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Bibliografía
1. Ciencia, filosofía y religión
1. Ciencia, Filosofía y Religión
1
Montserrat, J. y Estrada J.A. (2006), Ciencia Física y Teología, Seminario de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y
Religión, Universidad Comillas, Madrid, www.upcomillas.es/webcorporativo/Centros/catedras/ctr
como se discutió con anterioridad, es claro para todos los actores del quehacer
científico, que la Física tiene sus limitaciones y que existen otros métodos para conocer
realidades fuera del campo de acción científica. Tal es el caso de la filosofía y la
teología.
De los orígenes de la Física deducimos una relación muy particular entre ésta y la
filosofía, ya que la primera, como se mencionó antes es filosofía, filosofía natural, lo
que restringe su objeto de estudio tal como se ha discutido. La cuestión sobre cómo se
relaciona la imagen científica con la teología y, en consecuencia, con la religión se
tratará en secciones posteriores considerando, siempre, que la religión a la que se
hace referencia es la Católica Apostólica Romana. Comenzaremos por describir,
someramente, lo que representa la teología y su relación con la ciencia, especialmente
la Física.
La ciencia moderna ha proporcionado una historia del universo que aparenta ser
marcadamente diferente de la que presenta la religión. Tal historia ofrece varios
aspectos lo suficientemente importantes como para ser tomados en cuenta. El primero
de ellos es que el universo, tal como se conoce hoy, surgió y evoluciona como una
combinación de elementos inorgánicos que fue creciendo en complejidad y,
posteriormente, otra combinación más de organismos de complejidad igualmente
creciente, todos relacionados entre sí e interaccionando unos con otros. Tanto el azar
como leyes deterministas han tenido papeles importantes en un proceso en el que el
azar mismo funciona de acuerdo con leyes deterministas. Tales principios se aplican
para explicar cómo surgieron y cómo evolucionan las galaxias, estrellas y planetas, las
hidrosferas y las atmósferas que rodean algunos planetas y, al menos en el nuestro, la
creación de especies vivientes, pensantes y socializantes.
Quizá, los hallazgos científicos más notables son que (a) esto se ha dado como un
proceso de creación evolutivo y no como una serie de eventos creativos individuales;
(b) la aparición de seres humanos ha sido parte de este proceso evolutivo; y (c) cada
ser humano individual se desarrolla a partir de una célula siguiendo un proceso que se
asemeja aproximadamente al que siguió la especie humana en su evolución a partir de
4
una sola célula . Todo lo anterior tiene consecuencias para la Teología y para la
religión. Para la primera, si ésta se define de manera simple como “el estudio de Dios”,
donde Dios puede ser el originador y sostén último del universo de la materia-energía
en el espacio-tiempo, entonces Dios puede entenderse como una tríada de principios:
(1) el principio de las leyes de la naturaleza (que gobiernan el surgimiento del universo
2
Pérez Tamayo, R. (1989). Cómo Acercarse a la Ciencia, México: Editorial LIMUSA.
3
DeWitt, B. (2005), “God’s Rays”, Physics Today, 1, 32-35.
4
Case-Winters, A. (2004). “Rethinking the Image of God” Zygon: Journal of Religion and Science, 39, 813-
826, December
de materia-energía en el espacio-tiempo) y, por consiguiente, las leyes de la
naturaleza o la creación mismas; (2) el principio de la materia-energía emergente en
el espacio-tiempo, y por tanto el ser-hacer o existencia misma, y (3) el principio de la
vida-mente emergente y por lo tanto la vida-mente o personalidad misma.
En cuanto a la religión, si se define en sentido etimológico por las raíces latinas Re
y ligare que significan directamente reconexión o conexión profunda; entonces, ¿con
qué o con quién se da la reconexión? Las corrientes científicas en cosmología actuales
sugieren que el universo observable surgió como un solo complejo de elementos y
entidades interrelacionados que interaccionan entre sí. Por consiguiente, parece
razonable suponer que si este complejo puede considerarse como que tuvo su origen
en un solo agente creador que llamamos Dios, el acto creador es, también, uno solo.
Lógicamente, esto lleva a suponer que el hombre, como elemento constitutivo de este
universo creado, está llamado a reconectarse con toda la creación y con su Creador.
Las reconexiones emocional e intelectual con el universo son quizá, más fácilmente
alcanzables en etapas o pasos. Por consiguiente, en nuestro culto religioso podemos
buscar, primero, la reconexión con nosotros mismos, luego con nuestras familias y
personas inmediatas (prójimos), nuestros grupos sociales y ecológicos, nuestro
sistema ecológico o ecoesfera global, nuestro universo, y finalmente nuestro Dios. Esta
forma de acercarse a la reconexión total tiene sus orígenes en el pensamiento de uno
de los grandes santos y doctores de la Iglesia de la edad media: san Buenaventura. El
ideólogo franciscano propone seis pasos o etapas para llegar a la plenitud de la
5
reconexión con Dios que conforman el Itinerario del Alma hacia Dios . Como el santo lo
propone, primero hay que admirarse de la creación en las cosas inanimadas, luego en
las animadas para entrar en nosotros mismos, encontrar a Dios en nosotros, en
nuestros prójimos y finalizar con la disciplina de la contemplación.
Si el amor es la fuerza de reconexión más fuerte que podemos experimentar, la
aseveración anterior puede relacionarse fácilmente con los mandamientos de amar a
Dios por sobre todas las cosas y amar a tu prójimo como a ti mismo, mandamientos
que forman la esencia de “la ley y los profetas” en la tradición Judeo-Cristiana. Esto
está íntimamente relacionado con la ética, pues si ésta se define por su etimología, la
voz griega ethos, entonces significa “reglas de comportamiento de acuerdo con un
sistema de valores”. De ello se desprende que el amor por cualquier persona o cosa
implica naturalmente interés por el bienestar de esa persona o cosa. Por consiguiente,
hemos de considerar que estamos obligados éticamente a aumentar y no entorpecer
5
San Buenaventura; Experiencia y Teología del Misterio, Biblioteca de Autores Cristianos.
nuestro bienestar, el de nuestras familias y prójimos, y así hasta llegar al ecosistema
global, mientras se espere que nuestro comportamiento afecte el bienestar de todos
los elementos del universo.
A su vez, lo anterior redunda en consecuencias para la sociedad, puesto que
pueden lograrse beneficios para todos los sectores sociales, en todos los niveles, desde
locales a globales, si se mueven las creencias de tradicionales a las delineadas
anteriormente; esto es, de deidades locales y familiares personaloides a un Dios
universal; de la sola reconexión con el propio núcleo familiar y con el grupo local, a la
reconexión con todos los niveles de grupos familiares hasta el ecosistema global; y de
la preocupación por el bienestar del solo grupo familiar propio y del grupo familiar
local, a la preocupación por el bienestar de todos los niveles de núcleos familiares,
hasta el ecosistema global. Tales cambios pueden llevar a una reducción de los
conflictos y una expansión de los esfuerzos de cooperación para disminuir la cantidad
total de sufrimiento en el mundo, incluyendo la angustia física y mental.
Po otra parte, la manera en que la fe religiosa delineada anteriormente puede
satisfacer necesidades personales no es inmediatamente obvia. Por ejemplo, ¿cómo
podría tal fe satisfacer necesidades de seguridad y justicia últimas para personas
rodeadas por sufrimiento “no merecido” y otras injusticias percibidas? ¿Cómo podría
tal fe proporcionar respuestas en ética médica, especialmente a aquellas que tienen
que ver con el inicio y el fin de la vida? ¿Cómo proporcionaría respuestas a la ética
ecológica? Estas preguntas necesitan un desarrollo ulterior de la fe delineada y, en
consecuencia, un análisis más profundo y detallado de las cuestiones mencionadas.
Aunque lo que sí puede decirse que el sentido último para una vida circunscrita a una
cantidad limitada de materia-energía en una reducida cantidad de espacio-tiempo,
puede encontrarse solamente en sentir la trascendencia y la belleza, y en el placer de
llegar a las diferentes etapas de reconexión y asimilación con el universo creado y con
su Fuente Creadora.
Las relaciones entre ciencia y religión han sido tratadas de manera injusta e
irresponsable. En estos tiempos, prácticamente toda persona se ve bombardeada por
mensajes fáciles en los que la visión científica y la concepción religiosa del mundo se
presentan como irreconciliables en la práctica. Según la creencia popular que se
maneja corrientemente tanto en los medios como las charlas de café, se dice que a lo
largo de la historia la religión ha ido cediendo terreno a la ciencia a medida que ésta
nos desvela los misterios de la naturaleza. Este proceso no ha sido suave, sino
acompañado de una constante fricción entre científicos y creyentes. Además de estas
afirmaciones, la imaginería popular contiene algunas otras que rayan en la ingenuidad,
como aquella que dice que el 90% o más de los científicos son ateos y, como
escuchamos en una ocasión a cierto comentarista de TV, “se van a condenar”. Lo más
probable es que la extendida aceptación de esta mitología parece sustentarse en un
reducido número de casos concretos que se presentan acríticamente.
Semejante visión simplista de la interacción entre ciencia y fe solo puede
defenderse desde un conocimiento superficial de la historia –o de un total
desconocimiento– ya que la lista de eminentes científicos relacionados profundamente
con la religión es inmensa. Galileo y Newton, considerados como los fundadores de la
ciencia moderna. Maxwell, pastor protestante, a quien se le considera, junto con
Newton y Einstein, como uno de los tres físicos más grandes de la historia. El
mismísimo Einstein, de quien sabemos que su eterna polémica con Bohr se debió a sus
firmes convicciones religiosas, y quien afirmó que “Dios no juega a los dados con el
universo”. Volta, catequista de la parroquia de Como, a quien le debemos la invención
de la pila eléctrica con la que se abrió el camino para el estudio sistemático de la
electricidad. Ampère, educado en el laicismo y converso en su madurez, quien sentó
las bases de la teoría electromagnética. Este grupo de físicos también incluye a Max
Planck, padre de la Física Cuántica, cuya postura filosófica, abierta a la idea de lo
trascendente y que contribuyó decididamente al desarrollo posterior de la ciencia, está
todavía pendiente de ser evaluada en su justa medida. En el ámbito de la astronomía
tenemos a sus dos principales fundadores, Copérnico y Kepler, así como al sacerdote
belga Lemaître, quien demostró que el Big Bang se puede deducir de las ecuaciones de
Einstein. Finalmente, dentro de la rama de las matemáticas, vemos incluido al trío
estelar de Euler, Gauss y Riemann, valorados por muchos como los tres matemáticos
más grandes de todos los tiempos, y a Poincaré, padre de la ciencia moderna del caos
cuya convicción lo convirtió en miembro de la Tercera Orden Franciscana (hoy Orden
Franciscana Seglar).
Hasta nuestros días, la sociedad europea ha sido mayoritariamente cristiana y por
lo tanto, no es sorprendente que los primeros científicos más importantes, hijos de su
tiempo, también lo fueran. Así, cabe reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿Por
qué la ciencia –en cuanto tal– despegó en la Europa cristiana de los siglos XVI y XVII
y no en otras culturas que también alcanzaron un notable progreso tecnológico? ¿Es
una mera coincidencia o cabe atribuir a la cultura cristiana un papel sinérgico y
catalizador de la revolución científica?
En el siglo XVIII en Europa se tuvieron los primeros informes documentados sobre
las civilizaciones asiáticas, especialmente la China, por parte de los misioneros
jesuitas. En esa época llamó poderosamente la atención el hecho de que, a pesar de
los grandes adelantos arquitectónicos, financieros y filosóficos, no se tuviera en ciencia
(Física, Astronomía, Matemáticas) nada ni remotamente comparable con lo que se
tenía en Europa. Pero además llaman también la atención otros hechos: tampoco en
las otras grandes civilizaciones conocidas, babilónica, egipcia, hindú, la griega misma,
así como en la maya o en la inca, se dio un desarrollo científico propiamente dicho. Por
supuesto que en la civilización griega se tuvo un espectacular desarrollo de la
geometría y algunos avances en astronomía, pero el periodo creativo de los griegos
fue relativamente corto y pronto se llegó a un estancamiento seguido de un claro
declive.
