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REPRESENTACIONES DE LA NACIONALIDAD DESDE LA MÚSICA

Ana María Romano G. – Bogotá, 2010

Es a mediados del siglo XIX que la actividad musical colombiana se desliga de las
manifestaciones recibidas de la colonia, periodo en el cual el aprendizaje de la música y
sus prácticas se enmarcaron dentro de los preceptos de la iglesia católica y la
administración española, de ahí que la música pública se desarrollara primordialmente
en marcos religiosos, militares y de festividades civiles.

Si bien se acostumbraba la realización musical en entornos familiares, fueron las


reacomodaciones en los terrenos social, político, económico y cultural –derivadas del
proceso de independencia- las que transformaron los espacios musicales dando cabida
a prácticas colectivas urbanas desarrolladas por fuera de los contextos oficiales. Bajo
estas nuevas circunstancias, las visitas de las compañías de ópera italianas y
españolas y el progresivo arribo de comerciantes europeos aficionados a la música,
resultaron factores determinantes para perfilar la música como actividad de
entretenimiento popular, hecho que se evidenció en la intensificación de las
presentaciones musicales y la apertura de escenarios para poder llevarlas acabo.

El espíritu independentista trajo consigo un frenesí nacionalista que condujo a la


persistente preocupación por construir una imagen de nacionalidad. En lo musical se
manifestó como una mirada hacia adentro, es decir, un interés por exaltar las músicas
tradicionales del país. A través de piezas cortas, cuyos modelos esenciales fueron las
músicas de baile europeas, los llamados aires nacionales marcaron el camino en la
búsqueda de la identidad nacional. No obstante, esa introspección estuvo bastante
sesgada pues los géneros destacados como nacionales fueron aquellos producidos en
la región andina, principalmente el bambuco y el pasillo, debido a las posturas
excluyentes por parte de los criollos y su afán en afirmar el poder central; situación que
acentuó el desconocimiento de las prácticas musicales indígenas así como de otras
regiones del territorio.
En materia organológica, la tradición hispánica, la herencia de las bandas militares y las
costumbres occidentales no españolas mantuvieron sus contribuciones tanto en los
conjuntos como en el favoritismo por ciertos instrumentos solistas, entre los cuales
pueden destacarse: guitarra, bandola, corneta, flauta, violín y, sobretodo, el piano,
instrumento privilegiado por el romanticismo europeo.

La enseñanza musical canalizó sus intereses en el fortalecimiento de la institucionalidad


y el adiestramiento desde la partitura, hechos cuyos efectos pueden considerarse en
diversas esferas. Por un lado, es posible afirmar que la sociedad se encauzó a la
formación de músicos profesionales capaces de ampliar los repertorios existentes y que
se impulsó la difusión de obras de compositores colombianos, gracias a la publicación
de partituras. De otro lado, es posible percibir un empobrecimiento en el panorama
musical con la marcada distancia entre las prácticas académicas y tradicionales, lo que
llevó a una jerarquización de las primeras sobre las segundas, al mismo tiempo que se
avivó la radicalización de posiciones antagónicas entre las visiones nacionalistas
(inspiradas en las mencionadas músicas de origen popular) frente a las denominadas
universalistas (apego a los influjos europeos).

Al final del siglo, el anhelo de lograr una noción unificada de lo que debía ser la música
nacional estaba empantanado, no solo porque la rigidez de la idea perseguida anulaba
la pluralidad de músicas existentes, sino por la intensificación en la rivalidad entre
nacionalistas y universalistas, cuyo apasionamiento adquirió tintes de obsesión
enfrascándolos en encarnizados enfrentamientos que se prolongaron hasta la primera
mitad del siglo XX.

LA FORMACIÓN MUSICAL

De lo informal a lo institucional
La educación en el periodo colonial contó con dos vías de realización: las escuelas
parroquiales, principalmente, y las particulares en menor grado; era impartida por
comunidades pertenecientes a la iglesia española o por encomenderos o acaudalados
españoles, respectivamente, cuyo objetivo primordial era la instrucción sobre las
doctrinas católicas. Fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII que empezaron a
aparecer embrionariamente escuelas públicas con intereses que trascendieran las
directrices de carácter religioso.

Con el proceso de independencia se dio inicio a la reglamentación y construcción de un


sistema de educación pública, reflejado en el aumento de espacios que permitieran
estudios y que en 1826 desembocó en el ordenamiento de las universidades públicas
de Quito, Bogotá y Caracas y en Bogotá dio lugar a la creación de la Escuela de Música
y Dibujo en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, gracias al empuje dado
por Francisco de Paula Santander.

No obstante los intentos de modernización, emanados de los ideales republicanos, los


modelos implantados por España siglos atrás se mantuvieron a la sombra permeando
las diferentes iniciativas de dar cuerpo a instituciones educativas; de un lado, la
insistencia por parte de algunos sectores por mantener la educación como un privilegio
para la élite de la sociedad y, de otro, el vaivén entre los diferentes gobiernos en torno a
temas como la injerencia del estado en la educación (pública o privada) y la cercanía o
lejanía de la iglesia en la misma.

En este contexto, inicialmente la instrucción de la música fue obligatoria dentro de la


formación impartida a mujeres (nivel escolar básico ya que su educación se daba entre
los 6 y 14 años, considerando innecesario el universitario) y limitada al piano y al canto,
pues estas actividades eran contempladas como esenciales dentro de las funciones
ejercidas por una buena ama de casa. No quiere decir esto que en las escuelas
masculinas se excluyeran las cátedras de música, éstas tenían lugar pero se quiere
resaltar del carácter obligatorio dentro de la educación ofrecida a las mujeres el hecho
de ser parte de sus deberes, establecidos en un marco sociocultural claramente definido
por la exclusión.

Durante la primera mitad del siglo XIX la formación musical dejó de estar
exclusivamente en manos religiosas para dar paso a los espacios informales. Era
frecuente que el primer entrenamiento tuviera lugar en el hogar –situación que guarda
enormes similitudes con las prácticas musicales enmarcadas dentro de lo popular- dado
que los primeros maestros eran familiares, por lo general el padre y la madre y, en
menor medida, otros. Circunstancia que deja ver la baja consideración social que se
tenía de la práctica musical como profesión (los hombres se instruían académicamente
en medicina, teología, filosofía y derecho) al mismo tiempo que refleja la alta estima de
que gozaba como medio de esparcimiento.
Fuera del entorno familiar también se cultivaba el estudio a través de clases
particulares, otorgadas por músicos de oficio, a las señoritas de clase socioeconómica
alta. Por otra parte, algunos de estos músicos buscaron cubrir el público masculino a
través de la creación de academias particulares en las cuales el espectro instrumental
era mucho más amplio pues fundamentalmente se ofrecían clases de piano, flauta,
guitarra, violín y canto, que en ocasiones eran complementadas con información de
carácter teórico; cabe resaltar que estas aventuras empresariales tenían enormes
dificultades para sostenerse y en muchas ocasiones no pasaron más allá de la noble
intención.

Los músicos que protagonizaron el inicio del siglo XIX emergieron del entorno militar,
específicamente de los ejércitos independentistas. Sobresalen nombres como Nicolás
Quevedo Rachadell, Juan Antonio Velasco o José María Cancino.
Nicolás Quevedo R. (1803-1874), de origen venezolano, radicado en la capital alrededor
de 1827, decidió establecerse en la ciudad para llevar vida de compositor, intérprete y
docente, empecinado sobre todo en cultivar los estudios musicales entre sus hijos y el
fomento de la música de cámara, para lo cual contó con el apoyo de Cancino. Se dice
que gracias a él fue que la sociedad bogotana pudo tener acceso a los repertorios de
música italiana. Por su parte Juan Antonio Velasco, originario de Popayán, de familia
musical y fallecido en 1859, fue director de banda y fundó una pequeña academia de
música en el convento La Candelaria, en Bogotá, que dio especial importancia a la
práctica de la música religiosa. A él se le atribuye la presencia de repertorios alemanes
en territorio nacional.

Como se ha insistido, fue apenas en la segunda mitad del siglo XIX que la actividad
musical colombiana logró el impulso necesario para su indiscutible presencia en la vida
pública. El año de 1846 marcó un punto de quiebre en las prácticas y costumbres
musicales de la capital (y por ende del país). El comerciante, músico y dibujante inglés
Enrique Price (1819-1863) se dio a la tarea de crear la Sociedad Filarmónica, entidad
que funcionó ininterrumpidamente hasta 1857. Si bien el objetivo primordial de esta
asociación era el de fomentar la presentación de obras musicales, ésta ofició como
antecedente primordial para la institución educativa que regiría los destinos educativos
musicales en Colombia durante casi un siglo: la Academia Nacional de Música.
Hablaremos en detalle de la Sociedad Filarmónica en el capítulo II, por ahora es
importante reseñar que en el año 1847 se intentó crear la Escuela de Música de la
Sociedad Filarmónica, pero al parecer las labores de divulgación coparon toda la
atención de tal modo que el deseado componente pedagógico quedó relegado hasta la
aparición de la mencionada Academia.

