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CRÓNICA INTROSPECTIVA

Lo que le pasó al hombre


que me salvó la vida
Suele creerse que los personajes secundarios —
en las historias— no tienen mucho para contar,
pero a Casciari la propia vida le dio una lección.
Javier Artigas, personaje secundario de uno de sus
cuentos, es protagonista de una historia increíble.
Tanto, que no podría ser ficción.
Tuve un infarto en diciembre de 2015 y gracias a eso me quedé vivir en la Argentina. Fue
un infarto que me dio de sopetón a los cuarenta y cinco años y casi me muero. Yo estaba
alquilando una casita en Montevideo, por AirBNB, y los dueños de esa casa me salvaron la
vida. Me subieron a un auto, llamaron a un patrullero, me llevaron al hospital e hicieron
una cantidad de cosas tremendas para no me muriera. ¡Sin conocerme! Yo era el inquilino:
nos habíamos visto un día antes cuando ellos me dieron la llave de la casita de huéspedes
y nada más.

El tema es que me salvé, me quedé a vivir en la Argentina y un año después


(exactamente un año después: el 6 de diciembre de 2016), con Julieta dijimos:

—Vamos a visitar a esta gente, a Montevideo.

Fuimos a visitar a esta pareja de montevideanos, Javier y Alejandra, y también fuimos a


contarles algo que no sabía nadie todavía en mi familia: que íbamos a ser papás.

Llegamos a la casa donde me infarté. A mí me dio un cosquilleo cuando llegamos, porque


podía haberme muerto ahí, un año antes.
La casa de Javier y Alejandra. De fondo, a la derecha, se entrevé la casa de huéspedes.

Javier y Alejandra tienen un caserón enorme en el barrio montevideano del Prado, con
una pileta olímpica y cuatro perros, con obras de arte y muebles caros, y hasta una casa de
huéspedes detrás del jardín. En esa casa de huéspedes me infarté.

Javier, además, es descendiente del prócer máximo del Uruguay (se llama Javier Artigas.)
Sin embargo son gente sencilla y accesible. Esa es la primera gran diferencia entre
Argentina y Uruguay: aunque tengan mucho plata o vengan de familias patricias, los
uruguayos no saben ser conchetos. No está el conchetaje en el ADN del uruguayo.

Cuando fuimos esa noche a contarles que íbamos a ser papás, se pusieron muy
contentos. Se emocionaron. Me abrazaban y le tocaban la panza a Julieta. Después la charla
empezó a fluir, como si nos conociéramos de toda la vida.
Javier, Alejandra, Hernán y Julieta, en casa de los Artigas.

Hacía el mismo calor que un año antes. Y yo me di cuenta de que no éramos amigos de
esa pareja. Ni la noche del infarto éramos amigos, ni tampoco un año después. De hecho,
era la segunda vez que nos veíamos en la vida.

Entonces Javier nos empezó a contar sobre ellos. Nosotros no sabíamos nada sobre ellos.
Solamente sabíamos que me habían salvado la vida un año antes, que me habían llevado
en su auto al hospital, que habían movido cielo y tierra para que me atendiera la salud
pública, que eran mis ángeles de la guarda. Pero nada más.

Y cuando Javier empezó a hablar, supimos que eran personas muy especiales.

Alejandra era funcionaria en Montevideo. Y no me acuerdo de qué trabajaba Javier pero


iba y venía por todo el mundo; digamos que era un alto directivo de una empresa a la que
voy a llamar Multinacional A.

Y como pasa siempre cuando te va muy bien en los negocios, un día lo contactaron de la
competencia (la Multinacional B) y lo tentaron para que se pasara a sus filas. Le ofrecían el
doble de plata y beneficios enormes. Seguramente Javier nos explicó todo esto con más
claridad, pero a mí me cuesta retener la jerga de los trabajos en donde pagan bien.

A Javier le llevó tres o cuatro noches decidirse, pero finalmente un día se levantó de la
cama temprano, se vistió, se hizo un chequeo para incorporarse a la nueva empresa y
renunció a su trabajo de toda la vida. Sus jefes trataron de convencerlo, le dijeron que
estaba loco, todos trataron de hacerlo cambiar de idea, pero Javier estaba decidido. Firmó
su renuncia en la Multinacional A y volvió a casa antes del mediodía.
Eso fue un viernes. El lunes por la tarde Javier tenía que firmar el contrato con la
Multinacional B, donde lo esperaba una participación en las ganancias, beneficios
corporativos y otro montón de palabras que no entiendo. Pero el lunes muy temprano
sonó el teléfono. Era el médico de la nueva empresa, con malas noticias. Javier tenía una
insuficiencia renal crónica.