¿Por qué un desarrollo científico genuino, en el que una vez superado un periodo
más o menos largo de tanteo, se llega hasta la etapa final de crecimiento
autosostenido, sólo se ha dado en nuestra civilización occidental cristiana, y sólo
precisamente en ella? Nos estamos refiriendo a la nota característica de la ciencia
moderna, esto es, su capacidad para describir cuantitativamente un amplísimo
panorama de fenómenos naturales, desde los procesos a nivel atómico hasta la
evolución temporal del universo entero. Desde este punto de vista, en ninguna de las
civilizaciones orientales se produjo nada parecido a lo que lograron Newton, Fresnel,
Maxwell, Planck o Einstein.
La hipótesis que se maneja es la siguiente. En esas grandes civilizaciones el
universo se concebía como algo caótico e incomprensible en el fondo, o bien algo
sujeto a férreas leyes de eterno retorno como por ejemplo, la reencarnación. Por su
parte, en la Europa Medieval Cristiana, se concebía un mundo creado por Dios de la
nada, básicamente bueno y que la inteligencia del hombre, también creada por Dios,
era capaz de alcanzar la verdad y apreciar la belleza existente en ese mundo. En
consecuencia, la principal razón del fracaso de las tentativas científicas en las grandes
civilizaciones no cristianas se encontraría en sus actitudes concretas ante el mundo
material. Esto es, si la realidad material del universo es todo lo que hay, y su devenir
es caótico o férreamente determinista, éste seguirá fatalmente su curso y no merecerá
la pena investigarlo de manera perseverante y a fondo, como es absolutamente
necesario hacer para lograr su comprensión racional. Si, en cambio, solo el mundo de
las ideas es real, y el mundo material es falso o perverso, tampoco valdrá la pena
investigarlo. Así, en el mundo occidental cristiano, la aventura de la ciencia moderna
ha requerido el esfuerzo de muchos hombres y mujeres a lo largo de muchas
generaciones. Y el avance científico y tecnológico que ha transformado nuestra
sociedad ha sido posible por su fe en el valor objetivo de un universo bien hecho, su
confianza en su capacidad intelectual para investigarlo y su fe en un único Dios,
creador de ambos.
No es necesario ser un hombre o una mujer de ciencia para ser un hombre o una
mujer de fe. Pero el fenómeno asombroso de la ciencia moderna que no hace otra cosa
que describir cuantitativa y sistemáticamente el hecho de la colosal obra creadora de
Dios, puede ayudar sin duda a conocer Su existencia. Cada hecho en el universo es
suficiente para reconocerlo, como cada uno de los físicos, matemáticos y cosmólogos
que con su esfuerzo perseverante ha contribuido al progreso y desarrollo de la ciencia,
lo es también. Podemos estar seguros que Dios los ha recompensado con creces por su
trabajo bien hecho.
El término hombre de ciencia o científico se aplica toda persona que hace ciencia.
En este sentido cabe aplicarlo a quien hace física, matemáticas, cosmología, química,
medicina, etc.; sin embargo es necesario aclarar para la última disciplina mencionada
que practicar no es lo mismo que hacer. También es importante aclarar que la
divulgación de la ciencia o su enseñanza en alto nivel no suponen, estrictamente
hablando, hacer ciencia, a no ser que cualquiera de los dos procesos vaya acompañado
de contribuciones científicas experimentales o teóricas significativas. En este sentido,
la obra de Isaac Asimov tanto como la de Carl Sagan, es la de un notabilísimo
divulgador de la ciencia más que la de un científico creador, lo cual no implica que la
influencia de uno u otro en la sociedad haya sido mayor que la de muchos grandes
científicos contemporáneos.
El término hombre de fe o creyente, por otra parte, se aplica a toda persona que
está firmemente convencida de que existe un Dios Creador del universo visible e
invisible; que en cada hombre y en cada mujer existe un alma espiritual irreducible a
puro instinto animal; y que el alma espiritual, creada por Dios a su imagen y
semejanza, es inmortal y, por tanto, destinada a una vida futura.
La creencia en un Dios creador y la práctica religiosa en general disminuyeron
notablemente a lo largo del siglo XX por –de acuerdo con opinión muy generalizada– el
desarrollo de la ciencia moderna. Popularmente se dice que los descubrimientos
científicos han socavado los fundamentos mismos de la religión y que deberíamos, ya
sea por renunciar a la visión religiosa tradicional del cosmos, la vida y el hombre, o
bien apostar por una visión religiosa más en armonía con los resultados de la
interpretación moderna del cosmos, aunque esta nueva visión religiosa deje de lado la
aceptación de un Dios Creador y la de un hombre portador de valores eternos. Pero,
¿tiene razón la creencia popular? De acuerdo con datos de la Sociedad Americana de
Física (APS por su nombre en inglés) durante los últimos cien años el número de
científicos en todo el mundo ha aumentado a un ritmo mayor que el aumento de la
población. El factor de crecimiento de los primeros es de 45, mientras que el de la
población en general es de 3.4 según la Enciclopedia Británica. Asimismo, durante el
mismo lapso, aumentaba el número de habitantes del planeta que se consideran a sí
mismos no-creyentes o ateos. Según la misma enciclopedia (1998), el porcentaje de
no-creyentes en Europa era de 19.5, en Hispanoamérica de 7.2 y en Norteamérica de
13.0. Nuevamente nos preguntamos, ¿está bien fundada en los hechos la opinión de
que la mentalidad científica es desfavorable para la creencia en un Dios Creador y para
la práctica religiosa? Las estadísticas no lo confirman y como ejemplo tenemos las
palabras de Lord Rayleigh (destacado científico del siglo XIX): “no creo que (el
científico) tenga un derecho superior al de otros hombres educados para hacer suya la
actitud de un profeta. En su corazón sabe que bajo las teorías que él construye
subyacen contradicciones que es incapaz de reconciliar (entre sí). Los misterios más
altos del ser, suponiendo que sean plenamente penetrables por el entendimiento
humano, requieren otras armas que las del cálculo y las del experimento”.
( ), donde E es la energía total del universo están fuera del alcance de la física
Es común escuchar que Galileo fue torturado y muerto por la Inquisición. Tal
argumento es esgrimido por detractores de la Iglesia y de la religión, quienes aducen
que éstas han sido y son, enemigas del progreso científico. Aún entre gente bien
intencionada, estudiantes y egresados de licenciatura y, según relatan algunos
profesores de teología, uno que otro sacerdote estudiante de teología, comparten la
idea de los inquisidores torturando y dando muerte a Galileo. Cuáles son las causas de
la ignorancia y la confusión que existen en torno al caso, podría ser un tema
interesante de investigar. En cualquier caso, es claro que algunos, en su afán de atacar
a la Iglesia, le han dado gran énfasis a los pocos datos que les interesan y han
tergiversado los hechos, y otros, por querer defender a la Iglesia han utilizado una
apologética ingenua haciendo de lado otros hechos de un caso sumamente complejo.
La Iglesia católica mostró en su momento, su deseo por clarificar las cosas. En
1992, el Papa Juan Pablo II expresó que “a partir del siglo de las Luces hasta nuestros
días, el caso Galileo ha constituido una suerte de mito, por el cual la imagen de los
acontecimientos que se había construido estaba bastante lejos de la realidad. En esa
perspectiva, el caso Galileo era el símbolo del pretendido rechazo, por parte de la
Iglesia, del progreso científico, o bien del oscurantismo <<dogmático>> opuesto a la
libre investigación de la verdad. Este mito ha jugado un rol cultural considerable.
(…)Una trágica incomprensión recíproca ha sido interpretada como el reflejo de una
oposición constitutiva entre ciencia y fe. Las aclaraciones aportadas por los recientes
estudios históricos nos permiten afirmar que tal malentendido doloroso pertenece
ahora al pasado.”
El caso Galileo sólo puede comprenderse dentro del contexto socio-cultural y
político de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, época turbulenta en la
historia del viejo continente. En 1632 la mayor preocupación del Papa Urbano VIII no
era precisamente el movimiento del Sol y de la Tierra. La Guerra de los Treinta Años,
que comenzó en 1618 y terminó en 1648, estaba en pleno desarrollo, dividiendo a
Europa en dos mitades, católicos y protestantes. La católica Francia se inclinaba por los
protestantes de Suecia y Alemania que se enfrentaban a España y al Imperio. Se
trataba de equilibrios muy difíciles que representaban problemas muy graves. El 8 de
marzo de 1632, en una reunión de cardenales con el Papa, el cardenal Gaspar Borgia,
protector de España y embajador del Rey Católico, acusó abiertamente al Papa de no
defender adecuadamente la causa católica, lo que causó gran revuelo y una situación
extremadamente delicada para el Papa. En esas condiciones, Urbano VIII se vio
obligado a evitar cualquier acto que pudiera interpretarse como una pobre defensa de
la fe católica.
Fue precisamente entonces cuando llegaron a Roma los primeros ejemplares de la
obra de Galileo Diálogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y
el copernicano. Al cabo de dos meses, se supo que el Papa se molestó muchísimo por
el libro en el que Galileo defendía una teoría condenada por la Congregación del Índice
en 1616 como falsa y contraria a la Sagrada Escritura. El Papa conformó una comisión
que dictaminó que el caso debería enviarse al Santo Oficio (la Inquisición romana).
Galileo se enfrentó al Santo Oficio en dos ocasiones. Para la primera ocasión, en
1616, el antecedente clave fue la publicación de Copérnico de 1543, De revolutionibus
orbitum coelestium, en la que argumentaba que, contrario al sistema prevaleciente
Ptolemaico-Aristotélico, en el que la Tierra se encontraba en reposo, el Sol se
encontraba en el centro del universo (heliocentrismo) y la Tierra giraba en torno a él y
sobre sí misma. Por muchas razones, la teoría de Copérnico fue poco aceptada. El
problema es que el sistema copernicano parecía contradecir a textos de la Biblia, y en
el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563 se había llegado –entre muchas
otras cosas– a la resolución de que los católicos no debían apartarse de las
interpretaciones que de la Biblia hacían los Santos Padres. Así, en el año 1616 se
acusó a Galileo de sostener y defender el sistema heliocéntrico, una teoría de la que se
pensaba que estaba en contraposición a la doctrina católica.
Para comprender el trasfondo del asunto han de hacerse del dominio público tres
problemas. En primer lugar, Galileo había adquirido gran fama por sus descubrimientos
astronómicos de 1609 y 1610 por medio del telescopio que él mismo construyó.
Descubrió que la Luna tiene irregularidades como la Tierra, que alrededor de Júpiter
giran cuatro satélites, que Venus presenta fases como la Luna, que en la superficie del
Sol existen manchas que cambian de lugar, y que existen muchas más estrellas de las
que se ven a simple vista. Galileo se basó en estos descubrimientos para criticar la
física aristotélica y defender el heliocentrismo. En segundo lugar, en aquellos tiempos
la Iglesia Católica se encontraba en una posición delicada y sensible ante quienes
interpretaban la Biblia de manera privada, por el ya preocupante enfrentamiento con el
naciente protestantismo. Finalmente, en tercer lugar, la cosmovisión tradicional que
colocaba a la Tierra en el centro del universo se ajustaba a la percepción ordinaria de
la época.
El 24 de Febrero de 1616, consultores del Santo Oficio dictaminaron que decir que
el Sol está inmóvil es absurdo en filosofía y, además, formalmente herético, y que
decir que la Tierra se mueve es también absurdo en filosofía y al menos erróneo en la
fe. Esta opinión de los teólogos consultores se ha tomado como si hubiese sido el
dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero definitivamente no lo es; fue solamente la
opinión de esas personas. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el
Decreto de la Congregación del Índice en el que no se afirma que el heliocentrismo
fuera herético, sino solamente falso. Nadie consideró entonces, ni debería considerarse
ahora, que la Iglesia condenó el heliocentrismo como herejía.
Enseguida, por orden del Papa Pablo V, el cardenal Belarmino citó a Galileo que se
encontraba en Roma defendiendo y difundiendo el heliocentrismo. El 26 de febrero de
1616, siguiendo la orden del Papa, Belarmino amonestó a Galileo a abandonar la teoría
copernicana. La orden papal decía que, en caso de que Galileo no quisiera abandonar
tal teoría, el Comisario del Santo Oficio (el dominico Michelangelo Segizzi), delante de
notario y testigos, le ordenaría que no enseñara, defendiera ni tratara esa doctrina, y
que si se negase a ello, se le encarcelase. Consta en documentos que Belarmino hizo la
amonestación; es muy difícil saber con exactitud cómo se desarrolló el encuentro entre
Belarmino y Galileo, pero está claro que éste entendió y durante un tiempo dejó de
hablar y defender el heliocentrismo. Galileo siempre fue un buen católico, pero sabía
que la determinación de 1616 se basaba en una equivocación y estaba consciente del
escándalo que sería demostrar con certeza que la Tierra gira alrededor del Sol.
