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Ficha: Estilos y tendencias del diseño gráfico actual

/Apunte - R.Pelta.

En mayo de 1998, el diseñador británico Neville Brody afirmaba:


“estamos tan obsesionados con la Red y la tecnología, que nos
olvidamos del mensaje. Nos imaginamos capaces de hacerlo todo y
nuestro software nos ayuda a creer que podemos. Pero debemos ir
más allá del cómo para considerar el qué y el por qué.”
EL diseñador planteaba, además, la necesidad de entender de otra
forma el contexto tecnológico en relación con la naturaleza de las
comunicaciones.
“somos emisores y receptores” añadía Brody, afirmación que situaba al
profesional del diseño en un lugar terrenal, asumiendo su
responsabilidad, y siendo consciente de su pertenencia a una
sociedad, y como tal, de la imposibilidad de escapar de la influencia de
los mensajes lanzados por los otros.
Durante estos años pasados, los dogmatismos se han ido suavizando,
flexibilizando, matizando, cuestionando, desautorizando, e incluso,
desapareciendo.
Esto ha dado lugar a cierta inseguridad, que ha provocado lo que
podríamos llamar un “retorno al orden”, pero, igualmente, a una mayor
cantidad de posibilidades para quien esté dispuesto a aprovecharlas.
Para situar las coordenadas del diseño actual, es preciso analizar y
comprender algunos hechos que ayuden a comprender ese pasado
reciente.
Hacia 1984, el pensamiento occidental –y con él el del diseño– se
encontraba inmerso en eso que se ha denominado “postmodernidad”,
un término confuso, que desde la década de 1970 ha servido para
etiquetar una serie de prácticas y teorías diversas, cuya intención
parecía ser la ruptura con el movimiento moderno, y la intención de
excederlo.
Así fue como se entendió en el campo del diseño gráfico, justo en el
momento en que apareció una nueva tecnología, ,que daría un vuelco
a las maneras de trabajar de los diseñadores: el ordenador Macintosh
de Apple.
Con él venían, además, el PS, un nuevo lenguaje de programación, y la
impresora Laserwriter de Apple, que hicieron realidad la frase “lo que
ves es lo que obtienes”.
Para muchos el Macintosh se convirtió en una herramienta crucial, para
poner en práctica un buen número de los discursos teóricos e
investigaciones que venían planteándose desde la década de 1970.
Para muchos suponía la apertura de un inmenso abanico de
oportunidades.
Frente a éstos, hubo un importante sector, al principio coincidente con
el de los profesionales más asentados, que manifestó su rechazo ante
un artefacto que, para ellos, suponía de los estándares de calidad y
creatividad, además de permitir el acceso al diseño a casi cualquiera,
sin apenas cualificación.
El Mac llegaba en una época de convulsión para el diseño, en una
coyuntura en la que, a cuenta de la postmodernidad, se estaba
pasando factura al movimiento moderno, que tanto peso había tenido
en la Historia del diseño durante el S XX.
Muchas de las ideas de la modernidad habían comenzado a decaer ya
a finales de la década de 1960.
En el campo del diseño, el pensamiento moderno había desembocado
en una serie de teorías como la de la “buena forma”, y en conceptos
como “buen diseño”, que para la nueva generación de diseñadores
habían canalizado los comportamientos de un sector social
determinado y preferente, que actuaba como generador de opiniones.

En el asalto a las ideas modernas, y como consecuencia del


cuestionamiento de la racionalidad –en todos los ámbitos, incluido el
de la ciencia– uno de los primeros temas que cabía tratar fue el de la
metodología.
Desde la década de los 50, en especial gracias a la labor teórica de la
Escuela de Ulm, el diseño (industrial y gráfico) se había entendido
como un proceso racional, articulado por una serie de fases,
ordenadas en secuencia continua, que iban desde la recogida de datos,
hasta la presentación final del proyecto.
Estas fases obedecían al siguiente modelo (Pericot, 1980):
Fijación previa de objetivos, variables y criterios del problema de
diseño. Análisis de todas las premisas. Evaluación de todas las
situaciones parciales o intermedias. Estrategias de un sistema de
desarrollo lineal deductivo, mediante la introducción de operaciones
condicionales y reciclajes.
