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Querido neo-sacerdote Gustavo; queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús:

Como cada día, como cada Domingo, nos hemos reunido para celebrar la Santa Misa, fuente y
culmen de toda la vida de la Iglesia; celebración de una densidad salvífica absolutamente única en
la vida de la Iglesia, y en la Historia de la Salvación.

Pero esta celebración, en la que todos los cristianos encontramos nuestra ayuda más eficaz, y
nuestra fuerza invicta, tiene hoy la particularidad de ser presidida por primera vez y de modo
solemne por un hijo de esta comunidad. Hijo al cual el Señor ha llamado y ha transformado para
que sea Padre; para hacerlo suyo y para que, perteneciéndole totalmente, lo haga presente en
medio de sus hermanos, entre nosotros, y en todo el mundo.

En su Evangelio, San Mateo nos refiere:

“Jesús, viniendo a su patria, les enseñaba en su sinagoga, de tal manera que decían maravillados:
«¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No
se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?

Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto?”

También hoy alguno de nosotros podría preguntarse: ¿No es este Gustavo, al que conocemos bien,
porque es uno de nosotros? ¿No están acaso aquí su mamá y su hermana? ¿No son estos sus
parientes y sus amigos? ¿Y entonces, de donde le viene todo ésto?

Le viene del Señor Jesucristo, el Resucitado, el Viviente y le viene no porque Gustavo eligió
seguirlo, sino porqué Él lo llamó y le dijo: “Venid conmigo, seguidme...” Él lo eligió, lo llamó, lo
preparó, y a través del Obispo, sucesor de los apóstoles, lo envía al mundo transformado en su
apóstol, su profeta, su maestro, su sacerdote.

¿Qué ha hecho Gustavo para merecer esto? No ha hecho nada... nada más que responder que sí a
este llamado, con un SÍ que él está dispuesto a mantener, con la ayuda de quien lo llamó, durante
toda la vida.

Porque el Sacerdocio no es una cuestión de mérito, sino de llamado. “No me eligieron Uds. A mí,
sino que yo los elegí a Uds.” Recuerda el Señor a sus discípulos en el Evangelio y se lo recuerda
también hoy a este nuevo sacerdote y, a nosotros, para que nunca perdamos de vista el sentido de
su consagración y misión.

El sacerdocio es un don, una elección, una gracia inmerecida, porque no está basado en los
propios méritos o capacidades sino en el puro amor de predilección de Dios Nuestro Señor, que
elige a los débiles para confundir a los fuertes.

Ese amor del Padre, que tanto amó al mundo que entregó a su propio Hijo , es el mismo amor que
ha transformado a este hijo de la comunidad en “Padre”; a este hombre débil, en fuerza y apoyo
para la fe de sus hermanos; a este hombre pecador en un ministro de su perdón, su gracia y su
misericordia; a este discípulo suyo, que tiene aún tanto que aprender y recorrer en los caminos de
le fe, para que sea maestro del Pueblo Santo de Dios; a este hombre desconocido para muchos, y
de orígenes humildes, en un príncipe de su Iglesia, que no se doblegará ante ningún poderoso,
pero que servirá con amor de padre y ternura de madre a todos los pequeños, los pobres, los
desvalidos, los desposeídos, los abandonados, los postergados... y los servirá como el Buen Pastor,
que da la vida por sus ovejas.

De un modo muy especial, el Señor ha elegido a este hermano nuestro, tan hambriento de
felicidad y de plenitud como cualquiera de nosotros, para poder saciar el hambre infinita de todos
los hombres, repitiendo cada día palabras tan misteriosas como fecundas: “Tomad y comed, esto
es Mi Cuerpo... Tomad y bebed, Ésta es Mi Sangre...”

¿¡Cuántas tareas querrá el Señor encomendarte desde ahora, y hasta el día en que los ángeles te
reciban exultantes en las moradas eternas!? No podemos saberlo.

Pero tampoco podemos evitar alzar la mirada hacia el horizonte nuevo de tu nueva existencia, de
tu nueva misión: ¿¡A cuántos santificarás haciéndolos hijos de Dios en las aguas del Bautismo!? ¿¡A
cuántos perdonarás los pecados, realizando con la absolución un gesto más grande que la creación
del mundo, con todos sus esplendores!?

¿¡A cuántos enfermos aliviarás y consolarás, haciéndolos pasar, con la gracias de Dios, de las
pruebas de la tierra a las glorias de la Fiesta Eterna del Cielo!? ¿¡ A cuántas parejas darás la
bendición del Señor, para que manifiesten en medio de sus hermanos la fuerza y la ternura del
amor de nuestro Dios!? ¿¡Y cuántas cosas más, que el señor guarda en los secretos de su Corazón,
querrá Él confiarte y dispensar por intermedio tuyo!?

Y sin embargo – y no te quepa la menor duda de esto – cada día, lo más importante que harás por
el Señor, por la Iglesia, por todo el mundo, por todos los que el Señor te confíe, será precisamente
esto que ahora celebramos: la Santa Misa.

Lo más importante (¡y por lejos!), lo más eficaz, lo más santo, lo más perfecto, lo más digno de
Dios y del ministerio que se te ha confiado.

En la Santa Misa vas a tener la oportunidad de poner en el altar todos los gozos y las fatigas, los
sueños, deseos y dolores, tuyos y de tus hermanos, los hombres, para elevarlos al Altísimo y
pedirle que obre con todo ello una transformación semejante a la de la Eucaristía.

Y allí vas a tener también la oportunidad de hacer descender sobre todos ellos toda la gracias, la
misericordia, la paz, las bendiciones y gracias que el Señor quiere distribuir a manos llenas (¡como
el Pan!), a través de tus manos y tu corazón.

