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EL

INDIVIDUO FRENTE A SÍ MISMO


EL PENSAMIENTO DE SØREN KIERKEGAARD
Catalina Dobre, Leticia Valadez, Rafael García, Luis Guerrero
(Coordinadores)

SOCIEDAD IBEROAMERICANA DE ESTUDIOS KIERKEGAARDIANOS

EL INDIVIDUO FRENTE A SÍ MISMO


EL PENSAMIENTO DE SØREN KIERKEGAARD
© DR.
Catalina Elena Dobre
Leticia Valadez
Rafael García Pavón
Luis I. Guerrero Martínez
SOCIEDAD IBEROAMERICANA DE ESTUDIOS KIERKEGAARDIANOS
Diseño tipográfico y de edición:
© D.R. ROSA M PORRÚA EDICIONES
A

Edición Impresa
ISBN: 978-607-9239-28-2
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización previa y por
escrito de los titulares, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de
esta obra por cualquier medio o procedimiento.
ROSA MA PORRÚA EDICIONES
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Naucalpan Edo. de México.
(55)52931956
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Impreso en México / Printed in Mexico
PRÓLOGO

A
quienes están familiarizados con la obra de Kierkegaard, puede no resultarles
desconocido que el pensador danés representa al cristiano con la imagen de un payaso
que intentando advertir al público del peligro inminente de un incendio, sólo consiguió
hacerlo reír. Con agudeza, Kierkegaard, no cayó en la trampa de interpretar su propia parábola
como si el problema fuese el vestido, sino que puso toda su atención en el concepto de público.
De poco serviría cambiar de vestido, pues es algo en el existir como público lo que impide
comprender al payaso. Hay algo en el puro ser espectador que impide ver más allá de la
apariencia del mensajero. El espectador establece una distancia no sólo con el espectáculo sino
también consigo mismo. Por esto, cuando advirtiendo el peligro, se grita: “¡Fuego!”, se grita
también: “¡ya no podéis seguir siendo público!”, pues la existencia singular de cada cual está en
peligro. Sólo cuando se comprende que el peligro amenaza a la existencia individual, el mensaje
deja de ser jocoso. Pero el público no quiere escuchar de su propio existir singular, embelesado
por la exterioridad, quiere seguir siendo espectador. Sin llegar realizar que lo que se dice le
compete a él, escucha como si lo importante estuviese fuera de sí, como si se hablase de otro o
para otro. Fue Kierkegaard quien mejor que nadie en su tiempo supo reconocer esta
enfermedad del espíritu, en la cual el hombre se pierde a sí mismo mientras parece ganar el
mundo. Y es ante todo por esto que a 200 años de su nacimiento todavía hoy vale la pena
recordarlo. El eco de este llamado a cobrar conciencia del propio existir singular resuena por
toda la obra del gran pensador danés. E intentando permanecer fiel a este mensaje cabe hoy
publicar un volumen volviendo a reflexionar sobre lo que sea ser un individuo frente a sí mismo.
El pensamiento de Kierkegaard es hoy tan vigente como ayer, y en sus páginas se encuentran
sin dificultad temas de una actualidad casi profética. Así pueden nombrarse, por ejemplo, sus
reflexiones sobre los efectos de la prensa en la formación de la “masa” o el “público”; sus
descripciones de las múltiples estrategias alienantes del esteticismo, entre las que se cuentan
no sólo el genio erótico, sino también, visionariamente, la superficialidad sensual del diseñador
de modas. Kierkegaard nos advirtió de la tentación de reducir la religión a la ética, o de
convertirla en un mero fenómeno social; y de una y otra manera desenmascaró formas
sucedáneas de existencia que se siguen de un concepto de verdad puramente objetivo. En
efecto, quizás uno de los más conocidos blancos en las críticas de Kierkegaard, fue el llamado
pensador objetivo, aquel que construyendo un palacio, decide habitar en el patio de servicio. En
su tan conocida sentencia “la verdad es la subjetividad”, Kierkegaard atacaba entonces al
idealismo Hegeliano, pero este ataque permanece vigente hoy incluso si el idealismo no cuenta
con el mismo auge de antaño. En efecto, tal ataque se extiende, sin duda, a toda concepción del
conocimiento y de la verdad que, intentando asegurar la certeza de su objeto, termina
sacrificando no sólo al sujeto pensante sino también al sujeto existente. Más allá del cambio en
las formas, la amenaza al existente individual se encuentra hoy igual que ayer. Actualmente, la
objetividad suele identificarse más con el empirismo que con el idealismo, pero el empirismo
aún más fácilmente que el idealismo se inclina a destruir la subjetividad de la verdad, en
algunos casos simplemente negando que exista la subjetividad. En la misma línea ciertas formas
actuales de pragmatismo justifican la verdad de sus postulados apoyados puramente en sus
resultados técnicos. Haciendo de la verdad más que nunca un producto externo al sujeto, algo
que en definitiva ya casi nada tiene que ver ni siquiera con el pensamiento. Una pérdida
semejante del sujeto se encuentra también hoy en autores que, inspirados en las ciencias
sociales, terminan considerando el mismo sujeto como un mero constructo de las fuerzas
sociales.
Contra estas posturas actuales la voz de Kierkegaard bien resuena en defensa del sujeto
individual. No obstante, hay quien ha visto en esta defensa del individuo semillas de
subjetivismo, irracionalismo y fideísmo que, para muchos, son también dolencias del mundo
actual. Éste no es el lugar para determinar si Kierkegaard cae o no en una de estas categorías,
pero al menos se debe señalar que Kierkegaard no es un pensador que se deje clasificar con
facilidad. Si bien es cierto, que mucho de lo escrito por Kierkegaard bien puede interpretarse
en tales direcciones, vale la pena recordad que Kierkegaard estableció un vínculo indisoluble
entre verdad, subjetividad y existencia. La interpretación de la subjetividad kierkegaardiana
como un solipsismo, que encierra al sujeto en sí mismo, suele requerir una interpretación
singular de su concepto de existencia y de verdad, donde la existencia se convierte en pura
facticidad temporal, y la verdad en pura convicción o “certeza subjetiva”. Me parece que tales
interpretaciones son más bien extremas, y no se consiguen sin silenciar —implícita o
explícitamente— otras categorías fundamentales del pensamiento de Kierkegaard, o, en algunos
casos, simplemente ignorando muchos de sus escritos.
En efecto, en parte por su estilo literario, y por la limitada accesibilidad a sus obras
completas (especialmente en lengua castellana), Kierkegaard es un autor que se deforma con
facilidad. Esto es especialmente sencillo si se toma sólo uno de sus textos al margen de los
demás. En algunos casos con consecuencias —en mi opinión— terribles: pienso por ejemplo en
las lecturas que se hicieron de él a la sombra del Nacional Socialismo, donde el concepto de
“excepción justificada”, originalmente aplicado a Abraham, terminó sirviendo de fundamento
para excluir de la ética común al caudillo político, justificando la permanencia de un estado
tiránico de excepción. De modo similar, otras lecturas de Kierkegaard, exagerando la
transitoriedad de la existencia individual, han hecho de ésta una experiencia nauseabunda.
Estas teorías tienden a buscar refugio contra la fugacidad del existir en la absolutización de la
autodeterminación, como si la autenticidad del existir se encontrase en la elección de sí mismo,
independientemente de lo que se elige. A estas lecturas, bien se pueden oponer muchos textos
dentro de la misma obra de Kierkegaard que obligan a temperar o reconsiderar
interpretaciones más bien exaltadas del pensador danés.
En efecto, Kierkegaard tempera a Kierkegaard. Una mirada más detallada y completa de su
obra nos permite alejarlo de interpretaciones parciales y extremas. En mi opinión, éste ha sido
uno de los avances académicos en torno al pensamiento de Kierkegaard en las últimas décadas:
el llegar a establecer una imagen más sopesada de la obra de Kierkegaard, en la cual éste no se
deja sin más afiliar a uno u otro partido intelectual. El trabajo académico actual ha rescatado
temas descuidados en el pensamiento de Kierkegaard, mostrando posibilidades de diálogo entre
categorías a primera vista opuestas. Ejemplos de este trabajo pueden encontrarse en este
volumen, como son el defender que el individuo frente a sí mismo es el individuo frente al otro,
o trabajos en los que se rescata el pensamiento político y social de Kierkegaard. Ambas líneas
de investigación ayudan a extender los horizontes de una subjetividad que no ha de cerrarse en
sí misma. A estos ejemplos, se puede agregar también las reflexiones de Kierkegaard sobre la
alegría. En efecto, quizás una de las mayores omisiones de interpretaciones tempranas de
Kierkegaard ha sido lo que el pensador danés escribe sobre la plenitud del alma humana: de
tanto hablar de la verdad como subjetividad, parece olvidarse que el objetivo del Anti Climacus
en el Postscriptum no científico y definitivo era “cómo participar de la felicidad eterna que el
Cristianismo promete”; de tanto hablar del salto de la fe como un salto al vacío, se termina
olvidando que para Kierkegaard “el caballero de la fe es el único feliz, el heredero de lo finito”;
de tanto oponer la existencia al pensamiento, se olvida que Kierkegaard mantiene que “en el
pensamiento de que Dios es amor, se contiene toda la alegría”.
Temperar el pensamiento de Kierkegaard significa ver en él un verdadero pensador, cuya
filosofía no se deja reducir a simples clichés, sino que avanza delicadamente entre posibles
contradicciones. Pero esto no es lo mismo que caer en un sincretismo, en el cual, en teoría,
todos los opuestos se reconcilian. Nada sería más contrario al espíritu de la obra de
Kierkegaard. El existir verdadero en Kierkegaard siempre implica una decisión de la voluntad,
la cual en muchos casos conlleva una opción fundamental entre opuestos irreconciliables. El
esfuerzo intelectual sólo intenta asegurar que esta sea una opción entre verdaderos opuestos,
pero no, la supresión de los opuestos. En Kierkegaard hay formas de existencia que nunca se
podrían elegir en nombre de una verdadera subjetividad; pero al mismo tiempo, como queda
claro tras la lectura de La pureza de corazón, la elección auténtica, no depende de la pura
autenticidad de la elección, sino también de la elección del verdadero bien. Por esto,
Kierkegaard no es ajeno a una discusión sobre cuál ha de ser el verdadero camino para alcanzar
la existencia auténtica. Esta discusión sigue siendo actual, y es de especial relevancia cuando
inquiere si la verdadera existencia subjetiva sólo se alcanza mediante la fe cristiana. Muchos
han compartido el diagnóstico kierkegaardiano de la enfermedad de nuestra época, pero no, su
medicina. Esto ha dado pie en el pasado a defender un existencialismo de un ateísmo radical.
Pero en la actualidad se advierte un movimiento que en lugar de simplemente rechazar las
categorías religiosas de Kierkegaard, intenta secularizarlas; de este modo, por ejemplo, se
intenta establecer que es posible vivir como un caballero de la fe, incluso si no se cree en Dios.
Tal tendencia tiene el atractivo de hacer a Kierkegaard asequible y comprensible para un
público mucho más amplio en nuestros días. Pero cabe preguntarse si Kierkegaard encontraría
un mejor aliado en la crítica furibunda de un ateísmo militante, que en esta comprensiva y
conciliadora reinterpretación de su pensamiento, que le permite ser amigo de todos.
Lo cual nos permite concluir advirtiendo sobre una nueva amenaza contra el mensaje de
Kierkegaard: la fama. En efecto, tal pareciera que el mundo está hoy más que nuca dispuesto a
celebrar a quien en vida sufrió el escarnio de la prensa satírica, y a quien murió excluido (o
auto-excluido) de la élite intelectual y la iglesia oficial danesa. Si hoy celebramos lo que ayer se
despreció, ¿se debe esto a que hoy vemos lo que antaño otros no, o a que hemos simplemente
desarrollado una nueva y más sofisticada ceguera? Recordemos que Kierkegaard insistió en que
escribía sin autoridad, pero la fama tiende a otorgar autoridad. Esta fama puede distraer al
lector del objetivo original de la obra del pensador danés: poner al lector frente a sí mismo y no
—como espectador— frente al autor.

Benjamín Olivares Bøgeskov


OBRAS COMPLETAS DE KIERKEGAARD EN DANÉS Y SU USO EN
ESTE TEXTO
Existen cuatro versiones académicas, en danés, de las obras completas de Kierkegaard:
SV¹ Søren Kierkegaards Samlede Værker, editados por A.B. Drachmann, J.L., Heiberg y H.O.
Lange, en 14 volúmenes, Copenhague, 1901-1906.
SV² Søren Kierkegaards Samlede Værker, editados por A.B. Drachmann, J.L., Heiberg y H.O.
Lange, en 15 volúmenes, Copenhague, 1920-1936.
SV³ Søren Kierkegaard Samlede Værker, editados por P.P. Rohde, en 20 volúmenes,
Copenhague, 1962-1964.
SKS Kierkegaards Skrifter, GAD, en 28 volúmenes, (actualmente en edición paulatina),
Copenhague, 1997.
Las concordancias de paginación para las cuatro ediciones se encuentran en la página
electrónica del Centro de Investigaciones Søren Kierkegaard de la Universidad de Copenhague:
http://www.sk.ku.dk/konkord.asp
También en danés existen dos ediciones de los Diarios, notas y manuscritos de Kierkegaard:
Pap Søren Kierkegaards Papirer, editado por P.A. Heiberg, V. Kuhr y E. Torsting,
Copenhague, 1909-1938.
SKS Søren Kierkegaards Skrifter, los volúmenes 17 a 27 de la edición referida más arriba.
Para el presente libro se han usado como referencia, en la mayoría de las ocasiones, la primera
edición danesa SV¹. La forma como se cita a Kierkegaard es por medio de la referencia a la
edición de donde se tomó la cita cuando no es en danés (en español, inglés, alemán, etc.),
seguida de la referencia de la edición en danés. Por ejemplo:
Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán, Madrid: Tecnos, 1987, p. 6 / SV¹
III 60.
La bibliografía de las obras de Kierkegaard en español se encuentra al final del libro.
LA VERDAD COMO APROPIACIÓN EN KIERKEGAARD: HACIA UNA
SEMÁNTICA EXISTENCIAL
Luis Guerrero M.
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Tan sólo conozco verdaderamente la verdad cuando ésta se hace una vida en mí.1

E
n las obras de Kierkegaard encontramos frecuentemente algunas expresiones de suma
importancia para su propuesta de comunicación existencial. Algunas de ellas son: «La
verdad como apropiación», «La verdad como interioridad», «La verdad subjetiva».2 En
todas ellas hay una referencia a lo dado, a la realidad, o a un hecho de la realidad en cuanto que
puede ser conocido: «la verdad»; pero esta parte de las expresiones está unida
inseparablemente a un referente subjetivo: al «yo individual» que da sentido al todo de la
expresión. De esta forma se hace énfasis en que no se trata de un conocer por conocer, en el
sentido más especulativo y tradicional del conocimiento objetivo, sino de un conocimiento que
ayuda y compromete al individuo en su conformación, en su tarea de llegar a ser sí mismo, a
poseer su yo. En esta dirección afirma en una entrada de su Diario de 1835:
Lo que importa es encontrar una verdad que sea tal para mí, encontrar esa idea por la cual
querer vivir o morir. Por eso, ¿de qué me serviría encontrar la así llamada verdad objetiva,
esforzarme con todos los sistemas de los filósofos y poder, cuando se me exigiera, pasar
revista de ellos, mostrar las inconsecuencias de cada cuestión particular? (…) si ellos no
tuviesen para mí mismo y mi vida un sentido más profundo?3
Esta semántica, como muchos otros elementos de Kierkegaard, son un antecedente de las
expresiones heideggerianas, cuando en Ser y tiempo usa expresiones compuestas separadas por
un guión ‘-’, como: «ser-ahí», «ser-en-el-mundo», «ser-en-el-tiempo», «ser-con-los-otros», etc. En
ellas también hay una intención de mantener unidas en un todo, aquello que la tradición
filosófica ha separado en su afán objetivante. Safranzki lo explica del siguiente modo:
El análisis del «ser-en» conduce a extravagantes atornillamientos de la terminología. Eso se
debe a que todo enunciado conceptual ha de evitar una recaída en la separación,
aparentemente obvia, del sujeto y objeto, y en la elección de un punto de vista bien
«subjetivo» (interior), bien «objetivo» (exterior). Surgen así las palabras monstruosas
repletas de guiones, que quieren designar las estructuras en su conexión inseparable.4
En buena medida el análisis existenciario que propone Heidegger es como una colonia de
algas, que por donde quiera que la cojamos, se arranca siempre como un todo. Heidegger se
justifica afirmando que:
Si nos vemos obligados a introducir aquí palabras pesadas y que quizá no resulten bonitas,
eso no se debe a un capricho mío, ni se basa en una afición especial a una determinada
terminología, sino que responde a las exigencias de los fenómenos mismos… No hay que
escandalizarse por el hecho de que tales formulaciones aparezcan con frecuencia. Las
ciencias, y menos la filosofía, no pueden presumir de una terminología más bonita.5
Tal vez Heidegger se enredó demasiado en su terminología y exageró sus «extravagantes
atornillamientos», como los llama Safranzki. Kierkegaard en cambio, con las expresiones antes
mencionadas, y con mayor sencillez y elegancia, unió algunos términos para ampliar su
semántica.
El contenido o referente de estas expresiones: “La verdad como apropiación”, “La verdad
como interioridad”, “La verdad subjetiva”, “La verdad que es habitada”, no pueden ni deben ser
tratadas bajo un criterio semántico proposicional clásico, cuyo parámetro de posibilidad sea su
carácter llano de verdad o falsedad, tal como lo estableció —entre otros— el Wittgenstein del
Tractatus Logico-Philosophicus.6 Esta teoría proposicional va de la mano con la distinción
hecha por diversos filósofos, entre las afirmaciones con sentido y aquellas que carecen de
sentido, para excluir, como carentes de sentido, aquellas que no pueden reducirse a estados de
cosas bajo esos parámetros de verdad y falsedad. Wittgenstein propone como tarea de la
filosofía desenmascarar las proposiciones sin sentido que han invadido a la filosofía a lo largo
de su historia, de forma que los problemas filosóficos terminan por resolverse al descubrir que
son pseudo-problemas al carecer de sentido proposicional.
Si este criterio binario de verdad/falsedad fuera el único criterio de sentido, las expresiones
kierkegaardianas referidas a la verdad como: «la apropiación», «la interioridad», «la
subjetividad», serían un elemento sobrante en el mejor de los casos, perturbador o equívoco en
el peor. Podrían entonces aplicarse a las obras de Kierkegaard las severas críticas que Hegel
acostumbraba lanzar contra el subjetivismo que veía en los románticos, a quienes acusaba de
resignificar equívocamente términos tan importantes como bien y mal.
Esta última oscurísima forma de Mal, por la cual el mal se convierte en bien y el bien en mal,
y por la cual la conciencia se conoce como poder, por lo tanto, como absoluta, —es el
supremo grado de la subjetividad bajo el punto de vista moral, la forma en la cual ha
prosperado el Mal en nuestros tiempos, es decir, por medio de la filosofía, de una
superficialidad de pensamiento que ha trastornado de esta manera un concepto profundo y se
ha atribuído el nombre de filosofía; así como al mal se ha atribuído el nombre de bien.7
Sin embargo, lejos de caer un subjetivismo, la propuesta kierkegaardiana desarrolla una
semántica existencial, una filosofía de la conformación del yo individual. Ésta es, a mi modo de
ver, una de las principales aportaciones de este pensador danés. Antes de esbozar en qué
consiste esta semántica, pongo un ejemplo, ya clásico, de semántica no binaria, que amplía el
parámetro de lo verdadero-falso. Me refiero a John L. Austin, en su trabajo How to Do Things
with Words.
Austin afirmó que “durante mucho tiempo los filósofos han presupuesto que el papel de un
enunciado sólo puede consistir en describir algún estado de cosas, o enunciar algún hecho con
verdad o falsedad”.8 Sin embargo, existen ciertas expresiones, que para un lógico tradicional
pueden parecer como pseudo-proposiciones sin sentido, y —no obstante— deben ser admitidas
con nuevos criterios de validez para su uso, ya que “dichas expresiones no son un sin sentido, y
no contienen ninguna de esas señales de peligro verbales que los filósofos han descubierto, o
creen haber descubierto”.9
Un par de ejemplos de este tipo de expresiones son:
• «Te declaro culpable de homicidio», cuando un juez, al final de un juicio condena a una
persona.
• «Te prometo que te pagaré el préstamo al final del mes».
A estas oraciones Austin las denomina oraciones realizativas, pues “indican que emitir la
expresión es realizar una acción y que ésta no se concibe normalmente como el mero decir
algo”.10 Cuando alguien en un acto judicial afirma: «te declaro culpable», lo que hace esa
expresión no es informar sobre un juicio sino que es el juicio mismo. Por esto los criterios de
valoración de dichas oraciones realizativas no son los de verdad/falsedad.
Así, un juicio penal puede valorarse bajo otros criterios; por ejemplo, si fue con apego a las
leyes, si el juez actuó de forma honesta, si el acusado era realmente culpable. O una promesa
puede valorarse por la sinceridad con la que se hace, o por el cumplimiento de las acciones que
realizan lo prometido, teniendo en cuenta el criterio moral de que la palabra empeñada obliga;
pero también desde un punto de vista legal pueden tomarse acciones en caso de
incumplimiento. De esta forma sería incorrecto decir que una promesa fue falsa, sino más bien
que fue sincera, o hecha de mala fe, o no cumplida, etc. En el contexto del imperativo
categórico, donde entran en juego la libertad y el deber, Kant hizo notar fórmulas gramaticales
que pareciendo enunciados no son formuladas para registrar o suministrar información acerca
de los hechos; por ejemplo, las proposiciones éticas, muchas de las cuales buscan manifestar
emociones convenientes, prescribir modos de conducta o influir sobre el comportamiento. De la
misma manera Austin conecta las oraciones realizativas con la ética y el derecho, pues si bien
esas expresiones no pueden ser calificadas de verdaderas o falsas sí pueden tener una
valoración ya sea jurídica o ética. Aunque en Austin la gama de expresiones realizativas es más
amplia.
Acerquémonos ahora a la propuesta kierkegaardiana. Se trata de entender los alcances
epistemológicos/antropológicos de cierto tipo de conocimientos, en los cuales entender, en el
sentido más fuerte, implica involucrarse activamente en una dirección marcada por lo conocido.
Esta relación entre conocimiento y respuesta existencial se da de manera ordinaria a niveles
simples, aunque requiere de mayor decisión, compromiso y esfuerzo a medida en que aquello
que conocemos es más exigente. Un ejemplo del primer caso, de respuesta en un nivel
naturalmente accesible es el siguiente:
• Si sé que se aproxima el cumpleaños de una persona muy querida, nuestros pensamientos,
afectos, acciones, van naturalmente preparando ese acontecimiento: Le escribimos una carta, le
compramos un regalo, le enviamos unas flores, asistimos a su celebración. Por ser una persona
muy querida, todo aquello manifiesta unos sentimientos, una historia de relaciones, una
respuesta existencial.
Si una persona que afirma que tiene los mejores afectos respecto a la otra persona pero en la
práctica muestra indiferencia ante la celebración, salta a la vista una incoherencia entre la
mencionada «sinceridad del sentimiento» y su reacción. Hay un término latino que se aplica
muy bien a esta circunstancia, el término «estupor». Alguien causa «estupor» cuando sus
palabras o comportamiento no están en sintonía con una situación determinada. Nos quedamos
«estupefactos» ante su reacción. También de esa expresión se derivan los términos «estúpido» y
«estupidez», referidos a una persona o situación en las que se hace evidente la contradicción
señalada. Kierkegaard usa la expresión «contrasentido lamentable y ridículo», cuando afirma,
en un texto clave para su semántica existencial:
Lo que más provoca en uno risa o llanto es verificar que todo ese saber y toda esa
comprensión no representan en absoluto ninguna virtud operante en la vida de los hombres,
hasta tal punto que éstos no solamente no expresan con su vida, aunque fuera de una manera
muy lejana, que han comprendido, sino que cabalmente expresan en la práctica todo lo
contrario. El espectáculo de un contrasentido tan lamentable como ridículo le hace a uno
exclamar, sin poderlo remediar: ¿Pero cómo diablos es posible que hayan comprendido? ¿No
será más bien una mentira? Aquí nos viene a sacar del apuro aquel viejo irónico y moralista,
diciéndonos: ¡No, amigo mío, no lo creas nunca; no lo han comprendido, pues si lo hubiesen
comprendido de veras, entonces lo expresarían también con sus vidas y harían de seguro lo
que habían comprendido!11
El ejemplo del cumpleaños de una persona querida es, como se había mencionado, un caso
que facilita ver la conexión entre un tipo de conocimientos y sus implicaciones de “apropiación”,
lo que Kierkegaard llama verdad subjetiva. Sin embargo, esta obvia implicación resulta más
problemática en otro tipo de situaciones; pongo un ejemplo:
• Conocemos el apuro o necesidad de una persona cercana a nosotros (un colega de trabajo,
un vecino, algún familiar, o cualquier persona que por diversas circunstancias establece
contacto con nosotros). Aunque desgraciadamente el mal ajeno puede ocasionar en algunos
alegría o indiferencia pensemos, para nuestro ejemplo, que la situación del conocido despierte
sentimientos de pena e incluso de compasión, a lo cual nos preguntamos ¿cómo puedo
ayudarlo? ¿lo busco? ¿Le digo que puede contar conmigo?
Lo ideal sería tener una actitud similar al caso anterior del festejo: ponernos manos a la obra
para socorrer a aquella persona. Sin embargo, nuestra experiencia nos dice que esto es menos
común, más complejo. Esa dificultad hace que comiencen a desfilar razones y argumentos que
nos hacen dudar, postergar, disminuir la ayuda e incluso olvidar aquella necesidad. Puede
pensarse entonces «él no me ayudó en tal ocasión», «¿yo por qué? Tiene otras personas que le
pueden ayudar», «él es el que se metió en problemas, que él los solucione”, o acudir a los
consejos de la así llamada “sabiduría popular”: «no soy hermana de la caridad», «que cada
quien se rasque con sus propias uñas», ya que «no hay que sudar calenturas ajenas». Y si
hicieran falta más: «no te metas de redentor para no terminar crucificado», pues «les das la
mano y te toman el pié», ya que «todo quieren peladito y en la boca». Afortunadamente,
también puede darse el caso de que una persona ponga lo que está de su parte para ayudar al
otro. La parábola del buen samaritano ejemplifica muy bien esta diversidad de reacciones. En
cualquier caso hay una respuesta ante el conocimiento de un hecho dado. Causaría estupor que
alguien simplemente, se llevara las manos a la cabeza en actitud reflexiva y simplemente
concluyera: «es verdad, esta persona tiene un problema», y después tranquilamente siguiera
con sus ocupaciones.
En éstos como en muchos otros ejemplos, el conocimiento no se reduce al parámetro de
«verdadero/falso». No se trata de un asunto teórico o simplemente especulativo, sino que
implica una respuesta, una actitud. Tampoco se reduce a asuntos puntuales, sean estos morales,
o prácticos y cotidianos, como cuando nos preguntamos ¿cómo vestirnos?, o ¿qué ruta seguir
para evitar el tráfico? En un sentido más profundo, más existencial, más kierkegaardiano, se
trata de cómo afrontamos nuestra propia vida. Los escritos de Kierkegaard son un ejercicio de
este último tipo de preguntas y del tipo de respuestas existenciales que debieran seguirles. Bajo
estos parámetros, entran en juego el conocimiento y la pasión, la angustia y la libertad, la
autodeterminación y el destino, la individualidad y el compromiso con los demás, la reflexión
silenciosa y la acción, la conciencia y la culpabilidad, la paradoja y la fe. Todas estas nociones
existenciales muestran su notoria importancia en los escritos de Kierkegaard.
La filosofía, la religión e incluso la estética son formas de establecer contacto con este ámbito
más profundo de la existencia, por eso, a Kierkegaard le parece un contrasentido cuando se
intentan reducir a sistemas de conocimiento, a un juego teórico de “expertos en la materia”, los
cuales se han enfilado “de una manera alocada y vanidosa por los derroteros de una ciencia
hinchada y estéril”.12 Por el contrario, esos saberes, deben ayudar a que los individuos se
enfrenten con transparencia a su modo de estar en el mundo.
Las obras de Kierkegaard están escritas en esta clave semántica. Entre los muchos textos que
pueden servir para ilustrar esta postura, muestro dos. El primero lo tomo de La enfermedad
mortal, en el capítulo citado, que dedica a la ignorancia socrática, hace una irónica crítica a
aquellos que dicen ser conocedores de algo que debiera comprometerlos (el bien, la justicia, la
verdad, la humildad, los horrores del mal) y, sin embargo, sus acciones reflejan lo contrario a
esa aparente sabiduría:
Es extremadamente cómico el que una persona, conmovida hasta las lágrimas, de forma que
no es sólo el sudor lo que escurre por su cara, se ponga a leer o escuchar las reflexiones
sobre la abnegación y la nobleza (...) Es extremadamente cómico el que un predicador, con
acentuada veracidad en la voz y elocuencia en sus gestos, que casi se sale del púlpito, que
logra con su intensidad conmover a quienes lo escuchan, que inclusive él mismo se
conmueva, que describe los rasgos de la verdad y pone al descubierto las artimañas de la
maldad y de los demás poderes del infierno, todo esto con un aplomo en la figura, con un aire
de valentía, y una propiedad de movimientos dignos de admiración.13
Sin embargo, a este aparente conocimiento sobre la abnegación, la nobleza, la verdad y la
maldad, no corresponde una forma de vida acorde con esos conocimientos.
...pero a renglón seguido, —¡uno, dos, tres, rompan filas!— Y aún con lágrimas en los ojos y
sudor en la frente, y con el mejor esfuerzo que su corta capacidad le permite, es cómplice en
el triunfo de la mentira. (...) o en seguida, y prácticamente todavía con el sobrepelliz puesto,
tímida y cobardemente, se aparta del camino cuando se presenta el menor inconveniente. (...)
Al mismo tiempo observo la forma como esa persona busca asiduamente el puesto en que
mundanamente mejor se esté y se instala en él de la forma más segura posible, observo con
qué angustia, como si su vida dependiera de eso, soslaya cualquier ráfaga de viento que le
sea desfavorable, venga éste de la derecha o de la izquierda. Al observar este contrasentido
tan lamentable como ridículo, involuntariamente tiene uno que exclamar: ¿En qué mundo
cabe el que hayan comprendido? ¿Será verdad el que ellos hayan comprendido?14
En Para un examen de conciencia. Recomendado para la época presente Kierkegaard emplea
la figura del espejo —tomada del apóstol Santiago—, para señalar el peligro de entretenerse
juzgando si la verdad es la verdad, en un círculo vicioso y cuasi infinito de parámetros
objetivizantes. Por el contrario, la adecuada actitud es juzgarse a sí mismo ante la verdad, para
poder entonces comenzar a actuar y buscar conformar el yo bajo su guía. Esto es lo que sucede
cuando uno está frente al espejo, uno no mira el espejo sino que se mira en el espejo.
El afán erudito, crítico, la excesiva racionalización convierten el conocimiento en una mirada
al espejo y no en un mirarse al espejo. Kierkegaard pone varios ejemplos en el texto señalado: la
Biblia, una carta de amor, la petición de una tarea de parte del profesor hacia su alumno, el
decreto de un rey. Citaré dos fragmentos de esos textos, uno correspondiente al caso de la
Biblia y el otro al decreto del rey.
La “Palabra de Dios” es, en efecto, el espejo —pero, pero—, ¡ah, qué terriblemente
complicado! —estrictamente hablando, ¿qué corresponde a la “Palabra de Dios”? ¿Cuáles
libros son auténticos? ¿Fueron realmente escritos por los apóstoles, y son los apóstoles
dignos de confianza? ¿Han visto ellos todo personalmente, o tal vez lo han oído de otros y tan
sólo algunas cosas? En cuanto a los modos de lectura, existen treinta mil maneras distintas. Y
luego la copiosa cantidad de eruditos cada uno con su propia opinión, y las hay opiniones que
son eruditas y otras no tanto acerca de cómo un pasaje en particular ha de ser
comprendido… ¿Acaso no es cierto que todo esto tiene el semblante de ser bastante
complicado?15
Esto es lo que sucede con la erudición. No obstante,
la Palabra de Dios es el espejo —al leerla, al escucharla, se supone que me vea a mí mismo en
el espejo. (…) Cuando lees la Palabra de Dios, no son los pasajes oscuros los que te obligan
sino aquellos que comprendes, y con ésos has de cumplir inmediatamente. Si has
comprendido un solo pasaje en toda la Sagrada Escritura, bien, entonces debes cumplir con
ése en primer lugar, pero antes de eso no debes sentarte a ponderar los pasajes oscuros. Si
no lees la Palabra de Dios de tal manera que consideres que la mínima parte que comprendes
te obliga instantáneamente a obrar acordemente, entonces no lees la Palabra de Dios.16
Algo similar dice Kierkegaard en su ejemplo del decreto del rey:
Imagina un país. Un decreto real se da a conocer a todos los oficiales y subordinados — en
corto, a la población entera. ¿Qué sucede entonces? Un cambio notable toma lugar en todos.
Todo mundo se convierte en intérprete, los oficiales públicos se convierten en autores, y cada
bendito día una interpretación se publica, y cada una es más erudita, más penetrante, más
elegante, más profunda, más ingeniosa, más maravillosa, más hermosa, más
maravillosamente hermosa que la otra. El criticismo, el cual se supone que debería mantener
un punto neutro, difícilmente puede sostener una visión general de esta vasta literatura; en
efecto, el criticismo mismo se convierte en una literatura tan prolija, que es ya inconcebible
sostener una visión general del criticismo: todo es interpretación —pero nadie lee el decreto
de tal manera que cumpla con él. Y no sólo todo se ha trastocado en interpretación —no,
también han transformado la noción de lo que es la seriedad, y transformaron en seriedad el
asunto de las interpretaciones.17
La semántica propuesta por Kierkegaard está orientada a que el individuo sea consciente de
que ciertos conocimientos atañen a su propia vida, que debe juzgarse a sí mismo bajo esa
realidad, que está comprometido existencialmente a actuar bajo esas guías. En cierta medida es
una filosofía de la acción. Cuando usa expresiones como: «La verdad como apropiación», «La
verdad como interioridad», «La verdad subjetiva», éstas están acompañadas de otras no menos
importantes, unas que enfatizan lo objetivo de la verdad, como: «deber», «destino», «vocación»,
«reclamo», «revelación», «don». Y otras que enfatizan la respuesta del sujeto:
«convencimiento», «decisión», «pasión», «esfuerzo», «constancia», «humildad». Esta nueva
semántica está más próxima a la comunicación que al saber, busca ser espejo, no para mirar el
espejo, sino para mirarnos en el espejo.

