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MicHaL Sen'es

LA COMUNICACIÓN
Hemies I
La co m unicación : H erm es I / M ichel Serres ; traducción d e R oxana Paez. •—
Barcelona : Anthixípos, 1996
300 p . ; 20 cm . — (P ensam iento Crítico / P e n sam ien to U tópico ; 9 !)

Tit. orig,: Henmes 1. La communícation


ISBN: 8^-7658-428-8

1, C om unicación - Filosofía 2, M erm es (D ivinidad griega) - Crítica,


in terpretación, ele. I. Paez, R osana, tr. II. T ítulo III. Colección
007:14

Título original: Hernias I. La com num icatíon (París, MinuiL)


Traducción cedida por Editorial Almagcsto, Buenos Aires

Primera edición en Editorial Anthropos: 1996

© Editorial Anthropos, 1996


Edita: Editorial Anthropos
ISBN: 84-7658-428-8
Depósito legal: B. 16.375-1996
Diseño, realización y coordinación: PLURAL, Servidos Editoriales
(Nariño, S.L.). Rubí. Tel. y Fax (93) 697 22 96
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Impreso en España - Prinled in Spnin


A q u í se relata el nacim iento de la idea de comunicación,
su emergencia ciega a través de una serie de artículos sobre
diversos temas, dispersados a lo largo de seis años. D is­
persados, no disparatados, y con una perspectiva recurrente:
su conjunto y su lectura constituyan, una variación — sin
duda incompleta pero sistemática— sobre el tema de Hermes.
Partiendo de las m atem áticas y de una hipótesis sobre
la génesis intersubjetiva del milagro griego, tesis perceptible
en el juego del diálogo platónico, volvemos a ellas para cerrar
u n prim er ciclo, dem ostrando el rigor de la organización
leibnitziana princeps: la comunicación de las sustancias. L a
abstracción más alta nace de una aguda exigencia respecto
de la mejor comunicación posible; en la época clásica, ésta
se establece sobre un soporte matemático. A s í diseñado, el
circuito no podía evitar la historia del milagro contempo­
ráneo, ese nuevo diálogo que fue la querella de los antiguos
analistas contra los algebristas modernos; circuito que, por
lo general, se reencuentra en el milagro perpetuo que
constituye la comunicación histórica de las matemáticas. De
la pregunta “¿qué se pierde en el juego de las preguntas y
las respuestas?” se pasa a qué se olvida a lo largo de esa
cadena casi perfecta, una vez que se encuentra m ontada sin
posibilidad de retornoT‘ E l cartesianismo da un paradigm a
particular de esas interrogaciones; resultaba interesante
reexam inar el modelo de la cadena, la operación intuitiva y
la afirmación del cogito, según las m ism as normas: examen
centrado aquí en las nociones de transición y de distancia
abolida. Be nuevo, el pensam iento matemático mezclaba su
devenir con el de la comunicación. Pero hay dos m aneras de
dar cuenta de esa alianza: desde el punto de vista de la
conciencia, como en Descartes, o directamente a través del
concepto, como en Leibniz; diálogo que aquí se retoma y del
que la modernidad busca la salida.
Ya sea para volver a tierra, o para sumergirse en La
corriente del sentido, com unicar es viajar, traducir,
intercambiar: ponerse en la perspectiva del Otro, asum ir su
palabra como versión, no tan sediciosa como transversal,
negociar recíprocamente objetos embargados. H e a q u í a
Hermas, dios de los caminos y las encrucijadas, de los
mensajes y de los mercaderes.
N o habíamos abandonado lo universal de la razón
clásica, la propagación de sus rigores en un campo juzgado
de antemano sin fronteras (lo universal no tiene versión)¡ a
lo largo de cadenas sin intercepciones. De donde se sigue que
la sin ra zó n es a h í e stric ta m e n te el otro lado y lo
incomunicable. Por un curioso giro, el método estructural
dibuja con soltura los grafos cerrados de una geometría de
la locura. D iseña, p a ra cerrar un segundo ciclo, las
geodésicas de la razón clásica, reducida a una razón
regionalizada. L as m atem áticas ya. no son un soporte, ni una
pantalla de La lumbre, sino un diccionario. EL término
“método” retoma su sentido obvio de transporte.
Faltaba traducir, eligiendo para eso los textos m ás ex­
traños: viajes para niños, cuentos para enamorados, le­
yendas populares y sueños de alquim istas. Quedaban por
comerciar, por intercambiar, palabras, dinero y mujeres,
para term inar estas variaciones en los vapores del festín, el
hum o del tabaco y las cadenas inextinguibles de la risa.
Agradecemos a los Sres. Schuh, Bastide, Costabel, Cor-
dier, Devaux y, entre todos, a M. Jean Piel, por habernos
autorizado cortesmente a reproducir aquí los textos publi­
cados en las revistas que dirigen.
INTRODUCCIÓN

La red de com unicación: P en élop e

A ntes de ser seducida por Zeus bajo el


aspecto de serpiente y de concebir así a
Díonisos, Perséfone, abandonada por
D ém eter en la g ru ta de Gyane, h a b ía
comenzado un tejido en el que re p re ­
se n ta ría el universo entero.

(Según relatos órficos)

Imaginemos, dibujado en un espacio de representación,


un diagram a en red. E n u n in stan te dado (porque veremos
am pliam ente que rep re sen ta un estado cualquiera de u n a
situación móvil), está conformado por una pluralidad de
puntos (cimas) unidos por u n a pluralidad de ram ificaciones
(caminos). Cada punto representa, ya una tesis, ya un
elem ento efectivam ente definible de un conjunto empírico
determ inado.
Cada camino es representativo de un contacto ó relación
entre dos o varias tesis, o de un flujo de determinación1 entre
dos o varios elementos de esa situación empírica. Por defini­
ción, ningún punto se privilegia con respecto a otro, ninguno
se subordina unívocamente a tal o cual; cada uno tiene su
propio poder (eventualm ente variable en el curso del tiempo),
su zona de irradiación y también su fuerza determ inante
original. Como consecuencia, aunque algunos puedan ser
idénticos entre ellos, en general son todos diferentes.
Lo mismo sucede con los caminos que respectivam ente

1 Cuando hablamos de determinación, entendem os por ella


relación o acción en general: puede ser una analogía, una deducción,
u n a influencia, una oposición, una reacción y así sucesivam ente. (
tran sp o rtan flujos de determinaciones diferentes, y v a ria ­
bles en el tiempo. Por último, existe una reciprocidad
profunda entre las cimas y los caminos o, si se quiere, cierta
dualidad. U na cima puede ser considerada como la in te r­
sección de dos o m ás caminos (una tesis pude constituirse
como la intersección de una multiplicidad de relaciones o un
elemento situacional nacer, de golpe, de la confluencia de
varias determ inaciones). C orrelativam ente, un camino
puede ser considerado como u n a determinación constituida
a p a rtir de u n a correspondencia entre dos cimas precon­
cebidas (cualquier relación entre dos tesis, interacción de
dos situaciones, etcétera). Se tra ta, entonces, de u n a red en
la que se m axim iza a voluntad la diferenciación in te rn a de
un diagram a tan irreg u lar como posible. U na red reg u lar de
cimas idénticas y de caminos concurrentes, paralelos, o
norm ales entre ellos y equivalentes sería un caso particu lar
de esta red “escalena”.2 O, si se quiere, dada u n a red regular,
b a sta diferenciar sus cimas y sus caminos, hacerlos v ariar
tanto como sea necesario p ara obtener el modelo que pro­
ponemos.
Por otra piarte, pensam os que se tra ta de la rep resen ­
tación form al de u n a situación móvil, es decir, que varía
globalmente en el curso del tiempo; por ejemplo, que un
punto o cima de la red cambia bruscam ente de lu g a r (como
u n a pieza de determ inada im portancia —rey, dam a, alfil,
etcétera— sobre un tablero), y el conjunto de la red se
transform a en u n a nueva red donde la situación respectiva
de los puntos es diferente, así como la variedad de los
caminos. Razonemos ahora de m anera abstracta sobre este
modelo y, en cada estadio del razonamiento, comparémoslo
con el argum ento dialéctico tradicional;
1- Dadas dos tesis, o dos elementos de situación, es decir,

2 Caso general
dos cimas, el argum ento dialéctico plantea que existe un
camino y sólo uno p a ra ir de u n a a la otra; ese camino es
“lógicamente” necesario y p a s a por el punto único de la
antítesis o de la situación opuesta. En este sentido, el
razonam iento dialéctico es unilineal y se caracteriza por la
unicidad y la simplicidad de la vía, por la univocidad del
flujo de determ inación que transporta. Al ■'"Contrario, el
modelo precedente se caracteriza' por la pluralidad y la
complejidad de las vías de mediación: es evidente que
existen si no tantos caminos como se quieran p a ra ir de u n a
cima a otra, al menos u n a gran cantidad, proporcional al
núm ero de cimas. Efectivam ente, está claro que la m arch a
puede p a sa r por tantos puntos como se quiera y, en p a r­
ticular, por todos. No h a y ninguno que sea lógicamente
necesario: el m ás corto, es decir, el circuito m ás corto en tre
los dos puntos en cuestión, puede eventualm ente ser m ás
difícil o m enos in teresan te (menos practicable) que otro m ás
largo, pero puede tra n sp o rta r m ás determinación, y abrirse
m om entáneam ente- por tales o cuales razones.3 Desde en­
tonces, el camino único (o el conjunto de los caminos se­
leccionados) que eligen la teoría, la decisión, la h istoria —
o cualquier evolución d ad a de u n a situación móvil-— es
seleccionado entre otros posibles, determ inado entre u n a
distribución que puede ser aleatoria. El necesifcari smo rígido
de una m ediación única se sustituye por la selección de u n a
m ediación entre otras. Es u n a ventaja notable, es decir, u n a
aproxim ación m ás fina a las situaciones reales, cuya com­
plejidad con frecuencia tiene gran cantidad de mediaciones
practicables por derecho. Y esa ventaja se debe a la su ­
perioridad de un modelo tabular sobre un modelo lineal o,
m ás aún, al hecho de que un razonam iento con m uchas
entradas y conexiones m últiples es m ás rico y m ás flexible
que un encadenamiento lineal de razones, cualquiera sea el
m otor de ese encadenam iento: deducción.; determ inación,

3 Esa indeterm inación del cam ino es la condición de la astucia.


oposición, etcétera. En particular, el argum ento dialéctico
deviene en caso restringido de esa red tabular general: p ara
encontrarlo, es suficiente hom ogeneizar la red y cortar sobre
ella una secuencia única con flujo determ inante fijo, o tam ­
bién, proyectarlo sobre u n a línea única. En todos los casos,
lo encontram os como caso particular, como proyección desde
un punto de vista restringido. Por lo tanto, hay pluralización
y generalización de la secuencia dialéctica, por u n pasaje a
nivel del modelo form al, de la línea al espacio: el modelo
cam bia de dimensión; m ientras que el argum ento dialéctico
creía haber flexibilizado y generalizado todo razonam iento
anterior haciendo de la línea recta una línea quebrada: por
m ás quebrada que sea la línea, y por m ás que lo sea
num erosas veces, no obstante perm anece en su dim ensión.4
2- De la linealidad a la “tabularidad”, se enriquece el
núm ero de las m ediaciones posibles, y estas últim as se
flexibilizan. Ya no h ay un camino y sólo uno, hay un núm ero
dado de ellos o u n a distribución probable. Pero, por otra
parte, adem ás de la sutileza de las diferenciaciones apor­
tad as a las conexiones entre dos o m ás tesis (o elem entos
de situación real), el modelo propuesto ofrece la posibilidad
de diferenciar, ya no_el núm ero, sino la naturaleza y la
fuerza de esas conexiones. El argum ento dialéctico, por
ejemplo, no tra n sp o rta a lo largo de su linealidad m ás que
un tipo, unívoco de determ inación, negación, oposición,
superación, cuya fuerza existe, ciertam ente, pero no es
,B
evaluada Razón por la cual nuestro modelo no es, por

4 La m ayoría de las veces esa dim ensión es tem poral. D e ahí


el gran problema filosófico de la tradición: ¿lógica o temporalidad?
El modelo aquí analizado quiebra esa alternativa entre la conse­
cuencia y la secuencia.
5 Esa fuerza no es cuantificada, porque es siempre considerada
g lo b a lm en te como d eterm in a n te: por lo tan to, sie m p r e es
m axim izada groseram ente. Y, sin embargo, la experiencia muesti-a
lo suficiente que existen umbrales por debajo de los cuales una
fuerza oponente no determ ina nada. La naturaleza an titética de la
an títesis no basta: esto es sabido entre los pensadores dialécticos.
derecho, de ninguna m anera reductible a un tejido complejo
de secuencias dialécticas m últiples: ese tejido sólo es un caso
particular. Efectivam ente, no introduce, en la niultili-
nealidad de sus vías, la plurivocidad de los tipos de rela­
ciones y la evaluación de su fuerza respectiva, eventual­
m ente diferenciada. Al contrario, cada camino, rep re sen ta n ­
do una relación o correspondencia en general, tra n sp o rta un
flujo dado de una acción o reacción cualquiera: causalidad,
deducción, analogía, reversibilidad, influencia, contradic­
ción, etcétera, cada u n a cuantificable en su tipo, al menos
en derecho. Y, por otra parte, cada mío de esos flujos puede
ejercer, eventual y recíprocam ente, su acción- sobre un único
camino, lo que 110 p erm ite prever n in g u n a secuencia
dialéctica: dos cim as pueden m antener entre ellas relaciones
de causalidad recíproca, de influencia reversible, de acción
y de reacción equivalentes, o incluso de accián de retorno (el
feed-back de los cibernéticos). E n fin, una cima dada puede
recibir m uchas determ inaciones a la vez (o ser su fuente),
cada una de diferente naturaleza, cada un a diferenciada por
su fuerza o cantidad de acción. La univocidad de la oposición
queda su stitu id a entonces por la diferenciación de los tipos
y de las cantidades de determinación, donde cada cima es
la extrem idad o el origen de una pluralidad. El ¿rgum ento
dialéctico se encuentra aquí generalizado en lo que con­
cierne a su m otor o su dinamismo de determ inación. ■
3- Y puesto que una cima puede ser plurideterm inada
(y, por v a ria c io n e s c u a n tita tiv a s , s u b d e te r m in a d a ,
sobredeterm inada, etcétera), es decir, represenfcable por u n a
intersección o confluencia de líneas o de acciones todas
diferentes, incluso opuestas, relativ a o e s tric ta m e n te
(causalidad, independencia, condición, contradicción, an a­
logía, alteridad, etcétera), no se podría p la n te a r la equi­
valencia — es decir, la equipotencia— de cada u n a de ellas,
p a ra ser consideradas como extremidad o como origen, en
la recepción o en la fuente. De m anera que esa red es m uy
fácilmente com parable a una suerte de tablero: sobre él
existen peones con un poder equivalente en derecho, pero
cuyo poder actual es variable según su situación recíproca
en un m om ento dado, de acuerdo a la disposición del
conjunto de las piezas y de su distribución compleja con
respecto a la red de juego opuesta; pero tam bién existen en
el tablero piezas con poder diferente (rey, dam a, torre,
alfil...) que son origen (o recepciones) de determ inaciones
diferenciadas, por definición o natu raleza, según caminos
dados (líneas, diagonales, columnas, recorridos quebra­
dos...), cuyo poder tam bién depende (como el de los peones
equipotentes) de su situación y distribución tem porarias.
Sobre el tablero, como en este caso, existen entonces deter­
m inaciones diferenciadas por n atu raleza, cantidad de flujo,
dirección y, correlativam ente, elem entos determ inantes (o
determ inados) diferenciados por n a tu ra le z a y situación.
Todo sucede entonces como si cada red fuera un conjunto
complicado y en evolución constante, que rep resen ta una
situación inestable de poder con u n a sutil distribución de sus
a rm a s o a rg u m e n to s en u n espacio irr e g u la rm e n te
reticulado. i
El argum ento dialéctico es entonces ese caso pobre y
singularm ente restringido de tm a lucha continua con una
dirección constante, aunque quebrada, en tre dos peones
únicos y equipotentes, es decir, entre dos elem entos sepa­
rados por u n a distancia dada y constante según una di­
rección privilegiada, donde el conflicto abierto se produce en
el m om ento determ inado en el que uno de los dos llega a la
equipotencia por Intermedio del trabajo y de 1.a cultura (lo
que curiosam ente pone de m anifiesto que no se ue el juego
del otro); conflicto que se term ina con la toma de posesión
de un punto privilegiado (es un intervalo lo que quiebra la
secuencia lineal), ocupado por el predecesor vencido. El caso
es tan pobre que no se puede im aginar como paradigm a más
que en la generalidad de la vida biológica: el juego m uscular
d.e lucha a m uerte entre dos adversarios, dom inador y
d.ominad.o, en un momento igualm ente fuertes e igualm ente
arm ados, m om ento elegido en el debilitam iento del primero
p a ra el crecimiento del segundo: el Amo y el Esclavo. Por
lo general, en nuestro caso, una red diferenciada e inestable
de poder se mezcla con otra red de poder inestable y dife­
renciada (distancia abolida), en todas las direcciones del
espacio. U n a e stra te g ia compleja, que p lu ra liz a a los
com batientes, diferencia su fuerza (dos curiales pueden más
que dos Horacios, pero, por la astucia, un Horacio vale tres
curiales), variando la situación respectiva a través del
tiempo y por lo tanto capaz de m axim izar u n a potencia por
variación de la situación (como el últim o Horacio), reem ­
plaza la lucha biológica a m uerte. La infinidad de astucias
posibles reem plaza la única astucia del enfrentam iento
m ortal, la burda astucia de valentía que g an a la vida por
h a b e r sim ulado despreciar la m uerte.
4- Pero antes de avanzar sobre este punto, observemos
que el modelo en red traduce un nuevo elem ento de situación
que escapa al argum ento dialéctico. En efecto, la diferen­
ciación p lu ralista y la irregularidad de la distribución es­
pacial de las cimas y los caminos perm iten concebir (y
experim entar) asociaciones locales y m om entáneas de
puntos y contactos particulares que form an u n a familia muy
definida de poder determ inante original. En otras palabras,
es posible cortar la totalidad de la red en subconjuntos
restringidos, localm ente bien organizados, tales que sus
elem entos sean m ás n aturalm ente referibles a esa parte que
al conjunto total (aunque en derecho sean siem pre referibles
a éste). O rganizándose por partes, esos elem entos forman
u n a fam ilia de poder determ inante local m ás fuerte que si
se adicionara p u ra y sim plem ente su poder respectivo de
determ inación. A través de ella, definimos agrupam ientos
locales fuertem ente organizados que pueden coexistir con
otros agrupam ientos de ese tipo, e interferir de m anera
complicada entre ellos, y se los distingue del conjunto total
de la red. E sa distinción entre lo local y la totalidad, el
conjunto y el subconjunto, es b a sta n te evidente en los
modelos de juego: damas, ajedrez o los simples juegos de
cartas en los que tal distribución conforma una jugada total,
com puesta de elementos diferentes, tales y cuales de esos
elem entos pueden eventualm ente agruparse de a tres,
cuatro o cinco... en asociaciones particulares (escalera,
poker, full...) con poder de determ inación m ás fuerte que la
sum a de los poderes de cada elemento. Por lo tanto, pueden
existir totalidades.locales en el seno del conjunto, de nuevo
diferenciadas entre ellas, que m antengan entre sí relaciones
ta n num erosas como los elem entos mismos. En el espacio de
las estrellas se pueden dibujar constelaciones locales, aso­
ciaciones galácticas,, sistem as planetarios y así sucesiva­
m ente. E sta muy claro que el argum ento dialéctico es
dem asiado débil para practicar la segregación entre lo local
y lo global y, a fin de cuentas, no hace m ás que promover
totalidades muy difíciles de definir con rigor. En tanto que
de ahora en m ás sabemos que u n a tesis (o un elemento de
situación) puede tener tal o cual peso según se refiera a sí
m ism a, a tal o cual subconjunto local, o a la totalidad de la
red en la que se inserta, el argum ento dialéctico es incapaz
de afinar su análisis m ás allá de la dicotomía totalidad-
contradicción, siendo una un mom ento de la otra y viceversa.
E n consecuencia, una vez m ás, retinando y complicando el
modelo, nos aproximamos a la realidad, generalizando la
técnica, metódica. Podemos verificar a gusto que hay u n a
m ayor proximidad a una situación histórica dada con u n a
té c n ic a q u e con o tra . L a noción de p lu ra lid a d de
subtotalidades originales evidentem ente es esencial: da
lu g ar a un enfoque más sutil que las burdas tesis de lo
acontecional o de la legislación global, del atom ism o
epistemológico o del enciclopedismo deductivo.
5- El diagram a en red configura una situación —teórica
o real— a través de la exposición espacial y la distribución
de tesis o acontecimientos. E n esa exposición, en el seno de
la distribución, intervienen intercam bios de situación, va­
riaciones del raudal de determ inación, agrupam ientos de
subconjuntos locales, etcétera, intercam bios, variaciones y
agrupam ientos que tuvieron lu g ar sim ultáneam ente en el
espacio (de ahí la diferenciación de la red en un momento
dado) y en el tiempo. Por lo tanto existe, me atrevo a decir,
u n a transform ación, una evolución global de la situación en
u n espacio-tiempo. De esa transform ación es posible afir­
m ar, por lo menos una cosa que, en general, escapa a
cualquier otro método de aprehensión. Retomemos para esto
el paradigm a de la situación de JUEGO. Sobre un tablero,
asistim os a la lucha entre dos redes diferenciadas y diferen­
tes con hábil compenetración entra ellas. E n el espacio-
tiem po del. juego, hay transform ación por p arte de cada red,
cada u n a p ara sí, y cada u n a según la. transform ación de la
otra. La situación de conjunto re su lta así de u n a movilidad
m uy compleja, de u n a fluidez) tal. que es prácticam ente
im posible prever lo que p a sara después de dos turnos. Se
d irá entonces que es im pensable p lan te ar leyes prospectivas
de evolución de una situación real, que se caracteriza por
u n a fluidez todavía mayor que la que encontram os sobre el
tablero. Responderemos que al menos es posible distinguir
dos tipos de situación-qa& la red de juego pone en evidencia,
así como las situaciones históricas en movimiento, y tam bién
las evoluciones de todos los tipos concernientes a las histo­
ria s délos conocimientos. Efectivam ente, existen situaciones
globales preparatorias subdeterm inadas (e incluso, llegado
u n lím ite, indeterm inadas) y situaciones globales decisivas
sobredeterniinadas (y también a veces, llegado un límite,
totalm ente determinadas). D u ran te un cierto ciclo temporal,
h ay u n a aproximación lenta y probabiUstica de una red
h acia otra: allí reinan la subdeterm inación y las reglas del
azar; se podría llegar al lím ite de decir que en ciertos juegos
es absolutam ente indistinto (indeterm inación) em pezar por
el avance de uno u otro peón. A m edida que el tiempo pasa,
el espacio de compenetración de los dos juegos se estructura
de. m an e ra cada vez m ás fuerte, y todo sucede como si
h u b iera u n desempeño progresivo del concepto de determi­
nación. V an a tener lugar ciertos movim ientos de determ i­
nación m edia en lo que concierne al conjunto, luego otros de
determ inación cada vez m ás fuerte, h a s ta la jugada abso­
lu ta m e n te decisiva en la que, en el seno de u n subconjunto
local PRINCIPAL, el asunto se liquide en jaq u e m ate.
E ste último movimiento es el lím ite superior de la
sobredeterm inación, así como el prim ero era el lím ite in ­
ferior de la subdeterm inación. El modelo propuesto perm ite
entonces g ra d u a r la determ inación en un espacio-tiempo, del
probable máximo a la necesidad unívoca; pero, adem ás de
eso, tam bién perm ite v a ria r sobre el gradiente mismo de asa
graduación. En efecto, se puede ir de lo probable a lo
decisivo, de lo preparatorio a la m adurez, m ás o menos
rápido: dados tales o cuales movimientos de partida, se
puede llegar a “jaque m a te ” en cinco, cuatro, tres jugadas.
El desempeño progresivo del concepto de determ inación
puede ser fulm inante, m ás o menos acelerado, rápido, r e ­
tardado, lento y h asta nulo: existen casos en los que se va
de la indeterm inación inicial, a una nueva indeterm inación
term inal, a lo largo de u n a situación global tan larga como
se quiera y, ya dijimos, el resultado es nulo. En otras
palabras, la propensión del progreso histórico hacia u n a
d istrib u c ió n decisiva p u e d e ser n u la , m edia, fu e rte ,
asíntótica hacia la cima, y a sí sucesivamente: m ás o menos
rápido se llega a una crisis que ree stru c tu ra localmente o,
si es decisiva, globalmente, u n a situación histórica o un
conjunto de conocimientos. P ara obtener el mismo resultado,
podríam os haber tomado el ejemplo de una red eléctrica
compleja que com prendiera resistencias variables, capacito­
res, etcétera, todos diferentes y m ostrar que es posible
m an ip u larla de n m anefas h a s ta encontrar el cortocircuito
sobredeterm inado.
Por lo tanto, lo que es in te resa n te no es tanto la prim era
distinción entre dos tipos de situación, preparatoria y de­
cisiva, sino las m últiples m aneras por las que la situación
de conjunto pasa de u n a a la otra (o, a veces, no pasa). Nos
parece ten er dos extremos de u n a cadena rota hace tiempo
p o r los filósofos de la h is to r ia ; p o r un lado, h a y
im previsibilidad esencial en el pluralism o infinito de lo
acontecional; por otro, hay legislación soberana y encade­
nam iento rigurosos de m omentos de u n a secuencia. Todo
sucede como si, por un lado, una distribución espacial
compleja no llegara a m ovilizarse ele m anera organizada
teniendo en cuenta el todo pero perdiéndose en las dife­
renciaciones finas de la sincronía; y, por otra parte, como si
se obtuviera ley sólo por selección arbitraria de los mo­
m entos decisivos de u n a diacronía, proyectada sobre u n a
línea esquelética, que en u n punto lím ite no llegara a tener
en cuenta m ás que mi mínimo de cosas. Desde entonces, se
perm anece en una filosofía de lo aleatorio o se adscribe a
leyes pobres de u n a determ inación unívoca y fija. El juego
entre esas dos ‘Visiones” es ta n infinito como sea posible: el
p lu ralista hace buen juego cuando señala al dialéctico la
pobreza de sus estru ctu ras, el error siem pre repetido de su
prospectíva\(y, si la histo ria de las ciencias pone algo de
m anifiesto, 'e s cómo siem pre term in a desautorizado el
anunciador o el dogmático del porvenir, ya que, como las
m atem áticas m uestran, no se puede prever m ás allá de dos
jugadas).
Hecha la experiencia y habiendo tragado la hum illación,
el dialéctico transform a sus leyes en leyes de adaptación. Es
decir, acepta la transform ación como tal y se aplaca en lo
acontecional a lo largo de la secuencia tem poral, a sí como
el p lu ralista perm anecía en la distribución especializada.
T ener los dos extremos de la cadena consiste en com prender
cómo una transformación dada va de la probabilidad a la
sobredeterminación: en lu g ar de elegir arb itrariam en te u n a
serie de determ inaciones fijas y equipotentes, hay que abrir,
a la izquierda, la determ inación fija a la pluralidad de
subdeterm jnaciones posibles y, a la derecha, su univocidad
por sobredeterminación. A p a rtir de entonces, un proceso
rea l no podría desarrollarse de otra m anera (salvo sutiles
variaciones de esa ley) que entre dos lím ites (débil y fuerte)
de determinación, y, en el caso m ás simple, de la proba­
bilidad a la sobredeterminación, de un estado estadística­
m ente distribuido a un nudo decisivo, de una situación
aleatoria de juego a un movimiento necesario y necesitado.
O m ás bien, ésta es la ley del ciclo elemental de un proceso:
esa ley elem ental se apoya en que u n a situación general se
fcránsforme siem pre de tal m anera que vaya de la proba­
bilidad a la sobredeterminación.
6- Es indispensable abocam os ahora a las nociones
tradicionales de causa, condición, efecto, etcétera, en re ­
sum en, a esa teoría tan frecuentem ente analizada por los
filósofos clásicos y sobre la que los contemporáneos están tan
ex trañ am en te silenciosos, la teoría de la causalidad. Con­
sideremos un recorte cualquiera en n u e stra red; vemos que
un flujo cualquiera sobre u n camino cualquiera (o muchos)
puede ir de u n a cima cualquiera a otra (o de m uchas a
m uchas) en un tiempo cualquiera: esto depende de las
dem oras por las que h a de p a sar.3 Ese tiempo puede ser
infinito, finito ■—m uy largo, muy breve—•, nulo llegado el
caso. Y entonces es posible concebir una causa sin efecto -—-
u n a comunicación que se pierde, u n a causa perdida— o una
causa contem poránea a su efecto.7 Pero la pluralidad de las
conexiones que unen las cimas hace evidente la idea de una
retroacción, es decir, de una resonancia inm ediata del efecto
sobre la causa, digamos m ás bien la retroacción de la cima-
recepción sobre la cima-origen. El flujo causal ya no es tal,
porque la causalidad ya no es irreversible: lo que. quiere
influenciar inm ediatam ente es influenciado por el resultado
de su influencia. P ara hab lar según otros modelos, entre los
dos polos de las corrientes hay inducción, histéresis,
interferencia, por lo tanto, tiempos variables que pueden ser
infinitam ente breves, efectos áefeed-back o alim entación de
retorno hacia la fuente. De m anera que hay que aplicar la
estru ctu ra de lo complicado en todas sus determ inaciones
sobre la ndcion causalidad y definir tipos de causalidades
senú-cíclicas. E sa teoría de la causalidad senii-cíclica tiene
aplicaciones extrem adam ente num erosas y variadas. Tiene

c E sa noción de demora en la comunicación es capital y, por otra


parte, será desarrollada independientem ente.
7 Por lo dem ás, un flujo de comunicación puede ser transitivo
o intransitivo.
la v entaja de rom per la irreversibilidad lógica de la con­
secuencia y la irreversibilidad tem poral de la secuencia: la
fuente y la recepción son al mismo tiempo efecto y causa.
Hemos descrito rápidam ente, las características princi­
pales u n a red tabular. No hay dificultad en ver que cons­
titu y e una estru ctu ra filosófica a b stra c ta de m últiples
modelos. Otorgándole sus elementos, cimas, caminos, flujo
de comunicación, etcétera, tal contenido determ inado, puede
convertirse en un método efectivam ente movilizable. P a ra
convencerse, basta asegurarse de que su desempeño puede
hacerse por medio de contenidos puros o por medio de
contenidos empíricos: y, de hecho, en su lím ite de pureza,
puede ser u n a m atem ática, teoría de los grafos, topología
com binatoria, teoría de esquem as; puede convertirse, llega­
da una aplicación extrem a, en excelente órgano de compren­
sión histórica. Esto se vuelve posible porque rompe defi­
nitivam ente con l a Linealiclad délos conceptos tradicionales:
la complejidad ya no es u n obstáculo p a ra el conocimiento
o, peor, un juicio descriptivo, sino el mejor auxiliar del. saber
y de la experiencia.

E structura e importación: de
las m atem áticas a los m itos

Tenemos confusam ente la idea de que el horizonte


cultural se transform a ante nuestros ojos. Ya no tenemos los
mism os sueños que nuestros inm ediatos predecesores, no
pensam os n i escribimos como ellos. El siglo XX hace su
segunda revolución, que consiste, m e atrevo a decir, en
digerir culturalm ente la prim era; y esa digestión no se
produce sin m alestar. E ste siglo h a sido el teatro de varias
conmociones profundas en n u estras concepciones científicas:
revoluciones realizadas y otras por venir, apenas presen­
tidas, que hacen girar bruscam ente sobre su eje el universo
teórico y, con la lentitud debida a su inercia, el m undo de
la praxis y las conjunciones técnicas. Y a casi no habitam os
de la m ism a m an era el mismo mundo. E ra difícil concebir
que todo esto no fuera a tener un impacto preciso en n u e stra
m anera de considerar la cultura. De m anera que por todas
p artes y a cuál mejor, hay quienes se interrogan sobre ella,
movidos por el sentim iento de una nueva urgencia. Ahora
bien, una de las características de esta nueva interrogación
es la utilización crítica de una noción im portada de las
teorías cultas, la noción de estructura. Por otra p arte,
movidos por un sentim iento de inquietud ante su empleo
masivo y los numerosos delirios que engendra — allí se
localiza mío de los m alestares de la digestión— tenemos la
preocupación de dar d.e ella u n a definición norm ativa,
catártica y purgativa. Lejos de ser la clave m isteriosa que
pueda abrir todas las puertas, no es más que u n a clara
noción metódica, distinta y lum inosa. Por lo tanto, es posible
disipar las sombras con tres palabras.
U na vez más, liay que p a rtir de Bachelard, uno de los
extraños casos que supo diseñar u n a forma p u ra y a la vez
d a r sentido a la excesiva capacidad de un contenido cultural.
Sin embargo, en la distribución de su obra distinguió los dos
proyectos, los m antuvo en una relación polémica, como si la
satisfacción por uno fuera (y recíprocamente) la liberación
de los aciertos engendrados por el otro. Y como si el trabajo
de liberación de la form a perm aneciera siempre inacabado,
incoativo y próximo (ahí precisam ente está la a p e rtu ra de
su filosofía); su epistemología re su lta m ás im presionista que
u n itaria, y su crítica litera ria m ás simbolista y arquetípica
que form alista. A hora bien, la idea contem poránea de la
crítica se define con b astan te facilidad, como transición
extrem a al inacabam iento bachelardiano.
Vamos a detenernos un in sta n te en estas prim eras
nociones. No sería excesivo acordar que hay clasicismo
donde las culturas son excluidas en beneficio de la razón,
donde el sentid.o se ignora en beneficio de la verdad (a tal
punto que se prefiere despreciar la razón, antes que adm itir
u n a significación racional cualquiera en los contenidos cul­
turales, como lo vemos, por ejemplo, en Pascal). A través de
la generalización, de la id ea clásica de lo verdadero y la
adm isión de la noción de sentido, el romanticism o es una
te n ta tiv a de asunción y de promoción de los contenidos
culturales como tales; introduce a través de ella ese pro­
yecto, sobre el que todavía vivimos, de entender el p lu ra ­
lismo de las significaciones, de decodificar todos los len-
guajes que no son forzosam ente los de la razón pura.
P a ra llevar a cabo ese proyecto, el romanticism o debió
c o n s titu irs e p a c ie n te m e n te u n m étodo, a s í como el
clasicismo lo tenía hecho en base a la búsqueda d é la verdad.
A hora bien, p ara hablar rápido y no detenernos en estas
precisiones prelim inares, podemos acordar, tam bién sin
peligro excesivo, que la verdad m etódica del rom anticism o
es la técnica de análisis simbólico. Si el problem a clásico es
el de la verdad, y el campo de ese problem a es la razón, el
problem a romántico es el del sentido y su campo el conjunto
histórico de las actitudes hum anas; entonces el horizonte
metódico del prim ero es el del orden (deducciones, tem as,
condiciones, etcétera), y el horizonte metódico del segundo
es el del símbolo. P ara ser fiel al ideal de orden, es necesario
y suficiente que exista un modelo en el que el orden sea el
ideal perfectam ente realizado: las ciencias rigurosas pro­
veen ese modelo. El orden m atem ático, el de las ciencias
exactas, etcétera, era el arquetipo del método clásico, al que
in te n ta b a im itar: arquetipo, es decir, modelo eminente.
Desde el momento en que se am plía el campo de las pre­
guntas, desde el momento en que la oscuridad del sentido
se debe asum ir como tal, el arquetipo de referencia se
encuentra desadaptado. El dominio del sentido ya no im ita
ningún arquetipo riguroso u ordenado, ningún modelo n a ­
cido de u n arm ado de la p u ra razón. Se hace necesario
entonces elegir un arquetipo en el dominio del sentido y
proyectar sobre ese modelo toda la esencia del contenido
cultural analizado. En lu g ar de hacer referencia a un
modelo ideal como a un índice norm ativo, se debe construir
un modelo concreto en el interior mismo del campo analizado
y hacer referencia a su contenido m ás que a su orden. Dicho
contenido ya no im ita un modelo .ideal, pero repite, contenido
por contenido, un símbolo universal y concreto. En aquella
época, los símbolos descienden del cielo a la tierra; pero no
completam ente, porque sólo descienden del cielo ideas sobre
la tierra o la h istoria de los m itos.8 En ese sentido, la técnica
de los análisis de Hegel, N ietzsche y Freud es simbólica y
arquetípica: todo el problem a es saber dónde elegir el a r­
quetipo, a qué conjunto simbólico acudir. En líneas gene­
rales, los análisis simbólicos del siglo XIX eligen sus modelos
en la h istoria m ítica: a s í Apolo, D ionisos, A riád n a,
Z aratustra, Blectra, Edipo, etcétera, representan em inen­
temente (simbolizan) la totalidad de la esencia de un con­
tenido cultural de significación.9 El sentido de ese contenido
se comprende y asum e desde que se pone de m anifiesto que
recomienza, que reitera el arquetipo, que lo realiza de nuevo,
que lo hace p asar del mito a la historia, de lo eterno a lo
evolutivo.
Del contenido a su símbolo, hay correspondencia sentido
por sentido, y esa correspondencia engendra la historia del
eterno retorno, de tal m an e ra que la técnica del análisis
simbólico está lig ad a a la concepción de la h isto ria ;
inversam ente, las tipologías históricas son engendradas por
e] conjunto de arquetipos elegido. Así se comprende lo que
significa el análisis simbólico: proyección de una compacidad
: de sentido en un único arquetipo compacto, ubicado en el
origen histórico más rem oto (más arcaico) posible: a p a rtir
de entonces el conjunto de los modelos elegidos es la historia

■ 8 Donde vemos que lo puro se convierte en mítico, que es a la


vez universal y singular.
9 Por lo tanto, el an álisis simbólico in vita a comprender la
historia (en sentido amplio) a través del conjunto de sus arquetipos
mitológicos. Si se m idiera el alcance de esos símbolos en su sentido
histórico, percibiríamos que a m edida que el a n á lis is simbólico se
perfecciona en sutileza y precisión, el alcance en cuestión s &reduce:
como m áximo se obtiene la técnica de G.Dumézil, para quien una
cierta historia es el mito m ismo.
m ítica, porque el m ito no es sólo símbolo, sino origen límite.
Del clasicismo al rom anticism o, la noción de modelo p a sa de
lo claro a lo oscuro (es decir, en el campo de los problem as,
de lo verdadero a lo significante), de lo norm ativo a lo
simbólico, de lo trascendente a lo original.10 En lo que con­
cierne al hom bre, el dominio de referencia pasa de lo ra ­
cional a la totalidad de las funciones significantes.
E ste análisis rápido es para poner en evidencia las
nociones con las que vivimos h a s ta ayer: problem a del
sentido y del signo, simbolismo y lenguajes, arquetipos e
historia, comprensión de contenidos culturales oscuros, fas­
cinación délo original y de lo originario, y así sucesivam en­
te. Pero lo que hace falta subrayar, es la variación de los
modelos elegidos, de lo que no se h a tenido conciencia, pero
que de ahora en m ás p a ra nosotros es claro como el-agua:
variando nuestros problem as h a n variado n u e stra s refe­
rencias. El análisis simbólico del romanticismo no es un
milagro metódico original, sino la etapa de u n a variación.
Planteando el problem a de lo verdadero, no se obtendrán
m ás que las m atem áticas como borrador límite, planteando
el problema de la experiencia, se obtendrá sólo la m ecánica,
la física o la filosofía de la naturaleza, planteando, por
último, el de la significación de las culturas, se obtendrá
solam ente el conjunto de los arquetipos proporcionados por
la m em oria inm em orial de la hum anidad. La n a tu ra le z a y
la función del modelo varían, pero lo que nos in te re sa es la

10 E videntem ente, habría que precisar estas observaciones


dem asiado am plias. Por ejemplo, en la época clásica, un filósofo
como Leibniz practica ya esos pasajes de la verdad al sentido, de
lo claro a lo oscuro, de lo norm ativo a lo simbólico, de lo trascendente
a lo original. En él encontram os consecuentemente un método clá­
sico, un método simbólico, y —ya entonces — un método estructural.
Perm anece como clásico, pero se in teresa en los contenidos cultura­
les (literatura, historia, filología, etcétera); conserva el id ea l de
claridad y de distinción, pero desea asum ir lo oscuro como tal.
variación.
Se deberán disculpar estos atajos, pero se tra ta de
Bachelard. Teniendo en cuenta ese movimiento, su crítica
literaria es todavía un momento de esa variación, pero el
último momento. E n tal sentido, es el últim o a n a lista sim ­
bólico, el últim o crítico “rom ántico”. Por la sencilla razón de
que llevó a a cabo la últim a variación en la elección posible
de los arquetipos de referencia. T ierra, fuego, aire y agua
substituyen a Apolo y a Edipo, el arquetipo elem ento r e ­
emplaza al arquetipo héroe. Y si Empédocles y Ofelia
aparecen a veces en sus escritos, es de u n a m an e ra subor­
dinada: Empédocles ya no es m ás que una especie del género
fuego y Ofelia u n a especie del género acuático. L a tipología
engendrada por la historia mítica está subordinada a la
tipología engendrada por la historia natural m ítica nuevo ,n
conjunto donde Bachelard elige sus arquetipos. Y, a través
de un cortocircuito cegador, ese conjunto d.e elección se
dibuja (según un diagram a en quiasmo) como el original de
los modelos científicos claros, m ediante un psicoanálisis del
conocimiento objetivo, y el original de los arquetipos sim ­
bólicos culturales, a través de un psicoanálisis de la im a­
ginación m aterial significante.12 Entonces hay dos razones
p ara el agotam iento de la variación: una es que Bachelard

11 Esta historia es todavía más natural que la que relata la


llegada de los dioses y de los héroes.
12 Ese cortocircuito explica de m anera in au d ita, por qué
Bachelard nunca habló, como Baudelaire, de los sueños artificiales,
nunca escribió libros titulados E l hachís y los sueños, E l Betel y los
sueños... Es que el opio, la amapola, la belladona o la m escalina son
cuerpos de u n a quím ica no m ítica, de una química no arquetípica.
A una falsa (y original) alquim ia corresponden los verdaderos
sueños, a una verdadera (y actual) química corresponden las falsas
im ágenes: lo que vemos en Sartre. y entonces el Sócrates de E l
origen da la. tragedia no puede ser e] Sócrates histórico: el análisis
simbólico n ecesita de un Sócrates mítico para perm anecer en la
verdad. Ese resultado es absolutam ente general. ¿Lo verdadero dal
alm a sería, lo falso dal espíritu y a la inversa? E sto aclararía la
eligió sus arquetipos en el ultimo m ito de la últim a ciencia
(por eso es el último romántico); la otra es que reunió en una
audaz confluencia la claridad de la form a a otorgar y la
compacidad del contenido a comprender (por eso es el prim er
neoclásico).lfl De esta m anera, B achelard cam bia de símbolo,
pero sigue siendo un sim bolista en la g ran tradición del siglo
XIX.
Así como ese siglo dio a luz arquetipos, el nuestro,
convertido en form alista, inten ta engendrar estructuras. En
el prim er caso, el modelo es la esencia (la realiza de un modo
eminente), en el segundo, el modelo es el paradigm a (realiza
de un modo ejem plar la estructura). P a ra uno el modelo está
primero, p a ra el otro, e stá después; o es la referencia que
explica, m ás bien, lo que hace comprender, o es el objeto
mismo que se explica. A hora bien, p a ra p a sar del simbolismo
al formalismo, es decir, del modelo como fin del método al
modelo como problema, hay que verificar que la variación
de los conjuntos en los que se pueden elegir arquetipos
simbólicos e s tá agotada. P a ra decidirse a vaciar todo sím­
bolo de su sentido y p asar a lo formal, hay que verificar que
el mundo de los símbolos fue recorrido exhaustivam ente. Es
en este sentido preciso que designamos a B achelard como
el último de los simbolistas: efectivamente, el conjunto en
el que elige sus arquetipos es el todo de la naturaleza, sin
extensión imaginable, y el original de la naturaleza, sin
precesión imaginable. Asimismo es el últim o “psicoanalista”,

vinculación secreta, dentro de la filosofía rom ántica, entre el m é­


todo sim bólico y el irracionalism o. O, para acusar m enos la para­
doja, lo verdadero del hombre reside en lo m arginal de la razón (ese
lím ite, comprendido tem poralm ente, es origen, comprendido lógi­
cam ente, es oscuridad).
13 H ay u na tercera razón: ningún m ito precede al mito da los
elementos. D e este lado ya no hay nada como mito del origen. Esto
es lo que relatan Hesíodo y Aristófanes. E ntonces lo original de la
constitución del mundo precede a lo original de la historia. D e este
lado, ya no h ay mito comprensivo. Cualquier m itología está su­
bordinada a u n a cosmogonía.
porque escribe un psicoanálisis generalizado (sin generali­
zación ulterior posible), donde el inconsciente-cuerpo es
reem plazado por el inconsciente-naturaleza, donde la histo­
ria m ítica del m undo reem plaza la histo ria m ítica del hom­
bre y la domina, es decir, escribiendo un fisio-análisis. Y
como en este fisio-análisis vienen a confluir todos los en­
sayos a n te rio re s—psicoanálisis, socioanálisis, etcétera— no
queda m ás que convertirse —o reconvertirse, pero con un
nuevo sentido—■ en logoanalistas. El método estructura-
lis ta contem poráneo se define b a s ta n te bien como un
logoanálisis.
Desde entonces, cualquier cuestión m etódica o crítica
gira en torno a la noción de sentido; me atrevo a decir, en
torno a su cuantificación, es decir, u n a form a cualquiera a
la que querem os asignar una función metódica cualquiera.
Supongam os que la llenamos de sentido, que la cargamos
y sobrecargam os de significaciones: m ateriales, históricas,
hu m an as, existenciales, h asta llegar a la precisión de su
singularidad. E sa form a se convierte entonces en arquetipo,
o sea, en referencia de un análisis simbólico: el lenguaje del
sentido no posee como términos m ás que arquetipos, el
lenguaje del sentido sólo es decible en ideogram as. No
podemos hablarlo en letras indefinidas en cuanto a su
contenido o relaciones posibles, sólo podemos dibujar cua­
dros sin té tic o s, im ágenes so b recarg ad as. Y entonces
m ien tras m ás simbólica deviene u n a form a, m ás difícil es
pensarla form alm ente. El arquetipo es u n máximo de sobre­
carga significante, ya sea dios, héroe o elemento (en este
sentido, Edipo —nombre propio vuelto no común— es un
ideogram a que perm ite hablar el lenguaje sin lenguaje del
inconsciente) y es muy necesario p a ra que el análisis sim­
bólico encuentre en él la totalidad de una esencia eminen­
tem ente realizada. El arquetipo es u n a forma de saturación
del sentido. A hora bien, B achelard parece h ab er echado
m ano de arquetipos sobresaturados (de contenido signifi­
cativo m á xim um maxiniorum), m íticam ente o simbólica­
m ente iniciales sin predecesores posibles en el conjunto
mítico y elegidos en u n conjunto/que no tiene análogos. Por
eso, después de él, la variación está cerrada y el análisis
simbólico consumado, es decir, term inado. Es el fin del ideal
rom án tico , por c e rra zó n del cam po de los sím bolos
im aginables y saturación lím ite de los arquetipos. Es p re­
ciso, entonces, poner en práctica un análisis o una crítica
inversa al análisis simbólico: vaciar la form a de la totalidad
de su sentido, de todos sus sentidos posibles, es decir,
pensarla form alm ente, p a sar una vez m ás de la escritura
ideográfica del. análisis simbólico al lenguaje abstracto del
análisis estructural. Pero, cosa sorprendente, es vaciando la
form a de su sentido como mejor se dom inan los problem as
del sentido.
Es el fin de u n a época. Ya no dibujarem os constelaciones
en el cielo, cuya claridad diga a los hom bres lo que son.
Bachelard recortó la ú ltim a y ahí tam bién term inó nuestro
mundo. ¿Pero qué m undo comienza, qué aurora hace des­
aparecer esos tram ados simbólicos, el M inotauro, Argos, el
Cisne, la O sa Mayor?
A B achelard le llevó toda su vida definir un nuevo
espíritu científico y u n a nueva crítica. Por lo demás, intentó
constituir u n equilibrio nuevo entre esos dos esfuerzos, en
adelante y gracias a él indisociables. Ya no sa puede olvidar
esa lección: históricam ente, es capital, porque abre un nuevo
clasicismo en el que la razón ya no da vuelta la espalda a
los contenidos culturales, en el. que no busca m ás entender­
los a través de la m ediación de arquetipos simbólicos, sino
directam ente, por medio de sus propias arm as. U na razón
que busca poner en evidencia el rigor estructura] del
a m o n to n a m ie n to c u lt u r a l : po r eso h a b la m o s de
Logoanálisis.
Desaparecido B achelard, la ciencia sigue su camino y el
análisis cultural el suyo, pero en adelante sus destinos están
ligados. Y aunque esos caminos, viéndolos de cerca, no sean
bachelardianos (como él lo hubiera adm itido), la confluencia
permanece, tanto délo form al como délo cultural, confluen­
cia que él h ab ía oscuram ente dibujado o, si se quiere,
realizado en acto. Desaparecido Bachelard, queda por escri­
bir un Nuevo espíritu científico que tenga en cuenta la
revolución m atem ática, que ha seguido su m archa, b a sta n te
m al denom inada m atem ática m oderna, y el avance de las
otras ciencias exactas; eso está por hacerse. Q ueda por
escribir u n a N ueva crítica, lo que ya se está haciendo. Se
hace con m alestar por la sim ple razón de que la susodicha
epistemología tam bién e stá por hacerse. De m an e ra que ese
nuevo clasicismo, el de las sutilezas de la geom etría y de las
geom etrías de la sutileza, el que —llegado a un extrem o—
in te n ta pasar por alto la inconclusión bachelardiana, la
liberación de la form a, aquél que quiere rein teg rar el sentido
a la razón privándose de la compacidad de los símbolos, y
re stitu ir a los contenidos culturales un fino orden sintáctico,
tiene dificultad en establecerse por falta de una aprehensión
clara y distinta, de u n a evaluación precisa de esa noción
m etódica deform a a otorgar, deform a para aislar, en suma:
de estructura.
P a ra ser claro y preciso, b a sta con evitar cualquier
desviación y cualquier ambigüedad, cuando se im porta la
idea de estructura de las teorías científicas en general al
campo de la crítica cultural. En álgebra, por ejemplo, esa
idea está, desprovista de todo m isterio; cuando Lévi S trau ss
la lleva al campo de la etnología, o Dumézil al de la historia
de las religiones, se hace sin retorcim iento ni oscuridad: sus
análisis son au ténticam ente estructurales. Eso se hace
m enos evidente con Gueroult, por ejemplo, en cuya pro­
ducción esa idea desem peña u n papel m ás amplio y menos
metódico, salvo tal vez en sus trabajos sobre D escartes en
los que efectivam ente se puede aislar una estructura.
Esto es lo que llam am os importación. A un concepto
metódico definido con precisión y claridad en un campo
determ inado, que se h a im puesto satisfactoriam ente (un
método sólo puede y debe ser juzgado por sus resultados),
se lo inten ta tra sla d a r a porfía hacia otros campos del saber,
la crítica, etcétera. Esto ya sucedía con la noción m etódica
de símbolo: si el análisis simbólico era propio de lo que
llamamos en líneas generales la crítica rom ántica, todo el
decimonónico saber científico, matemático, físico, etcétera,
practicaba ese tipo de pensam iento, de cálculo simbólico, de
modelos físicos, económicos, etcétera. M erleau-Ponty, en
L ’Oeil et fE sp rit, comprendió ese tipo de traslación de los
procedimientos metódicos, pero debilitó su generalidad,
alegando la m oda y dando sólo el ejemplo poco significativo
del gradiente. De heclio, sólo hay verdaderam ente moda
cuando e n tra en juego una cierta ley de entropía en la serie
de las im portaciones sucesivas y, en un punto dado de esa
serie, la aceptación rigurosa del concepto se pierde en parte
y en totalidad, y sólo se lo menciona de oídas, como u n niño
prueba las p alab ras de los adultos. P ara evitar esa confu­
sión, ese oscurecimiento progresivo, ese ruido, b asta con
rem ontar la cadena informacional que dibuja la im portación
h a s ta su fuente. Es decir, h a s ta el punto en el que el
contenido del concepto es el m ás verídico.1'1 Por otra parte,
ese punto en general no se indica de antem ano: no hay polo

u Rem ontar en sentido contrano una cadena de información


para evitar las pérdidas sucesivas de ésta últim a define tam bién lo
que se podría denom inar la duda histórica. Ir a la fuente, ideal del
historiador y del crítico, im plica una reciprocidad a la que nadie,
a mi entender, ha prestado una atención suficiente: un contenido
histórico, por ejemplo una idea (en lo que hace a la historia de la
filosofía), se pierda, sa debilita, decae y se mezcla. El vector
cronológico de la historia es portador de la disgregación progresiva
de la idea. E sa disgregación no es un olvido puro y sim ple (¿cómo
definir ese olvido?), sino un debilitamiento continuo de la idea por
comunicaciones su cesivas. La historia de las ideas es ese juego del
teléfono que da al final una información tanto m ás deformada
cuanto m ás larga ha sido la cadena. (Desde entonces, la noción
bachelardiana de recurrencia histórica puede concebirse como
lenguaje de la teoría de las comunicaciones; la noción bergsoniana
de movimiento retrógrado de lo verdadero es concebible en términos
de procesos aleatorios; la historia va de la probabilidad a la de­
terminación.) El ideal histórico de volver a la fuente puede ser
comprendido rigurosam ente como un remonte continuo por la ca­
dena de las com unicaciones, sólo si se admite:
1 ) que efectivam ente hay una pérdida de inform ación a lo largo
único a p a rtir del que cualquier verdad es im portada en
todos los aspectos; esa sería la idea clásica, que se apoyaba
én el predominio de u n a ciencia; es evidente que en una
época de pluralism o epistemológico ya no ocurre lo mismo.
En lo que concierne a la noción de estructura, ese punto es,
como vimos, el álgebra. No significa que los m atem áticos
hay an sido los prim eros en utilizarla: sólo fueron los p ri­
m eros en darle el sentido preciso y codificado que resulta
novedoso para los métodos actuales. Efectivam ente, desde el

de la historia sobre una idea filosófica dada, que hay una ley de
entropía referida a esa id ea y que a sí una verdad pueda perderse.
2) por lo tanto, que la historia no transporta invariables las
id eas. E sencialm ente, comportan podares da interferencia, o de
ruido, que deforman la trasm isión de un mensaje filosófico dado.
D eterm inar ese ruido es una de las funciones m ás im portantes de
los métodos históricos recurrentes que buscan rem ontar la co­
rriente entrópica. Hay un ruido cultural.
D e donde —y en rigor, momento desde el cual— se sigu e que
la historia da las ciencias, en la meclida an qua es puram ente una
historia da la uardad (y no más que aso) sólo pueda ser una. historia
recurrente, y que un estado dado de esa historia está siem pre en la
cadena de la comunicación, an el punto m ás próximo a su origen. Es
una historia carrada. Si P erícles está in fin itam en te lejos de
Clémenceau, T hales es uno de los más cercanos aPoincaré: es lo que
significa la anám nesis de] Manon.
Todo esto ayuda a entender la s nociones cualitativas de enve­
jecim iento, caída en desuso o pérdida de una idea. E sta s nociones
no significan forzosam ente que una idea m uera porque es vieja,
incom pleta o poco rigurosa, o bien porque está dem asiado encasi­
llada en circunstancias som etidas a conmoción; no juzgan la idea
como tal, su inserción en el marco de la moda o en el espíritu de la
época. En realidad, aproximan ésa id eap recisa (que es en sí m ism a
el índice de la articulación histórica del pensam iento) según la que
la historia, de las ideas es la historia da la difusión, de la propa­
gación da la. comunicación da las ideas. Ahora bien, difundir,
propagar, etcétera, im plica somatarse a las layas de hierro de la
comunicación y de la pérdida an la cadena. Borel dem ostraba que
a n generaciones de d istancia la probabilidad para que un
cromosoma de un genitor dado se encuentre con su descendencia
tiende rápidam ente a cero; dem ostración idéntica a la de la ruina
siglo XVII se utiliza ese térm ino en. su acepción latin a de
construcción o arquitectura. Leibniz, por ejemplo, h ab la de
la estru ctu ra de los anim ales, de las plantas, p a ra indicar
el plan general de su organización, el trazado, el diseño
arquitectónico de su constitución. La estru ctu ra es la m a­
n era en que algo está construido, el agenciamieiito espacial
de miembros y de órganos. Cuando se olvida el sentido nuevo
del término, se cae rápidam ente en el viejo sentido. Por
ejemplo, en el análisis tecnológico de los sistem as, Gueroult
utiliza el térm ino estru ctu ra en esta acepción.15 Con un

del jugadoi-. El pensador es ese jugador o ese genitor que se trasm ite
en la cadena histórica de los elem entos. La pérdida sería- absolu­
tam ente segura en un término dado si el historiador no interviniera.
Y, en consecuencia, parece m atem áticam ente correcto decir que la
filosofía no existiría sin su propia historia. M ás generalm ente, el
historiador es aquél que hace de la cultura una creación continua.
La historia com bate la entropía cultural. A nálogam ente, saber es
acordarse. Sócrates pone al pequeño esclavo del Manon en comu­
nicación directa con el origen. En líneas m ás generales todavía, la
historia no se concibe más que sobre el modelo de m ezcla aleatoria:
Clío baraja indefinidam ente las cartas, donde el pensador había
distinguido los tríos y los fulls. El historiador busca en el juego en
desorden los tríos m ezclados. El historiador busca el orden, en la
distribución aleatoria actual; el pensador lo busca en la distribución
futura. De m anera que un pensador puede ocultar a otro. Newton
ofició de ruido im pidiendo la trasm isión del m ensaje leibniziano,
por ejemplo, y D escartes el de la Edad M edia, etcétera. Así, un
pensam iento puede ser tomado por el historiador ya como orden, ya
como ruido.
Por eso el pensador no puede más que tener una visión trágica
de la historia — el estropicio del olvido, la m ezcla aleatoria de las
id eas— y el historiador una visión animosa: recoger las esquirlas
de una idea dispersa en mil fragm entos cubiertos con los aluviones
del diluvio.
Estam os caracterizando una conceptuación análoga que no se
refiere ya a la historia en sí, sino a un m ovimien to, frecuentem ente
ahistórico, de traslación, de comunicación de los conceptos de un
campo problem ático a otro. N uestro fin es entonces restablecer la
comunicación directa entre 1.a crítica y la idea precisa de estructura.
sentido m ás abstracto, se utiliza estructura (por ejemplo, los
economistas a fines del siglo XIX) p ara designar el conjunto
de leyes de organización de un fenómeno dado. Y, nueva­
m ente, se vuelve a caer fácilmente en esa acepción, si no se
re m o n ta al sentido indicado por el álgebra; y, m ás
innoblem ente todavía, con sentidos muy vagos y despojados.
De m an e ra que la am plitud espacial de la m oda es estric­
tam ente proporcional a la amplitud del sentido exacto. Nos
damos perfecta cuenta de que es tem erario im portar la
noción de e stru c tu ra a otros campos como el de la biología,
cuando ah í el térm ino conserva el sentido adquirido en el
siglo XVII: efectivam ente, sólo se pueden im portar libre­
m ente conceptos altam ente formalizados. E sa es la razón
por la que el nuevo concepto de estructura está lo b astan te
libre como para im portar. Porque es formal. De ahí que
hayam os partido del análisis simbólico. Símbolos o arque­
tipos reenvían a un sentido y únicam ente son la clave de un
método, porque describen un campo semántico preciso. La
tipología psicoanalítica es una galería de símbolos donde
cada uno rem ite a un cuadro clínico definible por elementos
de sentido. Lo mismo pasa con las tipologías de Nietzsche,
K ierkegaard, B achelard, etcétera. Lo singular ahí deviene
modelo, por completad semántica, por sobrecarga de senti­

15Con respecto a esta cuestión, conviene precisar que el método


de Gueroult se observaría perfectamente si fuera posible construir
uncí m áquina (estructura-tecnología) que funcionara análogam ente
al sistem a analizado. Como máximo, podríamos decir que se vuelve
posible en su trabajo sobre Descartes, del que es relativam ente fácil
dar algunos modelos m ecánicos, lo que incluso es normal en el
cartesianism o. (Los proponemos infra y razonamos directam ente
sobre esos m odelos.) A quienes encontraran escandaloso llevar a
cabo tal reducción, les señalam os que ya se han propuesto má­
quinas que funcionen como el sistem a de Darwin. La idea no es
nueva, y no parece ignom iniosa más que a los que desprecian la
m áquina por ignorar lo que es, puede ser y debe ser. ¡Qué in s­
tructivo e in teresan te es ver a los filósofos prestar atención a la
tecnología sólo si no es p ostenor a la prehistoria!
do. Sim bolizar es establecer correspondencias precisas entre
un signo p a rticu la r y un contenido semántico. Form alizar,
por el contrario, no tiene nada que ver con ese método.
M ientras las m atem áticas clásicas generalm ente son
simbólicas (un signo rem ite a un sentido específico), las
m atem áticas m odernas son formales. En un sistem a formal
no hay nin g u n a preocupación por el sentido, nunca se
rem ite, ni explícita ni im plícitam ente, a un contenido sig­
nificativo. Sólo se estudia la serie de formaciones precisas
de objetos (indefinidos) entre ellas, dando por entendido que
en el punto de partida están planteadas reglas de buena
formación. Por un lado, no hay símbolo sin sem ántica sub­
yacente y un análisis simbólico es esa economía de pensa­
m iento que sustituye, al orden del sentido (complejo), por el
orden del signo (claro, fácil, rápido); pero el verdadero orden,
el que sostiene el conjunto del análisis, es el orden del
sentido. El orden del signo no dice nada nuevo con respecto
a él, aunque perm ite la lectura. Por el contrario, un agrupa-
m i cato de nociones formales no tiene ninguna semántica
subyacente; el verdadero orden es el de ésas m ism as no­
ciones. A nalizar simbólicamente consiste en traducir un
contenido de sentido en signos, en codificar y decodifícar un
lenguaje. A nalizar form alm ente consiste en conformar un
lenguaje desarrollado por sus propias reglas. Sólo después
es posible traducirlo en contenidos, en modelos, O se parte
del sentido, o se lo encuentra (o se lo produce).
Dicho esto, la noción de estru ctu ra es u n a noción formal.
Insistim os en su definición con respecto a los aspectos
generalm ente controvertidos: una estructura es un conjunto
operacionaL con significación indefinida (m ientras que un
a rq u e tip o es u n conjunto concreto con significación
sobredefinida), que agrupa elementos, en número cualquiera,
de los que no se especifica el contenido, y relaciones, de
número finito, de las que no se especifica.■la naturaleza, pero
de las que se define la función y ciertos resultados relativos
a los elementos. Suponiendo entonces que se especifique, de
u n a m an era determ inada, el contenido de los elementos y
la n atu ra le z a de las relaciones, se obtiene un modelo (un
paradigm a) de esa estructura: por lo tanto, ésta últim a es
el análogo form al de todos los modelos concretos que or­
ganiza. E n lugar de sim bolizar un contenido, un modelo
“realiza” una estructura. El térm ino estru ctu ra tiene esta
definición, clara y distintiva y no otra. La única form a de
entender los delirios que engendra es por el juego del
teléfono descompuesto, que degrada progresivam ente la
inform ación a través del rum or.
Y entonces, dado un contenido cultural —Dios, m esa o
w.c.—, un análisis es estructural (y sólo estructural) sólo
cuando aparece ese contenido como modelo en el sentido
precisado m ás arriba. Es decir, cuando puede aislar un
conjunto formal de elementos y de relaciones, sobre el que
es posible razonar sin apelar a la significación del contenido
dado. El análisis estructural genera así un nuevo carácter
metódico, u n a profunda revolución en la cuestión del sen­
tido. La relación unívoca entre lo que simboliza y lo que es
simbolizado de los análisis rom ánticos es sustituida, en la
crítica estructuralista, por la pluralidad de las relaciones de
la estru ctu ra (pura, form al, vacía de sentido) con sus mo­
delos, cada uno lleno de un sentido singular y diferente. De
ahí la xiueva capacidad de clasificación y de tipología. En
lugar de generar fam ilias agrupadas en torno al. arquetipo
por sim ilitudes de sentido, se generan familias de modelos
con contenido significativo distintivo, que tienen en común
u n a e stru c tu ra formal análoga; y, abstraídos todos los con­
tenidos, aquella últim a es la invariante operacional que las
organiza. De tal modo que, una vez aislada la estru ctu ra
como tal (elementos y relaciones abstractos), es posible
encontrar todos los modelos im aginables que genera, en
otras palabra, es posible construir un existente cultural
llenando de sentido una forma. El sentido ya no es lo que
e stá dado y de lo que hay que coíiiprender el oscuro lenguaje.
Por el contrario, es lo que se da a la estru ctu ra p a ra
constituir un modelo. Si se quiere, el análisis simbólico
estab a aplastado por el sentido, se situaba por debajo de él;
el análisis estructural se sitúa por encima, lo dom ina, lo
construya y lo da. Por éso su tipología es indiferente a la
significación, m ientras que la tipología que engendraba el
análisis simbólico estaba condicionado por ella.1"
Librarse del sentido y dominarlo, dejar de asum irlo y
encontrarle un lenguaje autóctono, engendrar u n existente
a p artir de un análogo formal, poner de manifiesto la cadena
de consecuencias p u ras de una estru ctu ra dada y designar
a voluntad tal o cual estado de ese encadenamiento, tal o
cual modelo, todo esto define con precisión lo que es u n análi­
sis estructural. No hay duda de que ese método es aplicable
en otros ámbitos, adem ás de serlo en el de las m atem áticas:
n a d a impide su im portación a todos los campos problem áti­
cos en los que, h a s ta Bachelard, el análisis simbólico triu n ­
faba: crítica histórica, literaria, filosófica.
L a novedad del método reside en que el analista, por
prim era vez desde la época clásica, vuelve a tener confianza
en lo que podríamos designargrosso modo como abstracción.
E n este sentido, podemos h a b la r de u n nuevo clasicismo.
A ntes parecía imposible la comprensión de un elemento
cultural sin proyectarlo a un conjunto de constelaciones
m íticas sobrecargadas, que im plicaban oscuram ente una
esencia, un sentido, una existencia singular, una histo ria y
u n origen. P a ra com prender un lenguaje que no era el de
la razón, parecía indispensable ag ru p ar todos sus balbuceos
en u n a forma compacta cuya sobreexistencia m ítica, asegu­
rab a, al parecer, la perennidad. Los símbolos míticos eran

10Esfco es capital: un análisis estructural es exitoso y fecundo


cuando llega a reconstruir un elem ento cultural a partir de una
forma. La comprensión que proporcionaba el análisis simbólico era
del orden del reconocimiento: se encuentra a Electra o a Dionisos
y se los reconoce. La comprensión que proporciona un análisis
estructural debe ser reconstitutiva. Si se sabe reconstruir un ele­
m ento cultural, ya no hay fascinación por el mito de lo originario,
pero efectivam ente se realiza en acto una génesis. E s uno de los
signos para reconocer si un análisis es auténticam ente estructural:
llegar a reconstruir su objeto como un modelo.
los recuerdos inmemoriales de todas las lenguas en estado
naciente. A través del análisis estru ctu ral, se descubre que
la razón yace en lo m ás profundo de form aciones que al
punto no parecen generadas por ella.
Con este enfoque propuse el térm ino Logoanálisis: poner
en evidencia un rigor e stru c tu ral en u n conglomerado
cultural, designar esquem as accesibles a la razón p u ra y
subyacentes a esas m itologías, que a n te s eran lo que
subyacía a lo cultural. Estos son los prim eros objetivos
logoanalíticos. Así como el m étodo simbólico había generado
el psicoanálisis, el formalismo crítico genera un logoanálisis:
éste se propone buscar esquem as racionales (estructurales),
cuya existencia supone bajo los conjuntos m íticos que por sí
m ism os sustentaban el análisis simbólico proporcionándole
arquetipos. El clasicismo confiaba en una razón regional. La
nueva crítica tiene la idea de u n a razón generalizada que
absorba el dominio del sentido del modo que hemos definido.
Y, m ás que u n método, hay ah í u n a prom esa, la prom esa
de u n a reconciliación asom brosa que la h isto ria de las ideas
parece encontrar cuando ya no la buscaba. E n principio, está
el poder de unitarism o de ese pensam iento en un m undo de
pluralism o ilim itado y de complejidad regional. Pero esto no
es suficiente: sobre todo .irrumpe ese sutil desquite de la
razón a b stra cta en un conjunto donde h a b ía sido superada
am pliam ente desde hace un siglo; am pliam ente, es decir, en
extensión. La razón encuentra en profundidad lo que había
perdido en la extensión.
N u e stra época reconciliaría entonces la verdad y el
sentido. Y daría esa esperanza, antes insensata, de com­
prender de golpe el milagro griego de las m atem áticas y del
florecim iento delirante de su mitología. D ar a la s figuras de
ese otro m undo dionisíaco significaciones densas, compactas
y o scu ras donde se p ro y e c ta n el alm a h u m a n a , su
afectividad, su destino, es justo: se tra ta de la realidad y el
destino del hom bre, de su felicidad y sus desdichas acuñadas
universalm ente. Pero, adem ás de ser símbolos de la historia,
¿no serían en ú ltim a instancia, en su ú ltim a determ inación,
modelos significantes de estru c tu ras tran sp aren tes, del
orden del conocimiento, del intelecto y de la ciencia? No nos
parece insensato tener como proyecto el examen de lo que
hay de paradigm a en u n símbolo mítico, lo que hay de
esquem a en u n a parábola, es decir, pretender una nueva
interpretación del conglomerado cultural en el orden puro
del conocer. No es insensato si se tiene en cuenta el nivel
form al de los nuevos métodos y la flexibilidad complicada
de las nuevas herram ien tas críticas. Entonces, la doble
lección del bachelardism o encontraría su verdad dual y el
m ilagro helénico una nueva unidad. E] método logoanalítico
del nuevo clasicismo designa u n a filiación nueva en tre la
abstracción indeterm inada y 1.a proliferación de contenidos
significativos de la cultura hum ana.
Prim era Parte

DE LA COMUNICACION
MATEMATICA
A LA MATEMATICA
DE LA COMUNICACION
Capítulo 1
MATEMÁTICAS

El diálogo platónico y la g én esis intersubjetiva


de la abstracción

Conocemos la gran discusión de los lógicos con Tespecto


a la noción de símbolo.1 Sin e n tra r detalladam ente en los
argum entos que separan entre sí a los realistas de la moda
h ilb ertin a, los nom inalistas del séquito de Quine, los p ar­
tidarios de la escuela polaca, etcétera, retom am os un frag­
m ento referido a la cuestión, que la orienta en u n a dirección
distinta.
Cuando deseo comunicarme con otro, dispongo de una
serie de técnicas antiguas y nuevas, de las que por ahora
no im porta saber si son naturales o fabricadas: lenguajes,
escrituras, medios de alm acenam iento, de transporte y de
m ultiplicación del mensaje, cintas grabadas, teléfono, im ­
p ren ta , y así sucesivamente. La escritura es u n a de las más
sim ples y a la vez una de las m ás ricas, porque a través de
ella puedo alm acenar, transportar y m ultiplicar la infor­
m ación. Pero antes de abordar estas cuestiones, a las que
se agregan los problemas de estilo, de disposición del relato
y de la argum entación, etcétera, se tra ta de grafismo: ante
todo, la escritura es un dibujo, ideogram a o grafo conven-

1 Cf. Roger M artin. Logiqite contemporaina et formalisation,


pp.24-30.
cional. Por el momento se convendrá que la comunicación
escrita no es posible m ás que entre dos personas diestras
en el mismo tipo de grafísmo,2 form adas en la codificación
y la decodificación de un sentido por medio de la m ism a
clave.
Así, dado un m ensaje escrito en el origen, decimos que
sólo será comprendido si el receptor posee la clave de su
dibujo. E sta es la condición esencial p ara la recepción. Pero
existe otra, en el origen, que a p esar de ser circunstancial
igual merece análisis. Es necesario que el escriba ejecute su
dibujo lo mejor posible. ¿Qué quiere decir esto? En principio,
que el grafo implica caracteres esenciales, cargados de
sentido: forma de las letras (normalizada), buena formación
de series de letras, luego de palabras (a través de reglas
morfológicas y sintácticas), etcétera; que adem ás implica
caracteres inesenciales, accidentales, desprovistos de sig­
nificación, que depepden de la habilidad, de la torpeza, de
la cultura, de la pasión, de la enfermedad, etcétera, del que
escribe: temblores del grafísmo, fallas en el dibujo, faltas de
ortografía, entre otras cosas. La prim era condición supone
un ortogram a y un caligram a; ahora bien, eso no se da casi
nunca.3 El caligram a preserva la form a contra el accidente:

2Es fácilmente demostrable que ningún medio de comunicación


considerado como tal es universal: por el contrario, son todos
regionales, es decir, isomorfos con respecto a una lengua. El espacio
de comunicación lingüística (que, por lo tanto, es el modo de
cualquier espacio de comunicación) no es isótropo. Sin embargo,
existe un objeto que es el comunicante universal o el comunicado
universal: el objeto técnico en general. Por eso encontramos en .la
aurora de la historia, que la primera difusión es la suya: su espacio
de comunicación es isótropo. No hay que confundirse: se trata de
una definición de la prehistoria.
3 Casi no hace falta agregar que el primer beneficio de la
imprenta consiste en permitir al lector no ser epigrafista. Un texto
impreso es un caligrama, pero no siempre un ortograma. La posi­
bilidad de una multiplicación arbitraria, desde luego, es el segundo
beneficio.
y si los lógicos se in te resa n en la forma, es posible in te re ­
sarse tam bién en la patología, es decir, la cacografía. La
grafología es la ciencia falsa (o la falsa ciencia) ligada a los
móviles psicológicos de la cacografía: ¿podemos m eram ente
h a b la r de esta últim a, es decir, de una im pureza?
La patología de la comunicación no es sólo el hecho de
la escritura. Tam bién existe en la lengua hablada: ta r ta ­
m udeos, lapsus linguae, acentos regionales, diacronías y
cacofonías. Lo mism o en los medios técnicos de com unica­
ción: ruidos de fondo, caída de agua, interferencias, p a rá ­
sitos, cortes sincrónicos. Con el conjunto de pensam ientos,
lo accidental, el ruido de fondo, es esencial en la comuni­
cación.
Siguiendo en esto la tradición científica, llam am os raido
al conjunto de esos fenómenos de interferencia que obsta­
culizan la comunicación. De modo que la cacografía es el
ruido del grafismo, o m ás bien, éste implica u n a form a
esencial y un ruido esencial u ocasional: escribir m al, es
sum ergir el m ensaje gráfico en ese ruido que obstaculiza la
lectura, que transform a al lector en epigrafista. M ás aún,
escribir a secas, es a rriesg ar una form a en una interferencia.
Igualm ente, com unicar en form a oral, es a rriesg a r un
sentido en un ruido. Ese conjunto de fenómenos fue con­
siderado tan im portante por ciertos teóricos del lenguaje,'1
que no dudaron en transform ar n u e stra concepción corriente
del diálogo. Dicha comunicación es una suerte de juego que
practican dos interlocutores, que se consideran asociados
contra los fenómenos de interferencia y confusión, incluso
contra individuos que tengan cierto interés en rom per la
comunicación.6 Esos interlocutores no son opuestos como en
la concepción tradicional del juego dialéctico, al contrario,

■*Por ejemplo, B. Mandelbrojt y Jacobson. Cf. Norbert Wiener,


The H um an Use o f H u m a n Beingst capítulos IV y XI.
6Así como la comunicación escrita es la lucha del escriba y del
lector, asociados por interés y proyecto, contra los obstáculos de la
comunicación: la botella al mar.
están ligados por u n interés en el mismo campo: luchan de
común acuerdo contra el ruido. El cacógrafo y el epigrafista,
el cacófono y el auditor intercam bian b astan te su papel
recíproco en el diálogo, donde la fuente se convierte en
recepción y la recepción en fuente, a un ritm o cualquiera que
los vincula contra un enemigo común. Dialogar es establecer
un tercero y buscar excluirlo] una comunicación exitosa es
ese tercero excluido. El problema dialéctico m ás profundo no
es el problema del otro, que sólo es u n a variedad —o una
variación— de lo mismo, es el problema del tercer hombre.
A ese tercer hom bre lo hemos llamado en o tra p a rte De­
monio, como prosopopeya del ruido.
E sa concepción del diálogo es inm ediatam ente aplicable
a íilosofemas célebres, es susceptible de d ar a luz signifi­
caciones inauditas. Por ejemplo, las M editaciones m etafí­
sicas se pueden explicar según esos principios: consisten en
buscar al otro p a ra asociarse y expulsar al tercer hom bre.6
Por el momento, no hay que llegar más lejos que los diálogos
platónicos: el método mayéutico asocia de hecho al que
pregunta con el que responde en la tarea de alum bram iento.
La dialéctica hace ju g ar a los dos interlocutores en el mismo
campo, luchan juntos por la emergencia de u n a verdad sobre
la que hay u n objetivo, ponerse de acuerdo a través de la
comunicación exitosa. En cierto modo, d isputan juntos
contra la interferencia, contra el demonio, contra el tercer
hombre. Ese combate, lo sabemos, no es siem pre afortunado:
en los diálogos aporéticos, la victoria queda en m anos de las
potencias del ruido, en otros, la lucha es ardiente, lo que
dem uestra el poder de ese tercero. Poco a poco, la serenidad,
vuelve, cuando el exorcismo h a sido definitivam ente (?)
realizado.

