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Sigmund Freud, La hipnosis, textos (1886‐1893). Introducción y presentación de Mikkel
Borch‐Jacobsen. (Ariel, Buenos Aires, 2017) pp. 384.
Mauro Vallejo (*)
(*) Dr. en Psicología (Universidad Nacional de La Plata – CONICET). maurosvallejo@gmail.com
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Treinta años después de sus primeros ensayos por demostrar su conjetura más
preciada, Mikkel Borch‐Jacobsen ha vuelto a intentarlo con un arma entre anacrónica e
imperfecta. Deseoso de convencer a todo el mundo de que el psicoanálisis nunca dejó de ser
un medio sugestivo, llevó a cabo una nueva y documentada investigación acerca de los
primeros pasos dados por Sigmund Freud en el mundo de la hipnosis médica. Quienes
conocen las producciones del historiador de origen francés, se toparán en este volumen con
las loables virtudes del autor, así como con sus tradicionales artimañas de iconoclasta. Una
vez más, como sucede con cada una de las obras de Borch‐Jacobsen, el lector se enfrenta con
la desconsoladora mixtura de dos gestos que parecen mirarse desde veredas opuestas: el
exquisito trabajo de exhumación de fuentes primarias (correspondencias, prensa periódica,
diarios íntimos, historiales clínicos) desemboca, casi a la manera de una desmentida, en la
proclama de conclusiones que, amén de apresuradas, parecen elegidas adrede para pasar
por alto lo esencial. En esta ocasión se suma además el uso de traducciones más que
sospechables.
El libro que la editorial Ariel ha puesto al alcance de los hispanoparlantes está dividido
en dos partes. En la segunda de ellas figura una larga lista de textos de Freud referidos a la
hipnosis, cuatro de los cuales no aparecen incluidos en las ediciones corrientes de las obras
completas del creador del psicoanálisis. Esos “inéditos” comprenden dos breves reseñas
escritas por Freud en 1887 y 1888, una sinopsis de una conferencia dictada por él en abril y
mayo de 1892 (sobre la cual hablaremos más adelante) y las cartas intercambiadas por el
médico y su paciente Elise Gomperz. Hacia el final de esta reseña nos extenderemos sobre el
flaco rédito implicado por la publicación de esos originales, que llegan a nosotros gracias a
una traducción hecha desde el francés… Si la editorial Ariel no pudo conseguir el contacto de
ningún traductor del alemán, es algo que no podemos achacar a Borch‐Jacobsen. Lo que sí
podemos objetarle es el espíritu de la selección de escritos freudianos hecha por él. Por
ejemplo, ¿por qué incluyó allí, en una selección que se detiene en 1893, el escrito
‘Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)’? ¿No demostró hace unos años Fichtner
(2008) que ese texto no fue escrito en 1890 sino después de 1895? Si las implacables
evidencias ofrecidas por Fichtner no convencieron a Borch‐Jacobsen, ¿no era acaso necesario
que argumentara el motivo?
En la primera parte del volumen, Borch‐Jacobsen ofrece un ameno relato, entre
novelesco y erudito, sobre el ambiente científico en que el futuro creador del método
psicoanalítico se introdujo en el universo del sonambulismo artificial (tópico sobre el cual
Andreas Mayer había escrito hace poco un libro definitivo, que Borch‐Jacobsen no incluye
entre sus referencias (Mayer 2012)). El ensayo comienza con la reconstrucción de la
celebridad que Hansen, el célebre hipnotizador de teatro que recorrió el continente europeo
a fines del siglo XIX, alcanzó en Viena en febrero de 1880. Sus poderes taumatúrgicos
maravillaron no solo al público lego sino también a eminencias de la medicina académica,
que se apresuraron a replicar las experiencias y a otorgarles una explicación fisiológica. Freud
no formaba parte de esa elite galénica, pero también él se sintió atraído por las
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demostraciones de aquel mago. Al retratar ese colorido episodio, Borch‐Jacobsen nos
anticipa algunos de los objetivos más rescatables de su escrito. En efecto, el libro sobre los
primeros años de la formación profesional de Freud es al mismo tiempo la narración de los
itinerarios intelectuales y prácticos de esos tantos otros que completaban el rompecabezas:
Breuer y Charcot, por supuesto, pero también Hansen, Ernst Fleischl, Bernheim y algunas
familias de la nobleza vienesa. En esas primeras páginas encontramos un balance mesurado y
bien informado de las polémicas que acerca del hipnotismo mantenían los principales
cultores de la neuropatología en Francia y Alemania. En ellas también hallamos las evidencias
de una zona que Borch‐Jacobsen iluminó mejor que nadie en anteriores intervenciones.