De esta manera se llegaría supuestamente a una identificación de las
soluciones óptimas.
Todo esto respondía a una idea del diseño como disciplina, más
relacionada con la ciencia que con el arte.
Desde la Escuela de Ulm se había venido hablando de “diseño científico
o de ciencia del diseño. Estos términos resultaron valiosos como
impulsores de una toma de conciencia de la complejidad que
comportaba el trabajo de diseñador.
Sirvieron también, como contrapartida, para que cierto sector se
arrogara una autoridad que, si bien sirvió para proteger y situar la
profesión en el lugar que le correspondía, también sirvió para rechazar
todo aquello que no correspondiera a esos parámetros.
El diseño como ciencia funcionó a la perfección desde el punto de vista
teórico, pero, en la práctica, la realidad no se reduce fácilmente a
fórmulas. Cuestiones como el papel de la creatividad, la intuición, la
solución de problemas que no se han sabido identificar, o la resolución
de las necesidades simbólico-culturales, o la atención a los valores
estéticos, quedaban sin plantear.
A partir de la década de los 70, cobra fuerza la opinión entre muchos
diseñadores de que la metodología racional del diseño proporcionaba
mucha seguridad, pues reducía el margen de error, pero no aportaba
una solución cultural y simbólica satisfactoria.
El discurso metodológico se fue suavizando, y durante la década
siguiente una buena parte de los diseñadores había llegado al
convencimiento de que los problemas de diseño se caracterizan
fundamentalmente porque están mal definidos.
El problema radica en que, en líneas generales, los proyectos gráficos
no contienen la información suficiente y por tanto, no se adaptan a
cualquier método científico con la suficiente facilidad como para
permitir al diseñador resolverlos con una metodología sencilla.
Al inicio de la década de 1990 muchos diseñadores consideraban que
existían metodologías distintas, y que todas podían ser válidas. Al
respecto deben citarse las palabras de N Brody: “hay cientos de
maneras diferentes de trabajar, todas ellas modernas, y concentrarse
en una es un error”.
Por su parte, teóricos del diseño que habían defendido la
aproximación científica, como Bruce Archer, sugirieron que la
metodología debía estudiarse, enseñarse y practicarse, pero que tal
vez se había cometido el error de haber tomado prestadas
herramientas de la ciencia, sin haber desarrollado una metodología
basada en la singularidad de la propia disciplina.
Desde hace unos años empieza a hablarse de generaciones de
métodos, y se empieza a reconocer una serie de aportaciones del
diseñador, que quedarían en la esfera de lo que antes se consideraban
soluciones arbitrarias, y que también son necesarias y valiosas.
Muchos diseñadores, como Lorraine Wild, han cambiado
paulatinamente su proceso de diseño. La investigación ha dado paso a
proceso más intuitivos.
Sin embargo, para llegar a este punto de equilibrio, se ha pasado
también por una etapa en la que, como consecuencia del
cuestionamiento de la racionalidad, ha primado el componente
intuitivo por encima de otros valores.
Como señalaba Edgard Schricker (1986), “sólo el equilibrio entre las
emociones y la racionalidad de la ciencia, entre un hacer práctico y un
saber bien afirmado, puede ayudarnos”.
“No se puede dar ninguna teoría del diseño que sea por sí misma
totalmente satisfactoria. La teoría participa sólo de una manera muy
concreta en el hecho global del proceso de diseño, y únicamente
puede incorporarse al trabajo práctico en el lugar apropiado y de la
forma apropiada. No se puede dar ninguna teoría normativa. En caso
de que la teoría quiera ser de ayuda, habrá de proceder de un modo
analítico y descriptivo, sin abandonar nunca el campo de la
observación empírica.”
Desde finales de la década de los 80 hasta ahora, el concepto de
diseño ha sido objeto de una constante revisión que,
inevitablemente, ha conducido a su revitalización.