5 Publicarem os esta interpretación, cuyo resultado en bruto


sería la idea de que el texto cartesiano da las condiciones de
posibilidad de la experiencia física, y entonces en ese sentido es
metafísico. Los textos platónicos plantearon antes las condiciones
de posibilidad de ,1a ideación m atemática.
No corresponde, en el marco de este estudio, desarrollar
am pliam ente el tem a del tercero en la dialéctica platónica,
lo cual nos llevaría dem asiado lejos. Y, de hecho, ya estamos
muy lejos de n u estras prem isas. Pero mucho menos de lo que
parece.
Volvamos a la lógica, y por su interm edio, a la escritura.
P ara el lógico, u n símbolo es un dibujo, un grafo que realizo
con la tiza en la p izarra.7 Un símbolo determ inado puede
tener, en una serie de fórmulas, muchos casos. Los m ate ­
máticos están todos de acuerdo en reconocer un “mismo”
símbolo en dos o varios casos de éste. Y, sin embargo, cada
caso difiere de otro, cualquiera que sea, por el grafismo
mismo: tem blores del trazo, fallas del movimiento, etcétera.
El lógico razona desde ese momento no sobre el grafo
concreto dibujado en la pizarra, aquí y ahora, sino, como dijo
T arski, sobre la clase de objetos que tienen la m ism a forma:
el símbolo es entonces un ente abstracto que los gratos en
cuestión sólo evocan. Ese ente abstracto se reconoce, me
atrevo a decir, por la homeomorfía de esos grafos. El reco­
nocimiento supone la distinción de la form a de lo que m ás
a rrib a llam é la cacografía. El m atemático no ve ahí ninguna
dificultad y, con frecuencia, la discusión le parece ociosa.
Pero ahí donde el especialista se im pacienta, el filósofo
se detiene y se preg u n ta qué sería de la cuestión si no
hubiera m atemáticas. Ve a todos los m atem áticos ponerse
de acuerdo en ese acto de reconocimiento de una m ism a
forma, inv arian te por la variación de grafismos que la
evocan. Ahora bien, sabe como cualquiera, que ninguna
grafía se parece a otra; que ante la pregunta, en la escritura,
acerca de qué forma p a rte de la forma y qué de la cacografía,
h a y que a d m itir, d irá n algunos, que el ruido vence
exhaustivam ente. De m an era que la conclusión siguiente,
teniendo en cuenta lo dicho más arriba, será que es un soto
y m ism o acto de reconocer un ente abstracto en. diferentes

1 Cf. R.M artin, op.cit., pp.26-27.


casos de su manifestación concreta y con acuerdo sobre ese
reconocimiento. En otras palabras: el acto de elim inar la
cacografía, la ten tativ a de elim inar el raido, es la condición
de la aprehensión de La forma abstracta y, sim ultán eamente,
la condición de La comunicación exitosa. Si el m atem ático se
im pacienta, es porque piensa en u n a sociedad que en el
m ejor de los casos triunfó sobre el ruido hace tanto tiempo,
que se asom bra de que se vuelva a p lan tear ese problema.
Piensa en el m undo del "nosotros” y en el m undo de lo
abstracto, que son dos mundos isoniorfos y, tal vez, idénticos.
Porque e) sujeto de la m atem ática abstracta es el nosotros
de u n a república ideal —lo que m anifiesta, entre paréntesis,
por qué Platón y Leibniz no eran idealistas—, que es la
ciudad de la comunicación purgada al máximo de ruido.8 En
general, form alizar es llevar a cabo un proceso por el cual
modos concretos de pensar se p asan a una o algunas formas
abstractas; tam bién implica elim inar el ruido de m anera
óptim a. Es tom ar conciencia de que las m atem áticas son el
reino que no contiene m ás que el ruido inevitable, el de la
comunicación casi perfecta, del j_iccv0áveiv, el reino del ter­
cero excluido, donde el demonio es casi definitivam ente
exorcisado. Si 110 hubiera m atem áticas, habría que retom ar
el exorcismo.
La dem ostración recomienza. En los albores de la lógica,
es decir, en el comienzo a la vez histórico y lógico de la lógica,
pero tam bién en el comienzo lógico de las m atem áticas,
H ilbert y otros reanudaron el camino platónico en las
idealidades abstractas, que fue u n a de las condiciones del
m ilagro griego, en los orígenes —históricos— de las m a­
tem áticas. Pero entre nosotros la discusión e stá truncada
porque no puede poner entre paréntesis el hecho inevitable
de la existencia histórica de las m atem áticas. E n Platón, por
el contrario, se encuentra completa y entera: hace coexistir

s Tal vez la única, con la de la m úsica, que Leibniz se complacía


en objetar.
el reconocimiento de la forma abstracta y el problema del
éxito del diálogo. Cuando digo cania, no hablo de tal o cual
cama, la m ía, la tuya, la del obro, evoco la idea de cama;
cuando dibujo sobre la arena un cuadrado y una diagonal,
no quiero hab lar de ese grafo irreg u lar e inexacto, evoco la
form a ideal de la diagonal y del cuadrado: elimino lo em­
pírico, desm aterializo el razonam iento. Así hago posible
u n a ciencia, no sólo por el rigor y la verdad, sino por lo
universal, por lo Universal en sí. Elimino lo que oculta la
form a, la cacografía, la interferencia y el ruido, y hago
posible u n a ciencia, en lo Universal para nosotros. La forma
m atem ática es un Universal en sí y , a la vez, un Universal
p a ra nosotros: entonces, el prim er esfuerzo para lograr la
comunicación en un diálogo es isomorfo al esfuerzo por
volver una form a independiente de sus realizaciones em pí­
ricas. E sta s últim as son los terceros de la forma, su
interferencia y su ruido.Y debid o a que intervienen sin cesar,
los prim eros diálogos son aporéticos. E l método dialéctico del
diálogo tiene origen en las m ism as regiones que el método
matemático, el que, por otra parte, tam bién es llamado
dialéctico.
Excluir lo empírico, es excluir la diferenciación, la
pluralidad de los otros que reviste lo mismo. Es el movi­
m iento prim ero de la m atem atización, de la formalización.
E n ese sentido, el razonam iento de los lógicos modernos en
tom o al símbolo es análogo a la discusión platónica sobre
la form a geométrica dibujada en la arena: hay que elim inar
la cacografía, el temblor del trazo, el azar del trazado, la
infracción del gesto, el conjunto de casualidades que hace
que ningún grafo sea estrictam ente de la m ism a forma que
otro. Asim ism o, la cosa percibida es indefinidam ente
discernible: sería necesaria m ía palabra diferente p ara cada
círculo, p a ra cada símbolo, p ara cada árbol y para cada
paloma; y adem ás una palabra distin ta para ayer, hoy y
m añana; y adem ás una palabra diferente, según si el que
la percibe eres tú o soy yo, si uno de nosotros está enojado,
o enfermo, y así h a sta el infinito.
U na extrem a consecuencia del empirismo es el sentido
totalm ente hundido en el ruido, el espacio de la comunicación
como granular,8 el diálogo condenado a la cacofonía: el
transporte de la comunicación es transformación perenne.
Entonces lo empírico es, estrictamente, el raido esencial y
accidental. El prim er “tercer hombre” a excluir es el empiris-
ta, el primer tercero a excluir, es lo experimentado; y ese
demonio es el m ás fuerte de los demonios, porque b a sta abrir
los ojos y tener los oídos alertas p ara ver que es el amo del
m undo.10 Y entonces, para que el diálogo sea posible, hay que
cerrar lo ojos y tap a r los oídos ante el canto y la belleza de
las sirenas. Al mismo tiempo eliminamos el oído y el ruido,
la visión y el dibujo siem pre frustrad o; con el mismo movimien­
to concebimos la forma y nos entendemos. Y, así, una vez más,
el milagro griego, el de las m atemáticas, debe nacer al mismo
tiempo —tiempo histórico, tiempo lógico y tiempo reflexivo—
que una filosofía del diálogo y a través del diálogo.
E n el platonism o, la relación de un método dialéctico —
en el sentido de comunicación— con un diseño progresivo de
las idealidades a b stra cta s en el estilo d é la geom etría no es
u n accidente de la historia de las ideas, ni u n episodio en
las decisiones voluntarias del filósofo: está in sc rip ta en la
n a tu ra le z a de las cosas. Despejar u n a form a ideal, es

9De ahí que sea visible que si se admite al principio de los


indiscernibles, entonces las mónadas ni se escuchan ni se entienden,
no tienen puertas ni ventanas, implicancia que Leibniz volvió
coherente. Si Zenón tiene razón, los Bleáticos están condenados a
callarse.
10Y, como se ve bastante en cualquier discusión entre un
empirista y un racionalista —Locke y Leibniz por ejemplo—, el
empirismo siempre tendría■razón si no existieran las matemáticas.
El empirismo es la filosofía verdadera desde que las matemáticas
están entre paréntesis. Antes de que éstas se impongan y para que
lo hagan, es necesario no querer escuchar a Protágoras y Galicles:
ellos tienen razón. Pero mientras más razón tienen, menos se los
entiende: terminan por no hacer más que ruido. El argumento que
Leibniz le opuso a Locke —"usted no sabe matemáticas”— no es un
argumento ad hominem, es la única defensa lógica posible.
independizarla de la experiencia y del ruido; el ruido es lo
empírico del m ensaje, así como lo empírico es el ruido de la
forma. E n ese sentido, los diálogos socráticos m enores son
prem atem áticos con el mismo derecho que u n a m edida como
el bancal, de trigo en el valle del Nilo.11

La querella en tre antiguos y m odernos

Estábam os resignados a la difícil idea de que el rigor


evoluciona. Ahora tenemos que aceptar que n u estras re ­
flexiones acerca de él tam bién lo hacen. Como las m ate ­
m áticas, la epistem ología tiene una historia. Las confe­
rencias que Edouard Le Roy pronuncia en el Collége de
France, en las dos prim eras décadas del siglo,12 trazan —
volentes nolentes— el dibujo de la fase precontem poránea de
esa historia. Su proyecto es poner en evidencia la pureza de
un pensam iento em inentem ente estable. P a ra nosotros, el
resultado es expresar las vacilaciones de un devenir.
De hecho, en el mismo momento en que h ab la ese
pensador, las m atem áticas no term inan de ser sacudidas por
la famosa crisis. Recomponen punto por punto la faz que nos
es fam iliar desde no hace mucho. Esas len ta s y poderosas
novedades no se adquieren por acum ulación lineal de
descubrim ientos y de pequeños progresos parciales, sino,

n Se podría objetar que la cacografía de un círculo y la de una


letra no podrían resolverse entre sí. Por el contrario, desde la
invención, de la topología sabem os que existen, con respecto a la
medida, idealidades anexactas con el mismo título que las exactas.
A sí que hablam os de lo contrario de la im pureza: hablaríam os
m eram ente de la im pureza al intentar plantear el problema de la
cacografía en una forma anexacta. Esto ya sería m ás difícil, pero
nos haría salir de este estudio: en otro lado algo dijimos sobre eso.
Por lo demás, Leibniz asim ila las dos formas, grafo y grafism o, en
un diálogo de 1677 {Phil., VTI, 191).
12 Edouard Le Roy. L a Pensáe m athém atique puré. P resses
U niversitaires de France, 1960.
como sucede con frecuencia, según un reajustam iento global
del sistem a, de las condiciones iniciales a las realizaciones
m ás sutiles. En tiempos en que ese nuevo perfil emerge del
fondo de las antiguas perspectivas, Le Roy m edita como
filósofo y técnico de alta competencia sobre una m atem ática:
en absoluto sobre la de su tiempo o la de los investigadores
de su época, m ás bien en la que lo precede inm ediatam ente,
y a la que la conservación universitaria y las necesidades
pedagógicas daban ese aspecto de perennidad, gracias a lo
cual era posible considerarla como la m atem ática.
Por eso ese libro ya es producto de un desfasaje; que se
publique en nuestros días designa vagam ente otro, m ás sutil
tal vez y m ás dramático. En derecho, el prim ero escapa a
la crítica: después de todo, cada uno tiene libertad para
describir la disciplina que quiera, en el estado sincrónico de
su elección, de acuerdo con la filosofía de su preferencia. Y
ese derecho subsiste, incluso si, en el transcurso del análisis,
suena la hora en que la historia invierte su curso. Medidas
con cualquier otra vara, ¿cuántas epistemologías resisti­
rían? Y esa dehiscencia es todavía fam iliar a u na generación
que se hizo de las m atem áticas la idea de que precisaban
estudios especializados no caídos en desuso h a sta poco
tiempo atrás, súbitam ente inmersos en medio de los “mo­
dernos”, a n te la evidencia de un edificio oculto por la
tradición. Ahora bien, esta vieja idea es precisam ente la de
Le Roy, cuyo libro representa la conciencia inquieta ante los
grandes patroním icos de la nueva. De ahí la sensación de
confort que se experim enta al leerlo: ahí están sus clases y
la juventud perdida, juventud que en un m omento dado tuvo
que saber perder. Desfasaje sin gravedad que procura el
consentim iento. Pero esa ausencia de gravedad sólo atañe
a la historia de las ciencias, toda la epistem ología no es otra
cosa que descripción. La inquietud aparece a p a rtir de que
la metodología reem plaza la historia, a p a rtir de que la
descripción cede el turno al juicio normativo. Desde ahí se
producen algunas aventuras peligrosas. Así, u n a conciencia
"moderna” percibe, por ejemplo, las condenas abruptas que
se p ro n u n cian aquí contra la lógica a la som bra de
Brunschvicg. E ra la época en que la tradición filosófica
francesa daba la espalda a los descubrim ientos “logísticos”,
designando (o malinfcerprefcando) las afirm aciones de
Poincaré; momento extraño en que la “lógica” en el sentido
que le daban los m anuales se burlaba de la Lógica en el
sentido de Russell. Que los que se reían hay an después
cambiado de campo define las cosas p a ra u n a o dos gene­
raciones de m atem áticos, pero todavía no p a ra la m ayoría
de los filósofos que siguen asum iendo el mismo desfasaje
llevado al absurdo y que creen, con esas clases donde la
revolución m atem ática por fin h a penetrado, seguir ense­
ñando la “lógica”.
Si se lo considera desde la h istoria o la descripción, ese
libro rep resen ta un momento; si se lo considera desde la
norm a, el momento y el desfasaje im plican errores signifi­
cativos, teniendo en cuenta el órgano filosófico que sirve de
apoyo a las descripciones y a los juicios. E l autor se refiere
constantem ente a cierto postkantism o, atem perado a veces
por un bergsonismo difuso, cualquiera fuese ese tem pera­
m ento. Todas cosas que b a sta n p a ra que definiéramos esa
obra como referencia ejemplar, como tipo acabado de una
epistem ología que en adelante debemos llam ar clásica, de
esas m atem áticas que los especialistas denom inan clásicas.
Pero precisam ente, como la ciencia que Le Roy analiza en
m uchos aspectos está a punto de virar a lo moderno, ese
libro, del que dijimos que promovía el consentimiento, tam ­
bién procura m alestar. Todo sucede como si un conjunto
filosófico estable en sus fundam entos propios y sus tradi­
ciones históricas se afanase en a tra p a r un objeto en devenir
que h a s ta no hace mucho analizaba convenientem ente, pero
que poco a poco va dejando de reconocer. Entonces nos
em pezam os a p re g u n ta r si es posible prolongar esa
epistemología clásica p a ra dar cuenta de las m atem áticas
m odernas, actualm ente llegadas a la m adurez: prolongar, es
decir, conservar u n a función designándole u n nuevo objeto.
E n principio, podría instruirnos la comparación entre dos
estados de ese objeto, m atem áticas clásicas y m atem áticas
m odernas; en lo sucesivo, el paralelo entre la faz, caída en
desuso y el nuevo aspecto resu lta trivial, pero sigue siendo
interesante; aunque sin duda menos que un razonam iento
en cuatro términos. Helo aquí; sean, por un lado, las m a ­
tem áticas clásicas y su epistemología tradicional, aquí de­
finidas y ejemplares; por otro, las m atem áticas m odernas y
su epistemología posible que queda por definir. La com­
paración que precede sólo constituye un prim er tiempo. Pero
p a ra responder rigurosam ente acerca de la prolongación,
conviene hacer el paralelism o, dos a dos, entre esos cuatro
térm inos y, particularm ente, en tre la prim era epistemología
y las segundas m atem áticas. Como veremos, se obtiene
entonces un resultado b a sta n te considerable: que esa pro­
longación existe, pero que no es otra cosa que una im por­
ta c ió n p u ra y sim p le de c u a lq u ie r proyecto de la
epistemología clásica a las m atem áticas m odernas, consi­
deradas en su generalidad (bajo ciertas condiciones, que son
fáciles de plantear). E stas aparecen como una ciencia que
contiene en su campo autóctono su propia metodología, su
propia “auto-descripción”, su propia “lógica”, todo en estado
positivo. E sa autorregulación interior de u n todo riguroso es
sin duda la característica m ás espectacular del novedoso
espíritu científico. A p a rtir de entonces, el problema —y la
inquietud-— consiste en preguntarse, en presencia de esa
im portación, realizada y tal vez definitiva, si el cuarto
térm ino de nuestro razonam iento en sí mismo es pensable:
la promoción de una epistemología m oderna de las m atem á­
ticas m odernas es una cuestión de posibilidad de existencia
m ás que de contenido, en la m edida en que la piensa en el
m arco de un razonam iento donde es hom ogénea a la
epistemología clásica. Es esa homogeneidad lo que n u e stra
época debe esforzarse en rom per. De m an era que el vacío
actual de n u e stra “lógica” (filosófica) tradicional sería tanto
de esencia como de historia, Es difícil soslayar la gravedad
de esa cruz.
Se comprende cómo y por qué el libro de Le Roy puede
servirnos como ejemplo y referencia: está en el cruce de
varios caminos, donde la técnica se transform a, donde las
doctrinas se oponen, donde vacila la historia, donde cam bian
de horizonte las filosofías. Y esto sólo se vuelve visible, si
se quiere extrapolar de las ínfim as vibraciones de lah isto ria ,
técnicas y doctrinas que esa obra contiene a pesar suyo. Sólo
esas extrapolaciones perm iten plan tear el problema ya ci­
tado de la prolongación: u n corte sincrónico adquiere toda
su fuerza cuando se efectúa en el escalonamiento diacrónico.
A p a rtir de ahí no se tra ta en modo alguno de condenar ■ —
la s c ie n c ia s se e n c a r g a n de h a c e r e n v e je c e r
irreductiblem ente las epistemologías; como si, por alguna
astucia de la razón, n u e stra s reflexiones sobre lo m ás r i­
guroso fuesen las m ás prontas a deteriorarse; de tal m an e ra
que al condenar nos encam inaríam os por la vía que hace
posible el error—. Pero ubicaríam os ese nudo complejo y
prolongado, esos descendientes dobles, productos evolutivos
del pensam iento riguroso y de su conciencia reflexiva, en
cuyo transcurso las certidum bres se transponen y van hacia
su verdad, por esa recurrencia que observaba Bachelard
(que sabía profundam ente lo que significaba el dram a del
cambio de lenguaje p ara la física) y entre los que nacen y
se an udan diversas relaciones transversales de desfasaje, de
error, de importación recíproca. Por el momento, hace falta
razonar en cuatro térm inos, es decir, dos veces dos, cada
serie se desarrolla sobre su línea diacrónica.
Así pensaremos esa querella entre los antiguos y m oder­
nos de una m an era nueva. A lo largo de la evolución
específicamente científica, en la que caben la comparación,
la lucha, la victoria, la paz, se alzan en el horizonte unas
m atem áticas ya m odernas-m odernas, que vuelven clásico lo
nuevo.13 De m anera que una epistemología de n u e stra s

13 Cf. Un artículo reciente extraído de Critica-, “Bourbaki, ou la


m athém atique de dem ain [Bourbaki o las m atemáticas del m a­
ñana].” Ahora bien, ¿cuántos miembros de esa ilustre asam blea son
conscientes de que se trata de las m atem áticas de ayer?
m atem áticas tam bién sufriría el desfasaje observado en Le
Roy. La historia va ta n rápido que el filósofo queda siem pre
como el clásico de u n a s m atem áticas m odernas; de u n modo
irresistible es reenviado a la h istoria y “rápido” es u n a m ala
palabra. Porque, a m edida que se producen los descubri­
m ientos, el poder de los métodos se refuerza de tal m an era
que h a b ría que h a b la r m ás bien de u n a aceleración del
devenir. A lo largo d é la evolución epistemológica se produce
un desvanecimiento progresivo de su problem ática original,
y la importación progresiva de ésta hacia el arte y la técnica
puros; y, por su interm edio, desaceleración del dinam ism o
p a ra la invención, estrecham iento del campo de análisis, con
respecto a los antiguos métodos y a sus proyectos anteriores.
De ah í un entrecruzam iento curioso entre las verdades
científicas y las verdades epistemológicas: m ien tras las
prim eras evolucionan, se extienden y se refuerzan, según
ese dram a nunca term inado de los rigores, las segundas
condenan, absorben, o vuelven vanas las intenciones r e ­
flexivas que las preceden en ritmo. Es instructivo ver en qué
m edida la conciencia científica sigue siendo bu en a con­
ciencia ante la transform ación de sus verdades, que la gente
siem pre cree fijas y definitivas; m ientras que la conciencia
filosófica no puede, cuando percibe que había errores endé­
micos en un punto de vista reflexivo acerca de la verdad en
devenir. Esto sólo puede conducir a pensar, con u n giro
nuevo, en el tipo de verdad que por lo general exhibe la
reflexión epistemológica; y así redoblar la cuestión de la
posibilidad de una epistemología m oderna.
A lo largo de esas extrapolaciones necesarias, la óptica
“recurrente” impone, entonces, un juicio acorde al desfasaje
y la actualidad; como máximo, acorde a lo falso y lo ver­
dadero. Pero al considerar el estado de la ciencia realizada,
y no la que se está realizando, en el m om ento anterior a los
análisis de Le Roy, es decir, al ubicarse en un punto de vista
sincrónico, se está obligado a subrayar la nitidez perfecta de
la descripción técnica. L a investigación, de tan paciente,
llega a ser lenta, la precisión es fin a h a s ta el puntillism o.
Los ejemplos científicos están bajo el dominio de u n a lengua
p u ra y segura. Podríam os decir que se tra ta del m ejor de
los casos: es el m onum ento de la epistemología tradicional
por las razones y a evocadas, pero tam bién como forma
cualitativam ente acabada. Las m atem áticas clásicas en­
cuentran ahí su excelente —y último— filósofo.
¿Pero qué es lo esencial en éstas últim as? Lo esencial,
es decir, lo que tienen de puro, supone “la conciencia de la
razón como operadora”. (Designamos, al pasar, esa defini­
ción de la pureza con referencia al sujeto pensante, em inen­
tem ente característica). Esas m atem áticas p u ras se definen
como análisis, con la exclusión de la mecánica, que form a
p a rte de la experiencia, de la geometría que tiene que ver
con la intuición cuasi perceptiva, etcétera. Grosso modo, ese
análisis, centro de la ciencia, es el defines del siglo XIX: nace
con Leibniz, se desarrolla con Euler, Riem ann lo lleva a la
culminación, p a ra citar sólo a sus grandes m entores. Según
Le Roy, comprende la aritm ética, el álgebra (en el sentido
clásico), el cálculo infinitesim al y la teoría de las funciones.
Esto con respecto a su contenido. ¿Y con respecto a la
definición? Hay que descubrir la noción característica,
inanalizable, indefinible, invariante, primara, que da a ese
campo su originalidad propia constituyéndolo en sistem a.
E sa noción es la m agnitud, mejor dicho, la m edida, mejor
todavía, el núm ero; y el análisis es ciencia del núm ero. La
aritm ética dom ina indiscutiblem ente las otras disciplinas e
impone cohesión al edificio. Suponiendo que se in sista en el
orden y no en la m edida, sólo im portan los órdenes nu­
m éricam ente expresables. La vieja tradición aristotélica y
cartesiana se unifica a través del número, concebido al
mismo tiempo como form a lógica y como principio operativo,
tipo y fuente de un movimiento original de pensam iento. Lo
que en el campo técnico descrito se denomina aritm etización
del análisis, tiene su modo correspondiente en la reflexión
epistemológica que lo ausculta. E sa concepción bifronte
perm ite tejer con un solo movimiento u n a génesis lógica y
una génesis reflexiva del pensam iento m atem ático (Le Roy
u sa la expresión "genealogía operatoria”). De m an e ra que el
número es prim ero dos veces.
Y entonces su examen debe darnos las claves y los
secretos. Las m atem áticas (clásicas) son análisis; éste es
ciencia del núm ero. Partiendo de eso, debemos encontrar
todo lo demás: “decimos que hay posibilidad de construir
lógicamente todo análisis a p artir de la sola noción de
número entero, carácter operatorio de esa m ism a noción”
(señalamos al p asar h a sta qué punto hem os perdido el
sentido de esas palabras). Y efectivizarlo. Del núm ero en­
tero, fuente inicial, parte un haz de generalizaciones su­
cesivas: racionales, cualificadas, irracionales, trascenden­
tes, complejas (el autor olvida aquellas de los cuaternios de
Hamilton); a lo largo de esa genealogía am plificadora,
ciertas disciplinas dividen su dominio, y la aritm ética
desaparece p a ra dejar lugar al álgebra (clásica), que, como
ciencia de transición (y bastante bien definida como estuvo
de las operaciones inversas sobre los polinomios), deja a su
vez lu g ar al a n á lisis: éste solo in te rv ie n e cuando lo
irracional y lo real se definen convenientemente; pues es la
"ciencia del contenido operatorio”. El térm ino análisis re ­
sulta ambiguo: designa tanto una parte, como la totalidad
de las m atem áticas. Pero eso no es un inconveniente. De
m anera que hay tres ciencias del número que se distribuyen
a lo largo de las generalizaciones de su objeto. Lo que quiere
decir que esas teorías deben su constitución a u n a m anera
de preexistencia objetiva: este punto tam bién es caracte­
rístico.
Sabrán disculparse estas banalidades. Pero era nece­
sario al m enos esbozar el esquema de las m atem áticas
clásicas básicas: que al juicio de cada uno m u estre sim ple­
m ente lo que de ahora en m ás debe olvidar, así como la
juventud que debe perder. Además constituye la infraes­
tructura global de los análisis del libro. Así planteadas las
cosas, el autor prosigue el plan cuya im portancia histórica
no es desdeñable. Efectivam ente, establece el últim o punto
en vísperas de la reconstrucción “moderna", el último corte
sincrónico en las m atem áticas clásicas. Y a través d é la s tres
ram as del análisis (teoría de las funciones, análisis del
orden, análisis del continuo), en base a sus resultados
principales, es posible leer en ese corte a p a rtir de dónde los
m odernos van a reconstituir el edificio total: “Es preciso
clasificar los distintos tipos de objetos, los distintos tipos de
relaciones. Noción general de relación funcional, a la que
podemos rem itir todo. Teoría de las relaciones. Cuerpos
operativos: cierre. Clasificación délos grupos. Invariante. Lo
esencial sólo depende de la e stru c tu ra o de la composición
del grupo. Isomorfismo, etcétera”. El texto agrega: “E sa es
u n a perspectiva p a ra concebir y organizar toda la ciencia.”
A fin de cuentas, es como si una descripción de conjunto
p u siera en evidencia cierto campo que, de term inal y sin­
gular, se conviertiera en universal y principal; lo cual es una
constante en la histo ria de las m atem áticas. Ya se tra te del
problem a de las tangentes, de la teoría de las transversales
o de la noción de grupo, parece que resultados y problemas
considerados prim ero como parciales, o como m ás finos, a
veces se vuelven condiciones generales de reestructuración
del edificio global. De ahí el interés de este corte sincrónico:
conlleva los elementos de la recomposición del sistem a, de
acuerdo con norm as y principios distintos de los que pone
en juego p a ra desarrollarse. En principio creeríamos que,
partiendo de un elemento del que ya se dijo b astan te que
e ra el prim ero, ese plan distribuiría campos homogéneos, y
constantem ente referidos a esa prioridad; ahora bien, no es
así. Y al acercarse a su finalización, la distribución alcanza
principios que son primeros a su vez. De m anera que hay
que recom enzar, dar vuelta como u n g u an te el plan pro­
puesto, extrapolar la diacronía para com prenderla. En esto
reside el fin de u n a historia, que lleva en sí todas las
condiciones p a ra recomenzar.
Todo lo que se ha venido diciendo significa, en p a rti­
cular, que el progreso m atem ático no se constituye sola­
m ente por la acumulación de descubrim ientos y la am pli­
ficación de la teoría; ni por la deducción p u ra y simple a lo
largo de uno o varios troncos hipotético-deductivos. Sino
tam bién, y sobre todo, por avances de reestructuración
general de la teoría misma: la profundización, en un mo­
m ento determ inado, de dicho campo, puede desembocar en
la evidencia de prioridades nuevas con vocación de clasi­
ficación y sistematización. Nos arriesgam os a decir que las
m atem áticas van hacia sus propias prioridades, así como
vienen de ellas. No es tan paradójico como parece, porque
con frecuencia el desarrollo deja estable el sistem a como tal.
Hay sim ultáneam ente evolución y arquitectura. Si cons­
tan tem en te hay que avenirse con la historia y el sistema,
con la génesis y la norma, sólo es posible p ensar el desarrollo
en térm inos de reconstrucción continua. Y de este modo las
verdades sincrónicas se enlazan en una red concisa en
cuanto a las verdades diacrónicas: en un momento dado tal
o cual prioridad designa, p ara m añana, u n a prioridad que
la fundam ente.
De ahí proviene un nuevo desfasaje que podría explicar
el primero. Ya no es tanto el epistemólogo, situado en el
tiempo, quien se encuentra desfasado con respecto a la
ciencia, sino ésta con respecto a sí m ism a, las m atem áticas
constituidas institucionalm ente y las m atem áticas vivas y
en devenir. E n equilibrio entre dos centros de gravedad
posibles, el antiguo y el nuevo, donde el último designa y
el prim ero elige, el plan de Le Roy no es tanto un sistema
como un compendio de historia. ¿Pero no está ahí precisa­
m ente el destino de toda “planificación” m atem ática? E sa
podría ser seguram ente la definición de los Elementos de
Euclides, adm irados durante mucho tiempo por su estruc­
tu ra , concebidos desde ahora en el doble sentido de la
p a la b ra “m onum ento”. T an fuerte es el empuje hacia ade­
lante, tan esencial a las m atem áticas su prospectiva, que
cualquier esfuerzo de sistem atización va acompañado por
u n a recuperación recurrente del pasado por el presente, y
de u n in te n to de program ación que deja a b ie rta la
superación por venir. E stá muy bien h a b la r de Elementos
como Euclides y Bourbald, o de Programa como Klein,
tam bién lo está yuxtaponer Elem entos de historia con
Elementos didácticos. Dicho esto, el plan de Le Roy es lo
contrario de un program a, en el sentido de la ceguera an te
los desarrollos por venir y la preocupación centrada en la
sistem atización de lo constituido: lo que podríamos llam ar
la m alinterpretación euclidiana, que consiste en considerar
las m atem áticas como algo cerrado, en reconstruirlas (lo
cual está bien) sin tom ar conciencia de que existe una
h istoria residual que por un lado colabora y, por el otro, se
resiste contra el. sistem a. En este sentido, Le Roy es un
“com entador” como podemos im aginar que lo era Euclides,
aunque ambos tienen proyectos distintos. Partiendo del
sistem a tropiezan con la historia, es decir, con el movimiento
interior del sistema.
De ahí las dudas del. filósofo que m edita en plena revolu­
ción. Rechazar el abandono de una prioridad tan segura
como antigua, m ientras se adivinan las nuevas, perm anecer
ligado a los epónimos banales cuando se hace el balance de
acuerdo a la victoria, ¿no es rechazar la posibilidad de ir a
la fuente bajo pretexto de que se viene de ella? Se tra ta de
ver el movimiento complicado de la ciencia según la a p ertu ra
y el cierre, el sistem a y el movimiento. Conservadurismo o
dogmatismo, como se quiera, siem pre se explican por la
visión m utilada de un estado de hecho m ás general o m ás
complejo: por el olvido de la extrapolación.
Se dice que las desgracias nunca vienen solas. Las
m atem áticas m odernas fallan en el. momento más cercano
a su triunfo, en el in sta n te mismo de la mutación de
prioridades. Pero ese momento es tam bién el que precede
a l tiem p o de la im p o rta c ió n de p ro b le m a s de la
epistemología tradicional a la lógica moderna: el rechazo a
esa im portación hace fallar entonces la lógica. Aquí no se
tra ta de ceguera o de insuficiencia de visión: el problema se
reconoce y se circunscribe la lucha. Que sea reciente no
im pide que sea desesperada: todos los argum entos son
uniform em ente débiles. Por ejemplo, la intención lógica se
rechaza constantem ente según la inutilidad, la complica­
ción, la redundancia y la pasigrafía. Y es cuestión de risa:
en Burali-Forti. h a n sido necesarias veintisiete ecuaciones
p ara definir el núm ero uno. Mucho para poco. No podemos
pensar que Le Roy no haya tenido conciencia de la debilidad
de ese argum ento “estético” (repetido en todas partes) que
vuelve al antiguo principio de niaximis y m initnis y que
y erra en cuanto a la noción de simplicidad: porque la
simplicidad del encadenam iento lineal no es la de los ele­
m entos prim eros ¿C uántas series de proporciones se p re­
cisan en la geom etría elem ental p a ra establecer u n a verdad,
consumada en u n a línea por métodos m ás fuertes? Esto no
im pide que el rigor se burle de la extensión de ese proceso.
Además, si el núm ero es sim plem ente lo prim ero en el
sentido de Le Roy, no obstante, se lo an aliza durante
doscientas páginas antes de comenzar a m atem atizar efec­
tivam ente; tam bién esto es extenso y, efectivam ente, inútil:
el argum ento invocado se vuelve contra su autor. Y así
sucesivam ente: por un lado, uno se m antiene en guardia
contra los intuicionistas, por otro, contra los logicistas, por
todas partes contra la logística; se quiere conservar cierta
simplicidad, cierta pureza, que n a d a debe a la intuición, lo
cual está bien (cap. XV) y nada a la lógica, que es lo de
menos. Se quiere así elim inar todas las génesis que no son
génesis reflexivas: por ejemplo, lo empírico y la lógica; se
define entonces u n a pureza “m edia” a la que se denom ina
creación operatoria de la m ente. Y, p a ra preservar ese
campo, voluntariam ente se evitan todos los problem as
efectivamente epistemológicos, es decir, aquellos que re a l­
m ente im plican decisiones sobre el método, el objeto y el
conjunto de las m atem áticas. Es el momento preciso de la
importación: todos los verdaderos problemas abandonan la
epistemología m adre, la que creyendo retenerlos define un
campo de verdad que, de pronto, se percibe como vacío.
Entonces, la discusión, el diálogo interior del campo explota
y se vuelve querella entre escuelas técnicamente m atem áti­
cas. De ahí esa asom brosa im agen histórica. P or un lado,
unas m atem áticas de las m atem áticas provenientes de es­
cuelas distintas, cada u n a de las cuales tom a decisiones por
su propia cuenta (sim ultáneam ente y por fuera de la filo­
sofía), incluso respecto al funcionamiento del espíritu. Por
el otro, u n a epistemología tradicional que se vacía poco a
poco de su problem ática original, siem pre vuelta hacia un
análisis del sujeto pensante, cada vez m ás potencial, cada
vez menos significativa. Dispersión de los verdaderos pro­
blemas. El libro de Le Roy m arca el tiempo y las causas de
la dispersión. D esde ese momento, ya no h a y querella entre
antiguos y modernos con polémica en torno a la filosofía: hay
polémica entre antiguos y nuevos m atem áticos y entre los
modernos lógicos. La. epistemología queda fuera de circuito.
En la m edida en que conserve su intención tradicional, no
deja de estarlo.
A nuestro entender, dos son los motivos por los que la
epistemología clásica se suprim e de las m atem áticas mo­
dernas y de la lógica m atem ática: el rechazo de una m u­
tación de prioridades en el prim er caso, el apegam iento al
análisis reflexivo en el. segundo, que oculta el transporte
efectivo de los problem as de la epistemología a la técnica
científica. E n ambos casos, se tra ta de origen y de funda­
mento: se perm anece en la prioridad num eral en cuanto al
edificio, y en la prioridad del sujeto operante en cuanto a
su justificación.
Todo esto es m uy significativo de lo que pueden ser, en
m atem áticas, progreso, descubrimiento, desarrollo histó ri­
co, leyes diacrónicas. Y es necesario cap tar lo que aquí
llamam os núm ero, lo que llamamos antiguos y m odernos, de
nuevo como un caso particular de una constante original en
el progreso m atem ático. P ara persuadirse de eso, basta
elegir un problem a cualquiera, com pletam ente ajeno a
nuestras preocupaciones actuales y seguir su historia. Al
azar tomemos un problem a clásico de geom etría tal como se
encuentra en Pappus. Chasl.es provee su h isto ria en Aperr¿u
(328-329). ¿Qué indica ese desarrollo? Precisam ente, una
generalización continua de sus condiciones iniciales y de sus
soluciones; pero, aquí y siempre, esa extensión es u n a
profunclización; de tal modo que una vez h allada la solución
m ás general, se descubre que se h a puesto en relieve la
m ejor profundización de las condiciones iniciales en sí
m ism as. La hu id a hacia lo general es movimiento hacia la
verdad del principio: así la historia da vueltas y el fin se
convierte en origen, el fin histórico se vuelve origen esencial.
El broche final que pone Poncelet a ese problem a de Pappus
es sim ultáneam ente terminación y comienzo. Por el ago­
tam iento en extensión de un problem a, se descubren las
condi ciones p a ra u n a nueva geometría. El genio m atem ático
es generalización, es el genio del movimiento hacia la verdad
del origen. G eneralizar es justificar. Se dice mucho de las
m atem áticas cuando se pronuncia la expresión “a parte
post”. "Seguid, seguid, la fe llegará”, en cuanto a la compren­
sión; “generalizar es justificar”, en cuanto a la verdad;
“volverse”, en cuanto a la historia; por último, "reorganizar”
con respecto al sistem a. De ahí el reflujo de los “modernos”
( el m ás fuerte que haya conocido tal vez la historia de las
m atem áticas) respecto a la construcción presentada por Le
Koy. Sus ram as term inales son puntos de vista profundos
y verídicos bajo los que se puede abarcar todo nuevam ente.
De m an e ra que no hay progreso decisivo y descubrimiento
verdadero que 110 sean querellas continuas entre antiguos
y m odernos, que rom pen profundam ente la continuidad de
las pequeñas acumulaciones de series parciales de resul­
tados deducidos. Entonces, se invierte el orden, se rediseña
el aspecto, se h a b la un nuevo lenguaje. En lo que nos
concierne, sería bueno establecer un modo de “diccionario”
comparativo que pusiera atención al dialecto clásico y la
lengua m oderna: lo cual revelaría ese corte, esa dehiscencia,
esa inversión. Cada vez que, en la histo ria de las m atem á­
ticas, se hace necesario ese diccionario, se produce un
inm enso nivel de progreso, una aceleración del movimiento
hacia la extensión y, sim ultáneam ente, h acia la verdad. El
verdadero descubrim iento m atem ático se apoya en su
conjunto, es reconstrucción; el progreso m atem ático es la
sucesión de esos reajustes.
Esa generalización del núm ero sirve entonces como
principio de construcción de las m atem áticas clásicas;
tam bién sirve de índice p a ra apreciar su movimiento y su
progresión. Evidentem ente, sería interesante com parar esa
clave con ciertas claves de las m atem áticas m odernas y de
ese modo confrontar su construcción respectiva. Los re ­
sultados de esa comparación son b astan te num erosos, de­
m asiado como para ser retom ados en el marco presente; de
todas m aneras, es m ucha su simplicidad y están en m ente
de todos.
Sin embargo, podemos detenernos en las observaciones
m ás extensas. E n particular, subrayar los distintos des­
plazam ientos de teorías en el conjunto de las dos cons­
trucciones: por ejemplo, los distintos problemas que Le Roy
clasifica bajo el rótulo de “análisis" se redistribuyen en todos
los niveles de la construcción m oderna. Lo que se refiere a
las teorías del infinito es repuesto, en líneas generales, en
la teoría de los conjuntos; los problemas enumerados bajo
el rótulo “teoría del orden” se reponen bastante n a tu ra l­
m ente en el álgebra m oderna; en lo que hace al análisis de
las funciones, éste se encuentra a la vez en álgebra, en
topología, en teoría de la integración, etcétera. Lo mismo
p a ra los problemas enum erados bajo el título “álgebra”: se
los encuentra en teoría de los conjuntos, en álgebra, en
topología. Por lo tanto, h a y cruzam ientos considerables y
redistribuciones; cuando dijimos que lo term inal se con­
v e rtía en inicial, sólo era verdad en líneas generales: de
hecho, la recomposición se efectúa en numerosos sentidos.
E n tre los dos cortes sincrónicos así practicados hay aso­
ciaciones complejas y entrecruzam ientos.
Lo anterior puede inducir a la falsa idea de que el solo
desplazam iento de los problem as y de las teorías b a sta p a ra
expresar la diferencia en tre las dos m atem áticas; de que sólo
se t r a t a de u n ro m p e c a b e z a s rec o m p u e sto , de la
reconstitución de un sistem a por un cambio de situación
entre sus elementos. De hecho, la diferencia se refiere al
carácter mismo que preside su construcción respectiva, a la
idea general que e stá en juego en su movimiento.
A nalizar esa idea, describir ese carácter sería u n a larga
tarea. Lo que se puede hacer es referirse a un índice
revelador. E ste podría ser el tipo de generalidad enfocada
y obtenida por cada u n a de las m atem áticas. La p rim era
p resen ta un movimiento de generalización, que describimos
con Le Roy. Con m ucha precisión podemos decir que ese
movimiento 110 es otra cosa que u n a expansión continua de
un campo de partida objetivo', las distintas representaciones
intuitivas de esa expansión son b astan te elocuentes. El
beneficio que se obtiene en cada etapa de la extensión está
relacionado con el análisis de las propiedades de un ser, de
u n objeto. Se consideran las características operatorias de
éste: flexibílizándolas, completándolas, el número-objeto se
transform a, se enriquece, invade zonas m arginales que
bordean y completan la sucesión discreta de partid a. El
nuevo campo conquistado sólo se descubre por la conside­
ración de los objetos que lo ocupan, de sus características
operatorias, casi diríam os, de sus atributos esenciales. Pero
las m atem áticas clásicas permanecen al ras de la experiencia
de su objeto de pensamiento; de alguna m anera, son suje­
tadas por él, guiadas por las posibilidades que el objeto les
ofrece o por las imposibilidades que m anifiesta. Con respecto
a esto, es esclarecedor su vocabulario histórico: de los
irracionales griegos a los complejos, hizo núm eros imposi­
b le s , falso s, im a g in a r io s , e tc é te r a . E l m o v im ie n to
“longitudinal” de generalización es u n a suerte de lucha
contra un ser compacto que se resiste a las m aniobras,
vuelve im practicables ciertas m anipulaciones, y que cons­
tantem ente hace fa lta depurar p a ra adquirir la libertad
operatoria. Nos encontram os entonces, bajo otro aspecto, esa
prim acía del núm ero con la que Le Roy hace su dogma: pero
esa prim acía se experim enta como hipoteca b a s ta n te pe­
sada, u n a m anera de sujetam iento del pensam iento libre.
Cuando por fin esa noción sea suficientem ente generalizada,
b astan te depurada, convenientem ente form alizada, cuando
las m atem áticas h ay an heclio su últim o esfuerzo de gene­
ralización longitudinal, se podrá entonces ten e r otro punto
de vista, dejar esa estrecha relación con la experiencia del
objeto, adquirir facilidades, cierta libertad y “desenvoltura”
nuevas (para h a b la r como M erleau-Pontyj, se podrá hablar
por fin de seres cualesquiera sobre los que no se haga
ninguna hipótesis previa. El objetivo previo, que era pri­
mordial, se experim enta como hipoteca; desaparece. De ahí
la relación en tre esa génesis y la historia: era necesario
llegar a la m ejor extensión “objetiva” deseable p ara poder
pasar a un nivel de generalidad.
Respecto a ese tipo de generalidad “objetiva” y “ex­
tensiva”, las nuevas m atem áticas transform an radicalm ente
su punto de vista. H abía movimiento longitudinal, conquista
de campos m arginales ocupados por objetos determ inados
como tales. E] tipo de generalidad a la que a p u n tan los
modernos es com pletam ente diferente: se obtiene adoptando
un punto de v ista transversal y regresivo, eliminando las
determ inaciones objetivas, otorgándose campos que ya no se
caracterizan por sus elementos objetivos, sino por leyes
propias.
E n principio, se abandona p a ra siem pre cualquier
consideración objetiva determ inada. El objeto no es m ás que
el objeto X, el objeto cualquiera. La reflexión p a sa del ser
a la relación, del objeto a su manifestación, de la cosa al
método. No se reg resará al nivel ingenuo m ás que cuando
se q u ie ra e x h ib ir u n p a ra d ig m a , u n ejem plo o un
contraejemplo, en sum a un modelo. Y, bajo la estructura
relaciona! estudiada, se agrupan numerosos modelos que
esa estructura expresa transversalm ente: dios, m esa o w.c.
Los campos así agrupados analógicamente comprenden los
campos “num erales” precedentes, ciertam ente, pero tam ­
bién grupos de transform aciones geométricas, etcétera. De
ahí el poder organizador, clasificador de esta nu ev a óptica,
su fuerza de recolección que le confiere alto nivel de ge­
neralidad. Como diría Leibniz, que puede considerarse como
el antecesor de este método, “ya no hay que h acer rodar mil
veces la m ism a piedra”: analizando con atención mi m anera
de hacerla rodar, puedo saber de u n a vez todo lo que me
interesa, sin considerar esa piedra en sí m ism a. Y el m a­
temático moderno da al clásico la conciencia de Sísifo. En
lugar de rep etir teorías particulares, se expresan teorías
m ultivalentes, en campos cualesquiera que se determ inan
a voluntad variando las condiciones de m anipulación.
Además de ese movimiento “tran sv ersal”, hay pues un
movimiento regresivo; no sólo se estudia la m anera, sino sus
condiciones; y el análisis riguroso de esas condiciones
acelera el movimiento hacia adelante: reflexionando sobre
el método y las condiciones del método, es fatal que se
term ine entregado al método m ás fuerte posible. De ahí,
ciertam ente, u n a clasificación cada vez m ás estrecha, pero
un desarrollo cada vez m ás acelerado. Se podría desarrollar
esto to d a v ía m ás; pero, en a d e la n te , no sólo e sta s
constataciones resu lta n triviales, sino que —como dijimos—
es otro e] razonam iento que por el momento retien e n u e stra
atención, el cual es propio del interés del filósofo.
F re n te a su antecedente clásico, las m atem áticas mo­
dernas tienen de singular y característico su intención
profunda de tomarse a s í m ism as como objeto; y, en par­
tic u la r , com o objeto de su p ro p io d isc u rso . Si la
epistemología tradicional se define como discurso sobre la
ciencia, rápidam ente se pone en evidencia que las m ate­
m áticas m odernas se constituyen como epistemología de sus
propios procesos. Ellas son ese mismo discurso, y ese dis­
curso riguroso. Con respecto a la ciencia que las precede,
adquieren u n a nueva dimensión, que sólo se puede precisar
a través de la conquista técnica, analítica y lingüística del
campo de problem as correspondiente a la antigua filosofía
de las m atem áticas: por último, pueden p lan tear y, a veces,
resolver, dentro de su dominio autóctono, las cuestiones que
antes estaban confiadas a un dominio exterior. Por eso sólo
se puede h a b la r m uy m al de las m atem áticas: ellas hablan
de sí m ism as con el. grado máximo de veracidad y de rigor.
Siguiendo el curso de varios de sus desarrollos, esa
conclusión no ta rd a en imponerse con la fuerza de la evi­
dencia. M anipula un conjunto de entes y, al mismo tiempo,
m anipula el conjunto de las m aneras de m anipularlos o, si
se quiere, de los métodos de m anipulación. Cuando un
método se vuelve el objeto mismo del saber, ¿qué se puede
d ecir de ese sa b er si no que d e s a rro lla su p ro p ia
metodología? A hora bien, es lo que sucede con las m ate ­
m áticas de n u e stra época, que son m atem áticas de la m a­
nera m ás que m atem áticas de la cosa, o para las que la
m an e ra se vuelve cosa y objeto de pensam iento. La antigua
progresión efectiva va acom pañada en lo sucesivo de un
doblaje "reflexivo” que se describe, se p a u ta y se reglam enta
al llevarse a cabo, y ese doblaje es la progresión m ism a del
nuevo saber. La reduplicación es aquí de rigor: la topología
tiene por objeto las nociones de lím ite, de continuidad, de
proxim idad, sin duda; tam bién tiene por objeto las diversas
topologías clasificadas según su "fineza”, las transform a­
ciones topológicas y así sucesivam ente. Como habíamos
señalado, aquellas se declinan siem pre en genitivo: se
constituyen sin cesar como m atem áticas de s í m ism as. Esto
es así con ta n ta frecuencia como sea posible: la lógica
m oderna, por ejemplo, que pertenece en adelante al mundo
m atem ático, por un lado inten ta ser descripción, reflexión,
doblaje, regulación, fundam ento de esas matemáticas, pero
es tam bién todo eso para sí m ism a: se supervisa, se pauta
y se reflexiona. Lo mismo sucede con el álgebra, que es
regulación y norm a de los niveles ingenuos que expresa, pero
tam bién regulación de sí. Esa tem atización continuada,
tra n sv e rsa ] a su propio m ovim iento, que expresa las
constantes de todas las progresiones ingenuas y hace pro­
g resar esa expresión, es tan im portante que poco a poco se
vislum bra su presencia en el conjunto del edificio. Se podría
traducir ese movimiento en los térm inos siguientes: las
m atem áticas intentan descubrir la m ayor cantidad de
puntos de vista posibles que les perm itan hablar de sí
mism as. En consecuencia, para afinar nuestro análisis, hay
constitución de u n a epistemología prim ero positiva, luego
rigurosa, por últim o generalizada. Volvamos, por ejemplo,
a n u e stra comparación inicial; generalizar la noción de
núm ero, a través de los clásicos, implicaba am pliar una
noción p ara volverla maleable de acuerdo a ciertas opera­
ciones. La generalización m oderna consiste en actuar sobre
la operación en general, y esa variación describe campos de
objetos cualesquiera. Por un lado, hay generalización de un
objeto; por otro, hay generalización “metodológica”. Aquí
descubrimos el complemento de ese resultado que m ani­
f ie s ta que el conjunto de esas m a te m á tic a s es u n a
metodología generalizada. Fiel a su espíritu de siempre, las
m atem áticas, a p a rtir de su im portación del campo de las
antiguas cuestiones epistemológicas, lo h an analizado, lo
h a n norm ativizado, lo han vuelto riguroso, h an hecho variar
al infinito su constitución interna. lia n m anipulado esas
cuestiones con todas las libertades de su rigor.
E sta duplicación continua sobre sí m ism a, que priva al
filósofo de la Originalidad de su posición, no obstante es
a ltam en te instructiva para él. Efectivam ente, aquí lo im ­
p o rta n te es la iteración de esa vuelta: lo que hace proliferar
los niveles de abstracción y de ingenuidad. Analiza y
relativiza esas dos nociones que antes parecían estables: en
el orden de la reflexión, tal nivel es abstracto con respecto
a otro, concreto con relación al siguiente. De ahí la m ul­
tiplicidad de m aneras de discurrir sobre sí, de tom arse a sí
m ism as como objeto. Se hojean esos niveles de tal m anera
que a veces se puede decir ya sea que se experimenta con
u n paradigm a, con un ejemplo o un contraejemplo, ya sea
que se reflexiona sobre una e stru c tu ra abstracta. Hay
form ación de dos nociones nuevas, la de experiencia m a­
tem ática y de reflexión m atem ática, am bas tan relativas
como las dos prim eras.
Así “generalizada” esta epistemología positi va, habiendo
dividido su campo de acción en las m atem áticas mismas, se
carga distributivam ente de todos los papeles tradicionales
desem peñados por la epistemología clásica. A determinado
nivel de abstracción se agrupan gran cantidad de ejemplos
del nivel inferior, ingenuos con respecto a él; se agrupan bajo
u n a sola perspectiva y se describen, transversalm ente de
m anera analógica. U na estru ctu ra es, precisam ente, el
análogo de esos m últiples modelos ingenuos. Entonces, la
vieja intención descriptiva de la epistemología clásica es
absorbida por esa descripción rigurosa. Gracias a ese es­
fuerzo de reagrupam iento y a esa percepción transversal, las
m atem áticas se constituyen en epistemología rigurosa del
conocimiento analógico (buen ejemplo de esto es el famoso
teorem a del punto fijo, que reagrupa analógicam ente u n a
m ultitud de resultados del álgebra clásica o de análisis: ese
teorem a es u n a suerte de expresión general de la verdad de
cualquier método de aproximación). E n cierto modo, el
form alismo es la lengua de esa descripción, Pero esa lengua
obedece a leyes, como cualquier lengua: entonces la in ­
tención descriptiva se desdobla de la intención normativa',
y esas norm as se expresan, según el sistem a, en el lenguaje
axiomático y, según la lengua, en la investigación lógica.5'1
E sa lengua, esas leyes, esas norm as, ese sistem a deben esta r
rigurosam ente fundam entados. Aparece así el problem a del
fundam ento. Evidentem ente, todo esto e stá dicho a grandes
rasgos y un análisis m ás fino diversificaría al infinito los
resultados; siem pre que un hecho es evidente: la división de
antiguas intenciones epistemológicas es, de hecho, su re a ­
lización efectiva; en las m ate m á tic a s m odernas, h a y
epistem ología positiva, y según la descripción, según la
norm a, según el fundam ento. E s tá claro que la m ultipli­
cación de niveles diferentes p erm ite tecnificar y h acer
pensables cuestiones que la epistemología “reflexiva” era

u Para descripción di el ejemplo del teorema del punto fijo; se


podría dar, en lo que concierne a la norma, el m uy buen ejemplo de
la s funciones recursivas en lógica. En cierto modo, sirven de índice
para juzgar razonam ientos m atem áticos, según los grados de
riesgos que im plican. Perm iten, de otra m anera, exponer, de
acuerdo a una clasificación, el juicio normativo. Lo cual, dicho sea
de paso, es una confirmación de esa “filosofía” de la pluralidad de
los niveles, v ista desde la perspectiva de la norma.
incapaz de resolver, e incluso de plantear en térm inos
resolubles.
Por tradición y vocación, la epistemología es el lugar
donde se debate del modo m ás particular y preciso el
problem a filosófico d é la verdad; el lugar donde ese problem a
se proyecta, circunscribe, determ ina, efectúa. Es el soporte
al que toda teoría del conocimiento, cualquiera que sea, está
obligada a ir a buscar sus valores.
Ahora bien, resu lta que en el estado actual de las cosas
es casi imposible definir el tipo de verdad que promueve. Ni
su tipo lingüístico de verdad (coherencia de su sintaxis o
contenido significativo de su semántica) ni el tipo de su
propio rigor (normativo o de fundamento). Desde luego, la
epistemología abandonó (y sin duda p a ra siempre) la in ­
tención norm ativa y crítica que asum ía tradicionalm ente
con respecto a la ciencia. No le queda m ás que la vocación
y la intención descriptiva. Entonces, la filosofía de las
ciencias deviene filosofía de la historia de las ciencias, o
historia de las ciencias, o tam bién historia de la filosofía de
las ciencias. De m an era que se dirige al historicismo: y a sea
en el sentido usual, ya sea en el sentido de historia n a tu ra l,
es decir, que deviene u n a descripción diacrónica o u n a
descripción sincrónica. Además, esa descripción puede ser
psicológica, genética en todos los sentidos que se quiera,
incluso vulgarizadora llegado mi punto, m ás aún clasifi­
cadora, fenomenológica, por último. Esto es bastante visible
desde Comte, al menos en Francia. E n adelante, cualquier
epistemólogo, quienquiera que sea, es historiador o n a tu ­
ralista, en todos los sentidos im aginables.
La tradición aseguraba que todo eso constituía un
discurso sobre la ciencia. ¿Pero alguna vez pensó en la
gram ática, en la morfología, en la sintaxis, en la sem ántica
de ese discurso? ¿No hay presuntuosidad en arrogarse el
derecho de discurrir sobre un lenguaje riguroso sin d eter­
m in ar previam ente el lenguaje de ese discurso? Así, aliada
a la vez de la lengua lógica (menor, formal, moderna...) y de
la lengua m atem ática, la epistemología se sitúa en u n nivel
lingüístico indefinible y vago cuando se tra ta de describir:
ese nivel lingüístico no es esencialm ente diferente del de la
vulgarización o del comentario, en que se pasa de un len­
guaje técnico al lenguaje común. Prim era dificultad, desde
el momento en que el sentido que la ciencia designa se
a p arta de la experiencia y de la razón comunes, al punto que
toda traducción en lengua vulgar es traición. Cuando se
tra ta de norma y de fundam ento, ese discurso adopta la
lingüística filosófica que le sirve de soporte. Nuevo desfasaje
que la epistemología se agota en reducir, ya que lo lleva en
sí, desfasaje al nivel de su propio discurso, heterogeneidad
en tre cuatro lenguas: lógica, m atem ática, filosófica, vulgar.
O brar con metodología en el sentido de la tradición, es
hab lar ese volapuk que hace referencia arb itrariam en te a
cuatro campos lingüísticos a la vez, como mínimo. El con­
venio epistemológico estaba redactado en esperanto.
G eneralizando lo anterior, se define fácilm ente la
epistemología tradicional como epistemología exterior. E sta
situación —cuyo indicio es la distancia entre un discurso
lógico-filosófico-vulgar y el lenguaje técnico de los m ate­
m áticos— produjo su fuerza y las razones de su fracaso.
Retomemos el ejemplo de Le Roy: el. estado de las m ate ­
m áticas clásicas en vísperas de la crisis y durante la crisis
es tal, desde el punto de vista de las norm as y del fun­
damento, que sólo u n discurso exterior parecía poder sos­
tenerlas. Es necesario dejar la ingenuidad para esta r en
posición reflexiva y fundam entadora: vieja idea de filósofo;
en este caso y como es frecuente, hace su trabajo de filósofo,
reflexiona sobre u n objeto y se separa de éste p ara hacerlo.
Las m atem áticas son entonces un sistem a que cierra y que
cierra solamente la epistemología reflexiva. A unque exte­
rior, esa epistemología es inseparable de las m atem áticas en
lam ed id a en que, en la prim era, se determ inan —o m ás bien
se plantean— problem as pendientes —o más bien olvida­
dos— de la segunda.
D esatada la crisis o, mejor, p a ra desatar la crisis, salen
a la luz técnicas nuevas, en el momento mismo en que el
panoram a descrito puede llam ar la atención por su perfec­
ción. Su diseño global es cerrar las matemáticas de manera
autónoma, discurrir sobre ellas a p a rtir de ellas m ism as, en
u n a lengua muy próxim a a la suya. Así parecería que las
técnicas deberían absorber el contenido d é la epistemología
exterior y, m ás aún, su intención y su actitud, sólo variando
en relación a su situación, definiéndose como epistemología
interior. E sta situación perm ite a los lógicos modernos
economizar con la lengua filosófica y la lengua vulgar (es
decir, vulgarizad ora), sin tener que reducir el viejo desfasaje
lingüístico: y como las nuevas técnicas se desarrollan en un
lenguaje que es natural a los problem as evocados, hacen con
m ucha facilidad la teoría de ese lenguaje, algo trabajoso
p a ra el discurso artificial de la epistemología exterior. El
libro de Le Roy m arca el tiempo del encuentro y los episodios
de la lucha entre esos dos tipos de reflexión, intencional y
tecnificada, el momento del pasaje de una situación a la otra.
Finalm ente, lo que está en juego es el genitivo de la defi­
nición: ¿la ciencia de la ciencia partió de la segunda o de
afuera de ella?
Se nos o b je ta rá q u e es excesivo r e d u c ir a u n
deslizam iento de situación el debate entre la metodología
clásica y la lógica m oderna. Sin embai'go, m antenem os que
se desenvuelve (que se desenvolvía, ya que está aplacado)
sobre un terreno común, lo que aquí se pone en evidencia.
Vimos cómo la filosofía tradicional de las m atem áticas
describía, normalizaba, fundam entaba. Intentaba decir qué
es la ciencia, cómo se desarrollan objetos, métodos, historia:
el epistemólogo era el n atu ralista, en el sentido de la historia
n a tu ra l; dibujaba la a n a to m ía de su constitución, la
fisiología de sus funciones, el cuadro de su evolución
(cronológica, genética, psicológica, reflexiva). Y entonces la
“n a t u r a l i z a b a lo suficiente p a ra que al menos su des­
cripción no repercutiera nunca en el objeto mismo, p a ra que
su discurso no revivificara las estru ctu ras metódicas: lo que
dice la palabra “exterior”.
La autodescripción que ejecuta la epistemología interna,
por el contrario, tiene un impacto de im portancia fundam en­
ta l en el objeto d e scrito ; lejos de e s ta b iliz a rlo , de
naturalizarlo, lo reconstituye, lo revivifica, lo reestru ctu ra.
E n este sentido, el álgebra m oderna es u n a autodescrípción
m atem ática de las ingenuidades clásicas: indica la esencia
operatoria, lo que la metodología clásica in ten tab a hacer (el
terreno es común), pero convierte esas esencias, esas es­
tructuras en objetos dé su jurisdicción m atem ática y pro­
sigue su camino. Entonces resu lta ciencia m oderna de la
ciencia clásica que natu raliza en un sentido, pero que sin
embargo revivifica, profundiza y prolonga. Las teorías inge­
n u as clásicas se vuelven modelos de la ciencia estructural;
aquí la palabra modelo tiene el sentido de paradigm a para
u n a abstracción, lugar en el que la estructura se realiza y
se refleja: se m ira a sí m ism a como realizada. La ciencia
clásica era el modelo del epistemólogo, como tal atle ta fue
el modelo de P raxí teles o tal insecto el modelo de los dibujos
entomológicos de Fabre: se los m ira para tom ar de ahí el
dibujo, el calco, el esquem a. Pero dibujada la plancha, el
modelo se describe y no se asume. Sucede lo contrario
cuando se tra ta de u n a autodescripción.
De ahí proviene nuestro debate sobre el genitivo: la
ciencia de la ciencia es u n a duplicación de ésta sobre si
m ism a, una cuasi reflexión, y no la separación de un dis­
curso y de su objeto. Ya no hay m ás terreno exterior a los
niathemata. A dquieren puntos de apoyo sobre la huella de
su propio movimiento, o, si se quiere, ya no hay pensam iento
que sobrevuele por encima, el pensam iento se apoya en su
propio vuelo. La ciencia de la ciencia no es m ás esa refe­
rencia exterior universal, ese polo donde converge la red de
todas las longitudes. Es asunción interior y reflexión re­
gional. No es la prim era vez, h a sta donde sabemos, que la
meditación contem poránea se encuentra con esta idea de
referencia autónom a y autóctona de reflujo de la descripción
de un movimiento hacia el movimiento mismo. Y m ientras
m ás cerca estoy del objeto descrito y soy llevado con él en
el mismo proceso, m ás mi discurso es homogéneo en su
forma y fiel a su esencia, pero tam bién m ás lo transform o
y l.o elevo en el desarrollo mismo de mi discurso: en cierto
punto, la autodescripción de la lengua m atem ática por sí
m ism a es reactivación, reestructuración, promoción. Es
m atem ática y no en el campo de la evidencia, sino en el del
pensam iento ciego y formal. Y, para volver al movimiento,
está muy claro que esa duplicación reactivante es una de sus
fuentes. Se h a dicho que el origen de las m atem áticas residía
en su fin; quizá se podría decir que reside —como origen
dinámico, no objetivo últim o, sino motor'—-en todo momento,
en cada in sta n te del movimiento hacia ese fin. Hay, enton­
ces, en la región m atem ática, una ciencia de sí m ism a que
es heurística y sigue siendo descriptiva.
Cosa r a r a en filosofía, el deslizamiento de la intención
metodológica hacia el elevado tecnicismo de una ciencia
perm ite ju zg ar el estricto valor científico de la antigua
intención. En el libro de Le Roy, la epistemología clásica se
encuentra con ten ta tiv a s logísticas y las somete al tribunal
exterior del análisis reflexivo; el deslizamiento realizado y
la toma de conciencia que tiene lugar de la duplicación de
reflexión, de sutiles sustituciones, transform an al pretorio:
el juez se convierte en el procesado y el acusado hace
comparecer. P a ra la metodología clásica, la lógica m oderna
era inútil, complicada, redundante; a los ojos del lógico, la
antigua epistemología es menos que inútil, falsa. Ese juicio
es pronunciable en la m edida en que los mismos problemas
están aquí concernidos: es necesario u sa r entonces la m ism a
vara p a ra exam inar el valor científico comparando las dos
intenciones. La lucha que emprendió Le Roy fue una buena
guerra m ientras reinaban las m atem áticas clásicas; la lu ­
cha, de hecho, según la diacronía, era desesperada. No sólo
se perdió el combate, sino todo el conflicto: la epistemología
clásica está m uerta. Pero revive en otras partes, bajo cielos
transparentes.
Ya en tiempos de Le Boy, el tipo de verdad de la
epistemología no puede ser m ás que de orden histórico-
descriptivo.1® Ya no es m ás ciencia de las ciencias, sino
discurso en una nietalengua, a propósito de cada lengua
particu lar, de cada región del saber. Cada epistemología
regional se expresa en u n a suerte de m etal engua filosófica
sobre la región científica que describe. El problem a es el
siguiente desde entonces: ¿cuál es el valor, cual es la co­
herencia, cuál es el sentido, etcétera, de esa m etal engua
epistemológica? Sobre todo, ¿cuál es su relación precisa con
el discurso del saber del que habla? En lo que concierne a
la región m atem ática, la resp u esta a esa preg u n ta es ab­
solutam ente perentoria: esa m etalengua epistemológica no
existe de m an era original y necesaria. Porque las m atem á­
ticas m ism as disponen de suficientes m etalenguas p ara
h a b la r de ellas, para describirse, e incluso fundarse. En
otras palabras, si el tipo de verdad de la epistemología ya
no es m ás que de orden descriptivo, ese tipo de verdad se

