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org - ANÉCDOTAS Y REFLEXIONES - 3-8-2003

MINAS Y SILLAS DE RUEDAS


Camboya es un país de Indochina de clima ecuatorial, lo que
significa abundantes lluvias y vegetación exuberante. La población
autóctona está constituida por el pueblo Khmer al que el colonialismo
y la emigración ha agregado chinos y vietnamitas. Francia se hizo
cargo del antiguo imperio Khmer en 1863 y Camboya nació inde-
pendiente en 1953.

Desde entonces el país ha estado sumido en guerras civiles; ha


cambiado de nombre -Kampuchea-, ha sufrido la represión comunis-
ta de los khmeres rojos que ha dejado un rastro de dos millones de
muertos y ha estado en guerra con la vecina Vietnam que impuso un
gobierno menos extremista. Camboya. Kampuchea, se ajusta pues al
«valle de lágrimas» que mencionamos en la salve.

Camboya posee actualmente diez millones de habitantes y tantas minas antipersona como pobla-
ción. Estas minas, verdaderos cepos para matar o lisiar seres humanos, se esconden a poca pro-
fundidad: la suficiente para no ser vistas con faciliciad: la suficiente para explotar cuando se las pisa.
En 1998 murieron más de dos mil personas a causa de este lucrativo engendro de las industrias de la
guerra de los países que se dicen desarrollados: otros tantos quedaron tullidos para el resto de su vi-
da.

Enrique Figaredo, de la Compañía de Jesús, dirige en Camboya un taller de sillas de ruedas y de


aparatos ortopédicos en el que los colaboradores son víctimas mutiladas de las minas. El trabajo no
sólo les ayuda a recuperar la confianza en sí mismos sino que les proporciona los medios para fabri-
carse su silla de ruedas que les ayude, también, a llevar su alma herida. La vida del P. Figaredo se re-
sume en dos palabras: ayuda y oración. «En Camboya compruebas que la vida es un regalo y que
hemos recibido muchas cosas sin merecerlas. Cuando te das cuenta de que todo lo que has re-
cibido es gratuito te dan ganas de entregar la vida a los demás. Tengo muy claro que la vida es
mucho más fuerte que la muerte y que los intereses humanos que van contra la vida no acaba-
rán con la vida divina que llevamos dentro»

Toda verdadera obra apostólica o social ha de estar enraizada en la oración. «Cuando cada maña-
na -dice- ofrezco mi vida al Señor le pido que me ayude a encontrarle y a seguir sus huellas. Lloro a
veces, porque hay situaciones de pobreza que ofenden, situaciones que no puedo solucionar. Le pido
a Dios que me ayude a entenderlo y que les dé una vida digna, ya que parece que no les esté permiti-
do vivir con dignidad.»

Gratuidad, ayuda, oración. Tres palabras relacionadas y encadenadas. Tres conceptos para re-
flexionar. Tres ideales para vivir.

LA ORACIÓN: UNA RESPIRACIÓN DEL ALMA (Alexis Carrel)

He aquí un sabio médico francés, Premio Nóbel de Medicina por sus acertadas experiencias de su-
turas de los vasos sanguíneos y de trasplantes y cultivos de tejidos vivos, que en su libro «La incógnita
del Hombre», habla del respeto que merece el examen de los milagros de Lourdes y del valor de la ora-
ción. Para él, como para otros ascetas, « la oración es la respiración del alma»...

No respirar regular y profundamente es ir acumulando toxinas en la sangre, porque el que res-


pira deficientemente no hace llegar a la sangre pulmonar el suficiente oxígeno del aire con el que de-
purar las impurezas de esa sangre. Con ello los pulmones se deterioran y el cuerpo se debilita, enfer-
ma y muere... Pues lo mismo le sucede al alma sin la respiración propia de ella, que es la oración.