BIBLIOGRAFÍA.
Austin, J. L., Cómo hacer cosas con palabras. Tr. Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi.
Barcelona: Paidos, 1988.
Hegel, G. F., Filosofía del derecho. Tr. Angélica Mendoza de Montero. México: Juan Pablos
Editores, 1980.
Kierkegaard, S. La enfermedad mortal. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2008.
Kierkegaard, S. Para un examen de conciencia / ¡Juzga por ti mismo! Tr. Nassim Bravo Jordán.
México: Universidad Iberoamericana, 2008.
Kierkegaard, S. Ejercitación del cristianismo. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta,
2009.
Kierkegaard, S. Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Tr. Nassim Bravo
Jordán. México: Universidad Iberoamericana, 2009.
Kierkegaard, S. Los primeros diarios. Vol. I 1834-1837. Tr. María J. Binetti. México: Universidad
Iberoamericana, 2011.
Safranski, R., Un maestro de Alemania. Heidegger y su tiempo. Tr. Raúl Gabás. Barcelona:
Tusquets editores, 1997.
Wittgenstein, L., Tractatus lógico-philosophicus. Tr. Jacobo Muñoz e Isidro Reguera. Madrid:
Alianza Editorial, 2003.
1 S. Kierkegaard, Ejercitación del cristianismo. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2009, p. 224 / SV1 XII 190.
2 Estas expresiones, con algunas variantes son frecuentes a lo largo de toda la producción kierkegaardiana. Por ejemplo: “For
den subjektive Reflexion bliver Sandheden Tilegnelsen, Inderligheden, Subjektiviteten, og det gjelder netop om existerende at
fordybe sig i Subjektiviteten”. [Para la reflexión subjetiva, la verdad se vuelve apropiación, interioridad, subjetividad, y lo
importante es sumergirse, existiendo, en la subjetividad]. S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas
filosóficas. Tr. Nassim Bravo Jordán. México: Universidad Iberoamericana, 2009, p. 194 / SV1 VII 160.
3 S. Kierkegaard, Los primeros diarios. Vol. I 1834-1837. Tr. María J. Binetti. México: Universidad Iberoamericana, 2011, p. 80 /
Papirer I A 75.
4 Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania. Heidegger y su tiempo. Tr. Raúl Gabás. Barcelona: Tusquets editores, 1997, p.
190.
5 Citado por Rüdiger Safranski, op. cit. p. 191.
6 En el parágrafo 4.2 afirma que “el sentido de la proposición es su coincidencia y no coincidencia con las posibilidades del
darse y no darse efectivos de los estados de cosas. Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus. Tr. Jacobo Muñoz e
Isidro Reguera. Madrid: Alianza Editorial, 2003, p.79.
7 G. F. Hegel, Filosofía del derecho. Tr. Angélica Mendoza de Montero. México: Juan Pablos Editores, 1980, § 140, p. 137.
8 J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Tr. Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi. Barcelona: Paidos, 1988, p. 41.
9 Ibídem, p. 45.
10 Ibídem, p. 47. Austin aclara que para que estas expresiones puedan ser consideradas realizativas tienen que ser
pronunciadas en un contexto adecuado; por ejemplo, el juez en un juicio.
11 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2008, p. 119 / SV1 XI 201.
12 Ibídem, p. 118 / SV1 XI 201.
13 Ibídem, p. 119 / SV1 XI 201.
14 Ídem.
15 S. Kierkegaard, Para un examen de conciencia / ¡Juzga por ti mismo! Tr. Nassim Bravo Jordán. México: Universidad
Iberoamericana, 2008, p. 65 / SV1 VXI 315.
16 Ídem.
17 Ibídem, p. 72 / SV1 VXI 322.
EL INDIVIDUO FRENTE A SÍ MISMO ES EL INDIVIDUO FRENTE A LO
OTRO
Diego Giordano
UNIVERSIDAD DE SALERNO

“E
l individuo frente a sí mismo”: esta es la tesis fundamental que guía a la entera
filosofía de la existencia de Kierkegaard. El individuo frente a sí mismo, de hecho,
es quien tiene que hacerse responsable de sí mismo y para los demás, poniendo en
juego su misma existencia, determinándola con una decisión, eligiéndola libremente. Una
opción como ésta resulta, sin embargo, realmente posible sólo si implica una relación con Dios
(sólo en relación con el Absoluto —escribe Kierkegaard— se puede tener el absoluto de la
relación) ya que Dios (hombre-Jesús), relacionándose con el hombre, durante el tiempo, le ha
ofrecido la condición de esta relación. En este recorrido se incluye la totalidad de la ontología
del ser humano que, en última instancia, encuentra su fundamento en el elemento metafísico:
Dios como prius metafísico.
Debemos añadir enseguida: estar delante de uno mismo no significa estar en una condición
de soledad, de aislamiento y de lejanía. De hecho, sólo quien no se conoce todavía como
individuo realiza el hecho de estar solo en este mundo, aislado de todo y de todos. Es esta
condición de obstáculo originario la que causa angustia y desesperación (en el sentido
finamente decimonónico de las “enfermedades del alma”). Efectivamente, para Kierkegaard el
individuo no está desde siempre frente a sí mismo (como individuo), sino que debe llegar (at
blive sig selv / devenir-sí-mismo) y, para realizarlo totalmente es necesario que se relacione a
algo que le dé la medida de lo que es, del camino que tiene que hacer y del objetivo que debe
alcanzar. Éste algo al cual unirse es el otro de sí mismo.

1. «DEVENIR SÍ MISMO»: EL YO Y EL OTRO.


En la tesis de licenciatura, que en 1841 le otorga el grado de “Magister” (Om Begrebet Ironi
med stadigt Hensyn til Socrates), Kierkegaard describe a Sócrates como un hombre que, a
pesar de haber aceptado la pena de muerte por no contravenir las leyes de Atenas, hubiera
preferido seguir viviendo como un ignorante en lugar de volver a vivir en un más allá,
seguramente lleno de verdades universales, necesarias, eternas, pero en el que se perdería toda
su vida anterior, entonces, toda su existencia, su yo.
Está claro que Sócrates habría preferido escoger la existencia, ya que es en la existencia
donde se da la posibilidad de una relación con la verdad. Para Kierkegaard, de hecho, la
existencia no es un elemento puramente “sustancial” al que oponer lo “espiritual”; mas bien
elegir la existencia significa escoger eternamente la verdad. A saber, Kierkegaard define como
“sustancia” aquéllo regido por la lógica, que reduce la multiplicidad a la unidad, la diferencia a
la identidad, lo contingente y lo posible a necesidad. Sobre Sócrates afirma: “adscribía al
individuo a un nacimiento espiritual, cortaba el cordón umbilical de la sustancialidad”.1 Resulta
aquí evidente la referencia a la dialéctica hegeliana, a la que Kierkegaard critica su carácter
absoluto y absolutizado, mientras que una verdadera dialéctica sólo puede tener lugar en el
horizonte fenomenológico, que es el mundo finito.
La dialéctica o es existencial o no puede ser dialéctica. Por supuesto cabe preguntarse si la
dialéctica existencial abre la perspectiva del tertium. Pero Kierkegaard, refiriéndose al
momento sintético del par de opuestos, no necesita de este tertium ya que el ser no es el
tautológico “ser que no puede no ser” de Parménides, sino que expresa su naturaleza en lo que
podríamos llamar una “cuestión de sentido”. El ser, es inter-esse, ser que puede ser convertido
o hecho por dentro, al interior de lo finito. Según Kierkegaard, sólo de esta manera se puede
denunciar la abstracción de una dialéctica basada en la primacía de la identidad: una
abstracción que para el hombre no sólo es indiferencia respecto a ser lo que es, por tanto
“desesperación”, sino también indiferencia respecto a ser el mismo ser (indiferencia por el
mismo ser), por tanto nihilismo. Este interés es precisamente la “pasión” de lo existente por lo
que se puede comprender: una pasión que no tiene nada de turbio, sino que es un “devenir
transparente a sí mismo” [at blive sig selv gennemsigtig].2 Una perspectiva que ha sido muy
bien explicada en La enfermedad mortal (1849), sobre el “espíritu” y de su particular
enfermedad, “la desesperación”:
El hombre es espíritu. Pero, ¿qué es el espíritu? Es el yo [Aand er Selvet]. Pero entonces ¿qué
es el yo? El yo es una relación que se refiere a sí misma [Selvet er et Forhold, der forholder
sig til sig selv] [...]; una relación semejante, que se refiere a sí misma, un yo, no puede haber
sido planteada más que por sí misma o por Otra [...]; una relación semejante así derivada o
punteada, es el yo del hombre: es una relación que se refiere a sí misma, y haciéndolo, a Otra
[et Forhold, der forholder sig til sig selv, og i at forholde sig til sig selv forholder sig til et
Andet].3
Para Kierkegaard, en consecuencia, el tertium de la dialéctica, lo que en Hegel es el
momento de la síntesis de los opuestos, es la relación entre dos: de esta relación surge el yo
como el otro con el que relacionarse. Dicho de otro modo, “ser una relación” es una dimensión
constitutiva del “devenir-sí-mismo” gracias al espíritu, no se trata de ser algo antes de volverse
o hacerse el yo que ya es, sino que este yo deviene en un sentido peculiarmente dialéctico, en
cuanto se relaciona con otro, que es el otro del yo.
Por ejemplo, para Hegel el Ser (tesis) no está percibido como estático e independiente, sino,
oponiendo al ser el no-ser (antítesis), con ello se abre una contradicción que vendrá superada
en el momento de la síntesis, que es la negación de la negación (no ser el no-ser: el devenir). El
no-ser, así, no es la negación del ser, sino un paso para su ulterior afirmación.
En Kierkegaard, por el contrario, el cambio del ser al no-ser se configura como transición de
la posibilidad a la realidad por parte de un no-ser que ya es presente como posible, y que queda
posibilitado una vez se ha convertido en realidad, en el sentido de que es heterogéneo e
irreducible respecto a todas las formas de necesidad. Lo posible se transforma en real —escribe
Kierkegaard— pero no por eso se hace necesario. Por esta razón Kierkegaard utiliza el
sustantivo danés Tilblivelse [Til-blive…] que se forma por la preposición til, que indica la
dirección, el movimiento, el propósito, y el verbo blive, lo que significa, según el contexto,
“convertir” o “quedar”. Tilblivelse (término que titula una sección de las Migajas filosóficas)4 no
indica tanto el devenir como la génesis, el origen, la creación, es decir el “devenir real” de algo.
Ejemplo:
DIALÉCTICA HEGELIANA.
Momento A = A (tesis)
Momento B = no-A (antítesis)
Momento C = no no-A (síntesis)
DIALÉCTICA KIERKEGAARDIANA.
Momento A = A (yo individual/sujeto)
Momento B = B (el otro)
Momento C = la relación biunívoca entre A ↔ B (el sí)
Resulta claro que para Kierkegaard la relación es ya algo diferente respecto a la identidad de
dos posiciones (A y B).
También Schelling criticaba el momento negativo de la antítesis (B) de la dialéctica hegeliana
indicando que la percepción de la diferencia entre A y B se obtiene de su comparación y no por
la observación objetiva de que B es la negación de A.

2. EL OTRO FUERA DE MÍ.


Uno de los signos distintivos del modus philosophandi de Kierkegaard es, como se sabe, el uso
de seudónimos.
Métodos de la comunicación kierkegaardiana:
a) la comunicación indirecta, a la cual corresponden las obras seudónimas;
b) la comunicación directa, en la que podemos ubicar casi todos los escritos religiosos –
Discursos edificantes (a saber, las obras firmadas).
En cambio, la producción literaria de Kierkegaard se desarrolla en dos direcciones:
A) las obras públicas, es decir, aquellas que están destinadas a la imprenta, y que contienen
tanto a) como b);
B) la gran obra privada, y de forma específica, el Diario (en la que algunos incluyen
erróneamente los Papirer, cuando lo correcto es exactamente lo contrario).
Debemos señalar, en primer lugar, que Kierkegaard ha hecho de un modo específico de
producción y de escritura el espejo de la inorganicidad (y a-sistematicidad) de su reflexión.
Resulta particularmente significativo el que Kierkegaard desarrolle poco a poco sus ideas en
función de los problemas, de los acontecimientos y de las decisiones que debe afrontar. Esta
forma de proceder está en consonancia con su reproche a los idealistas y a quienes especulan
con categorías ajenas al espontáneo discurrir de la vida.
El segundo aspecto que conviene señalar guarda relación con su producción ligada al uso de
seudónimos. Los seudónimos permiten a Kierkegaard hacer un salto e identificarse con “tipos
psicológicos” que son la expresión existencial de mi otro yo, el que no soy pero de cuyo singular
desarrollo existencial debo tomar en consideración. En las últimas páginas del Postscriptum no
científico y definitivo (1846), en la sección Una primera y última explicación, relacionada con el
uso de seudónimos, podemos leer lo siguiente:
Mi seudonimia [eller Polyonymitet, intrad.] no tiene una razón accidental vinculada a mi
persona; corresponde esencialmente a la naturaleza misma de la obra. Las necesidades de la
fabulación, la necesidad de seriar psicológicamente los diversos tipos de individualidades,
han exigido el recurso al procedimiento poético que dispone de todas las licencias en materia
de bien y de mal, de contrición o alegría desbordante, de desesperación o de orgullo, de
sufrimiento o de lirismo, etc., licencia que no tiene otro límite que la lógica psicológica de la
idea personificada […]. La obra escrita es ciertamente mía, pero sólo en la medida en que he
hecho hablar y oír a la individualidad real en su ficción, produciendo ella misma la
concepción propia de la vida que representa […]. Yo soy, en efecto, impersonal o
personalmente en tercera persona un apuntador que ha producido poéticamente autores.5
El interés generado por las dinámicas que se basan en la comunicación indirecta y la serie de
seudónimos (que sirven para resaltar la “variedad psicológica de las diferencias individuales”),6
y la necesidad de comprender el mecanismo, sacado a la luz por el filósofo danés, del “devenir
sí mismos” (at blive sig selv), son elementos que conducen a un resultado: la filosofía de la
existencia es una filosofía de la subjetividad desarrollada dentro de una dimensión en la que el
otro funciona como una prueba del mismo (del sí-mismo). En efecto, todas las tentativas de
“introducción” (Einführung) a lo otro, de relación preliminar a un sujeto diverso de sí mismo, no
se puede juzgar más que a la luz de una “identificación” (Einfühlung) en el otro.
¿No es cierto que si el mundo natural puede ser conocido por medio del juicio kantiano
“determinante” (o sintético), resultan las cosas muy diferentes cuando me comparo con otras
personas —con otros que son “como yo”— a quienes invisto de mi propia capacidad interior de
hacer experiencia? La capacidad subjetiva de proyectarse en el otro se da por consiguiente
como antecedente de todas las formas de conocimiento concreto del otro. Es a partir de esta
premisa —más allá de pensamientos románticos que valoran la conciencia humana
infinitamente profunda— que es posible decir que el individuo no puede explicarse simplemente
como se explican los fenómenos de la naturaleza, sino que debe ser comprendido.
En la película La Guerra de los mundos (1953, película dirigida por Byron Haskin y retomada
por Spielberg en 2005, basada en la novela de 1897 de H.G. Wells, y que en 1938 inspiró el
programa de radio de Orson Welles), la sensación de terrible insensibilidad provocada por los
alienígenas que, sin ninguna vacilación, desean exterminar a todos los seres humanos que
encuentran en su camino, se produce no sólo a causa de la ausencia de cualquier forma de
comunicación inteligible, sino por la imposibilidad de reconocer en ellos una capacidad de
identificación en el otro. Estos alienígenas son realmente tales porque no nos está permitido
entrar en su mente, y este límite (esta “situación-límite” par excellence) se debe al hecho de que
el mecanismo por el cual ellos han elaborado sus experiencias de la vida resulta no ser
asimilable al eje ontológico-existencial humano; es decir que no cabe tener comprensión alguna
de su punto de vista, de qué ven los extraterrestres cuando nos miran. Este eje no es, en
verdad, algo que se pueda decir objetivamente, como si fuera un punto de vista externo al
observador, o como (por ejemplo en Foucault) la internalización de una regla ajena, sino algo
que depende sustancialmente de una cierta “visión del mundo” (como diría Karl Jaspers). Se
trataría, en suma, de la capacidad de cada sujeto de realizar su propia experiencia, de hacer
experiencia total de su propia vida interior, y de asumir esta interioridad como una esfera de
acción dentro de la cual colocar al otro, la asunción constitutiva de cada experiencia concreta
de lo otro. Resulta pues evidente —como parte de una definición de la “filosofía de la existencia”
(Existenzphilosophie)— cómo todo “existir” en el sentido de Existenz, es una condición
necesaria del “ser-ahí” (Da-sein), del estar en el mundo (en este mundo) como un sujeto
determinado. Podemos ir más allá y decir —por ejemplo con Žižek y con Lacan— que el Otro es
síntoma (sinthome) del sujeto, es decir que está en la experiencia del Otro (donde “del” debe
entenderse en el sentido genitivo), donde el sujeto adquiere su consistencia. Efectivamente, en
esta línea de razonamiento, el sujeto es interpretado como una formación significativa
patológica fomentada por el Otro. Si bien la existencia absoluta (Existenz) precede a la
existencia concreta (Dasein = ser en un lugar determinado), cada sujeto necesariamente debe
vivir esta experiencia: ser el Otro del sujeto (es decir, quien comparece ante él) para
descubrirse como sujeto del Otro. Este descubrimiento crea una herida en el sujeto, que
atribuye la función del sujeto antes que a sí mismo a la persona que está fuera de sí: “un borrón
inerte que se resiste a la comunicación y a la interpretación, un borrón que no puede ser
incluido en el circuito de vínculos sociales, pero que es al mismo tiempo una condición positiva
de la sociedad”.7
En cuanto a la influencia de Kierkegaard sobre el pensamiento contemporáneo se puede
identificar en la obra de Karl Jaspers la recepción más profunda y seria de las instancias
presentadas por el filósofo danés. Jaspers ha aplicado, como médico y como filosofo, la misma
estrategia —si se me permite decirlo— adoptada por Kierkegaard: intentar identificar el modo
en que un individuo se convierte propiamente en sujeto (lo que corresponde al “devenir-sí-
mismo”), sin adoptar un punto de vista externo al sujeto para superar la escisión-sujeto-objeto
(Subjekt-Objekt-Spaltung), más bien como una metodología, como una disposición procesal que
permita in-sistir en la ex-istencia. Kierkegaard lo hace en términos de “comunicación”
(Meddelelsens Dialektik) de la existencia, mientras que Jaspers lo hace en términos de una
“aclaración de la existencia” (Existenzerhellung). Y esto porque —así lo escribe Jaspers—
“ninguna filosofía puede transmitirse de forma idéntica y, por otra parte, cada filosofía debe
esforzarse para ser compartida, porque es el medio de comunicación entre las existencias que
son el ser auténtico del filosofar”.8
Tanto para Kierkegaard como para Jaspers, entonces, “filosofía” no indica una postura
especulativa del pensamiento, sino que extrae su sentido profundo del acto en virtud del cual
las existencias de los individuos se relacionan entre sí. La peculiaridad de cada filosofía y
comunicación existencial no relata posición solipsista alguna, en la que el individuo se
encuentre aislado o separado de los demás (y que a los demás nada le importe) sino que, por el
contrario, se basa en la necesidad de participación, el intercambio del sentido común.
Este acto, en la posibilidad de entrar en contacto con el otro en sí mismo —de hacerse cargo
de lo otro— es en verdad una prerrogativa exclusiva del ser humano. De ahí el paso hacia al
estadio religioso es muy corto.

3. «DEVENIR CRISTIANO»: EL SÍ Y DIOS.