15 El problema al que nos referimos, después de todo, no es


diferente del que se plantea, en general, para cualquier comentario,
y, en particular, para cualquier com entario literario. Que con
frecuencia se lo soslaye a través de la m era enunciación técnica de
ejemplos convenientem ente elegidos no cambia nada la cosa. A sí
como el com entario literario se ve forzado a elegir, bajo pena de
transform arse en un arte incierto de sus propios pasos, entre la
historia (definida en todos los sentidos posibles ya alegados) y la
ciencia filológica o lingüística, a sí la epistem ología se ha inclinado
h acia la historia por haber perdido poco a poco el sentido de la
ciencia lógica. S in duda, el destino de todo comentario —y su
verdad— es que debe perderse en ese arte incierto o en técnicas que
lo rebasan. D e ahí, la elección crucial y, ante la elección, esos
prolegóm enos. O el epistemólogo seguirá siendo ese artista (y ahí
se distingue el carácter único de la obra de Bachelard, artista
consumado en su propio lenguaje, de la descripción científica y
riguroso técnico de la estética), o deberá ser compañero de los
filólogos de la ciencia, es decir, de los verdaderos lógicos. O, en­
tonces, la epistem ología no es m ás que una redundancia, y el co­
m entario una repetición.
expresa en u n a m etal exigua que es la lengua de la descrip­
ción m ism a; para que la descripción sea fíe! y rigurosa, hay
que dom inar esa m etalengua: por lo tanto, son las m ism as
m atem áticas las que la promueven. Y una vez más, la
epistemología descriptiva (como la norm ativa, la fundadora)
es totalm ente im portada al campo de la tecnología m a te ­
m ática. La descripción sincrónica es por un lado algo propio
d é la región en cuestión; incluso llam a la atención h a s ta qué
punto la descripción diacrónica interesa a los m atem áticos,
ya que sólo es una profunda reflexión sobre el devenir de
un problem a (es decir, sobre u n desarrollo interno y su
proliferación en extensión) que se llega a captar y a describir
con rigor. Entonces, la lógica y las m atem áticas m odernas,
adem ás de ser lógicas, son tam bién metodologías, en el
sentido tradicional de esa palabra. Por ejemplo, el álgebra
lin e a l de n u e s tr o s c o n te m p o rá n e o s r e p r e s e n ta la
m etodología efectiva de u n a cantidad de problemas clásicos
que van de los que p resen ta el álgebra elem ental a los que
exhibe la geom etría pura. Y, ahí tam bién, la intención
epistemológica de las m atem áticas m odernas ha sido la
condición y el motor de su desarrollo.
Es difícil ocultar la gravedad del problema. La verdad,
a veces, en crueles momentos de la historia, no se conserva
m ás que al precio de la lucidez, de amputaciones, incluso de
parricidios. ¿Cuál es, por ejemplo, la lección m asiva de las
obras de Lautm an? Por acumulación de ejemplos sim ilares,
se esfuerzan en extraer de ellos “estru ctu ras”, “ideas”, de
estatuto platónico. Pero, ¡qué tanto!. Los m atem áticos casi­
no hacen o tra cosa, sin prejuzgar ese estatuto. Cavaillés
m ism o, d esp u és del fracaso de L o g iq u e form elle et
tm nscendantale, proclama, antes de su m uerte, el retorno
a u n a filosofía del concepto y el abandono de la de la con­
ciencia, Es la perspectiva de la ciencia m oderna, en el sen ti­
do que definimos. Finalm ente, estas son dos extrapolaciones
inesperadas de la reflexión de Le Roy.
No se puede entonces p lan te ar el problem a de la
epistemología m oderna m ás que por referencia a la doble
diacronía de los problem as y de las reflexiones. N uestro
tiempo es (o lia sido h a s ta hace poco) un momento de
reconstrucción sistem ática; ésta sólo fue posible a través de
u n a reflexión de las m atem áticas sobre sí mismas, su m é­
todo, sus objetos, sus condiciones, en suma, a través de una
intersección de las dos diacronías. Es lo que llamam os la
formación progresiva de u n a epistemología positiva en el
in terio r de la ciencia mism a. Dicho esto, es imposible prever
los caminos de m añana: o las ru ta s azarosas que Gallois
d e p lo ra b a en pleno siglo XIX, o el refu erzo de la
sistem atización, de la reflexión; lo que significa, p a ra no­
sotros los filósofos, sístole o diástole de esa epistemología
positiva. De modo que la imprevisibilidad de los descubri­
m ientos y de las reesti-ucturaciones a lo largo de u n a de las
diacronías nos impide extrapolar sobre la segunda.
De todas m aneras, se generaliza nuestro problema como
ley histórica: en todos los momentos de gran reconstrucción
sistem ática, los m atem áticos se vuelven los epistemólogos
de su propio saber. E sa transform ación es una m utación que
se efectúa desde el interior. Todo sucede como si, en el
m om ento de promoverse a mi nuevo sistema, las m atem á­
ticas tuviesen necesidad con frecuencia de im portar la to­
talidad de las cuestiones epistemológicas. Así, a lo largo
de u n devenir siem pre inesperado, se ubican nudos sin­
crónicos reflexivos y reguladores.
Todo esto conduce a-aclarar la extraña paradoja, según
la cual, los discursos rigurosos son evolutivos siguiendo una
línea indeterm inable de antem ano. No es sorprendente, de
hecho, que el observador exterior, que objetiva, naturalice y
fije un proceso. E ste admite, sin segundas intenciones que
las ciencias m atem áticas son. rigurosas, que poseen esa
virtud como derecho divino. Pero digámoslo de una vez: las
m atem áticas no son rigurosas, van hacia el rigor. Cada paso
m u estra que el precedente era menos seguro, cada sistem a
que se construye actualm ente es m ás sólido que el edificio
precedente. Así la verdad modelo es diacrónicamente de-
sarrollable, en su cualidad m ism a de modelo. El. rigor es la
tare a infinita de las m atem áticas. Lo mismo sucede con la
pureza: Las m atem áticas tío son puras, van hacia su pureza,
que es, asim ism o, su tarea infinita. Y, recíprocam ente, en un
momento dado de ese movimiento se percibe desde el in­
terior el o los momentos precedentes como dados. Es ahora
y sólo ahora que sabemos que el espacio euclidiano es,
llegado un punto, el de la técnica, que su geom etría es la
de los m aestros m ayores de obras. La óptica recu rren te de
los m odernistas de todas las épocas ya no es un historicism o
común que consistiría en privilegiar la idea y la m oda del
momento; es un reordenam iento fundam ental que presenta
los dos cuadros, diacrónico y sincrónico, como los mejores
posibles, de acuerdo con la verdad, el rigor y la pureza.
En la realización de esas tareas, no hay que dejar de
observar las continuas tentativas que esa ciencia asum e
p a ra cerrar su propio campo, como si no h u b iera mejor
norm a que ese cierre. Y siem pre los m ejores cierres se
descubren en las estructuras m ás generales. Así, con un
mismo movimiento, su dominio se am plía, se profundiza y
se cierra. Las fronteras se hacen m ás am plias y fuertes.
Ejemplo: p a ra h acer rigurosa la vieja idea leibnitziana de
derivada de cualquier orden, im pensable según el cálculo
diferencial clásico, no hay otro medio que generalizar la idea
m ism a de función y definir la noción de distribución. Se va
a buscar en lo extensivo el fundam ento de la anom alía
singular, se alcanza lo riguroso por am pliación del campo:
pero esa extensión supone un nuevo cierre. Las m atem áticas
son u n a teoría am plificadora y cerrada sobre sí m ism a.
No puede entonces aparecer, según el últim o de los
cortes sincrónicos, m ás que como el conjunto de pensa­
mientos m ás general y el mejor cerrado posible; esto, en
cuanto al observador exterior, u n universal norm ado cuyas
génesis históricas y arquitectónicas son en adelante cohe­
ren te s. C o n stitu y e u n a su e rte de “p sic o a n á lisis” del
epistemólogo. El m atem ático, hay que decirlo, tiene y no
tiene esa óptica; al menos el que investiga, p a ra quien la
ciencia no es institución del pensam iento o de la ciudad. No
hay duda, “h a b ita ” su sistem a, pero lo percibe tam bién como
un dominio abierto y libre; no existe p a ra él sólo la necesidad
de u n acabam iento, sino sobre todo esa desenvoltura ebria
de lo no term inado, de lo mal cerrado o de la construcción
que hay que retom ar. Elige librem ente sus caminos y vías
en el entrecruzam iento complejo y tra n sp a re n te de una red
y de u n laberinto luminoso. El punto de vista de la
epistemología —y el libro de Le Roy es u n a brillante con-
firmación de eso— se refiere no sólo a u n a ciencia histó­
ricam ente detenida, sino gnoseológícamente constituida. No
tiene en cuenta esa libertad del proceso h acia el rigor.
Por su interm edio se encuentran profundizadas nocio­
n e s q u e p ro n to s e ría n m ás que h is tó ric a s . Q ue la
epistemología se encuentre constantem ente de este lado,
que m añ a n a los objetos sean otros, m ás generales y puros,
y mejor fundados, es u n a cosa. Pero que el desfasaje en
cuestión sea de esencia, es otra. Y esto por la sencilla razón
de que el rigor está en el movimiento y se lo busca a través
del devenir. El punto de vista exterior de la epistemología
clásica no perm ite entonces la adecuación a lo actual, en
todos los sentidos posibles: según la historia, según la
lengua, según la constitución. La descripción exterior no
capta m ás que un rigor de segundo orden y como m uerto.
Dos veces aparece en la epistemología la necesidad de ser
inm anente a la ciencia misma, y n u e s tra demostración se
cierra a sí m ism a: el filósofo no puede sino “descender” hacia
la ciencia donde lo espera, como vimos, u n a epistemología.
Así queda definida la intersección de la que hablábam os.
Parece que se hubiera demostrado — o al menos cons­
tatado— que las tareas de la epistemología tradicional o
clásica desaparecieron, como originalidad de la intención
filosófica. Desde entonces,las m atem áticas se autodescriben,
in te n ta n autofundam entarse, están reglam entadas o in­
ten tan reglam entarse. E n suma, poco a poco, forjaron todos
los in s tr u m e n to s c o n v en ien tes p a r a e sa re g u la c ió n
autóctona. Entonces, si es verdad, según la tradición, que
el estudio epistemológico es una propedéutica privilegiada
a la teo ría del conocimiento, tam b ié n lo es que esa
propedéutica se constituye, por el momento, fuera de la
filosofía y sin ella. N uestra época asiste a la formación de
u n a epistemología positiva. Por otra parte, el fenómeno no
parece únicam ente reservado a las ciencias m atem áticas,
au nque éstas dan el ejemplo m ás acabado. Se percibe en
todas partes la formación de u n a actitud, reflexiva original,
tran sv ersal con respecto a los actos y procesos científicos,
que tom a conciencia de esas actividades como tales, desli­
gándose de cualquier consideración sobre el tem a de esa
actividad. Es u n a especie de m editación sobre ese cuasi
objeto que es la operación de p e n sam ien to , que la
epistemología tradicional consideraría m ás bien como un
cuasi tem a. E sta actitud es, aunque no se lo dice lo sufi­
ciente, de u n a gran originalidad.
Y, finalm ente, es una suerte p a ra el filósofo de nuestra
época, que esa epistemología positiva se haga sin él; porque
fran q u eará muy pronto el momento de la propedéutica. Sin
duda, nunca en la historia de la filosofía fue m ás cómodo
p e n sar el conocimiento. C ontrariam ente a lo que se piensa
en general, nunca la filosofía de la ciencias fue m ás fácil.
Nos arriesgaríam os a caer en el error otra vez: la empresa
m oderna dentro de cada región p reserva al filósofo. Cada
región h a b la de ella con el máximo de verdad, cada una es
doblada o se in ten ta doblar en un órgano reflexivo, de donde
el filósofo sólo tiene que sacar indefinidam ente sus valores.
Sí, el pluralism o de los conocimientos es espectacular, pero
y a se dibuja el problema de la enciclopedia.
E n efecto, no nos parece indem ostrable la afirmación de
que ese fenómeno toca a otras ciencias que, sin embargo,
todavía no alcanzaron el punto de m adurez de las m ate­
m áticas. Es posible observar u n movimiento análogo de
im portación de un pensamiento epistemológico (bajo ciertas
condiciones) al mismo terreno autóctono de la ciencia, de la
que ese pensam iento era antes la epistemología. Por
ejemplo, era tradicional reflexionar filosóficamente sobre la
noción de experiencia, en lo que concierne a las ciencias
aplicadas. Ahora bien, es notable que estas últim as sean, en
num erosos casos, dobladas por órganos precisos y rigurosos
que desem peñan el papel de pensam iento reflexivo sobre su
propio saber y que analizan la noción m ism a de experiencia.
Muchos fenómenos de ese orden llevan a concluir que ciertas
ciencias experim entales no están alejadas de su propia
autodescripción y de su propia autorregulación, salvo si se
piensan sus relaciones con el modelo m atemático. Esto es
b a sta n te novedoso y muy im portante. Es el movimiento que
llam am os cierre progresivo de u n dominio y m adurez de su
contenido.
Y, u n a vez más, ¿qué es u n a ciencia llegada a la m a­
durez? U na ciencia que im plica la autorregulación de su
propia región y, por lo tanto, su epistemología autóctona, su
teoría sobre sí m ism a, expresada en su lenguaje, según la
descripción, el fundam ento y la norma.
E n particular, retengam os la últim a especificación: esa
región del saber se da sus propias norm as. Esto significa que
no recibe del exterior los requisitos generales del juicio sobre
lo falso y lo verdadero: de m an e ra independiente, es índex
veri et falsi. Se podrá objetar: ¿no fue siem pre así con las
m atem áticas? No. Su lenguaje no siem pre h a estado a la
a ltu ra norm ativa de los objetos y de las teorías descubiertas.
S u histo ria no es ejemplo de producciones teratológicas no
rigurosam ente dominadas; las m atem áticas dieron a luz
m onstruos inevitables que ya no com prendían, que se
situaban en u n lugar que sus conceptos normativos no
podían alcanzar: lo que sucedió con los irracionales, los
im aginarios, el cálculo infinitesim al, etcétera, en momentos
de sus respectivos descubrimientos. Se dice a menudo que
esos “im itantes”, dieron en cada oportunidad un nuevo
im pulso a la ciencia y , por lo tanto, a la filosofía. Pero quizá
no se dice que, si la filosofía se conmueve, es sin duda por
la ineptitud tem poraria del lenguaje científico p a ra situarlos
norm ativam ente: de ahí la referencia a una razón exterior
al campo técnico puro del que, sin razón o con ella, se piensa
que está a la a ltu ra de decidir esa situación. Supongamos
entonces que las m atem áticas hayan interiorizado esa refe­
rencia, que hayan im portado la .intención filosófica en lo que
concierne a sus norm as propias: entonces están capacitadas
para dom inar racionalm ente sus estructuras e, incluso, su
teratología eventual. Se vuelven p a ra sí m ism as el índice de
su verdad, saben m edir su propio poder de demostración,
saben al menos dibujar las dificultades propias de su poder
de decisión, in ten tan p la n te a r los bordes y los lím ites de ese
poder.
Sin e n trar en problem as cuyo contenido se in te n ta
saber, nos encontram os con que, en adelante, todos esos
problem as son planteados en el in terio r de la actividad
técnica pura. De m an era que en cierto sentido, ya no es
posible equivocarse, em itir nociones de las que, como m í­
nimo, no se sabe m edir el estatuto normativo (con esa
restricción que es tener la m ás plena conciencia de las
dificultades, incluso de las paradojas, de ese “peso”). Desde
entonces, esa ciencia se pretende lo m ás reflexiva posible
acerca de lo verdadero de su región, la m ás reveladora de
su verdad (reveladora en el sentido de la química, en el
sentido en que Leibniz pedía u n a prueba). A m edida que se
cierran sobre sí m ism as, las m atem áticas se vuelven la
región ele la veracidad automática. E sa definición debe
entenderse dando al térm ino “autom ática” el sentido pro­
fundo de ejecución, independiente de todo lo que no es la
región de esa ejecución.
No obstante, una p a la b ra puede inducir a error: llegada
a la madurez, dejaría suponer el fin de u n a historia. H abría
que decir: habiendo entrado en la m adurez, una expresión
que deja abierta la historia. Sistem a y movimiento, las
m atem áticas se desarrollan perm aneciendo en su esencia
como las mism as, es decir, volviéndose esencialm ente m a­
tem áticas aunque sin dejar de tra n sm u ta rse por los buenos
prodigios de la reestructuración.
U na últim a palabra sobre ese movimiento: L as m ate­
m áticas son una teoría interiormente abierta y exteriormente
cerrada.
El cierre exterior es:
1) Pureza, con respecto a otras ciencias y m atem áticas
aplicadas (o a sus objetos).
2 )Im p o rta ció n del contenido pro b lem ático de la
epistemología en general, interiorización de sus intenciones,
invención de una lengua autóctona apropiada p ara p lan te ar
esos problemas y p a ra ejecutar esas intenciones en la
m edida de lo posible.
3) Eliminación de la intuición, de la evidencia,
reflexión, del fundam ento, en la m edida en que son aferentes
respectivam ente del sujeto sensible, racional, reflexivo,
trascendental.
De m anera que el cierre es purificación, autorregu­
lación, liberación respecto del ego. E l resultado (paradojal)
de ese cierre con respecto a cualquier otro dominio del saber
es que el organon, el lenguaje, así depurados se vuelven
universales. El movim iento de cierre es un movimiento
universalizador. A m edida que se produce la depuración
(radical), las m atem áticas tienden al grado cero de apli­
cación (o de referencia exterior) y así hacia el máximo de
aplicabilidad. El lenguaje m ás independiente es el lenguaje
de los lenguajes. M ientras menos ventanas tiene, m ás se
puede m irar en él el universo.
Por otra parte, las m atem áticas son interiorm ente
abiertas: esto significa que van hacia su esencia, m ás y
mejor en la m edida en que la realicen. Decimos que van
hacia la m atem aticidad, declaración que requiere ser espe­
cificada:
1) Las m atem áticas van hacia sus prioridades m ás aún
en la m edida en que vuelven de ellas. Así, las antiguas
prioridades (históricam ente hablando) se convierten en
consecuencias p a ra la visión recurrente (Le Roy es aquí un
buen ejemplo).
2) Van hacia su pureza en la medida en que vienen de
ella (lo que pone de m anifiesto que el movimiento de cierre
no es m ás que un corolario de la ap ertura del movimiento
y elim ina la paradoja con respecto a la aplicación); desde
entonces, la antigua pureza se vuelve aplicación p a ra la
visión recurrente.
3) Van hacia su rigor en la medida en que de él vienen
ya las a n tig u a s exactitudes se pueden p ercibir como
im precisiones por parte de la visión recurrente.
Que el movimiento así descrito tenga por horizonte final
una prioridad, u n a pureza, un rigor, un fundam ento que
sean los de las m atem áticas mismas explica la idea de que
la a p e rtu ra en cuestión es interior. Las m atem áticas no son
abiertas hacia cualquier otra cosa, son abiertas sobre sí
m ism as, o p a ra sí m ism as. Por otra parte, el hecho de que
sean exteriorm ente cerradas expresa, particularm ente, que
en adelante sean recortadas por una epistemología exterior,
de nacim iento reciente, que habrá vivido poco.
A utonom ía y movimiento, esto es lo que define con
profundidad el estado de madurez.
Es así como las m atem áticas se convierten en ese
lenguaje que habla sin boca, ese pensam iento ciego que ve
sin m irar, ese pensam iento activo que piensa sin sujeto de
cogito, esa obra del hom bre en el séptimo día de u n a nueva
Génesis, obra que va proliferando m ientras el Filósofo Dios,
al ver la bondad de esa obra, 110 puede m ás que re tira rse
y aceptar que tenga u n a eficacia propia.
Un breve balance: al comienzo hablam os de una doble
línea evolutiva, la que representa la h istoria in tern a, la
evolución de la idea general de las m atem áticas, y la que
representa la historia y la evolución de las intenciones y de
los proyectos epistemológicos. Hay que figurarse dos épocas
en ese paralelism o: la época clásica y la época m oderna.
¿Cuáles son las relaciones transversales entre esas dos
evoluciones?
E n la época clásica, la relación esencial, es la reflexiva.
Se la exige profundam ente por las insuficiencias de las
m atem áticas clásicas. En su desarrollo ingenuo, éstas de­
vuelven a la epistemología exterior que la dobla al menos
tres tipos de problem as: de descripción metodológica, de
norm a lógica, de fundam ento, en suma, todos los problem as
de la sistem atización. Esos problemas definen entonces el
campo original donde se desarrolla la epistemología clásica;
ésta tra ta esas cuestiones de m anera reflexiva, p rep a rá n ­
dose así p a ra u n a teoría general del conocimiento en ge­
neral. El conjunto de debilidades de la ciencia clásica
constituye el campo donde evoluciona su conciencia episte­
mológica, y esta insuficiencia crea la im portación hacia esa
epistemología.
Sigamos ahora n u estras dos líneas directrices, y prac­
tiquemos cortes sincrónicos. Por un lado, las m atem áticas
cada vez tom an m ás conciencia, de m an e ra autóctona, de las
dificultades en cuestión. Entonces, su evolución in te rn a las
aproxim a cada vez m ás a la problem ática epistemológica
como tal: la línea hace una inflexión hacia su paralela. Por
otra parte, ¿cómo se carga la epistemología de su triple
misión? Según el fundam ento, se revela incapaz de propor­
cionar uno que sea efectivamente pensable por las m atem á­
ticas, porque su estilo reflexivo no puede proporcionar más
que la perspectiva indefinidam ente alejada de un funda­
m ento trascendental in subjecto; peor, esé estilo a veces
im plica que se rechaza pura y sim plem ente cualquier tarea
de fundam ento lógico: Le Roy es un ejemplo; el fracaso de
H usserl sería otro. Según la descripción, todo corte sincró­
nico revela un desfasaje entre la h istoria de los problem as
y la de su epistemología: ésta se sofoca por a tra p a r a aquella,
pero siem pre está a parte post, y el retraso de una se agrava
■a m edida que la o tra avanza. La necesidad de reílexividad
n u n c a está entonces satisfecha cuando se hace sentir. Según
la norma, el desfasaje es error. Esos tres defectos son
-análogos. Poco a poco, se descubre la falla de las tres
m isiones esenciales que definen la vocación y la intención
epistemológicas. P a ra evitar (o disim ular) la falla, se su­
prim en dos de esas misiones, las que hacen norm ar y fundar
la razón científica; entonces la epistemología sehistoriza: se
vuelve regional (hace explosión y se distribuye en des­
cripciones parciales de campos cada vez m ás estrechos), se
Vuelve im presionista (describe cada vez m ás precisam ente
la región en cuestión, rechazando siem pre p ara m ás tarde
la em presa gnoseológica), en suma, se constituye en historia
n a tu ra l de las ciencias. Haciéndolo, se aproxima, bien o mal,
pero cada vez m ás a la intención específicamente científica:
su línea hace una inflexión hacia su paralela. Pierde len­
tam ente el campo original de sus problem as en beneficio de
la técnica científica que, por su parte, comienza a hacerse
cargo de ellos. La insuficiencia epistemológica de las so­
luciones es una razón particular (o una concomitancia) de
la reim portación de su problem ática en su campo de origen.
Los tiempos modernos llegan cuando las dos líneas se
inflexionan u n a hacia la otra, concurrencia que tiene dos
razones, como es sabido: la epistemología encalla en el
terreno de sus antiguas victorias, las m atem áticas le toman
el gusto a triu n far en el campo de sus i*ecientes derrotas.
Y este dominio, que ve el flujo y el reflujo, es el de la
intención epistemológica inicial; comprende todos los proble­
m as de descripción (en un lenguaje determinado), de fun­
dam ento, de norm a, de sistematización. La importación ya
no va a cesar h a sta la fusión de la problem ática de conjunto
de la epistemología tradicional y de problem as singulares
definidos con rigor en las m atem áticas m odernas. Ese campo
de problem as, que había sido devuelto a la epistemología
según u n a línea reflexiva, es de nuevo absorbido por las
m atem áticas, reim portado hacia ellas, una vez olvidado el
horizonte del análisis in subjecto, Los problem as son los
m ism os, pero tecnificados, formalizados, depurados de su
a u ra reflexiva. E ncuentran alguna solución, alguna espe­
ran z a de solución, por restricción de generalidad, por re ­
ferencia a estru c tu ras singulares y determ inadas, por
análisis, por deshojamiento de niveles m últiples dominados
d i s tr ib u tiv a m e n te . C u a lq u ie ra se a el proyecto
epistemológico de partida, tiene en lo sucesivo un análogo
(o m ás bien una m ultitud de análogos) técnico, en una serie
de problem as o de teorías determ inadas, ¿Qué son la de­
m ostración, la deducción, la recurrencia, la analogía, el
núm ero, el orden y la medida, la verdad m ism a y la co-
herencia de los discursos del dialecto matemático?... Sería
larga la lista de los problem as que la antigua “lógica”
desarrollaba y que en adelante se alinean sobre el pizarrón,
en los transparentes térm inos de un contrapunto sorpren­
dente. Tam bién en este punto, el texto de Le Roy puede
considerarse ejem plar, porque proporciona el paradigm a de
la operatoria (o de la operación). Según los elem entos
restringidos que contenía el plan sincrónico que presenta,
y que iban a volverse principales, ese campo operatorio,
reflexivo y fundador en la óptica de la epistemología clásica,
iba a convertirse en un campo técnico puro (y cualquiera)
del pensam iento m atem ático. Entonces, estaba bien gene­
raliza r ese paradigm a, que es lo que hicimos: esa im por­
tación particular no puede pensarse m ás que en el contexto
de un movimiento general.
Pero demos m ás precisiones: esa fusión no es, de n in ­
guna m anera, un fin. Que las m atem áticas in te n ta n "ce­
rra rs e ” a la .importación de la intención epistemológica, es
obvio. Pero, sin embargo, su arte perm anece abierto. Jam ás
puede considerarse un problem a definitivam ente resuelto;
hay un “historicísmo” esencial, que hace que las m atem áticas
sean un movimiento tanto como un sistem a. Hay un m ontón
de cuestiones pendientes, según la norm a, la descripción y
el fundam ento (adem ás de los otros, m ás “técnicos”) p ara
que nuevas reorganizaciones de conjunto no sean imposi­
bles; y ya se las puede revelar fácilm ente. En lo sucesivo,
lo que sí perm anece im pensable, es seguir tratando esos
problem as con la tónica y los métodos de una epistemología
clásica. Se debe aceptar la idea de que está m uerta. Queda
por investigar el dominio en el que evolucionará de aquí en
m ás el pensam iento específicam ente filosófico de la ciencia
m atem ática, queda por descubrir su lengua original. En
sum a, el cuarto térm ino de nuestro razonam iento queda por
definir.
A propósito de la c o n stitu c ió n ev en tu al de u n a
epistemología “m oderna”, todo lo que se puede decir por el
m omento, es que su prim er deber es tomar nota, con toda
La Lucidez deseable, del estado de hecho que venimos de
describir rápidam ente. U na vez m ás, cierta filosofía se vistió
con sus m ás bel! as galas para desposar al. artífice de la tarea.
No vemos otra necesidad para la filosofía de las m atem á­
ticas, en la m edida en que no quiere ser técnica pura, que
criticarse radicalm ente como tal, criticar la coherencia de su
lenguaje descriptivo, el valor de sus normas, la solidez de
los fundam entos que propone y, m ás profundam ente, la
posibilidad m ism a de su constitución. Por otra parte, si el
conjunto de sus problem as se importó, hace falta que ella
piense las condiciones y las razones de esa im portación, y
la posibilidad de una reim portación. En líneas generales,
esos movimientos de térm inos y de problemas de dominio
a dominio, de región a región, al parecer son u n a de las
cuestiones fundam entales de u n a filosofía m oderna de las
ciencias; ésta sólo puede ser una epistemología general de
las epistemologías positivas regionales.
Retomando el viejo concepto de la "querella” entre
clásicos y modernos, en m atem áticas la victoria queda en
m anos de los modernos; por un tiempo solam ente, porque
no son m ás que los clásicos del m añana. ¿Hay querella entre
antiguos y modernos en epistemología?
¿Y se puede im aginar una cuando hacen falta comba­
tientes y, tal vez, razones para combatir?

Anam nesis m atem áticas

Desde Augusto Comte, al menos en Francia, la filosofía


de las ciencias fomentó n aturalm ente su proyecto en filosofía
d é la historia de las ciencias. El hecho de que ésta se conciba
como evolución de un estadio a otro o dialéctica, como
génesis racional o psicosociológica, como terreno de una a r­
queología erudita o psicoanalítica, rem ite inm ediatam ente
a los grandes patroním icos de la disciplina, de D urkheim y
Brunschvicg h a s ta Bachelard. En el interior del ángulo
formado por esas filosofías de la h istoria y la lógica formal,
al fin encontrada, cierta epistemología sincrónica corre el
riesgo de encontrarse vacante. Sea por una cuestión de
hecho o de derecho, no deja de ser una cuestión.
Además de un exceso de pretensión, sin duda hay u n a
paradoja oculta en tom ar de nuevo por objeto del discurso
la historia de u n a ciencia que no es otra cosa que la
excelencia del logos. De hecho, el escándalo no reside sólo
en los térm inos. ¿Cómo es posible (y entonces en qué
condición es posible) afectar u n a verdad m atem ática con un
índice de historicidad?, ¿cómo pueden variar invariantes
como el rigor o la pureza? Si las m atem áticas son una lengua
bien constituida, transform ar esa lengua aparentem ente es
inútil o contradictorio. Ahora bien, cada cual va repitiendo
que una verdad científica sólo tiene valor con referencia al
sistem a global que la contiene y la vuelve posible: tal
afirmación esgrim ida adquiere su m ejor sentido en el
universo del discurso m atem ático. P a ra decirlo ráp id a ­
m ente, en este punto la verdad no es más que cierta relación
que una frase o u n a palabra m antienen con su lengua, que
un átomo sistem ático m antiene con su familia, en suma, que
el sistem a m antiene consigo. Cualquier paradoja se term ina
cuando se exam ina la historia, ya no como la serie de
avatares de u n logos puro, sino como la serie de las
(meta)mor/os¿,9 da un logos referido a sí mismo. Dado que
las m atem áticas son la ciencia de esa autorreferencia, el
rigor atañe a esa aplicación. En la avenida de espejos de la
que habla L autréam ont, no hay m ás que seguir el recorrido
continuo o quebrado de los rayos luminosos. E sa avenida
abierta es la histo ria m ism a de las m atem áticas, la historia
de una lengua cuyas palabras se corresponden estricta­
m ente, de u n a lengua indefinidam ente traducida a lenguas
n u e v a s p e ro h o m o lo g a s, la h i s t o r ia de s is te m a s
autorreferidos, por lo tanto cerrados, que se refieren a otros
sistem as abiertos, a nuevos sistem as sem ejantes a los
m atem áticos, por lo tanto cerrados..., la historia de form as
que adquieren sentido en un sistema, por lo tanto, ines­
peradas, pero que a veces cobran de golpe un sentido distinto
del autóctono, superando su autorreferencia in terio r y evo­
lucionando a s í h a c ia el e x te rio r del s is te m a , como
excrecencia patológica, hacía u n a nueva referencia sistem á­
tica interior, como un rayo perdido en busca de su espejo...;
la historia de verdades siem pre en busca de un universo
cerrado que las vuelve sobre sí m ism as, que les da existencia
y posibilidad, h a s ta que la exigencia de rig o r vuelve
insostenible la aplicación interior y hace s a lta r el cerrojo
p a ra una referencia m ás am plia y mejor cerrada sobre sí
misma... De ahí, el dinamismo implacable que se dirige
hacia lo universal en acto, totalm ente abierto y completa­
m ente cerrado, que es el fin, siem pre diferido, de su h is­
toria.56
Podemos detenernos en el camino para un exam en local.
Podemos in te n ta r recorrerlo p a ra una sinopsis global. En el
prim er caso, es legítimo elegir un sistem a y ver cómo reduce
las cuestiones históricas; en el segundo, es u n a buena
estrategia forjar modelos p a ra dar cuenta de la sucesión de
las formas y de los sistem as vencedores de la confusión de
las lenguas. U n personaje nos espera en las encrucijadas de
ese camino, siem pre el mismo y siem pre diferente, el pe­
queño esclavo del Menon.

16 De donde resulta la condición requerida: por un lado, la


verdad histórica del idealism o es, en pocas palabras, la física. Ahora
bien, a partir de que una ciencia llega a la m adurez, se repliega
reflexivam ente sobre s í m ism a, expresa de golpe su verdad filo­
sófica. Y, por lo tanto, la física contemporánea pone en escena al ego
como condición de posibilidad de su propia constitución como
ciencia. Adquiere conciencia de un yo que nunca había estado
ausente en su contexto históiico-filosófico. Por el contrallo, en el
caso de las m atem áticas, al llegar a la madurez, expresan la verdad
que nunca dejaron de lado, desde sus albores helénicos: la puesta
m ás rigurosa posible entre paréntesis del sujeto. Dicho de otra
m anera, la condición de posibilidad de la aplicación al m undo reside
en el campo trascendental in subjecto, m ientras que la condición de
posibilidad de 1a aplicación sobre sí reside en el campo m ism o donde
las m atem áticas se efectúan. Quisiéramos decir con esto que las
m atem áticas son un campo trascendental y casi objetivo.
Mi m ejor experiencia en estas m aterias es la de un
fracaso, lo cual no es p a ra profesar, sino m ás bien para
confesar. Concierne a la filosofía de Leibniz, que me va a
servir de paradigm a, o de prototipo p a ra un comienzo de
análisis. Y, en principio, se tra ta de un buen ejemplo, porque
su obra es in distintam ente filosofía sistem ática, enciclo­
pedia científica17 y acumulación doxográfica de erudito. Así
planteada, creo poder adelantar que la m etafísica de la
armonía preestablecida es un sistem a flexible, indefinido y
complicado, de traducción da unas tesis a otras a veces
(frecuentem ente) con carácter científico, dando a la palabra
ciencia la acepción m ás amplia, es decir, la enciclopédica.
Más aún, se tra ta de una red de correspondencias que
aseguran la posibilidad universal de la traducción de
cualquier tem ática a otra cualquiera, y a la inversa. Si se
renuncia a discurrir, a re la ta r o a repetir, el problem a de
la explicación se vuelve doblemente complicado. Traducir,
por ejemplo, determ inada tesis al lenguaje m atem ático
correspondiente al. autor y llevarlo a la dem ostración, es lo
que Leibniz pronosticaba y deseaba. A unque posible y con
frecuencia realizable, esa técnica de explicación no es su­
ficiente: efectivamente, peca por lateralidad y escenografía,
como —por otra p a rte — cualquier otra explicación referida
a una ciencia regional, la dinámica o la teoría del derecho,
por tom ar otros ejemplos. Es explicar reduciendo un sistem a
a una región local, es reducir a una sola lengua la teoría
m ism a de todos los pasajes posibles de u n a lengua cual­
quiera a otra. Y entonces, paradójicam ente, dem ostrar 110 es
explicar, al contrario, es implicar. Es im plicar en u n a lengua
positiva la teoría de las traducciones, es envolver la teoría
m ism a de la explicación, con la explicación de lo que un
contenido de saber envuelve implícitam ente: ahora bien, en

17 U na enciclopedia científica de la que, paradójicamente, el.


tiem po no con sagró p ro g resiv a m en te eí d e su so , sin o , por
recurrencia continua, recobró y restableció su presencia víva.
Leibniz, lo implícito de u n a región es ju stam en te la totalidad
del sistem a. Dicho de otra m anera, el sistem a leibniziano se
autoexplica aplicándose indefinidam ente sobre s í mismo.
Por ejemplo, la teoría del punto de vista se traduce bastante
fácilm ente al lenguaje geométrico y perspectivista de las
secciones cónicas, traducción que perm ite llevar u n a tesis a
la d e m o s tra c ió n que lla m a m o s filo só fica. P e ro ,
inversam ente, la teoría de las cónicas envuelve la idea de
arm ouía, el problem a del error (teoría de las sombras), el
principio de continuidad, las cuestiones que conciernen al
infinito, la existencia de una in v arian te en una secuencia
de m etam orfosis, el establecimiento de u n a clasificación de
los seres naturales, etcétera, y por supuesto la cuestión del
punto de vista, de la percepción y de la expresión en general.
La p rim era técnica, dem ostrativa, es u n a implicación, la
segunda es un desarrollo, es decir, u n a explicación: el
sistem a es a la Vez para explicar y explicante (explicandum
et u ltim u m explicans).lB
De donde proviene que la filosofía de Leibniz esté escrita
en len g u a universal indefinidam ente traducible a todas las
lenguas positivas del país de Enciclopedia, o, mejor, que sea
construida como un diccionario niultilingile con uarias en­
tradas. Diclio de otra m anera, el pluralism o no es sólo
ontológico y s u b s ta n c ia l, sino ta m b ié n e s tru c tu ra l.
G outurat, Russell y otros intentaron escribir la gram ática
de esa lengua, su sintaxis y morfología; quedó por establecer
la sem ántica del sistema, es decir, constituir el diccionario
en cuestión. Aunque complicada o casi, infinita, esa tarea era
posible.
La dificultad a la que aludí en todo momento se presenta
ahora mismo: en la m edida en que se perm anece en una
sistem ática ideal, y en particular en un sistem a que oom-

18 D e m anera que la explicación a través de las m atem áticas es


válida e insuficiente: hay que explicar matem áticam ente por qué las
m atem áticas no son más que una explicación entre otras posibles.
prende el A rte combinatoria como elemento, la disposición
arquitectónica de las cosas no requiere m ás que una pacien­
cia ingenua y una tecnología científica trivial. A p artir de
que se dispone de un piano, es fácil, al menos en derecho,
obtener ta n ta s secuencias melódicas y arm ónicas como se
desee. Ahora bien, Leibniz nunca describió su sistem a como
algo detenido, idealm ente fijo o congelado. Al contrario, era
agudam ente consciente del devenir epistemológico, de la
herencia y de la tradición enciclopédica, de la prospección
científica en general: vivimos, decía , en una cierta infancia
del mundo, in qaodam m u n d i infantia; m ás aún, sacrificaba
con gusto el rigor de los conceptos a su capacidad de logro,
a su fecundidad, a su eficacia p a ra “ganar terreno”, según
sus m ism as palabras. E n sum a, ubicaba al Ars inueniendi
por encima del Método da la certeza.™ Además, el Descu­
brim iento p a ra él no estaba ligado a u n a tábula ra sa de
precursores, sino —por el contrario— a u n a acumulación
m etódica de la tradición y a su reactivación: encontrar vetas
de oro en rocas estériles.
Desde entonces, el Diccionario estructural no es sólo u n a
■arquitectura formal e ideal, no es de tipo sincrónico, tiene
en cuenta diacronías de todas las lenguas que moviliza. De
m an era que se hacen presentes la historia de las ciencias,
la histo ria de las lenguas — en el sentido regional de la
filología—, la historia de las instituciones —política, di­
plom ática, derecho—, la h isto ria de las religiones, la
.etnología (Novissima sínica) y la mitología, la historia n a ­
tu ra l de los seres vivos y la arqueología de la tie rra
(P r o to g a e a ), o geo lo g ía de la s p ro fu n d a s c a p a s
sedim entarias. El Diccionario estructural, no es sólo el
in stru m en to de base de las correspondencias tem áticas en
general o de las expresiones sem ánticas interrelacionadas,
es tam bién un diccionario etimológico; genético y prospectivo.

15 O, m ás bien, es Leibniz quien descubrió (o redescubrió) la


id ea de que el rigor tiene poder heurístico, que el rigor conduce a
la invención.
Los átomos de sentido son form ales y, a la vez, están en
form ación.
Lo etimológico va de suyo, y a que;

—cualquier evolución refluye hacia un preestableci-


m iento que se traduce regionalm ente en preformación,
preexistencia, predestinación, predem ostración, predeter­
minación, etcétera;
—porque en toda disciplina la invención y el proyecto
reposan en la búsqueda de los elementos prim itivos, tr a ­
ducido regionalm ente en núm eros primitivos, fuerza activa
prim itiva, nociones prim itivas, palabras prim itivas, lengua
prim itiva o adánica, alfabeto de las ideas hum anas, etcétera;

—-porque, después de todo, el térm ino originatio (De
E erum originatione raclicali) nunca quiso decir otra cosa que
etimología, en tanto que el térm ino radicalis designa la raíz
de las palabras.

Lo genético tam bién se da por sentado, ya que cualquier


elemento envuelve su pasado, su presente y su provenir,
bajo la form a de u n a inscripción divina original: como
verdad de la m ónada, ese tem a se traduce de m an era
invariante, por la actividad del conocimiento en el en te n ­
dimiento (memoria pasiva om nisciente— actividad continua
de redescubrimiento), por la evolución de los gérm enes
vitales y del organismo (involución-metamorfosis), por la
av en tu ra histórica del individuo (César, Alejandro, Sextus),
por el destino sobrenatural del alm a pecaminosa, etcétera,
pero tam bién por el contenido de nuestro saber (teoría
ilum inista del progreso).
En suma, el elemento atómico formal traducible a todas
partes en el sistem a es tam bién u n condensado de historia,
que envuelve su origen radical, la ley de su serie evolutiva,
y el horizonte de su finalidad. En cualquier momento de su
desarrollo serial, es posible le e r en él, como en u n
palim psesto borrado, su origen olvidado que es la clave de
su fin en el reino de los fines. Así se extraen todos los
modelos posibles de historia, sobre los que volveré en otra
parte: series lineales que se desarrollan h a sta el infinito, en
estilo m onodrom o, circu larid ad , rec u rre n c ia , m odelos
espiralados, decadencia, inmovilidad estática y así sucesi­
vamente. Gomo el tiempo no es m ás que un orden, todos los
órdenes son concebibles.20 A la posibilidad universal de
traducir los temas, se agrega la posibilidad universal de
hacerlos variar en sí mismos para dar cuenta de su for­
mación. Entonces, el pensam iento formal retom a la historia,
dándole la gam a de sus sentidos, es decir, la totalidad de
los sentidos concebibles. V ista por el sistem a, la histo ria
tiene todos los sentidos; visto por la historia, el sistem a
tiene, sim ultáneam ente, u n sentido y u n a infinidad de ellos.
E n suma, esto es lo relativo a un sistem a cuyo valor
ejem plar en estas cuestiones reside en la alta perfección de
su arquitectura y en la acogida excepcional y totalizadora
que reserva a la historia. Es ciencia de las ciencias, h isto ria
de las ciencias, pero tam bién ciencia de la historia e h isto ria
de las historias. En cierto sentido, su valor paradigm ático
no es tan diferente del que se podría acordar a los Elementos
de Euclides o a los de Bourbaki, que tam bién se pueden
considerar como arqu itectu ras ideales casi perfectas, pero
igualm ente como condensados de historia: resúm enes de
herencia, corte sincrónico de las idealidades que asocia —
cortes en peligro perm anente de desuso o y a en desuso—,
a p e rtu ra de sentido p a ra los m atem áticos del futuro.
De ahí la dificultad que implica la m an era en que
debemos elegir aprender esos sistem as ejemplares: apren­
der históricam ente. ¿Cómo datar, por ejemplo, un concepto
m atem ático en Leibniz, o en Bourbaki? Al menos h a y tres
edades: la edad de su aparición en la tradición m atem ática,
la edad de su reactivación en el sistem a que le da u n nuevo
sentido, la edad recurrente de su poder de fecundidad con

20 La reducción del tiem po a un orden permite la aplicación de


la combinatoria a la historia.
el que podemos juzgarlo ahora. Lo prim ero que cuenta es la
historia ordinaria, cronológica; lo segundo, la verdad en la
sincronía del sistem a; en tercer lugar, la diacronía completa
de las m atem áticas. De donde se sigue que, al menos hay
tres sentidos históricos de u n a idealidad cualquiera: su
sentido de nacim iento, en adelante sedim entado, n a tu ra li­
zado, el conjunto de sus sentidos en cada reactivación que
lo r e to m a p a r a un v alo r nuevo n a tu r a liz a n d o las
reactivaciones precedentes, su sentido recurrente p a ra el
juicio retrógrado de la últim a de las reestructuraciones en
el edificio m atem ático. U nicam ente este último sentido es
su verdad científica.
Entonces explotan las norm as de la fidelidad histórica:
si me aproximo a las m atem áticas de Leibniz, por ejemplo,
munido del juicio recurrente del álgebra contem poránea, le
confiero su verdad. Dicho de otra m anera, filtro su teología,
pero soy infiel a cierta historia que llam am os historia de las
ideas como catálogo de los resultados del día; además, la
verdad teleológica que le confiero se lim ita a mi actual
referencia: recubriendo el sentido pasado, arriesgo tam bién
el ocultam iento de un inconcebible sentido al provenir.
Intereso al científico actual dándole un precursor, pero no
soy historiador en el sentido consagrado del término. Al.
contrario, si me aproximo munido sólo de las referencias
sincrónicas, sin duda soy un historiador fiel, pero ignoro lo
esencial, que es la verdad final de las m atem áticas: fiel a
la h isto ria sedim entada, infiel a la ciencia como historia,
infiel a la verdad que no es otra que teleología. De ahí ese
principio de indeterm inism o de la histo ria de las ciencias,
tan delicado p a ra reducir: si digo verdadero en el sentido de
Leibniz, no digo forzosam ente “verdadero” en todos los casos.
Si digo verdadero, no digo forzosam ente verdadero en el
sentido de Leibniz en todos los casos. Estoy obligado a chocar
de fren te con el m atem ático para quien el concepto histórico
e stá cargado de sedimento, o con el historiador para quien
el concepto verdadero a veces no es m ás que el fósil. En
sum a: o conozco la posición del concepto e ignoro su velo­
cidad, su movimiento propio que es su verdad, o conozco su
velocidad e ignoro su posición. Ese indeterm inism o tiene su
lím ite en la cuestión del. error, que el historiador se obliga
a reactivar como verdad situable, y que, por el contrario, el
científico se obliga a ocultar y olvidar. Como historiadores
nos interesam os en las escorias de Galileo; los científicos se
in te resa n en las geniales intuiciones de M essier que no
ten ían ningún sentido en su época. La verdad histórica
puede convertirse en escoria, la escoria ser reactivada y
vuelta verdad. De ahí el límite: si digo verdad en el sentido
de Galileo, eventualm ente puedo decir falso; si digo ver­
dadero, puedo eventualm ente decir falso en el sentido de
Galileo. Tal indeterm inism o define retrospectivam ente la
histo ria de las ciencias no como u n a tradición continua sino
como u n a tram a siem pre cortada, discontinua.
Es posible que todo esto se ligue con una excepcional si­
tuación de la historia de las ciencias y, como sabemos desde
hace poco, con las ciencias m ism as como lugar de contacto
de la historicidad y la idealidad o, para h a b la r en general,
de dos modos de seres que responden a norm as completa­
m ente diferentes. El principio de indeterm inism o es el pri­
m er paso de la exploración de ese lugar de contacto, explora­
ción llevada a cabo, como venimos de sugerirlo, aproximando
ese lugar de referencias norm ativas provenientes una de la
historicidad, la otra de la idealidad, pero dotando a ésta
últim a de u n a historicidad original. Porque, de hecho, hay
contacto porque la ciencia m ism a es u n a historia. Por lo
tanto, el principio era un principio p a ra la h istoria de las
ciencias. ¿Se lo puede invertir, explorando ese lugar de
contacto desde el punto de vísta de la ciencia misma?
Consideremos entonces un sistem a de idealidades en un
momento dado (por ejemplo, los E lém ents de Bourbaki de
1966) p ara que cada concepto que moviliza sea cortado en
el in sta n te mismo de reactivación. El contacto está bien
establecido; practico un corte sincrónico en el sistem a ideal
p a ra la época actual de la historia, y p ara la época ideal de
la reactivación. Consideremos ese corte como historiadores
en el sentido usual (no la diacronía recurrente, lo que es
imposible,25 sino la diacronía sedim entada): entonces se
presenta un principio de indeterminación muy notable;
efectivam ente, fecho en los años ’40 las idealidades de
espacio librado, hojaldrado, ralo, caótico, compacto; en 1955
fecho la idealidad de categoría, la de conjunto en el siglo XIX,
la de función en el siglo XVIII, la de integración en el siglo
XVII, la de diagonal en el siglo V antes de J.G., la de adición
en el prim er milenio, y así sucesivam ente. La tem poralidad
propia del sistem a es homogénea; la tem poralidad propia de
los átomos del sistema, si sólo se los considera como sedi­
m entos no reactivados por la reestructuración en cuestión,
esa temporalidad es indeterm inada, está desgarrada, es
caótica y, vista desde afuera, aleatoria.
El lugar de contacto de la historicidad propia de las
ciencias, como sistem a de idealidades, y de la historia en el
sentido corriente es tal que, entonces, en un sentido está
sometido a contradicción, en el otro es indeterm inado. La
situación es bastante excepcional, pero es paradójica. Esas
paradojas, y las que van a seguir, form an la razón profunda
del desinterés que manifiesta el científico hacia la historia
de las ciencias22 como catálogo de resultados sucesivos o

21 Lo que debería suprim ir el indeterm inism o precedente, por­


que toda la cuestión es presente.
22H asta tal punto estoy vinculado a ese desinterés, que quisiera
señalar que tal vez es menos in teresante plantearse el interrogante
de qué historia de las ciencias interesa o no interesa al científico,
que el de qué científico se interesa o no se interesa en la historia
de las ciencias. Podríamos entonces distinguir en forma burda, al
m enos dos tipos de inventores:
a) El inventor que prosigue el camino de la secuencia n atu ­
ralizada de los resultados precedentes. Sólo tiene necesidad de
reactivar la temporalidad de la cadena en la que trabaja, del m igen
axiomático propio de los teorem as sucesivos,
b) El inventor que promueve una reestructuración global del
sistem a, y que necesita reactivar el total de la tradición. G ene­
ralm ente es historiador y necesita una enorme cultura doxográfica,
como evolución de las ideas. Efectivamente, h a b ita un sis­
tem a cuyo catálogo no es m ás que una recaída fosilizada,
vive una teleología original cuya evolución histórica es un
posible definitivam ente agotado, como cadena in stitu id a que
únicam ente el que la instituyó debe revivir p ara tran sm i­
tirla como tradición de un mundo que, como en el Menon,
sería, sin él, olvidado. P a ra decirlo de otra m anera, n u e stra
historia de las ciencias es una historia de profesores de

incluso si escribe una historia históricam ente falsa, escribe una


h istoria teleológicam en te verdadera (como L eibniz, Chasl.es,
Bourbaki),
Y entonces, hay tantas historias de las ciencias (todas distintas)
como invenciones científicas globalizadoras. Dicho de otra manera,
en cada reestructuración del sistema corresponde un tipo diferente de
totalización da la tradición, un tipo diferente de teleología reasumida
por un juicio recurrente. De una historia a la otra, hay entonces la
m isma relación que de la nueva ciencia a la precedente, es decir, la
relación precisa da la- historia con la prehistoria, en una época en que
la nueua lengua no estaba todavía inventada ni escrita. La geometría
de Euclides es para nosotros tan prehistórica como la agrimensura
egipcia resulta prehistórica con respecto al milagro griego.
Por eso m e parece inexacto hablar con Kant de una “tentativa
a partir de la que el camino que se debía tomar ya no debía ser
fallido " (Prefacio a la segunda edición, C.P.R.) o, con H usserl,
afirma)- que “la geom etría nació un día y desde entonces permanece
presente como tradición m ilenaria" ( Origina de la. Geometría,
Derrida). O esa tradición está presente, como la capa raspada de
un palim psesto, con el m ism o derecho que las lenguas olvidadas
precedentes de Thales. D esde los origenes de la geom etría que
requieren el esfuerzo de nacim iento que realiza el m ítico Thales,
h ay m ultitud de historias, como dijimos antes: D esargues, Galois,
Cantor, H ilbert asum ieron novedades radicales en la lingüística, la
escritura y la promoción de idealidades.
Por un lado, el origen se hace infinitam ente remoto, por otro
se promueve 0911:0 fin. y xéXoc; pero también está en determ inados
puntos de la historia ordinana. Se podría decir que el origen está
en todos los puntos (si en m atem áticas el inventor es siem pre del
segundo tipo): así, habría tantas historias como se quiera. E sa
situación es otra vez paradójica, pero creo que explica m uchas cosas.
Redescubre el sistem a de datación del mármol de Paros, a través
de la referencia fija y m óvil del presente.
ciencias que tienen como finalidad aseg u rar la trasm isión
de una comunicación que el científico, como inventor, tiene
como objetivo, m ás bien reevaluar. Es una historia que
intentam os volver conexa, continua, llenando sus blancos,
m ie n tra s que el científico-inventor la corta y vuelve
discontinua. Intentam os evitar que la comunicación se
rom pa, m ientras la actividad inventiva la rompe como algo
que va de suyo. La unión de los inventores de la prueba no
tiene la m ism a lengua que la unión de los transm isores de
la prueba. Esto se verifica en nuestros días, en u n a expe­
riencia histórica m uy aguda. La h isto ria de las ciencias
tradicionales proyecta sobre u n a anualidad invariable e
irreversible (sobre u n a tradición) las conmociones perm a­
nentes de los órdenes anteriores, las combinaciones siem pre
nuevas de secuencias reversibles.
A fin de cuentas, existirían tres tipos de historia:

1G) la histo ria de las ciencias concebida como totalización


acum ulativa de la tradición, como recolección de la totalidad
de los documentos, cuyo ideal sería la ausencia de pérdida,
y la reunión y comunicación a lo largo de la diacronía
ordinaria. Eso sería la historia conexa de los profesores, una
y totalizadora;
2Q) la h istoria recurrente, adosada a la últim a con fecha
de las verdades, es decir, a la verdad. De esas ucronías por
selección, sólo se seleccionaría la m ás reciente. Es la historia
que a rra s tra tras sí toda invención reestructurad ora del
sistem a. Hay una pluralidad de ellas, su atributo principal
es el de ser filtrantes. Así considerado, el conjunto de esas
historias se presenta como una sucesión de filtros puestos
unos sobre otros. Como la historia, el sistem a es aquí dife­
ren te de la totalización. Es más selectivo que acum ulativo;23

23La oposición entre esos dos tipos de historia, entre la acum u­


lación y la selección, da cuenta naturalm ente del indeterm inism o
señalado arriba. E s la oposición entre la pérdida necesaria y la
ausencia de pérdida dada como ideal.
3S) la h istoria que es la ciencia m ism a como movimiento
original, como formación indefinida de un sistem a.
Desde luego, la diversidad de esos tipos de historia
corresponde a concepciones diversas de la tem poralidad. De
ahí la profundidad de la solución leibniziana: reducir el
tiempo a un orden y considerar las indeterm inaciones
precedentes como la posibilidad de u n a gam a de soluciones.
El espacio sistem ático restituye todas las líneas crónicas
posibles.
De m an era que es necesario considerar la cuestión por
otro lado; en lugar de p asar de la descripción de un sistem a
a las distintas posibilidades de proyecciones históricas,
p asar de descripciones históricas a la posibilidad de pro­
yectarlas en un sistem a, Intentem os entonces re la ta r una
h isto ria única y totalizadora, intentem os después plantear
en ella filtros sucesivos, subengendrados por sistem as dife­
rentes.
Platón pregunta: ¿Dónde está el cuadrado, dónde está
la diagonal? No en la palestra, no en la arena en que escribo.
Es u n a form a en el cielo de las formas. Ya no nos hacemos
la preg u n ta “dónde”; sino que planteam os “cuándo”. ¿En qué
momento, en qué época, la diagonal del M enon interviene
como la form a p u ra que Platón tiene en m ente? ¿Qué
significa esa p reg u n ta que nos lleva a su stitu ir el cielo
inmóvil y eterno de la cosmología, por el cielo cam biante de
la cosmogonía?
Y bien, érase u n a vez el cuadrado de Pitágoras, blasón
mítico que llevaba en cruz las diagonales del P uente de los
Asnos. Llegó el cuadrado de la crisis y su diagonal irracional,
naufragio en lo absurdo. Euclides lo concibió de nuevo en un
universo coherente. Hubo cuadrados de Arquímedes, los de
las cuadraturas, y el cuadrado imaginativo de los que
soñaban con cubrir el círculo. Disponiendo el plano según
dos ejes de referencia, Descartes lo llenaba de u n a red de
paralelogram os que, rápidam ente, se transform ó en pavi­
mento de cuadrados. Por la m ism a época, A rnauld, Pascal
y otros disponían cuadrados aritméticos, mágicos, pronto
satánicos. El viejo cuadrado lógico de la lógica m enor reap a­
rece con Leibniz que distribuyó conceptos según esa forma,
indefinidam ente reiterada, nuevo modelo de la dicotomía.
Pronto, el álgebra va a conocer los determ inantes cuadrados
cuyas diagonales son a veces notables; va a m anipular
m atrices, aveces cuadradas. El cálculo de probabilidades ya
no puede prescindir de los cuadrados latinos. Llegó el día
en que la diagonal volvió a ser, en geom etría, lo que nunca
h ab ía dejado de ser, un vector. Ya allí la antigua topología
com binatoria llam aba curva de Jo rd án al cuadrado arcaico,
homomorfo a un círculo, a una elipse, a toda curva cerrada.
Los métodos de C antor condujeron a a trib u ir al conjunto de
sus puntos el poder del continuo, por equipolencia al con­
ju n to de los puntos sobre el segmento (0,1). Al mismo
tiempo, la diagonalización se volvía un método clásico en la
geom etría algebraica, en la topología algebraica, h a s ta en la
teoría de los conjuntos. Y, en lo sucesivo, diagonal y cua­
drado son esquem as en el sentido del álgebra nueva, o de
los grafos, en el sentido de la teoría de los grafos.
La variación histórica está lejos de ser com pleta pero,
por el momento, b asta para hacer ver el devenir casi caótico
de u n a forma ideal; tan caótico, adem ás, que ningún m a­
tem ático aceptaría ver ahí una historia; p a ra él, es decir,
desde el punto de vista de la verdad, nunca o casi nunca se
tra ta de la m ism a forma; o si se acepta, grosso modo, ver
la m ism a form a, nunca es el agente del mismo pensa­
m iento.2'1 El firm am ento platónico es el asiento de un
devenir donde el nuevo problema es saber cuál es la moda­
lidad. ¿Se puede im aginar mi modelo, o modelos de la
ev o lución de u n a id ea lid a d p u ra ? ¿Es p o sib le esa
monografía? ¿Es la monografía de un mismo grafo?.

2,1 O, mejor dicho, del mismo sistem a. E s un átomo para un


sistem a. D e m anera que cambia de sentido con el sistem a que la
contiene y la vuelve posible: la palabra cambia de sentido desde el
m om ento en que cambia la lengua.
La evolución se complica h a sta el caos. U n átomo de
form a 110 tiene la m ism a situación, ni el mismo peso, ni el
mismo sentido, en ningún sistem a que subraye la diacronía.
C ada c o rte sin c ró n ic o d isp o n e d e te r m in a d a s
redistribuciones, opera determ inadas reestructuraciones.
L a form a seguida es aquí un elemento principal, allí una
escoria a b a n d o n ad a , m ás a llá u n sedim ento arcaico
retom ado, reintegrado, reactivado por la generalización. ¿Se
tra ta entonces de una m ism a forma, o de u n a forma que es
siem pre otra? E n general, ¿la historicidad de la ciencia es
continua o discontinua? En cualquiera de los dos casos, ¿cuál
es su sentidol
Se conoce la historia del M enon, la reconstitución por
p a rte de un ignorante de una secuencia dem ostrativa,
considerada como anam nesis. E n favor de la cadena
geométrica, la comunicación se restablece con un mundo
olvidado. M ás allá de la significación autóctona de la anéc­
dota en el platonism o, ¿hay u n a m anera de tom arla en serio
en el contexto de nuestras cuestiones? Porque pone en juego
varios tipos de tem poralidad: prim ero u n desgarro en la
tradición, luego u n a continuidad restablecida; primero una
recurrencia, u n a vuelta, luego una teleología restablecida,
de tal m anera que el instituidor y el ignorante están juntos
en una tem poralidad casi circular, re ite ra d a indefinidam en­
te.
Ahora bien, esa situación platónica es u n a situación
m atem ática ordinaria. Releamos, por ejemplo, el capítulo V
del Racionalism o aplicado: Gastón Bachelard retom a el
teorem a de Pitágoras en el lenguaje contemporáneo de la
teoría de los grupos. Sigue siendo la situación del Menon,
reforzada por la similitud de los problem as. El texto de
B achelard vuelve a d ar existencia a u n a im ag in ería
geom étrica olvidada, a través de la teoría d é la s estructuras,
explica la situación histórica de u n a geom etría perdida en
medio de u n a nueva prioridad, exhum a un origen oculto,
encuentra un mundo arcaico como consecuencia m arginal,
como modelo tecnológico trivial del nuevo mundo. Pero el
vuelve m ala suerte o infeliz culpa; la noción de espacio
vectorial, me impone olvidar, reducir toda una diacronía,
toda una historia, que para el pensam iento lúcido no es m ás
que el dram a de un enceguecimieiito. Me hace s a lta r por
encima de la axiom ática de Euclides-Hilbert, en el sentido
que la tome. Aquí tam bién la recurrencia divide, desconecta
la comunicación tradicional, que sólo podría seguir como
capa cultural sedim entada. La historia de esta ciencia y a no
es m ás que la historia de un cierto modo de no ciencia, de
cierta modalidad de no saber, de cierto tipo de im pureza. La
inversión de la teleología se m anifiesta en la m edida del
reflujo de la recurrencia: la diagonal fue suicidio y naufragio,
hubiera debido ser un nacimiento, un resurgim iento, el
renacim iento de u n a geom etría m ás elevada y m ás pro­
funda, su origen mismo por la escisiparidad lim inar entre
lo métrico y lo vectorial.
E ste ejemplo es común, expresa la situación habitual de
las m atem áticas como movimiento vivo. Recomencemos una
vez m ás la m ism a historia: adosemos el juicio recu rren te ya
no a las estructuras de grupo o de espacio vectorial, sino a
las estructuras topológicas. Somos reconducidos a los orí­
genes: ya no al origen lógico, o histórico, sino a las condi­
ciones fundam entales de la constitución de las idealidades
espaciales. De m an era que las idealidades que las Ideen...
I denom inan morfológicas son descubiertas en el basam ento
de la geometría, no en un estilo intencional o en el terreno
arcaico de la pregeom etría, sino en un curso ya tem atizado,
en la geometría m ism a. El pensam iento m atem ático ya
sabía emplear, en la m ism a época en la que H usserl escribía,
las idealidades de círculo, de entallado, e tcétera—curvas de
Jordán, superficies de Riem ann, esferas m unidas de bonetes
cruzados, etcétera—•, antes de consentir en proveerse las
h erram ientas seudo-originales de la m étrica pitagórica; sa ­
bía borrar la confusión histórica de lo puro m atem ático y de
lo métrico, ese equívoco constitutivo de la tradición que
llevaba a que los filósofos se creyeran liberados del
niathematon, una vez liberados de la métrica. Por m edio del
retronanálisis, el. pensam iento geométrico descubre una
nueva pureza que no debe nada a la medida, anterior a la
m edida, y suspende de nuevo veinte siglos de tradición
equívoca, los percibe como impuros y confusos, tecnológicos
y aplicados, en sum a, no matemáticos, los oculta como
ausentes y fallidos (a la inversa de la term inología de K ant
y de Husserl). Invierte de nuevo n uestra visión del origen
haciendo del m ilagro un escándalo. ¿Cómo pudo la tradición
hechar raíz en medio del tronco, en un lugar arbitrario,
milagroso por lo arbitrario? Es milagro, es decir, oportuni­
dad y azar, que los griegos hayan sabido tom ar el tren en
movimiento, en un momento en que ya estab a todo en
funcionamiento, en que los conceptos estaban mil veces
sobredeterm inados —no milagro de la pureza ultraele-
m ental, sino m ilagro de haber designado como puro un
m ineral complejo y combinado—. La regresión topológica
impone el olvido de la tradición y el recuerdo de una
constitución espacial tapada por el milagro griego, tapada
por el equívoco del m ilagro griego. Dicha regresión suspende
el lenguaje tradicional por ambiguo y practica la disociación
prelim inar entre la pureza no m étrica y la m edida. Toda la
historia de la ciencia no es m ás que la histo ria de u n a
im pureza, es decir, de cierto tipo de no m atem aticidad.2E
Las m atem áticas están entonces en situación de diálogo
transhistórico, en sentido directo e (o) inverso al Menón, de
diálogo continuo con un científico tradicionalista ignorante,
es decir, con el historiador de su propia ciencia, con un
doxógrafo de lo que supera la doxa, por un olvido del saber
y un recuerdo de lo 110 sabido prelim inar, p ara u n a elección
decisiva entre reactivaciones y ocuitamientos. Asimismo, es
indiferente que P ascal h ay a reinventado a Buclides, como
se dice —lo que al m enos dos veces es un mito de histo ria­

25 D esde luego, esa p uesta entre paréntesis de la tradición


comprende las geom etrías no euclidianas como realización últim a
de la métrica en general.
dor— ; no así que haya reengendrado la geom etría a p artir
de prioridades m ás profundas, que eran apolíneas y debían
volverse argosianas: de ahí la elección en tre varios olvidos
y varios recuerdos. Así, todo terreno ganado ilum ina u
oculta la historia d é la s ciencias, a ritm os casi aleatorios: la
invención corriente inventa precursores, o sedim enta confu­
siones. No so rprende que la h is to ria tradicional sea
in d ete rm in ista , ya que proviene de u n a ordenación a
posteriori de una teleología im previsible. M ás aún, se ordena
posteriorm ente a la indeterm inación señalada m ás arriba:
porque la complejidad del sistema que es la referencia ve­
rídica del juicio de recurrencia hace que sea difícil distinguir
las tradiciones y los orígenes que es vital ocultar, de los
orígenes y de la tradición de los que urge acordarse. Me
g u sta ría designar esta dificultad como el. hogar viviente de
la historicidad m atem ática en general, el lugar en que se
tra b a n las conexiones, donde se cortan las adherencias
im p u ras destinadas a sedim entar, en sum a, el punto lu­
minoso de la invención.20 El m atem ático no deja de sus­
pender la tradición y de volver al origen (a la vez lógico y
constitutivo), o de ta p a r el origen y reactivar la tradición,
de cortar y (o) conectar diacronías alternadas de todas las
m an eras concebibles. El m atem ático inventor es amo del

26 La invención m atem ática es lo que queda de u na apuesta a


la im aginación y de contra ejemplos que se le suscitan. Es el residuo
de la conjetura y la crítica, del sueño y del error. E sta descripción
no es psicologista: las lógicas modales analizan adm irablem ente ese
estado de cosas. A llí la necesidad está dada como una posibilidad
por cada dos negaciones: lo que no puede no ser. Si se expone desde
su g én esis 1.a definición lógica, queda por establecer lo posible, y por
destruir los contraejemplos que destruyen lo posible. Claro está, la
im aginación desem peña el posible inicial. E s curioso ver a Leibniz,
por ejemplo, in ven tar un arte de in ven tar en el centro de una
m etafísica basada en la lógica modal, es decir, en el cuadro lógico-
m etaffsico: posible, im posible, necesario, contingente. H ay así una
g é n e sis de la necesidad, que es arte de in ven tar con y por
rigurosidad.
tiempo y de la historia, inventa el tiempo de su ciencia y,
por eso mismo, el tiempo de la h isto ria que buscamos
recuperar después de él. Como el dios de Leibniz, lee sobre
u n a idealidad formal en formación el pasado oculto, el
p resente activo y los posibles, aplica la teleología sobre la
recurrencia al punto focal del que yo hablaba; en un sistem a
que es u n a red en la que cada elemento es enfcrecruzamiento
de diacronías anacrónicas, él es libre de cortar o de renovar:
del Diálogo de los m uertos al Reino de las Parcas. El hacerse
cargo de la m atem aticidad, la responsabilidad asum ida de
la pureza como devenir vivo, im plican una actitud original,
excepcional y libre frente a la historicidad. No sólo toda
promoción de una forma es reform a de la tem poralidad o
constitución de un nuevo modo de la historia, sino sobre todo
el carácter antíhistórico de la form a p u ra hace que evolu­
cione en un tiempo que es la proyección de todas las moda­
lidades im aginables de la tem poralidad. La ahistoricidad es
descubierta no como la ausencia de tiempo sino como la
fusión de todos los tiempos posibles: imprevisible, determ i­
nado y sobredeterminado, irreversible y reversible, finaliza­
do y recurrente, conexo y siem pre cortado, referido a uno,
dos, mil orígenes, m uerto, olvidado, continuado, acelerado
de m an e ra fulm inante y así sucesivam ente.27 U na historia
de las idealidades ahistóricas sólo se entiende si se concibe
u n a panhistoricidad, una tem poralidad compleja, finam ente
hojaldrada. E n cierto modo, los lincam ientos tem atizados
por H usserl en la Krisis son envueltos por las m atem áticas
como un caso particular o simplificado: necesariam ente, las
m atem áticas siem pre están en crisis, y siem pre resolvién­
dose. Sin duda estoy obligado a volver sobre este punto.
Es preciso s a lte a r los ejem plos y a h o ra in te n ta r

27 Incluida la posibilidad de reescribir num erosas veces la


Ucvonía de las m atemáticas: u na conversación sobre la pluralidad
de los m undos olvidados.
reconstituir, partiendo de lo simple, el enm arañam iento
complejo de los distintos modos de temporalidad que se
presentan. Sólo puedo consagrarm e a este examen —se m e
perdonará la ingenuidad— a través del método de los m o­
delos. Asimismo, en presencia de la complejidad espacio-
tem poral de nuestras informaciones sobre el mundo ■ —ese
m undo que los griegos consideraron justam ente como e te r­
no—, el cosmologista tra ta de forjar modelos que den cuenta
del máximo de los fenómenos.
H a sta el presente encontram os cuatro conceptos de
base: la historicidad propia de las ciencias (m atem áticas)
podía ser conexa y (o) discontinua; podía ser leída (hecha la
reserva de la pregunta acerca de quién la lee de tal o cual
modo) en el sentido directo de la teleología o en el sentido
inverso de la recurrencia. En u n a prim era aproximación
h a b ría cuatro tipos de modelos elem entales: conexos directos
y recurrentes, inconexos recurrentes y directos. ¿De qué
estados de cosas dan cuenta ésos modelos?