Jorge W. Price (1853-1953), hijo de Enrique Price, fundó en 1882 la Academia Nacional
de Música. Luego de sepultada la Sociedad fueron varios los intentos por revivir una
institución con características asociativas. Hechos que explican el interés general por el
aprendizaje de la música y el deseo por la profesionalización de su práctica, es decir,
poder tener las condiciones que permitieran a los músicos vivir de su oficio. A esto se
suma el plan nacional de academias propuesto desde 1873.
La institución, que sobrevivió a los altibajos producidos por los conflictos internos (de
1885 y 1895) y al cerramiento temporal (ocurrido entre 1899 y 1905) suscitado por la
Guerra de los Mil Días, se gestó como Escuela Guarín (para recordar al célebre músico
José Joaquín Guarín, 1825-1854) como parte del Instituto de Bellas Artes (más
adelante, en 1886, convertido en Academia de Bellas Artes).
La Academia funcionó en el antiguo edificio del Convento de Santo Domingo y en 1887
se abrió la sección femenina, cuyo horario de funcionamiento era separado de la unidad
masculina; ese mismo año se inauguró el Salón de Conciertos. Contó con apoyo
estatal, tanto económico –condicionado a las voluntades de los gobernantes de turno-
como en lo académico pues fue facultada para otorgar grados así como homologar
títulos obtenidos fuera del país. Acorde con el espíritu de época, Price puntualizó el
carácter de la institución así: “La Academia admite en su seno a los hijos del rico y del
pobre y sólo exige de parte de ellos las siguientes condiciones: conducta intachable,
maneras caballerosas, puntualidad inglesa, esmerado estudio y respeto a sus
superiores. En cambio, ella ofrece al hijo del rico una educación artística que lo hará
más estimado en la sociedad y al pobre una industria honrosa y lucrativa”.

Al poco tiempo de haber iniciado labores ya contaba con una pequeña orquesta de
estudiantes, una biblioteca que se vio nutrida por los métodos elaborados por algunos
de los profesores y la adquisición de textos traídos de fuera, un grupo significativo de
estudiantes y unos docentes que se repartían las diferentes clases. En su primera etapa
(1882-1899) contó con José Caicedo y Rojas, Vicente Vargas de la Rosa y Oreste
Sindici en el primer Consejo Directivo, una nómina de 6 profesores y un grupo de 36
alumnos.
Las cátedras principales estaban orientadas hacia la interpretación (violín, viola,
violonchelo, contrabajo, flauta, clarinete, trompa, trompeta, trombón, piano, canto,
especialmente), cursos teóricos de contrapunto, fuga y armonía dirigidas principalmente
a aquellos interesados en la composición. Dentro de su planta profesoral incluyó la
participación de músicos provenientes de diferentes partes del país, también era usual
que los alumnos adelantados fungieran como docentes antes de recibir el grado pues
había dificultades para cubrir todos los instrumentos que se quería enseñar. En este
punto es importante recalcar que por las dinámicas en la práctica y formación musical
era muy frecuente encontrar que un músico desarrollara labores de compositor
paralelamente a las de interpretación en diversos instrumentos.

Los primeros grados de la Academia fueron otorgados a Santos Cifuentes (contrabajo),


Rafael Andrade (clarinete), Eugenio Andrade (violonchelo), Jorge Calvo (flauta) y
Federico Calvo (viola). Más adelante obtuvieron diploma José Antonio Murcia (flauta),
Mercedes Vélez Arango, Santos Cifuentes y María Gutiérrez (piano).

Entre los profesores se cuentan: Julio Quevedo Arvelo, Honorio Alarcón, Vicente Vargas
de la Rosa, Andrés Martínez Montoya, Santos Cifuentes, Diego Fallon, Gabriel Angulo,
Teresa Tanco de Herrera, Ricardo, Antonio y Luis Figueroa, Gumersindo Perea, Eliseo
Hernández, Federico Corrales, Carlos Umaña, Carmen Gutiérrez de Osorio, Prisciliano
Sastre, entre muchos más. De los músicos llegados al país con las compañías
operáticas provenientes de Italia y que colaboraron con la institución se destacan:
Oreste Sindici, Augusto Azzali, Ermando Bellini, Paulo Ravegnali, Arturo Malenchini,
Jenaro D’Aleman, Emilio Conti y Pietro D’Achiardi.

Dentro de los conciertos ofrecidos por los estudiantes se incluyeron obras de los
compositores colombianos Andrés Martínez Montoya, Julio Quevedo Arvelo, Teresa
Tanco, José María Ponce de León, María Gutiérrez, Santos Cifuentes y de su director
Enrique Price.

La segunda etapa de la Academia, dada por la reapertura en 1905, en lo administrativo


contó con la dirección sucesiva de Honorio Alarcón, Andrés Martínez Montoya, Enrique
Price y Guillermo Uribe Holguín. Fue este último el encargado de dar un viraje que
marcó el gran cambio en la institucionalidad académica nacional, convirtiéndolo en
figura protagonista de la actividad musical hasta mediados del siglo XX. Al recibirla en
1910 (cargo que ocupó hasta 1935) la convirtió en Conservatorio Nacional de Música,
emulando el ejemplo francés del que había sido testigo durante sus años de estudios en
París, con el propósito de guiar la formación en el terreno de la música “culta” (hoy
denominada “académica”) hacia una práctica sustentada en los repertorios
decimonónicos y su divulgación a través de grupos de cámara, una orquesta y una
banda.
El Conservatorio fue la institución musical más importante del país durante casi un siglo;
de un lado, recibió músicos provenientes de diferentes lugares del país -como también
ocurrió con su antecesora- y, de otro, actuó como detonante para la creación de otras
instituciones similares entre las que se cuenta el Conservatorio del Tolima, iniciado
como Escuela de Música en 1906 por Alberto Castilla (1878-1937), quien estudió en la
Academia en Bogotá, convertido en conservatorio en 1920. Otro ejemplo significativo
resulta el Conservatorio de Cali, creado por el compositor Antonio María Valencia
(1902-1952) en 1936 luego de su experiencia como director del Conservatorio Nacional,
entidad que más adelante fue rebautizada bajo el nombre de Conservatorio Antonio
María Valencia para rendir tributo a su fundador.

En 1936 el Conservatorio Nacional de Música pasó a formar parte de la Universidad


Nacional de Colombia y actualmente se constituye como Departamento de Música de la
Universidad Nacional de Colombia. Situación que deja ver la incidencia de los modelos
académicos de las carreras técnicas (entiéndase fuera del ámbito de las artes y
humanidades), cuyos programas se establecen en 10 semestres y que desde la década
de 1980 propiciaron la aparición de escuelas de música, bajo estos esquemas, dentro
de las universidades privadas y la adaptación a los mismos por parte de las antiguas.

Otros personajes estimables en la labor pedagógica, quienes colaboraron


estrechamente con la Sociedad Filarmónica o la Academia Nacional, fueron:
Mariano de la Hortúa, en 1826 creó una academia musical en Zipaquirá en donde se
impartían clases de violín, flauta, clarinete, piano y órgano.
Ignacio Figueroa y su reconocida familia musical, Manuel María Párraga, Eugenio
Salas, Francisco Londoño, de quien se dice haber colaborado en la idea de crear una
academia en compañía de José Joaquín Guarín pero al parecer nunca llegó a
concretarse por escasez de inscritos.
En Antioquia resaltaron Joaquín Lemus, que en 1825 creó una academia musical, y el
irlandés Edward Gregory McPherson, director de la banda de la Legión Británica, y a
mediados del siglo logró organizar una orquesta en Medellín.

Se han citado compositores e intérpretes a lo largo del capítulo, algunos aportaron


decididamente en la creación de academias, sin embargo todos ellos fueron activos
docentes bien fuera en colegios o a través de clases particulares. Todo esto deja en
claro que aquellos interesados por vivir de la música alternaron sus actividades
creativas con la docencia, tradición que se mantiene hasta hoy.

Textos y métodos musicales


Como se mencionó, la Academia Nacional de Música favoreció la publicación y
traducción de textos específicos sobre temáticas musicales, la gran mayoría de carácter
técnico con fines de apoyo a las actividades docentes de la Academia, dada la escasez
de los mismos.
De otro lado, también aparecieron publicaciones por fuera del ámbito institucional,
algunos con propósitos pedagógicos y otros pocos con enfoques hacia la historia o la
estética.

A continuación se listan algunas publicaciones representativas de los intereses


mencionados, escritas por autores nacionales:

- Lecciones de música precedidas de una introducción histórica (Bogotá, 1858), de


Alejandro Agudelo.
- Estudios musicales (Santa Marta, 1896), de Gabriel Angulo.
- Teoría de la música (Bogotá, 1854), de Francisco Boada.
- Estado actual de la música en Bogotá y Diccionario de música (Bogotá, 1867), de
José Caicedo y Rojas.
- Tratado de Armonía (Bogotá, 1896), Teoría de la música, Tratado de estética
musical, Contrapunto moderno, estudios sobre aires populares colombianos y varios
ensayos, de Santos Cifuentes.
- Nuevo sistema de escritura musical y Arte de leer, escribir y dictar música (Bogotá,
1885), de Diego Fallon.
- Breves apuntamientos para la historia de la música en Colombia (Bogotá, 1878),
de Juan Crisóstomo Osorio y Ricaurte.
- Sobre los aires populares neogranadinos, de Manuel María Párraga.
- Tratado teórico elemental para la enseñanza de los instrumentos de cobre (Bogotá,
1882), de Jorge W. Price.
- Teoría de la música (Bogotá, 1882), de Vicente Vargas de la Rosa.
- Cartilla patriótica: historia y filosofía del Himno Nacional (1911), de Camilo Villegas y
González.

Los textos de Vargas de la Rosa y los primeros dos de la lista de Cifuentes fueron
adoptados por la Academia Nacional de Música. También, hubo otros métodos para la
enseñanza instrumental, sobre todo del piano, y algunos de contrapunto y armonía,
escritos por profesores vinculados a la institución.
De otro lado, para la enseñanza escolar se publicaron varios cancioneros con tintes
proselitistas nacionalistas que se concentraron en recoger himnos patrióticos, uno de
los cultores fue Oreste Sindici.

Existen menciones de publicaciones en otras ciudades como Popayán, Cartagena y


Tunja.