En 1623 coincidieron unas circunstancias que parecían favorecer la exposición
cuidadosa de los argumentos a favor del copernicanismo. El factor principal fue la
elección del cardenal Maffeo Barberini como Papa, quien tomó el nombre de Urbano
VIII. En 1624 Galileo fue a Roma y el Papa le recibió seis veces, y comprobó, después
de tantear el terreno, que Urbano VIII no consideraba herético el heliocentrismo
copernicano pero sí lo creía una doctrina doctrinalmente temeraria que no podía
demostrarse. Así, a pesar de todo, Galileo se embarcó en el proyecto de escribir una
obra discutiendo el copernicanismo como un diálogo entre un partidario del
geocentrismo y un defensor del heliocentrismo, sin llegar a conclusión alguna. No
obstante, el lector inteligente se daría cuenta de quien tenía la razón. La impresión del
“Diálogo” se terminó en Florencia el 21 de Febrero de 1632. Tal obra fue la chispa que
encendió la mecha del proceso que, finalmente, marcaría un hito en la historia de la
relación entre Galileo y la Iglesia.
Lo anterior ha dejado ver el juicio contra Galileo de 1633 como el acto fundamental
de la Inquisición contra el genial científico. La causa por la que fue acusado y llevado al
juicio residió en el también citado libro “Diálogo en torno a los dos grandes sistemas
del mundo, el tolemaico y el copernicano”. No se tienen pruebas fehacientes sobre la
causa por la que el Papa Urbano VIII se enojara tanto con Galileo como para ponerlo
en manos de la Inquisición, pero la hipótesis más aceptada es la siguiente. En el
mencionado libro parecen dos personajes –los que dialogan–, Salviati, defensor del
copernicanismo, y Simplicio, defensor de la posición tradicional de Aristóteles y
Tolomeo, quien siempre pierde los debates. Hubo un personaje real llamado Simplicio,
quien fue uno de los grandes comentadores antiguos de Aristóteles, pero en la obra de
Galileo daba la impresión de que sus argumentos y su actitud correspondían
demasiado bien a su nombre. Después de haber expuesto todos los argumentos físicos
y filosóficos a favor de Aristóteles y Tolomeo, al final de la obra Simplicio utiliza como
argumento final el esgrimido por el Papa en sus previas entrevistas con Galileo: quien
pretendiera haber demostrado el copernicanismo estaría poniendo límites a la
omnipotencia de Dios. La hipótesis es que el Papa se sintió aludido y personificado en
Simplicio. Además como se ha señalado en la primera parte, las circunstancias
personales de Urbano VIII en aquel momento eran difíciles y no se podía tolerar un
libro en el que se defendiera una teoría condenada por la Congregación del Índice en
1616 como falsa y contraria a la Sagrada Escritura.
Galileo llegó a Roma el 13 de febrero de 1633 y, hasta el 12 de abril vivió en el
Palacio de Florencia donde se encontraba la embajada de Toscana y la casa del
embajador. El juicio debió comenzar apenas Galileo llegara, pero como se había
descubierto en los Archivos del Santo Oficio el escrito de 1616 en el que se prohibía a
Galileo tratar de cualquier forma el copernicanismo, el caso se alargaba pues la
Inquisición deliberaba sobre la forma de actuar. Finalmente el proceso se centró
completamente en una única acusación: la de desobediencia al precepto de 1616. El
30 de abril, Galleo reconoció ante el tribunal del Santo Oficio que, no por mala fe, sino
por vanagloria y deseo de mostrarse más ingenioso que todos los demás, había
expuesto los argumentos a favor del copernicanismo con mayor fuerza de la que él
mismo creía que tenían. El 16 de junio la Congregación del Santo Oficio tuvo su
reunión con el Papa, quien decidió que Galileo fuera interrogado sobre sus intenciones;
después, debería abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación en pleno,
sería condenado a cárcel, se le prohibiría que en el futuro tratara de cualquier modo el
tema del movimiento de la Tierra y se prohibiría el “Diálogo”. El 22 de junio Galileo fue
llevado al convento de Santa María donde se le leyó la sentencia y abjuró de su opinión
acerca del movimiento de la Tierra delante de la Congregación. Para Galileo fue lo más
desagradable de todo el proceso, porque afectaba directamente a su persona y se
desarrolló en público de manera humillante. Aquí se debe aclarar que la frase “y sin
embargo se mueve” atribuida a Galileo en esos momentos, carece de todo sustento
histórico, no aparece en ninguno de los documentos de la época, por lo que puede
afirmarse que forma parte de las leyendas que se tejen alrededor de los grandes
personajes.
El 23 de junio el Papa concedió que la cárcel fuera conmutada por arresto en Villa
Medici y, a petición del Gran Duque de Toscana, el Papa junto con el Santo Oficio,
concedió el 1 de diciembre de 1633 a Galileo que pudiera regresar a su casa en las
afueras de Florencia, con tal de permaneciera como en arresto domiciliario. Consta que
el 17 de diciembre Galileo ya estaba en su casa y permaneció allí hasta su muerte
acaecida en 1642. En su casa siguió trabajando; terminó sus “Discursos y
demostraciones en torno a dos nuevas ciencias”, obra que se publicó en Holanda en
1638, la cual se considera su obra más importante y que, junto con los “Principios
matemáticos de la filosofía natural” de Newton, publicada en 1678, marca el
nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna.
El proceso de Galileo no debería entenderse como un enfrentamiento entre ciencia
y religión, debido a que él siempre se consideró católico e intentó demostrar que el
copernicanismo no se oponía a la doctrina católica. Por su parte, los eclesiásticos no se
oponían al progreso de la ciencia como puede comprobarse por el hecho de que
durante su viaje a Roma en 1611, se tributó a Galileo un gran homenaje público en un
acto celebrado en el Colegio Romano de los jesuitas por sus descubrimientos
astronómicos. Uno de los problemas es que la ciencia experimental, tal como la
conocemos ahora, estaba en periodo embrionario; Galileo fue uno de sus fundadores.
La ciencia moderna no existía, por lo que el Galileo que veían las autoridades de su
época era muy diferente al que vemos ahora a la luz de la física desarrollada durante
casi cuatrocientos años. Es terriblemente injusto emitir juicios contra lo acontecido en
ese entonces con los valores y criterios de hoy.
2.6 Evolución y Fe
Los documentos aludidos en la secciones 2.5 y 2.6 son solo una muestra de cómo
Juan Pablo II fijó la posición de la Iglesia frente a la relación ciencia-religión. Con sus
palabras queda claro que su entendimiento de la esencia de la ciencia –en su caso
siempre se refirió con ese término a las ciencias exactas– sobrepasó inclusive, al de
muchos científicos y filósofos. Sin embargo, Su Santidad no llevó al cabo una reflexión
sistemática sobre el tema que hubiere dejado plasmado en un documento, sino que
escribió algunas cartas y dirigió mensajes cargados de enseñanzas sobre el quehacer
de la ciencia y de los científicos, así como el de los teólogos y filósofos respecto a su
trato con la ciencia. La mayor parte de esta información se encuentra sistematizada en
la página del Vaticano al alcance de toda persona interesada en el tema.
Para el Papa la ciencia es el camino que conduce al misterio de Dios, ya que en la
medida en que más se conoce de la realidad, de la estructura y de la historia del
universo, de la constitución fundamental de la materia y de los procesos que se dan en
las profundidades del reino material microscópico, mejor se aprecia la inmensidad del
Creador y se llega más fácilmente a captar el misterio mismo del Hombre, su origen y
su destino (Cfr. Juan Pablo II, 1985). Pero también Su Santidad hace un llamado a
reconocer que la ciencia tiene límites y no puede afirmar ni negar la existencia de Dios,
y aclara que no debe inferirse que los científicos no pueden encontrar, a través de sus
estudios e investigaciones, razones válidas para la existencia de Dios. La ciencia, por sí
misma no puede alcanzar a Dios, pero los científicos, quienes poseen una inteligencia
cuyo objeto no está limitado a la percepción sensorial, pueden encontrar en el mundo
razones para descubrir un Ser que los sobrepasa.
En el pensamiento de Juan Pablo II, los descubrimientos de la ciencia no sólo
conducen a la noción de un Creador en la línea de San Pablo, quien dice que “lo
invisible de Dios se puede llegar a conocer si se reflexiona en lo que Él ha hecho” (Rm
1, 20), sino que permiten llegar incluso a la idea de un Creador que nos ama:
“Basándose en una atenta observación de la complejidad de los fenómenos terrestres y
siguiendo el objeto y el método propio de cada disciplina, los científicos descubren las
leyes que gobiernan el universo así como sus relaciones. Están atónitos y humildes
frente al orden creado y se sienten atraídos por el amor del Autor de todas las cosas”.
(Juan Pablo II, 2000).
El Papa reconoce que la ciencia ha beneficiado grandemente a la humanidad puesto
que gracias a ella se comprende mejor “el lugar que ocupa el hombre en el universo, la
relación entre la historia humana y la historia del cosmos, la cohesión estructural y la
simetría de los elementos que componen la materia, la notable complejidad y, al
mismo tiempo, la asombrosa coordinación de los procesos vitales mismos.” (Juan
Pablo II, 2002) y reconoce también, en el mismo discurso, que no solo la humanidad,
sino también la teología y la filosofía se han beneficiado, puesto que si éstas “captan
hoy mejor que en el pasado lo que significa un ser humano en el mundo, lo deben en
gran parte a la ciencia, porque ésta nos ha mostrado cuán numerosas y complejas son
las obras de la creación y cuán ilimitado es aparentemente el cosmos creado.”
Juan Pablo II, por el hecho de valorar en forma muy positiva a la ciencia, no ignora
sus límites ni sus aspectos negativos. Una de las preocupaciones se relaciona con la
instrumentalización de la ciencia que puede llegar a desvirtuarla. De entre las
características de la ciencia que el Papa enuncia, la libertad tiene un lugar
preponderante y afirma que “si la ciencia es entendida esencialmente como un „hecho
técnico‟, entonces no puede ser concebida sino como la prosecución de aquellos
procesos que conducen al éxito técnico” (Juan Pablo II, 1980), de manera que si la
ciencia se vuelve meramente funcional, pierde esa libertad que debe ser inherente a la
búsqueda de la verdad.
Otro riesgo es llevar a la ciencia más allá de los límites de su propio método, o de
su esencia para tratar responder preguntas acerca del sentido. Esto no puede ser
provechoso puesto que al esperarse respuestas que no puede dar, surgen los
antagonismos que dan lugar a la aparición de ideologías pseudocientíficas,
manifestaciones de superstición y sectarismos –las llamadas “nuevas religiones” – que
deben su poder de persuasión a la necesidad urgente de la gente de una respuesta a la
pregunta del sentido.
Las ciencias naturales no pueden dar cuenta de toda la realidad “pues ciertos
aspectos de nuestras vidas se elevan por encima, y se mueven más allá, de la
dimensión material” (Juan Pablo II, 1980). Para conocer a fondo la realidad el Papa
propone algo que se lleva a cabo en la actualidad: investigación en la línea de la
transdisciplinariedad (UNESCO, 1998), proceso que exige otros métodos y disciplinas
complementarios como los provistos por las artes, las humanidades, la filosofía y la
teología.
Durante el segundo año de su pontificado, en su alocución a profesores y alumnos
en la Catedral de Colonia, Juan Pablo II reconoció que muchos de quienes plantean las
cuestiones conflictivas entre la Iglesia y las Ciencias Naturales se encuentran
influenciados por el “peso de aquellos notorios conflictos que surgieron de la
interferencia de las autoridades religiosas en el proceso de desarrollo del saber
científico.” (Juan Pablo II, 1980) Allí mismo, el Papa advierte que los papeles se han
invertido, ya que la Iglesia ha asumido la defensa de la razón y de la ciencia, de la cual
reconoce que tiene la “capacidad de alcanzar la verdad, que la legitima como una
realización humana” y reconoce, asimismo, la “libertad de la ciencia, por medio de la
cual esta última posee su dignidad como un bien humano y personal”. De acuerdo con
su pensamiento, la inversión consiste en que se ha pasado de la agresión de las
ciencias a la Iglesia, a la protección de las primeras por parte de la última.