Así, será la Eucaristía misma, que celebrarás todos los días de tu vida, la que irá dando la tónica
específica a tu ministerio sacerdotal: allí te será enseñado a vivir con un oído puesto en el pecho
del Señor, y el otro en su Pueblo Santo.
Pero permíteme que, para concluir, te dé los tres consejos sabios que yo recibí precisamente
cuando me encontraba en tu situación (es decir, cuando presidí mi primera Eucaristía), y que han
sido para mí profundamente sugestivos en estos años de ministerio sacerdotal:

En primer lugar: sé hombre de oración. Hombre de penitencia reparadora y salvadora, un hombre


de total docilidad al Espíritu Santo. En la oración tendrás la posibilidad de entablar un diálogo con
Dios, para poder después anunciarlo a tus hermanos.

Pero quisiera que me comprendas bien lo que intento decirte: no te estoy recomendando la
oración como un ejercicio aislado de piedad individual: te estoy pidiendo que te habitúes a tratar
de modo íntimo y lleno de amistad y confianza a tu Padre celestial, del cual serás un ícono viviente
para el Pueblo de Dios.

Te estoy pidiendo que seas un hombre de fe, profundamente convencido de tu opción por quien
te ha elegido, capaz de dar la vida por confesar al único Nombre en el cual se encuentra nuestra
salvación.

Una fe capaz de disipar toda duda, cuestionamiento, prueba y vacilación que aparezca en tu
propia vida, y en la vida del Pueblo que el Señor te encomienda. Una fe que sea para vos y para tu
Pueblo bálsamo, fragancia, pan, casa, abrazo.

En ese contexto es que te pido que seas hombre de oración. Sólo en la medida en que estés con
Cristo en la oración podrás ser su apóstol. Las grandes empresas siempre se han concebido en la
oración: contempla al Buen Pastor pasando las noches en oración. En toda la historia de la Iglesia
hemos conocido el sacrificio y la oración de los pastores por sus ovejas. Tener presente a nuestro
modelo, el santo Cura de Ars.

Muchas veces podemos caer hoy en la tentación de reemplazar lo oración por técnicas y métodos,
en vez de ayudarnos con ellos.

No caigas en el error del activismo , no te conviertas en un "burócrata de la fe"; no separes en tu


corazón a Marta de María. Sea siempre la oración tu fuente de alegría y de celo apostólico.

En segundo lugar, el segundo consejo, que parece también algo elemental, pero que tiene una
gran profundidad es: no te acostumbres jamás a celebrar la Santa Misa, para que así tu vida se
convierta en una "Misa continuada".

No te acostumbres nunca a tener en tus manos el Misterio de la Redención humana, a transformar


el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en la Sangre del Señor.

Santa Misa, Eucaristía: encuentro con quien te ha llamado y quiere compartir todos Sus secretos.
Escuela donde el Señor sigue enseñando y formando a sus discípulos. Cátedra silenciosa de todas
las virtudes sacerdotales. En la Eucaristía encontrarás más motivos para unirte y amar más a Jesús,
y más motivos para gastarte y desgastarte por tus hermanos. En la Eucaristía aprenderás a ser
Sacerdote y Hostia.
Y el último consejo: “marianiza” tu sacerdocio. No solamente porque lo pongas en manos de la
Virgen, sino porque de alguna manera debés a Ella una potestad sobre todos los tuyos, para que
Ella realice con vos lo que hizo con Jesús. Ella fue la confidente del Señor. Ella lo acompañó con
silencio pero con fecundidad en su vida apostólica. María estaba al pie de la Cruz, participando en
la Inmolación de su Hijo (como tu mamá te ha acompañado a lo largo de estos años, y más aún).

María también quiere ser tu confidente: recurrí a Ella y sólo a Ella. Después de Jesús, sólo a María,
sólo a su corazón puedes confiarle muchos secretos sacerdotales.

También en tu apostolado estará María a tu lado: Ella te mostrará lo que su Hijo quiere que hagas,
Ella te adiestrará, Ella será causa de tus más profundas alegrías. Y cuando llegue el momento de la
cruz, de tu inmolación - que te va a llegar -, pensar que al pie de la cruz está María, y volver a Ella a
tus ojos, y en su mirada maternal encontrarás la fortaleza, el consuelo y la paz.

Queridos hermanos: el sacerdocio del P. Gustavo es un don para la Iglesia, para la Arquidiócesis de
Paraná, para su familia, para el mundo entero.

Sepamos hoy agradecérselo, y al unirnos a la Santa Misa que ya preside él, con fe profunda en la
presencia de Jesucristo, Sacerdote y Hostia, adoremos a la Trinidad Santísima, dando gracias por
tanto bien preanunciado en este sacerdocio, y pidámosle que lo haga un santo sacerdote, según
Su Corazón.

Un sacerdote eucarístico y mariano, un apóstol de Dios. Y que con su vida y su palabra suscite
muchas y santas vocaciones, y que siguiendo las huellas de tantos santos sacerdotes, constituya
un eslabón más, lleno de fecundidad y de trascendencia.

Padre Gustavo, te deseo el gozo sobre todo gozo de tu vida, capaz de llenar de plenitud y de hacer
llevaderas y hasta alegres tus cruces, y que sea este sólo: pensar y saborear que sos sacerdote
para siempre.

Y te pido que, cada día, cuando eleves la Santa Eucaristía para mostrar a tus hermanos al Cordero
que quita el pecado del mundo, le susurres en tu interior: “Señor, dame la gracia de ser un
sacerdote según tu Corazón”

Amén.

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