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Autor

Jeremías, era hijo de Hilcías, Jeremías era un profeta del pueblo sacerdotal de Anatot
y posiblemente descendiente de Abiatar. El nombre de este profeta, su significado es
hipotético, pero en las probabilidades puede que sea “Jehová exalta”. Más se sabe de
la vida personal del profeta que de ningún otro del Antiguo testamento, debido a los
indicios que nos ofrece de su pensamiento, preocupaciones y frustraciones.

A jeremías se le impidió casarse o tener hijos como señal de que se acercaba el


juicio y que la próxima generación sería barrida. Su más cercano amigo y colaborador
era el escriba Baruc. Aparte de este, tenía pocos amigos, eran escasos en su círculo.
Sólo contaba con Ahicam, hijo de Gedalías, y Ebed-melec. En gran parte esto se debía
al mensaje de condena a la rendición ante los babilonios. A pesar de este mensaje, su
demoledora condena los líderes Judíos y su aversión por la idolatría, le dolía
profundamente el infortunio de su pueblo. Debido a que para él la salvación de Israel
no podía separase de la fe en Dios y la obediencia a los acuerdos del pacto.

Fecha
626-586 a.C. El profeta Jeremías profetizó en Judá durante los reinados de
Josías, Joaquín, Joacim y Sedequías, Su llamado se encontró en el 626 a.C. y su
ministerio continuó hasta el tiempo después de la caída de Jerusalén en el 586 a.C. El
profeta Sofonías antepuso sutilmente a Jeremías, y Nahúm, Habacuc y Abdías fueron
sus simultáneos. El profeta Ezequiel, era mucho más joven que él, y profetizó en
Babilonia entre los años 593 y 571 a.C.

Contenido
Este libro consiste esencialmente en una resumida introducción (1.1-3), una
recolección de oráculos contra Judá y Jerusalén, que Jeremías dictó a su escriba Barauc
(1.4-20.18); oráculos hacia naciones vecinas (25.15-38; caps. 46-51), sucesos referidos
a Jeremías usando la tercera persona, factiblemente por Baruc (caps. 26-45), y un
complemento histórico (cap. 52), algo parecido o idéntico a 2 Reyes 24 y 25. Las
profecías del libro de Jeremías no aparecen en un orden cronológico.

Jeremías poseía un corazón llenó de compasión por su pueblo y oraba


fervientemente por él cuando el señor le dijo que no lo hiciera. Más condeno a los
gobernantes, los sacerdotes y a los falsos profetas que perdían al pueblo. Incluso
condenó la idolatría de la gente y advirtió el juicio que enfrentarían de no arrepentirse.
Como poseía conocimiento de los planes de Dios, favoreció la rendición ante Babilonia
y comisionó a aquellos que ya se encontraban en el exilio que se vivieran normalmente
y establecieran. Fue llamado para llevar a su pueblo un fuerte mensaje de
condenación. Trató de esquivar esta comisión, pero no logro quedarse en silencio.
El pueblo llegó al grado de corromperse tanto bajo Manasés que Dios debió
desintegrar la nación. Vencido y conducido al exilio, tuvo que recapacitar sobre lo que
había acaecido y sobre sus causas. Entonces, tras la correspondiente ordenanza y
arrepentimiento, Dios conduciría un remanente de regreso a Judá, castigaría a las
naciones que lo habían castigado, y daría cumplimiento a sus viejos pactos con Israel,
David y los levitas. Les entregaría un nuevo pacto y escribiría en sus corazones sus
leyes. El trono de David entonces sería restituido.

Los oráculos hacia las naciones vecinas manifiestan la soberanía de Dios sobre
todo el mundo. Todas y cada una de las naciones le pertenecen de manera que deben
rendirle cuenta.

Divisiones
El libro de Jeremías (Jer) es una de las colecciones más extensas de escritos
proféticos. Puede dividirse en tres secciones: la primera comprende del cap. 1 al 25; la
segunda, del 26 al 45, y la tercera, del 46 al 51. Cierra el libro el cap. 52, que es como
un epítome del relato de la caída de Jerusalén.

La primera sección, poética en su mayor parte, corresponde a los dos primeros


decenios del ministerio de Jeremías, quien dirige su predicación especialmente a Judá
y a la ciudad de Jerusalén, a fin de que sus habitantes tomen conciencia de sus propios
pecados.

Propone al pueblo el ejemplo de la maldad de Israel (cap. 2.1–4.2), lo exhorta a


cambiar de conducta e insiste en denunciar la mentira, la violencia, la injusticia y la
terquedad de corazón de la gente de Judá, males cuya raíz se halla en la infidelidad al
Señor, en haberlo abandonado para ir tras dioses ajenos. La infidelidad al pacto de
Dios había de implicar, como inevitable consecuencia, el juicio condenatorio contra
Judá; y así, el profeta anuncia sin ambages la inminencia del desastre, y hasta se atreve
a predecir abiertamente la destrucción del templo de Jerusalén.