ENTORNO SOCIAL - DIFUSIÓN

Las asociaciones musicales


Como reflejo del influjo del pensamiento liberal procedente de las ideas
independentistas, hacia mediados del siglo se vio el surgimiento de múltiples
asociaciones entre las que podemos contar: Sociedad Protectora de Teatro, la Sociedad
de Dibujo y Pintura, la Sociedad Lírica, la Sociedad de Lectura o la Sociedad
Democrática de Artesanos, esta última considerada uno de los detonantes importantes
para que prosperaran este tipo de sociedades democráticas en todo el país.

La primera Sociedad Filarmónica, y la de más largo aliento, fue creada en Bogotá. Ésta,
al igual que las replicas en otras ciudades colombianas, se concibió como un espacio
que permitió separar la música del entorno doméstico y llevarla a espacios públicos,
fortaleciendo la actividad social en torno a la música dado que su funcionamiento estaba
trazado mediante la figura de miembros asociados, el cobro de boletería y algunos
aportes oficiales.
No obstante, las condiciones económicas marcaron, una vez más, las separaciones de
índole social limitando los eventos a los miembros de las élites (comerciantes, políticos,
diplomáticos e intelectuales). De otro lado, los músicos, tanto aficionados como
profesionales, no recibían retribuciones económicas por su trabajo ya que muchos de
los miembros de la orquesta pertenecían a las familias acomodadas, que fueron los
directos interesados en impulsar la Sociedad, o porque consideraron la asociación como
una oportunidad para mostrar sus dones.

Desde su concepción, la Sociedad Filarmónica aglutinó compositores, intérpretes y


público interesados principalmente en las prácticas orquestales y se convirtió en
vehículo de creación para los compositores nacionales quienes encontraron incentivos
para elaborar nuevas obras. Asimismo, delineó ciertas costumbres en torno a las
presentaciones periódicas de conciertos lo que contribuyó en el aumento de escuelas
musicales privadas o el interés por publicar partituras.

La Sociedad Filarmónica de Bogotá fue creada en 1846 (el primer concierto ha sido
reportado el 11 de noviembre de ese año) y funcionó ininterrumpidamente hasta 1857.
Fue establecida por la iniciativa de diversos agentes del sector musical capitalino, entre
los que resaltó la figura de Enrique Price (1819-1863), músico inglés que llegó a
Colombia en calidad de comerciante y que también se desenvolvió como dibujante de la
Comisión Corográfica, hecho que lo llevó a dejar su participación en la Sociedad en
1851, sus intervenciones fueron como director, arreglista, pianista y arpista.
Otros miembros que se destacaron por su activismo dentro de la Sociedad fueron José
Caicedo y Rojas, primer presidente, y los compositores Joaquín Guarín (1825-1854) y
Julio Quevedo Arvelo (1829-1896) de quienes se oyeron obras en algunos de los
conciertos de la asociación; Guarín fungió, al lado de Price, como director musical y
pianista, que en 1848 fundó la Sociedad Lírica con el propósito de reproducir la
experiencia de la Filarmónica en el ámbito religioso, sin embargo la agrupación no tuvo
la actividad ni la incidencia esperada por su creador y sucumbió al momento de la
muerte del mismo. Por su parte Quevedo, involucrado a la entidad desde muy joven,
ofició, además, como intérprete de diversos instrumentos en conciertos, principalmente
el violín. En los tiempos finales de la Sociedad estuvo vinculado como director musical
el compositor Manuel María Párraga (c. 1826-1895), reconocido más como pianista y
compositor de obras de gran exigencia técnica en el piano y de carácter nacionalista.

Con el tiempo, la orquesta alcanzó a reunir más de 40 músicos entre los que se
incluyeron, además de los ya mencionados, a Manuel Antonio Cordovez, Nicolás
Quevedo Rachadell (directores), Santiago Rodríguez, Jesús Buitrago, Daniel y Leopoldo
Schloss, Victorino Caicedo, José Triana (violines I), Demeterio Paredes, José Ma
Convers, Eliseo Trujillo, Eugenio Sanmartín, José Ma Cordovez Moure, Alejandro
Reyes, M. Serrano y José González (violines II), José María Lora y Nicomedes Guzmán
(violas), José Caicedo y Rojas, Santos Quijano, Mariano de la Hortúa (violonchelos),
Carlos Mora, Juan de la Hortúa y Faustino Caicedo (contrabajos),
José Buitrago, Rafael Fernández, Agustín Álvarez y Marcos Stevens (flautas), Diego
Díaz, Juan Escobar (oboes), Eladio Cancino, Fidel Rincón, Fidel Jordán, Francisco
Villaroel, Fernando Figueroa (clarinetes), Ángel María Polanco, Ignacio Figueroa,
Tiburcio de la Hortúa (fagotes), Felix Rey, Bernardo Pardo, Ignacio Otálora, Mariano
castillo, E. Jossup (trompas), Manuel Daza (trompeta), John Williams, N. Rey, Manuel
Gutiérrez (cornetas a pistón), Joaquín Urrea (oficleide), Ruperto de la Hortúa (timbal),
Agapito Rey (bombo), Joaquina Gori, Eloísa Uribe, Tadea Triana, Felisa Pombo,
Virginia Cordovez, Elisa Castello de Price, Mary Castello, Luisa Urdaneta, Susana
Peña, María Padilla, Ana Joaquina Gori, Sixta y Dolores Carillo, Josefa Zapata, Isabel y
Emilia Ricaurte (voces), Teresa Treviño, Trinidad Plata, Virginia París, Josefa Tanco,
Rafaela Zapata de Guarín, Alejandro Linding (piano), Elena Cordovez (arpa).

Los conciertos de la Sociedad estaban conformados por dos secciones, separadas por
un intermedio, en donde cada una abría y cerraba con la orquesta en pleno mientras
que los números internos los conformaban obras solistas o de cámara; los repertorios
incluían apartados de óperas (oberturas, arias, dúos y cavatinas), piezas para piano de
salón, reducciones para piano o arreglos para conjuntos locales de obras clásicas.
Las presentaciones se prepararon inicialmente con materiales pertenecientes a Price,
con el paso del tiempo parte del dinero se utilizó en la compra de partituras.
Dentro de las actividades importantes de la orquesta se contaban las presentaciones
durante las celebraciones de las fiestas patrias, particularmente la celebración de la
Independencia; fue así como en 1847 tuvieron resonancia las presentaciones de la
Canción nacional de Price y la Obertura 20 de julio de Guarín.

Aunque el periodo de actividades de la Filarmónica fue largo si se compara con los de


las otras asociaciones de este tipo, pese a los diferentes impulsos nunca logró concretar
la construcción de su sede, si bien se alcanzó a diseñar el anhelado edificio
(encomendado al arquitecto inglés Thomas Reed) e incluso se inauguró simbólicamente
en 1849 con la postura de la primera piedra en lo que hoy conocemos como plaza de
San Victorino.
De otra parte, los últimos tres años acusan el declive de la Sociedad, los registros
anotan pocos conciertos y de poco interés, para 1856 se sustituyó el cuerpo directivo
pero estos esfuerzos no contuvieron el declive que culminó en su cerramiento un año
más tarde.

En 1858, Manuel María Párraga y Alejandro Linding intentaron cubrir el vacío de la


Filarmónica con la constitución de la Unión Musical pero el atrevimiento resultó
infructuoso pues la guerra civil de 1859 (que se prolongó hasta 1960 y afectó
sensiblemente todo intento de actividad musical) no permitió su continuidad, a esta
aventura estuvieron vinculados otros recordados por su participación en la Filarmónica
como los miembros de la familia De la Hortúa (Francisco, Tiburcio y Juan), Mariano
Tanco, José M. Cordovez Moure, entre otros.

La Sociedad Filarmónica se constituyó en un importante antecedente para la Academia


Nacional de Música, creada por Jorge Price, hijo de Enrique, en 1882.

El modelo bogotano, inspirado a su vez en moldes principalmente anglosajones, tuvo


diversas reproducciones en otras ciudades del país, la segunda Sociedad Filarmónica
tuvo lugar en la ciudad de Cartagena en el año de 1848, al año siguiente sobrevino la
de Santa Marta y por último, en 1850, Medellín. Tanto para Cartagena como para
Medellín, el personaje que impulsó estas empresas fue el alemán Emilio Herbrugger,
quien en Medellín contó además con la colaboración del activo Gregory Mac Pherson.
En ciudades como Cali, Bucaramanga, Barranquilla también hubo voluntades con
objetivos de asociación musical inspiradas en estas mencionadas cuyos propósitos
vieron real concreción bien entrado el siglo XX.
En estas sociedades confluyeron diferentes músicas pues sirvieron de encuentro para
aquellas que provenían tanto de las prácticas domésticas y de las veladas como las de
proveniencia teatral y militar.
De otra parte, los pensamientos que acompañaron las diferentes iniciativas estuvieron
cargados de ideas como profesionalizar la práctica de la música y de generalizar el
consumo de la misma bajo ciertos cánones que representaban los ideales de
civilización que caracterizaron el pensamiento decimonónico.

La música religiosa
Como se ha anotado, la música acompañaba los eventos públicos de orden religioso,
militar y cívico; a la par ocupaba un espacio importante para el entretenimiento
doméstico, indistintamente de las condiciones económicas y sociales.
La presencia de las músicas religiosas y militares heredadas del coloniaje mantuvieron
presencia luego de ser declarada la independencia, no obstante el interés por dichas
prácticas fue decayendo sensiblemente con la entrada del nuevo siglo.