Gracias a su trato con Breuer, y al prestigio de ser el discípulo/traductor de Charcot, el novato
Freud tuvo el privilegio de atender en su consultorio a lo más refinado de la aristocracia de
su ciudad.
El ensayo introductorio no se contenta, empero, con documentar desmayos de
condesas, o con citar profusamente fragmentos bien elegidos de la literatura científica
referida al hipnotismo. En esas páginas el autor revisa, muchas veces en base a fuentes poco
transitadas, el modo en que Freud se apropió de la herramienta hipnótica al inicio de su
carrera profesional (1886‐1893). Borch‐Jacobsen constata allí lo que muchos comentadores
ya han señalado: si bien es cierto que en un comienzo (entre 1886 y 1889) Freud aceptó
incondicionalmente los postulados de Charcot acerca de la hipnosis y la histeria –según los
cuales, dicho esquemáticamente, el hipnotismo era un estado patológico, positivo y natural,
caracterizado por fenómenos automáticos–, hacia 1889‐1890 comenzó a acercarse a los
argumentos de Bernheim, el empecinado rival de la escuela de la Sapêtrière, para quien el
hipnotismo no era un hecho esencial sino un mero producto de la sugestión. Borch‐Jacobsen
subraya, a tono con el diagnóstico compartido hoy en día por los especialistas, que ese viraje
no fue absoluto, pues aún en la década de 1890 el creador del psicoanálisis siguió adhiriendo
a algunas de las tesis fundamentales de su maestro de París, sobre todo las referidas a la
impertinencia de reducir la fenomenología histérica a un hecho cultural (sugestión).
Borch‐Jacobsen hace mucho más que volver a documentar esas hipótesis históricas ya
consensuadas. Haciendo pie en los escritos de Freud referidos a la hipnosis, así como en sus
cartas (a Fliess, a su cuñada Minna, y sobre todo a su paciente Elise Gomperz), el autor le da
su impronta original al relato sobre esa prehistoria del psicoanálisis. Concentrado mucho más
en el Freud clínico (hipnotizador) que en el Freud teórico sobre el hipnotismo, lanza una serie
de proposiciones que –a nadie puede escapar ese cometido– buscan generar nuevas
polémicas sobre esos inicios titubeantes de neurólogo de Viena. Citemos, por ejemplo, las
nuevas y aventuradas sospechas de Borch‐Jacobsen acerca de la identidad de algunas de las
pacientes tratadas por Freud mediante el hipnotismo o sus variantes. Según el historiador, la
paciente referida por Freud en la primera mitad de su escrito “Un caso de curación por
hipnosis” (publicado en dos partes, en diciembre de 1892 y febrero de 1893), no es otra que
Martha, la esposa de Sigmund. El lector tiene presente seguramente los detalles de ese caso:
se trata de esa pobre mujer que ante el nacimiento de cada uno de sus hijos cae en un
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estado de abatimiento y malestar, que le impide amamantar a su progenie. Freud la asiste en
el transcurso de los años en esas crisis, siempre con el mismo procedimiento: la hipnotiza, le
ordena sentirse bien, y le asegura que será una buena madre, y que podrá dar el pecho al
fruto de su vientre. ¿En base a qué evidencias Borch‐Jacobsen postula que esa sufriente fue
la abnegada Martha? ¿Halló acaso alguna carta o borrador donde ese secreto aparecía
develado? Nada de eso. La supuesta identidad –comunicada primero como hipótesis, y de
inmediato repetida a lo largo del texto como cosa demostrada e incuestionable– se sostiene
en unos vagos parecidos entre los datos consignados sobre la paciente en el texto, y la
información que hoy se posee sobre la biografía de Martha. El indicio fundamental está
dado, a los ojos de Borch‐Jacobsen, por la imprecisa similitud entre las fechas en que ambas
mujeres dieron a luz a sus hijos, sumado a la información de que también la esposa de Freud
tuvo inconvenientes en dar el pecho a sus hijos. La conjetura de Borch‐Jacobsen apenas si
puede ser tomada en serio. En su escrito Freud afirma que “por azar” frecuentaba a la
paciente desde la niñez (Freud 1892/1893, p. 151), y sabemos muy bien que al momento de
conocerse ambos tenían más de 20 años de edad (Borch‐Jacobsen 2017, p. 36). Incluso si
atendemos en detalle a las “evidencias” esgrimidas por el historiador, las cuentas salen muy
mal. En su texto Freud informa que el segundo hijo de la paciente nació 3 años después del
primero. ¡Mathilde, la primogénita de Freud, y Jean‐Martin, el siguiente miembro de la
familia, se llevaban exactamente 2 años de diferencia!