Javier nos contó esa noche que, desde el momento en que el médico lo llamó para darle
la noticia, le cambió la vida. De un día para el otro. Nunca más un viaje, ni de trabajo ni de
placer. Desde ese día, y para siempre, debería filtrar su sangre tres veces por semana.

El mismo lunes el contrato con la Multinacional B quedó sin efecto, porque no les
interesaba un directivo enfermo. Y tampoco pudo hacer uso de la obra social del trabajo
anterior, porque había renunciado el viernes.

Desde ese día, el futuro que habían soñado Javier y Alejandra se vino abajo. Los amigos
desaparecieron, empezaron a usar los ahorros para pagar médicos y la casa enorme se
convirtió en un gasto imposible.

Selfie de Javier durante una sesión de diálisis.

Javier ya casi no tenía fuerzas: las sesiones de diálisis le consumían la energía. Estaba
acostumbrado a un ritmo de vida lleno de reuniones y de hoteles y de viajes y ahora no
sabía qué hacer. En las horas muertas empezó a diseñar una aplicación para unir a los
centros de diálisis del mundo con los pacientes, a ver si así podía volver a viajar… Pero
nadie le quería financiar el proyecto.
Los agentes inmobiliarios les recomendaban vender la casa gigante y alquilar algo más
chico. Pero ellos no se querían rendir tan rápido. Una tarde, como último recurso,
pusieron en alquiler la casita de huéspedes en AirBNB (esta plataforma que se dedica a la
oferta de alojamiento entre particulares).

Subieron fotos de la casa a Internet. Después pusieron un precio alto, en euros… y se


sentaron a esperar. Era arriesgado meter desconocidos en su casa, pero era eso o darse
por vencidos.

Primero cayó un brasileño que se quedó una semana y les taponó el baño al segundo día.
Después vino una pareja de Canadá con un nenito hiperquinético que les hizo mierda una
mesa vintage. Después llegaron unos ingleses que, al irse, publicaron una queja en AirBNB
por los perros del jardín y eso les bajó puntaje en la plataforma. Cerca del verano
aparecieron unos hippies holandeses que estaban recorriendo el mundo y se robaron los
servilleteros. El quinto huésped fue un escritor argentino que apareció una tarde de
diciembre con su novia nueva y al segundo día se les infartó en el living.

El cable de Télam, al día siguiente del infarto.

El quinto fui yo. Nosotros éramos los personajes secundarios de la historia de Javier.
Julieta y yo solamente conocíamos el Lado A del disco. Pero el Lado B (la historia de ellos)
era mucho más interesante.

Cuando los conocimos, ellos venían en caída libre desde hacía dos años. Ellos venían de
mal en peor. La enfermedad inesperada, el desempleo, las sesiones de diálisis, los ahorros
cada vez más escasos, la idea arriesgada de hospedar desconocidos y, cuando ya nada les
podía salir peor, un gordo se les infarta adentro de la casa. ¡Pobre gente!
Nos contaban todo esto, un año después, cagándose de risa. Y nosotros teníamos el
corazón estrujado. No podíamos creer la historia. Todas esas desgracias… Entonces los
interrumpimos y quisimos saber: ¿Seguía Javier sin trabajo? ¿Iban a vender la casa? Y
sobre todo, ¿los podíamos ayudar en algo? (Nos dio vergüenza, un año después, estar
ofreciéndoles ayuda, tendríamos que haberlo hecho antes.)

Entonces Javier nos dijo que ya lo habíamos ayudado. Nos dijo que, sin darnos cuenta, ya
habíamos hecho algo.

«¿Vos te acordás Hernán» —me dijo Javier— «que al día siguiente de tu infarto, cuando
estabas internado, recibiste un mail?».

¡Claro que me acordaba! Si a veces lo contaba en mi anécdota del infarto. Yo estaba todo
entubado en el Hospital y me vibró el teléfono. Era un mail automático de la plataforma
AirBNB. Me pedían una evaluación pública de mis anfitriones en Montevideo. Se lo piden a
todo el mundo, cuando termina la estadía. Entonces yo, desde el hospital, hice una reseña
medio graciosa que se viralizó mucho.
Entonces Javier me dijo: «A esa reseña tuya la leyó el dueño de AirBNB, Joe Gebbia».

Yo no lo podía creer.

Joe Gebbia es el milenial más rico de Estados Unidos. Fundó AirBNB cuando estudiaba en
San Francisco, y ahora la empresa está haciendo estragos en la industria hotelera de todo
el mundo.

Tres imágenes de Joe Gebbia, fundador de AirBNB.

Además, AirBNB recibe seis millones de huéspedes. Y todos dejan una evaluación pública
sobre sus anfitriones al momento de irse.
Lo miré a Javier y le dije: «¿Vos me estás hablando en serio?»