En el terreno religioso fue la Catedral de Bogotá la entidad rectora, cuyos músicos eran
considerados los profesionales del medio, y que con un fuerte apego por las prácticas
antiguas mantuvo por varias décadas el estilo vocal e instrumental de la polifonía del
siglo XVI, así como el uso del canto llano ejercido dos siglos atrás. Los estudiosos han
señalado que durante el siglo XIX era frecuente la interpretación de obras de Juan de
Herrera (c. 1665-1738).
Aunque la práctica de la música sacra no cesó, los cambios ocurridos en la segunda
mitad del siglo, derivados de la creación de la Sociedad Filarmónica y sus consecuentes
transformaciones renovadoras, hicieron que los interesados en la música religiosa
alternaran su actividad con prácticas profanas en espacios como la banda y el baile.

Los maestros de capilla que se desempeñaron durante la primera mitad del siglo se
encuentran: Juan de Dios Torres, Agustín Margallo, Eugenio Salas, Mariano Ibero,
Valentín Franco y Manuel Rueda. Este último, además de organista y cantante, se
desempeñó como compositor al que se sumaron posteriormente otros de relevancia en
el medio como Santos Quijano (c. 1807-c.1892) y Joaquín Guarín (1825-1854). El
primero, maestro de capilla entre 1881 y 1892, fue pianista y compositor de tradición
religiosa desde el seno familiar. El segundo se esforzó por el cultivo de la música
religiosa en momentos en los cuales la música instrumental de cámara cobraba
significativa fuerza, por ello creó la Sociedad Lírica, entidad que no tuvo la contundencia
esperada y que se liquidó al momento de su fallecimiento.

En la segunda mitad del siglo hubo compositores interesados en crear obras de carácter
sacro, paralelamente a la elaboración de obras indiscutiblemente seculares. Se
destacaron Julio Quevedo Arvelo (1829-1897), considerado por muchos como sucesor
de Guarín, y José María Ponce de León (1846-1882), ambos compusieron obras para
formatos instrumentales grandes que incluían orquesta, coro y solistas, muy coherentes
con el espíritu decimonónico.

Dentro de los compositores de finales de siglo (y entrado el XX) es importante anotar la


actividad de Andrés Martínez Montoya (1869-1933), quien además de haber sido
organista de la catedral se desempeñó como pianista y profesor de dicho instrumento,
alumno de Julio Quevedo y de la Academia Nacional de Música. Carlos Umaña
Santamaría (1862-1917), también pianista, introdujo la música de Bach y Wagner,
compositores prácticamente desconocidos en la capital. Otra persona que participó en
esta labor fue la pianista y compositora Teresa Tanco de Herrera (1859-1945), dirigió un
coro femenino en la Iglesia de San Ignacio.

La obra emblemática, que sirvió de modelo más allá del ámbito religioso, fue el “Stabat
Mater” de Rossini, ampliamente ejecutada tanto en contextos religiosos como en salas
de concierto.

Dentro de las transformaciones ocurridas por el influjo de las nuevas prácticas


musicales es importante destacar la introducción del piano o instrumentos de viento
dentro de la música religiosa (la práctica hasta ese momento incluía órgano, violines,
arpa y bajón, principalmente) así como la influencia de la ópera o la inclusión de los
bailes de salón dentro de las creaciones sacras y los recintos religiosos desde
mediados de siglo, fueron hechos considerados desafortunados por los seguidores de la
tradición, renuentes a ultranza a la renovación.
De otra parte, la presencia de las bandas militares y la música teatral desde finales del
siglo XVIII ayudaron a abrir camino a la actividad musical, por un lado, independizaron
el ejercicio profesional de la iglesia y, por otro, le proporcionaron cabida social y laboral
a la práctica de la música.

Las bandas
La presencia de la música era esencial en la actividad militar. El arribo de los músicos
militares españoles trajo consigo la inserción de nuevos instrumentos musicales como el
clarinete, el oboe y las trompas. En particular se puede anotar la intervención de los
músicos del Regimiento de la Corona y del Regimiento Auxiliar, que además tenían
experiencia en música teatral. En un principio los modelos a seguir fueron los
españoles, más adelante se implementaron las prácticas al estilo francés.

Durante la primera década del siglo XIX los personajes destacados en el ámbito de la
música militar fueron Pedro Carricarte (?-1809), quien arribó con el Regimiento de la
Corona, y Juan Antonio Velasco (?-1859), ambos tenían a su cargo bandas cuya
función era ambientar las celebraciones de las fiestas patrias; adicionalmente, la
condición de músicos entrenados en instrumentos de viento sirvió para que algunos de
ellos tomaran parte activa en los conciertos de la Sociedad Filarmónica y, como se
anotó arriba, en presentaciones teatrales.

En el territorio nacional las bandas, eran agrupaciones conformadas por músicos de los
diferentes batallones cuyos miembros eran indígenas y negros, en general contaban
con pito y caja para la infantería y trompetas para la caballería, algunos incluían
clarinetes, flautas traversas, y en menor medida oboes o bajones.

Algunas de estas agrupaciones ofrecían retretas que aunque era una práctica
proveniente del entorno militar se transformó en presentaciones públicas que incluían
variados repertorios, saliéndose del espectro militar para ofrecer un espacio de
entretenimiento público bien fuera en espacio abierto o en bailes. Es así como a
mediados del siglo se reduce la actividad en torno a la exclusividad de las bandas
militares pues se dio paso a las denominadas de “música”, siguiendo modelos
provenientes de Europa y Estados Unidos.

En 1888 el gobierno encargó al músico italiano Manuel Conti (?-1914) la conformación


de bandas de música; más adelante, en 1913, también por directriz oficial se fusionaron
dos bandas militares que inicialmente dieron paso a la Banda del Conservatorio que
luego se configuró como la Banda Nacional, inicialmente la dirigió Conti y luego, tras la
muerte de éste, Andrés Martínez Montoya.

La importancia de las bandas se dio a nivel nacional, en Boyacá, Carlos M. Torres


(1833-1911) fue director de la Banda del Estado Soberano de Boyacá en 1878.
En 1881 Juan de Sanctis fue elegido como director de la banda Militar de Cartagena.
Sergio González, en Popayán dirigió Banda de Música en 1893.
En Bucaramanga, fueron protagonistas los compositores Temístocles Carreño y
Alejandro Villalobos, el primero dirigió la banda de Santander y el ingresó a la revolución
del 99 con el General Rafael Uribe Uribe, obteniendo el grado de Coronel de las Bandas
Revolucionarias y luego de la guerra fue pasó a ser director de la Banda del Regimiento
Ricaurte N°3 y más adelante en la de Santander.
En Medellín cumplieron papeles cardinales el francés Joaquín Lamote, el inglés Edgard
Gregory Mac Pherson (director de la Banda de la Legión Británica), el ecuatoriano José
Viteri Paz, el bogotano Rafael D’Alemán, entre otros.
En Santa Marta el pianista y compositor Honorio Alarcón se hizo cargo de la banda de
la ciudad en 1909.

La música doméstica y de salón


La tradición hispánica colonial del canto y la música instrumental, a solo o en conjunto,
al interior del hogar fue una herencia que recibió el siglo XIX. Tanto la canción como las
danzas de origen cortesano mantuvieron su presencia con las modificaciones propias al
paso del tiempo. En lo organológico, se mantuvieron los instrumentos como la guitarra,
sola o en combinaciones con violines, clavicémbalos, flauta y por supuesto el piano,
instrumento privilegiado por el siglo XIX europeo cuya importancia fue adoptada
también en el continente americano.

Al interior del hogar, la práctica musical era frecuente, para acompañar las reuniones
sociales. Un ejemplo de ello resulta el material recopilado a principios del siglo en el
“Cuaderno de guitarra de Doña Carmen Caicedo”, una dama de la alta sociedad
nacional hija del presidente de la República, en este cuaderno se recopilaron 24 piezas
entre canciones y danzas populares del final del periodo colonial y de la época de la
independencia como valses, contradanzas, marchas, pasodobles y otras de menor
recordación como el aguacerito y bailes de origen inglés y francés.

Antes de la aparición de la Sociedad Filarmónica también eran frecuentes las reuniones


de músicos, todas ellas pueden tomarse como precedentes importantes a la
mencionada Filarmónica; algunos compositores realizaban en sus casas veladas
musicales de las cuales fueron renombradas las de Nicolás Quevedo Rachadell
(Venezuela, 1803-Colombia, 1874), músico venezolano llegado a Colombia como
miembro del ejército de Simón Bolívar, padre y mentor de Julio Quevedo Arvelo. En su
casa tenían lugar los “Cuartetos”, encuentros de músicos en donde se interpretaban
obras de formatos pequeños, no necesariamente de cuarteto aunque su nombre haya
sido ese, y en los cuales tomaban parte sus hijos. Otros compositores, miembros al
igual que Quevedo de familias musicales y que aportaron con estas veladas fueron (ya
mencionados en diferentes apartados): Figueroa, Hortúa, Cordovez, Salas, Quijano,
Ortega.
También destacaron los llevados a cabo en casa de José Caicedo y Rojas, que según
los registros alcanzaron a albergar hasta 25 músicos.
En Barranquilla tuvieron renombre las veladas organizadas por el compositor Emirto de
Lima (Curazao, 1890-Colombia, 1970) en el Club Alemán y el Club ABC (Arte, Belleza y
Cultura), si bien su actividad principal tuvo lugar durante el siglo pasado sus aporte
dieron un gran impulso a la actividad musical de una de las ciudades más importantes
del caribe colombiano; de Lima, fundó una academia musical, fue muy activo en la
radiodifusión, fue director de orquesta y realizó estudios sobre las músicas tradicionales
de la zona. Como compositor creó piezas cortas para piano, canciones, obras para tríos
y cuartetos de cuerdas con piano, algunas orquestales que se cuentan entre pasillos,
valses, bambucos, danzas, entre otras de carácter bailable, además incursionó con
obras de tinte teatral.

