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Prólogo
UNO
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DOS
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TRES
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Créditos editoriales
Solá, Juan
Ñeri / Juan Solá - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Hojas del Sur, 2019.
E-Book.
ISBN 978-987-1882-99-1
1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Adler, Paola, ed. II. Título.
CDD A863
Ser
el más delicado insecto
que camina entre los girasoles
el día que adelanta el verano
y el invierno
la mujer que llega a la luna
la fuerza que le corre la cara
al golpe
el viento que se filtra por donde puede en cualquier ventana
el olor a tierra cultivada a libro viejo o a flor que dura un día
el alimento que cura la herida del hambre
la confianza en una tribu
las ovejas que acechan a los lobos
el abrazo de los amigos
que ablandan
las cercas del mundo
hasta pulverizarlas.
Era de noche. La gente iba de acá para allá, de brazos cruzados y caras
solemnes por culpa del viento, que no daba tregua. La terminal era un mar de
fantasmas azules que esperaban y suspiraban, movían las piernas traslúcidas y
fumaban con la impaciencia de un fantasma que ha estado preso en este mundo
de mortales demasiado tiempo.
Rafael la vio enseguida. Qué no la iba a ver, si tenía una carita. Ella no era un
fantasma azul en una terminal del sur. Pensó que ella era distinta, porque así dice
la gente cuando conoce a alguien especial. Pero ella no era distinta. A decir
verdad, se parecía bastante al resto de los fantasmas de la estación.
Vio que tenía los ojos caídos sobre una libreta de tapa amarilla y la expresión
que tendría una jaula vacía si tuviera rostro, porque es bien sabido que una jaula
vacía también es un pájaro en libertad.
Algún arrebato de antiguo catecismo lo atrapó, indefenso, y se atrevió a
preguntarse si acaso la mujer sería un ángel, pero enseguida sacudió la cabeza y
se rio de su propia idea. El único Ángel que había conocido se le había aparecido
en el penal de Rawson, y tenía heridas de bala en el lugar donde van las alas.
Qué estará escribiendo, se preguntó.
Fingió atarse los cordones para mirarla un rato más. La miró de lejos, para ver
si no mordía. La siguió con los ojos un rato largo. Y así, de lejos, notó que a cada
rato se ponía un mechón de pelo atrás de la oreja y seguía anotando cosas y la
sonrisa le temblaba.
Rafael había aprendido de pibito eso de mirar de lejos y entenderlo todo.
Para cuando cumplió los cuatro, ya había entendido que la expresión en los
ojos de su madre era de cansancio; un cansancio de fuego que la iba
consumiendo de a poco, como si ella fuera un montón de carboncitos
agonizando.
La cara te dice todo, repetía siempre Rafael.
La cara te dice, por ejemplo, si el otro te quiere ver llorar o te quiere ver bien.
O si tu buena noticia lo puso contento o le cagó la vida. O si la piba que fichaste
toda la noche te va a dar cabida cuando te acerques. O si tu viejo te va a fajar con
cuero, con alambre o con madera.
La cara te dice todo eso, te lo juro, decía Rafael, y el Ángel se reía. Y el oficial
de turno, que escuchaba por casualidad, también sonreía, pero con una mueca
fea, como la que ponen las personas que encuentran placer en el canto de las
aves enjauladas.
Entonces, vos vas a querer ponerte a mirar la forma de las caras, vas a querer
decir este tiene cara de yuta o esta tiene cara de garca, pero así no funciona. La
forma de la cara no te dice nada, no tiene nada que ver, haceme caso, que si
llegué hasta acá, fue por aprender a mirar caras, agregó después.
Entonces hacía un esfuerzo por olvidarse de las rejas, cerraba los ojos y
pensaba en los pibes con los que paraba allá, en Capital. A ellos nunca se había
animado a hablarles sobre los secretos de los rostros, por miedo a que lo
creyeran un maricón sensible. Se arrepintió para siempre, porque a los pibes no
los vio nunca más.
De haberse atrevido, Rafael les hubiese dicho que para sobrevivir hay que
prestar atención a las sombras de la cara y también al pedacito de los ojos que se
pone brillante cuando uno está contento de verdad. O a la forma en que las cejas
se deslizan sobre la arena de la frente, antes de que los puños hiervan.
Debe ser por eso que hay personas que hablan tanto, suspiró el Ángel. Si
supieran mirar, no harían ese esfuerzo estúpido de llenar de barullo las palabras
que se dicen con las partes de la cara que no son la boca.
Vos sos re poeta, Ángel, aplaudió Rafael, y el Ángel hizo una reverencia.
Fijate los canas. Si los ratis te miraran a la cara, a los ojos, sería otra historia.
Pero nunca te miran, por eso te garrotean. Porque no ven lo que tenés para
contarles con los ojos. Porque tus ojos no pueden gritar tan fuerte, y esos
corazones muertos que llevan en el pecho ya no escuchan nada. Te fajan porque
sí. Porque se te enreda la lengua con la falopa y no te sale defenderte, y entonces
ves que las caras se les van llenando de asco, como si quisieran escupirte, y las
manos no les tiemblan, porque a vos te sobran las marcas de garrotazos viejos.
Son manchas de tigre resignado, obligado a ser la alfombra mientras todavía
respira, suspiró el Ángel.
Me dan lástima los ratis, continuó el otro, paseando los ojos por las paredes
húmedas de la celda. Me dan lástima porque nunca miran, nunca escuchan,
nunca saben nada, y encima de morirse pobres, se van a morir obedientes.
3
La señora tenía cara de entender el idioma secreto de los ojos, por eso a Rafael
le daban ganas de pararse cerca y preguntarle cualquier cosa: la hora, si aquella
noche iría a nevar, si vivía en Buenos Aires o viajaba de paseo, si sabía cuánto
tiempo demora el micro a Retiro, si tenía fuego.
Pero se quedó en el molde.
El chofer le dijo que hasta Buenos Aires eran casi cuarenta horas y que se
portara bien.
Más vale que me voy a portar bien, viejo, lo encaró. El tipo le palmeó el
hombro, casi con lástima, y desvió la mirada.
Le rompía las pelotas cuando lo hacían pasar por invisible. Cuando hablaba y
miraban para otro lado, como si no existiera. Como si el fantasma fuera él.
Entonces, escuchó que la señora de la libreta amarilla hablaba a sus espaldas.
Hizo silencio y la oyó escupir letras vueltas vapor, que mal conseguían hacerse
notar en el barullo de la estación. Sus sonidos eran frágiles, pero tibios, como un
nido.
¿Retiro, nueve y media?, preguntó.
Buenas noches, dijo el chofer, fingiendo indignación.
Perdón, buenas noches. Estoy muy cansada.
El chofer asintió, pero tirando la cabeza para atrás y revoleando los ojos,
dando a entender que le importaba todo una mierda.
La señora no se dio cuenta y siguió hablando sola y dijo que la verdad es que
en el hotel este del centro, el Atlántico Resort, se duerme muy mal. Enseguida
iba a agregar otra cosa, pero el tipo la interrumpió.
Asiento cuarenta y dos, arriba, sentenció, cortante, confirmando la mierda que
le importaba su historia.
Rafael subió detrás de ella, tenía el cuarenta y nueve.
Entre el pasillo estrecho y la pierna renga, llegar al asiento sin despertar a
nadie era una hazaña, pero él tenía cancha porque estaba acostumbrado a vivir
con mucha gente. Se había criado en una casa que tenía una sola pieza, y en la
pieza eran nueve.
Se sentó y la tenía en diagonal. Desde donde estaba, le veía los cachetes, la
punta de la nariz y esos anteojitos redondos que tenía, con el reflejo de la libreta
llena de letras. Escribía y sonreía, y Rafael no supo distinguir entre la intriga y la
ansiedad.
Vos siempre vas a cagarla porque sos ansioso. Porque no podés vivir el
presente. Porque este hoy que habitás está vestido con pantalones viejos y
pulóveres sin tejer, le había dicho el Ángel, que todo el tiempo hablaba en clave
de poesía y ha de ser por eso que siempre tenía razón.
Se guardó sus palabras porque cuando te criás entre pibes mal amados, te va
educando la sangre. Cambiás comida por sangre, techo por sangre, falopa por
sangre. Cualquier cosa que le dijeran para ayudarlo a ahorrar sangre valía más
que todas las escuelas que había abandonado.
La señora fingió mirar por la ventana, a su derecha, y aprovechó para ficharlo.
No supo qué cara habrá tenido, pero enseguida dejó de pensar en sangre y cruzó
los brazos.
Miraba para el frente y por el bordecito del ojo le entró un pedacito de la
mirada de ella, que le fichaba la facha y a lo mejor se preguntaba si realmente
había valido la pena pagar el pasaje más barato.
Se tentó de mirarla.
Si la mirás, no te mira nunca más, le dijo la voz que vivía en su cabeza, y
Rafael hizo silencio y también fingió interés en la oscuridad de la ruta.
4
En la pieza eran ocho porque el Ricardo se había ido y ellos habían podido
progresar y comprar una cucheta. Lo primero que hizo el padre cuando les
llevaron la cama fue pegarle una calcomanía que decía “No detengamos la
historia: Menem 1995”.
Rafael dormía arriba y el Walter dormía abajo, con el Chiqui. El padre dormía
con la madre y en un rincón, detrás de una cortina de baño que les había dado
doña Pachi cuando la sábana raída terminó de deshacerse, dormían la Carmen, la
Corina y la Cinthia.
Un día, la Carmen llegó llorando y le dijo a la madre que no le venía la
menstruación. La madre le dio una cachetada y le pidió por favor que le dijera
que el bebé no era del padre. La Carmen dijo que no, que no era, y la madre se
arrodilló a su lado y lloraron juntas toda la tarde.
Después, cuando se hizo de noche, le dijo a la Carmen que el padre no se
podía enterar que estaba preñada porque la iba a prender fuego, y la Carmen se
asustó tanto que se pasó dos días en cama, mirando la foto de la abuela Alba.
Cuando el padre preguntaba qué le pasa a la Carmen, la madre le decía cosas
de mujeres, y él miraba fijo la cortina de baño y era como si tuviera el poder de
ver a través de las cosas y ahí estaba la Carmen, después del plástico, llorando
sin hacer ruido, mirando la foto de la abuela que se le había muerto cuando ella
todavía era muy chica para saber qué significa tener miedo.
Y la madre repetía: son cosas de mujeres, no te preocupes. Y el padre salía de
la pieza, murmurando groserías.
En la escuela les mostraron un documental sobre el milagro de la vida. A casi
todos les dio asco la parte que el bebé saca la cabeza por ahí abajo y la maestra,
que se llamaba señorita Itatí y tenía cara de laucha, se limpiaba el esmalte de las
uñas y se reía a carcajadas.
En el video, Rafael vio clarito cómo nacía la hijita de la Carmen, que era nena,
y por eso le hacían agujeros en las orejas y la mandaban a vivir atrás de la
cortina, con las otras mujeres.
Ese mediodía, el Walter lo estaba esperando en la esquina del pasillo.
No vayas para la casa, le dijo cuando lo vio. Enseguida, puso los ojos en el
piso, para que el hermano no se diera cuenta de que había estado llorando.
Qué pasó, le preguntó Rafael, agarrándolo con fuerza del brazo. Qué pasó,
Walter, decime qué pasó, lo sacudió.
Como el Walter no respondía, salió corriendo, pasillo adentro. El barrio estaba
todo amarillo, porque el sol estaba fuerte y rebotaba en la laguna y en las chapas
y en los perros durmiendo, hechos un bollo, entre las bolsas de basura.
Corrió lo más rápido que pudo, sabiendo que ya era tarde.
Miró para el costado y le pareció ver que el Ricardo venía corriendo por
encima del agua verde de la laguna. Había vendido todas las guías y había
juntado la plata para volver a la pieza y le gritaba ¡dale, Rafael, corré más
rápido! Y Rafael corrió con todas sus fuerzas, que no eran muchas.
Cuando llegó a la casa, el padre se estaba abrochando el cinto.
La cortina que les había regalado doña Pachi estaba en el piso, y arriba de la
cortina estaba la Carmen, desnuda, dormida, con la foto de la abuela Alba sobre
las tetas.
Y había un montón de sangre.
La madre también sangraba. No pudo preguntarle nada, porque cuando ella lo
vio, lo agarró de los pelos, lo llevó afuera y le dijo quedate acá, portate bien.
Después, el padre dijo que se iba a dar una vuelta. Salió de la casa y cuando
pasó junto a él, le dijo vení, lo abrazó y le pidió que fuera bueno, que no fuera
como la Carmen, que lo hacía enojar.
A Rafael le temblaron las piernas y también le tembló la voz cuando
respondió sí, papá y el padre sonrió con una mueca de satisfacción por ese placer
secreto que le provocaba invocar el miedo en los corazones de sus hijos.
Volvió el domingo y trajo una camisa que no era suya, un pollo al espiedo y
un diario, que puso en la mesa y abrió a la mitad para mostrarle a la Carmen que
andaban buscando mozas para atender un bar en Comodoro Rivadavia.
La madre no dijo nada. Miraba el pollo muerto que tenía entre los dedos y lo
masticaba como si la carne se hubiese vuelto rabia.
Después, el Chiqui y la Carmen se miraron a los ojos un rato largo, como si se
estuvieran diciendo algo que nadie más podía escuchar. Como si hablaran un
idioma diferente, telepático, y sus ojos fueran tranqueras por las que entraban y
salían un montón de personitas, como luces de Navidad, vestidas de amarillo y
de verde y de rojo, que atravesaban el cuarto, bajo las chapas, saltando sobre el
polvo que flotaba en los rayos del sol y que era puente entre sus pupilas.
El Walter le preguntó al padre dónde queda Comodoro Rivadavia y el padre
dijo lejos.
La Corina iba a agarrar otro pedazo de pollo y la madre le pegó en la mano.
Dejá para tu padre, le ordenó.
Papi, yo le quería pedir un favor, dijo la Carmen.
Movía las piernas como si fuera a salir corriendo y miraba para donde estaba
la madre, que le hizo un sí con la cabeza, como dándole permiso. Como dándole
coraje.
Papi, ¿usted me dejaría quedarme hasta que se me cure la cara? Para ir bien
presentable al trabajo, allá, en el sur.
El padre iba a responder alguna cosa, pero la madre habló más alto:
Por supuesto que te vas a quedar hasta que se te arregle la cara, dijo. Nadie se
quiere coger una puta desfigurada.
El padre cerró la boca; los hijos tampoco se atrevieron a hablar. Rafael la miró
a la Carmen y se dio cuenta de que tenía ganas de llorar, pero no se animaba.
Cuando estás preso, no podés llorar tranquilo.
La Carmen se quedó catorce días y después se fue para Capital, para
encontrarse con el dueño del bar del sur.
Dijo que los iba a ir a visitar cuando le dieran vacaciones y que les iba a llevar
regalos, y el Walter le pidió si le podía traer un pingüino bebé, y ella le dijo que
sí.
Pero era mentira: la Carmen tampoco volvió nunca más.
Y en la pieza eran siete.
8
En la pieza eran siete porque el Ricardo se había ido a vender guías en el subte
y la Carmen se había ido a trabajar al sur.
Una tarde, la madre dijo la extraño a la Carmen y el padre le respondió que
quién iba a querer volver a ese pozo, que ni de visita la gente quería ir. Que
dejala, nomás, ella está bien allá, en Comodoro.
Esa noche, Rafael soñó que la Carmen lo iba a buscar a la salida de la escuela.
Temblaba como si tuviera frío, y le decía que tenía mucha sed, que le comprara
una gaseosa bien dulce.
Estuvo todo el día triste, porque él también la extrañaba a la Carmen y quería
que fuera a visitarlos, aunque su casa fuera un pozo.
A la salida de la escuela, se quedó esperando un rato largo, a ver si la hermana
aparecía. No tenía plata para comprarle una gaseosa, pero la iba a abrazar con
todas sus fuerzas y le iba a decir que fueran para la casa, que la madre seguro
tenía para comprar, y si no tenía, él se animaba a pedirle fiado a la Norma. Le iba
a contar que la madre había dicho que la extrañaba y que el Chiqui lloraba
mucho porque quería estar a upa con ella y nadie más.
