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UNIDAD IV: ESCUELA CLÁSICA.

INTRODUCCIÓN

En esta Unidad se aborda la escuela que sistematizó por vez primera el conocimiento económico y lo convirtió en
una ciencia. Se abordan los temas básicos de la economía que sirven de base para conocer las causas que generan y
acrecientan la riqueza de las naciones, en una visión cosmopolita (mundial o global se diría hoy en día) en sentido
contrario a la visión estática y nacionalista de los mercantilistas, y llevando a su máxima expresión científica el orden
natural (ahora mano invisible) de los fisiócratas.

ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE

4.1 Realiza las lecturas que se presentan en la unidad.

4.2 Elabora un escrito de 2 cuartillas en donde comentes en qué consisten las ideas principales, las aportaciones y
representantes de la Escuela Clásica.

4.3 Elabora un cuadro sinóptico de Adam Smith, haciendo mención de las aportaciones realizadas a la escuela clásica.

4.4 Elabora un cuadro sinóptico de las aportaciones de Malthus y David Ricardo a la escuela clásica.

4.5 Realiza un cuadro comparativo con los conceptos que se manejan a lo largo de toda la lectura.

OBJETIVO PARTICULAR

Analizar las principales aportaciones de la Escuela Clásica a la ciencia económica.

CONTENIDOS

4.1. Esquema analítico general.

4.2. Representantes principales.

4.3. Aportaciones principales.

4.3.1 Teoría del valor

4.3.2 Teoría de la distribución

4.3.3 Teoría de la renta de la tierra

4.3.4 Teoría de la población

4.3.5 Teoría del comercio internacional


EL MUNDO MARAVILLOSO DE ADAM SMITH
¿Qué clase de hombre era este filósofo tan cortés?

«En lo único que soy un hombre distinguido es en mis libros», fueron las palabras con que Adam Smith se definió a sí
mismo, mostrándole orgulloso a un amigo su tan querida biblioteca. Este ensimismado profesor nació en año 1723 en el
pueblo de Kirkcaldy, condado de Fife, en Escocia. Kirkcaldy se enorgullecía de contar con una población de 1.500
habitantes.

Su vocación era, sin duda alguna la enseñanza; a los diecisiete años se marchó a Oxford con una beca, haciendo el
viaje a caballo, y allí permaneció seis años. Pero no era entonces Oxford una ciudad del saber, como lo ha sido luego con
el transcurso del tiempo. Hacía ya mucho que la mayoría de los profesores públicos habían renunciado incluso a
mantener la ficción de que enseñaban. Un extranjero que viajó por Inglaterra en esa época nos relata un debate público
que se celebró en Oxford el año 1788 y que lo dejó atónito. Los cuatro estudiantes que debían tomar parte en tal debate
se pasaron el tiempo en el más absoluto silencio, absorto cada cual en la lectura de una novela que por aquél entonces
era muy popular. Como allí el enseñar era la excepción y no la regla, Adam Smith pasó los años de su estancia en Oxford
sin maestro y sin lecciones, entregado a las lecturas que mejor le parecían. Más aún: estuvo a punto de ser expulsado de
la Universidad por habérsele encontrado en sus habitaciones un ejemplar del libro de David Hume titulado A treatise
Human Nature..., pues las obras de Hume no eran lectura apropiada ni siquiera para un aspirante a filósofo.

En el año 1759 publicó un libro que causó sensación inmediata. Se titulaba The Theory of Moral Sentiments, que, como
una catapulta, lanzó el nombre de Adam Smith a la primera fila de los filósofos ingleses. The Theory era un estudio acerca
del origen de la aprobación y la censura moral. ¿Cómo es que el hombre, un ser que se guía por el propio interés, llega a
formar juicios morales en los que su egoísmo se mantiene al margen, o es transmutado a una esfera superior? Smith
sostenía que la respuesta está en que el hombre puede colocarse en la posición de una tercera persona, de un observador
imparcial y, de este modo, juzgar con simpatía las razones morales del caso (prescindiendo de las egoístas).

El libro y los problemas que en el mismo planteaba despertaron un interés inmediato. Das Adam Smith Problem llegó
a ser en Alemania el tema favorito de discusión, y lo que fue más importante aún, desde nuestro punto de vista, es que la
obra resultó del agrado de Charles Townshend, hombre destacado e intrigante.

Es Townshend una de esas personalidades maravillosas en que, al parecer, fue pródigo el siglo XVIII. Hombre de
ingenio y hasta docto, Townshend, según palabras de Horace Walpole, era «un hombre dotado de los mayores talentos, y
habría sido la figura más grande de su época de haber poseído una sinceridad corriente, una firmeza corriente y un
sentido común corriente

Townshend había realizado en el año 1754 una boda brillante y lucrativa casándose con la condesa de Dalkeith, viuda
del duque de Bucclecuch, y un buen día tuvo necesidad de buscar preceptor para el hijo de esta. La educación de los
jóvenes de las clases más elevadas consistía, ante todo, en una gran gira; es decir, una estancia en Europa para adquirir de
ese modo el refinamiento y el brillo tan vivamente elogiados por lord Chesterfield. Pensó Townshend que el doctor Adam
Smith sería un acompañante ideal para el joven duque, y le ofreció trescientas libras anuales de sueldo, más los gastos y
una pensión vitalicia de trescientas libras anuales.

El preceptor y su alteza, el joven duque, salieron rumbo a Francia el año 1764. Siguieron luego por el sur de Francia -
donde Adam Smith conoció y reverenció a Voltaire y rechazó las atenciones de una marquesa enamoradiza -, y desde allí
pasaron a Ginebra y, por último, a París. Para hacer más llevadero el aburrimiento de las provincias empezó Adam Smith a
trabajar en un tratado de economía política, tema sobre el cual había dado lecciones en Glasgow y entablado debate en el
curso de muchas veladas en la Select Society, de Edimburgo, además de haberío discutido en forma larga y tendida con
su amigo David Hume. El libro en cuestión habría de titularse La riqueza de las naciones; pero fue preciso que
transcurrieran todavía doce años antes que estuviese terminado.

En París ya le fue mejor. Aunque seguía hablando pésimamente el francés, pudo ya mantener largas conversaciones
con el más destacado de los filósofos economistas que había entonces en Francia, Monsieur Quesnay. Adam Smith sintió
una gran admiración por Quesnay, a pesar de rechazar la orientación agrícola, que en los fisiócratas constituía un culto
(los seguidores de Quesnay eran, por encima de todo, unos adula- dores). De no haber fallecido Quesnay antes de la
aparición de La riqueza de las naciones, Adam Smith le habría dedicado la obra.

También trató Smith a un norteamericano simpático e inteligente, un cierto Benjamín Franklin, que le proporcionó un
verdadero tesoro de datos acerca de las colonias norteamericanas y del que obtuvo la comprensión profunda del papel
que algún día éstas podrían representar. Se debe, sin duda, a la influencia del trato con Franklin, el que Adam Smith
escribiese más adelante, refiriéndose a las colonias, que éstas constituían una nación «que es muy probable llegue a ser
una de las mayores y de las más formidables del mundo».

La riqueza de las naciones se publicó en el año 1766. Adam Smith fue nombrado dos años más tarde comisario de
Aduanas en Edimburgo, sinecura que le valía seiscientas libras anuales. Adam Smith vivió en paz y tranquilidad su vida de
solterón, en compañía de su madre, que alcanzó a vivir hasta los noventa años; fue, distraído hasta el fin, un hombre
sereno, satisfecho.

Y ¿el libro?

Se ha dicho de éste que es «el producto no sólo de una gran inteligencia, sino también de toda una época». Sin
embargo, no constituye, en el sentido estricto de la palabra, un libro original - Anteriores a Smith hubo una larga lista de
observadores que estudiaron la interpretación del mundo según aquel: Locke, Stewart, Law, Mandeville, Petty, Cantillon,
sin mencionar nuevamente a Quesnay y a Hume. Smith tomó algo de todos ellos; en su obra cita por su nombre a más de
un centenar de autores. Pero, mientras los demás pescaban aquí y allá, Smith lanzó su red en todo su alcance; donde
otros habían enfocado este o el otro problema, Smith iluminó todo el panorama. Quizá La riqueza de las naciones no sea
un libro original, pero es indudablemente una obra maestra.

El libro es pesado en su marcha. Se mueve con toda la ponderación de una inteligencia enciclopédica, pero no con la
precisión de una inteligencia ordenada. Aquella era una época en que los autores no se detenían a esclarecer sus ideas
con demasiados distingos y peros, y eran también unos tiempos en que un hombre de la estatura intelectual de Smith era
capaz de abarcar virtualmente el gran conjunto del saber contemporáneo. Por eso el libro no esquiva nada, no
empequeñece nada, no teme a nada. ¡Qué libro exasperante! Una y otra vez se niega a plasmar en una frase concisa la
conclusión a que ha llegado laboriosamente en cincuenta páginas. El razonamiento está tan lleno de detalles y de
observaciones, que uno se ve de continuo obligado a desconchar lo decorativo para llegar hasta el armazón de acero que
hay debajo de aquél y que mantiene todo unido. Cuando trata de la plata, Adam Smith da un rodeo de setenta y cinco
páginas para escribir una «disgresión» del tema; cuando trata de la religión, divaga todo un capítulo sobre la sociología
de la moral. Pero, a pesar de toda su pesadez, el texto está salpicado de vivas percepciones, de observaciones, de frases
bien talladas, que infunden vida a esta extraordinaria conferencia. Fue Adam Smith quien llamó por vez primera a
Inglaterra, nación de tenderos»; fue Smith quien escribió: El filósofo no es por naturaleza tan diferente en talento y
disposiciones de un mozo de cuerda, como lo es un mastín de un galgo.» Y hablando de la Compañía de las Indias
Orientales, que por aquel entonces estaba saqueando el Oriente, escribió «Gobierno por demás extraño es éste, en el que
todos los miembros de la Administración pública están ansiando salir del país... lo más pronto que pueden, y a los que les
es totalmente indiferente que se lo trague un terremoto en cuanto ellos se marchen, llevándose toda su fortuna.»

La riqueza de las naciones no es, en modo alguno, un libro de texto. Adam Smith escribe para su época, no para los
alumnos de su clase; expone una doctrina que ha de tener importancia para quienes rigen un imperio, no un tratado
abstracto para que sea utilizado en la enseñanza. Los dragones que en él mata (tales como el sistema mercantilista, que
requiere más de doscientas páginas para morir) estaban en su época vivos y palpitantes, aunque un poco fatigados.

Por último, La riqueza de las naciones es un libro revolucionario. Adam Smith, desde luego, habría estado muy lejos de
favorecer un levantamiento que desorganizase las clases nobles y elevase a la cúspide al pueblo pobre. A pesar de lo cual,
el alcance de La riqueza de las naciones es revolucionario. No es Smith, según generalmente se cree, un apologista de la
burguesía emprendedora y prometedora; tendremos ocasión de ver cómo admiraba la obra de ésta, pero recelaba sus
móviles, y también cómo se preocupaba de las necesidades de la gran masa de trabajadores. Pero la finalidad que él
persigue no es abogar por los intereses de una u otra clase. Lo que le preocupa es fomentar la riqueza de toda la nación.
Y para Adam Smith, riqueza son los bienes que todos los elementos de la sociedad consumen; subrayemos el todos,
porque se trata de una filosofía de la riqueza que es democrática, y, por consiguiente, radical. Se acabaron las ideas del
oro, de los tesoros, de los caudales del rey; se acabaron las prerrogativas de los mercaderes, de los granjeros o de los
gremios de trabajadores. Nos encontramos en un mundo moderno, dentro del cual la corriente de los bienes y de los
servicios consumidos por todos constituye el objetivo supremo de la vida económica.

¿Y qué decir de las lecciones del libro?

Dos grandes problemas absorben la atención de Adam Smith. Le interesa, en primer lugar, poner al descubierto el
mecanismo que da consistencia a la sociedad. ¿Cómo es posible que una comunidad en la que cada cual persigue
activamente su propio interés no se desconjunte por el simple efecto de la fuerza centrífuga? ¿Qué es lo que guía a cada
una de las empresas individuales, de manera que todas ellas se acomoden a las necesidades del grupo? No existiendo
una autoridad central que planee, ni la influencia estabilizadora de la tradición de otras épocas, ¿cómo se las arregla la
sociedad para conseguir que se realicen las tareas necesarias a su supervivencia?

Estas preguntas condujeron a Adam Smith a formular las leyes del mercado. Lo que él buscaba era la mano invisible,
pues así la llamaba, «que conduce a los intereses privados y a las pasiones de los hombres hacia lo que es más
conveniente a los intereses de toda la sociedad».

Pero las investigaciones de Adam Smith no se reducirán a las leyes del mercado. Hay otra cuestión que le interesa:
¿hacia dónde va la sociedad? Las leyes del mercado se parecen a las leyes que explican por qué razón se mantiene en
posición recta una peonza que gira; mas queda por contestar otra pregunta: la de si la peonza se moverá a lo largo de la
mesa, por efecto de su propio girar sobre sí misma.

Smith y los grandes economistas que le siguieron no conciben la sociedad como una realización estática de la
humanidad, que de generación en generación seguirá reproduciéndose por sí misma, idéntica y sin posibilidad de
cambio. Ven, por el contrario, a la sociedad como un organismo cuya vida tiene una historia. Descubrir la forma de las
cosas que han de venir, aislar las fuerzas que impelen a la sociedad a lo largo de su camino.... he ahí la gran finalidad de la
ciencia económica.

Pero, hasta después que hayamos seguido a Adam Smith en su tarea de descubrir las leyes del mercado, no
podremos pasar a este problema de mayor amplitud y más fascinador. Porque las mismas leyes del mercado serán una
parte integrante de esas otras leyes más amplias que hacen que la sociedad prospere o decaiga. El mecanismo mediante
el cual el individuo despreocupado se mantiene en línea con todos los demás, ejerce influencias sobre el mecanismo
mediante el cual la propia sociedad cambia a lo largo de los años.

Empezaremos, pues, por echar una ojeada al mecanismo del mercado. No es una materia que excite la imaginación ni
acelere el pulso. Sin embargo, a pesar de su sequedad, nos toca tan de cerca, que merece por ello que la examinemos con
mirada respetuosa. Las leyes del mercado son esenciales para comprender el mundo de Adam Smith; estas mismas leyes
las encontraremos en la base de ese otro mundo tan distinto, el de Carlos Marx, y en la del mundo en que vivimos,
aunque diferente de ambos. Puesto que todos -a sabiendas o sin saberlo- nos encontramos sometidos a su dominio,
conviene que entremos a examinarlas con sumo cuidado.

Las leyes del mercado que fija Adam Smith son fundamentalmente sencillas. Ellas nos enseñan que las consecuencias
de determinada conducta en un determinado marco social serán ciertos resultados perfectamente definidos y previsibles.
Concretamente, nos hacen ver cómo la fuerza del interés individual, dentro de un marco de sujetos que también actúan
por su interés individual, traerá como resultado la competencia; y nos hacen ver, además, de qué manera la competencia
traerá como resultado el que la sociedad se vea provista de los bienes que ésta necesita, en las cantidades que necesita y
a los precios que la misma está dispuesta a pagar. Veamos cómo se produce todo esto.

Se produce, en primer lugar, porque el interés propio actúa como fuerza impulsara que lleva a los hombres hacia
cualquiera clase de trabajo por el que la sociedad está dispuesta a pagar. - No esperamos obtener nuestra comida de la
benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero dice Adam Smith -, sino del cuidado que ellos tienen de su
propio interés. No recurrimos a su humanidad, sino a su egoísmo, y jamás les hablamos de nuestras necesidades, sino de
las ventajas que ellos sacarán.
Pero el egoísmo no ocupa sino la mitad del cuadro. Aquél empuja a los hombres a la acción. Algo hay, sin embargo,
que evita que los individuos, hambrientos de ganancias, exijan a la sociedad un rescate exorbitante; una comunidad
movida exclusivamente por el egoísmo sería una comunidad de implacables logreros. El mecanismo regulador que lo
evita es la competencia, benéfica consecuencia social de los intereses en pugna de todos los miembros de la sociedad.
Todo individuo, lanzado a buscar lo que más le conviene a él, sin preocuparse de lo que ello cueste a la sociedad, se ve
enfrentado con un rebaño de individuos que actúan con móviles semejantes al suyo, y que se encuentran, como él,
navegando en la misma nave. Todos ellos no desean otra cosa que aprovecharse de la avaricia de su vecino, si ésta lo
empuja a sobrepasar un común denominador de conducta que sea aceptable. El hombre que por su egoísmo se deja
llevar a un exceso, se encontrará con que sus competido- res han irrumpido en su dominio para arrebatarle el negocio; si
carga un precio excesivo por sus mercancías, o si se niega a pagar lo que otros pagan a sus obreros, se encontrará sin
compradores, por una parte, y sin trabajadores, por la otra. De modo que - muy por el estilo que ocurre en Tbe Tbeory of
Moral Sentiments - los móviles egoístas de los hombres, transformados por la acción mutua entre ellos mismos, producen
el resultado más inesperado: la armonía social.

Veamos, por ejemplo, el problema de los precios altos. Supongamos que tenemos un centenar de fabricantes de
guantes. El interés propio hará que cada cual trate de elevar el precio de sus productos por encima de lo que exige su
coste de producción, para obtener de ese modo un beneficio extra. Pero no podrá lograrlo, porque si eleva el precio sus
competidores harán acto de presencia y lo desalojarán del mercado, vendiendo por debajo de sus precios. Para poder
imponer un precio indebidamente alto, tendrían que confabularse todos los que fabrican guantes y presentar un frente
unido y firme. Pero para romper esa confabulación bastaría que surgiese otro fabricante independiente emprendedor,
procedente de otro campo, por ejemplo de la fabricación de calzado, dispuesto a trasladar su capital a la fábrica de
guantes, donde podría hacerse con el mercado rebajando el precio de los guantes con relación al exigido por aquéllos.

Mas las leyes del mercado no se limitan a Imponer a las mercancías un precio de competencia. Hacen también que los
productores tengan en cuenta las cantidades que la sociedad pide de los productos que esta precisa. Supongamos que
los consumidores necesitan más guantes de los que se producen, y, en cambio, menos zapatos. Entonces el público se
lanzará a la rebatida en los comercios de guantes y no acudirá a los de calzado. La consecuencia de ello será que los
precios de los guantes tenderán a subir, en vista de que los consumidores compran más de los que hay disponibles, y los
precios del calzado tenderán a bajar, porque el público no acude a las zapaterías. Pero, a medida que suben los precios de
los guantes, subirán también los beneficios en esa industria; y, a medida que el precio del calzado baja, disminuirán
también los beneficios en esa industria; y a medida que el precio del calzado baja, disminuirán también los beneficios de
las fábricas de ese artículo. También en ese caso hará acto de presencia el interés de cada cual y restablecerá el equilibrio.
A medida que las fábricas de calzado reducen su producción irá quedando sin trabajo un cierto número de obreros, y
éstos se pasarán a la industria guantera, en la que el negocio es floreciente. El resultado es bien claro: aumentará la
producción de guantes y disminuirá la de calzado.

Eso es precisamente lo que la sociedad se proponía en primer lugar. Los precios de los guantes irán cayendo de
nuevo hasta colocarse en línea, conforme vayan llegando al mercado mayores remesas con las que hacer frente a la
demanda. Y, como la cantidad de calzado que se produce es menor, no tardará en desaparecer el excedente que antes
había, y los precios subirán hasta alcanzar la normalidad. La sociedad, valiéndose del mecanismo de mercado, habrá
cambiado la distribución de sus elementos de producción para que puedan satisfacer sus deseos. Sin embargo, nadie ha
dictado un decreto, y no ha habido una autoridad planeadora que fijase las cifras de producción. El interés individual y la
competencia, actuando mutuamente, han llevado a cabo la transición.

Y todavía queda una realización más. De la misma manera que el mercado regula tanto los precios como las
cantidades de las mercancías, de acuerdo con el árbitro inapelable, que es la demanda del público, regula también los
ingresos de quienes cooperan en la producción de las mercancías y servicios. Si en un ramo de los negocios se consiguen
beneficios desproporcionadamente grandes, harán irrupción en el mismo otros hombres de negocios, hasta que la
competencia haya rebajado tales excesos. Si en un ramo de la industria se pagan salarios superiores a lo normal, habrá
una irrupción de trabajadores hacia ese trabajo más ventajoso, y acabará produciéndose una situación en la que esa
industria no pagará sino salarios equivalentes a los que pagan otras por la mano de obra de una destreza y
adiestramiento parecidos. E, inversamente, si en un campo de la industria son demasiado bajos los beneficios y los
salarios, se producirá un éxodo de capital y de mano de obra, hasta que se establezca un reajuste entre la oferta y la
demanda.

Todo esto parecerá, quizá, un poco elemental; pero meditemos lo que Adam Smith ha conseguido, con su fuerza
impulsara, del interés individual, y con la competencia como mecanismo regulador. En primer lugar, nos ha explicado de
qué manera se evita que los precios de una mercancía sobrepasen de una manera arbitraria a los costes auténticos de
producción. En segundo lugar, nos ha hecho ver de qué manera la sociedad induce a los productores de mercancías a que
le suministren cuanto ella quiere. En tercer lugar, nos ha mostrado cómo los precios altos son una enfermedad que se
cura por sí misma, porque son causa de que aumente la producción del ramo comercial que los tiene, Y, por último, nos
ha dado una explicación de la similaridad básica de ingresos que existen en cada nivel de los grandes estratos
productores de la nación. En una palabra, ha encontrado en el sistema del mercado un sistema autorregulador que cuida
de que la, sociedad se vea provista de una manera ordenada.

Fijémonos en lo relativo al «autorregulador». La magnífica consecuencia que se saca de ello es que el mercado es su
propio, guardián. Si la producción, los precios o determinadas clases de remuneración, se apartan de los niveles que
socialmente les corresponden, entonces entran en juego fuerzas que los vuelven al redil. Síguese de ello una curiosa
paradoja, el mercado, que constituye el punto culminante de la libertad económica individual, es el más riguroso
distribuidor de tareas que existe, Se puede apelar contra las órdenes de una junta planeadora o conseguir que un ministro
nos dispense de una orden suya; pero no hay apelación ni dispensa para hurtarse a las presiones anónimas del
mecanismo del mercado. Por eso la libertad económica es más ilusoria de lo que a primera vista parece. Cada cual puede
hacer lo que mejor le plazca en el mercado; pero, en el caso de que un sujeto sienta el deseo de ir contra las decisiones
de aquél, el precio de su aventura individual será la ruina económica.

Un hecho destacado llamó la atención de Adam Smith al contemplar la escena británica. Ese hecho era el enorme
aumento de productividad que resultaba de la división minuciosa y de la especialización del trabajo. He aquí lo que vio
Smith, al entrar en una fábrica de alfileres:

«Un hombre desenrolla el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto le saca punta, un quinto lo afina en
la parte superior para recibir la cabeza; la preparación de ésta requiere, por su parte, dos o tres operaciones distintas; el
colocarla viene a ser una tarea especial, como lo es también el blanqueo de los alfileres; incluso el prenderlos en el papel
constituye por sí solo un oficio... Yo he visitado una pequeña fábrica de esta clase que sólo empleaba diez hombres y en
la que, por tanto, algunos llevaban a cabo dos y tres operaciones diferentes. Con todo eso, y aunque eran gente muy
pobre y que) por esa causa, estaba malamente provista de la maquinaria precisa, lograban, cuando ponían empeño,
fabricar, entre todos, alrededor de doce libras de alfileres por día. En cada libra entran más de 4.000 alfileres de tamaño
intermedio. Por consiguiente, aquellas diez personas eran capaces de fabricar más de 48.000 diariamente... Pues bien: si
todos ellos hubiesen laborado separadamente y con independencia.... a buen seguro que no habría fabricado cada uno
veinte alfileres por día, y quizá ni siquiera uno solo ... »

No hará falta alguna destacar que los métodos de producción actuales son infinitamente más complejos que los del
siglo XVIII. Le bastó a Smith ver una minúscula fábrica de diez obreros para impresionarse y escribir un comentario sobre
ella. ¿Qué comentarios no le habría inspirado una fábrica de diez mil obreros? Pero la gran cualidad de la división del
trabajo no es su complejidad, sino más bien el que simplifica la mayor parte de aquél. Sus ventajas radican en la
capacidad para aumentar lo que Smith llama «la opulencia universal, que se extiende hasta las filas más humildes del
pueblo ». Mirada desde nuestro moderno y ventajoso punto de vista, esa opulencia universal del siglo XVIII e nos antoja
una existencia miserable. Pero si contemplamos el problema dándole suficiente perspectiva histórica, si comparamos la
vida del trabajador en la Inglaterra del siglo XVII con la que le precedió en uno o dos siglos, resulta evidente que esa vida,
por muy mísera que fuese, constituía un progreso enorme. Adam Smith lo aclara con gran viveza:

Fijémonos en el bienestar del artesano más vulgar o del peón manual en un país civilizado y próspero, y nos daremos
cuenta de que sobrepasa a todo cálculo el número de personas que consagraron una parte de su actividad, aunque sea
pequeña, para proporcionárselo. La chaqueta de lana, por ejemplo, con que se abriga el peón manual es producto, por
muy tosca y burda que parezca, del trabajo conjunto de una gran multitud de obreros. El pastor, el clasificador de lana, el
peinador o cardador de la misma, el tintorero, el almohazador, el hilandero, el tejedor, el batanero, el adobador y muchos
otros más, necesitan aportar sus distintos oficios para completar la confección de un artículo tan sencillo como éste. ¿Y
cuántos comerciantes y transportistas fue preciso, además, emplear..., y qué cantidad de gentes, del comercio y de la
navegación especialmente; cuántos constructores de barcos, marineros, fabricantes de velas, fabricantes de cuerdas...?

Si fuéramos a examinar de la misma manera las prendas todas de su vestimenta o de su mobiliario, la tosca camisa de
lienzo que llevaba pegada a su piel, los zapatos con que enfunda sus pies, la cama en que descansa..., el hornillo en que
cocina sus alimentos, los carbones de que se sirve para ello, arrancados de las entrañas de la tierra y transportados hasta
su casa salvando, tal vez, largas distancias por tierra y por mar, y todos los demás útiles de su cocina, toda la vajilla de su
mesa, los cuchillos y tenedores, los platos de barro o de peltre en los que se sirven y cortan las cosas de comer, los
distintos operarios que han intervenido en la fabricación de su pan y de su cerveza, y la ventana encristalada que deja
pasar al interior el calor y la luz e impide el paso al viento y a la lluvia, con todos los conocimientos y habilidad manual
que han hecho falta para llevar a cabo ese bello y feliz dispositivo ... ; si examinamos, digo, todas estas cosas....
comprenderemos que ni siquiera la más insignificante persona de un país civilizado podría, sin la ayuda y cooperación de
muchos millares de personas, disponer de lo que necesita, incluso dentro del nivel de comodidades corrientes, nivel que a
nosotros, muy equivocadamente, se nos antoja fácil y sencillo. Desde luego, si las comparamos con el lujo más
extravagante de los grandes, las comodidades de que esa clase de hombre disfruta tienen que parecernos, por fuerza,
extremadamente sencillas y fáciles; sin embargo, bien pudiera resultar cierta la afirmación de que las comodidades de que
está rodeado un príncipe en Europa no siempre sobrepasan a las de un campesino laborioso y frugal, en la misma
proporción que las de este último sobrepasan a las de muchos reyes africanos que son dueños absolutos de las vidas y de
la libertad de 10.000 salvajes desnudos.

¿Qué es lo que empuja a la sociedad hacia esa multiplicación maravillosa de riquezas y de bienes? En parte es el
mecanismo del mercado mismo, porque el mercado apareja las facultades creadoras del hombre, situándolas dentro de
un medio que lo estimula, lo obliga, incluso, a inventar, a innovar, a expansionarse, a correr riesgos. Pero detrás de la
actividad inquieta del mercado existen otras presiones más fundamentales. En realidad, Smith ve leyes de evolución muy
profundas que impulsan al sistema de una espiral ascendente de productividad.

La primera de estas leyes es la ley de acumulación.

Recordemos que Adam Smith vivió en una época en que el nuevo capitalista industrial podía realizar, y realizaba, una
fortuna con sus inversiones. Richard Arkwright, aprendiz de barbero cuando muchacho, murió el año 1792, dejando
bienes por valor de medio millón de libras. Samuel Walker, que puso en marcha una herrería en una vieja tienda de clavos
en Rotherham, dejó en aquel mismo lugar unas fundiciones de acero valuadas en 200.000 libras. Josiah Wedgwood, que
iba y venía por su fábrica de porcelana con su pata de palo, gritando, siempre que observaba alguna negligencia en el
trabajo: - Josiah Wedgwood no pasa por esto -, dejó una fortuna de 240.000 libras y muchas propiedades agrícolas. La
revolución industrial, en sus primeras etapas, proporcionaba una verdadera arrebatiña de riquezas a quien era lo bastante
rápido, lo bastante agudo y lo bastante diestro para navegar a favor de su corriente.

El objetivo de la gran mayoría de los nacientes capitalistas era, ante todo, sobre todo y siempre, acumular ganancias.
En los comienzos del siglo XIX se recaudaron en la ciudad de Manchester 2.500 libras para fundar escuelas dominicales. La
suma total con que contribuyeron a tan noble propósito las hilanderías de algodón que eran las que mayor número de
obreros tenían en el distrito- no pasó de 90 libras. La joven aristocracia industrial tenía otras cosas más útiles en que
invertir su dinero que el contribuir a obras de caridad improductivas: tenía que acumular riqueza, y Adam Smith suscribía
calurosamente ese empeño. ¡Ay del que no acumulaba! Y por 1o que respecta a quien merma su capital «como aquel
que invierte las rentas de alguna fundación piadosa dedicándolas a usos profanos, paga los salarios de la holganza con
fondos que la frugalidad de sus antepasados había, como si dijéramos, consagrado al sostenimiento de la industrias.