Decíamos al principio que el individuo no está ya desde siempre ante sí mismo (como individuo),
sino que debe llegar a ser el que es (at blive sig selv / devenir-sí-mismo), y para poder realizarlo
completamente necesita relacionarse con algo que le dé la medida de lo que es. El modelo por
excelencia del devenir-sí-mismo es representado por Kierkegaard con el devenir cristiano (at
blive Christen). Devenir cristiano, y no el ser cristiano. Según Kierkegaard una cosa es ser
cristiano, y otra cosa muy distinta llegar a serlo (“la tarea más difícil de todas”).9 En la fe
cristiana —escribe— “la fe y el devenir se corresponden entre sí”.10 Por eso el cristianismo es
la única religión que realmente rompe con la inmanencia. Así, en el Postscriptum distingue
Kierkegaard la religiosidad B [Religieusiteten B] —la fe cristiana— de todas las otras religiones
y del cristianismo como inmediatez y exterioridad, donde ser cristiano es la más obvia de las
situaciones. En contraste con la religiosidad B, también como un posible terminus a quo, está la
religiosidad A [Religieusiteten A], que tiene como única base la naturaleza humana en general:
un movimiento de interiorización, una profundización del yo en sí mismo, en la que el yo, sin
convertirse en otro yo, se descubre en la inmanencia de su relación con el Otro (Dios), en la que
encuentra sus raíces.
La religiosidad A es la culminación de lo edificante, de la relación con Dios y la conciencia de
nuestra diferencia respecto a Dios —pero todo ello siempre en la inmanencia. Esta inmanencia
no carece de dialéctica, sino que es consciente de la insuperabilidad de las oposiciones, sin
llegar a ser la dialéctica de la paradoja. En la religiosidad B, sin embargo, la paradoja irrumpe
con toda su fuerza: aquí no se insiste en su origen, ni se refiere a un fundamento eterno al cual
se pertenece. Más bien al contrario:
en la religiosidad B [...] el individuo [...] se relaciona con algo que está fuera de él. La
paradoja consiste en el hecho de que esta relación aparentemente estética, por la que el
individuo se relaciona con algo fuera de sí mismo [...], sin embargo, debería ser la relación
absoluta con Dios. De hecho en la inmanencia [en la religiosidad A] Dios no es algo, sino
como un todo, y es infinitamente todo, no está fuera del individuo, porque la edificación del
edificio consiste precisamente en el hecho de que Dios está en el individuo.11
A diferencia de la religiosidad de la inmanencia, en la que lo eterno, oculto por la realidad de
la existencia, está en todas partes y en ninguna, en la religiosidad de la paradoja, lo eterno se
encuentra en un preciso lugar y es por ello que rompe con la “inmanencia”.
Dicho con otras palabras, en la religiosidad B del individuo no se manifiesta lo que él ya
siempre es, no reflexiona sobre lo que realmente es, sobre su esencia, sino más bien él “deviene
lo que no era”. Por esta razón se puede solamente devenir cristiano.
Esto es inaccesible a cualquier pensamiento: “que se puede devenir eterno, aunque no lo
éramos” [at man kan blive evig, uagtet man ikke var det].12 La existencia cristiana es el
verdadero milagro, donde “el existente tiene que haber perdido la continuidad consigo mismo
[Continuiteten med sig selv], tiene que haberse convertido en alguien más (no distinto a sí
mismo dentro de sí mismo) [...] y se transforma en una creación nueva [ny Skabning]”.13
1 S. Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía / SV1 XIII 273 / SKS 1, 238.
2 Cfr. S. Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía / SV1 XIII 266 / SKS 1, 331-332; O lo uno o lo otro / SV1 I 126 / SKS 2, 148; O
lo uno o lo otro / SV1 II 146 / SKS 3, 158; Tres discursos en ocasiones imaginadas / SV1 V 196 / SKS 5, 412; Estadios en el
camino de la vida / SV1 VI 499 / SKS 6, 444; La crisis y una crisis en la vida de una actriz / SV1 X 340 / SKS 14, 106.
3 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal / SV1 XI 127-128 / SKS 11, 129-130.
4 S. Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía / SV1 IV 264ss / SKS 4, 273ss.
5 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas / SV1 VII 545 / SKS 7 (AE), 569.
6 Ídem.
7 Slavoj Žižek, The Sublime Object of Ideology. London-New York: Verso, 1989, p. 75 (aquí traducción mía).
8 Karl Jaspers, Philosophie I (Philosophische Weltorientierung). Berlin: Springer, 1932, p. 299 (traducción mía).
9 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas / SV1 VII 181 / SKS 7, 197.
10 S. Kierkegaard, Migajas fIlosóficas o un poco de filosofía / SV1 IV 248 / SKS 4, 283.
11 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas / SV1 VII 485 / SKS 7, 505 ss.
12 Ibídem / SV1 VII 500 / SKS 7, 521.
13 Ibídem / SV1 VII 501 / SKS 7, 523.
EL FRÍVOLO BROMISTA EN LA ÉPOCA PRESENTE. INDIVIDUO Y
PASIÓN: HACIA UN “REALISMO EXISTENCIAL”
Christopher Barba Cabrales
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

L
a investigación que a continuación presentaré se mueve en tres ejes desde los que se
busca llegar a una conclusión sobre la actualidad del pensamiento de Kierkegaard, a
saber, nivelación, pasión e individuo.
Como es sabido, la acentuación que otorga Kierkegaard al individuo es fundamental para
comprender toda su obra. El filósofo danés busca de distintas maneras rescatar de la masa
abstracta al ser humano para colocarlo, no sólo delante de lo fundamental en la existencia, sino
sobre todo frente a su propia existencia. En Dos Épocas, publicada en 1846 por Kierkegaard y
recientemente traducida la tercera parte al castellano por Manfred Svenson, tenemos la
oportunidad de acercarnos con profundidad, a manera de introducción general, a los aspectos
críticos de su sociedad y que, como veremos, son aplicables, en su mayoría, a nuestras
sociedades, en razón, sobretodo, de la nulidad de significado que comporta cada vez más para
el hombre contemporáneo su propio devenir existencial.
Por ello, dedicaremos la primera parte de la investigación a caracterizar al frívolo bromista
que ocupado en sin fin de tareas se pierde a sí mismo porque no vuelca su atención sobre la
propia existencia como individuo singular, nunca da el salto hacia su propia interioridad.
Conjuntamente con ello, nos concentraremos en una categoría que utiliza Kierkegaard para
retratar el mal de su época, a saber, la nivelación como la tendencia a homogeneizar a todos los
individuos, a orientarse dialécticamente hacia una vacía igualdad, restando fuerza a su carácter
para decidir sobre su vida. Precisamente, por eso el pensador danés afirma que “en lo extensivo
la época lleva la ventaja, pero no en la intensidad”.1
En un segundo momento, expondremos la concepción kierkegaardiana sobre la pasión como
elemento vinculante, unificador y poderoso para la realización existencial del individuo. En este
propósito necesariamente nos vincularemos a la reflexión que nos ofrece Kierkegaard en el
Postscriptum acerca de la pasión existencial con el objetivo de ofrecer líneas y acercamientos
que no sólo completan sus esbozos en la Época presente, sino que ofrecen líneas para
posteriores investigaciones y profundizaciones antropológicas.
En un tercer momento, a manera de conclusión, se buscará presentar la propuesta de la
filosofía de Kierkegaard como un reclamo a la época actual de un regreso a la interioridad del
hombre y a rescatar la fragmentación del individuo, conjuntamente con su significatividad en
razón de su individualidad, en contra de una corriente generalizada a la homogeneización burda
y vacía que está presente en el proceso de las sociedades contemporáneas.
En conclusión, se buscará presentar en este breve trabajo en qué sentido la cuestión
existencial del individuo refiere necesariamente a la pasión y como ésta vincula al individuo con
la tarea difícil de tomar la decisión de ser un individuo. Todo ello presentado desde la crisis
antropológica que vive el hombre contemporáneo al respecto de su identidad y denominado en
su conjunto como realismo existencial.

1. EL CAMINO HACIA EL FRÍVOLO BROMISTA: LA NIVELACIÓN.


Si acudimos al significado que presenta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española en la voz frívolo encontramos que lo clasifica como un adjetivo que refiere a un
aspecto ligero, veleidoso, insustancial de algo. Esto nos ayuda a precisar que Kierkegaard alude
al frívolo como aquel cuya carencia esencial es la interioridad, que en el ámbito de la existencia,
es necesario para devenir como individuo. Dentro del texto que nos ocupa el mismo Kierkegaard
enmarca, de cierto modo, la frivolidad en la superficialidad y la exhibición explicando que
ambas realidades están necesariamente relacionadas con la abolición de la disyuntiva de la
pasión que revela la atrofia existencial y con la ilusión de la reflexión que se enamora de sí
misma.2
Ahora bien, cuando Kierkegaard se concentra en la Época presente no lo hace sólo para
retratar un hecho aislado como riesgo para el individuo, sino para denunciar efectivamente que
la sociedad y sus estructuras parecen que han tomado este propósito como esencial dentro de
sus postulados, olvidándose de que la existencia, si se somete a un ritmo así, queda no sólo
paralizada, sino que se transforma en una gran maquinaria que relativiza todo y en ello queda
incluido el ser humano, el individuo singular. ¿Por qué ve Kierkegaard este peligro? El pensador
danés está poniendo su mirada desde su particular experiencia en el ámbito filosófico: un
académico, un investigador, un literato puede realizar obras extraordinarias, proposiciones casi
inquebrantables, pero siempre corre el riesgo de olvidarse de lo fundamental, a saber, de que él
es un individuo existente y que por más que teorice, eso no será una compensación a la decisión
que le reclama su propio existir.
Ahora bien, ¿qué camino identifica Kierkegaard como aspecto social que se constituye como
el tránsito para una frivolidad que es broma porque es como una ironía del yo que se ríe de su
estar fuera de sí, extraviado, y entonces se burla de sí mismo? Considero que el pensador danés
nos ofrece una clave de interpretación importante al utilizar la nivelación como un proceso
social que coloca a los individuos en una vorágine que los lleva a la superficialidad con respecto
a la existencia y al anonimato refugiado en el hacer y en la ocupación de diversas tareas, menos
de la esencial, a saber, la de la existencia.
Así, en el análisis crítico que nos ofrece Kierkegaard dentro de La Época presente, identifica
la nivelación.3 Para el pensador danés el proceso de la sociedad ha degenerado en la impetuosa
tarea de que todos, de una manera u otra, se igualen en todos los sentidos y esto es criticado
porque va en detrimento del individuo singular, parece que todo el quehacer de los ámbitos
sociales han terminado y que el devenir existencial se anula, se acalla, se conforma desde una
actitud pasiva. “Nivelar es una tranquila y abstracta ocupación matemática, que evita toda
agitación”4 afirma Kierkegaard y con ello quiere dar un diagnóstico de la época. Efectivamente,
tenemos que afirmar que desde el ámbito de la filosofía y la ciencia, parecía que el reflexionar
se volvía como un movimiento circular que terminaba por anularse y que a lo que más se podía
aspirar y lo que realmente se colocaba como importante era entrar dentro del sistema,
cualquiera que esté fuera, eludiendo con ello la propia existencia. No es que Kierkegaard, como
erradamente se ha dicho en diversas ocasiones, se oponga al conocimiento objetivo y al
desarrollo científico, sino que esto es sólo una esfera que al hombre le proporciona datos que
iluminan su compresión del mundo, la existencia no se agota allí, más aún, este progreso no
puede ir en detrimento de la conciencia individual y de abandonar la ardua tarea que significa
ser uno mismo.
Por eso, nivelar, en este sentido, hace referencia a la actitud del hombre que interesado en
un sin fin de cosas, no es capaz de ocuparse de lo esencial, a saber, de su propia existencia. El
individuo queda “cosificado” y reducido a la necesidad. Esto Kierkegaard no lo puede aceptar
porque la existencia no admite una cuantificación, sino de una decisión que comprende al yo
que debe elegirse a sí mismo. En palabras sencillas, podríamos decir que el pensador danés
está sugiriendo que no puede haber devenir humano sin un fundamento. Sin embargo, para
Kierkegaard el fundamento es dinámico y dialéctico. No se trata de un ser pasivo o de un
principio elucubrado abstractamente, sino del devenir sí mismo. Esta distinción nos ofrece un
matiz entre ser y devenir que hace posible que se comprenda esta dinamicidad y este realismo,
que no sólo delinean la clave de su reflexión sobre la existencia, sino que la establecen dentro
del realismo de la misma y las distancian de la idealidad de una antropología sólo basada en la
definición de conceptos:
En tanto que sujeto existente, en consecuencia no necesita conformar la existencia a partir
de lo finito y lo infinito, sino que, ya siendo compuesto de lo finito e infinito, tiene que devenir
en su existencia en una de las partes, y es que no se deviene en ambas partes
simultáneamente, porque uno ya es en virtud de su ser un sujeto existente, ya que ésta es
exactamente la distinción entre ser y devenir.5
La ausencia de ésto y el aferrarse del hombre de su época a la sola ocupación de las cosas del
mundo, es decir, aferrarse a lo meramente finito sin tener la capacidad de ocuparse de sí mismo
se convierte en una «dramática broma»,6 pues es frívolo el hecho de que el hombre pueda
ocuparse de todo, determinar leyes de la naturaleza, fórmulas matemáticas, sistemas filosóficos,
pero fuera de sí, diluyendo al yo y no siendo consciente de lo que realmente significa su propia
existencia, absolutizando lo relativo.
Un aspecto que salta a la vista dentro del texto es la crítica constante que hace el pensador
danés a la publicidad como un mecanismo de alienación, en tanto que parece aumentar la
información en todos los ámbitos de la sociedad y sin embargo no sucede nada sustancial, no
tiene lugar cambio alguno en el sentido existencial, sólo se trata de un pulular constante de
misceláneos anuncios que no logran salir de lo inmediato porque quien tendría que hacerlo, con
la misma publicidad, entra dentro del proceso de nivelación, es decir, de la superficialidad que
no sólo mata la profundidad a la que está llamado el individuo, sino que se que paradójicamente
lo hunde en la vaciedad y en la superficialidad: “la época presente es la época de la publicidad,
la época de los misceláneos anuncios: no sucede nada, y sin embargo hay publicidad
inmediata”.7 Por eso, Kierkegaard afirma “que la época presente tiende a una igualdad
matemática”8 en donde las diferencias son evitadas en el sentido de que todo confluye desde la
necesidad por la reflexión y la abstracción.
Podemos ver que lo que se reclama es un concepto de hombre que se vuelque sobre sí y
rompa con la abstracción que consigo trae el concepto de necesidad. En ello, vemos una crítica
clara a Hegel, que en cierto modo relativiza al individuo y al final todo da igual porque entra en
el confluir de la necesidad que vorazmente lo abarca todo y se extiende en el devenir histórico
existencial del hombre: “la abstracción de la nivelación es un principio que como el viento del
este, no establece vínculos estrechos, sino sólo el vínculo de la abstracción que es igual para
todos”.9
En este sentido llegamos a un parangón fundamental en el planteamiento de Kierkegaard, a
saber, que la nivelación se opone entonces a la libertad, a la decisión y a la interioridad. En La
Época presente subraya que “la interioridad escasea y por tanto la relación ya no existe, o bien
es una simple cohesión”.10 De lo que se trata al final de cuentas es de mantener el orden
establecido cuya lógica no es la de brindar a los individuos la posibilidad de realizarse desde la
interioridad, sino de que vivan de manera constante fuera de sí, sin la capacidad y sin la
conciencia de su singularidad, de su dialéctica, de su propio drama que es su propia vida con
sus circunstancias específicas. Las relaciones se reducen sólo al campo de lo funcional y de la
eficiencia, en ello se fundamentan y entonces se renuncia a la dinamicidad del hombre en
cuanto existente. Es por ello que el pensador danés considera que la nivelación busca mantener
como inertes a los individuos sin el menor deseo de que se problematicen en su realización, sino
que se contenten y así se constituyan en engranajes perfectos de lo articulado por la misma
sociedad:
Nivelar es una tranquila y abstracta ocupación matemática, que evita toda agitación. Si bien
un fugaz encenderse en entusiasmo puede cobardemente querer una calamidad, sólo para
conocer las fuerzas de la existencia, ese disturbio no ayuda más a su sucesor, la apatía, que lo
que ayuda a un ingeniero de la nivelación. Pero así como un alzamiento que está en su
cúspide es como una erupción volcánica en que no se oye ni la propia voz, así la nivelación en
su cúspide es como una tranquilidad sepulcral en la que se oye hasta la propia respiración;
una tranquilidad sepulcral, en la que nada se puede levantar, sino que todo se hunde en ella,
impotente.11
Así, lo que viene con ello es la fragmentación del individuo, su anulación, su propio sarcasmo,
la galantería y la anonimidad, todo termina en el público que es poderoso y a la vez sin sentido
existencial, se trata entonces del arribo de la monstruosa nada en la que termina todo hombre
si acepta el proceso de “nivelación” que vacía todo de contenido y se vuelve en todo y nada
como parte de un público espectador que se contenta con quedarse en la tribuna sin decidirse a
ser él mismo en su concreta diferenciación y con su propia paradoja.
Otra característica de esta nivelación es que en ella se difuminan las acciones y las
decisiones que definen la orientación existencial vital porque se entra sencillamente en el
ocuparse de mil tareas, podrían ser muy filosóficas y grandiosas para el desarrollo del genio
humano, pero claramente insuficientes para responder a lo existencial. De este modo, la
nivelación convierte a los hombres en un conglomerado amorfo de la masa abstracta que va
adquiriendo cualidades según su momento y cada momento se justifica por sí y no referencia a
nadie en concreto. El individuo en su capacidad de decidir y actuar a favor de su propia
existencia es olvidado, aniquilado, borrado. Lo que hay es la totalidad del género humano y
entonces “nivelación”, así lo único que establece la diferencia es el momento y no el instante:
las tareas se han transformado en una actuación irreal y la realidad en un teatro.
En pocas palabras el frívolo bromista es el individuo que no deviene sí mismo, que no decide
existencialmente, que no se ocupa de su interioridad, que es un vagabundo de la nada, de la
abstracción, que se ocupa en tareas sumamente importantes, pero que la esencial es incapaz de
llevarla a la acción y esta es decidir enfrentar la existencia con su dialéctica. También el frívolo
bromista puede quedar retratado en el hombre que vive en el instante y que absolutizando,
como lo decíamos, lo finito, lo que Kierkegaard denomina «un instante en el tiempo repleto de
vacío».12 En este sentido podemos concluir que vivimos en una época desapasionada, pues
cada vez se hace más evidente que los habitantes de los conglomerados urbanos viven fuera de
sí, ocupados en mil tareas que la misma sociedad y el mismo modo de vivir, los mismos
mecanismo sociales, económicos, culturales e incluso religiosos colocan al individuo sólo en el
hacer y no consideran en el fundamento de sus formulaciones el ser y el devenir del individuo.
Kierkegaard llega a equiparar la nivelación con el destino en los antiguos13 en el sentido de
que todo queda estrictamente determinado cuando se anula singularidad individual y la
libertad. La única diferencia es que los dioses ahora no son los que juegan con la libertad de los
hombres sino ahora es la misma “humanidad” la que lleva de la mano al hombre en un proceso
que anula la diferenciación, la dialéctica existencial y que evita que el individuo se enfrente a sí
mismo y que no establezca relaciones que de verdad lo vinculen: “la época presente se orienta
dialécticamente hacia la igualdad, y su realización más consecuente, si bien errada, es la
nivelación, como negativa de la unidad de la negativa reciprocidad de los individuos”14 y por
ello los individuos cada vez más «aspiran a ser nada».15 Esta es ni más ni menos que una
descripción excepcional del frívolo bromista que se extiende hasta nuestra época y que puede
ser verificada en las programaciones televisivas, en los muchos tratados de filosofía, en los
compendio de teología, en la crisis educativa y económica incluso, pero sobretodo, a mi parecer
en la falta de un sentido claro de ser un individuo singular que en la libertad debe aceptar el
reto de existir.
En nuestros días, el proceso de nivelación bien puede equipararse a lo que actualmente tiene
como consecuencia negativa la globalización: cada vez se hace más evidente que la uniformidad
va ganado terreno con la difusión de las transnacionales. Esto no sólo implica una situación
económica, sino sobretodo cultural que pone en jaque la identidad nacional, ¿en qué sentido? La
mayor parte de los jóvenes se preguntan ¿qué debo tener para ser? Y aquí se encuentra un
problema muy grave que Kierkegaard retrata como nivelación, pues en tanto el individuo se
concentra en lo relativo y lo absolutiza en esa misma medida se pierde su identidad y termina
todo siendo cómico, pues en el afanarse infinitamente por quedar incluido en el estereotipo
cultural, se olvida el individuo de devenir sí mismo, más aún, la gravedad de la cuestión es que
ni siquiera, por lo menos, de manera general, se platea, simplemente se queda conforme y se
acostumbra el individuo desgarrado en su ser y frustrado en su devenir a contentarse. Sin
embargo, también el campo de la filosofía esto ha sucedido, basta dar un vistazo a los esfuerzos
infatigables, muy loables de distintos pensadores que han tratado de ser agudos en sus
reflexiones en las diferentes áreas, pero siempre queda el acertijo de la existencia hecho a un
lado, presupuesto, considerado como tema metafísico, ético, y la mayoría de la veces, relegado
como a una reflexión de una categoría inferior y que no merece crédito: en el fondo lo que se
busca es nivelación, desaparecer, hundirse en el quehacer, en la reflexión erudita, pero a lo
esencial se renuncia, porque simple y sencillamente renunciar a la verdad es lo de hoy. Aquí el
arribo de la broma del frívolo: renunciar a mí mismo. Todo queda en lo externo y entonces viene
sólo lo que Kierkegaard denomina pasión estética en donde se modifica el mundo pero la
interioridad del individuo permanece cerrada a la dialéctica, por ello la frivolidad y la broma,
por ello lo cómico de este movimiento:
La acción externa transforma efectivamente la existencia (así como cuando un emperador
conquista al mundo entero y esclaviza a los pueblos), más no la propia existencia del
individuo; y la acción externa ciertamente transforma la existencia del individuo (como
cuando un teniente se convierte en emperador o un vendedor callejero se hace millonario, o
cualquier otra osa por el estilo), pero no transforma su existencia interior. Así pues, toda
acción semejante es meramente pathos estético.16

2. LA PASIÓN EXISTENCIAL EN UNA ÉPOCA DESAPASIONADA.


“La época presente es esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz
entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia”.17 Estas características retratan la
época de Kierkegaard, pero no están lejos de atisbar también la problemática antropológica que
se vive hoy en día. Cuando el pensador danés refiere en este pequeño escrito a su época parece
que el adjetivo que condensa toda la fuerza existencial de su planteamiento es el adjetivo
“desapasionada” porque obviamente hace referencia a la ausencia de pasión en el existir.
Si bien, en un primer momento, nos hemos detenido en el concepto de nivelación que
Kierkegaard utiliza para hacer referencia a la negación de la esfera existencial y de la dialéctica
que entraña la libertad, ahora, con este adjetivo, se precisa algo más: la existencia está ligada a
la pasión. ¿Pero de qué pasión habla Kierkegaard? Sería ingenuo pensar que se refiere a una
concepción clásica o moderna del término.18 Más bien se trata de una originalidad en el
planteamiento de la filosofía existencial de Kierkegaard, pues al parecer, la nivelación está en
relación con la necesidad, la multitud y la abstracción, mientras que la pasión describe el existir
desde la interioridad y hacia la decisión que implica la libertad del individuo y su singularidad.
El pathos como pasión supone, dentro del pensamiento del danés, no sólo algo accidental,
sino una clave hermenéutica para toda su obra, pues se incluye dentro la comprensión que hace
del telos absoluto y la necesaria colocación en sus lugares respectivos de los fines relativos. En
la Época presente podemos ver retratada esta tesis en donde queda claramente especificado
qué es lo que sucede cuando el telos absoluto queda reducido a un fin relativo con distintos
rostros: la nivelación. El pensador danés no sólo ofrece aquí una oportunidad para la
actualización de su crítica social, sino para entenderla como una llamada existencial a la
revisión, en primer lugar, del individuo singular que es cada uno y luego también revisar los
quehaceres, en nuestro caso, someter a una revisión desde la idea de telos y pasión nuestro
propio quehacer filosófico. Kierkegaard quiere provocar en sus lectores de la Época presente
“el llegar a un tipo de existencia que permanentemente lleve consigo el pathos del gran
instante”19 que se refiere sobre todo a un reclamo de interioridad y trascendencia.
Cuando Kierkegaard califica su época como desapasionada está subrayando que sobretodo
las instituciones, los engranajes sociales, y por ende los individuos no pueden medirse sólo
desde la óptica del progreso y de los rápidas transformaciones olvidando el núcleo sine qua non
todo se convierte en un gran sarcasmo para la existencia, pues se concentra fuera de sí y
absolutizando lo finito, lo inmediato, se convierte en una caricatura. Lo que sucede es que la
época parece que con mayor fuerza relega al individuo singular y le hace olvidarse que en el
ámbito del existir la decisión y la elección es lo fundamental. En una época apasionada lo que
más se elogiaría sería el poder que tiene el individuo de decidir devenir sí mismo.
En una época apasionada la multitud aclamaría elogiosamente al valiente cuando se
aventurara hacia fuera; se estremeciera con él y por él en el peligro mortal de la decisión, lo
lloraría en la pérdida, lo idealizaría si lograse su tesoro. En una época reflexiva y
desapasionada las cosas serían muy distintas.20
Como podemos observar, hay una relación directa que nos lleva a entender la pasión desde la
decisión que implica la libertad. Kierkegaard está apostando todo por definir la pasión como
una concentración interior de la conciencia en la propia interioridad, en el propio yo que asume
la tarea no tanto de elegir tal o cual cosa, sino de elegirse a sí mismo. La pasión entonces
significa la decisión que en la existencia se vuelve acción que lleva al individuo a devenir desde
la dialéctica propia de la vida de los seres humanos. Por eso, afirma que “para un sujeto
existente, el punto supremo es precisamente la decisión apasionada”21 que está direccionada y
en razón del telos absoluto que Kierkegaard llama la felicidad eterna, Dios. El resultado de ello
no es quedar en lo quimérico o en lo pietista, sino que se plasme en la existencia de tal manera
que se pueda imprimir en ella la pasión como realización:
Pues bien, dado que el individuo no debe de abandonar el mundo tras haberle dado a su vida
una orientación absoluta hacia el telos absoluto, ¿qué pasa entonces? Pues bien, entonces su
deber consiste en expresar existencialmente que cuenta constantemente con una orientación
absoluta y respeto absoluto hacia el telos absoluto. Debe expresarlo existencialmente, ya que
el pathos verbal es un pathos estético. Debe expresarlo existencialmente.22
Podríamos preguntarnos ¿Cómo vive entonces el individuo singular desde estas
consideraciones? La respuesta que nos daría Kierkegaard y a lo que constantemente invita en la
Época presente es a ser realmente un individuo y no dejarse nulificar por la nivelación, sino
vivir desde la pasión y entonces orientado desde el telos absoluto. Esto pudiera dejarnos con la
misma interrogante, ante esta posibilidad, el pensador danés apunta que el individuo singular,
digámoslo en términos más contemporáneos, es una persona que cumple con cada una de sus
tareas y obligaciones, pero precisamente su diferencia radica en dimensiones que va
conjugando y poniendo en movimiento, a saber, la pasión, la libertad, la decisión e interioridad
que se van viviendo en lo ordinario de la vida. Este planteamiento está en contra de cualquier
sistema abstracto, de cualquier intento por someter a toda una sociedad en aras de un sistema
de manipulación y necesidad, está en contra de la absolutización de la razón, de la
instrumentalización de los individuos y más bien garantiza la libertad del hombre con todas las
contradicciones que ésta pueda implicar; lleva a que el individuo singular pueda someterse a un
examen de conciencia y busque la autenticidad en la originalidad de su devenir que reclama el
ser para realizarse desde la madurez interior.
La pasión va en contra de la alienación humana a la que puede conducir la nivelación o el
abandono de la libertad del individuo singular que no necesariamente es querido, sino al que se
es arrojado dentro de un sistema en el que parece que lo que menos importa es el asunto de la
propia existencia, pues el punto supremo ahora es concebido como una meta y no como una
constante realización que debe actualizarse en cada instante relacionándose “absolutamente
con el absoluto y relativamente con los fines relativos”.23 La cuestión fundamental es que la
existencia si no es asumida, es relativizada y cuando sucede eso se absolutiza la inmediatez. El
individuo inicia la renuncia a su propio devenir que le reclama su interioridad, quedándose todo
el movimiento de la existencia en la superficialidad, dentro de la cual puede haber indagaciones
importantes, científicas, filosóficas, otras más referidas al gozo, al placer, pero en cualquier
caso superficiales, lo fundamental escasea y entonces el hombre como individuo singular no se
decide a devenir existente.
En la época presente la acción y la decisión son tan escasas como lo es el deleite por el riesgo
al nadar en aguas poco profundas. Pero tal como el adulto que goza luchando con las olas
llama al joven diciéndole «sal fuera corre», así también la decisión que se encuentra en la
existencia (si bien, desde luego se encuentra en el individuo) llama al joven que no ha sido
extenuado por el exceso de reflexión ni sobrecargado por las ilusiones de la reflexión,
diciéndole «sal fuera, corre con intrepidez, aunque sólo sea un salto reflexivo, con tal de que
sea decisivo —si eres capaz de ser hombre, entonces el peligro y el severo juicio de la
existencia sobre tu irreflexión te ayudarán a llegar a serlo».24
La época presente es desapasionada porque el individuo singular ha perdido la conciencia de
ser eso y de que ello implica una dinamicidad que necesariamente exige su decisión, es decir, en
el ámbito de la existencia se requiere que la apropiación se traduzca en una acción de la
voluntad que dirige toda su fuerza hacia sí para poder devenir en aquello que se es. El ejemplo
de Kierkegaard es plástico porque nos retrata un poder existencial que nos debe de llevar a
decidir nadar desde la profundidad de la existencia y no quedarnos sólo en la superficie de la
nivelación en donde todos son un conglomerado amorfo que vive en lo que a los ojos de todos
parece lo normal. La pasión así entendida nos deja ver el engranaje existencial que hay entre
individuo, libertad, voluntad, acción y decisión: por la voluntad del individuo singular llega él
mismo hacia su persona, en otros escritos Kierkegaard más bien hablará de la elección de su yo.
Pero esto, no pensemos que se trata de un simple y vano planteamiento como el decir “a si, me
voy a elegir a mí mismo”. Mucho menos se trata de una reflexión teorética sobre la existencia,
sino que se trata de una invitación a ponerse de frente no delante de lo accidental, de lo finito,
sino en el escenario de la propia existencia.
Cuando, en cambio, el escenario no se sitúa en el papel, sino en la existencia, […] si se hace
consciente de lo que significa existir, en ese preciso instante realizará la distinción absoluta,
no entre lo finito y lo infinito, sino entre el existir finitamente y el existir infinitamente. Lo
infinito y lo finito se reúnen en la existencia y en el sujeto existente, quien no debe de
preocuparse de crear la existencia o reproducir la existencia, sino que debe ocuparse en
existir.25
En el ámbito de la existencia la pasión implica precisamente la decisión que me lleva a mí y
que es una nota sostenida que se debe prolongar indefinidamente en mí durante toda la vida; se
trata de asumir dialécticamente la existencia con todo lo que implica, a saber, sus
contradicciones, sus dificultades, sus desafíos, sus frustraciones, sus pérdidas, sus fracasos; la
pasión es la decisión propia del que asume su existencia como tarea a realizar, con
responsabilidad, con seriedad, con pasión.
Precisamente la época desapasionada a la que se refiere Kierkegaard carece de esto en su
estructura general, en sus distintas dimensiones: las personas se ocupan de distintas
dimensiones de la sociedad como la cultura, la economía, la política, pero no hay una
preocupación por lo decisivo de la existencia, todo se termina en la circularidad de la
abstracción cuya expresión más monstruosa es el público, es decir, el resultado de la nivelación:
Para que realmente llegue a existir nivelación, primero debe levantarse un fantasma, el
espíritu de la nivelación, una monstruosa abstracción, un algo que lo abarca todo pero es
nada, un espejismo. Este fantasma es el público. Sólo en una época desapasionada, pero
reflexiva, puede levantarse este fantasma.26
Un aspecto más puede ayudarnos a comprender la propuesta de Kierkegaard: el hecho de
que la pasión está ligada con la interioridad del individuo, es decir, el hombre que permanece
en la superficie necesariamente vive aislado de sí, en cambio quien se decide por su existencia,
decide necesariamente ir hacia su interioridad. No se trata de un movimiento solipsista, sino de
un encuentro con la realidad más cercana que se tiene, a saber, el yo que se es; no el indefinido
de la posibilidad, sino la singularidad concreta. Así, la pasión existencial señala entonces
también un camino de asumir la existencia desde una decisión con toda la fuerza de la voluntad
que se dirige hacia sí en busca de lo verdaderamente humano, desde la particularidad y la
concretud que se es. No se trata de una interioridad que aísla del mundo, sino que vuelve
intenso el desdoblamiento interior porque lo pone delante de su realidad, sin aligerar los
contrastes, sino potenciándolos desde la libertad y la decisión que dirigidas al fundamento del
existir se convierten en decisión. Se trata, entonces, de llegar hasta la profundidad del océano
inmenso que la propia existencia conlleva: no solo quedarse en la superficie, sino nadar hacia el
fondo de uno mismo. Esa es la pasión existencial que Kierkegaard denuncia como ausente en su
entorno vital y que señala como un constante peligro que asecha al hombre, amenazándolo. Del
individuo se reclama la honestidad consigo mismo y paciencia,27 pues es una tarea que no se
acaba en un momento determinado, sino que dado que es la existencia, es devenir constante
como sí mismo, por eso el pathos existencial refiere sobretodo la transformación de la
existencia en razón de la armónica relación con los fines relativos y con el fin absoluto. En
palabras de Kierkegaard:
Conviene recordar que el pathos existencial es lo mismo que la acción, o bien que la
transformación de la existencia. El deber asignado consiste en que, de forma simultánea, se
relacione uno absolutamente con el telos absoluto y relativamente con los fines relativos […]
En la existencia debe realizarse el comienzo a través de la práctica de la relación con el telos
absoluto y despojando de su poder la inmediatez.28
Kierkegaard considera que el mal de la época presente está en el devenir del individuo que se
diluye en la nada de la significación por la ausencia de pasión, pues es la pasión la que pone al
individuo frente a sí, la que lo coloca delante de la posibilidad de su propia decisión a favor de
sí. De esta manera se comprende que “sólo las conclusiones de la pasión sean dignas de fe, es
decir, con valor de prueba”.29 Llevada esta afirmación a la existencia tendríamos que afirmar
que sólo en la medida que el individuo devenga como existente, es decir, desde la libertad, la
decisión, la pasión y la interioridad, sólo en esa medida es que podrá realizarse dentro de un
realismo existencial que no implica más que la singularidad que se realiza en la verdad, es
decir, desde el camino interior que se apropia y que entonces está preparado para elegir lo
esencial con la intensidad del que asume su propio riesgo de ser sí mismo.
Si lo vemos desde los elementos que hemos considerado, sin la pasión el individuo se
convierte en un frívolo bromista que se ocupa y preocupa de muchas cosas pero no tiene la
fuerza interior de ocuparse de sí mismo en cuanto existente; puede ser un gran político, un
orador o predicador del bien y la verdad; puede estar ocupado en tareas nobles como la
asistencia a los necesitados; puede ser un buen padre, un buen esposo; puede deleitarse con los
placeres del mundo y absolutizar la banalidad; puede creer que se encuentra en el camino de la
aguda reflexión filosófica respecto a la disolución de la metafísica; puede ser un administrador
de los misterios sagrados, un teólogo y filósofo eminente e investigar los problemas que han
movido las inteligencias de todos lo tiempos; “se puede participar en todo y, sin embargo, ser
una indeterminación humana”.30