El arraigo de la canción dentro de la música popular proporcionó al género gran


primacía tanto en la música familiar como en la de salón. Hasta mediados del siglo las
coplas gozaron de gran aceptación, ya para finales –y hasta las primeras tres décadas
del XX- se empezaron a musicalizar textos escritos por poetas, en donde los recursos
instrumentales más utilizados fueron la guitarra y el piano a través de bambucos y
danzas. En los inicios del siglo pasado, con la incursión incipiente de las grabaciones,
se hicieron conocidos los trabajos de los duetos conformados por Alejandro Wills y
Alberto Escobar y Joaquín Forero y Arturo Patiño.

En lo instrumental el género por excelencia fue el pasillo, que se alternaba con los
bambucos y danzas cantadas. Igualmente, las piezas cortas para piano dieron origen a
una repertorio de valses, pasillos y danzas creados por profesionales y aficionados que
dieron cuenta de la importancia de la música de salón.

Luis Antonio Calvo (Gámbita, Santander, 1882-Agua de Dios, Cundinamarca, 1945) fue
multiinstrumentista (violín, violonchelo, pistón, bombardino, bombo, platillo, hojita),
participó en diversas agrupaciones como la orquesta de la Academia Nacional de
Música (institución en la cual recibió clases), en las bandas de Tunja y Bogotá, y trabajó
con Morales Pino en la Lira Colombiana. Fue un prolífico compositor cuya creación
musical siguió el interés por las piezas cortas de salón, escritas principalmente para el
piano: danzas, valses, canciones, pasillos, bambucos, marchas, gavotas, mazurca,
serenatas y tango, fox-trot y one step; también realizó arreglos y obras para banda,
orquesta (una opereta, melodramas, himnos civiles) y vocales (de orden religioso).
Dentro de su elaboración de corte más académico se cuentan los celebrados
intermezzi, piezas en las cuales el piano es utilizado con mayores libertades.

El gusto y la proliferación de la música de salón y las prácticas de música en el hogar


fomentaron la publicación de partituras; el formato instrumental pequeño, con prelación
por el piano y la voz acompañada por éste, y la breve duración de las piezas favoreció
en el interés de empresarios por emprender aventura de las imprentas especializadas
en música así como el de las publicaciones periódicas por incluir dentro de sus
ejemplares ciertas obras, que aunque no siempre resultaban de un nivel musical
destacable si reflejan el alto consumo doméstico de estas creaciones por esos años.

Algunas de las publicaciones periódicas capitalinas que incluyeron este tipo de


separatas fueron El Neo-Granadino, El Mosaico, El Eco de los Andes, El Museo y El
Pasatiempo. El primero de ellos (fundado por Manuel Ancízar) sirvió de plataforma para
la circulación de compositores nacionales (Santos Quijano, Joaquín Guarín, Julio
Quevedo, Manuel María Párraga, Francisco Londoño, Daniel Figueroa, Juan
Crisóstomo Osorio, entre otros). Como ya se dijo, la preferencia estuvo dirigida al piano
y a la canción, no obstante es importante recordar que también hubo ediciones de
piezas para guitarra y flauta solistas o en combinación o violín. Las piezas eran
principalmente danzas de forma binaria; en El Mosaico se amplió el espectro a polkas,
redovas o valses de mayor elaboración y duración.

Luego de estas iniciativas hubo un declive en las publicaciones musicales que vino a
recuperarse entrado el siglo XX, entre 1927 y 1938 el gráfico bogotano Mundo al Día
(dirigido y de propiedad de Arturo Manrique “Tío Kiosco” con Luis Carlos Páez como
socio) se dio a la tarea de incluir partituras de compositores colombianos durante
muchos años en su edición sabatina.

En Medellín se destacó el compositor Gonzalo Vidal (Popayán, 1863, Medellín, 1946);


personaje importante dentro del medio musical antioqueño, cuyas piezas fueron
ampliamente difundidas por las revistas ilustradas antioqueñas. Participó decididamente
en el funcionamiento de la Escuela de Música de Santa Cecilia, fundada por su padre y
antecedente inmediato al Instituto de Bellas Artes. Además de su actividad docente fue
un reconocido pianista, director de banda y conjuntos, maestro de capilla y entre 1900 y
1901 lideró la Revista Musical, publicación que además de editar partituras de
compositores nacionales e internacionales, se preocupó por la publicación de artículos
en torno a temas musicales.
Como compositor incursionó en obras religiosas y profanas. Cuenta con un gran
número de piezas para piano y unas pocas canciones, algunas para conjuntos de
cámara, banda y orquesta. Estéticamente algunos estudiosos lo han relacionado con
Luis A. Calvo pues se enmarca dentro de la pieza de salón, de virtuosismo pianístico
que acudió a las músicas populares andinas como fuente de inspiración con intereses
academizantes. Dentro de su catálogo se encuentran pasillos, gavotas, valses,
mazurcas, polonesas, danzas, entre otras. También es recordado por ser el autor del
Himno Antioqueño.

Música y escena
La ópera llego al país antes que la zarzuela, la primera introdujo al país con la música
europea mientras que la segunda, al lado de la comedia, representó la tradición
hispánica, de este modo cada una llamaba la atención del público por razones
diferentes, hecho que favoreció la buena acogida para ambos géneros, después de todo
la zarzuela era la ópera española.
El antecedente a la ópera como música teatral de entretenimiento no religioso fue la
tonadilla española, obra escénica en la cual la música tenía un papel relevante con
alternancia de textos cantados y hablados y escenas de baile. Su temática giraba en
torno a costumbres españolas representadas con humor y sátira, era de una duración
cercana a la media hora y los instrumentos que generalmente conformaban la plantilla
instrumental eran flautas, oboes, clarinetes, trompas, violines y bajo continuo y servía
de intermedio en los entreactos de la zarzuela.

La primera compañía teatral que visitó la ciudad de Bogotá fue la dirigida por el
empresario español Francisco Torrealba (?-1868), esto ocurrió en 1835 y contaba con
dos voces femeninas, la reconocida Juliana Fletcher, y su esposa Mariquita López, la
bailarina de origen peruano Rosa Lozano y un conjunto de seis músicos. Doce años
después Torrealba regresó con la Compañía Lírica, primera agrupación de ópera
conformada por un grupo de más de veintiséis miembros que se encargó de dar a
conocer las primeras óperas italianas en el país.
La mencionada compañía se encontraba ligada a la Compañía Dramática de Fournier,
Belaval y González cuyo director musical era Atanasio Bello (?-1850), cofundador en
1831 de la Sociedad Filarmónica en Caracas, situación que le había permitido presentar
óperas completas de Rossini en su ciudad, durante su estancia en Bogotá se
desempeñó como profesor de música.
En 1848 la compañía realizó una temporada de ópera que incluyó los títulos: El Barbero
de Sevilla (con la que abrió), Le Califa du Bagdad (de François A. Boieldieu), Lucia di
Lammermoor (de Donizzeti), La Gazza Ladra, L’Italiana in Algieri y La Cenerentola
(también de Rossini).

Diez años más tarde, Lorenzo María Lleras, director del Teatro de la ciudad y aficionado
al género, impulsó la visita de la primera compañía de ópera proveniente de Italia con el
propósito de darle lugar a la creación de una compañía nacional, era la de Luisia-
Olivieri.
En 1864 algunos miembros de esta compañía y otros como Oreste Sindici conformaron
la Compañía Lírica Italiana que llegó al país para ofrecer una nueva temporada de
ópera. De esta agrupación se desprendieron varios grupos y en 1866 fue
complementada por la compañía del español Juan del Diestro. Al año siguiente arribó la
primera compañía de zarzuela de Jimeno y Zafrané proveniente de España. Aunque los
compositores nacionales incursionaron tarde en la composición de óperas, en 1867 año
se presentó la primera zarzuela nacional, se trató de Engaño sobre engaño, con Música
de Daniel Figueroa (?-1887) y libreto de Bruno Maldonado.

En 1874, Eugenio Luisia creó una nueva compañía que dentro de sus miembros
contaba con la presencia de músicos italianos radicados en el país. El hecho
significativo de esa temporada fue el estreno de la primera ópera colombiana, la ópera
bíblica Ester, del compositor José María Ponce de León (1845-1882) con libreto bilingüe
realizado por Rafael Pombo y Manuel Briceño. Luego, en 1880, el mismo compositor
realizó el estreno parcial de su segunda ópera Florinda, también con libreto de Pombo.
En el área de la zarzuela, se reconoció la creación de Similla Similibus, de la pianista y
compositora Teresa Tanco (1859-1945) con libreto de Carlos Sáenz. Tanto la ópera de
Ponce de León como la zarzuela de Tanco fueron estrenadas en las casa de cada uno
de los compositores.
Otras zarzuelas fueron compuestas por los compositores Ponce de León, Juan
Crisóstomo Osorio, en asocio con los escritores José María Samper, el primero, y José
Manuel Marroquín, el segundo.
A estas actividades sucedió un silencio en el terreno operático, en 1890 la compañía de
Zenardo-Lambardi reanuda las actividades en el recién inaugurado Teatro Municipal, en
esta temporada uno de los directores musicales fue Augusto Azzali, personaje
sobresaliente en la actividad musical del país como profesor en la Academi Nacional de
Música y como director de la Banda militar; el autor favorecido fue Verdi pues la gran
mayoría de las óperas eran de su autoría, también ejerció gran impacto el estreno de Il
Guarani de Carlos Gomes (1868-1896) así como los de Aida y Carmen. Durante esta
temporada se pudo realizar la presentación completa de Florinda y se estrenó Lidiak
obra de Azzali. En 1895, la compañía ofreció el estreno de la ópera Ernani (también de
Verdi) en el recién inaugurado Teatro Colón.

