quiere Dios que vaya la historia
universal, y representa la manifestación directa de Dios en el universo.

3.4 La Estrella de Belén

Cuenta el Evangelio según san Mateo que cuando nació N.S. Jesucristo, apareció
una estrella especial en el firmamento. Unos magos la observaron desde algún lugar
de oriente, dedujeron que tal suceso anunciaba el nacimiento del Mesías y se pusieron
en marcha para ir a adorarlo (Mt. 2, 1-12). La aparición de esta estrella es, quizás, el
milagro más estudiado y se han ofrecido tantas explicaciones, que hasta se incluye lo
más disparatado como que se trataba de un OVNI. Para obtener una explicación
coherente han de considerarse tantos factores como sea posible. Lo primero es la
fuente de información. La única disponible es el Evangelio según san Mateo, el único
en que se relata este hecho. En el Evangelio según san Lucas, no se menciona la
estrella ni los magos, pero sí que un ángel les anuncia a los pastores el nacimiento de
Jesús (Lc. 2, 8-20), y en los dos restantes Evangelios no se menciona el
acontecimiento.
En segundo lugar, en la antigüedad el término mago tenía el significado de hombre
sabio, el equivalente moderno de un científico. Entonces, los magos a los que se
refiere el relato evangélico tenían un conocimiento profundo (para la época) de los
fenómenos celestes. Su ciencia era la astrología –que dicho sea de paso nada tiene
que ver con la charlatanería actual– por lo que históricamente se consideran como los
primeros astrónomos que creían que existía una correspondencia entre eventos
celestiales y terrenales. El relato evangélico concuerda con esta descripción porque,
además, al oriente de Jerusalén y Belén se encontraba Babilonia, el centro astronómico
más importante del mundo antiguo.
En tercer lugar, está el asunto de la fecha. El relato de Lucas sugiere que el
nacimiento debió ocurrir en primavera, puesto que esa era la estación en que podría
encontrarse a pastores con sus rebaños. Por otro lado, el establecimiento del año del
nacimiento de Jesús fue hecho por Dionisio Exiguus, un monje de Rusia que vivía en
Roma, muerto en el año 544. Este monje dio como fecha el 25 de diciembre del año
753 de la era romana, que sería el año 1 de nuestra era. Pero Dionisio se equivocó. El
Evangelio según san Mateo expresa que el nacimiento ocurrió durante el reinado de
Herodes, lo que indica que la fecha debió ser, al menos, cuatro años antes. Esto es
también consistente con el dato histórico de que César Augusto ordenó un censo de
todos los ciudadanos romanos alrededor del año 8 a.C., puesto que está de acuerdo
con Lucas 2,1. Aparte de lo que estamos tratando, este hecho tiene una implicación
fascinante ya que podría significar que José y por consiguiente Jesús como hijo de
José, eran ciudadanos romanos. Por lo tanto, Jesús pudo haber evitado la flagelación y
la crucifixión puesto que ambos castigos estaban prohibidos para los ciudadanos
romanos. Jesús aceptó voluntariamente su terrible muerte.
En cuarto lugar, tenemos el significado de la palabra estrella. San Mateo utiliza esta
palabra en singular, quizás porque era un término familiar, ya que aparece 24 veces
en el Antiguo Testamento y el plural u otra palabra relacionada, por ejemplo, con
planetas, no aparece. La Estrella de Belén es una estrella; no se refiere a un planeta, o
un cometa, sino a un punto de luz real fijo en la bóveda celeste.
Respecto a los hechos astronómicos, se sabe perfectamente que muchos de los
eventos que ocurren en el universo tienen una cierta periodicidad, y por ello es posible
regresar al pasado para saber cuando, por ejemplo, pasaron cometas y hubo
conjunciones de planetas. Un hecho fidedigno y fácil de comprobar es que durante el
periodo del año 8 al año 1 a.C., no hubo cometas y hasta la fecha no se han
encontrado rastros de novas o supernovas aparecidas en el mismo lapso. Lo que sí se
sabe es que en el año 7 a.C. se dio una conjunción entre Júpiter y Saturno, del tipo
conocido como conjunción triple, el cual es un evento peculiar. La última conjunción
triple ocurrió en 1980 y la siguiente se observará en 2238. Este hecho puede
relacionarse con el error de Dionisio en la composición de su calendario.
Finalmente, san Mateo escribe que los magos “vieron salir” la estrella, sin
especificar con exactitud desde dónde la habían visto; lo más que sabemos es que fue
desde el oriente. Sin embargo, lo más probable es que por la posición de los planetas
con respecto a las llamadas estrellas fijas, y porque el fenómeno se observó
directamente arriba de la región donde se encuentra Belén, la conjunción debió
observarse entre las estrellas que conforman las patas del león de la constelación Leo.
Este hecho es el más relevante, porque Jesús descendía de la tribu de Judá, para la
que su símbolo era un león. Todo coincide, fecha, lugar geográfico de observación en
Asia, lugar de la estrella en el firmamento y simbología. Este es otro caso que
demuestra la afirmación de que Dios no viola las leyes de la naturaleza, sino que
simplemente acomoda los eventos de manera que coincidan en el momento y en el
lugar preciso. El relato de la estrella de Belén tiene el suficiente fundamento como para
considerarse verídico, y un auténtico y verdadero milagro.

3.5 El Viernes de Dolores

El llamado Viernes de Dolores corresponde en nuestras tradiciones populares al día


en que N.S. Jesucristo fue crucificado. En tal día ocurrieron una serie de
acontecimientos milagrosos anunciados por los profetas. En el Evangelio según san
Lucas (23, 44-45) se lee que “desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda la
tierra quedó en oscuridad. El sol dejó de brillar, y el velo del templo se rasgó por la
mitad”, mientras que san Mateo (27, 51) añade explícitamente que también se sintió
un terremoto. Estos acontecimientos ponen de relieve el carácter de señal o prodigio
de los milagros, y como en el caso anterior de la Estrella de Belén, son el resultado de
eventos que ocurren en la naturaleza de manera ordinaria.
Por otro lado, en el Antiguo Testamento se anuncian señales extraordinarias
asociadas con el día de mayor gloria de Dios. Por ejemplo, en los Hechos de los
Apóstoles (2, 20) se narra que san Pedro cita textualmente al profeta Joel (2, 31): “El
sol se volverá oscuridad y la luna como sangre, antes que llegue el día del Señor, día
grande y glorioso” describiendo con detalle las señales prodigiosas que se verían en el
cielo antes del día del Señor. Algunos astrónomos como J.C. Humphreys y W.G.
Waddington mencionan que la expresión “luna como sangre” se utiliza para describir
un eclipse lunar. Y un eclipse de luna fue observado desde Jerusalén el 9 de diciembre
del año 29 d.C. Además, para completar las señales prodigiosas, el astrónomo Fred
Espenak calculó que ocurrió un eclipse total de sol dos semanas antes del de luna, y
que, por la manera en que ocurrió, fue visto como eclipse total desde Galilea.
San Mateo (27,45) da cuenta en su Evangelio que el día de la crucifixión “desde el
mediodía y hasta las tres de la tarde toda la tierra quedó en obscuridad.” (cf. Lc 23,
44; Mc 15, 33), mientras que San Lucas afirma explícitamente que el sol se oscureció.
Con todos estos testimonios, las palabras de san Pedro debieron causar un impacto
tremendo entre su auditorio unos pocos meses después de la crucifixión, puesto que la
Resurrección de Jesús –el Día del Señor– fue un hecho que ocurrió después de los dos
eclipses que pudieron observar los habitantes de Palestina.
Estos eventos se relacionan directamente con el Viernes de Dolores si tomamos en
consideración que, como se mencionó antes, hubo un error en la composición del
calendario que tomaba como año 1 el año del nacimiento de N.S. Jesucristo. Para que
todas las evidencias históricas tengan sentido junto con los hechos astronómicos
calculados, inclusive con la aparición de la estrella de Belén, la mejor fecha para el
nacimiento de Jesús es alrededor del 22 de Marzo del año 8 a.C., la cual es consistente
con la fecha de su crucifixión fijada por los eventos astronómicos mencionados.
Además, ha de considerarse, por otro lado, que el profeta Joel (2, 10) asegura que se
sentiría un terremoto y que el griego contemporáneo Flegon, registra que un terremoto
se sintió en todo el Cercano Oriente en el año 29 d.C. San Mateo en 27, 51 y san Lucas
en 23, 45 dan cuenta del terremoto ocurrido el día de la crucifixión.
Todo coincide, san Lucas nos dice en 3, 23, que Jesús tenía “unos treinta años
cuando empezó su ministerio”, lo que quiere decir que tendría entre veinticinco y
treinta y cinco años cuando fue crucificado. La fecha de 22 de marzo del año 8 a.C.
significaría que su edad era de treinta y cuatro años para el año 27 d.C., lo que es
consistente con una vida pública de tres años que terminó el año 30 d.C. Puede
apreciarse que los milagros del Viernes de Dolores fueron, nuevamente, una muestra
de la gloria de Dios quien, de acuerdo con Su plan de salvación, acomoda los eventos
naturales para que coincidan en el lugar y en el momento precisos.

3.6 La Sábana Santa

La Sábana Santa de Turín, mejor conocida como Síndone, es una de las dos piezas
o reliquias de las que se cree contienen imágenes de N.S. Jesucristo formadas de
manera milagrosa. La otra pieza es el Sudario de Oviedo. Cuando en la primera de
ellas se descubrió impresa la figura de una persona, se suscitaron una serie de
investigaciones muy serias y rigurosas por parte de prestigiosos científicos, tanto como
de teólogos y filósofos. Han aparecido numerosas sociedades dedicadas únicamente al
estudio del tema que organizan simposios y congresos con regularidad. Pero, ¿qué hay
detrás de todo ello? ¿Cómo fue que se dio tal fenómeno? En esta sección se recorrerá
brevemente el fascinante camino que se ha seguido durante varias décadas de
indagaciones sobre la Síndone.
La Síndone es una sábana de lino de 4.36 metros de largo por 1.10 metros de
ancho tejida con espina de pescado. Sobre ella se ven las huellas de una imagen –
frontal y dorsal– de un hombre muerto por crucifixión y se observan dos líneas
oscuras y dos triángulos blancos, vestigios de quemaduras causadas durante un
incendio en 1532.
Una de las primeras pistas históricas señala que la Sábana –más probablemente el
sudario– fue llevada a Edessa (la actual Urfa, al este de Turquía) donde se usó para
lograra la conversión de Abgar V, rey de Edessa (reina del 13 al 50), al cristianismo.
Poco después de que su hijo volviera al paganismo se le pierde la pista. En el año 216
Edessa fue anexada al imperio romano, año en que probablemente el manto regresó a
la ciudad, aunque no parece que se haya exhibido de manera alguna, sino hasta que
apareció, en el año 525, en uno de los nichos encima de una de las puertas de la
ciudad.
En el 943, un ejército enviado por el emperador bizantino Romano, llegó a la
todavía musulmana Edessa. El general prometió no invadir la ciudad, además de pagar
una cierta cantidad de dinero y la libertad de 200 prisioneros musulmanes, a cambio
del manto con la imagen de Jesús. Después de muchas negociaciones, se llegó a un
acuerdo y la sábana se llevó a Constantinopla, donde el 15 de agosto de 944 se recibió
con grandes celebraciones y se le instaló en la capilla Pharos del palacio imperial de
Constantinopla, depósito de muchas otras reliquias sagradas. En 1204, durante la
Cuarta Cruzada Constantinopla fue tomada y saqueada; en la confusión el manto
desapareció y, durante un siglo nada se supo, excepto por documentos de la Orden de
Caballeros Templarios. En 1306 se encontró una pintura en una de las casas de los
Templarios en Templecomb, Inglaterra, de la que hasta la fecha se sugiere que
representa el rostro del hombre de la Síndone. El 13 de octubre de 1307 los
Templarios fueron arrestados por orden del rey Felipe el Hermoso acusados de herejía
e idolatría. Sus altos dignatarios, Jaques de Molay y Geoffrey de Charny, fueron
quemados en la hoguera el 19 de marzo de 1314, mientras que la Síndone siguió
desaparecida.
El Memorando de D‟Arcys manifiesta que en 1355 se tuvieron la primeras
ostensiones de la Síndone en la capilla de Lirey, cerca de Troyes. Su propietario era un
caballero del lugar llamado Geoffrey I de Charny, quien murió el 19 de septiembre de
1356 en la batalla de Poitiers. La Síndone pasó al poder de su viuda Jeanne de Vergy
y, más tarde, se entregó a Margarita de Charny, hermana de Geoffrey II de Charny.
Pasó el tiempo y, en 1418, a raíz de las guerras con Inglaterra, la Síndone se trasladó
de Lirey al castillo de Montfort por razones de seguridad y luego a St. Hippolyte sur
Doubs, en Alsace-Lorraine, cerca de Suiza. El 22 de marzo de 1453, Margarita, ya
anciana y sin hijos, recibe de regalo un castillo y un estado de parte del Duque Luis de
Saboya a cambio de “valiosos servicios”, los cuales son interpretados como la entrega
de la Síndone a la familia Saboya, quienes serán sus propietarios durante cinco siglos.
En 1578 la Síndone se trasladó a la catedral de Turín, lugar que fue su residencia
permanente, excepto en tiempos de guerra, y se le instaló en el altar, en un lugar
construido especialmente con ese fin, de donde se cambió en 1694 a la capilla real
para depositarse en una urna especial, lugar en que permaneció por tres siglos.
La Síndone se expuso públicamente sólo cinco veces durante el siglo XIX y en la
última de ellas, el 28 de mayo de 1898, un abogado llamado Secondo Pia le tomó las
primeras fotografías. Cuando Pia obtuvo la placa negativa, lo que observó era en
realidad un “positivo”, una imagen más clara y nítida que la que se observa en el
original a simple vista. Ello quería decir que la imagen impresa en la Sábana es un
negativo fotográfico, cuyas áreas oscuras aparecían claras en la placa y viceversa. El
resultado obtenido por Pia fue una impresionante fotografía bien detallada y
destacada, con asombrosos contrastes.
Las fotografías de Pia dieron gran fama a la Síndone y la convirtieron en objeto de
serios escrutinios científicos. La pregunta clave era: ¿cómo se formó la imagen? Puesto
que ninguna técnica pictórica era capaz de reproducir, ni remotamente, algo
semejante. En 1931, el fotógrafo Giuseppe Enrie obtuvo nuevas y mejores fotografías
que, al ser analizadas exhaustivamente, mostraron que no había presencia de
pigmentos. En 1969, el cardenal Pellegrino nombró una comisión de diez hombres y
una mujer, entre ellos cinco científicos para examinar la Síndone, cuyas conclusiones,
que se publicaron en 1976 no aportaron nada extraordinario.
En 1977 se conformó un equipo científico interdisciplinario para estudiar la
Síndone, denominado STURP por sus siglas en inglés (Proyecto de Investigación sobre
la Síndone de Turín). El más intrigante hallazgo fue que la imagen en la Sábana Santa
contiene datos tridimensionales, lo cual se comprobó midiendo el grado de luminosidad
de la imagen, que está matemáticamente relacionado con la distancia del cuerpo al
lienzo. Esto quiere decir que la imagen alcanza el máximo grado de brillantez en las
zonas donde el lienzo toca la piel (nariz, frente, cejas, etc.), mientras que es menos
intensa donde cuerpo y tela no se tocan como las órbitas de los ojos y ambos lados de
las mejillas. Con esta información, y la utilización de un instrumento científico diseñado
para estudiar fotografías de estrellas y planetas, pudo reproducirse una imagen
tridimensional del hombre envuelto en la Sábana. Este simple hecho de producir una
imagen estereoscópica a partir de una fotografía bidimensional constituía una pieza de
investigación crucial, al tiempo que un asombroso avance tecnológico.
La imagen en la Síndone está constituida por una descoloración de la parte más
externa de las fibras de lino del tejido y presenta tal detalle, que fue posible contar el
número de contusiones causadas por los azotes en la espalda y distinguirse los
arañazos producidos. Además no se observa direccionalidad, es decir, líneas de trazos
como los que deja el uso de pinceles, lo cual corrobora la ausencia de pigmentos en la
tela y, por si fuera poco, el color amarillo parduzco no pudo disolverse ni alterarse
mediante el uso de reactivos químicos. Otra sorpresa fue el descubrimiento de dos
objetos colocados sobre los ojos. Tras minuciosos estudios se encontró que el objeto
colocado sobre el ojo derecho es una moneda, un leptón acuñado en tiempos de Poncio
Pilato. En los tiempos de Jesús se tenía la costumbre de colocar monedas sobre los
ojos de los cadáveres para mantenerles los ojos cerrados. Este hecho muestra que el
hombre de la imagen fue enterrado a la usanza judía de hace 21 siglos.
Además de estos hallazgos, en el laboratorio del New England Institute se
analizaron muestras tomadas de las zonas de la Sábana donde se creía había señales
de sangre. Los científicos encontraron hemoglobina, la proteína de la sangre y, por un
análisis más exhaustivo, determinaron que, en efecto, las zonas de sangre del lienzo
habían sido manchadas por sangre humana, lo que trae una nueva interrogante:
¿cómo es que esa sangre no se encuentra embarrada, como ocurre cuando se retira,
por ejemplo un vendaje, de una herida?
La formación de la imagen sigue siendo un misterio. Desde 1978 se han propuesto
diversas hipótesis para explicarla, todas ellas sin comprobación experimental. La más
aceptada es que la imagen se formó por quemadura superficial, dadas las
características de descoloración, oxidación y deshidratación de las fibras.
Tecnológicamente todavía se espera una explicación plausible; científicamente, la física
cuántica puede proporcionar pistas, aunque igualmente hipotéticas hasta su
comprobación experimental. Lo esencial aquí es que la Síndone envolvió a un hombre
real, un judío del siglo I crucificado por los romanos de un modo rigurosamente
paralelo al descrito por los Evangelios en el caso de N.S. Jesucristo.
La Síndone muestra el cuerpo de un hombre muerto por crucifixión. El hecho de
que se le haya guardado con celo y considerado objeto de veneración, aunado al
asombroso estado de conservación, conduce a pensar que algo extraordinario sucedió
que hizo que se considere que la Síndone es realmente la Sábana con la que se
envolvió el cuerpo de N.S. Jesucristo. La imagen desafía, todavía, todo intento de
explicación racional; a la fecha nadie ha podido reproducir algo semejante aún con la
más moderna tecnología. Muchas hipótesis se han propuesto sobre la producción de la
imagen y todas coinciden en la irradiación de alguna forma de energía. Pero no se
trata de debatir o polemizar sobre los méritos de uno u otro de los mecanismo
propuestos, sino comprender que lo más importante es el por qué una cierta forma de
energía debe asociarse con la resurrección y, después, el cómo pudo tal energía haber
logrado la impresión de la imagen, en la que la presencia de sangre es otro aspecto
asombroso. La evidencia prueba que la Sábana no fue retirada por medios físicos,
puesto que las manchas de sangre están intactas. Cada una de esas manchas se
caracteriza por una precisión anatómica, con los contornos plenamente definidos. Si se
hubiera retirado el lienzo, las manchas aparecerían embarradas y los coágulos
resquebrajados, lo cual es un claro indicio de que el cuerpo no fue movido ni
desenvuelto ¿Cómo explicar esto?
Por otro lado, más evidencias muestran que el cuerpo envuelto no se descompuso
mientras estuvo en contacto con la Síndone, mientras que los patólogos aseguran que
se encontraba en estado de rigidez cadavérica (rigor mortis). La ausencia de
descomposición indica que el cuerpo de Jesús no estuvo mucho tiempo en contacto con
la Sábana, aspecto importante, dado que en el Oriente Medio, en la época de la Pasión,
las condiciones climáticas obligarían a una fuerte y relativamente rápida
descomposición. La conclusión es que el cuerpo se separó de la Síndone tras un lapso
relativamente corto (¿cómo?).
¿Y qué decir de la edad de la Síndone? El equipo STURP realizó estudios para fechar
la confección de la tela, en los que analizaron el polen encontrado del que se
encontraron diversas variedades que evidencian la veracidad de los datos históricos.
Por otro lado se llevó a cabo la prueba de carbono 14 que mostró que la Síndone se
fabricó entre 1260 y 1390 d.C. lo cual sería una prueba de que no podría ser la Sábana
con que se envolvió a N.S. Jesucristo. Sin embargo, estudios más recientes muestran
que la primera prueba no fue confiable, ya que no se tomó en consideración la
contaminación debida a bacterias, la transformación de una sustancia contenida en las
fibras de lino con el tiempo y que la muestra que se tomó formaba parte de una
sección que había sido restaurada. Un nuevo estudio llevado a cabo posteriormente, en
1999, que tomó en consideración todos los factores posibles, arrojó como resultado
que el lienzo fue fabricado alrededor del año 351 a.C., fecha muy plausible, dado que
el intervalo de error es de 100 años. La edad concuerda, pues, con el tiempo en que
vivió, murió y resucitó N.S. Jesucristo.
Desde hace siglos filósofos y científicos se han preguntado si es posible tener una
prueba empírica a favor de la fe en Dios. Puede ser que la Síndone sea lo que piden
porque, ¿qué mejor conformación pudo concedernos Dios que tal cúmulo de pruebas
empíricas e históricas a favor de la resurrección de Jesús y de la posibilidad para cada
uno de nosotros de alcanzar a vida eterna? Cuando los escépticos de su tiempo le
exigieron a Jesús que garantizara su mensaje, Él mismo les indicó la prueba de su
resurrección de entre los muertos (Mt 12, 38-40). Estamos todavía muy lejos de una
explicación total de la imagen de la Síndone en toda su belleza, con sus cualidades de
majestad, dolor y paz impresas en el rostro torturado. La Síndone es la prueba
sobrenatural del evento único que justifica nuestra fe, y que atestigua la
transformación de un cadáver humano en un cuerpo vivo que nunca jamás estará
sujeto a la muerte.