3. EL INDIVIDUO COMO CATEGORÍA DE LA EXISTENCIA.


De esta manera llegamos a una categoría que en el planteamiento de Kierkegaard es
fundamental, a saber, la de individuo. Entendemos que dicha noción está relacionada con la
singularidad, pero sobre todo con el hecho de que sólo uno mismo puede descubrirse existiendo
y asumir no sólo el hecho de existir en un mundo determinado y concreto, sino como individuo
singular existente. La Época presente nos muestra delineada de manera sencilla la crítica de
Kierkegaard: “La necesidad de una decisión es lo que justamente la reflexión expulsa o
pretende expulsar”.31 Ello elimina la individualidad, un principio que es tanto como eliminar el
principio de no contradicción,32 lo curioso es que en la realidad el pensador danés observa que
sucede, es decir, un hombre que existe no deviene y se convierte en un anónimo más de la masa
abstracta que es el público:
El público es la ilusión de la reflexión, que bromeando ha vuelto engreídos a los individuos,
porque cualquiera se puede atribuir esta monstruosidad, al lado de la cual las concreciones
de la realidad se ven pobres. El público es la leyenda de una época de sensatez, que hace a
los individuos fantásticamente superiores a un rey.33
No podemos dar un paso más sin considerar una relación que nos permite considerar que el
individuo en Kierkegaard es la categoría de la existencia. Me refiero sobre todo a que la pasión
y la decisión conjuntamente con la libertad no son teorías para Kierkegaard, no se puede
entonces teorizar, en el sentido estricto, la existencia, mas bien se pueden ofrecer ciertos
indicios que puedan hacer que el mismo individuo descubra la gravedad de la cuestión, de tal
forma que se pueda descubrir la existencia como la manera o la forma en la que el hombre
deviene en la temporalidad. Kierkegaard considera que la vida del desapasionado no es un
principio que se manifiesta o desarrolla y podemos nosotros agregar entonces que no deviene
individuo, sino que sólo se queda pasivo y no se asume en el yo que es, puede idealizarse,
perderse en el momento de la inmediatez, pero siempre se queda lejos de sí, no consigue nunca
plasmar en su existencia el devenir en el instante frente a sí mismo, pues “el sujeto existente
que, revestido de pasión absoluta y pathos, manifiesta a través de su existencia su relación
patética con la felicidad eterna debe ahora relacionarse con la decisión dialéctica”34 Si
analizamos dicha consideración podríamos hacernos un sin fin de cuestionamientos, de entre
los cuales, aparece en primer lugar: ¿por qué Kierkegaard diferencia pathos de pasión
existencial? Considero que ello radica en que la pasión no sólo es entendida de manera unívoca,
sino que puede también entenderse desde otras perspectivas que el mismo Kierkegaard
considera, pero la pasión existencial no elimina las otras, sino que sólo las encausa hacia la
elección de sí mismo como individuo. Una segunda pregunta que surge es: ¿la pasión existencial
incluye la otredad, la alteridad? Aquí tenemos que afirmar que si bien Kierkegaard no la
excluye, si la coloca en un lugar que es precedido por cierto estado de soledad que acompaña al
individuo en cuanto que nadie puede enfrentarse a las tareas existenciales mas que él como sí
mismo y si es que lo ha decidido hacer con la seriedad e intensidad que se requiere. En dicho
movimiento, que brota esencialmente desde la interioridad, Kierkegaard parece que ve un
drama insoslayable: “el individuo cuenta solamente consigo mismo para lidiar con la
interioridad”.35 ¿Vuelve a esto a Kierkegaard un pensador precursor del individualismo?
Considero que esta visión no sólo es alejada del planteamiento original del pensador danés, sino
equivocada. El individuo está en constante relación con su entorno, no puede sustraerse a él,
pero tampoco puede convertirse en la nada por la nivelación, más aún, no debe permitir que el
realismo de su existencia se vea menguado por la maquinaria social que cosifica y clasifica todo
desde ciertos criterios. Aquí no sólo está en juego el individuo, sino la cultura misma, el hombre
mismo, pues cuando hay detrimento de la interioridad viene como consecuencia la
superficialidad y entonces la anulación de lo realmente humano, a saber, la existencia. Por eso
este pathos no consiste en pertenecer a tal o cual corriente filosófica, sino el descubrir que
independientemente de ello, aquí hay una verdad que me debo apropiar: soy un individuo que
debe decidir elegirse: “el pathos existencial se sumerge en el existir, y, consciente de ello,
rompe con toda ilusión, y se convierte en algo cada vez más concreto cuando transforma su
existencia por medio de la acción”.36
En Kierkegaard no se trata de un individualismo que menosprecia a los demás, sino de una
concepción profunda, nítida y amplia de la necesidad que tiene el hombre, de no sólo
concentrarse en sí, sino en regresar constantemente a la dialéctica de la vida cotidiana que no
se elude, sino que llama a la acción, pero desde una existencia transformada porque se ha
querido con sinceridad y conciencia ser el que se es, es decir, devenir existente. La filosofía del
individuo singular no es un huir del otro, sino un ir desde lo que soy a la realidad que se me
presenta constantemente y que incluye otros individuos, pero sólo puedo realizar
adecuadamente este movimiento si me conservo a mí en cuanto existente, asumiendo
intensamente la existencia en su realidad no en su idealidad. Se trata de un planteamiento
antropológico que no evade ni diluye ningún mínimo detalle, no es una consideración ingenua,
sino claramente realista, pero que busca que el individuo nunca pierda el núcleo fundamental
en el cual debe estar establecida su personalidad; se trata de un llamado a la recuperación de lo
más profundamente humano del individuo, a saber, su existencia. De otra forma, sería frívola
cualquier acción que se pusiera por obra cuando se olvida realizar la acción existencial tan
realista como lo es el estar en el mundo conjuntamente con sus circunstancias que no sólo son
externas, sino que parten de la realidad interna del individuo y que por supuesto, no pueden
evadir las demás, aunque tampoco puede anteponerlas.
Pero con el salto hacia las profundidades el individuo aprende a ayudarse a sí mismo,
aprende a amar a los demás como a sí mismo, aunque sea acusado de arrogancia y orgullo ​—
por no aceptar ayuda —o de egoísmo— por no haber querido ayudar a otros engañándolos. Si
alguien desea argumentar lo que hasta aquí he dicho lo puede decir de cualquier manera,
entonces mi respuesta es ésta: cuantos más, mejor.37
El pensador danés considera que en la medida que se difumina el individuo se hace evidente
que “las tareas existenciales de la vida han perdido el interés de la realidad”38 y trae graves
consecuencias para el hombre pues cada vez más se aleja de sí mismo creando “realidades”,
recreándose en sus arduas y agudas reflexiones, pero olvidando que él realmente es y que su
existencia le reclama una decisión interior y que no está a tenor de lo que esté en boga sino en
razón de la seriedad con la que él mismo sopese la gravedad de ser sí mismo dialécticamente.
Casi al final de La Época presente parece que Kierkegaard quiere decir en pocas palabras y
de manera muy elocuente lo que busca y buscará provocar a través de toda su complejo método
y obra, a saber, «ver la existencia humanamente».39 Pareciera una consideración un poco
tautológica, pero más bien yo diría, irónica, pues claro que el humano siempre existe, el
problema es que se ha llegado a una situación en la que el existir es lo menos importante a
considerar porque todo se disuelve en la quimérica plaza pública donde todos pasean con el
disfraz del anonimato.
El individuo singular es la apuesta que hace Kierkegaard por recuperar el sentido profundo
del devenir hombre con toda la fuerza de la contradicción que implica. No se trata de una
decisión que se pueda clasificar dentro de un listado, sino de la decisión de la vida que
direcciona todo el devenir en razón de ello. No hay intensidad en los individuos, en su pasión,
en su decisión, en su libertad. Lo que más se encuentra es sólo extensión y eso es tanto como
bromear con la propia vida con una frivolidad que sólo el que no ha decidido existencialmente
puede realizar, pues él mismo se convierte en un sarcasmo de la existencia, del individuo, de la
pasión y de la libertad, pues teniendo la posibilidad de entrar en dicha dialéctica, prefiere
sumergirse en el autoengaño fruto de una cultura cuyo entretenimiento se basa en lo exterior y
hasta allí llega, en detrimento de la interioridad.
Ello trae consigo la desvinculación; es decir, la eliminación de las relaciones necesarias que
Kierkegaard considera fundamentales en la existencia pues el yo es una relación que se
relaciona consigo misma y en la medida en que desaparece el individuo, el yo se encuentra
desvinculado y existencialmente anulado: “nadie de los que pertenece a un público se encuentra
realmente vinculado a algo […] El público es todo y nada, el más peligroso de todos los poderes
y el más desprovisto de sentido”.40

4. A MANERA DE CONCLUSIÓN: HACIA UN REALISMO EXISTENCIAL.


El Enkelte41 en danés es guardián de la pasión, del elegir, entonces de la libertad. Pero no sólo
eso, sino también de la significatividad existencial y la dialéctica que implica. En suma,
Kierkegaard ve como urgente que la filosofía haga un vuelco hacia el hombre, platea,
permítanme decirlo así, un realismo existencial que logre poner en movimiento al individuo
singular que es cada uno, que salga de la distracción y comience el arduo trabajo de ocuparse
de la existencia con toda la fuerza que dimana de la interioridad.
¿No se opone dicha clasificación a la misma pretensión de Kierkegaard? ¿No es Kierkegaard
el exponente del subjetivismo cuando afirma que la subjetividad es la verdad y cuando refiere
todo a la pasión y al individuo? ¿Por qué denominarlo realismo existencialista? A la primera
pregunta tengo que responder con honestidad aceptando que la antropología filosófica de
Kierkegaard escapa de cualquier intento de convertirla en una filosofía de conceptos, sería una
traición plantear el pensamiento del danés afirmando que de entre sus obras podemos
encontrar tratados, pero si desvinculamos la filosofía a la metodología y la simplificamos dentro
de las tres preguntas fundamentales, a saber, el hombre, el mundo y Dios, el pensamiento de
Kierkegaard no sólo nos ofrece un acceso novedoso a través de sus respuestas a dichas
interrogantes, sino que además nos da la posibilidad de mirar todo, especialmente al ser
humano, desde una óptica que novedosa porque se reflexiona no de modo abstracto y
totalizante, sino de tal manera que sólo se sugiere una perspectiva desde el devenir existencial.
Ello implica necesaria de la verdad sobre la propia vida y entonces sobre la propia existencia.
Allí Kierkegaard nos ofrece un terreno amplio para conocer al hombre que mas allá de ser
definido como una sustancia individual de naturaleza racional nos propone ubicar la dialéctica
del devenir en el tiempo como individuo singular, lo que ello implica para la libertad, la
necesidad de una fuerza que pueda mover la voluntad y que esta pueda transformarse en acción
que se traduce en decisión por devenir sí mismo.
Ahora bien, a la segunda pregunta tendríamos que responder diciendo que ciertamente la
pasión existencial, que de distintas formas Kierkegaard retrata en la Época presente, refiere al
individuo concreto y de manera particular a la seriedad de la decisión por el devenir sí mismo
desde sí y relacionándose adecuadamente con el telos absoluto y con los fines relativos. Este
movimiento reclama interioridad porque es desde ella que se puede apropiar la verdad que se
identifica en el plano de la existencia, la subjetividad porque el devenir desde la interioridad es
dialéctico y reclama la apropiación del individuo, de tal manera, que la subjetividad es la verdad
porque en la subjetividad se condensa la dialéctica existencial del individuo, su libertad, su
decisión, su elección y la posibilidad de su acción. Ahora bien, ello no se opone al plano de las
verdades objetivas, no se contrapone a los axiomas científicos imposibilitando el desarrollo del
conocimiento. Kierkegaard sólo busca ubicar en la dimensión exacta de lo real el existir, pero no
como una abstracción, sino desde la concreción del individuo singular. No estamos delante de
un relativismo en donde cada uno determina qué es lo verdadero, pero en el plano del realismo
existencial que refiere al individuo singular, cada uno tiene necesariamente que apropiarse de
su verdad desde la interioridad y en este sentido Kierkegaard no está postulando que el
individuo, por decirlo así, sea la medida de todas las cosas, sino más bien que el individuo es el
garante de la verdad existencial y que está verdad es real, tan real que ante ella se debe elegir
con pasión, es decir, con la fuerza transformadora de la libertad que dirige la voluntad hacia el
instante de la decisión y la acción. Por eso, el individuo singular expresa no sólo un término
fundamental en el planteamiento de Kierkegaard, sino que abre una brecha en el reflexionar
filosófico: el individuo singular es la salvaguarda de la humanidad y en este sentido la
salvaguarda de la otredad y por ello, una posibilidad de releer las relaciones con las
circunstancias. ¿Se trata de una antropología? En cierto sentido y de manera novedosa y
original sí.42
Hacia un realismo existencial, así he denominado la conclusión porque considero que no sólo
refiere la concreción del individuo singular y a sus realidad más verdaderas, a saber, la libertad,
la pasión y la elección, sino que también se escapa a uno de los estereotipos mas conocidos que
se atribuyen al danés, a saber, padre del existencialismo. A mi parecer el planteamiento de
Kierkegaard podríamos considerarlo como eminentemente antropológico, en sentido, de que
busca rescatar y poner en evidencia los límites que rodean la vida del hombre, que su existencia
en tanto que dialéctica no lo deja nunca tranquilo, en el sentido de que siempre la vida será el
tiempo de la prueba en la que se tiene delante la alternativa existencial de devenir sí mismo. No
se trata de una teoría antropológica que busque sumergir al hombre dentro de conceptos, sino
sólo trata de indicar la realidad como haciendo alusión a cierta incapacidad de la razón y del
lenguaje de llegar a las verdades existenciales de manera directa. Kierkegaard escoge el
camino de la insinuación, de la indicación, de la broma, de la ironía. Expresa muchas veces de
manera negativa la verdad a la que está llamado el individuo. En La Época presente no sólo
tenemos un ejemplo de ello, sino una síntesis, si se permite el término, de todo lo que el
pensador danés desarrolla en sus distintas obras porque busca retratar una época
desapasionada y así logra de manera magistral llevarnos de la mano hacia el núcleo de su
planteamiento antropológico. Un realismo existencial no en el sentido en el que generalmente
se entiende realismo vinculado con cierta corriente filosófica, sino en el sentido de que la
existencia es verdadera y auténtica sólo en la medida en que se decide por ella cada individuo
singular, en la medida en la que el individuo se transforma por la pasión en existente asumiendo
las múltiples paradojas que la vida conlleva, asumiendo, al final de todo y sobretodo la realidad
que es cada uno delante de sí mismo, apropiándose de la verdad más noble que hay en cada ser
humano, a saber, el ser y el devenir que se conjugan en la libertad dinámica del acontecer de la
elección.
Parece que también nuestra generación como la de Kierkegaard vive sumergida en la
distracción, en el ocio, en la instrumentalización, en la alienación. Parece que los individuos han
sido tragados por el público y ahora gozan de la nobleza de tener el título de una cifra. Lo que
más escasea en la actualidad es la pasión, la interioridad y la trascendencia. Hace falta vincular
al hombre con su existencia, pero esto no sucederá presentando grandes tratados sobre la
existencia, sino en primer lugar haciéndole ver su distracción y que entonces elija con pasión
existencial ser sí mismo. Kierkegaard describe la tesis central de este realismo existencial de
manera magistral:
Cuando la generación se ha distraído un instante con la amplia vista de lo infinito abstracto,
donde nada sobresale, ni el más mínimo estorbo, sólo «aire y mar»: entonces comienza el
trabajo, en el que el individuo tendrá que ayudarse a sí mismo […] que comprenda por sí
mismo lo que es ser una persona.43
1 S. Kierkegaard, La Época presente. Tr. Manfred Svensson. Madrid: Trotta, 2012, p. 90 / SV1 VIII 103.
2 Cfr. S. Kierkegaard, La Época presente, p. 81 / SV1 VIII 95. Cfr. S. Kierkegaard, La enfermedad mortal. Tr. Demetrio Gutiérrez
Rivero. Madrid: Trotta, 2008. En esta obra Anti-Climacus nos ofrece en la primera parte la descripción de la desesperación del
yo que se idealiza a sí mismo y que por ello se pierde.
3 Cfr. Ibídem, pp. 59-60 / SV¹ VIII 79.
4 Ibídem, p. 59 / SV¹ VIII 79.
5 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 422 / SV1 VII 364-365.
6 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 47 / SV1 VIII 69.
7 Ibídem, p. 42 / SV1 VIII 66.
8 Ibídem, p. 60 / SV1 VIII 79.
9 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 65 / SV1 VIII 83.
10 Ibídem, p. 53 / SV1 VIII 74.
11 Ibídem, pp. 59-60 / SV1 VIII 79.
12 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 425 / SV1 VII 366.
13 Cfr. S. Kierkegaard, La Época presente, p. 60 / SV1 VIII 79.
14 Ibídem, p. 60 / SV1 VIII 79.
15 Ibídem, p. 71 / SV1 VIII 87.
16 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 436 / SV1 VII 376.
17 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 41 / SV1 VIII 65.
18 N.B. Nos referimos sobre todo a que la filosofía aristotélica y la corriente tomista han desarrollado y definido la pasión sobre
todo como una afección. Hume por ejemplo la ha subordinado a la razón dada su concepción peyorativa. Hegel, en cierto
sentido, ha abierto la pauta al considerar la pasión ligándola con una fuerza creativa, sin embargo, no es un aspecto central en
Hegel. Cfr. Hegel, Filosofía de la Historia, 1928, 59.
19 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 403 / SV1 VII 348.
20 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 45 / SV1 VIII 68.
21 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 415 / SV1 VII 358.
22 Ibídem, p. 408 / SV1 VII 352.
23 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 417 / SV1 VII 359.
24 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 45 / SV1 VIII 67.
25 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 422 / SV1 VII 364. Una crítica que arguye
Kierkegaard a los filósofos es el trasladar la existencia al papel, cuando lo fundamental no está en los tratados, ni en los
sistemas, sino en cada individuo en particular. Parece argumentar en contra de una cierta verborrea filosófica omniabarcante
muy propia del ambiente del Idealismo Alemán. Cfr. Nota al pie p. 429 / SV1 VII 371.
26 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 67 / SV1 VIII 84.
27 Cfr. S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 430 / SV1 VII 371; Temor y Temblor p. 167
/ SV1 III 147.
28 Ibídem, p. 434 / SV1 VII 374.
29 S. Kierkegaard, Temor y Temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza Editorial, 2012, p.166 / SV1 III 147.
30 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 80 / SV1 VIII 95.
31 Ibídem, p. 50 / SV1 VIII 71.
32 Cfr. Ibídem, p. 75 / SV1 VIII 90.
33 Ibídem, p. 70 / SV1 VIII 87. En Mi punto de vista Kierkegaard llega a afirmar que el público, en el sentido de multitud, es la
mentira y la miseria de la época. Cfr. p. 132.
34 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas Filosóficas, p. 388 / SV1 VII 334-335.
35 Ídem.
36 Ibídem, p. 435 / SV1 VII 375.
37 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 66 /SV1 VIII 84.
38 Ibídem, p. 84 / SV1 VIII 98.
39 Ibídem, p. 92 / SV1 VIII 104. Aunque Heidegger, el autor de Ser y Tiempo, no lo reconozca del todo, en el fondo todas las
determinaciones del ser sólo puede ser consideradas como un intento de teorizar humanamente la existencia, ya todas las
especificaciones que presentan aluden a la multiplicidad del devenir.
40 Ibídem, p. 70 / SV1 VIII 86.
41 Cfr. R. Larrañeta, Kierkegaard, pp. 21-22. En las páginas citadas el autor presenta la serie de conceptos en danés mas
utilizados por Kierkegaard además de ofrecer el término más exacto en el equivalente castellano.
42 Cfr. N.H. Søe, “Antropology”, en “Kierkegaard and human values”, Bibliotheca Kierkegaardiana, no. 7, p. 26-36. En el
presente artículo se pueden encontrar distintas dimensiones y aseveraciones sobre lo que conlleva hablar de una antropología
en el pensador danés.
43 S. Kierkegaard, La Época presente, p. 93 / SV1 VIII 105. Los desarrollos posteriores de filosofías sobre todo el humanismo y
el denominado existencialismo no pueden entenderse sin las líneas que ha trazado el pensador danés para reflexiones
posteriores. Sin embargo, parece que el riesgo de olvidar alguna de las cuestiones fundamentales de este realismo existencial
no es de menor grado, pues de distintas manera han aparecido ciertas corrientes que vuelven a la relativización del individuo o
al olvido de la trascendencia.
PASIÓN Y REFLEXIÓN EN KIERKEGAARD: PROXIMIDADES CON LA
TEORÍA CRÍTICA
Esperanza Patricia Vargas García
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

H
oy que la televisión es el centro de atención, y muchas veces el único vínculo que hay
entre los integrantes de las familias. Hoy que la televisión representa para nuestra
sociedad el satisfactor más eficaz de las fantasías, y también nuestro refugio idealizado
que hace soportable la frustración generada por la publicidad. Hoy que todos somos iguales
frente a la televisión y demás medios electrónicos, pues todos somos parte de ese gran público,
y que ni los personajes más notables pueden salvarse de integrar, incluso voluntariamente, a
esa gran masa indiferenciada, como dice Gubem.1 Hoy que frente a las tiranas órdenes de la
publicidad somos obedientes consumidores, pues sentimos que de ello depende el sentido de la
existencia. Hoy que Twitter y Facebook han hecho de la inmediatez la forma cotidiana en la que
podemos hacer públicas las cosas más privadas, importantes las cosas más triviales,
ilusoriamente cercanos a quienes están más lejos, y siempre pasajeras las cosas más
fundamentales. Hoy que tratamos como caduco y ya superado al primer iphone, nos unimos
para conmemorar a un personaje que nació, pensó y vivió hace 200 años: el danés Søren
Kierkegaard.
¿Para qué debe ser recordado un pensador del siglo XIX? Es quizá esta una interesante
diferencia entre los formidables inventos tecnológicos con respecto a los grandes pensamientos
filosóficos, pues los primeros no obstante sus beneficios, rápidamente caducan, mientras que
los segundos despiertan renovada admiración por su tino y pertinencia. Conmemorar a Søren
Kierkegaard hoy es aprovechar sus ideas como punto de partida para comprender esta nuestra
condición humana, siempre cambiante, y siempre la misma. Además hay que tener presente que
el padre del existencialismo nos advirtió que él no nos entrega la verdad, porque no es un
objeto transferible, sino que nos dice cómo encontrarla por nosotros mismos, buscándola en
nuestra interioridad, en ese fondo subjetivo espiritual.
Encontramos en el pensamiento de ese hombre de los muchos nombres, importantes
contribuciones en temas de estética, teología o metafísica, especialmente sobre la subjetividad,
la construcción del sí mismo, la angustia, la desesperación, el instante en Dios, el dolor
humano… Pero ahora he querido abrir la oportunidad para dirigir la atención hacia su crítica a
la cultura y a la sociedad, campo que merece mayor atención creo yo, no sólo por ser revelador
de verdad, sino por su sorprendente vigencia con respecto a los fenómenos de la
posmodernidad. Como apunta James Marsh, Kierkegaard nos invita a redescubrir las raíces
socio-económicas de una ideología para lo cual nuestra propia individualidad auténtica es
necesaria.2 Y es que quizá toda crítica genuina, venga de quien venga, buscará denunciar los
obstáculos que se levantan como enemigos feroces contra el hombre.
Alguna vez Bachofen señaló que la mejor crítica es la comprensión. Y así es como
Kierkegaard realiza su crítica a la sociedad, advirtiendo que es desde su comprensión
individual. Siendo fiel a su precepto de que la verdad no se conoce directa sino indirectamente,
en este tema no acude simplemente al acontecimiento social o histórico para realizar su
análisis, sino que parte de una novela social, bajo el supuesto de que en esa ficción literaria la
verdad se resplandece como en un reflejo. Kierkegaard aprecia en la novela Dos generaciones,
un retrato de la forma de vida de la sociedad europea del siglo XVIII contrastada con la
sociedad de 1840. Escribió La época presente como una rescensión sobre dicha obra. Cabe
aclarar que él la conoció de autor anónimo, y nunca supo que había sido escrita por la baronesa
Thomasine Gyllenbourg.
Como una virtud adicional, esta rescensión es a su vez susceptible de convertirse en modelo
ejemplar para la más concreta aplicación de una metodología hermenéutica. Y es que éste es un
ilustrativo prototipo de cómo Kierkegaard, muestra haciendo, es decir, que en vez de teorizar
sobre el método, simplemente hace hermenéutica. De esta forma, privilegia la acción sobre la
reflexión y publica su Época presente.
En su crítica a la cultura, Kierkegaard revisa la importancia de la prensa y descubre un nuevo
actor surgido de la modernidad que es el público, describiendo los vicios y consecuentes
conductas de una sociedad decadente. Aquí queremos llamar la atención sobre su proximidad
con la teoría crítica y el marxismo, ya que no obstante la oposición natural entre individualismo
y comunismo, entre lo espiritual y lo material, las críticas auténticas pueden llegar a converger.
Es oportuno aclarar que inscribimos en esta teoría crítica a los integrantes de la también
llamada Escuela de Frankfurt, como son Adorno, Horkheimer, Marcuse, Benjamin y Habermas,
todos ellos representantes a su vez del marxismo occidental, por lo que aquí los tratamos como
equivalentes.
¿Que cómo podemos encontrar afinidad entre aquel barbado filósofo que señaló a la religión
como el opio del pueblo y a Søren que veía en la religión el más elevado estado del sujeto?
¿Cómo puede haber proximidad entre un filósofo cuyo pensamiento está centrado en el valor del
individuo, con respecto a los marxistas que señalan al individualismo como el principal
beneficiario de las prácticas de explotación realizadas por el capitalismo? Las convergencias
pueden evidenciarse al comprender el sentido de sus perspectivas, y para ello hay que precisar
algunos elementos que los contextualizan. Primero debemos recordar que tanto Marx como
Kierkegaard levantaron su pensamiento contra Hegel, el primero contra el idealismo, el
segundo contra lo acabado del sistema. Y surge una cuestión: ¿Acaso no se hace de por sí
sospechosa la enfática oposición a Hegel, pues quizá ser anti hegeliano es ya una forma de
seguirlo? Para oponerse a una parte de Hegel es preciso afirmar otra.
Por otro lado, ambos filósofos coinciden con la fuerza de su crítica en el rechazo a la
enajenante sociedad de masas. Finalmente si Marx señaló las formas de la enajenación del
hombre es porque buscaba cómo lograr que el hombre recuperara su propia naturaleza,
mientras que por su parte Kierkegaard confluye en la búsqueda de cómo el hombre puede ser sí
mismo y recuperar su propia subjetividad. De esta forma las propuestas kierkegaardiana y
frankfurtiana pueden tener importantes acercamientos en algunos puntos específicos.