Con la Guerra de los Mil Días se abre un nuevo silencio en las presentaciones de ópera
y es solo hasta 1907 que vuelve a haber funciones de este tipo. Para la celebración del
primer centenario de la independencia la temporada de ópera estuvo a cargo de la
compañía de Lombarda y fue cuando se abrió paso la música de Puccini.
La ópera fue asumida por la alta burguesía capitalina como un vehículo para “educar al
público”, en relación con esto se acentuó el tradicional arribismo y se erigió como
símbolo de alta cultura y permitió a las clases altas presentarse ante la sociedad como
protectores del arte. Legado que parece mantenerse vigente.

Es importante recordar que en general las compañías de ópera realizaban giras por
otras ciudades colombianas lo cual marcó el comportamiento musical de esas ciudades
de manera similar a como ocurrió con la capital. Muchas veces lo que se presentaban
eran apartes y no las obras completas, por ejemplo en Medellín la primera audición de
ópera ocurrió en 1865. En Bucaramanga hubo presentaciones de ópera en diferentes
años como las de 1860, 1864 y 1869.

De la mano de las prácticas musicales públicas, externas a los contextos religioso y


militares, tuvo cabida la construcción de los teatros diseñados principalmente bajo los
modelos de los de París y Milán en diferentes ciudades del país.

En Bogotá, se construyó el Coliseo Ramírez en 1791 que luego se convirtió en el Teatro


Maldonado, inaugurado el 12 de octubre de 1892 como parte de los actos
conmemorativos del cuarto centenario de la llegada española a América. En 1885, el
presidente Rafael Núñez encomienda la construcción del Teatro de Cristóbal Colón al
arquitecto italiano Pietro Cantini, inspirado en los teatros como el de la Ópera Granier
de París y la escala de Milán. Al lado de Cantini estuvieron el ornamentador Luigi
Ramelli, el escultor Cesare Sighinolfi y el pintor Giovanni Menarini, todos italianos. En el
Teatro Colón se presentaron buena parte de las compañías de ópera, zarzuela y teatro
de Italia y España; luego nacionales y en la segunda década del siglo XX compañías
latinoamericanas de México, Argentina y Cuba. El Teatro Colón se convirtió entonces en
un escenario de gran importancia social para la ciudad, esto es que allí tuvieron lugar
muchos de los acontecimientos trascendentales de la capital que se salían de los límites
escénico-musicales.

Otro espacio importante en la capital fue el Teatro Municipal, en un principio se adaptó


en el solar de la iglesia de Santa Clara por el actor y promotor italiano Francisco
Zenardo. En 1890, la compañía italiana de ópera Azzali inauguró en Bogotá el Teatro
Municipal con la obra El trovador. La actividad de este espacio se dio de manera
continua hasta la primera mitad del siglo XX siendo uno de los lugares de gran
asiduidad. A finales de la década del 40 se convirtió en el espacio predilecto por Jorge
Eliécer Gaitán y en 1953 fue demolido por orden del presidente Laureano Gómez.

En las otras ciudades del país se inauguraron diferentes teatros y hubo diversos
intentos por abrir espacios para las presentaciones musicales y teatrales como
manifestaciones del tránsito de la vida de salón a la cultura urbana pública, durante el
periodo que nos ocupa se pueden mencionar:
En Medellín, se ha mencionado l existencia de un Coliseo hacia 1862 en el cual tuvieron
presentaciones tanto compañías de teatro y música como eventos de malabares. A
fines del XIX ya existía el Teatro Municipal (1889) el cual se estrenó 1895 con la
Compañía Ughetti de Zarzuelas, nunca se terminó y dejó de funcionar 1930. En 1905 un
grupo de mujeres fundó el “Centro artístico” para animar la actividad artística en la
ciudad bajo los preceptos de “bellas artes y cultura intelectual”.
El Teatro Municipal de Popayán fue fundado en 1892.
En Bucaramanga, Anselmo Peralta adaptó un patio con palcos y se estrenó con la
presentación de la compañía Azuaya. Años antes, en 1942, Agustín Tirado realizó en la
casa cural presentaciones de acróbatas.
En Cartagena se inauguró el Teatro Heredia en 1905.

Luego de este recorrido es posible observar el gran influjo que ha ejercido Bogotá en las
otras ciudades colombianas, todos los hechos anotados reflejan el alto grado de
incidencia de la capital en las decisiones nacionales y el penetrante centralismo que ha
caracterizado al país.

INDEPENDENCIA

Canciones e himnos patrios


Antes de llegar al Himno Nacional que conocemos hoy varios compositores, bajo el
influjo del fervor independentista, compusieron canciones patrióticas con el propósito de
convertir su creación individual en la que más fielmente representara esa pasión. Por su
misma finalidad las unían ciertas características: eran reconocibles, de fácil recordación
de tal manera que se hicieran fáciles de cantar, y con textos que ensalzaban tanto la
emoción de nacionalidad como las hazañas de los próceres, lo cual favorecía su
aspiración a símbolo patrio. Se construían con carácter marcial, influidas por melodías
de la música militar, y con tinte pomposo y triunfalista que permitiera tocar ciertas fibras
del público para involucrarlo de manera directa en ese sentimiento y así convertir la
canción en un hecho colectivo.

Las canciones patrióticas, cuya circulación se dio en versiones de canto y piano, se


elaboraban sobre textos que hablaban de las batallas, los próceres o los ejércitos y
podían ser a modo de formal homenaje o con cierta ironía y humor. Claramente el
personaje que centró la atención en muchas de estas canciones fue Simón Bolívar,
también las hubo para Francisco de Paula Santander, Antonio Nariño, entre otros de los
reconocidos combatientes de las guerras independentistas. También, las diferentes
guerras civiles fueron motivo de inspiración a canciones populares, muchas de ellas
bambucos, en las que se narraban los acontecimientos y se declaraban posiciones
políticas frente a la situación.

Juan Antonio Velasco, militar y músico payanés (¿?-1859), y Nicolás Quevedo


Rachadell (1803-1874), militar y músico venezolano llegado con el ejército de Simón
Bolívar, han sido registrados como dos cultores importantes de este tipo de canción en
Colombia, debido a su participación en las campañas libertadoras.

De otra parte, “La vencedora” y “La libertadora”, piezas de autor desconocido y


pertenecientes al género de la contradanza, baile de origen europeo que gozó de
amplia aceptación y adaptación en el continente americano hasta las primeras décadas
del siglo XIX, fueron creadas con motivo del triunfo en la Batalla de Boyacá, la primera,
y para recibir al ejército libertador luego de la misma en Bogotá, la segunda; se hicieron
muy conocidas y su ejecución fue obligada para las celebraciones cívicas por muchos
años. Aunque ninguna fue institucionalizada como himno su aceptación popular les
confirió tácitamente una función equivalente dado el carácter celebratorio del triunfo
militar y la exaltación al general Simón Bolívar respectivamente.
Además, desde el ámbito institucional se patrocinaron las actividades de los cantos
escolares con enfoque patriótico, lo que dio lugar a intentos de cancioneros no solo en
Bogotá sino en ciudades como Boyacá y Popayán. En este ámbito fue muy activo el
cantante y compositor italiano Oreste Sindici, autor del Himno Nacional actual de
Colombia y de quien se hablará más adelante, quien trabajó de la mano del escritor
Rafael Pombo en la producción de numerosos himnos patrióticos escolares.

El Himno Nacional
Como se anotó antes, hubo varios intentos individuales que llevaron a la creación de
canciones e himnos que aclamaban el sentir unitario y glorioso en torno a la naciente
república; los motivos principales fueron aquellos que celebraban los acontecimientos
de carácter patrio, primordialmente el del 20 de julio.

A continuación se presenta una cronología de canciones e himnos que pueden


considerarse como precedentes al vigente, aunque no fueron institucionalizados si
gozaron de amplia receptividad popular.

- 1837: Francisco Villalba, director y empresario español, estrenó durante la estadía de


su compañía en la capital un himno para coro y orquesta.
- 1847: Enrique Price puso música a versos de Santiago Pérez a modo de canción
nacional.
- 1849: José Joaquín Guarín hizo lo propio sobre textos de José Caicedo y Rojas en un
formato a varias voces.
- 1873: Ignacio Figueroa proposo su versión de himno nacional a partir de textos de
diversos autores como Santiago Pérez, Lázaro Pérez, José María Samper y Manuel
maría Madiedo.
- 1881 y 1883: Se convocó a concurso la composición del himno pero tampoco cobraron
fuerza estas iniciativas.
- 1883: Un violinista holandés (reseñado por José Ignacio Perdomo escobar bajo el
nombre de Carlos van Oecken) musicalizó versos de Lino de Pombo.
-1887: Oreste Sindici compuso un himno para canto y piano sobre poema del entonces
presidente Rafael Núñez (1825-1894). El estreno ocurrió el 11 de noviembre durante el
acto de celebración de la independencia de Cartagena, llevado a cabo en el Teatro
Variedades de la capital.
- 1910: Emilio Murillo grabó en Nueva Cork una versión del himno compuesto por
Sindici con textos de Núñez.
- 1914: Se realizó una nueva grabación del mismo himno en Colombia, lo cual favoreció
una gran difusión.
- 1920: El himno de Sindici y Núñez fue adoptado por ley como el nacional.
- 1933: José Rozo Contreras (1894-1976) realizó la orquestación del himno nacional,
adoptada por decreto en 1946 como la versión institucional.

