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Josep M. Català
Catedrático de Comunicación Audiovisual, UAB
Josepmaria.catala@uab.cat
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principios de ese siglo, cuando por primera vez se liga el concepto con el de
empresario, ya que antes tenía que ver más con el de aventurero que con otra
cosa. La acepción actual proviene obviamente de este desplazamiento
semántico ocurrido a finales del XIX, pero en las últimas vueltas del camino
recorrido desde entonces, la palabra experimenta interesantes variaciones que
nos conducen al significado actual, especialmente complejo. El concepto de
emprendedor se acerca ahora al de maverick, que en Norteamérica se refiere a
aquella persona independiente y con una personalidad fuerte pero singular: un
disidente sin perfil político. Es decir, la idea regresa al sentido inicial de
aventurero, pero ahora se trata de un aventurero post-imperialista,
perteneciente a una sociedad industrializada.
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tensiones de carácter vertical, y que todo ello se basa en una carencia o
discapacidad fundamental. Podría delimitarse entonces lo que el autor
denomina una antropología de la obstinación, según la cual «el hombre
aparece como el animal que tiene que avanzar porque hay algo que se lo
obstaculiza» (Ibíd, 61). El problema es cómo se plantea este avance y cómo se
dominan o eliminan los obstáculos.
La escritora Joyce Carol Oates esbozó hace años el dramático perfil del
hombre americano en uno de sus espléndidos artículos del New York Time
Review of Books, refiriéndose a la figura del asesino en serie, otra de las
formaciones sociales más significativas y espeluznantes de la cultura
norteamericana:
«Las cosas han ido de tal manera, escribía Oates, que el serial killer se ha convertido en
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nuestro envilecido, condenado, y sin embargo escalofriantemente glorificado Noble Salvaje, un
vestigio del espíritu fronterizo, el americano isolato recorriendo las autopistas interestatales en
una furgoneta o camioneta en la que podría encontrarse, si la policía tuviera la oportunidad de
registrarla, una escopeta, un rifle semiautomático, grandes cantidades de munición y latas de
cerveza y junk food, y posiblemente el cadáver de una mujer en estado de descomposición en
la parte de atrás» (Oates, 1994).2
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Se refiere al personaje de “El mundo feliz” de Aldous Huxley, pero también a la alegoría de la
glorificación del individuo y la naturaleza que efectúan escritores como Henry Thoreau y Ralph
Waldo Emerson que tanto han contribuido a la formación del imaginario nacional
estadounidense en su vertiente WASP: White Anglo-Saxon protestan.
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Mi traducción.
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No deja de ser curioso que, cuando la figura del emprendedor, se convierte en
una auténtica forma simbólica en las sociedades actuales paulatinamente
dominadas por el pensamiento económico, ya haya desaparecido por inviable
su equivalente empresarial, es decir, ese personaje del capitán de empresa al
estilo de Henry Ford, que es la imagen que Rand tenía en mente al escribir sus
libros. Según indica Galbraith, este tipo de empresarios «cultivaban una imagen
de sí mismos en la que aparecían como hombres seguros, individualistas, con
una punta de fundada arrogancia, fieros luchadores ansiosos de vivir
peligrosamente» (Galbraith, 1986, 150). Pero, como afirma el mismo Galbraith,
esta figura pertenece a una fase incipiente de la Segunda Revolución Industrial
que se esfumó hace tiempo, cuando el control pasó del empresario a la
tecnoestructura, debido a la complejidad que había adquirido el sector y que
hacía que solo «un grupo de hombres con una formación especializada pudiera
dirigir lo que había creado el empresario» (Ibíd., 147). Cuando la complejidad
deglute la figura del empresario, aparece en sociedad, como si fuera su
fantasma, el emprendedor. Su carácter fantasmal viene dado, entre otras
cosas, por el hecho de que este nuevo y volátil empresario en realidad ni
siquiera tiene una empresa que dirigir, puesto que no hace sino dirigirse a sí
mismo.