Pero la Carmen no vino y él se volvió a la casa más tarde que de costumbre.
Fue por eso que la vio a la Corina. La vio por casualidad, porque esa noche había
soñado con la Carmen y porque quiso saber si un sueño puede hacerse realidad.
Y también por casualidad fue que se enteró que la Corina tenía novio.
El novio de la Corina era un tipo más grande. Le decían Keta y andaba con
campera de cuero en una ciento diez negra. Usaba botas como las que usan los
policías y unos anteojos que eran como espejos y reflejaban el cielo, los ladrillos
y las zapatillas colgadas en los cables.
El novio le dio un beso a la Corina y mientras le daba el beso, la Corina abrió
la mochila y lo dejó meter la mano. Cuando la moto se fue, ella se la puso al
hombro y agarró para el lado de la avenida.
¿Adónde vas? Le preguntó Rafael, cuando la alcanzó.
Ella lo miró con impaciencia.
Rajá de acá, Rafael, le dijo.
¿Ese es tu novio?
La Corina ni lo miró.
¿Te puedo acompañar?
Rajá para la casa, Rafael.
Permaneció de pie al borde del camino de tierra. La Corina se fue haciendo
cada vez más chiquita y cuando llegó allá lejos, a la línea gris de la avenida, se
convirtió en una malabarista sobre una cuerda de cemento, casi invisible entre
los remolinos de tierra.
La hermana volvió muy tarde ese día. El padre le pegó un cintazo y ella dijo
que estaba en lo de la Lichi, pero Rafael sabía que era mentira, porque la Lichi
no vivía para el lado de la avenida. De cualquier forma, prefirió no decir nada,
por miedo a la ira de su padre. Fue por eso que la Corina siguió teniendo novio
en secreto.
Una mañana que el padre no había vuelto, la Cinthia descubrió un reloj y dos
cadenitas escondidas entre la ropa de la hermana y la quiso obligar a regalarle
una. Como la otra dijo que no, la Cinthia le fue a decir a la madre que la Corina
andaba con un macho que le daba cosas.
La madre no dijo nada, porque estaba cansada de hablar. Siempre decía eso:
estoy cansada de hablar. Después, suspiraba y apretaba los dientes.
La agarró a la Corina de los pelos, le puso la cara contra la mesa, le sacó el
reloj y las cadenitas y se guardó todo en el bolsillo de su saco de lana roja. La
Corina lloraba despacito y la madre le preguntó vos también querés irte al sur,
hija de puta.
Otro día, vinieron a golpear la puerta. El padre estaba acostado porque era
temprano y la mandó a atender a la madre. Afuera llovía y en el barrio flotaba
una luz gris, como el cielo que se les venía encima.
El Walter y Rafael leían una revista, la Cinthia miraba por la ventana, la
Corina ordenaba su parte de la casa y la madre salía a atender la puerta con el
Chiqui a upa.
Vino la policía, dijo la Cinthia, con la cara pegada a la tela mosquitera.
La madre entró un ratito después, lo dejó al Chiqui en la cama, al lado del
padre, y le empezó a pegar trompadas a la Corina. Así, sin más, como si la hija
fuera un bicho que acababa de meterse a la casa buscando refugio de la tormenta
que se deshacía sobre los techos del pasillo.
La hizo gritar más fuerte que la lluvia en las chapas, como si la estuviera
marcando con un hierro caliente. El padre abrió los ojos, se levantó enseguida y
agarró el alambre dulce.
Nunca supieron por qué le pegaron a la Corina. Ni los hermanos, ni el padre.
Pero el padre pegaba igual. Pegaba y ponía cara de contento. Le marcó toda la
espalda con el alambre y la Corina faltó a la escuela dos semanas.
Una tarde que el padre se había ido a dar una vuelta, una señora de anteojos
cuadrados vino a preguntar por qué la Corina no estaba yendo a clases. La madre
le dijo a la señora que la Corina era la puta de un transa. Presa como estaba,
detrás de la cortina de plástico, la Corina no se atrevió a llorar.
La policía fue dos veces más a preguntar por el novio de la Corina. Una de
esas veces, la madre los tuvo que hacer pasar y los canas revolvieron toda la
pieza. Cuando se fueron, a la Corina le pegaron de nuevo.
Uno días después, doña Pachi vino a preguntarle a la madre si quería
bautizarlo al Chiqui, y la madre dijo que sí, así que un domingo que hacía mucho
frío, lo llevaron al Chiqui con el Walter y la Cinthia a la iglesia.
A Rafael no lo llevaron porque no tenía zapatos.
A la Corina no la llevaron porque tenía los labios rotos.
A las seis y cuarto, la Corina dejó de ordenar su parte de la casa, le dio dos
pesos con cincuenta a Rafael y le dijo que fuera a comprar grasa para hacer
tortas fritas.
Rafael se sentó en la cama, se puso las ojotas y la Corina fue y se le sentó al
lado. Lo abrazó más fuerte que nunca y Rafael también la abrazó, porque se dio
cuenta de que la hermana estaba triste.
Cuando necesites escaparte, yo te voy a ayudar, te lo prometo, le dijo, y
aprovechó que el padre no estaba para llorar con ruido.
Rafael salió para el almacén y a las dos cuadras, se lo cruzó al novio de la
Corina, que iba en su moto negra, con las botas de policía y los anteojos como
espejos que reflejaban las nubes, los árboles y las antenas.
Se miraron un segundo y Rafael alcanzó a distinguir, detrás del tornasol de los
lentes, unos ojos que estaban asustados.
El Keta se metió con la moto por el pasillo y nunca más se lo vio por el barrio.
Esa tarde, la Corina no hizo las tortas fritas. A ella tampoco la vieron nunca
más.
Después, se hizo de noche y los otros volvieron de la misa, con el Chiqui
bautizado.
Y en la pieza eran seis.
10
Rafael miró por la ventanilla y era como si la luz viniera rodando todos esos
kilómetros desde el mar. El sol se iba haciendo cada vez más gordo en los
pastizales, había algo de bruma suspendida entre los girasoles.
El señor del asiento ocho se sirvió un café negro y el micro se llenó de olor a
desayuno. Ocurre que el perfume del café tiene el poder de hacernos creer que
hemos despertado a salvo.
A Rafael, el estómago le crujía como las puertas de una celda. Él también se
sirvió un café y lo bebió en silencio, viendo como el sol derrotaba a la oscuridad.
Un rayo anaranjado se disparó directo a sus ojos y la claridad lo encegueció.
¿Qué te pasó anoche?
Levantó la cara despacio, le dolía todo.
El tipo estaba ahí, arrodillado, y le buscaba los ojos con la mirada. Cuando se
los encontró, Rafael se vio reflejado en sus pupilas de acuarela y apartó la vista
con rabia (o con vergüenza, ya no recordaba).
Veía borroso. Se llevó la yema de los dedos al cráneo y supo dónde dolía. La
luz azul del departamento lo mareaba. A su alrededor, decenas de desconocidos
lo observaban desde los portarretratos, desparramados por toda la sala.
Estaba tumbado sobre el sillón, pero no recordaba cómo había llegado hasta
ahí. Escenas diminutas de una noche de mala racha le apuñalaban la memoria,
pero era incapaz de reconstruir la historia.
El aroma del café caliente flotaba entre los libros y le avisaba que estaba a
salvo, que nada malo podía sucederle ahora, que nadie que quisiera lastimarlo
iba a encontrarlo ahí, tumbado sobre los almohadones, bajo el edredón que olía a
limpio, con el cuerpo hecho un bollito, como un mirlo que descansa bajo un
alero después de escapar de la peor de las tormentas.
Decime, Rafael, ¿qué pasó anoche?, insistió el viejo.
Se levantó y sintió un pinchazo en la rodilla, pero no se quejó. No quería saber
cómo sonaba el dolor que lo embargaba.
La mesa estaba llena de comida. Se sentó en una esquina y empezó a masticar
haciendo mucho ruido. Después de un rato, respondió:
No me acuerdo. Me fajaron. ¿Qué es esa música?
¿Qué música?
Algún vecino tocaba el piano y la melodía venía del piso y también del techo
y de las cortinas, como si el piano estuviera en su cráneo. La sirena de una
ambulancia estalló en la calle y la música se detuvo.
¿Quién te pegó, Rafael?
¿Sos milico, vos?
El tipo lo observo con una pena que parecía honesta, pero irritante.
Antes, muerto. ¿Tomaste el calmante que te dejé en la mesita?
Rafael no respondió.
¿Por qué te pegaron?, insistió el viejo.
El pibe miró por la ventana y se le achinaron los ojos.
Estás medio aturdido, me parece.
Sintió otro pinchazo y largó un ay de dientes apretados, y el tipo le volvió a
preguntar si se había tomado el calmante que le había dejado en la mesa ratona.
Le dijo que sí sin hablar, y cuando sacudió la cabeza, también se sacudieron los
platos y los libros y las paredes.
Apretó los ojos y el dolor se hizo más intenso.
¿Me das otra pastilla?
El tipo se puso de pie y volvió después de un rato. Rafael se metió la píldora
en la boca a las apuradas y la pasó con un sorbo de café tibio, mientras se frotaba
donde dolía.
A ver, mostrame la pierna.
Salí de acá, puto, se defendió.
El viejo se puso de pie, rodeó la mesa y se le vino a parar al lado. Su corazón
se aceleró como cuando a uno lo descubren en su escondite, y la luz comenzó a
extinguirse. Rafael escuchó clarito la melodía del piano que salía de los zócalos,
de las fotos y de la alfombra.
¿Qué hacés? Salí de acá.
El viejo se le fue encima y le puso los dedos en la bragueta. Él se quiso
levantar, pero acabó yéndose de espaldas al piso.
¡No te me acerqués! ¡No te me acerqués!
Puso la cara más brava que tenía, pero el tipo no se asustó.
El piso se movía, las patas de la mesa se derretían como velas y las sillas eran
ahora un montón de sal sobre la alfombra. Quiso gritar, pero no le salió la voz.
Quedate tranquilo, Rafael, le dijo el hombre, arrodillándose frente a él.
Un olor a óxido le llenó las fosas nasales, le dieron arcadas y quiso vomitar.
Levantó el brazo para tirar una trompada, pero su puño se desplomó como una
fruta podrida sobre el charco de sangre sobre el que yacía.
11
Despertó muchas horas después y abrió los ojos lentamente, porque la claridad
lo enceguecía. El Chiqui estaba ahí, de pie, a su lado, y lo miraba fijo. Flotaba en
la claridad y le sonreía y quiso tocarlo, pero no pudo moverse.
¡Se despertó!, gritó alguien.
El Chiqui salió corriendo, llevándose toda la luz que encendía el dormitorio,
que de repente se volvió opaco, como la nostalgia.
Rafael estaba acostado y giró la cabeza cuando sintió que se le sentaban al
lado. El tipo le agarró la mano. Quiso soltarse, pero no pudo. El viejo le acarició
los dedos y lo miró con una dulzura que en el fondo, lo repugnaba.
¿Qué pasó? Murmuró entre dientes.
En la habitación había otro tipo. Tenía el mismo acento afeminado del primero
y llevaba puesto un uniforme de enfermero.
Casi te perdemos, corazón, le dijo.
Rafael enfocó la mirada, le vio la ropa llena de sangre y enseguida entendió
que era suya.
¿Y los pibes?
No volvieron, dijo el tipo sentado junto a él.
Te salvaste de milagro, bomboncito, interrumpió el otro, enjuagando trapos en
un fuentón. Dos balazos, exclamó. Un par de centímetros a la izquierda y no
contabas el cuento, bebé.
¿Ahora sí me vas a decir qué pasó? ¿Qué te pasó?
El tipo le buscaba los ojos, pero Rafael no quería mirarlo. No quería abrir la
boca, ni ponerse a merced de su misericordia. Le dolía la pierna y el costado,
debajo de las costillas. Le costaba respirar, hablar le parecía imposible. Cerró los
ojos y al rato los escuchó salir de la pieza.
Quiso hacer memoria, pero la noche se le venía encima despedazada. Sus
recuerdos eran trozos de vidrio molido y quiso llorar, pero no se atrevió.
Lo aterraba perder la memoria, despertarse un día y haberlo olvidado todo. En
ocasiones, la memoria era una prisión, pero también el único lugar donde podía
encontrarse con sus hermanos.
13
Era febrero y los pasillos del barrio hervían. La Corina se pasaba las siestas
mirando cómo el sol quemaba las chapas del otro lado de la ventana abierta.
Andaba con los párpados como persianas pesadas, muerta de sueño, y se
abanicaba con lo que tenía a mano. Lavaba un poco de ropa, escuchaba la radio
y atendía la despensa.
Aquella noche había soñado que enjuagaba unas remeras que había dejado en
remojo, cuando alguien llamaba a la ventana del kiosco, aplaudiendo. Ella se
asomaba para ver quién era y se encontró con la cara puntiaguda del Rafael.
Y la mami, le preguntaba la Corina, soñándose con las manos mojadas.
La mami se fue lejos, le respondió él.
Y la Corina entendió enseguida.
Pero no te pongas triste, agregó Rafael. Yo te voy a venir a visitar.
¿Cuándo vas a venir, Rafael?, quiso saber ella, preocupada, porque el Keta
decía que la casa estaba fea como para recibir visitas.
No te preocupes, voy a venir cuando no estés.
Entonces me quedo tranquila, respondió ella, y se despertó.
Escuchó que había alguien en la ventana de la despensa. El batir de palmas la
arrancó de la somnolencia caliente en la que flotaba. Seguía siendo de siesta y
ella tenía las manos hundidas en el tanque de agua con jabón.
Se arrimó a la reja y se encontró con las caras sucias de tres guachitos que no
habrán tenido más de ocho. Eran flaquitos y chabacanos, maleducados sin
maldad; medio pillos, pero compañeros. Uno solo tenía zapatillas, el más
chiquito.
La Corina los conocía. Sabía que los pibes vendían tarjetitas en el subte y que,
con lo que juntaban, le llevaban comida a la madre, que estaba en cama hacía
rato porque había perdido una criatura por culpa del marido.
Hablaban a los gritos, acostumbrados a levantar la voz para que los pasajeros
del tren les prestaran atención. Siempre que venían, la Corina se acordaba de un
hermano suyo, que no veía hacía años porque se había ido de la casa a vender
guías de la ciudad y no había vuelto nunca.
Los pibes solían comprar pan, un pedazo de mortadela o picadillo. A veces,
cuando les iba bien, llevaban una gaseosa. Pero ese día no comprarían ni pan, ni
gaseosa, ni picadillo, ni levantarían la voz, ni le responderían a la Corina cuando
ella les preguntara cómo estaba la madre que, postrada bajo las chapas de fuego,
los esperaba y se preguntaba si aquel día la ciudad se habría volteado a mirarlos;
si, por acaso, les habría perdonado la infancia arrebatada a tirones por esa
escasez monstruosa que les agujereaba la ropa y los estómagos. En sus cuerpos
exhaustos se marchitaba cualquier esperanza. En esa tierra seca que eran sus ojos
no florecería ningún milagro.
Doña, mire, dijo el mayorcito, con la voz medio apagada, levantando una lata
de pintura. Le pinto el frente, doña.
Ella suspiró, descorazonada.
Pero si no tengo un peso para pagarte, le dijo, y era cierto.
No importa, doña, insistió el mocoso. Yo le cambio la pintura por lo que usted
me quiera dar. Va a quedar linda su casa, doña. Distinta. Mire, la pintura es
amarilla. Acá todas las casas son marrones.
Cómo se le dice que no al hambre que muerde los labios y araña el estómago
de una criatura. Si lo que querían era llevar algo para comer a la casa. La Corina
se fue para adentro y al rato regresó con una botella de agua fría y pasó la tarde
con ellos.
El Keta volvió el último domingo de diciembre. Quería recibir el nuevo
milenio con su mujer, dijo, mordiéndole los labios.
No le gustó cómo había quedado el frente y la Corina le contó que a veces
pensaba que sería lindo recibir visitas, por lo menos para las Fiestas. El mundo
que la había visto crecer, le había hecho creer que las visitas son cosas de gente
que tiene casas lindas.