3.7 El mayor de los milagros: la Resurrección de Cristo

“y si Cristo no resucitó, el mensaje que predicamos no vale para nada, ni tampoco


vale para nada la fe que ustedes tienen.” (1Cor 15, 14) Son las palabras que san Pablo
le dirigió a los corintios hace casi dos mil años. Hoy decimos: Si Cristo no resucitó vana
es nuestra fe. Su resurrección es el evento fundamental de la cristiandad pues
“sabemos que Dios, que resucitó de la muerte al Señor Jesús, también nos resucitará a
nosotros con él” (2Cor 4, 14). El hecho de la resurrección tiene dos vertientes de
análisis: la primera tiene que ver con la autenticidad histórica y realidad física de
regresar a la vida después de estar clínicamente muerto, y la segunda con la duda y la
certeza que proporcionan los relatos evangélicos a la luz de la fe. Comenzaremos con
esta última vertiente.
Esta perspectiva tiene una primera interpretación que considera la resurrección
como una metáfora o un relato mitológico, como la narración de la Eneida que da
cuenta de la aparición del fantasma de Héctor que se presentaba mostrando la herida
que le hizo Aquiles. Lo realmente importante en este caso es que, desde esta
perspectiva, debe considerarse la tradición greco-romana de hace más de dos mil
años, una cultura y una forma de pensar completamente diferente a la de nuestros
días. En aquel entonces se creía sin lugar a dudas, en la aparición de espíritus, por lo
que los primeros cristianos, influidos por esta forma de pensar, creerían que la
resurrección hubiese sido sólo en espíritu. Sin embargo, Lucas (24, 36-43) enfatiza el
hecho de que no fue así, ya que Jesús resucitado los conmina a que lo toquen y les
pide de comer, mientras que san Juan (20, 26-29) describe lo que pasó con Tomás,
Estos relatos evangélicos muestran que la resurrección de Cristo fue en cuerpo y
espíritu.
La tumba vacía refuerza este hecho. Es imperativo en este momento admitir que
Jesús realmente murió en la cruz, pues la tumba vacía suministra la transición entre su
muerte y entierro, y su resurrección de entre los muertos. Al mismo tiempo,
representa otro cambio, pues el Discípulo Amado, al entrar al sepulcro y al ver lo que
había pasado, creyó, pues “todavía no habían entendido lo que dice la Escritura, que Él
tenía que resucitar” (Jn 20, 3-9). La ausencia del cuerpo del Señor, la tumba vacía, fue
lo que llevó a la fe verdadera a Juan y es lo que ha de llevar a los cristianos de todos
los tiempos a creer realmente en Cristo resucitado. El problema era que no fue fácil
que los discípulos y sus contemporáneos se convirtieran en creyentes, mucho menos
que otros pueblos aceptaran el mensaje. Todo ello se resumía en lo que hemos
escuchado muchas veces como el “escándalo de la cruz”. San Pablo (1Cor 1, 18) lo
expresa como el “mensaje de la muerte de Cristo en la cruz parece una tontería a los
que van a la destrucción; pero este mensaje es poder de Dios para los que vamos a la
salvación.” Para los judíos, nos dice Benedicto XVI, “la Cruz es skandalon, es decir,
trampa o piedra de tropiezo… y era inconcebible que Dios pudiera acabar en una cruz,
símbolo del fracaso, el dolor y la derrota, por lo que aceptar la cruz era realizar una
profunda conversión contraria a todo lo que su cultura y tradición de siglos enseñaba.”
Los discípulos y sus contemporáneos necesitaban señales más profundas que los
sacudieran de su estupor para convertirse en verdaderos creyentes capaces de llegar
al martirio. Es notorio lo que san Marcos (9, 31-32) nos dice en varios pasajes de su
Evangelio. Los Doce no entendían lo que quería decir con aquello de que sería
entregado a quienes lo matarían, pero resucitaría a los tres días, y se cuestionaban lo
que significaba lo de resucitar (9, 10). Además nos relata que los discípulos, en el
camino a Jerusalén se encontraban asombrados y temerosos cuando anuncia por
tercera vez su muerte (10, 32-34). Más adelante (16, 14) los reprende por su falta de
fe y su terquedad, pues después de su resurrección se apareció a María Magdalena y a
otros dos, quienes les avisaron que lo habían visto, pero no les creyeron (16, 9-13). El
testimonio de la resurrección fue el disparador de su fe y ha de ser el de la nuestra.
Uno de los puntos que más llama la atención en cuanto a la resurrección de Cristo
es que repentinamente, sus seguidores y discípulos creyeron en Él y en las escrituras,
pasando de estar casi consumidos por el temor a valerosos defensores de Jesús como
Dios y Señor. ¿Qué ocurrió para que cambiaran su actitud y su forma de actuar tan
radical y súbitamente? Son muchos los pasajes evangélicos en los que se menciona
que los apóstoles no entendían claramente quién y qué era Jesús. El concepto de que
el Hijo del hombre estaba vinculado en esencia a la Gloria de Dios les era
prácticamente incomprensible. Sin embargo, con las apariciones después de la
resurrección se les muestra esta Gloria de Dios, con los que les queda claro que Jesús
es el Hijo de Dios, la encarnación de Dios. De esta manera, las apariciones tuvieron un
efecto y una influencia tan poderosos, que tuvieron que creer sobre la base de lo que
estaban viendo, oyendo y tocando. En este contexto, antes de la fe tuvo que haber
conocimiento; esto es, la fe no fue antes de las apariciones, sino una consecuencia de
éstas. Lo mismo le ocurrió a Pablo en el camino hacia Damasco, cuando se convierte y
adquiere una fe infinita en Jesucristo (Hch 9, 1-18).
Por otra parte el Evangelio según San Juan trae nuevas dimensiones. En el capítulo
20 se afirma que María Magdalena clama tres veces que se llevaron a Jesús, y en la
tercera ocasión, que es cuando Jesús mismo le pregunta por qué llora, ella no lo
reconoce y lo confunde con el jardinero. Esto se ha interpretado diciendo que así como
Adán en el Jardín del Edén simboliza la primera creación, Jesús representa la nueva
creación en su muerte y resurrección. María Magdalena, después de reconocerlo,
igualmente comprendió y creyó, cayendo a sus pies adorándolo.
La muerte y resurrección de Cristo se convierten así, en una cuestión de fe. Pero,
¿no podría encontrarse evidencia que nos pruebe que la resurrección fue un hecho
físico real sobre el que se puede disertar sin apelar a la fe? Es decir, ¿podrían
encontrarse argumentos científicos válidos que prueben la realidad de la resurrección?
Por supuesto que sí, y se encuentran en la Física Cuántica. El paradigma cuántico vino
a cambiar radicalmente la concepción del universo como se conocía a finales del siglo
XIX y principios del XX. Aun en nuestros días todavía se entiende el funcionamiento del
universo como regido por relaciones de causa-efecto, esto es, como que los eventos
que suceden están absolutamente determinados por una ley absoluta. Por ejemplo,
ponga agua en un recipiente, luego éste sobre una hornilla de la estufa, y se calentará.
Y también, si una persona muere, permanecerá muerta hasta el fin de los tiempos. Sin
embargo, la física cuántica trajo la idea irrefutable de que las leyes de la naturaleza no
son absolutas sino probabilísticas. Esto significa que lo más que podemos decir de un
evento en la naturaleza es la probabilidad de que ocurra. Entonces, en esta nueva
visión existe la probabilidad de que el agua no se caliente al ponerla a la flama en una
estufa o de que un muerto –clínicamente declarado muerto–, resucite. Así, la física
cuántica es la más poderosa herramienta de que dispone la ciencia actual para
describir los fenómenos naturales.
En la sección 3.2 se ha discutido brevemente el papel de la Física Cuántica y su
relación con la ocurrencia de milagros. La ley física que explica la resurrección de Jesús
fue descubierta en 1976 por Gerardus „t Hooft quien recibió el premio Nobel de física
en 1999. La ley se comprendió completamente hasta 1980 y tiene que ver con un
proceso denominado aniquilación de bariones, en el que se observa una
desmaterialización de objetos. Lo que la ciencia moderna afirma es que tal proceso
consiste en la “conversión” de materia que conforma a un cuerpo en unos entes
denominados neutrinos, los cuales son partículas elementales que interaccionan muy
débilmente con la materia y, en consecuencia, son invisibles –pero existen realmente–.
Al revertirse el proceso se observaría la materialización del cuerpo a partir de la nada
aparente. La imagen de la Síndone presenta algunos aspectos de los que se esperaría
que fuesen consecuencia del proceso de desmaterialización en neutrinos. Así, la
resurrección es un ejemplo de la primera desmaterialización del cuerpo muerto de
Jesús, seguido por una materialización de un cuerpo vivo. Los rastros de este proceso
dejados en las paredes de la tumba están ahí para ser estudiados; el problema es que
no se conoce el lugar exacto para comenzar a buscarlos. La resurrección fue tan real
como que el cielo es azul.
Segunda Parte: Elementos de
Espiritualidad
4. ¿En qué consiste la salvación?
4. ¿En qué consiste la salvación?

Sólo Jesús salva. La religión es el medio de salvación. ¿Eres salvo? Todas las
anteriores son frases que se escuchan con frecuencia y que, con toda seguridad,
encierran una realidad irrefutable, a excepción de la última que es una pregunta cuya
respuesta se antoja muy difícil a menos que se sepa que quiere decir exactamente el
término “salvo”. Pero, ¿en qué consiste la salvación? ¿De qué nos viene a salvar la
religión? La respuesta es muy simple y a la vez muy compleja: de nosotros mismos.