Lo que caracteriza el pensamiento de Juan Pablo II sobre la relación ciencia-religión
es la complementariedad, ya que “cuando se siguen sus propios y respectivos
métodos, la religión y la ciencia son elementos constitutivos de la cultura.” (Juan Pablo
II, 1991) Este es uno de los puntos centrales del pensamiento del Papa, porque una
cultura en la que tales “elementos constitutivos” se ignoran o, peor, se enfrentan, se
tiende a la deshumanización. Es por ello que Su Santidad afirma que “la Iglesia
defiende la dignidad y necesidad de la investigación científica y filosófica, para
descubrir los secretos aún escondidos del universo y para arrojar luz sobre la
naturaleza del ser humano” (Juan Pablo II, 1991) porque, continua en el mismo
discurso, tanto la religión como la ciencia “tendrán que responderle a Dios y a la
humanidad por cómo han intentado integrar la cultura humana evitando así el riesgo
de una fragmentación que podría significar su destrucción.”
El pensamiento de Juan Pablo II invita a prepararnos para la instauración del
diálogo entre ciencia y religión que permita la construcción de un mundo en el que
ambas contribuyan a la integración de la cultura humana y no a su fragmentación. El
Papa llama a tomar conciencia de que sin un diálogo maduro, respetuoso e inteligente
entre ambas, dispuesto a superar dificultades y obstáculos, la respuesta será negativa
con todas las consecuencias que eso pueda implicar para la sociedad global.
Parte del desconocimiento de la información histórica se encuentra ejemplificada
por dos documentos pontificios de singular importancia: la carta que Juan Pablo II le
dirigió al director del Observatorio Vaticano en 1987 y la encíclica Fides et Ratio. La
última ha sido difundida con cierta profusión, pero pienso que el mensaje de Su
Santidad en dicha encíclica no ha sido comprendido cabalmente, por lo que es
menester analizar algunos puntos relevantes de ella, y analizar, en seguida, la carta al
director del Observatorio Vaticano.
A partir de las ideas del filósofo David Hume (1711-1776) plasmadas en su obra
“Investigación sobre el entendimiento humano” es común escuchar, todavía en
nuestros días que un milagro es una violación de las leyes de la naturaleza o como una
suspensión momentánea de estas leyes. A pesar de ser una forma popular de entender
lo que es un milagro, tal definición no tiene nada que ver con, por ejemplo, lo que las
palabras bíblicas implican por milagro. Por un lado, el griego thaumasion, cuyo
equivalente latino es miraculum, significa “lo que evoca una maravilla o algo
asombroso”. La palabra hebrea para milagro es oth, que significa “signo” o “señal”;
esto es, un evento que indique otra cosa diferente a sí mismo. Para santo Tomás de
Aquino un milagro es un evento que está más allá del poder natural de producirlo una
criatura, y la definición de milagro de acuerdo con la doctrina Católica, debida al papa
Benedicto XIV (1675-1758) es: “un milagro es un evento cuya producción está más
allá del poder de la naturaleza visible y corporal sola”. Además, para que el evento se
calificado como milagro, Benedicto XIV añade que debe tener significado religioso. En
todas las definiciones anteriores nada se dice sobre la violación de las leyes de la
naturaleza; ¿por qué habría de violar Dios las propias leyes que el dictó? Dios sabe lo
que quiere y, por lo tanto, al crear el universo entero le dio leyes para que evolucione
de acuerdo con un plan establecido. Entonces, decir con Hume que un milagro viola las
leyes de la naturaleza, es una forma de negar la omnisciencia y la omnipotencia de
Dios y en consecuencia, si no podemos confiar en que en que va a respetar sus propias
leyes, tampoco podríamos confiar en que guardará Su palabra de que un día nos
resucitará para vivir con Él eternamente.
Otro problema con la definición de Hume es que implica que la probabilidad de
ocurrencia de un milagro es bajísima, tanto que cualquier milagro reportado siempre
sería menos probable que la posibilidad de que las leyes de la naturaleza fuesen
violadas. Por consiguiente, de acuerdo con él, los milagros son imposibles por
definición, de manera que algunos científicos ni siquiera los consideran existentes
como para hablar o discutir sobre ellos. Por ejemplo, el premio Nobel de Física Vitaly
Ginzburg, en una entrevista concedida para la revista Social Sciences en 2003, afirmó
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que le “parece absurdo que una persona educada crea en milagros”. La cuestión es si
los científicos que piensan como el Dr. Ginzburg se han tomado la molestia de revisar
las evidencias sobre la ocurrencia de milagros o no, puesto que si la característica
esencial de las ciencias experimentales es su apertura imparcial a la evidencia, la
simple opinión humiana parece ser anticientífica. La postura que se defiende en este
ensayo contiene tres argumentos: Primero, que las evidencias de la ocurrencia de
milagros en la antigüedad, tanto como en nuestros días, es respetable y merece
atención; lo opuesto puede calificarse de anticientífico. Segundo, que la definición de
Hume ha monopolizado las discusiones sobre milagros, por lo que éstas se sesgan
tanto para científicos como para teólogos y, tercero, que los milagros se entienden
más claramente como señales de la acción divina que, como la gracia, no violan a la
naturaleza, sino que ocurren a través de ella, la perfeccionan y revelan su fundamento
divino. Debe quedar claro que no se clama por un teísmo o por la existencia de una
acción divina, sino por una postura que asegura que, si Dios existe y actúa sobre la
naturaleza en la forma en que los teólogos denominan Providencia, entonces los
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Por educada, se entiende una persona que tiene estudios superiores y/o posgrados (N. del A.)
milagros pueden entenderse como casos de ésta con lo que adquiere sentido teológico
y científico.
La postura que entraña el ser científico ante un evento de esta naturaleza, sería la
opinión: “No parece haber explicación natural conocida para este acontecimiento”,
pero tampoco puede concluir de manera terminante, que el suceso sea un milagro.
Este es un paso que requiere fe, aunque en algún futuro pueda encontrarse la
explicación natural. A este respecto ha de tomarse en cuenta que los milagros siempre
ocurren dentro de contextos de fe o por oración individual o comunitaria, por lo que
sólo se observan durante la vida terrenal de un santo o una santa, o por su mediación
después de su muerte. Por otro lado, si también se debieran a una ley desconocida de
la naturaleza, entonces también se observarían en un contexto secular, lo que no
parece haber ocurrido hasta el momento.
Desde esta perspectiva existen, según Terence L. Nichols (2002), dos maneras de
entender la acción de Dios en un milagro. La primera es la tradicional: Dios responde a
la oración, la fe y la santidad. Por ejemplo, si una persona o un grupo de personas de
fe y santidad le piden a Dios por medio de la oración una sanación, Dios puede
responder. La segunda manera es así: Es probable que la actividad de Dios –o Su
“energía”, para utilizar una analogía moderna– esté siempre disponible como un campo
(en sentido estrictamente físico-matemático) extendido, sólo accesible para aquéllos y
aquéllas que se abren y entregan a Dios en fe, santidad y oración. La analogía es
sintonizarse como se hace con una transmisión de radio. Las ondas de radio están
siempre presentes en nuestro derredor, pero no podemos darnos cuenta de su
presencia a menos que tengamos un receptor sintonizado en una frecuencia dada. Los
dos modelos, dice Nichols, son necesarios y complementarios. El primero describe la
acción de Dios en términos de una respuesta personal, mientras que el segundo lo
representa como un “campo” siempre presente, pero al que sólo unos cuantos tienen
acceso. El primero explica el hecho de que los milagros son una respuesta a la oración,
pero siempre se puede objetar que no siempre existe una respuesta. El segundo nos
aclara que la oración en sí misma es condición de suficiencia pero no de necesidad.
Para que exista la respuesta, el orante debe necesariamente abandonarse y entregarse
a Dios incondicionalmente en fe y santidad, lo cual no mucha gente está dispuesta a
hacer. Esto no significa que Dios tenga a sus favoritos y consentidos, sino que el
acceso a Dios sólo se logra abandonándose por fe verdadera, con lo que es posible
“sintonizarse” con la acción divina. Para que Dios pueda actuar en nuestras vidas
tenemos que ser altamente receptivos.
3.2 Física cuántica y milagros
Cuenta el Evangelio según san Mateo que cuando nació N.S. Jesucristo, apareció
una estrella especial en el firmamento. Unos magos la observaron desde algún lugar
de oriente, dedujeron que tal suceso anunciaba el nacimiento del Mesías y se pusieron
en marcha para ir a adorarlo (Mt. 2, 1-12). La aparición de esta estrella es, quizás, el
milagro más estudiado y se han ofrecido tantas explicaciones, que hasta se incluye lo
más disparatado como que se trataba de un OVNI. Para obtener una explicación
coherente han de considerarse tantos factores como sea posible. Lo primero es la
fuente de información. La única disponible es el Evangelio según san Mateo, el único
en que se relata este hecho. En el Evangelio según san Lucas, no se menciona la
estrella ni los magos, pero sí que un ángel les anuncia a los pastores el nacimiento de
Jesús (Lc. 2, 8-20), y en los dos restantes Evangelios no se menciona el
acontecimiento.
En segundo lugar, en la antigüedad el término mago tenía el significado de hombre
sabio, el equivalente moderno de un científico. Entonces, los magos a los que se
refiere el relato evangélico tenían un conocimiento profundo (para la época) de los
fenómenos celestes. Su ciencia era la astrología –que dicho sea de paso nada tiene
que ver con la charlatanería actual– por lo que históricamente se consideran como los
primeros astrónomos que creían que existía una correspondencia entre eventos
celestiales y terrenales. El relato evangélico concuerda con esta descripción porque,
además, al oriente de Jerusalén y Belén se encontraba Babilonia, el centro astronómico
más importante del mundo antiguo.
En tercer lugar, está el asunto de la fecha. El relato de Lucas sugiere que el
nacimiento debió ocurrir en primavera, puesto que esa era la estación en que podría
encontrarse a pastores con sus rebaños. Por otro lado, el establecimiento del año del
nacimiento de Jesús fue hecho por Dionisio Exiguus, un monje de Rusia que vivía en
Roma, muerto en el año 544. Este monje dio como fecha el 25 de diciembre del año
753 de la era romana, que sería el año 1 de nuestra era. Pero Dionisio se equivocó. El
Evangelio según san Mateo expresa que el nacimiento ocurrió durante el reinado de
Herodes, lo que indica que la fecha debió ser, al menos, cuatro años antes. Esto es
también consistente con el dato histórico de que César Augusto ordenó un censo de
todos los ciudadanos romanos alrededor del año 8 a.C., puesto que está de acuerdo
con Lucas 2,1. Aparte de lo que estamos tratando, este hecho tiene una implicación
fascinante ya que podría significar que José y por consiguiente Jesús como hijo de
José, eran ciudadanos romanos. Por lo tanto, Jesús pudo haber evitado la flagelación y
la crucifixión puesto que ambos castigos estaban prohibidos para los ciudadanos
romanos. Jesús aceptó voluntariamente su terrible muerte.
En cuarto lugar, tenemos el significado de la palabra estrella. San Mateo utiliza esta
palabra en singular, quizás porque era un término familiar, ya que aparece 24 veces
en el Antiguo Testamento y el plural u otra palabra relacionada, por ejemplo, con
planetas, no aparece. La Estrella de Belén es una estrella; no se refiere a un planeta, o
un cometa, sino a un punto de luz real fijo en la bóveda celeste.
Respecto a los hechos astronómicos, se sabe perfectamente que muchos de los
eventos que ocurren en el universo tienen una cierta periodicidad, y por ello es posible
regresar al pasado para saber cuando, por ejemplo, pasaron cometas y hubo
conjunciones de planetas. Un hecho fidedigno y fácil de comprobar es que durante el
periodo del año 8 al año 1 a.C., no hubo cometas y hasta la fecha no se han
encontrado rastros de novas o supernovas aparecidas en el mismo lapso. Lo que sí se
sabe es que en el año 7 a.C. se dio una conjunción entre Júpiter y Saturno, del tipo
conocido como conjunción triple, el cual es un evento peculiar. La última conjunción
triple ocurrió en 1980 y la siguiente se observará en 2238. Este hecho puede
relacionarse con el error de Dionisio en la composición de su calendario.