Más Adam Smith no defendía la acumulación por el simple hecho de acumular. El era, a fin de cuentas, un filósofo, y
experimentaba el desdén del filósofo hacia la vanidad de las riquezas. Pero Smith veía en la acumulación de capital un
beneficio inmenso para la sociedad. El Capital - si era empleado en maquinaria - proporcionaba aquella maravillosa
división del trabajo que multiplicaba la energía productiva del hombre. Por eso, la acumulación se convierte en otra de las
espadas de doble filo de Adam Smith: es una vez más el afán de lucro personal, que redunda en la prosperidad de la
comunidad. A Smith no le preocupa el problema con que tendrán que enfrentarse los economistas del siglo XX, o sea,
¿sabrán las acumulaciones privadas hallar el camino de vuelta y proporcionar más empleo? Para Adam Smith el mundo es
capaz de un progreso indefinido, y los únicos límites del mercado son los de su alcance geográfico. Acumulad, y el mundo
se beneficiará, dice Smith. Desde luego, en la atmósfera vigorosa de su tiempo no se advertía ningún síntoma de falta de
inclinación para acumular, por parte de aquellos que se hallaban en situación de hacerlo.

Pero - y aquí está la dificultad- la acumulación habría llevado muy pronto a una situación en la que sería imposible
seguir acumulando. Porque acumular equivalía a una mayor cantidad de maquinaria, y una mayor cantidad de maquinaria
equivalía a una demanda mayor de trabajadores. Y esta última conduciría, más pronto o más tarde, a salarios cada vez
mayores, con lo que llegaría un momento en que desaparecerían los beneficios, fuente de toda acumulación. ¿Hay alguna
manera de saltar esta valla?

Puede salvarse mediante la segunda gran ley del sistema: la ley de la población.

Para Adam Smith era cosa posible el «producir- trabajadores, de acuerdo con la demanda de mano de obra, lo mismo
que cualquier otro artículo. Siendo altos los salarios, el número de trabajadores se multiplicaría; si los salarios bajaban, el
número de miembros de la clase obrera disminuiría.

No se trata de una idea tan ingenua como a primera vista parece. En la época de Adam Smith la mortalidad infantil,
entre las clases más bajas de la sociedad, era tan grande que hoy produce estupor. El propio Adam Smith dice. «No es
infrecuente, en las tierras altas de Escocia, el que a una madre que ha tenido veinte hijos sólo le queden dos con vida.- En
muchos lugares de Inglaterra la mitad de los niños fallecían antes de cumplir los cuatro años, y casi en todas partes la
mitad de los niños no sobrevivían a los nueve o diez años. La insuficiente alimentación, las malas condiciones de vida, el
frío y las enfermedades se cobraban un tributo horrendo entre las clases más pobres. Por esa razón, aunque los salarios
más elevados hubiesen afectado muy poco a la cifra de nacimientos, cabía esperar que ejerciesen una gran influencia en
el número de niños que llegarían con vida a la edad de trabajar.

De modo, pues, que el primer efecto de la acumulación sería elevar los salarios de las clases trabajadoras, trayendo de
ese modo un aumento en el número de trabajadores. Y entonces entra en juego el mecanismo del mercado otra vez. De
la misma manera que los precios altos traerán como consecuencia una producción mayor de guantes, y ésta, a su vez,
abaratará sus precios, también los salarios altos proporcionarán un número mayor de obreros, y el aumento en el número
de éstos ejercerá un notable descenso en el nivel de sus salarios. La población, lo mismo que la producción de guantes, es
una enfermedad que se cura a sí misma por lo que a los salarios se refiere.

Esto equivalía a decir que la acumulación podía seguir adelante sin tropiezo. El alza de salarios que aquélla trae como
consecuencia y que amenaza con hacer improductivas las nuevas acumulaciones, se ve corregida por el aumento de la
población. La acumulación conduce a su propio aniquilamiento, pero el remedio llega en el instante preciso. El obstáculo
de los salarios más elevados desaparece, gracias al crecimiento de la población que esos mismos salarios altos han hecho
posible. Hay algo de fascinador en este inmenso proceso automático de agravación y cura, de estímulo y de reacción, en
el que cada uno de los factores parece que va a conducir al sistema a su ruina, siendo así que él mismo va trabajando
astutamente, a fin de crear las condiciones necesarias para su recuperación.

Fijémonos ahora en que Adam Smith ha construido para la sociedad una inmensa cadena sin fin. La sociedad se ve
lanzada en una marcha ascendente, con la misma regularidad e inevitabilidad que una serie de proposiciones
matemáticas enlazadas entre sí. Desde cualquier punto de arranque el mecanismo del mercado procede por tanteos,
primero a igualar los beneficios del trabajo y del capital en todos sus distintos empleos; cuida, luego, de que las
mercancías que tienen demanda sean producidas en cantidades convenientes, y asegura, por último, de que los precios
de esos artículos bajen -constantemente, en virtud de la competencia, hacia sus costes de producción. Pero, aparte de
esto, la sociedad es dinámica. Desde su mismo punto de arranque tendrá lugar una acumulación de riqueza, y esa
acumulación traerá mayores facilidades para la producción y una mayor división del trabajo. Hasta ahí todo va bien. Pero
la acumulación traerá también, como consecuencia, el aumento de los salarios, a medida que los capitalistas busquen
obreros para hacer funcionar las nuevas fábricas. Y conforme suben los salarios, las nuevas acumulaciones se hacen
improductivas. El sistema parece que va a iniciar un descenso. Pero los trabajadores habrán empleado ya sus salarios más
elevados en criar a sus hijos al ser la mortalidad menor. La consecuencia será una abundancia mayor de mano de obra. Al
crecer la población, la competencia que se establecerá entre los obreros volverá a presionar hacia abajo los salarios. Se
reanudará entonces la acumulación y empezará una nueva espiral en el ascenso de la sociedad.

No es un ciclo económico lo que Adam Smith nos describe. Es un proceso a largo plazo, una evolución secular. Y ese
proceso es de una certeza asombrosa. Todo está inexorablemente determinado por el eslabón anterior, a condición de
que nadie trate de perturbar el mecanismo del mercado, Se ha montado una maquinaria inmensa de efectos recíprocos, y
dentro de ella está la sociedad toda únicamente los gustos del público -que son la guía de los productores - y los
verdaderos recursos físicos de la nación quedan fuera de la cadena de causa y efecto.

Téngase presente, además, que lo que se prevé es un estado de cosas en constante mejoramiento. Sin duda alguna la
elevación en la cifra de población trabajadora forzará siempre los salarios hacia abajo, en dirección al nivel de pura
subsistencia. Pero decir en dirección a no es lo mismo que decir hasta; mientras prosiga el proceso acumulativo - y Smith
no ve razón alguna para que se detenga-, la sociedad tendrá una oportunidad virtualmente ilimitada de mejorar sus
condiciones de vida. Smith no quiso dar a entender con ello que este mundo nuestro es el mejor de todos los mundos
posibles. Había leído el Candide, de Voltaire, y él no era un doctor Pangloss. Pero no existía razón para que el mundo no
se moviese hacia el mejoramiento y el progreso. Más aún: era inevitable el progreso, a condición de que dejara al
mecanismo del mercado funcionar por sí mismo, junto con las grandes leyes de la sociedad.

A la larga, mucho más allá del horizonte, podía vislumbrarse exactamente el destino final de la sociedad. Para cuando
se llegase a él ya habría subido considerablemente el nivel «natural- de los salarios..., porque Smith daba por supuesto
que los salarios básicos de subsistencia constituían un fenómeno sociológico y no una feroz realidad animal. También el
terrateniente habría salido beneficiado, porque la población sería numerosa y presionaría sobre lo que, después de todo,
constituye un fondo de tierra fijo y otorgado por Dios. Sólo al capitalista le esperaba un porvenir difícil; como las riquezas
se habrían multiplicado hasta casi más allá de todo cálculo, el capitalista recibiría el salario de la gerencia por él ejercida,
pero toda ganancia se reduciría a eso; vendría a ser una persona que tendría que trabajar de firme, muy bien remunerada
por su trabajo, pero no sería, desde luego, espléndidamente rico. Sería el suyo un extraño paraíso de mucho trabajo,
mucha riqueza auténtica y pocos ocios.

Pero el camino hacia ese punto final de descanso de la sociedad era largo, y mucho lo que aún quedaba por hacer
entre el mundo de Adam Smith y aquel último campamento de llegada, y no valía la pena perder tiempo en detallarlo. La
riqueza de las naciones es un programa de acción y no un plano para la utopía.

Aunque resulte bastante extraño, lo cierto es que el libro no encontró aceptación de Inmediato. Charles James Fox,
que era el hombre más poderoso del Parlamento, lo ridiculizó, y transcurrieron ocho años antes que alguien citase el libro
en los Comunes. Cuando llegó la hora de reconocer sus méritos, ese reconocimiento advino de donde menos se
esperaba. Los incipientes capitalistas -y no perdamos de vista que esta clase ruda y advenediza de trepadores no se sentía
embarazada por las ideas del siglo XX sobre la igualdad y justicia económica- descubrieron en el libro de Smith la
justificación teórica perfecta de su oposición a la legislación sobre fábricas. El hecho de que Smith había escrito sobre «la
rapacidad ruin, el espíritu monopolista de los mercaderes y de los fabricantes», y que había dicho también que « ni unos
ni otros son, ni deben ser, los que gobiernen al género humano», se dio por ignorado enteramente, para propiciar la gran
tesis que Smith había sacado de sus investigaciones: dejad solo al mercado.

Lo que Smith había querido decir con ello era una cosa, y lo que sus proponentes le hacían decir era otra. Cual ya
hemos explicado, Smith no era el abogado de ninguna clase social, sino un esclavo de su sistema. Todo su sistema
económico brotaba de su fe indudable en la capacidad del mercado para conducir al sistema hasta el punto de su mayor
rendimiento. El mercado - esa maravillosa máquina social- cuidaría de las necesidades de la sociedad, a condición de que
se le dejase solo, en paz, para que las leyes de la evolución pudieran conducir a la sociedad hacia su recompensa
prometida. Smith no estaba ni en contra del trabajo ni en contra del capital; si alguna preferencia tenía, era en favor del
consumidor. - El consumo constituye la finalidad y el designio únicos de toda la producción -, escribió, y luego pasó a
censurar los sistemas que colocaban el interés del productor por encima del interés del público consumidor.

Pero los flamantes industriales descubrieron, en el panegírico del mercado libre y sin trabas hecho por Smith, la
justificación teórica que ellos necesitaban para cerrar el paso a las primeras tentativas que proponía el gobierno para
remediar las escandalosas condiciones de los tiempos. Porque la teoría de Smith lleva, indudablemente, a una doctrina de
laissez faire.

Para Adam Smith cuanto menos intervenga el gobierno tanto mejor: los gobiernos son derrochadores, irresponsables
e improductivos. Sin embargo, Adam Smith no es necesariamente opuesto -como sus admiradores póstumos se
empeñaron, en que fuese- a toda acción del gobierno que tenga como finalidad promover el bienestar general. Previene,
por ejemplo, contra los efectos embrutecedores de la producción en masa, que arrebata a los hombres sus facultades
creadoras naturales, así como profetiza una decadencia en las fuertes virtudes del trabajador, «a menos que el gobierno
tome algunas medidas para impedirlo ». De igual manera se manifiesta partidario de la instrucción pública para elevar a
los ciudadanos por encima del nivel de simples dientes de engrane de una inmensa máquina.

Lo que Smith combate es el entremetimiento del gobierno en el mecanismo del mercado. Se opone a las restricciones
a la importación y a las primas a la exportación; a las leyes del gobierno destinadas a proteger a la industria contra la
competencia, y a que el gobierno realice gastos improductivos. Obsérvese que estas actividades del gobierno tienen
siempre muy en cuenta el interés de la clase mercantil. Smith no se encaró nunca con el problema -que tantas angustias
intelectuales habían de ocasionar a las generaciones futuras- de si el gobierno fortalece o debilita el mecanismo del
mercado, cuando dicta leyes de bienestar social. En los tiempos de Smith apenas si había legislación de esa clase, excepto
el socorro a los pobres...; el gobierno era impúdico aliado de las clases gobernantes, y el gran forcejeo dentro del mismo
gobierno estribaba en si habrían de ser los terratenientes o los industriales los que obtuviesen mayores beneficios. La
cuestión de si la clase trabajadora debería tener voz en la dirección de los asuntos económicos no cabía en la cabeza de
ninguna persona respetable,

El gran enemigo del sistema de Adam Smith no era tanto el gobierno en sí como el monopolio, en cualquier forma
que éste adoptase. Dice Adam Smith: «Raras veces se reúnen personas que pertenecen a la misma rama industrial, sin que
sus conversaciones desemboquen en una confabulación contra el público, o en alguna medida para elevar los precios. »
La perturbación que tales manejos acarrean no radica en que sean moralmente censurables en sí mismos -en realidad,
son únicamente la consecuencia inevitable del egoísmo humano-, sino en que dificultan el funcionamiento fluido del
mercado. Indudablemente, Smith está en lo cierto. Si se confía en que el funciona- miento del mercado ha de producir la
mayor cantidad posible de mercancías a los precios más bajos, todo aquello que se entremeta en el funcionamiento del
mercado redundará forzosamente en una baja del bienestar social. Si, cual ocurría en tiempos de Smith, ningún maestro
sombrerero de Inglaterra podía tener a su servicio más de dos aprendices, o ningún maestro cuchillero de Sheffield podía
tener más de uno, resultaba imposible que el sistema de mercado produjese su plena capacidad de beneficios. Si,
conforme sucedía en tiempos de Smith, los pobres se vieran obligados a residir en sus propios ayuntamientos o
parroquias, y se les impidiese buscar trabajo en los lugares donde éste podía encontrarse, el mercado se vería
imposibilitado de atraer la mano de obra hacia el lugar en que ésta era necesaria. Si, como ocurría en tiempos de Smith,
se otorgasen a grandes compañías los monopolios del comercio exterior, sería imposible que llegasen al público los
beneficios totales de los artículos extranjeros más baratos.

Por esa razón, afirmaba Smith, deben desaparecer todos esos impedimentos; es preciso dejar al mercado en libertad
de encontrar sus propios niveles naturales de precios, salarios, beneficios y producción; todo cuanto interfiera esa marcha
del mercado lo hará únicamente a expensas de la riqueza auténtica de la nación. Ahora bien: como todos los actos del
gobierno incluso leyes como la que obligaba al enjalbegado de las fábricas o la que impedía que los niños fuesen atados
a las máquinas- podían ser interpretados como estorbos a la libre actividad del mercado, La riqueza de las naciones fue
ampliamente citada para oponerse a la primera legislación humanitaria. Así resultó que, por una extraña injusticia, vino a
ser considerado como el santo protector económico de los ávidos industrialistas del siglo XVIII, el hombre que puso en
guardia a sus lectores afirmando que aquéllos «tienen por regla general interés en engañar, e, incluso, en oprimir al
público». Igualmente hoy – con una alegre despreocupación por la auténtica filosofía de Smith – se considera a éste como
un economista conservador, cuando en realidad era más declaradamente hostil a los móviles de los hombres de negocios
que la mayoría de los economistas del New Deal.

Todo el mundo maravilloso de Adam Smith es, en cierto sentido, un testimonio de la creencia del Siglo XVIII en el
triunfo inevitable de la razón y del orden sobre la arbitrariedad y el caos. No os esforcéis por hacer el bien, viene a decir
Smith. Dejad que ese bien surja como consecuencia o producto del egoísmo. ¡Cuán propio de nuestro filósofo era poner
toda esa fe en una inmensa maquinaria social y racionalizar los instintos egoístas, convirtiéndolos en virtudes sociales!
Smith no se queda nunca a mitad de camino en su confianza en las repercusiones de sus creencias filosóficas. Insiste en
que los jueces deberían ser pagados por los litigantes, más bien que por el Estado, porque de esa manera su propio
interés los llevaría a despachar expeditamente los pleitos que se le sometan. Adam Smith ve muy escaso porvenir para las
organizaciones de negocios que entonces empezaban a surgir con el nombre de corporaciones o sociedades anónimas,
porque le parece muy poco probable que unos organismos impersonales sean capaces de aportar el interés propio
necesario en las empresas complicadas y difíciles. Adam Smith defiende las más grandes causas humanitarias, tales como
la abolición de la esclavitud, sin salirse de su propio terreno, y viene a decirnos que es preferible abolir la esclavitud, ya
que, en fin de cuentas, esta medida resultará más barata.

La totalidad del complejo mundo irracional queda reducida a una especie de esquema racional en el que las
partículas humanas se encuentran finamente magnetizadas dentro de una polaridad simple hacia el beneficio y alejadas
de otra perdida. El gran sistema no funciona por el hecho de que el hombre puede hacer es ayudar a que este
magnetismo social natural funcione; es decir, apartar a un lado todos los obstáculos que surgen entre el libre
funcionamiento de ésta física social y las equivocadas tentativas suyas de escapar a la servidumbre del mecanismo del
mercado.

A pesar de su saborcillo a siglo XVIII, de su fe en la razón, en el derecho natural y en la cadena mecánica de las
acciones y reacciones humanas, el mundo de Adam Smith no está desprovisto de sus más cordiales valores. No se olvide
que el gran benefactor del sistema era el consumidor, no el productor. Por primera vez en la filosofía de la vida cotidiana,
el consumidor es quien manda.]

EL MUNDO SOMBRÍO DEL CLÉRIGO


MALTHUS Y DE DAVID RICARDO
Además del problema omnipresente de la pobreza, Inglaterra anduvo preocupada, durante la mayor parte del siglo
XVIII, con la fastidiosa cuestión de saber cuál era la población exacta del país. El problema era inquietante debido a que
los enemigos naturales de Inglaterra, en el continente europeo, se multiplicaban de tal forma que los ingleses debieron
sentirse amenazados por una verdadera plaga, en tanto que Inglaterra, dotada de recursos inferiores, se hallaba
convencida de que su propia población iba disminuyendo.

La verdad es que nadie en Inglaterra sabía con exactitud el número de habitantes con que contaba; pero, a la manera
de los hipocondríacos, prefería atormentarse imaginándose un vacío total. Sólo el año 1801 llegó a realizarse el primer
censo oficial, que los ingleses calificaron de «subversión total de los últimos restos de la libertad en Inglaterra». Por esa
razón, lo que antes de tal fecha se sabía acerca del estado de sus recursos humanos era obra de los esfuerzos de ciertos
estadísticos aficionados: cual el doctor Price, clérigo disidente; Houghton, boticario y comerciante de café y té, y Gregory
King, un cartógrafo.

King rebuscó en los registros del impuesto familiar y de los libros bautismales y calculó que en el año 1696 el número
de almas en las Islas Británicas oscilaba entre cinco y cinco millones y medio, cifra que hoy nos parece debió de ser de
una exactitud extraordinaria. Pero a King no le preocupaba única- mente la situación de las cosas en su época, y, mirando
al porvenir, escribió: «Según toda probabilidad, Inglaterra tardará en duplicar su población unos seiscientos años; es decir,
que será el doble de lo que es hoy hacia el año 2300... Según toda probabilidad, esa nueva cifra volverá a duplicarse en
menos de mil doscientos o mil trescientos años; es decir, hasta los años 3500-3600. Para ese entonces el reino tendrá
veintidós millones de habitantes... en el caso de que el mundo dure hasta esa época-, agregaba con circunspección el
cartógrafo.

El cálculo de King, que suponía un incremento muy pausado de la población, había sido sustituido en tiempos de
Adam Smith por otro punto de vista muy diferente. El doctor Richard Price, comparando los registros de los impuestos
familiares del siglo XVIIIcon los de épocas anteriores, demostró de manera concluyente que la población de Inglaterra
había sufrido desde los tiempos de la Restauración un descenso superior al treinta por ciento. La validez de semejante
cálculo era dudosa a todas luces, y otros investigadores negaron enfáticamente tales afirmaciones; sin embargo, la
creencia del doctor Price fue, en general, aceptada como realidad; una realidad muy desagradable, si se tenían en cuenta
las exigencias políticas de aquellos tiempos. El, teólogo reformista William Paley se lamentaba de que «el descenso de la
población es la mayor catástrofe que le puede ocurrir a un Estado, y el aumento de la misma debe fomentarse con
preferencia a cualquier otra finalidad política». No era Paley el único en sustentar esa creencia; Pitt, el joven, que era
primer ministro, llegó incluso a presentar un proyecto de ley de socorro a los pobres, destinado exclusivamente a
fomentar el crecimiento de la población. Según ese proyecto, se otorgarían primas generosas a los padres por cada hijo
que tuviesen, porque para Pitt resultaba evidente que quien tenía hijos «enriquecía a su país», incluso si sus retoños
resultaban, en fin de cuentas, pobres de solemnidad.

Desde un punto de vista retrospectivo, lo que resulta notable para una mentalidad moderna, por lo que se refiere al
problema de la población, no es si Inglaterra corría o no el peligro de desaparecer como nación; lo que sorprende es lo
bien que se adaptaba cualquier planteamiento del problema a una filosofía que se fundaba en la ley natural, en la razón y
en el progreso. ¿Disminuía la población? Pues entonces era preciso estimular su incremento, y ese incremento caería bajo
los augustos auspicios de las leyes que Adam Smith había demostrado que constituían los principios rectores de una
economía libre de mercado. ¿Estaba creciendo la población? Tanto mejor, ya que todos concordaban en que el aumento
de población constituía una fuente nacional de riqueza. Lo mismo si uno cortaba el pastel por un lado que por otro, la
consecuencia conducía a un pronóstico optimista para la sociedad; o si lo planteamos de otro modo, en el problema de la
población, tal como entonces se entendía éste, no había nada que pudiera quebrantar la fe de los hombres en el porvenir.

Quizá no llegó nadie a resumir esta visión optimista de una manera tan ingenua y tan completa como William
Godwin. Este clérigo y libelista contempló el mundo vulgar que lo rodeaba y retrocedió decepcionado; pero miró hacia el
mundo del porvenir y lo que vio le pareció bueno. El año 1793 publicó Political justice, un libro que hacía tiras del
presente, pero que prometía un mundo futuro lejano en el que -ya no habría sólo un puñado de ricos y una multitud de
pobres... Entonces no habrá guerras, ni crímenes, ni eso que se llama administración de justicia; ni habrá gobiernos.
Además de esto, no se conocerá la enfermedad, ni la angustia, ni la tristeza, ni el resentimiento ». ¡Qué cuadro
maravilloso! Desde luego, era un cuadro altamente subversivo, puesto que la utopía de Godwin exigía una igualdad
completa y el comunismo anárquico más absoluto. ¡Hasta el contrato matrimonial de bienes quedaría abolido! No
obstante, como quiera que el precio del libro era muy elevado -se vendía a tres guineas-, el Consejo Privado resolvió no
procesar al autor, y la discusión de las arriesgadas ideas del señor Godwin llegó a constituir el tema de moda en los
salones de la aristocracia.

Uno de los lugares donde se discutió el libro de Godwin fue en Albury House, una casa situada no lejos de Guildford;
allí vivía un extraño anciano del que, con ocasión de su muerte, el año 1800, dijo el Gentleman’s Magazine que era «un
carácter excéntrico en el sentido más estricto de la palabra». Ese hombre excéntrico era Daniel Malthus, amigo de David
Hume y fervoroso admirador de Rousseau, con quien había hecho pequeñas excursiones campestres estudiando la
botánica, y del que había recibido como regalo un herbario y una colección de libros, en uno de aquellos repetidos
impulsos de desprendimiento que sufría el filósofo francés. Daniel Malthus, al igual que otros muchos caballeros de su
tiempo de buena posición y amigos de realizar investigaciones, disfrutaba, sobre todo, con las conversaciones
estimulantes sobre temas intelectuales, y el compañero y adversario en esos escarecos suyos era, de ordinario, su
inteligente hijo el reverendo Thomas Robert Malthus.

El paraíso de Godwin vino a ser, con toda naturalidad, tema de discusión, muy especialmente si se considera que
Malthus, padre, como discípulo excéntrico de Rousseau, sentía una acusada simpatía por la utopía de la pura razón. Sin
embargo, el joven Malthus no era tan fácil de satisfacer como su padre, De hecho, a medida que se adentraba en el tema,
empezó a ver un obstáculo insuperable entre la sociedad humana tal cual era entonces y aquel país imaginario y
encantador, de paz y de abundancia inagotables. Queriendo convencer a su padre, escribió extensamente las objeciones
que se le ocurrían; y tal impresión causó en Daniel Malthus las ideas de su hijo, que llegó a la conclusión de que era
preciso imprimir aquella tesis y presentarla a la consideración del público.

Así se hizo. El año 1798 apareció en escena un libro anónimo de cincuenta mil palabras, que se titulaba Ensayo sobre
el principio de la población en lo que afecta a la mejora futura de la sociedad, con el cual todas las risueñas esperanzas de
un mundo armonioso quedaron destrozadas de un solo golpe. El joven Malthus, en unas pocas páginas, hacía caer de las
nubes a los complacientes intelectuales de su época, y en lugar del progreso les metía por los ojos un panorama
desolador, áspero y escalofriante.

Lo que el ensayo sobre la población afirmaba era que en la Naturaleza existe la tendencia a que la población deje
atrás a todos los medios posibles de subsistencia. La sociedad, lejos de ir alcanzando un nivel siempre más elevado, se
veía apresada en una trampa fatal, porque el instinto de reproducción humano impulsaba irremediablemente a la
Humanidad hacia el borde del precipicio de su existencia. El género humano no sólo avanzaba camino de una utopía, sino
que se halla condenado eternamente a perder la batalla librada entre las bocas hambrientas, siempre más numerosas, y
las reservas, eternamente insuficientes, de alimentos de la Naturaleza, a pesar de todo el afán con que fuese registrada
esa despensa natural.

No hay que admirarse de que Carlyle, después de haber leído a Malthus, llamase a la Economía «ciencia lúgubre-, y
de que el pobre Godwin se quejara de que Malthus había convertido en reaccionarios a centenares de amigos del
progreso.

Con un solo golpe demoledor, Malthus había reducido a la nada las rosadas esperanzas de una época que se ufanaba
de sí misma y que sustentaba una consoladora idea de progreso. Y por si no bastara con ese golpe, un pensador, de clase
completamente distinta, preparaba, también al mismo tiempo, el tiro de gracia a otra de las adormecedoras suposiciones
de finales del siglo XVIII y principios del XIX. David Ricardo, corredor de bolsa que había obtenido éxitos asombrosos,
estaba a punto de esbozar una teoría económica que, si bien menos espectacular que el desbordamiento de humanidad
previsto por Malthus, iba a resultar, sin alharacas, tan destructora como aquélla para las agradables previsiones de la era
de Adam Smith.

Lo que Ricardo preveía era el fin de una teoría de la sociedad, según la cual todos los hombres iban ascendiendo
juntos por la escalera mecánica del progreso imaginada por Adam Smith. Ricardo, por el contrario, veía que esa escalera
ascendente producía efectos distintos en las diferentes clases sociales; que unas ascendían triunfalmente hasta la cima, en
tanto que otras subían sólo unos cuantos escalones para luego ser lanzadas de un puntapié hasta el peldaño más bajo. Y
aún peor que eso: es que quienes mantenían en acción la escalera no eran los que ascendían aprovechando el
movimiento de ésta, sino que, por el contrario, los que se beneficiaban totalmente de la subida no hacían nada para
merecer semejante recompensa. Llevando la metáfora todavía más lejos, quien se hubiese fijado cuidadosamente en los
que subían hasta la cima habría advertido que tampoco allí iba todo bien, pues entre ellos se desarrollaba una lucha
furiosa y constante para asegurarse un lugar en la escalera.

Para Adam Smith la sociedad constituía una gran familia; para Ricardo no era sino una pugna feroz por la supremacía.
No había por qué maravillarse de que Ricardo viese la sociedad de ese modo. En el transcurso de los cuarenta años que
mediaban desde la publicación de La riqueza de las naciones, Inglaterra se había dividido en dos campos enemigos, a
saber: el de los nuevos industriales, muy atareados en sus fábricas y en luchar por conseguir representación parlamentaria
y prestigio social, y la aristocracia de grandes terratenientes, rica, poderosa y exclusivista, que miraba con envidia los
avances de estos cínicos nuevos ricos.

Lo que sacaba de sus casillas a los terratenientes no era que, los capitalistas amontonasen dinero, sino su censurable y
continua insistencia en que los precios de los alimentos eran demasiado elevados. Lo que había ocurrido en el espacio de
tiempo transcurrido desde Adam Smith era que Inglaterra, antaño nación exportadora de cereales, se veía obligada ahora
a comprar alimentos en el extranjero. A pesar de las murmuraciones del doctor Price, afirmando que la población de
Inglaterra iba disminuyendo con rapidez, el crecimiento auténtico de la misma dio lugar a que la demanda de cereales
superase a la oferta y a que se hubiese cuadruplicado el precio del trigo. Al subir los precios, subían también los
beneficios; por ejemplo, en una explotación agrícola de East Lothian, en Escocia, la renta y los beneficios equivalían al 56
por 100 del capital invertido; en otra granja de trescientos acres, de la que era propietario un tal míster Birkhead -
explotación muy representativa de tipo medio-, los beneficios que en el año 1790 fueron de 88 libras esterlinas, subieron
a 121 libras el año 1803, y a 160 libras diez años más tarde. En la misma proporción subieron los beneficios de las grandes
fincas de miles de acres.
Al ver que el precio de los cereales subía vertiginosamente, algunos comerciantes emprendedores comenzaron a
comprar trigo y maíz en el extranjero para importarlo en el país. Como es natural, esto no agradó, en modo alguno, al
terrateniente. Las explotaciones agrícolas no constituían para la aristocracia un simple medio de vida; eran un negocio, un
gran negocio, Por ejemplo, en el año 1799, sir Joshua Banks necesitaba en su finca de Reevesby, en Licolnshire, dos
habitaciones para oficinas, y procedió a separarlas con un muro incombustible y una puerta de hierro, mostrándose
orgulloso de que le fueran precisos ciento cincuenta y seis cajones para clasificar los documentos relacionados con
aquella explotación agrícola. Este terrateniente vivía en sus tierras y sentía amor por ellas; se entrevistaba todos los días
con sus arrendatarios, y se hacía miembro de sociedades en las que se discutían temas tales como la rotación de los
cultivos y la eficacia de las distintas marcas de abonos; pero nunca perdía de vista que sus ingresos dependían del precio
a que vendiese sus cosechas.