Sobre todo después de la muerte de Josías, las acusaciones y advertencias de


Jeremías eran de día en día peor recibidas. Sus paisanos las rechazaban con creciente
obstinación, y con ellas rechazaban también la presencia del profeta.

El porqué de aquella terquedad lo afectaba dolorosamente, de modo que al


cabo llegó a conclusiones llenas de pesimismo: «este pueblo tiene corazón falso y
rebelde»; «el pecado de Judá está escrito con cincel de hierro y con punta de
diamante»; la cigüeña, la tórtola, la grulla y la golondrina conocen el curso del tiempo,
«pero mi pueblo no conoce el juicio de Jehová», y así como el leopardo no puede
cambiar por otras las manchas de su piel, tampoco las gentes de Judá podrán cambiar
en bueno su habitual mal obrar (13.23).
La expresión más conmovedora de estas dolorosas experiencias se halla en las
llamadas «Confesiones de Jeremías», contenidas en esta sección: 11.18–12.6; 15.10–
21; 17.14–18; 18.18–23; 20.7–18. La lectura de estos pasajes, semejantes de alguna
manera a los salmos de lamentación (p.e., 22, 32, 39, 143), permite descubrir la
sinceridad y la hondura del diálogo que en sus momentos de crisis mantuvo el profeta
con el Señor.

Jeremías demuestra su decepción y amargura por los graves padecimientos que


se le habían derivado del cumplimiento de su misión profética; pero las respuestas que
recibe del Señor son desconcertantes: unas veces consisten en nuevas preguntas, y
otras, en hacerle entender que las pruebas no han terminado y que aún serán más
duras las que le quedan por atravesar. De este modo, el Señor, gradualmente, revela a
Jeremías que sufrir por fidelidad a la palabra de Dios es un elemento inseparable del
ministerio profético.

En la segunda sección predomina el género narrativo; por lo tanto, casi toda


ella está redactada en prosa. El autor centra su atención en el relato de ciertos
incidentes de su propia vida, entre los cuales introduce algunos resúmenes de sus
mensajes proféticos.

Estos capítulos (26–45) describen los dramáticos ataques de que Jeremías fue
hecho objeto, y el valor con que los soportó sin claudicar en su misión. También esta
sección contiene datos que permiten reconstruir el proceso de redacción del texto de
Jeremías (36.1–4, 27–32); además, en ella se hace referencia a Baruc hijo de Nerías,
compañero del profeta y quien a su dictado escribió «en un rollo en blanco todas las
palabras que Jehová le había hablado» (36.4).

Pero Jeremías no solamente había sido enviado para arrancar, destruir, arruinar
y derribar, sino también «para edificar y plantar». Por eso, la serie de relatos de
carácter histórico se interrumpe en los capítulos 30 a 33, para dar lugar a diversas
promesas de esperanza y salvación. Son consoladores discursos emplazados junto a los
relatos de la caída de Jerusalén y la descripción de los padecimientos de Jeremías, que
ponen de relieve la necesidad de que el pueblo, aún en medio de las más desdichadas
circunstancias, mantenga firme su confianza en el Señor y en su misericordia.

Entre tales promesas de salvación destaca con luz propia el anuncio de que Dios
va a restablecer con Israel la relación que el pueblo había perdido a causa de sus
infidelidades. Aquel antiguo pacto va a ser sustituido por otro, por un pacto nuevo no
grabado en tablas de piedra: «Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón;
yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (31.33). El anuncio de este nuevo pacto
encuentra un eco preciso en las palabras que Jesús pronunció la noche de «la última
cena» (Mt 26.27–29; Mc 14.23–25; Lc 22.20) y también en la epístola a los Hebreos
(8.7–13).
La tercera parte del libro de Jeremías (cap. 46–51) está formada por un
conjunto de mensajes contra las naciones paganas del entorno palestino, mencionadas
esencialmente en el mismo orden, de Egipto a Babilonia, en que a manera de
introducción aparecen en 25.15–38. Sin embargo, también incluyen anuncios de
salvación para algunas de esas naciones.

Cierto es que la actividad del profeta tenía a Judá y Jerusalén como primer
término de su compromiso, pero en su predicación no podía olvidar la realidad de los
pueblos vecinos y el importante significado de su presencia en el transcurso de la
historia de Israel (27.1–3). Además, los mensajes que Jeremías les dirige son
testimonio de la profunda convicción que lo anima y con que declara que Jehová no es
solo el Dios de Israel, sino de todo lo creado; no solo es el Señor de una historia
particular, como la del pueblo elegido, sino que él rige la historia de todas las naciones
y de todo lo que es y existe.

El cap. 52, último del libro, es una especie de apéndice histórico que reproduce
con algunas variantes el relato de 2R 24.18–25.30 sobre la caída de Jerusalén. Esta
narración, así introducida, demuestra la autenticidad del ministerio de Jeremías,
confirmado por el Señor mediante los hechos que dieron pleno cumplimiento a la
palabra del profeta.