Y Alejandra me hacía que sí con la cabeza.

Y entonces sacaron una tablet y nos mostraron un video de Joe Gebbia dando una charla
TED donde nombraba el caso de «un anfitrión uruguayo que había salvado de la muerte a
un huésped argentino».

Con Julieta no podíamos creer lo que veíamos. Esa charla TED ocurrió en Vancouver,
Canadá, dos meses después del infarto.

Entre los asistentes a esa charla estaba Bill Clinton y Steven Spielberg, que se cagaban de
risa de mi reseña… Le pregunté a Javier cómo había conseguido Joe Gebbia esa foto
nuestra, la que puso de fondo durante la charla.

«¡Joe Gebbia vino a casa, Hernán!», nos dijo Alejandra a los gritos, «justo después de tu
infarto».

Y entonces nos explicaron que Joe Gebbia, un magnate norteamericano millenial, había
leído mi evaluación pública. Y el 31 de diciembre de 2015 a la noche el tipo cruzó las tres
Américas, pasó fin de año volando, y aterrizó en Montevideo el 1 de enero de 2016. Y les
tocó el timbre a Javier y a Alejandra. ¡Y les alquiló la casita de huéspedes, y les pregunto si
la historia de que habían salvado a un huésped era verdad!

Y se quedó, el multimillonario, una semana viviendo con ellos.

Joe Gebbia se hacía el desayuno en la casa de Javier, miraba televisión y salía a pasear
por Montevideo. A la tarde se encontraba con Javier, charlaban un poco, y a la noche
cenaban, en familia, todos juntos. A los tres días Joe Gebbia ya era parte del paisaje. Le
daba de comer a los perros y se hizo amigo de toda la familia.
Joe Gebbia convivió una semana con la familia Artigas.

Y una noche, en una sobremesa, Gebbia le preguntó a Javier si le gustaba viajar (¡justo a
Javier!) y Javier se animó a contarle que le habían detectado una insuficiencia renal
crónica. También le contó a Gebbia que había creado una aplicación para conectar a
pacientes de diálisis de todo el mundo.

Gebbia le preguntó si había tenido suerte con el emprendimiento. Y Javier le dijo la


verdad: «Nunca conseguí interesar a nadie».

Esa noche de enero de 2016, a Joe Gebbia la idea de Javier le pareció increíble y le ofreció
asociarse. Le dijo:

«Si un huésped de AirBNB tiene una enfermedad equis, tu plataforma podría conectarlo
con un anfitrión que ofrezca una casa adaptada a esa enfermedad».

Javier abrió los ojos como el dos de oro. Era una idea simple y genial, que cuajó en menos
de treinta horas.

Gebbia mandó un mensaje de wasap a sus socios y a los diez minutos a Javier le llegó un
contrato por mail, desde San Francisco, y en menos de dos semanas Connectus Medical, la
plataforma de Javier, recibió financiamiento por más de tres millones de dólares.

La noticia apareció en los medios internacionales y en 2017 Connectus, la empresa de


Javier, se convirtió en la start-up más exitosa del Uruguay.
A Javier y Alejandra la vida les cambió por completo. Empezaron a viajar de nuevo. Javier
pudo hacerse diálisis en diferentes lugares del mundo, y al regreso de uno de esos viajes
sonó el teléfono en su casa de Montevideo. Habían conseguido un donante compatible
para su riñón enfermo.

A principios de 2018, a Javier lo trasplantaron con éxito. Y ahora está sano.


Javier Artigas viajando por el mundo, después del transplante.

De todos mis cuentos, este es el que más parece mentira. Parece hecho por un guionista
malo. Yo sé muy bien que cuando las películas terminan con todas las tramas felices, esa
película es una garcha. Lo sé.

Pero esto no es una película, y pudo haber terminado mal. Muy mal. Porque la tarde del
infarto, cuando Julieta fue a buscar ayuda, justo a esa hora, Javier y Alejandra estaban a
punto de darse por vencidos. No tenían por qué ayudarme.

¡Qué les importaba el drama de otro, si el de ellos, su propio drama, era enorme! Y sin
embargo me subieron a su auto. Le gritaron a un patrullero. Donaron sangre.

Me salvaron la vida.

Es tan fácil salvar a otros cuando vos ya estás a salvo. Pero Javier y su esposa, los
personajes secundarios de mi historia, no estaban a salvo. Ellos aparecieron, veloces y
generosos, en el peor momento de sus vidas.

Todo lo que se narra en esta historia, aunque no parezca, es real de punta a punta. Los
detalles aparecen en el libro «El mejor infarto de mi vida», de Hernán Casciari.

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