4.1 Los problemas esenciales del hombre

Todo análisis histórico y toda interpretación antropológica conduce a que el hombre


es un ser con una necesidad imperiosa e innata de creer en algo que lo trascienda. Así
es como nacieron las mitologías ancestrales y se desarrollan las actuales. La necesidad
de creer en algo que pueda salvar al hombre (¿de qué?) en nuestros días lleva, por
ejemplo, a pensar en que la existencia de seres extraterrestres que viajan la Tierra
desde mundos ignotos con fines misteriosos es una realidad; a aceptar adivinadores
cuyos nombres de corte orientalista –Madame Zoraya– o simplemente con aire
extranjerizante –Giovanna, Walter– les confiere un aura de misterio y de
respetabilidad, tanto como a astrólogos cuya palabra y presencia son reverenciadas, y
así como a todo tipo de quiromancias y cartomancias. Quienes detentan este poder,
que desde el punto de vista de la fe se equiparan con los falsos profetas bíblicos,
pertenecen al grupo de gente conocedora de la mencionada necesidad humana de
creer en algo o alguien capaz de trascender su propio mundo. La sentencia del
Deuteronomio (18, 10-12) es un llamado a la cordura existencial: “Que nadie de
ustedes ofrezca en sacrificio a su hijo, haciéndolo pasar por el fuego, ni practique la
adivinación, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique a la hechicería ni a los
encantamientos, ni consulte a los adivinos y a los que invocan a los espíritus, ni
consulte a los muertos. Porque al Señor le repugnan los que hacen estas cosas.”
Entonces, una persona que afirma ser católica, y al mismo tiempo va a “que le echen
las cartas”, consultar astrólogos, médiums o a pedir que le realicen “trabajos” de
magia o brujería, incurre en actos reprobables a los ojos de Dios y se contrapone al
espíritu de la Iglesia. Además de acuerdo con la doctrina, el primer mandamiento de la
Ley de Dios tiene como uno de sus aspectos prácticos alejarse de todas esas
actividades porque es un deshonor a la providencia divina. El Catecismo de la Iglesia
Católica (2116) es lo suficientemente claro al respecto: “todas las formas de
adivinación deben rechazarse… la consulta de horóscopos, la astrología, la
quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el
recurso a „mediums‟… están en contradicción con el honor y el respeto que debemos
solamente a Dios”. Los adivinos tienen éxito, además de explotar la necesidad y la
ignorancia de las personas que acuden con ellos, a que saben combinar la psicología
con las probabilidades, y con algo de “cuento” son capaces de confundir inclusive a
personas inteligentes. Por su parte la falsedad de la astrología ha sido probada y
demostrada por la ciencia desde hace siglos. Solamente piénsese en esto: en el
hemisferio sur no se ven las mismas estrellas y constelaciones que en el hemisferio
norte; entonces, ¿cómo es posible que la astrología tenga valor real en nuestro
planeta? O ¿Hay una astrología para el hemisferio sur y otra para el hemisferio norte?
El Catecismo sigue iluminando (2115): “la actitud cristiana justa consiste en
entregarse con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro
y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto. Sin embargo, la imprevisión
puede constituir una falta de responsabilidad”. Como dice Jesús: “el que tenga oídos
para oír que oiga”.
Retomando el tema, el hecho de que la religión se presenta como salvadora quiere
decir que pretende dar respuesta directa no a lo que el mundo tiene de finito y
negativo, sino a lo que el hombre tiene como imperiosa necesidad básica y
fundamental: creer en lo trascendente. La religión es salvadora en cuanto que
responde eficazmente a un ansia humana que no puede satisfacerse en lo terreno,
comenzando por el amor a la vida y el deseo de vivir con plenitud. En consecuencia,
para analizar el tema de la salvación han de considerarse algunos de los problemas
emocionales y existenciales que aquejan al hombre. Siguiendo a Benzo (1970), el
primero de ellos es que para el hombre el tiempo es un factor vivencial muy
importante; es decir, es un ser para el que presente, pasado y futuro representan
aspectos de su vida relacionados con su estabilidad y felicidad. El aspecto problemático
del presente es su constante e ininterrumpida aniquilación; es decir, ese movimiento
del presente por el que se convierte continuamente en pasado acarrea sentimientos de
pérdida, alejamiento y desvanecimiento. En cuanto al futuro, los problemas son la
imposición, la incertidumbre, la amenaza y la consunción. Para un niño, el futuro es
una promesa de aumento de posibilidades, pero para el adulto es una amenaza de
pérdida de posibilidades. Aquí cabe recordar lo que el Eclesiastés (12, 1-2) nos dice:
“Acuérdate de tu Creador en los días de tu adolescencia, antes de que lleguen los días
malos y vengan los años…”
En segundo lugar, está el problema de la libertad y, en ésta a su vez, el principal
problema es el de la decisión, puesto que lo más grave del acto libre no es el esfuerzo
mismo de decidir, sino que toda decisión significa necesariamente una renuncia. Elegir
el futuro que ha de convertirse en presente acarrea renunciar a innumerables futuros
posibles que ya no serán, a múltiples existencias que nunca viviremos. Esta angustia
causada por la decisión es lo que lleva a la renuncia de la libertad, a entregarse a la
apatía, a la pasividad, a poner el poder de decisión en manos de un jefe, de un partido
o de un astrólogo para que fijen nuestra conducta. Y no menos problemática que la
libertad individual, es la libertad colectiva por la que la humanidad decide su porvenir,
cerrando su abanico de posibilidades hacia una dirección única que, como la historia
evidencia, puede ser de vida o de muerte, de salvación o de ruina total. Esta es una
experiencia nueva de nuestro tiempo no sólo por el aumento de poder técnico del
hombre, sino también porque la humanidad se experimenta a sí misma como una
comunidad y no como un conjunto de grupos.
Por otro lado, el problema de libertad es complejo, en el sentido de que tiene una
gran cantidad de facetas. La cuestión de la elección mencionada arriba es una de ellas,
quizás la más fundamental, pues elegir de entre varias posibilidades de acción supone
un conflicto que varía dentro de amplio rango desde muy simple hasta tan complicado,
que en ocasiones es necesario cavilar durante días, buscar el consejo de otras
personas o aplicar técnicas de toma de decisiones. El punto es que cualquiera que sea
la elección, la que se tome de manera verdaderamente libre, esto es, la que conduce a
la verdadera libertad, deberá contribuir al crecimiento espiritual, emocional e
intelectual de la persona y, como consecuencia, a alcanzar una meta de superación
personal. Considérese un ejemplo simple de la vida cotidiana. Un joven adolescente
que va a una fiesta o un antro, tiene que elegir entre beber (bebidas alcohólicas, por
supuesto) y no hacerlo, o entre consumir drogas y no hacerlo. El resultado de su
elección puede ser importantísimo para él, pues puede significar aceptación o rechazo
por parte de un grupo social, alta probabilidad de sufrir un accidente vial de funestas
consecuencias, o caer en la adicción y la esclavitud que esto implica. Si elige beber
para ser socialmente aceptado, es evidente que su decisión no fue libre ni lo conduce a
una verdadera libertad. Si se engancha en las drogas cualquiera otra decisión que
tome será en función de éstas, por lo que se convierte en un auténtico esclavo. Así
podemos encontrar un sinfín de ejemplos que llevarán a concluir que la verdadera
libertad consiste, no en hacer lo que me venga en gana, sino en hacer lo que debo
para alcanzar metas de perfeccionamiento. Nunca palabra escrita ha tenido más
actualidad y contundencia que lo encontrado en el Evangelio de San Juan (8, 32):
“conocerán la verdad y la verdad los hará libres”.
La tercera situación problemática del hombre es que el hombre se encuentra
acosado por tres amenazas: el destino, el dolor y la muerte. El destino se entiende
como el conjunto de circunstancias y poderes que condicionan la libertad del hombre.
Nacido en un tiempo, en un lugar y en un ambiente que no se eligió, con cualidades
intelectuales, emocionales y físicas más limitadas de lo que le gustaría, viviendo en ese
mundo particular construido con el oficio, la familia y la sociedad, siempre acechado
por la enfermedad y a veces por cataclismos, el hombre se siente víctima de un
destino prefabricado. El mejor símbolo de esta situación es Job sentado sobre la ceniza
(3, 3-23), lamentándose por haber nacido. La ominosa presencia del destino nos
revela una limitación esencial del ser: que la vida no solamente es hecha, sino también
dada; que el futuro no solamente es elegido, sino también impuesto. Entonces surge la
pregunta fundamental: ¿es posible encontrar un sentido al destino, o ha de verse en él
una irracionalidad de la existencia humana? si hay libertad, ¿cómo es que parece ser
que se tiene un destino ya trazado?
Más corrosivo que el destino es el sufrimiento. El dolor presente es una realidad
que se anida en nuestra vida psíquica y que aparece como un anti-yo, como algo que,
en lugar de incorporarse a nuestra vida, la trastorna y la interrumpe. El hombre pasa
su vida huyendo del dolor y el sufrimiento sin poder abandonarlo. El Eclesiastés (9, 11-
12) muestra la realidad del dolor humano:”…el hombre es sorprendido por el infortunio
cuando repentinamente cae sobre él.” Así, surge una pregunta semejante a la anterior:
¿es el sufrimiento una característica de la existencia humana? ¿O hay en él algún “para
qué”, alguna razón, algún sentido? ¿Existe algún bien, cuya consecución pueda
compensar de todo lo sufrido?
El destino, el dolor y el sufrimiento nos llevan a la amenaza suprema, la muerte, “el
último enemigo” (1 Cor, 15, 26), de la que el Eclesiastés (9, 2-6) afirma que “los vivos
saben al menos que morirán, pero los muertos no saben nada…sus amores, sus odios,
sus celos, todo ha perecido: jamás tomarán ya parte en cuanto se hace bajo el sol”.
Por otra parte, la visión social laica de la muerte la impone como algo atroz, a veces
cruel y repugnante, como una negación absoluta del ser; como dice Sartre, para la
muerte no es posible prepararse, pues la muerte es lo contrario del ser, es la nada. Y
ante esta postura, está la del creyente quien no se prepara para la muerte en sí, sino
para el tránsito a la vida eterna. Por ello, para quien no cree, la muerte le aparece
como lo absurdo, lo inconcebible, ante lo que no cabe ninguna actitud adecuada.
La cuarta situación problemática es que el hombre es un ser ansioso. En lo
profundo de su ser, y a pesar de que muchos lo nieguen, el hombre tiene ansia innata
de los bienes del espíritu: el ansia de verdad, de bondad y de belleza. El ansia de
verdad implica un deseo puro de saber, de conocer, lo que a su vez conduce a sentir
que falta tanto por saber, tanto por conocer. Nuevamente el Eclesiastés (1, 12-13, 17-
18) advierte que “a mucho saber mucho dolor; a más sabiduría, más inquietud.” Y, sin
embargo, en un nivel puramente humano, el conocimiento también trae aparejado un
sentimiento de bienestar y satisfacción. Por otra parte, el ansia de bondad es la más
humana de todas las ansias, pues de ella, como ente abstracto, se derivan los actos
concretos por los que puede sentirse confianza y seguridad, con lo que se hace
presente la tranquilidad y la paz, elementos esenciales de la felicidad. Lo bueno, la
bondad, surge en la conciencia como un ideal de vida que tiene como objetivo la
transformación del ser humano mismo. La bondad es hija predilecta de la caridad, lo
que en palabras de san Pablo se presenta el ideal de vida pues afirma que “tener amor
es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia ni ser presumido, ni
orgulloso, ni grosero, ni egoísta;… es no alegrarse de las injusticias sino de la verdad.”
(1Cor 13, 4-6). El ansia de bondad se manifiesta por el deseo de encontrar alguien así
y de ser así, pues en el fondo se sabe que es la única manera de alcanzar la plenitud.
Así como la bondad presenta un ideal de hombre, la belleza presenta un ideal de
mundo, en esto consiste el ansia de belleza. Para el niño en el mundo todo es
revelación, novedad, descubrimiento; pero para el adulto, muchas veces se revela
como monotonía, y el descubrimiento de que cosas nuevas exigen esfuerzos cada vez
mayores puede hacer que se pierda de vista la belleza intrínseca de toda la creación.
Esta ceguera espiritual es siempre fruto de influencias diabólicas puesto que el dios de
este mundo, el diablo, “los ha hecho ciegos de entendimiento para que no vean la
brillante luz del Evangelio” (2Cor 4, 4), esto es la deslumbrante belleza que reside en
todas las criaturas. En otras palabras, las situaciones de egoísmo y arrogancia que
desembocan necesariamente en todos los vicios capitales son el camino seguro a la
infelicidad. Por ejemplo, la necesidad de reconocimiento lleva a muchas familias a
endeudarse a veces severamente, con tal de que la fiesta de XV años de su hija o del
primer año de vida de su primer hijo sea la mejor del barrio. Si el vecino rentó un
salón para 100 personas, pues ahora rentan uno para 200. Allí sólo hubo egoísmo,
vanidad, arrogancia y envidia. Después solamente sensación real de vaciedad y
preocupaciones. Y qué decir de cuando se entregan a excesos en lo concerniente a la
gula y la lujuria, perdiendo el sentido moral (cfr. Ef 4, 19-21); al cabo de un tiempo se
llaga al cansancio y cada vez necesitar más y más, pues ya nada satisface. El adulto
que llega así a una situación de hastío en su vida, no puede alcanzar la plenitud;
puede convertirse en un ser irredento, sin salvación. Son aquellos que vemos
amargados y, en el fondo, sin querer reconocerlo por su mismo estado de arrogancia,
afligidos, tristes y arrepentidos. El bálsamo preventivo para ello nos lo proporciona el
Evangelio, pues nos hace ver que todo aquello que debe hacerse a escondidas, en “lo
oscurito”, por lo que hay que mentir, son obras por influencia del maligno, “Pues todos
los que hacen lo malo odian la luz y no se acercan a ella para que no se descubra lo
que están haciendo” (Jn 3, 20).
Finalmente, la última es el ansia de poder, la ambición. En ella reside el anhelo de
ser respaldado por la obediencia ajena, con lo que nos aliviamos del sabor amargo de
la impotencia interior. Esta es hermana del ansia de amor posesivo en su doble
modalidad de poseer y ser poseído; no obstante, es evidente –basta con voltear a
nuestro derredor– que todo intento de fundamentar la existencia en otro ser humano
está destinado al fracaso. Un ejemplo lo encontramos en matrimonios en los que de
alguna manera no se ha cumplido con las promesas que se hacen como parte esencial
del sacramento. Ser buenos padres no comienza con los hijos, sino con el amor mutuo,
genuino y verdadero que se juraron ante Dios y ante los hombres el día de la boda. Es
muy poco probable que los esposos que dependen de los hijos para satisfacer su
necesidad de cariño lo encuentren realmente. Cuando no existe ese verdadero amor
conyugal, el supuesto amor de padres se convierte en algo posesivo y celoso que
busca la propia satisfacción más que el verdadero bien del hijo o hija. Estos son los
amores que hacen a los hijos malcriados, egoístas y mimados. Y en veces otros padres
frustrados en sus vidas tratan de realizarse a través de sus hijos obligándolos a hacer
lo que ellos quisieron pero por cualquier razón no pudieron. El hijo crecerá rebelde e
insolente y como en el otro caso, será presa fácil de las drogas, el alcoholismo o la
promiscuidad. Los padres que se aman mutuamente en Dios, amarán a sus hijos con
verdadero Amor y la familia que forman vivirá en paz, concordia y tranquilidad. Podrán
cometer errores, más nunca causarán un daño serio y permanente en sus hijos,
porque en un hogar así los hijos se sienten seguros, amados y aceptados, con lo que
desarrollarán fuerza de espíritu, generosidad y capacidad de amar; sus posibilidades
de ser realmente felices serán muy elevadas.
Esta rápida síntesis de los problemas esenciales del hombre basta para mostrar que
la salvación religiosa pretende ser una solución válida. En los siguientes artículos de
esta serie analizaremos lo que en mi opinión es la única respuesta válida, la ofrecida
por la religión católica.
4.2 Respuesta cristiana a los problemas del hombre

