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c) La ética de los profetas

Los profetas subrayan vigorosamente las exigencias éticas, que no


resultan satisfechas –y, aún menos, se pueden eludir– únicamente por los
actos rituales111. «El eje central de su pensamiento es que la dimensión ética
es la exigencia primaria del Dios verdadero»112. Obviamente, los profetas no
son contrarios al culto, pero sí lo son a un culto sin alma que podría coexistir
con la injusticia y la transgresión de los preceptos divinos. En esta perspectiva
se encuentra en los profetas una fuerte insistencia en los deberes sociales, en
la justicia y en el derecho: la solicitud por los desheredados, la defensa de los
débiles, la superación de las desigualdades113. Hay, indudablemente, en los
profetas un vivísimo sentido del pecado, considerado como expresión del
orgullo humano. Desde el punto de vista temático no hay en el ethos profético
substanciales novedades respecto al Pentateuco: los profetas recuerdan las
normas de la torah en una situación histórica y social en la que el respeto de la
ley parecía haberse perdido.

Abrahán obedeció y salió hacia el lugar que recibiría en herencia, y partió sin saber adónde
iba; peregrinó en la tierra prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo
que Isaac y Jacob; Sara recibió el vigor de ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se
lo prometía; Abrahán, sometido a la prueba, ofreció a su unigénito; Isaac bendijo a Jacob y
Esaú en orden al futuro; etc.
111
«Aborrezco, detesto vuestras fiestas, no resisto oler vuestras reuniones de culto. Si
me ofrecéis holocaustos y oblaciones, no me complazco en ellas, ni miro el sacrificio de
vuestros animales cebados. ¡Aparta de Mí el ruido de tus cánticos! ¡No quiero oír el son de
tus liras! Sino que el derecho fluya como agua, y la justicia como arroyo perenne» (Am 5,
21-24). Cfr. Is 1, 10-17; Jr 7, 21-23.
112
R. CAVEDO, Moral del Antiguo Testamento y del judaísmo, cit., p. 1191.
113
El Señor «esperaba [del pueblo] juicio y encontró perjuicios, justicia y encontró
congoja» (Is 5, 7). Ay «de los que justifican al delincuente, a cambio de soborno, y privan al
justo de su justicia» (Is 5, 23). Durísima es la reconvención de Ezequiel a Jerusalén: «Esto
dice el Señor Dios: Ciudad que en su interior derrama sangre para que llegue su hora, que
hace ídolos contra sí misma para contaminarse. Por la sangre que has derramado te has
hecho culpable, te has contaminado con los ídolos que te has fabricado. Has hecho que
llegue tu hora, que se complete el plazo de tus años. Por eso, te he hecho oprobio para las
naciones y escarnio para todos los pueblos. Los próximos y los lejanos se mofarán de ti,
ciudad infame, llena de desórdenes. Los príncipes de Israel, cada uno según su poder, se
han dedicado a derramar sangre dentro de ti. En ti se desprecian padre y madre, el forastero
es oprimido en medio de ti, en ti se oprime al huérfano y a la viuda. Has despreciado mis
santuarios y has profanado mis sábados. Hay en ti hombres que calumnian para derramar
sangre; en ti se come en los montes, se cometen infamias en medio de ti. En ti se descubre
la vergüenza del propio padre, y se hace violencia a la mujer menstruante. Hay en ti quien
deshonra a la mujer de su prójimo, otro mancilla indignamente a su nuera, otro ha forzado a
su hermana, hija de su padre. En ti se reciben sobornos para derramar sangre. Tú exiges
usura y recibes intereses altos, explotas con violencia a tu prójimo y te olvidas de mí,
oráculo del Señor Dios» (Ez 22, 3-12).

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