CONEXOS INCONEXOS

DIRECTOS conexos inconexos

directos directos

RECURRENTES conexos inconexos

recurrentes recurrentes

1. Los modelos conexos directos son a la vez modelos


tradicionales y los de la tradición.
S u interés radica en expresar b astan te bien:
a) la tem poralidad de la deducción o del encadenamiento
riguroso, a la m anera de Descartes.
Sobre el camino lineal sin corte, es imposible saltar la
red; de cualquier m anera que se lo tome, “ese camino ya no
puede perderse de vista”. La velocidad de propagación sobre
esa cadena es variable, y puede ser fulm inante como se ve
en el razonam iento por recurrencia. Pero no es la form a de
e sta tem poralidad lo que aquí nos interesa directam ente.
b) la form a d é la comunicación m aestra, de la trasm isión
perfecta de la información.
El térm ino m atem áticas adquiere aquí su sentido pri­
mero de jiav0aveiv: aprender, hab er aprendido. Es que las
m atem áticas proporcionan el ejemplo de u n a comunicación
casi perfecta, de una información unívoca desde la emisión
a la recepción. T an verdadero es esto que n ad a impide
p en sar que su origen mismo resida en un diálogo en el que
los dos interlocutores disputan juntos contra las potencias
del ruido. Las m atem áticas se adquieren desde el momento
en que aquellos obtienen la victoria. De m anera que es
n a tu r a l que el platonism o p re se n te u n a filosofía del
m athém aton puro y sim ultáneam ente una dialéctica, to­
m an d o el ú ltim o té rm in o en el se n tid o de B e n o it
M andelbrojt. M ás arriba intenté señalarlo, al definir el
papel de un tercer hom bre, o de un tercero enturbiador del
diálogo, al que a p u n ta ría la exclusión platónica. La
desm aterialización que describe M ugler se reduciría enton­
ces a esa exclusión, que sei'ía una condición del pensam iento
puro, en la intersubjetividad trascendental. Que nadie entre
aquí si no es geómetra. Planteado esto, las m atem áticas se
definen fácilm ente como el m undo de la comunicación
pu rg ad a al máximo de ruido y, en consecuencia, de la
tradicionalidad som etida al mínimo de pérdidas: la vía de
comunicación está, por esencia, conectada por todas partes
y sin cortes; caso lím ite, excepcional y sin duda paradoja!
de la historicidad en el sentido corriente. El camino continuo
que designa el modelo ya no puede faltar porque es esencial
que la información se conserve en su totalidad significante,
porque es imposible que la comunicación se enturbie o se
rom pa, salvo por una caída en la no-m atem aticidad. Dicho
de o tra m antera, las m atem áticas se trasm iten enteram ente
o no se trasm iten. La rem iniscencia del M enón es una
reconexión, o la responsabilidad integral del heredero, que
lia aprendido una tradición 110 susceptible de contra-sen tido,
de equívoco o laguna. A la inversa, u n a concepción corriente
de la historia que tuviera como base un modelo conexo es
u n a ilusión de la razón pura, proveniente de la forma
excepcional o lím ite de la tradicionalidad m atem ática.
c) se sigue que el modelo expresa u n a form a de
historicidad continua, polarizada de m anera irreversible por
u n fin, y que deja p ara siem pre de lado su origen: el acto
de nacim iento o de constitución a p a rtir de los arcaísm os
prehistóricos sería un punto de no retorno.
N aturalm ente, la extensión progresiva del campo m a­
temático, la purificación continua de sus conceptos, el poder
siem pre reforzado de sus métodos, el movimiento avanzado
h a c ia unas m atem áticas concebidas como horizonte, hacen
p en sar en una form a evolutiva conexa, p u n tu ad a por esta­
dios o etapas, p a ra decirlo con Brunschvicg, o m ejor de crisis,
como señalan los conjunfcistas de comienzos de siglo. Esos
estadios o crisis no serían m ás que reorganizaciones globales
de un saber trasm itido sin pérdidas, por lo tanto, ince­
santem ente acumulado. El camino, una vez m ás, no podrá
faltar porque es acumulativo, porque cada etapa, como
punto notable de acumulación, no sería m ás que u n a reor­
ganización de un conglomerado demasiado disperso, una
sistem atización de elementos sueltos. El camino se desvía
porque se hace su sten tar la m atem atización no ya en los
átomos sino en la totalidad distributiva de las disciplinas.
C ada punto de inflexión es un punto de inflación y de
reconstrucción. Así, Euclid.es, Leibniz, Cauchy, etcétera,
recuperan la totalidad de la histo ria en un sistem a totali­
zador: condensación y consistencia. Un buen sistem a m ate ­
mático, es decir, un sistem a universal, se daría como un
corte sincrónico en un momento de.inflexión de la diacronía.
B achelard h a b ía visto m uy bien ese estado de hecho:
“Cuando un concepto cambia de sentido es cuando más
sentido tiene”. La verdad de esos destellos de sentido está
dada, en cierta forma, por la filosofía m ism a: Platón y los
irracionales, Descartes y la geom etría algebraica, Leibniz y
el cálcalo infinitesim al, Iiusserl y la crisis de los funda­
mentos.
El modelo de partida se afina: ya no es lineal, sino que
esquem atiza una diacronía a través de grados, intervalos o
diastem as, reunidos por m omentos de sistem a, de reorga­
nización global. Un corte sincrónico cualquiera en los in ­
tervalos revela el sistem a precedente, m ás capas nuevas que
no form an parte de él y que no se le pueden integrar. Es
1.a torre de Babel, que indefinidam ente queda por reconstruir
y que es urgente reconstruir desde el momento en que las
nuevas promociones ya no pueden utilizar entre ellas, ni con
el sistem a precedente el mismo lenguaje. Se vuelve nece­
sario entonces reunificar por medio de un sistem a, que no
es m ás que un diccionario forjado por una nueva comuni­
cación perfecta. Trabajando sobre un zócalo sistemático
común, Gergonne, Cauchy, Abel, Galois, Cantor, etcétera, lo
superan, crean una confusión de lenguas tal que en de­
term inado momento se puede pensar que las m atem áticas
h a n m uerto, lo cual conduce a reconstituir un nuevo zócalo
que condense la etimología común a su lenguaje, haciendo
así renacer la m atem aticidad, y así sucesivam ente, h a s ta la
reunificación de Groefchendyck, etcétera. De m anera que
Platón, Leibniz, los contemporáneos, crearon lenguas, carac­
terísticas universales nuevas. A principios de siglo, nos
hem os encontrado con m ía situación leibuiziana.
2. Modelos conexos recurrentes. Este análisis tiende a
m ostrar que las m atem áticas no estuvieron de u n a vez para
siem pre en situación de origen. La edificación de un lenguaje
nuevo p ara u n a nueva comunicación perfecta, la constitu­
ción de nuevas idealidades, la necesidad de hacerse cargo
de la totalidad del edificio conducen al científico, llegado el
m omento de las grandes em presas sistem áticas, a retom ar
la integralidad del camino recorrido. Por eso el juicio de
recurrencia no cabe sólo a la práctica histórica, sino sobre
todo a la práctica epistemológica. La puesta en duda, el
cuestionam iento de los fundam entos y el análisis en detalle
de las id ealid ad es elem entales p rim itiv a s, percibidas
retroactivam ente como nociones hojaldradas, estratificadas,
como casos particulares complejos de idealidades todavía
m ás prim itivas, son actitudes comunes del m atem ático. Más
a i'rib a vim os el trip le reg re so a fo rm a s esp aciales
euclidianas seudo elem entales o seudo prim itivas. No se
term inaría nunca de decir cuántas veces se h a vuelto a
exam inar la cuestión sobre la recta real, el cero, los números
enteros, la igualdad, la diagonal, el círculo; cuántas veces
la resp u esta a esa cuestión term inó siendo u n a idealidad que
fundaba efectivamente la idealidad cuestionada, no sólo por
su e stru c tu ra axiom áticam ente definida, sino en su cons­
titución m ism a (por ejemplo, la recta R, sobre la que durante
mucho tiempo se preguntó si ten ía una topología natural o
si se la proporcionaban ciertas topologías).
Todo sucede como si hu b iera que conjugar el movimiento
directo de la teleología y el movimiento invertido de la
re c u rre n c ia en u n d iag ra m a c irc u la r o, m ejor aún,
espiralado, como si la amplificación de la teoría sólo ob­
tuviese su eficacia a p artir de la reiteración indefinida de
los pasajes por el origen, en sí m ism a reconsiderada a través
de las arm as m etódicas forjadas en el curso de la extensión.
H a b ría en eso u n a form a de modelo de feed-back, de
retroalim entación (de la amplificación por la fuente y de la
fuente por la amplificación). Si no es con Anteo, que obtenía
su fuerza al apoyar su pie sobre la T ierra, al menos nos
encontram os tre s veces con la anécdota del Menón: por la
conjugación del progreso directo y de la anamnesis', por la
ejem plaridad m atem ática que revela su carácter esencial, ya
que sólo las m atem áticas proporcionan el camino de una
comunicación fulm inante y sin equívoco con el origen, co­
m unicación de la que ninguna otra experiencia histórica
puede dar idea; por último, por la reiteración indefinida­
m ente posible del proceso.
Como indica Leibniz, sería posible hacer practicar a un
esclavo del m undo olvidado la anam nesis de un mundo dos
veces olvidado, et ita porro. El origen de las m atem áticas es
puesto al desnudo en cada gran momento de reconstitución
(históricam ente esto es visible desde el exterior) y con cada
reconstitución (el movimiento es perceptible desde el in te ­
rior). Repito: la recurrencia no es en principio un movi­
m iento historiográfico; no basta con decir que cada avance
im ponereescribir la ucronía délo que antecedió, dirigir toda
la perspectiva río arriba en térm inos de “lo que se hubiera
debido p e n sar”. No b a sta con decir que la historia de las
m atem áticas tiene una escala de datación análoga a l a del
m árm ol de Paros, En prim er lugar, es un movimiento propio
de la tem poralidad m atem ática como tal, en la m edida en
que se presenta como reestructuración sistem ática continua.
La recurrencia propiam ente histórica no es m ás que la
segunda consecuencia de ese movimiento interior y original.
Los Elém ents el1histoire de Bourbaki son el retrato especular
de los Elementos de m atem áticas, la proyección en u n a
diacronía de ló que —de hecho— sucede en el sistema, la
exposición en una génesis histórica de la génesis sistem á­
tica. Tales promociones —la del cálculo infinitesim al, de la
teoría de los grupos, de los conjuntos, de las categorías—
tienen u n a resonancia global en la totalidad del edificio, y
se propagan de m anera fulm inante h a s ta sus fundam entos
prim itivos, como si el últim o constituido hiciera rep lan tear
el conjunto de la constitución. Y de nuevo no se tra ta sólo
de condiciones lógico-axiomáticas, sino tam bién de condi­
ciones de c o n stitu c ió n : en los a lb o re s del. cálcu lo
infinitesim al, lo que era cuestionado no era sólo lo verdadero
o lo falso ; y el rig o r del e n c a d e n a m ie n to e ra la
m atem aticídad completa, y m ás todavía su fundación en un
mundo. Lo que se ponía en tela de juicio era la T ierra y las
estrellas fijas. Ese movimiento recurrente, propagado ver­
ticalm ente en el sistem a a p artir de esas promociones,
m anifiesta que existe una arqueología contemporánea de los
progresos decisivos, m ejor aún, que un progreso no es
decisivo sino cuando descubre los arcaísm os primitivos, en
el m omento mismo en que se produce. Hay sim ultaneidad
de la aceleración teleológica y de la recurrencia arqueológica.
De ahí la originalidad de la tem poralidad m atem ática que
en un mismo momento se dirige hacia su y su co­
mienzo. Se sigue, prácticam ente, que si quiero estudiar la
cuestión histórica, o lógica, o gnoseológica, o trascendental,
del origen de las m atem áticas, puedo interrogar a Tales o
a Pitágoras en el mito, a Desargues y a Descartes en la
historia, a Bourbaki o a Groethendyck en el presente vivo.
Un origen cualquiera es el origen mismo.28 Más aúu, ese
estudio pone en evidencia estructuras comunes a cada uno
de ellos, estructuras que responden a la cuestión.
De ahí la simpleza del modelo siguiente: observo que el
prim er esquema no es diferente de un cono —modelo que
110 es nuevo desde Bergson o E instein —■ , que cada corte
sincrónico o sistemático es un corte de ese cono, como diría
D esargues, que en el intervalo entre esos cortes se dibujan
todas las geodésicas convenientes, trazadas en hélice sobre
su casco. El interés de este modelo reside en que esas
geodésicas progresan de modo indiferente de adelante hacia
atrá s, o de atrás hacia adelante: lo que conjuga la teleología
y la recurrencia. Además, el conjunto de la figura se proyecta
en dos nuevos esquemas, según el punto de vista. Se puede
afirm ar sobre ellos la amplificación progresiva de la teoría,
su cierre y la conjunción de la extensión y del pasaje
indefinidam ente reiterado por el origen. El segundo punto
de v ista es tal vez m ás interesante en la m edida en que
m u e s tra que a to d a am plificación corresponde u n a
profundización arqueológica continua: hemos visto, por
ejem plo, cómo la geom etría nueva había fundado las
idealidades espaciales de Euclides a través de las ideali­
dades constitutivam ente m ás profundas: e stru c tu ra de
grupo, espacio vectorial, variedad topológica. Por o tra parte,

38 D e ahí la pregunta: ¿el origen m ítico de Tales y de Pitágoras


es verdaderam ente (históricam ente) el primero? Nada es m enos
seguro.
uno se puede p reg u n ta r si hace falta leer el esquem a en
progresión o en regresión, h a s ta tal punto el análisis preciso
de las condiciones b a sta p a ra am pliar inm ediatam ente el
campo. Porque el método axiomático casi nunca abandona
ciertos orígenes. De esa m anera, el origen de las m ate­
m áticas está presente en todo el curso de su historia, es un
origen percurrente. El retorno a las condiciones originarias
es histórico (recurrencia), lógico (axiomática), trascendental
(constitución).29
3. Modelos inconexos. Los modelos precedentes no tienen
en cuenta un fenómeno esencial. El movimiento teleológico
es un movimiento hacia las especificaciones elem entales de
las m atem áticas en general, concebidas como horizonte:
h acia el rigor, la pureza, el refinam iento analítico, etcétera.
Por lo tanto, todo corte sincrónico-sistemático es m ás m a­
tem ático que el precedente; se podría llegar a decir que éste
es no m atemático p a ra el juicio recurrente, que es un juicio
de verdad: es im puro, confuso, poco riguroso —confuso en
la m edida en que confunde, en u n a sola, estru ctu ras di­
sociadas—. El juicio recurrente se vuelve así juicio de
aplicación. P ara nosotros, la geom etría de Tales es una
m étrica de m aestro m ayor de obras, la de Desargues es la
de un experto en lab ra de piedras, en trompas, la geom etría
cartesian a es la de un ingeniero, la de Monge de arquitecto
en su aguada (fue llam ada descriptiva), las geom etrías
llam adas no euclidianas son m étricas d e físico, las m atem á­

29 Como veremos, el m odelo que se puede instaurar de la ciencia


se aproxima al modelo que la ciencia se hace del m undo. A quí no
está en tela de juicio el cielo im perecedero, sino laincorruptibilidad
de los átomos. Infinitam ente duros e indivisibles, escapaban a la
historia, a la usura del uso. Ahora sabem os que pueden partirse
pero sobre todo que se regeneran en caso de vuelta a las condiciones
in iciales. D e m anera que el modelo de una “primera creación”,
relativam ente estable de Epicuro a New ton, no puede sino ser
abandonada en provecho de un modelo donde la constitución ori­
ginaria es un acontecim iento corriente, percurrente, que tiene
"lugar” en todas partes y en todo momento del “tiem po”.
ticas de Lorentz y de E instein son m atem áticas aplicadas
al mundo cósmico o electrónico. A veces, en broma, los
m atem áticos dicen que son geografías —térm ino que tiene
sentido p ara nosotros, los filósofos. Significa que se tra ta de
m atem áticas sedim entadas, reducidas a la tecnología por el
movimiento de purificación: m ás artefactos resu ltan , cuando
m ás antigua es la sedim entación.30 Es en este sentido que
son olvidadas: se recupera al Menón, y un modo necesario
de recubrim iento,* el corte, la discontinuidad del tiempo
m atem ático—. De m anera que la historia de la diagonal y
el cuadrado, que conté m ás arriba, es una h isto ria falsa e
infiel, desprovista de significación para el m atem ático: es un
catálogo proyectado de plano, donde es im posible ver la
superposición de las capas de sentido, la estratificación de
épocas diferentes, el relieve exasperado de los mundos
olvidados. H abría que leerlo como una superficie compleja,
con “corredores” de aceleración fuerte, “pasos” de detención
en ascensos, zonas de valores estacionarios, de ru p tu ra s y
así sucesivam ente, como las superficies que concebían E uler
y Riem ann,31 Porque u n sistem a dado no recupera todos los
sedim entos antiguos, no presentifica la integralidad de la
tradición: por el contrario, opera una elección, u n a selección
en su movimiento recurrente, deja fosihzar conceptos como
desechos tecnológicos. E n el modelo preced en te, hay
geodésicas ausentes, ru p tu ra s de conexión, adherencias
definitivam ente m arcadas: el sistem a funciona como un

30 Habría que plantear la pregunta:¿el origen tecnológico de las


m atem áticas es una ilusión de la recurrencia, o un descubrim iento
a través de la recurrencia?
* Ambos sentidos de la palabra recouurament (provenientes de
dos verbos d istin to s, racouvrer y racouurir), recuperación y
recubrimiento, caben en este caso. (N. da la T.)
31 Incluso sería in teresante tomar como modelos superficies no
oriantables , en la m ed id a en que n ecesita m o s evocar una
historicidad con un desarrollo indistinto en dos sentidos, a veces
conexo y a veces quebrado. La topología más elem ental ofrece de
aquellos, como todos saben, una superabundancia.
filtro-, el filtrado teleológico de la pureza, el rigor, etcétera,
elim ina los fósiles. La corriente es m ás tra n sp a re n te
m ientras m ás se descarga de aluviones cada vez m ás finos.
A p artir de que se descompone el espacio euclidiano en
espacio topológico, espacio vectorial, espacio métrico, grupo
de desplazam ientos, etcétera, de él no queda m ás que el
triedro de las paredes y el techo que me protege en mi casa..
No conozco técnica m ás lúcida para señalar los arcaísmos
que el filtrado de pureza que realiza el mismo movimiento
m atem ático. En cualquier punto de su curso, es fácil en­
contrar pruebas del origen arrastradas h a s ta ahí y dejadas
de lado por el filtrado contemporáneo, testim onios de la
prehistoria; la situación es igual que en la astronom ía donde
se pueden recibir informaciones de m undos que ya no
existen.
Esto designa dos arqueologías distintas: por un lado, la
que es propia del movimiento m atem ático como tal, que no
deja de rea c tiv a r sus orígenes y profundizar sus funda­
mentos, por la reiteración de su recurrencia interna; que
pone en evidencia las idealidades prim itivas que no eran
m atem áticas y que llegan a serlo; que hístoriza poco a poco
la prehistoria y da un lenguaje a lo que no lo tenía: así la
topología em plea y tem atiza la susodicha morfología. Por
otra parte, la que consiste en leer la prehistoria sobre los
conceptos dejados de lado que fueron m atem áticos y que ya
no lo son, en leer la prehistoria m u erta en los fósiles
acarreados por la histo ria y abandonados por ella. La
prim era es la arqueología intrínseca a la ciencia, la segunda
es extrínseca; reconstituye la génesis perd id a de u n a
idealidad perdida: como la del espacio euclidiano. La pri­
m era es regresiva y, a la vez, progresiva, porque se entrega
al doble movim iento de la teleología y de la recurrencia; la
segunda no puede ser m ás que regresiva: esa es la razón del
poder p a ra descubrir estratos anteriores, incapaz de dar
cuenta del fundam ento efectivo, es decir, p a ra volver sobre
sí m ism a adaptándose al movimiento progresivo; ese mo­
vimiento le e stá prohibido, ese camino le h a sido cortado
porque la idealidad de la que tra ta ya no es m atem ática. Por
el contrario, como la prim era conjuga los dos movimientos,
es fácil definir las m atem áticas m ism as como técnica
autóctona de investigación arqueológica. Lo que ya se dijo,
aunque involuntariam ente, en el Menón.
E n cierto modo, hay una solución continua al .viejo
problem a del origen de las m atem áticas, y esa solución es
indefinidam ente legible en el interior del proceso m ate­
mático: por eso entiendo que u n a formación cultural sólo es
accesible como prematem ática en y por el proceso autóctono
de las m atem áticas. Cuando la teoría topológica de los grafos
m atem atizó nudos, laberintos y caminos, entonces, y sólo
entonces, se pudo comprender que el tejedor era un técnico
prem atem ático m ás antiguo todavía que el agrim ensor, que
el hilo de plomo extendido no es m ás que una modalidad
m étrica del hilo plegado de mil m aneras diferentes; entonces
y sólo entonces se pudo entender a Gordium y Minos como
esquem as m íticos prem atem áticos, m ás profundam ente
enterrados que los mitos de constructores. N inguna otra
técnica arqueológica hubiera tenido poder de conducir más
acá de la agrim ensura tradicional. De donde se sigue que
el cuadrado tembloroso dibujado sobre la arena, el grafo
dubitativo e inexacto que Platón se negaba a ver, es a la vez
de estatuto sensible y puramente m atem ático. R esulta así
que el m undo del grafo tembloroso es el m undo olvidado por
P latón mismo, anterio r a la m étrica inteligible, y entonces,
veinticinco siglos después de él, term inam os por acordarnos.
De donde resu lta que la m atem atización de lo inexacto me
hace descubrir cualquier grafismo en general como la
m anipulación prem atem ática de variedades topológicas en
general. La m atem atización me conduce a lo prem atem ático.
El problem a del origen de las m atem áticas es un problema
in d e f in id a m e n te re s u e lto y r e p la n te a d o p o r la
m atem aticidad en general, concebida como tem poralidad
recu rren te y teleológica. Estudiando la dinám ica de la co­
rrie n te se entienden los procesos de sedim entación y la
existencia de m eandros olvidados. Paso directamente del
cuadrado en la arena a la variedad topológica, dejando de
lado el meandro euclidiano: cortocircuito fulm inante con un
pequeño esclavo hijo de la tierra. Y, de nuevo, la situación
es la m ism a que en la astronom ía, donde indefinidam ente
sé esperar del porvenir informaciones provenientes de los
m undos m ás remotos.
Leibniz y m ás tarde Engals, entre otros, pusieron en
circulación el tem or de que la acumulación del saber con­
duzca ta n fatalm ente a la barbarie como su ausencia. La
ciencia se desplom aría bajo su propia proliferación. Esto
hace pensar que el. avance progresivo de los conocimientos
es u n a re c u p e ra c ió n re c o m e n z a d a de la to ta lid a d
distributiva del saber anterior: proceso acumulativo de una
enciclopedia convertida en bola de nieve sobre sí m ism a; lo
cual devuelve la confianza en los modelos conexos de la
historia. Con respecto a las m atem áticas, está claro que las
cosas no suceden de la m ism a m anera.82 M ás bien filtran su
herencia que asum irla en su integralidad; o mejor, la asu­
m en filtrándola. Por eso mismo, las m atem áticas se sinte­
tizan al aum entar, se reabsorben al acumularse. Determ i­
nado teorem a sobre el triángulo aritm ético vuelve inútiles
tr e s v o lú m e n e s de cálculo so b re la H a rm o n ie de
R.P.M ersenne, u n a página de De Arte Combinatoria su­
prim e las diversas técnicas del tipo de Lulle, tal o cual
estructura asum e de golpe toda una galería de modelos.
Entonces, la historia de las m atem áticas es u n a historia de
la teoría da las teorías: la ciencia de la ciencia substituye
indefinidam ente a la ciencia m ism a, como si la síntesis
sucediera a la dispersión para aniquilarla de un plumazo,
como si se accediera a l a posibilidad de decir en una palabra
todo el trabajo de Sísifo. El juicio recurrente descubre así

32 D esde luego, el temor leibniziano todavía debe atormentar­


nos, si es verdad —y es verdad—, para retomar l a frase de A uguste
Comte, que la ciudad cultural, está constituida ahora más por vivos
que por m uertos.
a n a ciencia de la repetición, la reiteración aquí y allá de una
p alab ra que no se sabía decir y que, a p a rtir del momento
en que es dicha, interrum pe la aventura. Es en este sentido
que D escartes decía que D esargues liabía planteado “la
m etafísica de la geom etría”, que Leibniz. reprochaba a los
científicos de su época “hacer rodar siempre la m ism a
piedra”, que Gallois recom endaba “sa lta r por encima de los
cálculos”, que Bachelard aconsejaba no erra r en el negro
revoltijo del grafismo. Es decir que u n a gran invención
científica es tanto anulación, supresión de un campo del
saber, como promoción del saber: cierra con su sésamo todo
un dominio que apenas se comprende después de aquélla,
como el infierno donde se desvelan las hijas de Danao. El
progreso se hace posible por la supresión de ciertas rep e­
ticiones, y el juicio recurrente indica los estancam ientos. La
histo ria de las ciencias aparece así como una serie de
cortocircuitos, una serie de puestas fuera de circuito. De ahí
la comunicación fulm inante con el origen en el momento
mismo en que la invención introduce la enojen de su h e ­
rencia. De ahí los puntos de ru p tu ra , de detención y de
reanudación en un modelo no conexo.
De ahí las ru p tu ras de conexión y el camino que siem pre
falta: por un lado, dispongo de informaciones tradicionales
provenientes de mundos desaparecidos; por otro, descubro
informaciones nuevas provenientes de m undos ajenos a la
tradición, llegados a m í por el camino m ás corto. Las m a ­
tem áticas son arqueología, pero arqueología por el camino
m ás corto, por abandono continuo d élo s m eandros tradicio­
nales. E sta situación define los lím ites extremos del filtro:
lo que el presente d$ja y descubre, lo que la arqueología
reencuentra y abandona, el todo de un mismo movimiento,
de nacim iento y de renacim iento, y de m uerte sin retorno.
Dicho esto, hay que exam inar el filtro en el interior de esos
lím ites. Dados dos cortes sincrónicos, la lengua m atem ática
A es anterior a la lengua B, en la diacronía corriente. Es casi
siem pre posible traducir A a B; Inversam ente, es raro poder
traducir B a A. Por ejemplo, el espacio euclidlano puede
traducirse al lenguaje topológico, métrico, vectorial: es un
modelo de tales y tales estructuras; a la inversa, en el
repertorio euclidiano no hay térm ino correspondiente a "va­
rie d a d top o ló g ica”... M ie n tra s que el cam ino de la
recurrencia es considerado como la inversión de la diacronía,
ese camino es cortado —en la mayoría de los casos; la co­
municación se corta porque la intersección de dos rep er­
torios puede e sta r vacía.33 Y ya que el camino presenta
puntos de no retorno, se mide la inanidad de u n a a r­
queología regresiva que se lim itara a invertir la diacronía,
una arqueología que no tuviera en cuenta el movimiento
original de la ciencia. Este, por el contrario, al designar
e s tra to s m ás p ro fu n d o s, r e in te r p re ta de v u e lta las
idealidades superadas o, mejor todavía, define un sistem a
de traducciones. Cada corte sincrónico comporta sus con­
diciones de trad/uctibilidad. El juicio derecurrencia no va del
espacio topológico al espacio euclidiano, va de los presu­
p u e s to s to p o ló g ico s del espacio e u c lid ia n o a la
reinterpretación global del corpas de Euclides. L a nueva
lengua es anterior y sim ultáneam ente posterior a la p re­
cedente, la hace explotar, la parte, la filtra, elim ina lo
im puro, no g u a rd a de aquélla más que el oro de la
m atem aticidad. Cada reestructuración es u n a suerte de
tem blor te rre stre que descubre bruscam ente capas arcaicas
y oculta los sedim entos recientes. Si m antengo comunicación
fulm inante con el origen, no es por el canal histórico tra d i­
cional, es por el esfuerzo de fundación de las m atem áticas
m ism as. Mi regresión no sigue el camino de la tradición,
indefinidam ente fuera de circuito, sino el camino vertical de
profundizad'ón m atem ática: es a p a rtir de ah í donde
reinterpreto la tradición histórica.

33 Esto se agrava desde el momento en que se reitera el


razonamiento: la intersección no es transitiva. Que la intersección
de los repertorios A y B no esté vacía, así como la de los repertorios
B y C, no im plica que la intersección de los repertorios A y C no esté
vacía.
Observamos que el sistem a de Leibniz era susceptible
de autoexplicación, por aplicación de él mismo sobre sí.
Acabamos de señalar las posibilidades de traducir una
lengua m atem ática a otra, de m anera que el desarrollo de
esta cienciapueda ser enfrentado como u n a serie de fracasos
y logros en tal emprendim iento de traducción: el logro m ayor
se definiría natu ralm en te como la instauración de una
lengua común frente a una pluralidad de dialectos anterior­
m ente diferenciados y en lo sucesivo referidos a una lengua-
madre, cuyo ejemplo m ás reciente es el lenguaje m atem ático
contemporáneo, en el terreno algebraico. L a invención sería
así u n a aplicación exitosa de una región sobre otra o varias
y, en un punto extremo, una auto aplicación del sistem a
sobre sí mismo.
Por el contrario, las m atem áticas esta ría n en crisis si
fuesen a p a ra r a una aplicación de ese tipo. Esto conduce
a la idea recíproca de que todo sistem a m atem ático tomado
globalm ente —como el de Leibniz— es un ars inveniendi
indefinidam ente. Su historia es una traducción, retom ada
a cada in stan te, historia de los descubrim ientos o de los
recubrim ientos.
Volvamos ahora a ese milagro griego que, decidida­
m ente, ya no es m ás que una palabra que escapó a R enán
en un m om ento de alegría. ¿No estamos en presencia, aquí
como en todas partes, es decir como en todo momento de
origen, de u n a aplicación de cierta lengua m atem ática sobre
otra, de cierto procedimiento gráfico sobre otro? Las formas
geom étricas—cuadrado, triángulo, círculo, tetraedro...—, de
las que en adelante sólo conocemos la ‘'perfección” m étrica,
no es u n a condición necesaria de m atem aticidad; estas
formas eran conocidas y utilizadas mucho antes de Tales,
como lo testim onian abundantem ente las a rte s decorativas
y las tecnologías — alfarería, com puertas, tra n sp o rte ,
construcción— de las civilizaciones precedentes, de Egipto
a Sum er. N ingún monumento podría inform arnos sobre la
actitud gnoseológica de los contemporáneos con respecto a
estas form as. Pero, d élo que estamos seguros, es de que los
griegos se pusieron a hablar de ellas, tom ándolas como
objetos de su discurso; de que inventaron un Logos apropiado
a su análisis (a cierto tipo de análisis), que se pusieron a
trad u cirlas a un lenguaje universalm ente comunicable;
comenzaron a decodifícarlas, a descifrarlas; pasaron del
esquem atism o espacial enrollado sobre sí mismo, inmóvil y
comunicable por el secreto de la habilidad m anual, a una
lengua que designaba parte de su sentido. En otras pala­
bras, sustituyeron la escritura ideográfica de las formas
geom étricas por u n a escritura descriptiva, letras y signos
que se aplicaban mejor que la prim era: el. rigor era el rigor
de la aplicación de esa traducción. El m ilagro griego es ese
m ilagro, ta n corriente en m atem áticas, que consiste en
reconocer en una form a u n a ideografía, un sentido o varios
en un símbolo, en saber traducirlos a un grafismo des­
criptivo y comunicable, de m anera que las dos lenguas, las
dos escrituras m antengan la relación m ás exacta. De tal
modo, se inventa una correspondencia entre un esquem a­
tismo simbólico y u n a característica analítica —como, en la
p rim era aritm ética, entre las cosas y los nombres, es decir,
las letras del alfabeto—. Pero, como el análisis por carac­
teres no llega en térm ino a agotar el sentido compacto del
esquem a; como, a la inversa, la escritu ra por signos revela
absurdos secretos que la ideografía geom étrica no exhibe
directam ente —contraprueba m ás bien infligida a la con­
ciencia pitagórica por la crisis de los irracionales—•, la
correspondencia de la traducción es m ás fallida que exitosa:
se vuelve urgente proseguir h acia el horizonte siempre
diferido de las aplicaciones perfectas. El milagro griego no
designa ya el origen de la geom etría, sino un punto de
p a rtid a p a ra la historia de una cierta m atem ática: abre la
historicidad de la ciencia. La id ea — aquí regional— de
traducir un esquem a a caracteres in au g u ra una serie in­
definida de aplicaciones del mismo orden, sem brada de
fracasos y triunfos; desenclava los ideogram as de su
inmovilidad prehistórica (y no ahistórica o transhistórica,
como in te n ta señalar cierto platonismo); los desengaña del
cierre de su sentido, de la comunicación por traspaso inva­
riable de que eran objeto en el a rte y la técnica; en adelante,
la historia está abierta, ahí donde la característica va a
poder sacar partido indefinidam ente, a través de miles y
miles de lenguas, encadenados los sentidos en el esquem a.
Desde que Sócrates da al ignorante la posibilidad de
hablar, éste se acuerda de su prehistoria m uda como de un
mundo olvidado: la anam nesis es el recuerdo, a través de un
lenguaje comunicable, de lo que sólo está estructurado como
un esquema}* En la prehistoria, se tran sm itía como un
símbolo h ierático , in v a ria n te , in au d ib le, m an u al. Así
recomienza el origen de la historia, con cada traducción a
una lengua nueva: instauración, por ejemplo, de una ca­
racterística que tiene poder de traducir, de descifrar nudos,
caminos, lazos y laberintos; que libera el sentido de es­
quemas trasm itidos, de mano en mano, por los tejedores, los
decoradores, los escribas y los timoneles, en la prehistoria
del logas. Desde luego, la aplicación inversa es tam bién
fam iliar al m atem ático, cuando envuelve en un esquem a
una pluralidad de sentido proveniente de la característica.
El milagro griego es el de la historia de las ciencias, sin que
los filósofos geóm etras hay an tenido otra conciencia de ella
que la m ítica: el m undo olvidado no es m ás que u n a im agen
del cielo, m ientras que el cielo no es m ás que el mito de la
prehistoria. La histo ria de las m atem áticas es la de los
milagros del mismo orden.
Resulta entonces indispensable rectificar los modelos
conexos —que seguirían siendo válidos en los casos excep­
cionales donde hu b iera siem pre un repertorio común—■.
De m anera que h a b ría que leer la últim a proyección como

3p| E sa estructuración esquem ática de la prehistoria en general



— científica en particular— o del inconsciente no consciente de su
saber o de su logos, de su ciencia, en particular, da cuenta, volviendo
a los aforismos de m oda, de m uchos de los trabajos contemporáneos
en el orden de la interpretación y de la arqueología (Leroy-
Gourhan).
ana serie de cortes geológicos donde el últim o es siem pre
m ás profundo y da a entender los precedentes, pero por eso
mismo designa su falta de interés, su caracter superficial y
problemático, su n atu raleza prehistórica y prem atem ática.
Todo lo cual implica un resultado considerable: si no hay
continuidad entre los cortes propiam ente m atem áticos,
porque cada uno pone al precedente en cortocircuito, ¿cuánto
m enor es la continuidad que hay en tre las formaciones
culturales como tales y las formaciones que se diferencian
de las prim eras en que llevan con ellas la verdad?35
Y de nuevo es a p a rtir de las segundas que hay que
rein terp re ta r las prim eras. H asta el presente, veo sólo
posibilidades de desprender los basamentos crónicos ele las
m atem áticas si se sigue el movimiento autóctono de las
m atem áticas m ism as, porque precisam ente la puesta fuera
de circuito de la ciencia se efectúa rigurosamente en el
interior m ism o de su historicidad. Hay u n a búsqueda de tipo
trascendental que es propia de la historicidad m atem ática;
mejor aún, la historicidad matemática, es tam bién tras­
cendental. Las m atem áticas como órgano sistemático form al
y en form ación son un campo trascendental objetivo e
intersubjetivo. Las m atem áticas son sim ultáneam ente una
ontología formal y u n a lógica trascendental.
E sta p uesta fuera de circuito incesante da cuenta en
profundidad del principio de indeterm inism o señalado an ­
teriorm ente: o se e n tra de nuevo por las formaciones cultu­
rales y nunca se vuelve a encontrar la ciencia como mo­
vimiento original y verídico, o se e n tra de nuevo por la
ciencia m ism a y se rein terp retan sin cesar las formaciones
c u ltu ra le s, difiriendo siem pre m ás en el proceso de

3BE n K risis (IIP parte.parágrafo 31), H u sserl habla de “forma­


ciones espirituales de cierto tipo que llam am os teóricas”: un estrato
teórico sería u n a especie singular del género formación. Esto su ­
pone que el m ovim iento de la ciencia distendió indefinidam ente el
vínculo del pensam iento teórico con lo vivido, pero no lo rompió.
Toda la cuestión estriba en si lo rompió o no.
excavación lo cultural como tal. Al dirigirse indefinidam ente
hacia la m atem aticidad, las m atem áticas (y la ciencia en
general) se dirigen p ara atrás hacia otro x£koq el de la
p rehisto ria de las prehistorias.
E n cierto modo, la ciencia tiende a suprim ir las ca­
racterísticas tradicionales del modelo del tiempo: su carácter
direccional, irre v e rsib le , la flech a y las p lu m a s (la
estabilización) de su vector,80 su carácter continuo, sus ol­
vidos y su acumulación mnémica; por su elección reiterada
entre u n a comunicación fulm inante y una puesta fuera de
circuito, aquella ju eg a tanto el. juego de Sócrates, como el
de un esclavo. En una palabra, es am a de un nuevo tiempo,
inventa un nuevo tiempo, constituyéndolo históricam ente a
p a rtir de los elem entos dispersos por el estallido del modelo
antiguo. Ya no se tra ta de tiempo o eternidad, de tangencia
entre el tiempo y lo que está fuera del tiempo, sino de la
constitución de m ía historicidad que recompone a gusto sus
antiguas características: por eso hablé de pancronismo y de
ucronía, y de no-orientabilidad.
¿Es posible determ inar un principio de elección entre los
modelos considerados? Observemos, en prim er lugar, que el.
proceso de sedim entación propio del curso de las m ate­
m áticas no deja d etrás suyo formaciones lo b astan te con­
cretas como p a ra que cualquier otro saber que no sea
m atem ático quede como reservorio del sentido: lección in­
aug u ral de la anam nesis del Menón. Sin embargo, la
sedim entación prosigue a través de 1.a concreción de lo
abstracto. En esas concreciones, cierta m atem aticidad se
consei'va y perm anece in v arian te, de m an e ra que la
historicidad guarda su punto de referencia, en el interior del
organon en general, de m anera que la experiencia histórica
re su lta —como pai’te integrante— experiencia m atem ática

36 Los modelos m ás recientes de la física intentan explicar, por


sim etrías, los casos de retorno a las condiciones in iciales, como si
la primera creación tuviese lugar en cada momento de] tiempo.
y, a veces, a la inversa. En otras palabras, la h istoria de las
m atem áticas presenta un modo original de sedimentación
de lo que es claro —sin duda, no de lo distinto— y de lo que
es verdadero. Lo verdadero perm anece invariante por las
transform aciones diacrónicas; lo que cambia, es el concepto
de la verdad. La verdad m atem ática, Index sui et falsi, la
esencia autom ática de esa verdad queda estable —estable
por lo autom ático— y las m atem áticas son estables, o mejor
dicho, la m atem aticidad; lo que varía, con perdón por la
expresión, es la filosofía de las m atem áticas, es decir el modo
de ser de lo verdadero: pero, como esa filosofía es autóctona,
de nuevo las m atem áticas se transform an. Son entonces la
in v arian cia de lo verdadero en u n a diacronía siempre
conexa, y la variancia de la m odalidad de lo verdadero en
u n recorrido siem pre quebrado.
Veamos el campo d é la s historias m uertas: la geometría
griega, el análisis clásico, las m atem áticas m odernas que
dejaron de ser contemporáneas. M uertas y no falsas: ¿qué
significa esta m u erte de lo verdadero que nunca vira hacia
el error? M uerte singular de sublevados, claridad de una luz
inextinguible que se volvió negra y fría, los conceptos se­
dim entados no dejan de ser claros y siguen siendo verídicos:
desde el fondo de los tiempos, el llam ado Pitágoras habla
todavía rigurosam ente en una-lengua todavía audible y no
podría ni engañarse ni engañarnos; y, no hace mucho, el
llam ado Bourbaki profesa la verdad indestructible. Pero los
conceptos claros son semiconcretos, están sedimentados,
enrollados en una m ateria desechable que sólo la nueva
verdad sabe disolver para revelar la auténtica verdad de lo
antiguo. La única historicidad válida es entonces la de los
sistem as (y, en los intervalos, la de su constitución): el modo
de ser de lo verdadero reside precisam ente en su relación
con el sistem a. E ste es el que vive y m uere, como apertura
fecunda, luego como m ateria extinguida. La historicidad
quebrada es la de las aletologías, la historicidad conexa es
la de u n a alética.
Creo encontrar en esta encrucijada la m ás antigua y
siem pre reiniciada de las tradiciones filosóficas, según la
cual el m ás riguroso de los paradigm as del pensam iento
teórico reside en la contemplación del cielo. Todo sucede
como si los modelos que la filosofía puede hacerse de la
ciencia fuesen isomorfos a los modelos que la ciencia se hace
del mundo. No quiero in sistir en la herencia que, de los
jónicos al Timeo y Be Cáelo, deTolom eo a Bruno, deTycho-
B rahe a Pascal y Leibniz, de Copérnico a Newton y Kant,
de Laplace a Comte, de W illiam Thompson a Nietzsche, y
h a s ta el gran texto de H usserl sobre la inmovilidad de la
tierra, no se h a desmentido. ¿Qué h a sido hoy de ese
filosofema? Se ha conservado invariante, por las variaciones
de la teoría del mundo y de la teoría de la teoría.
Al principio, llevamos la h isto ria al terreno del modelo
ideal al mismo tiempo que al del modelo del universo. Si los
objetos del cielo parecían a nuestros precursores tan e sta­
bles y puros como las idealidades del pensam iento teórico,
sabemos hoy que el rigor y la pureza están en devenir como
las estrellas que nacen, envejecen y m ueren en su aova,
dejando residuos que pueblan los universos residuales. La
teoría es u n a historia, la pureza tiene un tiempo propio,
como la cosmología tiene de ahora en m ás su cosmogonía:
no hay reposo, movimiento, desplazam ientos ordenados,
siiio origen, evolución y desaparición. Es una revolución,
astrofísica que conduce el rigor a v ariancia sin variación de
rigor, como en un momento la revolución copernicana
cambió las referencias del pensam iento.
De inm ediato, observo el cielo como observo el sistem a
del saber. Aquí y ahora, las ondas visibles o hertzianas se
dan p a ra leer informaciones incoherentes o aleatorias con
respecto a mi tiempo, al tiempo de mi historia. U na m e
inform a sobre un acontecimiento reciente, otra sobre un
acontecimiento de hace m illones de años, otra sobre un
acontecimiento que no tiene sentido alguno en la escala
histórica. Ya no es la eternidad lo que aquí descubro, sino
la interferencia infinita de las pistas cronológicas. Sim ul­
táneam ente, tengo, reactivo en u n mismo pensam iento dos,
tres, ti elementos anacrónicos. Ese cielo de hoy, constituido
en el presente ante m i vista, ese pensam iento puro del que
quiero h a c e rla historia, esos dos sistem as, del mundo y del
saber, m e ponen sim ultáneam ente en comunicación fulm i­
n a n te con los acontecimientos cuya fecha se h a dispersado
de todas las m aneras im aginables. Y , sin embargo, si quiero
entender, debo entender el. punto de contacto entre mi
presente vivo y ese espectáculo teórico-concreto que des­
garra, interfiere y complica de m anera casi aleatoria todas
las secuencias tem porales, el punto de contacto entre un
cronema y un numero enorme de anacronem as, entre un
tiempo y una pancronía distributiva. Es sabido que, con
respecto a esa indeterm inación, se propone un cierto núm ero
de modelos del mundo. Sin duda, hay otros tantos modelos
de la histo ria de las ciencias: Leibniz lo percibió y tomó como
orden la teoría relativista del tiempo. Así que tam bién h ay
.una revolución relativista por realizar en lo que concierne
a n u e stra visión del universo teórico. Si Bachelard hubiera
analizado como tal la esencial complejidad de la ciencia —
en lugar de servirse de ese concepto como atributo descrip­
tivo—, hubiera llegado necesariam ente a la idea de Revo­
lución astrofísica.
En contra de H usserl, diría entonces con gusto que no
es la tie rra el terreno originario en que agota su constitución
el pensam iento teórico; no es la tie rra la que da sentido al
movimiento y al reposo, porque esos conceptos ya son su ­
perficiales y residuales. E s la totalidad del universo, a la vez
en evolución y en anacronía, lo que da su sentido al tiem po
y a la ausencia de tiempo, al tiempo y a a la m ultitud de
los tiempos. El mundo como siem pre anacrónico y ucrónico
(acrónico y pancrónico) es otra vez el paradigm a de la
filosofía, el modelo que funda la posibilidad del. lugar de
tangencia entre nuestro tiempo y la ausencia de tiempo,
entre nuestro tiempo y la totalidad de los tiempos posibles.
K a n t describía una h isto ria de las ciencias que era u n a
h isto ria de la pureza. Y h allab a en esa historia la revolución
copernicana como acontecimiento que se repetiría en lo
sucesivo p a ra la m etafísica rigurosa. H usserl describe una
historia vacía de ciencia, con riesgo de confundir u n estrato
precientífico con uno científico, error cometido en su teoría
de las idealidades morfológicas, y descubre la tierra como
punto fijo originario y referencia trascendental. En lo su­
cesivo, h ay que escribir la historia de la ciencia como tal,
es decir, de las tem poralidades interferidas y complicadas
en una tem poralidad única totalizadora, y p a ra eso activar
una Revolución que no tiene epónimo. Es el retorno al
m ando m ism o , es decir, al Nuevo M undo.
Y de xiuevo nos encontramos en el origen, in quodam
m undi infantia. Como en cada momento de la historia,
tenemos que asum ir un deber nuevo, descubrir un nuevo
mundo cuya h istoria incoativa reenvía n u e stra cultura ya
110 a la historia sino a la prehistoria. P areciera que estamos
por olvidar estratos arcaicos y a comprender idealidades
nuevas. Bajo la apariencia de m atem áticos contemporáneos,
de astrofísicos y bioquímicos, Tales está de nuevo entre
nosotros, p a ra invitarnos a nuevas traducciones, a nuevas
anam nesis.
Capítulo 2
FILOSOFÍA

Descartes: la cadena sin eslabones

Todos conocen la tercera Regla para la dirección del


pensamiento: Descartes da cuenta ahí de dos operacio­
nes del entendimiento, la intuición y la deducción; esos
únicos actos permiten llegar al conocimiento de las
cosas, sin temor a equivocarse.1 Después de haber
planteado una definición de la intuición, sobre la que
volveremos, da de esta última cuatro ejemplos: “Ita
unusquisque animo potest intueri, se existere, se cogitare,
triangulum terminari tribus lineis tantum, globum única
superficie, et similia:2 así cada uno puede percibir, por
intuición intelectual, que existe, que piensa, que un
triángulo está limitado por sólo tres líneas, que un
cuerpo esférico lo está por una superficie única y cosas
sem ejantes.” Nos proponemos explicar estas palabras.
Primera hipótesis: los ejemplos en cuestión son
cualesquiera y están dados arbitrariamente y sin orden.

1 Al comienzo de esta Regla, D escartes pronuncia dos veces el


térm ino mezcla (admiscendas, permiscentes), térm ino que retom a
en la P rim era Meditación. Publicaremos u n estudio sobre el Genio
M aligno, organizado en torno a este tem a: sabem os que la física
contem poránea volvió a encontrar sim u ltán eam en te la idea de
Dem onio y la de m ezcla.
2 Regulae..., edición Gouhier, Vrin, 1959.
Entre las cosas que se pueden intuir Inmediatamente,
existen tales y cuales, en particular esto y aquello. En
el seno de ese conjunto de paradigmas figuran los
elementos del cogito junto a elementos geométricos; en
esa hipótesis, los primeros pierden su lugar de excelen­
cia, son alineados junto a otros cogitata En cierto modo,
estam os acá en pleno lelbnlzianlsmo: “varia a me
cogitantur." En Descartes no encontramos tales varieda­
des sin orden ni tales variedades de orden, y esa hipó­
tesis debe ser rechazada.
Al considerar atentamente esos cuatro ejemplos,
podemos distinguir dos tipos: por un lado existo, pienso;
por el otro, el triángulo y la esfera. Primero examinemos
los dos últimos. Se dice que el triángulo está limitado,
determinado, por tres lineas solamente: ¿qué quiere
decir? Que el triángulo es una figura limitada, deter­
minada por bordes, y que esos bordes son líneas, Pero
además: que el triángulo es una superficie interrumpida
por límites lineales. Y por último: que el triángulo es un
ente de dos dimensiones,3 limitado por entes de una
dimensión. Es decir que el triángulo se comporta respecto
de la línea como dos se comporta respecto a la unidad.
Sin duda, como veremos continuamente, esos números
no tienen ningún carácter aritmético o • métrico. Sin
embargo, caracterizan perfectamente las figuras evoca­
das, y esto de tal modo que su asociación es necesaria
y suficiente, lo que indica el empleo de tantum: el
triángulo necesita líneas y sólo necesita líneas por estar
determinado a ser la figura que intuimos bajo ese vo­
cablo. En consecuencia, existe la misma relación de
necesidad y de suficiencia entre los números dos y uno.
Prosigamos: un cuerpo esférico, una bola (globum),
está limitado, determinado por una superficie única.

3 La R egla XTV (ibid .) define la dim ensión como la condición


previa a la medida.
¿Que quiere decir esto? Que la bola es una figura del
espacio, limitada, determinada por una superficie so­
lamente, por un borde único. Pero además: que la bola
es un volumen interrumpido por un límite superficial. Y
por último: que la bola es un ente de tres dimensiones
limitado por un ser de dos dimensiones. Es decir, otra
vez (con la misma restricción que hasta ahora con
respecto a la métrica) la bola se comporta con respecto
a La superficie como tres se comporta respecto a dos. Y
ese “comportamiento” es del mismo orden de necesidad
y de suficiencia que el precedente, porque al término
tantum corresponde el término única La bola necesita
de una superficie y sólo necesita una superficie por estar
determinada a ser la figura que intuimos tras ese voca­
blo.
Ahora bien, la consideración exclusiva de los bordes
o límites —y la forma m ism a de la frase que no utiliza
m ás que un verbo, terminari, para los dos ejemplos— nos
autoriza a reunir los dos paradigmas en un solo orden:
la línea se comporta respecto al triángulo como la su ­
perficie respecto de la bola. En otras palabras, el ser en
una dimensión es al ser de dos dimensiones lo que éste
último es al ser de tres dimensiones, cada uno es el borde
del siguiente en el orden. No hace falta engañarse sobre
esas relaciones sucesivas: de ninguna m anera son
métricas, no son proporciones; son relaciones de nece­
sidad y de suficiencia en el orden exclusivo de la intuición
espacial Por otra parte, la Regla XIV define la dimensión
como “la relación bajo la cual un sujeto es considerado
mensurable”: escapa entonces a la jurisdicción de la
medida, m ás bien es su condición. En consecuencia, los
dos ejemplos dados en la Regla III son ordenables como
1, 2, 3, insistiendo sobre el hecho patente de que 1 , 2 ,
3 no son más que un orden sin medida, orden no obstante
riguroso por necesidad y suficiencia. En suma, 1,2,3 no
son números en sentido aritmético.
Tal vez el lector se asombre ante la afirmación de que
dichos ejemplos no son matemáticos stricto sensu En
efecto, ningún teorema de la Geometría contemporánea
de Descartes, o anterior a él, demuestra tales hechos.
Significa simplemente que las consideraciones de lími­
tes, de terminaciones y bordes no están inm ersas en un
orgarion demostrativo establecido, sino que, por el con­
trario son previas a ese organon teórico. En cierto modo,
son ejemplos prematemáticos, pregeométricos, así como
la dimensión es previa a la medida. Y por lo tanto,
pertenecen a un terreno exterior a los encadenamientos
deductivos de la teoría, sujetos a la teoría. Pertenecen,
consecuentemente, al terreno exclusivo de la intuición. La
intuición tiene algo para conocer esos fenómenos espa­
ciales. Ahora bien, ésa es la cuestión capital, es posible
descubrir un orden en la intuición pura, y un orden ri­
guroso, que compone progresivamente las variedades
espaciales cada vez m ás extendidas a partir de varieda­
des inferiores que forman su terminación, composición
que se establece por necesidad y suficiencia, a partir de
una unidad, la línea que desempeña el papel de intuición
irreductible (al m enos aquí). Entonces obtenemos, en la
intuición espacial, un orden cuyo rigor se burla de la
medida, de la proporción métrica, de todas las deter­
minaciones que, tradicionalmente, constituyen el modelo
del orden cartesiano: ahí se trata de u n modelo
prernatemático, de un modelo pregeométrico de orden4

4 Para hablar de m anera moderna, queremos adm itir que


D escartes es un precursor del intuicionism o, en la m edida en que
hace desem peñar a la intuición cierto papel regulador general en
el funcionam iento del pensam iento; pero aquí no se trata de eso: el
descubrir un orden riguroso en la intuición espacial privada de
m edida en la m edida en que es previa a los encadenam ientos
deductivos de la geom etría, lo haría más bien el precursor del
A nalysis Sitiis. Otro ejemplo estaría dado por su fam oso teorem a
de los poliedros, donde el núm ero desem peña m ás b ien un papel de
invariante topológica que no e stá investida de u n a función de
m edida. De hecho, D escartes, en ese texto, no dice recta sino línea,
Y m ás precioso es esto en la medida en que se
establece una cadena donde los eslabones sucesivos sólo
se deben a la intuición. Cuando algunas líneas más
abajo, Descartes quiere dar un modelo realmente ma­
temático del orden discursivo, elige los m ism os números
1,2,3, haciéndoles desempeñar un papel aritmético,
profundamente diferente del que analizamos. Ahora 1,2
y 3 no se sum an ni se componen cuantitativamente.
Conforman un orden cualitativo.
Ahora está abierto el camino para considerar los dos
primeros ejemplos, que son los elementos mismos del
cogito: existo, pienso, elem entos irreductiblem ente
intuicionables útiles. Decimos: así como hay un orden en
los dos últimos, hay un orden en los dos primeros. Y esto
por dos razones, extraídas del texto mismo:
1) El orden tradicional “pienso, existo”está invertido;
lo cual no se explica —no puede explicarse— sino es por
la inversión de los ejemplos pregeométricos mismos.
Efectivamente, el triángulo está enunciado ahí antes que
la línea, y. la bola antes que la superficie. Si se resta­
blecen las enunciaciones según el orden 1,2,3, sería
necesario enunciar: línea, superficie, bola. Entonces se
enunciaría: pienso, existo. La inversión es, tal vez,
utilizada a sabiendas, en la medida en que Descartes
distingue, m ás adelante, enunciatio y discursus.
2) Evocando otros ejemplos posibles, Descartes no
dice et caetera, sino et similia. Ese matiz remite, por un
lado, a ejemplos tan fáciles de intuir como los cuatro
indicados expresamente. Pero cuando se examina el
sentido preciso que ese término reviste en matemáticas,
uno se ve irresistiblemente llevado a pensar que existe
un vínculo de similitud entre los dos paradigmas

no dice esfera sino globo, que tradujimos por bola. Pensam os que
se deben rectificar las traducciones habituales (cf. Géométrie, livre
II, de la edición de A uguste Comte y Leibniz: “D efiniciones ma-
pregeométrlcos, los dos elementos del cogito y otros
ejemplos posibles.
Desde entonces, “yo pienso" y “yo existo" están
vinculados en los dos sentidos, es decir, por necesidad
y suficiencia, en un orden que no apunta a las deter­
minaciones tradicionales de la deducción, a la medida
o a la cantidad, sino que se instaura en el terreno
exclusivo de la intuición pura, de la misma manera que
el orden pregeométrico 1,2,3 se instauraba en el terreno
exclusivo de la intuición espacial. Es necesario y sufi­
ciente que el yo pienso y el yo existo sean intuidos para
que su vinculación rigurosa sea intuida al punto, y con
la misma certidumbre que son intuidos los bordes de la
bola o los límites del triángulo. Ahora, si se quiere, el
cogito es a la intuición de mi existencia, lo que la
intuición de la línea es a la del triángulo, la de la
superficie a la de la bola, et similia. De nuevo se entiende
que aquí no hay proporción, en el sentido métrico, sino
una analogía de comportamiento sobre la necesidad y la
suficiencia. El ergo del cogito no pertenece entonces a la
cadena deductiva propiamente dicha, es una vinculación
intraintuitiva. Como consecuencia, es equivalente decir
"pienso, luego existo” y "pienso, existo”, y Descartes
utiliza, de hecho, esas dos enunciaciones como si fueran
equivalentes. Sólo la aprehensión de los dos últimos
ejemplos como modelos de los dos primeros podía
conducir a solucionar esa vieja dificultad.
Cuadro I

"Cogito, sum ” Orden riguroso en


0
"cogito ergo sum ” la intuición pura

Paradigmas Orden riguroso


pregeométricos
de intuición de la intuición
espacial
espacial
<---------^
3
bola A
A
V

V
2
triángulo <—> super- A
a A0*6 V

V
1

línea 1,2,3 “no arit­


méticos”

La línea inferior es la línea de los modelos prematemáticos:


a la izquierda, del contenido intuitivo, a la derecha, del orden
en la intuición. De izquierda a derecha se pasa del ejemplo al
orden. La columna de la derecha es la columna de los órdenes:
del modelo de orden en la parte inferior, de la estructura
general de orden en la parte superior. De abajo hacia arriba
,se pasa de los modelos a la filosofía.
Insistimos en el carácter pregeométrico de dichos
modelos: línea, superficie, bola son formas inmediata­
mente presentes en la intuición espacial, antes de que
definiciones métricas precisen las nociones de recta y
curva, plano y superficie alabeada, esfera. La intuición
espacial de esas formas precede (in subjecto e in objecto)
a la intuición espacial de las figuras medibles; afortiori
precede a todo el discurso deductivo de la geometría (mé­
trica o algebraica), toda la cadena teórica. Esa antecesión
es a la vez metódica, lógica, subjetiva y objetiva: es una
condición absoluta. Desde entonces, si se descubre un
orden rigoroso en ese terreno preliminar de la intuición
espacial, ese orden in intuitu desempeña, con respecto
a las cadenas teóricas de la ciencia, el mismo papel que
el orden riguroso de los elementos del cogito en la in­
tuición pura, con respecto a la cadena de las razones de
la filosofía deductiva: en relación a la filosofía, es una
condición absoluta, lógica, metódica, subjetiva y obje­
tiva. No sólo el paradigma matemático nos hace concebir
un orden original en la intuición pura, sino que nos
indica el carácter absoluto de la condición.
Ese paralelismo de estructura entre dos órdenes y
dos fundamentos es más instructivo de lo que parece.
Además de organizar exactamente los orígenes del
pensamiento, está ligado a distinciones familiares del
racionalismo cartesiano en general. La misma Regla III
da como criterio de distinción, entre la intuición y la
deducción, el movimiento continuo y sin interrupción* a
lo largo de una cadena y, m ás allá, motas sive successio
quaedam. No h a y m ovim ien to en la in tu ició n ;
subjetivamente, hay o no hay memoria.
Ahora bien, el examen del modelo pre-geométrico de
la intuición nos lleva a la consideración de formas, fi­
guras no métricas. Y entonces, todo ocurre como si el
par intuición-deducción fuera reductible al famoso par
figura —movimiento. Se confirma perfectamente con el
modelo geométrico en general. Por un lado, existe una
condición que consiste en intuición de formas; por otra
parte, se establece progresivamente un discurso teórico
consistente en transformaciones métricas. Esas trans­
formaciones. Son, en general, expresadas por series de
proporciones, son señes de similitudes:5 la geometría
cartesiana —como la de los griegos— puede ser carac­
terizada así, sin riesgo ¡de error. A nivel del modelo
geométrico, la distinción en cuestión puede enunciarse
como intuición deformas-series continuas de similitudes.
Este último par es una clave de la reducción del par
intuición-deducción a. figura-movimiento. El ejemplo arit­
mético dado por la Regla III consiste, por otra parte, en
decir que 2 + 2 = 4 y 3 + 1 = 4, por lo tanto 2 + 2 = 3
+ 1. Efectivamente, aquí hay un movimiento de pen­
samiento, movimiento que llamamos transitividad: esta
palabra, que Descartes no utiliza, es la más apropiada
para caracterizar su pensamiento. Las matemáticas con­
temporáneas conocen relaciones no transitivas (la rela­
ción de intersección, por ejemplo); pero el ejemplo
“prematemático”, analizado m ás arriba, es igualmente no
transitivo: 1 es límite de 2, 2 de 3, pero no I de 3 (al
m enos en forma suficiente). Por lo tanto, Descartes
estaba absolutamente autorizado para decir que hay
movimiento en el discurso deductivo (transitividad), y que
no hay movimiento en el orden riguroso intraintuitivo (no
transitividad), sino que sólo hay figura. De donde se sigue
la reducción propuesta, cuya idea de transitividad es una
segunda clave, más. potente que la primera.
Pero eso no es todo: hay que tomar seriamente el
ejemplo de la cadena, como y a se hizo con los otros
ejemplos. Gracias a ella, definimos un modelo mecánico.
U na m áquina sim ple y, a fortiori, u na m áquina

tem áticas”, en Couturat, Opuscules).


6 E s fácil generalizar a n rangos el teorem a cartesiano de las
escuadras m óviles. E se teorem a da un excelente modelo de tales
series (cf. V uillem in, M atem áticas y m etafísica en Descartes, nota
cartesiana, puede definirse como una topografía (des­
cripción de formas de órganos) sobre la que se aplica una
serie de trasmisiones mecánicas. El par figura-movi­
miento se traspone a una maquinaria a la cartesiana
como topografía-trasmisión. Y, otra vez, la geometría no
desdeñaría tal distinción, las escuadras móviles en
particular, distinción reductible a su vez a formas-señes
de similitudes. Planteado esto, se podría llegar a un
punto en que la máquina m ás simple6 sería aquella
donde la forma fuera siempre la misma, donde la
transmisión se hiciera sin pérdida, o la similitud fuese
identidad: la cadena es entonces la máquina límite, la
m ás simple y la más fácil como figura-movimiento. Se
entiende ahora perfectamente la invocación del ejemplo,
en ocasión del análisis de la intuición y de la deducción:
la primera enfrenta la forma pura de los eslabones, la
segunda trasmite un movimiento a lo largo de la
concatenación. Se trata de la máquina analógica del
método descrito por los Regulae, y retomado m ás tarde.7
Hay evidencia intuitiva y traspaso de evidencia, de ahí
el paralelismo estructural resumido en el cuadro II.

XIII).
6 En la segunda parte del Discurso, D escartes invoca “esos
largos encadenam ientos de razones, tan sim ples y fáciles...'’. E vi­
d entem ente son los encadenam ientos los que son sim ples y fáciles,
y no las razones.
7 E n la teoría de la m aniobra de los buques, se dice que una
cadena tiene la fuerza equivalente a la del eslabón m ás débil. Ese
principio podría servir de crítica para la cadena de las Meditaciones,
en la que se propondría descubrir el eslabón m ás débil. Michel
Cuadro II

M étodo In tu ició n D ed ucción


O rden previo O rden d iscu rsiv o
in train tu itivo Transiüvidad
(intransitividad)

M odelo m ecánico, Topografía Trasm isión


la ca d en a (m áquina e sla b ó n en ca d en a m ien to
m á s sim ple)

M odelo geom étrico In tu ició n esp acial S eries de sim ili­


EJ: O rden riguroso tudes. Ej: teo re­
y previo a la s for­ m a de las e s c u a ­
m a s “topológicas." dras m óviles.
(Trans-foima-
ciorxes)

M odelo general F igura M ovim iento


(Transportej

F ilosofía O rden riguroso y Orden de la s


previo e n la in ­ razones.
tu ic ió n p ura.
C ogito, su m .

Los cuatro ejemplos de Intuición que da la Regla III


no son cualesquiera. Por el contrario, conforman una
familia estrictamente organizada de elementos, cuya
estructura común es la noción de orden in intuito.
Formas geométricas, no sumergidas en el discurso de­
mostrativo, pero previas a la cadena, presentan un tipo
de orden como 1,2,3 cuyo vínculo no es deductivo, sino
de necesidad y suficiencia en la intuición: vínculo
restrictivo por la evidencia. Esos números son tan poco
aritméticos que línea y bola no son recta y esfera. Esa
estructura de orden se vuelve a encontrar, dentro del
terreno metafísico, en el ergo del cogito.
Por el contrario, los m ism os números 1,2,3 realmente
aritméticos e inmersos en el proceso aditivo, presentan
un tipo de orden transitivo. Esta nueva estructura se
encuentra otra vez, dentro del terreno metafísico, en el
orden de las razones. Señalamos, al pasar, que el modelo
mecánico puede reducirse formalmente al mismo par, lo
que pone de manifiesto el caso límite de la cadena;
máquina simple de transporte (transitividad o trasmi­
sión) de evidencia.
Así procede un análisis estructural: examina uno o
varios modelos particulares, que reduce a una forma (o
varias): orden previo, orden transitivo. Enseguida en­
cuentra, analógicamente, esa forma o estructura, en
otros terrenos, y similia tamfacilia. De donde resulta su
poder de comprensión, de clasificación y de explicación:
geometría, aritmética, mecánica, método, filosofía.
* * *

En la novena Regla para la dirección del pensa­


miento,8 Descartes retoma la antigua comparación entre
conocer y ver. Ya la Primera Regla9 había utilizado esta
imagen, con diferencias notables respecto de la tradición
proveniente de Platón, San Agustín y Plotino; y la
Tercera10 había subrayado que el vocablo intuición debía
ser tomado en su estricto sentido latino. Precisamente,
la analogía del ver y del conocer sirve, en la Novena, para
hacer girar la pareja intuición-deducción en torno a la
pareja perspicacia-sagacidad, es decir, para hacemos
pasar de las operaciones del entendimiento a sus aptitu­
des. Dado que el pasaje de la deduccción a la sagacidad
está reservado a la Regla siguiente, ésta nos indica cómo
es posible mejorar la capacidad intuitiva de la m ism a

Foucault lo encontró en su H istoria de la locura.


8 Adam-Tannery X, 400-404. A lquié-Brunschw ig I, 123-126.
(Diremos AT, AB).
9 AT. X, 360 - AB. I, 78.
manera en que se adiestra la vista. Para Descartes, como
se sabe, la inteligencia no es extensiva del saber: hay un
sujeto cognoscente puro; como consecuencia, la edu­
cación de la primera, su higiene y su gimnástica, no
dependen de los objetos del segundo; pueden consistir
en un ejercicio sostenido en términos fáciles, hasta
insignificantes (mínima res). La inteligencia no está
vinculada con recetas, se libra en una actividad disci­
plinada dándose con tranquilidad el correlato mínimo
para asegurarse lo mejor posible de que no haya duda
sobre el logro. De ahí el modelo de concentración y de
discernimiento realizado por el artesano en el trabajo de
precisión, que dirige su vista sobre cada punto res­
pectivamente para evitar la dispersión y la confusión.
Pocos lo evitan porque es un defecto común a la hu­
manidad: “preferir las tinieblas a la luz”. Cuando se tiene
mal la vista se está m ás a gusto en la penumbra que a
la luz del día. Por el contrario, la mirada educada, es
decir, perspicaz, tiene en la luz su medio natural.11
Todas estas cosas resultarían banales, parecerían
estirar demasiado la metáfora de la mirada, si Descartes
no propusiera de golpe, como programa de ejercicio, dos
problemas, en apariencia inextrincables y de hecho
resolubles de un modo simple. El primero es el de la
potencia natural que se propaga en un instante. Ese poder
es la luz, como todos saben. Pero como hasta ese punto
no había aparecido, puede ser que haya un vínculo entre
la s primeras recom endaciones de la Regla y los
paradigmas que la limitan. Cabe examinar el sentido de
éstos, inmersos en su contexto.

10 AT. K, 369 - AB. I, 88.


11 Leibniz distingue entre los m iopes y los présbitas (Opuscules )
a propósito de la m ism a cuestión que la de la novena Regla: ¿se
puede ver m ulta sim ul? Los m iopes, dice Leibniz, son los A nalistas
(los artesanos m inuciosos de D escartes), los présbitas son los
Combinadores. Es sabido que De A rte combinatoria resuelve ri-
Intueri es ver. La intuición es una operación de la
mente "que nace de la luz única de la razón”,12 Se efectúa
inmediatamente —es decir que es simple y en ella está
suprimida la distancia de la ingerencia deductiva—. La
visión, que le sirve de modelo, es una operación sensorial
que supone también la luz y que también pauta una
cuestión de distancia: el objeto que veo está permanen­
temente más o menos alejado y sin embargo lo veo en
el instante e inmediatamente. ¿Cómo se concibe que la
visión suprima ese alejamiento? Esta cuestión está
justamente planteada y resuelta por el problema de la
Novena Regla, que resulta isomorfo al conjunto de su
desarrollo.
La Regla precedente13 recomendaba calurosamente,
en ocasión del problema del anaclástico, el método per
imitationem, es decir, por analogía o modelo. Ese pro­
cedimiento de resolución se utiliza en la Dioptrtque14
donde las leyes de reflexión y de refracción se despren­
den de esquemas que transponen la propagación del rayo
luminoso a la trayectoria de una bala: se trata de un
modelo mecánico. Los problemas de la luz son suscep­
tibles de una solución con figuras y movimientos, es
decir, de una solución mecanicista (y, por lo tanto,
geométrica, porque el movimiento es instantáneo), en
virtud de la transposición per imitationem.
Ahora bien, la visión es el modelo per imitationem de
la intuición. La analogía tiene los siguientes elementos
analíticos de correspondencia: luz-luz natural, distancia
de la mirada-objeto-inmediatez de la evidencia. El segun­
do elemento presenta un inconveniente. Para resolverlo,
es preciso suprimir la distancia de la mirada-objeto; una

gurosam ente problem as planteados por el m ulta simul.


12 Regla III, AT. X, 368, AB. I, 87.
13 R egla VIII, AT. X, 395; A B. I, 117.
u Dioptrique. DiscoursPremier: AT.VI, 88-93. Alquié I, 658-664
vez conseguido la analogía es una imitación adecuada.
Para lograrlo, Descartes vuelve a transponer el problema
y propone el modelo del modelo: el tacto es el modelo de
la visión que es el modelo de la intuición. En efecto, para
hacer desaparecer la distancia, es preciso que la luz se
propague Instantáneam ente. Ahora bien, esto es
comprensible si se analiza lo que sucede cuando intento
apreciar los objetos en tom o a mí por intermedio de un
bastón.15 Ahí hay comunicación sin traspaso, propagación
sin transitividad. Mi tacto se ubica inmediatamente
después de la extremidad del bastón y distingue árboles
y piedras, agua y arena, hierba y barro. El fenómeno no
es de ningún modo com parable a la trayectoria
cinemática de una piedra o de una bala, que ocupa
sucesivamente los lugares intermediarios entre un punto
y otro: ese movimiento local es de algún modo partitivo,
es una propagación transitiva, un transporte que ne­
cesita tiempo. Por el contrario, el movimiento del bastón
es tal que todas su s partes están concentradas en un solo
y único instante. La vista se traspone al tacto y de tal
modo que éste sirve de sustituto completo en el caso de
los ciegos de nacimiento: “Este tipo de sentimiento es un
poco confuso y oscuro, en aquellos que no lo han
experimentado durante mucho tiempo, pero en los ciegos
de nacimiento, que se han servido de él durante toda su
vida, es tan perfecto y exacto que casi se podría decir
que las manos ven, o que su bastón es el órgano de seis
sentidos, que les ha sido dado en lugar de la vista”.16 Ahí
también, el ejercicio agudiza la perspicacia. Pero sobre
todo es en este caso, donde el modelo del tacto reemplaza
completamente la visión, porque la luz es transpuesta a
la ausencia de luz.17 Hay dos analogías sucesivas com-

(Réflexion) y Discours Second. AT. VI, 93; A. I, 664 (Réfraction).


15 R egla IX: AT. X, 402; AB. I, 125.
16 Dioptrique, ibídem.
17 Es interesante constatar que per im itationem se pasa de la
pletas: visión-luz-distancia, tacto-oscuridad-proximi-
dad, y la segunda resuelve la primera. La operación
intelectual es traspuesta a una operación sensorial que
se explica por una segunda operación sensorial.
La visión es el modelo de la intuición, y el tacto (a
distancia o no) es el modelo de la visión. Con ese doble
movimiento, Descartes llega a dar un modelo mecánico
de la intuición. Por cierto, esa expresión pone al des­
cubierto la distinción radical entre pensamiento y ex­
tensión. Justamente, la visión plantea cuestiones que el
mecanismo no puede resolver: comunicación a distancia
sin transporte, propagación sin intermediario. Por lo
tanto, hay que suprimir en el modelo mecánico cualquier
movimiento, es decir, cualquier transitividad según una
distancia, para conservar sólo la figura. Ya mostramos
cómo la Regla III proporcionaba el modelo figura-mo-
vimiento a partir de la pareja intuición-deducción. Es
preciso ahora encontrar una figuración que suprima la
distancia como tal para no dejar concebir m ás que la
inmediatez. Suprimir el movimiento supone la propa­
gación instantánea de la luz; suprimir la distancia, es
reemplazar la visión por el tacto, y el rayo visual por el
bastón; el tacto es el contacto, La doble analogía conduce
a un modelo mecánico: ese bastón, que comunica in­
mediatamente un poder natural de la mano a la piedra,
es una máquina simple, comparable a una palanca que
comunique inmediatamente cualquier potencia natural

intuición al contacto, es decir, de la evidencia a la ceguera. Leibniz


(¿volens nolens?) tom a en serio ese pasaje, y supera la m etáfora
definiendo una cogitatio caeca. Que el ciego ayudándose del bastón
sil-va de modelo al clarividente es una observación b a sta n te rica,
porque involucra la teoría cartesiana del tiempo: las intuiciones se
constituyen en cadena lagunar, por elem entos separados, como el
bastón que tantea y se desplaza de objeto en objeto; la in tu ición no
resiste m ulta sim ul, como le sucede a la vista y al tacto que explora
partes extra partes. E l tiem po se descompone como el espacio táctil.
Bergson no hará m ás que in vertir (y no inventar) el conjunto de la
de un punto a otro;18 modelo mecánico, no en el sentido
de la teoría, sino en el sentido práctico y artesanal de
las máquinas simples. En el ejemplo del bastón, la
propagación inmediata manifiesta una potencia, idéntica
o proporcional a aquélla; pero puede existir otro tipo de
palanca a través de la cual la comunicación instantánea
invierta la potencia, de lo idéntico a lo opuesto: es la
balanza, ejemplo del final de la Regla, y que podría servir
de modelo mecánico para la inversión de las imágenes
en el fondo del ojo.19 De manera que íníuerí es ver, pero
es ver como tacto, en la abolición de la distancia y del
movimiento, según un modelo mecánico en el que la
figura suprime el movimiento, el contacto la figura y la
figura la distancia.20 Y, mecánicamente, el contacto es
fácil de conseguir.
El bastón es así la imagen mecánica de la comuni­
cación sin transporte intermediario: sim boliza la
inmediatez de la visión intuitiva. En cuanto a la de­
ducción, es una propagación transitiva a través de
eslabones distantes: es mediata. Ahora bien, cuando
hemos recorrido con bastante frecuencia y velocidad una
cadena deductiva, el movimiento del pensamiento tiende
hacia una visión simple y unificada. Entonces la de­
ducción tiende a la intuición, la sagacidad a la pers­
picacia, lo mediato hacia lo inmediato, la cadena liada

argumentación.
18Explication des engins p ar l’aide desquels on p eu t avec une
petite forcé leuer un fardeau fort pesant: AT. I, 435-447. Le levier,
ibídem, 443 y A. pp.8100-814.
19Dioptrique. Discours Cinquiem e : AT. VI, 123-124; A. I, 694
(figura p.696) y sobre todo Discours Sixiém e : AT. VI, 135-136; A. I,
704-705. Y la figura de la página 136 del primero y la de la página
704 en el segundo. E n torno al punto E de la figura se distribuyen
“los efectos opuestos”, AC en un sentido, DB en el otro.
20 Berkeley cuenta con una serie de este predominio dado al
tacto: Ensayo de una nueva teoría de la visión (con el paradigm a del
ciego de nacim iento operado); cf. la teoría de la aproximación
el bastón. El orden de razones que simboliza la cadena
sólo es preparatorio; conduce finalmente a la evidencia
global inmediata, simbolizada con una máquina simple.
El bastón es una cadena sin eslabones.
Descubierta la palanca, queda por descubrir un
punto Jyo sobre el que apoyarla: “Para quitar al globo
terrestre de su lugar y transportarlo a otro, Arquímedes
sólo pretendía un punto que estuviese fijo y asegurado.
Por lo que yo tendría derecho a concebir grandes es­
peranzas, si soy lo bastante afortunado como para
encontrar una sola cosa que sea cierta e indudable.”
(Méditation Seconde). Hablaremos en otra parte de ese
punto fijo.

Cuadro in

Intuición Visión Tacto

Abolición

del movimiento

Luz natural Luz Propagación

instantánea

Bastón

Inmediatez Distancia Abolición de la

distancia

Contacto
El diálogo entre Descartes y Leibniz

Comprender la filosofía cartesiana; reconstruir el


sistem a de Leibniz; analizar la refracción de aquélla en
éste; ubicar esa comprensión, esa construcción y ese
análisis en la atmósfera del siglo XVII, a la luz de una
meditación sobre la historia de la ciencia y de las ideas;
tal programa de erudito, de científico y de filósofo fue
realizado por Belaval en Leibniz, critique de Descartes;
con rigor, coherencia y claridad.21

1- Efectivamente, este libro es en principio la obra


de un erudito que definió perfectamente su visión de la
historia. La información no falta en ningún momento, y
siempre está ubicada en el contexto temporal preciso.
Belaval tiene constantemente la preocupación de no
hablar de Descartes como lo haría un postkantiano, ni
de Leibniz como lo haría un sucesor de Hegel. Asimismo,
de no traducir nunca una tesis o una demostración
científica al lenguje de lo que Bachelard llama la historia
recurrente. Porque hay dos historias de las ciencias. La
que nos ayuda a comprender la ciencia actual y rechaza
considerar la escoria que ésta abandona en su evolución,
es la historia de los científicos. La que nos hace entender
el pensamiento profundo de los autores y de las épocas,
a través de la justificación interna, tanto de los éxitos
como de los errores (no se trata sólo de una larga serie
de triunfos), es la historia de los filósofos. De manera que
la ceguera de Descartes ante los números imaginarios
no tiene importancia alguna desde la primera pers­
pectiva; se explica a través de la segunda. Olvidar un

microscópica en Diálogo entre H ilas y Filón.


error, o justificarlo como tal (justificación instructiva en
ciencia, pero que sólo vuelve coherente un pensamiento
filosófico). Belaval elige la segunda vía. Además de per­
mitirle considerar a Desartes como lo hacía Leibniz
mismo, obtiene num erosas ventajas, por ejemplo, poder
refutar en forma brillante a Auguste Comte y su juicio
recurrente sobre la Geometría, o analizar con fortuna los
contrasentidos en la obra de Cavalieri.
Pero también hay dos historias de la filosofía. O se
tienen en cuenta, sin tener siempre conciencia de ello,
los sedimentos recientes en el análisis de los sedimentos
antiguos, y entonces se comprende una génesis remon­
tando la historia —después de todo, Descartes tiene un
sentido después de Kant— pero ya no se comprende el
conjunto de un pensamiento, o se tiene en cuenta ese
pensamiento puro. En la segunda perspectiva, que es
otra vez la de nuestro autor, la obra cartesiana ya no está
centrada en el Cogito y las Meditaciones, sino en los
Principios, lo que tiene una importancia considerable.
Belaval nos lo advierte: todos som os postkantianos: el
esfuerzo del historiador del siglo XVII debe abocarse a
levantar esa hipoteca. Existe el riesgo de que Descartes
contra Leibniz signifique para nosotros Kant contra
Aristóteles. Nuestro punto de vista está así doblemente
alterado; es recurrente en el sentido indicado, pero se
invierte en un nuevo sentido: estamos habituados a
pensar que un filósofo de la conciencia es más “moderno”
y m ás profundo que un filósofo del ser y que, por lo tanto,
aquél tiene fundamentos para criticar a éste. Esta doble
alteración nos impide comprender las críticas que
Leibniz dirige a Descartes, y consideramos que, después
de todo, no dice algo distinto a éste. Más aún, nos impide
comprender el cartesianismo. Ahora bien, el historiador
dice que éste no es, a pesar de lo que pueda parecer,
el primer paso de una filosofía trascendental. Para su
época —y para Leibniz—, en primer lugar, es un método,
sobre todo una física. Los preceptos, el mecanismo, los
meteoros, la dióptrica, los remolinos... Descartes es un
prenewtoniano antes de ser un prekantiano. La fatalidad
ha querido que sea m o s m ás p o sk a n tia n o s que
posnewtonianos.
A la inversa, no es preciso transformar a Descartes
en un positivista; las interpretaciones de Liard y de Adam
también son recurrentes y poscomtianas. Descartes no
establece el corte entre la ciencia y la metafísica, sino
entre una ciencia de fundamento metafísico y la teología.
Belaval obtiene un cartesianismo históricamente verda­
dero, equilibrado, donde el filósofo no devora al científico
(ni a la inversa).
2- Obra de erudito, obra de historiador, este libro es
también un libro de científico. Se abordan con m ucha
soltura las técnicas matemáticas y la arquitectónica del
mundo. Pienso particularmente en el excelente capítulo
en el que se compara la geometría algebraica con el
cálculo infinitesimal. La exposición se desarrolla con el
máximo de claridad y a veces con extraños aciertos,
com o en el b rillan te ejem plo del cálculo de la
subtangente y de la subnormal en Fermat y Descartes,
o en todo lo dicho sobre el cálculo de las series y de la
aritmética de los infinitos. Ahí, la competencia técnica
se alia a la visión histórica: y se agradecerá a Belaval
el hecho de llamar a la geometría de Descartes, geometría
algebraica y no analítica como lo ha hecho la tradición.
El término analítico impone la idea de una geometría
instruida en el cálculo infinitesimal, en suma, que ha
operado una síntesis con el análisis; idea moderna, al
menos muy posterior a Descartes. Doble ventaja del
término utilizado: se trata de una síntesis del álgebra,
y no del análisis (a menos que se hable, como Fontenelle,
del “análisis ordinario”), con la geometría, pero mucho
más. Descartes no supera la descripción de las curvas
que representan una ecuación algebraica. Planteado
esto, es una pena que el autor no haya hecho caso a su
descubrimiento: expresa mejor lo que en cierto sentido
ya sabían los griegos.
La competencia técnica no se alia sólo con la visión
histórica, sino también con la investigación histórica. Al
respecto, deben releerse las páginas donde se com­
prenderá al fin con toda claridad la difícil cuestión de
la génesis histórica y epistemológica de la noción
infinitesimal (volveré m ás adelante a esta cuestión con
cierto detenimiento, porque la explicación de Belaval en
este punto es definitiva). Por último y hablando en
términos m ás generales, la competencia del científico
brilla en la idea, difundida a través de todo el libro, de
que la noción de orden es matemáticamente m ás pro­
funda que la noción de medida; que si Leibniz prevalece
en este punto sobre Descartes, no es tanto porque el
cálculo infinitesimal sea m ás “sólido” que la geometría
algebraica, sino porque las nociones cualitativas son una
esencia donde lo cuantitativo es el accidente. Tal vez se
me dirá que las matemáticas modernas ayudan mucho
a comprender esto, así como nuestra lógica nos incita
a concebir con perfección el diálogo intuicionismo-for-
malismo. Sin duda, pero, en ese caso, se puede pensar
de manera recurrente. Descartes y Leibniz se oponen en
estas dos cuestiones, exponiéndolas realmente y no
implícitamente. Tal vez expresan dos estructuras pri­
mordiales de la Mathesis perennis, dos maneras fun­
damentales de concebir las matemáticas en su conjunto.
Por la misma razón, Belaval trasciende la técnica hacia
la idea general de la ciencia matemática, y el diálogo de
una época hacia una oposición intemporal.
3- Ese doble análisis despeja dos sistem as de
recurrencias. Al primero se lo critica y rechaza. El
rechazo y la crítica reviven el cartesianismo, volviéndole
a dar una auténtica perspectiva histórica. Era necesario
en la medida en que se buscaba un Descartes tal como
lo veía Leibniz y, por lo tanto, tal como se presentaba
en su época. El esclarecimiento progresivo de una fi­
losofía a través de los pensamientos posteriores es
categóricamente suprimido, y la historia de la filosofía
saca provecho de eso.
Por el contrario, el segundo sistem a de recurrencia
se acepta y analiza. Para definirlo mejor, conviene re­
mitirse a la lección m ás general que, sobre el saber
científico, nos da cada uno de ambos filósofos. Ahora
bien, la historia al desarrollarse descubre poco a poco
esa lección. Tomemos un ejemplo: los siglos XVIII y XIX
centran las matemáticas en el análisis. El leibnicianismo
se encuentra centrado entonces de la m ism a manera, ya
que contiene de esa ciencia la invención técnica y la
elaboración filosófica: la interpretación de Brunschvicg
es, en cierto sentido, “contemporánea” de esa idea.
Hagamos ahora variar ese centro y profundicemos la idea
general de las matemáticas; el leibnicianismo se pro­
fundizará conjuntamente con esa variación en la medida,
evidentemente, en que la involucra. Couturat y Russell
descubren así un Leibniz logicista. Belaval sigue aten­
tamente ese movimiento retrógrado, esa recurrencia.
Couturat va m ás lejos que Brunschvicg, porque el
logicismo es m ás profundo que la concepción analista.
Belaval profundiza m ás desde el momento en que
descubre en Leibniz al primer formalista, al primer
matemático del orden y de la cualidad. Es el mismo
movimiento en lo que concierne al cartesianismo. Se­
guramente se trata de cierto geometrismo, mejor aún, es
intuicionismo. Se comprende así como Belaval supera a
su s predecesores incluyéndolos. Leibniz es analista,
logicista e, incluso, formalista. Descartes es un geómetra
griego. Pero además es algebrista (en el sentido clásico),
y, más aún, es intuicionista. Al desarrollarse, la historia
confiere a los matemáticos una dimensión reflexiva que,
a parte post, ilumina con una luz nueva y cada vez mayor
las refelexiones de ambos autores sobre esa ciencia. Se
ha de notar la m ism a doble recurrencia en el capítulo
sobre la física. Comprender la cosmología del siglo XVII
impone olvidar el espíritu positivo, pero juzgarla y
mostrar de qué manera prepara el espíritu moderno
implica la referencia a los Principia de Newton.
De manera que el rechazo se explica por la pre­
ocupación de reubicar el diálogo considerado bajo su
verdadera luz histórica, y la de no ser infiel a las ideas
de los autores. Mientras que la aceptación obedece al
proyecto de descubrir en ellas estructuras intemporales
y fecundas.