Por estas razones, los terratenientes no miraban con buenos ojos aquella entrada de cereales baratos, procedentes
del otro lado del mar; mas, por suerte para ellos, tenían muy a mano el arma para combatir esa lamentable tendencia.
Como los terratenientes dominaban en el Parlamento les bastó con dictar, en beneficio propio, un sistema férreo
proteccionista. Votaron las leyes de los cereales, que gravaban con derechos movibles la importación de granos; cuanto
más bajaba el precio del cerca del país, más iba subiendo el impuesto de aduanas al extranjero. En realidad, lo que se hizo
fue establecer un tope para impedir que se vendiesen en el mercado inglés cereales baratos.

No obstante, el año 1813 la situación se había hecho insostenible e imposible de dominar. Las malas cosechas y la
guerra con Napoleón contribuyeron a que los cereales se vendieran a precios prohibitivos. El trigo se vendió a 118
chelines el quarter, es decir, a unos 14 chelines el bushel. Así, pues, el bushel de trigo se vendía a un precio que era casi el
doble del salario que ganaba un obrero en toda la semana. Para dar perspectiva a este dato podemos compararlo con el
precio más alto que alcanzó jamás el trigo norteamericano, es decir, 3,50 dólares el bushel cosa que ocurrió el año 1920,
cuando el salario medio semanal era de 26 dólares.

Evidentemente, el precio de los cereales era fantástico, y fue para el país cuestión de enorme importancia la manera
de remediarlo. El Parlamento estudió con sumo cuidado la situación... y no se le ocurrió solución mejor que proponer que
se elevasen todavía más los impuestos de aduanas del cereal extranjero, alegando que cuanto más elevados fuesen los
precios por el momento, mayor estímulo se daba con ello para que a la larga la producción inglesa de trigo se
acrecentase.

Semejante razonamiento era demasiado burdo para que los industriales se lo tragasen. Al contrario de lo que los
terratenientes buscaban, la aspiración de los capitalistas era conseguir cereal barato, ya que el precio de los alimentos
influía en gran medida en el tipo de salarlos que tenían que pagar. Y no es que los industriales lucharan por abaratar los
alimentos movidos por razones humanitarias. Un gran banquero de Londres, Alexander Baring, declaró en el Parlamento:
« ... El trabajador no se interesa por este problema; lo mismo que el precio del quarter de trigo sea de 84 chelines que de
105 chelines, el trabajador obtendrá el pan seco en el primer caso, y pan seco, también, en el segundo.» Lo que Baring
quería decir era que, fuese cual fuese el precio del cereal, el trabajador se haría pagar un jornal suficiente para comprar su
pan, y nada más. Pero desde el punto de vista de quienes tenían que pagar los salarlos y conseguir además un beneficio,
era muy grande la diferencia que había entre que el cereal -es decir, los salarios - fuese caro o barato.

Los intereses industriales se organizaron y el Parlamento se vio inundado por una cantidad de peticiones superior a
todo cuanto se había visto hasta entonces. Ante esa reacción del país, resultaba evidentemente ineficaz empeñarse en
aprobar las nuevas leyes sobre cereales, con tarifas más altas, y se imponía el deliberar de nuevo sobre el problema. Tanto
los Comunes como los Lores nombraron nuevos comités, y de esta manera se soslayó temporalmente la cuestión. Por
fortuna, se produjo al año siguiente la derrota de Napoleón y los precios de los cereales descendieron, aproximándose a
niveles más normales. Pero el poder político de la clase de los terratenientes quedó palpablemente demostrado con el
solo hecho de que se necesitaron treinta años para lograr que las leyes sobre cereales fuesen abolidas y se permitiese la
entrada libre de cereales baratos en Gran Bretaña.

No resulta difícil comprender el por qué David Ricardo, que escribía en medio de aquel período de crisis, veía la
Economía bajo una luz distinta y mucho más pesimista que Adam Smith. Éste había contemplado el mundo y lo había
visto como un gran concierto y ordenación; Ricardo, en cambio, lo vio como un conflicto enconado. El autor de La riqueza
de las naciones descubrió toda clase de razones para creer que los beneficios de la bondadosa Providencia alcanzaban a
todos; el penetrante corredor de bolsa, que escribió cosa de medio siglo después de Smith, vio que la sociedad no
solamente se hallaba dividida en grupos que se hacían entre sí la guerra, sino que además parecía un hecho inevitable el
que el grupo que tenía derecho a ganar aquella pugna, el de los duros trabajadores industriales, era el que la perdería.
Ricardo creyó que la única clase social que se beneficiaría con el progreso de la sociedad era la de los terratenientes.... a
menos de que pudiera arrebatársela el dominio que mantenía sobre el precio de los cereales.

El año 1815 escribió. «El interés de los terratenientes es siempre contrario al de todas las demás clases sociales de la
comunidad.» Con esa afirmación tan tajante reconocía la existencia de una lucha social no declarada. Y con la declaración
abierta de las hostilidades desapareció la última esperanza de que aquel mundo económico pudiera ser el mejor de todos
los mundos posibles. De modo, pues, que, según todas las apariencias, si la sociedad no se ahogaba en la ciénaga
malthusiana del exceso de población, acabaría desgarrándose a sí misma en la lucha por conseguir un puesto en la
escalera mecánica y traicionera de David Ricardo.

Es preciso que examinemos más de cerca las ideas profundamente conturbadoras de aquel sombrío clérigo y de
aquel escéptico corredor de bolsa; pero antes examinaremos las particularidades de ambos personajes.

Difícil sería imaginarse dos hombres más opuestos entre sí, por lo que respecta al medio ambiente en que vivieron y a
sus actividades, que Thomas Robert Malthus y David Ricardo. Sabemos ya que Malthus era hijo de un excéntrico miembro
de la capa superior de la clase media inglesa; Ricardo era hijo de un mercader y banquero judío, que había emigrado a
Inglaterra desde Holanda. Malthus fue cuidadosamente preparado por profesores para Ingresar en la Universidad, bajo la
dirección de un padre de espíritu filosófico (uno de aquellos profesores fue a parar a la cárcel por haber expresado el
deseo de que los revolucionarios franceses invadiesen y conquistasen Inglaterra); Ricardo empezó a trabajar para su padre
a la edad de catorce años. Malthus dedicó su vida a investigaciones académicas, y fue el primer economista profesional,
porque dio lecciones en el colegio fundado en Haileybury por la Compañía de las Indias Orientales para adiestrar a sus
funcionarios jóvenes; Ricardo se estableció como negociante por su propia cuenta, a la edad de veintidós años. Malthus
no fue nunca hombre acomodado; Ricardo, en cambio -a pesar de haber empezado con un capital de sólo ochocientas
libras esterlinas-, había logrado la independencia económica a los veintiséis años, y cuando se retiró en 1814, a los
cuarenta y dos, tenía una fortuna que oscilaba entre las quinientas mil libras y un millón seiscientas mil, según diversos
cálculos.

Sin embargo, por un fenómeno extraño, era a Malthus, el académico, a quien interesaban los hechos del mundo real,
y era Ricardo, hombre de negocios, el teórico puro; el negociante se interesaba únicamente por las leyes invisibles, y el
profesor se preocupaba de que esas leyes encajasen en el mundo que tenía ante sus ojos. Como contradicción final,
Malthus, hombre de modestos ingresos, defendía a los ricos terratenientes, y Ricardo, hombre rico y que acabó en
terrateniente, luchaba contra los intereses de esta clase social.

E igual que su origen y educación, su adiestramiento y carrera fueron distintos; lo fue también la acogida que se les
dispensó. Por lo que se refiere al pobre Malthus, según expresión de su biógrafo james Bonar, «fue el hombre más
vilipendiado de su época. Ni siquiera el propio Bonaparte fue considerado enemigo mayor que él de la especie humana.

Malthus era defensor de la viruela, de la esclavitud, del asesinato de niños...; un hombre que combatía el suministro
de comidas de caridad a los pobres, los casamientos en edad temprana, los socorros parroquiales...; un hombre que había
tenido la desvergüenza de casarse después de predicar en contra de los males de tener una familia». Dice Bonar-. «Las
gentes nunca ignoraron a Malthus. Por espacio de treinta años llovieron sobre él las refutaciones.»

Semejante trato tenía por blanco de sus diatribas un hombre que clamaba por «un freno moral- para el mundo.
Malthus, sin embargo, no era ni mojigato (de acuerdo con las normas de su tiempo) ni mucho menos un ogro. Verdad es
que defendió la abolición del socorro a los pobres y se opuso, así mismo, a los proyectos de construcción de casas para
las familias de los trabajadores. Pero todo ello lo hacía mirando sinceramente por lo que él creía ser el interés de las clases
pobres, y en realidad, esta opinión resiste el contraste con la expresada por algunos teóricos sociales contemporáneos,
quienes sugerían dulcemente que a los pobres se les debía dejar morir tranquilamente en las calles.
La posición de Malthus no estaba dictada, pues, por una falta de sentimientos, sino más bien por una lógica
abrumadora. Puesto que, de acuerdo con la teoría de Malthus, la perturbación básica del mundo tenía su fundamento en
la existencia de una población excesiva, todo aquello que tendiese a fomentar «las uniones prematuras» no hacía sino
agravar la suma de los sufrimientos del género humano. Era posible mantener con vida, a fuerza de obras de caridad, a un
hombre para el que « no existía un cubierto vacante en el gran festín de la Naturaleza-, pero teniendo en cuenta que ese
hombre se propagaría, esa clase de caridad no era sino crueldad disfrazada.

Pero no siempre la lógica sirve para ganar popularidad, y quien pone de relieve el desastroso fin de la sociedad no
puede, en modo alguno, esperar ganarse el aprecio de sus conciudadanos. No hubo jamás una doctrina tan denigrada;
Godwin la describió como «demonio negro y horrendo, dispuesto siempre a ahogar las esperanzas de la Humanidad». A
los ojos de ciertos lectores poco complicados no era precisamente la teoría de Malthus el demonio, sino que lo era la
figura misma del reverendo clérigo.

A Ricardo, en cambio, le sonrió la fortuna desde el primer momento. Aunque hebreo de nacimiento, había roto con su
familia y adoptado la religión cuáquera, con el fin de contraer matrimonio con una muchacha de la que se había
enamorado y que pertenecía a dicha secta; pero, a pesar de ser una época en que la tolerancia no constituía, ni mucho
menos, una norma -el padre de Ricardo había negociado en una sección de la Bolsa conocida con el nombre de Paseo de
los judíos-, nuestro economista consiguió crearse una situación social y verse rodeado de respeto general. En los últimos
años de su vida, siendo miembro de la Cámara de los Comunes, fue invitado a hablar por las dos partes que formaban la
misma. Con este motivo dijo: «No tengo esperanza de llegar a dominar la inquietud que me asalta en el momento mismo
que escucho el sonido de mi propia voz.» Un testigo nos dice que la voz de Ricardo era «áspera y chillona», y otro la
califica de «suave y agradables, aunque «extremadamente aguda-; pero cuando Ricardo hablaba, la Cámara lo escuchaba.
Con su estilo expositivo, serio y brillante, que prescindía de toda referencia a los acontecimientos para concentrarse en la
estructura básica de la sociedad «cual si fuese un ser llovido de otro planeta». Ricardo adquirió la fama de haber sido el
hombre que había educado a la Cámara de los Comunes. Incluso su radicalismo -pues era defensor fervoroso de la
libertad de palabra y de reunión, adversario de la corrupción parlamentaria y de la persecución de que se hacía objeto a
los católicos- no era obstáculo a la veneración de que era objeto.

Es dudoso que sus admiradores entendiesen mucho de lo que leían, porque Ricardo es el economista más difícil de
comprender. Pero aunque la redacción fuese difícil y enrevesada, su alcance era evidente: que los intereses de los
capitalistas y de los terratenientes se hallaban irrevocablemente en pugna, y que los intereses de los terratenientes
redundaban en perjuicio de la comunidad. Por esa razón -comprendiéndolo o sin comprenderlo - los industriales hicieron
de él su campeón, y la política económica se transformó en algo tan popular entre ellos, que hasta las señoras que
contrataban profesoras para sus niños averiguaban si éstas eran o no capaces de enseñarles los principios de tal materia.

Ahora bien: mientras Ricardo, el economista, se paseaba como un dios (aunque era personalmente muy modesto y
recatado), Malthus fue relegado a una situación inferior. La gente leía su ensayo sobre la población, admiraba el libro, y a
continuación lo atacaba con insistencia, de forma que la misma pasión de los ataques venía a constituir un testimonio
inquietante de la fuerza de la tesis malthusiana. En tanto que las ideas de Ricardo eran discutidas con avidez, las
aportaciones de Malthus a la Economía -aparte de su ensayo sobre la población- eran consideradas con una especie de
condescendiente tolerancia, o bien se ignoraban. Malthus tenía la sensación de que no todo marchaba bien en el mundo,
pero era totalmente incapaz de presentar sus argumentos en una forma lógica y clara; en su herejía llegó incluso a
apuntar la idea de que las depresiones o «atascamientos generales», como él las llamaba, eran capaces de trastornar la
sociedad, idea esta que Ricardo no tuvo ninguna dificultad en demostrar que era completamente absurda. ¡Qué cosa más
exasperante para un lector moderno! Malthus, hombre intuitivo y realista, barruntaba las dificultades, pero sus confusas
exposiciones nada podían contra la brillantez incisiva del corredor de Bolsa, que veía al mundo únicamente como un
gran mecanismo abstracto.

Por esta razón, ambos discutían acerca de todo. Cuando en 1820 Malthus publicó sus Principios de Economía política,
Ricardo se tomó la molestia de señalar los puntos débiles de los razonamientos del reverendo en notas que ocupaban
más de doscientas veinte cuartillas; y Malthus, por su parte, se desvió claramente de su camino en el libro que había
escrito a fin de exponer las falacias que, en opinión firmísima suya, encerraban los puntos de vista de Ricardo.
Pero lo más raro de todo era que Malthus y Ricardo estaban ligados entre sí por la más íntima amistad. Se conocieron
el año 1809, después de haber publicado Ricardo una serie de magistrales cartas dirigidas al periódico Morning Chronicle,
sobre el problema de los precios del oro en barras, y acto continuo aniquiló a cierto míster Bosanquet, que tuvo la osadía
de aventurarse a exponer una opinión contraria. James Mill, primero, y seguidamente Malthus, se hicieron presentar al
autor de las cartas, formándose entre los tres una amistad que duró hasta el fin de sus vidas. Se cruzó entre ellos una
correspondencia constante, y no menos constantes fueron sus mutuas visitas. María Edgeworth, escritora contemporánea,
dejó escrito en un diario encantador: -Salían juntos a la caza de la Verdad y lanzaban gritos de victoria cuando la
encontraban, sin importarles nada quién había sido el primero en dar con ella.»

No todo eran discusiones sobre temas serios, porque los tres eran personajes muy humanos. Fuese para estar a tono
con sus teorías, o por otras razones, Malthus se había casado ya entrado en años, pero era hombre muy aficionado a las
reuniones sociales. Alguien, que lo había conocido personalmente, dijo después de la muerte de Malthus, refiriéndosela la
vida que éste llevaba en el colegio de la Compañía de las Indias Orientales: «Se acabaron en adelante las bromas
disimuladas, los homenajes externos y las rebeldías ocasionales de los muchachos; las travesuras de las muchachas, la
curiosa cortesía del profesor persa... y las cortesías algo anticuadas de las reuniones que se celebraban en verano.»

Los folletistas lo comparaban con Satanás, pero Malthus era hombre de elevada estatura, muy apuesto y de carácter
bondadoso. Sus alumnos lo llamaban «Pop» a espaldas suyas. Tenía un defecto raro que le venía por herencia de un
tatarabuelo suyo: el paladar hendido, lo que hacía difícil comprender sus palabras, sobre todo tratándose de la letra L.
Este defecto y la asociación indisoluble de su nombre con la idea del exceso de la población dieron lugar a que una
persona conocida suya escribiese:

El filósofo Malthus estuvo aquí la semana pasada. Yo preparé para él una agradable reunión de gente soltera.... es un
hombre bondadoso y simpático y muy cortés con todas las damas, siempre que no acusen señales visibles de inminente
fertilidad...

Malthus es un auténtico filósofo moral, y yo aceptaría casi el hablar de la manera confusa que él lo hace, a condición
de pensar y de obrar con su misma sabiduría.

También Ricardo gustaba de organizar fiestas en su propia casa, y sus almuerzos eran famosos. Parece que era muy
aficionado al juego de pantomimas, que entonces se llamaban charadas, y miss Edgeworth cita un ejemplo en su obra
Life and Letters.

Como hombre de negocios estaba dotado de cualidades; la sorprendente rapidez que tenía para los números y
operaciones extraordinarias. Su hermano escribió a este propósito: «No se tiene en gran consideración el talento de
amasar riquezas, y, sin embargo, quizá míster R. no demostró sus extraordinarias cualidades en ningún campo mejor que
en el de los negocios. Su conocimiento completo de todas sus complejidades; la sorprendente rapidez que tenía para los
números y operaciones aritméticas; su capacidad para realizar, al parecer sin esfuerzo, la inmensa cantidad de
transacciones que pasaban por sus manos; su serenidad y claridad de juicio, le permitieron dejar muy atrás a todos los
contemporáneos suyos de la Bolsa.- Su hijo declaró más tarde que el éxito de su padre se debía a su observación de que
la gente en general exageraba la importancia de los acontecimientos. -De tal manera que si, tratando como él trataba en
acciones, había razón para una pequeña subida, él compraba, porque estaba cierto de que le posibilitaría a él un beneficio
fuera de lo razonable; y cuando las acciones estaban en baja, vendía ante el convencimiento de que la alarma y el pánico
originarían un descenso no justificado por las circunstancias.»

Era, en verdad, una situación bien extraña y paradójica esta del corredor de Bolsa teórico y el clérigo práctico...;
extraña, especialmente, porque el teórico se movía a sus anchas en el mundo del dinero, en tanto que el hombre de las
realidades y los números naufragaba en ese mar constantemente.

Durante las guerras napoleónicas, Ricardo fue miembro de un sindicato de aseguradores que compraba valores del
Gobierno en la Tesorería y luego los ofrecía al público de suscriptores generales. Con frecuencia, y para favorecer a
Malthus, anotaba a nombre de éste un pequeño paquete de valores a fin de que el clérigo pudiera obtener así un
modesto beneficio. La víspera de la batalla de Waterloo, Malthus estaba comprometido en el juego al alza de valores,
pero sus nervios no pudieron resistir la tensión, y escribió a Ricardo instándole a que, «salvo que ello no estuviera bien o
fuese inconveniente..., aproveche la primera oportunidad para vender con un pequeño beneficio la parte que usted ha
tenido la bondad de reservarme-. Así lo hizo Ricardo, quien, por su parte, con la firmeza de¡ especulador profesional,
compró una cantidad mayor de valores, hasta situarse en la posición máxima de¡ alcista, Wellington ganó la batalla,
Ricardo realizó beneficios inmensos, y el pobre Malthus no pudo menos de lamentar lo que había hecho. No obstante,
Ricardo escribió al reverendo sin darle importancia: «Ha sido una suerte tan grande, que no espero realizarla mayor
jugando al alza. He ganado una cantidad considerable con el empréstito. Pasemos ahora a hablar un poco de nuestro
antiguo terna», y vuelve a zambullirse, sin más, en una discusión acerca del significado teórico de un alza en el precio de
los artículos.

Aquella discusión interminable prosiguió, unas veces por carta y otras durante sus visitas, hasta el año 1823. Ricardo
se expresaba así en la última carta que escribió a Malthus: «Mi querido Malthus, con esto he terminado. Ambos nos
quedamos en nuestras mismas posiciones después de tanta discusión, cosa que suele ocurrir a los que discuten. Sin
embargo, esas discusiones no han afectado en nada nuestra amistad; aunque usted se declarase de mi misma opinión, no
podría estimarle más de lo que le estimo. . Falleció de repente aquel mismo año, a la edad de cincuenta y uno; Malthus no
murió hasta el año 1834. Y al hablar de David Ricardo dejó dicho: «A nadie quise tanto como a él, si se exceptúan los
miembros de mi familia.»

Aunque Malthus y Ricardo estaban en desacuerdo sobre casi todos los problemas, no lo estuvieron en lo que Malthus
sostenía acerca de la población. En su célebre Ensayo, del año 1798, no sólo aclaró Malthus ese problema, de una vez para
siempre, sino que también derramó mucha luz sobre el de la pobreza terrible y persistente que se dejaba sentir de una
manera constante en el escenario social inglés. Ya otros habían tenido la confusa sensación de que los problemas de la
población y de la pobreza se hallaban relacionados entre sí, y una anécdota popular, aunque apócrifa, de su tiempo,
hablaba de una isla situada frente a las costas de Chile, en la que un tal Juan Fernández había desembarcado una pareja
de cabras, por si más adelante necesitaba carne al recalar allí. Cuando volvió a visitar la isla se encontró con que las cabras
se habían multiplicado fuera de toda conveniencia, y entonces dejó en tierra una pareja de perros, que también se
multiplicaron, y redujeron el número de cabras. «De ese modo -escribía el autor, el Reverendo James Townshend- vino a
restablecerse un nuevo equilibrio. La más débil de ambas especies de animales fue la primera en pagar la deuda de la
Naturaleza, mientras que los miembros de la especie más activa y vigorosa conservaron sus vidas.» y agregaba: «Lo que
regula el número de miembros de la especie humana es la cantidad de alimento.»

Pero si este paradigma reconocía que en la Naturaleza es preciso que exista un equilibrio, no llegaba hasta el punto
de sacar a relucir las desoladoras consecuencias finales que se hallaban implícitas en el problema. Esa tarea le estaba
reservada a Malthus.

Éste empezó su obra con una explicación fascinadora acerca de las simples posibilidades numéricas contenidas en la
idea de doblar. « ... Si una persona se toma la molestia de hacer cálculos – escribía -- verá que si fuese posible conseguir,
sin limitación alguna, los alimentos necesarios para la vida, y si el número de personas se duplicase cada veinticinco años,
la población que para el día de hoy habría podido reproducirse de una sola pareja humana, a partir de la Era Cristiana,
habría bastado no sólo para llenar por completo de habitantes la tierra, a cuatro personas por vara cuadrada, sino incluso
para llenar todos los planetas de nuestro sistema solar en esa misma proporción, y no sólo los de nuestro sistemas solar,
sino todos los planetas que giran alrededor de las estrellas y que son visibles a simple vista, dando por supuesto que cada
una de esas estrellas tenga tantos planetas en su sistema como los que tiene nuestro Sol.»

En este cálculo del asombroso poder multiplicativo de la reproducción, Malthus está completamente en lo cierto. Un
biólogo ha calculado que una pareja de animales que produjese anualmente otras diez parejas, habría tenido, al cabo de
veinte años, una prole de 700.000.000.000.000.000.000; y Havelock Ellis cita un pequeño organismo que, si no encontrase
obstáculos en su división, produciría de un solo ser minúsculo una masa de seres un millón de veces mayor que la del
Sol... en treinta días.

Pero esa clase de ejemplos de la capacidad prolífica de la Naturaleza carece de sentido en sí mismo. La cuestión vital
es ésta: ¿Hasta dónde llega el poder reproductor de un ser humano Malthus partió del supuesto de que el animal
humano tendía a duplicar su número en veinticinco años. Esta afirmación resulta relativamente modesta examinada a la
luz de su tiempo. Se precisaba una familia que constase por término medio de seis personas, dando por supuesto que
dos de ellas morirían antes de alcanzar la edad matrimonial. Encarándose con América, Malthus señaló que la población
de este continente se había, duplicado cada veinticinco años del último siglo y medio, y que en algunas zonas muy
apartadas, donde la vida era más libre y más sana, se duplicaba cada quince años.

Ahora bien. Malthus oponía a estas tendencias multiplicadoras de la raza humana el hecho incontrovertible de que, a
diferencia de la población, las tierras no pueden multiplicarse, y nada influye en la solidez del argumento el que la
población tienda a multiplicarse en veinticinco o en cincuenta años. Pueden extenderse las tierras laborables con mucho
trabajo, pero la proporción de ese progreso es reducida y vacilante; la tierra, a diferencia de la población, no procrea
tierras. Por esta causa, mientras el número de bocas crece en proporción geométrico, la totalidad de la tierra cultivable
sólo crece en proporción aritmética.

Corno es natural, la consecuencia que de esto se deriva es tan inevitable como una proposición lógica: más pronto o
más tarde, el número de habitantes dejará atrás al de la totalidad de alimentos. Malthus escribía en su ensayo: -Si
tomamos el conjunto de la tierra, y suponiendo que la población actual sea de mil millones de habitantes, la especie
humana iría creciendo como los números, 1- 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, y los alimentos crecerían como 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8,
9. En el transcurso de dos siglos la población se encontraría, respecto a los medios de subsistencia, en la proporción de
259 a 9; en tres siglos la proporción sería de 4.096 a 13, y en dos mil años la diferencia sería incalculables

Un panorama tan espantoso del futuro bastaría para desalentar a cualquier hombre, y Malthus escribió: «El panorama
tiene tintes sombríos.» El conturbado clérigo se vio arrastrado a la conclusión de que la divergencia incorregible e
irreconciliable entre las bocas y el alimento sólo podría tener un resultado, a saber: que la mayor parte del género
humano estaría sometida siempre a una clase u otra de miseria. Porque ese vacío enorme, y cada vez mayor
potencialmente, tiene que ser llenado de alguna forma, ya que la población no puede existir, en fin de cuentas, sin
alimento. De ahí que entre los pueblos primitivos existiesen costumbres como la del infanticidio; y de ahí también las
guerras, las enfermedades y, sobre todo, la pobreza.

Y por si no bastara con estas cosas: «El hambre parece ser el último y el más temible recurso de la Naturaleza. La
capacidad de crecimiento de la población supera de tal modo a la capacidad de la tierra para proveernos de alimento...,
que es forzoso que la raza humana se vea sujeta, de una u otra forma, a la muerte prematura. Los vicios de la Humanidad
son otros tantos agentes activos y eficaces de la despoblación... Pero si esos agentes fracasan en esta guerra de
exterminio, avanzan entonces en terrible cortejo las enfermedades periódicas, las epidemias, la peste y toda clase de
plagas, barriendo millares y decenas de millares de vidas humanas. Si a pesar de eso no se logra éxito completo, vienen a
retaguardia las hambres gigantescas y fatales, y de un solo terrible golpe igualan los niveles de la población y de los
alimentos del mundo.-

No hay que admirarse de que el pobre Godwin se lamentase de que Malthus hubiera convertido en reaccionarios a
los que eran amigos del progreso. Porque la doctrina de Malthus es verdaderamente una doctrina de desesperación. No
hay nada, nada en absoluto, que pueda poner a la Humanidad a cubierto de esa amenaza constante de sucumbir bajo su
propio peso, si se exceptúa la frágil caña del -freno moral-. Pero ¿hasta dónde llega la fuerza del freno moral, frente al
tremendo impulso del amor?

La perspectiva que Malthus previó ha resultado cierta. Recientemente, escribía la Foreign Policy Association:

Las estadísticas están casi más allá de lo creíble. Cada día mueren unas 10.000 personas en los países
subdesarrollados a consecuencia de enfermedades causadas por la desnutrición. De cada 20 niños nacidos en estos
países, es probable que mueran lo durante su infancia a consecuencia del hambre o de los efectos de una dieta
insuficiente. Otros 7 pueden sufrir retardo físico o mental.

Esta pesadilla malthusiana empeorará, en vez de mejorar, en las próximas décadas. Pues la población de las regiones
atrasadas crece más rápidamente que la producción de alimentos, a un ritmo que, en opinión de las autoridades
mundiales en alimentación, presagia un hambre sin precedentes y de proporciones inimaginables para antes del fin de
este siglo. «Tal como las cosas están -escribe J. J. Spengler, experto en el problema de la población-, la perspectiva es
netamente malthusiana, y nos presenta un hombre sentado sobre una bomba demográfica de tiempo.»
¿Puede quitarse la espoleta a esta bomba? Es posible aplazar algo la fecha de la explosión si nos las arreglamos para
aumentar la producción de alimentos. Alimentar (a los niveles actuales de semiinanición) a los tres mil millones de
habitantes a los que llegará el planeta antes del año 2000 exigirá que se duplique la producción mundial de alimentos, y
esto puede forzar las capacidades hasta el punto de ruptura. Pero aun cuando, por un milagro, se cuadruplicara la
producción de alimentos, no habríamos hecho más que aplazar el hambre, tal vez para una generación. Y mientras tanto,
existen otras tensiones: el dar vivienda a los miles de millones de seres humanos en perspectiva requerirá la construcción,
en los próximos cuarenta años, de tantas viviendas como se han construido desde el comienzo de la civilización.

Si ha de quitarse la espoleta a la bomba de tiempo, todos están de acuerdo en que ha de hacerse mediante el control
de la población. Durante toda la historia han practicado el control de los nacimientos las clases superiores de todas las
sociedades..., lo cual es una razón para el adagio de que el rico deja descendientes más ricos y el pobre deja hijos pobres.
Ahora bien, el problema es cómo difundir el conocimiento del control de la natalidad entre centenares de millones de
campesinos, la mayoría de los cuales no saben leer, no confían en los médicos y recelan de los extraños que vienen a
decirles que cambien sus maneras de vivir.