1. DOS ÉPOCAS.
Hablar de épocas presupone una consideración del tiempo histórico en categorías bajo criterios
específicos. Especialmente los filósofos del siglo XIX encontraron varias formas de dividir este
tiempo del hombre y su cultura, como por ejemplo A. Comte y sus tres estadios, pero también lo
hicieron Hegel, Fichte, Dilthey, entre otros. Al respecto Horkheimer anota:
En la filosofía idealista, las épocas se fundan en la automanifestación de una esencia
espiritual […] Por el contrario, la tendencia materialista intenta superar este elemento
metafísico por medio del descubrimiento de la dinámica económica, que desempeña un papel
determinante en el transcurso de las edades, en su despliegue y en su caída. Quiere
comprender las transformaciones de la naturaleza humana en el transcurso de la historia a
partir de la formación, diferente en cada caso, del proceso material de vida de la sociedad.3
Según Kierkegaard, por los valores encarnados en costumbres y la forma de vida, la sociedad
puede inscribirse en una época revolucionaria o en una época reflexiva. Y la prensa se comporta
diferente en cada época. Con esta aclaración muestra que su crítica no está dirigida a la prensa
por sí misma sino a su comportamiento en una época desapasionada, pues la prensa durante la
época revolucionaria puede ser edificante y constructiva, puede cooperar para que la sociedad
tenga vida comunal, ayudando al desarrollo de concreciones como los partidos. Aquí cabe
aclarar que es muy posible que su conflicto con la revista El Corsario haya sido fuente de
inspiración para caracterizar a la prensa de La época presente.
La época revolucionaria, dice Kierkegaard, está dirigida a la acción, es apasionada el peligro
no es obstáculo sino atractivo desafío, pero también es arrebatada hasta con el deseo de abolir
todo, es época de héroes. En oposición dialéctica, la época presente es reflexiva y
desapasionada, la reflexión inhibe la acción, busca la seguridad, la conservación, termina en el
vacío. Aquí su diagnóstico: “La época presente es esencialmente sensata, reflexiva,
desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la
indolencia”.4
Esta división de época revolucionaria y época reflexiva, en el fondo comporta la dialéctica por
un lado entre la pasión y la reflexión, y por otro lado entre lo concreto y lo abstracto.
Kierkegaard despreciando lo abstracto rechaza a Hegel, se afirma como pensador romántico
y mira la época revolucionaria con ojos de melancolía. Se opone a la síntesis hegeliana por su
tono definitivo. Aclama las concreciones existenciales porque en ellas se encuentra la auténtica
verdad. Más aún, su concepción de dos épocas puede apreciarse también como una
manifestación de su romanticismo, pues conlleva una visión melancólica de la realidad social.
Quizá se opone a Hegel porque es romántico, y quizá es romántico porque es melancólico.
Al respecto, L. Guerrero explica que “el Romanticismo como movimiento cultural fue una
reacción a la personalidad ilustrada y racionalista [caracterizada por] un aire triunfalista en el
poder de la razón”.5 En este movimiento cultural, la melancolía es naturalmente crítica, pues
busca los sentimientos auténticos, rechaza la hipocresía social, el engaño, denuncia
inconsistencias y vicios. Con base en todo esto, resulta natural el tono melancólico con el que
extraña Kierkegaard la época revolucionaria.
Por otro lado cabe preguntarnos si ¿acaso al describir la época reflexiva como medio para
falsear la realidad, no está atacando al quehacer filosófico en sí mismo? Pensamos que no, él no
podría exaltar lo irracional haciendo filosofía. De hecho Kierkegaard es muy socrático, y por
tanto aprecia como lo mejor de esa tarea filosófica la vida examinada. Entonces, ¿a qué se
refiere con pasión y de qué clase de reflexión está hablando? Por un lado, para Kierkegaard la
pasión no es el entusiasmo fugaz propio de la época desapasionada, sino un modo constante y
comprometido de actuar.
Con respecto a la reflexión podemos recordar que en la obra que escribió con el seudónimo
de Climacus, Postscriptum6 distingue al pensador objetivo y el pensador reflexivo. En este caso,
el pensador reflexivo lo es en un sentido valioso y positivo, de comprensión subjetiva de la
existencia, mientras que el pensador objetivo reflexiona por diversión y evade lo profundo de la
existencia. Según esto, corresponde a la época reflexiva la promoción del pensador objetivo, por
su trivialidad e indiferencia; mientras que el pensador reflexivo se vincula más exactamente con
la época revolucionaria, por su sentido apasionado de la existencia.
Es en esta crítica a esas tendencias comunes que presentan los individuos en una época,
donde podemos localizar la aproximación con la teoría crítica. Así, la caracterización de la
época reflexiva en La época presente, viciada por la publicidad de lo trivial simulando que ha
ocurrido algo importante para ocultar su vacío, es casi equivalente a la razón instrumental de la
Teoría Crítica de Adorno y Horkheimer.7 Ésta consiste grosso modo en justificar racionalmente
el uso de personas y cosas con fines de dominación y auto conservación. Desde la Teoría Crítica
esto es esencial para la sociedad capitalista. La razón en lugar de ser medio para conseguir la
emancipación, se convierte en medio de dominación. La razón transforma los medios en fines
dotados de autonomía. En tal supuesto, razonar es un vicio, y corresponde a lo que Adorno y
Horkheimer llaman la enfermedad de la razón. Esta razón es objetivadora, teoriza e
instrumentaliza todo lo que toca.
Si regresamos ahora a la cita de Horkheimer, y buscamos la ubicación de esta clasificación de
las dos épocas de Kierkegaard, ya sea en la filosofía idealista o en la tendencia materialista,
entramos en dificultades. No es del todo idealista porque no supone un elemento metafísico,
como un a priori universal desde el cual se despliegan los particulares. Pero tampoco podemos
ubicar las dos épocas de Kierkegaard en una tendencia materialista que descubre una
necesidad económica. Quizá no es ni lo uno ni lo otro, o es lo uno y lo otro.
Conforme describe Kierkegaard la época reflexiva, podemos observar mejor su equivalencia
con la Razón Instrumental. Sobre todo si la sociedad busca formas de apariencia, que oculten
sus inconsistencias, su falta de relaciones, y la creatividad se desarrolla para la construcción de
disfraces y maquillajes. Expresamente dice: “una época desapasionada no posee ningún activo:
todo se convierte en transacciones con papel moneda”.8 Por eso Kierkegaard la ve como una
época sin significados, de ambigüedad y por tanto de falta de relaciones. Concretamente dice
que la vida se puede ir en comités, donde ya no hay temor ni temblor.
Sabemos que a Kierkegaard se le ha acusado de individualista, no obstante debe matizarse
este señalamiento, pues si bien sus temas siempre tendrán como centro al individuo, eso no
significa que viva en un solipsismo, o que la sociedad esté ausente. Por el contrario, él considera
que finalmente la sociedad está conformada por individuos, hombres comunes y corrientes, y si
éstos consiguen su desarrollo más elevado, en consecuencia habrá una mejor sociedad.

2. EL PRINCIPIO UNIFICADOR DURANTE LA ÉPOCA REFLEXIVA.


Pero en una época decadente como es la reflexiva, el principio unificador es la envidia. Ésta se
manifiesta en forma de una exigencia tal que mantiene al individuo en perpetua frustración.
Con el tiempo, la envidia reflexiva se convierte en una envidia ética. Un ejemplo es la práctica
del ostracismo en Grecia, para castigar la excelencia.
En Los caballeros Arsitófanes retrata el final estado de putrefacción, cuando la plebe
culmina, tal como se reverencia el excremento del Dalai Lama, adorando las heces de la
sociedad, una relación que en su degeneración corresponde a una democracia poniendo el
poder imperial en subasta.9
Es difícil leer estas líneas sin sentir que tienen directa aplicación a la sociedad del siglo XXI,
donde se busca el éxito a cualquier costo. Esa adoración de la que habla Kierkegaard la
encontramos en los mass media, como por ejemplo en los talking shows de la televisión, o los
trading topping del Twitter. Incluso los noticieros promueven la “adoración de las heces de la
sociedad” usando una narrativa que termina convirtiendo en héroes a los más abominables
criminales.
La envidia es una forma negativa de reconocer la excelencia, buscando disminuirla, para lo
cual inicia un proceso de nivelación en el que ningún individuo pueda sobresalir. Esta nivelación
se justifica con el argumento de la igualdad. Se trata de la igualdad matemática, donde tantas
personas equivalen a un individuo excepcional. Así, el sentido de pertenencia cambia.
El individuo ya no pertenece a Dios, ni a sí mismo, ni a su amada, ni a su arte, ni a su ciencia;
no, tal como un peón pertenece a una hacienda, así el individuo sabe que está perteneciendo
a una abstracción en la que la reflexión lo subordina.10
Así la nivelación es un juego de reflexión en manos de un poder abstracto. El individuo es
aplastado por la más alta abstracción en una única categoría universal: es pura humanidad. En
esta categoría todos caben hundidos en igualdad, sin vínculos, y por eso ya no hay héroes. Es en
la noción de nivelación como una forma sofisticada de violencia contra la persona, donde mejor
se manifiesta la dialéctica entre el individuo y lo abstracto, expresada a su modo también por la
teoría crítica. Es cuando el individuo se falsifica buscando convertirse en Señor,
autoafirmándose. Lo más noble y sublime, es pervertido para conseguir una ganancia egoísta y
banal.
La envidia de la que habla Kierkegaard es siempre egoísta, y es también hipócrita, se oculta,
se disfraza. Algo muy parecido menciona Horkheimer respecto de la naturaleza del burgués,
siempre egoísta, pero ocultando sus mezquinos intereses detrás de los más nobles sentimientos
de amor y altruismo.11

3. LA SALIDA.
Pero la cercanía que hemos observado entre Kierkegaard y la Teoría Crítica se invierte al
buscar un remedio. Según Kierkegaard cuando la reflexión es una cárcel que tiene presos al
individuo y a la época, con las cadenas de una ley de nivelación, la única salvación, la única
salida, es la conquista individual de la interioridad religiosa. Esto significa que el individuo ha
de conquistarse a sí mismo ante Dios, en vez de conquistar al mundo.
La sociedad es miope y por eso cae en la trampa de la reflexión.
Pero con el salto hacia las profundidades el individuo aprende a ayudarse a sí mismo,
aprende a amar a los demás como a sí mismo, aunque sea acusado de arrogancia y orgullo —
por no aceptar ayuda— o de egoísmo —por no haber querido engañar a otros ayudándolos.12
Para el marxismo lo religioso siempre es visto con desconfianza, como una patología de la
sociedad que la enajena, la religión ha sido utilizada para dominar, ha sido instrumentalizada
por los intereses capitalistas. En apariencia habría oposición con Kierkegaard respecto a lo
religioso. Pero es importante recordar que el propio Kierkegaard, antes de configurar este
arribo al estadio religioso, atravesó por una severa crítica a la manera falsa de entender la
religión, que lo expresa en obras como por ejemplo La enfermedad mortal. Señala esa ruptura
entre las enseñanzas de Jesús y la forma de vida de los pastores daneses. Por eso espetó que el
cristianismo debía recristianizarse.

4. EL ACTOR DE LA MODERNIDAD.
Además, en la época desapasionada y reflexiva en que la nivelación es la tendencia, la prensa
ayuda a construir un fantasma como instrumento de igualdad, que es el espejismo del público.
“El público es una monstruosa nada” que en la antigüedad no existió, ya que el pueblo cuando
se expresaba en masa, estaba físicamente en situación de acción. En cambio en esta época en la
que no hay relaciones, el público es una abstracción, compuesta por individuos insustanciales
(…) que jamás se unen o podrán ser unidos en la simultaneidad de una situación u
organización y que, sin embargo, se sostiene como un todo. El público es un cuerpo, más
numeroso que todos los pueblos juntos, pero este cuerpo nunca puede ser un modelo. En
efecto, no puede tener un solo representante, ya que él mismo es una abstracción. Sin
embargo, cuando la época es desapasionada, reflexiva y destructora de todo lo concreto, el
público viene a ser lo que lo cubre todo. Pero esta relación es una vez más justamente la
expresión que señala que el individuo es entregado a sí mismo.13
Esta abstracción aliena a los individuos en vez de ayudarlos, los hace engreídos, pues desde
ella toda concreción real se ve pobre. Porque el público no es ni una mayoría ni una minoría. La
diferencia es que el público aunque en apariencia unifica la opinión, no es responsable de ella,
no corre riesgos y por eso no conoce la vergüenza de la inconstancia. No permite ninguna
aproximación personal. “Si alguien adopta hoy la opinión del público y mañana es abucheado,
entonces es abucheado por el público”.14
La decadencia de una época desapasionada se manifiesta en actitudes de laxitud e indolencia.
Es cuando todo individuo, de cualquier estrato social, desea pertenecer a ese público aunque
sea por un momento, para hacerse la ilusión de que hay algo común de qué hablar. Kierkegaard
compara a ese público con un emperador romano que para aliviar su aburrimiento y sentir un
poco de risa inventa cosas. Finalmente se consigue la nivelación.
Es en esta noción de público donde mejor podemos encontrar proximidad con Karl Marx.
Observamos implicada su noción de ideología, de esa producción cultural con fines de
encubrimiento de los intereses de los grupos dominantes.
La ilusión superflua en la que transcurre la vida en esta época desapasionada, podría
equivaler al fetichismo de la mercancía mencionado por Marx. Él se refiere a cuando las
relaciones entre las personas toman la fantástica forma de las relaciones entre las cosas. La
mercancía llega a ser fantástica, simulando propiedades que no tiene y teniendo propiedades
que no se ven. Kierkegaard reconoce en esta noción de público la dimensión fantástica de la
sociedad industrial capitalista señalada por Marx.

5. CONCLUSIÓN.
Para terminar, podemos citar a James Marsh cuando señala:
Como Marx y la teoría crítica, Kierkegaard describe al público hasta sus bases en la vida
social real, critica su normatividad bajo la luz del criterio procediendo desde la ética
subjetiva, la evalúa dialécticamente bajo la luz de una ontología del sujeto, sintetizando
opuestos tales como necesidad y posibilidad, finitud e infinitud y apunta hacia su derrota
para una sociedad más justa. Como Marx y la teoría crítica, la concepción de Kierkegaard
sobre el sujeto, normatividad, racionalidad y crítica es fundamentalmente moderna o lo que
hasta ahora ha significado la corriente moderna, no simplemente posmoderna como algunos
han querido argüir.15
La notable diferencia radica en la confianza que Kierkegaard tiene en el poder del individuo y
su conciencia subjetiva, a diferencia de los filósofos de la teoría crítica, quienes piensan que el
individuo en soledad no posee la fuerza psíquica para dejar de conformarse con sus
circunstancias materiales. Mientras que la salida de esa época desapasionada Kierkegaard la
encuentra en la recuperación de lo religioso por parte del individuo, el pensamiento marxista
nunca propondrá un cambio individual, sino un cambio estructural, en cuyo proceso intermedio
se inscribe el derrumbe completo del sistema.

BIBLIOGRAFÍA.
Adorno, Theodor y Max Horkheimer, Dialéctica de la ilustración. Tr. Juan José Sánchez. Madrid:
Editorial Trotta, 9ª edición, 1998.
Gubem, Roman, El eros electrónico. Madrid: Taurus, 1ª edición, 2000.
Horkheimer, Max, Teoría crítica. Tr. Edgardo Alvizu y Carlos Luis. Madrid: 1ª edición, 2003.
Kierkegaard, Søren, La época presente. Tr. Manfred Svensson. Madrid: Colección Mínima
Trotta, 1ª edición, 2012.
Kierkegaard, Søren, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim
Bravo Jordán. México: Universidad Iberoamericana, 1ª edición, 2008.
V.V. AA. Barrios, José Luis, (coord.), La melancolía entre la psicología, la filosofía y la cultura.
México: Universidad Iberoamericana, 1ª edición, 2010.
V.V. AA. Matust, Martin J. y Merold Westphal, Kierkegaard in Post/Modernity. Indiana University
Press, 1st edition, 1995.
1 Cfr. R. Gubem, El eros electrónico. Madrid: Taurus, 1ª edición, 2000. Aquí el autor explica cómo la televisión, como más
emblemático medio electrónico, es el satisfactor del deseo en la sociedad actual.
2 James L. Marsh, “Kierkegaard and the Critical Theory”, en Martin J. Matust y Merold Wetphal, Kierkegaard in Post/Modernity.
Indiana University Press, 1st edition, 1995, p. 209. La traducción es propia.
3 M. Horkheimer, Teoría crítica. Tr. Edgardo Alvizu y Carlos Luis. Madrid: Amorrortu, 1ª edición, 2003, p. 79.
4 S. Kierkegaard, La época presente. Tr. Manfred Svensson. Madrid: Colección Mínima Trotta, 1ª edición, 2012, p. 41 / SV1 VIII
65.
5 Luis Guerrero, “La melancolía como pasión romántica. Werther y Kierkegaard”, en La melancolía entre la psicología, la
filosofía y la cultura, José Luis Barrios (coord.). México: Universidad Iberoamericana, 1ª edición, 2010, p. 34.
6 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim Bravo Jordán. México: Universidad
Iberoamericana, 1ª edición, 2008.
7 Cfr. Theodor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la ilustración. Tr. Juan José Sánchez. Madrid: Trotta, 9ª edición, 1998.
Especialmente en el primer capítulo “¿Qué es ilustración?” se caracteriza la noción de razón instrumental.
8 S. Kierkegaard, La época presente, p. 48 / SV1 VIII 70.
9 Ibídem, p. 58 / SV1 VIII 78.
10 Ibídem, p. 61 / SV1 VIII 80.
11 Cfr. op. cit. Horkheimer, p. 151 y ss. donde habla del egoísmo y movimiento liberador.
12 S. Kierkegaard, Época presente, p. 66 / SV1 VIII 84.
13 Ibídem, p. 68 / SV1 VIII 85.
14 Ibídem, p. 69 / SV1 VIII 86.
15 James Marsh, op. cit. p. 209.
EL TORMENTO DE UNA VIDA ESTÉTICA O LA TRAGEDIA POLÍTICA
DEL PECADO MODERNO
Mario Germán Gil Claros
UNIVERSIDAD SANTIAGO DE CALI

A mi parecer, nadie sabe quién fue verdaderamente Kierkegaard ni qué quiso decir.
Karl Jaspers. Kierkegaard vivo.

E
n la decisión, el sujeto establece una profunda relación con la verdad a través de su
estado de ánimo, en conexión con la actualidad que implica, de por sí, la transformación
de sí mismo, asumida como experiencia estética, ética, política y religiosa, de lo que es
la libertad, dada desde una actitud crítica del pensamiento frente a lo que somos y no queremos
ser.
La vida asumida como obra de arte, permite constituirnos en los personajes o actores
centrales de una novela, a la cual le damos calidad, todo depende de lo que pretendamos con
dicha obra; donde a la vez que somos los personajes también somos los propios escritores. Es
decir, se escribe en la obra misma lo que queremos ser, tal como se puede apreciar en el
conjunto de los escritos estéticos, éticos, políticos y religiosos de Kierkegaard con sus diversos
seudónimos, que esconden, como si fuera una obra teatral, la vida misma del filósofo
atormentado por la estética y sus derivaciones amorosas y eróticas, para enfrentarse ante el
pecado, que es la condición de desgarramiento por la cual atraviesa el espíritu político de la
época contemporánea. De ahí que la vida kierkergaardiana esté cruzada por un estilo de vivir
radicalmente diferenciado ante el presente, cargado de una estética light y del pecado, que
impide alzar la mirada del sujeto en su existencia. Así, nos encontramos ante una filosofía
cruzada por los tormentos que despierta el presente, atrapada entre la filosofía socrática y el
canto religioso de Lutero, en el afán de poder ser libres y seguir manteniendo dicha libertad,
que en gran medida atraviesa el pensamiento de la existencia de Kierkegaard por medio de una
experiencia terrenal filosófica y religiosa, cuyos maestros serían Sócrates y Jesús.

1. EL TORMENTO DE UNA VIDA ESTÉTICA.


Empero, el filósofo danés era una naturaleza erótica: la ruptura de su noviazgo, su fracaso amoroso, le
atormento toda su vida y marcó hasta el final sus escritos teológicos.
Cioran. La tentación de existir.

El estilo de vida radicalizado en la existencia particular, se diferencia frente a lo abstracto, lo


universal de corte hegeliano. En otras palabras, evita ser absorbido por la institución en su
racionalidad cosificada y sistematizada, por la militancia ciega, por la delegación de la libertad
en la representación política, que termina siendo traicionada. Así, el estilo de vida nos da la
experiencia, lo concreto, el aquí, y facilita de esta manera su realización, si se puede decir, de lo
que somos ahora y no lo que podremos ser fuera de este mundo, que para Kierkegaard es
tormentoso, quizá trágico. Por tanto, una vida como obra de arte, conjuga la universalidad del
pensamiento, sin caer en sus argucias sistemáticas, en una vida concreta; en lo que dice Sartre:
lo universal singular.1 En este sentido, Kierkegaard recoge en su filosofía la esencia del
conflicto entre mundo abstracto y mundo singular, la cual se resuelve en el sujeto,
específicamente en el sujeto moderno. Se afronta así el carácter, la actitud, la forma de asumir
la existencia, por medio de la singularidad, única realidad de la propia vida, en la que se recrea
la libertad como experiencia ética de sí mismo; ética a la cual Kierkegaard puso su énfasis, que
cuestiona el estatuto de la misma estética y fortalece la experiencia religiosa desde una postura
íntima de la vida que se proyecta hacia los Otros, hacia el mundo, en la que se manifiesta la
verdad de lo que soy, en el que el instante, el momento de decisión para este modo de vida, es
determinante.
En Kierkegaard nos encaminamos a un sujeto desgarrado en su mundo interior y exterior,
que trata de reconstruirse por medio de la ética. Mirarse a sí mismo y sorprenderse de dicha
condición es pieza clave para el cultivo de la disposición filosófica, que nos ha de llevar a una
toma de decisión asumida como postura de vida signada por escudriñar el estado de ánimo y la
forma de pensar de quien la asume. Cargada por un conocimiento y un diálogo subjetivo que la
confrontan, para estar preparado hacia la vida, en la elaboración de un êthos.
Kierkegaard, en Estética y ética en la formación de la personalidad,2 destaca tres momentos
esenciales en la vida de todo individuo: la estética, la ética y la religión, a partir de una elección
de vida. Dicha elección es un acto ético que transforma nuestra condición de ser, contraria a la
elección estética, la cual busca la forma, la apariencia, sin llegar a modificar en el fondo nuestra
individualidad. Es la actitud como postura de vida, enmarcada en la elección de lo que se desea
como disposición. Soy lo que soy, lo que deseo ser, en mi manera de consolidarme en mi
propósito de vida.
Una vida estética es para el momento, para lo que se es en dicho lapso. Su lema es: “Hay que
gozar de la vida”.3 Que en su realización hay que buscarla no en el sujeto, sino en el mundo, en
las cosas, en la vida moderna, en los viajes, en los grandes centros comerciales (Baudelaire), en
el narcisismo del cuerpo, en la embriaguez de la insipidez y la indiferencia, entre otros. Frente a
esta posición estética de la vida, Kierkegaard en el siglo XIX, propone una actitud ética, que se
define por su vitalidad, por ser de carne y hueso, por ser parte de la naturaleza humana. Por
tanto, el hombre de una vida meramente estética, vive de la ocasión ante la cual no ha tomado
conciencia de sí mismo, en saber su posición, en escrutarse, en saber elegir. “El individuo
tendrá entonces conciencia de ser ese individuo preciso, con esas capacidades, esas
disposiciones, esas aspiraciones, esas pasiones, influido por un ambiente preciso”.4 La elección
permite una radical posición ética de toda existencia convencida de su proceder particular en el
mundo. Es reconocer el estado inacabado de nuestras vidas. Florece así un individuo cuya
fuerza es inmanente y se proyecta al mundo. En esta dirección, una vida ética establece una
comunicación con la estética, cuando se elige existencialmente la verdad y la seguridad. “La
ética dice que la importancia de la vida y de la realidad consiste en que el hombre se ponga de
manifiesto”.5 Posible por medio de una actitud, como toma de posición que ha de tener el
individuo ante el mundo e influye en su mirada estética: “Todo depende de la actitud que se
adopte”.6 Podemos decir que el individuo en Kierkegaard, precisa de una actitud espiritual para
su real compromiso, efectiva realización y afirmación de sí mismo, en lo que es su verdad y la
verdad del mundo. Principio de libertad que consiste según Kierkegaard “en ser sí mismo”. En
otros términos, la palabra nos da vida, presencia, carne, en últimas rostro.
El esfuerzo de este diálogo con Kierkegaard tiene un punto común: la filosofía, pues en su
filosofía se destaca la existencia como experiencia única y concreta, en la que no se encuentra
exenta la estética como modo de vivir, en la que lo humano se da, para contener lo trágico, lo
irónico, el acto filosófico, político y religioso, en una extraña y conflictiva relación entre
Sócrates y Dios, para una existencia atormentada en su sentido de vida, encubierta por distintas
máscaras al anunciarse ante el mundo.
La riqueza filosófica en Kierkegaard es pensar la existencia del individuo moderno que busca
un norte, inscrito en el orbe humano. Es aquí cuando la filosofía media como experiencia
particular, como estilo de vida en quien la asume. En el esfuerzo que damos a lo que somos, a la
vida, a su pregunta. Éste tipo de ética, descansa en una filosofía para un mundo terrenal, lleno
de necesidades, y para un mundo de la fe en el cual todo es posible. En consecuencia, una vida
estética descargada de una actitud ética, se deja arrastrar por acontecimientos carnavalescos y
universales, sin importar las consecuencias; dejándose llevar por modos de vida extensos y poco
profundos, tal como sucede hoy con lo político. La vida como obra de arte, ya no está en manos
de los dioses, fuerzas extrañas, el Estado, sino en el mismo sujeto. De ahí lo trágico y cómico de
la vida. “En lo trágico residen una tristeza y un remedio que en verdad no deben ser
desdeñados, y cuando uno pretende ganarse a sí mismo de modo sobrenatural, tal como lo
intenta nuestro tiempo, uno se pierde a sí mismo y viene a ser cómico”.7 Que es lo caracteriza
la época presente, el espíritu de la modernidad.