Otro tanto cabe concluir sobre el segundo “descubrimiento” de Borch‐Jacobsen. De
acuerdo con sus indagaciones, la paciente “Lucy R.” de Estudios sobre la histeria no es otra
que Minna, la hermana de Martha. Las analogías biográficas son esta vez aún más forzadas,
por no decir disparatadas (Borch‐Jacobsen 2017, pp. 355‐357).
La otra dimensión donde el introductor pretende plasmar su mirada personal tiene
que ver tanto con los pormenores del ejercicio práctico de Freud, como con el modo en que
ese trabajo quedó reflejado en su quehacer doctrinario. Borch‐Jacobsen coloca el dedo en un
punto que efectivamente merece la atención: en el caso de la madre que no podía dar el
pecho, así como en otras pequeñas viñetas de escritos anteriores, comprobamos que Freud
aplicaba la hipnosis según el procedimiento más tradicional. Usaba el sonambulismo artificial
para imponer representaciones mediante sugestiones verbales. Más que aplicar la hipnosis
para recuperar recuerdos olvidados (referidos, por caso, a la más temprana irrupción de un
síntoma), la usaba para negar malestares, prescribir hábitos (y quizá también para borrar
representaciones). Ahora bien, lo enigmático es que durante todos esos años él tenía
conocimiento de otro modo de hipnotizar. Gracias a las confidencias de Breuer sobre el viejo
caso de Anna O., sabía que la hipnosis poseía un milagroso poder curativo cuando era
empleada para volver a traer a la conciencia viejos recuerdos (atinentes a las primeras
emergencias de síntomas). Incluso en su vetusto y charcotiano artículo sobre “Histeria” de
1888 ya había ponderado las ventajas de esa innovación de Breuer (Freud 1888). Es
ciertamente un misterio por qué motivo Freud se aferró por momentos a la hipnosis
sugestiva más tradicional en los años (1886‐1892) en que ya conocía las promesas del
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método catártico. Borch‐Jacobsen no ve allí ningún misterio, pues tiene en su haber una
respuesta contundente y marcial sobre ese problema: “el método catártico que Freud
practica en estos años (1887‐1892) no tiene en absoluto el objetivo de recuperar los
recuerdos. Todo lo contrario, persigue el olvido. Se borra el trauma y se continúa como si
nada hubiera pasado. Lavado de cerebro, reescritura de la historia, poder de la ficción
retroactiva” (Borch‐Jacobsen 2017, p. 129). A los ojos de este historiador, el médico de Viena
no se diferenciaba en nada de clínicos como Pierre Janet, quien, defensor él también de una
teoría traumática, en esa misma época curaba a sus pacientes suprimiendo recuerdos
mediante hipnosis (o reemplazándolos por recuerdos de signo opuesto). La única diferencia
entre Janet y Freud, sugiere en silencio Borch‐Jacobsen, es que el primero confesaba
abiertamente su método terapéutico, en tanto que el segundo pergeñaba explicaciones
rimbombantes (referidas a las virtudes bienhechoras de la rememoración), cuyo único
cometido era ocultar ante los demás que él era un pérfido lavador de cerebros.