¿Puede hacerse antes que empiece el hambre? Las técnicas existen. Y lo que es más importante, existen pruebas
procedentes de unas pocas regiones (Corea del Sur y Taiwán) donde los esfuerzos realizados han dado como resultado
que los campesinos acepten el control de nacimientos, no para agradar a los planificadores económicos, sino para librarse
del miserable cielo de los nacimientos seguidos de muertes prematuras. Todavía no sabemos si podrá llegar a tiempo el
enorme esfuerzo administrativo y médico necesario para llevar el control de los nacimientos a las aldeas remotas y a los
barrios pobres urbanos y si (en una menor medida) la oposición religiosa desplegada en los países adelantados llegará a
impedir la difusión del conocimiento.

Es muy pronto para responder a estas preguntas. Sólo sabemos que en nuestros días estamos presenciando una
última etapa de la horrible progresión que Malthus previó en 1798; una progresión en la que la fertilidad de la
Humanidad acaba dejando atrás la fertilidad del suelo, imponiendo así un límite espectral a la cantidad de vidas humanas.

Malthus no apuntó sus dardos hacia los continentes del Este y del Sur, en gran parte ignorados. Su advertencia estaba
dirigida al mundo occidental. Allí se equivocó por un verdadero milagro. En Inglaterra, en Francia, en el continente
europeo y en Estados Unidos ocurrió algo que vino a detener la avalancha de nuevas bocas. En el año 1860, un sesenta y
tres por ciento de los matrimonios de la Gran Bretaña tenían cuatro o más hijos; en el año 1925, sólo un veinte por ciento
tenían ese número de vástagos. Durante ese mismo espacio de tiempo, el número de familias con solo uno o dos hijos
pasó del diez por ciento del total a más del cincuenta por ciento.

¿Por qué? ¿Qué es lo que nos ha salvado del doble y del cuádruple malthusiano de crecimiento de población? Las
razones que nos han llevado a eso no las comprendemos del todo, porque las leyes que rigen el aumento de población
no están del todo claras. Desde luego, el control de la natalidad ha desempeñado cierto papel, En sus primeros tiempos
se daba a ese control el nombre de neomalthusianismo, aunque este vocablo hubiese disgustado muchísimo a Malthus,
ya que él censuró tales prácticas. Parece, pues, que ha existido otro factor más importante. El propio proceso de
industrialización diríase que ejerce una influencia moderadora en el número de miembros de las familias. En los países
adelantados, la gente contrae matrimonio a una edad menos precoz (y en eso estriba el «freno moral» en el que Malthus
tenía puestas sus débiles esperanzas). La mujer sube desde el concepto social de simple engendradora de hijos al de
miembro laborioso de la sociedad. Surgen placeres y deseos que pugnan por atraer a las gentes, haciendo que el tener
una familia numerosa parezca menos apetecible que cuando se vivía con mayor sencillez.

Ciertamente, la población de Estados Unidos está creciendo; y en los últimos años el crecimiento ha sido muy rápido.
También nosotros encaramos un problema de población, aunque experimentaremos en primer término un problema de
aglomeración más bien que de hambre. A medida que se eleva la cifra de nuestra población -habrá trescientos millones
de norteamericanos antes del año 2000-, se reduce el espacio. Las líneas de tráfico se alargan, los parques nacionales se
parecen cada vez más a grandes terrenos para picnic, los recursos tales como el agua se consumen con una rapidez
peligrosa. Sin embargo, a Estados Unidos no amenaza el hambre, pues los adelantos en la tecnología agrícola han ido
más de prisa que el número de bocas. Malthus no vio que el rendimiento de las tierras de cultivo podía crecer mucho más
rápidamente que la superficie de tierra. En realidad, el problema en Estados Unidos está en que la productividad agrícola
ha progresado con demasiada rapidez, en que nos hemos visto amenazados con excedentes de alimentos que no se
pueden consumir.

¿No puede el mundo seguir nuestro ejemplo? El problema está en que la agricultura norteamericana es productiva,
porque es la beneficiaria de enormes inversiones de Capital. El agricultor norteamericano medio trabaja con un equipo
cuyo valor es superior al del obrero fabril medio. Transcurrirán decenios antes que pueda acumularse suficiente capital en
los países atrasados. Para entonces será demasiado tarde.

Nada de esto podía preverse con exactitud en los días de Malthus. El año 1801 se llevó a cabo en Inglaterra el primer
censo científico de la población -que despertó graves recelos-, e hizo que corrieran rumores de que se trataba del
preludio de una dictadura militar, John Rickman, funcionario civil y estadístico, calculaba que la población de Inglaterra
había aumentado en un veinticinco por ciento en tres decenios. Aunque eso estaba muy lejos de que el total de la
población se hubiera duplicado, nadie tenía la menor duda de que ésta habría avanzado, lo mismo que un alud, de no ser
por las enfermedades y por -la pobreza de las masas. Nadie previó que en el porvenir se produciría un descenso en la
natalidad, y más bien creían todos que Inglaterra tendría que encararse, para siempre, con la escasez y la pobreza
producidas por una Humanidad que se dilataba de manera insaciable, disputándose una cantidad insuficiente de
alimentos. Ya no parecía la pobreza una cosa accidental, o impuesta por la voluntad de Dios, o que fuese el resultado de
la despreocupación humana. Hubiérase dicho que una providencia maligna había condenado a la raza humana al
sufrimiento eterno y que todos los esfuerzos de la Humanidad por mejorar su propia suerte los convertía en una pura
farsa la Naturaleza con su ruindad.

Todo ello era descorazonador. Paley, que había apremiado para que se consiguiese un aumento de población «con
preferencia a cualquier otro objetivo político», acabó luchando bajo la bandera de Malthus; Pitt, que había aspirado a ver
su país más rico en niños, retiró su proyecto de ley de aumento de los socorros a los pobres, plegándose a las opiniones
del clérigo. Coleridge resumió el doloroso panorama escribiendo: «Al fin, he aquí a esta poderosa nación, con sus
gobernantes y sus hombres sabios, dando oídos a Paley... ¡y a Malthus! Es triste, triste.»

Y si no bastase Malthus para deprimir a cualquiera suficientemente, bastaba con volverse hacia David Ricardo.

A primera vista, el mundo de Ricardo no era muy aterrador.... cuando menos comparándolo con el malthusiano. Lo
expuso el año 1817 en su obra Principios de economía política; es seco, enjuto, condensado; carece de la vida y de los
detalles curiosos del de Adam Smith. Es un mundo en el que sólo hay principios, principios abstractos, expuestos por una
inteligencia que tiene enfocada su atención sobre algo más permanente que el cambiante fluir de la vida diaria. Y ese algo
es tan básico, desnudo y desprovisto de galas y tan arquitectónico como Euclides; pero, a diferencia de una serie de
proposiciones puramente geométricas, es un sistema con insinuaciones humanas es un sistema trágico.

Si queremos comprender esta tragedia, será preciso que antes que nada presentemos a los personajes principales
que en ella actúan. No son -ya lo hemos dicho- seres individuales; son prototipos. Y tampoco estos prototipos viven, en el
sentido corriente del vocablo; siguen, simplemente, unas -leyes de conducta». Aquí no vemos nada del ajetreo que reina
en el mundo de Adam Smith; vemos, en cambio, una especie de función de títeres en la que los infinitos aspectos y
facetas del mundo real han sido reducidos a una especie de caricatura de una sola dimensión; es el mundo despojado de
todo, salvo de sus motivos económicos.

¿A quién conocemos en ese mundo? En primer lugar, a los trabajadores, unidades indiferenciadas de energía
económica, cuyo único aspecto humano es su irremediable apego a lo que, hablando con eufemismo, suele llamarse «las
delicias de la sociedad domésticas. De su tendencia incurable a esos deleites resulta que a cualquier subida de los salarios
corresponde, casi inmediatamente, un aumento de la población. Los trabajadores consiguen su pedazo de pan duro, cual
dijo Alexander Baring, porque sin ello no podrían perpetuarse. Pero, a la larga, su propia debilidad los condena a una vida
limitada al margen mínimo de subsistencia. Ricardo, al igual que Malthus, no veía otra solución para las masas
trabajadoras que «el frenarse a sí mismas»; aunque deseaba el bien de los trabajadores, no confiaba demasiado en la
capacidad del propio control de éstos.

Nos encontramos luego con los capitalistas, que no son ya los mercaderes de Adam Smith, confabulados entre sí. Los
capitalistas de Ricardo son un conjunto de gentes grises y uniformes, cuya única finalidad en este mundo es el acumular;
es decir, ahorrar cuánto ganan, y reinvertirlo contratando a un número de hombres todavía mayor, a fin de que trabajen
para ellos; y eso lo hacen con una seguridad que no admite duda. Ricardo, que se había formado en el frío mundo de las
finanzas internacionales, no tuvo, por esta razón, ojos para ver la variedad de móviles -además del de ganar dinero- que
impulsaban incluso a los industriales del siglo XIX; cualquiera que fuese la razón de ello, lo cierto es que sus capitalistas
no son otra cosa que máquinas económicas de engrandecimiento propio. Pero la misión de los capitalistas no es nada
fácil. Por una parte, la competencia entre ellos mismos arrebata las ganancias excesivas a cualquier hombre afortunado
que descubre un procedimiento nuevo o que encuentra un campo comercial nuevo y extraordinariamente provechoso. Y
por otra, sus beneficios dependen, en gran medida, de los salarios que tienen que pagar, y esto, según veremos, le
plantea al grupo capitalista grandes dificultades.

Hasta este punto, el mundo de Ricardo no se diferencia mucho del de Adam Smith, salvo por la ausencia de detalles
realistas. Las cosas cambian cuando Ricardo entra a tratar de los terratenientes.

Porque Ricardo veía al terrateniente como beneficiarlo único de la organización social. El trabajador ponía un
esfuerzo, y por ese esfuerzo se le pagaba un salarlo; el capitalista hacía de empresario, y por ello ganaba un beneficio.
Pero el terrateniente se beneficiaba únicamente de la fertilidad de la tierra, y su ganancia -la renta - no se veía reducida ni
por la competencia ni por la presión de la población. En realidad, el terrateniente ganaba a expensas de todos los demás.

Detengámonos un momento para ver de qué manera llegaba Ricardo a semejante conclusión, ya que su mórbido
panorama social depende por completo de la definición que nos da de la renta. Para Ricardo, la renta no es precisamente
el precio que se paga por el uso de la tierra, lo mismo que el interés es el precio del capital y los salarios el precio de la
mano de obra. La renta es una clase muy especial de beneficio que tiene su origen en el hecho demostrable de que no
toda la tierra es igualmente fértil.

Supongamos, dice Ricardo, que hay dos terratenientes cuyas propiedades son contiguas. Las tierras de uno de ellos
son fértiles, y éste, con un centenar de hombres y un determinado equipo de herramientas, puede recoger una cosecha
de mil quinientos bushels de cereal. Pero las tierras del otro son menos fértiles, y con el mismo número de hombres y el
mismo equipo solo recoge un millar de bushels. Se trata, simplemente, de una realidad técnica de la Naturaleza, pero que
tiene consecuencias económicas, puesto que el bushel de cereal de las tierras del terrateniente más afortunado resultará a
un precio más barato que el del otro. Es evidente que, pagando ambos igual cantidad en salarios y de costes de capital, el
terrateniente que cosecha quinientos bushels más le lleva una ventaja a su competidor.

Así, pues, según Ricardo, la renta surge de esa diferencia en los costes. Porque si existe una demanda suficiente para
asegurar el cultivo de las tierras menos fértiles, entonces resultará muy provechoso sembrar de cereales aquellas que lo
son más. Cuanto mayor sea la diferencia de calidad entre unas y otras tierras, mayor será también la diferencia de la renta.
Por ejemplo, si el cultivar tierras muy malas, en las que el coste del bushel fuera de dos dólares, resultara por ello
escasamente provechoso, en cambio, el afortunado terrateniente en cuyas tierras se produjese a sólo cincuenta centavos
el bushel conseguiría, sin duda alguna, una renta muy considerable. Porque tanto una granja como la otra llevarán sus
cereales al mismo mercado, y el propietario de las tierras más fértiles se embolsará la diferencia de 1,5 dólares en el coste
de cada bushel.

A simple vista, todo esto parece bastante inofensivo. Pero encajémoslo dentro del mundo que Ricardo tiene a la vista
y pronto advertiremos sus desagradables consecuencias.

Para Ricardo, el mundo económico se hallaba animado de una tendencia constante a la expansión. A medida que los
capitalistas acumulaban, construían nuevos talleres y factorías y, por consiguiente, la demanda de mano de obra iba en
aumento, esto hacía que los salarlos subiesen, cuando menos durante algún tiempo, ya que, al verse mejor pagadas, las
incorregibles clases trabajadoras sentirían la tentación de gozar de los traicioneros placeres domésticos, y de ese modo
contrarrestarían cualquier ventaja obtenida, al inundar el mercado con una cifra todavía mayor de trabajadores. Pero -y
aquí es donde el mundo de Ricardo se aparta bruscamente de las agradables perspectivas del de Adam Smith- a medida
que aumentase la población se haría preciso ensanchar todavía más el margen de los cultivos. Habría más bocas que
pedirían más pan, y para producir mayor cantidad de cereales serían precisos más campos. Y, naturalmente, los nuevos
campos puestos en cultivo no serían tan fértiles como los que ya lo estaban, porque un agricultor que tuviese sin cultivar
unas tierras buenas tendría que ser verdaderamente estúpido.

De modo, pues, que a medida que la población en aumento obligase a poner en cultivo más y más tierras, el coste de
los cereales sufriría un aumento, no en las tierras buenas que ya se cultivaban anteriormente, sino en las nuevas y de
segunda categoría. Así, las rentas de los terratenientes bien situados experimentarían un alza. Y no sólo subirían las rentas,
sino también los salarios. A medida que aumentase el coste de la producción de cereales, sería preciso pagar más al
trabajador de la tierra; lo suficiente, al menos, para que pudiera comprar su pan duro y mantenerse con vida.

Véase ahora la tragedia. El capitalista -el hombre responsable en primer término del progreso de la sociedad- se
encuentra exprimido por dos lados. En primer lugar, tendrá que pagar jornales más altos, puesto que el pan es más caro;
en segundo lugar, los terratenientes salen todavía más aventajados, porque éstos venían explotando las tierras buenas y
ahora ha sido preciso poner progresivamente en cultivo tierras menos fértiles. A medida que aumenta la parte del
terrateniente en los beneficios de la sociedad, otra clase habrá tenido que ir cediéndole los suyos, y esa clase sólo puede
ser la capitalista.

¡Qué final tan distinto del magnífico cortejo de progreso diseñado por Adam Smith! En el mundo de Smith, todos
iban mejorando su situación a medida que se iba perfeccionando el gran principio de la división del trabajo, y la
comunidad se enriquecía. En el mundo de Ricardo, el que se llevaba siempre la ganancia era el terrateniente. El trabajador
estaba condenado a lo estrictamente necesario, ya que el pobre hombre tendía siempre a lanzar un rebaño de hijos en
pos de cada subida de salarios, para que compitiesen y redujesen de nuevo éstos al margen estricto del subsistir. El
capitalista, que trabajaba, ahorraba e invertía, se encontraba con que de nada le servía todo su trabajo, ya que los salarios
eran más elevados, los beneficios más reducidos y su enemigo el terrateniente resultaba siempre superior a él en riqueza.
Y para eso no tenía que hacer otra cosa que cobrar sus rentas, arrellanarse en su sillón y esperar que éstas fuesen
subiendo.

No es de maravillarse que Ricardo combatiera las leyes sobre cereales y demostrase las ventajas de un libre cambio
que aportaría a Gran Bretaña cereales más baratos. Tampoco es de extrañar que los terratenientes lucharan con uñas y
dientes, por espacio de treinta años, a fin de impedir que se abaratase en el país el precio de los cereales. ¡Y qué natural
resulta que la joven clase industrial viera en los razonamientos de Ricardo la teoría que se ajustaba por completo a sus
necesidades! ¿Eran ellos responsables de que los salarios estuviesen bajos? No, la responsabilidad recaía únicamente en la
ceguera de la propia clase trabajadora, que la llevaba a multiplicar el número de sus individuos. ¿Eran ellos los que
fomentaban el progreso de la sociedad? Sí, lo eran. ¿Y de qué les servía gastar sus energías y ahorrar sus ganancias para
lanzarse a nuevas aventuras en la producción? El premio que recibían por sus esfuerzos era la dudosa satisfacción de ver
cómo se elevaban las rentas y los salarios, en tanto que sus beneficios iban reduciéndose. Eran ellos los que hacían
marchar la máquina económica, y era el terrateniente, adormilado en su sillón, el que se llevaba por entero la satisfacción
y el premio. No cabe duda de que un capitalista razonable tenía motivos para preguntarse si merecía la pena de continuar
semejante juego.

Y de pronto surgió nada menos que el clérigo Malthus afirmando que Ricardo era injusto con los terratenientes.

Recordemos que Malthus no era precisamente un técnico en el problema de la población. En primer lugar y ante todo
era un economista, y es preciso decir que fue Malthus quien primero expuso la teoría «ricardiana» de la renta, que luego
fue recogida y perfeccionada por el propio Ricardo. Ahora bien: Malthus no sacaba de su teoría las mismas consecuencias
que su amigo. En su obra Principios de economía política, que apareció en 1820, o sea tres años después de la obra de
Ricardo, decía: « Las rentas son la recompensa de la iniciativa y de la sabiduría presentes, lo mismo que de la energía y de
la astucia pasadas. Todos los días se compran tierras con el fruto de la industria y del talento.» Malthus agrega en una
nota que el propio David Ricardo es terrateniente y constituye, por tanto, un buen ejemplo de lo que él afirma.

La refutación no era muy convincente. Ricardo no pintaba al terrateniente como a un personaje maligno y
maquinador. Limitábase a exponer de qué manera las fuerzas del desarrollo de la economía lo colocaban, sin que él se lo
propusiese, en una situación que le hacía beneficiarlo del desarrollo de la sociedad.
No podemos detenernos aquí para seguir todos y cada uno, de los cambios producidos en este debate. Lo
importante es afirmar que ni siquiera las simples implicaciones de la renta, que Ricardo preveía, llegaron jamás a tener
realidad. Los industriales acabaron por quebrantar el poder de los terratenientes y lograron, por fin, la posibilidad de
importar alimentos baratos. Las yermas laderas por las que los campos de trigo trepaban llenas de presagios en los días
de Ricardo, volvieron al cabo de pocas décadas a cubrirse de pastos. Y lo que fue igualmente importante es que la
población ya no creció con una rapidez tal que amenazase sumergir los recursos del país. La teoría ricardiana afirma que
la renta de la tierra proviene de las desigualdades entre las tierras mejores y las tierras peores; es evidente que si se logra
dominar el problema de la población, esa diferencia no llegará a alcanzar un punto en que los ingresos de las rentas
asuman proporciones socialmente alarmantes. Ahora bien: medítese por un momento en cuál sería hoy la situación de
Gran Bretaña si tuviera que alimentar a su actual población de cerca de cincuenta millones de personas únicamente con el
producto de los cultivos de su propio suelo, en el supuesto de que no hubieran sido abolidas las antiguas leyes sobre
cereales. ¿Puede acaso dudarse de que el cuadro que Ricardo nos presenta de una sociedad dominada por el
terrateniente sería una tremenda realidad? En el mundo occidental moderno, el problema de la renta ha venido a resultar
casi formularlo y secundario; pero eso no quiere decir que el análisis hecho por Ricardo fuese defectuoso; hemos
escapado al dilema ricardiano gracias únicamente a que el ritmo de la vida industrial nos liberó de la amenaza
malthusiana; el industrialismo no sólo nos ha proporcionado un freno sobre la natalidad, sino que además incremento
enormemente nuestra capacidad de extraer alimentos de la tierra de que disponemos.

Pero si bien por una parte Malthus veía al propietario de tierras como a un hombre valeroso que contribuía a la
riqueza de las naciones (Ricardo afirmaba que contribuía en su condición de capitalista, realizando mejoras en los cultivos,
pero no como simple beneficiarlo del derecho de propiedad del suelo), por otra descubrió aún otro motivo más de
inquietud. Vivía preocupado por la posibilidad de lo que él llamaba un -atascamiento general-..., una inundación de
mercancías sin posibles compradores.

Esa idea no resulta, en forma alguna, sorprendente para nosotros, que hemos pasado nuestra vida dominados por la
preocupación de las depresiones o crisis económicas. Sin embargo, a Ricardo eso le parecía increíble y un puro disparate.
Inglaterra había sufrido trastornos en su comercio, pero todos ellos parecían provenir de alguna causa específica
determinada, cual, por ejemplo, la quiebra de un Banco, el fracaso de una especulación que carecía de una base
justificada o una guerra. Y lo que es más importante aún para una inteligencia matemática como la de Ricardo es que
podía demostrarse que semejante concepto era lógicamente imposible. Y por esa razón no podía ocurrir jamás.

La prueba que dio Ricardo había sido descubierta por un joven francés que se llamaba J. B. Say. Éste aportaba dos
proposiciones muy sencillas. En primer lugar creía que el apetito o deseo de bienes era infinito. La capacidad del estómago
de un hombre, según ya había dicho Adam Smith, podía poner un límite a las apetencias de alimentos, pero esas
apetencias eran de magnitud incalculable por lo que se refiere a ropas, muebles, lujos y adornos. No sólo la demanda era
infinitamente grande -afirmaban Ricardo y Say -, sino que también estaba garantizada la capacidad de compra. Eso
ocurría porque todo artículo producido tenía un coste..., y todo coste suponía un ingreso para alguien. Lo mismo que ese
coste consistiera en salarlos, rentas de la tierra o beneficios, siempre existía alguien que disponía de dinero con que
comprar una mercancía, cualquiera que fuese el precio de ésta. ¿Cómo, pues, podía ocurrir nunca un atascamiento'
general? Las mercancías existían 'la demanda de mercancías existía y también existían los ingresos con que comprarlas.
Sólo una pura perversidad podría impedir que el mercado encontrase los compradores que necesitaba para dar salida a
sus mercancías.

No obstante, aunque Ricardo aceptaba tales razonamientos como válidos sin más análisis, no le ocurría lo mismo a
Malthus. Desde luego eran unos razonamientos que parecían lógicamente impermeables y no resultaba fácil señalarles el
punto débil. Pero Malthus examinó lo que ocurría más allá del procedimiento del intercambio de artículos por Ingresos y
dio con una extraña idea. ¿No era posible, afirmó, que el simple hecho de ahorrar hiciese que la demanda de mercancías
resultase inferior a la oferta?

También para el mundo moderno este razonamiento señalado por Malthus resulta conturbador a la par que
fructífero. Pero Ricardo replicó que se trataba de un contrasentido claro y evidente. «Se diría que el señor Malthus olvida
siempre que ahorrar es gastar, de entera conformidad con lo que él llama exclusivamente gastar», escribe Ricardo en una
nota de censura. Lo que Ricardo quería decir era que a él le resultaba inconcebible que hubiese quien se tomara la
molestia de ahorrar sus ganancias si no era para volver a colocarlas en la industria y seguir realizando otras nuevas
ganancias.

Tales razonamientos pusieron a Malthus en un aprieto. El creía, al igual que Ricardo, que el ahorrar equivalía a
gastar..., aunque, claro es, con finalidades industriales. Sin embargo, parecía que su propio argumento encerraba algo, a
condición de que lograra acertar con lo que fuese ese algo. Pero jamás lo consiguió. Así, por ejemplo, para demostrar que
la acumulación no era tan esencial como Ricardo creía, escribió:

Ha habido muchos mercaderes que han realizado una gran fortuna, aunque durante el tiempo de su adquisición no
hubo ni siquiera un año en que no aumentaran, antes de disminuir, sus gastos en objetos de lujo, diversiones y
liberalidades.

Y Ricardo subrayó esto con el siguiente comentario aniquilador:

Cierto, pero otro comerciante colega suyo que hubiera obtenido la misma cifra de ganancias, pero que evitase ese
aumento de sus gastos en objetos de lujo, diversiones y liberalidades, se enriquecería más rápidamente.

¡Pobre Malthus! Nunca llevó la mejor parte en esos escarceos. Sus razonamientos eran confusos, y no fue tampoco
culpa de su generación el que ésta no llegase a comprenderle, como no lo fue de Malthus el que éste no consiguiera
comprender a Ricardo. Porque Malthus tropezaba con un fenómeno que no absorbería hasta cincuenta años después la
atención de los economistas, a saber: el problema de los períodos de actividad y depresión de la economía. Y Ricardo
estaba absorto en otro problema completamente distinto. El problema que para Malthus tenía importancia inmensa era
¿cuánto hay? Y a Ricardo le preocupaba la cuestión, mucho más explosiva, de ¿qué se lleva cada cuál? No es de extrañar
que disintiesen en tantas cosas, considerando que ambos hablaban de cosas distintas.

¿Cuál fue su contribución respectiva una vez que se acallaron todas las disputas?

La aportación de Ricardo a la Humanidad fue evidente. Nos presentó un mundo despojado de sus elementos
esenciales y lo expuso al examen de todos, dejando a la vista el mecanismo interior del reloj. Su fuerza radica en lo que
esto mismo tiene de irrealidad, porque esa desnuda estructura de un mundo grandemente simplificado, no sólo nos
descubrió las leyes de la renta, sino que puso también en claro las cuestiones vitales del comercio exterior, la moneda, los
impuestos y la política económica. Construyendo un mundo modelo, Ricardo proporcionó a los economistas la
herramienta poderosa de la abstracción, herramienta esencial en la confusión de la vida cotidiana, si es que aspiramos a
penetrar en ella y a comprender su mecanismo interno.

Malthus no tuvo nunca éxito en la construcción de un mundo abstracto, y de ahí que la parte duradera de su
contribución teórica haya sido más pequeña. Pero acertó a llamar la atención acerca del pavoroso problema de la
población humana, y únicamente por esa razón su nombre sobrevive todavía. Intuyó también, aunque no supiese
explicarlo, el problema de las depresiones económicas generales que vendría a preocupar a los economistas un siglo
después de aparecer su libro cotidiana, si su mecanismo interno. Malthus no tuvo nunca éxito en la construcción de un
mundo abstracto, y de ahí que la parte-duradera de su contribución teórica haya sido más pequeña. Pero acertó a llamar
la atención acerca del pavoroso problema de la población humana, y única- mente por esa razón su nombre sobrevive
todavía. Intuyó también, aunque no supiese explicarlo, el problema de las depresiones económicas generales que vendría
a preocupar a los economistas un siglo después de aparecer su libro.

Los problemas que ambos hombres debatieron entre sí están, en cierto sentido, muertos. Para el mundo occidental
por lo menos, la cuestión de la población no constituye en la actualidad una preocupación inmediata -aunque en el
Oriente sea un problema candente-, y la del dominio de la economía por los terratenientes es tan solo una curiosidad de
libro de texto. Pero Malthus y Ricardo consiguieron entre ambos algo asombroso: transformaron un mundo optimista en
un mundo pesimista. Después de ellos fue ya imposible contemplar el universo del género humano como un palenque en
el que las fuerzas naturales de la sociedad traerían inevitablemente una vida mejor para todos. Al contrario, aquellas
fuerzas naturales que en un tiempo parecieron dispuestas a propósito para traer a este mundo la armonía y la paz,
ofrecieron desde entonces un aspecto maligno y amenazador. Parecía que si la Humanidad no gemía bajo una inundación
de bocas hambrientas, estaría condenada a sufrir bajo una avalancha de artículos faltos de compradores. Lo mismo en un
caso que en otro el resultado de una larga lucha por el progreso sería un mundo sombrío en el que el trabajador se
limitaría a la simple subsistencia; el capitalista vería frustrados sus afanes, y el terrateniente disfrutaría a dos carrillos de su
botín inmerecido y cada vez mayor.

No fue pequeña hazaña el que sólo dos hombres convencieran al mundo de que el paraíso en que éste vivía era una
pura ficción. Lo lograron, sin embargo, y tan convincentes fueron las pruebas aportadas por ellos, que los hombres
emprendieron la tarea de buscar una salida al callejón de la sociedad; pero no dentro del marco de las que se suponían
leyes naturales, sino en pugna con éstas. Malthus y Ricardo habían demostrado que la sociedad, abandonada a sí misma,
acabaría convirtiéndose en una especie de infierno en el que los hombres se limitarían a un simple subsistir. No es de
extrañar, pues, que los reformadores se dijesen: si esto es así, nosotros lucharemos con todas nuestras fuerzas contra las
tendencias naturales de la sociedad. Si abandonándonos a la corriente vamos a encallar entre las rocas, nadaremos contra
la corriente; razón por la cual los socialistas utópicos renunciaron a la firme creencia en la rectitud esencial del mundo en
que vivían.

Malthus y Ricardo fueron, en cierto sentido, los últimos de una generación que tenía puesta su fe en la razón, el orden
y el progreso. No fueron ni apologistas ni defensores de un orden que a ellos les parecía defectuoso. Pero sí imparciales,
manteniéndose al margen y por encima del flujo social, para seguir, de ese modo, con ojos desinteresados, la dirección de
su corriente. Y cuando lo que veían resultaba desagradable, no era a ellos a quienes había que culpar.

Porque ambos eran hombres de una honradez escrupulosa, que seguían la huella de sus ideas sin importarles adónde
los llevaba. Quizá no estará mal que copiemos la nota de pie de página en que Malthus pone de relieve que Ricardo, el
enemigo de los terratenientes, era personalmente propietario de tierras:

No deja de ser extraño que el señor Ricardo, que cobra rentas importantes, mire tan por lo bajo la importancia
nacional de los terratenientes; y que yo, que jamás he cobrado una renta, ni espero cobrarla, haya de verme
probablemente acusado de exagerar su importancia. Esa diferencia entre nuestra posición social y nuestras opiniones
servirá, por lo menos, de prueba de nuestra sinceridad mutua, y proporcionará una fuerte presunción de que cualesquiera
que hayan sido los prejuicios que pudieran influir en nuestras mentes al formular nuestras doctrinas, no han sido, cuando
menos, unos prejuicios inconscientes nacidos de la situación social y de] interés, que suelen ser los que más fácilmente
influyen en el hombre.