Así, para algunos diseñadores, como Rudy Vanderlans, la idea de que
un diseño es bueno o malo dependerá de a qué nos estemos
refiriendo, y por supuesto, si escuchamos el criterio de los clientes, su
concepto tiene mucho que ver con el incremento de las ventas, lo que
no siempre coincide con el valor real e intrínseco de un trabajo.
El buen diseño llevaba aparejado un concepto de belleza que también
se discutió. Durante algún tiempo, dicha noción significaba lo mismo
que elegante, bonito o, al menos, no feo.
Referirse a buen diseño fue sinónimo de armonía, equilibrio y
adecuación de la forma a la función, mientras que lo feo se entendió
como todo lo contrario.
Sin embargo, desde la década de 1970, con movimientos como el
punk, el creciente rechazo al racionalismo y la reivindicación de ciertas
vanguardias del pasado, en especial el dadaísmo y el futurismo, se
produjo un desafío a todo este formalismo desarrollado por el
movimiento moderno, como sistema para proteger el ambiente visual
de lo que se consideraba feo.
En los últimos 15 años nos hemos encontrados con diseñadores que,
como el fallecido Tibor Kalman, rechazaron el elitismo del “buen
gusto”, y abogaron por erradicar lo que éste denominaba los “aromas
del diseño”: la decoración y el estilo.
Para él la noción de fealdad era mucho más interesante que la belleza,
pues lo feo, lo corriente, lo vulgar, podían convertirse en poderosas
herramientas visuales, capaces de revelar la pasión de la que carecían
aquellos diseños, trocados en simple fórmula, filtraban cualquier
impureza en aras de lo bello.
Algunos teóricos, como Steven Heller, entendieron estas posturas en
torno a la fealdad, como un intento consciente de crear y definir
estándares alternativos.
Desde su punto de vista, las superposiciones de imágenes, las
reproducciones en baja resolución, los híbridos de elementos
populares o del pasado, y las mezclas de diferentes estilos de tipos de
letra, desafiaban las creencias estéticas.
La fealdad era válida siempre que representara ideas alternativas, pero
podía ser peligrosa, si se convertía en culto, moda, o en un mero
estilo, carente de inteligencia y estilo.
Frente a esa suposición, Catherine McCoy, una de las defensoras de la
aplicación de la teoría de la reconstrucción al diseño, negaba que la
reivindicación de la fealdad fuera la creación de ese paradigma
alternativo del que hablaba Heller.
Más bien lo que se pretendía era formular otro tipo de paradigmas a
favor de la individualidad, al constatar que en un mundo multicultural
resultaba prácticamente imposible definir lo que es bello.
Las discusiones sobre estética y metodología del diseño fueron
indudablemente las puntas del iceberg de un virulento debate que iba
más allá de las cuestiones sobre gusto o estilo, pues en realidad eran
sólo una parte del enfrentamiento entre modernidad y
postmodernidad.
Alessandro Mendini sitúa ese enfrentamiento, como síntoma claro de
una postura antirracionalista, entre 1965 y 1975, que habían adoptado
las vanguardias radicales de los países avanzados de Europa.
Era el comienzo del fin de las prohibiciones, según Paolo Portogeshi,
del fin de las prohibiciones, que imponía el puritanismo del
movimiento moderno.
Pero sus principales no estaban dispuestos a claudicar fácilmente, por
lo que estalló un enfrentamiento con los que representaban las nuevas
posiciones .
Se produjo así una fractura en la comunidad del diseño, en la que se
encontraron, por un lado, aquellos que podíamos denominar la vieja
guardia, y por otro, quienes significaban su relevo.
La “vieja guardia” estaba constituida por aquellos diseñadores –
mayoritariamente hombres– que habían comenzado sus carreras en las
décadas 1950–60.
La nueva generación se iniciaba laboralmente durante las décadas
1970–80, y ya estaba integrada por un buen número de mujeres.
Los primeros oscilaban entre dos posiciones distintas: la modernidad
y el eclecticismo, y centraban su atención en la funcionalidad de la
comunicación.