2. LA CRÍTICA POLÍTICA AL PRESENTE.


Hemos hablado de una táctica de la burguesía reaccionaria. Pero la exactitud de esta afirmación resultaría
deformada si quisiéramos imputar esta táctica a un Kierkegaard.
Georg Lukács. El asalto a la razón.

La posición filosófica de Kierkegaard refleja claramente la elaboración de un estilo de vida que


toma un radical distanciamiento ante su presente, ante la modernidad, la cual cuestiona
políticamente desde lo que sería una época presente; no sólo en su crítica, manifestada en su
espíritu de masa, sino también en el falso espíritu del cristianismo y en las vanas ilusiones de
las revoluciones. En otras palabras, el problema radica en gran medida frente al conflicto entre
la modernidad estética y la fe; esta última busca distanciarse inútilmente de la primera, por
medio de la ética asumida como entusiasmo (¿Kant?).
La crítica a la época presente, la encontramos en ese hombre que cree políticamente, capaz
de guiarse solo en el mundo, sin la presencia divina como referencia de salvación espiritual, es
incapaz de renunciar a la razón, al entendimiento, a las ganancias, a pesar de sus pesadillas,
que ha marcado al espíritu de la modernidad, de su ilusión a la revolución, que no es sólo
liberación del despotismo, sino de la fe, de Dios. Es en gran medida el pecado del sujeto
contemporáneo, que Kierkegaard cuestiona.
En términos políticos, el pensamiento de Kierkegaard es crítico al espíritu de la modernidad,
en especial las maneras de vivir del hombre, ya sea en lo estético, atrapado en lo inmediato, el
momento, lo fugaz (Baudelaire) y un modo de existencia saturada por el consumo,
desatendiendo nuestra voz interior que se escucha a sí misma, menos al Otro, por más que
existan medios masivos de comunicación. Lo que nos llevaría a una contradicción entre lo
exterior y lo interior de la vida humana. Es como argumentar que se tiene libertad de
pensamiento pero se pide libertad de expresión.8 En otros términos, vivimos en la pobreza
espiritual de la comunicación. Oigamos hablar al pensador:
Dejemos que otros se lamenten de que corran tiempos mediocres, pues están desprovistos de
pasión. Los pensamientos de las personas son débiles y frágiles como encajes y ellas mismas,
patéticas como encajeras. Los pensamientos de sus corazones son demasiado mediocres,
como para ser pensamientos.9
Que es lo que quizá marca el signo de la actualidad, del hombre embriagado de la insipidez,
carente de pasión, de fe, imbuido de indiferencia liberal, lleno de razones mercantiles y donde
todo es justificable si hay ganancia y goce. “La mayoría de las personas corren tan aprisa tras el
goce, que lo dejan atrás”.10 Son las sociedades de la velocidad y de espíritu líquido (Bauman).
En consecuencia, hay mucho goce y poca pasión, mucha cosa y poca espiritualidad, mucha
mediocridad y poco arte. Asistimos a una ontología política de nuestro presente vacía,
aparentosa, recubierta de objetos, donde la libertad se confunde en el juego de las apariencias,
de las imágenes.
Por último, frente a la crítica de la modernidad liberal, podemos destacar la siguiente postura
de Kierkegaard.
1. Trabajar para vivir, diríamos para sobrevivir, no puede constituirse en el sentido de la vida.
2. Trabajar sólo para consumir lo innecesario desenfrenadamente, tampoco ha de estar ligado
al sentido de la vida.
¿Cuál es el sentido de la vida para Kierkegaard frente al espíritu de la modernidad? El
sentido de la vida descansa en su simbolismo, en su representación de corte espiritual, ante el
cual nos hemos alejado. Así, el goce está en la voluntad y no en las cosas y el tedio, o el
aburrimiento que ellas despiertan por su falta de sustancialidad. Por tanto, en una época
cargada de ilusión, pero vacía, hay inercia, espectáculo, mera broma. “Como época
desapasionada no tiene el activo del sentimiento en lo erótico, ni el activo del entusiasmo y la
interioridad en lo político y lo religioso, ni el activo de lo doméstico, la piedad o la admiración
en lo diario y la vida social”.11 Es decir, carece de vitalidad, siendo lo cómico y lo trágico
meramente artificial y manipulado ante una época pobre en su espiritualidad, mas sí de riqueza
y de libre mercado. “Pero una época desapasionada no posee ningún activo: todo se convierte
en transacciones con papel moneda”.12 Es una franca crítica a las sociedades liberales del libre
mercado. Al igual que Marx, Kierkegaard “descubre” el misterio de la vida capitalista. “De
modo que, finalmente, el objeto del deseo es el dinero, lo que también es una representación y
una abstracción”.13 El dinero es el nuevo dios, es lo metafísico por su representación abstracta,
ya que lo que se ama no es a la mujer, al artista con sus capacidades o a la fama, sino el dinero,
lo cual causa envidia ante quien lo posee. Por eso se vive una época de ilusión, de
representación y no de fe. Es por eso el mayor pecado que pueda tener cualquier ser humano.

3. LA TRAGEDIA DEL PECADO MODERNO.


Lo que él llama el pecado es, en su conjunto, superación del estado por la libertad, e imposibilidad de volver
atrás; así la trama de la vida subjetiva, lo que Kierkegaard llama pasión —y Hegel, pathos— no es otra cosa
que la libertad instauradora de lo finito y que es vivida en la finitud como necesidad inflexible.
Jean Paul Sartre. Kierkegaard vivo.

El hombre de fe, es el hombre de acción, de entusiasmo, reflejado en sus obras, en los hechos,
el que va a la iglesia no por mera emoción estética, sino por un acto de fe. Aquel que no tiene
fe, carece de verdad y de autoridad, tanto religiosa como política, pues no tiene ascendencia
sobre los demás, en una crítica para aquellos que viven de la fe como lo hacen la iglesia y sus
pastores. Es el gran mal que atraviesa a la modernidad: la falta de una auténtica fe.* Pues la fe
para Kierkegaard es principio de libertad humana, que es de lo que carece la época presente.
De ahí que la ética sea un entusiasmo ligado al ánimo, que se refleja en el entusiasmo de la fe.
Contrario al pecado, que despierta la desesperación y el tormento trágico en el pensador danés.
Pasar de una vida filosófica, a una vida religiosa es el propósito que debe culminar toda vida
entregada a estos asuntos, sin antes haber pasado por la angustia y la duda filosófica, en un
espíritu turbado por lo sagrado, que va más allá de lo histórico, pues en la fe se resume
absolutamente todo. Así, la superación del pecado en Kierkegaard está en: <<conócete a ti
mismo>> y <<Yo creo que existe un Dios>>.14 Es la vida tormentosa que se mueve entre la
filosofía y la religión, en un vano esfuerzo por conciliarla a través de la fe. Fiel ejemplo de esta
situación se encuentra en la figura del Fausto,15 de Goethe, como exacto retrato del hombre
moderno que ansia conocimiento, poder, pero que cae en las desgracias espirituales del mismo
pecado. La mejor forma de liberarse de la duda filosófica es acudiendo a la fe; pero es una fe no
del creyente común, es una fe surcada por la reflexión, carente de duda, que sella la batalla y el
cansancio de la vida misma. “La duda se supera no por mor del sistema, sino por la fe, de igual
modo que es la fe la que ha traído la duda al mundo”.16
En consecuencia, la tragedia del hombre moderno, su desespero, su falta de amor, está en el
pecado que le desgarra, el cual es explorado en Kierkegaard desde diversos ángulos, tal ha sido
la estética y la ética, para encontrar una salida ante la incertidumbre, el tormento y la tragedia
que habita en su espíritu: la fe del buen hombre que entrega estéticamente su vida a la
creencia, al futuro.

4. BREVE CONCLUSIÓN.
Los más dignos discípulos de Hamlet son Nietzsche y Kierkegaard, también libres artistas de sí mismos. (…)
Kierkegaard nos enseña a escuchar <<la resonancia de lo opuesto>> cada vez que Hamlet manifiesta una
convicción o un sentimiento.
Harold Bloom. La literatura como un modo de vida.

Finalmente, el hombre precisa por medio de la fe curarse de todos sus infortunios, a través de
una estética de la fe mediada por la filosofía socrática, reflejada en un estilo de vida cuya obra
de arte sigue los pasos de Cristo, en su radical particularidad, ante el fracaso del mundo
moderno que se niega a dicha vida. En esta última etapa de la vida, no hay necesidad de
seudónimos, de máscaras, el verdadero cristiano se devela ante la mirada del Otro y del mundo
tal cual, en la búsqueda de la verdad de sí mismo, que tanto ha atormentado la existencia
humana, en la indagación de la libertad, en una época como la presente donde la misma razón,
las racionalidades, no dan respuestas contundentes y convincentes. Tal como dice Giorgo
Agamben en una intervención radiofónica aparecida en el diario La Repubblica de Italia:
Para comprender lo que quiere decir la palabra “futuro” antes hay que entender lo que
significa otra palabra, una que ya no acostumbramos a usar más que en la esfera religiosa: la
palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro sólo si podemos esperar o
creer en algo.17
Precisamente, éste fue el esfuerzo de Kierkegaard en el llamado a la fe, que transforma la
vida como acto íntimo, como espiritualidad, como obra de arte, previamente cultivada por el
hecho ético, en el que lo religioso se transforma en una radical experiencia, como
acontecimiento que afirma la existencia. Así, la fe es la solución de toda impotencia filosófica,
nos libera de la tragedia y del mismo pecado, que destruye no sólo individuos, sino culturas y
pueblos.

BIBLIOGRAFÍA.
Agamben, Giorgio. http://blogs.publico.es/fueradelugar/1980/giorgio-agamben-credito-fe-y-
futuro
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Lukács, Georg. El asalto a la razón. Tr. Wenceslao Roces. Barcelona, España: Grijalbo, 1978.
Sartre, Heidegger, Jaspers y otros. Kierkegaard vivo. Tr. Andrés-Pedro Sánchez Pascual. Madrid,
España: Alianza, 1980.
1 Sartre, Heidegger, Jaspers y otros, Kierkegaard vivo. Tr. Andrés-Pedro Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 1980.
2 S. Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad. Tr. Armand Marot. Buenos Aires: Nova, 1959.
3 Ibídem, p. 37 / SV1 II 163.
4 Ibídem, p. 130 / SV1 II 225.
5 Ibídem, p. 222 / SV1 II 290.
6 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Grinberg. Losada. Buenos Aires: Losada, 1968, p. 84.
7 S. Kierkegaard, O lo uno lo otro. Un fragmento de vida I. Tr. Darío Gonzáles, Begonya Saenz Tajafuerce. Madrid: Trotta, 2006,
p. 164 / SV1 I 123.
8 Cfr. S. Kierkegaard, La época presente. Tr. Manfred Svensson Hagvall. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2001, p. 45 /
SV1 VIII 67.
9 Ibídem, p. 53 / SV1 VIII 72.
10 Ibídem, p. 54 / SV1 VIII 73.
11 Ibídem, p. 50 / SV1 VIII 70.
12 Ídem / SV1 VIII 70.
13 Ibídem, p. 51 / SV1 VIII 71.
* Foucault Resalta en el ciclo lectivo de 1983, en su curso en el Collége de France, la importancia de la relación entre el
lenguaje filosófico (logos), la verdad (alétheia) y la fe (pistis), para decir la parrehesía ante los demás. Por su parte Agamben, en
una entrevista publicada por el diario la Repubblica de Italia en el 2013, nos dice que la fe (pistis) es el crédito que goza la
palabra de Dios ante nosotros. La fe entendida como fidelidad, creencia, crédito, se nos da de manera desnuda y directa, tal
como lo es el lenguaje filosófico, sin necesidad de adorno o retórica alguna. Por tanto, la fe es lo esperado, el futuro, lo que da
realidad (sustancia) a lo que no existe; ahora absorbida por la fe del crédito financiero y especulativo de la vida moderna.
14 Cfr. S. Kierkegaard, Johannes Climacus, o de todo hay que dudar. Tr. Javier Teira Lafuente. Barcelona: Alba, 2008, p. 79.
15 Bloom, Harold. (2011). La literatura como un modo de vida. Tr. Damià Alou. Madrid: Taurus, 2011, p.101. Fausto: el
favorecido.
16 S. Kierkegaard, Johannes Climacus, o de todo hay que dudar, p. 131.
17 Agamben, Giorgo. http://blogs.publico.es/fueradelugar/1980/giorgio-agamben-credito-fe-y-futuro
LA IRREDUCTIBILIDAD DEL INDIVIDUO Y SU COMPROMISO ANTE
LA ESPECIE
Jesús René Flores Castellanos
UNIVERSIDAD LA SALLE

C
uando pensamos en Kierkegaard inmediatamente nos viene a la cabeza la individualidad
y la excepción. Hablar de Kierkegaard es hablar de libertad, angustia y desesperación;
pero también de salvación, amor y reconciliación. Sin embargo, quizá no se hayan
señalado con suficiente énfasis las implicaciones sociales y de responsabilidad frente al otro que
todos los elementos anteriores comportan. La filosofía de Kierkegaard, al poner énfasis en el
individuo, no pretende aislarlo de los demás, por el contrario, la individualidad conlleva una
profunda relación con sus semejantes.
Me propongo hacer algunas reflexiones en torno a la irreductibilidad del individuo teniendo
en mente su ineludible compromiso con la especie, el cual se deriva de las concepciones que
sobre la esencia de la existencia humana nos ofrece nuestro filósofo. Será una invitación al
actuar, siguiendo la línea de muchas de las obras de Kierkegaard, el cual, a diferencia de otros
filósofos, siempre nos invita a la acción; se busca señalar las consecuencias que las
concepciones del filósofo danés tienen para la libertad individual en tanto perteneciente a una
especie, con historia e individuos distintos, pero ineludiblemente ligados. No entraré en las
enredadas cuestiones de lo que la grandeza individual, considerada objetivamente, pueda ser,
sino apelaré a la predicación de individuo a individuo, a ese llamado a conocerse a sí mismo
que, retomado de Sócrates, nos dirige constantemente el filósofo danés.

1. LA ESENCIA DE LA EXISTENCIA HUMANA.


En El concepto de la angustia, Kierkegaard señala que lo que constituye la esencia de la
existencia humana es que: “El hombre es individuo y en cuanto tal consiste en ser a la par sí
mismo y la especie entera, de tal suerte que toda la especie participa en el individuo y el
individuo en toda la especie”.1
En esta definición se presenta lo que se ha llamado la “irreductibilidad del individuo”, es
decir, que a diferencia de lo que ocurre en otras especies, el hombre individual no se limita a
ser un singular más, un integrante pasivo y determinado por su especie, sino que cada individuo
no se ve determinado por los demás en su actuar, por el simple hecho de pertenecer a una
especie como le ocurre a los animales, aunque no por ello deje de verse repercutido por lo que
los otros integrantes de la misma realicen, pero esto sólo de un modo cuantitativo; es decir, lo
que han hecho otros puede tentarlo a actuar de la misma manera, pero el salto definitivo, la
decisión última de la acción, sigue recayendo en el singular y nada más. Como sabemos, hablar
de irreductibilidad es hablar de libertad, y hablar de libertad es hablar de angustia, y del
misterioso “salto cualitativo” del individuo, inexplicable para las ciencias, ya que éstas siempre
estudian lo general.
Pero lo que aquí se busca señalar es la dialéctica que se establece entre el individuo y la
especie una vez que aquel hace efectiva su libertad. Al ser libre, como individuo no estoy
determinado por la especie; sin embargo, no por ello dejo de ser la especie (ya que todos somos
hombres, y de lo contrario dejaría de existir la especie, como señala nuestro filósofo); a su vez,
estoy profundamente ligado a lo que los demás humanos hagan, ya que soy la especie, aun
cuando no por eso dejo de ser individuo (de lo contrario también dejaría de existir la especie, ya
que no existiría la nota diferencial que nos iguala frente a otras especies: la libertad). Dado lo
anterior, Kierkegaard puede concluir que:
Todo individuo está esencialmente interesado en la historia de todos los demás individuos, sí,
tan esencialmente interesado como en la suya propia (...) Ningún individuo puede estar de
suyo indiferente a la historia de la raza humana, de la misma manera que tampoco ésta puede
estarlo respecto de ningún individuo.2
Cada individuo significa algo distinto para la especie, sin que con ello se le sitúe fuera de ella
o como algo superior a la misma: todo intento de hacer alguna de estas dos cosas no puede ser
más que una falsedad que atenta contra la esencia del existir humano. Si somos hombres,
entonces somos individuos libres; a su vez, si somos hombres, entonces estamos profundamente
unidos como especie. Es la libertad, la condición distintiva de la especie, la que nos iguala, pero
es el uso de ella la que nos individualiza. Esta es la condición ineludible de cada uno de
nosotros.
Es claro que al tomar una decisión y actuar en consecuencia me modifico a mí mismo como
individuo. Aún más, sólo en cuanto tomo decisiones soy individuo; esto es lo que Kierkegaard
señala un poco más adelante en la misma obra cuando dice que “el auténtico <<yo>> sólo es
puesto mediante el salto cualitativo”.3 Es gracias al misterioso, en cuanto libre y personal,
momento de la decisión final que me constituyo como sujeto individual. Son mis decisiones las
que van constituyendo mi subjetividad.
Por otro lado, el filósofo danés habla de que el individuo es la especie, y por ello, ésta se vería
modificada por las decisiones de aquel. Esto, pienso, lo podemos entender de dos maneras, la
segunda derivándose de la primera:

a. La especie se ve modificada ontológicamente, en tanto que al actuar de cierta manera


constituyo al hombre como capaz de ser algo determinado, y que de hecho lo ha sido
ya, por lo menos, una vez (en mí); esto es, el momento de realizar cualquier acción,
estoy demostrando que el hombre en tanto especie es capaz de realizarlo.
b. Como una acumulación cuantitativa que puede tener influencia sobre los demás; es
decir, cuando actúo de cierta manera, amplio el número de hombres que han actuado
de la misma forma, lo cual puede ser un motivo de influencia posterior en otros
individuos, que podrían copiar lo que uno o diversos hombres han hecho. Se trata de lo
que muchas veces ha sido llamado (y también nuestro filósofo lo llama así) el poder del
ejemplo. Esto, claro, siempre con la salvedad de que se trata únicamente de un
condicionante, y no un determinante, ya que el salto cualitativo siempre corresponderá
a la libertad individual.

En otras palabras, es tal la unidad de la especie en tanto individuos libres que “lo que le ha
sucedido a un hombre determinado nos puede acontecer a todos”.4
De las consideraciones anteriores se deriva que el individuo frente a sí mismo es siempre un
individuo frente al otro, frente a su especie la cual está totalmente interesada en lo que cada
libertad concreta decida, ya que le muestra lo que es y lo que puede llegar a ser. Al
determinarme, inevitablemente repercuto a la especie, y a su vez, me veo afectado, en tanto
parte de la especie, por lo que los demás realicen. Esto es la esencia de la existencia humana y,
por consiguiente, es una condición de la que ningún individuo, por más virtuoso o vicioso que
sea, puede escapar.

2. EL COMPROMISO ANTE LA ESPECIE.


La responsabilidad que de las consideraciones anteriores se deriva es clara: si lo que yo hago lo
puede hacer cualquiera, y si soy libre, entonces mis acciones libres pueden ser realizadas
también por cualquiera, pudiéndose llegar a tomar las mías como ejemplo.5 Aun cuando no
determine el actuar de los otros, sí modifico ontológica y cuantitativamente a la especie, lo cual
se verá reflejado en la angustia, es decir, en la posibilidad de actuar, de los demás.
Kierkegaard es muy claro al señalar que ningún individuo puede escapar a esta condición; ni
siquiera aquellos a los que se ha querido ver como fuera de la especie (el caso de Adán en tanto
introductor del pecado en el mundo) o como más allá de ella (el caso de Abraham en tanto
padre de la fe en Temor y temblor) pueden eludirla. Si Adán no fuera parte de la especie,
entonces no estaríamos nada interesados en el pecado que cometió, y si Abraham no fuera parte
de la especie, entonces no merecería ningún elogio como padre de la fe. No, tanto el pecado
como la grandeza suponen que sean individuos de la especie los que los realicen. Adán y
Abraham funcionan como ejemplos únicamente porque lo que hicieron es realizable por
cualquiera de nosotros. El que ellos merezcan censura o elogio sólo puede ser entendido si los
colocamos en la misma condición que la de cualquier individuo y, por lo tanto, sólo si
entendemos que las decisiones que tomaron también pueden ser recreadas6 por nosotros.
Cuando se habla del poder del ejemplo, muchas veces se le da un mayor peso al lado negativo
del mismo, es decir, al no hacer lo que no quieres que los demás hagan. Se trataría entonces de
poner restricciones morales al comportamiento buscando que con ello los demás no se vean
tentados a realizar lo mismo. Indiscutiblemente, esta forma de conceptualizar la
responsabilidad puede dar muchos frutos, sin embargo, la filosofía de Kierkegaard parece
apuntar hacia el otro lado: el último estadio, el ejemplo de Abraham al cual apunta toda la
filosofía kierkegaardiana, es un llamado a la grandeza, algo realizable por cualquiera de
nosotros. De hecho, insistiendo en lo que ya se ha dicho, la condición para que sea grandeza es
que haya sido realizada por un individuo cualquiera, perteneciente a la especie; de lo contrario,
las acciones grandes no tendrían motivo alguno para ser elogiadas.
En estos tiempos de profunda incertidumbre y de un gran anhelo de cambio nunca se
insistirá demasiado en el hecho de que en nosotros está la capacidad de dar el salto cualitativo
hacia la grandeza, la trascendencia y el sentido. Ese es el mensaje que Kierkegaard tiene para
nuestro tiempo. En lugar de excusar nuestras malas y mediocres acciones en el hecho de que
todos los demás las cometen (lo que nuestro filósofo señala acertadamente como una falacia, ya
que por más que la angustia cuantitativa de la especie haya aumentado a lo largo de la historia,
este aumento no puede dar cuenta de la decisión de cada individuo), en lugar de excusarnos,
digo, deberíamos entender que no tenemos pretexto alguno para no aspirar a la grandeza y a
ser su ejemplo ante los demás. De hecho, como hemos visto, no podemos escapar a nuestra
condición de ejemplo; si no buscamos la grandeza, no nos quedamos únicamente en un aspecto
negativo, sino que necesariamente esta decisión implica uno positivo: al no buscar la
trascendencia, inmediatamente creamos el ejemplo de que ésta no debe ser buscada, de que el
hombre no debe poder o querer buscarla, lo cual sabemos, gracias a la esencia de la existencia
humana, tendrá repercusiones en la especie.
Todos, por la definición misma que Kierkegaard nos otorga como individuos, tenemos un
compromiso ante los otros individuos que nos acompaña siempre que tomamos una decisión.
Querer relegar esto a una mera cuestión de filosofía académica, sin actuar conforme a las
consecuencias que se derivan de ello sería falsear el pensamiento de Kierkegaard, y las excusas
para no hacerlo un ejemplo más de aquella inagotable ingeniosidad de la que tanto habla
nuestro filósofo. Si nos preciamos de estimar la filosofía de Kierkegaard, no podemos dejar de
lado las consecuencias prácticas derivadas de su pensamiento.
Así como en El concepto de la angustia se nos habla del aumento cuantitativo de la angustia
ante el pecado (debido a que cada generación de hombres continúa pecando), también se nos
dice que la angustia puede ser un medio de salvación y reconciliación. Dejando de lado, si se
quiere, las implicaciones que esto conlleva en el pensamiento de Kierkegaard en tanto cristiano,
podemos decir que la angustia de la especie también puede aumentar cuantitativamente hacia
el otro lado, hacia la grandeza y el compromiso. Así como un aumento de individuos que eligen
el camino del pecado influye de manera considerable en los siguientes que tendrán que tomar
sus decisiones, un aumento en los individuos que eligen el camino de la responsabilidad ante el
otro, y de la búsqueda de las grandes acciones (ya sea que las entendamos como unión con el
Absoluto si somos creyentes, ya como un comportamiento orientado hacia la ética y el
conocerse a sí mismo, de la que ninguno está excluido, como se refleja en la obra del filósofo
danés), un aumento en estos hombres, también tendrá un influjo positivo sobre aquellos que
decidirán qué camino tomar.
La filosofía de Kierkegaard comporta un llamado ineludible al actuar, a buscar ser un ejemplo
de grandeza para los demás, sabiendo que ésta es alcanzable por cualquier individuo. Un
“filósofo kierkegaardiano” debe fungir como una voz que llama a la trascendencia y al auto-
conocimiento, y aun cuando piense que clama en el desierto, su esperanza está fundada en el
misterioso salto cualitativo individual, el cual puede cambiar a un individuo en cualquier
instante.

3. EL EJEMPLO DE KIERKEGAARD.
El mismo Kierkegaard, fiel a su compromiso como “escritor cristiano”, se constituyó a sí mismo
como ejemplo. Como nos dice en El instante, una vez que había terminado de escribir sus
pensamientos, era hora de actuar en el instante, en esa síntesis de los eterno con lo temporal,
único lugar donde se libra la batalla contra la desesperación, contra ese no querer ser sí mismo,
contra ese no aspirar a la grandeza, buscando desesperadamente ocultar su llamado a ser algo
más. Una cita de Kierkegaard nos mostrará el ideal que, pienso, debería tener todo filósofo: no
sólo dedicarse a las contemplaciones teóricas, sino actuar en consecuencia teniendo siempre
presente su responsabilidad ante la especie:
¿Por qué quiero, pues, actuar en el instante? Porque me arrepentiría eternamente de no
hacerlo, y eternamente me arrepentiría si me dejara amilanar por el hecho de que la
generación actual, sin duda, encontrará a lo sumo interesante y rara una exposición
verdadera de lo que es el cristianismo, pero después se quedará tranquila donde está,
creyendo que es cristiana y que el cristianismo de cotillón de los pastores es cristianismo.7
En esta cita bien podríamos cambiar algunas cosas, sin alterar su sentido primordial y decir:
¿Por qué quiero, pues, actuar en el instante? Porque me arrepentiría eternamente de no
hacerlo, y eternamente me arrepentiría si me dejara amilanar por el hecho de que la generación
actual (de muchos “filósofos”), sin duda, encontrará a lo sumo interesante y rara una exposición
verdadera de lo que es la filosofía (si se quiere, la kirkegaardiana), pero después se quedará
tranquila donde está, creyendo que es filósofa y que la filosofía de cotillón de ciertos pseudo-
filósofos es filosofía.
Como Kierkegaard mismo nos lo muestra, sin ser consecuente con lo que se predica, no se
puede ser un auténtico filósofo. Nosotros, al igual que él, debemos actuar en el instante y al
instante, sólo así haremos valer nuestra condición de individuos de una forma que en verdad
valga la pena. Con ello, además, no sólo mejoraremos como individuos, sino que gracias a la
esencia de la existencia humana, podremos tener la esperanza de repercutir positivamente
sobre la especie. Nosotros, como filósofos que hemos estudiado y pretendemos asimilar el
pensamiento de Kierkegaard, tenemos aún más compromiso que aquellos que no lo han hecho.
El ser filósofo no es una cuestión de superioridad, sino de mayor responsabilidad. Si nos
preciamos de admirar a Kierkegaard no podemos concluir otra cosa.
El filósofo danés pretendió actuar e influir sobre su generación a través de la publicación de
El instante, así como mediante sus obras, de un valor que trasciende a su tiempo, y podríamos
pensar que la ironía que tanto acompaña a sus escritos no responde a que fuera un sociópata
que disfrutaba destruyendo los “logros” de sus contemporáneos, sino a un llamado de atención
que pretendía mostrar la vocación del hombre a ser algo más que la mediocridad en la que
había caído, y en la que, no puedo evitar pensarlo, continúa. Al igual que Sócrates, Kierkegaard
utiliza la ironía y la burla como medio de desarme de la vanidad de los demás, pero no para
destruirlos, sino para edificarlos, para mostrarles que pueden ser mucho más de lo que son, de
que tienen un llamado a la trascendencia si sólo tienen el valor suficiente de buscar conocerse a
sí mismos, ayudando con ello a que otros hagan lo mismo.