«Los ídolos y las falsas nociones que han ocupado ya el entendimiento humano y han
arraigado profundamente en él no sólo asedian las mentes humanas haciendo difícil el acceso
a la verdad, sino que incluso en el caso de que se diera y concediera el acceso, esos ídolos
saldrán de nuevo al encuentro, y causarán molestias en la misma restauración de las ciencias,
a no ser que los hombres, prevenidos contra ellos, se defiendan en la medida de lo posible».
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Si este sabio aviso ha caído luego en saco roto es gracias al mismo Bacon,
quien, a la par que señalaba los peligros, promulgaba la creencia en la
posibilidad de sortearlos, limpiando y puliendo la mente como si fuera un
espejo sucio y deformado. Según él, el pensamiento humano, armado con el
conocimiento de estos riesgos, sería capaz de evitarlos y dejar despejado así el
camino hacia la verdad. Casi cuatrocientos años después, sabemos que esta
vía es engañosa ya que la diferencia entre la verdad y la ideología no es tan
fácilmente discernible como suponía el naciente empirismo que personificaba el
pensador inglés, sobre todo en sociedades masificadas y mediatizadas como
las nuestras. Sabemos ahora que la única razón posible, en medio de las
muchas sinrazones que nos rodean, radica en un constante enfrentamiento con
la ideología que en cada época se convierte en dominante, ideología al servicio
del poder que por regla general tiende inevitablemente a la injusticia. La fuerza
antagonista es, por supuesto, igualmente ideológica. La diferencia entre ambas
vertientes de este constante enfrentamiento reside en el hecho de que uno de
los planteamientos ideológicos, el del poder, pretende no serlo y se presenta
como la verdad absoluta capaz de instaurar el principio de realidad, mientras
que el otro, el de la disidencia, combate consciente de su relativismo y apela no
tanto a la verdad como al juego limpio.
3. Lenguaje y realidad
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idea tradicional de trabajador. Esa necesidad existe, pero el asunto es un poco
más complejo.
Victor Klemperer escribió, sobre el uso del lenguaje en el Tercer Reich, un libro
a la vez maravilloso por su clarividencia y sobrecogedor por sus implicaciones
a largo plazo (Klemperer, 2001), en el que reflexionaba sobre la paulatina
degradación del lenguaje en una sociedad que iba siendo dominada por los
nazis. A través de una observación diaria del proceso, el autor se dio cuenta de
cómo la creciente utilización de eufemismos o la machacona repetición de
determinadas palabras iban configurando poco a poco el pensamiento de toda
una sociedad. Su diagnóstico, que esta degradación es un síntoma de
perversión social, coincide con el que años más tarde hizo George Orwell en su
conocido artículo “Politics and the English Language” sobre la relación entre
lenguaje y fascismo. En este escrito hay una frase que puede considerarse
muy actual: «en nuestro tiempo, el discurso político supone en gran medida la
defensa de lo indefendible». El proceso de degradación del lenguaje que ha
sufrido nuestra cultura durante los últimos decenios, desde que Ronald Reagan
empezó a denominar peace keapers a sus misiles, tiene varios momentos
especialmente destacados: por ejemplo, cuando los ministerios de la guerra
pasaron a ser ministerios de defensa, o cuando, más recientemente, los
ministros de trabajo empezaron a serlo de empleo. Del mismo modo, un recorte
del subsidio de desempleo se acaba de definir como un incentivo para la
búsqueda de empleo. Se trata, en todos estos casos, de defender lo
indefendible.
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que ni los que las promulgan están exentos de su influencia y las acaban
confundiendo con la verdad. Marx llegó a una conclusión parecida cuando dijo
aquello de que «no lo saben pero lo hacen».