En la sección anterior se han expuesto brevemente los problemas que aquejan la


existencia del hombre: temporalidad, libertad, sufrimiento, muerte y ansiedad. Toca
ahora analizar, también brevemente, la respuesta cristiana de la salvación. Para
comenzar con la salvación del ser temporal, han de revisarse algunas cosas
relacionadas con creencias prevalecientes en muchas sociedades occidentales: las
concepciones hinduista y budista del tiempo. Estas representaciones se asemejan a
una espiral: la existencia terrena se repite en diversos planos en un número limitado
de veces. El alma transmigra a seres superiores o a seres inferiores, según haya sido
la pureza de la conducta; pero, al final del proceso, lograda la purificación completa, el
alma se libera de esta “rueda de la vida” y llega, según el hinduismo, a una fusión
panteísta con la divinidad, o según el budismo, al reposo del nirvana. Ambas doctrinas
consideran el tiempo humano como una mera ilusión, simple apariencia que no
pertenece a la esencia del ser.
Por su parte, el tiempo bíblico no es helicoidal ni simbólico. Es un tiempo rectilíneo
e irreversible; esto es, parte de un punto para evolucionar en una dirección hacia un
final, y cada segmento tiene un significado y una posición propios. El principio del
tiempo es la creación del mundo y el final, la venida escatológica de Dios. Así, el
fundamento de la redención cristiana del tiempo en el pasado está en la palabra de
Dios anunciada por los profetas y encarnada en Jesucristo, mientras que en el
presente, la salvación de la temporalidad se inicia en el “ahora” mediante los múltiples
lazos que el cristiano ya tiene con la eternidad. Tales lazos se entienden en las
siguientes categorías: El cristiano –católico– está en paz con Dios por la Redención y el
perdón divino; en diálogo con Dios por la oración; pertenece al pueblo de Dios por
formar parte de su Iglesia; está en manos de Dios por la providencia divina, inhabitado
por Dios por la presencia en el alma de las tres Personas divinas; es ayudado por Dios
mediante la gracia y es alimentado Dios por la Eucaristía. Abundaremos un poco
solamente en la oración y en la inhabitación de las tres Personas divinas.
La oración es la esencia misma de las religiones personales; es el intento de
establecer un diálogo con la divinidad. En la oración el cristiano trasciende el tiempo;
en cualquier circunstancia, ya sea enfermo, preso o calumniado, el creyente puede
superarla al ponerse en una situación de eternidad al tomar conciencia de ese vínculo
indestructible con Dios por medio de la plegaria, con la que participa de la eternidad
del Creador. Jesús reúne en sí mismo los dos aspectos esenciales de la religión: es
orante y es revelador. Los evangelistas describen la oración individual de Jesús
realizada en retiro solitario y, a veces, a lo largo de toda la noche (Lc 6, 12).
Mencionan sus oraciones litúrgicas de acuerdo con la costumbre judía: bendición de los
alimentos y recitación de los salmos (Mt 14, 19; 26, 30). Después de la subida de
Jesús a los cielos nace la plegaria cristiana en toda su novedad: la Iglesia se dirige al
Padre por mediación de Jesús, de donde nace la costumbre litúrgica de terminar las
oraciones con las palabras “por Jesucristo Nuestro Señor” (Jn 14, 14).
Orar es una parte esencial de la vida cristiana que no puede dejarse de lado, por lo
que hablar de una persona cristiana es hablar de una persona de oración. Pero hay que
diferenciar entre rezar y orar. La primera acción se refiere a la repetición o lectura de
una fórmula ya establecida, compuesta por alguna otra persona; tal es el caso del rezo
del Padre Nuestro, el Ave María o los salmos. En cambio la oración es un diálogo
espontáneo, sin guión; es comunicarse con Dios a través de un diálogo continuo por
medio del cual expresamos pensamientos y emociones personales, alabamos o
presentamos peticiones. Por supuesto que esto no significa que los rezos tienen poco
valor frente a la oración, sino que simplemente, se hace la distinción para marcar las
características que tienen una y otra formas de entablar la comunicación con Dios.
El acto de orar ha sido objeto de estudio científico. Recordemos, del primer
capítulo, que la ciencia no es un simple conjunto de conocimientos estáticos
completados hace muchos años, sino que se concibe como un proceso por el cual el
hombre se relaciona con su entorno y se proporcionan las bases para el desarrollo
tecnológico. En la primera parte de esta concepción, la relación del hombre con su
entorno, se incluyen no nada más la física, química, biología y matemáticas, sino
también la sociología, economía y nada menos que la teología. Como proceso, vemos
emerger nuevas disciplinas como la Genómica y la Nanociencia que conjugan
conocimientos de física, química, biología y computación aplicados de diferente
manera, con lo que se obtienen nuevos y más avanzados conocimientos. Dentro de las
nuevas ciencias se encuentra una muy particular: la Neuroteología.
La Neuroteología es una nueva ciencia que promete descubrimientos asombrosos.
Desarrollada con base en las últimas tecnologías con las que es posible explorar la
actividad del cerebro en pleno funcionamiento, se ha demostrado, por ejemplo, que la
meditación y la oración pueden modificar la estructura del cerebro, con lo que puede
mejorarse su capacidad para resistir enfermedades y anular o revertir eficazmente
algunos procesos degenerativos propios de la edad. El origen de la Neuroteología se
encuentra en los trabajos de Herbert Benson, un cardiólogo de la Escuela de Medicina
de Harvard, quien ha estudiado el papel que juega el sistema nervioso central –en
particular el cerebro– en los procesos de enfermedades humanas. Dos de los más
significativos hallazgos de Benson fue, primero, que el sistema de respuesta al estrés
involucra a todo el sistema nervioso y, segundo, que la meditación ayuda a relajar al
sistema nervioso, a disminuir la presión arterial, a mejorar la salud del corazón y a
prolongar la vida.
Sus estudios duraron varios años, al cabo de los cuales pudo diferenciar entre los
resultados obtenidos por la práctica de la meditación como simple vehículo para
conseguir mejoría física y mental, como en el caso de la meditación agnóstica o
médica, y los de la meditación como una forma de oración. Tales resultados mostraron
que la segunda traía mayores beneficios. Esto es, la creencia en Dios, que lleva a la
práctica de la oración con fe verdadera, estimula en mayor grado al sistema nervioso
lo que se manifiesta por una más prolongada y más profunda sensación de paz interior
y felicidad.
En 2001 aparecieron los resultados de un trabajo de investigación realizada por los
científicos Newberg, D‟Aquili y Rouse, quienes estudiaron a monjes tibetanos y a frailes
franciscanos mientras oraban. Con una serie de electrodos conectados a diferentes
áreas del cerebro, los investigadores obtuvieron imágenes que mostraban que, en el
clímax de la oración-meditación, los cerebros de ambos grupos orantes recibían un
mayor flujo sanguíneo en las áreas relacionadas con la atención y uno menor en las
áreas que conectan el pensamiento subjetivo con el cuerpo; en otras palabras, en las
áreas que conectan la mente con el cuerpo. Por otro lado, Mario Beauregard y Vincent
Paquette, de la Universidad de Montreal, encontraron resultados similares en estudios
realizados con monjas de la Orden Carmelita, de quienes hallaron que la experiencia
mística activa una compleja red neuronal distribuida por todo el cerebro. De esto se
puede concluir que los estados fisiológicos de experiencias religiosas profundas
producen cambios bioquímicos que, a mediano plazo, inducen cambios anatómicos y
funcionales en el cerebro, lo que se corrobora por mediciones realizadas sobre el
grosor de la corteza cerebral de los participantes en los experimentos. Manifestaciones
observables de ello son la serenidad característica de muchos sacerdotes y monjas, su
paz interior y la consecuente ausencia de estrés. Lo más interesante de los datos
experimentales obtenidos, es que éstos sugieren que el cultivo de la compasión y la
bondad se aprende por entrenamiento mental del miso modo que se aprende a tocar
un instrumento musical o a dominar un deporte.
Orar con fe es, pues, uno de los medios con mayores probabilidades de llevar una
vida sana y saludable; no es casualidad que en el Catecismo de la Iglesia Católica
(2708) se afirme que la meditación “hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la
emoción y el deseo” con lo que finalmente se llega a la conversión. Los
descubrimientos científicos le otorgan toda la razón.
Por otro lado, las oraciones ya establecidas, compuestas por místicos y santos de
todos los tiempos contienen elementos de espiritualidad altamente enriquecedores
cuando se comprende profundamente lo que se dice. Tal comprensión llevará a quien
ora en espíritu y en verdad, a asumir el compromiso de vida que significa la
conversión, por el que podrá alcanzar la plenitud de vida. El ejemplo más significativo
es el Padre Nuestro, sobre el que se han escrito cientos de documentos en los que se
analiza, desmenuza e interpreta frase por frase, palabra por palabra desde los más
remotos inicios de la Iglesia. Otra oración poco conocida, compuesta por San Francisco
de Asís y a veces considerada como su oración fundamental, es la llamada Oración
Ante el Cristo de San Damián. Un análisis que propongo en este ensayo es el siguiente.
La Oración ante el Cristo de San Damián dice: ¡Oh alto y glorioso Dios! Ilumina las
tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y
conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento. Esta simplísima
y bellísima oración puede entenderse mejor si se dividide en cinco partes: Invocación,
Iluminación, Necesidad de las Virtudes Teologales, Sabiduría y Obediencia. La primera
frase “¡Oh alto y glorioso Dios!” es la invocación. El término “invocación” puede tener
dos significados. El primero se refiere a llamar o dirigirse a un ser sobrenatural y, el
otro, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, es “demandar ayuda
mediante una súplica vehemente”. En todas las oraciones, ya sean hechas o
espontáneas, nos dirigimos siempre a Dios y, en este caso particular, se aplican los
dos significados de la invocación: nos dirigimos Dios para hacerle una súplica
vehemente.
En la segunda parte se le pide a Dios, primero, que ilumine las tinieblas del
corazón, es decir, que nos haga hijos de la luz, que limpie nuestros corazones, pues
son bienaventurados los limpios de corazón. En este sentido, la pureza o limpieza de
corazón no significa ausencia de pecado, sino más bien una conciencia transformada,
una conversión total, que se caracteriza por una actitud de lealtad a los principios
cristianos expresados en nuestra regla, siempre guiada por intenciones transparentes y
manifestada por acciones íntegras. La tercera parte se refiere a la necesidad de
practicar las virtudes teologales fe, esperanza y caridad. La fe es la virtud por la que
creemos en Dios y en todo lo que ha dicho y revelado, y se ha de recordar siempre que
la fe sin obras está muerta (St. 2, 26). La esperanza hace aspirar al Reino de los cielos
y a la vida eterna como felicidad suya, apoyándose siempre en el auxilio de la gracia,
más que en las propias fuerzas. Así, en toda circunstancia se espera, con la gracia de
Dios, perseverar hasta el fin (Mt. 10, 22) y obtener el gozo del cielo como recompensa
eterna de Dios por las buenas obras realizadas con la gracia de Cristo. Por su parte, la
caridad es la virtud por la que se ama a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo
como a sí mismo. Quizás la mejor y mayor descripción de la caridad se lee en el
capítulo 13 de la primera carta de San Pablo a los Corintios, donde afirma que sin
caridad nada somos y nada nos aprovecha, así como que la mayor de todas las
virtudes es la caridad. La caridad asegura la capacidad de amar, exige la práctica del
bien y la corrección fraterna, es siempre desinteresada y generosa.
En la cuarta parte, se pide “sentido y conocimiento” esto es, el don de la sabiduría.
Por la sabiduría adquirimos un conocimiento impregnado de caridad y, como dice santo
Tomás, el alma adquiere familiaridad con las cosas divinas y prueba gusto en ellas, por
lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que
las experimenta y las vive. De acuerdo con esto, uno de los hombres más sabios que
ha existido es San Francisco, quien, vivió y experimentó las cosas de Dios hasta el
extremo de recibir los estigmas. Además, su Cántico de las Criaturas nos muestra su
enorme capacidad intelectual en la verdadera sabiduría. Finalmente, la quinta parte
llama a la obediencia, esto es, a “cumplir tu santo y veraz mandamiento”. ¿Cómo
interpretar esto? Una posibilidad es con el mandamiento nuevo: ama a tu prójimo
como a ti mismo. Respecto a esto, los tres primeros mandamientos del Decálogo
declaran el amor a Dios por sobre todas las cosas y los siete restantes el amar al
prójimo como a uno mismo. Aquí se manifiesta, pues, nuestro deseo de respetar y
obedecer los mandamientos hasta sus últimas consecuencias.
En otro orden de cosas, la inhabitación nos habla de la presencia o ausencia del
Espíritu de Dios en los hombres. Todos los bienes proceden de Su presencia: vida
física, salud, armonía interior, bondad moral, sabiduría, y todos los males de su
ausencia: muerte enfermedad, rebelión de los instintos, pecado, ignorancia. Por todo
el Nuevo Testamento se encuentran las afirmaciones de que Dios Padre, Jesús y el
Espíritu Santo están en el creyente, permanecen en él, habitan en él, tienen su morada
en él y de que, recíprocamente, el cristiano está en Dios y en Cristo, y es templo del
Espíritu Santo. Tomemos como ejemplo la primera carta de san Juan (4, 12-13): “
…pero si nos amamos unos a otros, Dios vive en nosotros y su amor se hace realidad
en nosotros”, y más adelante (4, 15-16): “Cualquiera que reconoce que Jesús es el
Hijo de Dios, vive en Dios y Dios en él.” De esta manera observamos una victoria del
cristianismo sobre la temporalidad: lo eterno habita en el hombre.
El siguiente problema al que la religión ofrece solución es la libertad del hombre.
Que el hombre sea libre es una verdad evidente en sí misma, puesto que sin libertad
no tendrían sentido ideas como responsabilidad, elección, remordimiento, etc. El
hombre es libre para elegir entre el bien y el mal, y de esta decisión depende su
destino eterno, por lo que el problema de la libertad y su solución están ligados a los
correspondientes de la temporalidad. En este sentido, las elecciones se realizan en
tiempo presente y tendrán repercusiones en el tiempo futuro, lo cual tiene un efecto
angustiante en el ser humano. De esta angustia de la libertad, muchas religiones e
ideologías han tratado de evadirse recurriendo a la predestinación divina. Si todo está
decidido por un dios, entonces, ¿para qué preocuparse por influir en nuestro propio
destino? La angustia de la libertad se suprime aboliendo la libertad misma. Una de las
manifestaciones meramente humanas de esta abolición es la creencia en adivinos o
espiritistas, la cual va contra el Primer Mandamiento porque es un deshonor a la
providencia divina. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee (2116): “todas las
formas de adivinación deben rechazarse… la consulta de horóscopos, la astrología, la
quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el
recurso a „mediums‟… están en contradicción con el honor y el respeto que debemos
solamente a Dios”.
Aparte de los argumentos teológicos se tienen los humanos. Los adivinos saben
combinar la psicología con las probabilidades y con algo de “cuento” son capaces de
confundir inclusive a personas inteligentes. Por su parte la falsedad de la astrología ha
sido probada y demostrada por la ciencia desde hace siglos. Solamente es cuestión de
pensar en esto: en el hemisferio sur no se ven las mismas estrellas y constelaciones
que en el hemisferio norte; entonces, ¿cómo es posible que la astrología tenga valor
real en la Tierra? O ¿hay una astrología para el sur y otra para el norte? Y en otro
orden de cosas, ¿por qué los gemelos tienen en general personalidades dispares y
destinos diferentes? Después de todo nacieron bajo el mismo signo y prácticamente a
la misma hora. Regresando a la doctrina, el Catecismo sigue iluminando (2115): “la
actitud cristiana justa consiste en entregarse con confianza en las manos de la
providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al
respecto. Sin embargo, la imprevisión puede constituir una falta de responsabilidad”.
El concepto de libertad es fundamental en la doctrina y San Pablo lo expresa en dos
citas: “para la libertad nos liberó Cristo” (Gal 5, 1) y “En donde está el Espíritu del
Señor está la libertad” (2 Cor 3, 17). Así, la doctrina del evangelio muestra que Cristo
ha liberado al hombre de una serie de alienaciones que lo esclavizan al pecado (Rom 6,
18), a la carne (Rom 7, 5-6), a la mentira (Jn 8, 44-51) y a la muerte (Rom 8, 21-23).
Exteriormente el cristiano, creyente y practicante, ha sido liberado de la esclavitud de
vicios y pecados mediante la revelación de la verdad: “Conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres” (Jn 8, 32) dice san Juan, pues reconoce que el Dios que es Amor
se ha revelado al mundo en su hijo Jesús quien por medio de una serie de preceptos
que enseña –la Verdad–, presenta un ideal de vida encarnado en el hombre perfecto,
libre de ataduras para encontrarse consigo mismo y con Dios. Así, la única elección
verdaderamente libre es la elección de Dios. Pero como se puede constatar, el acto de
elegir libremente imprime un carácter de renuncia a otras posibilidades, que en el
orden terreno implican que la posesión del bien elegido es transitoria y la renuncia es
definitiva; eso es lo que hace problemática a la libertad. Más por otro lado, cuando la
religión ofrece una solución a tal problema en el orden cristiano, hace ver que elegir a
Dios cambia completamente el significado de las consecuencias de elegir: la posesión
es eterna y la renuncia es transitoria. Cuando Pedro le pregunta Jesús cuál será el
premio a sus renuncias, la respuesta es contundente: “nadie que haya abandonado
casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mí y por el evangelio,
dejará de recibir el ciento por uno desde ahora, en el tiempo presente, en casas,
hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, y en el tiempo futuro, la vida eterna”
(Mc 10, 29-30).
Santo Tomás expone la doctrina de la libertad de manera concisa: “La frase: Donde
está el espíritu del Señor está la libertad se explica teniendo en cuenta que el hombre
libre depende de sí mismo, mientras que el esclavo depende del dueño. Quien obra por
sí mismo, obra libremente; quien obra movido por otro, no obra libremente. Por tanto,
quien evita el mal no porque es mal, sino por el mandato del Señor no es libre. Pero
quien evita el mal porque es mal, es libre. Esto es lo que hace el Espíritu Santo:
perfecciona interiormente el alma mediante un buen hábito, de tal modo que evite el
mal por amor, como si la ley divina selo mandara. Y así se le llama libre, no porque
esté sujeto a la ley divina, sino porque está inclinado mediante un buen hábito, a hacer
lo que la ley divina ordena”. Para Santo Tomás la acción del Espíritu Santo consiste en
inclinarnos a percibir y aceptar en sí mismos, y no por simple obediencia, los valores
morales contenidos en el evangelio.
Que se piense que el cristiano actúa de manera egoísta por realizar actos buenos
por la esperanza de un premio indica que no se ha entendido la doctrina. El cristiano
identifica el premio con la elección libre, movida por el Espíritu Santo, del máximo
valor: Dios, que es Amor y que, por consiguiente, sólo se llega a Él amando. Dios es la
plenitud de la bondad y la santidad y en el encuentro libre con Él el hombre alcanza su
perfección. La libertad, entonces, se redime en la elección del Sumo Bien.
El concepto cristiano del dolor considera tres componentes. La primera afirma que
el dolor no es un bien en sí mismo, lo cual se entiende porque Jesús, a diferencia de
los ascetas de otras religiones, nunca recomendó la práctica de infligirse sufrimientos
físicos directamente. Sólo en una ocasión se narra que practicó el ayuno, pero del
contexto se desprende que su abstinencia fue el resultado de una completa
concentración espiritual, ya que solamente “al cabo de los cuarenta días” tuvo hambre
(Mt 4, 2). El ayuno en la Iglesia se asocia a la oración como un complemento de ella
(Hech 13, 3; 14, 23). Jesús no muestra complacencia masoquista en el sufrimiento;
por el contrario su reacción espontánea es de rechazo, y ante la Pasión se siente triste
hasta la muerte, y pide al Padre que, si es posible le dispense de ella; finalmente en la
cruz se queja de sed.
La segunda componente tiene que ver con la revolución cristiana del concepto de
dolor. En el Antiguo Testamento el dolor se considera como un mal inherente a la vida
humana y como un castigo divino por el pecado. El primer caso se desmenuza en el
libro de Job, mientras que para el segundo, en los libros proféticos encontramos
infinidad de sentencias (por ejemplo, Jeremías 2, 19). La respuesta cristiana consiste
en desligar al dolor de su vinculación con la idea de castigo, para considerarlo como
una condición necesaria, aunque transitoria, para alcanzar el ideal humano de la
perfección. La doctrina de la necesidad del dolor se expresa en el evangelio con
pasajes como el de Lucas 9, 23-24, donde Jesús dice que “si alguien quiere venir tras
de mí que se niegue a sí mismo, se cargue cada día con una cruz y me siga”, y aquel
otro en que afirma que convenía que el Hijo del Hombre padeciera muchos
sufrimientos (Mc 8, 31; Lc 24, 26). La vida de Jesús es el ejemplo de esto: su
existencia terrena no se encamina al triunfo, sino a la cruz; sólo mediante el
sufrimiento puede realizarse plenamente su vocación salvadora (Heb 2, 10; 5, 8-9).
En esta doctrina sobre la necesidad del sufrimiento está una de las más poderosas
razones por las que el judaísmo y el paganismo de entonces, tanto como los hombres
de todos los tiempos, hayan rechazado la Revelación Cristiana. Y es que creer en un
Dios que se ha hecho hombre para morir por los hombres equivale a admitir que la
generosidad suprema es un valor divino al que todos debemos aspirar. Y eso no puede
ser aceptado sinceramente por los egoístas, los ambiciosos, los codiciosos de este
mundo. Se puede creer en Cristo y ser un pecador, pero no se puede creer en Cristo
sin aspirar a vencer el pecado y aproximarse constantemente al bien, lo que nos lleva
a la tercera componente, los nexos que unen el dolor con la realización del ideal
cristiano.
La disposición a una actitud religiosa, es decir, la búsqueda de la verdad, el deseo
de una existencia auténtica, conlleva el sufrimiento de enfrentar una sociedad en
contra. La creencia en un Ser Absoluto, lleva consigo el dolor de negar la autonomía
del hombre y su posición central en el cosmos. La fe en un Dios personal que llama al
hombre supone la dolorosa renuncia a todo reposo para ponerse en camino hacia Él.
La creencia en el Dios cristiano, que es amor, significa estar dispuesto a amar. En
otras palabras, el sufrimiento no es un bien en sí mismo, pero es compañero
inseparable en este mundo de las actitudes cristianas fundamentales: humildad, ansia
de Dios y compasión por los hombres. Así se desvela el misterio del dolor: es un
llamado a contemplar la finitud humana y no un castigo; es experimentar la pura
compasión sin atenuantes y, si es consciente y voluntario, a dar testimonio de amor a
Dios y al prójimo.
El dolor puede convertirse en mal para el hombre impulsándolo a la desesperanza y
al odio. El amor, por el contrario, sí es un bien en sí mismo y nos lleva a encauzar el
dolor propio y el ajeno, sobre todo compartiendo éste último. Si en nuestro mundo el
dolor pesa sobre muchos es, sin duda, porque los demás no somos instrumentos del
plan divino que preveía nuestra compasión.
Finalmente el problema de la muerte es muy complejo. Para éste, la religión
presenta una propuesta salvadora de la muerte que no puede aplicarse a casos en que
la muerte se busca o se reta, como en el caso del suicidio o, por ejemplo, para
conductores ebrios manejando a exceso de velocidad. Así, la muerte, fruto y signo del
pecado que rompe con la unidad espiritual-corporal del hombre, empuja a muchos a
rebelarse contra Dios.
La concepción de la muerte, de acuerdo con la doctrina católica tiene como punto
de partida el hecho de que la oposición muerte-vida es una de las expresiones del
conflicto entre el Bien y el Mal. En el Evangelio de San Juan (5, 24), Jesús mismo es la
vida que comunica a quienes creen en Él, mientras que aceptar la fe significa pasar de
la muerte a la vida. Para San Pablo, la muerte aparece personificada en las potencias
malignas como son el pecado y el demonio. En la Carta a los Hebreos (2, 14-15)
señala que la muerte de Jesús tuvo como fin reducir a la impotencia a quien tiene el
poder de la muerte, es decir el diablo, y liberar a todos los que durante la vida entera
estaban esclavizados por el temor de la muerte.
El segundo aspecto es que la muerte ha sido vencida por la muerte y resurrección
de Cristo. El Apocalipsis (1, 18) muestra a Jesús como dueño de la muerte: “No temas
soy yo, el Primero y el Último, el Viviente, que fui muerto, y he aquí que vivo por los
siglos de los siglos…” Así, de este dominio de la muerte también participamos los
cristianos: “todo es vuestro:…sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea el
presente, sea el porvenir. Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de
Dios” (1 Cor 3, 22-23). De esto se sigue que la muerte es un tránsito a la vida eterna.
El cristiano auténtico concibe a la muerte como un tránsito, como el paso de una
primera etapa, provisional y preparatoria, a una segunda etapa definitiva y
remuneradora. Así, en cuanto tránsito, la muerte puede ser deseable, como en Juan
(14, 28): “Si me amaseis os alegraríais, porque voy al Padre”, mientras que San Pablo
se sentía dividido entre el deseo de reunirse con Cristo y el deseo de seguir trabajando
apostólicamente (Fil 1, 21-23). Para el creyente la Muerte no lleva una guadaña sino
una llave de oro que abre la puerta de la vida eterna.
La muerte no fue para Jesús un alejarse de la vida, sino un “ir al Padre” con
absoluta sumisión, obediencia y amor. En nuestro tiempo no puede ser de otra manera
para quien durante su existencia, aun a pesar de caer en pecado por debilidades, se ha
esforzado en hacer el bien. Es una certeza basada en el amor de un Padre que, para
salvarnos, nos ha dado a su mismo Hijo. Jesús convirtió su muerte en fuerza de
liberación del pecado y en destrucción de la obra homicida del demonio.
En otro aspecto doctrinal, el cristiano debe asociarse a la muerte de Cristo: “En eso
hemos conocido el amor, en que Él ha dado su vida por nosotros, y nosotros también
debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16), así como San Pablo
también nos recuerda que “En efecto, nadie de nosotros vive para sí mismo ni muere
para sí mismo: si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el
Señor.” (Rom 14, 7-8). Para los cristianos, aun dentro del dolor que conlleva la muerte
del ser querido, ésta se transforma en un acto de obediencia que salva.
El documento Gaudium et Spes (18 y 22) es harto elocuente: Dios llama al hombre
a “adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la
incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para
el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que
reflexione, la fe responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el
destino futuro del hombre y ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros
mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que
poseen ya en Dios la vida verdadera.”