4. OTRAS CONCEPCIONES DE LA RESPONSABILIDAD FRENTE A LA ESPECIE.


Por lo demás, la filosofía de la responsabilidad que se deriva de la obra de nuestro filósofo
encuentra algunos paralelos históricos. Dos ejemplos podrán mostrarnos que el llamado a ir
más allá comprometiéndose con la especie ha estado presente en diferentes épocas, lo cual sólo
nos puede hablar de ese profundo anhelo humano de alcanzar el sentido y la trascendencia,
nunca dejando de lado al otro, del cual nunca podrá apartarse.
Al exponer la primera teología desarrollada por la Compañía de Jesús, Bolívar Echeverría nos
comenta, en su obra La modernidad de lo barroco, que aquella señalaba que:
El mundo, el siglo, no puede ser exclusivamente una ocasión de pecado, un lugar de
perdición del alma (...) tiene que ser también, y en igual medida, una oportunidad de virtud,
de salvación (...). Para la Compañía de Jesús, el comportamiento verdaderamente cristiano no
consiste en renunciar al mundo (...) sino en luchar en él y por él, para ganárselo a las
Tinieblas.8
Esta lucha, señala Echeverría, es tanto del individuo como de la especie, mejor dicho, es de la
especie en tanto individuos. La historia de la salvación está en juego y tanto los hombres
individuales, como la raza humana en su conjunto tienen un deber ante Dios al cual deben
responder. Este deber inevitablemente conlleva el hacer todo lo posible para que la salvación
triunfe en el mundo; es decir, no sólo se busca la salvación individual, sino que la lucha por ésta
conlleva el ayudar a los demás a alcanzarla. Encontramos aquí un paralelo histórico de la
relación entre el individuo y el Absoluto que Kierkegaard busca rescatar, así como la profunda
unidad de los individuos con su especie, de la cual no pueden escapar. La salvación triunfará o
no en la especie, y cada individuo debe hacer todo lo que esté a su alcance para evitar la
derrota.
Por otra parte, desde el punto de vista ateo, Jean-Paul Sartre, uno de los grandes deudores de
Kierkegaard, concluye en una de sus más famosas conferencias que: “soy responsable por mí
mismo y por todos, y creo una cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al
hombre”.9
Sartre, al igual que Kierkegaard, pero desde una perspectiva atea, habla del ejemplo, de las
repercusiones que mis decisiones tendrán sobre los demás. La profunda unidad del individuo
con su especie queda manifestada una vez más, esta vez por un filósofo contemporáneo que
también entendió que ser filósofo significa comprometerse con el otro y actuar en el instante.
Aun cuando muchos no estén de acuerdo con algunas posturas políticas de Sartre, el ejemplo
que brindó es el de un individuo preocupado por conocerse a sí mismo mediante su libertad, y
que nunca dejó a su especie de lado, sino que sintió un profundo compromiso ante ella, lo cual
se reflejó en su obra, su actuar político, etc.

5. CONCLUSIÓN.
Hay que concluir de lo dicho que la filosofía de Kierkegaard es una filosofía que nos invita a la
acción. La definición del individuo como excepción es un llamado a la respuesta, al compromiso
con el otro, con la especie. Al ser único y buscar la trascendencia, el individuo hace única y
grande a la especie. Esta es la profunda dialéctica y responsabilidad que se establece entre el
individuo y su especie. Y esto en un sentido muy distinto al que se podría derivar de, por
ejemplo, la concepción de la mano invisible de Smith, en la que el interés egoísta, que no tiene
en mente ayudar a los demás, terminaría por ayudarlos. No, se trata de tener siempre en mente
al otro a la hora de actuar. Incluso Abraham, cuando se disponía a sacrificar a Isaac; es decir,
cuando puso en suspenso la ética, tenía en mente al último, ya que estaba seguro que, por
medio del absurdo de la fe, sería rescatado, a la vez que su unión quedaría glorificada por Dios.
Al actuar de esa forma, Abraham pone el ejemplo para los demás individuos de que la profunda
unidad con el Absoluto está por encima de cualquier otra consideración. Una decisión llena de
temor y temblor, pero que necesariamente tendrá repercusiones sobre los demás.
La grandeza de la excepcionalidad individual señalada por Kierkegaard consiste en que, al
hacernos libres y responsables, nos unifica más que a cualquier otra especie. Ser individuo, ser
distinto, implica ser con-el-otro y para-el-otro. Toda decisión individual, sin dejar de ser libre,
siempre estará enmarcada dentro de la colectividad. En nuestras manos sigue el futuro de la
especie, y a diferencia de las otras, estáticas, en nosotros está el convertir al hombre en algo
mediocre o trascendente y lleno de sentido. La voz de Kierkegaard siempre resonará como un
llamado a ser algo más como individuos, lo cual conllevará la grandeza de la especie.
Los estudiosos y admiradores de la filosofía de Kierkegaard, una vez que hemos analizado y
profundizado la obra del importante filósofo danés, tenemos, sin forma alguna de escape, una
invitación a actuar conforme a lo aprendido, de lo contrario no podemos llamarnos
auténticamente kierkegaardianos. No convirtamos la obra de Kierkegaard en un asunto de mera
interpretación. Dejemos que otros se lamenten por los tiempo mediocres, como decía nuestro
filósofo, y actuemos de acuerdo a lo que creamos verdadero; busquemos nuestra idea que nos
permita vivir y morir y enfrentemos, no exentos de temor y temblor, la batalla por adquirir el
sentido y nuestro auténtico ser nosotros mismos, siempre manteniendo la esperanza de que
nuestro actuar podrá llevar a otros a hacerlo, y que si no lo hacemos, también este actuar podrá
llevar a otros a no hacerlo.
La obra de Kierkegaard es una invitación a que el individuo se conozca a sí mismo, descubra
cuál es la forma en la que puede aspirar a la grandeza, y actúe en consecuencia. Ojalá nosotros
nos convirtamos en aquel hombre que tanto busca el escritor de Temor y temblor y que no
puede encontrar por ninguna parte, aun cuando todos estamos llamados y podemos llegar a
serlo. Ojalá que nosotros también podamos tener un poeta que cante nuestras hazañas o un
escritor excepcional que pueda dirigirnos, con todo derecho, un panegírico como el que nuestro
filósofo dedica a aquel gran hombre que, a sus ojos, fue Abraham. Por lo pronto, Kierkegaard
nos muestra que el conseguirlo está, ya desde este instante, sólo en nuestras manos.

BIBLIOGRAFÍA.
Echeverría, B. La modernidad de lo barroco. México D.F.: Era, 2000.
Kierkegaard, S. El concepto de la angustia. Tr. Demetrio G. Rivero. Madrid, España: Alianza
Editorial, 2007.
Kierkegaard, S., Temor y Temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid, España: Alianza
Editorial, 2001.
Kierkegaard, S., El instante. Tr. Andrés Roberto Albertsen. Madrid, España: Trotta, 2006.
Sartre, J.P. El existencialismo es un humanismo. Tr. Victoria Praci de Fernández. Barcelona,
España: Edhasa, 1999.
1 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia. Tr. Demetrio G. Rivero. Madrid: Alianza Editorial, 2007, p. 66 / SV¹ IV 300. Las
cursivas son mías.
2 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, p. 67 / SV¹ IV 301.
3 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, p. 147 / SV¹ IV 348.
4 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, p. 107 / SV¹ IV 325.
5 Hay que aclarar que por “acción” no me refiero necesariamente a una manifestación exterior de la decisión individual, sino a
una acepción más amplia del concepto, la cual abarca cualquier actividad del sujeto en tanto libertad agente, lo cual incluiría
pensamientos, actitudes, etc. Por principio, cualquier pensamiento, sentimiento, etc., puede ser repetido por otros individuos en
la misma condición, aún cuando parezca más difícil que algo meramente interior tenga un impacto sobre los demás; lo que se
busca señalar aquí es la profunda unidad entre los individuos. Queda por aclarar si el salto cualitativo señalado por Kierkegaard
se da desde el momento en el que se tiene la firme intención de hacer algo (con lo que el pecado entraría aún antes de morder
el fruto del árbol prohibido), o en el momento de la acción exterior en cuanto tal.
6 Utilizo recrear para mantener esta idea de la libertad absoluta del individuo para dar el salto cualitativo, sin verse
determinado por la acumulación cuantitativa de la especie. En este sentido, cada que un individuo decide realizar lo mismo que
otro, recrea la acción del último.
7 S. Kierkegaard, El instante. Tr. de Andrés Roberto Albertsen. Madrid: Trotta, 2006, p. 12 / SV¹ XIV 106.
8 Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco. México: Era, 2000, pp. 66-67. Las cursivas son mías.
9 J.P. Sartre, El existencialismo es un humanismo. Tr. Victoria Praci de Fernández. Barcelona: Edhasa, 1999, p. 35. Las cursivas
son mías.
LA CONTEMPLACIÓN Y REFLEXIÓN COMO ENCUENTRO CON UNO
MISMO
Eduardo Alfonso Luna Guasco
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

INTRODUCCIÓN

E
n una visita realizada al MUAC (Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM) y mirar la
obra “El Espejo Ciego” del artista plástico brasileño Cildo Meireles, donde lo único que
se puede observar es una masa de piedra me llevó a pensar en Kierkegaard y lo
importante que es para él que el individuo tome en serio su existencia, ya que para este filósofo
es necesario “enfrentarse a sí mismo; todo esto buscando que los individuos se tomen en serio y
con pasión su propia vida”.1 La relación entre ambas experiencias me hace pensar en la poca
seriedad y superficialidad con que se toma la existencia hoy en día, baste observar el mundo
desigual e injusto que nos toca vivir, aunque esto no es privilegio de este siglo o el anterior, creo
que en todo momento de la historia ha sido el caso de la mayoría de los seres humanos, sin
embargo lo pienso para nuestra época debido a que es la que nos toca vivir y puedo asumir
dicha cuestión.
En la obra de Meireles pienso que el artista nos invita a reflexionar sobre quién es ése a
quien miro a diario en el espejo de vidrio que refleja de manera clara mi imagen, imagen que
conozco e identifico al igual que muchos otros me identifican, sin embargo ¿realmente sé quién
soy? ¿Comprendo el sentido que tiene mi existir?, y si tengo claro el sentido de mi existir
¿realmente este emerge de mi ser o es un sentido que he adoptado en función de criterios y
factores externos? Hoy en día es importante cuestionarnos sobre el sentido de nuestro ser ya
que muchas veces podemos estar tomando el estilo de vida de otros, hablamos a partir de
clichés que todos usan, opinamos sobre política, deportes o cualquier tema en función de lo que
los medios de comunicación nos informan, sin ponernos a reflexionar sobre si realmente eso es
lo que pienso o si estoy de acuerdo con tal postura ideológica, en fin este es un ejemplo que
puede ilustrar esta falta de conocimiento sobre lo que realmente somos y lo que es para cada
uno de nosotros nuestro existir. Según parece:
Nos sentimos muy desorientados y alienados de lo que somos de verdad; en una época en la
cual olvidamos qué significa comunicación con pasión, qué significa autenticidad,
conformándonos a una impersonalidad de la comunicación, a una transmisión de
informaciones muy abstractas donde la pasión es olvidada o perdida entre clichés
artificiales.2

1. ACTUALIDAD DEL PENSAMIENTO DEL KIERKEGAARD.


En función de lo anterior es que considero que la actualidad del pensamiento de Kierkegaard es
evidente, para el filósofo danés lo seguro que tenemos es nuestra existencia y lo importante es
tomarla de manera seria y con pasión para decidir qué hacer con ella, siendo la reflexión el
medio para profundizar en nuestro ser. Ya que según Kierkegaard “la categoría más próxima al
espíritu es la reflexión”,3 además de ser una categoría que exige el compromiso de elección
como seres auténticos.
En la actualidad podemos considerar que la falta de autenticidad y compromiso es parte de la
realidad de la mayoría, lo cual encaja de manera casi perfecta con la propuesta de Kierkegaard
cuando habla del estadio estético en su libro Temor y temblor al considerar que: “Este tipo de
hombre vive en el estadio que se denomina estético, estadio que se caracteriza porque quién
vive en él contempla el mundo sin comprometerse con nada, viviendo la pura
momentaneidad”,4 además de que:
El signo distintivo del individuo estético es que él no busca imponer un sentido coherente a
su vida pero se pierde él mismo en la facticidad de la vida pero gana el mundo perdiéndose a
sí mismo, y así se transforma en un melancólico y en un desesperado.5
Lo que hoy en día, para muchos, ese melancólico y desesperado, se traduce en una persona
donde la vida se torna vacía y sin sentido ya que todo lo sensible e inmediato solamente es
capaz de satisfacer el momento. Para Kierkegaard la insatisfacción y el aburrimiento pueden ser
motivo para que el individuo sea capaz de reflexionar y dar el salto al estadio ético donde tiene
que comprometerse consigo mismo y buscar un verdadero sentido a su existir, para después dar
un último salto al estadio religioso donde es capaz de encontrar el verdadero sentido a su existir
y de esa manera sentirse satisfecho con la decisión de elegirse a sí mismo. Sin embargo yo creo
que son pocos los que se atreven a dar esos saltos, en primer lugar porque eso implica
compromiso, lo cual para muchos es algo anticuado, es mejor vivir la inmediatez sin
compromiso, y en segundo lugar porque se hace necesaria la reflexión sobre sí mismo y la
realidad que le rodea, la cual además de esfuerzo implica tiempo, sinceridad y autenticidad cosa
nada fácil para la mayor parte de los individuos que viven en el siglo XXI, donde la
superficialidad, el consumismo, las ansias de poder y de tener impiden los procesos
verdaderamente reflexivos que motiven nuestro actuar, un actuar propio y auténtico.

2. CONTEMPLACIÓN Y REFLEXIÓN.
Ante lo expuesto me es importante compartir mi punto de vista acerca de cómo la experiencia
con la obra de arte puede ser una manera de conocimiento personal por medio de la
contemplación y la reflexión, un autoconocimiento capaz de ayudar al individuo a encontrar un
sentido propio de existir, si se quién soy puedo ser capaz de comprender mi existencia, desde
luego que esto no significa que ésta es la respuesta a la superficialidad y falta de sentido de
existir del individuo, más bien es una propuesta de cómo se pueden favorecer en el individuo las
ideas del pensamiento de Kierkegaard con respecto a un mejor conocimiento de sí mismo que lo
enfrente consigo mismo con la finalidad de tomar la vida con autenticidad, una vida que lo haga
sentir que vale la pena existir y que la existencia es algo serio. Para Kierkegaard “la
autenticidad es una actitud de comprensión de sí mismo que nos ayuda a descubrir quiénes
somos de verdad y en este contexto sólo podemos decir que el hombre no puede vivir sin buscar
la existencia auténtica”.6
San Agustín, en sus Confesiones, comenta que las cosas pueden transmitir un mensaje
elocuente para quién “pasa a interrogarlas”7 y quedan mudas para quien “se limita a verlas”8 y
me parece que es una bella forma de introducirnos en lo que es la contemplación. Para
Heidegger, en Arte y Poesía, “la contemplación de la obra significa estar dentro de la patencia
del ente que acontece en la obra”,9 tenemos entonces que la contemplación exige al espectador
“involucrarse” de manera profunda con la obra y tratar de descubrir qué es lo que ésta
pretende develar, por lo que es importante no quedarse solamente en los contenidos que en ella
están, sino más bien en los significados que en ella puedo encontrar, significados que no
necesariamente son los que el artista quería transmitir sino más bien los que yo descubro a
partir de la contemplación. Ante lo anteriormente dicho es fácil darse cuenta que la
contemplación requiere tiempo y una actitud activa ante la obra, pues no se trata de estar ahí y
esperar a que la obra “hable”, es el espectador y solamente él quien la hace “decir algo”.
El iniciarnos en la contemplación ante la obra de arte puede ser motivo para que hagamos lo
mismo con nuestro ser, es decir que contemplemos nuestra interioridad, que la interroguemos y
vayamos descubriendo lo que realmente somos a partir de nosotros mismos, y es que para
Kierkegaard: “Interpretar es algo que solo puede hacer uno consigo mismo”.10
La contemplación, además de esfuerzo, requiere de la decisión por parte del individuo para
contemplar, uno es el que tiene que interrogar, el que tiene que cuestionar. Y esto me recuerda
un pasaje del libro De lo espiritual en el Arte de Kandinsky cuando narra la experiencia de lo
que puede suceder al asistir a una exposición de obras de arte; dice que los espectadores
entran y observan las obras sin detenerse en ninguna a contemplar, por lo cual “las almas
hambrientas se van hambrientas…el hombre que podría decir algo no ha dicho nada y el que
podría escuchar no ha oído nada”,11 es decir que la experiencia en esa exposición fue
superficial y no dejó nada significativo para el espectador, de igual manera para muchos el
existir puede ser esa visita a la exposición donde nunca o casi nunca se detienen a contemplar
su interior e intentar escuchar lo que verdaderamente se es y por lo tanto no hay nada que
decir y no se comprende cual es el sentido de existir, lo cual para muchos puede provocar que al
final de su vida queden vacíos, aburridos o hambrientos de querer haber existido con
autenticidad y pasión.
La contemplación también exige silencio, elemento importante para Kierkegaard en el
encuentro consigo mismo, ya que para él: “el silencio es el movimiento infinito que nos da la
posibilidad de interiorizar nuestra vida”12 y definitivamente en la contemplación es
indispensable el silencio y no me refiero solamente al silencio externo, que desde luego es
importante sobre todo si la obra que estamos contemplando es una composición musical, sino
más bien al silencio interno, el cual es el que nos permite involucrarnos de manera profunda
con la obra, un silencio interior que, cuando estoy observando o escuchando, impida pensar en
otras cosas como, ¿adónde iré de vacaciones?, ¿qué cenaré esta noche?, ¿ya realicé ese pago?,
etc., todos esos ruidos internos que no permiten adentrarse en la obra y descubrir los
significados que están ahí.
De igual manera en ese encuentro con mi interioridad hay que callar todos esos ruidos que
impiden concentrarme exclusivamente en mi ser y conocerme de manera profunda, yo creo que
todos tenemos experiencia con esa clase de ruidos y reconocemos que no es fácil callarnos, sin
embargo es fundamental el esfuerzo por callarlos y centrar la atención en nuestra interioridad,
ya que según sentencia Kierkegaard: “Sólo el que guarda silencio podrá llegar a ser algo en su
vida”.13
En base a lo anterior y pensando en la mujer y el hombre contemporáneo es factible
considerar que no les interese buscar el silencio, ya que éste es un modo de estar consigo
mismo y para muchos eso causa temor ya que el conocerse implica el compromiso y
responsabilidad de ser uno mismo y por lo tanto es preferible evitar esa confrontación, de ahí
que se procure evitar el silencio, ejemplo de esto, en cuanto al silencio exterior, es el escuchar
música en todo momento, apenas subimos al auto se enciende la radio, llegamos a casa y se
enciende el reproductor de música o la televisión. En cuanto al silencio interior de igual manera
se prefiere estar pensando en un sin fin de cosas, y de esta manera evitar los momentos de
silencio en que podemos interrogar a nuestro interior, y de esta manera el individuo pierde la
oportunidad de conocerse por medio de la interiorización cuestión que posteriormente puede
voltearse contra él en la insatisfacción y aburrimiento de la vida al no haberse atrevido a
enfrentase a sí mismo y procurar encontrar el sentido de su existir a partir de sí mismo.
Después de estas breves consideraciones sobre la contemplación es importante considerar la
reflexión, la reflexión sobre lo que surge de la contemplación de la obra o de mí interior, es
decir pensar y volver a pensar en ese descubrimiento e intentar relacionarlo con mi persona, ya
que si los significados que surgen de la contemplación no los reflexiono difícilmente los
relacionaré con lo que soy y lo que quiero ser, es decir para tomar la decisión de actuar debo
reflexionar y así comenzar a ser yo mismo y tomar en serio mi existir. Kierkegaard escribe en su
diario: “Tengo que hallar una verdad para mí, encontrar esa idea por la que quiero vivir y
morir”,14 declarando así la exigencia de que debemos ser nosotros mismos, partiendo de
nosotros mismos. Y es que ante los significados que surgen de la contemplación el individuo
puede quedar intranquilo o dubitativo y es en la reflexión que esos significados cobran sentido
en lo personal y se muestran como conocimiento que cuestiona nuestra posición ante el sentido
de la vida y exige de nosotros una respuesta y un compromiso en el actuar. Un actuar auténtico,
con la pasión y libertad que surge de haber elegido ser uno mismo ya que la libertad solamente
tiene sentido cuando uno elige la verdadera existencia. Para algunos esta subjetividad pudiera
parecer egoísta donde el individuo se centra únicamente en él, sin embargo no es así, ya que
esta subjetividad es la que da paso a mirar al otro y a estar con el otro porque solamente a
partir de una vida auténtica, tomada en serio y con la elección de dar sentido propio al existir es
que podemos reconocer la libertad y autenticidad en el otro y partiendo de esas subjetividades
es que se podrá dar un mejor cause a la humanidad que todos compartimos. Y pregunto ¿será
que esa falta de autenticidad y seriedad por la vida se ve reflejada en las sociedades
superficiales, injustas y desiguales que vivimos? Y si la respuesta a lo anterior es afirmativa es
que surge la importancia de volver la mirada al pensamiento de Kierkegaard y compartir
experiencias, puntos de vista y propuestas de cómo es que se puede promover en los individuos
el conocimiento de sí mismos en busca de un sentido propio del existir.
También comparto mi punto de vista sobre la contemplación y reflexión a partir de la
experiencia con la obra de arte porque considero que es una manera fácil de ejercitarse en esas
habilidades, y digo fácil porque prácticamente todos hemos estado en contacto con alguna obra
de arte, ya sea en la escuela, la casa, la visita a algún museo o sala de concierto, e incluso hoy
en día en la calle nos topamos con diversas manifestaciones artísticas del hombre, baste
recordar los camellones del paseo de la reforma en nuestra ciudad, sin embargo no solamente
es lo fácil de estar en contacto con obras de arte sino que para contemplar la obra de arte e
involucrarse con ella no es necesario tener conocimientos sobre arte, desde luego que si el
análisis a realizar sobre la obra es teórico si harán falta, pero en este momento no hablamos de
ese análisis sino del encuentro que puedo tener conmigo mismo a partir de la contemplación de
la obra; un encuentro donde lo importante es centrar la atención en la obra y tratar de
descubrir qué es lo que significa, qué es lo que me dice en ese momento. Aquí no importa el
mensaje que el autor quiere transmitir sino lo que yo descubro en ese encuentro, bien dicen que
la obra de arte tiene un mensaje claro y preciso que transmitir, sin embargo la recepción no
siempre será la misma ya que ésta depende del momento histórico en que se interpreta y
reinterpreta y en este caso depende muy en particular del individuo que al ser único su
percepción también será única, de esta manera, si verdaderamente me centro en la obra e
intento descubrir su mensaje es que me enfrento a mí mismo ya que yo, y sólo yo, soy el que
hace hablar a la obra.
Volviendo a “El espejo ciego” de Meireles es fácil de ilustrar lo anterior ya que al ser
solamente una masa de piedra, me parece que es fácil involucrarse con la obra, ya que pueden
surgir cuestionamientos como ¿esto es arte?, ¿qué quiere decir el artista?, ¿me quieren tomar el
pelo? En fin tantas preguntas que pueden surgir y que pueden ser el punto de partida para
adentrarse con la obra, contemplarla y reflexionar, desde luego que si el espectador desde un
principio se niega a acercarse a la obra definitivamente no habrá la oportunidad de contemplar
y reflexionar, ya dijimos el hombre, la mujer actual, viven la vida a un ritmo muy acelerado que
pocas veces tienen tiempo para detenerse y contemplar, sin embargo ante lo dicho me surgen
las siguientes preguntas ¿verdaderamente no hay el tiempo o yo no lo utilizo para contemplar,
para reflexionar? o ¿prefiero utilizarlo en cosas más productivas? Queden ahí esos
cuestionamientos no sin antes considerar ¿no será lo más productivo y provechoso dar tiempo
para conocerme de manera profunda? Al parecer volvemos a estar de acuerdo con Kierkegaard
en cuanto a la necesidad de elegirse para ser uno mismo.

3. EL ARTISTA Y UNO MISMO.


En el universo de la obra de arte también está el artista y es importante considerar algunos
aspectos con respecto a él, ya que es un individuo que ha elegido ser sí mismo, un individuo que
desde su subjetividad se abre al otro con una actitud de solidaridad y fraternidad ya que es
capaz de compartir su punto de vista de realidad con el otro por medio de su obra con la única
finalidad de expresarse y comunicar, desde mi punto de vista esta forma de compartir a partir
de la manifestación artística muestra a un individuo consciente de lo que es y que además se
atreve a manifestarlo. Para que el artista, el verdadero artista, pueda compartir su punto de
vista de la realidad que le toca vivir, es necesario que tenga una idea clara de lo que es él y el
mundo que le rodea, lo cual solamente es posible a partir de la reflexión sobre el mundo y sobre
sí mismo, es decir de haber contemplado su interior y reflexionado de cómo es que se relaciona
con el mundo.
Independientemente de la vida sufrida o escandalosa de muchos de los grandes artistas,
considero que son seres auténticos que se han enfrentado a sí mismos y encontrado un sentido
propio a su existir. Las obras de algunos podrán parecernos maravillosas y otras quizá nos
desagradan o también con algunas no estemos de acuerdo con sus ideas o la forma de
expresarlas pero definitivamente los verdaderos artistas son auténticos y han asumido su
libertad y compromiso consigo mismos.
Una vez considerado que el artista es capaz de enfrentarse a sí mismo y asumir su ser de
manera auténtica es posible que cada uno de nosotros lo relacionemos con nuestra persona en
cuanto a que ese artista es un ser humano igual que nosotros y que por lo tanto yo también
puedo interiorizar en mi persona y descubrir èse que soy y tomar mi existencia con
autenticidad. Con esto no quiero decir que ahora todos seamos artistas, ¡no! es solamente
considerar la capacidad del ser humano a ser uno mismo, ya que cada uno puede encontrar la
autenticidad a partir de su subjetividad porque la subjetividad auténtica es verdad para
nosotros, como lo es para el artista, pues el ser humano no puede ser visto y analizado de
manera algebraica como muchos pretenden es esta época, no, el hombre, la mujer no pueden
ser definidos por criterios externos. El verdadero ser no puede estar en lo que viene de afuera,
el contenido del ser de cada uno está dentro de sí mismo. Se dice que el ser humano es el
cúmulo de experiencias que ha vivido, sin embargo esas experiencias tienen que ser
reflexionadas para que tengan un sentido propio. Sin embargo hoy en día muchas veces se
quiere definir al ser humano en base a sus experiencias pero analizadas desde su exterior, es
decir otros consideran que cierto tipo de experiencias hacen que el individuo actúe de
determinada manera e intentan resolver su interioridad, lo definen desde lo exterior, lo cual a la
larga hace de este ser un ser superficial e insatisfecho pues no es él quien se descubre, quien se
elige, desde luego que esto puede ser cómodo y fácil, ya que implica menor esfuerzo y
compromiso, y por lo tanto ser atractivo para muchos, sin embargo a fin de cuentas esto puede
dar como consecuencia un ser inauténtico, insatisfecho y superficial, de ahí que la reflexión
personal sobre la experiencia se vuelve una necesidad para la existencia auténtica.