En los inicios del siglo XX, se creía que la recién inaugurada centuria iba a ser
la era de las masas. Desde las masas obreras hacinadas en los suburbios de
las grandes ciudades como consecuencia de la primera revolución industrial a
las matanzas en los campos de batalla de la Gran Guerra de 1914, el mundo
era imaginado y gestionado a través de la idea de masa, que como digo se
materializaba tanto en la miseria de los barrios obreros como en la masacre de
las tropas ocurrida en los campos de Verdún. A ello contribuía también la
creciente implantación de las estadísticas en el proceso de formalización de la
realidad: los individuos se diluyen tanto en el seno de la masa como en el
interior de los grandes números. Desaparecen asimismo en el interior de los
llamados movimientos de masas, que pueden tener carácter revolucionario o
deportivo: recordemos los certámenes gimnásticos a los que tan proclives eran
los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo pasado y que tanto se
asemejaban formalmente a los desfiles militares. Ahora, por el contrario, se ha
impuesto el culto a la personalidad del deportista individual, concentrado en su
propio esfuerzo como único trampolín que puede lanzarle a la fama. La soledad
del corredor de fondo, para apelar al título de una película famosa en su
momento,3 configura el prototipo del nuevo individuo que, a través de su
ensimismamiento, corre hacia el triunfo.
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social una posición claramente secundaria, puesto que su función depende de
otra de rango superior. Si según la concepción marxista de la economía, el
capital medraba de la plusvalía generada por los trabajadores, ahora son los
trabajadores los que, al parecer, se aprovechan de la que crea el empresario,
quien así estaría legitimado para disfrutar enteramente de la misma, si bien
accede magnánimamente a redistribuirla en forma de puestos de trabajo. Por
ello están justificadas todas las reformas laborales que vayan en la dirección de
impedir que los trabajadores o, peor todavía, los que ni siquiera tienen trabajo,
se aprovechen de la riqueza que crea genuinamente el empresariado. A esto la
nueva derecha norteamericana, los neocons, le llamaban la revolución
conservadora, cuyos planteamientos, en principio sumamente pueriles, han
acabado creando una doctrina que se ha expandido por el mundo a través de
las escuelas de negocios y de administración de empresas, aparte de muchas
facultades de economía. Se trata de una ideología que acaba convenciendo a
todo el mundo, incluso a aquellos que la han inventando a sabiendas de que no
era cierta sino que resultaba conveniente a sus intereses. Es en este caldo de
cultivo, que aparece la nueva figura del emprendedor, una construcción
ciertamente original.
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valor que el estadístico. De no ser así, este post-individuo que ha sido creado
por la cultura tecno-masificada estaría condenado a una constante frustración.
A ello se le añade la degradación que ha experimentado el valor del trabajo. El
concepto de emprendedor es la solución perfecta para pertrechar al nuevo
individuo, diseñado para que resuma en una sola figura los aspectos, antaño
contrapuestos, del trabajador y del empresario, resolviendo así, de un plumazo,
el problema de la lucha de clases, que pasa a ser un asunto de adaptación
individual al sistema así organizado. De la misma forma que el deportista no
puede pedir cuentas más que a su propio cuerpo de sus fracasos en las
pruebas deportivas, tampoco el emprendedor puede buscar excusas más allá
de sí mismo.
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Cuando, a principios del siglo XX, pensadores como Adorno defendieron la
idea de ensayo como vehículo del pensamiento, en realidad estaban acuñando
la figura de un pensador libre, individual, creador de sus propias herramientas
conceptuales más allá de la imposición de métodos restrictivos de carácter
universal. En este sentido, el pensamiento de Adorno se adelantaba a la
posmodernidad, como quedó claro en su obra “La dialéctica del iluminismo”
que escribió junto con Horkheimer, más adelante. En este texto, los autores
constaban que el burgués había pasado por diferentes formas, desde el
propietario de esclavos, a la del comerciante y, de esta, a la del administrador
(Horkheimer y Adorno, 1970, 104). Si se observa bien este proceso, se verá
que hay una correspondencia con el que he delineado más arriba para
comprender la emergencia del emprendedor, con la única distinción del punto
de partida en el que el ciudadano y el burgués propietario de esclavos no
pueden confundirse, aunque sí lo hacen el ciudadano y el burgués a secas,
reunidos en una misma burbuja ideológica que no tiene en cuenta la práctica
esclavista. A partir de ahí, al burgués comerciante le corresponde la
contrapartida del consumidor, del mismo modo que el burgués administrador
tiene su correspondencia en la figura del emprendedor. Se detectan pues dos
punto de inflexión fuertemente ideológica al principio y al final del proceso:
primero cuando se equipara al ciudadano con el burgués, olvidándose de los
esclavos o del proletariado, como también fueron olvidadas las mujeres y las
minorías; y cuando se vuelven a reunir las figuras del administrador y el
emprendedor como si ambos fueran o pudieran ser un mismo tipo de
empresario. La fábula tiene pues su moraleja a mitad de camino, en una época
dorada de escasa duración y no del todo cristalina, en la que el comerciante y
el consumidor parecen darse apaciblemente la mano como si realmente
pudieran olvidarse de todo lo demás.