Fallecidos ya ambos, el filósofo escocés sir James Mackintosh les rindió un maravilloso homenaje, diciendo: «Traté
muy poco a Adam Smith, bastante a Ricardo e íntimamente a Malthus. ¿Verdad que habla algo en favor de una ciencia el
decir que los tres grandes maestros de ésta fueron, quizá, los tres hombres más buenos que yo he conocido?».

IV. EL SISTEMA DE RICARDO


En el centro del sistema ricardiano se encuentra la noción de que el crecimiento económico debe terminar tarde o
temprano debido a la escasez de los recursos naturales. Los grandes lineamientos del sistema pueden entenderse
suponiendo que toda la economía es una granja gigantesca, dedicada a la producción de trigo mediante la aplicación de
dosis homogéneas de "capital-mano de obra" a una oferta fija de tierra, sujeta a rendimientos decrecientes. Ya hemos
visto cómo elude Ricardo la necesidad de manejar tres variables reduciendo el capital y la mano de obra a un insumo
variable. El argumento contiene otro supuesto simplificador: la demanda de trigo es perfectamente inelástica, porque es
una función simple del tamaño de la población; en cuanto postulamos cierta población, se determina la producción de
trigo. En este punto aplicamos la teoría de la productividad marginal para demostrar que el insumo variable obtendrá su
producto marginal y el factor fijo, la tierra, ganará un "excedente", determinado por la brecha existente entre el producto
medio y el producto marginal del insumo variable en el cultivo extensivo e intensivo (gráfica IV.l). La renta es igual al
producto total (OCDM) menos el producto marginal del capital-mano de obra (AM) multiplicado por el número de dosis
aplicadas (OM). Dado que el producto total está representado por el rectángulo que se encuentra debajo de la curva de
producto medio (OCDM) o por el área que se encuentra debajo de la curva de producto marginal (DEAM), la renta puede
leerse en el diagrama como el área sombreada indicada o como el rectángulo que lleva ese nombre. La magnitud de la
renta se determina exclusivamente por la brecha que media entre el producto medio y el producto marginal, por el vigor
de las fuerzas que imponen los rendimientos decrecientes. Las curvas se trazan en el diagrama como líneas rectas sólo en
aras de la conveniencia; sin embargo, veremos que los ejemplos aritméticos de Ricardo suponen en efecto funciones
rectilíneas de la productividad media y de la productividad marginal.

GRÁFICA IV.I

LA TEORÍA DE LOS BENEFICIOS EN TERMINOS DEL TRIGO


Basta con esto respecto a la parte clara de la productividad marginal de la teoría Veamos ahora la parte estrictamente
clásica del argumento: dado que el capital y la mano de obra se combinan en proporciones fijas, la teoría de la
productividad marginal no puede determinar la división del producto menos la renta entre el capital y la mano de obra
Ahora se introduce la teoría de los salarios de subsistencia para determinar la tasa salarial por el producto constante de la
oferta de mano de obra en términos del trigo (0W). La curva de oferta de mano de obra (WS) es infinitamente elástica a la
tasa del salario de subsistencia. El beneficio total es un residuo igual al producto total, menos la renta, menos la nómina
salarial (OWKM); por unidad de capital-mano de obra, el beneficio es igual al producto marginal de la dosis compuesta
(AM) menos la tasa salarial (KM). Esta dosis compuesta es, en términos estrictos, una dosis de capital fijo-capital de
trabajo-mano de obra, donde se mantienen constantes las proporciones entre los dos tipos de capital. En términos físicos,
la tasa de crecimiento de las herramientas y los implementos es siempre igual a la tasa de crecimiento de la fuerza de
trabajo; y las proporciones en que se combinan, junto con la tasa salarial de subsistencia postulada, determinan la
cantidad de capital de trabajo requerida. Mientras que el periodo de rotación del capital sea igual a un año -piénsese en
la cosecha de la agricultura-, el capital consistirá sólo en los adelantos anuales entregados a la mano de obra. En otras
palabras, el capital es igual a la nómina salarial o el fondo de salarios (0WKM), la demanda agregada de mano de obra en
términos de trigo. Éste es el tercer "truco" del argumento: desaparece el capital fijo por la condición de que los
implementos se destruyan en un año. La tasa de beneficio está dada por la razón del beneficio total al capital invertido y,
dado que el capital consiste aquí sólo en el capital circulante o de trabajo, se sigue que la razón del beneficio total a la
nómina salarial determina la tasa de beneficio en términos de trigo como una tasa porcentual sobre el capital empleado.
Por lo tanto, la tasa de beneficio es

Beneficio  AM  KM   AM 
r  100%    1100%
Salario  KM   KM 

Ahora bien, 0W = KM, la tasa salarial de subsistencia, se considera constante, de modo que la tasa de beneficio en
términos del trigo varía directa-mente con el producto marginal del capital-mano de obra (AM).

Mientras sea positiva la tasa de beneficio, los capitalistas se ven inducidos a acumular. En el curso de la acumulación
de capital, la fuerza de trabajo crecerá en forma proporcional, AM se desplazará hacia la derecha y tanto el producto
marginal del capital-mano de obra como la tasa de beneficio en términos del trigo disminuirán hasta que se llegue al
estado estacionario con AM = KM = SM' y r = O. Podemos precisar el argumento suponiendo que hay una tasa mínima de
beneficio (digamos QW), debajo de la cual no estarán dispuestos los capitalistas a recurrir en el riesgo de la inversión: el
supuesto más simple concordante con otras obras de Ricardo es que esta remuneración mínima del capital es constante.
Esto no afecta el argumento en lo más mínimo; sólo qué el estado estacionario llega más pronto. Además, debe admitirse
que el progreso técnico desplaza las funciones de productividad hacia arriba, lo que sirve para alejar el estado
estacionario. Esto se contrarresta en parte por el hecho de que la curva de oferta de mano de obra a largo plazo, 0W, se
desplaza hacia arriba a través del tiempo, a medida que los trabajadores se acostumbran a mejores niveles de vida.
Después de todo, la tasa salarial de subsistencia es la tasa a la que dejaría de crecer la población, pero esto sólo ocurre
cuando la economía ha alcanzado el estado estacionario. La acumulación de capital está elevando de continuo el "precio
de mercado" de la mano de obra por encima de su "precio natural"; esto induce el crecimiento de la población, lo que
hace bajar de nuevo el salario del mercado hasta el nivel del salario natural. El proceso sólo se detiene cuando los salarios
absorben el total del producto menos la renta, es decir, cuando los beneficios bajan a los niveles mínimos aceptables.

Para ilustrar lo que ocurrirá, tracemos la curva del producto total menos la renta como una función de la población
(figura IV.2). La tasa salarial real constante (tan  ) se indica por una línea recta que pasa por el origen. Cuando la
población OM, la nómina salarial RM (igual a nuestro rectángulo anterior OWKM), y el beneficio total PR (igual a nuestro
rectángulo anterior WBAK). La tasa salarial es igual a la nómina salarial dividida por el número de trabajadores,
RM
 tan g  , una constante. La existencia de beneficios positivos induce la inversión y el salario de mercado
OM
aumenta por encima de RM; esto tiende a frenar la inversión, pero el crecimiento de la población obliga al salario de
mercado a regresar al nivel del salario natural; el beneficio es ahora P'R' lo que origina nueva inversión, y así
sucesivamente, hasta llegar al estado estacionario S. Si está ocurriendo la acumulación de capital todo el tiempo es
posible que el salario del mercado nunca tenga tiempo de regresar al nivel del salario natural; la demanda de mano de
obra supera de continuo a la oferta. El resultado es que los trabajadores se acostumbran a esperar un nivel de existencia
mínima más elevado, definido como la tasa a la que no sienten incentivo para "producir" más mano de obra. Por lo tanto,
la línea salarial es rota en nuestro diagrama en sentido contrario al de las manecillas del reloj y se llegará mucho más
pronto al estado estacionario. Todo esto se omite en aras del siguiente argumento: la tasa salarial de subsistencia es
simplemente un dato, proporcionado por "el hábito y la costumbre". La acumulación de capital es lo que impulsa al
sistema hacia el equilibrio estable del estado estacionario; el crecimiento demográfico es sólo un subproducto de este
ajuste. Así pues, en el sistema ricardiano se contempla el crecimiento económico como si ya hubiesen ocurrido todos los
ajustes demográficos a un equilibrio a largo plazo, mientras que el acervo de capital todavía no logra el ajuste óptimo a la
fuerza de trabajo y a la oferta de tierra disponible. Es precisamente este aspecto del modelo ricardiano lo que vuelve tan
difícil su comprensión para el lector moderno es una mezcla de estática comparada y dinámica comparada dentro del
mismo marco.

GRÁFICA IV.2

Volviendo a nuestra conclusión central la tasa de beneficio del granjero varía directamente con la fuerza de los
rendimientos decrecientes. La tendencia malthusiana de la población a crecer hasta los límites impuestos por los medios
de subsistencia, provee una oferta de mano de obra virtualmente ilimitada que puede emplearse a un salario real
constante fijado en términos del trigo. No hay capital fijo de ninguna clase y todo el capital es capital de trabajo. En otras
palabras, el trigo es el único producto de la granja gigantesca y es también el único insumo. A medida que aumenta la
fuerza de trabajo, el trigo adicional necesario para alimentar los estómagos adicionales sólo puede producirse
extendiendo el cultivo a tierras menos fértiles, o aplicando capital-mano de obra adicional a la tierra que ya se cultiva con
resultados decrecientes. La diferencia existente entre el producto neto por trabajador en la tierra menos fértil y el salario
constante va a las manos del agricultor inquilino como beneficio, todo ello en términos del trigo. Debido a la acción de la
competencia, las ventajas del cultivo de tierras mejores pasan por entero a manos del terrateniente en forma de rentas
siempre crecientes. A medida que se cultiva más tierra, disminuye el producto neto por trabajador, mientras que el salario
real permanece constante. Es obvio que declina el beneficio por trabajador. Al mismo tiempo, aumenta el valor del capital
por trabajador en términos de trigo porque la producción de trigo se vuelve continuamente más cara en términos de los
recursos reales empleados. Dividimos el beneficio decreciente por trabajador entre el capital creciente por trabajador, y
concluimos que disminuye la tasa de beneficio del capital que provee la motivación de la inversión. Finalmente, la
acumulación de capital debe llegar a su fin.

¿Pero qué ocurrirá si la economía se compone de dos sectores, una industria de bienes de asalariados, como la
agricultura, que produce “granos", y una industria manufacturera que produce "telas" para su consumo por los beneficios
y las rentas? Esto no afecta el argumento, sostuvo Ricardo en su folleto anterior, The Influente of a Low Price of Corn on
ihe Profíts of Stcck (1815) "Los beneficios del agricultor regulan los beneficios de todas las otras actividades," La tasa
monetaria del beneficio ganado sobre el capital debe ser igual en las dos industrias, en equilibrio. En la agricultura, el
trigo es el único insumo y el único producto; por lo tanto, la tasa del beneficio monetario de la agricultura no puede
divergir de la tasa de beneficio en términos de trigo; todo cambio del precio del trigo afecta los insumos y el producto en
la misma medida. La manufactura usa el trigo sólo como un insumo, como capital para producir telas; por lo tanto, la
igualdad de la tasa dé beneficio por toda la economía implica una relación precisa entre el precio de las telas y el precio
del trigo. Si baja la tasa de beneficio en términos del trigo, debe bajar el precio de las telas en términos del trigo para
impedir que la producción de telas sea más rentable que la de trigo. Repetimos: todos los precios se miden en términos
de trigo, y la tasa "monetaria" del beneficio de la industria está gobernada por la tasa de beneficio de la agricultura en
términos de trigo, la que a su vez depende por entero de la función de producción del trigo.

Gracias a este argumento ingenioso, Ricardo estableció el tema central de su sistema sin entrar a la cuestión de la
valuación. Pero el argumento era muy vulnerable en esos términos. No sólo suponía que los salarios estaban fijos en
términos de trigo, sino que además se gastaban por entero en el trigo. Todos los productos agrícolas son bienes de
asalariados y todos los productos manufacturados son bienes lujosos que nunca consumen los trabajadores.

Cuando esto no es cieno, una modificación de los términos de intercambio entre "los granos" y "las telas" altera los
salarios reales e imposibilita la deducción de la tasa media de beneficio a partir solamente de la tasa de beneficio de la
agricultura en términos de trigo. Es claro que el problema hubo de atacarse con supuestos menos heroicos y, al hacerlo
así, había pasado a primer plano el problema del valor. Pero aun en los Principies, Ricardo se aferró a un modelo que
distinguía rígidamente entre los bienes de asalariados y los demás, con el resultado de que la tasa de beneficio existente
en el conjunto de la economía se determina todavía en forma exclusiva por el costo de producción de los bienes de
asalariados, por la sencilla razón de que los bienes de asalariados intervienen en la producción de todos los bienes,
mientras que los bienes de lujo no lo hacen.

LA TEORÍA DEL VALOR TRABAJO


Adam Smith limitó la aplicación de una teoría del precio relativo basado en el trabajo a un conjetural "estado rudo y
original de la sociedad". Ricardo avanzó un paso más y sostuvo que una teoría del valor basada en un solo factor puede
explicar la determinación de los precios en el mundo real, así sea de modo imperfecto. Pero las dudas que siente Ricardo
sobre esta cuestión tienen más importancia en la historia de la teoría del valor trabajo que sus afirmaciones positivas.
Ricardo fue quien demostró por primera vez que una teoría del costo de la mano de obra no puede explicar por entero
los precios relativos de los bienes renovables bajo la competencia perfecta. Si aceptó en términos absolutos la teoría del
Valor trabajo sólo lo hizo como una primera aproximación y porque le servía como un instrumento conveniente para la
exposición de su modelo. Su propósito principal no era la explicación de los precios relativos sino "la determinación de las
leyes reguladoras de la distribución del producto de la industria". Sin embargo, consideremos por un momento por qué
ninguna teoría del valor basada en un solo factor puede explicar los precios relativos que observamos en el mundo real.
Cuando sólo hay un factor productivo, el precio de un producto es igual al insumo medio de ese factor por unidad de
producción multiplicado por su tasa de remuneración monetaria. Supongamos que hay dos bienes, X 1 y X2. Cada uno de
ellos requiere ai insumos de mano de obra por unidad de producción, remunerados a la tasa wi Entonces las ecuaciones
del costo de producción para los precios a largo plazo son

pi  w1a1 pi  w2a2

Si la mano de obra es homogénea, la competencia perfecta asegurará que w1  w2 Por lo tanto, los precios relativos
están enteramente determinados por los requerimientos relativos del insumo de mano de obra, independientemente del
patrón de la demanda:

p1 a1

p2 a2

Aun cuando se empleen dos o tres factores, una teoría pura del valor basada en el costo de la mano de obra
pronosticará todavía, en forma más o menos correcta, todos los cambios importantes de los precios relativos,
simplemente porque los costos de la mano de obra suelen tener un gran peso en los costos totales. Como dice
Samuelson: "la importancia operativa de la hipótesis de un solo factor reside en el poderoso valor de pronóstico que
asigna a la pura tecnología".

Pero la presencia del capital, así sea sólo capital de trabajo, implica que una teoría sencilla del costo de la mano de
obra no podrá pronosticar nunca, con exactitud, los cambios del precio relativo. La producción requiere tiempo y los
trabajadores necesitan bienes de consumo terminados ahora; no pueden esperar para que se les pague con el producto
terminado del trabajo de hoy cuando se venda efectivamente. Así que el empleador "adelanta" bienes terminados al
trabajador, cuya suma constituye el llamado "fondo de salarios" o capital circulante. El capitalista debe ganar un interés
sobre el valor monetario de los bienes en proceso que ha "adelaritado" a los trabajadores. El flujo monetario del producto
final, integrado por bienes de consumo y bienes de capital terminados, supera a la suma de los salarios pagados con los
intereses ganados por los capitalistas. La existencia del interés se debe simplemente al lapso que media siempre entre la
aplicación de insumos y la aparición del producto. Quien reciba tal interés será quien pueda soportar la "espera"
requerida. En el lenguaje de la teoría austriaca del capital, los trabajadores están obligados a pagar un premio sobre los
bienes presentes porque no pueden esperar la terminación del proceso productivo; el valor presente del producto futuro
descontado a la tasa de interés vigente es igual al valor presente de los salarios; pero los salarios corrientes se pagan en
aras del producto futuro, y el valor futuro de la producción supera normalmente a su valor presente precisamente porque
la tasa de interés es positiva. Podemos dejar pendiente por ahora la determinación de que la "espera" sea un factor
productivo que requiera una tasa de remuneración mínima; este aspecto del problema nunca preocupó a Ricardo en lo
más mínimo. Para los fines del presente argumento sólo necesitamos que la tasa de interés del mercado .o la tasa de
beneficio, en el lenguaje clásico- sea normalmente positiva.

Haciendo una breve digresión, señalaremos que la teoría clásica del beneficio de las empresas se refiere a lo que
llamaríamos ahora la tasa "pura" de interés, la tasa de los bonos perpetuos sin nesgo. Esto no quiere decir que los
economistas clásicos no distinguieran entre la tasa de rendimiento del capital real y la tasa de interés del mercado. Pero
en el equilibrio a largo plazo, y con certeza perfecta, las dos tasas son iguales, de modo que en su teoría del valor y la
distribución los clásicos olvidaron la distinción. Ahora distinguimos entre el capitalista que gana un interés y el empresario
que gana un beneficio. Esta distinción data de Adam Smith, quien habló de "los intereses monetarios" de los
inversionistas inactivos en contraste con los empresarios que emplean su capital activamente. Pero los autores clásicos
tenían en mente, en su mayor parte, al propietario gerente de una empresa, que gana un interés implícito y un beneficio.
En el sentido moderno del término, los beneficios como tales consisten parcialmente en las ganancias monopólicas
debidas a la competencia imperfecta, parcialmente en las "rentas”, de los factores de oferta inelástica, y parcialmente en
las remuneraciones de la asunción del riesgo. En el periodo clásico, los teoremas referentes al beneficio no se ocupan de
ninguna de estas tres consideraciones, de modo que son en efecto teoremas referentes al interés más que al beneficio. Si
a pesar de todo seguimos hablando dé la teoría clásica del beneficio, es sólo por efecto de la costumbre; sería mucho
mejor que habláramos de la teoría clásica del interés.
Continuamos con el argumento: cuando la tasa de beneficio es positiva, el precio de un bien no está influido sólo por
la cantidad de mano de obra requerida por su producción, sino también por la duración del lapso en que el trabajo esté
incorporado en la producción. A largo plazo, el precio de un producto es igual a su costo salarial más un margen de
beneficio sobre el capital adelantado. Si un trabajador produce un kilo de trigo en un año y dos trabajadores producen un
metro de tela en un año, el precio relativo de los dos bienes es igual a la razón de las cantidades de mano de obra
requeridas por la producción de cada uno de ellos: la tela costará el doble que el trigo. A cualquier tasa dada de beneficio,
la cantidad de los beneficios ganados en las telas es siempre exactamente igual al doble de la cantidad ganada en el trigo,
y ningún cambio de la tasa de beneficio modificará este resultado. Pero si un trabajador puede producir un kilo de trigo
en un año, mientras que dos trabajadores necesitan dos años para producir un metro de tela, los beneficios ganados
sobre los salarios del primer año tendrán que ganar beneficios durante el segundo año; en lugar de que la tela cueste
ahora el cuádruplo del trigo (dos trabajadores durante dos años frente a un trabajador durante un año), su precio relativo
en términos del trigo será mayor que cuatro. Y un cambio de la tasa de beneficio afectará ahora los precios relativos
aunque las cantidades relativas de mano de obra requeridas para producir los dos bienes no se modifiquen. En términos
más generales, si X1 y X2 se producen en periodos de tiempo desiguales t 1 y t2 con t1 > t2, y si r es la tasa de beneficio por
periodo, las ecuaciones del costo de producción para los precios a largo plazo son:

pi  w1a1 (1  r )t2 pi  w2a2 (1  r )t2

con

p1  a 
  (1  r )t1  t2
p2  a2 

Se sigue de aquí que ya no podemos pronosticar los precios relativos a partir de los coeficientes de mano de obra
solamente, excepto si t1 = t2, de modo que se desvanezca la expresión (1+ r). En suma, la teoría del valor trabajo no puede
explicar los precios relativos cuando interviene en el proceso productivo el capital, además de la mano de obra. Y
adviértase que esto es cierto aun cuando el capital sea sólo capital de trabajo. Por supuesto, la presencia del capital fijo
crearía nuevas desviaciones de una explicación en términos del tiempo de trabajo.

LOS COSTOS DE CAPITAL Y LOS VALORES EN TÉRMINOS DE TRABAJO


Todo el primer capítulo del Principies de Ricardo se ocupa de la cuestión que hemos venido examinando. En lugar de
hablar de los períodos de producción desiguales, Ricardo prefiere agrupar las objeciones a la teoría pura del costo de la
mano de obra bajo el título de “Las proporciones diferentes de capital fijo y circulante", "La durabilidad desigual del
capital fijo", "El tiempo que debe transcurrir antes de que (el producto) pueda ser llevado al mercado", y "La rapidez con
que (el capital) regresa al empleador"; pero todas estas objeciones, como él mismo explicó, "se resumen en la objeción
del tiempo", una observación que hace de Ricardo el padre de la teoría austriaca del capital. Y no importa que hablemos
de diferentes periodos de producción de los bienes o de su recíproco, las diferentes tasas de rotación del capital. Esta
última expresión tiene la ventaja de traducir la intuición de Ricardo al lenguaje común de los negocios. Los bienes
producidos a costos unitarios iguales se venden a precios iguales cuando los beneficios o la rotación son también iguales.
La tasa de beneficio o la rotación del capital tienden hacia la igualdad en un sistema competitivo para el mismo periodo
de tiempo, no para períodos diferentes. Si una suma de capital rinde $10 cada año, debe rendir más de $20 cada dos
años. La igualdad de la tasa de beneficio anual asegurará en efecto que el proceso más corto no sea más rentable que el
proceso más largo.

En realidad, el problema es un poco más complicado de lo que aparece en la exposición de Ricardo. Si sólo se utiliza
capital de trabajo, el problema se reduce en efecto a una cuestión de "tiempo". Pero el capital fijo no puede distinguirse
del capital de trabajo sólo por lo que toca a su mayor durabilidad, corno pensaba Ricardo. Los trabajadores que laboran
con el capital fijo en forma de una máquina, producen como, subproducto una máquina ligeramente más vieja que se
incorpora a la producción subsiguiente. La máquina usada tiene un precio determinado por su costo inicial, por las tasas
de salario y de interés vigentes durante su periodo de operación y por el método utilizado en el cálculo de la
depreciación. Esto genera dificultades que todavía no han sido resueltas por completo. La historia de la teoría del capital,
después de Ricardo, Bóhm-Bawerk y Wicksell, se limitó por esa razón al examen del capital de trabajo, no del capital fijo.
Para nuestros fines, sin embargo, el uso de capital fijo no modifica la conclusión. Los bienes se producen con diferentes
razones de capital fijo a mano de obra, y el capital invertido en máquinas durables debe de haber ganado la tasa de
beneficio vigente durante cada año de toda la duración de la vida de las máquinas. Cuanto, mayor, sea el número de
máquinas por trabajador, mayor será el peso del ingreso no salarial en el costo, y menor la razón de los costos salariales al
precio de venta. Por lo tanto, los bienes producidos con cantidades iguales de trabajo directo, pero con cantidades
desiguales de maquinaria de durabilidad desigual, no pueden venderse al, mismo, precio. De nada sirve replicar que las
máquinas son sólo mano de obra incorporada, pues todo lo que se argumenta es que el valor presente de una máquina
supera al valor de todos los salarios gastados en su producción en el pasado por el monto dé los intereses anuales. No es
necesario argumentar que los bienes de capital no pueden reducirse sólo a mano de obra, que la mano de obra de ayer,
que produjo los bienes de capital de hoy, estaba trabajando con bienes de capital y con tierra existentes ayer, y así
sucesivamente basta llegar al Jardín del Edén en un regreso infinito. Aun si fuese cierto que la primera máquina se
produjo sólo con trabajo hace muchos milenios, subsiste el hecho de que a partir de ese momento olvida
consistentemente -la teoría del valor trabajo- por lo menos uno de los elementos determinantes de los precios comentes.
Adviértase que esta clase de dificultad no tiene nada que ver con la omisión de la demanda; la dificultad subsiste aun
cuando la curva de oferta de cada producto de la economía sea perfectamente elástica, de modo que todos los precios
sean determinados por la oferta.

Ninguna teoría del valor trabajo que no se ocupe de esta objeción fatal será analíticamente satisfactoria. En forma
peculiar, tras haber descubierto la excepción a la regla, Ricardo se encogió de hombros, diciendo, en efecto, que la
magnitud de las desviaciones causadas por tal excepción eran insignificantes en comparación con los cambios de las
cantidades de mano de obra requeridas por la producción de los bienes. Esta afirmación no bastará si estamos tratando -
de explicar la forma en que se determinan los precios relativos en cualquier momento dado. Pero si como Ricardo, no
estamos básicamente interesados en esta cuestión, es cierto que el conocimiento de los coeficientes de mano de obra
respectivos puede explicar por sí solo la mayoría de las variaciones de los precios, sobre todo si r es pequeña. Bajo ciertas
circunstancias, la teoría del valor trabajo puede servir como una primera aproximación útil para el problema de la
determinación de los precios, pero nunca más que eso.

EL EFECTO DE RICARDO
La forma en que Ricardo enfocó el problema de la teoría del valor es característica de su preocupación por la
distribución. Supuso desde el principio que el poder de compra del dinero sobre todos los bienes y servicios, medido por
el nivel medio de los precios existente en la economía, es constante, de modo que la distribución depende de la división
de un producto nacional real entre terratenientes, capitalistas y trabajadores. La renta no interviene en la determinación
de los precios porque es un excedente intramarginal. Por lo tanto, el valor de un bien está determinado por los insumos
variables aplicados a la tierra que no gana renta; y la distribución es, en primera instancia, el problema de la división de un
producto sin renta entre el capital y la mano de obra. El hecho de que las razones de capital-mano de obra difieran entre
las industrias significa que cualquier cambio de las tasas salariales monetarias o de la tasa de beneficio modificará
inevitablemente la estructura de los precios y por ende la valuación del producto sin renta. Un cambio del nivel de los
precios, debido a un cambio de los salarios monetarios, ha sido eliminado ya por el supuesto de la Constancia del poder
de compra del dinero. Un aumento verdaderamente general de los salarios en todas las industrias, incluida la industria de
la minería del oro, no puede elevar los precios: es imposible elevar a la vez el precio de los bienes en términos del oro y el
precio del oro como un bien porque el uno es el recíproco del otro. Aun si no se extrae oro dentro del país, el argumento
sigue siendo válido si el país en cuestión tiene el patrón de cambio oro con billetes plenamente convertibles en oro; todo
lo que necesitamos hacer en tal caso es aplicar el mecanismo del flujo de metales preciosos y los precios de Hume. Por lo
tanto, sólo queda el efecto de un cambio de los salarios monetarios sobre la estructura de los precios.

Como ha dicho Sraffa: "Los efectos de diversas proporciones o durabilidades del capital sobre el valor pueden
observarse desde dos perspectivas diferentes. Primero, se ocasiona una diferencia en los valores relativos de dos bienes
que se producen con cantidades iguales de mano de obra. Segundo1 un aumento de los salarios genera un cambio en el
valor relativo de los bienes." Hasta ahora hemos venido subrayando el primero de estos efectos, pero Ricardo se
interesaba realmente por el segundo. Le intrigó el hecho de que, cuando se mide con dinero de poder de compra
constante, un aumento de los salarios elevaría el precio de los bienes intensivos en mano de obra en relación con el
precio de los bienes intensivos en capital. Dado que los precios medios se mantienen constantes, es cierto por la
definición de un promedio aritmético que un bien producido con una razón media de capital a mano de obra, y esto al
infinitum; no vería alterarse su precio como consecuencia de un aumento de las tasas salariales. Medido en términos de
tal bien, un bien intensivo en mano de obra como el trigo aumenta de precio, mientras que un bien intensivo en capital
como la tela baja de precio. Necesitamos un nombre para este efecto, porque reaparecerá con frecuencia en nuestra
historia. Afortunadamente, ya lo tiene. Hayek lo llamó el "efecto de Ricardo" (véase infra, página 672).

LA MEDIDA INVARIABLE DEL VALOR


Ricardo advirtió que un bien producido con un periodo de producción que sea una media aritmética del conjunto de
la economía proveerá "una medida invariable del valor": un patrón de medición que no varía con los cambios de las
remuneraciones relativas de los factores. Si el producto total sin renta se mide en términos de este patrón, su valor no se
modificará, con cada cambio de la distribución del producto entre el capital y la mano de obra. Para una cantidad dada de
capital y mano de obra, ese producto total tendrá siempre el mismo valor. Ricardo decidió arbitrariamente que el "oro" es
el bien que se aproxima más al requisito de un patrón de medición invariable y, en algunos lugares, se aventuró a sugerir
que doce meses eran el "periodo medio de la producción" de oro, y por lo tanto para el conjunto de la economía, pero
resulta difícil saber si tales aseveraciones se formulaban en serio como hechos reales. Sin embargo, el principio subsiste,
cualquiera que sea el bien representativo del grado general de "durabilidad del capital" en la economía.