4.3 Consideraciones finales

En la discusión anterior se ha presentado un brevísimo atisbo a cómo concibe el


cristianismo las respuestas a los problemas y a las ansias fundamentales del hombre.
Sólo resta añadir algunos comentarios sobre la vida eterna y la provisional de la vida
terrestre. Para comenzar, San pablo afirma que él anuncia “lo que el ojo no vio, lo que
le oído no oyó, lo que no ha ascendido al corazón del hombre, todo lo que Dios ha
preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9). Del lenguaje simbólico pueden
recogerse algunas precisiones: al ansia humana de plenitud de bienes corporales
responde el cristianismo con la promesa de la resurrección gloriosa en un cuerpo
transformado. El Apocalipsis nos habla de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (21, 1)
donde se abolirá todo sufrimiento y existirá claridad belleza.
Al ansia humana de valores el Nuevo Testamento asegura una visión inagotable de
un Dios que es verdad, bondad, belleza y santidad infinitas. Al ansia más profunda de
todas, el ansia de fundamentación personal, el ansia de compañía, el cristiano
encuentra la promesa de una eterna comunidad de amor con Dios y con la Iglesia
triunfante.
En cuanto a la vida terrena presente, la solución de los problemas se vive no como
posesión, sino como esperanza. Y tampoco como la certeza de llegar a alcanzarla, sino
como la certeza de poder alcanzarla confiando en la gracia de Dios, y en el propósito
de responder a ella. La fe proporciona, ya en esta vida, una participación de los bienes
eternos. Para los corporales, nos descubre el sentido del sufrimiento; nos muestra el
aspecto positivo de la pobreza evangélica por ejercicio del desprendimiento y nos da la
confianza en la providencia divina.
Respecto a los bienes axiológicos, el cristianismo ofrece un inmenso material: lo
que dice del amor, la bondad, la belleza y la santidad divina, nutre, sin saciarla, el
ansia de valores. Para la soledad radical del hombre, ofrece el alivio por la fe en la
cercanía de Dios, señor del mundo y de la historia, habitante en nuestra alma y
presente en la Eucaristía. Proporciona la seguridad en que nada puede apartarnos del
amor de Cristo ni de la compañía de nuestros hermanos en la gran comunidad de la
Iglesia y en la pequeña comunidad de la familia cristiana.
Es cierto que la esperanza no elimina los momentos de angustia y soledad, las
noches oscuras del espíritu que Jesús mismo conoció en Getsemaní y en la cruz. Es
cierto que hay etapas en la evolución espiritual en que el alma ha agotado una parte
de los valores del cristianismo y no es capaz de penetrar en zonas más profundas, ya
sea por hastío, cobardía o pereza. Son los momentos en que se pone a prueba el
verdadero sentido de la vida y la verdadera confrontación con uno mismo, para
vencerse y continuar hacia delante en el camino a la felicidad y la paz verdaderas.
Entender la salvación requiere comprender y aceptar que la vida terrena presente
es una preparación para la vida eterna y, como tal, un vivir aquí y ahora las
enseñanzas de N.S. Jesucristo. Una reflexión sobre las parábolas del Reino conduce a
darnos cuenta de que el Reino anunciado por Jesús y los apóstoles comienza aquí en la
tierra, se vive cada día de nuestra existencia –o no se vive– cuando la vivimos de
acuerdo con el evangelio. Es una empresa que requiere que la persona humana asuma
sus responsabilidades y tome las riendas de su vida para, con auténtica libertad, hacer
la voluntad de Dios, único camino hacia la felicidad plena. Por eso el Nuevo testamento
se cierra con el gran clamor de la Iglesia y del creyente: “El Espíritu y la Esposa dicen:
¡Ven! Que el que escucha diga: ¡Ven!... ¡Oh, sí, ven, Señor Jesús!” (Ap, 22, 17 y 20).
5. El itinerario de la salvación
5. El itinerario de la salvación

La espiritualidad tiene que ver con el cómo pueden conciliarse las necesidades y
apetitos corporales con los propios del alma. El problema es que muchas veces, ambas
categorías se contraponen y armonizarlas requiere disciplina y trabajo. De entre los
anhelos humanos el predominante es el de vivir y no nada más vivir por vivir, sino
hacerlo de la mejor manera posible. Como respuesta a esto han surgido innumerables
proyectos y una legión de escritores ha salido beneficiada a partir de las altas ventas
de la llamada literatura de autoayuda o de superación personal a través de la cual
tratan de ofrecer a la humanidad necesitada una respuesta o una receta para alcanzar
el mayor de los deseos: la felicidad plena. Sin embargo, la proliferación de esta clase
de lecturas es un indicador de su propio fracaso: los proyectos de vida presentados
han sido aparentemente ineficaces. Pero para los cristianos auténticos existe un
proyecto infalible: el de Jesús de Nazaret.
El proyecto de Jesús, un proyecto de vida espiritual, está totalmente orientado a
dirigir a la humanidad hacia la ansiada meta denominada felicidad. San Pablo (1Cor 9,
24-27) utiliza una metáfora tomada de los deportes para introducirnos a tal proyecto:
“Ustedes saben que en una carrera todos corren, pero solamente uno recibe el premio.
Pues bien, corran ustedes de tal modo que reciban el premio. Los que se preparan
para competir en un deporte, evitan todo lo que pueda hacerles daño. Y esto lo hacen
para alcanzar como premio una corona de hojas de laurel, que en seguida se marchita;
en cambio nosotros luchamos por recibir un premio que no se marchita…” Lo que llama
la atención es que tanto en este pasaje Neotestamentario, como en cualquier otro
semejante de nuestra época, se enfatiza la obligación del deportista a salir de sí mismo
o de sí misma para disciplinarse y evitar todo aquello que sea perjudicial y obstaculice
la obtención del ansiado premio. En otras palabras, ajustadas a la realidad espiritual
cristiana, la persona debe salir del círculo vicioso del egoísmo que lleva a aceptar una
dualidad que separa al cuerpo del alma, a distinguir entre la vida interior y la mera
existencia, para lanzarse a una vida plena que acepta la unidad indisoluble cuerpo-
alma.
La concepción de vida está influenciada por la visión de la Grecia antigua que divide
a la persona en dos partes separadas, cuerpo y espíritu, lo cual lleva a considerar que
las realidades de orden interior (espirituales) y las realidades de orden físico
(corporales) están desvinculadas. Tal división entre el alma y el cuerpo, entre lo
interior y lo exterior, que históricamente condujo a la herejía del catarismo, conduce a
su vez al puritanismo, es decir, a la idea de que en el hombre existen unas “zonas”
purificables y otras despreciables. No obstante, la doctrina siempre fundamentada en
la Biblia y en el Magisterio de la Iglesia afirma que la pureza es un don del Espíritu
Santo que se embebe en todo el ser, del mismo modo que todo el ser está poseído por
el pecado si se está fuera de la comunión con Cristo. La unidad del ser en la pureza o
en el pecado la revela san Pablo en su carta a Tito (1, 15-16): “Para quienes tienen la
mente limpia todas las cosas son limpias; pero para quienes no creen ni tienen la
mente limpia, no hay nada limpio; pues hasta su mente y su conciencia están sucias.
Dicen conocer a Dios pero con sus hechos lo niegan; son odiosos y rebeldes, incapaces
de ninguna obra buena.”
La antropología cristiana no reconoce el dualismo griego, la tensión entre el alma y
el cuerpo. La historia del hombre se reconoce por el cristianismo como el camino de la
espiritualidad que lleva al pecador o pecadora a una regeneración, una recreación a
imagen de Dios. El hombre reconoce su unidad cuerpo-alma en la que el cuerpo de
pecado se renueva por la fe y el Espíritu Santo. Pero esta reconstitución implica
retornos a la existencia del pecado por lo que siempre estará presente la lucha entre la
carne y el espíritu como lo muestra la historia de la marcha del hombre hacia el Reino
de Dios. El ser humano entero, íntegro entra en esta lucha la que puede perder para
ser sometido y esclavizado por el pecado, o salir victorioso en la comunión con Cristo.
El proyecto de vida que ofrece Jesús, el plan salvífico llevado a plenitud, se encierra
en el Sermón de la Montaña que san Mateo presenta en los capítulos 5 a 7 de su
Evangelio. Para iniciar, las bienaventuranzas son promesas que, en palabras de Su
Santidad Benedicto XVI (2007), “resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre
que Jesús inaugura... Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el
júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más
allá. Cuando el hombre empieza a mirar y vivir a través de Dios, cuando camina con
Jesús, entonces vive con nuevos criterios… Con Jesús, entra la alegría en la
tribulación.” Así entendido, el Sermón, además de presentar preceptos, exhorta a vivir
de acuerdo con la voluntad de Dios adoptando una actitud basada en el amor, ya que
éste es “el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al
hombre en sí mismo gracia a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte
en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la
morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente se bienaventurado”.
En lo que sigue se analizarán brevemente las bienaventuranzas con las que
empieza el Sermón de la Montaña, las cuales muestran un itinerario de vida hacia la
felicidad, camino que desvela el concepto de vida espiritual, el itinerario de la
salvación.
5.1 Bienaventurados los pobres de espíritu