El Keta trajo un pollo al espiedo y el diario, que contaba en un recuadro
chiquito que las ratas de un depósito de la policía se habían comido quinientos
kilos de marihuana.
Se pudrió todo, dijo, mientras la Corina le servía pollo. Ya repartieron. El
jueves salgo de encomienda.
¿Adónde vas?
Lejos, dijo el Keta, y la mujer lo miró fiero.
¿Cuándo ve…?
Corina, acabo de llegar. Acabo de llegar, mami. Pasame las papas. Acabo de
llegar y ya me preguntás cuándo me voy, cuándo vengo. La puta madre, este
cuchillo no corta una mierda.
La Corina le pasó el otro, el del mango de madera.
Por favor, Carlos, no golpees la…
Golpeo lo que quiero, la concha de tu madre. Esta es mi casa. Pasame la
mierda esa. Dejame comer tranquilo, Corina. Comé vos también. Agradecé y
callate la boca.
Ella hizo silencio. Se sirvió un pedacito de pollo y un par de papas y miró un
rato largo la comida sobre el plato.
¿Qué pasó, Keta?
El tipo masticó despacio y cuando tragó, se llevó el vaso de vino a la boca.
Bebió largamente, con los ojos fijos en las vigas del techo, como buscando
palabras perdidas allá arriba.
Le debo a Noriega. Ponele que yo soy la rata que se comió los quinientos kilos
de faso. Se cagó lo de Itatí.
El Gordo te va a esperar.
El Gordo me quiere cambiar la deuda por laburo.
Y entonces, la Corina se enteró que cuando el marido dijo lejos, estaba
hablando de Comodoro Rivadavia. Y ella ya había sentido nombrar Comodoro,
tiempo atrás.
Cuando a la Carmen la mandaron al sur, la Corina buscó el nombre de la
ciudad en un mapa de la Argentina que salía en un libro que tenían en la
biblioteca de la escuela. Nadie la vio arrancar la hoja. Conservó el trozo de
papel, como si fuera una foto de la hermana. Quiso prenderlo fuego una tarde,
convencida de que si incendiaba el nombre de la ciudad, podría liberar a la
Carmen de la prisión de la distancia. Pero no se atrevió.
Otro día, lloró pensando en ella y dejó caer un par de lágrimas sobre el
nombre de Comodoro, con la esperanza de que la Carmen supiera que la
extrañaba. La lágrima borroneó la tinta y desde entonces, el nombre ya no se lee,
y la Corina no supo nunca si la Carmen también pensaba en ella, o si alguna vez
le escribiría una carta.
El Keta se puso el ventilador fijo y se tiró una siesta. Ella empezó a juntar los
platos tan distraída, que se cortó el dedo con el embalaje del pollo.
Una gota de sangre cayó sobre la mesa y la Corina se quedó mirándola fijo,
chupándose el dedo.
Vos no te tenés que asustar cuando te sangre, le había dicho la Carmen. Te
ponés algodón, y listo. Y no le cuentes a nadie. A mamá, después, pero a nadie
más. A la Cinthia tampoco. Y a él, menos. Él no se tiene que enterar nunca.
Mamá no quiere.
¿Carmen?
¿Qué?
¿Vos ya cogiste?
No digas así. No.
Después espió, para ver si no venía nadie.
¿Secreto de hermanas?
Te lo juro.
No sé. O sea, sí. Pero es mentira que es lindo. ¿Viste que el varón te tiene
que…? Eso. Ay, no digas así, sos chiquita. Pero sí, eso. Y bueno, te la meten
muy fuerte. Te duele, es feo. Hacen como perros. Así, así, así. Y te aprietan, te
hacen doler. Te agarran del cogote, no quieren que hagas ruido.
La Corina se quedó pensando, mirando el pasto.
¿Carmen?
¿Qué?
¿Por qué él no nos quiere?
La Carmen suspiró y miró para otro lado.
Sí nos quiere. Pero no nos ama.
La Corina lo miró al Keta, que dormía con la boca abierta y la mano en la
bragueta, y pensó que él tampoco la amaba. Que no la había amado nunca, que
no sabía cómo se hacía. Que la quería, nomás, y la quería mal. De qué sirve
amar, si no se sabe querer, pensó ella, y se acostó a su lado.
Durmió la siesta y esta vez, soñó con una plaza. Soñaba mucho, la Corina,
porque en el fondo se sentía presa. Este sueño se parecía más a un recuerdo: ella
era chiquita, la Carmen y el Ricardo también. Los otros todavía no nacían. El
padre todavía trabajaba en la fábrica y la madre no lloraba nunca. Estaban en la
plaza y la abuela Alba y doña Pachi tejían pulóveres verdes y conversaban,
sentadas en un banco. La miraban y le decían hola con la mano, y ella tenía
puestas unas alitas de plástico, que vaya el Diablo a saber dónde habrán
quedado.
El padre la subía a los hombros, ella cerraba los ojos y volaba alto, altísimo;
tan arriba, que las nubes húmedas, en estampida, se le deshicieron contra la cara.
Tan alto voló la Corina, que el cielo se empezó a ennegrecer. Un nido de
víboras eléctricas se retorcía entre los nubarrones, tuvo miedo y le dolió la
panza. Cuando levantó los ojos, buscando el sol, las piedras le llovieron sobre el
rostro.
Se despertó ahogando un grito, aterrada, y se encontró con la boca del Keta y
su aliento etílico trepándole por la nariz.
Qué hacés, Carlos, le quiso decir, pero el Keta le calló la boca de una
trompada.
Cuando pudo abrir los ojos de nuevo, vio las cajas de vino desparramadas
sobre la cama, en la mesa de luz y sobre el modular, al lado de la Virgencita, que
se parecía a la Carmen y la miraba con los ojos tristes.
La Corina lloró y balbuceó me quiero ir y el Keta la mandó a callarse. Le
chistó al oído, mientras se bajaba los pantalones con la mano izquierda.
Quién te va a querer así, puta y trompeada, le dijo.
Le dolieron los brazos y las piernas, los ojos y las costillas, pero lo que más le
dolió fue él. Él le dolió tanto, que cuando vio su reflejo roto en el espejo sucio,
comenzó a llorar de nuevo.
Quién te va a querer así, puta y moqueando, le dijo el Keta, desplomándose a
su lado.
La Corina torció el cuello y vio que sobre la cómoda, entre las cajas vacías y
junto a la estatuilla, había un plato con restos de cocaína.
El olor a óxido de la sangre seca de su mujer le acarició la nariz y lo embriagó
más que todo el vino que se había bebido y lo excitó más que toda la merca que
se había tomado mientras ella soñaba.
Qué estás haciendo, Corina, le dijo la Virgencita.
Afuera había empezado a oscurecer y la casa se puso azul y la Corina se
acordó de la tarde que Carlos la subió a la moto y la sacó de la pieza esa donde,
decía, se le estaban muriendo todos los sueños. Carlos había sido bueno con ella,
la convenció de que el amor se parece a una jaula y poco tiempo después, la
puso a merced de sus monstruos. La dejó sin familia, sin amigos, sin permiso
para estudiar. Así, la fue encarcelando de a poco.
No era capaz de recordar el momento exacto en que el Keta se ensombreció,
pero sabía que era todo culpa de la falopa. De la falopa y de esas ganas suyas de
ser alguien importante, y de la frustración, y de ese miedo a morir que, desde
hacía años, había anidado en sus tripas y lo acompañaba en cada desvelo de
sustancia.
Ella jamás podría salvarlo.
Se levantó, fue hasta el ropero y empezó a meter sus cosas en una bolsa de
plástico.
El Keta, desparramado sobre la cama, abrió los ojos, atontado. Le llevó un
buen rato enfocar la imagen de la Corina y entender lo que hacía. En una mano,
la bolsa llena de trapos; en la otra, el mango de madera del cuchillo que tenía
filo.
Quiso ponerse de pie, quiso alcanzarla, pero el vino no lo dejó. El vino o la
Virgencita.
La Corina lo escuchó desplomarse contra el espejo y cerró la puerta con llave.
Tumbó la moto contra la pared pintada de amarillo, le enterró el cuchillo hasta el
mango en la rueda trasera y espió por la ventana por última vez, para decirle
chau a la Carmen.
2
Querido Federico,
Te escribo esta carta desde casa. Acabo de ver un documental sobre el
Coliseo. Automáticamente me acordé de vos y enseguida se me vinieron un
montón de cosas a la cabeza.
Nos recordé en la ruta, camino a Tívoli. Vos manejabas y llevabas ese pañuelo
azul precioso que te había regalado para Navidad. ¿Todavía lo tenés?
No tengo idea qué hora será allá, acá son las nueve y veintinueve. Debo
reconocer que cada vez me acuesto más temprano, ¿me estaré convirtiendo en
una vieja de mierda?
Honestidad brutal: vengo pensando mucho en vos.
En Tívoli, en Berna, Año Nuevo en Estocolmo, en todo eso pienso siempre.
Ya casi ni te veo en esos recuerdos, me los he apropiado, francamente. En alguna
carta te dije que había roto hasta las fotos mentales, y a esto me refería.
Pero esta vez vengo pensando mucho en la parte oscura de vos, como dije
alguna vez. A lo mejor, sea eso lo que me lleva a la cama tan temprano. No
quiero pensar en tus oscuridades, pero es que de repente me han ocurrido tantas
cosas. Quiero creer que esta llovizna finita sobre una Buenos Aires
fantasmagórica tendrán algo que ver con tu reaparición imaginaria, pero confieso
que a mí también me ha alcanzado lo surreal y es aquí donde tus oscuridades
parecen reverdecer (¿o renegrecer?).
Quiero que sepas que poco queda de todo eso que supe ser y para colmo de
males, por repatriarme en un país a punto de estallar, cada vez me resulta más
difícil recordar las buenas épocas. También habrá sido un poco por eso que te
saqué de las fotos mentales, para que la miseria que me fue acorralando no se
encontrara nunca con esa belleza tuya, que ya te dije que es eterna. Hiciste bien
en quedarte en Madrid. Yo fui cobarde y prejuicioso, y ahora me arrepiento un
poco.
Lo he vendido casi todo (solo conservo un par de joyas, vajilla y la casa que
era de mi madre, que es donde vivo ahora.) Si te cuento todo esto no es para
conmoverte, no te preocupes. No voy a matarme, ni mucho menos atreverme a
pedirte dinero. Lo hago para que entiendas por qué hice lo que hice. Y por qué se
me han resucitado tus oscuridades.
Hace casi cuatro meses que vivo con cuatro muchachos. No puedo decirte que
son buenos tipos, sinceramente, pero dejame explicarte:
Conociste la casa de mi madre.
Si hacés memoria, subíamos por un ascensor que dijiste que parecía una jaula
y yo canté “Qué par de pájaros los dos”. Era primavera y era el año de 1976. Vos
llevabas puesta una camiseta polo negra y no te sacabas los anteojos por nada del
mundo, porque estabas muerto de vergüenza de mirar a mamá a los ojos (por
eso, tal vez, recuerdes el edificio a través del sepia de tus gafas de carey).
Entramos por un pasillo ancho. Vos te miraste en el espejo ovalado de roble, a
la derecha, y yo me paré atrás tuyo, te di un beso y te dije “sacate los anteojos,
ridículo”. Ojalá no me guardes rencor por eso, o por obligarte a conocerla. Pero
sabés (¿recordás?) cómo soy: si me decías que iba en serio, tenías que almorzar
con mamá.
Llegamos al comedor y el ventanal del balcón terraza estaba abierto de par en
par. La plaza, a dos cuadras, era una puñalada de verde entre tanto ladrillo y el
sol que nos recibía sabía que era septiembre.
Te llevé a conocer cada rincón de la casa, una costumbre que aprendí en Brasil
y que te pareció tan exótica como acogedora. Dijiste que te parecía hermosa, que
te habían gustado los techos altos, que las molduras barrocas eran preciosas, que
te maravillaba tanto espacio en medio de la ciudad, que todo ese sol era
impagable.
Hoy, de todo ese sol, no queda más que una luz difusa que calienta la espalda
de la torre que han construido enfrente. Ya poco y nada sobra del esplendor de
este departamento. Me avergüenza confesarte que si lo he vendido todo, fue para
pagar lo poco que me queda. Lo poco a lo que me aferro, como cárceles
diminutas para la memoria.
Fue así que conocí a los muchachos, que no serán de lo mejor, pero pagaron lo
suficiente para permitirme vivir lo más dignamente posible, si es que acaso a
este país de corruptos le queda algo de dignidad.
Los muchachos vienen del Oeste. En el Oeste está el agite, me dicen siempre.
No sé muy bien lo que quiere decir, pero de alguna forma me da ternura. Cada
quien tiene sus modos de amar la tierra que lo parió.
Enseguida me di cuenta de que andaban en algo raro y terminé confirmándolo
hace poco más de un mes: mueven droga.
(Quisiera hacer un paréntesis para decirte que un poco me hubiese gustado
verte la cara después de leer todo esto).
Cuando me enteré de la cocaína, ya tenían escondido suficiente polvo como
para abastecer la mitad de Ibiza. Hasta en la azucarera había merca, Federico.
Confieso que, al principio, mi instinto fue enojarme, pero a esta edad me
cuesta mucho menos pensar antes de actuar y fue así que un par de días después
decidí, valga la redundancia, blanquear el asunto.
Federico, no quiero que olvides que he mencionado que lo poco que me daban
los muchachos, apenas me alcanzaba para vivir dignamente. Lo mínimo que
podía hacer, frente a una situación de tráfico en mi propia casa, por parte de mis
propios inquilinos, era aumentarles el alquiler. Ellos comprendieron
perfectamente.
Quiero dejarte en claro que no soy más que una pobre víctima al que un grupo
de violentos obligó a cometer un delito, pero eso solo en caso de ser descubiertos
por las fuerzas. ¿Ves que siempre fui cobarde?
Por lo pronto, he comenzado a vivir mejor y aunque te resulte retorcido, se lo
debo a estos mocosos. Ellos me dijeron “¿y cómo querés que te paguemos el
alquiler, si este es el único laburo que tenemos?”, y la verdad que un poco de
razón tienen.
Y heme aquí, Federico, haciendo lo mismo que me acobardó de vos en
Madrid, tantos años atrás. Viviendo de la clandestinidad para sostener un estilo
de vida que cada día me parece más mersa, sumergiéndome en esa oscuridad que
alguna vez fue tuya y que ahora es toda mía.
Ojalá hayas leído esta carta hasta el final, Federico, porque esta es una carta
para pedirte perdón. Perdón por haberte juzgado tan descaradamente. A lo mejor,
esta también sea una carta para perdonarme a mí mismo, pero es muy pronto
para saberlo.
Sabrás disculpar tanta melancolía. Esta debe ser la primavera más triste que ya
atestigüé. A lo mejor, hice todo esto buscando una escapatoria. Todos nos
escapamos a veces: vos te escapaste de Porto por miedo a tu padre, yo me escapé
de Madrid por miedo a tu lifestyle. Por miedo a tus modos de existir.
Y mirame ahora, preso de mis palabras. Preso en una prisión que es más
eterna que todas las cárceles. Ay, Federico, ¡ojalá hubieses sido vos esa cocaína
en la azucarera! Así, me hubiese tomado dos días para pensar lo que tenía que
hacer. Así, a lo mejor, todavía podría mirarte a los ojos. Por eso, espero que si
todo este tiempo no te dejó perdonarme, esta carta lo haga.
Con todo mi amor,
Agustín
Boedo, 21 de septiembre de 2001
3
Querido Federico,
Debo confesar que tu respuesta me dejó sin palabras. A esta altura, ni siquiera
esperaba que siguieras usando la misma cuenta de email. Imaginate mi cara al
leer todo lo que leí. Nos sorprendimos mutuamente y eso solo hace que siga
goteando surrealismo sobre este cuadro lleno de símbolos paganos.
¿Casado? ¡Casado, vos!