Hasta aquí todo está bien. En lugar de deflactar el ingreso nacional con un índice ponderado de los precios en
general, lo deflactamos con el precio hipotético del "oro". Sin embargo, esta solución al problema del número índice
parece haberse mezclado en Ricardo, con el problema de localizar la fuente de las variaciones de las razones de
intercambio entre los bienes. Normalmente5 un cambio del precio monetario del trigo no nos dirá nada sobre las
condiciones de la producción existentes en la agricultura. Bajo un patrón oro, el precio monetario del trigo puede
aumentar porque la producción de trigo resulte más costosa, pero también por efecto de los avances técnicos en la
extracción de oro. O puede ocurrir que un aumento de la demanda de mano de obra esté empujando las tasas salariales
monetarias hacia arriba y el trigo resulte ser un bien, más intensivo en mano de obra que el oro. Pero Ricardo quería
poder hablar sin ambigüedad acerca de un aumento del precio del trigo causado por el aumento de los requerimientos
de insumos en la agricultura. Para tal efecto, dio otro paso y estipuló que el patrón invariable debería concebirse como
producido en todo momento, por una cantidad constante de capital y mano de obra.

Por si solo, esto no basta todavía. Un cambio de la tasa de salario o de la tasa de beneficio modificará el precio del
trigo, medido en términos del patrón invariable, si la intensidad de capital de la producción de trigo difiere del promedio
social. Supongamos que el precio relativo del, trigo aumenta debido a la presión de los rendimientos decrecientes. Los
salarios monetarios deben aumentar ahora para mantener constantes los salarios reales y, en consecuencia, el precio del
trigo en, términos del, patrón invariable se modifica de nuevo por, razones que no tienen nada que ver ahora, con los
insumos incorporados en la producción de trigo. Si los trabajadores consumen productos manufacturados, cuyo precio
promedio en términos del patrón ha bajado, el problema se complica más aun., Es claro que el patrón invariable no ayuda
realmente a resolver este problema, aunque logre valuar el producto nacional independientemente de su distribución
entre los factores productivos participantes.

Es evidente que, Ricardo advirtió esto y salió de 1ª dificultad comprimiendo los dos problemas en uno solo. El patrón
invariable no sólo, se produce con un "periodo medio de producción para el conjunto de la economía, y con una cantidad
constante de capital y de mano de obra, sino que este período medio es igual al ciclo de producción anual de la
agricultura. Por lo tanto, cuando el trigo se vende a $ l en términos de la medida del valor, esto significa que la
producción de un kilo de trigo, requiere la misma cantidad de capital y de mano de obra que la producción de oro
designada como 1$. El precio del trigo no se ve afectado por la tasa salarial y sólo está determinado por dos coeficientes
de mano de obra, el suyo propio y el coeficiente fijo del "dinero ideal". Tras una larga jornada, hemos regresado al
modelo original del trigo, del Essay on the Low Price of Corn de 1815.
Todo el famoso capitulo de los Principies que se ocupa del valor, al igual que el último ensayo escrito por Ricardo,
tratan de justificar este procedimiento. Es un caos porque Ricardo está tratando de resolver dos problemas diferentes al
mismo tiempo por una parte, encontrar una unidad de contabilidad social adecuada para sumar el producto nacional real
neto y, por la otra, asignar a cada bien económico un número absoluto que exprese su "dificultad o facilidad de
producción”. Detrás de ambos problemas se encuentra la objeción fatal para la teoría del valor trabajo: el valor de un bien
cualquiera, o del producto nacional total, se ve influido por la división de los gastos entre el capital y la mano de obra.
Ricardo corta este nudo gordiano omitiendo en efecto el capital. En lugar de omitirlo simplemente, se limitó a comparar
bienes producidos con la misma razón de capital a mano de obra. Para obtener el valor del producto total, inflamos el
promedio encontrado en la agricultura y en la extracción de oro y llegamos al total con la misma proporción de capital a
mano de obra. Habrá algunos bienes más intensivos en capital que el promedio, pero se ven contrarrestados por un
número igual de bienes menos intensivos en capital, por definición de los términos. Los cambios de la razón de salarios a
beneficios modificarán esta distribución de los bienes alrededor del promedio, pero no pueden afectar al promedio
mismo, y por lo tanto no pueden afectar el valor del producto total, que sólo depende de las cantidades de capital y de
mano de obra empleadas en la economía. El capital rota una vez al año y por lo tanto consiste sólo en la nómina salarial;
la nómina salarial se gasta totalmente en bienes de asalariados; todos los bienes de asalariados están hechos de trigo; y el
trigo (al igual que el oro) es el patrón para la valuación del producto nacional. Se sigue de aquí que el valor del producto
total está determinado por los requerimientos de mano de obra y nada más. Obviamente, éste es un prodigio que
resuelve los problemas eliminándolos por definición. Pero es tan tortuosa la exposición que probablemente nos llevará a
creer que en realidad ha demostrado la teoría del valor basado en el costo de la mano de obra.

En efecto, si Ricardo no hubiese encontrado tantas críticas, podría haber conservado la definición del patrón
invariable presentada en la primera edición del Principios, o sea, un bien que requeriría en todo momento la misma
cantidad de mano de obra sin ninguna colaboración del capital. Entonces se dijo que el trigo se producía sólo con mano
de obra, y en adelante todo el argumento se desarrollaba exactamente como en la tercera edición. Lo qué quería hacer
Ricardo en el capítulo sobre el valor era demostrar que la teoría del valor trabajo, a pesar de sus deficiencias, provee un
atajo conveniente para exponer la naturaleza "real" de la distribución en una economía creciente. El capítulo resulta
virtualmente imposible de seguir porque todavía muestra las huellas del proceso de pensamiento a través de supuestos,
sin asumir que los supuestos sólo tienen sentido en términos de sus implicaciones; si Ricardo hubiese aclarado sus
intenciones, el capítulo pudo haberse reducido a la mitad y tal vez se hubiese asignado a una etapa más avanzada del
argumento.

EL TEOREMA FUNDAMENTAL DE LA DISTRIBUCIÓN


Vimos supra (página 126) que, en una economía de trigo, la tasa de beneficio varia directamente con el producto
marginal del capital-mano de obra aplicado a la tierra cuando la tasa de salario real está dada; es decir,

 AM 
r   1100%
 KM 
Pero AM/KM es la razón del producto total menos la renta a los salarios totales, cuyo recíproco es la participación de
la mano de obra en el producto final menos la renta. Por lo tanto, la tasa de beneficio varía inversamente con los salarios,
si por "salarios" entendemos la participación relativa de la mano de obra en el producto final (menos la renta) de la
inversión de un año. Éste es el "teorema fundamental" de Ricardo. Cuando introducimos el dinero al sistema, debe
suponerse que este teorema se aplica a la tasa de beneficios monetarios y a la tasa de salarios monetarios. No se trata
sólo de las participaciones relativas, como se alega a veces. Ricardo no se hubiera molestado en subrayar tal tautología
una y otra vez. Además, es una tautología sólo si deducimos la participación de la renta. No es una tautología en lo
tocante al total del producto nacional; porque todavía debe determinarse la participación de la renta. Como quiera que
ello sea, enunciemos ahora el teorema fundamental para una economía monetaria cuya producción incluye algo más que
el trigo. Éste será un buen ejercicio de manipulación de un modelo muy sencillo. Parece difícil, pero es sólo álgebra simple
más un poco de cálculo elemental. La formulación particular de Ricardo que adoptamos aquí se debe a Pasinetti y es uno
de los muchos intentos hechos en los últimos años para aclarar el significado de Ricardo en términos matemáticos.
Si el precio del trigo está determinado en los márgenes de cultivo, la renta debe gastarse en algún bien distinto del
trigo. Introduzcamos el "oro" consumido por los terratenientes, que usamos al mismo tiempo como un numerario o
patrón para expresar todos los precios. En nuestra economía de dos sectores hay dos funciones de producción:

Trigo: X1  f ( N1 )

Oro: X 2  f (N 2 )
tas con N1 + N2 = N, el número total de trabajadores de la economía; dado que el capital se combina siempre en
proporciones fijas con la mano de obra, N1 y N2 son en efecto las dosis de capital-mano de obra requeridas para producir
trigo y oro. Suponemos ti = t2, es decir, el oro y el trigo se producen en periodos de tiempo iguales (eliminando así todo
el problema de una "medida del valor invariable, y por lo tanto

p1 a1

p2 a2
Pero a2, el capital-mano de obra requerido para producir una unidad de oro, se supone constante por definición del
numerario. Así que el precio relativo del trigo está determinado enteramente por a1, el capital-mano de obra requerido
para producir una unidad de trigo en la tierra que no paga renta.

Estandarizamos nuestra notación: La función de producción del trigo X1  f ( N1) , sujeta a

f ( N )  0 : y f ( N )  0 ; en otras palabras, el producto marginal positivo y la


productividad marginal decreciente.

(1)

N2
La función de producción del oro: X X2   una constante
a2

(2)

El número total de trabajadores: N = N1 + N2. (3)

La nómina de los salarios reales: W = wN, con w = la tasa salarial real constante en términos del
(4)

trigo.

El acervo físico de capital: K = W (5)

La renta anual real R  X1  N1 f ( N1 )  f ( N1 )  N1 f ( N1 ) es decir, el producto total


menos el producto en el margen sin renta.

(6)

Los beneficios anuales reales en la agricultura: 1  X1  R  w N1


(7)
Los beneficios anuales reales en la industria del oro:  2  X 2  wN 2
(8)

N2
El precio monetario del oro: p2  a 2  1
X2 (9)

Este es un paso vital en el argumento: en una economía de dos bienes, donde los precios relativos están
determinados sólo por los requerimientos relativos de mano de obra por unidad de producción, la elección de un bien
como el numerario para la expresión de los precios monetarios equivale a fijar como unidad su coeficiente de insumo de
mano de obra.

El precio monetario del trigo

a  N1
p1    p2  a1 
 a2   X1  R 

(10)

Tras de sustituir la ecuación (6), la ecuación (10) puede escribirse también así

N1 N1 1
p1   
X1  X1  N1 f ( N1 ) N1 f ( N1 ) f ( N1 )

(10a)

En otras palabras, el precio del trigo es una función inversa de la productividad marginal de la mano de obra en la
agricultura.

Beneficios monetarios en la agricultura:

p11  p1 ( X1  R  w N1 )

(11)

Beneficios monetarios en la industria del oro:

p2 2  p2 X 2  p1w N2 (12)

Beneficios monetarios en el total de la economía:

  p11  p2 2  p1 X1  p1R  p2 X 2  p1W (13)

La expresión ( p1 X1  p1R ) que aparece en la ecuación (13) es el valor monetario de la producción de trigo menos la
renta. Sustituyendo la ecuación (10), vemos que esto es igual a N1, es decir, si

N1
p1 
 X1  R 
Entonces

p1 ( p1 X1  p1R )  N1
Por la ecuación (9), el valor de la producción total de oro, P2X2 es igual a N2. Este resultado parece imposible en
términos de dimensiones, porque un valor monetario no puede ser igual a cierto número de trabajadores. Pero debemos
recordar que en este modelo entendemos por dinero su valor en términos de la cantidad de mano de obra requerida por
la producción de una unidad de oro (N2/X2). Por lo tanto los tres primeros términos de la ecuación (13) = N1 + N2 además,

el cuarto término, p1W, es la nómina salarial total que es igual a (N1 + N2) w p1 . Por lo tanto, los beneficios monetarios
totales pueden escribirse también así:

  ( N1  N2 )(1  w p1 )

La renta monetaria total: p1R  p2 X 2  N2 (14)

w (15)
La tasa salarial monetaria: w  p1 w   wa2
f ( N 1 )

La tasa de beneficio monetaria:



r 
p1 K
( N1  N 2 )(1  w p1 ) (16)

w p1 ( N1  N 2 )
1  w p1 1 f ( N1 )
  1  1
w p1 w p1 w

Llegamos a una conclusión idéntica a la del modelo sencillo del trigo presentado por Ricardo en su folleto de 1815: la
tasa de beneficio varía directamente con el producto marginal de N1, dada la tasa salarial real, y -ahora podemos añadir-
en forma inversa con el precio del trigo y con la tasa salarial monetaria. A pesar de que haya bienes que no son de
asalariados, la tasa de beneficio es completamente independiente de las condiciones de la producción existentes fuera de
la industria de bienes de asalariados. Por supuesto, es cierto que esta conclusión depende de la forma en que eliminamos
la renta examinando los márgenes de cultivo. Y debe advertirse que el método ricardiano para "librarse de la renta" en la
determinación de los precios relativos no es realmente legitimo, porque la localización del margen depende de la
demanda y por lo tanto de las tasas de salarios y beneficios; por ejemplo, cuanto menor sea la tasa de beneficio será más
rentable el cultivo de tierras ociosas. Pero en el modelo ricardiano se descarta la sustitución en el consumo porque, como
recordaremos, la producción de trigo, y por ende la clasificación de la tierra por orden de su fertilidad, están
determinadas por el tamaño de la población y las condiciones técnicas de la producción en la agricultura. Podemos
librarnos de la renta porque la oferta de la tierra es fija y porque está fija la demanda final del producto de la tierra.

EL EFECTO DE LA ACUMULACIÓN DE CAPITAL


El sistema está sujeto ahora a tres ajustes dinámicos posibles: el ajuste de la población cuando el salario del mercado
difiera del salario natural; el ajuste de la acumulación de capital cuando r supere a la tasa mínima necesaria para inducir la
inversión; y el progreso técnico, que desplaza la función de producción X1. Ricardo descarta el primero de estos ajustes a
fin de establecer "conclusiones fuertes". El tercer ajuste se trata entre paréntesis, pero el meollo del argumento se olvida
del cambio técnico. Sólo el segundo mecanismo produce las conclusiones ricardianas para una economía creciente. Su
esfuerzo se limita a describir lo que ocurre con los precios de productos y factores y con las participaciones de los
factores en el proceso de la acumulación de capital. Sus resultados se expresan en forma sencilla tomando las derivadas
de todas las variables cruciales respecto del capital y examinando los signos de las derivadas, lo que constituye un
problema sencillo porque todas las funciones tienen una sola variable. Rescribimos la ecuación
K
(5) K 0W  wN o N K y obtenemos:
w
dN 1 (17)
  0 es decir, el empleo aumenta.
dK w

De la forma original de (5) tenemos

dW (18)
 1  0 es decir, la nómina salarial real aumenta.
dK

K
De ( N1  N 2 )  y (6) obtenemos
w

dR dN dN
 f ( N )  N1 f ( N1 ) 1  f ( N )   N1 f ( N1 ) 1  0
dK dK dK ,

es decir, las rentas totales aumentan.

(19)

dN1
Esto se sigue del hecho de que f ( N1 )  0 , de modo que ─ N1 f ( N1 )  0 y  0.
dK

Por (l0a) tenemos

dp1   f ( N1 )  dN1


   0 , es decir, el precio del trigo aumenta.
dK1   f ( N1 )2  dK (20)

Por (15) tenemos:

dw  dp 
 w  1   0 , es decir, la tasa salarial monetaria aumenta.
dK  dK 

(21)

Por (16) tenemos:

dr  f ( N1)  dN1


   0 , es decir, la tasa de beneficio baja.
dK  w  dK
(22)
Advirtiendo que el valor del producto total es ( pX1  p1R )  p2 X 2  p1 X1  N1 podríamos pasar a definir las
participaciones relativas de los salarios, los beneficios y la renta en el ingreso total tomando las derivadas respecto del
capital y examinando los signos de las derivadas para ver lo que ocurrirá con las participaciones relativas. Pero
obtendríamos expresiones de interpretación muy difícil. Es más sencillo, y servirá para el mismo fin, volver al modelo de
un solo bien, conservando la notación pero eliminando los subíndices. Como sabemos, Ricardo sostuvo no sólo que la
tasa de beneficio bajaría en una economía creciente sino también que disminuiría la participación relativa de los
beneficios en el ingreso total y aumentaría la participación relativa de la mano de obra y de la tierra. La prueba de estas
proposiciones toma tres capítulos del Principios, pero al final depende de la función de producción particular que
seleccionó para sus ejemplos aritméticos. El lector que no guste del cálculo y esté dispuesto a aceptar afirmaciones sin
pruebas puede saltarse la siguiente sección: trata de mostrar que Ricardo no pudo demostrar que la participación de la
renta aumentará en el curso del progreso económico, un resultado sorprendente si consideramos que fue precisamente
este pronóstico el que lo hizo famoso. De paso aprendemos unas cuantas proposiciones elementales de la teoría
moderna de la producción.

LA TENDENCIA DE LAS PARTICIPACIONES RELATIVAS


Comenzaremos con una función de producción dada para la economía X = f(N), sujeta a f´'(N) > 0 y f"(N) < 0. ¿Qué
ocurre con las participaciones relativas a medida que aumenta N, el número de dosis de capital-mano de obra? Veamos
en primer término la participación relativa de la mano de obra. En virtud de que toda la producción es homogénea, no
tenemos que preocuparnos por los precios: el producto es igual al ingreso y los valores reales son iguales a los valores
monetarios. Sin necesidad de matemáticas, es claro que la participación de los salarios en el ingreso total debe aumentar
a medida que aumenta el ingreso: a una tasa salarial real dada, la nómina salarial crece en forma proporcional al número
de trabajadores; pero el producto o ingreso crece menos que proporcionalmente, dado el postulado de los rendimientos
decrecientes. Veamos los detalles,

Participación relativa de la mano de obra:

W wN (23)

X f (N )

Tomamos la derivada respecto de N y obtenemos

d W 
 
w
 f ( N )  Nf ( N )  0
dN  K   f ( N )2

(24)

Es positiva la expresión que aparece entre paréntesis  f ( N )  Nf ( N )  R , y por lo tanto toda la expresión mientras
la tierra reciba una renta: la participación de los salarios en el ingreso total aumenta con cada aumento de N.

Participación relativa de la renta:

R f ( N )
 1
X f (N ) (25)
N

En lugar de tomar la derivada respecto de N, convirtamos esta expresión. Dividiendo por N el numerador y el
denominador, obtenemos

R MP
 1
X AP
es el producto marginal y
f (N ) es el producto medio del insumo variable NL Por lo tanto,
N
R MO
 1
X AP
La razón MP/AP se define convencionalmente como la elasticidad de la función de producción: el cambio proporcional del
producto total asociado al cambio proporcional del insumo variable. Utilizando la notación tradicional de la elasticidad,

dX dN N dX N f ( N ) MP
   f ( N )  
X N X dN f (N ) f (N ) AP
N

Advertimos ahora que si R  1   , entonces   X  R . Por lo tanto, la parte del producto total recibida en
X X
conjunto por el capital y la mano de obra es exactamente igual a la razón MP   . (Este resultado no se limita al
AP
argumento que estamos elaborando: la participación relativa de un insumo variable en una función de producción de dos
factores es siempre igual a la razón de su producto marginal y su producto medio.) Por supuesto, se sigue aquí que R
X
aumentará sólo si disminuye el valor absoluto de  en el curso de la acumulación de capital. Resulta difícil la visualización
de  , de modo que lo convertiremos en la elasticidad de la curva del producto medio  . Definimos  en forma directa
como el cambio proporcional del producto medio asociado a un cambio proporcional del insumo variable, es decir,

d ( X / N ) dN N d ( X / N ) N 2 d  X  N 2 d  X  N 2 1  dX 
       2 
N X
X /N N X /N dN X dN  N  X dN  N  X N  dN 

N dX MP  AP
 1   1 
X dN AP

 varía en la misma dirección que  y puede leerse visualmente en un diagrama como la magnitud
En consecuencia,
de la brecha que separa las curvas de AP y MP. La conversión de  en  se expresa así; la participación de la renta del
factor fijo aumentará a lo largo de una función de producción invariable dada si el valor de la elasticidad de la curva del
producto medio baja a medida que aplicamos unidades adicionales del insumo variable, es decir, si aumenta la brecha
que separa las curvas de AP y MP.

En general,  no disminuye necesariamente a lo largo de una función de producción cuyo insumo variable tiene
rendimientos decrecientes. Los rendimientos decrecientes son una condición necesaria pero no suficiente de un aumento
de la participación de la renta. Es posible que el aumento de la producción de la tierra que no gana renta, incremente el
producto total en una proporción mayor que el aumento porcentual de los pagos de renta de la tierra intramarginal. Las
tasas aumentan como porción del producto si los rendimientos disminuyen a una tasa constante o creciente: no depende
del signo de la pendiente de la curva MP o la curva AP sino de la tasa de cambio de la pendiente de la curva MP
comparada con la tasa de cambio de la pendiente de la curva AP. En otras palabras, Ricardo tendría razón cuando
pensaba que la participación de la renta aumentaría en el curso del progreso económico si fuese cierto que la tasa de
cambio proporcional MP es siempre mayor que la de AP, es decir, si disminuye  . Sin embargo, no podemos excluir en
general la posibilidad de que  aumente en ciertos intervalos de la producción a pesar de los rendimientos decrecientes.
Para ilustrar, consideremos las curvas de productividad de las tres funciones de producción mostradas en la figura IV.3,
todas las cuales obedecen a la condición de rendimientos decrecientes del insumo variable y al pronóstico ricardiano de
una participación creciente de la renta. Las curvas de productividad 1 derivan de una curva de producto total parabólica
que continúa creciendo a una tasa constantemente decreciente;  baja de continuo a lo largo de esta curva AP por más
que se extienda y éste es el ejemplo más simple del pronóstico ricardiano de una participación creciente de la renta. Las
curvas de productividad II son cóncavas vistas desde abajo, en cuyo caso se cumplirá el pronóstico ricardiano con mayor
razón porque el producto total crece a una tasa decreciente que se acelera (véase el ejemplo de la nota 2 del capítulo
anterior). En cambio, las curvas de la productividad total III son convexas vistas desde abajo; muestran rendimientos
decrecientes pero a una tasa declinante.; sin embargo,  está disminuyendo aquí y la brecha entre AP y MP se está
ensanchando como en los ejemplos anteriores; el pronóstico ricardiano de un aumento de la participación de la renta
sigue cumpliéndose porque la tasa de cambio proporcional de MP es todavía mayor que la de AP.

GRÁFICA IV.3

Veamos ahora el caso en que las curvas de productividad son convexas vistas desde abajo pero donde  está
1
aumentando porque la tasa de cambio proporcional de MP es menor que la de AP, como se observa en la figura IV.4. En
este caso invertimos el pronóstico ricardiano. Como veremos, los ejemplos aritméticos en los que basó sus argumentos
suponen en forma implícita funciones de productividad lineales (caso I), lo que explica su conclusión de que aumentará la
participación de la renta.

GRÁFICA IV.4

Debemos concluir que la participación de la renta es indeterminada, a menos que nos limitemos a una función de
producción cuadrática particular. Si la participación de la renta es indeterminada, lo mismo ocurre con la participación de
los salarios más los beneficios en el ingreso total. Sabemos que la participación de los salarios aumentará, pero la
participación de los beneficios residuales puede aumentar o disminuir porque la participación total de salarios y
beneficios puede aumentar o disminuir. Por lo tanto, contra lo que creyó haber demostrado Ricardo, el postulado de los
rendimientos decrecientes es insuficiente para derivar sus teoremas generales acerca del patrón de la división del ingreso
en una economía creciente. Desde la época de Ricardo, los comentaristas han tratado de simplificar el teorema
fundamental de que "los beneficios varían inversamente con los salarios”, afirmando que se refiere a las participaciones
relativas del capital y de la mano de obra, no a los salarios por hombre y al beneficio porcentual sobre el capital invertido.
Sin embargo, el teorema es válido en sus propios supuestos para los salarios monetarios y la tasa de beneficio, pero no es
válido para las participaciones relativas de la mano de obra y el capital.

1
Es muy sencillo el principio de la construcción de este diagrama: para cualquier N dado, la interceptación horizontal de la tangente a la curva MP debe
ser mayor que la interceptación horizontal de la tangente a la curva AP.
EL CAMBIO TÉCNICO
Una economía creciente tenderá a experimentar el avance tecnológico, lo que desplazará hacia arriba las curvas MP y AP.
¿Qué ocurrirá en tal caso con las remuneraciones y las participaciones relativas de los factores? El sistema ricardiano no es
muy informativo sobre este punto. En los Principios hay algunas observaciones generales acerca del efecto del
mejoramiento de los métodos de las manufacturas sobre los salarios reales, y en el capítulo que se ocupa de la renta hay
una discusión formal del efecto de los progresos de la agricultura sobre las rentas. Examinemos brevemente la teoría de
Ricardo acerca de los progresos de la agricultura, porque tiene cierta utilidad para nuestros fines. Su argumento es que el
efecto de tales progresos a corto plazo es la disminución de las rentas, de modo que los terratenientes no tendrán ningún
incentivo para introducirlos. Ricardo divide los cambios de las técnicas en dos tipos: 1) las innovaciones ahorradoras de
tierra que aumentan el producto de una tierra dada, "por una rotación más hábil de los cultivos, o una mejor elección de
los abonos"; 2) las innovaciones ahorradoras de capital-mano de obra que reducen las dosis de capital-mano de obra
requeridas para producir un volumen dado en una cantidad dada de tierra, tales como "los progresos de los implementos
agrícolas, […] las economías en el uso de caballos empleados en el cuidado de los cultivos, y el mejor conocimiento de las
artes veterinarias". Concluye que el primero de los dos tipos reduce las rentas por hectárea y la participación de la renta,
mientras que el segundo tipo disminuye el total de las rentas monetarias pero no necesariamente el total de las rentas
expresadas en términos de trigo.

Consideremos en primer término una innovación ahorradora de tierra. Es obvio que su efecto inmediato es la
reducción de las rentas por hectárea, ¿pero es necesariamente cierto que disminuirán las rentas totales y la participación
de la renta? Ricardo supone que la productividad de cada calidad de suelo aumenta en la misma proporción. La elevación
de la productividad de cada calidad de suelo en un porcentaje igual significa necesariamente que la innovación eleva la
producción por unidad de costo, menos en los márgenes de cultivo que dentro de los márgenes. Refiriéndonos a nuestro
ejemplo numérico del capítulo III (página 115), vemos que un aumento de 10% en la producción de la tierra E constituye
un progreso reductor del costo menor en términos absolutos que un aumento de 10% en la producción de la tierra A.
Para ilustrar el argumento en forma gráfica necesitarnos trazar las funciones de productividad de la tierra, manteniendo
constante el capital-mano de obra, en forma tal que las curvas nuevas se eleven por encima de las antiguas pero con
mayor pendiente negativa (figura IV.). La demanda de trigo es perfectamente inelástica, de modo que el producto total
permanece constante (ORDS OR'D'S'). Mientras las curvas sean líneas rectas, disminuirán las rentas totales y la
participación de la renta. Pero esa conclusión depende en primer lugar de que el producto marginal y el producto medio
de la tierra sean funciones lineales ─las funciones convexas podrían producir precisamente el efecto contrario─ y, en
segundo lugar, de que el progreso eleve la producción por unidad de
tierra en una cantidad porcentual constante. En cambio, si Ricardo
hubiese supuesto que la producción aumenta en cantidades
absolutas iguales por unidad de tierra -un levantamiento isoelástico
de las curvas de productividad-, aumentarían las rentas. El lector
puede probar por sí mismo estas proposiciones utilizando la regla de
que la elasticidad de la curva de producto medio de un factor
variable en una función de producción de dos factores, varia
en la misma dirección que la participación relativa de ese factor;
y a medida que retrocedemos de derecha a izquierda en una línea
GRÁFICO IV.5
recta podemos convertir cada afirmación referente a las
participaciones relativas en afirmaciones referentes a las
participaciones absolutas.
No es más concluyente el análisis que hace Ricardo de las innovaciones que ahorran capital-mano de obra. Aquí
empieza por suponer que las innovaciones elevan la productividad del capital-mano de obra en cantidades absolutas
iguales ─en cuyo caso bajan las rentas─ y luego pasa a un ejemplo en que la productividad aumenta en cantidades
porcentuales iguales, en cuyo caso aumentan las rentas. Aun en el último caso, sólo aumentan las rentas en términos de
trigo, no las rentas monetarias, porque la innovación hace bajar el precio del trigo. Ricardo no considera lo qué le ocurrirá
al capital-mano de obra desplazado. Presumiblemente, las tasas de salario y de beneficio bajarán, otra vez, induciendo el
cultivo de nuevas tierras, de tal manera que las rentas aumentarán independientemente del efecto inmediato de la
innovación.

En general, el aspecto prominente del análisis de las mejoras que hace Ricardo es su insistencia en el corto plazo,
mientras que en otras partes se concentra en los efectos a largo plazo. Admitía que la disminución de las rentas es
realmente temporal: la baja del precio del trigo estimula el crecimiento de la población al elevar los salarios reales, de
modo que las rentas por hectárea volverán a aumentar eventualmente. Es posible que esta curiosa inversión del método
tenga algo que ver con el sesgo ideológico de Ricardo en contra de los terratenientes. Pero no debemos olvidar que, a
pesar de las numerosas referencias a la acumulación de capital y el crecimiento de la población, su modelo no se ocupa
en realidad del crecimiento económico a largo plazo. El modelo se proponía demostrar la inconveniencia de las leyes de
granos, que protegían a los cultivadores de trigo británicos prohibiendo el trigo extranjero excepto en los años de precios
muy elevados. Las restricciones impuestas a la importación de trigo barato tienden a reducir la tasa de beneficio, al obligar
a la expansión rápida del cultivo a tierras cada vez menos fértiles dentro del país. El tratamiento resumido que se da al
cambio técnico puede deberse a que Ricardo estaba pensando realmente en los efectos que impone una ley de granos en
un periodo de tiempo relativamente corto. Desde luego, muestra muy poco interés en los cambios estructurales de una
economía en periodos muy largos, un tema al que Adam Smith había dedicado algunos de sus mejores análisis. Aun el
llamado pesimismo de Ricardo depende por entero del mantenimiento de las leyes de granos. No hay ninguna indicación
de que considerara inminente el estado estacionario. Después de todo, el teorema fundamental de la distribución se
combina en el Principies con la ley del costo comparativo para demostrar qué el libre comercio aumenta el bienestar y
que la derogación de las leyes de granos permitiría que un país como Gran Bretaña cosechara el beneficio de su ventaja
comparativa en las manufacturas.