En el evangelio según san Mateo, (5, 3) se lee la primera bienaventuranza que


tiene dos traducciones. La primera de ellas dice “Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”, mientras que una segunda afirma
que son “Dichosos los que reconocen su necesidad espiritual, pues el reino de Dios les
pertenece”. Veamos la primera de ellas.
Con respecto a la pobreza de espíritu o pobreza evangélica se tiene lo siguiente. El
dinero ha sido el ídolo de todos los tiempos. En la actualidad es fácil constatar que a él
le rinde homenaje –que a veces raya en un patético culto– la multitud, la masa de
hombres que sigue el canto de las sirenas, que miden con la cantidad acumulada o
pretendida, la honorabilidad y la dicha. El dinero se ha llegado a considerar como un
bien en sí mismo, y como fin y meta de la existencia humana. Es causa de envidias, de
robos y fuente de intranquilidad constante. ¿Significa esto que el dinero ha de
condenarse y considerarse casi demoníaco? Por supuesto que no. La época actual no
permite privación de cosas materiales básicas para una vida digna; un jefe de familia
no puede permitirse dejar de proveer a su cónyuge y a sus hijas e hijos de alimento,
casa y vestido, cosas que sólo se consiguen con dinero. Pero también está obligado,
junto con todos y cada uno de los miembros de la familia a proveerse mutuamente de
amor y caridad evangélica, en estricta consonancia con el cuarto mandamiento de la
Ley de Dios.
Pobreza evangélica no significa, en modo alguno privación. De hecho un cristiano
auténtico podría ser una persona con altos niveles de ingresos monetarios puesto que
lleva una vida de oración (no confundir con una actitud rezandera), esto es, de
comunicación efectiva con Dios. A través de ella, el ofrecimiento de obras es uno de los
aspectos fundamentales que inmediatamente conlleva hacer lo mejor posible lo que
debe hacerse. Un cristiano que trabaja en cualquier circunstancia, realizará su trabajo
de la menor manera posible pues se lo ofrece a Dios y a Él no puede ofrecérsele sino lo
mejor de que la persona sea capaz. El cristiano le da un sentido a su trabajo al
considerarlo como un don y, como tal, responde a Dios como lo hacen los siervos fieles
de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). Un trabajador cristiano es puntual en
todo momento, ya sea para llegar a su logar de labores, o para entregar lo que se pide
y para alcanzar con metas sin murmuraciones. Respeta y ayuda a sus compañeros y
colegas, es responsable con los bienes que tiene a su cargo, y en todo realiza su mejor
y máximo esfuerzo. Es lo más lejano a un ser conformista o mediocre. Un trabajador
así fácilmente asciende en su trabajo y es objeto de reconocimiento, respeto y
aumentos salariales. ¿Ha de rechazar éstos en nombre de la pobreza? Por supuesto
que no, los ha ganado honradamente y es lo que, en justicia, se espera que reciba.
La pobreza evangélica consiste, entonces, en el desapego de las cosas materiales.
Una persona puede tener muchas de ellas y ser verdaderamente pobre, o puede
soportar grandes carencias y ser inmensamente rico, pero como aquellos de los que
N.S. Jesucristo decía que era más fácil hacer pasar una camello por el ojo de una aguja
a que uno de ellos entrara al reino de los cielos. El desapego consiste en que las cosas
materiales dejan de ser el fin, la meta de las actividades o de la vida misma, para
convertirse en meros medios para la propia santidad. La pobreza de espíritu le da un
nuevo significado a las cosas materiales: son ganadas por la gracia de Dios, quien nos
ha dotado de talentos y que debemos ponerlos a su servicio y al servicio de nuestro
prójimo. La codicia y el apego a las cosas materiales nos esclavizan a ellas y nos
vuelven egoístas y corruptos; nos roban la tranquilidad y nos impiden ser felices. Sólo
la pobreza de espíritu permite la tranquilidad y la felicidad. Es por ello que la segunda
frase de la bienaventuranza dice: “…porque de ellos es el reino de los cielos.”
En cuanto a la segunda traducción, la frase que la hace diferente y a la vez
semejante es: “los que reconocen su necesidad espiritual”. La necesidad espiritual
puede interpretarse de dos maneras: como esa carencia de vida interior que sólo Dios
puede satisfacer y como la pobreza de espíritu ya comentada. En cuanto a la primera,
uno de sus componentes es el conocimiento de Dios, hecho que según Benedicto XVI,
no puede darse sin conversión interior. Además, este conocimiento se ha reservado
para los sencillos (Mt 11, 25; Lc 10, 21), quienes lo reciben de corazón, con humildad
puesto que la arrogancia de quienes quieren convertir a Dios en un objeto e imponerle
condiciones experimentales de laboratorio les impide encontrarlo. Hacerlo así significa
dejar de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, para solamente
reconocer lo que puede tenerse entre las manos. Con Dios eso es imposible.

5.2 Bienaventurados los que están tristes

La segunda bienaventuranza se refiere a quienes aqueja un dolor, una ansiedad, o


una angustia, todo aquello que produce tristeza espiritual: Bienaventurados los que
están tristes, pues Dios les dará consuelo (Mt 5, 4), afirmación que se anuncia desde
Isaías (57, 18; 61, 2). Esta bienaventuranza también se encuentra escrita de otro
modo según la versión bíblica disponible: Bienaventurados los que lloran, pues el
Padre los consolará. De cualquier modo, y recordando que bienaventurado significa
feliz o dichoso, ¿no se encierra aquí una contradicción? ¿Cómo puede ser dichoso
alguien que está triste? La aparente contradicción se resuelve al entender un poco más
los significados. Para comenzar, puede decirse que serán dichosos aquellos que llevan
las cruces de la vida como las enfermedades y el dolor, unidos a la cruz de Cristo; es
decir, con fe y esperanza porque al final de su tiempo encontrarán el verdadero
consuelo y la paz de Dios. La condición es que darle un sentido cristiano al dolor,
asociado al llevar la cruz de cada día. La respuesta del cristianismo al problema del
dolor, discutida en el capítulo anterior, muestra la pauta a seguir encerrada en esta
bienaventuranza.
Por otro lado, el espíritu del cristiano auténtico no puede convertir la tristeza en
una actitud de vida. El cristiano está hecho para la alegría que encuentra en Dios,
quien es el único que proporciona felicidad verdadera. En la vida práctica muchas
cosas y situaciones producen tristeza, pero se debe ser lo suficientemente sereno y
sabio como para dilucidar si la causa de la tristeza es justa. Por ejemplo, es común
escuchar a estudiantes adolescentes declarar que les deprime –les causa tristeza–
reprobar sus materias de la escuela. Sin embargo, la realidad que esa situación refleja
es que el adolescente es incapaz de asumir su responsabilidad ante el estudio, ya que
si para el siguiente examen se pone a estudiar adecuadamente, es seguro de que
aprobará. Este no es el tipo de tristeza al que Dios le ofrece consuelo, porque la
solución del problema está enteramente en manos del estudiante; solamente él o ella
será capaz de encontrar la alegría que produce el trabajo bien hecho y la calificación
aprobatoria ganada por el propio esfuerzo.
En otro sentido, “los que lloran”, “los que están tristes”, son quienes no están
conformes con el mundo y lo quieren cambiar. Esto se desprende de, por ejemplo, los
Hechos de los Apóstoles (17, 16) en que los creyentes se entristecen a causa de la
condición de pecado de algunos hombres. Ante situaciones semejantes, el cristiano ha
de oponerse al mal y ofrecer los sufrimientos, actuar por el cambio del mundo y
mantener viva la esperanza en Dios y sus promesas. Llorar es una expresión humana
de sufrimiento y, en ocasiones, de un exceso de alegría; pero para la Iglesia es
también una expresión de piedad. A esta aflicción y llanto propios de la vida cristiana
que acompaña a los discípulos y a los hijos del Padre en un mundo en el que el
demonio parece enseñorearse (Juan 8,44) se promete el consuelo que da Dios mismo,
enviando su Espíritu Santo.
Ahora, ha de tenerse presente que, en sentido cristiano, la consolación no es algo
distinto del amor divino, sino la misma relación amorosa del hijo con el Padre, de los
hermanos entre sí. Es la comunión divino-humana en la caridad. El gozo y la paz son
frutos de la caridad, de manera que ese gozo de la caridad, es lo da fortaleza en medio
de la tribulación. En cuanto a uno mismo, la culpa por las malas acciones nos lleva a
entristecernos por realizar cosas que no van de acuerdo con nuestra naturaleza. Un
hombre golpea a una mujer y, a pesar de que encuentre en su forma consciente de ser
mil y una justificaciones para su proceder, en su fuero interno ese acto no le trae
felicidad verdadera sino remordimiento. Ha de sentirse triste por sí mismo, pero el
consuelo sólo vendrá cuando pida perdón con corazón contrito y se proponga cambiar;
la felicidad la alcanzará cuando ame y respete verdaderamente a la mujer.
El Apocalipsis (7, 17) nos presenta la consolación definitiva y final como obra de
Dios que se hace presente para consolar, y en cuya presencia amorosa consiste el gran
consuelo para los que lo amaron: "El Cordero que está en medio del trono los
apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y dios enjugará toda
lágrima de sus ojos."

5.3 Bienaventurados los mansos

Esta bienaventuranza se entiende mejor de acuerdo en otra traducción:


“Bienaventurados los de corazón humilde, pues recibirán la tierra que Dios les ha
prometido” (Mt 5, 5). Y todavía se encuentran otras formas de referirse a ellos, los de
corazón humilde: dulces, pacientes, los que saben superar con dulzura las pruebas de
las adversidades. Pero de todas ellas, se hará referencia a la excelsa virtud de la
humildad.
San Buenaventura se refiere a la humildad como “la virtud que incita al hombre a
menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento”. Esto se relaciona con la
afirmación de que todo “pecador es un pozo de orgullo del cual brotan las malas
acciones” (Eclo 10, 13) por lo que san Buenaventura afirma también que la raíz de
todo pecado es la soberbia, así como que el fundamento de todas las virtudes es la
humildad. Cuando se tiene el corazón humilde se ven las cosas como son, lo bueno
como bueno y lo malo como malo; en la medida en que un hombre es humilde, crece
una percepción más correcta de la realidad.
Como virtud, la humildad debe practicarse, puesto que las virtudes se definen
como los buenos hábitos que llevan a la perfección evangélica. Por medio de ella puede
llegarse a la verdadera comprensión de la sentencia “¿porqué te pones mirar la paja
que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo?” (Mt
7, 4), por la que Jesús nos quiere hacer ver que la soberbia hace que las faltas más
pequeñas del otro se vean aumentadas, mientras que las propias, grandes y notables,
se disminuyan y justifiquen. La soberbia es la que lleva a las actitudes farisaicas e
hipócritas en grado superlativo. Por el contrario, la humildad conduce a reconocer
primero los propios errores y las propias miserias.
Una forma de reconocer la falta de humildad es por la susceptibilidad, por el querer
ser el centro de las conversaciones, por el enojo que provoca que a otra persona la
aprecien más, por el sentirse desplazado si no se le otorga atención. La falta de
humildad hace hablar mucho por el simple gusto de oírse y que los demás lo oigan;
siempre se tiene algo que decir, algo que corregir. Es sentirse el centro del universo y
creer que todo se merece. Y cuando algo de esto falta, llega la tristeza y el enfado. La
falta de humildad es causa segura de infelicidad.
Por su parte, la mansedumbre es la virtud que modera la ira y sus efectos
desordenados; esto es, aplaca o refrena los arrebatos de cólera que surgen sin control
en el individuo. Es una forma de templanza por la que podemos moderar el
resentimiento por el comportamiento de otras personas, por lo que, en esencia, la
mansedumbre es el dominio de sí mismo. Esta virtud, junto con la humildad, es poco
apreciada culturalmente. Es mejor vista una persona que se deja llevar por sus
arrebatos de enojo, ya que de esa manera puede conseguir lo que quiere, aunque para
ello tenga que pisotear o denigrar a otros. Pero después, ¿no se siente un vacío y una
falsa alegría incapaz de proporcionar verdadera felicidad? Es de notar que los mansos
son los verdaderos fuertes, puesto que son capaces de dominarse a sí mismos,
templando y rectificando la pasión, de manera que sólo se exaltan cuando es
necesario, y lo hacen en la justa medida.
La vida diaria expone a las personas a una gran cantidad de dificultades, molestias
y rechazos. La mansedumbre ayuda a minimizar los efectos de tales contrariedades,
elevando a las personas por encima de aquellas de manera que dejen de oprimir el
ánimo. Así, como humildad y mansedumbre son rasgos cristianos que determinan el
carácter las personas, la madurez emocional puede medirse por estas virtudes pues se
requiere una voluntad firme, ya que por su práctica se abandonan sin problemas las
pretensiones del amor propio, se sabe escuchar, ser atento o atenta y tratar bien las
cosas que se usan. Una persona mansa y humilde no critica a los demás y, cuando
debe juzgar, lo hace con misericordia; observa, razona, habla claro y sostiene diálogos
ordenados basados en la verdad y en una clara conciencia moral. La mansedumbre y la
humildad se viven con las personas y con las cosas.
5.4 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia

La cuarta bienaventuranza, cuya traducción directa afirma que son “dichosos los
que tienen hambre y sed de hacer lo que Dios exige, pues Él hará que se cumplan sus
deseos” (Mt 5, 6) es harto elocuente. El Señor, en sus infinitas bondad y generosidad,
proporción gratuitamente la saciedad (Is 55, 1-2) sólo si nos acercamos a Él. Además,
invita a dejar de actuar como gente imprudente y a conducirse como gente inteligente
para acercarse a comer del pan y a beber del vino que ha preparado (Prov 9, 5-6),
pues como dice el Señor, “el que me coma querrá comer más y el que me beba querrá
beber más” (Eclo 24, 21). Tener hambre y sed de Dios consiste en una actitud moral
total, la cual llena al hombre de paz y felicidad por sí misma, pues ningún otro deseo
satisface completamente, siempre se tendrá necesidad de más.
Es un hecho que las bienaventuranzas, como itinerario de vida cristiana, remiten a
realizar acciones, a vivirlas. Aquí está claro que la dicha se alcanza en la medida en
que se haga lo que Dios exige, en que se pongan en práctica las enseñanzas
evangélicas y las recomendaciones que se encuentran en las cartas de Juan, Pablo,
Pedro, Judas (no el Iscariote) y Santiago. Por ejemplo, en el mismo capítulo 5, san
Mateo escribe que Jesús indica que si vas a llevar una ofrenda al altar de Dios (por
ejemplo, a comulgar en misa) y “te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti… ve
primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar
tu ofrenda.” (Mt 5, 23-24) Y san Pablo es terrible con quienes “se enojan fácilmente,
causan rivalidades, divisiones y partidismos, son envidiosos, borrachos glotones y
otras cosas parecidas… les advierto que los que así se portan no tendrán parte en el
reino de Dios” (Gal 5, 19-21). Lo que Dios exige, lo que quiere para la humanidad es,
simplemente, que nos amemos unos a otros; Dios sólo pide que se hagan todas esas
cosas que elevan, que mantienen la salud espiritual y corporal, que causan felicidad
verdadera y permiten mantener un clima de cordialidad y paz.
En su otra forma, “bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque
ellos sarán saciados”, remite al concepto de justicia, la cual se define como dar a cada
quien lo que le corresponde; esto es, es el valor por el que la persona se esfuerza
constantemente por dar a los demás lo que es debido de acuerdo con el cumplimiento
de sus propios deberes y de acuerdo con los derechos personales. Además la redacción
de la bienaventuranza da a entender que así como el hambre y la sed son dos
necesidades vitales para el hombre, la justicia es otra necesidad imperiosa para la
vida. La justicia es la que lleva a cumplir con aquello de que lo que quieras para ti y
para los tuyos quiérelo para los demás; es decir, respeta los derechos de los otros
como quieres que se respeten los tuyos. En contraparte, la justicia también muestra
que, además de derechos, también se tienen deberes y que exigir derechos implica
haber cumplido primero con los deberes. Es notoria la yuxtaposición del sermón de
monte con otro pasaje del evangelio de Mateo, donde se pide buscar primero el reino
de Dios y su justicia y todo lo demás se dará por añadidura (Mt 6, 33); esta justicia es
la que lleva al cumplimiento de la voluntad divina, luego por este cumplimiento, la
persona se incorpora al Reino de Dios y una vez dentro de éste, a progresar
continuamente hacia la santidad.
De lo anterior, el concepto bíblico de justo remite a quien se esfuerza por cumplir la
voluntad de Dios manifestada en sus preceptos, por lo que justicia no se refiere
solamente a una virtud, sino al conjunto de todas las virtudes. Por eso, el hombre
justo trata bien a los demás poniendo en práctica la simplísima ley natural: evita el
mal y no hagas a otros lo que no quieras para ti. Porque si nuestra justicia (sumisión a
la voluntad de Dios) no es mayor que la de los escribas y los fariseos de nuestro
tiempo, no entraremos al Reino de los cielos (Mt 5, 20).

5.5 Bienaventurados los misericordiosos

Dichosos los misericordiosos porque obtendrán misericordia (Mt 5, 7). La


misericordia es el atributo de Dios por el cual remedia y perdona los pecados y
miserias de las personas. El ejemplo más claro de la misericordia divina se ofrece en la
parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) de la que Juan Pablo II, en su carta encíclica
de 1980, Dives in Misericordia, enseña que el pecador arrepentido “no se siente
humillado sino como hallado de nuevo y revalorizado”. El padre le manifiesta su alegría
por haberlo hallado nuevamente y por haber resucitado, lo cual se hace cada vez que,
después de haber muerto por el pecado nos levantamos y, arrepentidos de todo
corazón, nos acercamos al sacramento de la reconciliación. Esta bienaventuranza invita
a alegrarse por la conversión de los pecadores y a perdonar a los que nos persiguen y
son enemigos, deseándoles el bien de la salvación. Como Jesús mismo lo dice: “Amad,
pues a vuestros enemigos, haced bien y prestad no esperando de ello nada, y vuestra
recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo pues Él es bueno para con los
ingratos y los malos” (Lc 6, 35-36)
Por otro lado, misericordia se empata con compasión; así que el misericordioso es
el compasivo que muestra comprensión ante la miseria y sufrimiento ajeno o de su
prójimo; es aquel que tiene verdadero sentimiento de pena y lástima por la desgracia
o por el sufrimiento de sus hermanos. La misericordia es el aspecto compasivo del
amor hacia el ser que está en desgracia o que por su condición espiritual no merece
ningún favor. En consecuencia, la persona compasiva es sensible, afectiva,
comprensiva, sabe perdonar las ofensas tanto como pide perdón a Dios por ofender.
Un ejemplo muy claro de misericordia se encierra en la historia del buen samaritano
(Lc 10, 27-37) de la que es claro que no se trata solamente de un sentido de simple
compenetración con otras personas, sino de una práctica; como en todo lo referente al
plan salvífico de Dios, se trata de que el hombre debe realizar actos concretos.
En un primer acercamiento, el ejercicio de la misericordia necesita de la empatía, la
cual se entiende, comúnmente, como el “ponerse en los zapatos del otro” esto es,
ponerse en el lugar del prójimo y poder sentir lo que él o ella siente. Ese es el camino
más directo para comenzar a entender lo que es la compasión. Pero empatizar no es
un proceso simple; requiere que la persona se despoje de todo egoísmo y de toda
arrogancia para dejar de ver con los ojos propios y se vea a través de los ojos del otro.
Pero, ¿cómo puede ser esto posible cuando la evidencia muestra que existe un estado
de desigualdad irrefutable en la sociedad? Mientras existen personas que gastan miles
de dólares en las correas para su perro, otros miles de personas viven en extrema
pobreza y muchas madres ven a sus hijos entregarse a una vida delictiva o de
adicciones por su condición infrahumana de vida. La sociedad materialista que sólo
valora a la persona por lo tiene o, peor, por lo que aparenta, impide cada vez más la
práctica de la misericordia.
Como creyentes habría que mostrar misericordia con todas las implicaciones que
eso trae aparejado. Pero, ¿cómo mostrar misericordia con el esposo de una hija,
hermana o amiga entrañable que es borracho y golpeador? ¿Con un violador, un
secuestrador, un asesino o un traficante que envenena a nuestros hijos e hijas? ¿Con
un terrorista? Habría que preguntarse seriamente: ¿qué haría N.S. Jesucristo ante una
situación como esa? Para poder llegar a tal perfección evangélica, podemos comenzar
por poner en práctica al menos algunas de las obras de misericordia corporales (Mt 25,
35-36) por amor a Dios. Además, como bien sabemos existen otras obras de
misericordia, las espirituales, que no se compendian en un solo pasaje
neotestamentario, sino que están dispersas en evangelios y epístolas, a excepción de
“hacer oración por los difuntos” (2Mc 12, 45). La práctica piadosa de éstas también
nos ayudará a acercarnos a empatizar con nuestro prójimo y de ahí dar el salto a la
misericordia que Dios quiere de nosotros, porque el Señor quiere misericordia y no
sacrificios, pues Su Hijo no vino al mundo a llamar a los justos sino a los pecadores
(Mt 9, 13). Seamos pues misericordiosos para alcanzar misericordia.
5.6 Bienaventurados los de corazón limpio

Bienaventurados los de corazón limpio, pues ellos verán a Dios (Mt 5, 8), es la
sexta bienaventuranza. La palabra “limpio” proviene del griego katharós que tiene un
significado más profundo, pues significa puro. En el Antiguo Testamento puro era lo
que aproximaba a Dios, e impuro lo que incapacitaba o excluía del culto. Como dice el
salmo 24 (3-4): “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede permanecer
en su santo templo? El que tiene las manos y la mente limpias de todo pecado; el que
no adora ídolos ni hace juramentos falsos.” Este texto conduce a otro aspecto
contrario a la pureza veterotestamentaria, la idolatría. La idolatría es un obstáculo
altamente reprobado a lo largo de todos los textos sagrados, y para no caer en ella
Jesús propone una forma de discernimiento: “donde está tu tesoro ahí está tu corazón”
(Mt 6, 21). Esta bienaventuranza es una promesa, primero, para los que tienen un
corazón entero no dividido entre el servicio de sí mismos y el servicio de Dios, entre la
búsqueda de la propia gloria y la del Padre y, segundo, para los que no practican
idolatrías.
La promesa de ver a Dios, se entiende también como conocerlo y entrar en el Reino
de los Cielos. Jesús, como Verbo Encarnado, como la Palabra de Dios hecha hombre,
vino a traernos el mensaje para conocerlo. Así como en el diálogo entre Jesús y
Nicodemo (Jn 3, 1-13), para conocer al Padre hay que nacer de nuevo y se nace como
hijo de Dios al conocerlo, al escuchar Su Palabra y al ponerla en práctica con el gozo
de hijos. Con respecto a esto, san Pablo se dirige duramente a los corintios, señalando
a los excluidos: “en el Reino de Dios no tendrán parte los que cometen inmoralidades
sexuales, ni los idólatras, ni los que cometen adulterio, ni los hombres que tienen trato
sexual con otros hombres, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
chismosos, ni los tramposos.” (1 Cor 6, 9-10). Las inmoralidades sexuales a las que se
refiere san Pablo, se enumeran en el capítulo 18 del Levítico, donde se especifica
claramente que, por ejemplo, el incesto y el bestialismo son actos abominables.
Pero sobre todo, lo que tiene que ver con la sexta bienaventuranza son la lujuria y
la idolatría, puesto que apartan el corazón del hombre del amor a Dios, ya que la
primera atenta contra el cuerpo haciendo de él y de la pasión ídolos ante los que se
postra con adoración extática. Con esto no debe entenderse que se está satanizando la
sexualidad; de ninguna manera, puesto que en el matrimonio, ella es una de las más
sublimes expresiones del amor entre esposos. Contra lo que se opone la pureza es el
vicio de la lujuria por las funestas consecuencias que acarrea para las relaciones
interpersonales, tales como el adulterio y la denigración. La pureza de corazón excluye
todo mal de deseo provocado por la lujuria; aún más, en el Evangelio según San Mateo
(5, 27-28) se lee la sentencia que promulga N.S Jesucristo sentencia: “Ustedes han
oído que antes se dijo „no cometas adulterio‟. Pero yo les digo que cualquiera que mira
con deseo a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. La condición
fraterna de los hijos de Dios excluye que un hermano mire con mirada impura a una
mujer, ya que por ser hija de Dios, es una hermana. La mirada de los hijos de Dios a
sus hermanas debe ser pura. Y el vicio de la lujuria esclaviza a los hombres y las
mujeres y los lleva finalmente a odiarse mutuamente, conduciéndolos a una ceguera
que impide ver a Dios.
Retornando a la promesa de ver a Dios, a los limpios de corazón les es posible
entender la afirmación de que el cuerpo humano es e templo del Espíritu Santo y
percibirlo como una manifestación de la belleza divina (Catecismo de la Iglesia
Católica, 2519); y no nada más allí lo encuentra, sino también en la contemplación de
la creación entera, alcanzamos a conocer el poder de Dios cuando se observa con ojos
y corazón limpios. El hombre puro es aquel que lucha constantemente por alejarse del
pecado y se levanta después de caer, practicando constantemente la virtud de la
templanza. Purifiquemos nuestros corazones para que desde hoy podamos ver a Dios
en nuestros hermanos y en la creación.

5.7 Bienaventurados los que procuran la paz

En la séptima bienaventuranza, se afirma que son dichosos los que procuran la paz,
pues Dios los llamará hijos suyos (Mt 5, 9). En esta bienaventuranza se habla de los
pacificadores, los hacedores de paz, quienes se empeñan en reconciliar a las personas
y a pacificar los espíritus, puesto que la paz se define con frecuencia como la situación
y relación mutua de quienes no están en guerra, no están enfrentados ni tienen riñas
pendientes. La relación con la pacificación de espíritus se da cuando una persona está
en paz con ella misma, esto es, no tiene enfrentamientos ni peleas interiores sin
resolver, porque cuando se realizan actos que conducen a inquietud y remordimientos
se pierde la paz y se comienza una lucha interna que aleja de la felicidad y, como se
expresó en los comentarios a la bienaventuranza anterior, tales incongruencias
impiden ver a Dios.
El hacedor supremo de paz es N.S. Jesucristo pues “Él hizo de judíos y de no judíos
un solo pueblo, al destruir el muro de enemistad que los separaba… formó de los dos
pueblos un solo pueblo unido a Él. Así hizo la paz.” (Ef 2, 14-15) Cristo reconcilió a
Dios con el género humano, a éste con Dios y a los hombres entre sí derribando los
muros que los separaba. Esta reconciliación une a los que ya estaban separados,
puesto que para los hijos de Dios ya no hay judío y pagano (o protestante y católico),
rico y pobre, noble y plebeyo, doctos e ignorantes, etc., sino que todos, al ser hijos de
Dios son hermanos entre sí. Por la reconciliación que trae Jesús, se establece la paz de
una comunión (común unión) familiar.
Como se advierte en la Sagrada Escritura, la paz la da N.S. Jesucristo según de
acuerdo con el Evangelio según San Juan (14, 27): “Al irme les dejo la paz. Les doy mi
paz…” y Su saludo también lleva el mensaje de paz cuando se aparece a sus discípulos
después de la resurrección y aunque se encontraban reunidos a puerta cerrada “Jesús
entró y los saludó, diciendo: ¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 26). De esta manera, la paz es,
quizás, el fruto más preciado de la vida evangélica pues “el Reino de Dios no es
cuestión de comer o de beber determinadas cosas, sino de vivir en rectitud, paz y
alegría por medio del Espíritu Santo. Por lo tanto, busquemos todo lo que conduce a la
paz…” (Rom 14, 17-19) y porque Dios nos ha llamado a vivir en paz (1 Cor 7, 15). El
mensaje es claro, entrar en el Reino de de Dios implica, primero estar en paz con
nosotros mismos y luego con nuestros hermanos.
El deseo de paz entre los hombres es tan grande, que Dios mismo ordenó a Moisés
que cuando se bendijera al pueblo se hiciera con las palabras: “Que el Señor te
bendiga y te proteja; que el Señor te mire con agrado y te muestre su bondad; que el
Señor te mire con amor y te conceda la paz.” (Nm 6, 24-26). Esta bendición fue
tomada tal cual por uno de los más populares santos, Francisco de Asís, para bendecir
al hermano León y es la forma usual de hacerlo entre los integrantes de la familia
franciscana.
La paz es la penúltima etapa del peregrinar del hombre hacia la perfección; quien
la ha alcanzado conoce a Dios y sabe también que, como la felicidad, no es un estado
sino un proceso continuo que termina con la muerte corporal. Quien tiene paz la
transmite y se siente en su mirada, clara y limpia. Y no es necesario estar recluido en
un convento o monasterio para alcanzarla; todos estamos llamados a la perfección y
por tanto a tener paz y ser felices. Para ello hay que guardar las enseñanzas de N.S.
Jesucristo las cuales no son sino los mismos consejos que a veces encontramos en la
psicología, la medicina, la ciencia y en alguna literatura de autoayuda. La diferencia es
que Jesús exige acción; el cristianismo no es pasividad y palabrería florida, sino actos
concretos en la vida diaria. La lucha constante con uno mismo por superarse y el amor
verdadero a nuestros hermanos son la consigna. Que podamos realmente decir, en
espíritu y en verdad, “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que
nos ofenden”.
5.8 Bienaventurados los que sufren persecución