Finalmente, san Mateo escribe que los magos “vieron salir” la estrella, sin
especificar con exactitud desde dónde la habían visto; lo más que sabemos es que fue
desde el oriente. Sin embargo, lo más probable es que por la posición de los planetas
con respecto a las llamadas estrellas fijas, y porque el fenómeno se observó
directamente arriba de la región donde se encuentra Belén, la conjunción debió
observarse entre las estrellas que conforman las patas del león de la constelación Leo.
Este hecho es el más relevante, porque Jesús descendía de la tribu de Judá, para la
que su símbolo era un león. Todo coincide, fecha, lugar geográfico de observación en
Asia, lugar de la estrella en el firmamento y simbología. Este es otro caso que
demuestra la afirmación de que Dios no viola las leyes de la naturaleza, sino que
simplemente acomoda los eventos de manera que coincidan en el momento y en el
lugar preciso. El relato de la estrella de Belén tiene el suficiente fundamento como para
considerarse verídico, y un auténtico y verdadero milagro.
La Sábana Santa de Turín, mejor conocida como Síndone, es una de las dos piezas
o reliquias de las que se cree contienen imágenes de N.S. Jesucristo formadas de
manera milagrosa. La otra pieza es el Sudario de Oviedo. Cuando en la primera de
ellas se descubrió impresa la figura de una persona, se suscitaron una serie de
investigaciones muy serias y rigurosas por parte de prestigiosos científicos, tanto como
de teólogos y filósofos. Han aparecido numerosas sociedades dedicadas únicamente al
estudio del tema que organizan simposios y congresos con regularidad. Pero, ¿qué hay
detrás de todo ello? ¿Cómo fue que se dio tal fenómeno? En esta sección se recorrerá
brevemente el fascinante camino que se ha seguido durante varias décadas de
indagaciones sobre la Síndone.
La Síndone es una sábana de lino de 4.36 metros de largo por 1.10 metros de
ancho tejida con espina de pescado. Sobre ella se ven las huellas de una imagen –
frontal y dorsal– de un hombre muerto por crucifixión y se observan dos líneas
oscuras y dos triángulos blancos, vestigios de quemaduras causadas durante un
incendio en 1532.
Una de las primeras pistas históricas señala que la Sábana –más probablemente el
sudario– fue llevada a Edessa (la actual Urfa, al este de Turquía) donde se usó para
lograra la conversión de Abgar V, rey de Edessa (reina del 13 al 50), al cristianismo.
Poco después de que su hijo volviera al paganismo se le pierde la pista. En el año 216
Edessa fue anexada al imperio romano, año en que probablemente el manto regresó a
la ciudad, aunque no parece que se haya exhibido de manera alguna, sino hasta que
apareció, en el año 525, en uno de los nichos encima de una de las puertas de la
ciudad.
En el 943, un ejército enviado por el emperador bizantino Romano, llegó a la
todavía musulmana Edessa. El general prometió no invadir la ciudad, además de pagar
una cierta cantidad de dinero y la libertad de 200 prisioneros musulmanes, a cambio
del manto con la imagen de Jesús. Después de muchas negociaciones, se llegó a un
acuerdo y la sábana se llevó a Constantinopla, donde el 15 de agosto de 944 se recibió
con grandes celebraciones y se le instaló en la capilla Pharos del palacio imperial de
Constantinopla, depósito de muchas otras reliquias sagradas. En 1204, durante la
Cuarta Cruzada Constantinopla fue tomada y saqueada; en la confusión el manto
desapareció y, durante un siglo nada se supo, excepto por documentos de la Orden de
Caballeros Templarios. En 1306 se encontró una pintura en una de las casas de los
Templarios en Templecomb, Inglaterra, de la que hasta la fecha se sugiere que
representa el rostro del hombre de la Síndone. El 13 de octubre de 1307 los
Templarios fueron arrestados por orden del rey Felipe el Hermoso acusados de herejía
e idolatría. Sus altos dignatarios, Jaques de Molay y Geoffrey de Charny, fueron
quemados en la hoguera el 19 de marzo de 1314, mientras que la Síndone siguió
desaparecida.
El Memorando de D‟Arcys manifiesta que en 1355 se tuvieron la primeras
ostensiones de la Síndone en la capilla de Lirey, cerca de Troyes. Su propietario era un
caballero del lugar llamado Geoffrey I de Charny, quien murió el 19 de septiembre de
1356 en la batalla de Poitiers. La Síndone pasó al poder de su viuda Jeanne de Vergy
y, más tarde, se entregó a Margarita de Charny, hermana de Geoffrey II de Charny.
Pasó el tiempo y, en 1418, a raíz de las guerras con Inglaterra, la Síndone se trasladó
de Lirey al castillo de Montfort por razones de seguridad y luego a St. Hippolyte sur
Doubs, en Alsace-Lorraine, cerca de Suiza. El 22 de marzo de 1453, Margarita, ya
anciana y sin hijos, recibe de regalo un castillo y un estado de parte del Duque Luis de
Saboya a cambio de “valiosos servicios”, los cuales son interpretados como la entrega
de la Síndone a la familia Saboya, quienes serán sus propietarios durante cinco siglos.
En 1578 la Síndone se trasladó a la catedral de Turín, lugar que fue su residencia
permanente, excepto en tiempos de guerra, y se le instaló en el altar, en un lugar
construido especialmente con ese fin, de donde se cambió en 1694 a la capilla real
para depositarse en una urna especial, lugar en que permaneció por tres siglos.
La Síndone se expuso públicamente sólo cinco veces durante el siglo XIX y en la
última de ellas, el 28 de mayo de 1898, un abogado llamado Secondo Pia le tomó las
primeras fotografías. Cuando Pia obtuvo la placa negativa, lo que observó era en
realidad un “positivo”, una imagen más clara y nítida que la que se observa en el
original a simple vista. Ello quería decir que la imagen impresa en la Sábana es un
negativo fotográfico, cuyas áreas oscuras aparecían claras en la placa y viceversa. El
resultado obtenido por Pia fue una impresionante fotografía bien detallada y
destacada, con asombrosos contrastes.
Las fotografías de Pia dieron gran fama a la Síndone y la convirtieron en objeto de
serios escrutinios científicos. La pregunta clave era: ¿cómo se formó la imagen? Puesto
que ninguna técnica pictórica era capaz de reproducir, ni remotamente, algo
semejante. En 1931, el fotógrafo Giuseppe Enrie obtuvo nuevas y mejores fotografías
que, al ser analizadas exhaustivamente, mostraron que no había presencia de
pigmentos. En 1969, el cardenal Pellegrino nombró una comisión de diez hombres y
una mujer, entre ellos cinco científicos para examinar la Síndone, cuyas conclusiones,
que se publicaron en 1976 no aportaron nada extraordinario.
En 1977 se conformó un equipo científico interdisciplinario para estudiar la
Síndone, denominado STURP por sus siglas en inglés (Proyecto de Investigación sobre
la Síndone de Turín). El más intrigante hallazgo fue que la imagen en la Sábana Santa
contiene datos tridimensionales, lo cual se comprobó midiendo el grado de luminosidad
de la imagen, que está matemáticamente relacionado con la distancia del cuerpo al
lienzo. Esto quiere decir que la imagen alcanza el máximo grado de brillantez en las
zonas donde el lienzo toca la piel (nariz, frente, cejas, etc.), mientras que es menos
intensa donde cuerpo y tela no se tocan como las órbitas de los ojos y ambos lados de
las mejillas. Con esta información, y la utilización de un instrumento científico diseñado
para estudiar fotografías de estrellas y planetas, pudo reproducirse una imagen
tridimensional del hombre envuelto en la Sábana. Este simple hecho de producir una
imagen estereoscópica a partir de una fotografía bidimensional constituía una pieza de
investigación crucial, al tiempo que un asombroso avance tecnológico.
La imagen en la Síndone está constituida por una descoloración de la parte más
externa de las fibras de lino del tejido y presenta tal detalle, que fue posible contar el
número de contusiones causadas por los azotes en la espalda y distinguirse los
arañazos producidos. Además no se observa direccionalidad, es decir, líneas de trazos
como los que deja el uso de pinceles, lo cual corrobora la ausencia de pigmentos en la
tela y, por si fuera poco, el color amarillo parduzco no pudo disolverse ni alterarse
mediante el uso de reactivos químicos. Otra sorpresa fue el descubrimiento de dos
objetos colocados sobre los ojos. Tras minuciosos estudios se encontró que el objeto
colocado sobre el ojo derecho es una moneda, un leptón acuñado en tiempos de Poncio
Pilato. En los tiempos de Jesús se tenía la costumbre de colocar monedas sobre los
ojos de los cadáveres para mantenerles los ojos cerrados. Este hecho muestra que el
hombre de la imagen fue enterrado a la usanza judía de hace 21 siglos.
Además de estos hallazgos, en el laboratorio del New England Institute se
analizaron muestras tomadas de las zonas de la Sábana donde se creía había señales
de sangre. Los científicos encontraron hemoglobina, la proteína de la sangre y, por un
análisis más exhaustivo, determinaron que, en efecto, las zonas de sangre del lienzo
habían sido manchadas por sangre humana, lo que trae una nueva interrogante:
¿cómo es que esa sangre no se encuentra embarrada, como ocurre cuando se retira,
por ejemplo un vendaje, de una herida?
La formación de la imagen sigue siendo un misterio. Desde 1978 se han propuesto
diversas hipótesis para explicarla, todas ellas sin comprobación experimental. La más
aceptada es que la imagen se formó por quemadura superficial, dadas las
características de descoloración, oxidación y deshidratación de las fibras.
Tecnológicamente todavía se espera una explicación plausible; científicamente, la física
cuántica puede proporcionar pistas, aunque igualmente hipotéticas hasta su
comprobación experimental. Lo esencial aquí es que la Síndone envolvió a un hombre
real, un judío del siglo I crucificado por los romanos de un modo rigurosamente
paralelo al descrito por los Evangelios en el caso de N.S. Jesucristo.
La Síndone muestra el cuerpo de un hombre muerto por crucifixión. El hecho de
que se le haya guardado con celo y considerado objeto de veneración, aunado al
asombroso estado de conservación, conduce a pensar que algo extraordinario sucedió
que hizo que se considere que la Síndone es realmente la Sábana con la que se
envolvió el cuerpo de N.S. Jesucristo. La imagen desafía, todavía, todo intento de
explicación racional; a la fecha nadie ha podido reproducir algo semejante aún con la
más moderna tecnología. Muchas hipótesis se han propuesto sobre la producción de la
imagen y todas coinciden en la irradiación de alguna forma de energía. Pero no se
trata de debatir o polemizar sobre los méritos de uno u otro de los mecanismo
propuestos, sino comprender que lo más importante es el por qué una cierta forma de
energía debe asociarse con la resurrección y, después, el cómo pudo tal energía haber
logrado la impresión de la imagen, en la que la presencia de sangre es otro aspecto
asombroso. La evidencia prueba que la Sábana no fue retirada por medios físicos,
puesto que las manchas de sangre están intactas. Cada una de esas manchas se
caracteriza por una precisión anatómica, con los contornos plenamente definidos. Si se
hubiera retirado el lienzo, las manchas aparecerían embarradas y los coágulos
resquebrajados, lo cual es un claro indicio de que el cuerpo no fue movido ni
desenvuelto ¿Cómo explicar esto?
Por otro lado, más evidencias muestran que el cuerpo envuelto no se descompuso
mientras estuvo en contacto con la Síndone, mientras que los patólogos aseguran que
se encontraba en estado de rigidez cadavérica (rigor mortis). La ausencia de
descomposición indica que el cuerpo de Jesús no estuvo mucho tiempo en contacto con
la Sábana, aspecto importante, dado que en el Oriente Medio, en la época de la Pasión,
las condiciones climáticas obligarían a una fuerte y relativamente rápida
descomposición. La conclusión es que el cuerpo se separó de la Síndone tras un lapso
relativamente corto (¿cómo?).
¿Y qué decir de la edad de la Síndone? El equipo STURP realizó estudios para fechar
la confección de la tela, en los que analizaron el polen encontrado del que se
encontraron diversas variedades que evidencian la veracidad de los datos históricos.