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se relaciona de forma imaginativa con su entorno, buscando siempre el camino
más adecuado a sus necesidades, sin más restricciones que la honestidad
personal y una ética de la responsabilidad social, sin la cual el individuo deja de
ser persona y, por tanto, pierde el derecho a emprender nada que exceda el
estrecho círculo que le concierne personalmente.
Cuando Sennett habla del artesano parece definir lo que, en el terreno del
pensamiento, significa el ensayista: «El buen artesano, dice, emplea soluciones
para desvelar un territorio nuevo; en la mente del artesano, la solución y el
descubrimiento están íntimamente relacionadas» (Ibíd., 23). De esta manera
pensamiento y acción quedan equiparados en un mismo proceso formal y
éticamente productivo. Si el pensador adscrito a una metodología ajena o a un
estilo mental impropio es equiparable al operario atrapado en una cadena de
montaje, el emprendedor genuino se compara, por el contrario, con el
ensayista, ya que ambos realizan sus productos al tiempo que construyen sus
propios medios de producción y tejen a su alrededor la tela que les relaciona
socialmente y los convierte en operativos. La complejidad social
contemporánea requiere de este tipo de individuos libres y capaces de pensar y
actuar por sí mismos. Estos individuos desalienados por su propia capacidad
crítica son los que mejor pueden integrarse en redes colaborativas, las cuales
permiten el acceso a ese nivel de realidad donde actúan tanto las grandes
empresas que ya han experimentado la transformación tecnoestructural que
señalaba Galbraith, como las corporaciones multinacionales y el propio capital
financiero. El emprendedor, liberado de la ideología del negocio que está en la
génesis de su tipología, muestra el camino adecuado para acceder
críticamente a la realidad 2.0 que se superpone a la de la vida cotidiana y cuya
imperceptibilidad desde el sentido común y la simple intuición nos ha llevado al
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actual callejón sin salida. Las figuras del libre mercado y la competitividad
individual son, como la masa y la acción colectiva, rastros ideológicos de una
realidad que hace tiempo se ha visto superada por un funcionamiento de
carácter antidemocrático que se produce a un nivel ontológico distinto, donde
campa por sus respetos el lado oscuro de la globalización, cuyas supuestas
bondades el credo neoliberal se encarga de predicar a este lado de la
existencia. Por ello fracasa la oposición ejercida desde la antigua realidad,
mediante ideas y acciones igualmente periclitadas que de hecho se enfrentan a
una mascarada. El emprendedor post-individual tiene los pies anclados todavía
en el pasado, pero si levanta un poco la vista se dará cuenta de que sus ojos
contemplan ya el nuevo, y hasta el momento, horrendo panorama. Su tarea
principal no es unirse al caos para medrar en él, sino descubrir las
herramientas, las nuevas ideas y las nuevas acciones, que ayuden a superarlo
en beneficio de todos.
Bibliografía
OATES, Joyce Carol (1994): “I Had no Other Thirll or Happines”, New York
Review of Books, vol. LXI, nº 6, 24/03/94.
RIESMAN, David (1950), The Lonely Crowd, New Heaven, Yale University
Press.
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