II

1- Reconstruir el sistema leibniciano... El autor nos


advierte que ello permancece como un ideal inaccesible,
una tarea infinita. Brunschvicg lo afirma, Mahnke lo
pone de manifiesto. Existen demasiados puntos de vista
bajo los que se puede recomponer exhaustivamente. Eso
mismo hace al sistema: en cierta forma, estamos en
presencia del sistem a de todos los sistem as posibles.
Según los comentadores, se puede ver sucesivamente el
papel desempeñado por la lógica, la dinámica, la historia,
la jurisprudencia. Un hilo extraído de ese laberinto
devuelve todo el ovillo. Dar cuenta sintéticamente del
conjunto de esas posibilidades de recomposición es uno
de los problemas más elevados del leibnicianismo, el
ideal inaccesible. Pero el programa de Belaval no impone
de ninguna manera tan larga ni exhaustiva labor. Le
basta con definir el área precisa de ese sistem a donde
las tesis cartesianas encuentran un eco. Es un área
limitada. La filosofía leibniciana es más amplia y más
general que aquélla. Todo lo cual ya permite ver que
Descartes limita a Leibniz. La sombra del primero define
sobre el segundo una región específica.
2- Planteado así, es preciso entrar en el detalle de
tal especificación. Si no es solicitada la comprensión
global del leibnicianismo, no obstante lo es para el
cartesianismo. De ahí la obligación: comprender la fi­
losofía cartesiana. Descartes obra como emancipación,
libera la filosofía de la teología, obra como método y
física. Las Regulae, el Discurso, los Principes, antes de
las Méditations. Así lo verá el siglo XVII, así lo verá
Leibniz, que raramente cita los últimos. Cuando Newton
publique su s Principia ya no habrá más cartesianos.
Recíprocamente, la lectura de Leibniz esclarece singu­
larmente esa idea del cartesianismo y la confirma.
3- He aquí el conjunto de la refracción y su des­
composición. Cada siglo tiene su ideal enciclopédico. Si
el nuestro no lo tiene, y parece desesperado por cons­
tituirse uno, el siglo XVII, por el contrario, está seguro
del suyo: el método, el ideal matemático; su enciclopedia
es la Mathesis universalis: pero una Mathesis donde la
técnica científica es hija de la doctrina metafísica. De
donde se sigue que la filosofía ordena, pero siguiendo un
método, abrazando ella m ism a un modelo matemático, y
que así deduce, sin ver ni entender demasiado su
espectáculo, una visión física del universo.
Así, la intersección de dos filosofías se examinará en
el curso de tres investigaciones cuya distinción es índice
del espíritu de época. Epoca prekantiana, es verdad, de
donde se toma la orgullosa ingenuidad de construir un
mundo a partir de certidumbres racionales, en lugar de
indagar los fundamentos de estas últimas, pero sobre
todo, época prenewtoniana donde el mundo imaginado
tiene más evidencia y realidad que el mundo experi­
mentado.

III

La visión filosófica ordena desde la construcción


m ism a del libro. Efectivamente, a lo largo de los tres
análisis, van a jugar principios rectores que conviene
considerar inicialmente. El diálogo Leibniz-Descartes se
refiere sin cesar a éstos, los cuales dominan esos
análisis. Al menos hay tres, que corresponden a tres
órdenes diferentes. Conciernen a la metafísica, el método
y la historia. Diferentes, pero concurrentes y m utua­
mente aceptados, se los encuentra en forma difusa o
explícita en todas partes. Para mostrar mejor esa con­
currencia, daré de cada principio una consecuencia
relevante en un dominio próximo.
1- Una vez más, ¿qué es el cartesianismo? Es la
supresión del mundo inteligible. Es Dios solo, omnipo­
tente, -cuya voluntad detiene cualquier imperio, amo de
la Laguna Estigia y de los destinos. Crea el mundo pero
también la lógica, las verdades eternas, los teoremas y
axiomas. Su decisión pudo haber hecho que dos y dos
fuesen cinco y que nuestro espacio vivido tuviese cuatro
dimensiones o más. Frente a esta revolución filosófica,
Leibniz —y con él todos los cartesianos— no habrán de
parar hasta restablecer ese mundo. Frente a la voluntad
divina, el entendimiento divino retoma imprescriptibles
derechos. Así, tanto para Dios como para nosotros, el
todo es m ás grande que la parte, no existe el número tan
grande como se quiera, dos y dos son cuatro, Deus
calculat, sometido al principio de contradicción y a los
axiomas de la artirmética. Por un lado, la voluntad
precede el juicio, por otra, el juicio preordena la vo­
luntad. Voluntarismo o intelectualismo, con respecto a
Dios y con respecto al hombre. En suma, a la creación
de las verdades eternas se opone la existencia de una
lógica increada. La creación concierne a las esencias y
las existencias, o a las existencias solas. Primer prin­
cipio, de orden metafísico, que, sin cesar, subyace a las
réplicas del diálogo. No puedo enumerar todas las
consecuencias que Belaval saca de la comparación de los
métodos, de las ciencias o de las cosmologías, así como
de la comparación de las reflexiones filosóficas de ambos
autores. Sin embargo, un ejemplo m uy particular y de
orden epistemológico. Se sabe que, para Leibniz, no
puede haber el mayor número, ni el mayor espacio, ni
la m ayor velocidad. Un térm ino actual, infinito
cuantitativamente, contradice las leyes de la lógica. Esto
se sigue de una demostración siempre posible, con todos
los requisitos. En opinión de Descartes es el problema
mismo y su demostración los que están en tela de juicio:
mi entendimiento se termina y sólo puedo concluir en
su imposibilidad de decidir si existe o no un término m ás
grande que todos los términos. Desde entonces habla­
m os de indefinido. Para uno, la demostración concluye,
para el otro, es, decimos, indecidible. ¿Por qué? Con
Leibniz el entendimiento alcanza esa lógica increada;
porque concordamos con Dios en las mismas relaciones;
porque con respecto a Descartes y dado que Dios es
creador de verdades eternas y superior a ellas, no puedo
aplicar al infinito el principio de contradicción; recípro­
camente, si no puedo hacerlo, Dios crea verdades
eternas. La crítica leibniciana está centrada en el escán­
dalo de que un principio lógico pueda tener valor de
hecho, no de derecho.
2- Segundo plano de divergencia, esta vez de tipo
metodológico. Descartes es intuicionista, Leibniz formalis­
ta. Hasta hace poco se decía “indecidible” para designar
a parte ante que el mismo ejemplo se podía deducir de esta
segunda distinción. La demostración leibniciana ya es de
índole formalista. Y la decisión cartesiana con respecto a
este problema es de índole intuicionista. Como Brouwer,
Weyl y Lebesgue, Descartes rechaza la intervención del
tercero excluido en el infinito. El diálogo moderno, que
expresa dos concepciones fundamentables e irreductibles
del pensamiento matemático, tiene profundas raíces en el
diálogo aquí analizado.22

21 Gallimard, 1960.
22 Los lectores de Critique podrán rem itirse al Ns 67 de esa
publicación (diciembree de 1952), donde a propósito de la obra de
J.C availlés, M.R.Campbell define rápidam ente las escuelas en
cuestión, y pone a Bolzano en oposición a Descartes-Leibniz. La
Que no haya equívoco: no se están utilizando los
términos de intuicionismo e informalismo con el sentido
específico y técnico que reciben en nuestros días, sino
que aquellos retocan ese sentido, en diversas oportu­
nidades, como en los ejemplos brillantes del infinito y del
continuo. En general, tienen uno más amplio y m ás
tradicional. Por un lado, la visión, como diría Jean
Laporte, por otro, la confianza, bajo ciertas condiciones
en la cogitatio caeca. La cosa misma y el signo de la cosa.
De ahí se partirá, y esta distinción es tan importante
para Belaval, que ubica el analisis como encabezamiento
de su libro. De hecho, lo domina, y constantemente
producirá sus frutos. Por ejemplo, el orden metafísico,
que se deducirá de aquél rigurosamente, la existencia de
una lógica increada y la creación de verdades eternas.
a) ¿Qué quiere decir intuicionismo? En principio, que
no puede haber otro criterio y otro fundamento de la
verdad que la evidencia, que cualquier otra cosa se
remite a eso. Esta evidencia actual no es formalizable,
ni enseñable. Por lo tanto, requiere una reforma, una
conversión del espíritu: el primer precepto del método da
su sentido a los otros tres. (Al respecto, se podrá
comparar provechosamente el presente estudio con el
libro de Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez
Descartes; se oponen en este punto preciso; uno es­
clarece los tres últim os preceptos a través del primero,
el otro aisla el cuarto, otrorgándole un alcance reflexivo).
Lo que es intuido es conocido en su verdad y su realidad,

obra de Belaval da el ú ltim o toque a la introducción histórica de la


tesis de Cavaillés. H ay divergencias considerables entre los auto­
res: Cavaillés habla de la "tendencia aritm etista” de D escartes y de
su física “relativista” y dice de Leibniz que su m atem ática perm a­
nece “en el nivel de la intuición”. En una óptica com pletam ente
d istinta de la de B elaval, C availlés sostiene que se tra ta de la
prehistoria del pensam iento m atem ático, m ientras que para el
primero, se trata de su historia.
pero sólo esto es conocido sin confusión, asociación
íntima y exclusiva de la certidumbre y la evidencia. De
ahí, el dogmatismo restrictivo y crítico. Belaval y
Vuillemin están de acuerdo en este punto. (Se puede
comparar cómo Belaval y Vuillemin enuncian la misma
ley: conocer claramente dónde termina la jurídicción de
las ideas claras y discemibles.) El intuicionismo por
esencia es restrictivo en un sentido amplio: todo lo que
escapa a la jurídicción de la evidencia queda excluido en
su sentido específico. En este punto retocamos las tesis
de la escuela brouweriana. Como dijo Heyting, la po­
sibilidad de conocimiento sólo se manifiesta por el acto
de conocer. La asociación de esos dos sentidos se en­
cuentra justificada de la siguiente manera: si la tentativa
de Brouwer nos ayuda a comprender a parte post la
extraña decisión cartesiana de excluir de las matemá­
ticas procedimientos y métodos cuyo rigor nos parece
suficiente, recíprocamente, el estilo de dogmatismo que
impone el criterio intuitivo de la evidencia introduce
desde el fondo de la historia la explicación profunda de
la decisión brouweriana. Fiel a su criterio de la certi­
dumbre, Descartes no se pronuncia por los trascen­
dentes y los infinitamente pequeños, no pone en cir­
culación el mecanismo, evita las probabilidades. El
intuicionismo es el secreto profundo de los límites del
cartesianismo, pero también el de su fuerza. Dando la
espalda a lo no intuido de hecho y a lo no intuicionable
de derecho, Descartes no puede estár absolutamente
seguro de un dominio tan circunscripto y atravesado de
parte a parte por las luces de la evidencia. Excluye
mucho y así se limita, pero lo que conserva está fundado
y es inatacable; ahí no puede haber relativismo. Es así
como el intuicionism o fundam enta y esclarece el
geometrismo. De todo eso, Leibniz tendrá una conciencia
aguda y no dejará de atacar justamente esa área central.
Sería infidelidad al espíritu profundo del cartesianismo,
buscar en el Método lo que en él se puede encontrar, una
vía llena de huellas de los intentos por llegar a las
demostraciones, una técnica operativa, un ars inveniendi
compuesto por recetas, criterios, señales, razonamientos
en forma típica, en suma, un inventario de procedimien­
tos: cada uno por fraguar.
b) Se ve muy bien la oposición a Leibniz. ¿Conversión
del espíritu, duda? Cláusulas de estilo, retórica de
ornamento. ¿Intuición, evidencia? Visión subjetiva
propia de los visionarios. ¿El Método? Conviene compa­
rarlo con el irónico precepto de cierto químico: toma lo
necesario, opera como es necesario, obtendrás lo que
deseas; un "discurso de circunstancia”, la “menor de las
cortesías”, se dirá m ás tarde. Y, de hecho, una carta a
Mersenne nos lo advierte:”... No acabé con el Tratado del
Método, sino sólo el Discurso... para mostrar que no
tengo intención de enseñar, sino solamente de hablar de
él, porque, tal como se desprende de lo que dije al
respecto, se trata más de práctica que de teoría.” Al
contrario de Descartes, la certidumbre de Leibniz, diso­
ciada de la evidenica, sólo se conquista por la fuerza
probatoria de los razonamientos en forma ordenada.
Estos se enseñan y se aprenden, para suprimir la
subjetividad de la apreciación, es preciso encontrar
fórmulas independientes de su contenido. El cálculo
debe reemplazar la evaluación, la opinión, la discusión
apasionada. Una demostración independiente de su
m a teria , que s e d esa rro lla se g ú n n orm as
preestablecidas, es afortiori autónoma con respecto a
quienes la piensan analógicamete, la lógica increada es
independiente de la voluntad divina. De ahí, la excelente
deinición de Belaval, tomada de Gonseth : el formalismo,
es la lógica del objeto cualquiera.
Conviene detenerse un instante en este punto y
subrayar la fidelidad de Leibniz a esa idea general del
método, fidelidad que es tal vez uno de los secretos de
su sistematismo, del que se dice que su s claves están
ocultas. En efecto, hay en él diversas formas de demos­
tración, que aplica continuamente cualquiera sea el
problem a que enfrenta. E stru ctu ra s operatorias
aislables corren análogicamente a lo largo de su sistema.
Razón por la cual éste es independiente de los proble­
mas, razón además por la que, dado un problema entre
otros, arrastre a todos los otros, por intermedio del
formalismo del que se reviste. Belaval percibió muy bien
ese matematismo profundo, que proporciona a Leibniz
estructuras vacías en el interior de las cuales el conte­
nido de las nociones puede variar de manera determi­
nada. Es el formalismo en su pureza, en un sentido
amplio (confianza en la cogitatio caecaj y en el sentido
específico que puede tener para los modernos. Muy
importante es esa idea general de las matemáticas y del
arte de pensar según la cual la analogía de las relaciones
hace olvidar la naturaleza de las nociones. Sin duda es
porque, desde la perspectiva de Leibniz, el objeto ma­
temático es un a abstracción en la que considera
sistemáticamente las relaciones. A la inversa, si ese
objeto es una realidad, com o para D escartes, el
intuicionismo es norma: som os así reenviados al diálogo
Platón-Aristóteles. Pero también de un pensador del siglo
XVII nos viene la primera idea de las tentativas moder­
nas. Estas se encuentran insertas en una tradición, y
asimismo echan luz sobre esa tradición. Nos encontra­
m os en presencia de dos visiones profundas de la ciencia
y del pensamiento en general, profundas y sin ninguna
duda irreductibles. El filósofo tiene todo para ganar al
m ed itar e sa irreductibilidad. D os m étodos, dos
dogmatismos. Uno va a la evidencia y se cierra volun­
tariamente a cualquier otra vía. El segundo se precave
viformae contra las trampas de esa evidencia. Uno aclara
una verdad primera y fundamental, en el orden y en el
contenido, a partir de la que construirá una cadena
irreversible de razones. El otro lanza símbolos racionales
que se determinan entre sí, arquitecto de una totalidad
de encadenamientos reversibles cuyo eslabón central es
el principio de identidad. En el origen de uno, una verdad
simple y transparente, en el centro del otro, un principio
formal. Si el dogmatismo cartesiano es restrictivo y
extensivo, el dogmatismo leibniciano es intensivo y
generalizador. A la confianza en ün dominio cerrado y
limitado, confianza que excluye las reglones donde a
veces un elemento se nos escapa, opone la confianza en
dominios donde la verdad está involucrada pero sin
manifestarse actualmente. El ideal formal por un lado,
el virtual por el otro, reemplazan al actual. Entre lo
verdadero y lo incomprensible, Descartes plantea una
suerte de barrera natural, Leibniz un velo que puede
levantarse gradualmente. De allí, una valorización de lo
confuso, virtualmente claro, y del análisis en el que se
puede progresar indefinidamente (hay que comparar este
análisis con el capítulo sobre la epistemología de lo
sensible —cap. VII, séptima parte—, que es su aplicación
en el orden del conocimiento del mundo). Leibniz saca
provecho de aquello a lo que Descartes da vuelta la
espalda. Mientras más confundido esté, más realmente
sabré: optimismo sobre el poder de conocer, que da al
leibnicianismo otra aptitud motriz para la universalidad.
Finalmente, un método conduce a la evidencia. El otro,
a un conjunto virtual de conclusiones simbólicas. Y
entonces es natural que un dogmatismo recalque
nuestra finitud y la noción de indefinido, y que el otro
eche hacia atrás indefinidamente nuestra juridicción
intelectual, conformando así la noción de infinito virtual
y volviendo contradictoria la de infinito actual. Entredi­
chos definitivos en materia gnoseológica o posiilidad de
progreso sin fin.
3- Nuevo principio de distinción; éste concierne a la
historia. Primero los hombres: un solitario en exilio
voluntario, desconfiado y altanero, rechazando por
temperamento y por decisión metódica los libros de los
otros, cerrando sus ojos y tapándose los oídos para no
estar atento más que a su propio pensamiento. Del otro
lado, un alma de mil voces, eco de su época, que
frecuenta a las grandes mentalidades, mundano y lleno
de palinodias. A continuación, las obras: un héroe ocu­
pado en liberarse, en rechazar toda tradición, toda
escolástica, la erudición, así como su cultura y su
infancia. Del lado contrario, un conciliador enciclopé­
dico, ávido de todo saber y de consultas: frenesí del
inventario, cualesquiera sean la idea y el hecho in­
ventariados, que es todavía la historia en el sentido
baconiano, o ya en el sentido de la historia natural; pero
también será la historia en un sentido más moderno,
cuando Leibniz se haga filólogo, jurista, político,
genealogista, geólogo. Esa atención centrada en la crítica
erudita histórica, frecuente en los años en que florece el
anticartesianismo de Bayle, es tan importante que cier­
tos comentadores no dudaron en encontrar ahí un nuevo
"germen que desarrolla el conjunto del leibnicianismo”,
un nuevo punto de vista desde donde el sistem a se
ordena. Un revolucionario y un tradicionalista,
No obstante, algunas críticas —las de Leibniz— no
encontraron dificultades en recomponer los textos
cartesianos con elementos de inspiración antigua; otras
pensaron que él renovaba la crítica histórica, y que
Bayle, en ese sentido, era cartesiano. Por el contrario,
se ha demostrado —Dilthey por ejemplo—• que el mundo
de la historia estaba ausente del sistem a leibniciano.
Belaval se libra de la dificultad definiéndola y distin­
guiéndola. De hecho, ¿qué rechaza Descartes? Preci­
samente, la historia en el sentido baconicano, colección
de h ech o s p in to resco s y de op in ion es a gu d as,
compilación a lo Diógenes Laertes. ¿Por qué? Porque está
privada de orden, de poder demostrativo y de fecundidad,
proque se apoya en la memoria y no en la intuición, en
el consensus y la autoridad. Leibniz recomienda, al
contrario de la erudición, la descripción de verdades de
hecho, naturales y hum anas. Educado en el estilo liberal
de la Reforma, vuelve a la tradición, mientras el discípulo
de los Jesuítas reniega de ella. Esto se relaciona con la
idea que los dos filósofos se hacen de lo probable. Para
uno, lo probable es lo dudoso, lo falso, lo que debe ser
excluido: sólo hay un tipo de certidumbre. Para el otro,
hay varios tipos de certidumbres, m uchos grados. Podrá
entonces hacerse una ciencia de lo verosímil, bajo la
norma de la característica: habrá un cálculo de las
verosimilitudes, una lógica de lo probable, que debe
permitir integrar a la ciencia verdadera un montón de
conocimientos, desde la lingüística a la jurisprudencia
(compárese el análisis con el texto ■ —capítulo VII, parte
X— donde éste se aplica al concocimiento del mundo
físico, con el beneficio de la distinción entre lo probable
y lo verosímil). Uno se encuentra aquí con el ideal
enciclopedista que adopta las verdades de hecho y, en
frente, las restricciones críticas que prescriben no ir más
allá de la certidumbre matemática. O el saber es in­
tuición y excluye la memoria, o esta última subyace
continuamente a las actividades racionales. Establecidos
esos fundamentos, Leibniz se plantea problemas real­
mente históricos, como el del progreso, o el del cariz de
las leyes de desarrollo y de involución: al respecto, da
modelos geométricos e imágenes algebraicas: series de
series que constituyen la inteligibilidad del mundo. En
este punto, es necesario señalar dos cosas: primero, que
el método de comprensión del hecho histórico es de tipo
matemático, lo que m uestra que el modelo leibniciano
permite aplicaciones m ás amplias que el que utiliza
Descartes. En segundo lugar, si en Leibniz ese mundo
y su historia tienen un sentido, es debido a que, con­
forme con la teoría de la expresión, explicitan poco a poco
en el tiempo las verdades eternas (la teoría de la ex­
presión que matematiza la relación entre la lógica
increada y la creación): el mundo creado es el espejo del
mundo inteligible, la historia, el espejo de la Philosophia
peretinis, como las lenguas, variables, expresan nociones
inmutables, de las que la lengua universal, en su
constitución progresiva, sería la mejor traducción. Así el
historicismo leibniciano se vuelca al eclecticismo; b u s­
quemos en el mundo y la historia los mil fragmentos de
la verdad; se inclina también al preformacionismo
porque, en la eternidad, las leyes de series y la lógica
increada se plantean de una vez para siempre. Por el
contrario, el antihistoricismo cartesiano se inclina al
dogmatismo; se presenta como el comienzo absoluto, la
regla y la autoridad definitivas en materia de verdad
(como presupone el acabamiento de la ciencia por la
constitución del lenguaje universal). Se encuentra otra
vez la oposición entre la expresión progresiva en un
dominio abierto, y la claridad definitiva en una región
cerrada, que tiene un comienzo y un fin. Pero, dado que
el dominio leibniciano está en continuidad con un
mundo inteligible inmutable, contra toda previsión es
Descartes quien informará a la historia futura de la
filosofía, en lo sucesivo desligada de todo impedimentwn
extraño: corte, definición, independencia del mundo
humano. El solipcismo cartesiano anuncia una filosofía
autónoma, que Leibniz llamará sectaria y parcial, que
Hegel saludará como libre por fin de todo despotismo.
Por el contrario, la visión universalista •—"católica”— de
Leibniz dará la República de los Espíritus como el sujeto
objetivo del conocim iento, desarrollándose en la
inmanencia de la historia: habrá “cartesianos”, no
leibnicianos. Todavía es posible deducir, de los principios
precedentes, esas dos posiciones irreductibles: el mundo
histórico es la proyección temporal del mundo inteligible,
el intuicionismo implica una teoría del tiempo y del
conocimiento que prohibe plantear el problema de la
historia.
. Y entonces la conclusión de Belaval es rigurosa. Una
filosofía revolucionaria desemboca en la independencia
absoluta de la filosofía: Con Descartes comienza la
historia de la filosofía como tal. El dogma del comienzo
trae aparejado el comienzo de la historia. Partidario de
la conciencia y no del ser, Descartes libera la conciencia
filosófica, el cogito ya no expresará un mundo inteligible,
la filosofía ya no trendrá por objeto m ás que las esencias
existentes: Que llegue el siglo XVIII y las ideas ya no
serán humanas: La teoría del progreso expresada por el
Aufklárung reenviará sin cesar a la fuente cartesiana. Por
el contrario, a pesar de la erudición minuciosa con la que
Leibniz coloca de nuevo cada problema en medio de sus
antecedentes históricos, no dará ningún impulso parti­
cular a la historia de la filosofía. ¿Pero es al menos el
precursor de la filosofía de la historia? Precursor, tal vez,
no fundador. De hecho, es m ás bien teólogo de la
historia. Así, es necesario todavía pasar por la revolución
cartesiana para devolver a esa disciplina toda su pureza.
Es decir que nos hace falta, en ambos casos, pagar
nuestra deuda al filósofo y a su s discípulos que, recha­
zando toda anterioridad, teológica, cultural, histórica,
finalmente dieron a cada cuestión un estatuto humano
autónomo. La crítica universal se convierte en hum a­
nismo.
4- Suprimir el mundo inteligible, despreciar la esco
lástica y su formalismo,y, más allá de ese desprecio, toda
tradición y todo orden diferente del que instaura, para
Descartes significa abrir su ruta del conocer al ser. Esa
es la novedad profunda y la causa de las revoluciones.
Entonces, en ese sentido, Descartes anuncia a Kant y
funda la filosofía moderna. Reestablecer más tarde la
cadena de la tradición, la lógica increada y el mundo de
los signos. Con eso Leibniz quiere rehacer los caminos
aristotélicos del ser al conocer, y abre, en cierto modo,
la via hegeliana. El orden de las razones aquí sólo se
descubre en su simplicidad, a fin de cuentas, de en­
ciclopedia o, al menos, mientras ésta se desarrolla, y no
en un comienzo absoluto donde se conoce desde un
principio. Distinción mayor que Belaval enlaza a la
filigrana de su texto.
IV

El modelo matemático en Descartes es restringido (y,


en esto, es también modelo de restricción); en Leibniz,
al contrario, se encuentra ampliamente generalizado y
permite una acogida más amplia a problemas más
numerosos, El análisis de ese modelo nos conduce al
centro de la obra.
1- Revolucionario es Descartes en lo que concierne
a la situación de las matemáticas: su fecundidad es
independiente de la estéril lógica escolástica. El modelo
es autónomo con respecto a una disciplina que se
rechaza, tal como el orden filosófico se libera de una
teodicea de donde desapareció el mundo inteligible, o tal
como el proceso del sujeto cognoscente está desligado de
un sistem a del saber formal y preestablecido. Pero la
revolución no tiene lugar en cuanto al contenido de ese
modelo. Las matemáticas cartesianas siguen siendo
helénicas, es decir, métricas y reductibles, en cierto
sentido, a una teoría de las proporciones. En efecto, ellas
se componen de una aritmética (que no interesa a su
autor) y de una geometría métrica generalizada de tipo
griego, empalmadas por el espaldarazo de un álgebra
que, lejos de formar un algoritmo independiente, se
reduce a una teoría de las ecuaciones. El estilo crítico
y restrictivo del esfuerzo cartesiano es visible en ambos
casos. El revolucionario oculta a un severo conservador.
De esos dos puntos de vista, el modelo leibniciano se
opone en quiasmo a éste. En efecto, con él las mate­
m áticas quedarán como un a promoción de la lógica
aristotélica, y su desarrollo permanecerá analítico; cierto
logicismo retomará la tradición rota por Descartes. Pero,
por otra parte, y aunque Leibniz se declare perteneciente
a la tradición de Arquímedes, el contenido se generaliza
y alcanza dominios prohibidos o inéditos. El innovador
aparece bajo el tradicionalista.
Esta oposición puede sostenerse en pocas palabras:
es sabido que Descartes, después de Aristóteles, definió
las matemáticas como ciencia del orden y de la medida.
Pero para él son sobre todo ciencia de la medida; y para
Leibniz del orden (passim). De aquí se pueden sacar
varias consecuencias. Por ejemplo, que Descartes las
considera desde el punto de vista cuantitativo de lo igual
y lo desigual; que privilegia así la geometría y la noción
de ecuación. Inversamente, que Leibniz adopta la con­
s id e r a c ió n cu a lita tiv a , de lo sem eja n te y lo
desemejante, de manera que da privilegio a la artitmética
y a la noción de función. En el último hay un verdadero
análisis en formación (cálculo infinitesimal y teoría de las
funciones); y ese análisis se apoya en un formalismo
aritmético ya elaborado (porque conoce la combinatoria
y comprende la congruencia y los determinantes), que,
a su vez, encuentra su fundamento en una ciencia
general y abstracta de las formas y del orden, casi un
álgebra, en el sentido moderno de esta palabra, y que
preve el Analysis situs. Era difícil centrar mejor la
comparación.
1 bis- Sin embargo, antes de entrar en el detalle de
ésta, digamos algo de esa noción de orden que la
sostiene. Tal vez produzca asombro que Belaval dé a
Leibniz el privilegio, frente a Descartes, de haber cen­
trado su pensamiento en la noción de orden. Pero,
además de que es irrebatible desde el punto de vista
puramente epistemológico, se lo verifica de un modo más
general.
Es cierto que Descartes tiene una filosofía del orden
o, m ás bien, una práctica del orden. En primer lugar,
del orden matemático como tal, en el seno del cual dos
ideas sucesivas A y B lo son porque están ligadas por
un tercer término, su relación de tamaño. De donde se
ve que el orden matemático está dominado por La medida,
es decir, por la proporción. Luego, el orden matemático
es el modelo del orden filosófico. Pero no se reducen en
modo alguno el uno al otro. Son diferentes en el sentido
de que, entre los pensamientos A y B, Descartes nunca
introduce un tercer término; los considera solamente en
sí mismos (Compárese con la nota XIII del apéndice de
la obra de Vuillemin ya citada, y con la introducción al
libro de Gueroult sobre Descartes). Pero son compara­
bles porque uno da ocasión de imaginar que tal movi­
miento ordenado del pensamiento conduciría, en filo­
sofía, a la certidumbre. De esa manera, para Gueroult,
la fuerza probatoria del orden adoptado en la s
Méditations se debe a la irreversibilidad de la deducción,
irreversibilidad que sería el nexo profundo entre el
modelo y su aplicación. Es imposible comprender B sin
antes haber comprendido A. Y, recíprocamente, no
puedo prescindir de B y la serie para comprender A. Pero
aquí hay que explayarse, porque, estrictamente hablan­
do, la irreversibilidad no es de esencia matemática. O,
más bien, hay dos órdenes matemáticos; el que descubre
una solución y que entonces es irreversible, porque se
va de lo conocido a lo desconocido, y se trama poco a
poco lo complejo a partir de lo simple, lo difícil a partir
de lo fácil: es la vía de la invención; no se trata del orden
de las matemáticas, es el del ejercicio del matemático.
Pero el de las matemáticas es, efectivamente, indefini­
damente reversible. Muchos caminos, por no decir todos,
conducen a una noción, a una idea dada. Leibniz lo sabe,
él que es el filósofo de los puntos de vista y del
sistematismo plurívoco. De manera más restringida, es
también la consideración del núcleo del que parto y del
elemento constante que es la relación, úna vez más,
entre dos térm in o s s u c e s iv o s cu a le sq u ier a . La
homogeneidad total introducida en el orden por esa doble
consideración debilita la noción de irreversibilidad hasta
volverla inútil. Igualmente, Leibniz lo sabe, él que es el
filósofo de las leyes de series. Así, de acuerdo con los
intérpretes citados, la irreversibilidad del orden
cartesiano es la de la ratio cognoscendi no la de la ratio
essendi Esto confirma otra vez las distinciones iniciales
de Belaval concernientes a la vía del conocer al ser o su
inversa, por un lado, al mundo inteligible, por el otro,
Pero también su s actuales conclusiones: Descartes se
sirve del orden matemático y sujeta su pensamiento a
un orden análogo, aunque diferente. Leibniz piensa esa
noción y la generaliza como tal. Para uno, ésta es
instrumento, hilo de Ariadna, método. Para el otro, es
un objeto fundamental del pensamiento formal. Así
Descartes es el filósofo según el orden irreversible del
sujeto que conoce, Leibniz el del orden infinitamente
reestru ctu rab le de las cosas. La irreversibilidad
cartesiana de la cadena gnoseológica se volverá en
Leibniz el sitas cualitativo e irreductible de cada ser.
Pero, en lo que concierne estrictamente al modelo
matemático, la distinción de antes —orden y medida—
permanece y es suficiente.
2- Llegado a este punto, Belaval precisa la compa­
ración en dos tiempos: primero describe las doctrinas y
llega enseguida a las técnicas, Para las doctrinas, el autor
elige un índice privilegiado, la idea de número (es evi­
dente, cómo este paradigma refleja las concepciones de
conjunto). A lo largo del análisis, vamos a reencontrar,
efectivamente, los principales criterios de la diferen­
ciación : in tu ició n , ex ten sió n e sp a cia l, m ed id a,
discontinuidad, todas características que confieren su
estilo propio a la matemática cartesiana, y que en
conjunto van a participar de la solución (sobre la que ya
dije algo) del problema final del número mayor. Si­
guiendo el mismo índice y culminando en el mismo
problema, la doctrina leibniciana aparece más compleja
y con m ás niveles, por la simple razón de que en ella la
idea de número es fundamental mientras que en la otra
era marginal. Así como el orden precede a la medida, el
aritmetismo reemplaza al geometrismo, la multitudo
funda la magnitudo, el continuo subyace a lo contiguo,
que no es m ás que su límite; asimismo, lo intensivo es
más profundo que la extensión, y el situs cualitativo, más
que la materia sive qitontitos. El número cartesiano era
instrumento de medida, se vuelve operación; era espa­
cial, se vuelve elemento ideal; tenía el caracter extrínseco
de un signo, tiene ahora una relación intrínseca, con lo
numerado y con la operación intelectual de la enume­
ración, dos relaciones que expresa en una. Esa identidad
entre la operación y su resultado es el privilegio más
considerable de la artimética, su profundidad y su
fecundidad. Así Descartes se sirve del número, Leibniz
lo analiza y lo generaliza: entonces pueden entrar en la
característica, con el mismo derecho que los enteros, los
quebrados, los sordos, los trascendentes, los calificados,
los algebraicos y los imaginarios; esto sólo es posible
debido a que el número formalizado es una colección a
la vez que una operación. Doble provecho: se extiende
así el dominio de los números, pero se admiten ope­
raciones que Descartes habría rechazado, por ejemplo el
paso al límite.
Conviene detenerse aquí, porque estas ideas tienen
una importancia primordial. En efecto, si el número es
operación, tal vez podemos encontrar los que funden el
paso de lo discreto a lo continuo. Sin duda, estamos en
el origen de la solución de un problema importante del
leibnicianismo. En Pour comprendre la pensé de Leibniz,
Belaval mismo señalaba, no sin profundidad, que la
dificultad central del sistema era el empleo simultáneo
del principio de los indiscernibles y del principio de
continuidad. Ahora bien, en el nivel del formalismo
aritmético, vamos a descubrir ese pasaje de lo discreto
a lo continuo, que debe justificar lógicamente esa
simultaneidad: el principio de similitud o de la misma
razón, la iteración virtualmente interminable de una
operación va a ser la fuente del infinito. Se entiende de
manera muy precisa cómo se realizan: la arítmetización
del análisis, la distinción entre operación terminable e
interminable, entre verdad de razón y verdad de hecho,
entre necesidad y libertad... Se podría decir que el
conjunto del leibnicianismo se refiere a dos principios o
a dos nociones que, ' en primer lugar, no parecen
conciliables: la noción de similitud y la noción de infinito.
Ahora bien, estas observaciones tienden a poner de
manifiesto que la primera es la fuente de la otra, en la
imagen del formalismo aritmético. El mundo leibniciano
retoma entonces su coherencia y ya no forma del todo
un sistema cuya síntesis es inaccesible. Es preciso
meditar estas páginas que están, a mi modo de ver, entre
las m ás importantes de la obra, y entre las m ás pro­
fundas de las que se hayan escrito sobre Leibniz.
Por último, así se entiende cómo la solución del
problema del número mayor deberá utilizar la virtualidad
de la iteración intelectual, fuente del infinito potencial
del cálculo, y finalm ente interdicción del infinito
■ i
cuantitativo actual. °
3- El conjunto de los problemas doctrinales ligados
a la idea del número desemboca, en ocasión de las
dificultades presentadas por el m ás grande entre ellos,
en la cuestión del infinito. Sobre ésta, Descartes no se
pronuncia y rechaza abordar ese dominio. El hecho de
que Leibniz se pronuncie, incluso negativamente, nos
hace ver que al menos consiente en explorarla. No
podríamos estar mejor conducidos al examen de las
técnicas algebraicas del primero y a las audacias
infinitesimales del segundo. Se m e permitirá atraer la
atención del lector sobre este examen, que aporta
efectivamente una claridad definitiva sobre m uchas
cuestiones.
En primer lugar, el marco general de la comparación.
El diálogo matemático descrito repite, en cierto sentido,
la antigua oposición de los métodos de Arquímedes y los
de Apolonio. Se sabe que el primero es conocido sobre
todo por haberse adelantado a las rectificaciones y
cuadraturas que suponen ya el carácter infinitesimal; el
segundo por haber pensado la síntesis espacial de los
problemas de segundo orden. Que el parecido sea gran­
de, nadie puede negarlo, y Leibniz mismo, que gustaba
de las herencias, no deja de recoger ésta. Pero Belaval,
citando un texto de Chasles, nos advierte que el paralelo
es insuficiente. Es cierto que Leibniz está abierto a
métodos de Arquímedes que Descartes rechaza; pero si
la índole de esos métodos lo lleva a la tradición de
Apolonio, a lo que m ás tarde se convertirá en el análisis,
el estilo de Apolonio supera a su vez la problemática de
Arquímedes, en el sentido de que una geometría de la
forma y de la posición funda por sí misma el análisis.
Entonces, no hay paralelo, sino quiasmo. Leibniz se
beneficia simultáneamente de las dos tradiciones, es
matemático del infinito y de la cualidad; Descartes
hereda las dos restricciones, la de lo finito y de la
cantidad.
De todas maneras, el genio propio del espíritu
matemático habita en ambos; y ese genio es siempre el
de la generalización: nexo entre esos dos diálogos his­
tóricos. En cada caso, hay generalización algorítmica de
la tradición helénica: las notaciones algebraica y dife­
rencial de las que se enorgullecen nuestros dos autores
son expresión “lingüística” de eso. De ahí el amor de
Descartes por el álgebra y su desprecio por la artimética;
no sospecha en ésta poder formal, no percibe ahí más
que una herramienta de medida, como ya vimos. Su
relación con el álgebra es entonces el vínculo de lo
general con lo particular. A través de ese vínculo, el
álgebra clarifica ideas que los números compendiaban,
confusas; la teoría de las proporciones resume, simplifica
ordena y pone en evidencia vínculos que la aritmética no
percibe. El álgebra va a realizar ese trabajo de unificación
y esclarecimiento también a través de la geometría; debe
llegar a hacer con las figuras lo que logró con los
núm eros: dos gen eralizacion es de los problem as
helénicos en una sola disciplina; y la última sólo es
posible cuando se generaliza la noción de dimensión.
Pero sucede que las extensiones cartesianas no van más
allá de un cierto límite; sin duda porque el proyecto
general sigue siendo el de un geómetra; entonces las
raíces negativas son admitidas, porque tienen un sentido
sobre un eje, no las imaginarias, porque su s propiedades
espaciales (paradojales) no son reconocidas; la invención
algebraica se encuentra limitada por la intuición; de­
marcada, el algebra no se comprometerá con exponentes
cualesquiera; en consecuencia, y a su vez, se rechazará
el análisis de los trascendentes, La restricción es doble
y recíproca, cada disciplina limita a la vecina.
4- Así planteadas las cosas, la critica leibniciana es
de las más fáciles de comprender. El ánimo generalizador
debe suprimir los límites definidos de tal manera. En­
tonces, la aritmética encuentra la dignidad de un
algoritmo formal: el número utilizado en lo que es ya una
teoría de los determinantes recibe un valor abstracto de
orden y de posición; a continuación el álgebra se
compromete con el estudio de exponentes cualesquiera,
y, en particular, irracionales o variables; por último, la
geometría debe presentar un cálculo directo de las
formas, y superar así la exclusiva consideración de lo
igual y lo desigual. Todas las extensiones posibles son
sistemáticamente pensadas por Leibniz; de ellas el Ars
combinatoria representa la última y fundamental ex­
presión: será ciencia de las formas y de las cualidades
in universum. Generalizaciones pensadas, no todas
realizadas, pero de las que la historia de las matemáticas
hasta nuestros días se acordará fielmente y de m uchas
maneras. Es cierto que, comparado con esas sublimes
prefiguraciones, el cálculo infinitesimal es un descu­
brimiento de importancia relativa. La riqueza de las
matemáticas leibnicianas justifica el juicio recurrente del
que hemos hablado.
Y, sin embargo, desde una perspectiva estrictamente
histórica ■ —es decir, la que rechaza ese juicio—, es el
cálculo lo que opone a los dos filósofos. Por otra parte,
en lo que hace a la originalidad profunda de Leibniz, éste
se ubica desde fuera de la óptica cartesiana y anticipa
el carácter general de las matemáticas del siglo XVII.
Aquí, al contrario, y aunque se opone a su antecesor,
descubre ciertos resultados que completan la obra de
Descartes y le dan una fuerea y un sentido nuevo: la
geometría sólo es realmente analítica después de que es
puesta en su sitio la notación infinitesimal. Ese es el
centro de la comparación, respecto a unas obras y en
el espíritu de la época.
Se recupera entonces el problema del infinito y su s
especificaciones: series, convergencia, paso al límite,
función. Belaval da ejemplos excelentes del tratamiento
de problemas idénticos por medio de métodos que uti­
lizan o rechazan el instrumento infinitesimal: determi­
nación de las tangentes y cálculo de la subnormal, área
de la ruleta, problema de Florimond de Beaune. No
puedo analizarlos en detalle. Me basta con señalar la
admiración que se experimenta por el genio matemático
de Descartes que, en esto comparable a los griegos,
privado o falto de métodos “sólidos”, llega no obstante
a las solucionas; por ejemplo, evita la consideración del
infinito por el descubrimiento de correspondencias recí­
procas. Es una excelente manera de discernir el genio
particular comparar la debilidad de los métodos con la
fuerza de los problemas resueltos por éstos.23 Quien­
quiera que sea, va a plantearse en lo sucesivo una
cuestión que ya no concierne a las operaciones y los
métodos, sino al ente mismo del que se habla en el
cálculo. ¿Qué es infinitesimal?
5- En respuesta a esta difícil pregunta, Belaval des­
cribe la evolución histórica y la génesis epistemológica
en el curso de las cuales se elaboró la noción. Deben

23 Por otra parte, esta observación puede tener un alcance más


profundo; no se aplica sólo a una psicología de la invención.
recorrerse cuatro etapas que son: indivisibles, incompa­
rables, homógonas, diferenciales.
Es preciso comenzar por Cavalieri, y por los errores
com etidos con respecto a él. Efectivam ente, su s
indivisibles no so n diferenciales: son elem en tos
asignables, finitos, invariables, tres características
contrarias a la índole del cálculo. Esa es la razón por la
cual Descartes se atiene a Cavalieri que lo libera del paso
al límite, operación que rechaza; admitir lo contrario
sería liberarse de los indivisibles. Es evidente el contra
sen tid o en q u ien es lo s interpretan com o en tes
evanescentes, caso de Pascal y de Roberval. Pero, a favor
de ese conrasentido, la índole del cálculo comienza a
triunfar. Entonces Leibniz coloca a Descartes del lado de
Cavalieri y, por el estudio de las sumas dé series, llega
a pensar la evanescencia de una cantidad inasignable.
Señalamos de paso que la tradición arquimédea pasa,
como es normal, por la mecánica: el elemento consi­
derado tiene un estatuto dinámico.
También era normal que aquella pasara por el es­
tudio de las cuadraturas, que introduce cálculos de
progresiones y de aproximaciones. En esto Leibniz va a
sustituir el desorden de la aproximación de los decima­
les, por la exactitud de la ley de orden serial; y la suma
de esas series nos introduce naturalmente en la doctrina
de los incomparables. Para comprenderla, es preciso
admitir una escala de órdenes donde un elemento cual­
quiera es infinitamente pequeño o infinitamente grande
en relación al elemento que lo precede o le sigue; en el
interior de un mismo orden rige el principio de conti­
nuidad o axioma de Arquímedes: los elementos de ese
orden, todos homogéneos, se pueden superar unos a
otros por multiplicaciones convenientes, lo que no es
evidentemente el caso en los elementos de dos ordenes
diferentes. Entonces, y rigurosamente, se puede eliminar
sin error todo elemento de segundo orden en un cálculo
lineal y así sucesivam ente. Pero lo incomparable no es
todavía infinitesimal, porque, con toda exactitud, el
grano de arena, con respecto a la esfera de los fijos, tiene
su peso y su gravedad, por m ás insignificantes que sean.
Por eso hay que pensar una vez más la operación del
paso al límite. Todavía se trata del estudio de las series
y de su convergencia, que nos proporciona un tipo de
paso libre de toda intuición espacial. Así la sum a de una
serle va a tender hacia un límite sin que sea imposible
la intercalación de un término entre la sum a y el límite.
No hay homogeneidad, en el sentido de Arquímedes,
entre el límite y lo que está limitado: son, como dice
Leibniz homógonos. Este término permite comprender
cómo la igualdad es límite de desigualdades, el reposo
del movimiento, etcétera. Es evidente que esta doctrina
del paso al límite, suspende por un lado la jurisdicción
del principio del tercero excluido, pero por otro introduce
en matemática consideraciones que escapan en cierto
modo de la métrica.
Recorridas las tres primeras etapas hagamos ba­
lance: n u e s tr o s in fin ite sim a les so n c a n tid a d es
evanescentes, inasignables, que pueden estar organi­
zadas según ordenes incomparables a los que se puede
aplicar la operación del paso al límite.
6- Pero esos tres análisis también pusieron de ma­
nifiesto el papel capital del estudio de las series en la
génesis de las nociones del nuevo cálculo. Además P.
Boutroux declaraba en su Idéal scientifique des
mathématiciens que la teoría de los desarrollos en serie
era la parte m ás importante y la más fecunda de esta
nueva matemática. Es verdad que los que ahora lla­
mamos los “clásicos” consideraban la Teoría de las
funciones como lo esencial de su ciencia. Entonces el
cálculo y los desarrollos, sobre los que se apoya esta
teoría, adquieren una importancia considerable y, en
Leibniz, uno se ve tentado a privilegiar uno y otro. En
nuestra época, como ya señalé, minimizaríamos este
aporte, y valoraríamos otros aspectos de su obra. Lo
mismo hicieron Russell y Couturat, cuando nacía el
logicismo. El mérito de la obra de Belaval es llevar la
cuenta rigurosa de esas tendencias: muestra perfecta­
mente lo que hace de Leibniz el primer “clásico” (y de
Descartes el último griego) y, a través de pinceladas
hábiles y penetrantes, lo que lo convierte en el ancestro
de los modernos.
Pero volvamos a nuestras series. Señalar la impor­
tancia es decir que la noción de diferencial, si tiene un
evidente origen geométrico, debe mucho también a la
aritmética; y, precisamente, Leibniz alcanza la idea de
función del otro lado de los resultados destacables ob­
tenidos por Wallis sobre las series numéricas; y esta
última idea es en adelante fundamental en análisis,
como se acaba de ver. La nueva matemática se organiza
en tomo a tres nociones concurrentes: la ley de serie,
que deja atrás a Wallis, la función, que va más allá de
la ecuación cartesiana, y por último el infinitesimal que
aventaja a Cavalieri. Así está conformado el núcleo de
la organización llamada “clásica”' basada en relaciones
de orden y situación; deberán pasar dos siglos para
esclarecer perfectamente esta anticipación leibniciana.
Completada la génesis y descrito el cuadro, no obs­
tante subsisten algunas dificultades; y la querella sobre
lo infinitesimal se polongará durante mucho tiempo. Se
trata de una cantidad evanescente: convergencia arit­
mética y transición continua en geometría, paso al límite
en ambos casos; por otro lado, el lenguaje funcional
impone la reciprocidad de la integración y de la dife­
renciación, y deja atrás como consecuencia la idea de
incomparable. Pero si ese lenguaje se concibe formal­
mente, la evanescencia permanece como inexactitud; de
ahí la querella sobre la realidad de un ente que no es
ni intuicionable ni representable, y que Leibniz mismo
no admite más que como un ente ideal y auxiliar. No
puedo retomar en detalle la discusión, ni esa famosa
teoría del error compensado, en la que Poincaré mismo
confirma a Berkeley, Camot y Comte. Digamos simple­
m ente que dos tendencias profundas explican la acogida
de La diferencial en el leibnicianismo: primero el forma­
lismo y la confianza en la cogitatio caeca, que la con­
vierten en símbolo operatorio; en segundo lugar, la
concepción del infinito como actividad de la mente, poder
dinámico de la inteligencia. La noción está “objetiva­
m ente” fundada en el seno de un algoritmo que se da
bien, y subjetivamente, en una concepción general del
conocimiento.

1- Estamos m unidos de instrumentos convenientes


para la construcción del mundo. A útiles diferentes,
m undos distintos.
Sin ninguna duda, esta parte de la obra es la más
difícil: porque si las matemáticas de estos autores para
nosotros están siempre vivas, en cierto modo, su física
nos es extraña,.) La física prenewtoniana forma parte de
la prehistoria de la ciencia, si así se puede decir. Es
también el lugar en que Belaval despliega la mayor
virtuosidad arquitectónica, obligado como está a entre­
lazar todos los tem as precedentes que concurren en cada
una de esas cosmologías.
Sería imposible seguir con fidelidad todos los
lineamientos de la demostración. Pero al menos expre­
sem os la extraña paradoja de esa física. ¿Cómo se pudo
dejar de lado en el momento de construir, los instru­
mentos elaborados en vista de esa construcción, o más
bien, aquellos entre todos que nos parecen a los mo­
dernos los mejor adaptados a ese fin? ¿Cómo se pudo
hacerlo, mientras parecían resueltas las principales
cuestiones doctrinales y metodológicas del conocimiento
del mundo?
La primera pregunta trae aparejada un estudio de la
noción de experiencia, lo que es natural, y de su s im­
plicaciones metafíscas; en efecto —y esto es capital—, la
experiencia es en primer lugar una noción que no
conquista su autonomía y no se impone como necesaria
más que por vías de ese orden. Esas implicaciones son:
lo posible, lo contingente, lo probable, lo hipotético. Que
la experiencia sea una exigencia de las filosofías de
Desacartes y de Leibniz resulta del análisis de la primera
de esas implicaciones. Por un lado, la generalidad posible
es más amplia que lo real. Por otro, la singularidad de
lo real es m ás amplia que nuestros posibles; desde
entonces, el recurso experimental es indispensable para
llenar el intervalo que en Descartes es el signo del fracaso
de la deducción universal en un sentido, y, en Leibniz,
el de la inducción enciclopédica en otro. En cierta
medida, esta exigencia se impone por defecto. Si fué­
semos Dios, ese recurso sería inútil. Pero somos cria­
turas, igual que el mundo sobre el que debemos ex­
perimentar. Criaturas, es decir, contingentes. La física
prenewtoniana es la de un mundo contingente, un
mundo creado, Es preciso así relacionar el diálogo
cosmológico con los principios de los "creacionismos”
que lo vuelven posibles. En Descartes, el acto creador
hará intervenir a la voluntad divina completamente pura;
ésta, el entendimiento divino y su relación determinada
concurrirán en Leibniz en la composición de un mundo
determinado, organizado, finalizado, donde es infinito el
análisis de los elementos, y que se opone al mundo
cartesiano de lo indefinido y la extensión. Nos encon­
tramos entonces como constitutivos del universo todos
los elementos anteriormente analizados: mecanismo y
finalism o, cantidad y cualidad, hom ogeneidad y
alteridad, discontinuidad y variaciones continuas que
llegan a una simplicidad sin simetría, máquina y na­
turaleza, tiempo abierto y orden de relaciones lógicas,
todos elementos que son los índices de un mundo creado
ya sea por una omnipotencia y sin modelo, ya sea por
una potencia que elige entre otras la organización ar­
quitectónica perfecta que le propone el entendimiento
(remito a esas excelentes páginas).
Al respecto, recordaremos la primera distinción: ló­
gica increada y supresión del mundo inteligible. Distin­
ción que se reencuentra cuando uno se plantea la
cuestión de la racionalidad de lo real, que Belaval
resuelve eligiendo como referencia el tem a de la
causalidad. Para Descartes, en efecto, Dios instituye
nuestra razón y garantiza su alcance a través de su
veracidad. Si su omnipotencia hubiera querido monta­
ñas sin valles, nuestra razón, diferente, hubiera com­
prendido ese espectáculo a través de la garantía de esa
veracidad. Por lo'" tanto, lo real tiene, en él, una
racionalidad hipotética. Para Leibniz es absoluta, la
causa es idéntica a la ratio. Por un lado, la materia es
irracional aunque inteligible, se animiza de lo otro, donde
lo irracional ya no es m ás que la limitación inherente a
toda criatura, y la interminabilidad del análisis.
2- Adquiridos los fundamentos doctrinales, nos es
preciso pasar a los principios metodológicos. Hay que
agradecer a Belaval el haber distinguido cuidadosamente
los problemas de cosmología general y las cuestiones de
método. Esto le permite ubicar con exactitud la física
prenewtoniana. En efecto, ahí se ve cómo ésta resulta
ontológica y apriorística, casi teológica. Pero, por otra
parte, se percibe de qué manera prepara el camino a la
ciencia moderna. Por ejemplo, asimilar contingencia e
indeterminismo, determinismo y necesidad viene a ser
la misma confusión de la reunión de causa y ley. Si el
pensamiento moderno ya no puede (por derecho) caer en
esas confusiones, era natural que esa física sí lo hiciera.
La metodología estaba fundada en la metafísica y no
separada de ella. Sin embargo, a veces, el sentido
“positivista” de esos términos es elaborado, nunca ad­
quirido. El tem a de la creación siempre está presente:
los prin cip io s físicos so n lo que D ios m an tie n e , la s leyes
so n lo q u e D ios deja hacer. La d istin ció n de Belaval
re c u p e ra u n vínculo profundo so b re el que no deja de
advertirnos: lejos de que los fu n d a m e n to s d o ctrin ales se
p la n te e n en v ista de los m étodos, é sto s se vuelven h a c ia
aquellos. C u a le sq u ie ra s e a n e n to n c e s los m étodos que
p e rm ite n llegar a los principios y a la s leyes, c u a le sq u ie ra
s e a n los dom inios a los que se ap liq u e n (m ateria inerte,
psicología, historia), ja m á s se e sta b lec e n exclusivam ente
en b a s e a la m e d id a experim ental, sin o s e g ú n la co­
h e re n c ia doctrinal.
Y, s in em bargo, fieles a la s exigencias de s u teoría,
D e sc a rte s y Leibniz tie n e n la p reo c u p a c ió n co m ú n por
e s a p rác tic a . S in d u d a , es in su ficien te en el prim ero y
c o m p letam en te s u b o rd in a d a a la deduccción. Pero la
crítica del seg u n d o a p u n ta m u ch o m e n o s a e sa in s u ­
ficiencia que a la debilidad de las in fe ren c ias teóricas;
pone de m an ifiesto que com o predecesor, no llega al giro
new toniano, que a n u n c ia el p en sam ien to m oderno, que
c o n siste en no ir m á s de la d o ctrin a al m étodo, sino de
la experien cia a s u legislación h ip o tética. Por lo c o n ­
trario, e s a c rític a es —bajo todos los a sp e c to s— p a ra le la
a la refe rid a a la s m atem áticas: se tr a t a de s u p e ra r a
D e sc a rte s e n lo universal.
A lejados de los Principia de New ton en e ste aspecto,
a d e m á s lo e s tá n p o r o tra s dos razones: s u epistem ología
de lo sen sib le, diferente, y s u m ate m a tiz a ció n de la física,
sem ejan te. A m i m odo de ver, e s ta s s o n la s p á g in a s m á s
b rilla n tes y c o n siste n te s de la ú ltim a p a rte . S u d en sid ad
vuelve im posible u n re s u m e n rápido. S im plem ente de­
cim os q u e el a n á lisis de la p rim e ra de e s a s razones
confirm a la s rec ien te s adquisiciones: p a r a D escartes, lo
racio n al es real, pero no puedo s a b e r si lo real es
racional. P a ra Leibniz, p o r el co n trario , todo real es
racional, y la experiencia, p o r lo ta n to , no p u e d e p e s c a r
en falta a la teoría. P o r o tra p arte, el a n á lisis de la
s e g u n d a raz ó n confirm a y consolida el apriorism o de los
dos autores: su física es general, universal y no toma del
modelo matemático más que lo que hace a la certeza de
su método, no toma su precisión. Efectivamente, el
modelo ofrece por un lado el rigor deductivo de las
cadenas de razones universales, y por otro, la precisión
perfectible de las aproxim aciones inductivas; los
p ren ew to n ia n o s eligen el rigor y d ed u cen , los
newtonianos elegirán la precisión y medirán. Así, Des­
cartes y Leibniz malograron, si se puede decir, la física
m atem ática por exceso, por exceso de rigor y de
unversalidad. La última demostración de ese resultado
se encuentra en el rechazo leibniciano a aplicar el cálculo
de probabilidades, solución considerada como científica­
m ente imperfecta, y cuyo valor sólo es práctico.
La verdadera ciencia consiste en ubicarse desde el
punto de vista de Dios. Como vimos, la experiencia es
entonces inútil. Con respecto al hombre, es indispensa­
ble por defecto. Pero, para que la física sea una verdadera
ciencia, debe ser rigurosa, no precisa, Entonces la ca­
dena deductiva será seguida y el giro newtoniano im­
posible. El demonio de la generalidad, que hizo triunfar
a Descartes y a Leibniz en el dominio matemático, les
hizo olvidar o menospreciar las singularidades aproxi-
mativas y probables, las inducciones y las medidas
particulares.
La obra de Belaval tiene una importancia considera­
ble por haber reunido ventajas que resulta difícil con­
ciliar.
En primer lugar, nos enseña el rigor y la precisión
históricas. Evita cualquier parcialidad por la profundi­
dad de la información, por su comprensión aguda del
siglo XVII, de su estilo propio de demostración, de su
tratamiento particular de los problemas científicos y
filosóficos, de su manera original de componerlos. Esta
es su primer virtud, fidelidad sin concesiones. A través
de ésta la historia de las ideas escapa a las categorías
escolásticas, a las querellas académicas, a las termi­
naciones en “ismo”.
Además, y por esa m ism a virtud, Belaval supera la
mera descripción histórica. Descubre, en un diálogo
prenewtoniano que a veces puede parecemos extraño,
una oposición inmortal. Este libro, que tiene la modestia
de presentarse como un libro de historia, es mucho más
que eso. En efecto, vemos aquí que esa oposición se
proyecta a todas las épocas y todos los lugares. Apolonio
y Arquímedes se responden, como Platón y Aristóteles,
Comte y Cournot, Brouwer e Hilbert, sobre la índole, la
concepción, el método y la naturaleza de las ciencias
matemáticas; así como Anaxágoras y Platón, Epicuro y
Aristóteles, sobre su aplicación a la construcción del
Universo; por último Kant y Hegel, sobre la visión
filosófica de las cosas... La fidelidad histórica reflexiona
acerca de una filosofía general de la historia. Belaval cree
en el fondo en una Philosophia perennis y, sin duda,
también en una Mathesis perennis , cuyos problemas, a
veces independientes pero profundamente vinculados,
adquieren nuevos aspectos, siempre retomados.
Por último, está la demostración de la relación con
nuestra época. Porque ¿cuál de esos dos héroes está más
cerca nuestro? Seguramente, es moderno el hombre del
logicismo; y los instaurado^es de ese movimiento no
dudaron en pagar su deuda a Leibniz, como Belaval paga
otra importantísima saludándolo como el matemático del
formalismo, del orden y de la situación. Pero m uchos
resultados recientes critican y restringen las primeras
ambiciones. Se querrá entonces escuchar el eco de
lejanos imperativos cartesianos. Así se puede beber
indefinidamente en una herencia que todos los días
adquiere un valor nuevo. Al mismo tiempo, este libro que
expresa concepciones fundamentales de la Mathesis
eterna se convierte en un libro vivo que echa luz sobre
las dificultades mayores del saber actual. Si es valio­
sísimo para el historiador, para el filósofo de la historia,
resulta capital para el epistemólogo.
Pero también para el filósofo de nuestra época. Si
desde no hace m ucho el viento es favorable a Descartes
contra Leibniz, quiero decir, a una filosofía de la concien­
cia contra cierto enciclopedismo, era bueno que se dijese
que este último no está desprovisto de argumentos
capaces de criticar una filosofía del cogito, al m enos si
ésta abandona el dominio de los conocimientos en acto.
De ahora en adelante, estamos prevenidos contra el
olvido de dos sabidurías.

La comunicación sustancial demostrada


More mathematico

La mónada no tiene “ventanas por las que algo pueda


entrar y salir”.24 Está sola en el mundo, sin derechos,
aislada, sola con Dios, quien entra “en conversación [con
ella] e incluso en sociedad, comunicándole su s pensa­
mientos y voluntad de una manera particular”.25. Espejo
de Dios, “región de verdades eternas”,26 lo es también del
universo, región del consentimiento y de la conexión.
Porque todo conspira, está vinculado, se expresa m u­
tuamente y es congruente. Estas relaciones, multipli­
cadas hasta el infinito, átomos de la naturaleza o puntos
metafísicos entre ellos, sólo se entienden en y por su
relación simple y solitaria en la Monas monadum En
efecto, nadie entiende cómo una sustancia podría co­
municase con otra sustancia creada; cómo, según el
rigor metafísico, se establecería una influencia real de
una sobre la otra: cada una es como un mundo aparte
y se esfuerza espontáneamente, como si sólo existieran
ella y Dios, para retomar la palabra de Teresa de Ávila.
Mediante ese vínculo único, establecido de antemano
desde la eternidad y para la eternidad, se constituye un

24 Monadolagía, 7.
25 Discurso de M etafísica, 35.
26 Monadología, 43.
perfecto acuerdo y relación mutua que produce lo que
llamamos su comunicación.27
La independencia recíproca de las mónadas, más su
dependencia respectiva frente a Dios, establece su comu­
nicación m utua,28
Decir que la relación entre sustancias se resuelve en
la suma de su aislamiento y el diálogo místico es una
exposición del estado de las cosas en su realidad metafí­
sica. Ahora bien, si esa exposición es verídica, el estado
de las cosas correspondiente debe ser explicable, incluso
sometido a demostración según la necesidad que rige la
constitución del mundo, a saber, la necesidad mínima de
lo mejor, o necesidad moral. De manera que conviene
establecer esa demostración utilizando sólo los principios
admitidos en la lógica leibniciana del mecanismo meta-
físico.29 Sin duda, ese proyecto no quita el derecho de
señalar la profundidad existencial de este pensamiento
que intenta explicar a través de una referencia exterior la
solidaridad objetiva de las cosas y de los destinos, asu­
miendo la experiencia dolorosa de su sordera, de su
opacidad, de su extrañeza mutuas; de hecho, se necesita
al menos un Dios para que las mónadas se escuchen y

27 Nuevo sistem a de la naturaleza y de comunicación de las


sustancias.
28 Como es sabido, esto sirve, en particular, para explicar la
unión del alm a y del cuerpo.
29 De R erum originatione radicali, Phil. VII, 304. La necesidad
m atem ática o m etafísica es tal que lo contrario im plica contra­
dicción; la n ecesid ad moral que cuida de la creación es tal que lo
contrario im plica imperfección. A propósito del m ecanism o m eta-
físico, se señ ala m uy poco la continuidad que existe entre la ley de
sum isión de la m ecánica física a los principios m etafísicos y la ley
de organización m ecánica de los seres m etafísicos: esto significa que
el camino que conduce de la m ecánica a la m etafísica no es irre­
versible. Por el contrario, es convertible punto por punto. S i hay una
m etafísica del m ecanism o y del dinamismo, h ay tam bién un m e­
canismo y un dinam ism o m etafísicos. A sí que sería fácil reescribir
la obra clásica de Gueroult en el otro sentido.
se en tien d an . D em ostrar no excluye la visión de las cosas
m ism as, la experiencia vivida no exim e de razonar.
A p rim e ra vista, la solución del preestab lecim ien to
arm ónico se opone a las especificaciones m á s conocidas
del principio de razó n d e te rm in a n te y de la n e c esid ad de
lo m ejor.
E n p rim e r lugar, p a ra d a r c u e n ta de u n a relación
ím ica e n tre dos m ó n a d a s —sin in te rro g a rse ac erc a de la
posib ilid ad o la im posibilidad ontológicas de s u in ­
flu en cia— , se e x p erim en ta la n e c e sid a d de p la n te a r dos,
la de c a d a s u s ta n c ia resp ectiv am en te con la M onas
m onadum . P areciera que se co n tra d ic e el principio del
m e n o r g a sto que reco m ien d a no m u ltip lic a r las relacio­
n e s s in n ecesid ad . El m u n d o p a re c e c o n stru id o , se
p o d ría decir, p o r u n conjunto c o n stitu id o po r m u ch o s
m á s v ín cu lo s de los que se n e c e s ita ría n p a ra estab lecer
la red de expresión m o n ád ic a m u tu a , en la especie d o s
por una. El principio de econom ía p arece co n trad ecir
c u a n tita tiv a m e n te lo que es u n a p rim e ra im perfección.
Si en segundo lu g a r se c o n sid e ran los dos p u n to s
m etafísicos e n tre los que n o s esforzam os en p e n s a r la
c o m unicación, la solución del p reestab lecim ien to p arece
e v id en tem en te la del camino m á s largo posible*0 —re ­
petim o s al p a s a r que h a b la m o s de lógica y m ecánica, no
de m etafísica, de la m ism a m a n e ra que De R erum h abla,
con resp e c to a la creación, de apro v ech am ien to óptim o

30 Las m ejores definiciones (abstractas) del camino recorrido se


encuentran en los Nuevos ensayos, II, XIII, 3, PHIL., V o en In itia
rerum m athem aticarum metapliysica, M ath, VII, 18: “Dos puntos
están m ás cerca si los elem entos intercalados m ás determinados
(maximci determ inata) dan algo m ás sim ple. U n elem ento in ter­
calado m uy determinado es el camino m ás sim ple de uno a otro, a
la vez m ínim o y el m ás monótono”, etc. Reichenbach, comentando
e ste tex to , com ete el error con stante de reconocer nociones
topológicas apenas nacientes, y de desconocer las nociones de
“cálculo de las variaciones” sistem áticam ente em pleadas. Modern
Philosophy o f Science, Londres, 1959.
del espacio. E n efecto, “in te rc a la r” a Dios e n tre los dos
p u n to s equivale a reconocer e n tre ellos el cam ino m áxi­
m o, y ta l vez el m en o s sim ple: e n o tra s p a la b ra s, se
ob tien e u n resu lta d o local y s in g u la r con el m ayor gasto.
O tam b ién , si se c o n su lta la c rític a m á s lú cid a (y la m ás
elegante) que h a y a existido a la geom etría cartesian a,
p a re c e ría que la teo ría de la c o m u n icació n de las s u s ­
ta n c ia s , al m en o s e n su so sté n relacional, e s tá som etida
a ella de derecho; som etiendo la geo m etría al álgebra,
D e sc a rte s abrió u n a vía firm e, pero no óptim a, u n rodeo
cóm odo (para la voluntad), p ero a m e n u d o excesivo (para
la inteligencia): “es como si, p a ra ir de u n lu g a r a otro,
se q u isie ra seg u ir siem pre el c u rs o de los río s”.31 P a sa r
sie m p re po r el álgebra y el n ú m e ro es la p ru e b a del éxito

31 Couturat, “Projet d’un art d’in ven ter”, en Opuscules. El texto


sigue: ..."Como un viajero italiano que conocí, quien iba siempre en
barco cuando podía hacerlo. A u n q u e h u b iera 12 leg u a s de
W ürzburg a W ertheim, prefería seguir la corriente del Main a
tom ar el camino por tierra que llevaba sólo cinco horas. Pero cuando
los cam inos por tierra no están todavía abiertos y roturados, como
en América, se está m uy satisfecho de poder utilizar la corriente.
Y lo m ism o.sucede en la geom etría cuando adopta los elementos;
porque la im aginación se perdería en la m ultitud de figuras, si el
álgebra no hubiera acudido en su ayuda, h a sta el establecim iento
de u n a característica propia de la geom etría, que m arca las si­
tuaciones como la aritm ética m arca las m agnitudes.”
Dos observaciones acerca de esta cita:
1 . W ürtzburg y W ertheim están situados en la base de una gaza
del M ain, cuyo ángulo se encuentra en Gemünden: el principio
leibniciano equivale entonces a la desigualdad triangular; enuncia
el principio del camino más corto , o del cortocircuito en particular,
sobre u na gaza; es un esquema metódico, en el sentido moderno.
2. El principio cartesiano im pone conservar siem pre el mismo
m étodo, es decir, seguir el Main. D e esto se infiere que la célebre
metáfora del bosque que siempre se term ina por atravesar a con­
dición de conservar la m ism a dirección es isomorfa al método de la-
geom etría algebraica: el camino es seguro, aunque pueda ocurrir
que sea el m ás largo y complicado que se pueda im aginar. Siempre
se p asa por los números, en la m edida en que se conserve la m ism a
p o r la o b stinación de re ite ra r u n procedim iento c o n s ta n ­
te: pero en m u ch o s ca so s e s el circuito m á s largo y el
m á s com plicado, La g eo m etría algebraica tropieza con el
principio de la sim plicidad de las vías o, si se quiere, de
la d esig u ald ad triangular: de la lín e a a la línea, el cam ino
m á s corto no puede p a s a r p o r o tra co sa que la línea.
In te rc a la r el núm ero forzo sam en te viene a ala rg ar o
com plicar la vía: dos c a m in o s en lu g ar de uno, c o n sti­
tu y e n u n cam ino m á s largo. Igualm ente, es seguro que
llegaré al otro si paso sie m p re p o r la M onas m onadum ,
q u e es m i c a u s á 'plena y s u raz ó n com pleta. ¿Pero no es
u n in m en so rodeo —seg u ro que el m á s largo—, que
d e s b a ra ta , tam b ié n el prin cip io m ínim o de la d e s ­
ig u ald a d tria n g u la r? ¿O D ios es ese rodeo que se vuelve
n e c esa rio p o r la im posibilidad de ro tu ra r u n a vía e n tre
el otro y yo, por el cierre y la in d ep e n d e n c ia ? Ya se tra te
del cam ino m á s largo o de la solución m en o s m ala, en
to d a s p a rte s n o s en c o n tram o s lo co n trario de la n e c e ­
sid a d m oral, a saber, la im perfección.
Se d e m u e stra sin dificultad que e sas objeciones so n
erróneas o e stá n privadas de fundam ento y que, al co n tra­
rio, el preestablecim iento arm ónico es la solución m á s
sim ple y m ás económica; p o r lo tanto, la solución “nece­
s a ria ” al problem a de la com unicación de las su stan cias.
Sean, e n prim er lugar, dos m ónadas;- s u relación
d ire c ta no existe, seg ú n el rig o r m etafísico: aparece sólo
com o el re su lta d o de las d o s relacio n es de c a d a u n a con
Dios, la s ú n ic a s posibles y reales. E n to n ces b a s ta con
m u ltip lic a r el n úm ero de la s s u s ta n c ia s m á s allá de tre s
p a r a percib ir in m e d ia ta m e n te la econom ía n u m e ra l de
la s relaciones e n la tesis a d o p ta d a po r Leibniz: q u ed a d e­

dirección. Lo que separa a los dos pensadores es la concepción del


camino recto : el m ás corto de hecho, o el m ás constante en la decisión
del sujeto. (La práctica de las m atem áticas a menudo lleva a esa
elección: método por obstinación, o método por elegancia de un
cortocircuito)
m o strad o en el A rt combinatoire, es decir, s e calcula. E n
efecto, p lan teem o s u n n ú m ero n de m ó n ad a s: e n la so lu ­
ción del p reestab lecim ien to arm ónico, e stric ta m e n te h a y
ta n ta s conexiones con D ios com o m ó n ad as, o sea, n.