Los segundos representaban una pluralidad de estilos, en los que se
mezclaban la experimentación tipográfica de las escuelas de Basilea,
Londres y Ámsterdam (que, desde la década de 1970, venían
desafiando los criterios de la modernidad), la mirada retrospectiva
hacia las vanguardias del pasado (dadá, futurismo, constructivismo), y
el interés por lo retro, lo popular y lo cotidiano.
Algunos de ellos abanderaban la reconstrucción, y casi todos se
interesaban por las nuevas tecnologías.
El choque entre ambas generaciones alcanzó su punto álgido a
comienzos de los 90, y el resultado fue que los cánones del diseño
gráfico entraron en un proceso de reevaluación, en el que se
demuestra que las percepciones de la cultura, y en este caso del
diseño, no son unidimensionales.
La crisis del movimiento moderno dejó a los diseñadores faltos de
teorías, de modelos organizadores, de maestros a quienes recurrir, y
con la sensación de que se hallaban sumidos en una situación,
consecuencia de la acumulación de errores.
Como salida, se corrió en la dirección opuesta, y si la modernidad
buscó lo general, lo socializador y lo internacional, la
postmodernidad miró hacia lo individual, lo nacional y lo
identificable por pequeños grupos y personas.
P Portogeshi, en “después de la arquitectura moderna”, consideraba, a
comienzos de la década de 1980, que era necesario conocer la
ambigua articulación de los grupos y clases que configuraban la
sociedad. “entender la producción cultural, no como la aportación de
una clase, o un grupo pequeño y singular, sino como una actividad
colectiva donde participan todos, lo que quiere decir constatar la
existencia de una producción social al lado de una individual”.
Portogeshi opinaba que la condición postmoderna descubría nuevas
dimensiones de análisis, y reivindicaba la revisión de una realidad que,
bajo examen, mostraba que ni el mundo de la alta cultura era perfecto,
ni el de la vida cotidiana un valle de lágrimas.
El culto a la nostalgia
En parte relacionado con esa reivindicación de lo cotidiano, pero
seguramente también con la incertidumbre ante la desaparición de una
metodología que proporcionara cierta seguridad, y frente a un vacío de
modelos, se producirá lo que podríamos denominar “culto a la
nostalgia”, puesto de manifiesto en una proliferación de imágenes y
formas populares, procedentes de épocas anteriores.
A comienzos de la década de 1990, tal culto a la nostalgia se convirtió
a su vez en objeto de debate, como testimonian algunos textos
críticos, entre los que podemos destacar el de Jeffery Keedy “I like
verncular…not”, donde el diseñador estadounidense opinaba que se
trataba de un modo de escapar a la ansiedad que provocaba un futuro
incierto.
La sugerencia que aportaba Keedy era la de que los diseñadores
volvieran al viejo negocio de inventar el futuro, en lugar de resurgitar
el pasado. Por que ese “amor” al pasado no era un interés real, sino,
simplemente, la apropiación de un lenguaje previamente
descontextualizado.
Junto a Keedy, T Kalman, Abbot Millar y Karrie Jacobs, también se
alzaron contra su uso y abuso, señalando que no había nada malo en
estudiar la historia del diseño, que de hecho era saludable hacerlo,
pero que lo que realmente la convertía en nociva era su uso
indiscriminado.
Muchos diseñadores y teóricos consideraban en la década de los 90
que el conflicto fundamental en el uso de la historia derivaba de la
descontextualización y la abstracción del medio para el que fueron
creadas las imágenes, lo que inducía a quedarse exclusivamente con
las características estilísticas, y por tanto, con el mero discurso
estético.
El uso y abuso de la historia respondía a la condición postmoderna de
ésta, y a cómo desde ella se percibe el presente y el futuro, lo efímero
y lo perdurable. Es ahí donde las críticas adquieren sentido.
Para R Pelta, la entrada en crisis de la visión lineal de la historia
provocará el desplome de la confianza en el progreso, y dará lugar a la
devaluación de las utopías, lo que supondrá la pérdida de confianza en
aquellas prácticas que se habían otorgado a sí mismas el poder de
redimir a la sociedad.