Hemos reseñado el esquema analítico del sistema de Ricardo. Las reservas que formuló, su reconocimiento frecuente
de los supuestos restrictivos de su modelo, se examinarán mejor en la guía del Principies que en seguida iniciamos. No
hay duda de que se necesita una guía porque éste es seguramente el más difícil de leer y el más difícil de entender de
todos los grandes tratados de economía.

GUÍA DE "PRINCIPIOS DE ECONOMÍA POLÍTICA"


El valor
El primer capítulo del libro consta de siete secciones, la primera de las cuales enuncia categóricamente que los precios
relativos están determinados por las cantidades relativas de mano de obra requeridas para producir los bienes,
independientemente de la tasa de remuneración del trabajo. Se cita la paradoja del agua y los diamantes de Adam Smith,
y Ricardo modifica de inmediato el significado implícito del "valor de uso" de Smith, definiéndolo como "utilidad", la
capacidad de un producto para "contribuir a nuestra satisfacción”. La teoría del valor de cambio se restringe a los bienes
renovables en condiciones de competencia perfecta. Los bienes no renovables se llaman "escasos", entendiendo por tal
los bienes cuya oferta está fija. En el capitulo XVI se describen tales bienes como aquellos que se venden a un "precio de
monopolio" determinado enteramente por la demanda. El resto del capítulo 1, Sección 1, se dedica a atacar la doctrina
que afirma que los gastos en salarios determinan los precios relativos, una doctrina que Ricardo atribuye a Adam Smith. El
problema del valor, señala Ricardo, es éste: "dos bienes varían en cuanto a su valor relativo, y queremos saber en qué
forma ha ocurrido realmente la variación". El patrón de medición de Smith, el poder de compra de un bien sobre la mano
de obra, no iluminará este problema. Smith identificó una teoría de la mano de obra incorporada con una teoría de la
mano de obra controlada, observa Ricardo. Esta crítica sólo tiene sentido si suponemos que Smith estaba tratando de
explicar los precios relativos con una teoría de la mano de obra controlada. En realidad, lo que Ricardo le critica a Smith es
que la cantidad de mano de obra que un producto puede controlar en el intercambio constituye una mala medida del
valor.

Cuadro IV.1

Salarios en Precio del Salarios Gasto en Gasto en


Términos de trigo por Monetarios Trigo otras cosas
Trigo bushel

I 1 bu. 80s. 80s. 40s. 40s.

II 1.25 bu. 40s. 50s. 20s. 30s.

Ricardo construye luego un ejemplo numérico (véase el cuadro IV. 1) para demostrar que la medida de Smith no
puede distinguir entre "un aumento del valor de la mano de obra" y "una disminución del valor de las cosas en las que se
gastan los salarios". Supongamos que se paga a los trabaja-dores en trigo y los trabajadores "consumen medio bushel de
trigo por semana, cambiando el resto por otras cosas". Ahora baja el precio del trigo por cualquier razón, y los
trabajadores reciben ahora más trigo pero no suficiente para mantener una canasta de mercado constante de los mismos
bienes (a pesar de los cambios de los precios relativos, permanece constante la composición de la canasta de mercado;
Ricardo omite siempre la posibilidad de sustitución en el consumo). En este caso, alega Ricardo, Smith tendría que decir
que el valor de la mano de obra ha aumentado porque "su patrón es el trigo", mientras que debió haber dicho que el
valor de la mano de obra había bajado porque los salarios reales de los trabajadores habían disminuido; los trabajadores
tienen menos poder de compra sobre todos los bienes. Esta crítica es obviamente injustificada porque olvida que el
patrón de Smith está diseñado para comparaciones a largo plazo, y a un plazo muy largo en verdad. Naturalmente, si la
elasticidad-precio de la demanda de trigo es cero y la elasticidad cruzada de la demanda de todos los bienes es también
cero, una disminución de los salarios monetarios empeora la situación de los trabajadores. ¿Pero qué sucede con las
repercusiones subsecuentes de la disminución de los salarios monetarios? Se frenaría el crecimiento de la población
─pudo haber argüido Smith─, disminuiría la demanda de trigo, se elevarían los precios del trigo, luego los salarios
monetarios y, en última instancia, los salarios reales deben retornar a sus niveles anteriores. Lo que irritaba a Ricardo era
el supuesto de Smith de que los salarios de los trabajadores pueden medirse en términos del trigo porque el precio del
trigo permanece constante a través del tiempo. Sin embargo, habría sido más sencillo demostrar que la creencia de Smith
en la estabilidad de los precios del trigo "de un siglo a otro" no tenía nada que ver con los efectos de las medidas de
política económica tales como la ley de granos de 1815. Por el contrario, Ricardo opto por atacar a Smith en términos
ricardianos, omitiendo por completo la lógica básica de la medida de Smith, la idea de que la desutilidad del trabajo es
invariable en toda época y en todo lugar.

Los salarios relativos


Se está poniendo en claro que a Ricardo no le interesa, en efecto, la explicación de que los precios relativos sean
como son. A través de este capítulo está discutiendo realmente la elección de un patrón de valor adecuado para explicar
los cambios de la estructura de los precios a través del tiempo. Cuando afirma que "la investigación en la que quiero
centrar la atención del lector se refiere al efecto de las variaciones del valor relativo de los bienes, no de su valor
absoluto", se está refiriendo a las variaciones temporales del valor relativo. Esta impresión se confirma en el capítulo I
sección 2, que descarta el problema de las diferencias salariales entre trabajadores de diversas habilidades con el
argumento de que la estructura ocupacional no varía significativamente a lo largo de periodos de duración moderada: la
escala de salarios continúa "casi igual de una generación a otra; o la variación es insignificante de un año a otro, de modo
que tiene escaso efecto sobre el valor relativo de los bienes a corto plazo". Esta consideración sólo tiene importancia en el
contexto de las comparaciones intertemporales del valor; sin embargo, adviértase la actitud despreocupada e indecisa de
Ricardo acerca de la duración exacta del periodo al que se aplica su argumento.

Así pues, el capitulo que se ocupa del valor no merece la acusación común de que una teoría del valor trabajo
involucra un razonamiento circular. El argumento supuestamente circular es éste: los valores relativos se explican sobre la
base de las horas de trabajo incorporadas en los bienes, y luego se explica el precio mayor de los bienes producidos por
el trabajo calificado por las tasas salariales mayores percibidas por los trabajadores calificados. ¿Pero por qué es mayor el
valor del trabajo calificado que el valor del trabajo no calificado? Porque su producto es más valioso. Smith, Ricardo y
Marx han sido ridiculizados por recurrir “al regateo y la negociación del mercado" para establecer una relación
cuantitativa de equivalencia entre el trabajo calificado y el trabajo no calificado. Pero la crítica de la teoría del valor trabajo
por esta razón es por lo menos superficial. Las diferencias de la productividad de diversos tipos de mano de obra se
deben a las diferencias de la capacidad natural o al adiestramiento superior. A menos que el tema investigado sean los
salarios relativos, es enteramente legítimo el supuesto de que toda la mano de obra es homogénea, omitiendo los
talentos especializados y tratando la mano de obra calificada como un múltiplo común de la mano de obra no calificada.
Cuando pasan al primer plano los salarios relativos, podemos recurrir a la demostración de Adam Smith en el sentido de
que la competencia perfecta genera una escala salarial, donde una hora de trabajo, como quiera que se determine su
precio, corresponde a la misma desutilidad del trabajo para todos. Esto implica que la unidad común del tiempo de
trabajo, que según se afirma determina el valor, es en sí misma un fenómeno subjetivo, un producto de la elección
ocupacional. Pero la teoría de los salarios relativos de Smith resuelve de todos modos el problema de la circularidad en la
teoría del valor trabajo.

La medida invariable del valor


La tercera sección del capítulo I reduce el valor de los bienes de capital al valor del trabajo gastada en el pasado. Por
"trabajo incorporado" se entiende entonces el trabajo directo y el trabajo indirecto aplicados mediante el uso de las
máquinas. Se nos dice que sólo un bien producido con una cantidad constante de trabajo directo e indirecto provee un
patrón invariable para la localización de la fuente de un cambio en las razones de intercambio entre dos bienes
cualesquiera. En las secciones 4 y 5 nos encontramos con las dificultades creadas por las diversas proporciones en que se
combinan el capital fijo y el capital circulante en industrias diferentes, además del hecho de que dos clases de capital
podrían diferir en cuanto a su durabilidad. Se dice que la distinción existente entre el capital fijo y el capital de trabajo
depende sólo de sus grados de durabilidad; esto reduce todo el problema a los diferentes periodos de tiempo en que el
capital de trabajo queda atado al proceso productivo.

Dado que los ciclos de producción difieren ampliamente en cuanto a la duración del tiempo requerido para su
terminación, los precios relativos nunca son determinados estrictamente por el tiempo de trabajo relativo. Este hallazgo
fundamental se presenta con el auxilio de cuatro ejemplos numéricos, tres en la sección 4 y uno en la sección 5. En cada
ejemplo se establece una comparación entre el valor del "trigo" producido sólo con mano de obra durante un año y el
valor de la "tela" que requiera exactamente la misma cantidad de mano de obra en el año para construir una máquina, o
un inventario de bienes semiterminados, que permiten producir telas en el año 2. En el primer caso, el valor de la tela al
final del año 2 es mayor que el doble del valor de la cosecha de un año de trigo porque el beneficio de la producción de
telas al final del año 1 se reinvierte en el año 2; el capital del fabricante de telas gana intereses por dos años. El segundo
ejemplo es idéntico al primero, excepto que la mano de obra se expresa ahora en términos monetarios y se estipula una
tasa de beneficio. La máquina considerada hasta ahora no está sujeta a ninguna depreciación. En el tercer ejemplo se
produce un inventario de bienes y no una máquina, pero en el cuarto ejemplo se supone una tasa de depreciación anual
de 100%, de modo que la máquina se destruye por completo en el año 2. Por supuesto, las conclusiones obtenidas del
tercero y el cuarto ejemplos son iguales a las obtenidas del primer ejemplo.

Así pues, los bienes que incorporen cantidades iguales de mano de obra directa e indirecta diferirán en su valor de
cambio cuando difiera el tiempo requerido por su producción, y un cambio uniforme de los salarios monetarios
modificará sus razones de intercambio aunque no se haya modificado la cantidad de mano de obra gastada en ellos. Un
aumento de los salarios monetarios elevará el valor de los bienes fabricados con capital de corta duración o con escasa
maquinaria en relación con los bienes fabricados con capital de larga duración o con mucha maquinaria; ésta es la única
forma en que puede mantenerse igual la tasa de beneficio entre todas las actividades, independientemente de las
diferencias de sus costos. Sin embargo, se descarta el efecto de Ricardo por su escasa magnitud; aun si los salarios
monetarios aumentaran lo suficiente para que la tasa de beneficio bajara 6 o 7% ─"pues es probable que los beneficios
no pudieran admitir, bajo ninguna circunstancia, una depresión general y permanente mayor que esa cantidad"─, los
precios relativos no variarían más de 6 o 7% (de aquí la broma de Stigler acerca de la "teoría del valor trabajo al 93%" de
Ricardo. El propio Ricardo acepta que la teoría del costo de la mano de obra provee una buena aproximación a los
cambios seculares de los precios relativos.

Antes, en el capítulo 1, sección 5, indica su método para el tratamiento de la depreciación. Se supone que se emplea
una cantidad de mano de obra para mantener intacto el capital; los costos de la depreciación se reparten así como costos
de salarios directos entre los fabricantes en proporción a la durabilidad de su equipo. Esto explica que Ricardo raras veces
mencione la depreciación como un gasto separado. El resto de la sección 5 examina un caso en el que un aumento de los
salarios monetarios eleva el precio de la mayoría de los bienes en relación con el precio de las máquinas, porque la
"máquina" no se produce enteramente por la mano de obra directa. "Las máquinas ─concluye Ricardo─ no verían al
elevarse su precio (relativo) a consecuencia de un aumento de los salarios." Por supuesto, esto induce la sustitución de la
mano de obra por las máquinas. En la sección 6 aparece por fin una medida invariable del valor. Postula que el "oro" se
produce con una razón media de mano de obra a capital de durabilidad media. Todos los valores deberán expresarse en
términos de este patrón invariable. Se sigue ahora que todo cambió de los salarios puede afectar los precios sólo en
términos del "oro". Dado que el oro se produce con una estructura de capital que es un promedio para el conjunto de la
economía, su valor no varía nunca cuando suben o bajan los salarios, ya que está estrictamente determinado por la mano
de obra requerida por su producción. Esto lo convierte en "una medida perfecta del valor de todas las cosas producidas
bajo las mismas condiciones que él mismo, pero no de otras cosas". El supuesto operativo del sistema de Ricardo, que en
ninguna parte del Principies se expresa con tantas palabras, es que el trigo deberá producirse bajo las mismas
circunstancias que el patrón invariable. En esta forma, el precio relativo del trigo en términos del "oro" se hace depender
sólo de las horas-hombre incorporadas en su producción.

La sección 7 desdibuja algo el supuesto general de un valor constante del dinero utilizado en todo el libro. Las últimas
páginas del capítulo explican con una maravillosa confusión lo que se entiende por "un aumento o una disminución de
los salarios, los beneficios y la renta". Una disminución de los salarios significa una disminución de los insumos de mano
de obra requeridos para la producción de bienes de asalariados. De acuerdo con los supuestos de Ricardo, esto equivale a
una disminución de la participación de los trabajadores pero no a una disminución de los salarios monetarios. Sin
embargo, los salarios monetarios bajan en su ejemplo y, en general, la tasa salarial monetaria del modelo de Ricardo varía
directamente con los insumos de mano de obra requeridos para la producción de trigo. En la tercera edición del Principies
enmendó esta sección para hacer que el producto que se está dividiendo sea el producto de una sola granja y no el
producto nacional. Aparentemente, Ricardo había advertido que todas sus conclusiones dependían de que el trigo se
produjera con el mismo periodo de producción que el patrón invariable.

La demanda y la oferta
Para redondear el tema del valor, el lector deberá pasar ahora al capítulo IV, sobre el precio natural y el precio del
mercado, que trata de justificar la concentración en los precios a largo plazo, y luego al capítulo XXX que se ocupa de la
demanda y la oferta. Ricardo no tenía paciencia para las explicaciones del precio basadas sólo en la demanda y la oferta,
porque todos los bienes, excepto el trigo, se producen supuestamente en condiciones de costos constantes.
Desafortunadamente, este capítulo da la impresión de que el costo de producción es algo separado e independiente de la
demanda y la oferta, aunque en sus Nothes on Malthus afirma que "los precios del mercado dependerán de la oferta y la
demanda ─la oferta será determinada en última instancia por el precio natural─, es decir, por el costo de producción". En
todo el capítulo XXX habla de la demanda y la oferta como cantidades efectivamente compradas y vendidas, no como
curvas. Para demostrar que el precio no puede explicarse sólo por la demanda y la oferta, postula el caso en que una
curva de demanda perfectamente inelástica intersecta una curva de oferta perfectamente elástica (figura IV.6); la curva de
oferta se desplaza hacia abajo, el precio baja, pero la cantidad comprada y vendida no cambia. "Así pues, aquí tenemos un
caso en que la oferta y la demanda casi no han variado..... y sin embargo el precio del pan bajará 50%."

GRÁFICA IV.6

La contabilidad social
Del capítulo XXX regresarnos al capítulo XX sobre "el valor y la riqueza", que emplea las horas-hombre por unidad de
producto como un patrón para la evaluación del producto nacional neto. Por "riqueza" entiende la magnitud de la
producción física; más riqueza significa más ingreso real. Sin embargo, el valor varía inversamente con el tiempo de
trabajo requerido por unidad de producción. Para Ricardo, el "valor" es un índice inverso de la productividad media de la
mano de obra y por ende del bienestar económico; el bienestar depende de la minimización del esfuerzo humano por
unidad de producción. Para Adam Smith, el "valor" es también un índice inverso del bienestar económico: a medida que
aumenta la producción por hombre, disminuye la cantidad de trabajo controlada por el producto total, y el bienestar
depende de la maximización del poder de compra del trabajo sobre el ingreso real. A primera vista, el patrón de Ricardo
debiera dar la misma respuesta que el patrón de Smith, aunque es cierto que el patrón de Smith se vuelve ambiguo
cuando los propios salarios reales están subiendo o bajando. Por otra parte, el patrón de Smith es más profundo que el de
Ricardo. ¿Por qué habría de constituir un aumento del bienestar la reducción de los esfuerzos por unidad de producción,
a menos que el trabajo sea penoso y por lo menos igualmente penoso a través del tiempo? Este capítulo contiene la única
referencia de Ricardo a la distinción que hace Smith entre el trabajo productivo y el trabajo improductivo, aunque en otras
partes es obvio que la acepta sin discusión. En el último párrafo del capítulo, habiendo criticado la identificación que hace
Say entre el valor, la riqueza y la utilidad, Ricardo niega en forma implícita el principio de la utilidad marginal decreciente.

¿Tenía Ricardo una teoría del valor trabajo?


Antes de pasar a otros tópicos, debemos detenemos por un momento y preguntarnos cuál era la clase de teoría del
valor presentada por Ricardo. Desde luego, no se adhirió a lo que Stigler ha llamado una teoría analítica del valor trabajo,
la teoría de que los insumos de mano de obra son el único determinante de los precios relativos. Una teoría del valor
trabajo analíticamente consistente debe encarar el problema de explicar la naturaleza del ingreso no salarial, un tema del
que no se ocupa Ricardo. En efecto, a él debe acreditarse el argumento decisivo en contra de una teoría pura del valor
trabajo: el llamado efecto de Ricardo. Presentó una teoría empírica del valor trabajo, subrayando la importancia
cuantitativa de los insumos de mano de obra y en particular su papel estratégico para la generación de cambios en los
precios relativos a través del tiempo. Esto no involucra más que la creencia en que las razones aproximadas del
intercambio de los bienes se ven influidas en términos cuantitativos más por los costos relativos de la mano de obra que
por los intereses relativos, digamos. Este tipo de teoría es enteramente compatible con una teoría marshaliana a corto
plazo, donde la existencia de factores escasos de oferta fija hará que los precios relativos varíen con el volumen de
producción de los bienes y por lo tanto con el patrón de la demanda. Sólo hay una diferencia de acento.

La gran ventaja de la teoría de un solo factor es su conveniencia para fines de la expresión popular. ¿Pero por qué una
teoría del valor trabajo? La razón más obvia es que los costos de la mano de obra dominan los costos totales en casi
todas las industrias. Por supuesto, la tierra se consideraba en la época de Ricardo como un "regalo de la naturaleza",
mientras que los bienes de capital no se contrataban ni se compraban en términos de unidades físicas homogéneas (tales
como los caballos de fuerza o el peso por tonelada de hierro). Esto dejaba las horas─hornbre físicas como un patrón
conveniente para la explicación de los cambios de los precios relativos.

Como hemos visto, Adam Smith no podía aceptar ni siquiera una teoría empírica del valor trabajo pero, al igual que
Ricardo, estaba buscando una unidad de contabilidad social adecuada y la encontró en el número de unidades salariales
que el producto pudiera obtener en el intercambio. El elemento común a las teorías del val 2r trabajo de Smith y de
Ricardo era la propuesta de lo que se ha llamado una "teoría del valor absoluto del trabajo": "la noción de que puede
asignarse a todo bien económico un número absoluto; independientemente de cualquiera otro bien económico". Esto es
economía del bienestar, no teoría del valor. El hecho de que debamos usar los salarios monetarios, las horas─hombre o
los precios relativos como ponderaciones para el cálculo del producto nacional neto real no es una cuestión empírica, ni
una deducción lógica, sino un juicio normativo. Los juicios normativos son susceptibles de discusión pero no de una
prueba o una refutación científicas. Sin embargo, en el curso de un juicio normativo particular, los autores tienden a
imputar virtudes analíticas a su posición. Cuando se sentó Ricardo, en los últimos meses de su vida, a escribir un ensayo
sobre "El valor absoluto y el valor de cambio", utilizó un lenguaje tan emotivo como el mejor de Marx: el trabajo es la
mejor medida del valor, el trabajo es la "causa'' y la ''sustancia" del valor, el trabajo es el precio original de compra de
todo, etc. Por primera vez, se refirió a "lo que quise decir con la palabra valor" y explicó que no quiso decir trabajo y
"espera" sino puro trabajo. Sin embargo, tales afirmaciones no debieran tomarse en serio cuando no están destinadas a
explicar los precios relativos. Cuando Keynes se puso a justificar su elección de una unidad de salario para medir la
producción en la Teoría general, habló con simpatía de la doctrina clásica según la cual el gasto de trabajo humano
constituye un costo social único, en cuyos términos pueden expresarse todas las otras contribuciones productivas. Negó
categóricamente que el capital sea "productivo". Pero es obvio que Keynes no tenía una teoría analítica del valor trabajo.
Como tampoco la tuvo Ricardo.

La renta
Los capítulos II y III distinguen la renta frente al beneficio del capital como la remuneración de un factor productivo
indestructible; no renovable. Sin embargo, al final del capítulo XXVIII observa Ricardo que las remuneraciones del capital
invertido en la exploración y preparación de la tierra de cultivo participa de la naturaleza de la renta, porque el
rendimiento de tal capital no es una remuneración de incentivo. En el capítulo III de este libro hemos dicho bastante
sobre la teoría de la renta de Ricardo para volver innecesario un resumen de su argumento. Por supuesto, la esencia del
capítulo es que la renta puede ser eliminada como un elemento de la determinación del precio de los bienes.

En cierto punto del capítulo II generaliza el concepto del costo marginal a toda la industria; pero más tarde, en el
capitulo XVII, afirma definitivamente que la manufactura opera bajo rendimientos constantes a escala, de modo que el
costo marginal es igual al costo medio. Se afirma que la renta se debe a la mezquindad de la naturaleza ─la escasez de la
tierra─ y no, como decían los fisiócratas, a la generosidad de la naturaleza (su productividad física). Si la tierra no fuese
físicamente productiva, capaz de producir un excedente sobre las necesidades de mantenimiento de los cultivadores, no
habría ninguna renta. Pero si la tierra no fuese también escasa en relación con la demanda, la productividad física no
generaría una productividad de valor. En una nota de pie, se censura correctamente la preferencia de Adam Smith por la
agricultura como el sector más productivo de la economía. Que una cantidad igual de trabajo y capital genere salarios,
beneficios y renta en la agricultura, y sólo salarios y beneficios en la manufactura, no demuestra que la tierra sea más
productiva. En los márgenes de cultivo, el valor del trigo se agota, en efecto, en las remuneraciones a la mano de obra y el
capital.

Las mejoras agrícolas


En el capítulo II se discuten los efectos de las mejoras agrícolas. Hemos visto que las mejoras no reducen
necesariamente las rentas totales, ni siquiera a corto plazo. En el curso del análisis del segundo tipo de mejora, una
innovación ahorradora de capital-mano de obra, Ricardo comete un error interesante, tan fácil de omitir que ni siquiera
Marshall lo señaló en sus comentarios. Supone que se emplean cuatro porciones de capital (y mano de obra), 50, 60, 70,
80, todas las cuales generan la misma producción. Toda mejora que permita la misma producción con 45, 55, 65, 75
unidades de capital, afirma. Ricardo, dejará constantes las rentas en términos de trigo pero reducirá las rentas monetarias.
Podríamos pensar que ésta es una de esas mejoras que elevan la productividad en cantidades absolutas iguales; las curvas
de productividad se desplazan hacia arriba en forma isoelástica y bajan las rentas en términos de trigo. Pero él afirma que
las rentas en términos de trigo no se verán afectadas. El problema reside en que Ricardo ha reducido los costos por
unidad de producción, en lugar de elevar la producción por unidad de costo, en cantidades absolutas iguales. Aquí reside
toda la diferencia. En la teoría ricardiana, la renta se determina por la producción por unidad de costo, y la reducción de
los costos por unidad de producción en cantidades absolutas iguales, dejando constantes las diferencias de costos,
equivale a elevar la producción por unidad de costo en mayor medida en las aplicaciones intramarginales del capital que
en la aplicación marginal. Esto elevará las rentas en términos de trigo y dejará constantes las rentas monetarias en lugar
de reducirlas, como pronosticó Ricardo. En realidad, él mismo da la respuesta correcta a su problema en el capitulo IX,
"Impuestos al producto bruto". Para demostrar que las rentas en términos de trigo se elevarán en el ejemplo de Ricardo,
traduciremos el costo por unidad de producción a su recíproco, la producción por unidad de costo. En el margen , las
rentas son iguales a cero, de modo que 80 unidades de capital deben recibir 80 litros de trigo. Si X es la cantidad
constante de trigo producida por las porciones de capital sucesivamente mayores aplicadas a diferentes predios, las
rentas en términos de trigo sumadas en los cuatro predios en los dos casos son:

30 X  20 X  10 X 0  3 X (1)
80 80 80 4

30 X  20 X  10 X 0  4 X (2)
75 75 75 5

Las rentas en términos de trigo aumentan porque 4/5 > ¾. Se supone que el precio inicial del trigo es $4 por litro.
Dado que el trigo se produce con 5/80 menos de capital, el precio del trigo baja 1/16, de $4 a $3.75. Por lo tanto, las
rentas monetarias totales permanecen iguales:

3  $4  $3 (3)
4

4  $3.75  $3 (2)
5

Para completar el tópico de la renta pasamos al capítulo XXRV, donde se emplea la teoría de la renta diferencial para
señalar las contradicciones existentes en La riqueza de las naciones. Es digna de mención la insistencia que hace Ricardo
sobre el hecho que en Inglaterra no existen tierras que no paguen renta. En cierto lugar, considera las repercusiones de
una modificación autónoma que lleva a la clase trabajadora a alimentarse sólo de papas; el análisis revela todo el alcance
de las generalizaciones macroeconómicas de Ricardo: estas páginas deben leerse de nuevo después de los capítulos V y
VI. Se muestra que el aumento del precio del trigo involucra un conflicto de intereses fatal. Tenemos por último el
capítulo XXII, que ataca la creencia de Malthus de que la renta es una adición genuina a la riqueza, no sólo una
transferencia de poder de compra de los consumidores de trigo a los terratenientes. En realidad, Ricardo está atacando
las implicaciones políticas, más que las implicaciones teóricas, de la teoría de la renta de Malthus. A la mitad del capítulo
considera la posibilidad de una elevación permanente del nivel de vida de los trabajadores; su conclusión es un poco
ambigua aquí, como en el capítulo V que se ocupa de los salarios, donde se discute el mismo tópico en mayor extensión.
Se toca brevemente la distinción existente entre el ingreso bruto y el ingreso neto, tratada en el capítulo XXVI. El último
pasaje del capítulo XXXII niega que la utilidad sea medible.
Los salarios
El capitulo V, que se ocupa de los salarios, y el capítulo VI, que se ocupa de los beneficios, constituye el núcleo del
sistema de Ricardo. Al principio del capítulo V, define los “salarios naturales" como aquellos que mantendrán estacionaria
la población, por oposición a los "salarios de mercado" a corto plazo. Mientras que los salarios monetarios aumentan a
través del tiempo, a causa del aumento del precio del trigo, el mecanismo de los salarios y la población mantendrán
constantes los salarios reales. Pero se afirma que el mínimo de subsistencia es una cuestión de "hábito y costumbre", lo
que refuta la supuesta constancia de los salarios reales. Dado que el precio de los bienes manufacturados tiende a bajar,
observa Ricardo, la elevación del precio del trigo no impedirá necesariamente un aumento gradual de los salarios reales.
Algunos comentarios que aparecen a la mitad del capítulo acerca de los países jóvenes, como Irlanda y Polonia, donde
abunda la tierra fértil, revelan que Ricardo consideraba la sobrepoblación de los países subdesarrollados como el
resultado, no la causa, del atraso y la pobreza. Si en tales casos se redujera la población, señala Ricardo, se elevarían les
salarios y disminuirla la oferta de esfuerzos.

Sigue luego una discusión sobre la relación existente entre la tasa le acumulación de capital y la tendencia de los
salarios del mercado. Los trabajadores gastan la mitad de su ingreso en trigo. Cuando aumenta el precio del trigo, los
salarios monetarios solo aumentan la mitad: la composición de la canasta de mercado de los trabajadores no se ve
afectada nunca por los cambios del precio del trigo en relación con otras cosas. Esto significa que bajarán los salarios en
términos de trigo, o sea los salarios monetarios divididos por el precio respectivo del trigo. Esto lo lleva a trazar un
contraste entre los trabajadores cuyos salarios monetarios aumentan pero cuyos salarios en términos de trigo bajan, y los
terratenientes para quienes aumentan las rentas en términos de dinero y de trigo. La última parte del capítulo, que se
ocupa de las leyes de pobres, fue escrita por James Mill. A la manera de Malthus, propone la abolición total de los
subsidios públicos para los pobres.