Esta es la última bienaventuranza: Dichosos los que sufren persecución por hacer
lo que Dios exige, pues el reino de Dios les pertenece (Mt 5, 10). En ocasiones se
entiende que hasta aquí finaliza y comienza otra, por lo que a veces se cuentan nueve
de ellas. Sin embargo, aquí se consideran ocho, ya que lo siguiente en el evangelio de
Mateo (11-12) es: “Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y
cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense, estén
contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo; pues así persiguieron a los
profetas que vivieron antes que ustedes.” Estos dos versículos están íntimamente
ligados con el anterior.
Es de notarse que en esta última bienaventuranza, tanto como en la primera, ya no
hay promesas ni verbos en futuro; la sentencia es definitiva: el reino de Dios les
pertenece. Así comienzan y así terminan las bienaventuranzas. Leyéndolas
cuidadosamente, reflexionándolas, es posible darse cuenta de que encierran un
itinerario de vida, pues Jesús invita no a resignarse, sino a luchar. Por ejemplo, los
pobres no han de conformarse con su situación, porque de hacerlo nunca serán felices.
La felicidad es el fruto de un esfuerzo continuo que se inicia con el programa de las
bienaventuranzas; no es un estado, sino un proceso. Así, los pobres serán felices si
enfrentan su pobreza poniendo en práctica lo ordenado por el evangelio y éste clama
por una actitud de vida que reclama la vivencia del amor.
La última bienaventuranza es la culminación del recorrido hacia la perfección, pues
se llega al punto de “hacer lo que Dios exige” aun a costa de la propia vida. Tal es el
caso de los mártires. Y hace recordar que así se persiguió a otros cristianos verdaderos
antes que a nosotros. Basta recordar los primeros años del cristianismo cuando se les
arrojaba a los leones en el circo romano y siglos más adelante, en la edad media por
ejemplo, muchos religiosos –entre ellos san Francisco de Asís– buscaban
voluntariamente la corona del martirio, pues estaban completamente seguros de que
alcanzarían automáticamente la gloria del Reino de Dios. Pero las persecuciones y las
ejecuciones no fueron exclusivas de tiempos antiguos, puesto que sabemos que en
pleno siglo XX tuvimos nuestra guerra a causa de la religión.
La Iglesia nació en medio de las persecuciones con los discípulos encerrados en el
cenáculo por miedo a los judíos (Jn 20, 19) y desde entonces siempre la han
acompañado. Jesús las anuncia y asegura que formarán parte de la vida del cristiano
auténtico, además de que también se darán por su causa o, equivalentemente, por fe
en Él. Sin embargo, N.S. Jesucristo, en su infinita misericordia, entiende a los
perseguidores pues dice que “si a mí me han perseguido, también a ustedes los
perseguirán… Todo esto van a hacerles por mi causa, porque no conocen al que me
envió.” (Jn 15 20-21) La actualidad de estas palabras es indiscutible, pues es evidente
que las persecuciones actuales que hoy se perciben se deben, generalmente, al
desconocimiento de Aquél que ha enviado a Jesús. Se dice que la Iglesia es y ha sido
enemiga de los avances científicos, pues se desconocen todos los esfuerzos realizados
desde siempre por los hombres y mujeres de fe que han impulsado la ciencia, como
Newton, Pascal, María Curie, Lemaître y el mismísimo Einstein. Ignoran que existe un
Observatorio Vaticano donde se hace astronomía de primer nivel y que existe la
Academia Pontifica de Ciencias, a la que pertenecen muchos premios Nobel en todos
los campos. Los consejeros del Papa en cuestiones científicas son los verdaderos
genios de nuestro tiempo.
Hacer lo que Dios exige sin temor a las persecuciones es el culmen de la vida
cristiana auténtica, sean estas simples burlas sin consecuencias, discriminaciones
sociales y laborales, o difamaciones que puedan llegar a dañar seriamente la imagen
de una persona. En su momento, la vida misma otorgará la recompensa merecida,
pues llegar al punto de darlo todo por el evangelio equivale a ser llamado hijo de Dios
y a entrar en posesión de Su reino, donde todo se nos dará por añadidura. La primera
corona recibida consiste en la felicidad y la paz plenas, con las cuales enfrentaremos
serenamente las vicisitudes que el vivir nos presente. La vida eterna será el premio
final.
6. Reflexión breve sobre el concepto de Reino
de Dios
6. Reflexión breve sobre el concepto de Reino de Dios

La oración del Padre Nuestro es, según Tertuliano, el resumen de todo el Evangelio,
y para Santo Tomás es la más perfecta de todas las oraciones. De las siete peticiones
que contiene, se presenta una breve reflexión sobre la segunda: Venga a nosotros tu
Reino, con la que la Iglesia pide no solo la venida final del Reino de Dios, sino también
que crezca aquí ya desde ahora por medio de la santificación de la humanidad y su
compromiso con la justicia y la paz (Catecismo de la Iglesia Católica, 2818).
Para acercarse un poco a la profundidad de esta petición, es necesario enfocarse al
concepto de Reino. Puede iniciarse con las siete parábolas del capítulo 13 del Evangelio
según san Mateo, de las cuales tres son explicadas por Jesús mismo. A lo largo de los
cuatro evangelios se encuentran más alusiones y descripciones del Reino, pero para los
propósitos de esta reflexión es suficiente con las de Mateo. En la parábola del
sembrador el evangelista relata como la acción del sembrador se inspira en la acción
de Dios y en su elección de los sencillos para que continúen con la misión salvadora de
Jesús, por lo que para aquellos que no estén dispuestos a escuchar ni a creer en las
verdades relativas al Reino emulando a los escribas y fariseos, el Reino de Dios les
será negado.
Las parábolas del grano de mostaza y de la levadura enfatizan el contraste entre un
inicio pequeño y prácticamente insignificante y un resultado final extraordinario,
mientras que las de la cizaña y de la red se refieren a la fase terrena del Reino que
actualmente estamos viviendo. En ésta coexisten los buenos y los malos, muchas
veces en armonía, pero al final de los tiempos se llevará a cabo la separación
definitiva. El punto clave de la cuestión está en la pregunta que se plantea al
propietario del campo sobre qué debe hacerse con la cizaña que crece junto con el
trigo. El problema es que al inicio del crecimiento la cizaña y el trigo se parecen, por lo
que al arrancar la cizaña sería fácil confundirse y arrancar también el trigo. Esto
enseña que es necesario prevenirse pues Satanás también siembra su semilla de
maldad, por lo que el bien y el mal coexisten dentro de la Iglesia. Otro aspecto a
recordar es que Jesús no reunió a santos y puros, sino que dirigió su mensaje –aún
hasta nuestros días– a los pecadores, razón por la que se ganó el rechazo. En esta
parábola se encuentra una explicación para la postura de Jesus: mientras llega el
momento final hay tiempo para la conversión y la misericordia; Dios ofrece un plazo de
gracia a los pecadores.
Las siguientes parábolas, del tesoro escondido y el comerciante de perlas, se hace
ver que quien encuentra el Reino de Dios siente alegría tan grande que es capaz de
deshacerse de todo, inclusive de sí mismo, con tal de hacerlo suyo. Estas dos
parábolas son una invitación a liberarse de las ataduras terrenas que esclavizan, pues
Jesús dice en su Pasión que su Reino no es de este mundo. Con estas parábolas se
invita a los cristianos que han descubierto el Reino a que sean perseverantes y
congruentes con su elección, y a que la vivan con alegría. Es cierto que puede
rechazarse el ofrecimiento como lo hizo el joven rico (Mt 19, 21-22), pero la actitud del
verdadero discípulo ante el descubrimiento del Reino de Dios es estrictamente la
conversión, el cambio de orientación de la propia vida en un ambiente de alegría.
El Reino no tiene connotaciones geográficas, ideológicas o culturales, por lo que
más bien ha de relacionarse con una vivencia determinada; no está constituido por
estructuras sino por aquellas personas que han decidido caminar hacia la santidad, que
en términos puramente humanos equivale a dejar las actitudes propias de
adolescentes emocionales irresponsables para convertirse, poco a poco, en adultos
emocionales responsables de sus propios actos. Y al utilizar el término “adulto”, no se
quiere hacer referencia a una edad determinada por criterios civiles, sino a su
concepción etimológica: el que ya creció. Se puede ser un adulto de 20 años y un
adolescente de 50 años. Así, quien entroniza el amor en su vida, con todas las
consecuencias que tal acto acarrea, se convierte automáticamente en ciudadano del
Reino que anunció N.S. Jesucristo. En cambio, él o ella se alejará del Reino conforme
se deje inmovilizar por las cadenas de su egoísmo, actitud propia del niño malcriado o
el adolescente torpe. La vida supone una lucha tenaz por afianzar el Reino en el fondo
del corazón, pues no es la persona la que penetra en el Reino, sino éste en la persona.
El anuncio del Reino de Dios es fundamental en la predicación y vida de Jesús. Tal
anuncio no constituye una amenaza, sino luz, paz, salvación, reconciliación… Es un
reino al que no se tiene que esperar para después de la muerte, sino que comienza
aquí y ahora, dentro del corazón de cada persona que quiera formar parte de él. Es
una experiencia de vida, pues puede practicarse siempre y en todo lugar: “busquen
primero el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33) y, al buscarlo, el hombre se
constituye en colaborador de Jesús en su obra mesiánica. Allí donde haya injusticia y
violencia, ha de sembrarse paz y concordia, lo que significa que el hombre puede pasar
de la infidelidad a ser hijos de Dios. La conocida oración atribuida a San francisco de
Asís, que comienza con la frase “Hazme un instrumento de Tu Paz” encierra las
acciones cotidianas que han de realizar los ciudadanos del Reino.
Por otro lado, el Reino no ha de considerarse solamente en dimensiones religiosa,
moral o espiritual sino que, por ser de Dios, es universal y no puede excluirse de la
vida familiar, social, de la economía, la política, la cultura y la naturaleza. A propósito
de esta inclusión en todo ámbito humano, diversos pasajes bíblicos muestran a
quienes les está vedado el Reino. Para comenzar, el mensaje evangélico sugiere que
los ricos tienen prohibida la entrada (Mt 19, 23-24), aunque esta aseveración tiene sus
bemoles. En el contexto sociocultural un rico es quien posee muchos bienes
materiales, pero en el contexto evangélico es rico no quien posee bienes, sino quien
los convierte en el centro de su existencia; en otras palabras es aquel para el que los
bienes materiales son un fin y no un medio; aquel que le rinde pleitesía a otros ricos y
poderosos aunque su riqueza la haya conseguido de manera ilícita; aquel que piensa
que ser amigo de un ladrón o un traficante es un honor sólo porque tiene dinero en
abundancia. Por otra parte, aunque los pobres son los destinatarios naturales del
Reino, también ha de entenderse el concepto. No es pobre quien carece de posesiones
sino quien, ante la carencia, se lanza a los brazos de Dios. Pero quien aún sin poseer
nada entroniza el odio y la envidia en su corazón, comparte el despropósito de cuantos
ricos rinden tributo al egoísmo (ver secc. 5.1).
Asimismo, en los salmos se encuentran directrices clarísimas. Por ejemplo, en el
salmo 15 (2-5) Dios asegura que solo residirá en su santuario –es decir será ciudadano
del Reino– quien “vive sin tacha y hace lo bueno; el que dice la verdad de todo
corazón; el que no habla mal de nadie; el que no hace daño a su amigo ni ofende a su
vecino… el que cumple sus promesas aunque le vaya mal; el que no acepta soborno en
contra del inocente.” Y San Pablo pone las cosas en términos todavía más fuertes en el
capítulo 6 de su Primera Carta a los Corintios (9-10), pues sentencia que no tendrán
parte en el Reino de Dios “los lujuriosos, ni los idólatras, ni los que cometen adulterio,
ni los afeminados, ni los invertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni
los difamadores, ni los tramposos.” El mensaje paulino es lo suficientemente claro. Y
para cerrar, tenemos el mensaje del Apocalipsis (22, 15) en el que se afirma que fuera
del Reino se quedarán “los pervertidos, los que practican la brujería, los que cometen
inmoralidades sexuales, los asesinos, los que adoran ídolos y todos los que aman y
practican el engaño.”
¿Ser ciudadano del Reino es, entonces, algo que está humanamente impedido? No,
puesto que se sabe, porque la doctrina lo ha enseñado, que Dios nunca va a enviar
tentaciones que van más allá de las fuerzas propias de cada quien. Pecar o no pecar es
una elección enteramente libre y personal. Dios no quiere imponer el bien, quiere
personas libres que distingan entre ser tentados y consentir. En la sexta petición que
se hace en el Padre Nuestro, “no nos dejes caer en la tentación”, una de las cosas que
se pide es el discernimiento que arranca la máscara de la tentación ya que, en
apariencia, ésta es buena y deseable (cfr. Gen 3, 6), mientras que en realidad su fruto
es la muerte. No caer en tentación es una decisión del corazón, pues “donde está tu
tesoro ahí está tu corazón” (Mt 6, 21); pero en algo la tentación es buena, pues nos
obliga a descubrirnos, a conocernos y a encontrar fortaleza para luchar contra ella y
merecer el título de ciudadano del Reino, pues la ciudadanía del Reino es tal como la
pone San Pablo (Rom 14, 17): “Porque el Reino de Dios no es cuestión de comer o
beber determinadas cosas, sino de vivir en rectitud, paz y alegría por medio del
Espíritu Santo.”
El Reino de Dios es, pues, libertad, esperanza, salvación, motivo incesante de
alegría y es posible aquí y ahora. Pero, ¿por qué no parece ser evidente tal realización?
¿no será que a veces el hombre quiere que los resultados vengan de fuera sin que
tenga que esforzarse aunque sea un poco? La acción de Dios por el Reino no se
manifiesta como un poder que viene desde fuera; sería fácil para el Todopoderoso
realizar la promesa de un cielo nuevo y una tierra nueva, pero de esta forma actuaría
en contra de sí mismo al negar al hombre la libertad que Él mismo le dio. La grandeza
de esto consiste en que el hombre tiene la posibilidad de cooperar en su instauración.
Así, quien reconoce la necesidad de ser salvado (Primera Bienaventuranza) y se
transforma desde dentro adquiere la capacidad de renovar su existencia y, como
consecuencia, cooperar en la renovación del mundo. El anuncio del Reino está
indisolublemente ligado a la invitación que hace N.S. Jesucristo: “Se ha cumplido el
tiempo y el Reino de Dios es inminente, arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,
15). La llamada al arrepentimiento y la conversión no es nueva pues se lee en Ezequiel
(18, 23) que el Señor dice: “Yo no quiero que el malvado muera, sino que cambie de
conducta y viva”, mientras que Jesús en su prédica dice: “Yo no he venido a llamar a
los buenos, sino a los pecadores, para que se vuelvan a Dios”, pues hace ver por
medio de las parábolas de la oveja descarriada, de la moneda perdida y del hijo
pródigo, que Dios siente una inmensa alegría cuando el hombre se convierte.
Como se desprende de la lectura cuidadosa del Evangelio, convertirse es salir de
uno mismo y del mundo para ir a Dios, decidirse por Dios. Se trata, entonces, de optar
por un cambio radical en el modo de pensar y de vivir. Convertirse es liberarse de todo
lo que impide el crecimiento espiritual y condiciona la existencia para entrar en un
proceso de madurez espiritual y emocional. La conversión es rechazar lo que ofende a
Dios: “Si tu ojo derecho te hace caer en pecado sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor
que pierdas una sola parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al
infierno” y lo mismo para la mano derecha (Mt 5, 29-30). También la conversión no es
decisión de un momento o de un día, o se refiere a un estado, pues es un proceso que
para cada persona tiene un ritmo diferente. Además, el Reino no es cuestión de
apresuramientos lo cual se comprueba en la parábola de la higuera sin fruto (Lc 13, 6-
9). Un hombre tenía una higuera que, desde hacía tres años, no daba higos, así que
decidió cortarla; pero el que le cuidaba el viñedo le hizo una propuesta: “Señor déjala
todavía este año; voy a aflojarle la tierra y a echarle abono. Con esto tal vez dará fruto
y si no, ya la cortarás.” El año de espera se entiende como la vida entera del hombre
que precede al juicio, pero no quiere decir que siempre hay tiempo para convertirse; al
contrario, hace recordar que cada día del año es tiempo de conversión.
Ciertamente el anuncio del Reino es, como Dios mismo, inmutable, pero el
ambiente donde se desarrolla cambia continuamente con el tiempo. Primero fue la
sociedad del tiempo de Jesús, luego el mundo grecorromano y otro muy distinto es el
mundo actual con sus tensiones ideológicas, políticas, sociales y tecnológicas.
Convertirse significa, entonces, vivir el evangelio en cualesquiera situaciones para
renovarlas desde dentro, sin anclarse en lo antiguo pues nadie echa vino nuevo en
odres viejos porque éstos se revientan y estropean (Mt 9, 16-17). No es adecuado
continuar con las normas y cultura ya pasadas; hay que actualizarse en materia
doctrinal, pues la Iglesia no permanece estática y anquilosada sino que se mueve y
camina junto con los avances sociales. Los discípulos que quieren seguir sus huellas
han de hacer que el anuncio sea siempre fermento en lugares y épocas diferentes,
dando testimonio del Reino y esperando que Dios complete su designio de comunión
sobre el hombre y sobre el universo entero.

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