Por otro lado se llevó a cabo la prueba de carbono 14 que mostró que la Síndone se
fabricó entre 1260 y 1390 d.C. lo cual sería una prueba de que no podría ser la Sábana
con que se envolvió a N.S. Jesucristo. Sin embargo, estudios más recientes muestran
que la primera prueba no fue confiable, ya que no se tomó en consideración la
contaminación debida a bacterias, la transformación de una sustancia contenida en las
fibras de lino con el tiempo y que la muestra que se tomó formaba parte de una
sección que había sido restaurada. Un nuevo estudio llevado a cabo posteriormente, en
1999, que tomó en consideración todos los factores posibles, arrojó como resultado
que el lienzo fue fabricado alrededor del año 351 a.C., fecha muy plausible, dado que
el intervalo de error es de 100 años. La edad concuerda, pues, con el tiempo en que
vivió, murió y resucitó N.S. Jesucristo.
Desde hace siglos filósofos y científicos se han preguntado si es posible tener una
prueba empírica a favor de la fe en Dios. Puede ser que la Síndone sea lo que piden
porque, ¿qué mejor conformación pudo concedernos Dios que tal cúmulo de pruebas
empíricas e históricas a favor de la resurrección de Jesús y de la posibilidad para cada
uno de nosotros de alcanzar a vida eterna? Cuando los escépticos de su tiempo le
exigieron a Jesús que garantizara su mensaje, Él mismo les indicó la prueba de su
resurrección de entre los muertos (Mt 12, 38-40). Estamos todavía muy lejos de una
explicación total de la imagen de la Síndone en toda su belleza, con sus cualidades de
majestad, dolor y paz impresas en el rostro torturado. La Síndone es la prueba
sobrenatural del evento único que justifica nuestra fe, y que atestigua la
transformación de un cadáver humano en un cuerpo vivo que nunca jamás estará
sujeto a la muerte.
Sólo Jesús salva. La religión es el medio de salvación. ¿Eres salvo? Todas las
anteriores son frases que se escuchan con frecuencia y que, con toda seguridad,
encierran una realidad irrefutable, a excepción de la última que es una pregunta cuya
respuesta se antoja muy difícil a menos que se sepa que quiere decir exactamente el
término “salvo”. Pero, ¿en qué consiste la salvación? ¿De qué nos viene a salvar la
religión? La respuesta es muy simple y a la vez muy compleja: de nosotros mismos.
La espiritualidad tiene que ver con el cómo pueden conciliarse las necesidades y
apetitos corporales con los propios del alma. El problema es que muchas veces, ambas
categorías se contraponen y armonizarlas requiere disciplina y trabajo. De entre los
anhelos humanos el predominante es el de vivir y no nada más vivir por vivir, sino
hacerlo de la mejor manera posible. Como respuesta a esto han surgido innumerables
proyectos y una legión de escritores ha salido beneficiada a partir de las altas ventas
de la llamada literatura de autoayuda o de superación personal a través de la cual
tratan de ofrecer a la humanidad necesitada una respuesta o una receta para alcanzar
el mayor de los deseos: la felicidad plena. Sin embargo, la proliferación de esta clase
de lecturas es un indicador de su propio fracaso: los proyectos de vida presentados
han sido aparentemente ineficaces. Pero para los cristianos auténticos existe un
proyecto infalible: el de Jesús de Nazaret.
El proyecto de Jesús, un proyecto de vida espiritual, está totalmente orientado a
dirigir a la humanidad hacia la ansiada meta denominada felicidad. San Pablo (1Cor 9,
24-27) utiliza una metáfora tomada de los deportes para introducirnos a tal proyecto:
“Ustedes saben que en una carrera todos corren, pero solamente uno recibe el premio.
Pues bien, corran ustedes de tal modo que reciban el premio. Los que se preparan
para competir en un deporte, evitan todo lo que pueda hacerles daño. Y esto lo hacen
para alcanzar como premio una corona de hojas de laurel, que en seguida se marchita;
en cambio nosotros luchamos por recibir un premio que no se marchita…” Lo que llama
la atención es que tanto en este pasaje Neotestamentario, como en cualquier otro
semejante de nuestra época, se enfatiza la obligación del deportista a salir de sí mismo
o de sí misma para disciplinarse y evitar todo aquello que sea perjudicial y obstaculice
la obtención del ansiado premio. En otras palabras, ajustadas a la realidad espiritual
cristiana, la persona debe salir del círculo vicioso del egoísmo que lleva a aceptar una
dualidad que separa al cuerpo del alma, a distinguir entre la vida interior y la mera
existencia, para lanzarse a una vida plena que acepta la unidad indisoluble cuerpo-
alma.
La concepción de vida está influenciada por la visión de la Grecia antigua que divide
a la persona en dos partes separadas, cuerpo y espíritu, lo cual lleva a considerar que
las realidades de orden interior (espirituales) y las realidades de orden físico
(corporales) están desvinculadas. Tal división entre el alma y el cuerpo, entre lo
interior y lo exterior, que históricamente condujo a la herejía del catarismo, conduce a
su vez al puritanismo, es decir, a la idea de que en el hombre existen unas “zonas”
purificables y otras despreciables. No obstante, la doctrina siempre fundamentada en
la Biblia y en el Magisterio de la Iglesia afirma que la pureza es un don del Espíritu
Santo que se embebe en todo el ser, del mismo modo que todo el ser está poseído por
el pecado si se está fuera de la comunión con Cristo. La unidad del ser en la pureza o
en el pecado la revela san Pablo en su carta a Tito (1, 15-16): “Para quienes tienen la
mente limpia todas las cosas son limpias; pero para quienes no creen ni tienen la
mente limpia, no hay nada limpio; pues hasta su mente y su conciencia están sucias.
Dicen conocer a Dios pero con sus hechos lo niegan; son odiosos y rebeldes, incapaces
de ninguna obra buena.”
La antropología cristiana no reconoce el dualismo griego, la tensión entre el alma y
el cuerpo. La historia del hombre se reconoce por el cristianismo como el camino de la
espiritualidad que lleva al pecador o pecadora a una regeneración, una recreación a
imagen de Dios. El hombre reconoce su unidad cuerpo-alma en la que el cuerpo de
pecado se renueva por la fe y el Espíritu Santo. Pero esta reconstitución implica
retornos a la existencia del pecado por lo que siempre estará presente la lucha entre la
carne y el espíritu como lo muestra la historia de la marcha del hombre hacia el Reino
de Dios. El ser humano entero, íntegro entra en esta lucha la que puede perder para
ser sometido y esclavizado por el pecado, o salir victorioso en la comunión con Cristo.
El proyecto de vida que ofrece Jesús, el plan salvífico llevado a plenitud, se encierra
en el Sermón de la Montaña que san Mateo presenta en los capítulos 5 a 7 de su
Evangelio. Para iniciar, las bienaventuranzas son promesas que, en palabras de Su
Santidad Benedicto XVI (2007), “resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre
que Jesús inaugura... Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el
júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más
allá. Cuando el hombre empieza a mirar y vivir a través de Dios, cuando camina con
Jesús, entonces vive con nuevos criterios… Con Jesús, entra la alegría en la
tribulación.” Así entendido, el Sermón, además de presentar preceptos, exhorta a vivir
de acuerdo con la voluntad de Dios adoptando una actitud basada en el amor, ya que
éste es “el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al
hombre en sí mismo gracia a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte
en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la
morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente se bienaventurado”.
En lo que sigue se analizarán brevemente las bienaventuranzas con las que
empieza el Sermón de la Montaña, las cuales muestran un itinerario de vida hacia la
felicidad, camino que desvela el concepto de vida espiritual, el itinerario de la
salvación.
5.1 Bienaventurados los pobres de espíritu
La cuarta bienaventuranza, cuya traducción directa afirma que son “dichosos los
que tienen hambre y sed de hacer lo que Dios exige, pues Él hará que se cumplan sus
deseos” (Mt 5, 6) es harto elocuente. El Señor, en sus infinitas bondad y generosidad,
proporción gratuitamente la saciedad (Is 55, 1-2) sólo si nos acercamos a Él. Además,
invita a dejar de actuar como gente imprudente y a conducirse como gente inteligente
para acercarse a comer del pan y a beber del vino que ha preparado (Prov 9, 5-6),
pues como dice el Señor, “el que me coma querrá comer más y el que me beba querrá
beber más” (Eclo 24, 21). Tener hambre y sed de Dios consiste en una actitud moral
total, la cual llena al hombre de paz y felicidad por sí misma, pues ningún otro deseo
satisface completamente, siempre se tendrá necesidad de más.
Es un hecho que las bienaventuranzas, como itinerario de vida cristiana, remiten a
realizar acciones, a vivirlas. Aquí está claro que la dicha se alcanza en la medida en
que se haga lo que Dios exige, en que se pongan en práctica las enseñanzas
evangélicas y las recomendaciones que se encuentran en las cartas de Juan, Pablo,
Pedro, Judas (no el Iscariote) y Santiago. Por ejemplo, en el mismo capítulo 5, san
Mateo escribe que Jesús indica que si vas a llevar una ofrenda al altar de Dios (por
ejemplo, a comulgar en misa) y “te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti… ve
primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar
tu ofrenda.” (Mt 5, 23-24) Y san Pablo es terrible con quienes “se enojan fácilmente,
causan rivalidades, divisiones y partidismos, son envidiosos, borrachos glotones y
otras cosas parecidas… les advierto que los que así se portan no tendrán parte en el
reino de Dios” (Gal 5, 19-21). Lo que Dios exige, lo que quiere para la humanidad es,
simplemente, que nos amemos unos a otros; Dios sólo pide que se hagan todas esas
cosas que elevan, que mantienen la salud espiritual y corporal, que causan felicidad
verdadera y permiten mantener un clima de cordialidad y paz.
En su otra forma, “bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque
ellos sarán saciados”, remite al concepto de justicia, la cual se define como dar a cada
quien lo que le corresponde; esto es, es el valor por el que la persona se esfuerza
constantemente por dar a los demás lo que es debido de acuerdo con el cumplimiento
de sus propios deberes y de acuerdo con los derechos personales. Además la redacción
de la bienaventuranza da a entender que así como el hambre y la sed son dos
necesidades vitales para el hombre, la justicia es otra necesidad imperiosa para la
vida. La justicia es la que lleva a cumplir con aquello de que lo que quieras para ti y
para los tuyos quiérelo para los demás; es decir, respeta los derechos de los otros
como quieres que se respeten los tuyos. En contraparte, la justicia también muestra
que, además de derechos, también se tienen deberes y que exigir derechos implica
haber cumplido primero con los deberes. Es notoria la yuxtaposición del sermón de
monte con otro pasaje del evangelio de Mateo, donde se pide buscar primero el reino
de Dios y su justicia y todo lo demás se dará por añadidura (Mt 6, 33); esta justicia es
la que lleva al cumplimiento de la voluntad divina, luego por este cumplimiento, la
persona se incorpora al Reino de Dios y una vez dentro de éste, a progresar
continuamente hacia la santidad.
De lo anterior, el concepto bíblico de justo remite a quien se esfuerza por cumplir la
voluntad de Dios manifestada en sus preceptos, por lo que justicia no se refiere
solamente a una virtud, sino al conjunto de todas las virtudes. Por eso, el hombre
justo trata bien a los demás poniendo en práctica la simplísima ley natural: evita el
mal y no hagas a otros lo que no quieras para ti. Porque si nuestra justicia (sumisión a
la voluntad de Dios) no es mayor que la de los escribas y los fariseos de nuestro
tiempo, no entraremos al Reino de los cielos (Mt 5, 20).
Bienaventurados los de corazón limpio, pues ellos verán a Dios (Mt 5, 8), es la
sexta bienaventuranza. La palabra “limpio” proviene del griego katharós que tiene un
significado más profundo, pues significa puro. En el Antiguo Testamento puro era lo
que aproximaba a Dios, e impuro lo que incapacitaba o excluía del culto. Como dice el
salmo 24 (3-4): “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede permanecer
en su santo templo? El que tiene las manos y la mente limpias de todo pecado; el que
no adora ídolos ni hace juramentos falsos.” Este texto conduce a otro aspecto
contrario a la pureza veterotestamentaria, la idolatría. La idolatría es un obstáculo
altamente reprobado a lo largo de todos los textos sagrados, y para no caer en ella
Jesús propone una forma de discernimiento: “donde está tu tesoro ahí está tu corazón”
(Mt 6, 21). Esta bienaventuranza es una promesa, primero, para los que tienen un
corazón entero no dividido entre el servicio de sí mismos y el servicio de Dios, entre la
búsqueda de la propia gloria y la del Padre y, segundo, para los que no practican
idolatrías.