Adivinarás que mi primera reacción fue juzgarte con todo este fulgor marica
que me recuerda un poco a mi madre y un poco a uno de los sacerdotes del liceo
de mi adolescencia. Entonces, hice lo que hice con la cocaína escondida en la
azucarera: levanté la tapa, observé detenidamente, volví a taparla y esa tarde me
tomé un té con miel.
Me cuesta pensar que al final tu padre triunfó y que el mandato fue tu jaula y
que tu vida es una cárcel inmensa, como vos decís. Me cuesta quitarte los
anteojos de carey y ponerte ese chalequito espantoso que usan los empleados de
la panadería, que es el imperio que ese hombre que te hizo, pero no te quiso,
quiere perpetuar. ¿Por qué intentás convertirte en lo que alguna vez te destruyó?
¿Tanto te gusta vivir en pedazos? Ojalá pudiera mostrarte las cosas que pasan
cuando todas tus partes se encuentran.
Me cuesta cerrar los ojos y pensarte sentado en la punta de la mesa, saber que
por fin cambiaste el plato de polvo por el plato de spaghetti y que no soy yo el
que te acompaña y te sonríe y se encuentra con toda esa luz que permanece
hundida en el fondo de tus pupilas, que me hizo observarte con amor desde el
primer día.
Me cuestan los domingos, Federico. Los domingos que habrás pasado viendo
cómo crecían tus hijos y cómo se te morían los sueños. Me aterran esos
domingos, Federico, porque sé que se los regalaste todos a tu padre y que ya
jamás volviste a conducir por la ruta del vino, ni a pasear la carne bella por Ibiza,
ni a ver el atardecer desde una terraza en esa Madrid tuya que alguna vez te hizo
libre.
Ojalá pudiera abrazarte.
Siento melancolía por todo lo que no habité a tu lado y siento culpa por
haberme ido y siento rabia porque toda esta verdad doliente se me viene a
desarmar frente a los ojos cuando ya no puedo hacer nada para torcerle las ramas
al destino.
Sé bien por qué no lloro: yo ya lloré por esto.
Comprendo que esta, tu verdad, es tuya y de más nadie, y si decidiste
compartirla conmigo, no fue buscando rabiosos finales alternativos que jamás
podrás saborear, sino a lo mejor una lágrima compañera a la distancia, unos
brazos que te envuelvan, alguna poesía que hable de esta memoria que nos
habita, todavía tibia.
Una persona cualquiera, de esas que andan por la vida regalándole verdades (y
un poco de paz) a la gente que se cruza, me enseñó una palabra hermosa una vez.
Me dijo: somos ñeris.
Cuando pregunté qué quería decir, me explicó que ñeri significa un hermano,
una hermana, un amigo y una amiga, un lazo incorruptible por la fantasía del
tiempo, la complicidad hecha carne y sobre todo, una lágrima partida al medio
para enjuagar dos ojos que se miran. Todo en simultáneo.
¿Querés ser mi ñeri, Federico?
Es que, incapaz de controlar el maremágnum de recuerdos, te regresé a esas
visiones de pasado de las que te había borrado. Te saqué del cajón y volví a
ponerte en la repisa, como quien resucita souvenires. Te hice holograma y te
devolví a tu lugar en la mesa, muerto de risa, y lo pensé con tanta fuerza que a lo
mejor lo soñaste, y si así fue, ¡celebro la resurrección de tus sueños!
Mientras escribo esto, sonrío: la imagen del espejo ovalado de roble, que
todavía conservo, me engañó. Creí, por un instante, verte sobre la cama,
desnudo, con un cigarrillo entre los labios y el jopo al costado, como los actores
de Hollywood. Me decías cosas lindas y el humo se escapaba entre tus labios de
durazno.
Me decías:
Estoy cansada de ser poco natural todo el rato y no poder hacer lo que quiero.
Estoy cansada de actuar como si no comiese más que un pajarito.
Afuera llueve torrencialmente y es feriado en toda Francia y es el año de
1982. Yo te miro con ternura y te respondo que también me sentí Escarlata en
algún momento, y que por eso me fui, y vos me respondés: ¿acabaremos siendo,
acaso, lo que el viento no se pueda llevar?
Después hacemos el amor y deshacemos la cama y también nosotros nos
deshacemos un poco, uno contra el otro, extinguiéndonos con la luz nostálgica
de la noche que se pasea frente a la ventana; volviéndonos anaranjados con el
amanecer, todavía con la carne trenzada, todavía besándonos, porque, tal vez lo
recuerdes, siempre decíamos que los besos que nos dábamos nunca nos
alcanzaban.
Estábamos tan enamorados, Federico.
Hoy, tantos años después, me temo que algo de todo eso queda y ya no
volveré a negarlo. Prefiero que así sea, que permanezca conmigo aquello que
alguna vez fue nuestro. A pesar de haberlo negado. A pesar de haber intentado
sin éxito hacerte desaparecer para ver si, después de vos, quedaba algo de mí.
Comprenderás que necesitaba sobrevivir y precisé poner tu existencia en pausa.
No me olvidé de vos, me acordé de mí.
El piano de Argerich se apodera del dormitorio, cierro los ojos y siento tus
manos firmes en mis hombros. Sonrío para nadie.
Rafael se queja en la habitación de al lado. No me ha contado mucho. Dice
que algo salió mal, pero no explica qué. Permanece en silencio largo tiempo. En
sus días de divague febril, lo sorprendí observando la nada con ternura, como si
el fantasma del amor se le hubiese aparecido, y me reconocí en sus ojos.
Rafael llegó a casa hace un mes con una herida de bala y pocas chances de
contar el cuento. Sabés que soy un cobarde, te imaginarás cómo me puse cuando
vi toda esa sangre. El pendejo se me iba en los brazos y no sé por qué pensé en
mamá y terminé haciendo lo que hubiese hecho cualquier mujer con una criatura
herida: me guardé las lágrimas, saqué fuerzas de no sé dónde, lo acomodé y le di
de beber y lo mantuve despierto hasta que conseguí ayuda.
La Cococha llegó ni bien pudo. ¿Te acordás de la Cococha? Amiga de toda la
vida, trabaja en el Santojanni. Supongo que, en su momento, te lo habré
presentado como Ismael.
Varios favores me debe la Cococha, y tuve que recordárselos todos para que
aceptara venir a ayudarme, porque sabía perfectamente que lo que estábamos
haciendo era ilegal.
No sé qué decirte, Federico. Cuando sentí que se iba, que se le extinguía esa
luz que tiene presa en las pupilas, el estómago se me hizo piedra. Él era un
pichón con las alas rotas y yo tuve miedo. Miedo como el que no sentía desde
nuestros días juntos, separándonos. Uno de esos miedos paridos por lo
irremediable.
No te confundas ni un instante, Federico. Era un hijo el que se me moría en
los brazos, no un amante. Era la confirmación de las mil formas que adopta el
amor para que podamos reconocerlo. Era un latir en sincronía, oxígeno
compartido, una excusa para reverdecer. Yo quise salvarlo.
La Cococha dice que le puso tanta falopa, que lo convenció de quedarse.
A veces, lo escucho gemir, llamando a los hermanos. La voz se le rompe en
mil pedazos cuando pronuncia sus nombres, que a mis oídos llegan incompletos.
Alcanzo a oír fragmentos, a lo mejor reza sin darse cuenta.
Esta tarde le pregunté. No quiero hablar de eso, me dijo, y con las palmas de
las manos se cubrió los ojos, porque es por los ojos que habla Rafael.
La Cococha me dice que en un par de semanas se levanta de la cama y yo
estoy más tranquilo. El miércoles vendí un prendedor y un relicario y el lunes
voy al Banco Nación de San Juan y Entre Ríos, a ver si me pagan. Dicen que no
hay dinero en ningún lado. ¿Te has enterado que la gente se junta en plazas y
galpones a cambiar salsa de tomate por harina? Soñábamos con ser Estados
Unidos y terminamos siendo alguno de esos países perdidos en la sabana. En
televisión aplauden: quieren hacernos creer que estos pobres hambreados son
“personas luchadoras”. No pueden ser tan cínicos. Son la nueva iglesia, pintando
la pobreza de rosa, jurando la ficción del cielo para sosegar la rabia del que no
come.
Con el dinero que me dieron por las cosas de mamá, tiramos hasta que el Rafa
se levante aunque, debo confesarte que de regreso a casa, me compré una botella
de Disaronno. Estaba regalada: la licorería cierra a fin de mes.
Nos pasamos la noche con la Cococha cuidando a Rafael y acordándonos de
nuestros años mozos, de las veces que la policía nos fajó por putos, de alguna
loca que ya se fue.
Acabé contándole que te escribí una carta y me dijo que le parecía una
estupidez, que qué es eso de aparecérsele a alguien de ese modo, como un
fantasma que ha demorado veinte años en aceptar que está muerto.
La Cococha siempre confunde los recuerdos con fantasmas por cosas que le
habrán pasado a ella, por eso le expliqué que yo no quiero atormentarte, ni
pretendo arrastrar cadenas para no dejarte dormir. Patrón de las oscuridades que
habito, estoy más cerca de la Ópera que de Canterville.
Es que nos vamos poniendo viejas, le explico, y ella asiente. Viejas y
sentimentales. Viejas y arrepentidas.
Tenés razón, me dice la loca, mirando la nada con cara de soñadora. Yo sé que
piensa en alguien, pero a mí no me cuenta nada. Es buen tipo, la Cococha, pero
estas cosas del amor y el desamor le duelen mucho, entonces prefiere no opinar,
cambiar de tema, pensar en la realización profesional.
Como Cocó Chanel, dice, y se ríe, pero por fuera nomás, haciendo fuerza para
no desmoronarse.
Ya no volveré a hablarle de vos, Federico. Me temo que le hace un poco de
daño no atreverse a decir que, en el fondo, me juzga por haberte dejado solo
cuando más me necesitabas.
Buenas noches,
Agustín
Boedo, 21 de octubre de 2001
5
¿Cómo te llamás?
Candy.
Qué nombre de putita linda que tenés.
Gracias.
El Tito se rio como una hiena y de un solo trago se bajó el champagne servido
en una copa de plástico. Tambaleándose, consiguió apoyarla sobre la mesita de
luz y acabó de bruces sobre las rodillas huesudas de la Candy.
¿Y sabés cómo me llamo yo? ¿Cómo me llamo yo?
Ella demoró en responder porque al Tito le gustaba así.
Papi.
Eso, Papi, yo soy el Papi. ¿Vos sabés cómo le gusta al Papi cogerse a las
putitas?
La Candy miró para otro lado. A veces se iba del juego porque le dolía el
cuerpo y se moría de sed y la penumbra de la habitación la mareaba.
Se recostó en el respaldo de la cama malograda y el crujido de la madera le
bajó por la espalda. Abrió las piernas y el Tito se volvió a reír y la tocó con la
mano sucia y la Candy ahogó el quejido y el Tito le preguntó si era así que le
gustaba. Ella no dijo nada. Qué importaba lo que le gustara. Qué importaba lo
que le doliera. Los hombres jamás escucharán el dolor de las mujeres que violan.
Frente a la cama había un espejo y la Candy vio a la Carmen del otro lado del
cristal, con un hombre atravesado en el cuerpo y los ojos llenos de lágrimas. El
hombre era un bebé gigante, peludo, sudado, que lloriqueaba y chupaba la teta y
después se retorcía en la cama con la cabeza entre las piernas de la piba, como
haciendo fuerza para meterse en su útero. La Carmen lloraba desconsolada por
todo lo que la Candy no podía llorar cada vez que el Tito (o algún otro) venía a
visitarla para sentirse menos miserable.
Cuando estás preso, no podés llorar tranquilo.
Una sola vez había llorado. La Gloria la había hecho pasar hambre tres días,
para que perdiera fuerzas; para que llorara bajito, por lo menos. Le daba un
cucharón de agua al mediodía y otro a la noche. Después de eso, la Carmen dijo
todo que sí. Sí para siempre. Y ese día la parió a la Candy. Y la Candy nunca
lloró.
¿Te gustó la gaseosa que te traje, mi amor?, le preguntó el Tito.
La Candy hizo que sí con la cabeza. La gaseosa estaba rica; era de naranja,
bien dulce.
Ahora me la tenés que pagar. Todo se paga en esta vida, ¿nocierto?, decía el
viejo, con los bigotes húmedos de alcohol, retorciendo el cuerpo enorme sobre el
colchón escalfado. ¿La nena le va a pagar la gaseosa al Papi?, preguntaba, entre
carcajadas de borracho.
Se le subió encima como pudo y de un solo manotazo la puso boca abajo. Con
los labios contra el almohadón mugriento y la mano pesada del Tito en el cuello,
la Candy y la Carmen se miraron a los ojos a través del espejo. Después, la
Candy miró la gaseosa de naranja, que sudaba como el Tito sobre la mesa de luz.
Se había guardado media botellita para tomarla sola, cuando el Tito se fuera y la
cama ya no crujiera bajo su cuerpo y la pieza volviera a estar en silencio, antes
de la próxima visita.
Qué buenito el Papi, que le trae la gaseosa a la nena, le decía el Tito al oído, y
la Candy miraba la botella, haciendo fuerza para que su cuerpo no se apagara. Se
quedó así, boca abajo y con los ojos fijos en la botella, hasta que el Tito terminó
de vestirse.
Estuviste bien, chiquita, la felicitó, acomodándose la cadena de oro sobre la
camisa negra y ajustándose el reloj, que daba las tres de la mañana. La próxima
te traigo un alfajor.
El Tito abrió la puerta y antes de salir le tiró un beso. Ella lo escuchó reírse a
carcajadas, alejándose por el pasillo.
Recién entonces, pudo volver a respirar. Le ardían los brazos y las piernas, el
cuero cabelludo, el cuello y la parte de la espalda donde el Tito había apoyado el
codo, y sobre el codo, todo el peso de su cuerpo obeso.
Se sentía débil y acostumbrada. Tenía hambre y no sabía si la Gloria le iba a
traer algo de comer esa noche. Cada vez que parpadeaba, le costaba volver a
abrir los ojos.
Quiso girar en la cama y el dolor la partió al medio, pero no lloró, por miedo a
que la escucharan. Como pudo, acomodó la almohada y dejó caer la cabeza. La
penumbra roja de la pieza le comía las córneas, la hacía desfallecer, y cuando
estuvo a punto de quedarse dormida, escuchó clarito el quejido de la puerta.
Levantó la cabeza del susto, pensando en la Gloria y en las visitas, pero no vio
a nadie. Recorrió la habitación con los ojos; estaba sola y el silencio era
absoluto.
No llores, bebé, le dijo el Walter al oído.
Cindy lo vio ahí, en el espejo. Se había subido a la cama y la abrazaba a la
Carmen por el cuello y por la cintura, le hacía shh... suavecito y la hamacaba.
La Carmen lloraba tanto, que cuando la Cindy la vio, se olvidó del hambre y
del miedo al ayuno y lloró con ella.
No llores, bebé, yo te voy a cuidar. Yo te voy a poner la vacuna, para que no te
duela nada y seas muy fuerte, decía el Walter, y atrapaba las lágrimas de su
hermana con la yema de los dedos y se las ponía de nuevo en los ojos. Después,
sacó del bolsillo una ramita del limonero del patio y la pinchó en el brazo.
¡Listo! ¿Viste qué rápido?
Y como la Carmen seguía llorando, el Walter agarró la botella de arriba de la
mesita de luz, la destapó, le dio de beber gaseosa de naranja dulce y cantó una
canción hasta que por fin, la Carmen y la Cindy se quedaron dormidas.
6
Querido Federico,
Te escribo esta carta contento de saber que estás un poco mejor. Las palabras
tienen un poder sanador que no alcanzo a comprender, pero que me propuse
aprender a dominar, si con eso consigo abrazarte desde tan lejos.
Aquí las cosas no están mucho mejor. Me alegra que me cuentes que en
Portugal ya les han televisado toda nuestra miseria. Me alegra, aunque sea un
poco inútil, un poco tarde.
Al menos puedo darte la buena noticia de que Rafael se ha levantado. Anda
rengo por la casa, quejándose de la pierna. Ya dejó de preguntarse si el resto
volverá y he tenido la oportunidad de explicarle la idea brillante que tuvo la
Cococha.