No puede negarse que en el transcurso de esos años el creador del psicoanálisis hizo
ambas cosas: optó por el abordaje à la Breuer, obteniendo de sus pacientes hipnotizadas
recuerdos inconscientes (cuya recuperación se traducía en alivio sintomático), y también usó
la hipnosis para sugerir la directa supresión de un síntoma (o incluso de una representación
alojada en la memoria). Freud dejó pocos rastros de su trabajo clínico de esos años: en ese
tiempo escribía poco, en sus publicaciones sobre la hipnosis ofrece apenas algunas breves
viñetas, y la información más valiosa sobre su proceder llegará recién en 1895, con la
publicación de Estudios sobre la histeria. Ahora bien, en sus escasos trabajos teóricos de
aquel entonces, aludió en más de una oportunidad al método catártico, y en esos fragmentos
jamás aparece la invitación al lavado de cerebro denunciada por Borch‐Jacobsen. En efecto,
en esos pasajes (que el historiador obviamente evita citar en su escrito introductorio) Freud
brinda un retrato muy distinto de la catarsis. Tomemos citas de los dos extremos del período
en cuestión. La primera es de 1888, y allí quedan claramente diferenciados dos usos de la
hipnosis para el abordaje de la histeria:
El tratamiento directo consiste en la eliminación de la fuente de irritación psíquica
para los síntomas histéricos, y es comprensible que las causas de la histeria se
busquen en el representar inconsciente. Para este tipo de tratamiento, se instila al
enfermo en la hipnosis una sugestión cuyo contenido es la eliminación de su
padecimiento. Por ejemplo, una tussis nervosa hysterica se cura oprimiendo la
garganta del enfermo hipnotizado y asegurándole que se ha quitado el estímulo para
la tos (…). Más eficaz todavía es un método que Josef Breuer fue el primero en
practicar en Viena; consiste en reconducir al enfermo, hipnotizado, a la prehistoria
psíquica del padecer, constreñirlo a confesar la ocasión psíquica a raíz de la cual se
generó la perturbación correspondiente (Freud 1888, pp. 61‐62)
Sería legítimo señalar que cuando Freud escribe esas líneas, carece aún de un andamiaje
teórico que le permita fundamentar de modo acabado por qué razón el método acuñado por
su colega Breuer posee tal eficacia. Igual de justo sería agregar que recién en 1893, luego de
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haber precisado su concepción sobre las representaciones inconscientes y sobre el
mecanismo de defensa, Freud estará en condiciones de explicitar esa fundamentación de la
catarsis. Sea como fuere, dirijamos nuestra atención al segundo fragmento, publicado
precisamente a comienzos de 1893 (en simultáneo a la edición de la célebre “Comunicación
preliminar”). Se trata de la segunda parte de “Un caso de curación por hipnosis”.
Contrariamente a lo que el título de ese artículo dejaba entrever, en esas páginas había
mucho más que “un caso”. En efecto, el relato sobre la hipnosis aplicada sobre la paciente
incapaz de amamantar, era seguido por el planteo de una compleja teoría sobre el
mecanismo psíquico responsable de la sintomatología histérica, ilustrada con los pormenores
de otro historial (el de Emmy Von N.). Pues bien, a la hora de dar parte de la terapia utilizada,
Freud describe el método catártico. Luego de sumir en hipnosis a la enferma, y de solicitarle
que recupere el recuerdo de las circunstancias en que su síntoma había sido creado por vez
primera, el médico concluye: “Pude convencerme de que aquel chasquido no era un tic
genuino, pues desde esa reconducción a su fundamento desapareció, y no volvió durante
años, todo el tiempo que pude seguir a la enferma” (Freud 1892/1893, p. 158).
La teoría sobre el Freud janetiano y lavador de cerebros no resiste la compulsa con
esas citas. Y tampoco es capaz de enfrentar una objeción sencilla. Si durante todos esos años
el psicoanalista, a contrapelo de sus descripciones teóricas sobre la catarsis, se limitaba a
borrar recuerdos y reescribir historias, ¿gracias a la ayuda de que inspiración pudo arribar, a
fines de 1892, a su teoría de la defensa, anclada en el postulado de la separación entre
representación y afecto? ¿Cabe tomar esa teoría como otra cosa que la desembocadura
natural de una praxis clínica que, hecha un poco a ciegas, lidiaba empecinadamente con la
recuperación de recuerdos olvidados y con el poder determinante de las representaciones
desalojadas de la conciencia?