La promesa de ver a Dios, se entiende también como conocerlo y entrar en el Reino
de los Cielos. Jesús, como Verbo Encarnado, como la Palabra de Dios hecha hombre,
vino a traernos el mensaje para conocerlo. Así como en el diálogo entre Jesús y
Nicodemo (Jn 3, 1-13), para conocer al Padre hay que nacer de nuevo y se nace como
hijo de Dios al conocerlo, al escuchar Su Palabra y al ponerla en práctica con el gozo
de hijos. Con respecto a esto, san Pablo se dirige duramente a los corintios, señalando
a los excluidos: “en el Reino de Dios no tendrán parte los que cometen inmoralidades
sexuales, ni los idólatras, ni los que cometen adulterio, ni los hombres que tienen trato
sexual con otros hombres, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
chismosos, ni los tramposos.” (1 Cor 6, 9-10). Las inmoralidades sexuales a las que se
refiere san Pablo, se enumeran en el capítulo 18 del Levítico, donde se especifica
claramente que, por ejemplo, el incesto y el bestialismo son actos abominables.
Pero sobre todo, lo que tiene que ver con la sexta bienaventuranza son la lujuria y
la idolatría, puesto que apartan el corazón del hombre del amor a Dios, ya que la
primera atenta contra el cuerpo haciendo de él y de la pasión ídolos ante los que se
postra con adoración extática. Con esto no debe entenderse que se está satanizando la
sexualidad; de ninguna manera, puesto que en el matrimonio, ella es una de las más
sublimes expresiones del amor entre esposos. Contra lo que se opone la pureza es el
vicio de la lujuria por las funestas consecuencias que acarrea para las relaciones
interpersonales, tales como el adulterio y la denigración. La pureza de corazón excluye
todo mal de deseo provocado por la lujuria; aún más, en el Evangelio según San Mateo
(5, 27-28) se lee la sentencia que promulga N.S Jesucristo sentencia: “Ustedes han
oído que antes se dijo „no cometas adulterio‟. Pero yo les digo que cualquiera que mira
con deseo a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. La condición
fraterna de los hijos de Dios excluye que un hermano mire con mirada impura a una
mujer, ya que por ser hija de Dios, es una hermana. La mirada de los hijos de Dios a
sus hermanas debe ser pura. Y el vicio de la lujuria esclaviza a los hombres y las
mujeres y los lleva finalmente a odiarse mutuamente, conduciéndolos a una ceguera
que impide ver a Dios.
Retornando a la promesa de ver a Dios, a los limpios de corazón les es posible
entender la afirmación de que el cuerpo humano es e templo del Espíritu Santo y
percibirlo como una manifestación de la belleza divina (Catecismo de la Iglesia
Católica, 2519); y no nada más allí lo encuentra, sino también en la contemplación de
la creación entera, alcanzamos a conocer el poder de Dios cuando se observa con ojos
y corazón limpios. El hombre puro es aquel que lucha constantemente por alejarse del
pecado y se levanta después de caer, practicando constantemente la virtud de la
templanza. Purifiquemos nuestros corazones para que desde hoy podamos ver a Dios
en nuestros hermanos y en la creación.
En la séptima bienaventuranza, se afirma que son dichosos los que procuran la paz,
pues Dios los llamará hijos suyos (Mt 5, 9). En esta bienaventuranza se habla de los
pacificadores, los hacedores de paz, quienes se empeñan en reconciliar a las personas
y a pacificar los espíritus, puesto que la paz se define con frecuencia como la situación
y relación mutua de quienes no están en guerra, no están enfrentados ni tienen riñas
pendientes. La relación con la pacificación de espíritus se da cuando una persona está
en paz con ella misma, esto es, no tiene enfrentamientos ni peleas interiores sin
resolver, porque cuando se realizan actos que conducen a inquietud y remordimientos
se pierde la paz y se comienza una lucha interna que aleja de la felicidad y, como se
expresó en los comentarios a la bienaventuranza anterior, tales incongruencias
impiden ver a Dios.
El hacedor supremo de paz es N.S. Jesucristo pues “Él hizo de judíos y de no judíos
un solo pueblo, al destruir el muro de enemistad que los separaba… formó de los dos
pueblos un solo pueblo unido a Él. Así hizo la paz.” (Ef 2, 14-15) Cristo reconcilió a
Dios con el género humano, a éste con Dios y a los hombres entre sí derribando los
muros que los separaba. Esta reconciliación une a los que ya estaban separados,
puesto que para los hijos de Dios ya no hay judío y pagano (o protestante y católico),
rico y pobre, noble y plebeyo, doctos e ignorantes, etc., sino que todos, al ser hijos de
Dios son hermanos entre sí. Por la reconciliación que trae Jesús, se establece la paz de
una comunión (común unión) familiar.
Como se advierte en la Sagrada Escritura, la paz la da N.S. Jesucristo según de
acuerdo con el Evangelio según San Juan (14, 27): “Al irme les dejo la paz. Les doy mi
paz…” y Su saludo también lleva el mensaje de paz cuando se aparece a sus discípulos
después de la resurrección y aunque se encontraban reunidos a puerta cerrada “Jesús
entró y los saludó, diciendo: ¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 26). De esta manera, la paz es,
quizás, el fruto más preciado de la vida evangélica pues “el Reino de Dios no es
cuestión de comer o de beber determinadas cosas, sino de vivir en rectitud, paz y
alegría por medio del Espíritu Santo. Por lo tanto, busquemos todo lo que conduce a la
paz…” (Rom 14, 17-19) y porque Dios nos ha llamado a vivir en paz (1 Cor 7, 15). El
mensaje es claro, entrar en el Reino de de Dios implica, primero estar en paz con
nosotros mismos y luego con nuestros hermanos.
El deseo de paz entre los hombres es tan grande, que Dios mismo ordenó a Moisés
que cuando se bendijera al pueblo se hiciera con las palabras: “Que el Señor te
bendiga y te proteja; que el Señor te mire con agrado y te muestre su bondad; que el
Señor te mire con amor y te conceda la paz.” (Nm 6, 24-26). Esta bendición fue
tomada tal cual por uno de los más populares santos, Francisco de Asís, para bendecir
al hermano León y es la forma usual de hacerlo entre los integrantes de la familia
franciscana.
La paz es la penúltima etapa del peregrinar del hombre hacia la perfección; quien
la ha alcanzado conoce a Dios y sabe también que, como la felicidad, no es un estado
sino un proceso continuo que termina con la muerte corporal. Quien tiene paz la
transmite y se siente en su mirada, clara y limpia. Y no es necesario estar recluido en
un convento o monasterio para alcanzarla; todos estamos llamados a la perfección y
por tanto a tener paz y ser felices. Para ello hay que guardar las enseñanzas de N.S.
Jesucristo las cuales no son sino los mismos consejos que a veces encontramos en la
psicología, la medicina, la ciencia y en alguna literatura de autoayuda. La diferencia es
que Jesús exige acción; el cristianismo no es pasividad y palabrería florida, sino actos
concretos en la vida diaria. La lucha constante con uno mismo por superarse y el amor
verdadero a nuestros hermanos son la consigna. Que podamos realmente decir, en
espíritu y en verdad, “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que
nos ofenden”.
5.8 Bienaventurados los que sufren persecución
Esta es la última bienaventuranza: Dichosos los que sufren persecución por hacer
lo que Dios exige, pues el reino de Dios les pertenece (Mt 5, 10). En ocasiones se
entiende que hasta aquí finaliza y comienza otra, por lo que a veces se cuentan nueve
de ellas. Sin embargo, aquí se consideran ocho, ya que lo siguiente en el evangelio de
Mateo (11-12) es: “Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y
cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense, estén
contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo; pues así persiguieron a los
profetas que vivieron antes que ustedes.” Estos dos versículos están íntimamente
ligados con el anterior.
Es de notarse que en esta última bienaventuranza, tanto como en la primera, ya no
hay promesas ni verbos en futuro; la sentencia es definitiva: el reino de Dios les
pertenece. Así comienzan y así terminan las bienaventuranzas. Leyéndolas
cuidadosamente, reflexionándolas, es posible darse cuenta de que encierran un
itinerario de vida, pues Jesús invita no a resignarse, sino a luchar. Por ejemplo, los
pobres no han de conformarse con su situación, porque de hacerlo nunca serán felices.
La felicidad es el fruto de un esfuerzo continuo que se inicia con el programa de las
bienaventuranzas; no es un estado, sino un proceso. Así, los pobres serán felices si
enfrentan su pobreza poniendo en práctica lo ordenado por el evangelio y éste clama
por una actitud de vida que reclama la vivencia del amor.
La última bienaventuranza es la culminación del recorrido hacia la perfección, pues
se llega al punto de “hacer lo que Dios exige” aun a costa de la propia vida. Tal es el
caso de los mártires. Y hace recordar que así se persiguió a otros cristianos verdaderos
antes que a nosotros. Basta recordar los primeros años del cristianismo cuando se les
arrojaba a los leones en el circo romano y siglos más adelante, en la edad media por
ejemplo, muchos religiosos –entre ellos san Francisco de Asís– buscaban
voluntariamente la corona del martirio, pues estaban completamente seguros de que
alcanzarían automáticamente la gloria del Reino de Dios. Pero las persecuciones y las
ejecuciones no fueron exclusivas de tiempos antiguos, puesto que sabemos que en
pleno siglo XX tuvimos nuestra guerra a causa de la religión.
La Iglesia nació en medio de las persecuciones con los discípulos encerrados en el
cenáculo por miedo a los judíos (Jn 20, 19) y desde entonces siempre la han
acompañado. Jesús las anuncia y asegura que formarán parte de la vida del cristiano
auténtico, además de que también se darán por su causa o, equivalentemente, por fe
en Él. Sin embargo, N.S. Jesucristo, en su infinita misericordia, entiende a los
perseguidores pues dice que “si a mí me han perseguido, también a ustedes los
perseguirán… Todo esto van a hacerles por mi causa, porque no conocen al que me
envió.” (Jn 15 20-21) La actualidad de estas palabras es indiscutible, pues es evidente
que las persecuciones actuales que hoy se perciben se deben, generalmente, al
desconocimiento de Aquél que ha enviado a Jesús. Se dice que la Iglesia es y ha sido
enemiga de los avances científicos, pues se desconocen todos los esfuerzos realizados
desde siempre por los hombres y mujeres de fe que han impulsado la ciencia, como
Newton, Pascal, María Curie, Lemaître y el mismísimo Einstein. Ignoran que existe un
Observatorio Vaticano donde se hace astronomía de primer nivel y que existe la
Academia Pontifica de Ciencias, a la que pertenecen muchos premios Nobel en todos
los campos. Los consejeros del Papa en cuestiones científicas son los verdaderos
genios de nuestro tiempo.
Hacer lo que Dios exige sin temor a las persecuciones es el culmen de la vida
cristiana auténtica, sean estas simples burlas sin consecuencias, discriminaciones
sociales y laborales, o difamaciones que puedan llegar a dañar seriamente la imagen
de una persona. En su momento, la vida misma otorgará la recompensa merecida,
pues llegar al punto de darlo todo por el evangelio equivale a ser llamado hijo de Dios
y a entrar en posesión de Su reino, donde todo se nos dará por añadidura. La primera
corona recibida consiste en la felicidad y la paz plenas, con las cuales enfrentaremos
serenamente las vicisitudes que el vivir nos presente. La vida eterna será el premio
final.
6. Reflexión breve sobre el concepto de Reino
de Dios
6. Reflexión breve sobre el concepto de Reino de Dios
La oración del Padre Nuestro es, según Tertuliano, el resumen de todo el Evangelio,
y para Santo Tomás es la más perfecta de todas las oraciones. De las siete peticiones
que contiene, se presenta una breve reflexión sobre la segunda: Venga a nosotros tu
Reino, con la que la Iglesia pide no solo la venida final del Reino de Dios, sino también
que crezca aquí ya desde ahora por medio de la santificación de la humanidad y su
compromiso con la justicia y la paz (Catecismo de la Iglesia Católica, 2818).