Los diferentes intentos de himno o canción nacional tuvieron tropiezos de diversa índole
para su aceptación, en algunos casos fue la pérdida de vigencia o el olvido, en otros la
crítica se orientó a una excesiva sencillez (como el caso de Price) o por mucha
complejidad (como el caso de Guarín). De otra parte, las constantes guerras y
dificultades políticas y sociales relegaron este interés, nótese le brecha de más de
veinte años entre 1949 y 1973, hecho que llama la atención dada el acaloramiento que
suscitaba el tema.
Oreste Sindici (1828-1904) fue un músico italiano que llegó a Colombia como parte de
una compañía de ópera, dirigida por Egisto Petrulli. Fuera de su actividad en la ópera
ofreció clases de canto, teoría y composición y, como ya se anotó, fue un activo
profesor de canto en las escuelas públicas. Se radicó en Bogotá y adoptó la
nacionalidad colombiana.
Por su estrecha relación con la ópera y el estilo italiano su composición musical para el
himno nacional deja oír el carácter triunfal al lado de la melodía inspirada en el género;
la tonalidad del himno es Mi bemol mayor, como se acostumbró en composiciones de
carácter marcial, y utiliza registros agudos que por su dificultad para voces no
entrenadas en la ópera puede acarrear problemas de emisión lo cual llevó a que se
realizara una versión en Do mayor, pensando en los cantos escolares.
El no tener el castellano como lengua madre le acarreó algunos problemas en la
conjunción entre texto y música en términos de prosodia

CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA

Romanticismo
Los procesos de independencia trajeron consigo una constante preocupación por
construir una “sociedad civilizada”, derivada de la necesidad –o el deseo- de romper con
el pasado colonial y como prueba de haber entrado en la modernidad. También, las
influencias y contradicciones emanadas del romanticismo decimonónico irrumpieron en
el desarrollo de la anhelada nueva sociedad. Por una parte, la exaltación de la
individualidad empujó la aparición de las figuras personales como ejes en el desarrollo
musical: compositores, intérpretes solistas y directores destacados (reflejo de ello puede
ser la formación musical impartida a través de clases particulares), así como el
distanciamiento en la concepción de la obra como resultado de un proceso “artesanal”
propio de las necesidades de un momento y lugar específicos para pasar a la
concepción de obra para la posteridad. De otro lado, la paradoja surgida de los
procesos de urbanización, como señal de progreso, y los temores por perder la
inocencia, manifestados a través de la idealización de la naturaleza.

Es así como el romanticismo musical colombiano puede tomarse como una expresión
de recelo frente a las transformaciones sociales produciendo composiciones de carácter
costumbrista. Muchas de las piezas compuestas durante este periodo son miniaturas
que aunque se inspiraban en el repertorio europeo de salón tenían una base fuerte en
los denominados aires nacionales, acudiendo la mayoría de las veces a evocaciones
nostálgicas o intensiones descriptivas.
La música religiosa siguió ocupando el interés de unos pocos compositores, si bien su
práctica estaba en verdadero declive, hecho que obedeció al interés de la élite por
secularizar la sociedad como consecuencia de los postulados liberales en boga y por el
espíritu anticolonial.

Julio Quevedo Arvelo (1829-1896) es considerado el compositor romántico colombiano


por excelencia dado su carácter turbulento y las consecuencias en sus extravagantes
actos; fue extraordinariamente huraño, su misteriosa vida no ha permitido obtener
información detallada y, sobretodo, precisa. Según las informaciones disponibles,
aunque su vida social fue exigua, al parecer internamente lo agobiaban la agitación y la
tragedia. Luego de un encierro conventual emprendió viaje hacia el norte del país con
una compañía de ópera italiana, con ellos traspasó hasta Venezuela y asumió una vida
sibarita que se opuso a la anterior, permaneció allí, al parecer por un lapso de diez
años, a su regreso a Colombia pasó por Zipaquirá y Chiquinquirá antes de establecerse
nuevamente en Bogotá, donde retomó la vida con visos de sacrificio hasta su
fallecimiento. Dentro de sus obras es frecuente encontrarse con temas característicos
del romanticismo: la muerte, fantásticos, la noche, y piezas, tanto orquestales como de
cámara y solistas, con tintes de añoranzas bucólicas, además de una significativa
producción religiosa.

Nacionalismo
Aunque se ha insistido en las constantes intensiones por romper con el orden colonial,
es importante recordar que el característico arribismo de los criollos frenó el
cumplimiento de muchos de los ideales liberales pues el orgullo por sus antepasados
hispanos y el afán por asegurar el poder los cegó al momento de llevar a la práctica los
objetivos teóricos. En su condición de élite ilustrada delinearon los ideales nacionalistas,
como consecuencia directa de los procesos independentistas, bajo un solo modelo de
identidad en el cual confluían la lengua, la raza, la cultura, la religión, las costumbres,
etc.
La música no escapó a ello. Fue así como las músicas producidas en la zona andina se
convirtieron en el referente para lo que se concibió como “música nacional”. Muestra de
ello es la poca documentación e incluso la omisión deliberada al excluir las prácticas no
andinas y la discriminación hacia las músicas indígenas y de origen afro, situación que
coincidió con lo observado en el terreno social.

En 1886, cuando constitucionalmente se instauró la República de Colombia, durante el


periodo denominado como la Regeneración, se dio inicio a las búsquedas nacionalistas
que esbozaron el ideal de la “música colombiana” entregando a los géneros del pasillo y
el bambuco el papel primordial en esta cruzada.
Se encontraron entonces dos posturas polarizadas designadas por sus protagonistas
como el nacionalismo y el universalismo y que durante las primeras tres décadas del
siglo XX sirvió de escenario a acalorados enfrentamientos entre bandos opositores.
El nacionalismo tuvo una fuerte tendencia folclorizante, es decir una idealización del
campo (incluyendo los arrabales o zonas periféricas de la ciudad) y las músicas
populares, dejando a la fantasía del creador una imagen congelada en el tiempo y
espacio de las prácticas musicales con cierta hostilidad hacia lo que representara
cambios o innovaciones. Para los nacionalistas era importante construir sobre
materiales reconocibles provenientes de músicas populares, la mayor parte de las
veces a modo de cita melódica o rítmica.
Por su parte el universalismo se presentó como alternativa de renovación, no obstante
cayó en la trampa de convertirse en émulo de modelos externos provenientes de
Europa occidental sin una postura crítica.

El adalid del nacionalismo fue Emilo Murillo Chapull, de quien se hablará en detalle más
adelante, mientras que el compositor, violinista y director Guillermo Uribe Holguín
(1880-1971) fue quien enarboló, de manera solitaria, las banderas del universalismo. Si
bien los conciertos ofrecidos por la Academia Nacional de Música habían permitido al
público capitalino ampliar el conocimiento de obras y compositores de ultramar, Uribe
Holguín tuvo como objetivo la diseminación de repertorios europeos concentrados en
las grandes formas decimonónicas, principalmente sinfonías. Hecho que le valió
numerosas críticas pues fue tildado de extranjerizante.
Las diferencias entre unos y otros se profundizaron y los llevaron a actitudes
doctrinarias; mientras los nacionalistas encontraban en los cafés y la bohemia sus
espacios predilectos para la presentación de canciones y piezas cortas con
instrumentos solistas o conjuntos más bien pequeños, la posición del director del
Conservatorio acentuaba el carácter ceremonial del escenario de concierto, otorgándole
un gesto conservador de superioridad jerárquica con obras de larga duración en formato
orquestal, hasta el punto de prohibir la práctica de músicas populares dentro de la
institución y llevar a algunos músicos populares a crear para estas agrupaciones y estos
escenarios bajo la idea de “universalizar” sus creaciones.
Ante las posturas nacionalistas de implantar ciertas músicas como nacionales, Uribe
Holguín rebatía anotando que éstas no eran puras pues tenían un claro pasado español
(bien fuera en los medios instrumentales o en los elementos musicales); no obstante, el
compositor creó obras inspiradas en lo popular más a manera de imágenes subjetivas
que valiéndose de citas precisas.
Unos y otros se desconocieron mutuamente, cerrando los posibles diálogos entre las
diferentes músicas.

El pasillo y el bambuco
Para estas últimas décadas del siglo ya se había dispuesto el contexto para las músicas
nacionales constituidas principalmente por vals, torbellino, pasillo y bambuco y
representadas en un contexto urbano que dejaba atrás las invocadas raíces
tradicionales.

El pasillo es una variante del vals europeo cuya diferencia principal está dada en la
velocidad, así pues el pasillo es una danza rápida, cargada de virtuosismo, usualmente
en modo mayor, escrita en métrica ternaria con una gran presencia de figuraciones
sincopadas en donde los instrumentos acompañantes (por lo general tiple y guitarra) se
encargan de recordar el vals como ancestro. Se presenta instrumental o vocal, el
primero más apropiado para los ambientes festivos y el último principalmente de
carácter amoroso o de reminiscencia. Sus versiones estilizadas al piano estuvieron de
moda entre finales del XIX y principios del XX, hasta el punto de ser denominado el
“vals nacional”, y era frecuente que se bailara entre las clases altas de la capital.