Podrá objetarse aquí que estamos midiendo la validez de la hipótesis de Borch‐
Jacobsen en base a fragmentos que él dejó de lado, sin atender, en cambio, a las fuentes en
que efectivamente hizo pie. Cuando vamos a los documentos de los que extrajo su
conclusión, ¡las cosas son aún peores! En efecto, su invención del Freud lavador de cerebros
se basa sobre todo en un fragmento de una conferencia dictada por Freud en el Club Médico
de Viena en abril y mayo de 1892, cuya larga reseña fue publicada en mayo en una revista
(Internationale klinische Rudschau). La cita preferida de Borch‐Jacobsen reza como sigue:
Con la desaparición de la amnesia que acompaña a la hipnosis profunda, el médico
pierde la libertad de sugerir lo que quiera, así como la audacia que necesita para
negar las manifestaciones de la enfermedad. Saber que el paciente se da cuenta de la
contradicción existente entre la realidad y las sugestiones que le hace y que se lo
reprochará en una de las sesiones siguientes, llevará al médico a una cierta
contención, aunque no quiera. (en Borch‐Jacobsen 2017, p. 130; énfasis agregado)
Ahora bien, ese fragmento reproducido por el historiador presenta diferencias
llamativas respecto del original alemán. Estamos, dicho con otras palabras, ante una
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traducción que le hace decir a Freud (o a la reseña de su conferencia) cosas que en el original
brillan por su ausencia. Citemos el original:
Mit dem Wegfall der Amnesie, die der tiefen Hypnose zugehört, entfällt auch für den
Arzt die volle Freiheit in der Erteilung der Suggestion, die richtige Kühnheit im
Ableugnen der Krankheitserscheinungen. Es wird ihn wider Willen und Absicht zur
Züruckhaltung nötigen, wenn er wei, dass der Kranke den vollen Widerspruch
zwischen der Wirklichkeit von der in der Suggestion enthaltenen Behauptung
empfindet und ihm denselben ein nächstes Mal vorhalten wird. (Anónimo, 1892: 174)
Una traducción más fiel de ese fragmento rezaría como sigue:
Con la supresión de la amnesia que forma parte de la hipnosis profunda, también se
elimina para el médico la entera libertad de impartir la sugestión, la audacia
apropiada para negar las manifestaciones de la enfermedad. Eso lo obligará a
contenerse, contra su voluntad e intención, cuando sabe que el enfermo la próxima
vez reprochará que siente la más cabal contradicción entre la realidad y la
afirmación contenida en la sugestión.
En síntesis, el original jamás alude a que el médico sugiere “lo que quiera”. Por otro
lado, tampoco establece una serie entre la libertad de sugerir y la audacia para negar
manifestaciones de la enfermedad. No dice que sean cosas distintas y seriables. Lo que en el
original se deja entender, por el contrario, es que en su conferencia Freud estableció una
equiparación entre dos pérdidas: pérdida de libertad total a la hora de sugestionar, y pérdida
de la audacia de negar síntomas. ¿Qué cabe concluir de todo ello? En ese fragmento de su
conferencia Freud estaba alertando sobre las derivaciones clínicas de un hallazgo reciente,
referido a la inexistencia de una amnesia absoluta por parte de los hipnotizados. Al efectuar
esa advertencia, Freud señalaba las limitaciones de una de las aplicaciones del hipnotismo, la
que consiste en sugerir directamente que tal o cual dolor no existe. No hay que buscar allí el
acceso a cómo concebía la catarsis, sino la conciencia que había adquirido sobre las
desventajas de la sugestión hipnótica tradicional o janetiana.