Para acercarse un poco a la profundidad de esta petición, es necesario enfocarse al
concepto de Reino. Puede iniciarse con las siete parábolas del capítulo 13 del Evangelio
según san Mateo, de las cuales tres son explicadas por Jesús mismo. A lo largo de los
cuatro evangelios se encuentran más alusiones y descripciones del Reino, pero para los
propósitos de esta reflexión es suficiente con las de Mateo. En la parábola del
sembrador el evangelista relata como la acción del sembrador se inspira en la acción
de Dios y en su elección de los sencillos para que continúen con la misión salvadora de
Jesús, por lo que para aquellos que no estén dispuestos a escuchar ni a creer en las
verdades relativas al Reino emulando a los escribas y fariseos, el Reino de Dios les
será negado.
Las parábolas del grano de mostaza y de la levadura enfatizan el contraste entre un
inicio pequeño y prácticamente insignificante y un resultado final extraordinario,
mientras que las de la cizaña y de la red se refieren a la fase terrena del Reino que
actualmente estamos viviendo. En ésta coexisten los buenos y los malos, muchas
veces en armonía, pero al final de los tiempos se llevará a cabo la separación
definitiva. El punto clave de la cuestión está en la pregunta que se plantea al
propietario del campo sobre qué debe hacerse con la cizaña que crece junto con el
trigo. El problema es que al inicio del crecimiento la cizaña y el trigo se parecen, por lo
que al arrancar la cizaña sería fácil confundirse y arrancar también el trigo. Esto
enseña que es necesario prevenirse pues Satanás también siembra su semilla de
maldad, por lo que el bien y el mal coexisten dentro de la Iglesia. Otro aspecto a
recordar es que Jesús no reunió a santos y puros, sino que dirigió su mensaje –aún
hasta nuestros días– a los pecadores, razón por la que se ganó el rechazo. En esta
parábola se encuentra una explicación para la postura de Jesus: mientras llega el
momento final hay tiempo para la conversión y la misericordia; Dios ofrece un plazo de
gracia a los pecadores.
Las siguientes parábolas, del tesoro escondido y el comerciante de perlas, se hace
ver que quien encuentra el Reino de Dios siente alegría tan grande que es capaz de
deshacerse de todo, inclusive de sí mismo, con tal de hacerlo suyo. Estas dos
parábolas son una invitación a liberarse de las ataduras terrenas que esclavizan, pues
Jesús dice en su Pasión que su Reino no es de este mundo. Con estas parábolas se
invita a los cristianos que han descubierto el Reino a que sean perseverantes y
congruentes con su elección, y a que la vivan con alegría. Es cierto que puede
rechazarse el ofrecimiento como lo hizo el joven rico (Mt 19, 21-22), pero la actitud del
verdadero discípulo ante el descubrimiento del Reino de Dios es estrictamente la
conversión, el cambio de orientación de la propia vida en un ambiente de alegría.
El Reino no tiene connotaciones geográficas, ideológicas o culturales, por lo que
más bien ha de relacionarse con una vivencia determinada; no está constituido por
estructuras sino por aquellas personas que han decidido caminar hacia la santidad, que
en términos puramente humanos equivale a dejar las actitudes propias de
adolescentes emocionales irresponsables para convertirse, poco a poco, en adultos
emocionales responsables de sus propios actos. Y al utilizar el término “adulto”, no se
quiere hacer referencia a una edad determinada por criterios civiles, sino a su
concepción etimológica: el que ya creció. Se puede ser un adulto de 20 años y un
adolescente de 50 años. Así, quien entroniza el amor en su vida, con todas las
consecuencias que tal acto acarrea, se convierte automáticamente en ciudadano del
Reino que anunció N.S. Jesucristo. En cambio, él o ella se alejará del Reino conforme
se deje inmovilizar por las cadenas de su egoísmo, actitud propia del niño malcriado o
el adolescente torpe. La vida supone una lucha tenaz por afianzar el Reino en el fondo
del corazón, pues no es la persona la que penetra en el Reino, sino éste en la persona.
El anuncio del Reino de Dios es fundamental en la predicación y vida de Jesús. Tal
anuncio no constituye una amenaza, sino luz, paz, salvación, reconciliación… Es un
reino al que no se tiene que esperar para después de la muerte, sino que comienza
aquí y ahora, dentro del corazón de cada persona que quiera formar parte de él. Es
una experiencia de vida, pues puede practicarse siempre y en todo lugar: “busquen
primero el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33) y, al buscarlo, el hombre se
constituye en colaborador de Jesús en su obra mesiánica. Allí donde haya injusticia y
violencia, ha de sembrarse paz y concordia, lo que significa que el hombre puede pasar
de la infidelidad a ser hijos de Dios. La conocida oración atribuida a San francisco de
Asís, que comienza con la frase “Hazme un instrumento de Tu Paz” encierra las
acciones cotidianas que han de realizar los ciudadanos del Reino.
Por otro lado, el Reino no ha de considerarse solamente en dimensiones religiosa,
moral o espiritual sino que, por ser de Dios, es universal y no puede excluirse de la
vida familiar, social, de la economía, la política, la cultura y la naturaleza. A propósito
de esta inclusión en todo ámbito humano, diversos pasajes bíblicos muestran a
quienes les está vedado el Reino. Para comenzar, el mensaje evangélico sugiere que
los ricos tienen prohibida la entrada (Mt 19, 23-24), aunque esta aseveración tiene sus
bemoles. En el contexto sociocultural un rico es quien posee muchos bienes
materiales, pero en el contexto evangélico es rico no quien posee bienes, sino quien
los convierte en el centro de su existencia; en otras palabras es aquel para el que los
bienes materiales son un fin y no un medio; aquel que le rinde pleitesía a otros ricos y
poderosos aunque su riqueza la haya conseguido de manera ilícita; aquel que piensa
que ser amigo de un ladrón o un traficante es un honor sólo porque tiene dinero en
abundancia. Por otra parte, aunque los pobres son los destinatarios naturales del
Reino, también ha de entenderse el concepto. No es pobre quien carece de posesiones
sino quien, ante la carencia, se lanza a los brazos de Dios. Pero quien aún sin poseer
nada entroniza el odio y la envidia en su corazón, comparte el despropósito de cuantos
ricos rinden tributo al egoísmo (ver secc. 5.1).
Asimismo, en los salmos se encuentran directrices clarísimas. Por ejemplo, en el
salmo 15 (2-5) Dios asegura que solo residirá en su santuario –es decir será ciudadano
del Reino– quien “vive sin tacha y hace lo bueno; el que dice la verdad de todo
corazón; el que no habla mal de nadie; el que no hace daño a su amigo ni ofende a su
vecino… el que cumple sus promesas aunque le vaya mal; el que no acepta soborno en
contra del inocente.” Y San Pablo pone las cosas en términos todavía más fuertes en el
capítulo 6 de su Primera Carta a los Corintios (9-10), pues sentencia que no tendrán
parte en el Reino de Dios “los lujuriosos, ni los idólatras, ni los que cometen adulterio,
ni los afeminados, ni los invertidos, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni
los difamadores, ni los tramposos.” El mensaje paulino es lo suficientemente claro. Y
para cerrar, tenemos el mensaje del Apocalipsis (22, 15) en el que se afirma que fuera
del Reino se quedarán “los pervertidos, los que practican la brujería, los que cometen
inmoralidades sexuales, los asesinos, los que adoran ídolos y todos los que aman y
practican el engaño.”
¿Ser ciudadano del Reino es, entonces, algo que está humanamente impedido? No,
puesto que se sabe, porque la doctrina lo ha enseñado, que Dios nunca va a enviar
tentaciones que van más allá de las fuerzas propias de cada quien. Pecar o no pecar es
una elección enteramente libre y personal. Dios no quiere imponer el bien, quiere
personas libres que distingan entre ser tentados y consentir. En la sexta petición que
se hace en el Padre Nuestro, “no nos dejes caer en la tentación”, una de las cosas que
se pide es el discernimiento que arranca la máscara de la tentación ya que, en
apariencia, ésta es buena y deseable (cfr. Gen 3, 6), mientras que en realidad su fruto
es la muerte. No caer en tentación es una decisión del corazón, pues “donde está tu
tesoro ahí está tu corazón” (Mt 6, 21); pero en algo la tentación es buena, pues nos
obliga a descubrirnos, a conocernos y a encontrar fortaleza para luchar contra ella y
merecer el título de ciudadano del Reino, pues la ciudadanía del Reino es tal como la
pone San Pablo (Rom 14, 17): “Porque el Reino de Dios no es cuestión de comer o
beber determinadas cosas, sino de vivir en rectitud, paz y alegría por medio del
Espíritu Santo.”
El Reino de Dios es, pues, libertad, esperanza, salvación, motivo incesante de
alegría y es posible aquí y ahora. Pero, ¿por qué no parece ser evidente tal realización?
¿no será que a veces el hombre quiere que los resultados vengan de fuera sin que
tenga que esforzarse aunque sea un poco? La acción de Dios por el Reino no se
manifiesta como un poder que viene desde fuera; sería fácil para el Todopoderoso
realizar la promesa de un cielo nuevo y una tierra nueva, pero de esta forma actuaría
en contra de sí mismo al negar al hombre la libertad que Él mismo le dio. La grandeza
de esto consiste en que el hombre tiene la posibilidad de cooperar en su instauración.
Así, quien reconoce la necesidad de ser salvado (Primera Bienaventuranza) y se
transforma desde dentro adquiere la capacidad de renovar su existencia y, como
consecuencia, cooperar en la renovación del mundo. El anuncio del Reino está
indisolublemente ligado a la invitación que hace N.S. Jesucristo: “Se ha cumplido el
tiempo y el Reino de Dios es inminente, arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,
15). La llamada al arrepentimiento y la conversión no es nueva pues se lee en Ezequiel
(18, 23) que el Señor dice: “Yo no quiero que el malvado muera, sino que cambie de
conducta y viva”, mientras que Jesús en su prédica dice: “Yo no he venido a llamar a
los buenos, sino a los pecadores, para que se vuelvan a Dios”, pues hace ver por
medio de las parábolas de la oveja descarriada, de la moneda perdida y del hijo
pródigo, que Dios siente una inmensa alegría cuando el hombre se convierte.
Como se desprende de la lectura cuidadosa del Evangelio, convertirse es salir de
uno mismo y del mundo para ir a Dios, decidirse por Dios. Se trata, entonces, de optar
por un cambio radical en el modo de pensar y de vivir. Convertirse es liberarse de todo
lo que impide el crecimiento espiritual y condiciona la existencia para entrar en un
proceso de madurez espiritual y emocional. La conversión es rechazar lo que ofende a
Dios: “Si tu ojo derecho te hace caer en pecado sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor
que pierdas una sola parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al
infierno” y lo mismo para la mano derecha (Mt 5, 29-30). También la conversión no es
decisión de un momento o de un día, o se refiere a un estado, pues es un proceso que
para cada persona tiene un ritmo diferente. Además, el Reino no es cuestión de
apresuramientos lo cual se comprueba en la parábola de la higuera sin fruto (Lc 13, 6-
9). Un hombre tenía una higuera que, desde hacía tres años, no daba higos, así que
decidió cortarla; pero el que le cuidaba el viñedo le hizo una propuesta: “Señor déjala
todavía este año; voy a aflojarle la tierra y a echarle abono. Con esto tal vez dará fruto
y si no, ya la cortarás.” El año de espera se entiende como la vida entera del hombre
que precede al juicio, pero no quiere decir que siempre hay tiempo para convertirse; al
contrario, hace recordar que cada día del año es tiempo de conversión.
Ciertamente el anuncio del Reino es, como Dios mismo, inmutable, pero el
ambiente donde se desarrolla cambia continuamente con el tiempo. Primero fue la
sociedad del tiempo de Jesús, luego el mundo grecorromano y otro muy distinto es el
mundo actual con sus tensiones ideológicas, políticas, sociales y tecnológicas.
Convertirse significa, entonces, vivir el evangelio en cualesquiera situaciones para
renovarlas desde dentro, sin anclarse en lo antiguo pues nadie echa vino nuevo en
odres viejos porque éstos se revientan y estropean (Mt 9, 16-17). No es adecuado
continuar con las normas y cultura ya pasadas; hay que actualizarse en materia
doctrinal, pues la Iglesia no permanece estática y anquilosada sino que se mueve y
camina junto con los avances sociales. Los discípulos que quieren seguir sus huellas
han de hacer que el anuncio sea siempre fermento en lugares y épocas diferentes,
dando testimonio del Reino y esperando que Dios complete su designio de comunión
sobre el hombre y sobre el universo entero.