E n la so lu ció n de la in flu en cia recíproca, s e ría n e ­


c esario que h u b ie ra n ta n ta s relaciones com o co m b in a­
ciones de los n elem en to s d o s a dos,’ es decir C2n . No hace
falta decir q u e e ste últim o n ú m ero es m u y rá p id a m e n te
s u p e rio r a n, ta n ráp id o q u e la serie de los “tria n g u la re s ”
s e vuelve s u p e rio r a la serie de los “o rd in ario s”,32 es decir,
desde que se s u p e ra 3. El conjunto;'de rela cio n e s con
D ios se c o n stitu y e p o r m en o s líneas que la red de
interexpresión, a m ed id a q u e se eleva el n ú m e ro de las
m ó n ad a s. Lo c u a l c asi c o n stitu iría u n teorem a: a p a rtir
de que h ay pluralism o sustancial, se d e m u e stra a través

32 C2 > n se verifica si n (ra-l)> n, es decir si n > 3.


n 2

A partir de que h ay m ás de tres m ónadas, la solución del


preestablecim iento es económica. Cálculos de este tipo pululan,
como es sabido, en la obra de Leibniz (por ej. M ath., V y VII, para
el esquema).
d e la com binatoria que el preestablecim iento e s la solu­
ción n u m eralm ente m á s económica, p a r a In stitu ir re la ­
ciones co m p le ta s en e sa m ultiplicidad. La te sis de la
a rm o n ía p re e sta b le c id a e s tá im plicada en el pluralism o,
p o r la m ed ia ció n de la C om binatoria. Pero so b re todo:
la red de in te rre la c io n es m o n ád ic as es n u m e ra lm e n te
m u y fuerte; a u n q u e a p a re n te , es com plicada; no tien e
existencia, en rigor y en el plano de realid ad , m á s que
p o r in term ed io del c o n ju n to de relacio n es arm ónicas;
é ste es n u m e ra lm e n te m en o s poderoso y es m á s sim ple
desde el p u n to de v ista de la forma: no h a y m á s que u n
vértice p a r a u n n ú m ero elevado de in terseccio n es, cal­
culable de nu ev o p o r la com binatoria. D e m a n e ra que la
realidad fu n d a la aparien cia, como lo sim ple explica lo
complejo y el n ú m e ro pequeño —en v erd ad , la u n i d a d -
co n stitu y e al g ra n d e .33 E s ta explicación p o r lo sim ple es
y a económ ica. Pero h a y m ás: el efecto es m áxim o con el
m en o r g asto ;34 porque, p a ra u n a m u ltip licid ad de s u s ­
tancias, el n úm ero mínim o d e relaciones im aginables no
p u e d e se r tnferíor al núm ero m ism o d e las m ónadas: el
g asto real c o n sen tid o p o r D ios es el m á s p eq u eñ o posible;
in v ersam en te, p a ra e s ta m ism a m ultiplicidad, es im ­
posible o b te n e r u n núm ero m á s g rande d e relaciones
fe n o m e n a le s que las d e la interexpresión u n ive rsa l que
c o n stitu y e n u n a red com pleta. Por lo ta n to , no h a y sólo
explicación a tra v é s de lo sim ple real, o m á s a ú n p ro ­
ducción del m u n d o de la com unicación u n iv ersa l —
a p a r e n te m e n te e n c o n s p ira c ió n — p o r la re a lid a d
sim p lic issim a del diálogo solitario. La so lu c ió n del
p reestab lecim ien to observa en rigor el principio del
m áxim o y del m ínim o, p o r lo ta n to el principio de
econom ía, es decir, el principio de razón. La d em o stra-

83 En un contexto diferente, Leibniz utiliza la numeración


binaria como imagen de la creación. (Math., III, VII; Dutens, III, IV,
I‘,P hil, II; Grúa, I; Couturat). Es la numeración más “económica”.
34 Formulación del principio de economía, Phil., VII.
ción —el cálculo— , e s tá e n te ra m e n te cerrado en el
in te rio r del dom inio de la n ecesid ad m oral, que es el
dom inio m ism o de la creación,
P a ra que el m u n d o del plu ralism o s e a el m ejor (en
todos los sentidos), es necesario m o ra lm e n te y, a fin de
c u e n ta s, p o r la com binatoria, que te n g a lu g a r la a rm o n ía
p re e s ta b le c id a : D u m D e u s calculat, f i t h a rm o n ía .35
C u a lq u ie r o tra solución im p licaría im perfección. Se
p u e d e d e c ir e n to n c e s s is te m a d e Las m ó n a d a s (o
m onadología), s iste m a de La arm onía preestablecida, o
b ien s is te m a d e La comunicación d e su sta n cia s.
La s e g u n d a objeción, con resp e c to al cam ino m á s
largo, es m e n o s fácilm ente reductible, p o rq u e el espacio
es de u n o rd en m á s delicado que el n ú m ero , a p e s a r de
las rela cio n e s de expresión que los u n e n . S in em bargo,
s e ría inconcebible que el m étodo in lineis ductis con­
dujese al cálculo aritm ético. E n p rim e r lugar, y o tra vez
con rig o r m etafísico, se ría cu estió n de lín e a s y de espacio
sólo de u n a m a n e ra simbólica. C u a lq u ie r cálculo, c u a l­
q u ier raz o n a m ie n to referido a e sq u e m a s no es m á s que
ap roxim ación a p ro p ia d a p a ra to ca r la im aginación —que
es la “fa c u lta d ” de la geom etría—, no h a b la de las co sas
m ism a s en u n a expresión aproximada: el cálculo binario,
los d ia g ra m a s com binatorios, etcétera, no so n m á s que
im agines creationis de los m odelos. A teniéndose a e s ta s
restriccio n es, s in e n g añ arse, ni to m a r la im agen po r la
c o sa, s e p u e d e u tiliz a r el le n g u a je e sp a c ia l. Las
m ó n a d a s, com o es sabido, son p u n to s inextensos. Por
lo tan to , no p o d ría n c o n stitu ir el espacio.36 Dios, p o r o tra
p arte, n o tiene la extensión com o atrib u to : esto se ría
con trad icto rio con respecto al infinito. Dios no e s tá en

35 Cuando el origen de las cosas está figurado sim bólicam ente


en la aritm ética binaria, el término arm onía se u tiliza del mismo
modo.
36 D em ostración m atem ática in lineis d u ctis : en B osses, 24 de
abril de 1709. Ph.il., II.
n in g u n a p a rte sino en sí m ism o, pero todo e s tá en él.
“Todo e s tá en Dios, no com o la p a rte en el todo, ni com o
u n accid en te en el su jeto , sin o com o el lugar en lo que
éste llena, quiero decir u n lugar espiritual o p erm an en te,
y no m edido o dividido... D ios es in m en so y e s tá en to d a s
p a rte s. E s tá p rese n te en el m u n d o y todo e s tá en él. E s tá
a h í donde las co sas existen, ahí donde ellas no existen,
y p erm an ece allí d o n d e v a n y h a e sta d o allí do n d e
lleg an ...”.37 La in m e n sid a d , la om n ip resen cia de D ios
deben s e r concebidas s e g ú n la esen cia y la operación,
n o se g ú n la situ ació n .38
La p re se n c ia c o n ju n ta de D ios y la m ó n a d a no es u n a
su p erp o sició n de situs, sin o la inm ediatez de u n a ope­
ración: s u o m n ip resen cia n o es o tra que el diálogo m ism o
con la m ó n a d a solitaria. Y a s í "el espacio, como el tiem po,
no tien en m á s rea lid a d q u e él y él p u e d e lle n a r el vacío
c u a n d o le parece; es a sí com o se e n c u e n tra en to d a s
p a rte s ”.39 La u b icu id ad div in a es operatoria, relacional,
inm ed iata; y es por ella q u e a p a re c e el orden del espacio.
La a p a rien c ia espacial e s tá fu n d a d a en la operación
divina, in ex ten sa. Y e n to n c e s, lejos de te n e r que d em o s­
t r a r la a rm o n ía p re e sta b le c id a po r el lugar, s u s lín e a s
y s u s esq u em as, es, p o r el co n trario , el lu g ar com o
relació n fenom enal lo que se red u ce, se explica y se fu n d a
com o rea lid a d por la rela ció n o p e ra to ria que las m ó n a d a s
m a n tie n e n con Dios en el preestablecim iento. A hora
bien, e s a relación es in m e d ia ta , copresente, p orque las
m ó n a d a s e s tá n en D ios com o en u n lu g a r esp iritu al ni
divisible ni m en su ra b le . D e trá s de la espacialidad feno­
m enal, d e trá s del d iag ra m a im aginario in lineis ductis,
se d e sarro llan las operaciones reales e n el cero del lugar,

37 R éfutation inédite, etcétera. Foucher de Careil, Paris, 1824.


38 “Dios no está presen te en las cosas en situación sino en
esencia; su presencia se m an ifiesta en su operación in m ediata”
CPhil., VII).
39 N E, II, 15; P h il, V, 141 (cf. el concepto de Ubiedad repletiva
tomado de los escolásticos en N E, II, 23; Phil., V).
en la a u se n c ia de m ed id a, de división, de situ a c ió n y de
d i s t a n c i a . P o r e s o , d e c ir q u e la s o lu c i ó n d e l
p reestablecim iento arm ó n ico se opone al principio eco­
nóm ico del cam ino m á s corto es u n a doble falta; en
realidad, no h a y ta l cam ino, h a y co p resen cia esencial;
lejos de deber p la n te a r u n a d ista n c ia en tre dos situ s, no
se p u e d e s iq u ie ra c o n c e b ir su p e rp o sició n de situs;
e n seguida, todo cam in o relacio n al e n tre dos co ex isten tes
(orden del espacio) sólo se concibe p o r la a u s e n c ia de
d ista n c ia que im plica la inm ed iatez de la acción divina.
D esde entonces, la d e m o stra c ió n d irecta se h a c e en dos
tiem pos; en p rim er lugar, b a s ta con volver al fenóm eno,
al m odelo espacial, al e sq u e m a im aginario, p a ra te n e r el
derecho de decir respecto a esto que Dios e stá p o r to d as
p a rte s, con to d as la s restric cio n e s sobre la ap ariencia;
aquí la dem o stració n concluye en el rigor geom étrico:
e sta n d o Dios ahí donde e s tá n la s m ó n ad a s y a h í donde
ellas no están, ah í donde ellas v a n y ahí donde ellas
llegan, explicar la co m u n ic ac ió n exclusivam ente p o r las
relacio n es con D ios viene a s e r stricto s e n su p a s a r por
el cam ino m á s corto posible; el p a r o m n ip resen cia-
co p resen cia lleva a cero el cam ino relacional. El cam ino
m á s corto de u n a s u s ta n c ia a otra, es el camino rudo d e
c a d a uno a Dios, m á s el cam ino nulo de Dios a Dios, m á s
el cam ino nulo d e Dios a c a d a uno.40 E s a b so lu ta m e n te
im posible m a te m á tic a m e n te e n c o n tra r u n a so lu ció n
donde el gasto s e a inferior. H a s ta h ace poco no se podía

40 En el pasaje se ve que el principio de la sim plicidad de, las


vías o de la economía no es sólo observado sobre el todo como el
cálculo combinatorio lo estableció, sino tam bién en cada parte que
se pueda señalar, porque se trata de cada mónada. “Las partes
m enores del universo están organizadas siguiendo el orden de la
m ayor perfección: es decir, no pasaría lo m ismo con el todo.'’ (P h il.,
VIL Tentam en anagogicum). Se deberá notar que n uestra de­
m ostración, pasando primero por el núm ero, enseguida por la "vía”,
sigue el movimiento leibniciano que requiere en primer lugar de
m a xim is et m in im is q u a n tita tib u s, luego de fo rm is optifnis
(Couturat, op.cit,)
e n c o n tra r u n n ú m e ro inferior al de los p u n to s metafíi­
sicos, a h o ra no se p u e d e e n c o n tra r u n a v ía m á s c o rta
q u e no s e a n u la.
E n segundo lu g ar, se ve h a s ta qué grado la espacia-
lidad im ag in aria o sim bólica vuelve fácilm ente p ra c tic a ­
ble la m ed itación m etafísica, perm itiendo la integración
del proceso dem o strativ o de la geom etría, a sí com o de
la s series rig u ro s a s del m ecan ism o m etafísico.41 El “h a z ”
de la a rm o n ía e s ta l q u e s u vértice es om nipresente y s u s
líneas relaciónales d e longitud nula: dicho de o tra m a ­
n era, e s centro en todas p a rte s y en ninguna circunferen­
cia. E s ta es u n a in tu ició n difícil, pero accesible del lu g ar
esp iritu al real, no m e n s u ra b le y no dividido: a fortiori ese
lu g a r e stá a tra v e sa d o p o r cam in o s a d ista n c ia s n u la s , ut
ita dicam.42 Llevar la a rm o n ía a ese e sq u em a que, en
adelante, deja a tr á s a la im aginación explica entonces,
en rigor, p o r q u é Leibniz dijo indiferentem ente que Dios
es c a u s a de la arm o n ía, q u e la arm onía es u n a em a­
n ació n de Dios, o que la a rm o n ía es D ios m ism o :43 se
tra ta , en todos los caso s, de u n vértice-centro p rese n te
en to d as p a rte s e n c ircu n relacio n es de longitud n u la . La
m ism a e s tr u c tu r a de p e n sa m ie n to vale p a ra u n o (Dios)
y p a ra lo otro (arm onía). Así hem os p a sad o de lo im a­
ginario a lo real, del espacio a s u condición, de la
geom etría a la m eta físic a .44 D esde entonces, el e sq u e m a
de la co m unicación u n iv ersal, difícil de in tu ir, se c o n s­

41 "... ex his m irifica intelligitur, quomodo in ipsa originatione


rerum M athesis quaedam divina seu M echanism um M etaphysicus
exercreatur, et m axim i determ inatio habet locum.” Phil., VII.
42Para Leibniz, es una manera de decir, para nosotros, de ahora
en más, es intuitivo.
43 Dios es armonía: Confessio, ed. Belaval y passim . Y está
asentado en Théodicée, Phil., VI. Emanación: Grúa,In éd its. Textos
numerosos y agrupados sobre esas cuestiones: Grn%Ju7'isprudence
universalla, . Cf. Gueroult, D ynam ique.
44Esa superación del esquema espacial no quita la posibilidad
de demostración, como ya vimos; pero no ha sido efectuado más que
por la supresión de todas las características espaciales (situación,
medida, distancia, longitud, divisibilidad).
tituye en la realid ad ah origine, sólo po r la operación
divina que se p ro d u ce e n a u s e n c ia de tiem po (eternidad,
preestablecim iento), a u s e n c ia de situ ació n (esencia),45
cero de la m ed id a (copresencia), cero de la d ista n c ia
(inm ediatez), im posibilidad de decisión (espiritualidad).
No so lam en te la geo m etría d e m u e stra , sobre el e sq u em a
d ep u ra d o de lo im aginario, el c a rá c te r m ínim o del c a m i­
no, sino que la d e p u ra c ió n de todos los elem entos
e sp aciales conduce a la id e a de q u e el carácter m ínim o
d e to d a s e s a s determ inaciones e s constitutivo, en la
realidad d e las cosas, d e l m u n d o contingente, tal com o
se n o s aparece, espacio y tiem po.46 Dicho de o tra m a ­
n e ra , h ay dos m ovim ientos: la d e p u ra c ió n de lo esp ac ial
p o r su p re sió n com pleta de s u s d eterm inaciones propias,
m ovim iento que v a de la geom etría a la m etafísica,
dejando in v arian te la c o n stric c ió n de la dem ostración;
p o r o tra p arte, la c o n stitu c ió n del m u n d o que v a de to d o s
los ceros de d e term in acio n es a la com unicación co m p leta
de la s su s ta n c ia s . A hora b ien , la co n stitu ció n del m u n d o
de la p lu ra lid a d c o n sp ira tiv a a p a rtir de esas a u s e n c ia s
de determ inación, es e stric ta m e n te , u n a creación e x
nihüo o a minimo. No sólo la a rm o n ía p ree stab le cid a es,
e n el im aginario, la so lu c ió n del cam ino m ás corto, no
sólo es, en lo real, la c o n stitu c ió n m á s sim ple, sino que,
p o r la razó n m a te m á tic a de q u e la sim plicidad de la s v ías
es u n a vía nula, es isom orfa al origen radical e s tá e n la
Creación m ism a. El m odelo m ate m á tic o del e x nihilo es
la co n stitu ció n a nullo.47
La tesis de la a rm o n ía preestablecida puede s e r ex­
p u e s ta tal como se la e n c u e n tra en la Teodicea los N uevos
ensayos, en los artículos y opúsculos. Puede tam bién s e r
explicada: o toda explicación, en b u e n leibnicianismoV debe

45 P h il, VII.
46 En efecto, Dios, fuera del tiem po y el espacio, hace su
realidad, fuera de todos los situs, los constituye, fuera de la d is­
tancia, la m edida, la divisibilidad, los hace posibles, el todo por una
operación esencial, inm ediata, no situada, etcétera.
47 M ism a intuición en los textos sobre la num eración binaria.
s e r dem ostración y cálculo. P a ra h a c er c esar la d isputa,
es preciso integrar la filosofía de lo calculable. A hora bien,
como la tesis en cuestió n es la pieza m a e stra de la
constitución del m u n d o , e s tá som etida al dom inio de la
necesidad m oral que dom inan el principio de razón y s u s
diversas especificaciones: econom ía, sim plicidad, m áxim o
y m ínimo, etcétera. E s en ese m arco que hay que conducir
el cálculo. E ntonces la com binatoria debe referir s u s
resu ltad o s al m ayor o m en o r núm ero, y la Geometría al
m á s o m enos corto cam ino, cu ando la dem ostración se
establece numero et m ensura. La perfección del m u n d o
m onádico, im plica el m en o r gasto n u m eral y m étrico p a ra
el resultado m ás sólido. De ah í n u e stro cálculo y n u e s tra
m edición. La tesis de la A rm onía preestablecida es la m ás
económica, la m á s sim ple, la m á s razonable p a ra el
arquitecto divino, que reserv a el lugar p a ra el m ejor
edificio: éste se calcula y se m ide en térm inos de ciencia
leibniciana.48 Por lo tan to , é s ta es inevitable. Pero en el
cu rso de la dem ostración, apareció otro resultado com o la
invencibilidad de la tesis. E s s u reducción posible a otras
tesis de la m etafísica o de la teología leibniciana. Por u n
lado, es indiferente h a b la r de siste m a m onádico o sistem a
de la arm onía preestablecida; enseguida la arm onía re s u lta
Dios m ism o, dado que s u esquem a real restitu y e la
fórm ula de centro e n to d as p a rte s y circunferencia en
n inguna; por últim o, es isom orfa a la creación e x nihilo,
a la constitución m axim orum a minimis. Siguiendo el nivel
de análisis, según el p u n to de vista, la tesis se red u ce a
Dios, a la creación, a la m onadología. E s u n ejemplo
in te resa n te de lo que es en general u n a tesis en el sistem a
leibniciano, y de lo que es el sistem a en sí. El objeto de
la m etafísica es el e n te posible com ún,49 es el ente

48De donde resu lta que la s causas finales intervienen tanto en


la utilización del órgano geom étrico, lo que ya se sabía (Gueroult,
op.cit. p.215 y ss. y Suzanne Bachelard, en Thales, 1958, pp. 3-36),
como en la utilización de la Combinatoria o de la Aritm ética.
49 Grúa, Jurisprudence universelle, pp.25 y ss. Cf. “B e Arte
combinatoria1’, en M ath.,V.
analógico; s u arm azó n relacional es la relación analógica;
se alcanza la univocidad a través de la prim era decisión,
se m atem atiza la univocidad a través de la segunda. P a ra
nosotros, u n a form a b a s ta n te b u e n a de definir el sistem a
de Leibniz es decir: m atem atízación de La univocidad E n
o tra s palabras, o p a ra dejar la terminología de los esco­
lásticos y a d o p ta r el vocabulario contem poráneo, se tra ta
de u n siste m a de tesis isom orfas continuas, lo cu al d a
cu e n ta de la conspiración universal. Se p a s a entonces del
m undo de la com unicación de las su sta n c ia s y de s u
interexpresión al siste m a teórico del consentim iento de las
tesis y de s u interreducción. El orden no c u e n ta o, m ás
bien, es posible u n a m ultiplicidad de órdenes porque cada
tesis expresa lo m ism o bajo diversos pun to s de vista, bajo
diversos aspectos. Por otra parte, es lo que Leibniz repite
constantem ente, a tiem po y a destiem po.50 Dios es la
arm onía, es s u asiento, s u causa; y la arm o n ía es la
em anación de Dios, su operación, su acción creadora; el
tejido al que e s tá n u n id a s las m ónadas es la m onadología
m ism a. Por s u contenido, la tesis del preestablecim iento
arm ónico es m oralm ente necesaria: lo contrario im plicaría
imperfección; no h a y n in g u n a paradoja en dem ostrarlo
more m athem atico. Por s u natu raleza form al de tesis del
sistem a, es u n m om ento de la iteración de lo m ism o; según
el principio de identidad es m etafísicam ente necesaria.
Isom orfa a Dios m ism o, es ta n indudable como El.51

60P h il., , V. “D e la doctrina de las sustancias en común depende


el conocimiento de los espíritus y particularmente de D ios.” Por lo
tanto la m etafísica precede y funda la teología. A lgunas lín eas más
abajo: "... la Teología natural... contiene la M etafísica y la Moral a
la vez.”
51 De donde resu lta lo arbitrario del juicio de Blondel (Une
Enigm e historique: le V inculum substantiale, Paris, 1930), para
quien la tesis de la armonía preestablecida es un “artificio” de
im aginación “in finitam en te frágil”, una “invención destituida de
todo control posible”. Por el contrario, existe un control , e n . el
sentido leibniciano del término, u n a marca, un establecimiento, a
saber, la dem ostración numero et mensura.
VIAJES, TRADUCCIONES,
INTERCAMBIOS
Capítulo 1
DE EREWHOM
AL ANTRO DEL CÍCLOPE

Geometría de lo incom unicable: la locura

E n Enferm edad m ental y personalidad, Michel Foucault


se puso én el papel de clínico. Con H istoria de la locura en
la época clásica1 se convierte en historiador. No obstante, en
m uchos aspectos, se tr a ta de u n a histo ria insólita o v u elta
a crear.
Es u n libro que h a rá h isto ria por su método, su cons­
trucción, su técnica de elaboración de un “conjunto histórico”
dem asiado complejo como p a ra que las dimensiones de u n
análisis crítico puedan reflejar todos esos aspectos. Convie­
n e así saludar prim ero los m éritos de la conciencia erudita,
a falta de u n a correspondencia, Que se juzgue, si no, la
cantidad de hechos explorados en el terreno de la locura; tres
siglos de experiencia —finales de la Edad M edia y R ena­
cimiento, siglos XVII y XVIII, h a s ta la pretendida liberación
de los locos de Bicétre— son estudiados m inuciosam ente a
escala europea. La extensión de la investigación no es sólo
cronológica y geográfica, es sobre todo cultural. Lejos de
atenerse a los m onum entos que im plican u n a relación con
la cosa siquiátrica (habría que decir con la arqueología de
la psiquiatría, dando al térm ino arqueología su sentido
filosófico m ás poderoso), al contrario, recorre todos los ho-

1 Histoire de la folie á l’áge classique. Plon, 1961, (Historia de


la locura en la época clásica, México, FCE, 1977),
p zo n tes im aginables donde la som bra de la sinrazón pueda
h a b e r dejado alguna huella. Por todas p a rte s donde se
qescubre u n a alusión, un grito, u n a im agen, u n a súplica,
lina caricatura, la atención se despierta y sigue el análisis
liicid .0 y profundo. De ahí la grandeza de u n a odisea que
conduce al lector, desde los viejos leprosarios en ruinas, a
la orilla donde aparece la Nave de los locos, de la iconografía
m edieval a las im ágenes de Epinal del manicomio de Tuke,
de los furores trágicos de Orestes al extraño diálogo del
Sobrino de Ram eau, de los decretos de Colbert a las deci­
siones revolucionarias. Los niveles m ás diferentes de la
actividad cultural en general son dignos de investigación. De
ahí re su lta el carácter compacto del conjunto histórico
puesto al día.
Desde ese momento, todo el problem a es de organiza­
ción, de arquitectura, de estructuración. Al m érito de la
erudición se agrega la lucidez de la conciencia filosófica, de
la síntesis histórica, de la aproximación a te n ta y ferviente
a las realidades latentes de la locura. Incapaces de poder
a fe rra r la obra en la pluralidad de sus análisis concretos,
vamos a in te n ta r com prenderla siguiendo el m ovimiento por
el cual el autor dom ina esa pluralidad. Así tendrem os una
idea de su m aestría.
P artim os del lenguaje, de la escritura, de la técnica
lingüística de Foucault. Su estilo mismo nos parece revelar
las estru ctu ras m ás inm ediatas y a la vez las m ás profundas
que organizan la obra y su objeto. E sas estru ctu ras son,
evidentem ente, de natu raleza “geom étrica”; cubren el con­
ju n to histórico considerado con u n a red m uy fina de
dualidades: b a sta , pues, h acer v a ria r esas estru ctu ras
“b in arias” a trav és de todos los niveles posibles de experien­
cia (niveles de los que acabamos de indicar su variedad) p ara
obtener u n a figura del organon riguroso que p'reside la
construcción del libro.
E stá claro que u n análisis como éste no puede dar al
lector m ás que u n a débil idea de u n a obra que, adem ás de
su objeto y su organización, se ubica conscientem ente en la
confluencia de las m ás ricas inspiraciones: así, reú n e en ella
el M ichelet de L a Sorciére, el Nietzsche de E l Origen de la
Tragedia, las intuiciones subterráneas de Sade, las luces
poéticas y lingüísticas de C har y A rtaud, p a ra no citar m ás
que algunas; todas inspiraciones que conspiran contra u n a
construcción lógica de la que sólo podrem os consignar lo
elem ental.

H ablar de la locura requiere que se elija un lenguaje.


E sta decisión involucra varios problem as. Se puede hab lar
con respecto a la sinrazón, se puede dejar hablar a lo
irracional mismo.
E n el prim er caso, se utilizan los idiom as de la negación
y del recubrim iento. Se tra te de u n a tie rra extraña, de un
viaje a Erewhom, de un anim al de hábitos curiosos, de u n
pensam iento peligroso o u n a cosa natu ralizad a, el objeto se
en cuentra aprisionado por u n lenguaje perspectivo donde la
verdad e stá en el centro, en la boca del sujeto que habla; es
éste el que se da a entender y no aquello de lo que habla.
Se com prende lo razonable, se h ab la del loco según norm as
que le son ajenas; el loco es negado: e stá excluido de las
norm as m ism as del lenguaje de las que es objeto.
A la inversa, es posible adoptar la len g u a autóctona de
lo que se habla. El que escucha debe entonces pasar por
traducciones y descifram ientos convenientes, lo que da por
sentado esa posibilidad: que todo lenguaje hum ano implica
u n a cifra trasm isible a otro lenguaje; en general es cierto.
Pero esa cifra parece desvanecerse si la lengua está m ás allá
de las reglas del juego racional que hace posibles las tr a ­
ducciones: nadie podría com prender al que habla a los
pájaros si se expresara verdaderam ente según su propio
canto. El idiom a elegido expresa entonces desde u n a
proxim idad mayor aquello de lo que h abla, pero cuando se
tr a ta del delirio no tiene m ás sentido que el de la insensatez.
Es decir, el loco habla de sí mismo, pero g rita sus locuras
en el desierto. Un caso p articu lar es el del sueño.
Prim era etapa de la elección, prim er dilema. Michel
Foucault tiene el coraje de elegir esta vía y sus dificultades.
Busca ■ —y descubre— las claves del lenguaje de la locura,
como Freud encuentra las del sueño, y de la m ism a m anera:
dejando hablar. Rechaza las lenguas de la negación y del
recubrim iento; refuta el positivismo, sus definiciones y
clasificaciones, sus árboles genealógicos y su jardín de es­
pecies, todo su sistem a lingüístico adherido a la realidad
de la locura. La actitud racionalista an te el problem a de la
sinrazón aparece como u n repudio de su verdad profunda:
traduce lo irracional a las norm as de la razón y pierde
entonces su sentido autóctono. El punto de vista de u n a
sintaxis sobre un trazo ilegible es un contrasentido; no hace
m ás que delim itar espejismos. Es preciso en adelante dar
la p a la b ra a quien nunca fue escuchado, incluso si la co­
herencia de su verbo es loca. Es evidente que esa decisión
im plica dificultades m ayores, como veremos. Pero resu lta
com prendida una p a rte de la h istoria de la locura. D u ran te
tres siglos de m iserias, se habló sobre un mudo; aquí re ­
cupera su lenguaje abolido, aquí se pone a hablar de sí
mismo y sobre sí mismo.
Se le da entonces la p alab ra —sin duda por prim era
vez— a quien siem pre fue negada. (Las condiciones de ese
don h a rá n aparecer, por medio de u n a notable sim etría, las
crueles motivaciones de la negación; reténgase esta idea de
sim etría en espejo, u n a de las claves de la obra). ¿Pero cómo
dejar h a b la r a un hom bre aislado en el mutismo desde el
comienzo de la historia, un hom bre que sólo se explicaría con
u n verbo incomunicable? ¿Cómo desarrollar el no-lenguaje
de la sinrazón? ¿Cómo descubrir el m ás transparente de los
espejos p a ra que toda p a n ta lla sea quitada ante el demente?
Pero, por otra parte, suponiendo que el autor lo lograra, la
trasparencia no dejaría ver, no focalizaría más que delirio
y sinsentido. Entonces es necesario llevar al lím ite dos
cualidades del lenguaje, al lím ite de la transparencia, y al
límite de la opacidad, p a ra expresar la verdad de la sinrazón
según estructuras que le son propias y no obstante ex­
presivas y comunicables. Es preciso colocar una p a n ta lla y
qu itarla, tejerla translúcida y compacta. Es preciso desci­
fra r, podría decirse, las ecuaciones de la luz negra.
Por eso el libro de Foucault e ra u n a obra imposible de
escribir salvo por un milagro que resolviera esas dos ne­
cesidades. Aquí está escrito, delante nuestro. Debemos
p e n e tra r lo que lo hizo posible, el milagro de su escritura,
si querem os e n tra r en el mundo, en la le tra inaudita, que
nos designa.
Al parecer, aquí tenem os uno de los secretos de ese
lenguaje. Foucault eligió escribir su obra en el lenguaje de
la geom etría. Pero la geom etría tom ada, si se puede decir,
en el estado naciente, en el m omento preciso en que todavía
es estética y ya es formal, en el momento donde su form a
de expresión es todavía concreta, pero ya altam ente rigu­
rosa, donde su densidad se p rese n ta casi en un vacío
conceptual. Efectivam ente, si se consideran los térm inos y
vocablos, el estilo, la lógica, el organon de la obra, se h a rá
evidente que son producto de u n a m editación rigurosa sobre
la s cualidades prim eras del espacio, sobre los fenómenos
inm ediatos de la situación. Si uno se consagrara a un
análisis de contenido, a un conteo atento de los vocablos
repetidos, percibiría la im portancia que adquieren palabras
como espacio, vacío, límite, situación, partición, separación,
cierre... Igualm ente, los razonam ientos —verem os ejemplos
de esto— reproducen con frecuencia descripciones de po­
sición puras. Y, de hecho, los problem as de la sinrazón son
perfectam ente expresables según u n a red lingüística y ló­
gica de estas características. Porque la experiencia m asiva
e históricam ente la m ás estable, la ley de hierro de lo
irracional, es precisam ente la de la segregación de la de­
m encia en u n espacio cercado, aislado, cerrado, separado.
Encierro, segregación son las experiencias de hecho, las
leyes históricas; resu lta de ello u n a excomunicación tal, que
prohíbe pronto el intercam bio y el diálogo. Como conse­
cuencia, la form a de la lengua elegida e stá m uy próxima a
u n a explicación del silencio de los locos. E l estilo espacial
que expresa la experiencia fundam ental de la cuarentena se
vuelve estilo de las condiciones de posibilidad de ese silencio.
La exclusión de todo lenguaje está dicha en el lenguaje de
u n a teoría ab stracta de las exclusiones puras. E ra difícil
resolver de m an era tan rigurosa u n nudo ta n apretado de
necesidades contradictorias. Veremos cómo las lenguas de
la negación y el recubrim iento se encuentran explicadas por
e sta m ism a teoría.
Pero, antes de seguir, conviene in sistir sobre estas
estru ctu ras "geométricas”. Porque la historia de la locura va
a seguir con singular fidelidad esos lineam ientos espaciales.
Podemos decir que en el origen se da u n espacio único,
estructurado de m anera caótica; tan indefinible como el
espacio m arino donde boga la Stultifera Navis. El loco esta
ahí, por todas partes, siem pre vecino, próximo a uno mismo.
Ju n to con el pobre, el m iserable y el desheredado, rep resen ta
el Reino de todas las esperanzas, es decir, un mundo —tra s-
m undo— ta n próximo y ta n lejano a este mundo. La ex­
periencia de la locura se confunde entonces con la de la
vecindad inm ediata de todos los puntos posibles del espacio;
tam bién con la de la fusión del m undo y sus trasm undos.
E n un sentido, hay dos espacios, pero no hacen m ás que uno
por la v irtu d de la u b icu id a d , de la rep re sen ta ció n
inm anente de la agonía del Cristo y del escándalo d é la Cruz.
La frontera, el lím ite, la partición, el azogue del espejo están
fundidos y presentes en todo: form an el sistem a de todas las
vecindades posibles.
Pero he aquí que súbitam ente el espacio de la locura va
a estru ctu rarse de m anera nueva. La sutileza de un sistem a
infinito de proxim idades y de reconocimientos es su stitu id a
por la grosería de u n a partición espacial en dos térm inos:
de un lado, la región de todas las razones y todas las
victorias; de otro, el país dende estoy seguro de no ir jam ás,
por mi ánimo y mi energía espiritual, m ás allá de cualquier
tentación que pueda tener. Y, como diría Descartes, como
el otro está allá lejos y estoy seguro de ser diferente a él,
pienso correctam ente. E n adelante, la estructuración es­
pacial por m ás de dos siglos te n d rá estas características. Así
como se encierra a las fieras salvajes, así como se aprisiona
a los crim inales, así como existe un domino separado donde
los condenados expían sus faltas, tam bién los insensatos
comienzan a sufrir c u aren ten a y desgracia. A p a rtir de
entonces, la atención del autor (y del lector) va a e sta r
focalizada h a sta el vértigo en la naturaleza, la función y la
orientación de esa fro n te ra infranqueable entre los dominios
así separados. Toda la histo ria de la locura va a e sta r
contenida en las d istin ta s resp u estas a las siguientes
preguntas:
—¿Cuál es la n a tu ra le z a de la partición entre esos dos
espacios?
—¿Cuál es la n a tu ra le z a del lím ite que los separa?
—¿Cuál es la e stru c tu ra p articu lar de cada uno de los
espacios y, m ás precisam ente, la estructura del espacio
“rechazado”? ¿Existe u n a relación cualquiera, u n a m an era
de sim etría entre esos dos dominios? ¿Hay una influencia
del estilo mismo del espacio “libre” en la m anera en que el
sujeto de este espacio e stru c tu ra el espacio “rechazado”? En
otras palabras, ¿revela el repudio u n tipo de libertad, u n tipo
de razó n ? P a ra a b re v ia r, ¿es posible d escu b rir u n a
estructuración del espacio “rechazado” por parte del sujeto
“rechazado”? Es decir, ¿es posible hacer del reino de los
esclavos u n a tie rra de libertad?
Se comprende entonces cómo en el trabajo de Michel
F oucault los problem as del lenguaje y de la lógica se reflejan
sobre la comprensión de la historia, y por qué celebra, al
comienzo de su libro, el método de Dumézil. Efectivam ente,
la histo ria de la locura nu n ca será comprendida como gé­
nesis de las categorías psiquiátricas, como u n a investigación
en la época clásica de las premoniciones de las ideas po­
sitivas; no se seguirá la curva recurrente de una evolución
reglada por los pensam ientos médicos contemporáneos. M ás
bien se describen las variaciones de las estructuras que es
posible plantear en esa fam ilia de doble espacio, y que de
hecho h a n sido colocadas, en ella: estructuras de separación,
de relación, de fusión, de apertura, de fundam ento, de
negación, de reciprocidad, de exclusión, o incluso de “ali­
m ento”; en suma, todas las estru ctu ras pensables y pen­
sadas en la historia, m ás o m enos inconscientemente, en esa
doble sim plicidad, incluido el círculo indefinido que hace
p asar de u n dominio al otro, sin interrupción. Lejos de ser
u n a crónica, la h isto ria de la locura es entonces la de la
variación de las estru ctu ras duales (“e stru ctu ras b in arias”),
planteadas sobre dos espacios, el de la razón y el del
sinsentido.
La necesidad de este lenguaje “geométrico” y la pro­
blem ática de la situación se descubre p a ra el lector a m edida
que la historia, al desarrollarse, precisa sus elem entos. Y,
de golpe, se com prende que la única esencia de la locura es
la situación m ism a: “Aquella se confunde con el m undo
cerrado que es sim ultáneam ente su verdad y su asiento...
Por u n a recu rren cia que sólo es extraña si se presupone la
locura en las prácticas que la designan y la conciernen, su
situación se vuelve naturaleza. ”E1 espacio cerrado de la
internación es el soporte concreto de u n a teoría p u ra de la
situación, y é sta ú ltim a expresa inm ediatam ente la n a ­
turaleza profunda de la sinrazón, alienada por desgraciada.
Vemos m ás ad elan te cómo la percepción de la situación se
vuelve visión de la esencia.
Así, el objetivo de Michel Foucault es hacernos com­
prender cómo se dibujan las líneas que abren, cierran o
conectan los dos espacios considerados. Sin duda, quien
d etenta el lápiz, cuenta con la buena conciencia y la se­
guridad que le d a el espacio de la razón; apoya con toda la
firm eza posible —la crueldad-—• sobre la lín ea que lo separa
del “otro”, que m antiene al alienas en el espacio-jaula. No
obstante, algunos fogonazos a lo largo de la h isto ria perm i­
ten ver a veces u n a som bra que se aproxim a a la línea de
frontera (como en tiempos lejanos en que el dem ente estaba
cerca); inclusive, h a s ta u n a boca que h a b la del dominio del
silencio. A sí se entiende el diálogo del Sobrino de Rameau;
los interlocutores son dos seres que e stá n próximos a la
línea: el loco no es ta n loco y el razonable no se refugia
excluyendo al prim ero. La historia de la locura es, desde
entonces, esa lín ea quebrada, raram en te línea de aproxi­
mación, la m ayoría de las veces línea de repulsión y de
rechazo, que atrav iesa la frontera, el lím ite, la partición.
Es preciso agregar que esas estru c tu ras form ales y
lingüísticas se encuentran natu ralm en te en el nivel más
evidente, el del estilo del autor, en sus im ágenes y en las
im ágenes que analiza. De donde re su lta n las largas des­
cripciones, de severa suntuosidad, los ám bitos dobles como
el m ar y la tie rra , el día y la noche, su lím ite de aurora y
crepúsculo. Veremos m ás adelante con qué acierto se ex­
plican el sueño y el despertar racím anos, por ejemplo, con
el apoyo de ese prim er método.
Al resolver los problem as básicos del lenguaje, Foucault
resuelve los problem as fundam entales, pone en evidencia
las estru ctu ras, dibuja la arquitectura, hace aparecer su
program a. De la construcción form al a las sutilezas del
m atiz, la p alab ra y sus imágenes, la p a la b ra y sus signi­
ficaciones nos conducen sin discontinuidad. A través de un
vuelco notable, la palabra m ás racional se vuelve expresiva
de lo no enunciable. Porque es el lenguaje neutro por
excelencia, m uy riguroso y privado de sentido o de contenido
en sí mismo. Como consecuencia, es e stru c tu ra tra n sp a ­
rente, n u n ca es recubrim iento.
Vayam os a algunos ejemplos que echan luz sobre el
interés concreto de esas estructuras form ales. ¿Qué es una
frontera?, ¿que es un límite? En prim er lugar, es la línea
tra z a d a en sí m ism a, su carácter de fortificación: su interés
de definición. E ste lím ite, esta línea tiene, por otra parte,
dos bordes. Si trazo a mi alrededor un contorno cerrado, me
protejo y defiendo. De u n lado de la lín e a h ay u n costado
protector p a ra m í y, del otro, de exclusión p a ra los demás.
Como consecuencia, conviene distinguir form as de libera­
ción y estru c tu ras de protección que son los “bordes derecho
e izquierdo” de la línea de división. Ejemplo: el siglo XVIII
se ja c ta de practicar en el interior del espacio de reclusión
la división entre locos y criminales. ¿Se debe creer en
preocupaciones h u m anitarias hacia los insensatos? Consi­
derem os entonces cómo está situada la lín ea divisoria, en
qué sentido e stá colocada. De hecho, todo conduce a de­
m o strar que su borde guardián está del lado de los dem entes
(se señ ala la expresión: “el espacio de internación está
dem asiado m al cerrado”). Es uno de los casos particulares
de u n a ley, de u n a constante de la histo ria general de la
locura: en todas las divisiones, el borde de exclusión de la
lín ea de separación está siem pre del lado de la sinrazón.
Esto re su lta cierto incluso en los análisis finos de ese espacio
que, ingenuam ente, pueden ser tom ados por ten tativ as de
liberación de los insensatos. L a seudo-liberación siempre
oculta u n encierro m ás oscuro y m ás real. De donde resulta
la hagiografía de los curados m ilagrosam ente en Bicétre: de
hecho, nunca se deja de liberar a B arrabás.
E sta ley general tiene u n a consecuencia de prim era
im portancia. Es evidente que la lín ea divisoria, dadas las
características de sus bordes, nu n ca determ ina u n acceso a
la proxim idad de la locura, sino siem pre el m ayor aleja­
m iento, la exclusión más perfecta, en suma, el m ás puro de
los desconocimientos. Como consecuencia, se cierra cada vez
m ás el dominio del insensato; a través de encierros y
aislam ientos continuos, su piel de zapa se encoge. Entonces,
por un vuelco necesario, vemos que la locura saca su pro­
vecho de eso. D epurándose poco a poco (era aquello de lo que
se depuraban los otros dominios), se determ ina como tal, se
define, se individualiza. Se deben tom ar las palabras definir
y d eterm inar en su sentido etimológico. A fuerza de ser
excluida de todos los parentescos posibles —y su historia a
veces se reduce a la enumeración de parentescos de los que
se la separa—, he aquí que se encuentra, como única
excluida, es decir, por fin reconocida en su pureza y su
n atu raleza, en la unidad de la distinción. La locura es
idénticam ente lo excluido, lo distinto, lo que está encerrado
en los lím ites, en los confines, en el final. T antas divisiones
en el curso de la h isto ria llev an a u n a clarificación
epistemológica. La repetición de los cercos, de las aliena­
ciones, conduce a descubrir, si podemos llam arlo así, el
cuerpo en estado puro: las elim inaciones sucesivas se
vuelven análisis. Se desprende así la m ás espectacular y
significativa de las leyes de e sta ex trañ a historia, casi su
finalidad: la locura es, esencialm ente, la ú ltim a de las
exclusiones. Vemos entonces cómo la percepción de la si­
tuación se vuelve visión de lo esencial. Parece difícil que el
autor lo h ay a descubierto sin el apoyo constante de la
e stru c tu ra planteada en el mismo punto de partid a de la
m editación. Lo que llam am os la teoría p u ra de las exclu­
siones puede por sí sola definir la locura: definir, o discri­
m inar, o circunscribir, u n a esencia, u n a naturaleza, u n a
situación.
No se puede evitar señ alar dos tem as, que son análogos
a esa ley, en niveles com pletam ente diferentes; en el nivel
de la im agen, se pasa de la deriva m arina de la nave de los
locos a la fortaleza, a la celda, al subsuelo, al convento, al
castillo, a la isla. A nivel de la conciencia, el movimiento
h istórico del que acabam os de ob ten er la traducción
epistemológica se convierte en este punto en un m ovimiento
de interiorización continua. Si se lee aten tam en te el capítulo
II de la tercera p arte con ese punto de vista, indicado
expresam ente por el autor, se n o tará como está articulado
con m áxim a precisión el conjunto de esas estructuras es­
paciales y de esos resultados sobre la idea de límite: en
particular, cómo un espacio singular se elabora en el antiguo
espacio común, cómo ese espacio singular se cubre con u n a
red. de distinciones y de especies, en otras palabras, cómo
los lím ites de defensa se convierten en lím ites característicos
del espacio cerrado de la internación, cómo la estructuración
de ese espacio en el in terio r del antiguo espacio común es
ta l por u n a relación precisa en el espacio mismo de la razón.
E ste razonam iento culm ina en el momento en que el lím ite
que cierra el espacio de los locos se transform a y convierte
en filtro que juzga por sí mismo entradas y salidas. Es el
fin de ese movimiento de estructuración: el lím ite juzga y
define al loco, es al pie de ese muro donde se lo distingue
como tal. La autodefinición está realizada: lo que la teoría
p u ra prevé.
A nuestro entender, conviene generalizar estos últim os
tem as. U tilizar así las estru c tu ras m ás elem entales del
espacio, es decir, las estru c tu ras rigurosas m ás próxim as a
la estética, es in sta u ra r u n a metodología notable por la
descripción pura sobre u n ejemplo. Sin duda, se h a reco­
nocido en las líneas que preceden, algunos elementos de u n a
geom etría que se liberó de la cantidad y la m edida, de u n a
geom etría b astan te cercana a la cualidad percibida. Esos
elementos metódicos tienen u n a im portancia filosófica que
no debemos subevaluar: en efecto, constituyen un organon
form al riguroso en el nivel de lo puro cualitativo. Como
consecuencia, cuando se quiera describir fenómenos que por
natu raleza escapan a cualquier edición previa, cuando se
quiera captar cierto rigor en una form a pura, en u n a v a ria ­
ción continua y no cuantificable, sólo se podrá u tiliz a r el
organon que responde de u n a m anera precisa a estas exi­
gencias. Si se considerara en su pureza, es decir m ás allá
del ejemplo histórico aquí propuesto (el de la locura), si se
considerara en sí mismo el conjunto estructural aplicado por
Foucault, se podría obtener con facilidad el organon general
de las ciencias que todavía sólo están en el estadio de la
descripción (o que no podrán nunca pasar de ese estadio),
y al que se in tenta, por diversos procedimientos, aplicar
estructuras falsam ente cualitativas. Suponiendo que sea
exitosa esa em presa, que exige todo el esfuerzo contem po­
ráneo de pensam iento, sin duda aparecería u n a nueva
fam ilia de verdaderas ciencias, que sería posible llam ar
ciencias morfológicas. Nos parece del todo acertado que
Foucault haya tenido la plena conciencia de que sólo el
lenguaje de esta geom etría, tom ada en su estado naciente,
es capaz de proporcionar ese conjunto de e stru ctu ras b u s­
cado, consciente o inconscientem ente, por num erosos p en sa­
dores de n u estra época. Por eso mismo, esta h istoria de u n a
experiencia precientífica (en todos los sentidos posibles de
esta anterioridad) puede ser considerada, de hecho, como
uno de los prim eros actos de u n a elaboración científica m uy
cercana y necesaria.
El rigor arquitectónico sería en vano si, m ás allá de la
comprensión estructural, no se llevara a cabo u n a visión m ás
secreta, u n a atención m ás ferviente; la obra sería precisa sin
ser com pletam ente verdadera. E sa es la razón por la que,
en el seno mismo de la argum entación lógica, en el seno de
la m inuciosa erudición de la investigación histórica, circula
un am or profundo, no vagam ente hum anitario sino casi
piadoso por ese pueblo oscuro en que se reconoce lo infi­
nitam ente cercano, el otro de sí mismo. E n las estructuras
despojadas de división responde el patético dolor del des­
garro.
Así este libro, que lucha sin cesar de te n e r la victoria
contra u n a p a la b ra imposible, que estructura lo inestruc-
turable según la m ás elevada racionalidad, es tam bién un
grito. Rechazando el pathos del racionalismo que es a lta ­
nería y desprecio, rechazando el punto de vista del obser­
vador exterior y separado, es la negación de la m irada
médica. Realizado y dolorosamente asumido el desgarro, el
grito es arrojado desde el seno de miles de círculos concén­
tricos hacia y contra los que, lenta, inexorablem ente, los
tra z an con la p u n ta am arga de su compás.
De modo que esta geom etría tran sp aren te es el lenguaje
patético de los hom bres que sufren el suplicio m ayor del
atrincheram iento, de la desgracia, del exilio, de la cua­
rentena, del ostracism o y de la excomunión. E ste es el libro
de todas las soledades. Y, en medio de esos sufrim ientos,
aparece la atracción hacia todos los lím ites; el vértigo de
la proximidad, la esperanza de las renovaciones, la casa del
alba.

II

Por lo tanto, el prim er tem a lingüístico y lógico de la obra


es esa estru ctu ra de espacio dividido, de dualidad de do­
minios separados. Se la encuentra fácilm ente a lo largo del
intervalo histórico considerado, bajo mil aspectos, en fili­
gran a a través de prácticas socio-políticas, económicas y
morales de la internación, en los presupuestos oscuros de la
teoría médica, en las crueles gratuidades de u n a terapéutica
ta n delirante como el paciente que pretende curar. Por otra
parte, la independencia total de esos tres niveles entre ellos
es un elemento de la experiencia de la locura, al menos tan
im portante como el hecho, p a ra esta estructura, de v ariar
analógicam ente a través de cada uno de ellos.
Pero, antes de llegar a ese punto, es preciso extraer un
consecuencia m ayor de la m editación espacial, sin la que se
olvidaría uno de los descubrimientos del libro. Consideremos
de nuevo la figuración en dos dominios separados. De sus
relaciones todavía no conocemos m ás que el lím ite común.
De hecho, es necesario, en cierto modo, considerarlos como
inversos o complementarios. Va de suyo que se considera
que u n a de las dos particiones del espacio global es la que
a ú n a el c o n ju n to de las a c titu d e s in m e d ia ta s del
racionalism o, actitudes de exclusión y de defensa, lo “nor­
m al” cultural, m oral y religioso, en sum a, el total de las
experiencias clásicas que constituyen el m undo de acción y
de pensam iento fam iliar del hom bre razonable. La segunda
división rep resen ta el mundo de la sinrazón, proyección en
lo form al de lo que es la internación in vivo. Se sigue de esta
disposición que las descripciones de las organizaciones
complejas de ese segundo espacio equivaldrán al sistem a de
todos los contrarios, de todos los opuestos, de todos los
com plem entarios del mundo cultural constituido por la
razón clásica. E ste segundo dominio está afectado, por
decirlo de alguna m anera, por el signo negativo; es en sí
mismo el negativo de los valores clásicos de pensam iento y
cultura. “N uestros” siglos XVII y XVIII son descubiertos y
leídos como en un espejo, del otro lado del azogue.
No obstante, no es necesario creer, según este análisis,
que los tem as puestos al día son sólo im ágenes: percibidos
en el in terio r de un espacio formal, son m ás bien condiciones.
Descubriendo el envés de la razón clásica, m ientras surgen
los fantasm as de la sin razón que la razón repudia, Michel
F oucault revela el doble de lo que se creía saber: y ese doble
no es repetición del orden clásico en la im agen del delirio,
sino requisito de establecimiento de este mismo orden. De
m an era que la obra de Foucault es, con toda precisión, a la
trag ed ia clásica (y, m ás generalm ente, a la cu ltu ra clásica,
como vamos a ver), lo que el proceso nietzscheano es a la
trag ed ia y a la cu ltu ra helénicas: pone en evidencia los dio-
nisism os laten tes bajo la luz apolínea. Si el lector hace el
generoso esfuerzo de las trescientas prim eras páginas para
p e n e tra r en el mundo correccional, en el espacio insensato
de la internación, no hay m ás que volverse p a ra percibir de
golpe, bajo u n a nueva luz y mil veces m ultiplicada por virtud
de ese espejo, eso sobre lo que (con relación a lo que, contra
lo que) se edifica el mundo clásico, su organización social,
política, económica y, por sobre todo, eso sobre lo que y
contra lo que se construyen las M editaciones de Descartes,
la tra g e d ia ra c in ia n a , el edificio m a le b ra n c h is ta , la
axiom ática espinozista. Decir que ese racionalism o es puro,
es decir de qué se fue purificando, por exclusión, negación,
desprecio. Lo que no aparece m ás que como im agen, doble,
reciprocidad, se vuelve entonces fundam ental. La m ás bella
recom pensa del principio de e sta obra es, justam ente, esa
com prensión retrospectiva del esfuerzo de la razón por poner
al día toda su pureza, que la locura parecía ensuciar. Si
Esquilo y Sófocles, como Sócrates, son m ejor comprendidos
después de Nietzsche, Descartes y, sobre todo, Ráeme son
m ejor explicados después de Foucault, por razones equiva­
lentes. Es decir, sabemos qué noches circundan los días, qué
errores n u e stra s verdades, qué seres sin existencia rodean
n u e stra s realidades. E sta frontera espacial formal, que era
desgarro conforme al patitos, es alba o crepúsculo según la
razón. Entonces, conforme a lo trágico, se ve cómo el delirio
atrav iesa la b a rre ra indistinta de la aurora, p a ra b añ ar de
tinieblas la claridad del día, p a ra d esg arrar con la noche los
deslum bram ientos provocados por el sol. E rror y razón,
sueños y lucidez, día y noche, sufrim iento y tiran ía, esas
dualidades se corresponden como buen sentido y locura; el
segundo espacio contiene im itadores: las caricaturas, las
condiciones de existencia de los tem as del prim ero; éste,
terreno de victorias, sólo puede obtenerlas y consolidarlas
por esos gestos de protección, de negación, de recubrim iento.
Por otra parte, relaciones en espejo, sim etrías, condiciones,
no son las únicas relaciones posibles, porque el lím ite que
sep ara los dos terrenos, cam biando de natu raleza, las
m ultiplica h a sta el infinito.
E stas transform aciones, referidas a la n a tu ra le z a pre­
cisa de la frontera y, en consecuencia, a la reciprocidad que
aparece entre los dos espacios, constituyen, p a ra el autor,
la h istoria m ism a de la locura. E n efecto, si retomamos las
estru ctu ras espaciales de la experiencia medieval, percibi­
mos el camino recorrido. Llam am os caótica a su organiza­
ción, p a ra no apartarnos del lenguaje geométrico: todos los
puntos están próximos unos de otros, el loco es el prójimo
(lo que está próximo), como el m endigo y el desvalido; en ese
caos se superpone la división trascendental del espacio, y el
prójimo es el signo (la im agen) y la revelación de la ciudad
de Dios, es decir, la condición de su reconocimiento místico.
De m anera que ambos espacios (o m ás bien los que son dos
veces dos espacios) apenas tienen u n lím ite que se desvanece
c o n sta n te m e n te : el loco e s tá aquí, como C risto. La
estructuración del espacio es profundam ente cristiana,
responde a la distinción y a la fusión de la inm anencia con
la trascendencia, y a la lectu ra de los símbolos. Hay dos
reinos, pero lo “otro” esta siem pre próximo, y significado en
todas partes. Entonces, ese lím ite indistinto, de pronto, se
endurece, se define, se m aterializa en las paredes de la
internación. A todos los destellos de un espejo quebrado, que
indefinidam ente acogiera todas las luces del sentido, sigue
la rigidez de u n lím ite absoluto y la distinción adquirida
p a ra siem pre entre dos espacios separados. Lo que Dios no
h a b ía podido hacer, Colbert y D escartes lo hacen, y San
Vicente de Paul. El loco ya no es proximidad de un Reino
ausente, sino que está lejos, en u n a m azm orra: así pierde
tam bién su valor de signo. Pero el caos del espacio global
donde no se distinguían el lúcido, el desvalido, el insensato
y el enfermo va a encontrarse de nuevo en el espacio
separado de todas las calam idades. Si, por un lado, el
razonable se salva por esa división y rein a en lo sucesivo en
u n reino depurado, el loco perm anece en el espacio caótico,
vecino de los pobres, enfermos y asociales. Después de la
división, es necesario entonces considerar la transferencia
de la estru ctu ra caótica. El loco es alejado de la proximidad
m aterial y de la significación: el lím ite que lo rechaza está
definido, no así la locura. E sta es, indistintam ente, el mal,
el horror, la m iseria, el no-ser, en sum a, todo aquello de lo
que se depura la razón. Encontram os entonces la estructura
“b in aria ” de la época clásica. Con este ejemplo, se ve cómo
se constituye la historia, a p a rtir de u n a simple variación
estructural.
Como consecuencia, de acuerdo con la gran dualidad
clásica, el análisis hace ver el espacio de las locuras como
el espacio de todos los negativos posibles, de todas las
depuraciones posibles. L a explicación anterior adquiere
entonces toda su riqueza y significación. Se entiende cómo
es posible ir a la raíz de todas las positividades de la era
de la razón. Por ejemplo, la economía tradicional tiene por
objeto riquezas y prosperidades: Foucault escribe la historia
de todas las m iserias; la m oral es el sistem a de los bienes:
F oucault se ubica en la raíz de los m ales. La filosofía de esos
siglos de entendim iento y de luz es la del orden de las
razones; se encuentra en cambio aquí descrito el caos de las
sinrazones... Y, en cada oportunidad, vuelta la espalda a las
positividades clásicas, se siente aflorar la fam ilia de todos
los negativos, de los que la locura es el punto límite,
co n tran atu raleza y contra-razón. L a histo ria entonces se nos
aparece como la historia de los logros y las culminaciones,
en su sentido fam iliar. Sólo es tal por ese movimiento
ininterrum pido de expulsión a cuaren ten a de lo que no es
prosperidad ni sirve de dem ostración en ta l empresa. Cubre
lentam ente, en su inexorable proceso, los fracasos y los
em briones de ese triunfo (se recom ienda cotejar esas ideas
con la definición term inal de la locura de Foucault, como
ausencia de obra). En este nivel, el proyecto central del libro
es sim plem ente descubrir esos conjuntos truncos, esos
m urm ullos del pensam iento y del lenguaje, y hacer de ellos
el m ás profundo de los reactivos en la h istoria de las ideas.
El detalle mismo del sistem a de los complementarios es
im posible de describir. Se ordena en base a este principio,
enunciado en térm inos expresos, según el cual “la historia
de la locura es la contrapartida de la histo ria de la razón”.
D etrás del azogue de la internación se desarrolla u n a h is­
to ria oscura que es lo inverso de lo que n u e stra cultura
conoce, por un vuelco que h a y que explicar. Al parecer, la
h istoria de las ideas ten d ría su im itación frau d u len ta en el
espacio cerrado del manicomio.
Ya habíam os visto a D escartes rechazar sin razonam ien­
to ni demostración m ía posibilidad de locura que no podía
en absoluto concernirle. Rechazo altanero en u n a im agen
virtual, en un fantasm a extravagante. Igualm ente vimos el
cristal del alba reflejar las angustias de la noche en la luz
racional de la tragedia clásica. Vemos así —y a fa lta de
espacio hay que contenerse de seguir enum erando—, en el
siglo XVIII, ya no la im agen de u n a filosofía de la razón, sino
el negativo de u n a filosofía de la naturaleza, de u n a filosofía
de las luces y sus proyectos de organización futura; asi­
mismo, el negativo del te m a del buen salvaje; a la teo ría del
progreso se opone, como su hueco, la teoría de la degene­
ración. Y, en lo que concierne a la noción de “medio” en
M ontesquieu: si se supone que el clima explica la C onstitu­
ción de Inglaterra, entre autores contemporáneos, razones
idénticas deben dar cuenta de las enferm edades inglesas,
m elancolía y suicidio. La confrontación en este punto es
b a sta n te notable: una m ism a fam ilia de razones es válida
p a ra el lado positivo de las instituciones y p ara el lado
negativo de los fallos de la historia. En cuanto al manicomio
en sí, está presentado como la im agen invertida de la
sociedad: es la réplica exacta de la m oral burguesa. N ueva
réplica, la del Contrato Social, y Sade será de lejos el an ti
Rousseau. Pero poco a poco la psicología positiva nace en ese
terreno de negatividades, que son sus condiciones de ela­
boración y su pecado original: surge com pletam ente a rm ad a
de psicopatología. Lo mismo ocurre con el psicoanálisis: en
el manicomio de Tuke se reconstituye un, im itador de las
relaciones fam iliares; ah í nace la realidad y a la vez los
tem as de los complejos p arentales; no es la situación fa ­
m iliar en su positividad lo que es decisivo, sino su im agen
en el manicomio (“sim ulacro casi im aginario”, dice el texto).
Se leerá con admiración u n análisis paralelo a éste sobre el
monólogo psicoanalítico y sobre el psicoanalista como ta u ­
m aturgo. Todo lo que está escrito sobre el tem a es comple­
tam ente de prim er orden, y ta l vez no está superado en la
sutileza m ás que por el gran pasaje sobre el pitiatism o de
Babinski, donde, por u n corto circuito cegador, las ideas de
im ágenes y de negativo con frecuencia tienen toda la cons­
telación de los sentidos posibles.
De m anera que esas sim etrías en espejos y sus com­
plem entarios tienen u n a razón. El sujeto pensante siem pre
se encuentra ubicado del otro lado de la línea divisoria. De
m an era que tra n sp o rta al espacio de la sinrazón los valores,
el lenguaje y la organización de su propio espacio racional.
Es cierto que hay sim etría y reconocimiento especular, pero
sobre todo hay traspaso. Y ese traspaso sin duda es uno de
los dram as de la razón clásica que, p ara pensar, no puede
m ás que separarse de su objeto. Paradójicam ente, es p ri­
sionera de esa transferencia. Y desde el momento en que su
objeto es lo que considera su contrario, ese traspaso se
convierte en un vuelco total: ahí está la razón de la fam ilia
de sim etrías y de réplicas. Se desprende así u n a de las
condiciones fundam entales del conocimiento, en el sentido
clásico. El sujeto cognoscente debe estar separado de su
objeto (o su objeto separado de él), debe objetivar su objeto,
es decir, estar seguro de no serlo, dominarlo a tal punto que
pueda liberarse de cualquier inquietud, de cualquier emo­
ción que pudiera producirle. E sta serenidad apolínea,
condición del conocimiento y liberación de la emoción, esta
serenidad, es dram ática si el objeto es el hombre. Entonces
el conocimiento es desconocimiento. La razón del vuelco se
vuelve razón de la ignorancia —y de la exclusión.
Dos ilustraciones concretas ponen en evidencia la
reversibilidad notable de esas estructuras sim étricas. S u­
pongamos que, por u n nuevo giro, el loco tom a la palabra
y se interroga sobre la razón de fondo de la sinrazón.
Entonces, E l sobrino de R am ean revela recíprocam ente el
trastrocam iento clásico, reconstruye irónicam ente el m undo
sobre el teatro de la ilusión. Otro ejemplo, el de la expe­
rim entación terapéutica; siem pre se concibe como d espertar
a los valores' de la positividad, despertar a la razón, a la
naturaleza, a la m oral, regreso a las norm as en curso dentro
de la cultura de la época, retorno a la realidad b o rrad a por
los ensueños y los fantasm as. De la sinrazón a la razón, se
exam ina retrospectivam ente lo inalienable pasando de la
im agen invertida al objeto corregido. Como consecuencia, la
terapéutica es el traspaso concreto que adquiere el sentido
opuesto al del conocimiento teórico.
Si en alguna ocasión la escritura de Foucault se vuelve
sorpresivam ente hegeliana, es raro que el pensam iento se
vuelque a la dialéctica. Y, no obstante esa prescindencia,
ningún "conjunto histórico” podría inducir tan precisam ente
a los encantos de ese método. Efectivam ente, se tr a t a de un
sistem a de negativos y la odisea de las alteridades. Pero lo
que es preciso exam inar con atención, es la variabilidad de
esas negaciones, su fino análisis; sin duda, la explicación
h a b ría fijado en u n a significación unívoca u n a función que
no es nunca la m ism a, a lo largo de esa odisea y a través
de ese sistema.
Ya lo negativo es, m uy precisam ente, u n a im agen, u n a
representación, lo que participa de otra p a rte y de otro
m undo, transm itiendo u n a presencia ignorada; y a es lo
negado, lo que sin duda alguna no soy, otro absolutam ente
extraño con el que no tengo relación; entonces queda ex­
cluida incluso la relación de alteridad. El otro está aislado,
proscrito en su insularidad; es el mal moral o el pecador
según las E scrituras; el asocial o el ininteligible, el que habla
u n lenguaje que no tiene na d a de hum ano, aquél p a ra quien
la obra se escurre entre las m anos sin poder ser reten id a
ni realizada... Así, se tra ta del sistem a de todas las va­
riaciones posibles del negativo: y la variación e stru c tu ral de
la negación constituye la historia misma, la odisea de la
alienación. En u n sentido, obtenemos una génesis estruc­
tu ra l de toda alienación posible. Desde ese m om ento ya no
asom brará encontrar en estado naciente, todas las signifi­
caciones de la alteridad, en distintos momentos, en distintos
ensayos que componen la experiencia de la locura. T a n te a r
en esa experiencia viene a ser reencontrar in vivo todos los
esquem as form ales del tratam iento del otro; Es posible
describir esa experiencia según las estructuras en cuestión.
Pero tan rica es la percepción inm ediata de la locura que,
tom ar unívocam ente, u n a por una, esas estructuras, so­
b repasaría en gran m edida sus posibilidades form ales y
comprensivas. Aparece entonces la necesidad de un lenguaje
ex trem adam ente general, tra n sp a re n te y analítico. Es
evidente que el lenguaje “geométrico”, tal como venimos de
describirlo, que supone un espacio vecino a lo racional y
asimismo separado según lím ites cuya n a tu ra le z a varía,
generaliza de u n a vez y contiene en un solo proceder todos
los sentidos que, como hemos visto, estaban presentes, ya
sea en conjunto, ya en form a aislada. E ste lenguaje es
entonces el de las negatividades. Podrá expresar, a gusto,
el sentido griego y el sentido clásico de lo otro, su sentido
lógico, existencial, ontológico, moral, epistemológico y reli­
gioso: Podrá expresar, en u n solo llam ado, la alteridad
platónica, la alienación m arxista, la alienación m édica y la
extrañeza existencialista.
Estos dominios form ales no son pues nom inaciones de
u n a generalidad g ra tu ita y abstracta, sino, regiones de
fundam ento de donde em ergen todas las lenguas de la
alienación, donde son contenidas sus condiciones de posi­
bilidad. Se sigue que la alienación, en su estricto sentido
médico, ya no es sino el recubrim iento positivista de u n a
porción del dominio global de las alteridades. En cierto
sentido, es un caso p articular m al interpretado. Así sucede
con la génesis de lo anorm al psicológico, cuya relatividad
esencial queda en evidencia. (El mayor éxito de la obra, en
el proyecto aquí descrito, sin duda está en las páginas donde
se t r a t a la e m e rg e n c ia del p s ic o a n á lis is y de la
psicopatología en general. E ste método genético y a la vez
estructural, constituye u n a suerte de “psicoanálisis” gene­
ralizado del mismo psicoanálisis, que, de golpe, a pesar de
su pretensión de profundidad, parece restringido y a n ti­
cuado.) E n todo momento la historia sigue la estructura: la
ta re a de dos siglos consistió en aislar al alienado en un
espacio cerrado, separarlo de los cuerdos (separar el otro
absoluto de los otros relativos); y, de la m ism a m an era en
que se encadenó a los locos sólo p a ra lib e rar a los que no
lo estaban y recluir m ás estrecham ente.a los insensatos, así
tam bién se definió la locura como ta l sólo p a ra ocultarla
mejor y poder ignorarla. Es en este punto del análisis donde
va a operarse u n segundo vuelco epistemológico.
E n efecto, al buscar u n a definición de la locura, pero,
ante todo, con la conciencia de la inanidad de esa pretensión,
se le p rese n tan a Foucault dos siglos de pretendidas visiones
esenciales, siem pre reductibles a u n a teoría p u ra de la
internación en general, quiero decir, a u n a teoría form al de
espacios separados donde padecen los que se encuentran en
cuarentena. No hace fa lta decir, en la acepción banal de la
palabra, que la internación hace la locura: en prim er lugar,
hay que señ alar que hay correspondencia entre el estilo de
un “encierro” y u n a experiencia de la sinrazón, y que nunca
esa correspondencia es u n a relación de conocimiento o te ­
rapéutica. D icha relación nunca se construye de la locura a
la internación, sino, al contrario, de la internación a la
locura. V aldrán tanto los cuidados y definiciones de u n a
como las cerraduras de la otra. O, si se quiere, y si la palabra
definición significa que la m ente trace u n a línea de dis­
tinción en torno a la cosa ignorada, entonces ta l vez nunca
se h a definido otra cosa que la locura. Pero el estilo de
definición es m ás revelador de la razón ■ —-y de la sociedad'—■
que aísla p a ra conocer, que de la locura que se aísla. De
donde se signe la relatividad de la alienación y el choque de
rechazo. Es cierto, sólo hay locos p ara u n a cultura: esto es
casi trivial, salvo si se piensa que p a ra establecerse como
tal y en el acto mismo de constituirse, esta cultura hace
locos, ta n necesariam ente como a lo largo de su trayecto un
río deja aluviones. Pero hay mucho m ás: la inversión o el
choque de rechazo. Que haya clarificación, análisis, distin­
ción de la sinrazón, que esa distinción reenvíe a u n a im agen
de lo racional, im plica que de pronto se tiene que definir a
su vez la razón y la norm a. Y, súbitam ente, ellas son las que
van a aparecer como insulares y delim itadas. Ciérrese la
locura con u n a reja, pero con conciencia, al proceder de esa
m anera se e stá lim itando la razón. Así se esboza lo que
podríam os llam ar la revolución copernicana de la sinrazón:
en el m ar infinito de lo irracional, de lo indescifrable y de
lo silencioso se bosqueja lentam ente la insularidad cercada
de la razón. Y ese cerco, esa proxim idad tenebrosa, alim enta
la razón. El libro de Foucault está dispuesto a esa revo­
lución, que es su finalidad. Todo lo que la precede no
constituye m ás que las miles de negaciones de ese alimento,
las mil m aneras de no confesar lo que se debe a lo que se
expulsa, de m antener en el alejam iento y la separación u n a
proxim idad necesaria p a ra la vida del pensam iento. E n­
tonces, m uy profundam ente, las lecciones de este libro
retom an las de Nietzsche, así como las lecciones helénicas
y m edievales. Es un discurso de la sinrazón sobre la razón
preparado por esos balbuceos de la razón sobre la locura. Se
descubre la cadena inspiradora de las m anos de Goya, Van
Gogh, Chéjov, Artaud. Pero tam bién se comprende a qué
profundidad se sitúa el proyecto inicial de dar por fin la
p a la b ra a ese pueblo del silencio, de in v ertir la perspectiva
del lenguaje colocando por fin u n sujeto pensante, un cogito,
u n sujeto histórico, un sujeto p arlante, en el campo de la
sinrazón donde h a sta entonces sólo hab ían sido colocados
objetos pasivos, a los que se observaba a voluntad, como en
los espectáculos de feria y circos. El sujeto pensante y
productor de la demostración y de las em presas, se m antenía
en el espacio de la razón: ah í estab a su dominio y su imperio;
y él lo defendía, lo protegía, lo heredaba. E n las islas vecinas
están los objetos que no son m ás que objetos. Entonces, toda
la h isto ria de las “e stru ctu ras de experiencia que u n a
cu ltu ra puede hacer de la locura” consiste en ver cómo, en
esa no m a n ’s land, van a aparecer sujetos que puedan por
fin h a b la r de su propio país, p en sar su dominio, dividñlo
según norm as autóctonas, sin dejar ese cuidado a cual­
quiera. El fin del siglo XIX y todo el siglo XX se libran a
esa nueva división, a esa nueva estructuración según la cual
la fam ilia de los que están del otro lado adquiere su
positividad, incluso se vuelven el conjunto de la m ás di­
nám ica de las positividades. E s tá bien decir que sólo hay
locos p a ra u n a sociedad, u n a cu ltu ra dadas; el libro de
Foucault nos da u n a perspectiva mucho m ás profunda, por
la cual queda en evidencia que sólo hay razón por la locura
que la lim ita, la alim enta, de la que se defiende aceptándola
y de la que a fin de cuentas la obra hum ana tra sm ite el
m ensaje, ta n bien como el de los triunfos de la razón
pensante. Esencialm ente, la verdadera locura es la ausencia
de esa obra, la negación de esa lucha y de esa aceptación.
No hay m ás loco que aquél en quien dorm ita la obra y olvida
crear.
Así el sistem a entero de las alteridades se dispone p a ra
u n a inversión de lo otro h acia lo mismo, de lo negativo a lo
positivo, por medio de la cual el loco se abre solem nem ente
las p u e rta s de la cu ltu ra hum ana.

III

E n este punto del análisis todo está lejos de decirse.