Por cierto, no te lo he dicho: la Cococha se mudó conmigo. Con nosotros.
Quedé de recibirla un tiempo, como para agradecerle lo que hizo por Rafael, que
de otro modo no hubiese contado el cuento.
La cuestión es que la pobre se quedó sin techo: lleva tres meses sin cobrar el
sueldo del hospital y acabaron corriéndola del lugar que alquilaba. Me pidió que
le deje el cuartito de servicio y desde luego, no tuve problema. Nos hacemos
compañía, charlamos largo y tendido y cuando hacemos silencio, la Cococha va
y se encierra en el cuartito donde apenas cabe una cama y una valija, y mira por
una ventana que da a un muro gris y húmedo. Supongo que así se le habrá
ocurrido todo, entrenando la imaginación para trepar ese muro espantoso y
alcanzar el cielo con los ojos.
Me pasé el último viernes maldiciendo al ministro de Economía y sobre el
mediodía, la Cococha me hizo saber, con la delicadeza que tienen las visitas para
señalar lo que les incomoda, que lo tenía podrido.
Preparó mates, me sentó a la mesa, me dijo “menos mal que está la Cococha”
y me contó su plan.
Ay, Federico, te hubieses muerto de risa de haber visto la cara del empleado
nuevo del cibercafé el viernes pasado, cuando le caí en el local con un enfermero
marica y un chonguito bien cabeza, a pedirle la computadora de siempre. Era
obvio que no planeábamos nada bueno.
No lleva mucho tiempo trabajando ahí, pero sé que me tiene de vista y supo
enterarse alguna vez que escribo poemas en esas libretas de tapa amarilla que
venden en el subte. Nunca nos miramos a los ojos. No hasta entonces.
Él buscaba explicaciones que no se atrevía a pedir con la boca y yo encontré
cierta satisfacción en la curiosidad morbosa con la que nos observaba.
En los últimos meses, nos habremos cruzado una vez por semana, cuando
vengo a chequear mis mensajes. Siempre supo que soy maricón, creo que por
eso me evita con la mirada y cuando me da el vuelto, presta mucha atención para
que nuestras manos no se rocen.
A mí me da mucha gracia y unas ganas tremendas de ofrecerle un abrazo, para
que vea que no es contagioso. Nunca digo nada, me guardo la plata en el bolsillo
y me doy media vuelta. Nos educan para la distancia cautelosa, y así no hay
humanidad que aguante.
La Cococha nos mostró una página de Internet que usan los putos con plata
para contratar acompañantes y le preguntó a Rafael cómo se veía comiendo
langosta con un viejo cheto de Puerto Madero. Al pendejo lo tuvimos que atajar
para que no armara un escándalo. Es bastante mataputo, supongo que habrá
tenido un padre de mierda, como todos nosotros.
De regreso en el departamento, la Cococha nos enseñó unas pastillas que se
había afanado de la farmacia del hospital. Una de estas, dijo, y lo ponés a dormir
toda la noche. Agarrás lo que tenés que agarrar y rajás. Y repartimos la torta en
partes iguales.
Cerraba por todos lados y más cerró cuando Alberto, el portero, nos tiró el
resumen de las expensas vencidas hace meses por debajo de la puerta.
Las fotos las saqué yo, por supuesto. Armamos una producción muy mersa,
pero nos divertimos mucho. Lo hubieses visto a Rafael, posando en calzones. Le
puse un par de cadenas que eran de mamá y una gorra con la visera para atrás,
para que en la foto no saliera el bordado colorado de Supermercados Tía.
Después hicimos piedra, papel, tijera, a ver quién iba a revelarlas. Perdió la
Cococha, pobre.
El muchacho del cibercafé me escaneó las fotos y no dijo ni mu. Ha empezado
a buscarme los ojos cada vez más seguido, sé que quiere preguntarme un millón
de cosas y no se atreve, y así me divierto. O por lo menos, sonrío. Me hice
experto en atesorar los momentos que me hacen reír, porque no suceden muy a
menudo.
Le hemos montado un perfil al pendejo que ha de ser un éxito, lo vendemos
como una fiera y él dice que es todo cierto y se entusiasma. Es fija: alaba al pito,
y trabajará por ti.
Mientras esperamos la primera cita de Rafael, la Cococha me propuso salir a
tomar algo juntas, por los viejos tiempos, así que el sábado vamos a un bolichín
por avenida Córdoba, lleno de mocositos del interior. No me juzgues, Federico,
voy por la música.
Te abrazo,
Agustín
Boedo, 21 de noviembre de 2001
7
Querido Federico,
Te escribo ahora porque no sé cuándo podré volver a hacerlo. La ciudad está
cada día más sumida en el caos, Buenos Aires no es más que una bomba de
tiempo, un incendio de vidrieras y asfalto. Me atrevería a anticipar que
tendremos un siglo de mierda, pero no quiero ser tan barroca. Nunca me atreví al
papel de socióloga-Nostradamus, no voy a arrancar ahora.
El lunes a la mañana, fui a chequear los mensajes y el muchacho del cibercafé
me contó que el dueño tiene miedo de que le entre una patota al local y le lleve
todas las computadoras. La gente anda desquiciada, muerta de infelicidad.
Dios mío, Federico. Leo el párrafo anterior y me espanto; parecen mentira
esas últimas líneas. Las taché, pero después volví a escribirlas, incapaz de negar
esta verdad que nos está devorando.
Un pobre infeliz comentó hace un par de tardes que se le habían metido tres
tipos al negocio, le pidieron disculpas y se llevaron todo lo que pudieron. El
hombre relataba la desgracia y yo me acordé del hijo de Franco Macri, contando
en televisión cómo sus secuestradores le habían explicado lo que significa
criarse en la vereda de enfrente.
Había un dejo de asombro en su voz; asombro del que nunca pasó hambre y
tampoco estudió la historia, y no tiene ni la más remota idea de las tormentas que
la injusticia es capaz de desatar.
¿Sabés? Aquella comparación que hiciste con el derrumbe del Puente Hintze
Ribeiro me parece de lo más acertada: llueve torrencialmente, las estructuras que
nos sostenían se están desplomando, estamos atrapados en la correntada y
quienes deben protegernos, nos miran morir.
Me atrevo a agregar que, a lo mejor, lo hacen con la esperanza de que la
Historia haya olvidado nuestros nombres cuando nuestros cuerpos lleguen al
océano. Ya lo han hecho antes, pero en aquel entonces la fortuna estaba de mi
lado (y vos también).
Te juro que quisiera poder contarte cosas más felices. Contarte, por ejemplo,
que la casa está hermosa, que la Cococha ha vuelto a reír o que a Rafael ya no le
duelen las heridas, pero te mentiría.
Con la Cococha fuimos al bolichín este que te comenté y, lejos de un revival
marica, acabé por deprimirme. La música era espantosa y la bebida muy berreta.
A la Cococha se le ablandó la memoria y después del tercer whisky, me contó
las cosas más tristes del mundo. No comentaré detalles por lealtad a mi amiga,
pero dejame decirte que ser puto y del interior debe ser de las cosas más tristes
que pueden sucederle a alguien.
Tarde vengo a enterarme de mis privilegios de hombre blanco citadino, y
confieso que algún remordimiento tengo. Yo me dejaba los bigotes y me peinaba
con gomina, para parecerme a Freddie Mercury, y los milicos ni se me
acercaban. Me confundían con uno de ellos, me hacían sentir más macho. O más
protegido, no lo sé. La frontera entre ser macho y estar a salvo es acuarela
húmeda.
Pero, vamos hombre, qué es esto, ¿una carta de suicidio? Quiero saber de vos.
¿Sigue vivo tu padre?
Es broma. ¿Sigue vivo, verdad?
Y vos seguís siendo esposo y gerente de una cadena de panaderías, todo eso
ya lo sé. Pero quiero saber de vos de todas formas. Descubrir en el relato de tu
cotidianeidad algún gesto tuyo que recuerde hermoso, aprender tus nuevas
verdades y romper algún secreto, para cargar un poco cada uno, como hacíamos
antes, cuando nos jurábamos amistad eterna en medio de los revolcones.
Vaciando cajones, encontré las fotos en Mykonos. No tenía idea de que las
había conservado. Creo que recordarás que volví de Madrid con poquísimas
cosas. Te voy a escanear una y te la voy a mandar. Una que me gusta mucho y
que mantuvo, a través de los años, algún misterio indescifrable que todavía me
hace sonreír. Vos aparecés en el centro, bronceadísimo, y a tus espaldas, el azul
es eterno. Tenés puestos los anteojos de carey y sonreís como si la felicidad fuera
una certeza perpetua. Y a lo mejor lo era, esa tarde, cuando tomé la foto.
¿Será que vos conservás fotos mías? Me río solo, no me lo creo, pero tan solo
pensarlo me da un poco de ternura. ¿Ternura o nostalgia? No sabría decir. Esta
época no nos conoce, no nos recuerda, nos sabe nada de nosotros, ni de las cosas
que hubiésemos hecho de haber sabido todo lo que ahora comprendemos.
Siempre le eché un poco la culpa al miedo. Ahora, sé que la culpa no existe y
que el miedo es una manera poética de pronunciar prejuicio.
¿Recordás mis palabras?
No voy a ser la sombra de un narco de mierda.
¿Recordás las tuyas?
Vos no sos de nadie.
Y yo te creí desamorado, cuando en realidad me amabas más que nunca. Más
que nadie. Entendí tus palabras mucho tiempo después y quise abrazarte, pero ya
no estabas. Ya no estabas del lado de afuera de la carne, quiero decir, porque de
mis labios para adentro habrás de permanecer, aunque alguna vez haya intentado
tontamente arrancarte de las fotos de mi mente. Nos veremos esta noche y te
abrazaré más fuerte que nunca; no con la carne, que se pudre, sino con el amor
que te guardo, sempiterno.
Con nostalgia,
Agustín
Boedo, 14 de diciembre de 2001
9
La tía Dori repetía siempre que Dios aprieta, pero no ahorca, y que cuando las
cosas se ponen feas hay que permanecer en familia y pedirle a Él que interceda
por el hambre del pueblo, sin olvidar los sacrificios y las responsabilidades que
Le debemos.
La tía contaba que eso le enseñó el Pastor, una tarde que la llevó en la
camioneta desde el templo hasta el pueblo, para que le hiciera unos mandados.
Cuando el Walter se hizo más grande, entendió que el Pastor y Dios no se
habían conocido nunca.
Una siesta, fue más lejos y se atrevió a preguntar cuánto costaba la camioneta
en la que el hombre viajaba desde su casa de dos pisos, en el centro, hasta el
templo rodeado de ranchos, donde siempre lo esperaban con mate, bizcochos y
alguna pregunta para Dios, que no se decidía nunca a ahorcarlos del todo.
La tía Dori le dio vuelta la cara de una cachetada.
Al Walter no le dolió la cachetada, que hasta le pareció un poco blanda.
Recordó la vez que su padre lo golpeó hasta quedarse sin fuerzas y pensó que,
desde entonces, nada le había dolido lo suficiente como para doblegarlo.
Lo que sí le dolió fue lo de los libros.
Vos te olvidaste de la Biblia, Walter, le reclamó la tía, mientras vaciaba una
botella de kerosene sobre una copia de Al este del Edén.
Era cierto que la tía Dori había sido buena con él, que lo había mandado a la
escuela, que le había comprado colonia, pero sucede que en algunas ocasiones,
la bondad no es más que el velo de la norma, y acaba durando lo que dura la
obediencia.
El Walter terminó el colegio con las mejores notas, pero siempre sospechando
del placer escondido en lo prohibido, en eso que la tía Dori decía que usaba el
Diablo de disfraz para meterse en el alma de los hijos de Dios.
Cuentan las malas lenguas que la Dori insistió demasiado con tener al Walter
más cerca de Dios que de las gurisas; tanto así, que el muchacho terminó a los
besos con el más chico de los Fonseca, que era un poco parecido a Jesús (y a
Batistuta) y, para colmo de males, era hijo del intendente.
Como es sabido, los herederos a la intendencia y los criados de las solteronas
del campo no suelen cruzarse a menudo, ni siquiera en un pueblo tan chico como
Azcuénaga, y habrá sido ese encuentro, esa repentina revelación de los
vericuetos del destino, lo que hizo que el Walter se permitiera sospechar que, a
veces, Dios también se esconde en un orgasmo.
El hijo de Próspero Fonseca se llamaba Justo y había agarrado la mala
costumbre de escaparse a caballo, camino a Solís, y pasarse las tardes mirando el
paisaje. La mujer del Tuerto Sparzi dice que lo vio una vez tirado a la sombra de
un árbol, escribiendo cosas en un cuaderno.
Temiendo que el hijo le saliera poeta, Fonseca mandó a llevar los caballos al
otro campo, tiró el cuaderno a la basura y le buscó al muchacho alguna
ocupación en la Intendencia, alguna cosa que lo hiciera sentir imprescindible,
importante, y sobre todo, incorruptible por el adalid del visceral verso
pizarnikiano que lo atormentaba de profundis.
Con motivo de las próximas elecciones de jefaturas comunales, mandó
Fonseca al hijo a charlar con los vecinos de las leguas, instruyéndolo en poner
especial atención a los nombres de candidatos que escupieran los campesinos;
nombres que, para él, no eran otra cosa que semillas de enemigos que debían ser
arrancadas de la tierra en el preciso instante en que se atrevieran a germinar.
Partió en camioneta Justo Fonseca el primer día de noviembre. A tres
kilómetros de la iglesia, se encontró un camino de tierra que se hundía rumbo al
corazón del campo.
Allá lejos, el hijo de Fonseca dio con una casa de adobe, una bicicleta y un
muchacho de su edad, tomando el sol panza arriba, leyendo un cuaderno de
poemas que había encontrado en la basura.
¡Eso es mío!, reclamó el hijo de Fonseca, bajando el vidrio de la camioneta.
El muchacho lo miró con indiferencia, apoyó el cuaderno en el pasto, se puso
de pie y lo saludó:
Buen día, patrón.
El tono soberbio del peón le hizo fuego en las tripas. Con paso firme, caminó
a su encuentro y le arrojó en los ojos chinos un fulgor de pupilas celestes.
Dame el cuaderno, le ordenó.
El negrito se agachó, juntó el corazón de Justo Fonseca, le sacudió la tierra y
se lo devolvió.
Qué cosas lindas que escribe, patrón, le dijo el peón, envolviéndole las
pestañas rubias en un abrazo de pupilas negras, y se ve que algo habrá
chispeado, porque después los cuatro ojos se tiraron al pasto y corrieron entre las
flores un rato largo, hasta que sus dueños pudieron volver a mirarse.
¿Y tu papá?, preguntó Fonseca.
Está enterrado, deseó el Walter en voz alta.
¿Y acá quién manda?, quiso saber el gringo.
El peón aprontó una sonrisa:
Acá manda Dios, patrón.
Cuentan las malas lenguas que la idea fue del bastardo malandra, que
convenció al hijo de Fonseca de subir juntos a la camioneta, agarrar la ruta y
conducir hasta un lugar donde Dios no pudiera verlos. Y el hijo de Fonseca se
dejó convencer, porque era bien macho, sí, pero poeta, y es bien sabido que la
poesía es capaz de corromper hasta al peón más guapo.
El Walter se llevó al gringo para el lado de Cucullú y le pidió permiso para
leerle en voz alta los poemas que más le habían gustado.
Justo miraba el camino de tierra y también lo miraba al Walter; lo veía mover
los labios, acariciar el cuaderno con gentileza, lamerle cada letra, atragantarse
con sus rimas.
El Walter le dijo a la tía Dori que el hijo del intendente había llegado en una
camioneta como la del Pastor y le había dicho que el padre mandaba a que lo
acompañe a hablar con los vecinos.
Justo le dijo a Próspero Fonseca que los vecinos todavía no sabían a quién
elegir, por lo que había decidido volver a visitarlos el siguiente domingo.
Tres domingos seguidos fueron a preguntarle a los vecinos de Cucullú por
quién iban a votar para jefe comunal, y los tres domingos se quedaron por el
camino, a la sombra del primer árbol que encontraban, preguntándose algunas
cosas y mostrándose otras.