Nos permitimos un último comentario acerca de aquella torpe traducción. La edición
española (objeto de esta reseña) fue realizada a partir de la edición en francés del libro,
publicado en 2015 por Éditions de l’Iconoclaste. El error de traducción en que nos hemos
detenido figura en la edición francesa, lo cual confirma algo que podía resultar obvio desde
el inicio, pero que conviene remarcar: la edición española fue realizada a partir de la
francesa. Ello no habilita a priori ninguna objeción para el caso de la primera mitad del libro
(el estudio de Borch‐Jacobsen). ¿Qué decir, empero, del hecho de que las fuentes freudianas
incluidas en el volumen hayan sido traducidas desde el francés? El volumen parece
reenviarnos a la época de José Ingenieros, por dos razones. Primero, la obstinación de Borch‐
Jacobsen por borrar las diferencias entre Janet y Freud nos trae a la memoria las primeras
lecturas que sobre el psicoanálisis se ensayaron en el Río de la Plata a comienzos del siglo XX.
Segundo, hace 100 años la doctrina freudiana llegaba hacia aquí luego de pasar por un tamiz
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francés: es bien sabido que algunos médicos argentinos, que tenían acceso solamente a
literatura psicoanalítica en lengua francesa, hablaban con fascinación o desencanto de la
psico‐análisis.
Este libro nos alerta no solamente sobre los rendimientos, excesos y falencias de
algunas formas de encarar la historia del psicoanálisis. También nos hace tomar conciencia,
de modo accidental, de los caprichos del mundo editorial que alimenta la famélica curiosidad
de los hispanoparlantes. La lectura del texto y de las notas de Borch‐Jacobsen pone ante
nuestros ojos cuántas joyas descansan en fuentes que permanecen inaccesibles para nuestro
universo idiomático: por ejemplo, los intercambios epistolares entre Freud y Martha, y sobre
todo las cartas entre el primero y su cuñada Minna Bernays. Ninguno de esos volúmenes han
sido traducidos al español, y nada indica que existan intenciones de llenar ese vacío. Sería
muy fácil cargar las tintas sobre las miras inescrupulosas de las empresas editoriales, más
deseosas de lanzar de inmediato al mercado latino cosas como El libro negro o el pasquín de
Michel Onfray, que de encarar un proyecto que permita, algún día, hablar de una obra
completa de Freud. A las cartas entre Freud y su esposa o su cuñada podríamos sumar las
Actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, la correspondencia con Eitingon, y una larga
lista. Lamentar el afán de lucro de las grandes editoriales podrá tranquilizar conciencias y
mancomunar reproches fáciles. Pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda. ¿Por qué
no pedir a los propios actores del psicoanálisis en español la reparación de esa deuda? Este
vergonzoso estado de cosas –que deja fuera del español, hoy en día la lengua mayoritaria del
universo freudiano, una parte considerable de las páginas del fundador–, ¿no podría ser
rectificado por los mismos psicoanalistas que, desde las universidades y desde sus
asociaciones privadas, no escatiman recursos a la hora de organizar congresos, editar libros
que nadie lee o invitar psicoanalistas europeos cuyo prestigio nace y muere en algún barrio
de Buenos Aires?
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Referencias bibliográficas
Anónimo (1892) “Über Hypnose und Suggestion. Von Dr. S. Freud, Dozent an der Wiener
Universität”. En FREUD, S. Gesammelte Werke. Nachtragsband. Texte aus den Jahren 1885‐
1938, Frankfurt am Main, Fischer, 1987, 165‐178.
Borch‐Jacobsen, Mikkel (ed.) (2017 [2015]) Sigmund Freud. La hipnosis, textos (1886‐1893).
Buenos Aires: Ariel. Traducción de Isabel de Miquel.
Freud, S. (1888b) “Histeria”. En Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1986, I,
41‐63.
Freud, S. (1892/1893) “Un caso de curación por hipnosis. Con algunas puntualizaciones sobre
la génesis de síntomas histéricos por obra de la “voluntad contrariada”. En Obras Completas,
Volumen I (pp. 147‐162). Buenos Aires: Amorrortu editores; 1999.
Fichtner, G. (2008) “From psychical treatment to psychoanalysis: considerations on the
misdating of an early text and on a hitherto overlooked addition to it (here reproduced)”, The
International Journal of Psychoanalysis, 2008, 89, 4, 827‐843.
Mayer, A. (2002 [2012]). Sites of the Unconscious: Hypnosis and the Emergence of the
Psychoanalytic Setting. Chicago: The University of Chicago Press.
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