Podemos preguntarnos por qué Ricardo se muestra tan meticuloso en este capítulo V, y de nuevo en el capitulo XXII,
para evitar el supuesto de que los salarios monetarios aumentan proporcionalmente con el precio del trigo. No es sólo
porque haya advertido que los trabajadores consumen, en efecto, algunas cosas distintas del trigo. El supuesto de que los
salarios monetarios aumentan a la misma tasa que los precios del trigo, de que se paga ─como si dijéramos─ una
cantidad constante de trigo a los trabajadores, produce la paradoja de que el bienestar de los trabajadores aumenta
cuando aumenta el costo de la vida. Malthus presentó esta paradoja en su folleto sobre la renta de 1815, pero la retiró
más tarde por consejo de Ricardo. Supongamos que los trabajadores consumen telas al igual que pan, pero que los
salarios monetarios aumentan proporcionalmente con el precio del pan. Entonces todo aumento del precio del pan en
relación con el precio de las telas eleva el ingreso monetario de los trabajadores en la misma proporción que la parte del
pan de su alimentación, de modo que aumenta su ingreso real o su control sobre el pan y las telas. Presumiblemente, los
trabajadores sustituirán el pan caro con la tela barata; pero aun si fuese perfectamente inelástica su demanda de pan, el
precio relativo de tas telas ha bajado, de modo que su ingreso real ha mejorado. Por el contrario, una baja del precio del
2
pan será en efecto perjudicial para los trabajadores. Para evitar tales anomalías, Ricardo hace que los salarios monetarios
aumenten menos que proporcionalmente con el precio del trigo. Sin embargo, esto no le impidió referirse al "deterioro"

2
Como ha demostrado Grampp, esto puede probarse fácilmente mediante curvas de indiferencia que permitan la sustitución en el consumo (véase la
figura IV.7). Si AB es el precio relativo del pan en términos de las telas, un aumento del precio relativo del pan desplaza la línea de precios a CB. La
condición de que los salarios monetarios aumenten proporcionalmente al precio del pan significa que los salarios en términos del pan son constantes y
fijos en OA. La línea de precios AB, paralela a CB, es tangente a una curva de indiferencia más alta que la curva 1. Así surge la paradoja de que el
bienestar mejora con un aumento del precio del pan. Sin embargo, resulta sorprendente el hecho de que si se permitiera la sustitución entre los bienes,
la solución de Ricardo no resolvería la paradoja. Su solución consiste en dejar que los salarios monetarios aumenten con el precio del pan para que un
trabajador pueda comprar siempre la misma cantidad de pan y de telas. Un aumento del precio del pan, cuando se mantiene constante el precio de las
telas, se representa por FG que pasa por Q porque el ingreso real consiste siempre en una cantidad fija de pan y de telas. Pero FG es tangente a 2, una
curva de indiferencia más alta que 3. Aquí está de nuevo la antigua paradoja. Una disminución del precio relativo del pan desplazaría la línea de precios
a HI, que pasa por Q y es también tangente a una curva de indiferencia más alta. Ahora tenemos una paradoja doble: los salarios monetarios aumentan
justo lo suficiente para compensar un aumento del costo del pan y nada más, implica que un trabajador estará mejor cuando el precio del pan aumenta
y cuando baja.
de los niveles de vida cuando los salarios constantes, en términos de toda la canasta de bienes, bajan en términos del
trigo solamente.

Los beneficios

El capítulo VI, que se ocupa de los beneficios, es sin duda el más difícil de todo el libro. Se expone allí el teorema
fundamental de que "los beneficios dependen de que los salarios sean altos o bajos", con el auxilio de un solo ejemplo
cuyas consecuencias no son tan obvias como las hace aparecer Ricardo. Antes de examinar el ejemplo, repitamos la lógica
del teorema fundamental. El problema consiste en demostrar que, a pesar de que el capital y la mano de obra crezcan a la
misma tasa, la tasa de beneficio del capital tiende a bajar sólo porque la producción de bienes de asalariados resulta más
costosa. Con la extensión del cultivo, cantidades dadas de capital-mano de obra de nuevo empleo producen sólo
aumentos decrecientes en la producción. El precio del trigo debe aumentar ahora para que permanezca constante la
cantidad de valor producida por sucesivos insumos iguales de capital-mano de obra; es decir, el precio del trigo aumenta
en la medida de la disminución del producto marginal físico del capital-mano de obra para mantener los beneficios de la
agricultura, al mismo nivel que los beneficios de la industria. En virtud de que el trigo se mide en términos del patrón
invariable, el producto de una cantidad dada de capital-mano de obra tiene siempre el mismo valor independientemente
de su productividad. Por lo tanto, cuanto mayor sea el valor de la mano de obra, menor será el valor del capital, y el
aumento del precio del trigo habrá elevado el valor de la mano de obra al elevar los salarios monetarios. Por lo tanto,
habrán aumentado los salarios como una porción del producto de la inversión marginal, y consecuentemente habrá
bajado la tasa de beneficio en todos los sectores. Esto no equivale a una disminución de la participación relativa del
capital, porque Ricardo no tiene ninguna teoría determinada sobre la participación correspondiente a la renta.

GRAFICA IV-7

En el ejemplo numérico de Ricardo (mostrado en el cuadro IV.2), las columnas 1-7 incorporan el ejemplo que aparece
en el capítulo V, que se ocupa de los salarios, y la última nota del capítulo II que se ocupa de la renta. Las columnas 9 y 11
aparecen en el capítulo que se ocupa de los beneficios. Las columnas 8, 10 y 12 han sido añadidas, ya que no son
utilizadas por Ricardo. Expliquemos un punto oscuro de la columna 3: el precio inicial del trigo es $4 por litro. Cuando se
aplican dos dosis de insumos variables, el precio del trigo debe aumentar 18/17 porque la cantidad de capital-mano de
obra por litro ha aumentado en esta proporción 18/17 x $4 = $4.23. Por lo tanto, la columna 3 se obtiene multiplicando la
razón del producto marginal inicial a los productos marginales subsecuentes por el precio inicial del trigo.
Cuadro IV.2 El ejemplo numérico de Ricardo

(1) (2) (3) (4) (5) (6) (7) (8) (9) (10) (11) (12)

Salarios en Beneficios en Rentas en términos


términos de trigo términos de de trigo
trigo

Insum MP en x Preci Salarios Salarios Tasa 10 Participació (7)- Participa Suma de Participaci
os (10 unidade o del en de valor salarial por n del (2) ción del primeras ón de la
trabaja s de trigo término constant monetar 6)/(3) salario benefici diferenci renta
dores trigo por x s de es en ia o as de (2)
por ($) trigo = términos (7)/180 (11)/180
dosis 3x de telas /4) + (5) (9)/180

($) ($) ($)

1 180 4. 0£ 12.0.0 12.0.0 24.0.0 60 0.333 120 0.666 - -

2 170 4.4.8 12.14.0 12,0.0 24.14.0 58.3 0.323 111.7 0.622 10 0.055

3 160 4.10. 13.10.0 12.0.0 25.10.0 56.6 0.314 103.4 0.586 20 0.111
0 ~

4 150 4.16. 14.8.6 12.0.0 26. 8.0 55 0.301 95 0.529 30 0.170


0

5 140 5.2.1 15.8.6 12.0.0 27.8.6 53.3 0.298 86.7 0.492 40 0.220
0

Advertimos que, expresadas en términos de trigo, la participación de los salarios y de los beneficios baja, mientras
que la participación de las rentas aumenta. Ricardo expresa ahora sus resultados en términos de dinero y calcula la tasa
monetaria del porcentaje de beneficio sobre una cantidad de capital fija de $3 000 (véase el cuadro IV.3). La tasa de
beneficio baja aunque se eleven los salarios monetarios por hombre. Esto supone que la cantidad de capital invertida
permanece constante. Pero como él mismo observa, el aumento de los precios del trigo impulsará un aumento de la
cantidad de capital, lo que hará bajar más aún la tasa de beneficio. Adviértase que las columnas 14 y 15 suman en cada
hilera. $720. El producto menos la renta se mide en términos del patrón invariable, que tiene la propiedad de mantener
constante el valor total del producto, o "el valor real" del producto, como dice Ricardo.

Cuadro IV.3

1 13 14 15 16

Rentas Beneficios Salarios Tase &

Insumos monetarias monetarios monetartos beneficio

(l1)C3) (9)(3) lOCO) sobre k =

($) ($) .($) $3000

(%)
1 - 480.0.0 140.0.0 16

2 42. 7.6 473.0.0 247.0.0 15.7

3 90.0.0 465.0.0 255.0.0 15.5

4 144.0.0 456.0.0 264.0.0 15.2

5 205.13.4 445.15.0 274.5.0 14.8

Sin embargo, esta demostración del teorema fundamental tiene una falla fatal, como señaló Cannan hace muchos
años. La participación de los factores no se calcula cómo un porcentaje de lo que sería el producto total a medida que se
aplican más insumos, sino como un porcentaje de l80x, el producto marginal de la primera dosis, que es igual al producto
total cuando es aplicada una dosis. El valor del producto total menos la renta ($720) es siempre igual al valor del producto
de la primera dosis, y la tasa de beneficio sólo baja porque los incrementos de valor de las dosis subsecuentes no se
suman al total de los beneficios monetarios. Ricardo trata de explicar el patrón de las remuneraciones de los factores y la
distribución del ingreso en una economía cuyo ingreso total está creciendo y prueba su tesis explicando la distribución
del producto con un margen fijo cuando aumentan los insumos.

La columna 8, que muestra una participación de los salarios decreciente, merece otra crítica. Sabemos que si los
salarios reales son constantes, la participación de los salarios en el ingreso total debe aumentar, porque el producto total
está aumentando menos que proporcionalmente a las dosis de mano de obra aplicadas. Pero los salarios reales son
constantes en términos de una canasta de mercado de trigo y telas, mientras que en las columnas 7 y 8 estamos
examinando los salarios reales en términos del trigo solamente. Los salarios reales, aun cuándo se expresen en términos
de trigo solamente, aumentan como parte del producto cuando éste se define como el producto efectivamente creciente
de insumos sucesivos, no como el producto de la primera dosis de capital-mano de obra (véase el cuadro IV.4).

Cuadro IV.4

N X W en w=6x W/X

1 180 60 0.333

2 350 120 0.343

3 510 180 - 0.353

4 660 240 0.364

Sin embargo, 5 800 300 0.374 Ricardo tiene


razón a pesar de error. Porque su
cuadro de productos
marginales (véase la columna 2 del cuadro IV.2) supone que si X = f(N), entonces

f ( N )  190  10 N , (0  N  19)

Cuando integramos esta expresión, obtenemos

X   (190  10 N )dN  190 N  5N 2


con f ( N )  10  0 y f ( N )  0 . Esta es una función de producción parabólica con curvas de producto medio
y marginal lineales (figura IV.3, caso 1). El producto medio es X/N = 190-5N. Por la definición adoptada antes (página 144)
la elasticidad de esta curva es

N d ( X / N ) 190
  1
X /N dN 5N

 5(190)
Dado que d ( ) / dN   0 , la participación de la renta aumenta al aumentar N. Dado que también aumenta la
5N 2
participación de los salarios, la participación de los beneficios  / X baja con cada incremento de N. La cantidad de
capital crece a la misma tasa que la mano de obra, y el producto medio del capital X/K declina a la misma tasa que el
producto medio de la mano de obra. Si  / X baja y X/K baja, la tasa de beneficio baja también porque
t  ( / X )( X / K ) . Q.E.D.

El comercio exterior
El capítulo VII, que se ocupa del comercio exterior, trata de probar dos proposiciones: 1) el "valor" del producto
nacional es el mismo para una economía cerrada que para una economía abierta: el comercio exterior no afectará por si
solo las tasas salariales ni la tasa de beneficio; 2) el comercio exterior aumenta la "riqueza" de un país, y el ingreso real
será siempre mayor con el libre comercio que sin él. La primera proposición ataca la opinión de Smith en el sentido de
que una tasa de beneficio elevada en el comercio exterior eleva la tasa de beneficio dentro del país. Ricardo sostiene que
Smith olvida el desplazamiento de la demanda hacia los bienes extranjeros. Ahora distingue Ricardo entre tres clases de
bienes, analizando cada una de ellas por su turno: 1) los bienes producidos en el país para el consumo interno, tales como
las telas, los zapatos, el trigo y los sombreros; 2) los bienes producidos en el país para la exportación, y 3) los bienes de
lujo importados tales como el vino; se supone que la demanda de vino es elástica. El meollo del argumento es que la tasa
de beneficio sólo aumentará si las importaciones son bienes de asalariados, una deducción sencilla del teorema
fundamental. Pero en cierto punto admite que la importación de bienes de lujo más baratos permite que los capitalistas
ahorren más como consumidores; esto estimula el proceso de acumulación de capital, y en esta forma el comercio
exterior parecería capaz de afectar la tasa de beneficio, aunque no se incluya la importación de trigo.

La ley del costo comparativo


Esto nos lleva a la ley del costo comparativo, que demuestra las ventajas generales de lo que Torrens llamó la
"división territorial del trabajo". Ricardo fue virtualmente el primer economista que pugnó por una teoría separada del
comercio internacional en oposición al comercio interno. La base de esta teoría es la relativa inmovilidad del capital entre
las naciones. La teoría del valor trabajo no puede aplicarse a los bienes comerciados a través de las fronteras nacionales,
porque la tasa de beneficio no tiende hacia la igualdad entre los países. Pero en tal caso, ¿qué determina el movimiento
de los bienes entre los países y sobre cuáles bases se determinarán los términos de intercambio? Por supuesto, la
respuesta a ambas interrogantes son las ventajas comparativas de los costos.

Podemos concebir tres clases de razones de costos para pares de bienes entre países: diferencias iguales, diferencias
absolutas y diferencias comparativas. Supongamos que tanto la tela como el vino se producen sólo con mano de obra en
dos países, Inglaterra y Portugal, de modo que los precios relativos son simplemente el reciproco de los requerimientos
unitarios de mano de obra. En el cuadro IV.5 se distinguen las tres razones de costos.

Aun Adam Smith sabía qué no podría haber ningún comercio internacional cuando las razones de costos de dos
bienes entre dos países sean iguales; en el caso 1, a pesar de que Portugal pueda producir ambos bienes a menor costo,
no hay ningún incentivo para el comercio. Pensaba Smith que el comercio exterior sólo ocurriría cuando ambos países
tuviesen una ventaja de costos absoluta en uno de los bienes; es decir en el caso II, en que Inglaterra tiene una ventaja
absoluta en el vino y Portugal la tiene en las telas. En el –siglo XVIII varios autores comenzaron a sugerir la regla de que
cada país encontraría rentable la importación de los bienes que pudieran obtenerse a cambio de exportaciones a un costo
menor que el de su producción interna. Pero casi nadie, ni siquiera Adam Smith, advirtió que esto significaba, bajo el libre
comercio, que no todos los bienes se producen necesariamente en los países donde sean más bajos sus costos reales de
producción: a un país podría convenirle la importación de un producto aun cuando pudiera producirse dentro del país a
menor costo que en el extranjero. La doctrina del costo comparativo es simplemente una presentación rigurosa de la
regla informal del siglo XVIII.

CUADRO IV.5. Horas de trabajo requeridas para la producción de una unidad de tela y de vino

Diferencias Iguales I Diferencias Absolutas II Diferencias Comparativas: III

Tela Vino Pw/Pc Tela Vino Pw/P Tela Vino Pw/Pc

Inglaterra 100 88 0.88 100 60 0.6 100 120 1.2

Portugal 90 80 0.88 90 80 0.88 90 80 0.88

En el ejemplo de Ricardo (caso III), Portugal tiene una ventaja comparativa en el vino, dado que la diferencia de costos
es relativamente mayor en el caso del vino que en el caso de las telas: 120  100 . No deben compararse los
180 90
costos sino las razones de costos, y no importa que comparemos las razones de costo de la producción del mismo bien
en países diferentes o la producción de diferentes bienes dentro del mismo país. Un oscuro folleto publicado en 1818
ofreció una presentación algebraica simple de las condiciones necesarias. Sea que W y C denoten el número de horas de
trabajo requeridas para la producción de una unidad de vino y de tela, mientras que los subíndices p y e identifican los
respectivos países. Entonces:

Wp Cp
Diferencia de costo iguales: 
We Ce
(1)

Wp Cp
Diferencia de costo absolutas: 1
We Ce
(2)

Wp Cp
Diferencia de costo comparativas:  1
We Ce
(3)

Volvamos al ejemplo de Ricardo: es claro que a Portugal le conviene enviar vino a Inglaterra, donde una unidad de
vino compra 1.2 unidades de tela, mientras 1 unidad de vino pueda cambiarse en Inglaterra por más de 0.88 unidades de
tela; a Inglaterra le conviene especializarse en las telas si deben darse menos de 1.2 unidades de tela por una unidad de
vino. Por lo tanto, la doctrina de los costos comparativos establece los límites superiores e inferiores dentro de los cuales
puede ocurrir el intercambio entre los países para su -beneficio mutuo. Si se cambiara 1 unidad de tela británica por 1.2
unidades de vino portugués, Portugal recibiría todas las ganancias del comercio. Si, por el contrario, la razón fuese
1 : 8  1 : 0.88 , Inglaterra recibiría todas las ganancias. Ricardo supone una razón de 1:1 Inglaterra produce telas con
9
100 horas-hombre y recibe 1 unidad de vino, lo que le habría costado 120 horas-hombre; y Portugal obtiene telas por 80
horas-hombre que le habrían costado 90 horas-hombre. Es claro que el caso del costo comparativo es mucho más sutil
que el caso del costo absoluto. En el último caso es evidente que la división internacional del trabajo genera un
incremento del producto total. Las "ganancias del comercio" aparecen en el ejemplo del costo comparativo como un -
ahorro global del costo por unidad de producción; antes del comercio, Inglaterra y Portugal debían utilizar 390 horas de
trabajo para producir una unidad de tela y de vino; después del comercio, estas cuatro unidades requieren sólo 360 horas
de trabajo. El análisis de Ricardo trata de demostrar que las condiciones que posibilitan el comercio internacional son
enteramente diferentes de las condiciones en las que surgirá el comercio interno. Si Inglaterra y Portugal fuesen dos
regiones del mismo país, todo el capital y todos los trabajadores emigrarían a Portugal y ambos bienes se producirían allí.
Dentro de un país, el comercio entre dos lugares requiere una diferencia absoluta -en los costos, pero una diferencia
comparativa es una condición suficiente para la existencia del comercio Internacional.

GRÁFICA IV.8

La doctrina de Ricardo está incompleta: muestra que los países pueden beneficiarse con el comercio internacional,-
pero no nos dice cómo se reparten entre los países comerciantes las ganancias del comercio. Como habría de mostrar
pronto John Stuart Mill, los términos de intercambio efectivos no dependen sólo de las condiciones de costo sino también
del patrón de la demanda. En virtud de que la teoría de Ricardo requiere que todos los bienes se produzcan a costos
constantes ─sólo hay un factor productivo─, muchos lectores se preguntarán por qué la demanda influye de algún modo
sobre los precios internacionales si, bajó las mismas condiciones de costos constantes, los precios internos son
determinados exclusivamente por la oferta. La razón reside en que los bienes producidos a costos constantes dentro de
los países no se producirán en efecto a costos constantes entre los países.

GRÁFICA IV.9
Esto puede demostrarse fácilmente si presentamos el argumento de Ricardo en términos modernos (gráfica IV.8).
Portugal puede convertir 1 unidad de vino en 0.88 unidades de tela. Inglaterra puede convertir 1 unidad de vino en 1.2
unidades de tela. Los términos del trueque se encontrarán en algún punto entre 1 tela 1.2 vino y 1 tela; 0.88 vino. Ahora
podemos trazar la curva de transformación en la producción para el mundo de dos países (gráfica IV.9) sumando
simplemente los valores a lo largo de los ejes de los diagramas de la figura IV.8. La línea quebrada ABC es la curva de
transformación del mundo, que expresa la máxima producción mundial de vino obtenible con cada nivel dado de tela, y a
la inversa. El patrón de la demanda mundial de vino y telas se representará por una curva de indiferencia que debe ser
tangente al segmento lineal AB, al punto B, o al segmento lineal BC. La línea de precios de trueque resultante podría
permitir que ambos países produjeran en B, como suponía Ricardo, donde ambos maximizan su ventaja comparativa
mediante la especialización completa en un bien. Sin embargo, la pendiente exacta de la línea de precios de trueque
puede variar entre 6 y 9 , de acuerdo con la localización del punto particular de tangencia. A pesar de que en
5 8
ambos países existen costos constantes, la frontera mundial de posibilidades de producción entre la tela y el vino es
cóncava, y el costo de la conversión de un bien en otro para el mundo en conjunto aumenta en ambas direcciones,
aunque no en forma continua. Los precios internacionales están gobernados por la oferta y la demanda aun a largo plazo,
aunque se suponga que los precios relativos dentro de los países sean determinados sólo por los costos de la mano de
obra.

Puede emplearse el mismo método para demostrar las ventajas de una división internacional del trabajo, es decir, las
ganancias del libre comercio. Supongamos, por ejemplo, que los términos de intercambio se establecen en el punto 8, en
una razón de 1:1. Inglaterra puede convertir ahora 1.2 unidades de tela en 1.2 unidades de vino, en lugar de una unidad:
su frontera de posibilidades de producción se desplaza hacia la derecha (véase la línea quebrada de la figura IV.8).
Importando vino y exportando telas, Inglaterra puede llegar a un punto como Q y consumir así más de ambos bienes.
Pero lo mismo se aplica a Portugal, cuando las importaciones y las exportaciones de Inglaterra son iguales a las
exportaciones y las importaciones de Portugal, respectivamente. Así pues, el comercio internacional es un conducto para
el ensanchamiento de las posibilidades de producción de ambos países. Recurriendo a una curva de transformación de la
producción mundial (figura IV.10), los dos países podrían terminar en la línea quebrada, en puntos como fuera de la
antigua curva de transformación de la producción, donde las importaciones de Inglaterra (ME) = las exportaciones de
Portugal (XP), y viceversa. Sin embargo, si hay una intensa demanda mundial de telas, la curva de indiferencia (que no
aparece en el diagrama) será más plana que la tangente en B y la línea de precios de trueque rotará en contra de las
manecillas del reloj, favoreciendo a Inglaterra, el exportador de telas, y obligando a Portugal a exportar más vino para
obtener una unidad de tela. En cambio un aumento de la demanda mundial de vino en relación con la demanda de telas
hará que los términos de intercambio se desplacen desde 1:1 hacia 1:6/5, favoreciendo a Portugal. Sin embargo, mientras
permanezcan los términos de intercambio dentro del límite superior y el límite inferior, ambos países estarán mejor con
libre comercio que sin él.

GRÁFICA IV.10
Es claro que la doctrina del costo comparativo se aplicaría aunque la frontera de posibilidades de producción fuese
ligeramente cóncava hacia el origen, en cuyo caso se llevaría raras veces hasta el límite la especialización. Una curva
cóncava suave, donde aumenta de continuo en cualquier dirección el costo marginal de la conversión de un bien en otro,
implica que los bienes se producen a costos crecientes dentro de los países. En otras palabras, el abandono de la teoría
del valor trabajo, y con ello el supuesto de los costos constantes, no afectaría en modo alguno la validez de la doctrina de
Ricardo. La ley del costo comparativo puede expresarse sucintamente afirmando que cada país producirá los bienes cuyos
costos alternativos sean relativamente menores, donde los costos alternativos son el número de unidades de un bien que
deben sacrificarse para producir una unidad de otro bien. Esta presentación de la ley abarca todas las situaciones de costo
posibles.

La distribución natural de los metales preciosos


Ricardo hizo mucho más que la mera enunciación de la ley del costo comparativo. También intuyó sus consecuencias
en los niveles internacionales de salarios y precios, aunque fue Nassau Senior quien desarrolló diez años después las
sugerencias de Ricardo en una teoría completa de los precios internacionales. Ricardo advirtió que si Portugal tuviera una
ventaja absoluta en el vino y las telas, pero una ventaja relativa mayor en el vino, sólo sería posible el comercio con
Inglaterra si las tasas salariales monetarias fuesen mayores en Portugal que en Inglaterra. Si la tasa salarial por hora en
términos del oro es la misma, Portugal no importará telas, porque cada consumidor portugués podrá obtener entonces
las telas más baratas de los proveedores nacionales. Inglaterra tendría que enviar oro a Portugal para pagar sus
importaciones de vinos, hasta que los salarios de Portugal, en términos de oro por hora, aumenten tanto que les resulte
conveniente a los consumidores portugueses la importación de telas inglesas. Así pues, el país de costo bajo tiene en
general el mayor salario por hora en términos de oro, y por ende un precio monetario mayor para bienes similares. En
consecuencia, la "distribución natural de los metales preciosos" de Hume no funciona sólo para balancear las
exportaciones e importaciones de cada país sino que además genera niveles relativos de precios entre países que inducen
a cada país a producir los bienes en los que tenga una ventaja comparativa. Según la frase memorable de Senior, los
niveles de los precios relativos entre los países se determinan por las diferencias existentes en "el costo de la obtención
del oro cuanto mayor sea la eficiencia de la mano de obra en las industrias exportadoras de un país que no posea minas
de oro y menor sea el costo de la transportación del oro, menor será el costo de la obtención de metales preciosos y
mayor será el nivel de los salarios y los precios medios en relación con la situación de los países exportadores de metales
preciosos. Este argumento tiene una aplicación práctica importante: un nivel elevado de los salarios de un país deriva de
la mayor eficiencia y no impide en modo alguno que un país compita con los productores extranjeros. Dicho de otro
modo: una desventaja global de la productividad de un país particular frente al resto del mundo no le impedirá participar
en el comercio internacional; siempre hay una tasa de cambio que le permitiría exportar los bienes en los que tenga la
menor desventaja comparativa e importar los bienes en los que tenga la mayor desventaja.

Para entender esto, consideremos el ejemplo siguiente, que pudo haber sido empleado por el propio Ricardo.
Supongamos que una hora-hombre puede producir en ambos países las siguientes cantidades de tela y de vino: En
Inglaterra, 16 unidades de tela y 8 unidades de vino.

En Portugal, 20 unidades de tela y 15 unidades de vino.

Las razones de costos comparativos son las siguientes:

Las telas, de Portugal a Inglaterra, como 10:8.

El vino, de Portugal a Inglaterra, como 10:5.33.

De las diferencias de costo se sigue inmediatamente que los salarios monetarios medios por hora de Inglaterra deben
estar entre 53.3 y 80% de los salarios monetarios de Portugal.

Supongamos que la tasa salarial de Portugal es $5 por hora-hombre. Sabemos que la razón de precios entre la tela y
el vino es en Portugal 4:3. Entonces, en Portugal, si

el precio monetario por unidad de tela es $3;

el precio monetario por unidad de vino es $4.


Si los salarios de Inglaterra fuesen iguales a los salarios de Portugal, en Inglaterra, a la tasa de cambio existente,

el precio monetario por unidad de tela es $3.75;

el precio monetario por unidad de vino es $7.50.

Los precios están fijos por las razones de costos internos dadas para la tela y el vino en Inglaterra (2:1) y por las
razones de costos dadas para los dos bienes entre los dos países (para la tela 10:8 o $3.75:$3, para el vino $10: $5.33 o
$7.50:$4). Pero, a estos precios le convendría a Inglaterra importar ambos bienes de Portugal. Su balanza de pagos se
volverla desfavorable y el oro saldría del país, reduciendo así los salarios y los precios británicos. Si los salarios bajan 20%
para llegar a $4 por hora-hombre se tendrá en Inglaterra

el precio monetario por unidad de vino igual a $6

el precio monetario por unidad de tela igual a $3,

y ahora podría cosechar Inglaterra los beneficios de su ventaja comparativa en las telas. De igual modo, si Inglaterra
pagara salarios todavía menores, $2.66 por hora-hombre o 53.3% de los salarios por hora de Portugal, se tendrá en
Inglaterra

el precio por unidad de tela igual a $2,

el precio por unidad de vino igual a $4,

y ambos países encontrarían todavía conveniente su especialización completa en un producto.

Puede advertirse que si el nivel de los salarios de Inglaterra llega a su límite superior (80% de los salarios
portugueses), los términos de intercambio serán exclusivamente en su favor (4 tela: 3 vino). Si dicho nivel llega a su límite
inferior (53.3% de los salarios portugueses), los términos de intercambio serán exclusivamente en favor de Portugal (2
tela: 1 vino). Así pues, la eficiencia relativa de la mano de obra en los dos países parece influir sobre las relaciones de los
niveles de salarios y precios existentes entre ellos en dos formas 1) el país cuya mano de obra sea más eficiente en
general, tendrá un nivel de salarios y de precios más alto que el otro país; 2) la diferencia así establecida ocurre dentro de
límites definidos, determinados por las razones de los costos comparativos. Este es el meollo de la teoría clásica de los
precios internacionales.
GUÍA DE AUTOEVALUACIÓN

Preguntas abiertas
Responda a los siguientes cuestionamientos

1.1 Explica brevemente el mecanismo de mercado de Adam Smith también conocido como la “mano invisible”.

1.2 Explica brevemente en qué consiste y características del estado estacionario de Ricardo.

Preguntas Opción múltiple


Elije la opción correcta y anótala en el paréntesis.

2.1. ¿Para los clásicos, qué es lo que empuja a la sociedad hacia la multiplicación maravillosa de riquezas y bienes? ( )

a) El trabajo

b) El mercado

c) La pobreza

d) La igualdad

2.2 Ricardo sostiene que un bien producido en un periodo de producción y que sea una medida aritmética del conjunto
de la economía, proveerá: ( )

a) Alimentos

b) Una medida invariable de valor

c) Empleo

d) Educación

Preguntas Falso-Verdadero
Coloca en el paréntesis “V” si el enunciado es verdadero y “F” si es falso.

3.1 Las leyes del mercado se limitan a imponer a las mercancías un precio de competencia ( )
BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

 LUNGHINI, Giorgio. Pensamiento Económico Clásico. Oikos Tau, Madrid, 1988.

 ROTHBARD, M. N .Historia del pensamiento económico. Volumen I: El pensamiento económico hasta Adam
Smith y Volumen II: La Economía Clásica. Madrid, Unión Editorial, 1990.

Para cubrir la información de los subtemas, consultar las siguientes fuentes:

Fichas bibliográficas de los documentos

Documento Ficha

4.A HEILBRONER, Robert L.,

VIDA Y DOCTRINA DE LOS GRANDES


ECONOMISTAS,
“El mundo maravilloso de Adam Smith.”
Ediciones Orbis, Barcelona, 1972,
Págs. 61-101, 109-147.
4.B BLAUG, Mar,

TEORÍA ECONÓMICA EN RETROSPECCIÓN,


“IV. El Sistema de Ricardo”
Edit. Fondo de Cultura Económica, México, 1985,
Págs. 125-175.

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