Trascendencias
Jeremías inicio su ministerio en el reinado de Josías, un monarca que logró postergar
temporalmente el juicio avisado por Dios debido al abominable gobierno de Manasés.
Los sucesos se aceleraban en el Medio Oriente. Josías había encabezado una reforma
que comprendía la destrucción de los “Lugares altos” consagrados al culto pagano en
toda Judá y Samaria. La reforma incluso, tuvo consecuencias permanentes sobre el
pueblo. Asurbanipal, el último rey asirio, murió en el 627 a.C., Asiria se aminoraba,
Josías extendía sus territorios hacia el norte, y Babilonia bajo Nabopolasar, y Egipto
bajo Necao, estipulaban de impedir su preeminencia a Judá.

En el 609 a.C. Josías fue murto en Meguido en el momento que trato de impedir que el
Faraón Necao asistiera en auxilio del remanente Asirio. Los hijos de Josías que eran
tres: ( Joacim, Joacaz y Sedequías) y un nieto (Joaquín) le sobrevinieron en el trono.
Jeremías vio como erraban en la política estos reyes y se dirigió a ellos para hablarles
del propósito de Dios para Judá, sin embargo ninguno de ellos quiso escuchar las
advertencias. Joacim contrajo una actitud obviamente hostil contra Jeremías y tomo y
destruyó uno de los manuscritos que éste le envió rasgando el texto y echando los
pedazos al fuego. Sedequías actuó como un gobernante débil e indeciso que en
ocasiones solicitaba los consejos de Jeremías, pero en otras oportunidades dejaba a
sus enemigos que los maltrataran y lo enviaran a la cárcel.

El Mensaje de Jeremías.
Desde el comienzo, 20 años antes de que el conflicto se decidiera, Jeremías insistió
incesantemente en que Babilonia triunfaría. A través de todas sus quejas amargas e
incesantes contra la maldad de Judá, recurren a cada momento estas ideas:

1. Judá será destruida por la Babilonia victoriosa.

2. Si Judá se aparta de su maldad, de alguna manera Dios la salvará de ser destruida


por Babilonia.

3. Más adelante, cuando ya no parece quedar esperanza del arrepentimiento de Judá,


si tan solamente por vía de conveniencia política se somete a Babilonia, Judá se salvará
de ser destruida.

4. Destruida Judá, se recuperará sin embargo, y aún regirá al mundo.

5. Babilonia, destructora de Judá, será destruida ella misma, para no volver a


levantarse jamás.

Aplicación a su iglesia local


El profeta Jeremías notó que la religión residía substancialmente en una
correspondencia honorable y espiritual con Dios, una relación que demandaba de la fe
personal de cada humano. Cada hombre es garante de sus pecados. El nuevo pacto
(31. 27-40) es una conexión espiritual que se establece entre Dios y el humano.

Esto trata de una nueva relación de dependencia a través de la cual Dios


registra los mandatos de la ley en el corazón, perdona las iniquidades del hombre y
hace olvidar la memoria del pecado. Todo ello daría cumplimiento con la
representación de Cristo y el evangelio que él predicó. Totalmente el mensaje de
Jeremías debe su relevancia a que es válido para todos los tiempos.

El pecado perennemente debe ser castigado, pero el genuino y verdadero


arrepentimiento trae con si la salvación. La idolatría puede llamarse talento, riqueza, y
posición social, o de cualquier otra forma, pero el pecado y su reparación siempre son
los mismos. Dios llama a obedecer sus mandamientos según las descripciones del
pacto convenido con su pueblo. El pecado demanda arrepentimiento y restauración; la
obediencia alcanza bendiciones y gozo.

Mensaje contenido en el Libro


El mensaje de Jeremías iluminó lo distante, así como también el horizonte más
cercano. Fueron los falsos profetas los que proclamaron la paz a una nación rebelde,
como si la paz del Dios de Israel fuera indiferente a su deslealtad. Pero el mismo Dios
que llevo a Jeremías a denunciar el pecado y a pronunciar el juicio fue el Dios que lo
autorizó a anunciar que la guerra divina tenía su rumbo, sus 70 años. Después de todo
el perdón y la purificación vendrían – y un nuevo día, en el cual todas las viejas
expectativas despertadas por los actos pasados de Dios y sus promesas y pactos, serían
completadas de una forma que trascendería todas las piedades antiguas de Dios.

El mensaje de salvación

Lo primero que hay que decir es que Jeremías predico salvación. Lo hizo en
todos los tiempos y de modos distintos. Salvación predicaba cuando se alegraba de la
re unificación de los reinos, especialmente de la vuelta de Israel, cuando exigía
conversión a Judá, cuando le invitaba a aceptar el yugo de Nabucodonosor o cuando se
refería a los desterrados en Babilonia. Era parte de su misión, expresada con los verbos
"edificar y plantar".

Se trata de una salvación paradójica, consecuencia de la obediencia o de la


aceptación del castigo. Los falsos profetas, que predicaban "paz" sin paradoja
engañaban al pueblo. La restauración tendrá las características de una nueva alianza.
Pero esta nueva realidad hay que aceptarla en toda su dureza: si la nueva alianza es
indefectible por sus instrumentos de ratificación y por el doble juramento divino,
también significa que la Sinaí ha fracasado y ya no vale.

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