Queda el espesor real del conjunto histórico captado en y por
esas estructuras. Lo que vimos es cómo éstas varían a trav és
de distintos niveles. C aracterizar estos niveles, es volver la
obra a su contenido concreto, es describir de cerca la m asa
de hechos por los que se constituye la experiencia de la
locura.
E s ta se elabora en la p ráctica sociopolítica de la
internación, en la teoría médica, en la terapéutica. Las tres
m odalidades con frecuencia son independientes. La inde­
pendencia hace de esta h isto ria un dram a, el de la igno­
rancia. Por un lado, necesidades económicas, sociológicas,
demográficas, condicionan u n a decisión política que “en­
cierra” en los viejos m uros de los leprosarios abandonados
a causa, precisam ente, de la lepra, un pueblo difuso en el
que se m ezclan enfermos, m iserables e insensatos. Por otra
p a r te , h a y u n a d e d ic a c ió n a a lg u n a s e n so ñ ac io n es
filosofantes y alquímicas; por último, el vigilante que p er­
sigue al prisionero. El corte de esos niveles es muy m arcado;
y es obvio que no ten g a n los mismos parám etros el car­
celero, el Doctor Fausto y el m inistro que decreta. O m ás
bien, lo que tienen en común, es precisam ente u n a es­
tru c tu ra , invariante en cada época, que unifica su experien­
cia análoga (o analógica) a la de la locura. El conjunto de
las estructuras descritas m ás arriba es ese analogon de tres
experiencias separadas, de tres percepciones diferentes: la
del político que inv en ta el espacio cerrado de la internación
o utiliza los espacios preexistentes, según la obligación de
su incumbencia, la del teórico que piensa sin experim entar
ese espacio puro, la del “practicante” que tiene relación
constante con el paciente en ese espacio, pero que no piensa
en hacer ciencia. El significado de la historia de la locura
es justam ente esa norm a común a tres percepciones ais­
ladas. Su sentido es el siguiente: esas tres experiencias poco
a poco van a reunirse en la persona del médico de locos, que
recibe la temible herencia del que encierra, del que vigila
y del que sabe, legado impuro donde se confunden las
funciones de padre, de verdugo, de jefe, de taum aturgo, de
teórico y de m oralizador. El médico no puede evitar esas
pesadas hipotecas cuando las galeras se convierten en
hospicio. El manicomio moderno es el depósito de todos esos
aluviones mezclados que la h istoria arrastró. Con este ú l­
tim o ejemplo se ve cómo las estructuras de experiencias
analógicas llegan a la identidad de u n a percepción unitaria.
Además, conviene reconocer en esos tres niveles cómo se
realiza la experiencia que u n a cultura hace de la locura,
reconocer las razones de esas analogías estructurales. Es
cierto, los agentes de esta experiencia son diversos; la m ism a
se constituye sobre datos económicos, judiciales, dem ográ­
ficos... Pero esa constitución se elabora sobre u n fondo
común. Efectivam ente, ya sea el poder político y sus vo­
luntades, el poder penitenciario y sus brutalidades, la teoría
y sus ignorancias oníricas, todos se forjan una im agen de la
locura que adquiere indistintam ente sus valores en u n a
economía de la m iseria, u n a religión del pecado, u n a m oral
de la falta, una ética de la pasión, u n a lógica del error, u n a
m etafísica del no ser. Todos esos valores negativos, que
sabemos que constituyen el analogon estructural, conspiran
p a ra un esquema común de la sinrazón, que es menos u n a
visión esencial, que u n a proyección de ese mundo cultural
sobre sí mismo. Se vuelven a encontrar los tem as preceden­
tes, y el dominio de las sim etrías de la histo ria de las ideas.
El conjunto histórico considerado se dispone exactam ente
según los principios descritos. Pero, por o tra parte, es
necesario negar la totalidad de esos lenguajes p a ra no caer
de nuevo en tales proyecciones, p a ra evitar n a tu ra liz a r el
objeto, p a ra poner en evidencia los recubrim ientos como
tales. Por eso se tra ta de la historia de u n a experiencia
cultural, pero que extrae las condiciones de e sta experiencia.
Su objeto, como hem os visto, se convierte en sujeto; y, en u n a
nueva v u elta de tuerca, se natu ralizan las antiguas expe­
riencias.
Si todo esto es verdad, tanto desde el punto de vista del
lenguaje como del de su adecuación a la realidad de la
locura, no puede dejar de plantearse u n nuevo problema; el
de un diálogo entre poseedores de u n lenguaje como ése y
los p ractican tes'de las categorías psiquiátricas actuales. En
ese punto preciso se encuentra la historia.
De hecho, este libro resu lta b a sta n te extraño respecto
de las razones m édicas contem poráneas. Pero no por igno­
rancia o por falla; al contrario, por u n a necesidad de orden
histórico: no h ay que olvidar los datos finales de la inves­
tigación. Todo el problem a gira en torno a la concepción que
se pueda ten e r de la génesis de un conocimiento científico
cualquiera. Demos un rodeo p ara m ostrarlo mejor. Su­
pongamos que el mismo problem a viene a p lan tearse p ara
otro conocimiento objetivo diferente de la p siquiatría, supon­
gamos la física. N adie h a planteado m ejor el problem a de
su prehistoria, de su arqueología, que B achelard. Y, como
es sabido, lo hizo en térm inos de “psicoanálisis del conoci­
miento objetivo”. ¿Cuál es el resultado de esas búsquedas,
con respecto a la relación que pueden m an ten er un cono­
cimiento prehistórico y un conocimiento actual? Al respecto,
queda absolutam ente claro que el abate N ollet fue supri­
mido por Berthelot: no hay recurrencia histórica que los
pueda vincular, ni en el objeto del que dan cuenta, ni por
los métodos que preconizan.
Con respecto al objeto, Bachelard m u e stra que el alqui­
m ista no considera tanto el fenómeno n a tu ra l como el sujeto
psicológico en sí. El objeto de este conocimiento arcaico no
es otra cosa que u n a proyección del universo cultural en el
sujeto inconsciente de las emociones y de las pasiones.
M utatis m utandis, pasa lo mismo con Foucault: en la época
clásica, el objeto de conocimiento psiquiátrico arcaico no es
tan to el loco (no se sabe quién o qué es) como u n a proyección
del universo cultural clásico en el espacio de la internación.
Y así como se descubre el objeto electricidad atravesando
u n a m asa enorm e de reacciones, así tam bién, sólo se des­
cubre al loco después de haber atravesado u n a m asa enorme
de reacciones (aquí la palabra adquiere u n sentido intenso
y riguroso) y de rechazos. La comparación entre estas dos
“proyecciones” pone en evidencia un fenómeno m uy sin­
gular: la inm ensa intersección en el orden de la explicación
genética de los conocimientos. P a ra descubrir el objeto
arcaico de la física, Bachelard es llevado a h ab lar de psi­
coanálisis; p a ra descubrir el objeto arcaico de la psi­
quiatría, Foucault empieza a h a b la r de “geom etría”. En
lín e a s g e n e ra le s , p a r a c o m p re n d er el co rte en las
recurrencias históricas, se adopta u n lenguaje actual, pero
se cam bia de ciencia. Por otra p arte, no es extraño: por un
lado , h ay que explicar que es equívoco poner lo irracional
en u n conocimiento que devendrá racional; por otro, poner
lo riguroso (se acepta aquí la am bigüedad del térm ino) en
la sinrazón. Extraño cruce de la m ente y el alm a. En suma,
estas dos ciencias tienen el camino genético interrum pido:
p a ra encontrarlo, p a ra redescubrir la r u ta de la arqueología,
se practica un cruce epistemológico. El paralelo es tam bién
revelador en lo que concierne al método: el mismo corte entre
el lenguaje de los alquim istas y el de los físicos; se perderían
si quisieran, com prender aquél con la ayuda de e sta gra­
m ática. Asimismo, la preocupación no es u n acercam iento
a ta l o cual paranoia. La complejidad de los análisis mo­
dernos de las enferm edades m entales es a la sim plicidad del
lenguaje espacial utilizado por Foucault lo que la complica­
ción de la tab la de M endelev es a la sim plicidad del lenguaje
de los elem entos, agua, tierra, y fuego. Se puede seguir el
paralelo indefinidam ente. Da siem pre los mismos resulta­
dos: corte histórico, intersección explicativa. U na lengua
e stá m u erta p a ra siempre, o tra lengua, im portada de otra
región del conocimiento efectivo, la revive.
Pero parece imposible, al m enos a nuestro entender,
seguirla h a s ta al final. Porque el corte epistemológico es
definitivo y acabado respecto de las ciencias físicas, pero de
n in g u n a m an era en relación a las ciencias hum anas. El
laboratorio moderno se h a desem barazado de las retortas del
Doctor Fausto. ¿Se puede decir —y sin juzgar en absoluto
de antem ano los geniales descubrim ientos de la psiquia­
tría —■que sucede lo mismo en lo que concierne al conoci­
m iento del hom bre demente? Suponiendo que un día ese
corte sea definitivo y consumado ■ —-para nosotros no es nada
m enos que la definición de u n a ciencia que llega a la
m adurez2—, entonces, indudablem ente, el diálogo del his­
toriador-arqueólogo y del psiq u iatra ya no podrá ser una
controversia. E ste último h a b rá adquirido todas las sere­
nidades epistemológicas p a ra percibir de frente su propia
historia. Así, los trabajos de B achelard nunca estuvieron
investidos con la función de p u rg ar la ciencia eléctrica de
las ensoñaciones amorosas ■ —-pero ta l vez el libro de
F oucault te n d rá esa virtud de catársis epistemológica.

2 U na ciencia que llega a la m adurez es una ciencia que


consumó por entero el corte entre su estado arcaico y su estado
actual. La historia de las ciencias así llam adas podría entonces
reducirse a la exploración del intervalo que las separa de ese punto
preciso de ruptura de recurrencia, en lo que concierne a la explica­
ción genética. E ste punto es fácilm ente asignable desde el momento
en que el lenguaje utilizado en ese intervalo vuelve incomprensibles
las ten tativas anteriores. Más allá de ese punto, se trata de ar­
queología. E stas definiciones no prejuzgan el valor comparado de
los conocimientos. Puede parecer tautológico si no se considera el
cruce arriba explicado. Entonces, u na ciencia madura es la que
posee la autorregulación de su lenguaje autóctono (esa es la razón,
en cierta m anera, por la que escapa de la “filosofía”) y ya no tiene
necesidad de ir a buscar sus valores al campo de otro conocimiento.
Al contrario, debe hacerlo para explicarse a sí m ism a su prehistoria.
H acer la h istoria cuando no está term in ad a (y la prehistoria
no term in a de agonizar) es tal vez m o strar al psicólogo el
país del que viene, y las prisiones a las que no conviene
volver.
De m an era que la obra de Foucault no es de ningún
modo u n a h istoria (una crónica) de la psiquiatría, porque la
exploración recurrente a la que se libra no pone al día las
presciencias. Es una arqueología del sujeto enfermo en el
sentido m ás profundo, es decir, va m ás allá de u n a etiología
generalizada, en la m edida en que pone al día condiciones
de conocimientos indisolublem ente ligados a condiciones de
enferm edad. La demostración da cuenta que con respecto a
la locura, la ensoñación y la negación caracterizan a los
teóricos clásicos, el recubrim iento a los teóricos positivos. El
positivismo, con relación a las enferm edades m entales, es un
caso p a rticu la r de todo lo que se dijo de la positividad en
general, como la alienación m édica es un caso restringido
de lo que se dijo de las alteridades. Entonces, por el mo­
m ento, u n a crónica de la p siq u iatría sólo puede ser inútil,
como la h istoria de una ciencia en el sentido que hemos
definido. Aquí nos encontram os con la génesis de un co­
nocimiento y de su "objeto”, la constitución lenta, compleja
y plurívoca de toda relación posible con la sinrazón. De la
captación form al del terreno propio p ara e sta arqueología,
a las elaboraciones concretas del tratam ien to del otro en
general, Michel Foucault nos conduce h acia el dominio
trascen d en te que aglutina el conjunto de las condiciones de
esa relación.
De hecho, la Historia de la locura es u n a historia de las
ideas. Se encuentra desfigurada, es cierto, silenciosa y
patética, en el espejo del microcosmos del manicomio, pero
rigurosam ente ordenada en v irtu d de los vuelcos que ahora
conocemos. Y este espejo alucinante de algún modo abre el
espacio de las im ágenes v irtuales, descubre el terreno
originario de los procesos culturales, las latencias olvidadas
de las obras hum anas.
H abía u n a vez un país llam ado Erewhom . En esa ex­
tra v a g an te comarca se cuidaba a los crim inales, se juzgaba
a los enfermos y, con frecuencia, se los condenaba. E ra el
infierno de la inocencia. S u nom bre, extrañam ente in v erti­
do, significa, p a ra quien se niega a comprender, ninguna
parte. N inguna parte, o del otro lado de las m ontañas.

El regreso de la nave

En El Prado, hacen ver L a s M eninas en un espejo. E n tre


el cuadro —la im agen—• y la im agen del cuadro, la sala da
la posibilidad de circular e im pone la evidencia de que el
espejo desarrolla, en la fuga de la profundidad., lo que abarca
la tela plana, la realidad del espacio: como si el diseño de
Velázquez hubiera vuelto a su verdadera exterioridad.
A veces, los que debutan en geom etría descriptiva u sa n
esos aparatos ópticos que liberan las proyecciones y abren
lo sólido a sus dim ensiones objetivas: es como si la re p re ­
s e n ta c ió n h u b ie r a s e p u lta d o el objeto, como si su
desdoblamiento lo restitu y era, como si no fuera posible
encontrar lo real m ás que en el estado de im agen de u n a
imagen, som bra de u n a sombra. ¿La cosa es u n a rep re ­
sentación de vuelta? E n tra r en la sala donde se hacen fren te
los planos •—reales e im aginarios— de la tela y del espejo
viene a ser deslizarse por el intersticio de los ejes ópticos,
en el espacio mismo del cuadro, en el espacio del que la tela
es la proyección y el origen, y del que el espejo reproduce
la fuga. Llegado a este punto, hay sitios de donde se puede
ver sin verse, otros de donde se puede ver sin dejar de verse,
por últim o otros donde el m ás ligero desplazam iento
transform a dos espacios uno en el otro, como u n dedo de
guante. Sobre esta cresta, se rem eda en tre s dim ensiones la
gestualidad del pintor: e n tra y sale a voluntad; hacia atrás,
se encuentra en el segundo espacio; si se inclina p a ra
trab ajar, desaparece de éste p a ra ir a d ar al lugar del rey,
detrás de la falsa tela o de la verdadera. La sala no es triple:
la escena m adre en falso interior, la im agen profunda en
falso exterior, y el lugar de m i posición, interior y exterior;
los tres espacios son todos dobles y divididos por u n a falla
donde se consuma, a izquierda y a derecha, el m ilagro
vibrante del sujeto-objeto y del objeto-sujeto. El sitio está
aquí o, como se dice, en el infinito, ya que de u n lado es lo
m ás próximo. Borde, adherencia, lím ite de dos espacios: a
caballo sobre esa frontera, estoy ahí y no estoy, mi lugar es
finito e infinito, por delante y detrás, afuera y dentro, soy
im aginario y real, el Otro y el Mismo. Habito tre s espacios
sem ejantes y diferentes, y ahí soy extranjero: prim era
m etáfora.
¿Hay que elegir, o la historia —es decir la circulación—
elige por uno? ¿Hay un secreto que libra en la superficie de
la tela los juegos cruzados o paralelos de la luz, detiene la
vibración aleatoria de un lado y otro de ese umbral? ¿Se puede
leer sobre esa tela, de la que el pintor se desprende en el
momento de la inmovilidad, a la derecha —para nosotros—
de la frontera? De nuevo, hay que leer al revés: no en espejo
esta vez, sino del lado de lo otro, es decir, del otro lado. Y he
aquí que entre los dos largueros horizontales que sostienen el
reverso, a la altura de la cabeza de Velázquez, ojo por ojo, boca
a boca, se destaca, entre las m anchas de azar y la grisalla
imprecisa, una cabeza de muerto, bien centrada sobre los
trayectos ópticos, y a izquierda •—-para nosotros— de la falla.
N aturalm ente, ese inquietante fantasm a se ve mejor en el
espejo que sobre el cuadro mismo, o en el revés del cuadro.
El objeto oculto por la doble representación no es otro que ese
cuyo envés es la M uerte. La M uerte es “eso a partir de lo cual
el saber es posible”, o el inconsciente, o lo impensado... si la
condición es, después de todo, el último envés de las repre­
sentaciones en cascada; está ahí, ya, lo no visto, lo que nadie
m ira, ocupados en computar composiciones y trasposiciones en
lo que se distingue, pero a donde conduce la luz natural, desde
el momento en que sea franqueada la línea más brillante, la
m ás recta, la más rigurosa: segunda metáfora, tétrica mitad.
El libro de Foucault3 —tesis: lo mismo históricam ente

3 Michel Foucault. Les Mots et les choses, Bibliothéque d


sciences hum aines, Gallim ard, 1966. (Las palabras y las cosas,
México, siglo XXI, 1968).
doble en la triple diferencia, la im agen por todas partes
duplicada, la aparición de la m uerte; y m etáforas: apertura,
intersticio, espacio y plano liso—• tiene la m ism a estructura
que la pequeña sala del Prado, donde se extiende un velo
invisible que hay que elegir d esg arrar o no, y que distribuye
la reproducción de las im ágenes y el desvanecim iento m ortal
en torno del plano de aparición. ¿Y cómo podría ocurrir de
o tra m anera, si se tra ta , en los dos casos, del lugar no
pu n tu al, es decir, del am biente de circulación de donde se
ven las M eninas?

El Otro y el Infinito

El autor es un geóm etra testarudo. E n o tra p arte


describió las situaciones de un cierto tipo de razón salvaje
o de vida alterada; h a m anifestado u n a estética de los bordes
del pensam iento desam parado. E n un espacio que sigue
siendo u n problem a, extiende u n a cresta que lo distribuye:
sab er y sinrazón, conciencia y alteridad, norm al y patológico,
sujeto y objeto, sim ilitud y diferencia... Por el momento, el
espacio es el lugar de las operaciones necesarias p a ra u n a
problem ática de la crestería, el conjunto de los desplaza­
m ientos a efectuar p ara aproxim arla o a p artarla. En cierto
modo, la época clásica es la fecha de su formación: la
construye como segregada; en aquel tiempo, lo Mismo
constituía a lo Otro, p ara envolverlo en su insularidad; la
época clásica es la de las curvas cerradas, es decir, de las
definiciones claras y de los dominios definidos. La historia,
que formó ese núcleo, lo deforma: algunos viajeros de la
razón o de la norm alidad se aproxim an al Lim es, otros llegan
ahí del fondo del Insulat, locos o enfermos, h ab itan tes del
manicomio o de la clínica; y a h í se m iran, se reconocen,
análogos o asim étricos, y la fro n te ra se convierte en espejo.
A hí comienza el desenlace, el esfuerzo p a ra desclavar los
cierres, p a ra deshacer las definiciones. Foucault quiere
e n tra r en el espejo, encontrar la a b ertu ra, el pliegue, la falla,
deslizarse en el insterticio, afinar el objeto especular para
aplicarlo sobre la im agen especular llegada a él. El fin de
la época clásica y el alba de la m odernidad, es prim ero el
descubrim iento de que los lím ites definitivos no son m ás que
esas líneas que están afuera y adentro sim ultáneam ente,
que los espacios diferenciados son los mismos, que están del
mismo lado de la línea que los separa: que el plano clásico
de la geometría ingenua es un plano real proyectivo. La serie
de las distinciones iniciales ya no es m ás que u n a serie de
sim ilitudes donde la diferencia, aunque existente, es m enor
que la que cualquier pensam iento podría asignarle. Se h a
hablado de u n a problem ática k an tian a: si hay un llam ado,
es el de la Disertación.
Río abajo corre la h isto ria constituyendo espacios de
n a tu ra le z a diferente: el de la razón y sus dominios re p a r­
tidos, el de la ciencia por exclusión e inclusión ■ —que fue y
sigue siendo, p a ra el lógico, el análisis mismo, y que opone
en u n a cristalización simbólica y concreta categorías p u ras
al dem ente excluido encerrado, el caballero superracional a
la triste figura errando en los llanos de C astilla y oprimido
en el plegado de un libro escrito que lo incluye, en sum a,
el espacio de la explicación y de la implicación; el posterior
y valorizado, espacio de lo que no es partitivo y de las
ciencias "contraciencias”, aplicación del saber sobre sí
mismo y sobre el no saber, cuyas geodésicas son las líneas
paradojales de ap ertu ra que acabo de definir. De esa histo ria
espacializada, la arqueología rem onta el curso o la napa,
pero por otro camino, el camino del Otro. Además del
entorpecim iento n a tu ra lista de las distinciones abstractas,
que abre u n a vía de analogía en tre el sujeto, el mismo y el
norm al o, mejor, entre el norm al y el norm atizado, y por o tra
p a rte en tre el objeto, el otro y lo patológico, es decir, lo no
racional. Como es sabido, la arqueología es u n a heterología,
que te rm in a rá por descubrir la heteronomía como terreno
fundam ental y situación radical de cualquier pensam iento,
incluso de cualquier ser. El otro devenido sujeto pronuncia
ah o ra la m uerte objetiva del mismo; el no yo vuelto sujeto
conduce el yo sujeto al no puro, a la n a d a de la M uerte. Es
preciso explicar ese desenlace, que es al mismo tiempo fin
y alum bram iento de fibras anudadas; la época clásica es el
momento en que se anuda, se urde la tragedia: el sujeto de
la razón norm atizada ejerce violencia sobre la cosa y el otro,
le asigna u n espacio, separado, pasivo y tan lejos como sea
posible: dominio de los contrarios, del no yo, de la no razón,
del no ser en general, de suerte que el borde que separa,
delim ita y define las dos variedades es el lugar de puntos
de inversión, de hogares en que se invierten las direcciones,
de centros donde se niega la cultura, el pensam iento y la
conciencia. Esos puntos, vistos desde la razón y por ella, son
puntos lím ites, puntos extrem os del mundo, m ás allá de los
cuales se sitúan la inexistencia y el no concepto: son los
puntos indefinidam ente rechazados al infinito. Si el sujeto
perm anece en el espacio racional, no ve ni puede v er esos
lugares donde se invierten las direcciones, donde las suje­
ciones se trastocan. Por el contrario, si es instruido acerca
del hecho —descubierto mucho m ás tard e— de que ese
infinito está absolutam ente próximo a la razón, que ese
borde es u n a línea que pertenece a su espacio y que lo
caracteriza, como entonces, por un movimiento retrógrado,
se sabe ubicar al sujeto en el lugar del otro, del otro lado
de la derecha del infinito, y se puede ver, a la inversa, todo
el espacio clásico desde este nuevo punto de vista. E n lo
sucesivo, queda en evidencia que aquél es recorrido por un
conjunto de paralelas, que es el espacio de la sim ilitud —
lo que ya se sabía, porque era conocido como el de la
geom etría ingenua, o euclidiana. Es fácil dem ostrar que la
época clásica tiene como objeto prim ordial la búsqueda de
u n punto fijo que sea el lugar de referencia y el punto de
vista óptimo: ahora bien, en el espacio de la geom etría
helénica y cartesiana, no im porta qué punto pu ed a des­
em peñar ese papel: la voluntad libre lo asigna, decisión que
hace al triunfo metódico de D escartes, la errancia desespe­
ra d a de Pascal o el equilibrio ontológico de Leibniz, decisión
cuya condición de posibilidad reside en la hom ogeneidad del
espacio de representación. E sa homogeneidad es sinónimo
de universalidad: m i pensam iento perm anece in v arian te
cualquiera sea el lugar que le asigno, invariancia que
g a ran tiza su racionalidad; ésta se propaga por todas partes,
tiene el derecho y la posibilidad de propagarse por todas
p artes y, entonces, de em pujar al infinito todo lo que no es
ella. El sujeto h ab ita un dominio infinito que sigue siendo
el mismo en todas las direcciones y a cualquier distancia de
cada u n a u n a de ellas: la razón h ab ita lo universal, es decir,
lo mismo y su repetición libre en la totalidad; circula sin
trab as en el am biente de sus apropiaciones. No es posible
n a tu ra liz a r la época clásica, es decir, to m a rla por objeto, sin
relativizar esa totalidad, sin dejar ese dominio, sin ubicarse
en el punto en que el haz de las paralelas llega al cúmulo,
sin llegar a ese punto en el infinito fu era de lo universal y
de la apropiación: es el punto de inversión y de exclusión
que el proyecto o la pretensión de universalidad racional
n a tu ra lm e n te hab ía ubicado en el infinito. Por los caminos
de lo otro, se llega a los confines espaciales del saber clásico,
se llega a la filosofía sin localizarse en ella, se llega a un
punto de vista que ordena todo el pensam iento y toda la
ciencia a lo largo de geodésicas paralelas donde éstas ya
residen, cuya longitud se desvanece aq u í en un centro
común. Y de golpe la situación histórica se invierte, lo
universal se n a tu ra liz a como rasgo de cultura, porque,
ordenando los puntos en cuestión, la razón clásica se encuen­
tra ro d ead a y como insularizada, h elad a en u n islote cuyo
lím ite pudo ser dibujado. La arqueología retrocede sobre las
vías de la heterología y cambia secretam ente la vieja m e­
táfora k a n tia n a y h u sserlian a del suelo profundo por la del
lím ite y del borde: ya no excavar p a ra condicionar, sino
rodear p a ra objetivar —los árboles viven por la corteza—%
Por lo ta n to re s u lta u n a teoría de las fro n teras, un
m arginalism o, u n método de la ultraestructura, de ahí la
oposición profunda a M arx; invierte la función del límite,
c o n v ie rte el e x te rio r en in te r io r (y a s í en nú cleo
condicionante, como la embriogénesis no es m ás que u n a
teoría de la derm is), el carcelero en prisionero, el sujeto en
objeto. A riadna, a su vez, abandona a l héroe, envuelve con
su hilo al m undo convertido en laberinto. V istas desde el
borde infinito, las paralelas convergen, lo mismo se vuelve
otro, lo otro encierra lo mismo, m ás aún, lo Mismo se vuelve
O tro del Otro; lo autónomo es heterónom o, ya no es juez, sino
objeto de u n a etnología, porque reducido a su región, ya no
es sujeto de la Razón sino que se en cuentra determ inado por
form aciones culturales ya prescritas. La época clásica no es
m ás el campo de las verdades lúcidas sino el lugar de los
errores del error. Consum ada la Revolución en los límites
del saber, la inversión sobre la técnica de los bordes, culmina
en u n a reducción de lo universal a cualquier región cultural
dada. H ay ah í un movimiento copernicano, tal vez, pero de
un tipo m uy singular: el sol es naturalizado como estrella
cualquiera, del borde de la últim a órbita exterior; p a ra eso,
e ra preciso tr a ta r la problem ática de la finitud. en térm inos
de alteridad. H abía que decidir — o descubrir— que en los
confines del orden sistemático residen tales tipos de desvia­
dos, que siguen los caminos m ás largos, de lo impensado, de
lo im pensable de aquello en relación con lo cual el pensa­
m iento ju sto es cierta clase de pensam iento salvaje. Se llega
así, creo, a u n a filosofía del no, excepto que el sí universal
an terio r ya no se reduce a u n a afirm ación p articular por
generalización extensiva, sino a la negación de su negación.
L a necesidad racional es determ inada como determ inación
cu ltu ral en tre otras; la problem ática de la finitud ya no tiene
el mismo sentido, e stá invertido. H ab ía que tener la audacia
de ubicar a alguien por fuera, de in te n ta r ese golpe de
E stado hiperplatónico que consiste en llevar a cabo la
síntesis del Otro y del Infinito. A p a rtir de entonces, el
mism o sujeto se encuentra definido, objetivado, transform a­
do en e sta tu a de sal. Y queda por preguntarse: ¿se confía
en la m ejor posibilidad si se conduce la demostración a
tra v é s de algunos contenidos epistemológicos de tipo n a tu ­
ra lista , volviendo la espalda a la filosofía y a sus soportes
rigurosos? Creo que vale la p en a p lan te ar la cuestión,
incluso si la resp u esta es negativa. Y evidentem ente lo es,
ya que las condiciones metódicas de la em presa reposan en
un vínculo de los dos contenidos. S ería mejor interrogar ese
vínculo por sí mismo, porque es el neruus probandi del
proyecto global de Foucault: m ás a rrib a lo llam é entorpeci­
m iento n a tu ra lis ta de las distinciones abstractas, se podría
lla m a r endurecim iento categorial de los dominios n a tu ra li­
zados, u n a form a rápida de decir que su lugar está entre el
logicismo y el psicologismo, que su esfuerzo ap u n ta más allá
de esta división —o m ás acá.
¿De dónde ■ —-de qué intención— viene esa voluntad
im placable de desidentificar lo Mismo, de desposeer al
sujeto? E n cu en tra su origen en el dinamismo de lo Mismo,
en la n a tu ra le z a de su voluntad y de su representación, en
el uso que hizo de su libertad. H abitando lo universal (de
lo que hoy descubrimos la función heteronómica), el autó­
nomo empujó a los confines del universo (y del universo de
su discurso) a los otros o dobles invertidos que, en lo
sucesivo, nos asedian, que nos h ab itan y que nosotros
habitam os. Después de esto, obró con astucia, jugó un juego
m ortal: su im postura fue in terro g arse sobre eso mismo que
rechazaba, sim ular una m etafísica en los lím ites que había
trazado en el momento de la exclusión, exponer su m aldad
violenta como serena sabiduría, tra n sm u ta r su rigor en el
rigor. De m an e ra que fue el prim ero en indicar que lo
fu n d am en tal residía en los extremos, el terreno en las
fronteras, las condiciones en los lím ites. Así desem peñaba
la comedia feroz del horizonte que retrocedía p a ra no ver,
y por el que profesaba u n a feroz atracción. Lo esencial, decía,
es que no vea lo que está m ás allá de m i poder; callar que
no puedo verlo y hacer todo lo posible por no verlo: así se
ubica, así circula en los lugares mismos donde está seguro
de no verlo, porque fuera de esos lugares rein a la Muerte,
lo que las M eninas hacen ver. La astucia tiene la estructura
del espacio en el que se mueve: de inclusión y de exclusión.
E l discurso clásico afirm a lo que niega, y niega lo que afirma,
rechaza aquello de lo que habla, vuelve la espalda a lo que
a n u n c ia como fu n d am en tal. A sum e la astucia, cuyos
paradigm as comunes son la religión y la metafísica.
E n el curso de ese discurso, el razonador clásico viste de
abstracción su pregunta, que no es m ás que el recubrim iento
de sus negaciones y sus rechazos, viste de abstracción otro
m undo difuso del que se considera el amo. Es entonces él
quien logiciza lo n a tu ra l (clasificar, ordenar) y esa nieta
physis, que no es m ás que u n a hetero physis negada. De
m an era que Foucault se siente con derecho —es decir, con
las arm as, ta n m ortales como las suyas— de n a tu ra liz a r sus
categorías, es decir, a n a liz a r la m etafísica como u n a
antifísica. La astucia e stá descubierta: el proyecto de u n i­
versalidad es u n a proyección en lo racional de la situación
violenta de Amo y de Esclavo. El insensato, el im pensado,
el insensible y el im pensable, el inconsciente, son lite ra l­
m ente heréticos, salvajes, esclavos. La época clásica coloniza
las tie rra s vírgenes por negación, m uerte y tierra quem ada:
así tam bién, en la casa tran q u ila del hom bre universal, los
esqueletos están en los placares. Teniendo en cu enta estas
tie rra s, es u n a época salvaje y los m uertos clam an por
venganza. E xpulsaba a los dem entes, dándoles por espacio
el m ar de lo irracional, quemando a los brujos, a los judíos
y a algunos astrónomos; reprim ía lo imaginario, dom inaba
el sueño, elim inaba el error, en sentido estricto negaba la
cultura, las culturas; copiaba a porfía las hordas blancas
que, del otro lado del agua, pasaban a cuchillo a los Incas,
los Aztecas, y los Algonquinos, A p a rtir de que su logicismo
es naturalizado y a no sabe en qué m edida sus categorías —
categóricas— son rigurosas y m ortales: ley, orden —concep­
tos cargados con las cadenas de la razón-—. Es la h o ra del
regreso de la Nave, y de las blancas carabelas: la venganza
consum a su obra. E xpulsar al homo rationalis de su am ­
biente regular, analizarlo como objeto de la etnología, h acer
de la razón clásica u n pensam iento salvaje, m ata r al homo
del hum anism o, es la descolonización a través de u n a
concepción terro rista de la cultura, es decir, la colonización
a la inversa: el otro vuelve como un aparecido, el dem ente,
el herético, el salvaje rom pieron las cadenas cartesian as y,
como sujetos de un saber significativo, hacen del blanco
racionalista el salvaje dem ente del salvaje dem ente. Lo
tra ta n como fueron tratados: el lenguaje del Otro es la
repetición invertida del lenguaje del Mismo, el lenguaje del
Terror. El viejo esquem a hegeliano se am plía espacialm ente,
por la geografía m undial de las culturas, y la experiencia
adquirida de lo inexperim entado: así aparece el diagram a
del Colonizador y del Salvaje, del pensam iento lúcido, vigi­
lante, consciente y dom inador del pensam iento soñador,
m ítico, inconsciente, n a tu ra l, d e lira n te y sum iso. La
descolonización del Colonizador, por sí mismo, habitado por
las tinieblas del Otro, comenzó. Seguro que en el destino de
n u e stra m odernidad e stá comprobar esa deuda secular. ¿Es
necesario p ag arla con el hierro y el fuego? Nos ponemos a
pensar en un G andhi interno, en u n a autodescolonización
sin violencia.

El Ser y el No Ser

En adelante, n a d a se opone a que la arqueología se


p resente como u n a etnología del saber europeo, y la h istoria
de las ideas como u n a epistemología del espacio y no del
tiempo, de las fibras de u n espacio inmóvil y no de las
génesis evolutivas. N u estra herencia cultural e stá en otra
p a rte m ás que antes, se ubica m ás allá de esos cortes cuya
definición equivale a fosilizar formaciones que creíamos
vivas y que el arqueólogo se pone a descifrar como m onu­
m entos prehistóricos. N uestros predecesores, o los que ap a­
recen como tales, son extraños, h ab itan islas lejanas sepa­
rad as de nosotros por el m ar, su cultura es la de u n a etnia
que piensa lo im pensable p a ra nosotros: como cuenta el
apólogo argentino del Prefacio, la escena tra n sc u rre en
-China, es decir, en o tra parte. Por lo tanto, si se leen los
Pensamientos ubicándose del otro lado de los Pirineos,
plum a en mano, se term in a por escribir u n a heterotopía
española en el estilo de Pacheco, Velázquez, Cervantes... o,
mejor, de Cortés y Trujillo. L a inversión es im portante:
tien d e a volver im pensable el pensam iento clásico. El
arqueólogo vuelve sobre la h istoria como si h u b ie ra estado
escrita en u n a lengua que ya no es la ciencia m uerta,
olvidada, abandonada. Suspende esa recurrencia in stin tiv a
que une al investigador con su objeto. A nula ese flujo de
comunicación que hace posible u n a com unidad de cultura
entre el historiador y lo historiado. Esos cortes, u n a vez m ás,
no son n ad a m enos que sus condiciones de ejercicio; perm i­
ten al arqueólogo objetivar un conjunto cultural vivido,
adem ás no m uy lejano, como el propio, natu ralizarlo en u n a
fam ilia de proposiciones, cuyo sentido se coagula en sí
mismo y form a u n a red independiente, que es posible
contornear, a p a rtir de que no hay m ás sentido p a ra él.
N ueva in v ersió n : la conciencia clásica e s tá entonces
e structurada como u n inconsciente. El historiador se desdo­
bló en a n alista que conoce las leyes de la anam nesis y
analizó sin m em oria. Todo ocurre como si determ inada
cultura no p u d iera estar delim itada o definida sino cuando
h a term inado o. es rem ota, cuando está m u e rta al menos
p a ra quien la observa, y cristalizada como inconsciencia
objetiva de lo que es esencialm ente. Lo prehistórico o
alógeno deja al clínico u n a excepcional libertad de movi­
miento, porque ese campo ya no ejerce sobre él fuerzas
heteronóm icas. El arqueólogo está en el exterior del campo
gravitacional de la razón clásica. No es n in g u n a m etáfora:
el espacio de la inclusión y de la exclusión sólo es ta l en la
m edida en que sea u n campo de fuerzas, de atracción y de
repulsión y, finalm ente, si la razón es poder, voluntad,
fuerza y violencia, lo que ya hemos visto. Q uien h a b ita esos
lugares está prisionero, a izquierda y a derecha, de esas
líneas de fuerzas. Por lo tanto es indispensable extraerse de
esa estru ctu ra dinám ica y neutralizarla: y de nuevo esa
estructura dinám ica es la de un inconsciente o de u n a
cultura, La situación exterior a ese campo perm ite erradicar
cualquier problem ática de error o de verdad a este respecto:
ya no se tr a ta m ás que de un objeto cualquiera que h ay que
descifrar como p ied ra de Roseta, y no de ese objeto electivo
que atrae y u n e como piedra de Magnesio. Adem ás, el que
se ubica ah í puede esperar suprim ir la vieja problem ática
planteada por M arx: fuera de ese campo que no lo influencia
y que no es influido dom ina u n objeto concreto, es decir, u n a
concreción; quedan inscripciones escritas en sólidos, propo­
siciones im presas sobre un pedestal. Que yo sepa, la ar­
queología no es otra cosa que ciencia de las inscripciones y
de los graffiti. En sum a, Foucault tra ta u n a biblioteca como
un inconsciente cultural y colectivo (del que es tautológico
decir que está estructurado como un lenguaje, de ahí la
proxim idad a Lacan en el cruce del logicismo con el
psicologismo) y como un espacio extraño y cerrado, donde
el historiador es analista del dram a de otro (que es él
mismo), la m em oria de su olvido, etnólogo de u n sentido
lejano y silencioso, y repone su ausencia. T ra ta los libros
como m onum entos enterrados, y la e scritu ra como u n a
inscripción: es arqueólogo de un lenguaje hoy perdido.
M anera de e n tra r en ese espacio sin e sta r ahí, m anera de
aproxim arse sin ser atraído por la fuerza de un sentido,
m anera de suspender u n a gravitación, de deslizarse sin
comprom eterse, de esta r atento sin estar concernido: ercoxTÍ
vuelta posible por el lím ite vibrante entre el mismo y el otro.
Foucault p e n e tra en la biblioteca como en la pequeña sala
del Prado: escucha un lenguaje como an a lista , lee u n a
proposición como un epígrafe, aborda las islas como un
etnólogo p a ra com prender lo incom prensible, comprensivo
pero nu n ca extraño. E sa £7to%T) sólo es posible si la concien­
cia clásica es considerada inconsciencia, el pensam iento
im pensable, la razón lúcida mito onírico y la serenidad
gesticulación indescifrable, si el grafismo del saber es leído
como graffiti. Entonces, y sólo entonces, se puede preg u n tar
por la n a tu ra le z a del pedestal en el que inscribe u n a mano
e xtraña. E x tra ñ e z a , sin duda, porque la ap rehensión
logicista de la reja form ada por esas inscripciones term ina
por m o strar al hom bre clásico encerrado en el laberinto de
esa red, psicologizado, culturalizado, naturalizado como
e statu a de sal: la universalidad del sujeto m atem atizan te ya
no es m ás que el av atar de u n a concreción cultural. Pero,
si la situación es general, reaparecen in v arian tes las proble­
m áticas precedentes, bajo un nuevo aspecto: ¿una contra
ciencia de las contra ciencias b a sta p a ra desprenderse de
c u a lq u ie r h e te ro n o m ía posible y p a r a o b je tiv a r las
heteronom ías regionales, como la de la nuestra? Se soñará
■—como se soñó— con el superhom bre— ; se profetizará ■ —así
como se anunció al superhom bre—. La arqueología es el fin
de la historia, lím ite interm itente y lugar de ningún lugar;
a condición de com prender la expresión fin de la historia en
todos los sentidos posibles, y no en el sentido unívoco legado
por la tradición: fin de los tiempos, e instalación de los
espacios, detenim iento de las génesis, y florecimiento de los
sistem as lím ite, desvanecimiento, m u erte de la histo ria
como ciencia, y como ciencia de las ciencias hum anas. La
a rq u e o lo g ía , e n e se contexto p ro sp e c tiv o , s e r ía la
c o n tra c ie n c ia de la s c o n tra cie n c ia s de los s is te m a s
heteronómicos. Habiendo por fin dado a luz la h istoria lo
extra-directed, la arqueología tom ará sus e stru ctu ras condi­
cionales. Q uedaría por elaborar el em plazam iento mismo del
arqueólogo; se p lan te a la pregunta: ¿cómo aprehender un
m ensaje que él niega precisam ente como tal aunque le
concierne? Su em plazam iento no es ni el del emisor, ni el
del receptor, sino el del interceptor; es u n a vez m ás el del
espectador o el del pintor de las M eninas colocado ah í por
sorpresa, que aprovecha un intersticio para-dojal. El histo­
riador, arraigado en un lugar, hacía recepción, determ inan­
do en cierto modo la emisión. Y su saber se pro-fundizaba
p aralelam ente a ese intercam bio perenne en espi-ral. El
arqueólogo busca ponerse en situación de intercep-ción
universal. La N ave deriva por los m ares p a ra cortar el
trayecto de las botellas fosilizadas por concreciones aluvio­
nales. ¿Pero cómo aprehender el sentido de u n a información,
cuando la m ism a actitud del científico, así definido, impone
que aquella no sea p a ra él m ás que objeto privado de
sentido? Es urgente la consideración de la cuestión, porque
en fren tar u n a proposición como tal no podría llevar m ás que
a u n a teoría pura, lógica o topológica, al menos por el
momento: y si el sentido está excluido, está excluida la
cultura, por lo que se vuelve al lugar de donde se partió.
Dicho ésto, la arqueología moviliza las contraciencias y
u tiliza sus marcos p ara explorar los espacios prim itivos que
fu n d an las formaciones históricas. De donde se sigue la
aplicación de las grillas de Lévi-Strauss sobre la cultura
occidental: el universo del paralelism o se ad ap ta de m ara­
villas a las analogías estructurales que atraviesan el in ter­
cam bio de p a la b ras (gram ática, lingüística —¿nuestra
oralidad olvidada-formalizada?-—■), el intercam bio de bienes
(análisis de las riquezas, economía —¿nuestra analidad
arcaica-sim bolizada?—) y el intercam bio de m ujeres (histo­
r ia n a tu ra l, biología —¿ n u e stra genitalid ad prim aria-
logicizada?—■). E n cierto modo, no dejamos un instante el
espacio a las geodésicas paralelas porque, si la cultura
clásica lo supone, el estructuralism o lo impone a conciencia:
el método por analogon continuo no es m ás que u n a analítica
de la iteración de lo mismo en el otro, es decir, una
m etodología de la similitud. Tal vez, nunca la abandonamos,
al m enos desde Platón y su constitución de la ciudad por
intercam bios económicos, modelo biológico y formación de
u n le n g u a je com ún; q u izá el e s tr u c tu r a lis m o (ese
estructuralism o) es nuestro últim o vínculo —consciente esta
vez—• con el sistem a de las trilogías indoeuropeas, Dumézil
tam b ién es arqueólogo. Y así como K ant moviliza las distin­
ciones de la mecánica new toniana p a ra tejer la red de la
cuestión crítica, así tam bién Foucault im porta los'marcos de
las ciencias hum anas prejuzgadas que h a n llegado a la
m adurez (?) p a ra constituir la grilla de la cuestión arqueo­
lógica; ¿pero, en ambos casos, la im portación de lo positivo
a lo condicional no reduce la preten d id a universalidad de la
cuestión a un campo ta n estrecho como el terreno de origen
de la im portación? Entonces —y cualquier cosa que se
h a g a —, la condición no supera lo condicionado, es engullida
en lo condicionado, ya en la aproxim ación newtoniana, ya
e n n u e s tr o p a rtic u la ris m o c u ltu r a l. E l p in to r se
autoinm oviliza en u n a parte la te ra l del cuadro. Por una
desviación infinitesim al, no consiguió la crestería de desapa­
rición.
Pero consideremos en sí m ism a esa form a tern aria
espacializada (no tem poral, no dialéctica). Describam os un
prim er estrato (epistemológico en este caso, cultural, en
general), luego u n segundo, por último un tercero: el método
de las analogías estru ctu rales refiere las descripciones
unilineales a u n a ta b la común de referencia que reú n e sus
invariantes (es eso lo que está escrito sobre la tabla) y que
dibuja su extensión (la tab la e stá lim itada por los lím ites
m ismos de la reunión de su proyección sobre la tabla). U na
cultura es, precisam ente, ese pedestal de referencia, por
contenido e stru c tu ral y ocupación definida de u n segmento
del espacio tiempo. Tiene dos características esenciales: el
tipo de su inscripción y el recorte de sus bordes. Observemos
entonces que esas determ inaciones son, a su vez, relativas
al número de las formaciones seleccionadas por las descrip­
ciones proyectadas.4 Efectivam ente, supongamos que fijára­
mos un cuarto estrato, luego u n quinto, etcétera, e n tre las
formaciones arcaicas con valor como presciencia (nesciencia,
error) hu m an a —por ejemplo, teorías de tipo político, socio­
lógico (la dem ografía está a punto de nacer en la época
clásica, porque se extiende la idea de sacar provecho de los
B ills of m ortality), etnográfico (los Novissim a sínica son de
la m ism a época) o de historia de las religiones, etcétera—
entonces la ta b la de referencia, p a ra la m ism a cultura,
definiéndola por invariantes estructurales, se desplaza y
varía. Por un lado, las estru ctu ras analógicas van hacia la
generalidad del sentido y la pobreza de la escritura, por el
otro, los cortes determ inados por los tres prim eros estratos
se ap artan y se tran sp o rtan : la tab la se extiende y se vacía,
tiende a recubrir la histo ria de m anera conexa, a perder en
especificaciones lo que gana en generalidad. Con respecto a
este incremento, reaparece el problem a trascendental, pero
en un lugar inesperado; carecemos de u n a m arca, de un
criterio para m axim izar el número de los estratos necesarios

4 En este esquem a, las proyecciones son de tipo cilindrico y


entonces el punto de v ista carece de lím ites, lo que se acaba de
demostrar.
y suficientes como p ara explotar la totalidad de u n a cultura,
o p ara definirla como tal: p a ra obtener u n a tab la fija y
estable. E n la m edida en que no la tenemos, el análisis sigue
siendo relativo al núm ero fijo, decisorio, arb itrario, perm a­
nece entonces “relativo a “, fijado en la c u ltu ra m ism a: el
que p in ta el cuadro e stá en el cuadro, en com pañía de
quienes m iran el cuadro pintarse, y que son, ellos tam bién,
sin saberlo p a rte s del cuadro; esto significa que no se h a
alcanzado la ta b la definitiva, que siempre se puede designar
un nivel inferior, u n personaje por detrás que, tomándonos
de sorpresa, dibuje un nuevo conjunto objetivable. Pasó m ás
de un siglo desde que la filosofía extendió el contenido de
la experiencia posible del campo de la exactitud a lo vivido
en general: u n océano que su sed todavía no agotó. P ara
descubrir un nuevo terreno condicional, sería necesario
realizar esa m utación que todo saber alcanza en el momento
de la universalidad, sería necesario que las contraciencias
hayan dado la vuelta a su enciclopedia, p a ra h a b la r por
analogía. A fa lta de lo cual, la tabla de referencia no es m ás
que otro estrato cultural, u n a m anera de desdoblar y reple­
gar la cu ltu ra sobre sí m ism a, u n a m etalengua que es, como
siempre, la lengua m ism a. Por otra parte, es posible que no
se pueda escapar a esa iteración de espejos paralelos, que
detrás de la totalidad cultural no h a y a esa actividad
form alizante desnuda, que detrás del saber, no h a y a acti­
vidad intelectual constitutiva. Es posible que m ás allá de la
crestería sólo h ay a u n a cabeza de m uerto. Por eso la duda
vibrante de fran q u ear el paso, por eso e s ta crítica de res­
plandores y oscurecimientos.
Todavía se puede p ensar en todo esto y suponer que
poseíamos el criterio definitivo. U na sola fra se perm anecería
inscripta sobre la tabla, a saber: el ser es, lo que no es el ser
no es — el hom bre en particular; lo cual m u estra que se
habría franqueado el lím ite m ortal, el borde en tre el ser y
el no ser; lo que pone en evidencia que después de Nietzsche
ya no hay que tra z a r u n a línea m ás allá del ser y el no ser.
La generalización del método impone, en el lím ite de creci­
miento, la idea nunca abandonada de que todo gira en tom o
a la noción de frontera: otro, infinito, ser y nada. E l despla­
zam iento del recorte es la única variable que determ ina el
inscrito fundam ental. Así Foucault eligió el m ás corto de los
cam inos m ás largos p a ra re u n irse con la tautología
heideggeriana, entre las sendas de u n bosque de símbolos.
¿Cam biam os de lugar, desde la época clásica? ¿No hemos
vuelto al punto de p a rtid a —o m ás acá de ese punto, al alba
helénica? Se term in a ría por creer que todo el libro reside de
hecho en el hueco v irtual de su propio discurso, que dice con
precisión lo que se niega a decir, que se niega a decir lo que
dice. Porque designa u n horizonte espinosista —ontología
m onista y determ inado negatio—■, se coloca en un espacio
que va de la representación a la voluntad, sin encontrar a
Schopenhauer, tra z a sobre el plano de los contenidos del
saber ■ —por todas p artes discernible-— el camino leibniciano
de la enciclopedia estructural, etcétera. El discurso del Otro
sobre el Mismo moviliza la m ism a astucia (pero otra, es
decir, invertida) que el discurso del Mismo sobre el Otro. Así
como el Mismo reducía al Otro a nada, excluyéndolo detrás
de los lím ites de lo universal, detrás del infinito que su rigor
concebía, y fingía no obstante tem atizar u n a m etafísica de
la finitud como su interrogación fundam ental (cuando el
infinito no era otro que el otro de su negación, cuando el
compelle intrare im plicaba la m uerte p a ra que se abrieran
las puertas), así el Otro, constituye un espacio indivisible,
invirtiendo el espacio de lo Mismo, exterior por interior,
línea a línea, punto por punto y noción por noción; envuelve
al Mismo en u n agujero de silencio, le a rre b a ta su palabra,
aniquila su voluntad unlversalizante, n eu traliza su deseo,
vuelve la tela y reduce al ser pensante a la cabeza de injerto.
La p uesta e n tre paréntesis (en el sentido literal) de la
filosofía, de todas las filosofías con soporte unlversalizante,
es significativa en térm inos de u n a lógica implacable: la no
h isto ria de las contraciencias se desarro lla como u n a
antim etafísica.
Genio maligno de p alab ras que designan todos los sen­
tidos posibles. Me llamo Polifemo. Hablo y la cosa e stá en
otra p a rte y aquí, a mi voluntad, por lo que es imposible salir
de m i antro. Se está encerrado en la m alla de mi discurso.
Sobre esa red centrada en todas partes, siem pre los coloco
sobre u n trayecto preparado, previsto, lleno de tram pas. La
m u erte los espera a la v u elta del camino, entre los lazos de
m is astucias.
P a ra engañar a este em bustero universalm ente sutil, no
h ay m ás que u n a astucia, la de h a b la r de un modo en que
las palabras estén to talm en te desprovistas de sentido: es
preciso que la roca siem pre pase a un lado, cuando está
previsto que de todos modos m e aplaste. Por eso es indis­
pensable que me coloque fu era de todos los trayectos, en la
nulidad del espacio, de la perspectiva, de la palabra, del ser:
es preciso que me llam e Nadie. E n ese mismo momento, el
único vidente, el que ve todo con u n a sola m irada, que dice
todo con u n a sola palabra, está ciego, reducido a la invo­
cación suplicante: no puede ver al que h a elegido ser in ­
visible, a aquél que h a b la en el silencio, a aquél que no está
en n in g u n a parte. Desde que Ulises es N adie, reside a la vez
dentro y fuera del antro, en el interior y en el exterior del
círculo encantado de lo universal.
E n su m áxim a astucia, U lises es m ás sutil que D es­
cartes: él señala la n ad a de su yo, lejos de afirm ar el ser.
Es cierto que se libra de la m uerte sin ten e r los recursos
de u n Dios m ás poderoso que el Cíclope: el Astuto es sólo
u n a som bra que Dios borra, en comparación con el m onstruo
de la g ru ta cerrada con la p ied ra sepulcral. Es fácil
m axim izar su juego cuando se respalda en elguo nihil m ajus
cogitari possü. Si ese aliado desaparece, en un crepúsculo
del que no hemos term inado de apreciar lo trágico, es el
adversario el que tiene las mejores cartas. Queda la astu cia
de la inexistencia, que es n u e stra últim a verdad.
Polifemo es tal vez el nom bre del m undo, porque es
portador de la lengua universal, de la totalidad del sentido
prescrito. Nadie, es el nom bre de lo desconocido, que se
desvanece p ara p lan te ar la incógnita = x, elemento de esta
lengua m atem ática, universal, vacío porque no tien e sen­
tido. Queda el juego indefinido de la lengua universal vacía
y de la lengua universal del universo.
Capítulo 2
DICCIONARIOS

Loxodromía de lo s viajes extraordinarios

G ruta, caverna, excavación, pozos, zapa, m ina, pocas


novelas de Julio V erne están desprovistas de esas basílicas
subterráneas. Reales: Fingal del Rayo verde, el M am ut de
Kentucky en el Testam ento de un excéntrico; reales-im a-
ginarios: la N ueva Aberfoyle en el texto platónico de las
Indias negras; perfectam ente fantásticas o excavadas por la
mano del hom bre: Granito-House, el refugio sem i-m arino de
Nemo, la Colum bia del Gun-Glub, la enorm e boca de fuego
del Kilim anjaro destinada a enderezar el eje de los polos, la
isla vaciada de De cara a la bandera, y así sucesivam ente.
E n ese tem a telúrico se m ezclan los motivos bachelardianos
del agua y del fuego, h a s ta dar la imagen princeps de la obra,
es decir, E l Volcán. El m undo —en el sentido geológico— es
ante todo (después de todo) volcánico. El viaje extraordinario
hacia el punto sublim e es u n itinerario h acia u n cráter, a
p a rtir de u n crá ter o atravesando un cráter: piénsese en Am o
Antifer, E l Volcán de oro, Servadac. ¿Qué en cuentran en el
polo los compañeros del capitán H atteras? U n punto m a­
temático del polo es el centro del cráter. Adem ás, la idea
esencial del E terno Retom o (expresada desde la Isla m is­
teriosa y perp etu ad a h a s ta en el Eterno A dán) sólo se vuelve
posible por la sucesión de destrucciones y de palingenesias
eruptivas. Es evidente todo lo que una crítica psicoanalítica
podría extraer de acá, demasiado visible como p a ra que nos
demoremos con eso.
E l Viaje al centro de la tierra es la obra perfecta del
complejo de Empédocles. Sóbrelas hu ellas criptográficas del
alquim ista A rne Saknussem m (cuya obra está completa­
m ente perdida, salvo el m ensaje rúnico), Axel y su tío
p e n e tran en Yokul de SneíFels, en Islandia, p a ra reaparecer
por el Stromboli: el viaje liga la boca de un volcán extinguido
con u n cráter en plena actividad. Si se quiere un catálogo,
aquí está completo: las entrañas del globo contienen todo lo
que se pueda desear en m ateria de cavidades, grietas y
abismos, corredores complicados y laberintos (munidos de
u n hilo de A riadna: el Hans-Bach), g ru tas acuáticas, arro­
yos, m ares y torm entas subterráneas, fuegos eléctricos,
m agnéticos, tectónicos... Todo u n tesoro desenterrado sin
mucho esfuerzo por el psicoanalista, que no deja de m ara­
villarse, adem ás, por los champiñones gigantes —un bosque
de símbolos— cuyo crecimiento se exaspera por u n a hierba
tibia y húm eda, por un m aremoto b a sta n te contrario a las
leyes de la n a tu ra le z a que hace enderezar la b alsa antes de
que se precipite en u n a chimenea en erupción. Secreto mal
protegido, a u n oculto bajo tie r ra o en u n código, el
simbolismo e stá a flor de piel y no necesita traducción.
Todo esto sería convincente sin Isaac Laquedem —y en
parte lo sigue siendo con él. Todos conocen de m em oria esa
novela donde se dice por prim era vez que todos los hombres
son m ortales y que, recíprocamente, el suplicio m ás exquisito
es la inm ortalidad. Simone de Beauvoir y Borges tal vez leye­
ron a Dum as padre. Verne sin duda lo había leído, pero quien
bautiza M atías Sandorff el Monte Cristo de los Viajes extra­
ordinarios extrajo de aquél algo completamente diferente.
P regunta: ¿qué van a buscar al Averno los héroes del
Viaje? Algo sem ejante a lo que encuentra Laquedem .
Laquedem e stá condenado al viaje, a la e rra n cía. Lo
encontram os en Grecia, en el Cáucaso, en Roma, en los
océanos y en tre los desiertos ■ —en todos los lugares y todos
los tiempos, porque no puede m orir. Es el Judío erran te, un
U lises sin retorno, cuando el círculo griego se vuelve
monodromo. El texto de Dum as es u n bosquejo, nu n ca fue
term inado: el program a era desm esurado; veinticinco volú­
m enes debían describir la h istoria pasada, presente y fu tu ra
de la hum anidad, vivida y observada por el eterno con­
tem poráneo sumergido en la anticipación. “Llegado el
m undo a su perfección”, hubiéram os visto al “nuevo Mesías
Siloé, combatiendo a Dios, segunda Pasión, fin del mundo
por el frío y las tinieblas; hubiéram os visto al Judío, último
hom bre del viejo mundo y prim ero del nuevo”. Paul Lacroix
h a b ía proyectado E l Eterno A dán: fue V em e quien lo escri­
bió. Es como si el program a de D um as h u b iera sido realizado
por el conjunto de los Viajes extraordinarios, menos el
testigo inm ortal, m ás el círculo recobrado. ¿Fue voluntario,
inconsciente? ¿E staba en el esp íritu de la época? No lo sé,
pero el hecho permanece. La anticipación ya no es m ás que
u n a tercera fase de las cosas, y la recapitulación integral del
pasado es otra o la misma: L a isla misteriosa, por ejemplo,
es u n viaje tem p o ral, sim étrico a la s prospecciones
fu tu rista s; el globo es una m áquina p a ra rem ontar el tiempo,
de m an e ra que los colonos de la isla Lincoln reiteran la
to talid ad de la h istoria a p a rtir del punto cero, del estado
adánico a la catástrofe eruptiva final-inicial. Sobre la isla
microcosmos, esa micro hum anidad ejem plar retom a por su
cu enta eras y estados evolutivos bien conocidos, h a sta el
m undo perfecto, la m uerte del dios Nemo y la escatología
volcánica. La h istoria concluye y puede retom arse: p ara un
viaje espacial casi nulo, el itinerario cronológico y casi
exhaustivo. Por añadidura, la Isla es el prototipo de todas
las novelas, que no hacen m ás que repetirla, completarla,
analizarla.
Volvamos a Laquedem -Saknussem m y pasem os de la
h isto ria a la prehistoria, de la arqueología a la paleontología.
Isaac obtuvo de Prometeo en la agonía el ram o de oro que
abre las p u ertas infernales y el conocimiento trascendente
del lu g ar donde perm anecen las Parcas, el Centro de la
tierra. Acompañado de Apolonio de Tiana, supera las etapas
de la iniciación, atraviesa el lago negro y se encuentra en
el u m bral del abismo. No es necesario ir a las obras de Verne
y D um as p a ra convencerse de la imposición de los tem as
hom éricos, virgilianos y dantescos: ambos citan al mismo
tiem po el facilis descensus Aoerni, describen la m ism a p ra ­
d era dulce, las m ism as aguas sombrías, la m ism a luz pálida.
No obstante, los viajes m odernos difieren de los antiguos en
lo único que puede cambiar, la ciencia: las sombras ya no
son huellas de los m uertos fam iliares, pero los estratos
geológicos dicen u n a histo ria y u n saber perdidos, como los
osarios y la flora fósil. Cuvier, M ilne-Edwards y Quatrefages
son puestos en circulación. Apolonio y Lidenbrock son físicos
del globo y paleontólogos, y ya no sim plem ente místicos o
m édium s. Si nos atenem os a Verne, u n a vez m ás se tra ta
de un itinerario en que se rem onta el tiempo a m edida que
se va hacia la profundidad: nuevo sentido (y muy antiguo)
de la anam nesis. La arqueología adquiere la constelación
global de sus significaciones: secreto perdido-recobrado de
la inscripción rúnica, inconsciente olvidado-oculto en símbo­
los claros, origen del m undo y del hom bre borrado-conser-
vado en el fondo de los basam entos graníticos, en m ontones
de osam entas y reservas de plesiosaurios, viejas tradiciones
esotéricas de la tie rra hueca y de los gigantes ancestrales.
Por esos caminos, el joven Alex pierde la m em oria reciente,
la bella G raüben se borra de su m ente. En cuanto a lo
fantástico, el Viaje supera a todos sus antecesores: Homero,
D ante, Dum as. Desde el M editerráneo subterráneo, los
m uertos resucitan o, m ás bien, nunca están muertos: el
secreto se revela muy vivo, carne, hueso y uña, los grandes
saurios se devoran unos a otros, los helechos primitivos son
m ás altos que los árboles, pacen los m astodontes cuyas
trom pas parecen un revoltijo de serpientes. Ya no se tra ta
de p reg u n ta r a la sombra de las sombras, o a las diosas de
la M uerte, sino contem plar la vida originaria, protohistó-
rica, ingenuam ente descubierta y presente, como un libro de
paleontología viva. Así es como en el seno del bosque p ri­
m ero, en u n a angustia auténticam ente onírica, es encontra­
do A dán, gigante de doce pies, con la cabeza de búfalo1 y la

1 Al comienzo de la obra, Isaac Laquedeni desentierra un


gigante a sí de una tumba de los G aetani. Pero en la obra de V em e
se trata del Minotauro.
m elena leonina, p asto r antediluviano de un colegio de
m onstruos. No im porta que u n accidente im pida el acceso
al centro y precipite el retom o por la g arganta form idable
del Strom boli (el retorno a la h istoria, al viejo-nuevo
mundo): el viaje h a term inado, el conocimiento es perfecto
y la iniciación se cum ple desde el momento en que se vio al
prim er hombre, al padre de nuestros padres y últim o te s ­
timonio. El tiempo retom a su curso ordinario, los enterrados
vuelven a surgir (los m uertos nunca están m uertos), la
Parca del Centro ren u ev a el hilo.
Q uisiera que se som etan los símbolos a la crítica
psicoanalítica —que el ancestro-dios-padre sea im m anior
ipse, etcétera— pero a condición de que se adm ita que la
clave de la lectura e stá dada al mismo tiempo que la lectura,
el método con el problem a, el movimiento con el fin, el
médico y su saber con el paciente y su m al, el aprendiz con
su guía, el iniciado con su sacerdote, el laberinto con su hilo.
El criptogram a está al punto munido de su grilla, y el abismo
de su H ans-Bach (y cuando se pierde el arroyo de A riadna,
el hilo de la propagación sonora lo revela); la boca de som bra
está gravada con inscripciones rúnicas: los caminos de la
m u erte y de su origen están señalados; asimismo, la fau n a
y la flora inconscientes-im aginarias-científicas e stá n al
térm ino del movimiento regresivo, de la anam nesis del
descenso y la vuelta del tiempo. Los secretos son resultados
o, si se quiere, el análisis es expuesto junto con lo que hay
que analizar. Siem pre h ay u n antecesor en el camino del
héroe, u n explorador o u n sabio p a ra explicar: m undo de la
confesión y del saber como del símbolo y lo oculto; m ejor
dicho, m undo de los caminos del secreto, ingenuam ente
m ostrado.
De hecho, nunca se tr a ta de otra cosa que de explo­
raciones y descubrim ientos, de viajes que dan que ver, de
itinerarios p ara conocer lo desconocido. E n general ¿qué es
u n Viaje extraordinario?
E n prim er lugar, es u n viaje común en el espacio (te­
rre stre , aéreo, m arítim o, cósmico) o en el tiempo (pasado,
presente, futuro: A yer y M añana), u n recorrido de u n punto
dado a otro deseado con todos los medios de locomoción. Con
respecto a los m edios, poca invención, todavía m enos a n ­
ticipación: el subm arino ya está en proyecto, el proyectil
sideral lleva dos siglos de inventado, las m aq u in arias de
Robur el conquistador no son nuevas, y Julio V erne siente
u n poco de vergüenza por Héctor Seruadac. Si la anticipación
social y política es audaz y detallada (Los quinientos m i­
llones de la Begun, Los náufragos del Jonathan), es tím ida
la extrapolación técnica, m ás allá de lo que se diga. Ese
prim er itinerario es generalm ente circular, como el tiempo
que lo mide o que le sirve de campo; la idea del Eterno
Retorno lo domina. M ostraré en otra parte2 que las im ágenes
se agrupan en torno a una estructura punto-círculo, tr a ­
ducida constantem ente de mil y u n a m aneras: polo, centro,
isla volcánica,3 m aelstrom , etcétera. El punto sublim e es la
referencia a u n a geodésica espacial o tem poral cerrada.
Enseguida es u n viaje enciclopédico: la O disea es cir­
cular, recorre el ciclo del saber. El fin del recorrido es un
lugar privilegiado donde es posible experim entar directa­
m ente u n a teo ría científica, o resolver un problem a pen­
diente: existe u n eslabón interm edio entre los grandes si­
mios y el hom bre, piénsese en la Ciudad aérea; la tie rra está
provista de u n segundo satélite, piénsese en B arbicana,
etcétera. De ah í la profusión de álgebra, de m ecánica, de
geografía, de h isto ria , con frecuencia in to lerab les por
demasido elem entales e ingenuos. La paleontología y la
geología infantiles tienen rien d a libre, y la cuestión del calor
central se resuelve por experiencia vivida. E stá el aspecto
educativo de la tie n d a de Hetzel, así como el prim er viaje
m u estra un perfil recreativo. Pero en la intención, la tr a ­
dición hom érica e stá respetada: in stru ir y agradar, h acer el
balance de las ciencias y de las técnicas de la época; ir m ás

2 Este artículo es un extracto de u na obra en preparación sobre


Julio Verne.
3 Con respecto a esto, sirve de mucho el ejemplo anterior: un
centro y dos islas volcánicas.
allá de las tie rra s conocidas y de los conocimientos hum anos.
D ivertir, enseñar, iniciar.
Por últim o y sobre todas las cosas, es u n viaje iniciático,
con el mismo derecho que el periplo de Ulises, el Exodo del
pueblo hebreo o el itinerario de Dante. El círculo espacio-
tem poral y el punto sublime, el ciclo enciclopédico y la
experiencia científica sostienen un proceso de otro orden que
explica el interés extraño y apasionado que la obra suscita
p a ra cada uno, a pesar de sus debilidades artísticas e
intelectuales. Pienso que Julio Verne, oculto bajo los sedi­
m entos de u n exotismo pintoresco y un saber al gusto de la
época (no obstante irrisorio y, de hecho, m uy atrasado), es
el único escritor francés reciente que h a reunido la casi
totalidad de la tradición europea en m ate ria de mitos, de
esoterismo, de ritos iniciáticos y religiosos, de misticismo.
Del Sneffels al Stromboli se desarrolla un relato órfico: Axel,
en el subterráneo adánico, es Orfeo en los infiernos; desde
luego, en prim er lugar él es Ulises sobre su balsa, atado al
m ástil cuando asóla la tem pestad; es tam bién el sabio y el
sagaz, convertido en hom bre de ciencia, que exam ina la edad
del planeta; pero sobre todo es el postulante a los arcanos,
victorioso en las pruebas de iniciación a trav és del agua, del
fuego y del abismo. La crítica desde el psicoanálisis ofrece,
entonces, un perfil que arriesga ocultar la verdadera n a ­
tu raleza extraordinaria del Viaje, con la pretensión de
descubrirla y expresarla; invierte el sentido de lo escrito
hacia concreciones del alm a personal y, por eso mismo,
olvida el sentido de la errancia, de la atracción, del
aprendizaje y de los caminos de la iniciación.
En sum a, la única ciencia en la que se puede reconocer
que Julio V erne h a y a sido u n m aestro es la Mitología. No
sólo la conocía, sino que sabía todavía m ás el a rte de contar
encubriéndola, referir esquivándola: estilo claro envuelto de
auténtico esoterism o, velado por el exotismo. Tanto en el
modo como en la m ateria, se une a sus grandes antecesores:
los Viajes extraordinarios son nuestra O disea —y n u e stra
Biblia— en todos los sentidos (no falta la Telem aquia, o
búsqueda del padre bajo la protección de u n m entor: el
C apitán G rant y otros). El descenso a los Infiernos, el hilo
de A riad n a y el M inotauro, A dán vivo y la resurrección de
los m uertos (Servadac: cadáveres) no son m ás que ejemplos
parciales, que pueden no convencer. ¿Pero cómo decidirse a
nom brar a ese héroe que pierde la vista (que cam ina bajo
la conducción de un ángel, ciego, m iserable, con los ojos
vendados), p a ra recuperarla al final de la iniciación, o para
perm anecer como el m ás clarividente de los perforadores de
enigm as? ¿Tobías, Edipo, Horacio, Cocles, Michel Strogoff?
(Y manco, como Scaevola, d u ran te el gran combate final
contra el traidor). ¿Y cómo llam ar ese viaje detenido por
pruebas y plagas, lluvia de sangre y nubes de langostas,
tra v e sía por el desierto y sorteo de pozos, aislam iento en alta
m o n ta ñ a y traslado m ás allá de las aguas, ese viaje que
term in a con la contemplación deslum brada del país prome­
tido, vivificado por u n a red de venas líquidas y respirando
la fortuna? ¿El éxodo, Aventuras de tres rusos y tres ingleses?
L a lectu ra del criptogram a dem anda tres grillas; las dos
prim eras están en manos de todos. En un libro próximo,
intentam os aplicar los caminos del cielo só b relas geodésicas
de la T ierra.

T raducción palabra por palabra: C enicienta

E n tre los años 1634-1636, G iam b attista Basile publica


en napolitano “U n a gata cenicienta”, en su Pentamerone.
cuento sexto de la prim era jornada. Es casi la Cenicienta de
P e rra u lt, p ad re o hijo. Vamos a evaluar ese casi.
E l tem a no v aría de un libro a otro. Invenire operculum
patella. U n a joven ta n bella como bu en a pierde el amor de
su p ad re y toda su protección, cuando éste deja su condición
de viudo p a ra casarse por segunda vez. Perseguida por la
m a d ra s tra y por sus herm an astras, se ve reducida a los
trabajos serviles, a las penitencias de la ceniza. L a pobre
p a sa del salón a la cocina, del dosel al calor de la chimenea,
del brocado a los trapos de cocina y del cetro al asador. Por
suerte, las hadas la aman: u n día la visten con suntuosas
galas, y el hijo m ayor del rey se enloquece de am or por ella.
R azón por la cual, la joven debe h u ir de u n baile o de u n a
fiesta, ta n precipitadam ente, que pierde un zapato que
oficiará de santo y seña. El príncipe m anda probarlo a todas
las m ujeres del reino: triunfo de la gata, a pesar de las
persecuciones. La historia es idéntica, decadencia y grande­
za, caída y triunfo. Dos veces aparece la m ism a técnica: la
metamorfosis. La princesa en h a ra p ien ta , la fregona en
princesa, la bienam ada en m alquerida, la desam parada en
m agnífica elegida.
El tem a presenta variaciones. La ciencia de lo m aravi­
lloso no sigue los mismos métodos, de un lado y otro de los
Alpes. E n Nápoles, los instrum entos del m ilagro son u n a
isla, u n a paloma, u n a palm a d a tile ra dorada, u n a piqueta
y u n cubo de oro, una toalla de seda, u n a larg a fórm ula
m ágica. E n Paris, son suficientes u n a calabaza y tres ratas.
Propongo u n a hipótesis p a ra explicar la variación,
dando por hecho que la h isto ria común es legible sin pre­
paración. ¿Cuál es el secreto de las dos metamorfosis?
P a ra empezar, ordenemos los instrum entos de la expe­
riencia: u n a calabaza, u n a carroza, seis ratones y seis
caballos, tres ra ta s gordas, u n a barbuda, u n grueso cochero
con bigotes, seis lagartos y seis lacayos, la medianoche
cuando lo maravilloso se hace presente en la huerta. Por
últim o, Cenicienta que recibe, como los lagartos y la cala­
baza, u n toque mágico de varita. ¿Se pueden discernir reglas
del método p a ra la prestidigitación?
Si gustan, comencemos por la personita. Basile le da dos
nom bres: Zezolla, que es el nom bre propio, y la "Gata
cenicienta”, apodo ignominioso. P a ra P errau lt, padre o hijo,
C enicienta es u n prim er apodo, puesto por la menor de las
h e rm a n a stra s a u n a señorita que perm anece anónim a du­
ra n te todo el relato; la mayor, m uy grosera, la llam aba, con
perdón sea dicho, Cucendron*, porque term in ad a su tarea,
se h a b ía acostumbrado a sen tarse al calor de la chimenea.
Cucendron es el apodo del apodo, la ignom inia de la igno­
m inia. E n la versión de Basile el desplazam iento va del
nom bre al sobrenombre: Zezolla, hija de gentilhombre, se
convierte en gata enroscada por la noche en la ceniza tibia.
E n el otro, la trasposición va de sobrenombre a sobrenombre,
sin que h ay a nombre, de m ote local al mote postural.
Lenguas m alditas, hadas m alas, las dos brujas acorralan a
la bella y le dan el topónimo. La nominación consagra la
m etam orfosis, m ás aún, la produce. La varita señala, la
p alab ra m ágica nom bra, de ah í la trasm utación. C enicienta
es hum illada, rebajada a la tie rra en el acto y la nominación:
te llamo según lo que eres. A hora bien: te reduzco, por
m etonim ia, a la p arte baja de la casa y del cuerpo: te
conviertes en ambos, indistintam ente. Arrodillada en el
excremento. M etamorfosis: m etáfora o metonimia.
Me dirán: es un juego de palabras. Es verdad, u n juego
de palabras. ¿Y si, casualm ente, la varita mágica fu era el
dedo de la designación, el dedo de la prestidigitación? ¿Dedo
vengador, o mano que bendice, acompañados de la palabra,
que maldice o bendice? ¿Y si la varita fuese la lengua, pico
de oro o lengua viperina? D esigna un espacio, divide en
a rrib a y abajo, el cuerpo y la casa, lanza un encantam iento.
¿Y si el h a d a —fata, fateor— fuera u n a bella m ujer de labia,
que arroja palabras, destinos, beneficios o maleficios? ¿Y si
lá m etamorfosis sólo fuese u n juego de palabras, calam bur,
casi fonético*! ¿Si ella no fuera m ás que m etábasis en ge­
neral? ¿Y si la esperanza de am or y de fortuna, príncipe
encantador y tesoro enterrado, si la circulación pensada de
las m ujeres y de los bienes, estuviese sim ulada por la
circulación de la palabras, las trasposiciones secretas de
sentido ocultas y de los signos traducidos, codificados, ci­
frados, ilegibles? ¿Y si las transferencias de la libido es­
tuviesen simbolizadas por deslizam ientos de vocablos o de
fonemas? N ada m ás coherente, entonces, que un juego de
palabras. De donde se sigue el método experim ental de la

* Variación sobre la combinación de cul y cendre o cendré (culo


en la ceniza, culo ceniciento). (N, de la T.)
trasm utación feérica: todo está en la varita y el abracadabra.
Sí, efectivam ente, el sésamo abre la puerta, clavijilla y
aldabilla. Lo que precede es en teoría, como cada uno sabe
perfectam ente.
Cenicienta, Cucendron es la clave de la anamorfosis.
Partiendo de aquí h a n de padecer que el latín m e sirva de
sobretodo, de m odestia, no, m ás bien de revelador. La
m etábasis es traducción; o, mejor, el ejercicio del tem a
reduce la trasposición a cierta invariancia. El juego de
palabras queda congelado en la coherencia. U na vez m ás
toleren descender al calabozo. ¿Qué hace la bella así llam a­
da? Limpia la vajilla ■ —cucuma, cucumella, cucum ula—;
friega los escalones — cochlea o cuchlea■ —•, las habitaciones
de esas dam as •—cubiculum , cubare, cubile, cubitus■ —■; les
sirve de valet •—cubicularius-—■se acuesta en la p a rte supe­
rior de la casa —cenaculum es u n a pieza a la que se accede
por u n a escalera-—, en u n reducto sin espejo —speculum ; y
sepan que la ch a rlata n a m ayor tiene uno ta n largo que se
puede ver de pies a cabeza—. A la pobrecita le queda la
chim enea, el hogar, el fogón —focus—. Todo lo que toca el
rey M idas es de oro. La palabra invade las cosas.
Hay que lib rarse de ese prim er encantam iento. P a rtir
de sus prem isas, de la form a banal en que el m undo es
captado. Exeunt (en el baile) las m alas lenguas, aparece el
h a d a m adrina que retom a el asunto en que Cenicienta fue
abandonada. Tom a u n a calabaza —¡cucúrbita!— , haz un
agujero, sólo se dom ina la natu raleza obedeciéndole, y he
aquí u n a carroza ■
—currus—, vehículo p a ra correr —cucurri,
de curro— o p a ra h u ir ■ —currículum ■ —, p a sad a la hora
estipulada. Corre al baile, bella hum illada, y danza, es la
fiesta, y tom a un galán —cuculus— como tu s herm anas.
Ellas encontrarán, las codiciosas envidiosas, pero tu tendrás
al hijo del rey: de fregona, te convertirás en la princesa de
las princesas. Y el príncipe te ofrecerá n aran jas y limones,
m anzanas de oro, como todos saben4 —citrium es cohombro,
como curbita, y la calabaza innoble se convierte en tom ate.
Sin embargo ¡cuidado! Vuelve a medianoche, al prim er grito
del gallo —cucurrio—, cuando el sueño pasa: todavía no has
dejado la ceniza del todo, la tierra y la posternación.
Prim er balance sobre la variación del tem a conocido.
Apegamiento al segundo estadio: no se levanta ta n rápido
del fango. Dejemos esto. El h ad a buena hizo los mismos
estudios que la m ala: lingüísticos en parte, fonéticos sobre
todo, de la m ano izquierda. Conociendo la receta, el protocolo
preciso, el secreto revelado, quién sen tiría aprensión a
tom ar a su tu rn o la varita? Juego de p alab ras, juego de
niños. Prosigam os: aproxímese, le ruego, a la rato n e ra —
m ustricula— ; la experiencia va a requerir cierta virtuosidad
superior, u n a v a r ita —¿culticulal— m ás sabia. ¿La m adrina
sería mejor m an d a rín que la m adrastra?
Seis ratones de la rato n era serán seis corceles gris ratón,
tres gordas ra ta s de un a rato n e ra se convierten en u n grueso
cochero de bigotes, seis lagartos detrás de la reg u e ra h a rá n
ver seis lacayos engalanados. Dionisio, el m al genio de
Siracusa, iba diciendo, no sin razón, que el m isterio era la
caza de ratones.
Abramos la ratonera, adentro está el tesoro oculto. Del
cartucho del ilusionista salen doce pañuelos, seis palom as,
cien conejos que corren a esconderse, se escapan los luises,
los frutos y los puñados de confeti. R atonera de bruja, ¿cómo
te nom bras? M ustricula, laqueus, pedica, tra m p a p a ra
a tra p ar las ra ta s , cepo p a ra pies ligeros, lazo p a ra anudar
bobos: el h a d a sabe las canciones infantiles que señalan a
quién le toca h a c er algo, y hace el cuento p a ra callarlas.
Levantemos prudentem ente la tram p a •—cochlea, la tablilla
de la liberación tiene el mismo nombre que los grados de la
servidum bre— y dejemos salir el tesoro de cabo a rabo:
mustricula. Aquí están los ratones, ¡vivan las ratas! E sta es
la cantidad (seis, y hay dos ratoneras), este es el tem a que,
decididam ente, no quiere abandonarnos. Con los ojos ven­

4 Esas m a la áurea, ausentes en el Pentameroiie, son tal vez un


llamado discreto de la palm era dorada. Séneca ya lo h abía puesto
en práctica en la Apocoloquintosis.
dados mezclemos; viene, por ejemplo m uscula. ¡Qué viene a
hacer aquí este m usculusl Elem ental, m i querida ahijada:
aprende que músculo tam bién se dicem usculus, el ratoncito,
como lacertas, que no es otra cosa que el lagarto. Tu padre
te lo h a b ía dicho, cuando eras niña: ¿lo que se mueve bajo
la piel es músculo, lagarto o ratón? No sucede m ás que entre
los hom bres fuertes: musculus, m asculus y la jugada está
echada: lagartos o ratones, he aquí los hom bres. El tem a de
tus h erm an as me sirvió de térm ino medio, como la carroza.
Pero puedo prescindir de ellas, gracias al bello bigote,
ornam ento m ayor de los ratones y de los hombres: dos
caminos conducen al baile. Demos al m acho —m as— u n a
fu sta ■
—m ástix, mastízo—y con los latigazos del cochero, la
carroza se pone en movimiento. Perdón, faltan los caballos;
no, ya piafan espumosos, librados de la ratonera: m us-culus
o mus-equus, m ira cómo me han ayudado tus herm anas.
M ira como todavía son grises —cinereus•—•: su vestim enta
m ism a es tu nombre, si su naturaleza es el otro nombre. ¿La
rato n e ra está vacía? ¡Claro que no! E lla queda laqueus, tan
próxim a a lacayo —-pero laqueus quiere decir revestida,
entarim ada, lo que te recordará las habitaciones de tus
herm anas, de las que fuiste excluida. Q ueda pedica, y sabes
m uy bien que lacayo es pedisecus: adivinas ahora lo que
oculto y lo que queda de ignominia. Sobre el cuadro ratón-
rata-lagarto, caballo-cochero-lacayo, tracé las líneas, las
diagonales y dos columnas; queda la ú ltim a columna, y la
red e sta rá completa. Los lagartos se m eten detrás de la
reguera alveolus, de alveus o alvus, el bebedero, o el abdo­
m en y lo que de ahí m ana—: ellos ya asim ilaron su oficio,
están aferrados a la carroza, la calabaza vacía, “como si no
hubiesen hecho otra cosa en toda su vida”. ¿Qué otra cosa
hacer cuando se es lagarto*, si no es quedarse entram pado
en el latín? Como sexóloga, la m ad rin a tiene un nivel
diferente al de la herm ana: leyó a los grandes clásicos y
consultó los mejores diccionarios.