El primer domingo, decidieron que el Walter besaba mejor.
El segundo domingo, el Walter le contó a Justo que el padre lo cagaba a palos,
y que por eso la tía Dori se lo había llevado y lo había criado como propio. Que
nunca más había vuelto a ver a los hermanos y que, a veces, los extrañaba tanto
que le daban ganas de llorar.
El tercer domingo, Justo se enteró de que la tía Dori le había quemado al
Walter todos los libros que había encontrado juntando cartón. También se enteró
de que el kilo de cartón se vende a veinte centavos y que a veces, el Walter sale
en la bicicleta con una bolsa de arpillera, junta lo que le van guardando los
vecinos en la semana y después lo vende cerca de Gilles. Que así ayuda a su tía,
que tanto había hecho por él.
El gringo lo escuchaba mirando el cielo, con un yuyo entre los dientes, como
si estuviera tomando una decisión. Se levantó, fue hasta la camioneta y regresó
con el cuaderno que el Walter había rescatado, que tenía un escondite secreto: un
pedazo del forro de la tapa trasera convenientemente rasgado.
Justo sacó el papel, doblado por la mitad, y se lo pasó al otro.
Leeme esto, le pidió, y el Walter obedeció, compelido por la magnitud del
misterio:
“Una cosa que podríamos hacer los artistas es ponernos de acuerdo para montar
escenarios por todo el país, todos al mismo tiempo.
Los instalaríamos en la calle, frente a los supermercados.
Un escenario de artes combinadas, todas transpirando un único mensaje para
los que guardan la comida: donen. Así, bien grande, hecho bandera: donen.
La gente bien se ofendería, estoy seguro, pero ellos no saben que en este país
hay una vaca por persona.
¿Dónde está la vaca de los que defienden al dueño del matadero? ¿Quién se
está comiendo la comida que falta en la mesa de su casa?
Sé que otros tantos vendrán a apoyarnos. Vendrán de los barrios, donde no
hace falta poner escenario para que la gente se entere lo que es el hambre. Para
que la gente se entere que, cuando hay hambre, pasan cosas feas.
No se puede pensar con hambre. Pero a veces, sucede que tampoco se puede
pensar sin él. A los que tienen de sobra, les pasa seguido.
A mí también me ha sucedido y por eso, si me preguntaran, diría que esta es
una misión para el arte.
El arte es un lente que le permite a los que tienen conocer la miseria, y a los
miserables, conocer la justicia”.
Federico,
Tengo suerte de poder enviarte este email.
Buenos Aires está en llamas, el chico del cibercafé me dejó pasar solamente
porque me conoce y porque le traje unos tostados de queso de regalo. Me contó
que no había comido nada en todo el día.
En los altoparlantes del local comenzó a sonar una canción demasiado pop
para musicalizar tanta miseria, y el pibe la cambió enseguida.
Esta es la nuera del sorete del presidente, me explicó, y yo sonreí como para
hacerle la segunda, porque la verdad que no tengo ni idea de quién es Shakira.
Vos me conocés, mi religión no es el pop. Yo tengo fe en alguna síntesis entre
Marx y Brian Weiss.
Puso una canción del hijo de Julio Iglesias.
¡Esta te va a gustar a vos!, me dijo, y hasta se atrevió a cantarme la parte que
dice “si pudiera ser tu héroe”, mientras masticaba el pan con queso, como
agradeciéndome, mientras el hambre se le dormía un rato.
No comprendo todavía si la escena me dio esperanza o me partió el corazón al
medio.
Son las diez en punto. La persiana del negocio está baja y en televisión
muestran imágenes del ejército de hambreados derribando rejas y metiéndose
como pirañas en los mercados. Un chino llora desesperado y cuenta que lo
perdió todo.
Mirá cómo terminamos, me dice el chico del cibercafé, y yo le respondo que
todo es culpa de Shakira.
Demora un rato en comprender lo que quiero decirle, pero por fin asiente. Se
ve que él también estaba distraído con tonterías cuando la miseria se apoderó de
este país.
El reportero informa que están vallando la Casa Rosada y medio que por
instinto levanto la vista y miro la pantalla, buscando a Rafael, como creyendo
que, por casualidad, pasará por allá.
Estará a salvo, me digo a mí mismo. Supongo que ya habrá llegado, espero.
Va a salir todo bien, deseo, con todas mis fuerzas.
Recito de memoria la dirección a la que va y pienso que es cerca, muy cerca
de esas vallas. Que por fortuna el colectivo lo deja a media cuadra. Que Rafael
ya atravesó infiernos peores.
Federico, cada vez más a menudo me embarga el deseo de escapar de todo
esto que me rodea. Sueño, cada vez con más frecuencia, con todas esas rutas que
recorrimos juntos. Jamás me hubiese atrevido a sospechar que acabaría siendo
una de esas personas que en algún momento de su vida se preguntan “qué
hubiese sucedido si…”.
Y aquí me tenés.
Qué hubiese sucedido de haberme quedado.
Qué hubiese sucedido de haber escuchado tu voz antes que mis prejuicios.
Qué hubiese sucedido de haberte dado la mano cuando llegó la tormenta.
También me pregunto, Federico, qué sucedería si volviésemos a vernos.
Y, a lo mejor, no quiera quedarme con esa duda.
Agustín,
Boedo, 18 de diciembre de 2001
11
¿Gabriela?
Mauro.
¿Te llamó Simoninsky?
Renuncia Cavallo.
No renuncia, se retira, corrigió Mauro, apoyando el cancherísimo Ericsson
sobre el escritorio. Espió por la ventana: desde donde estaba, podía ver el mástil
de la Casa Rosada. Comprobó que su cita de las diez no aparecía y decidió que
tenía tiempo. Presionó la tecla del altavoz, se aclaró la garganta y desanudó la
corbata.
¿Te acordás lo que dijo Barrionuevo en la Embajada? Que De la Rúa no
podría seguir. Parece que tenía razón.
Ah… También te habló del Decreto, Simoninsky.
Mauro, vos me podés explicar cómo mierda se rema un estado de sitio.
Vamos a enfocarnos en Cavallo. A contar para dónde viaja, qué planes tiene.
Viste que la gente es boluda, esas noticias le gustan. Y después le metemos
fichas a lo que armó Juanpi.
¿Terminó de editar? Por fin. ¿Alcanzó a hacer la entrevista?
Quedó perfecta. El tipo parece de Al Qaeda, ¿Lo viste en la filmación,
corriendo con el microondas en el medio del saqueo? Es un genio, Juanpi. Lo
editó con el testimonio.
Convengamos que muy bien el tipo, también. Gran actor, hay que decir.
El timbre sonó en ese preciso instante.
¡Epa! ¿Esperás a alguien?
Al delivery, Gabriela. Moría por sushi. Te dejo.
Y cortó.
Se bebió lo que quedaba de whisky, atendió el portero eléctrico y atravesó el
departamento con la garganta en llamas. Antes de abrir la puerta, se miró al
espejo, se guiñó un ojo, se acomodó el bulto y se peinó con los dedos.
Del otro lado del umbral, en la penumbra asfixiante del pasillo, el pendejo lo
miraba con una firmeza impostada. Alcanzó a distinguir allá, en el fondo de sus
ojos, unas gotas negras de miedo. Eso lo entusiasmó.
Pasá, le dijo, y el pibe se metió al departamento con la cautela de un cachorro
cascoteado. Cuando decidió que se sentía a salvo, se atrevió a quitarse la gorra y
la campera.
Lindo bulo, comentó, intentando sonar relajado, como le habían explicado que
tenía que hacer.
Mauro se le acercó y le puso las manos en la cintura. Enseguida, sintió la
electricidad en el cuerpo del pibito, una repugnancia muy bien disimulada que le
bajó por el pelo hasta acalambrarle las pantorrillas.
Se relamió, lo acarició y le dijo en voz baja:
Sabés cómo me calientan los guachitos como vos.
El aliento etílico devolvió alguna cosa oscura a la memoria del pibe, que
corrió la cara. A Mauro eso le encantaba, lo calentaba. Sabía que el pendejo no
podría rechazarlo por mucho tiempo; le iba a pagar buena plata para que hiciera
lo que él le mandara a hacer.
Sacate la remera, le ordenó.
El pibe obedeció en silencio. El tipo se quedó mirándolo, como embobado. Lo
observaba y se pasaba la punta de la lengua por los labios, y después dejaba caer
los ojos, recorría sus cicatrices y sin disimulo, le clavaba las pupilas en la
entrepierna.
Sacate el vaquero, le exigió después, y el pibe también obedeció esa vez,
porque el tipo le iba a pagar mucha plata para que hiciera lo que le mandara a
hacer.
Sabía lo que venía después y quiso ganar tiempo:
Vos sos el del noticiero, le dijo.
Era cierto.
Mauro Marchi era el periodista estrella de la mañana en el canal de aire más
sintonizado. Todo el país lo conocía. Sus productores decían siempre que Mauro
les inspiraba a los televidentes una confianza inaudita, lo trataban como a un
miembro más de la familia. Le halagaban la sonrisa de dientes blancos y parejos
y lo paraban en la calle para preguntarle cuándo iba a concretar el romance con
Gabriela Bruschetti, su compañera del noticiero, con quien siempre le sacaban
fotos cuando salían a comer juntos o los sorprendían tomando marcas caras de
espumante en el boliche de moda.
Y vos sos…
Lucas, mintió.
El periodista fue hasta la barra y se sirvió otro whisky.
¿Qué vas a tomar, Lucas?, le preguntó, acentuando la voz grave en el nombre,
que sabía que era falso.
El pibe se había sentado en la cama y rebotaba sobre el colchón y no se reía
porque no se animaba, nomás. Mauro no necesitó preguntarle la edad, calculó
que no llegaba a los dieciocho. Por eso lo había elegido, porque le gustaban así,
pibitos y bien cabeza, de esos que pueden boquear tranquilos, total nadie los
escucha.
Ponete de nuevo las zapatillas, le dijo, casi con desprecio, y al pibe se le borró
la sonrisa por completo. Metió los pies y se ató los cordones con un par de nudos
mal hechos, se levantó, fue hasta la barra apretándose el bulto y apoyó los codos
junto a los vasos de whisky.
Y con el calzoncillo qué hacemos, papi.
Lo dijo perfecto. La Cococha lo hubiese aplaudido, pero esto ya no era un
ensayo. Y entonces sucedió lo que la marica le había dicho que iba a suceder:
El puto se va a calentar, porque vos lo vas a mirar a los ojos y lo vas a desafiar
y le vas a decir papi. Acordate del papi, eso es muy, muy importante.
Qué asco, escupió Rafael, que sin poder evitarlo, chocó de frente con el
fantasma de su padre, preso desde hacía años entre sus párpados y sus pupilas.
No seas prejuicioso. Mucha gente usa el sexo para resolver asuntos
pendientes. Pensalo como que le estás dando una mano.
Le voy a desvalijar la casa, Cococha. Qué mano le estoy dando.
Agustín estuvo de acuerdo con Rafael, pero no abrió la boca para no quebrar
el clima desopilante de la escena. Se habían pasado la tarde enseñándole al
pendejo a sobrellevar su primer operativo.
Que le digas operativo no me hace sentir mejor, qué querés que te diga.
Si hacés como yo te digo, te vas a sentir espléndido. Escuchame, lo mirás a los
ojos y le decís papi y le pedís que te saque el calzón. Y ahí vas a ver cómo se
entusiasma. Vos, tranqui. Lo mandás allá abajo y le enchufás la pastillita en el
vaso. Mirá cómo está, bien molida. El puto no se entera de nada.
Uf, mirá cómo está, dijo Mauro, apretándose el bulto con fuerza y
desfigurando el rostro en una mueca morbosa.
Rafael se abrió de piernas, agarró un vaso y bebió un buen trago y miró al tipo
con impaciencia disimulada, invitándolo a arrodillarse para sacarle la ropa
interior. Por supuesto, lo convenció.
Aprovechó cada segundo de distracción: vació la cápsula en el otro vaso y
después la arrojó detrás de un mueble, simulando una contracción de placer.
Volvió a retorcerse y se permitió gemir mientras giraba sobre sus talones. Dejó
que Mauro lo llenara de saliva y miró para otro lado, más nervioso que nunca; y
por mirar para otro lado, descubrió que unos ojos verdes y y brillantes lo
observaban, como luciérnagas flotando en la oscuridad. Supo de inmediato que
eran los ojos de su padre.
No debió permitirse la distracción, mucho menos el descuido de perderse en
los pasillos de un recuerdo tan oscuro. Sintió el tirón en el pelo y cayó de
rodillas frente al tipo, que le dio vuelta la cara de un tortazo.
¿Qué me pusiste en el vaso, Lucas?, quería saber.
El hombre le pisó las piernas, le metió los dedos en la boca y le partió el borde
del vaso contra los dientes.
Rafael sintió la garganta llena de sangre y carbón.
No tiene nada, alcanzó a mentir, medio atragantado, pero ya era tarde.
La Cococha tenía razón: la pastilla te tumbaba enseguida.
12
Lo despertaron de un puñetazo.
Arriba, pibe, le ordenaron.
Creyó que el televisor estaba encendido y entonces recordó el departamento
con vista a la Casa Rosada, el whisky que bebió por obligación y la voz
desagradable de Mauro Marchi.
Quiso moverse y sintió el cuchillazo entre las piernas, pero ahogó el alarido y
se incorporó. Estaba desnudo. El tipo solamente le había dejado puestas las
zapatillas. Le dolía mucho la panza, pero no se animó a decir nada. Se miró los
brazos y descubrió que estaba lleno de moretones.
Se puso la remera y buscó el pantalón a su alrededor. El tipo lo juntó de por
ahí y le dijo:
Mirá.
Abolló rabiosamente el dinero y metió el puño en el bolsillo, como si el
bolsillo también fuera el cuerpo dormido de Rafael, que volvió a sentir el
cuchillazo y comprendió de inmediato lo que había sucedido, pero no dijo nada.
Qué iba a decir, si estaba roto como nunca.
Terminó de vestirse en silencio, haciendo fuerza para espantar el miedo que le
crecía en las entrañas. Moqueaba un poco y le temblaban los labios, que no se
atrevían a indagar; las piernas, que de a poco se encontraban con la gravedad; el
estómago, que era un basurero lleno de botellas rotas.
Su cuerpo violado se parecía más a un rompecabezas montado sobre la cabeza
de un alfiler que amenazaba con desmoronarse de un momento a otro. El
empujón lo tomó por sorpresa y atinó a caer sobre una silla.
Fuera, le dijo el tipo, así, sin más.
Era cierto que ya lo habían humillado antes y que ya le había hervido la
lengua y que más de una vez se había trenzado a palos con algún guacho por
hablar de más, pero esta vez era diferente.
Escapate, le dijo la voz que vivía en su cabeza, y Rafael hizo caso.
Una vez en la calle, el sol le llovió como fuego en las pupilas. Hizo visera con
una mano y con la otra se apoyó en la pared para tomar aire.
Escuchó el bullicio, la multitud, los cascos de caballo, las bombas de
estruendo. Creyó que el ruido provenía de los rincones de su cráneo y se llevó
una mano a la frente. Estaba confundido, deshidratado y muerto de dolor.
Tiempo después, cuando ya vivía en Rawson y compartía la celda con el
Ángel, hizo fuerza para ver si se acordaba de algo más. La memoria le llegaba en
retazos que acabaron pareciéndose más a las fotografías que habían publicado
los diarios y las imágenes que pasaron los noticieros.
Rostros cubiertos con remeras.
Gas lacrimógeno, dibujando nubes de miedo contra el cielo azul.
Un ejército de piernas ensangrentadas, estampida humana.
El Ricardo, la Carmen, la Corina, la Cinthia, el Walter y el Chiqui corriendo
entre la gente.
Oficiales de la montada, muertos de risa, repartiendo balas.
Bajo los cascos, los ojos de todos los policías se parecían un poco a los ojos
de su padre.
Su ropa, llena de agujeros.
La voz de Agustín, gritándole ¡cuidado!