Según diversas fuentes, el bambuco apareció en el sur del país, en Cauca y Nariño, y
atravesó por el Valle, Tolima, Huila, Cundinamarca, Santanderes y Antioquia. Así como
el pasillo fue la danza instrumental preferida, el bambuco fungió como modelo de
canción, sin que esto le haya vedado el componente dancístico.
En el bambuco se dejan oír las múltiples vertientes del mestizaje. Desde el siglo XIX ha
sido constante la omisión del ancestro afro dentro de los importantes componentes del
bambuco y al momento de presentarlo en sociedad como el aire nacional por excelencia
ha sido “blanqueado”, el afán por borrar los rastros de estas músicas “no blancas
obedecieron a una necesidad criolla para volverlo aceptable y erigirlo como símbolo de
la nación. El argumento que más ha ayudado ha defender la presencia del elemento
negro (además de unos pocos testimonios de época) es el comportamiento rítmico
complejo que establece una superposición de ritmo binario y ternario, pues fueron
constantes los intentos por borrar las evidencias a través del refuerzo en la idea del
origen europeo.
Además de este comportamiento rítmico, pueden señalarse otras particularidades del
género, una muy común es la presencia de dos voces paralelas a intervalos de terceras,
el tiple y la guitarra como instrumentos acompañantes, teniendo esta última también
espacio para interludios melódicos. Las letras por lo general tratan temas tristes en
diversos aspectos: amor, nostalgia, melancolía, pasado idealizado o paraíso perdido. En
cuanto a la danza, el estilo cortés y elegante al que aspiraban las clases altas
rechazaba la vitalidad y comunicación propias del baile negro y lo convirtió en una
coreografía estilizada en la cual las parejas bailan sueltas pues los cuerpos no deben
tocarse.

Aunque en aquellos años decimonónicos la variable constitución geográfica del país


acentuaba las distancias, que pudieron impedir el estudio a las manifestaciones
musicales ajenas a la región central, es claro que los intereses de poder y las
comportamientos clasistas y racistas fueron determinantes en la exclusión de todo lo
que no perteneciera a la zona y a los cánones impuestos por los intereses propios de la
élite. Luego de todo este recorrido resulta fácil explicar por qué hasta hace apenas
quince años –y aun hoy- la expresión “música colombiana” aludía únicamente a la
producida en la región andina.

Tanto nacionalistas como universalistas coincidieron en perseguir una pureza en la


música, cuyos prejuicios se focalizaron en preservar alguna tradición que al final llevaba
a una uniformidad que desdibuja la realidad pues es claro que cada región, cada
comunidad y cada individuo aportan en la elaboración musical desde las condiciones
que cada tiempo trae consigo.

Compositores centenaristas
Bajo esta designación se conoce a un grupo de compositores cuya actividad se
desarrolló en la Bogotá finisecular. Además de los que mencionaremos en detalle, se
destacaron: Jerónimo Velasco (1885-1963), Jorge Áñez (1892-1952), Luis A. Calvo
(1882-1945), Fulgencio García (1880-1945), Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930),
Guillermo Quevedo Z. (1886-1964), Alberto Castilla (1878-1937), Alejandro Wills (1883-
1942), entre otros.

Pedro Morales Pino (Cartago, Valle del Cauca, 1863-Bogotá, 1926)

Fue uno de los compositores que influenció el trabajo de sus contemporáneos,


particularmente por la afinidad en las ideas nacionalistas.

Morales Pino se dejó cautivar por el formato de estudiantina gracias a la popularización


derivada de la visita de un conjunto español a mediados de la década del 80; de otra
parte, se inspiró en la poesía culterana como texto. Aprovechó este formato
instrumental para llevar a la sala de conciertos, junto a obras del repertorio europeo,
una propuesta nueva basada en la elaboración de obras de mayor complejidad con un
repertorio en el que sobresalieron los pasillos, además de bambucos, danzas y valses.
Dada la escasez de violines se valió de su condición de bandolista virtuoso y de la
acogida de la estudiantina para suplir la ausencia de éstos por los instrumentos de
cuerda pulsada. Como intérprete de la bandola conformó innumerables conjuntos (dúos,
tríos, quintetos). Fue célebre el conjunto que dirigió y llamó Lira Colombiana (integrado
por diferentes miembros en sus diferentes etapas entre los que se cuentan: Gregorio
Silva, Blas Forero, Carlos Escamilla, Carlos Goldsworthy, Alejandro Wills, Alberto
Escobar, Luis A. Calvo, Jorge Áñez, Manuel Salazar, Luis María Pinto, Ignacio Afanador
y Andrés Avelino Montañéz) con el cual realizó diversas giras que le permitieron obtener
reconocimiento dentro y fuera del país.

Compuso pocos bambucos en comparación a la gran cantidad de pasillos (además de


géneros como: vals, polca, mazurca, danza, chotís, marcha, tango, pasodoble; formas
libres como: serenata, romanza, fantasía, etc). Luego de la composición de la tanda de
pasillos “Joyeles” se hizo merecedor al título de “rey del pasillo” pues ajustó la
presentación formal del pasillo con la del vals e incluyó el trío intermedio para dar forma
ternaria al pasillo.

Dentro de los muchos logros que se le han atribuido está haber popularizado (no
inventado) el conjunto de bandola, tiple y guitarra, conocido como trío típico colombiano;
amplió las posibilidades sonoras de la bandola añadiéndole un nuevo orden; extendió el
trío a formato de estudiantina; distanció las músicas andinas del entorno fiestero y
trasladó obras del repertorio europeo al formato típico; . Se le ha endilgado la escritura
de obras populares nacionales en partitura, no obstante son muchos los ejemplos que
desautorizan tal innovación.
Todos estos hechos ejercieron gran influjo en los músicos de la época que lo tomaron
como modelo a seguir.

Ismael Posada Posada (¿Tenza? ¿Funza?,1863-Tunja, 1926)


Es muy poco lo que se conoce pues la documentación es muy escasa. Se tiene noticia
que recibió instrucción musical de su tío el dominico fray Tomás Posada y que ejerció
como compositor, organista y maestro de música.

Carlos Escamilla “El ciego” (Bogotá, 1879-1913)


Músico autodidacta que provino de una reconocida familia musical, considerado un
virtuoso ejecutante del tiple además de violín, bandola, guitarra y piano. La
particularidad de su silbido hizo que se incluyera en los arreglos de los conjuntos que
integraba. Compuso pasillos, que gozaron de amplia popularidad, valses y polkas; su
talento le permitió participar en la elaboración de arreglos para la Lira Colombiana.

Ricardo Acevedo Bernal (Bogotá, 1867-Roma, 1930)


Músico y pintor ampliamente conocido en el medio de las artes plásticas. Su exigua
carrera musical estuvo delineada por los intereses nacionalistas; la mayor parte de su
obra obtuvo reconocimiento público y corresponde a pasillos, principalmente para piano,
y unos pocos para bandola y tiple. Como intérprete formó parte de varios conjuntos.

En sus cuadros manifestó interés por temas religiosos, patrióticos, paisajes y sobresalió
en el retrato. Realizó algunas de las portadas de las partituras de músicos
contemporáneos, con los cuales compartía pensamientos en torno a la búsqueda de la
identidad nacional, así como retratos de los compositores Julio Quevedo Arvelo, José
María Ponce de León y Guillermo Quevedo Zornoza.

Emilio Murillo Chapull (Bogotá, 1880-1942)


Inició su formación musical al lado de Pedro Morales Pino y, alrededor de tres años,
como alumno en la Academia Nacional de Música.

En la primera etapa sus obras se enmarcaron dentro de los cánones de la música de


salón popular recibida de Europa con danzas como valses, mazurcas, polcas, marchas,
entre otras. A finales del siglo XIX publicó, a través de la prensa y en hojas sueltas,
muchas de sus piezas de géneros colombianos.
Asumió la defensa y divulgación del repertorio musical popular colombiano y se convirtió
en una figura paradigmática en estos géneros musicales en la primera mitad del siglo
XX.

Por los tiempos de la Guerra de los Mil Días ingresó a la bohemia bogotana, primero
con sus improvisaciones al piano o flauta en las sesiones del café de la Gran Vía, luego
en las primeras décadas del siglo formó parte de la tertulia literaria de la Gruta
Simbólica, además de tocar el piano y la flauta allí fortaleció su interés por el bambuco y
el pasillo gracias a ese espacio en el cual encontró resonancia a sus pensamientos de
corte nacionalista. Sin embargo, es importante recordar que antes de formar parte del
grupo literario mencionado, han sido reseñadas las veladas en casa de Pedro Morales
Pino en las cuales los conciertos se alternaban con lecturas poéticas.
Más atrás, al inicio del siglo, junto a Morales Pino, Acevedo Bernal, Antonio González y
Julio Flórez, conformó un quinteto con el cual amenizaron muchas de las tertulias
bogotanas.

En 1910, en el marco de las celebraciones del Centenario de la Independencia, viajó a


Estados Unidos con patrocinio oficial para grabar pasillos, bambucos y el Himno
Nacional. Esta experiencia (quizás la primera en el medio colombiano) lo indujo a
pensar en la posibilidad de importar un equipo de grabación con el propósito de difundir
su música y la de sus contemporáneos con miras a una industria discográfica, deseo
que no logró concretar.

Son conocidos el ahínco con que defendió el ideario nacionalista (fue apodado “apostol
de la música nacional”) y la fuerte discusión pública con el compositor Guillermo Uribe
Holguín, al encontrarse en orillas ideológicas opuestas. Posiciones que influyeron en la
separación tajante entre música popular y música académica.
Fue un activo colaborador del periódico liberal Mundo al Día en el que bajo la
designación inicial de “Folklore nacional” y luego “Música Nacional” se publicaron varios
de sus testimonios y obras, así como de otros compositores resueltamente
nacionalistas.

Compuso los estudios de pasillo (cerca de treinta) en respuesta a las quejas de Narciso
Garay y otros, técnicamente virtuosos y estéticamente de corte academizante,
inspirados en la fantasía pianística europea. Además de estas piezas, sus aportes más
recordados son bambucos cantados.

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