Hay quien cada mañana, cuando el aire es más puro, hace un rato de gimnasia para activar la
respiración pulmonar... Lo mismo hacen las comunidades religiosas en las horas matutinas de ora-
ción. Lo mismo deberíamos hacer, según nuestras disponibilidades de tiempo, cada uno de nosotros.
EL CENTRO ES LA PERSONA
El Cardenal John Wright, que fue Prefecto de la Congregación para el
Clero, cuando era Obispo de Pittsburg acudió a al Papa Juan XXIII para
consultarle un asunto que preocupaba a los obispos norteamericanos.
En cierto momento de la audiencia el Papa sacó una tarjeta de un cajón
y preguntó:
-De modo que está usted en Pittsburg. ¿Hay allí un colegio?
-Hay siete, santidad.
-¿No hay uno de ellos que está especializado en tecnología, una especie
de instituto tecnológico?
-Sí, santidad. Está cerca de donde vivo. Se llama el Instituto Carnegie.
-Pues bien; hay un cierto profesor de Venecia que enseña en este insti-
tuto. El quiere casarse con una joven veneciana que es también profeso-
ra, pero en California... ¿Querríais invitarlos a vuestro residencia para
entregarles un regalo de parte del Papa?
-Santidad, tan pronto como regrese a mi casa, llamaré a ese profesor por teléfono, si me decís el nombre.
-La joven habita en California...
-¡Pero Santidad, California está más lejos de Pittsburg que Moscú de Roma!
-¡Ah, sí! Bueno, pues aquí están sus nombres y la fecha de la boda. Invítelos y deles el regalo del Santo Pa-
dre y anímelos. Y en el momento oportuno pregúnteles si van a misa los domingos; luego propóngales una
buena confesión, y que recen bien antes de su misa de Matrimonio.
Así fue el Papa Juan. Con todos los problemas que tenía el Vicario de Cristo se preguntaba cómo estimular
a dos personas de la manera más personal y pastoral. Para él el centro del mundo era siempre la persona
empezando por la Persona divina de Jesucristo. Jesús reflejado en cada persona.

UN CUENTO DE TOLSTOI

Martín Avedeitch era un zapatero remolón ruso ya anciano. Una noche después del trabajo
se puso a leer su Biblia, y pensó: «¿Oué haría si se presentara el Señor en mi casa?» Ouedó dor-
mido con estos pensamientos hasta que le despertó una voz: -Martín, Martín. Mañana te visitaré.

Al día siguiente el buen zapatero estaba inquieto porque esperaba la visita del Señor. A tra-
vés del ventanuco que daba a la calle vio los pies del anciano Stepanich que paleaba la nieve.
Martín golpeó la ventana con los dedos v lo hizo entrar para que se calentara y bebiera un poco
de té. -Gracias Martín Avedeitch - dijo el anciano cuando marchaba. Me has dado alimento y con-
fortación al cuerpo y al alma.

Era va mediodía cuando dio comida v ropa a una forastera desaliñada que llevaba a su bebé
en brazos. La pobre mujer rompió a llorar cuando aquel anciano al que no conocía de nada le ofre-
ció también su propio capote v unas monedas.

Era ya tarde entrada y el Señor Jesús no había venido. Martín vio cómo un niño harapiento
robaba a una anciana tina manzana de su cesto. Esta le había agarrado y le tiraba de los pelos.—
Déjelo, abuela. No lo hará más- intervino Martín. La anciana lo soltó.-Pide perdón a la abuela. Te vi
robar la manzana! El niño rompió a llorar y pidió perdón. -Así me gusta. Martín tornó una manzana
del cesto y se la dio al muchacho. -Aquí tienes una manzana. Yo te pagaré, abuela. -Merecería que
lo azotaran para que se acordara toda una semana -contestó la anciana. -Abuela, abuela. Eso es lo
que queremos nosotros. No lo que quiere Dios. Si debemos azotarlo por robar una manzana...¡qué me-
receremos por nuestros pecados! Y el niño se ofreció a llevarle el saco porque iba por el mismo ca-
mino. Y marcharon juntos, el niño con el fardo de manzanas y ella apoyada en su hombro.

Martín regresó a su zapatería v terminó el trabajo del día. Y al volver a abrir su Biblia creyó oír
rumor de pasos en el oscuro rincón. Escuchó una voz al oído: -Martín, Martín. ¿No me conoces? Y
del rincón salió Stepanich que le sonrió antes de disiparse como una nube. -Soy yo -repitió la voz.
Y de la oscuridad surgió la mujer con el niño que también se desvaneció en las sombras. -Soy
yo -volvió a oír- y vio a la anciana y al niño con sus manzanas que sonreían y desaparecían.

Y Martín comprendió que el Salvador le había visitado tres veces ese día.

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