Mirando aquel día por la ventana me di cuenta de que el verano se había ido
para dejar paso al otoño. Fuera se podía ver ya ese típico follaje que le
caracteriza. Todo estaba cubierto de un manto de hojas de color rojizo y
anaranjado y en cada esquina había charcos que se habían formado después
de una noche muy lluviosa.
Al ver una cometa colgando de una de las ramas del árbol me desanimé
completamente. Pretendía salir a pasear con mi perro, pero desde casa,
calentita, era más agradable ver como las ardillas se comían los primeros
racimos de uvas de la temporada y el resto de animales empezaba a recolectar
frutos para prepararse para el invierno.
A pesar del tiempo mi padre salió a comprobar que la lluvia no hubiera dañado
las calabazas y el maíz que habíamos plantado. Mientras tanto mi madre
recogía con el rastrillo las hojas para que el desagüe del jardín no se atrancara.
De pronto mi padre se puso como un niño a chapotear sobre un charco
empapando a un pobre erizo. Seguro que el pobre hubiera deseado tener en
ese momento un paraguas o un chubasquero para no mojarse.