Con esto, dejará de tener sentido la permanencia, lo que abocará en la
incorporación de la obsolescencia, como una cualidad más de aquello
que nos rodea; de este modo, lo efímero deviene una característica de
la vida contemporánea.
Desde la perspectiva de Phil Baines (1992), la década de 1980 y el
principio de los 90 suponían una pluralidad de expresiones, que
rechazaban tanto ese movimiento moderno como la tradición, pero
que se quedaban con muchos de sus artificios formales, para
utilizarlos como cualquier otro lenguaje gráfico.
Según Baynes, la superación de la crisis podría producirse siguiendo la
dirección que apuntaba Le Corbusier, cuando decía: “ser moderno no
es una moda, sino un estado. Es necesario comprender la historia, y el
que comprende la historia, entra en continuidad entre lo que era, lo
que es, y lo que será”.
La visión deconstructiva
Si muchos diseñadores miraron a la historia para resolver su orfandad
ideológica y metodológica, ha habido otros que han orientado sus
intereses hacia la filosofía del lenguaje, con el objetivo de encontrar
nuevas vías para escapar de lo que parecía un callejón sin salida.
Si la modernidad conectó con el estructuralismo de Saussure, el dieño
postmoderno lo hizo con el postestructuralismo, y más concretamente
con la deconstrucción.
La deconstrucción es una teoría que comenzó a conocerse en EEUU a
raíz de la conferencia “la estructura, el signo y el juego en el discurso
de las ciencias humanas”, impartida por el filósofo francés Derrida en
la universidad John Hopkins en 1966.
En diseño, la deconstrucción se difundió desde la Cranbrook Academy
of Art, dirigida hasta 1996 por Catherine y Michael McCoy.
Desde la década de 1980, y durante buena parte de la de 1990, la
deconstrucción influyó en el diseño gráfico.
El campo donde mayor influjo ejerció fue en el de la tipografía.
Frente al planteamiento estructuralista de que la escritura no es más
que una mala transcripción de la palabra hablada, para Derrida ésta
invade el pensamiento y el habla, transformando la memoria, el
conocimiento y el espíritu. Desde su punto de vista, escribir es una
forma de representación, y su medio la tipografía, cuyo uso influye en
la construcción del lenguaje, y por tanto, también de la cultura.
La deconstrucción significó para la tipografía una revisión de su
vocabulario, una puesta en cuestión de las formas tradicionales de
lectura, y finalmente una enorme variedad de usos y manifestaciones,
que iban desde aquellos en los que la letra se emplea como vehículo
abstracto e invisible (al no comprometerse con la estructura y el
significado del texto), hasta aquellos casos en que el diseñador busca
una expresión visual, y el estilo es parte del contenido, sacando así
partido de los valores visuales del alfabeto.
La deconstrucción supuso la intrusión de las formas visuales en el
contenido textual, y por tanto, la invasión de las ideas a través de las
marcas gráficas.
Se resaltaron textos en función de las palabras significativas, o se
colocaron sobre las imágenes para enfatizar ciertos aspectos de su
asociación a éstas.
Se establecieron estructuras paralelas en las páginas, y se rompió con
la retícula.
Se utilizaron superposiciones para crear un espacio visual
comparativo. Cada una de las capas que formaban parte de las
superposiciones era, mediante el uso de la tipografía y de la imagen,
una actuación intencionada, dentro de un juego, donde el lector podría
descubrir y experimentar con las complejidades del lenguaje.
Todo este proceso visual requería que el diseñador participara de
algún modo (jerarquizando, y estableciendo relaciones), lo que no fue
demasiado común, por lo que el diseño “postestructuralista” en
muchas ocasiones sólo se asimiló como estilo.
La aplicación de esta teoría al diseño gráfico encontró un aliado
perfecto en el Macintosh, una herramienta que se adaptaba y favorecía
la experimentación.
Su presencia permitió retomar el hilo de la discusión emprendida ya en
la década de 1960 sobre la relación entre el diseñador, la cultura y la
tecnología.
Una discusión que ligaba la situación de los diseñadores
contemporáneos, con la de sus predecesores del primer cuarto del S
XX, cuando movimientos como Bauhaus o la nueva tipografía pusieron
de manifiesto que se podía hacer un uso creativo de las nuevas
herramientas.