* E n el lenguaje familiar, tiene la acepción de perezoso. (N. d


la T.)
A decir verdad, o aproxim adam ente, ese Lacertus no está
ta n lejos de lucerna, m anto con capucha —cuculus. Es
suficiente. Lacertus es un anim al en sí mismo metamorfó-
sico: terrestre, el saurio, y m arítim o, la caballa; como
locusta, que es saltam ontes, pero tam bién cangrejo y lan ­
gosta. El análogo griego Koípapcx; que es crustáceo, designa
en la obra de Aristófanes, el anim al coprófago, escarabajo

— cochlea es caracol—, el escarabajo pelotero, insecto con
cabeza de buey, quim era o m etam orfosis en el acto de
cum plirse... (Cárabos —o, m ás disim uladam ente, Cara-
bás— ) qué buen nombre p a ra u n hada, o el m arqués de un
gato.
C enicienta es una palabra, u n inm enso juego sobre una
palabra. Los objetos se agrupan con u n a coherencia casi
m atem ática, form an u n a red donde circula un sonido u ni­
tario. La variación francesa es, a su vez, u n a variación
m odulada sobre el tem a, a condición de considerar que es
u n tem a. Hay b astan tes teóricos agudos p a ra abordar ahora
su herm enéutica.

T raducción tesis por tesis

I. La brujería hoy en día

"Cuando irrum pe, la b ru ja no tiene padre, ni m adre, ni


hijo, ni esposo, ni familia. Es u n m onstruo, un aerolito
v en id o de no se sabe d ónde. ¡Dios!, q u ié n o sa ría ,
acercársele.”5 Del don del ilum inism o lúcido, "deriva otro, el
poder sublim e de la concepción solitaria, la partogénesis que
nuestros fisiologistas reconocen ahora en las hem bras de
num erosas especies para la fecundidad del cuerpo, y que no
es ajena respecto de las concepciones de la m ente”.
H erm án Melville, conocido por demonios y m aravillas,
al final de su vida puso en escena al Diablo y el Buen Dios.

6 M ichelet, L a bruja. Garnier-Flam m arion.


Y p a ra indicar que Billy Budd y su pequeño caballo de silla
son arcángeles, los hace sin padre ni m adre, venidos de no
se sabe dónde: sine paire et sine niatre Melchisedec. Lo
originario no tiene ascendencia, sacerdote sobrehum ano
según la orden del profeta, cuyo padre está muerto: rito de
sacralización viejo como la historia, los m itos y las reli­
giones, la magia... o lo novelesco del siglo XVIII. El rito es
perfecto si la alianza de sim patía, como se decía, o de
identificación, p a ra decirlo mejor, entre el autor y su tem a
compromete al primero a h a b la r m ágicam ente de la b ru je­
ría, como en este caso, a revelar ocultándola (por el mito del
mito) la transgresión de las prohibiciones, lúcidam ente a n a ­
lizada en el objeto, pero asum ida por él de p arte a parte.
Digamos que oscuram ente, M ichelet se p retende el brujo de
su bruja. Eliminado el genitor, suprim im os el genitivo, es
decir, la m ujer. Entonces, el dios mismo m a ta su genealogía,
arra n c a de cuajo el árbol de la vida de sus entrañas.
Escuchen: no tuve padre, m urió ta n joven que el superyo m e
fue evitado (en pocas palabras, Eneas con el campo libre,
aligerada la espalda del peso de Anquises), mi m adre no fue
n ad a o casi nada, mi abuelo con su barba se parecía a Dios
Padre, hugoliano y grotesco, salido de su caseta una m añana
de predicación. Esto en cuanto a la S agrada Fam ilia. Con
respecto a la Vida oculta: vivía fu era ■del mundo, en
levitación sobre un Sinaí de pisos y libros, independiente del
Edén común a los lugares escolares, sociales, igualitarios.
Soy extraño a la biología y la filogénesis, no tengo ombligo.
Si mi autobiografía es u n a om phaloskepsis, como todo diario,
ya se sabe que la m irada aniquila lo visto. F u era del grupo,
no tuve herm anos ni h erm an as, ni compañeros, o análogos.
¿Mi vida pública? No tomé m ujer, no engendré hijos —salvo
según la orden de M organ o sim ilares . F u e ra de la línea,
fuera de la especie, fuera de los hábitos, fu era de la sangre
y la genealogía, fuera de la ley de la sangre y en el círculo
de m i propia génesis, existo en u n a sobrenaturaleza. De
m an era que el p a ra sí deviene causa de sí. Se reconocen L as
P alabras, evangelio, e s c ritu ra sag rad a, génesis de lo
inengendrado, secundum ordinem Melchisedec. A través de
y p a ra el saber, el gesto de transgresión está cumplido; pero
la línea es franqueada por un movimiento estereotipado, los
antiguos esquem as de sacralización perm anecen, incluso
(sobre todo) en el gran Brujo lúcido que quería disolverlos.
Volvamos a la G enitora. La Bruja es prim itiva, unidad
original de los pueblos (partogénesis), de las ciencias (con­
cepciones del espíritu), de las religiones (de Satán, ya "fi­
losofía perversa”). Com ienza el proyecto romántico, que aún
no somos capaces de delim itar: exponer la totalidad del
devenir, poner al desnudo el original, el suelo prim igenio
virginal, proyecto que define el mito mismo, la contra ciencia
o la no cientificidad, p a ra nosotros y p a ra las otras culturas.
E l o rig e n r a d ic a l es el ú te ro —p a r a M ic h e le t, el
Tabernáculo—■, preferentem ente partogenético, p a ra que la
causa sui perm anezca sin precesión. La Bruja prim ordial sin
antecesora es Eva, pasada, presente y futura, m ujer sabia
y experta en contracepción,6 virgen y m adre, y, en este caso,
obligada a casarse con su hijo, profeta en el espacio desolado
del silencio, sa n ta en la orden de Satán, dotada de la belleza
del diablo y arcaicam ente joven; sustituido en la serpiente
el padre de la creación, la fiera indujo en ella el saber. Vemos
cómo se desplaza, en 1862 —-y cien años después—, la
histo ria de la S a n ta Virgen en las conciencias form adas p a ra
ocultarla: ya se tra te de Eva o de Adán, solitarios en la
ontogénesis y la filogénesis, aparecen de parte de S atán. En
torno al m anzano (tom ates,* gordolobo, dulcam ara, beleño,
¿qué se yo?), partida, m uerte, ausencia de Dios, etcétera, la
escena doméstica o la d isputa de herederos: Adán y Eva
buscan ocupar cada uno el lugar vacío, a condición de
perm anecer solos con la víbora... Pero en la teogonia popu­

6 M ichelet llam a a esto el lavabo, término exquisito para u na


m isa negra. La descripción del m aterial no falta, pero visiblem ente
eso choca al autor, que no hace la distinción entre lo sexual y lo
genital. Todo el libro se construye por una serie de inversiones de
la im agen m ism a del sabbath o de la m isa negra.
* Pommes d ’am our (N. de la T.)
lar, los bellos cuentos p a ra prolongar la víspera de las
chozas, perm anecen grosso modo sin variaciones. Lejos de
m a ta r el m ito, se lo perpetúa, disminuido; por cierto, se
voltea la pared. H abrá que llegar al pie de ese árbol de tres
horquillas, el árbol genealógico de la agenesia.
De m an era que el saber es descrito, vivido, asumido,
como tra n sg re sió n : el tra n s g re s o r es sabio, el sabio
transgrede: al p asar el lím ite, vuelve el espacio cultural
como un dedo de guante, pero siem pre es el mismo espacio,
que perm anece mítico. De donde siguen u n a serie de inver­
siones, sobre las que se erige la Bruja. La p rim era inversión
hace que Fausto se convierta en M argarita. La ciencia no
es otra cosa que la contra-ciencia: se encuentra al fantasm a
que atrav iesa la pared.7
L a virgen originaria duerm e y engaña a los malvados.
Conoce las virtudes de las p lan ta s (en el árbol, la víbora);
m u n id a de la v a rita del m ilagro n a tu ra l (la bella confesión
de androginia), comienza la in d u stria soberana que cura y
restablece al hombre. D u ran te m il años, el único médico del
pueblo fue ella, bella donna y consoladora, con belladona y
h ierb a m ora. Simple y emotivo comienzo de las ciencias,
como se señala en la Introducción y en "S a tá n médico”. ¿Se
puede nom brar una ciencia que no se h a y a sublevado?
¿Sublevada contra la Iglesia? Sólo h ay un medio de conciliar
los dos espíritus y mezclar las dos iglesias. Es demoler la
nueva, la que en su origen fue declarada culpable y con­
denada. D estruyam os, si es que podemos, todas las ciencias
de la natu raleza, el Observatorio, el M useo y el Ja rd ín
Botánico (Edén contra Edén), la F acultad de Medicina.
Todas fueron novedades de S atán. ¿La B ruja dom inaba el
rayo? M iren el vapor y la botella de Leyden. ¿Cabalgaba
sobre los aires? M iren a M ontgolfier. ¿Se comunicaba a

7 Por ejemplo, “atravesar la bóveda”; “franquea la cantera de


u n solo salto”; “la tentación am orosa era saltar el abism o”; “en vano
se creyó construir un muro infranqueable que separara el paso de
un m undo al otro, tengo alas en los talones, volé por encima”.
distancia? M iren la electricidad del gTan arsenal satánico,
el laboratorio. El Diablo es uno délos aspectos del Buen Dios
(.Epilogo y fin de las Notas).
Se tra ta entonces de u n a historia de las ciencias: de la
histo ria na tu ra l, sobre todo de la botánica (valorizada, como
está de moda) y de la m edicina, de la física o filosofía de la
naturaleza, en- menor p arte. Espacialm ente, se desarrolla
desde las landas salvajes al Ja rd ín Botánico, de la rabona
a la F acultad de M edicina. M etafóricam ente, de la noche al
alba. Más que u n a h isto ria es u n a prehistoria, cuyo fin es
develar las condiciones de em ergencia del espíritu científico,
condiciones de n atu ra le z a social, económica, psicológica —
todas sum ergidas en el espacio de lo prohibido— . Indiscu­
tib le m e n te , la B r u ja es — a u n q u e de m a n e r a no
tematizada-—■una psicoanalista de conocimiento objetivo,
génesis del saber positivo: la form ación del espíritu médico.
E n cierto modo, queda englobada la obra de Bachelard: a
nadie asom braría el hecho de que sustente u n a filosofía del
no. E n esa época, no se h a b ía aprendido a decir prehistoria,
ni formación , ni génesis, n i arqueología —M ichelet, no
obstante, la emplea de m an e ra clara—: se decía lisa y
llanam ente leyenda, es decir “cómo es preciso leer”, cómo se
debe in terp retar, cómo conviene descubrir las condiciones
secretas del nacim iento de u n saber. Acérquense a la vida
dram ática “de u n a m ism a m ujer du ran te trescientos años”
y serán instruidos acerca de la n atu raleza singular de esta
historia. Volveremos sobre el método simbólico.
E n la búsqueda (a ciegas) de las condiciones genéticas,
M ichelet bucea en tre s direcciones: en los basam entos
psicoanalíticos, en las in fraestru ctu ras socio-económicas, en
los tem as genealógicos de la valuación nietzscheana. La
trip le raíz de ese am or brujo desciende a Edipo, a la lucha
de clases, al dionisismo del sabbath. El texto está en equi­
librio: descifra sueños (“cuando se volverá com pletam ente de
ese prodigioso sueño de casi dos mil años”)8: describe la
revuelta popular, revela la eficacia del empuje dionisíaco.
E sa compensación, esa ponderación entre tres métodos, ese
equilibrio sobre trípode sibilino, esa igualdad de los puntos
del tricornio, le im pide llegar a fondo; La Bruja es y no es
L a Ciencia de los sueños, o Moisés, E l Capital o el M anifiesto,
E l Nacimiento de la Tragedia o L a Gaya Ciencia. Es todo
a la vez y ninguno de ellos. Más aún, la crítica duda: o el
texto es vina encrucijada, o sus métodos no tem atizados
perm anecen ta n vagos que, a la inversa, puede ser el objeto
sucesivo de tres métodos de lectura. O resum e el rom an­
ticismo o es el objeto electivo de los métodos rom ánticos:
nuevo equilibrio.
Volvamos a la h isto ria de las ciencias, tra ta d a sim ul­
táneam ente en tre s niveles, casi freudiano, casi m arxista,
casi nietzscheano. Es u n a arqueología de la m edicina, de la
taxonom ía vegetal, etcétera. La leyenda pone al día el
secreto condicional: lo secreto no está por debajo, sino del
otro lado, no está oculto y por descubrir, está invertido y hay
que darlo vuelta. Con respecto a los cánones rom ánticos
alem anes, el método de M ichelet consiste en reem plazar el
debajo por la inversa. El origen, el primitivismo, la condición
previa al nacim iento no es tanto lo profundo como la otra
cara de las cosas: in te rp re ta r es invertir.
Ya no es el no de B achelard, la antítesis dialéctica, la
oposición de los dioses simbólicos, la lucha de las pulsiones,
es la inversión global, casi formal, cualquiera sea el dominio
de sentido que m anipule. Y, ahí u n a vez m ás, M ichelet
recupera todos los métodos de la época al mismo tiempo, o
bien se hace explicable por todos ellos sim ultáneam ente. Sin
duda, los resum e en la ingenuidad. La leyenda relee la
h isto ria a la inversa; por cierto, la razón científica se consti­
tuye contra (en lo político, lo psicológico, lo epistemológico,
etcétera) la razón constituida, pero sobre todo es el otro de
la razón constituida. E sta es la serie que sigue el libro de
p a rte a parte: hom bre y m ujer, sí y no, noche y día, am anecer

8 Los primeros siglos de la Edad M edia en que se crearon las


leyendas tienen el carácter de un sueño”. Hoy diríamos: el origen
de ese lenguajes está estructurado como un sueño.
y atardecer, fuera y dentro, lo alto y lo bajo (e incluso lo m uy
alto y lo m uy bajo), lo puro y lo impuro, el bosque y el in ­
pace, los nóm ades y los sedentarios (am urados), la Sorbonne
y Toledo (universidad diabólica), Dios y S atán, la palabra
y el silencio, la n atu raleza y la an tin atu raleza, la nueva
Iglesia reverso de la otra y sus sacram entos a la inversa, la
m edicina y la ciencia al revés, la vida y la m uerte, el remedio
y el veneno, etcétera. La serie puede ser descifrada ad
libitum al m enos según tres claves: adem ás de la antítesis
retórica de los m anuales de tropos, la alienación dialéctica,
u n a teom aquia m ítica o la transgresión del psicoanálisis.
S atán o el Otro conduce el sabbat, la m adre de la razón es
la sinrazón m ism a, el origen de toda cu ltu ra es la n a tu ­
raleza, el comienzo del Derecho es el in-pace, donde se
albergan am urados vivos, culpables y condenados, leprosos
y poseídos, locos y toda clase de sujetos-objetos reducidos a
la cuarentena. E sa génesis de la racionalidad es ya u n a
H istoria de la locura, a través de la razón y la sinrazón. E sta
génesis de la libertad es u n a histo ria de la alienación, a
través de la deriva y el encierro. Así, el sujeto originario del
saber no es el Mismo, sino Otro.. El Otro en general, ya sea
alienado, demoníaco, delirante, transgresor, resum e for­
m alm ente los tres otros singulares, los tre s otros modelos
de la "filosofía perversa”.9 "Al contrario de la Sibila, que
parece m ira r el alba, ella m ira el atardecer (in terp retar lo
sibilino, es d ar vuelta su lenguaje); pero ju sta m e n te el ocaso
sombrío es, mucho tiempo antes del alba u n a au ro ra an­
ticipada del día”. La Bruja fue la M ism a, joven y bella,
mezclada con el pueblo. Al volverse la O tra es tra ta d a como
tal, an tes que, liberada de su in-pace o vu elta de su errancia
nocturna por las landes del Oeste, vuelva del brazo con
S atán a la universidad. O bien: sobre el trípode original,
ciencia y religión hacen el mejor arreglo, nu ev a escena, u n a
expulsa a la otra y ocupa el lugar. O bien, o bien..., la
traducción es tres veces libre. Así, se puede leer tre s veces

9 Vide Supra: IIS parte, capítulo I.


la ley de los tre s estados m ism o-otro-m ism o: prim ero
Rousseau, y Nietzsche, y Freud, Hegel y M arx, etcétera,
proyectados en conjunto al estado no tem ático, en la génesis-
leyenda. Si se form aliza ese no tem ático, se obtienen las
estru c tu ras de la obra de Michel Foucault en su prim er
momento.
“V ean por el contrario la im potencia de la Iglesia para
engendrar. ¡Qué pálidos son sus ángeles, diáfanos! Se ve a
trav és de ellos.” Es el lugar de la "monotonía... Cuando se
in te n ta hacer hab lar a las Tes Personas... el tedio llega a
lo sublime. De u n a a otra es u n sí eterno. De los ángeles a
los Santos, el mismo sí. Estos, en sus leyendas, tienen todos
u n aspecto de parentesco soso, e n tre ellos y con Jesús. Todos
prim os.10. Dios nos guarde de vivir en un país donde todo
rostro hum ano tiene esa desoladora sem ejanza, esa igualdad
dulzona. Lo poco que [los Elegidos] tienen de activo se
concentra en el círculo cerrado de la Im itación”. “Imiten,
todo ira bien, R epitan y copien. Los libros copian los libros,
las iglesias copian las iglesias, y no pueden m ás que copiar.
Se roban las unas a las otras. La pálida retórica... copiada,
cargada sobrecargada irá de siglo en siglo. Escuchen y
obedezcan, etcétera.” El gran principio satánico (todo debe
invertirse, exactam ente al revés de lo que hace el mundo
sagrado) es, a su vez, invertido.11 El Otro, visto por el Mismo,
e stá alienado. Pero el Mismo, visto por el Otro, liberado,
convertido en sujeto, vive en el espacio de la sim ilitud, de
la repetición, de la transparencia y de la copia. En prim er
lugar, el otro está encerrado, am urado: “El señor del valle
hace su cabalgata, pone los lím ites infranqueables e incluso
invisibles..., el señorío está cerrado, el señor, bajo pu erta y
goznes, lo tiene cercado del cielo a la tie rra .” Llevada a cabo

10 La repetición es la genealogía de lo Mismo.


11 D esde otra perspectiva, M ichelet lleva a cabo la inversión de
la inversión en el nivel de la polémica. Por ejemplo, el infanticidio,
pecado de bruja, es de hecho un crim en m onástico, la m isa negra,
rito de bruja, es pronunciada por el sacerdote, etcétera.
la transgresión, traspasado el m uro, abierta la bóveda, el
Otro explora el campo y se vuelve p a ra ver al Mismo “en un
círculo estrecho”, curiosam ente, el de la homotecia y del
paralelism o. Cosa válida p a ra la palabra: "M iraban en sus
libros, aprendían, repetían palabras. ¡Palabras! E sa es toda
su historia. E n resum idas cuentas, fueron una lengua. Verbo
y verbalism o es todo. Les qu ed ará u n nombre: Palabra”. Es
válida p a ra el nacimiento de la taxonom ía vegetal, como ya
vimos. E n cuanto al oro, hay que ver el derecho de impuesto
y el doble sentido de posesión. De ahí la bella escena en que
se intercam bian bienes (los sacos de trigo, la bolsa de oro),
palabras (el pacto), m ujeres (la b ru ja m ism a).12 Es la se­
gunda etapa, la de Las Palabras y las cosas, la de la in ­
versión de la inversión, en clave sociológica.13
He aquí la última: “No m e pertenezco m ás”. La m ujer
prim itiva es sujeto del saber-transgresión, es objeto de
intercam bio. Dos razones en u n a p a ra suprim ir el yo. El yo
es atributo esencial del Mismo; cuando el Otro toma su
lugar, e stá munido del atributo esencial inverso: la nada del
yo. M atar al Mismo, es m a ta r al yo. La contra-ciencia no
tiene sujeto; su sujeto ya no es m ás que el conjunto de claves,
la tela de Penélope14 donde los objetos son recogidos, circulan
y constituyen el mundo del sentido. Es de rigor que al cabo
del itinerario desaparezca el Ego. Que n u e stra modernidad
crea ten er la elección, puede ser. Que la situación no es
nueva, es evidente. Al cabo de la transgresión queda la
m u erte del padre y la divinización del Hijo, las Palabras
renuevan la instancia urdida sobre el m onte Citereo; queda
la m uerte del Hijo, del hom bre-dios, queda el complejo de
Isaac,15 es la instancia tra m a d a sobre el m onte Morija: el
carnero-sustituto tiene los cuernos enganchados en el m a-

13 La representación, al modo de M auss, term ina con: “Ellos


ríen ”.
13 Cf. “El regreso de la n ave”, supra, II, 1.
14 Vide su p ra : Introducción.
15 Cf. E l Complejo de Isaac, por aparecer.
torral. De hecho, la situación renace: en la tensión entre
cierto helenism o y cierto judaism o, debe a b rir la nueva
cientificidad. Es urgente, es vital p a ra la filosofía que el siglo
XIX nos sirva al fin de nueva Edad. M edia. El nuevo R ena­
cimiento e stá por darse.

II- La Brujería, ayer

Por su equilibrio ta n poco estable, por la cómoda síntesis


de los tre s grandes métodos rom ánticos, la B ruja nos en­
vuelve por todas partes, todavía estam os ligados a sus
profecías. Volvamos al Tricornio.
El análisis simbólico es la prim era vía. M ichelet se
excusa de no h a b la r de la brujería, de h acer vivir a la m ism a
m u je r t r e s c ie n to s añ o s. Q ué e q u iv o c a c ió n , si los
inengendrados son inm ortales. Y en la época rom ántica
nadie consideró de otra m anera el devenir; faltab a una
Sibila en la galería de los símbolos: el Esclavo, A braham ,
Sócrates, A riadna, Electra... No u n a b ru ja histórica, sino un
universal concreto, u n a form a ab stracta sa tu ra d a de reali­
dad.16 Se debe redescribir la génesis de la ciencias o el
nacim iento de lo trágico, la B ruja y sus avatares son a la
u n a lo que Dionisos y su pasión son a lo otro. La leyenda
y la genealogía son isomorfas. ¿Que no h ay n a d a propia­
m ente histórico en esos esfuerzos?, ¿quién lo requiere? El
hecho de que sólo haya prehistoria es la evidencia. Y la
B ruja es o tra vez un mito, un mito de origen; su movimiento,
paralelo al método nietzscheano, sirve, a su vez, de revelador
p a ra el segundo. Así como la h istoria de M ichelet no es una
historia, la filosofía de Nietzsche no es u n a filosofía en el
sentido ordinario. Puesto entre parén tesis el método reflexi­
vo, él estudio de la leyenda es u n a leyenda, el estudio de la

16 “Mi fuerza es partir no de una entidad vacía, sino de una


realidad viviente, la Bruja, realidad ardiente y fecunda”. H eine
cuenta que a M ichelet se lo llam aba “Señor Sím bolo”.
m itología es u n a mitología. B asta identificarse con Dionisos,
con la Bruja. E sta es la verdad de un siglo que comienza en
Schelling y term in a con la cenizas y la miel, pero tam bién
la verdad de la historia o de la filosofía, como elementos
culturales, incorporados al Mito. La dem ostración podría
llegar a los detalles. La búsqueda del origen, la recuperación
global del porvenir y la repetición del prim er momento
(eterno retorno), el método por tipología, dram atización,
personajes simbólicos, panteón..., la tonalidad religiosa
global y la instauración de u n a ateología nueva, etcétera,
conducen a ese resultado: en su conjunto, la filosofía de
N ietzsche se construye según el orden del mito. Es un mito,
indudablem ente el nuestro, que no h a dejado de em brujar
a nuestros contemporáneos. S ería necesario desarrollar la
demostración. E sta es tanto m ás fácil cuanto que ahora
disponemos de elem entos seguros, la comparación estruc­
tu ra l. Recíprocamente, la analogía revela a la Bruja como
u n a figuración del mismo tipo. ¿Implica u n a vuelta al
personaje simbólico central, que es incapaz de ver la no
pertenencia como atributo esencial de los dos héroes de los
dos nacim ientos, la explosión del principio de individuación
en el sabbath, la fiesta y la orgía? Se m a ta a Dios en la m isa
ne g ra y la que ya no es dueña de sí m ism a17 quebranta su
propia individuación. Los m ism os resultados vuelven, in­
v a ria b le m e n te . P ero se s u m a el hech o de que la
desagregación del ego condiciona la aparición del método
simbólico y recíprocamente.
O scuram ente, el texto de M ichelet designa un segundo
camino: “levanta de los bajos fondos cosas increíbles que
h a b ría n quedado ahí; va dragando, abriendo los fangosos
subterráneos del alm a”. La prim era parte, que es la que
estam os tra tan d o —la segunda es u n a serie anecdótica-—-,
se term in a con u n a descripción d etallada de la m isa negra.
Es evidente que si bien re tra ta u n a historia, u n a génesis,
u n a arqueología, es decir, tam bién e stá construida como

17 “N i es de Satán, ni de Jesús. No es nada, no tiene nada”.


representación con un solo celebrante, sujeto y a la vez
objeto de la historia y de la representación, es decir, tam bién
e stá construida de acuerdo con el orden del sabbath, o de
la m isa negra. Se autoexplica por implicación, por proyec­
ción del sabbath sobre sí mismo. Es de rigor que la m isa,
la cena, sea presentación de la histo ria y del sacrificio de
Cristo; el oficio invertido rep re sen ta el vuelco de la misa, es
decir, la h istoria o la leyenda al revés. De m anera que el
sabbath es la inversión ordinaria de la liturgia, pero además
la presentación de la leyenda de los sacrificados, el rito
correspondiente a la genealogía del Otro. Se tra ta de la
relación ta n conocida del rito con el mito, por dram atización,
o del mito con el rito, por representación, Conforme al mito,
la prim era p a rte se term ina con el oficio que le corresponde,
y uno explica al otro, y recíprocam ente. Sería fastidioso ir
al detalle: la injuria a Jesú s del Introito corresponde a la
m u erte de los dioses, y el coito estéril al origen partoge-
nético; el festín que sigue donde se vierte cerveza y sidra,
a las fiestas del segundo capítulo donde circulan la leche y
el vino;18 en cuanto a la m ujer-altar, véase como en el curso
de la histo ria “cae en cuatro p a ta s”; con las ofrendas se
corresponde la subida del im puesto, y así sucesivamente.
Planteado este principio crítico, cuyo desarrollo no ofrece
dificultad, resu lta que el in terés m ayor no está ahí; porque
la escena final que ritu aliza la totalidad de la historia se
term in a con el cuadro fundam ental, ése hacia el cual se
encam ina todo libro, como si esa escena fuera el fin de la
búsqueda, la finalidad últim a de la transgresión, aquello por
lo cual todo era vivido, sufrido, representado, deseado,
escrito: la práctica del incesto. D ragar los bajos fondos fan­
gosos, ir hacia lo increíble que allí h ab ría quedado, es, a fin
■'.-de cuentas, al cabo de la leyenda anam nésica y del rito a
contrapelo, descubrir el Edipo. He aquí “el gran baile
travestido que perm itía cualquier unión, sobre todo entre
p a rie n te próxim os;... el fin principal del sabbath, la lección,

18 Cf. L e Festín, le B anquet et la Cene, por aparecer.


la doctrina expresa de S atán, es el incesto”. M ichelet retro ­
cede u n momento: “esto es difícil de creer’5.19 Y como p a ra
confirm ar el principio crítico antedicho, el autor interrum pe
el rito y retom a la génesis, la leyenda, p a ra que represen­
tación e h istoria culminen en el mismo punto, con el Edipo
como núcleo de los dos m ovim ientos. “M ism a habitación,
m ism a cama..., llantos, u n a extrem a debilidad, el abandono
m ás deplorable... Sucedía, sin que uno ni otro se diesen
cuenta, lo que actualm ente sucede todavía con ta n ta fre­
cuencia en los barrios indigentes... donde u n a pobre perso­
na... sufre todo.” Curiosam ente, las notas finales vuelven
sobre la cuestión, p ara darle u n a in fra estru c tu ra económica
y social, sobre la que nos referirem os (el adúltero es noble
y burgués, el incesto es el estado general de los siervos), pero
sobre todo p a ra darle el estatu to de lo que se descubre
juzgando y analizando un Sueño. E n el curso de u n sueño
gigante de dos m il años, la h isto ria del m undo instituyó u n a
cosa "enorme, única”: el incesto. La página pertenece al
psicoanálisis, a escala filogenética. El Edipo está completo:
el parricidio no falta (“el hijo, si tuvo éxito, ve en el padre
u n enemigo. Un aire parricida p lan ea sobre esa casa”), ni
la m enor im portancia a Electra. E n el balance, la em presa
genealógica, arqueológica, desemboca en el esquem a ordi­
nario: es u n a anam nesis que descubre la figuración edípica.
Al fin del camino, el libro de la transgresión recoge la
prohibición del incesto.
Se dice que p a ra S atán dicho crim en era virtud; reco­
m endaba especialm ente esa unión. “No h ab ía buena bruja
que no naciera del amor de la m adre y del hijo” (cita de
Lancre). La g ran genealogía se vuelve sobre sí m ism a y la
escena final es el cuadro prim ordial, el secreto del origen.
¿Quién pretendía, en la leyenda, que la Eva prim itiva
llegaba de no se sabe dónde, u n a aparición de aerolito caído
del cielo, sin padre ni m adre? Pero no. Consumado el
parricidio, ella proviene de la m ad re y del hijo: virgen y lugar

19 Idem.
electivo de la partogénesis, m adre del saber contra-saber, es
h ija de la transgresión prim ordial.20 Se tra ta de un círculo
y de u n retorno m ítico, el de los m isterios y de la
germ inación, el de la anam nesis y de los ritos agrarios: “por
u n error mío, creían im ita r el inocente m isterio agrícola, el
eterno ciclo vegetal, en el que el grano resem brado en el
surco hace el grano” (de donde proviene la valorización de
la botánica). “Así los secretos de m agia (la ciencia arcaica)
quedaban bien concentrados en u n a fam ilia que se renovaba
a sí m ism a”. La virgen es h ija de dios, m adre de dios. Los
m ism os resultados se rep iten incansablem ente: el secreto de
la agenesia es esa genealogía, y el sujeto es la fam ilia
edipiana. La genealogía del Otro es casi u n a repetición.
“Se dijo: el gran P an h a m uerto. Pero helo aquí en Baco,
en Príapo, im paciente por el largo aplazam iento del deseo,
am enazante, ardiente, fecundo”. La vía dionisíaca conduce
al Sabbath, que term in a con los amores entre la m adre y
el hijo: he aquí la vía edípica. L a ciencia y la filosofía clásicas
no conocían m ás que al sujeto y el objeto: llega el tercer
hom bre, el sujeto del Deseo, que establece las contra-ciencias
y la filosofía del progreso-transgresión. E ste tercero no
puede decir ego, porque su verdad es la desindividuación, la
explosión y la desintegración del yo, “rey de la m uerte, rey
de la vida”. La leyenda exige la lectura de los trasminados,
form as m íticas y bajos fondos del alm a.F alta leer las
infraestructuras. Así como M ichelet duda ante el método
nietzscheano o ante la anam nesis psicoanalítica — asu­
miéndolos a ciegas—, tam bién duda an te las teorías so­
cialistas: lejos de la dialéctica, no va m ás allá de las
inversiones, lejos de la lucha de clases, se queda en el
populismo. Sobre esto ya se dijo todo, no hay necesidad de

20 C onscientem ente dejé de lado toda la herencia, todavía


tem atizada, del marqués de Sade. El sádico es el castellano, otras
veces el inquisidor. A propósito de la historia ordenada como un
sabbath y del sadismo, habrá que subrayar la flagelación, la cru­
cifixión y el gran grito de desam paro, traducido casi exactam ente
del lam a sabacthani.
extendernos;21 salvo, ta l vez, con respecto a la ingenuidad
del esquem a casi m aniqueo, B arbazul y G riselda,22 que
proyecta sobre la sociedad las distinciones comunes. La
B ruja es el libro del Otro, el hum illado, el ofendido, el
sublevado: modelo del libro de la m iseria, del h am bre, del
atropello político, del sometimiento, de las subidas de im ­
puestos y de los feroces excesos del feudalismo. Por eso el
tem a term inal del incesto retom a las tres vías de la fuga:
esquem a simbólico, transgresión sexual y complejo fam iliar
o genealógico, por últim o, comunismo económico. "El incesto
es el estado general de los siervos... Incesto económico sobre
todo, resultado del estado m iserable en que se los m an ten ía.
Como las m ujeres tra b a ja b a n menos las consideraban bocas
inútiles. Con u n a en la fam ilia bastaba...Sólo la m ayor de
las herm anas se casaba y cubría ese comunismo con u n a
m áscara cristiana. H e aquí el fondo de ese triste m isterio”,
que “apenas si se encuentra en la extrem a m iseria”. E sta
es la razón por la cual la virgen-m adre está sola, en el seno
de la sagrada fam ilia. La economía explica la transgresión,
é sta es u n a revolución anticipada.
Punto de equilibrio y de tensión, vacilante y vibrante,
L a Bruja es cruce de tre s vías, en adelante triviales. Sabia
en su ingenuidad, asum e y resum e ciegamente el esp íritu
de su época. En la época rom ántica, esos caminos no p arecen
convergentes; nuestros contemporáneos buscan producir la
intersección a tra v é s del estru ctu ralism o . D e a h í la
aproximación de nuestros tejidos formales a la te la u rd id a
por Michelet, de ahí la analogía de nuestras invenciones a
tre s voces con la fuga com puesta en las noches de sabbath.
Por añadidura, en cada línea melódica, para cada dominio

21 Cf. Paul V iallaneix, L a Voie royale: essai sur Vidée de peuple


dans l’oeuvre de M ichelet, D elagrave, 1959.
22 Cf. la “buena m ujer gruesa del pueblo” y los obispos del gran
mundo; si el pueblo es por naturaleza bueno, fuerte y poderoso,
puede ser deshonrado por los grandes: un “patán necio y ladino”,
la “canalla de los J esu ítas, sus clientes, sus mendigos, qué sé yo qué
de sentido — el no-dialéctico, el de la no transgresión, el no
m ítico— , la virgen partenogenética perm anece como la
m atriz viviente de la filosofía de la noche de ayer: la hija
m enor titu b ea an te el espacio in q u ie ta n te y libre de su
m ayoría de edad.
Al día siguiente del sabbath, se lev a n tará al alba,
priv ad a de am or brujo, ¿el pensador m atricid a arrojará al
otro lado de los m atorrales los dos tricornios empalmados
de los que estaba tocado?
CONCLUSIÓN

A parición de Hermes: D on Juan

U n a e sta tu a es un objeto de arte, o u n icono ritual. En


la época clásica, por añadidura, se convierte en autóm ata
desollado, aparato de laboratorio, modelo mecánico de los
seres vivos: después del robot cartesiano, Condillac describe
la experiencia (im aginaria) de u n a estatua. La estatu a del
Com endador es una m áquina, la m uerte de Don Ju a n u n a
m aquinación: entre candilejas y m aquinaria, Moliere no va
a m orir en form a diferente. El ateísmo aritm ético del gran
señor m alintencionado triu n fa en el cuadro final, cuando
a rrib a el deus ex m achina} El mujeriego es un hom bre de
ideas: el prim er héroe de la m odernidad. Creo que Moliere
era consciente de todo esto; adem ás el público lo escuchaba
y, por lo demás, lo comprendía ta n bien que el espectáculo
fracasó. ¿Cómo soportar u n a representación que m uestra a
los que la m iran que los fantoches no están donde ellos
creen, sino donde ellos están por lo que son y lo que creen?
Don J u a n es el prim er héroe de la m odernidad, por el
núm ero y el mecanismo, por la doble desesperación de la
representación y de la voluntad. Pero lo es en otro sentido,
sin duda m ás decisivo y ta n profundo, que apostaríam os que
M oliere fue consciente de ello. Pensemos que silo fue, lo cual
lo coloca como observador científico de la sociedad. Antes de

1 Cf. Les Etudes philosophiques, 1966, n°3, pp.385-390,


que se prohíba u n a hipótesis anacrónica, acaso h a y a u n a
aproximación al m isterio de la creación literaria. Juzguem os
de viso, y pensem os que se tra ta de un festín.

* * *

Según D a Ponte, K ierkegaard, Puchkin, R ank, etcétera,


Don Ju a n es u n g ran aficionado al sexo: voluble viajero tra s
u n amor im posible (único), m uerto por los renacim ientos de
u n a irreductible culpabilidad, héroe de la D iferencia que se
retira , en su últim o avatar, a un claustro español, p ara
m editar bajo la im placable luz de las m esetas de C astilla,
la antigua sab id u ría de Salomón: nada nuevo bajo el sol.
Esto m ostraría a gusto h a s ta dónde el rom anticism o pro­
fundiza el tem a, y ocultaría en qué m edida lo m utila: p ara
nosotros, Don J u a n ya no es m ás que un arquetipo de la
m etapsicología. El personaje de Moliere casi no ofrece esos
caminos a los a n a lista s de la motivación: es m enos profundo,
en el sentido de Nietzsche. Por el contrario, su conducta es
m ás rica en extensión, m ás completa; u n a vez m ás, el
rom anticism o nos ciega, nos nos deja ver otra cosa que
e s c e n a s de s e d u c c ió n p o r to d a s p a r t e s , c u a d ro s
sobreañadidos, inutilidades. De hecho, el príncipe clásico es
u n diablo de tre s cabezas, u n personaje de tre s conductas:
como mujeriego, seduce; como hom bre de ideas, discurre;
como hom bre de fortuna, difiere su deuda. El terc er hom bre
es el revelador de los dos prim eros; está tres veces en escena:
con el pobre que pide lim osna; con Don Domingo, su
acreedor; en el único cuadro post mortem.
:|: * $

Sganarelle: ¡mi salario!, ¡mi salario! (V, 7). Al fin, cada


uno se siente recom pensado, contento y satisfecho: cielo y
ley ■—-la religión, la m oral y el derecho— hijas y fam ilias,
padres y m aridos —el amor y la trib u —, todos resarcidos por
la m uerte de Tenorio, todos salvo el criado. ¡Mi salario!, la
p alab ra del fin, como es debido, es la m oral de la historia:
ru p tu ra de contrato, negación de palabra, abuso de confian­
za, fe sorprendida. M alintencionado, m al pagador, el amo no
hizo honor a su prom esa. Sganarelle tampoco: le debe su
salario a Don Domingo, a quien sacó fuera, haciendo poco
caso de esas bagatelas (IV, 4). La cuenta no e stá compro­
bada, el balance no es equitativo. Eso es lo que sucede con
la moral.
Relacionemos, por sim etría, la subida del telón con el
elogio del tabaco: "Dirige las alm as a la virtud, y con él se
aprende cómo ser un hom bre de bien. ¿No ves realm ente,
en cuanto se tom a, de qué m anera amable se comporta uno
con todo el m undo y lo encantados que nos sentimos de
ofrecerlo a derecha y a izquierda, en todas p artes donde
estemos? No espera uno siquiera a que se lo pidan, y nos
adelantam os al deseo de la gente; h a s ta ta l punto es cierto
que el tabaco inspira sentim ientos de honor y de virtud a
todos cuantos lo u sa n ” (I, l).2 Desde el inicio, la ley que va
a dom inar la comedia, ley transgredida en p a rte por el
balance final, ley escarnecida en toda peripecia, es prescrita
sobre un modelo reducido. ¿Cómo llegar a se r virtuoso, a ser
un hom bre de bien? Por la ofrenda antes del deseo, por el
don que anticipa la dem anda, por la aceptación y la reci­
procidad. E x tra ñ a cosa el tabaco, su poder de comunicación,
su virtud m aleable que conduce a la virtud. ¿Se sigue que
ser m al hom bre, aún siendo gran señor, consiste en des­
preciar el tabaco, es decir, no querer plegarse a su ley, a la
obligación y a la am abilidad del intercam bio y de la ofrenda?
Negación peligrosa, en la que se arriesga la cabeza: “Quien
vive sin tabaco no es digno de vivir”; aquél que no se integra
a la cadena del comercio, que no pasa la pipa que recibió,
a la prim era señal se ve condenado a muerte. E sa es la regla
del juego,3 cuya ejecución conocemos.

2 A quí y en las citas que siguen el subrayado es nuestro.


3 "Si conservase ese don para mí, como está investido de un
espíritu, m e podría sobrevenir el mal, incluso la m uerte”. Se trata
de un texto del derecho maorí.
No encuentro qué agregar de nuevo con respecto al
prim er cuadro: contiene todo, el bosquejo, la regla, la
am enaza, el fin. Quedan las variaciones sobre la e stru c tu ra
de intercam bio, legible en el pasaje del tabaco. Las tres
conductas de Don Ju an , frente a las m ujeres, el discurso, el
dinero, conforman tres variaciones paralelas sobre el tem a
del tabaco.

* * 1
-=

Com ienza la demostración. E n tra el señor Domingo, en


busca de su crédito. "Es conveniente pagarles con algo; y
poseo el secreto de despedirlos satisfechos sin haberles dado
u na dobla”, dice Don Ju a n de sus proveedores de fondos (IV,
2). El secreto e stá por verse. "Sé lo que os debo” (IV, 3), pero
hablo, y fuerzo al señor Domingo a callarse; que se considere
pagado con palabras. Pero no es suficiente, hay que pagarle
con caricias. “Quiero entrañablemente” a la linda Claudine,
y al pequeño Clotario que arm a tanto jaleo con su tam bor,
y al perro Brusquet que lad ra tan fuerte (hagamos el m ayor
ruido posible), y a v uestra esposa, la excelente m ujer. "Me
inspira mucho interés" toda la tribu. “¿Sois m is amigos”l.
Por mi p arte, yo soy el vuestro, “y esto sin interés, creédlo”.
0A brazadm e”, el criado va a deciros que os quiero bien.
Pagado con palabras, pagado con caricias, sale el señor
Domingo, consciente de haber sido envuelto, reducido al
silencio y con la bolsa liviana. ¿El secreto? Es el siguiente:
cruzar la triple ley de intercambio: no d ar tabaco por tabaco,
es decir bien por bien, palabra por palabra, amor por amor,
al contrario, dar palabra por bien4 y am or por dinero. El
acreedor puede entonces correr por el campo. Es tradicional
que el intercam bio se realice en el curso de un festín', los
prim itivos lo saben, los guerreros, novios y tra ta n te s de
caballos tam bién. "Con toda libertad, ¿queréis cenar conmi­
go?”. No, contesta el acreedor, la cosa no es ta n factible: ya

4 Digo a todo el mundo, como a vos, que soy vuestro deudor.


que falta el intercam bio. ¿Quién no adivina que otro festín,
que otra invitación (recíproca) a cenar, pronto va a term inar
con la cuenta pendiente, otra y de hecho la mism a? ¿Quién
no sabe que tales festines no son m ás que representaciones
dram áticas de los dones y reposiciones, dram atizaciones de
la ley de intercam bio? ¿Estam os en el nacim iento mismo de
la comedia?
U na vez m ás, es sabido que existe u n a sola m anera de
rom per la ley, sin dejar de ser hom bre de bien, incluso
llegando a ser un gran señor. D ar sin contrapartida, es
conferirse honor y virtud, hacer brillar su poder: a eso se
denom ina Limosna. ¿Quién no ofrece tabaco a quien está
desprovisto, sin esperar devolución? Vayam os al bosque
cercano.5 E stam os perdidos, ese cam inante va a indicarnos
por dónde debemos seguir (III, 2). Lo indica y pide ayuda:
su información es “interesada”. Respecto del interés, vol­
vemos a la regla del juego. El pobre la describe y se lam enta,
como S ganarelle y el señor Domingo, como Don Carlos va
enseguida a lam en tarse pero con respecto al honor (III, 4).
Ruega todo el día p a ra que los que sean generosos con él
sean colmados, p a ra que el cielo les “dé toda clase de bienes”. '
Si recibe, devuelve palabras sagradas, destinadas a que el
donante ten g a a su vez buenas recaudaciones. La burla de
Don Ju a n : en ese oficio se debe hacer fortuna, se debe estar
“contento” y deben “ir bien los asuntos”. No obstante, el
m iserable sigue necesitado, le falta el p an cotidiano. La
contrapartida de la limosna, del don sin contrapartida, es
el conjunto de la conducta del pobre. Es la única conducta
de ru p tu ra en la que se puede dejar de lado la ley: devolver
un bien con u n a palabra, pero la palabra es sagrada. En un
prim er m om ento, Don J u a n sostiene la ley del cruce, pide
su contrapartida: he aquí un luis, dadm e u n a palabra, y un
momento después el luis por amor a la hum anidad. Es la

6 La escena tien e lugar no lejos del m ausoleo del Comendador.


Las lim osnas a los pobres complacen a los m uertos: se trata de una
regla de derecho de los Bori.
escena que duplica la del acreedor: el gran señor da y quiere,
a su vez, recibir eso con que él mismo pagó al señor Domingo,
p alab ra por bien, amor por dinero. Da sim etría a su posición,
porque la ley de la Limosna es ju sta m e n te ru p tu ra de la ley
de intercam bio, la única ru p tu ra p erm itida en el contrato:
como consecuencia, rompe la ley m ism a de ru p tu ra , y se
encuentra de nuevo fuera de la ley. Exige contrapartida
sobre el único intercam bio del que fue privado, exige la falsa
contrapartida que acostum bra a dar. Pero, por un nuevo
giro, niega la ley global, invirtiendo el valor mismo de la
p alab ra y del afecto que requiere a cambio del luis: quiere
s u s titu ir la p a la b ra s a g ra d a de la p le g a ria , por la
profanación de la p alab ra sacrilega. “Te lo doy , si ju ra s ”;
sustituye el am or del otro, o el am or de Dios, por el amor
a la hu m an id ad ,6 que pronto pone en práctica al arrojarse,
espada en mano, a un combate dudoso, "desigual”.
¿Qué h acer en un festín, a menos que se intercam bie?
Quien no asiste al banquete niega la ley del don y declara
la guerra. Toda la cuestión va a ser llevar a Don J u a n a la
cena en la que se comprobará su cuenta. En la espera, la
deuda se acum ula, y en prim er lugar la deuda de dinero. No
es la regla p ag ar con palabras y caricias: es preciso botín
por botín. ¿La contra prueba? Sganarelle, cobarde, no se
atreve a h ablar, no puede sostener el debate filosófico. P ara
eso, sería necesario disponer de palabras, lo suficientem ente
buenas como p a ra teorizar contra el amo. La v estim enta de
médico otorga el saber, sustenta el honor de su traje. Ahora
bien, el tra je de criado es de un viejo médico, dejado en
prenda en alguna parte: “me ha costado dinero adquirirlo”
(III, 1). Don J u a n fom enta el paso del dinero a las palabras:
has adquirido privilegios, arte y razón. El discurso es po­
sible, y el Tratado del hombre podrá oponerse a la aritm ética

6 Cuando Sganarelle recibe el bofetón dirigido a Perico: “A sí


está pagada tu caridad” (II, 3). De nuevo se trata de la inversión
de la Limosna: el bofetón es en lo que se convierte el am or por la
hum anidad cuando el otro es el caritativo.
del ateo. F a lta el amor: C arlota dice a su Perico: entrégam e
am or y palabra, “te haré ganar algo, y tu tra e rá s m anteca
y queso a n u e stra casa” (II, 2); precio que por dos veces
rechaza Perico. Es a bofetadas como Don Ju a n busca con­
cluir el trato del queso.7 Dinero por m ujer, dinero por pa­
la b ra y la demostración se cierra.

* * *

D espués de la bolsa, la vida, en el bosque o en la playa.


Don J u a n saca a Carlos de las g arras de los ladrones: nueva
ocasión p a ra describir la regla del juego. Todavía es de debe
y haber: “Lo m enos que os debo, después de haberm e salvado
la vida, es el callarm e ante vos acerca de u n a persona a la
que conocéis” (III, 4). Por la vida, al menos u n a palabra; pero
por la vida, exactam ente la vida: “Perm itid, dice Carlos a
Don Alonso, que le devuelva lo que m e h a prestado” (III, 5);
yo “le debo la vida”, tengo “una obligación” que debo “pagar”.
A Don Juan: "Veis cómo cuido de devolveros el bien que de
vos he recibido.” De donde sigue el debate que separa a los
dos herm anos de Elvira, escrupuloso esfuerzo entre “la
in ju ria y el favor”, que se debe “p ag ar” conjuntam ente, entre
el honor y la vida, que el Tenorio tomó y dio despectivam en­
te. Si el honor es m ás que la vida, el sobornador es deudor;
a la inversa, el salvador queda con crédito. Aplazamiento de
veinticuatro horas, para las “reparaciones”. Siempre se tra ta
de la r u ta del tabaco. Don Carlos se quejaba am argam ente
de e sta p auta, como de u n avasallam iento sobre su vida, su
descanso y sus bienes. El Cid español se h a ablandado, h a
perdido el "furor”.
Pero, en v ista de la regla de intercam bio, Don Ju a n está
fu era de juego nuevam ente, S u cam paña am orosa y m arí­
tim a se term inó por una jugada de tabaco, de la que pudo

7 D e todas m aneras, “no le cuesta n ada contraer matrim on


(I, 1), dice de su criado. Y M atarían: “N o está bien m eterse en el
cercado ajeno” (II, 5).
librarse gracias a Perico, el loco galán de la fría Carlota. El
campesino sabe bien que el "rico señor” le debe la vida, ésa
que él apostó y ganó contra el gordo Lucas (II, 1). Por lo
menos, su provecho será de “diez sueldos”. Pero su pérdida
es incom parable: inm ediatam ente aparece cornudo y gol­
peado: “no es é sta la recompensa por haberos salvado de
m orir ahogado” (II, 3). A cambio de su vida, Don J u a n hace
caricias a C arlota y d a bofetadas a Perico. La otorga a Carlos
que lo justifica; la recibe del campesino y, como contra­
partida, tam bién la toma. L a demostración es estable: el
m alvado e stá fu e ra de la ley de intercam bio, por el paso al
tabaco.
Hay que d ar y recibir. Dio la vida al herm ano de Elvira,
la recibió del prom etido de C arlota y tomó la del Com enda­
dor, seis m eses antes, en la m ism a ciudad a donde lo
a rra s tra u n a n u ev a belleza. Sganarelle no e stá tranquilo y
participa a su amo de sus inquietudes. Así se sabe que Don
J u a n h a tenido su "gracia en ese asunto”: la rem isión de su
fechoría. Según la opinión del criado, la deuda no está
saldada: “E sa absolución no h a extinguido ta l vez el re ­
sentim iento de los parientes y de los amigos” (I, 2). Lo cual
de nuevo es la reg la del juego: vida por vida, el talión. La
p alab ra del trib u n a l o la opinión del rey no son suficientes
p a ra volver equitativo el balance. Será necesario que el
héroe pague con su vida, acepte ir al festín, donde la e sta tu a
le pide su m ano: “Dadm e la m ano”; "aquí e stá ”. Al prim er
don, a la p rim era entrega, la rendición y la muerte. Tam bién
entonces la dem ostración se cierra sobre sí m ism a: ley de
intercam bio, negación de la regla, retom o al equilibrio. Y
quien vive sin tabaco no es digno de vivir.

* * *

La m ism a dem ostración con palabras recom ienza en el


pretorio, cuando se term in a la juerga por dinero y el
transcurso de la vida. Antes del intercam bio de sentido, la
fe jurada, su modificación y sus sustituciones. Porque Don
J u a n “habla como u n libro” (I, 2). ¿Cómo h u b ie ra podido
arran car a E lvira de sus votos conventuales si no a través
de cartas, juram entos y protestas? G uzm án calcula de nuevo
la regla: el ju ram en to inflam ado venció el obstáculo sagrado
del convento. Si bien desam para a la h e rm a n a de Don
Carlos, es incom prensible que tenga “el corazón p a ra poder
faltar a su p alab ra” (I, 1). Una palabra por una m ujer, es
cierto, pero la palabra es sagrada; tanto m ás cuanto que la
m ujer e stá ligada por o tra palabra sagrada. Lo mismo
sucede después del naufragio con respecto a C arlota, vincu­
lada con Perico por un juram ento de fe: “L a p a la b ra que os
he dado” (II, 9). Pero, de hecho, el em barcam iento amoroso
estaba destinado a q u itarla de su fe: el fin e ra tu rb a r el
entendim iento de u n a p areja de am antes, "romper sus
vínculos” (I, 2). M ás aun,:”Es preciso h acer y no decir; y los
efectos deciden m ejor que las palabras” (II, 5). La palabra
decide, su strae la creencia, si es sagrada: “ Q ueréis que haga
juram entos insoportables? Que el cielo...”. “No ju réis”, ex­
clama C arlota, haciéndose eco del pobre al borde del agua,
“no ju réis”, “os creo”. Segundo eco: “No, señor, prefiero morir
de ham bre”... “preferiría estar muerta que verm e deshon­
rad a”. L a regla es clara: “voy de buena fe”, pero fe ju ra d a
vale la vida. El cam inante, el campesino y el gran señor
giran en el círculo perenne y encantado de la palabra, del
oro y del amor. F u era de ese círculo, no h a y salvación; el que
lo rom pe no es digno de vivir, Como prueba, la e sta tu a y los
intercam bios obligatorios de invitaciones a festejar:' “Ayer
me habéis dado la palabra de venir a comer conmigo.” “Sí.
¿A dónde hay que ir?”. “Dadm e la m ano”, etcétera. Es la
muerte.
La ley es pronunciada: justificar la p a la b ra dada. Esa
es ahora la profesión de fe de quien no se ja c ta del “falso
honor de ser fiel”. No estoy ligado a nadie, ningún objeto
tiene esa v irtu d como p a ra forzarm e a la virtud. No per­
tenezco al prim er objeto que m e seduzca. Rompo el círculo
de to m a r y d a r, de h a b e r y d e b e r, de o fre c e r y
recibir."Aunque esté comprometido, el am or que siento por
u n a beldad no compromete a mi alm a con u n a injusticia
hacia las o tras”; la ju sticia y el derecho cam bian de campo;
“conservo los ojos p a ra ver el m érito de todas, y devuelvo a
cada u n a los hom enajes y los tributos con que la n atu raleza
nos obliga”. La obligación de devolver tributos está referida
a la natu raleza, no a la ley sociológica o ju rídica o sacra. “No
puedo negar m i corazón... y no bien un bello rostro m e lo
pid e , si yo tu v iera m il corazones todos los entregaría.”
A dquirida la victoria, se puede h a b la r como Alejandro con
respecto a los otros mundos: “No h a y n a d a que decir” (I, 2).
El círculo del don e stá limitado: no puedo resolverm e a
quedar “lim itado”. La ru p tu ra del círculo o la ru p tu ra del
contrato vienen de un intercam bio falsificado: dar diez mil
veces la m ism a cosa (por lo tanto conservarla) p a ra adquirir
(conquistar) diez mil cosas diferentes. ¿Cien m aravedíes
v alen u n a p ia s tra ? Sobre el círculo cerrado del don
intercam biado está la invención del movimiento perpetuo.
Es la ley m atem ática: si recibo dos, sin devolver el contra­
valor, adquiero cuatro; tomo cuatro y no lo devuelvo, ad­
quiero ocho: serie creciente de injusticia (según Aristóteles
y toda su filosofía). Creo entonces que dos y dos son cuatro,
y que cuatro y cuatro son ocho. Si retom o lo que doy, puedo
adquirir indefinidam ente. El acto de tom ar lo ya dado es la
diferencia beneficiosa que supera la igualdad del derecho,
que desgarra la relación de persona a persona y engendra
la comunicación posible entre uno y varios; no hemos dejado
el tabaco, ni al señor Domingo, ni al salvador del naufragio,
se tr a ta de rom per el equilibrio de las leyes. Por el am or de
diez m il bellas, por amor a la h u m a n id a d , ser "pretendiente
del género hum ano”, “pretendiente de todas las m anos” (I,
1), que nunca da su mano si no es p a ra recuperarla, salvo
en el festín fatal. Un fanático fu era de la ley de la razón,
un “perro” fu era de la ley del hom bre, u n “diablo” fu era de
la ley de Dios, u n “turco” fuera de la ley de E spaña, un
“herético” fu era de la ley cristiana, todas estas reglas
constituyen una: dar la mano.
Pasem os a la aplicación de la nu ev a regla de beneficio.
E n tra D oña Elvira, la abandonada, no hace mucho víctim a
de la p alabra, el juram ento y la fe. A su filípica, Don Ju a n
responde con el silencio y em puja a Sganarelle al combate.
P a la b ra por palabra. Entonces, D oña E lvira tom a su lugar
y le propone pagarle con palabras: la escena se vuelve
equiparable a la del acreedor m endicante; la abandonada da
todas las falsas razones del m undo que h u b iera debido dar
al seductor: sois descarado, m entís, decís que viajáis por
negocios, ju rá is que volveréis, etcétera. Con la espalda
contra la p ared y por un nuevo giro, Don J u a n modifica la
dificultad: es cierto, he roto el contrato, he faltado a la
palab ra; pero, pensad en esto, sólo lo h e hecho por escrúpulo
de h ab er inducido a vos m ism a a rom per u n contrato, a
fa lta r a v u e stra palabra: “Os he arrebatado a la clausura de
u n convento, haciéndoos rom per unos votos que os ligaban
a otra parte, y el Cielo está m uy celoso de esta clase de cosas”
(1,3). No estoy ligado porque vos lo estáis. Es que mi palabra
no valía la v u e stra y el m atrim onio es nulo por adulterio
(divino); al sopesar delicadamente las palabras sagradas
(como enseguida en el balance en tre el honor y la vida), es
la v u e stra la que im porta; el juram en to no vale los votos,
n i la fe ju ra d a , fe cristiana; vuestros votos son perpetuos,
los míos sólo son hum anos. Q ueda u n a diferencia deficitaria
que nos debe a tra e r la “indignación celeste”, “la desgracia
de arrib a”. De donde se sigue el estado de pecado, el
escrúpulo, tem or y arrepentim iento. Así, es. preciso que
retome m i libertad, p ara daros la posibilidad de “volver a
v u e stra s prim eras cadenas”. L a sutileza del fuera de juego
consiste en ocultar u n a ru p tu ra de común acuerdo detrás de
o tra ru p tu ra de común acuerdo, en su stitu ir u n a palabra
sacram en tal con otra (el sí del m atrim onio con el sí del
renunciam iento), y así transform ar la diferencia deficitaria
en diferencia beneficiaría: mi libertad contra vuestro encie­
rro. La dem ostración perm anece en el terreno de lo idéntico:
se tr a ta de rom per la ru p tu ra m ism a, si el prim er momento
deja en déficit. Sucede lo mismo en las escenas de dinero.
L a conducta frente a las p alab ras sagradas es isomorfa
respecto de la conducta referida a los bienes móviles: dos
variaciones estrictam ente paralelas sobre el tem a del ta ­
baco. El fin es rom per la continuidad ig u alitaria de la
circulación de algo en general. Noble cólera de Elvira: “No
esperéis que estalle aquí en reproches e injurias” (una vez
m ás pronuncia u n a p alab ra sagrada). “No, no, m i enojo no
v a a exhalarse en palabras vanas”. Asunto concluido: el
juego de palabras es insignificante. E l ultraje y la ofensa van
m ás allá del círculo ordinario del discurso. El desvío clam a
venganza.
De la p alab ra sagrada a la p alab ra verídica, se p asa de
la infracción a la m entira, de la ru p tu ra a la im postura. El
seductor pagaba con juram entos, el hipócrita paga con
apariencias. Don Carlos, como Elvira, apenas le cree: “¿Que­
réis que me de por satisfecho, con sem ejante discurso?” (V,
3). Se h a visto a Sganarelle com prar un disfraz de médico,
a Don J u a n proponer al criado intercam biar su traje: cambio
de vestim enta, cambio de palabras, intercam bio de riesgo
m ortal por dinero contante. Nuevo traje: el de la religión,
in v estid u ra que daría cabida a la perm isión de ser "el
hom bre m ás malvado del m undo”. D a la ventaja “de ten er
crédito entre la gente”: hábitos por crédito, crédito por
hábitos, el giro es fácil, siem pre el mismo (V 2). Don Luis
hizo la advertencia:8 a fuerza de acum ular las presas,
"habéis agotado [en el soberano] el m érito de mis servicios
y el crédito de mis amigos”. Luego dictó la regla: las acciones
gloriosas de los ancestros “nos im ponen el compromiso de
hacerles el mismo honor” (IV, 6). E lvira eleva el registro pero
sobre el mismo tema: “V uestras ofensas h a n agotado la
m isericordia del cielo”, y pide su paga: “Hice toda clase de
cosas por vos, y toda la recompensa que os pido es que
enm endéis v uestra vida y que evitéis v u e stra pérdida” (IV,
9). Señalam os de paso que todavía Don J u a n vuelve a la
estrateg ia proponiendo am or por discurso: quedaos aquí, es
tarde, se os alojará. E n sum a, se lo ve convertido pero a la
inversa: nuevam ente devuelve palabras por el crédito a la
abandonada, a sus herm anos, a su propio padre, caído eii

8 El in tegra la existencia de D on Juan en el ciclo del intercam ­


bio: “D esée un hijo... lo pedí; y ese hijo, que obtuve fatigando al cielo
con m is votos..;” (IV, 4).
el engaño. El cambio de vida, o el cambio de vestim enta, le
devuelve la “gracia”, de la que "pretende aprovechar” como
se debe h a s ta la reparación, la “remisión” de su deuda (V,
2). Que no h ay a equívoco al respecto, siem pre se tr a ta de
la ley del tabaco: por su v irtu d comunicante y am able, el
libertino profesaba no e sta r ligada (I, 2); pero el fingim iento
es el buen tabaco p a ra hacer u n a casta; de ahí lo que dice
el falso devoto: “a fu erza de m uecas se liga u n a estrecha
sociedad con todos los miembros del partido” (V,2). Dad
suspiros y haced caídas de ojos, estaréis a cubierto; bajo el
escudo, la cábala cim enta vuestros intereses. De m an e ra que
Don Ju an , como héroe solitario fu era de la ley común, no
e stá solo, al contrario. La trib u m ism a sigue su ley ilegal:
el pretexto contra el texto. El falso intercam bio genera la
protectora célula social.
La inversión se hace global. Don Juan: no soy yo quien
rompo la promesa, vos sois la que h a fracasado en sus votos...
h asta: no soy yo el hipócrita, la sociedad en tera es im ­
postura. Si b a sta con ofrecer tabaco, hagam os hum o y
perm anezcam os con n uestros caprichos. El perro, el turco,
el rabioso, el herético, el diablo son designados en la sociedad
como hom bres razonables. Los españoles cristianos como
u n a cábala de heréticos, de demonios, de perros rabiosos. E l
Otro designa a los M ism os como a Otros: ustedes siguen mi
ley y m e am enazan por no seguirla. La hipocresía im plica
u n a distancia que es el m ejor criterio p a ra h acer ver,
rep resen tar la sociedad ta l como es. ¿Cómo se puede ser
turco? A cierta distancia, se describen objetivam ente las
costum bres. No, Don J u a n no se hace devoto, perm anece
como sociólogo, especialista en otomanos y sus ritos arcaicos
de intercambio. U n a crueldad* m ás, con sus narguiles.
Siendo u n héroe de la m odernidad, describe la sociedad
contemporánea como una tribu de primitivos.
* * *

* “Turquerie”: no tien e equivalente en castellano (N. de la T.).


¿Qué sucede en tre ellos? Y bien, se intercam bian m uje­
res por palabras, juram entos y grandes dotes. L a dem ostra­
ción recom enzaría si en el Festín de Piedra no fu era inútil.
Como se tra ta del tem a central, cada cosa puede ser leída
de distinto modo. Se pueden tom ar palabras, sagradas o
engañosas, se pueden tom ar bienes, dinero, m anteca o
queso, y el resto se rá dado por añadidura: lo deducido se
deduce.9 La tradición es b astan te explícita con respecto al
seductor, como p a ra que lo dejáram os junto a su discurso
y su crédito. “M al pagadas'por su am or”, Elvira, M aturina,
C arlota aún te n d ría n fundam entos p a ra reclam ar su paga.
Queda el festín, la m uerte. En el intercam bio de invi­
taciones a cenar, en la ida y vuelta de las visitas, curio­
sam ente, todo el m undo actúa de buena fe. Don J u a n visita
la tum ba, lo que debe de complacer al Comendador, "estaría
m al no aceptar el honor que le hago”. A la “cortesía de u n a
visita”, el m atador se sorprendería si su víctim a no lo
recibiera con agrado. Uno da y el otro debe recibir; de
inm ediato debe devolver: puede invitarlo a cenar, a lo que
la e sta tu a accede como es de rigor (III, 6). P rim er banquete:
“¡A la salud del Com endador” (IV, 12)! Segunda invitación:
“Os invito m añ a n a a cenar conmigo”. Don Ju an : “Sí, iré”,
tam bién la resp u e sta es de rigor. Segundo festín: "Ayer me
habéis dado v u e stra p alab ra de cenar conmigo. Así es.
D adm e la mano. A quí está”, etcétera. Muere. El festín es el
vínculo electivo del intercam bio: que exploren los caminos
y m atorrales, el ban q u ete de bodas está servido. El gran
señor no hace tra m p as con la regla suprem a, se rinde al
lu g ar privilegiado de las prestaciones totales, a la rep re­
sentación final, de tipo agonístico, donde se com prueban
todas las cuentas. A hí encuentra el último suplicio, a cambio
de la m uerte del Comendador. Y no puede hacer tram pas,
porque el festín, la fiesta, el banquete, es la pieza m ism a,
no sólo por el título, sino por la realidad viviente. D on J u a n

9 “Sin ofenderte, compro para ti cintas a todos los m erceros que


p asan...” (II, 1).
es un tratad o completo del don y del contra-don, pero con
respecto a la experiencia colectiva, las estructuras del inter­
cambio sólo son representables y representadas, es decir,
dram atizadas, en el curso de una fiesta. P a ra que el tratado
fuese u n a comedia, hacía falta que Don J u a n fuese un festín.
C om am os, b e b a m o s a la s a lu d de u n o s y o tro s,
intercam biem os tabaco, p a ra acabar cuando u n a m ano in­
visible escriba en el m uro las palabras desconocidas de la
m uerte.

* * *

La dem ostración recomienza: incom pleta, si no se la


repitiese a voluntad. Al v a ria r tres veces la ley de intercam ­
bio de don, el gran señor a ú n a tres personas, la m ism a con
tres rostros: m al pagador, sin palabra y m entiroso, m últiple
seductor. Sin embargo, falta que la pieza se centre en el
último, modelo principal de la estructura común a los otros
dos, cuyo modelo reducido es la conducta que genera el
tabaco. Los otros dos, reveladores de lo principal, siguen
siendo m arginales, modelos secundarios. Retomemos en­
tonces la comedia en tera y hagam os girar tre s veces nuestro
operador teórico. El modelo principal se fija en la circulación
de las m ujeres, es el F estín de Piedra. U n nuevo giro y el
modelo principal se fija en la circulación de los bienes, se
tr a ta de el A varo, o del festín de M aese Santiago, m unido
de los modelos secundarios sobre la circulación de las
m ujeres y el dinero. Se puede hacer uso de la deducción con
facilidad: fácil y claram ente, ésta se sum erge en el último
detalle. Por estiram iento de la espiral exhalada del tabaco,
se alcanza p a rte de la obra del m ás genial observador de las
costum bres de la época clásica.
Si abren ah o ra el Ensayo sobre el don,10 no dejarán de

10 M arcel M au ss, “E ssa i sur le Don. Form e et raison


l ’éc h a n g e d a n s le s s o c ié té s archai'ques”, e n Sociologie et
Anthropologie, P:U:F:, 1960.
decepcionarse. E ncontrarán ahí p a rte y contraparte, la li­
m osna y el banquete, la ley suprem a que dicta la circulación
de los bienes de la m ism a m anera que la de las m ujeres y
las prom esas, los festines, ritos, danzas y cerem onias de las
representaciones, injurias y bromas; en contrarán el derecho
y la religión, la estética y la economía, la m agia y la m uerte,
la feria y el m ercado, p a ra decirlo en u n a palabra, la
comedia. ¿E ra necesario erra r tres siglos sobre la m irad a
glauca del Pacífico p a ra aprender len tam en te de los Otros
lo que ya sabíam os de nosotros m ism os, p a ra a sistir a
escenas arcaicas de u ltram ar, las m ism as que rep resen ta­
mos todos los días al borde del Sena, a la francesa, o en la
cervecería de enfrente? ¿Pero hubiéram os podido leer a
Moliere sin M auss?
* .* *

N ietzsche dice que Dionisos es el p ad re de la tragedia,


y describe la explosión del principio de individuación en el
delirio extático del vino. ¿Es necesario decir que Herm es,
dios del comercio, es el padre de la Comedia, por describir
la c irc u la c ió n de to d as la s cosas, la com unicación
interindividual en la fiesta del tabaco intercam biado? ¿Es
el dios de la encrucijada, de los ladrones y del secreto, dios
adornado sobre los pilares milenarios, de órganos viriles con
fuerte apariencia, el que, como psicopompo, acom paña a Don
Ju a n a los infiernos?
La ris a es el fenómeno de la comunicación h u m an a
(definición recíproca), paralelo a todas las comunicaciones
objetivas de la fiesta: es inextinguible en la m esa de los
dioses.
ÍNDICE

In tro d u c ció n ........................................................................ 9


L a red de comunicación: P enélope........................ 9
E stru c tu ra e importación: de las m atem áticas
a los m ito s ........................................... ........................ 21

Prim era Parte


DE LA COMUNICACIÓN MATEMÁTICA A LA
MATEMÁTICA DE LA COMUNICACIÓN

C apítulo 1
MATEMÁTICA

E l diálogo platónico y la génesis intersubjetiva de


la ab stracció n .............................................................. 43
L a querella entre antiguos y m odernos...................... 51
A nam nesis m ate m á tic a s.................................................. 90

C apítulo 2
FILOSOFÍA

D escartes: la cadena sin e sla b o n e s.............................. 135


E l diálogo D escartes-Leibniz.......................................... 153
L a comunicación sustancial dem ostrada, more
m a th e m a tic o .................................. ............................. 189
Segu n da Parte

VIAJES, TRADUCCIONES, INTERCAMBIOS

C apítulo 1
DE EREWHOM AL ANTRO DEL CÍCLOPE

Geom etría de lo incom unicable: la lo c u ra .................. 205


El regreso de la N a v e ....................................................... 234

C apítulo 2
DICCIONARIOS

Loxodromía de los Viajes e x tra o rd in a rio s.................. 253


Traducción palabra por palabra: C enicienta............. 260
Traducción tesis por tesis: la B ru ja ............................. 266

CONCLUSIÓN

Aparición de Hermes: Don J u a n .................................. 283

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