Y por último, el garrotazo que apagó la cámara.
13
Querido Federico,
me temo que dejar de creer en algo es, al mismo tiempo, dejarlo en libertad.
El día que dejé de creerte fue el día más triste de todos. Es cierto, ese día
fuiste libre y fui libre yo también, pero a cambio, te me moriste un poco. Te me
moriste en los brazos, que ya no te abrazaron nunca más.
Recuerdo que antes de dejar de creerte, hubo también un día que me permití
parir la duda.
Un día cualquiera, de esos que de sol a sombra pretenden ser mansos, la
tragedia nos atravesó como atraviesa la flecha del cazador furtivo el corazón de
los patos de los Esteros del Iberá.
Cómo te enojaste, ese día. Te enojaste tanto, que algo adentro mío se hizo
chiquito. Te enojaste tanto, que bajé la voz y te dejé escupir la furia de entre los
labios.
Después hicimos silencio. Vos esperabas mi fuego y en cambio, te dije bajito:
somos amigos, podés contármelo todo.
Y me contaste. Me dijiste: es cierto, te he mentido.
Dejo de creerte para librarte de esta mentira, te respondí, y después salí del
cuarto, salí del edificio, salí de Madrid.
Sé que por querernos demasiado, dejarnos ir fue el infierno que nos habían
prometido quienes creen que dos varones no pueden amarse.
Nuestras piernas seguían andando y con ellas, nuestros cuerpos, que se
despedazaban en slow motion por culpa del abrazo que no terminaba nunca.
Buenos Aires volvió a ser mi casa, mamá se murió en una cama del Fernández
y yo vacié las fotos de la memoria en incontables libretas de tapa amarilla que
andá a saber dónde habrán quedado.
Después pasaron los días y las décadas, y yo creí que por fin era libre, libre
para siempre, de esa forma siniestra que tenemos de encariñarnos con una
presencia.
Fruncí el ceño y le dije a la Cococha: “¿No te parece que Rafael está tardando
demasiado?”.
Hoy Rafael es libre, porque ya dejé de creer que volverá.
Atendeme, que lo busqué de verdad, con el corazón en la mano. Visité cada
hospital, cada comisaría, cada rincón mugriento de esta ciudad en pedazos. Sin
más datos que su nombre y los detalles de su ropa, caminé hasta que los pies se
me llenaron de ampollas. Muy a mi pesar, comprendí que cualquier pibe
dormido en una celda o en una cama de hospital puede ser Rafael. Y lloré,
Federico. Lloré desconsolado, como solo por vos lloré.
¿Y ahora quién será membrana para este techo, que vuelve a estar roto en mil
pedazos por culpa del huracán que desataron las memorias calientes y las
ausencias de hielo?
Estarán en lo cierto, entonces, quienes advierten que la vida no es lineal, sino
cíclica. Me atrevo a aceptar que nuestros asuntos pendientes vuelven a
aparecerse ante nosotros cada noche, como las angüeras, y así será hasta el fin
de los tiempos o hasta que nos decidamos a hacer algo al respecto.
¿Recordás mis palabras?
No quiero que me acompañes, no creo en las despedidas. El mundo es
redondo y la gente que se ama siempre acaba encontrándose.
¿Recordás las tuyas?
Tanto miedo le tenés a las despedidas, que preferís cambiar la certeza de un
último abrazo por una promesa de amor transoceánico.
No me despedí de vos.
Tampoco me despedí de Rafael.
El ciclo se resetea.
Feliz año 2002, Federico.
Agustín
Boedo, 24 de enero de 2002
TRES
Contaban siempre mis padres que cuando nos mudamos a la casa de Villa
Santa Lucía, los sapos demoraron muchos meses en enterarse de que, desde
entonces, en el terreno vivía gente.
Mamá hervía menta y la rociaba alrededor de la casa a la tardecita, cuando
bajaban el sol y los mosquitos. Después, desparramaba hojas de laurel en los
rincones, las ventanas y las puertas, para que los bichos no se metieran a dormir
con nosotros.
No había mucho para hacer después de la escuela. A veces, me daban permiso
y pasaba las horas con un amigo que tenía por allá cerca. Nos colgábamos de los
árboles y nos contábamos cosas hasta que nuestras madres nos llamaban a
merendar. A veces no nos llamaban, porque había tardes que la merienda faltaba
en nuestras casas.
Cuando sus padres lo enviaron a estudiar al centro, a la casa de unos parientes
con plata, lloré desconsolada semanas enteras. Nos habíamos unido por esa cosa
que tienen los niños de aferrarse al amor que no sabe de besos ni formalidades,
que simplemente les hace querer saltar, reírse hasta que duela la panza o
imaginarse cualquier imposible y habitarlo; decirse hasta mañana con la certeza
de que mañana habrán de buscarse, porque así también se encuentran un poco a
sí mismos.
Mamá dijo siempre que le daba miedo permanecer en un lugar tan retirado,
con una nena tan chica, pero yo sé que en el fondo le dolía la casa; tanta
memoria escondida entre los libros, sobre la alfombra, en cada uno de los
rincones que nos miraban como impacientes, como esperando ser habitados por
alguien que ya no estaba.
Ocurre que la casa primero fue una pieza, pero papá tenía unos brazos fuertes
que levantaban paredes con el barro. Siempre decía que, en otra vida, habría sido
un hornero, y yo creo que es cierto. Mi padre fue un pájaro alguna vez. Aun en
su forma humana, un poco se les parecía.
A todos nos habrá tocado ser ave alguna vez, decía él. Aves que se
enamoraron de la tierra, pero que regresarán al cielo algún día. Sino, no se
explica ese deseo visceral de volar. De volver a volar, como quien recuerda un
sueño.
El Hornero abrió puertas en la pieza. Sudando, parió otros cuartos, pero la
habitación del medio fue el corazón de la casa para siempre. Fue ahí que mamá
puso la alfombra, para que nos sentáramos a leer cuentos a la tarde, cuando mi
padre pájaro volvía de trabajar.
Después, nos alcanzó la oscuridad.
Esa tarde no leímos cuentos, porque el Hornero estaba cansado. Se encerró en
su dormitorio y mamá fue a llevarle un té y cuando entró, yo me quedé espiando
detrás de la puerta entreabierta.
Hablaban bajito; las palabras quedaron todas desparramadas sobre el
acolchado y no alcancé a escuchar nada. Él estaba gris y diminuto, encorvado,
apoyado sobre el pecho de mamá, en el centro de sus brazos. Fue la única vez
que lo vi llorar, pero no me olvido más. Ocurre que las lágrimas de un padre son
lluvia con sol, luna en Acuario, muerte de obispo.
Vení, sentate conmigo, me dijo cuando me vio espiando.
Entré tímida, me trepé a la cama y lo abracé yo también. Después pregunté
por qué nos estábamos abrazando, pero ellos guardaron silencio.
Entonces, el Hornero me hizo upa y me llevó hasta la ventana.
Mirá, me dijo, apuntando al cielo. ¿Serán las estrellas almas vueltas pájaro?
El cielo anochecía en fulgor violáceo. Yo puse los ojos nuevos en la estrella
que creí que apuntaba y la elegí para siempre (veinte años en el futuro, me
encontraré una noche cualquiera bebiendo vino y me enteraré, por casualidad,
que se llama Betelgeuse).
Tu abuela, que era mi mamá y que también era medio bruja, decía que cuando
los pensamientos te abruman y nadie te entiende, tenés que escribirle una carta a
una estrella, me contó.
Esa noche, el Hornero durmió muy mal. Ya no volvió a trabajar y empezó a
salir de la cama un poquito más tarde cada día, como si volver al mundo le
resultara agotador. Nosotros vimos cómo se le cayeron las plumas y las patas
flacas se le doblaron alrededor de las alas. El Hornero amaneció triste desde
entonces, hasta que una mañana, ya no pudo despertarse.
No le conté esto a nadie, nunca. Me crié un poco sola. Sola no, con los libros,
y a los libros no hace falta contarles los problemas que una tiene. Con los libros
es otra historia, porque responden sin que una pregunte, como los ojos de una tía
que sabe mirar. A los libros, basta leerlos entre líneas para sacarles charla.
Pero a los humanos no, no les conté nunca sobre el día que el Hornero no
quiso amanecer.
Ese día me desperté sola y fui al corazón de la casa.
Mamá había preparado el desayuno, pero el café con leche estaba frío y el pan
tostado ya estaba duro de nuevo. Me temo que el café frío se manifiesta como el
eco de la desesperanza; un café frío, un café abandonado, es siempre testigo de
alguna tristeza que se interpuso entre la taza y los labios que beben, que ahora
están marchitos, llovidos de lágrimas, cerrados y torcidos, en una mueca de
dolor ulterior.
La última vez que vi al Hornero, tenía los ojos cerrados y las alas cruzadas
sobre el plexo solar.
Sus hermanas, que eran mis tías y eras seis, estaban vestidas de negro y lo
lloraban en círculo, acariciándole las plumas pálidas.
La tía Ágata tenía el cabello suelto, cayéndole sobre los hombros como una
cascada de espuma blanca, hasta la cintura. Rezaba en un murmullo que también
se parecía al agua, y las otras repetían.
Vení, me dijo la tía Aurora, y me dio la mano para que me uniera al círculo
con ellas, entre la tía Ada y la tía Alma.
¿Qué tengo que hacer?, pregunté, y la tía Ana se arrodilló a mi lado y me
acarició la cabeza con ternura:
Decile lo que quieras.
Pero no me escucha, protesté.
Ella me sonrió con misericordia y las demás dejaron de rezar y también me
miraron. Ese día, aprendí el idioma secreto de los ojos y también que algunas
respuestas pueden pronunciarse con silencios.
Mientras la tía Aída lo llenaba de flores y lo envolvía en la sábana blanca, me
acerqué a la cama, le di un beso en la frente y le dije un secreto:
Hornero, no te preocupes. Te voy a escribir una carta para que la leas cuando
seas una estrella.
2
Mamá le vendió el nido que hizo el Hornero a unos ladrilleros que querían el
terreno para criar chanchos.
Dejamos casi todas nuestras cosas. Llevamos nada más que la ropa, los libros
y las fotos. Mamá dijo que donde íbamos habría lo necesario, y ella hacía tanto
esfuerzo para hacerme sentir que todo estaba bien, que yo jamás me hubiese
atrevido a contradecirla.
Sin embargo, el día que abandonamos la casa del Hornero fue el más triste de
mi vida. Por algún motivo, sentí que todo lo que alguna vez podría necesitar
permanecería allí, escondido entre los árboles, oyendo los alaridos de los
chanchos, viéndolos morir.
Yo no quería irme, todavía no quiero. Con esmero rememoro rincones y
recorro carreteras cerebrales para volver al nido, y hasta del graznido de las
garzas del río me acuerdo. Nunca más, ningún paisaje consiguió despertar la
memoria de aquel lugar. Puede que haya sido por eso que jamás volví a sentirme
a salvo.
Fue don Genaro, el tío de mamá, el que nos recibió en Zárate. Tenía una
cicatriz en los labios, la cabeza plateada y los ojos negros y hundidos, como si se
hubiese pasado mil siestas mirando el sol.
Mamá me contó esa noche, antes de dormir, que don Genaro era primo de la
abuela y que llevaban años sin verse. Me dijo que el tío estaba solo porque su
hija se había escapado de la casa con un novio que tenía, y su mujer había ido a
buscarla y no había vuelto nunca más.
Me pidió que tuviera paciencia, que las cosas eran distintas ahora y que ahí,
donde estábamos, íbamos a estar bien. Que el tío, que era varón, podía
cuidarnos.
Es buen hombre, don Genaro, dijo mamá, bostezando y cerrando los párpados.
Levanté los ojos y vi el guayabo apoyando las ramas en la ventana por la que
entraba la luna. Golpeaba el vidrio suavecito, como si quisiera contarnos algo,
pero ocurre que los humanos ya no recordamos el idioma secreto de las plantas y
por eso no pude entenderlo.
¿Será que los árboles del patio nos extrañan?, le pregunté a mamá, pero ella
no me respondió porque se había quedado dormida. Le acaricié la frente y le di
un beso en la mejilla, ella giró sobre el colchón viejo y me envolvió con el brazo.
Un rato después, comenzó a lloviznar y en el centro de la habitación, junto a
la cama, goteó a través del zinc. El guayabo volvió a golpear el vidrio y me di
cuenta de que tenía una rama que parecía una mano (o una mano que parecía una
rama) que apuntaba al vaso que había sobre un aparador.
Gracias, le dije, mirándolo a las hojas.
Me levanté, agarré el vaso, y lo coloqué justo debajo de la gotera. Enseguida,
volví a acostarme, trencé los dedos en los dedos de mamá y cerré los ojos. El
barullo de la lluvia sobre las chapas fue haciéndose cada vez más intenso, como
si las nubes estuvieran cayendo a pedazos sobre la casa de don Genaro.
El vaso de agua se llenó y comenzó a derramarse sobre el piso y enseguida
alcanzó las patas de los muebles y trepó por las paredes, y cuando presté
atención, la cama se hundía en el silencio. Los bolsos, los muebles y los espejos
flotaban alrededor de nosotras y la lluvia dejó de hacer ruido, porque la casa era
un río y nosotras estábamos en la parte honda.
3
Creo que, de cerca, todas las tragedias se parecen un poco. Son como una
sirena de ambulancia que retumba allá lejos y va haciéndose cada vez más
estridente, hasta que una queda sorda y también un poco ciega, porque es
inevitable cerrar los ojos ante el estruendo.
Eso me pasó con la Fabiana.
La Fabiana vive de la timba, me explicó una vecina en el almacén, el
mismísimo día que Sebastián y yo nos mudamos. Mientras él le pasaba una
escoba a las persianas del frente, yo me crucé a preguntar a cuánto estaba la
garrafa de gas.
Usted alquiló en lo de Molina, dijo la vecina, chusmeando lo que hacía
Sebastián, que sacudía la cabeza del escobillón contra el cordón de la vereda.
Sí, dije, tímida.
Hacía rato no me veía envuelta en una de esas charlas casuales y pensé un
poco en la clientela del negocio donde trabajaba, antes de venirme para el sur.
Llegué hace unos días, soy de Buenos Aires, pero él es de acá, le expliqué.
Sebastián luchaba para encajar el palo en la cabeza del escobillón y la mujer
se quedó un rato largo mirándolo.
Sí, decime…, interrumpió la almacenera.
Hola, buenas tardes. ¿A cuánto tiene la garrafa de gas?
Che, nena, quiso saber la vecina. ¿Cuánto pagan por la casa?
Cuarenta, dijo la almacenera.
Escuchá, Dori, le dijo la vecina a la almacenera. Dice que la Fabiana quiso
alquilar la casa de Molina y el viejo Molina no quiso.
¿Ah, sí?
Dice que quería la casa para la hermana.
¿Hasta qué hora está abierto el negocio?, pregunté, para cruzarme un rato
antes de empezar a preparar la cena.
Nena, me dijo la vecina. ¿hizo muro atrás don Molina?
Hasta las once estoy, respondió la almacenera.
Hay un muro, sí, le comenté.
La vecina se puso una mano en el pecho y se acercó al mostrador. Sus gafas
rojas y rectangulares se resbalaron hasta quedar al filo de la nariz, que se parecía
un poco a la aleta de un tiburón. Con el dedo índice, hundió el marco en la carne
arrugada entre las cejas.
Dice don Molina que se cansó de juntar los profilácticos que el hijo de la
Fabiana le tira en el patio.
¿Profilácticos?, pregunté, tragando saliva.
Vos sabés, preser…
Sí, sí, sí, aclaré. Pero, cómo profilácticos. Don Molina no nos contó nada
sobre profilácticos.
Igual, no te hagas problema, me calmó la vecina, apoyándome una mano de
uñas violetas en el brazo. ¿No me dijiste que hizo muro, Molina?
Che, Mabel, ¿y por qué no le alquiló nomás a la Fabiana, Molina? Mataba dos
pájaros de un tiro, se metió la almacenera.