Relativamente barato, si lo comparamos con sus prestaciones, y
relativamente fácil de usar, el ordenador proporcionó a los
diseñadores la posibilidad de asumir el control directo de los procesos
de trabajo que durante siglos han estado divididos entre tipógrafos,
ilustradores, componedores de texto, impresores, y otros técnicos
especializados.
Asimismo, desveló nuevos horizontes creativos, por su capacidad para
cambiar el proceso de trabajo sobre la marcha, y su versatilidad apoyó
otra de las ideas propias del diseño postmoderno, en la que había
insistido la Cranbrook Academy: la de la autoexpresión.
Diseñador autor y mediador
A comienzos de la década de 1990, David Carson, J Keedy, Barry Deck,
K McCoy, R Vanderlans y otros muchos diseñadores, estaban con
vencidos de que era un error creer que el diseño gráfico debía ser
anónimo o impersonal, como había considerado el estilo internacional.
Para ellos, todo lenguaje era personal, y en esa medida, uno podía
utilizar los medios que necesitara para expresarse.
Y era personal, porque cada diseñador está implicado en la
comunicación de los mensajes, y como tal, es quien decide qué
aspectos del mensaje se enfatizan, y cuáles no.
Al final de la década de 1990 y comienzos del S XXI, son bastantes los
diseñadores que siguen estando de acuerdo con esta postura.
Hay quienes hablan de diseñador como “proveedor de contenido”, algo
que está íntimamente unido al desarrollo conceptual de proyectos, y
no simplemente a la solución estética.
Con el objetivo de apoyar la defensa de la autoría, los diseñadores,
durante la década pasada, buscaron paralelismos en las propuestas
desarrolladas en otras esferas creativas, y encontraron uno de ellos en
la “política de autores” defendida desde la década de 1950 en el
mundo del cine, analizada por Andrew Harris, para quien los requisitos
para convertirse en autor eran los siguientes:
–demostrar pericia técnica
–Tener un estilo que fuese patente a lo largo de varias películas
–mostrar una visión consistente, un significado interno en cada uno de
los proyectos, a través de su elección y del tratamiento
cinematográfico que se le prestaba.
Arte y diseño
El reconocimiento de la capacidad del diseñador como autor ha hecho
necesario un replanteamiento de los límites con el arte, porque la
autoría, y con ella la autoexpresión, se han visto siempre como
privativas del artista.
Si desde al menos la segunda mitad del S XX, las relaciones entre
diseño y arte no han sido fáciles, y han atravesado momentos de
ruptura, tampoco hoy día son del todo fluidas, especialmente a partir
del instante en que los diseñadores quieren entrar en los circuitos
artísticos habituales, cuando se rozan los derechos de autor, o se
produce la cooperación entre artistas y diseñadores.
Pero ser autor en diseño tiene otras acepciones, pues un influyente
sector de la profesión, aunque no mayoritario, considera que el
diseñador, además de cumplir el papel de mediador silencioso, puede
y debe actuar como crítico, fabricante, emprendedor, profesor, editor,
e incluso activista.
C McCoy siempre ha defendido la figura de un diseñador que va más
allá de la resolución de problemas, y que se convierte en autor
adicional del contenido, tomando un conciencia crítica del mensaje y
adoptando papeles que antes habían sido asociados con el arte y la
literatura.
Esta perspectiva supone el reconocimiento y la reivindicación del ”yo”
del diseñador, y su presencia como voz en el proceso de formulación y
creación de las formas asociadas a éstos.
Pero significa también un incremento de la responsabilidad, para que
esa voz no se convierta en griterío caprichoso y desaforado.
Para evitar caer en el egocentrismo, Steven McCarthy propone la
colaboración entre diseñadores, artistas, editores, escritores… y
audiencias, lo que permitirá una forma de autoría mucho más rica y
variada, donde se disminuya el yo, a favor de los “yoes” y los otros:
la definición de autor no está completa sin considerar la implicación de
la audiencia, el espectador y el mercado.

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