Anda en algo raro esa, sentenció la otra, que por acaso supe que se llamaba
Mabel. Vive de la timba y de los tipos que la visitan, y viste que Molina siempre
fue muy cristiano.
La que es asquerosa es la hermana de la Fabiana, opinó la almacenera.
La Gloria, asintió doña Mabel.
Si hubiese prestado atención, hubiese escuchado la sirena, la tragedia, allá
lejos, acercándose. Pero yo estaba más preocupada por Sebastián, que del otro
lado de la calle seguía peleando por enroscar el palo en la cabeza del escobillón.
Che, nena, me palmeó una teta doña Mabel. ¡Cómo se nota que tu marido
nunca agarró una escoba!
5
Siempre está quien pregunta a qué edad se fue una de la casa, y hay quienes
responden que a los dieciocho, a trabajar a la capital, y otros que a los veintipico,
después de terminar la facultad. Algunos tienen cincuenta y no se fueron nunca y
eso les duele un poco, y otros tienen treinta y recién consiguen abandonar el
dormitorio lleno de pósters de The Cure.
Cuando me preguntan a mí, digo que me fui de casa a los doce. Es que mi
casa siempre fue la casa que construyó el Hornero; lo otro fue más bien un
refugio del que acabé escapándome cuando las bombas me encontraron.
Esa tarde diluviaba, como desde hacía una semana.
Yo llegué empapada de la escuela y fui a querer darle un beso a mamá, que
estaba en la cocina, tomando mate con don Genaro.
Andá a cambiarte, me dijo ella, medio impaciente, mientras untaba un suspiro
de manteca en una rodaja de pan que no era más gruesa que una moneda de un
peso.
Yo fui para el cuarto y me saqué el guardapolvo y los pantalones, me envolví
en una toalla y en eso de querer enchufar el secador de pelo estaba, cuando sentí
que abrían la puerta a mis espaldas.
Mami, ¿dónde está mi remera verde?, pregunté.
Mamá se me acercó por la espalda y me puso la mano en la cabeza y cuando
miré para arriba, vi que mamá era don Genaro, que me miraba y me sonría con
una sonrisa de hacer cosas feas y se llevaba la mano a la bragueta.
Mirá, me dijo, pero yo no miré.
Me escabullí entre sus piernas, con el corazón hecho una carta arrugada. Corrí
a la cocina y no sabría explicar por qué, me senté a tomar la merienda
semidesnuda, como estaba, como si nada hubiese sucedido.
El tío entró gritando.
¿Y? ¿Hay segunda vuelta de esos mates?
Cuando mamá giró para responderle, me vio.
Recuerdo que me clavó los ojos como espantada y enseguida lo miró al tío,
que puso los suyos en cualquier otro lado y fue a sentarse en el extremo opuesto
de la mesa.
Me llevó años entender lo que sucedió ese día: ella se sentó entre nosotros,
apoyó el plato de pan, se sirvió una taza de té, le puso dos cucharadas de azúcar
y mientras revolvía, le dijo a don Genaro:
Con ella, no, tío. Con la nena, no.
8
Pasaron muchos meses hasta que junté la plata para abandonar a Sebastián,
que desde aquel día se había convertido en poco más que un pedazo de carne
podrida.
Cada vez pasaba menos tiempo conmigo. Ese último miércoles me avisó que
el viernes se iba a Cañadón Perdido. Que me dejaba veinte pesos. Que el
domingo, después del almuerzo, llamaría para avisar a qué hora volvía el lunes.
El sábado a la tarde preparé los mates por última vez. Fue Malena la que puso
las tortas fritas, porque sabía que yo estaba ahorrando y porque el día que había
ido a rendir, le salió un trabajo en la fotocopiadora frente a la facultad. Le
pagaban jornal y estaba en negro, pero para el pasaje ya no le faltaba.
Malena vino a despedirse, era la única que sabía que me iba. De paso, me trajo
la bendición de su mamá, que le había dicho que yo era como su ángel de la
guarda.
Sos muy valiente, me sonrió, y yo respondí que no.
Huyo antes de salir lastimada, hermana. Y me duele en el alma, te lo juro.
Pero Sebastián jamás podrá salvarme de él mismo.
Ella tomó el mate en silencio. Después de un rato, suspiró:
Hay que ser valiente para escapar desnuda.
Malena me contó que en el Marechal se decía que la Fabiana y la Gloria se
habían fugado continente adentro, en un Duna blanco. Esto, contado por el
marido de la Chili que, según Malena, conoce todos los kiosquitos de la ley
porque es policía.
¿Y qué fue de las chicas?
Supongo que las habrán llevado a sus casas.
Ojalá, murmuré, pensando en todos esos ojos achinados de tanta luz negada
que las embestía de repente. Habían vivido demasiado tiempo en la oscuridad,
un poco por culpa de los monstruos que las lamían con lenguas de sombra, otro
poco por culpa del silencio cómplice de un barrio de esos en los que los vecinos
creen que nunca pasa nada.
¿Te enteraste que agarraron al tipo que le pagó a la Fabiana para manosear la
criatura?
Una buena, la cana.
Malena chupó el mate, ahogando la ironía con el sorbo de yuyos.
Ya quisiera, el fiambre. Lo agarraron los capos. Parece que toda la falopa que
encontraron la había traído él. Venía a hacer una entrega, un laburo para un
porteño al que le debía guita. Tenía pedido de captura, contó el marido de la
Chili. Dice que se llamaba Carlos. Carlos no sé cuánto, no me acuerdo, pero le
decían Keta.
10
Malena nunca me preguntó cómo nos conocimos con Sebastián. Siento que
jamás necesitó saberlo, que las palabras putrefactas que había escuchado de su
boca le parecieron motivo suficiente para comprender mi evasión.
De haber preguntado, le hubiese contado que Sebastián me escribía cartas
hermosas que yo imprimía en el cibercafé y releía una y otra vez sobre el
colchón finito de la cama de la pensión, que de repente se quiso parecer a un
nido, de lo feliz que me sentía.
Sebastián escribía, yo suspiraba la noche entera, y al día siguiente corría a
responderle. A veces, él demoraba semanas en volver a escribir. Solamente una
vez le pregunté sobre sus tiempos y Sebastián me respondió que, en ocasiones, le
tomaba días encontrar las palabras precisas para hablar conmigo. Debería haber
sospechado que alguna tormenta lo acompañaba, pero es tan fácil perderse en un
bosque de palabras hermosas. Tarde comprendí el daño que puede provocar el
amor virtual.
Cuando alguien habla de amor a distancia, su voz siempre suena como si
estuviera contando una mala noticia. Por eso quisimos hacer de la distancia parte
del plan, y decidimos que era hora de encontrarnos.
Nos tomó mucho tiempo más reunir el dinero suficiente. Ahorré cada centavo,
lo juro. Comí menos y me mudé a un cuarto compartido con más chicas, porque
así era más barato. Creo que fue ahí cuando comencé a equivocarme. Es curioso
cómo opera el cerebro bajo los efectos del amor idealizado, que nos deja pasar
por alto los sacrificios impensables que hacemos con el cuerpo y el alma para
alcanzar la plenitud prometida en la concreción del deseo.
Debería haber sospechado que las palabras también pueden ser enemigas, si
yo bien sabía de ese poder que tienen de disfrazar una ficción gris de nido, y
hacer migrar al pájaro que fuimos alguna vez, que permanece enjaulado en
nuestras vísceras.
Ahora que lo pienso, habré elegido mirar para otro lado, creer en el amor que
me ofrecía Sebastián porque un poco había podido sanarme a la distancia. Lo
idealicé como antídoto para las formas retorcidas del cariño de los hombres, que
descubrí demasiado pronto. Esa fe virtual se me presentó como la última
oportunidad para deshacerme del daño, pero ocurre que cuando el daño está
guardado en los sueños y también en todos los desvelos es inútil echar a andar el
cuerpo. Cuánto tiempo más nos engañarán las máquinas de la fe antes de que
algún corazón roto invente la máquina de deshacer pesadillas.
11
Era de noche. La gente iba de acá para allá, de brazos cruzados y caras
solemnes por culpa del viento, que no daba tregua. La terminal era un mar de
fantasmas azules que esperaban y suspiraban, movían las piernas traslúcidas y
fumaban con la impaciencia de un fantasma que ha estado preso en este mundo
de mortales demasiado tiempo.
Lo vi enseguida. Qué no lo iba a ver, si tenía una carita. Él no era un fantasma
azul en una terminal del sur.
Me di cuenta enseguida de que estaba solo, solo en ese momento y solo desde
algún antes que se le desparramaba en la ropa llena de agujeros y esos ojos
suyos, que se encontraron con los míos. Un enjambre de luciérnagas flotaba en
el pastizal de sombras de sus pupilas curiosas.
La imagen de ese pajarito gris me hizo pensar en el preciso instante en que la
tristeza se apoderó del cuerpo del Hornero y, casi por inercia, dejé caer el
bolígrafo sobre la libreta con la esperanza de arrancarme de las vísceras esa carta
que tenía presa en mi cabeza hacía muchísimos años.
Querido Hornero,
anoche renté un cuarto de hotel por primera vez en mi vida. Viajé de
Comodoro Rivadavia a Rawson para tomar un colectivo que me lleve a Buenos
Aires. Dormí sola y con los ojos llenos de lágrimas; muerta de frío y muerta de
amor, porque lo que creí que era amor se me volvió en contra y convirtió las
mariposas en cuchillos.
Hoy continúo mi viaje con los bolsillos llenos de promesas rotas, pero me
siento afortunada. Me llevo una amiga nueva y una historia para contarle a quien
ande por la vida sin precaución, amando ficciones que acaban desnudándose
para revelar la imagen de la decepción más cruda.
Ojalá hayas estado en lo cierto, Hornero, y ahora seas una de estas estrellas
que espían mi libreta a través de la ventana del micro. Hoy más que nunca,
necesito de ese nido que nos construiste convencido de la felicidad eterna. Tal
vez, también me haga falta la certeza de que el amor no se ha muerto todo con
vos.
Un pibe que viaja conmigo me mira como miran los perros de la calle, que
saben cuándo morder y cuándo acercarse. Me espía, porque cree que no me doy
cuenta, y cuando tuerzo el pescuezo, voltea y se queda mirando las luces azules
del ómnibus.
Tal vez esto no sea más que una farsa, pero igual hay que darlo todo: me
acecha en este momento la posibilidad de creerme la protagonista de una de esas
películas en la que, quienes se enamoran se miran así, con esa mezcla de
curiosidad y recelo, hasta que por fin se atreven a dirigirse la palabra.
Y con la palabra viene el vino, el vaso en los labios, el beso en los pánicos, un
picnic y un parque, un por qué y la decepción de recordarse humanos y de
saberse condenados a torcer las piernas por el camino del placer, aunque el torso
vaya para otro lado, a un lugar más seguro, y es aquí donde el miedo emerge.
El escalofrío me encuentra en el preciso instante en que los amantes se
perdonan, se tiran a la cama y se envuelven en piernas rotas de tanto tirar para
otro lado. Cuánto duele torcer para no soltar.
Quisiera dormir, pero no puedo. Miro por la ventanilla, buscando la estrella
que creo que señalaste el día que supe que la carne acaba pudriéndose para que
lo que brilla adentro nuestro vuelva al cielo.
Creo que a Sebastián le daba placer verme con los remos. Creo que a mí me
dio rabia descubrir que él no era el mar.
Abrí los ojos y los tenía húmedos porque me dormí pensando en el Sebastián
que me escribía cartas de amor cuando vivía en Buenos Aires.
No sé decir si la palabra trampa alcanza para describir esa capacidad que tenía
de hacerme protagonista del universo que era capaz de escribir, pero del que
jamás se atrevió a hablarme el tiempo que pasamos juntos. Como si hubiese
conocido a dos personas diferentes. Como si dos personas diferentes lo
habitaran. Como si con los dedos fuera capaz de decir cosas que la boca no se
atrevía a pronunciar.
Hornero, pienso ahora en la necesidad imperiosa de separar el amor del deseo.
Pienso en eso y también en Sebastián, que me miraba con deseo, pero nunca con
amor. No digo que esté mal, porque no hay mal ni bien: solo consecuencias. Y él
no quiso hacerse responsable de las consecuencias de disfrazar de amor las ganas
que tenía de habitar un cuerpo. Mi cuerpo.
Creo que Sebastián se parece un poco a esos turistas que prometen volver a la
playa donde pudieron sentirse libres, pero que jamás se atreverán a dejarlo todo
y caminar la arena para siempre.
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Querido Hornero,
atrapada en las vísceras de este ómnibus, pienso en el Enamorado de la libreta
amarilla, que siempre venía al cibercafé donde trabajaba. Tenía el pelo blanco y
alguna tristeza encarcelada en esos ojos acuosos suyos, un pedacito de
firmamento que le habrá quedado de sus días de pájaro.
Casi como un ritual, el Enamorado compraba café de máquina, pedía la
computadora número nueve, apoyaba el vaso de plástico junto al teclado y
pegado al vaso, sus notas, escritas en una libreta de tapa de cartón amarillo igual
a esta en la que te escribo yo, porque me la regaló él.
El día que el cliente de la computadora número nueve me descubrió llorando
detrás del monitor del mostrador, me preguntó qué sucedía y su voz se pareció
un poco a la tuya, Hornero. Fue por eso que alcé los ojos con tanta prisa. Con el
envión, la sal se desprendió de mis pestañas húmedas y le revoleé un par de
lágrimas sobre el suéter gris.
Lloro porque creo que encontré una cosa que se parece mucho al amor, le dije.
Él me envolvió en un relámpago de acuarela celeste y me sonrió con los
dientes pintados de tanto café.
Qué poca prensa tienen los milagros últimamente, me dijo, y apoyando la
libreta y los codos sobre el mostrador, sonrió y me pidió que le cuente más.
Le regalé el café porque no sabía cómo pagarle el interés genuino, como
ratoncitos con farol, espiándome bajo el umbral de carne de sus párpados.
Hay algo acá, acá adentro, que me dice que deje todo y me vaya al sur. Algo
que se despertó con cada carta que me escribió Sebastián, pero que no sé qué
tanto tiene que ver con él, y eso me espanta un poco.
Qué difícil, respondió el Enamorado de la libreta amarilla, bebiéndose el café
de un trago y pidiéndome un poco más con apenas la complicidad de una
sonrisa.
Debe ser por eso que lloro. ¿Puede una persona amar más la carta que las
manos que la escriben?
El Enamorado pensó un rato largo, con los labios bailando sobre el borde de
plástico y la mirada perdida en alguna imagen que estaba impresa en su memoria
desde hacía muchos años.
Te voy a contar una cosa, me dijo por fin. Yo también escribo cartas con la
esperanza de habitar las ficciones que llenan estas libretitas. Qué te puedo decir.
Se ve que escribimos porque con soñar, a veces, no alcanza. Escribimos como si
escribiésemos conjuros, y no esperanzas. Y ese es el problema: querer vestir a
quien se ama con las propias ficciones.
¿Usted a quién le escribe?, quise saber, y el Enamorado de la libreta amarilla
se puso colorado.
A un amor que dejé en España, me confesó, bajando la voz.
¿Se arrepiente?
Sonrió como si recordara algo hermoso.
Más me hubiese arrepentido de no haberme detenido a amar. Porque lo
maravilloso del amor no es la gloria íntima de los amantes, sino las bondades
que siembra cuando quienes aman vuelven a habitar el mundo que respira detrás
de las paredes que les guardan el secreto de la desnudez. El amor nos hace
mejores personas, piba , me aseguró. Porque el amor será las flores del patio,
pero también la membrana líquida de los techos rotos.
Lagrimeamos juntos, y ese día le expliqué lo que significa ser ñeris, porque
ahora éramos eso.
Tomá, me dijo el Enamorado, y me regaló una de sus libretas, con las hojas en
blanco. Esto es para que escribas las ficciones que quieras habitar.
Por eso escribo esta carta, Hornero. Para volver a la casa que construiste para
mí. Para volver a la alfombra.
Cómo nos acosa la necesidad del retorno cuando todo parece ensombrecerse.
Será, acaso, la nostalgia, la parte honda del río donde hacemos pie para volver a
la superficie.
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