4. CONCLUSIÓN.
La tarea esquematizada suena fácil y quizá improbable para muchos, sin embargo es importante
promover esa cualidad contemplativa y reflexiva en todo individuo, ya sea en el ámbito familiar,
escolar, laboral, etc. Con la finalidad de empezar a formar seres integrales y auténticos, seres
con la capacidad de enfrentarse a sí mismos como lo que son. Y la siguiente pregunta que surge
es: ¿cuándo empezar a fomentar la contemplación y la reflexión? Para Kierkegaard “el buen
educador debe buscar en el niño la categoría más próxima al espíritu que es la reflexión, pero al
mismo tiempo sin intentar llegar más allá de lo naturalmente infantil”.15 Entonces la respuesta
es lo antes posible para que la capacidad reflexiva se desarrolle junto con todos los aspectos
que poco a poco se van desarrollando en el individuo, desde luego que los ejercicios de
contemplación y reflexión deberán ser adecuados a la edad del niño, no se pretende que el niño
reflexione sobre aspectos trascendentales como la muerte, el sentido del existir, en fin temas
sobre los que su capacidad de entendimiento todavía no alcanza a comprender, decía Pestalozzi
en su pedagogía “debe ser progresiva para su tiempo, lo mismo que sus técnicas y actitudes”,16
lo importante es que el niño reflexione para que poco a poco esto se convierta en un hábito que
esté presente a lo largo de su vida, lo fundamental es la iniciación en esos procesos, pues si no
se dan a temprana edad difícilmente se darán después. El compromiso de esta iniciación es de
toda la sociedad, sin embargo en el caso de los niños son sus padres y educadores los más
involucrados, se requiere que los padres cuestionen a sus hijos sobre los comportamientos y
acciones que realizan tanto en lo positivo como en lo negativo, no padres que prefieran a sus
hijos perdidos en los videojuegos o internet para evitar el compromiso de verdaderamente
educarlos. Los educadores deben asumir el compromiso de promover mentes que cuestionen,
que reflexionen, que busquen alternativas diferentes a la solución de problemas, no que
solamente se dediquen a transmitir información para que los niños la memoricen.
Ante lo dicho es clara la importancia de formar seres contemplativos y reflexivos desde
temprana edad que luego se convertirán en hombres y mujeres con mayor seriedad ante la vida
reconociendo la importancia de ser auténticos en su actuar, seres donde la reflexión sea parte
cotidiana de su existir. Para Platón “una vida si examen no es vida”17 según dice en la Apología
de Sócrates, y si vamos revisando a los pensadores de otras épocas siempre hay quien considera
que para encontrar sentido en la vida es necesaria la reflexión, es necesario el silencio, es
necesaria la búsqueda en el interior de uno mismo para poder ser lo que se quiere ser, sin
embargo parece que los hombres y mujeres a través de la historia no comprenden la necesidad
de ser auténticos y dar sentido propio a su existir. O quizá esa necesidad de ser auténtico y ser
uno mismo sí es comprendida pero la falta de compromiso y responsabilidad que esto implica,
unida a la comodidad de no tener que esforzarse en la búsqueda de un sentido propio hacen que
la mayoría prefiera vivir en el estadio estético que, como ya se dijo, invita a solamente vivir la
inmediatez sin compromiso y responsabilidad donde es más fácil que desde el exterior me
definan, me digan quien soy y por qué actúo así.
El desafío para el siglo XXI es promover seres auténticos que se elijan a sí mismos desde su
interioridad y de esta manera encontrarnos con hombres y mujeres que a partir de su
subjetividad unida a otras subjetividades transformen la humanidad en una humanidad más
justa, menos desigual y donde se respete la dignidad de todo ser humano.
Estas reflexiones tienen la finalidad de compartir mi punto de vista con respecto a la
actualidad del pensamiento de Kierkegaard y proponer una idea de cómo es posible fomentar
las habilidades de contemplación y reflexión en el individuo con miras a formar hombres y
mujeres integrales que tengan la osadía de enfrentarse a sí mismos y tomar su existencia con
autenticidad y con pasión.

BIBLIOGRAFÍA.
Barrios, J.L. y Cordero, K. (editores). Grafías en torno a la historia del arte del siglo XX. México:
Universidad Iberoamericana, 2006.
Dobre, C. y García, R. Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia. México: Centro de
Filosofía Aplicada, A.C., 2006.
Guerrero, L. La verdad subjetiva. Søren Kierkegaard como escritor. México: Universidad
Iberoamericana, 2004.
Heidegger, M. Arte y poesía. Tr. Samuel Ramos. México: Fondo de Cultura Económica,
Breviarios, 2001.
Kandinsky, W. De lo espiritual en el arte. Tr. Elisabeth Palma. México: Ediciones Coyoacán, Arte,
2006.
Kierkegaard, S. Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. 4ª. Edición. Madrid, España:
Fontamara, 1999.
Platón. Diálogos. México: Editorial Porrúa, 1998.
San Agustín. Confesiones. Tr. Antonio Brambila. México: Ediciones Paulinas, 1980.
1 L. Guerrero, La verdad subjetiva. Søren Kierkegaard como escritor. México: UIA, 2004, p. 7.
2 C. Dobre y R. García, Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia. México: Centro de Filosofía Aplicada, 2006, p. 45.
3 L. Guerrero, La verdad subjetiva. Søren Kierkegaard como escritor, p. 98.
4 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán, Madrid: Fontamara, 1999, p. 40.
5 C. Dobre y R. García, Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia, p. 19.
6 C. Dobre y R. García, Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia, p. 54.
7 San Agustín, Confesiones. Tr. Antonio Brambila. México. Ediciones Paulina, 1980, p. 187.
8 San Agustín, Confesiones, p. 187.
9 M. Heidegger, Arte y poesía. Tr. Samuel Ramos. México: FCE, 2001, p. 104.
10 C. Dobre y R. García, Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia, p. 49.
11 W. Kandinsky, De lo espiritual en el arte. Tr. Elisabeth Palma. México: Ediciones Coyoacán, 2006, p. 12.
12 C. Dobre y R. García, Søren Kierkegaard y los ámbitos de la existencia, p. 47.
13 Ibídem, p. 48.
14 S. Kierkegaard, Diario / IA 75.
15 L. Guerrero, La verdad subjetiva. Søren Kierkegaard como escritor, p. 98.
16 J. Barrios, Grafías en torno a la historia del arte del siglo XX. México: UIA, 2006, p. 49.
17 Platón, Diálogos. México: Porrúa, 1998, p. 16.
LA RISA Y EL PAYASO EN LOS DIAPSÁLMATA DE KIERKEGAARD
Zazhil Citlalli Rico Medina
ATENEO EDUCATIVO DE FORMACIÓN INTEGRAL, A.C.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que
lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por
heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio
corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de
Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra
vosotros, mintiendo.
Mateo 5, 3-11.

Yo prefiero hablar con los niños, pues


de ellos puede esperarse que lleguen
algún día a ser seres inteligentes.
Pero de los que ya lo son… ¡Dios nos libre!
Kierkegaard, Diapsálmata, § 3

C
omo primera instancia, es necesario determinar y precisar qué se entiende por
Diapsálmata. La palabra Diapsálmata es la versión griega de la palabra hebrea Selah
que se entiende como nota para el canto, con la cual se indica pausa o elevación de voz,
pero también podemos entenderla como pausa, pausa seria, salmo responsorial, interludio y
hasta silencio.1
Cuando se está leyendo los Diapsálmata, leemos a un Kierkegaard humorista, sarcástico e
irónico, es decir a un filósofo que en cada parágrafo va revelando actitudes propias del hombre
con un toque de humor. Poco a poco se va fraguando una concepción del hombre-humorista, del
hombre que pase lo que pase, no deja de reír, pensar y actuar. ¿Y quién podría dejar de reír? Se
habla del hombre que ante sus deberes y actuares serios y ruidosos necesita de los Diapsálmata
—interludios— para poner los pies sobre la tierra y dejarse de banalidades e indiferencias. Es
decir, el hombre necesita de una pausa para determinar la congruencia o incongruencia en sus
actos (caer en cuenta). Por un lado, está el hombre miserable que contempla la gloria, pero que
no ríe; por el otro está aquel hombre que sabe que el destino hizo ruido con cascabeles de
bufón, y justo es éste el que sabe que siempre estará el destino aplastante, pero ¿y quién podría
dejar de reír? Como el payaso que sale a dar noticia catastrófica ante el público, y éste no hizo
más que reír y aplaudir, ¿y quién podría dejar de reír, si se trata de un payaso? Y esto, para los
fines del payaso, es un ultraje, una bofetada, de un chiste de muy mal gusto.
Este escrito tiene dos fines: por un lado, abordar sobre la risa y el payaso en los Diapsálmata,
y por el otro, a partir de ellas (la risa y el payaso) extraer las consecuencias antropológicas que
permitan explicar la condición ridícula de los seres humanos.

1. LA RISA.
El hombre siempre está en acción, en movimiento, revisando, reflexionando, perturbándose e
incluso estresándose por sus pequeñas o grandes responsabilidades. El ritmo de vida que cada
uno lleva, está determinado por uno mismo, como el médico, el abogado, etc. Inclusive, muy a la
de Heidegger estar en el “mundo”2 como el “uno”, donde pasa todo y nada. Cuando a veces
parece que las veinticuatro horas del día transitan de manera fugaz y no se ha hecho
absolutamente nada, o aún más cuando precisamente después de esas horas nos percatamos de
lo que pudimos haber hecho y no lo hicimos. ¿Cuán difícil es darse tiempo, como hombre, para
uno mismo?, aún más, ¿lo hay?, ¿el hombre se da tiempo para sí mismo y disfruta de él?, ¿el
hombre se ríe, y goza cuando se está inmerso en las banalidades? Kierkegaard nos dice lo
siguiente:
Se me antoja que la mayor de las ridiculeces es la de estar ajetreado en el mundo y ser un
hombre que tiene prisa para comer y para todo lo que hace. Pero por eso me río a placer
cuando veo que una mosca se posa en el momento crítico sobre la nariz de semejante
activista, o que le llena de barro un carruaje que pasa delante de él a una velocidad todavía
mayor, o que el puente de Knippel se levanta en el instante en que se disponía a cruzarlo, o,
en fin, que cae una teja del alero y lo mata. ¿Y quién podría dejar de reír? Pues, ¿qué arreglan
con sus prisas semejantes chapuceros? ¿No les ocurre acaso lo que a aquella mujer que llena
de pánico al declararse un incendio en su casa, sólo salvó de las llamas las tenazas del llar?
¿Qué otra cosa salvaron ellos del gran incendio de la vida?3
En este parágrafo el filósofo danés hace hincapié en que justamente el hombre al estar tan
afanado con sus quehaceres, no deja tiempo a los Diapsálmata, a esas pausas que son las que
permiten dar respuesta así mismo, y aún más, justo son esas pausas serias las que permiten
romper con el ambiente, el ritmo, y permiten soltar de una risa a una carcajada tremenda.
Kierkegaard no define qué es la risa, pero nos da pistas para hablar de ella y sobre ella: en un
primer momento, la burla.
¡Qué estéril está mi alma y mi pensamiento! Y, sin embargo, frecuentemente atormentados
por vacuos dolores voluptuosos y atroces. ¿No se desatará nunca la lengua de mi espíritu?
¿Tengo que estar siempre balbuceando? Lo que necesito es una voz penetrante como la
mirada del Linceo, terrible como el sollozo de los gigantes, persistente como los ruidos de la
naturaleza, mordaz como una ráfaga de viento helado, pérfida como la despiadada burla del
eco, tan amplia que vaya del bajo más profundo hasta los tonos más agudos, y tan modulada
que de ser un dulce susurro de música sacra se convierta en la energía explosiva de la furia.
Esto es lo que yo necesito para asfixiarme, para lograr expresar lo que llevo dentro de mi
pecho y así dar rienda suelta a las vísceras de la cólera y a las de la simpatía. Pero mi voz es
ronca como el chillido de las gaviotas, o lánguida como la bendición en los labios de un
mudo.4
Como segundo momento está el absurdo, “los hombres son absurdos. Nunca usan las
libertades que tienen y siempre están reclamando las que no tienen”,5 y es aquí cuando entra la
incongruencia entre lo que se piensa y se hace, no hay lógica alguna, quedan absurdos.
Un tercer y último, el destino “¡Miserable destino! En vano adornas tu arrugado rostro como
una vieja ramera, en vano metes ruido con cascabeles de bufón. De cualquier manera me
repugnas, porque siempre eres el mismo, absolutamente el mismo”.6

2. EL PAYASO.
¿Qué pasa con el payaso en los Diapsálmata? Kierkegaard cuenta un caso:
Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió al
proscenio para dar la noticia al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y
aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y los aplausos eran todavía más jubilosos. Así
creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable que pensará que
se trata de un chiste.7
Harvey Cox en su libro La ciudad secular cuenta, siguiendo a Kierkegaard, el mismo caso:
En Dinamarca un circo fue presa de las llamas. Entonces, el director del circo mandó a un
payaso, que ya estaba listo para actuar, a la aldea vecina para pedir auxilio, ya que había
peligro de que las llamas llegasen hasta la aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda
la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos que fueran lo más rápido posible
hacia el circo que se estaba quemando para ayudar a apagar el fuego. Pero los vecinos
creyeron que se trataba de un magnífico truco para que asistiesen los más posibles a la
función; aplaudían y hasta lloraban de risa. Pero al payaso le daban más ganas de llorar que
de reír; en vano trató de persuadirlos y de explicarles que no se trataba de un truco ni de una
broma, que la cosa iba muy en serio y que el circo se estaba quemando de verdad. Cuanto
más suplicaba, más se reía la gente, pues los aldeanos creían que estaba haciendo su papel
de maravilla, hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. Y claro, la ayuda llegó
demasiado tarde y tanto el circo como la aldea fueron pasto de las llamas.8
Lo que Kierkegaard cuenta, y Harvey Cox desmenuza, es un drama, tanto porque hay
hombres en acción tanto porque, como caso supuesto de la vida real, es capaz de interesar y
conmover vivamente, si nos atenemos a las definiciones del diccionario. Más aún, lo contado
puede pensarse como tragedia o como comedia. Y es esta última la que interesa, en atención a
la risa.
Según Aristóteles los géneros de la literatura son el épico, el lírico, el trágico y el cómico.
Trágico y cómico son dramas porque muestran a los seres humanos en acción. La tragedia
tiende a mostrar a los hombres mejores de lo que son, la comedia, peores. La base de la
comedia es lo feo, lo ridículo, pero indoloro. Así lo cómico es aquello que empieza mal y termina
bien y lo trágico comienza bien y termina mal. De esto que pensemos el caso contado por
Kierkegaard como tragedia y comedia. La comedia tiene que ver con el comportamiento del
hombre en la cotidianidad. La tragedia, con el comportamiento del hombre en circunstancias
límites.
La comedia, pues, está más relacionada con la vida cotidiana que la tragedia. La solemnidad
de ésta recuerda más las ceremonias religiosas que el trajín diario de los seres humanos. Más
aún, a lo que los hombres hacen, incluidos los festejos y reuniones de alcurnia, se ha llamado
comedia. Recuérdese la Divina comedia de Dante, por ejemplo. O el caso de René Descartes que
en su Discurso del método, cuando narra sus viajes por el mundo, se presenta a sí mismo como
espectador de las comedias que se representan en el mundo.9 Y con ello se refiere a que lo que
hacen los hombres y las mujeres a diario y extracotidianamente no son sino representaciones e
interpretaciones de personajes, que los seres humanos no son sino actores de su vida o de una
que les fue dada, y que, en otro sentido, eso que representan e interpretan los hombres es
cómico o puede serlo.
Todo lo anterior lo he traído a cuento para decir que si se ve a alguien vestido de payaso
(preparado para entrar a escena) anunciando la proximidad del fuego, se creerá,
coherentemente, que está bromeando. Los habitantes del pueblo malinterpretan lo que el
payaso dice. La vestimenta lo ubica como un personaje ajeno a la seriedad del incendio. ¿Qué de
serio puede tener un payaso que como payaso pide ayuda, anuncia la catástrofe? He aquí el
caso de la verdad escondida detrás de la nariz roja, también el caso de un rito ineludible: la risa
ante la payasada. El payaso nace de la vida diaria.

3. LA TRASCENDENCIA DEL PAYASO (A MODO DE CONCLUSIÓN).


Por un lado, la risa se da como ese Diapsálmata, como ese momento de tranquilidad en donde
se cae a cuenta del revés de la situación, del disfrute y gozo de la caída y la levantada, del
pastelazo y la bufonada. Inclusive, Diapsálmata como ese ruido que emerge de esas carcajadas,
de esas risas estruendosas que suenan y resuenan que hacen la diferencia entre el hombre que
corre aprisa y el hombre que camina, aún más entre el hombre que se sabe por los demás y el
que se sabe por sí mismo. La risa como ese Diapsálmata, como ese salmo responsorial entre una
risa y otra consecuente.
En cuanto al payaso, éste también se nos muestra como ese Diapsálmata, como ese personaje
que señala entre silencios, palabras y risas las bofetadas, desgracias e infortunios de los propios
hombres. Que con sus devenires y aciertos muestra al hombre burlándose de sí mismo, con sus
quehaceres absurdos, y más del filósofo que intenta someter al mundo, universo y Dios mismo
en su propia teoría. Si vivir es actuar, y actuar es ser cómico y cómico significa interpretar un
papel y hacer ridiculeces, entonces todos somos payasos y ¿quién podría dejar de reír? Y he
aquí la trascendencia del payaso.
Amor y dolor, vuelo y caída, triunfo y decadencia, divinidad y vida animal, vida y muerte,
agilidad y perturbación, gloria y holocausto, perdición o sacrificio, tentación, lujuria, justicia,
misericordia y pecado: es así como el destino de la figura del payaso oscila en estos extremos
que, dan la posibilidad de abordar a tal personaje desde una perspectiva religiosa y ésta se da al
ver el trabajo del payaso, el cual es equilibrista, malabarista, salta, se tira, ríe, llora, sufre, se
deleita y ama. Es así como el payaso vive y re-vive los placeres y dolores de la estirpe humana.
Una vez más esa insipiente gravedad que impone, molesta, enfada y resulta intolerable. ¿Será
acaso que procura, con su ejemplo, dar una moraleja, transgredir, expandir y promover una vida
cristiana?
El presente texto tratará de abordar al payaso en aspectos religiosos como el sacrificio, dolor,
sufrimiento y culpa; así mismo, se pretenderá mostrar si el payaso podría ser un pregonero del
amor, es decir, un apóstol moderno, y con ello, si el espectador, el público logra entender la
dialéctica que se juega entre los actores en el escenario.
Al ver la película He who gets slapped,10 se ve claramente un terrible y gran sufrimiento del
personaje principal, que irrefutablemente pasa por una serie de peripecias que dejan huella en
su vida, y cuando encuentra triunfo en ella, es cuando recibe las bofetadas. Se deja golpear, es
humillado, desvalorizado, está en juego y es el objeto. Está pagando por ser como es: un tonto,
un estúpido, un profesional de la vagancia, con maestría en ridiculez y un doctorado en estar
siempre fuera de contexto. Es terriblemente ultrajado. Expuesto como el hombre con toda
malicia, con todo tropiezo, con la mancha necesaria para hacerse notar, y, al parecer, su gran
error resulta tener el suficiente amor para perdonar y predicar el ejemplo de Prometeo, de
Sísifo, aún más, el de Jesucristo. ¿Un payaso cualquiera que no hace más que amar y sufrir en
escena? Esta dicotomía de amar y sufrir, en ese ir y venir del cual esta terriblemente
acostumbrado y lo único que hace es aceptar ese destino, esa obra: su vivir.
Él que no puede nada, y sin embargo, lo puede todo. Es el gran líder, el que habla de
sacrificios y despierta en él el heroísmo. ¿Un payaso prometeico? Sí, el genio prometeico, el
payaso prometeico, el artista y hombre prometeico: es aquella fuerza humana y esencial que en
los momentos fervorosos puede levantar al hombre rápidamente.
Si no fuese un payaso prometeico, habría que preguntarnos, ¿qué delito comete o cometió el
payaso?, ¿cuáles culpas carga?, ¿las de él?, ¿las de los demás?, ¿quién mandó que él fuese el
recibidor y guardarropa de las humillaciones? Tal parece que los viejos pecados del hombre, los
viejos complejos del hombre —a lo largo de la historia— han levantado sombras y silencios que
sólo pueden ser derivados de sangre y tragedia de carne crucificada, “porque tal vez hace falta
más sangre y más dolor para vencer el misterio del mundo”.11
Y tal vez ése sea su principal objetivo, descifrar el misterio del mundo que agobia y que
gobierna, donde las injusticias sociales han crecido día a día con una culpa generalizada que se
propaga en medio de una inmensa congregación que comparte ese deseo, ese inmune y eterno
deseo que sólo parece cumplirse cuando se ve el fin cerca de la humanidad. ¿Y qué no es este el
caso del hombre religioso, el cual se encuentra viviendo en últimos tiempos? Si bien es cierto
que el cristiano reconoce el gran sacrificio de su héroe, así mismo, piensa en la segunda venida
de este mítico ser que vendrá y parchará la corrompida sociedad.
Si el trabajo del payaso representa esa imagen graciosa y crítica del hombre común que nos
ofrece una imitación de la realidad, ¿es acaso ésa su culpa? Si es así, entonces, el payaso
adoptará una constante práctica de expiación. Y con todo este sufrimiento, él está restaurando
su posición ante el mundo, o por lo menos, ante su público que lo ve caer una y otra vez, que
mira el rostro de Cristo cuando el payaso no hace más que mirar al cielo al momento en que es
ultrajado, pidiendo, rogando, riendo y llorando el no tener que estar sentado, parado, de rodillas
lamentando el ser como es y no poder ser de otra manera. ¿No se parece esta imagen al Jesús
que se inclina y ora en el Getsemani?12
El triunfo del payaso radica en que sabe cómo hablarle al hombre actual, puesto que molesta,
choca y da miedo, así mismo es pacífico, espiritual e intelectual, es creador de ilusiones y de
realidades. El payaso es un hombre de fe, que cree en su actuación, con la cara curtida de
bofetadas, que bajo la risa y la mofa de todos los hombres se yergue. Su sangre vale tanto como
la de Cristo. Por lo tanto, lo encontramos como un símbolo personificado en un héroe
imaginario, universal, puesto en la carne, en la vida, en el sacrificio, en el ridículo, en la
pantomima, en heroísmo, en la muerte. Es pues, más que un apóstol moderno, su efecto va más
allá, hasta llegar a postrarse igual que Jesucristo.
Esto indica que el payaso es un profesional de la tragedia, del holocausto, de culpas y penas;
no entiende el para qué, tampoco entiende el por qué tiene que ser un estupendo salvavidas, ni
siquiera sabe que transgredió. ¿Es pues un profanador?
Todo esto indica que el payaso es la figura reveladora que conduce a la condición humana a
la amarga conciencia de sí misma. El artista debe convertirse en el actor que se proclama actor;
humillándose bajo la figura del gracioso, que abre los ojos del espectador al conocimiento del
lamentable papel que cada uno representa sin saberlo en la comedia del mundo.
Pero, ¿será capaz el espectador de atender a la restauración que ofrece el payaso? Es
pertinente que reconozcamos que el espectador puede y no ser agredido por la imagen del
payaso sufriente. Por un lado, podrá más la indiferencia, esa efímera indiferencia por la que
sólo el público verá en el payaso a un pobre hombre que deja golpearse para ganarse unas
cuantas monedas más que adeptos. Por el otro, encontraremos a un público que puede ser más
sensible y dejarse llevar por ese terrible sufrimiento, dejando al aire un “¡ay, qué pobre
payaso!”, “¡ojalá le pudiera ayudar!”. Y parece ser justo ese momento cuando se logra tener una
compenetración con todo el ser del payaso: se tiene el mismo grado de dolor. En este punto,
encontramos una semejanza en el sketche donde es posible ver al Cara Blanca abusando del
Augusto: el dictador y el artista, el manda-más y el trabajador, la conciencia y autoconciencia, al
burgués y al obrero, a Judas vendiendo a Jesús, a un Poncio Pilatos que se lava las manos ante
el Jesús juzgado. Entonces, para qué tantas horas de trabajo si finalmente sabe el payaso que
terminará como una autoconciencia justificada bajo el Evangelio.
¿Cuánto sufrimiento por parte del actor será necesario para que los demás puedan verse
como adeptos dentro del mismo panorama: meramente cristiano? Desde siempre, la posición
del payaso al sufrimiento ha sido marcada a lo largo de su existencia, haciéndose notable por
ser quien más ha sufrido y que merece otra oportunidad para no morir, es decir, sobrevivir. Si
no basta con el sufrimiento, entonces, será necesario recordar, y más que recordar vivir día a
día una pequeña crucifixión.
A nosotros como espectadores nos corresponde advertir que él nos está representando a
todos, que todos somos payasos y toda nuestra dignidad consiste en la confesión de nuestra
bufonada, ¿qué no sentimos pesar cuando abusamos del otro?
Así pues, estaríamos asistiendo al resurgir cristianizado de un elemento de sacrificio y
salvación, presente en el origen de la figura del payaso. Esta estampa, que subsiste de manera
inconsciente e inocente en la tradición popular, reencuentra en este momento uno de sus
significados originales, pero a la luz de un cristianismo vehemente y dolorista: adoración,
oblación y crucifixión. Con todo esto, ¿no será acaso que el payaso puede venir a reivindicar a
Jesucristo; es decir, el payaso como el nuevo Jesucristo, al cual le queda a la medida la
camiseta?
¿Y quién puede dejar de reír? En los Diapsálmata, Kierkegaard muestra una actitud
indiferente ante los deberes y actuares de los hombres. Sin embargo, en algunos parágrafos,
hace presente la risa que proviene de ridiculeces de los hombres críticos que tienen prisa, o que
no hacen gran cosa más que preocuparse por banalidades, pero aún con éstas, se pregunta el
filósofo danés “¿Y quién podría dejar de reír?” Por un lado, está el hombre miserable que
contempla la gloria, pero que no ríe; por el otro está aquel hombre que sabe que el destino hizo
“ruido con cascabeles de bufón”, y justo es este el que sabe que siempre estará el destino
aplastante, pero “¿y quién podría dejar de reír?”. Como el payaso que sale a dar noticia
catastrófica ante el público, y éste no hizo más que reír y aplaudir, ¿y quién podría dejar de reír,
si se trata de un payaso? Y esto, para los fines del payaso, es un ultraje, una bofetada, de un
chiste de muy mal gusto.

BIBLIOGRAFÍA.
Heidegger, M., El ser y el tiempo. Tr. José Gaos. México: FCE, 2000.
Kierkegaard, S., Diapsálmata. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero, Málaga: Ed. Ágora, 1999.
Cox, H., La ciudad secular en http://anecdotario-pilumdigital.blogspot.com/2007/10/237-
rrfrrfrrrrr.html (consultado: 18 de junio de 2011).
Descartes, Discurso del método. Tr. Manuel García Morente. Madrid: Espasa Calpe, 1998.
Victor Sjöström, He who gets slapped. Estados Unidos, 1924, 95 min.
Felipe, L., El payaso de las bofetadas y el pescador de caña. Madrid: Visor de Poesía, 1993.
1 Cfr. www.bvdrais.cl/html_libros/diapsalmata.htm (fecha de consulta: febrero 2013).
2 Cfr. M. Heidegger, El ser y el tiempo. Tr. José Gaos. México: FCE, 2000.
3 S. Kierkegaard, Diapsálmata. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Málaga: Ed. Ágora, 1999, p. 62 / SV1 I 10.
4 S. Kierkegaard, Diapsálmata, p. 60 / SV1 I 9.
5 Ibídem, p. 52 / SV1 I 4.
6 Ibídem, p. 71 / SV1 I 14.
7 Ibídem, p. 73 / SV1 I 15.
8 Versión extensa usada por Harvey Cox en su libro La ciudad secular en http://anecdotario-
pilumdigital.blogspot.com/2007/10/237-rrfrrfrrrrr.html (consultado: 18 de junio de 2011).
9 “Y en todos los nueve años que siguieron no hice otra cosa que rodas de un lado para otro en el mundo tratando de ser
espectador más que actor en todas las comedias que se presentan en él, y reflexionando, en toda materia, acerca de lo que
podía hacerla sospechosa y darnos ocasión a equivocarnos, desarraigué entonces de mi espíritu todos los errores que antes
hubieran podido deslizarse en él” (Descartes, Discurso del método. Tr. Manuel García Morente. Madrid: Espasa Calpe, 1998, p.
46).
10 Victor Sjöström, He who gets slapped. Estados Unidos, 1924, 95 min.
11 Cfr. Felipe, León, El payaso de las bofetadas y el pescador de caña. Madrid: Visor de Poesía, 1993.
12 Lc 22, 39-44.
KIERKEGAARD FRENTE A SÍ MISMO
Jennifer Hincapié Sánchez
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Lejos estoy, y por más de un motivo, de coquetear con la complaciente idea de haber comprendido a la época;
y eso de querer comprender a la época es como tal una tarea que, dada su grandeza, sólo les cabe a los
pensadores, no a las mentes más limitadas. Teniendo esto en cuenta, he escogido la tarea menor, una que en
nuestra época, a la que sólo conmueven las grandes ideas, se la llamará tal vez una tarea insignificante y
necia : la de querer comprender a un ser humano totalmente particular, por ejemplo: uno mismo.1

1. CONSIDERACIONES PRELIMINARES.

C
ada escritor enfrenta a su modo la comprensión y delimitación del “yo” y la identidad
propia; esto es algo que, podría decirse, le compete sólo a él. Los cortos años de vida de
Søren Kierkegaard fueron, en este sentido, suficientes para abordar en su escritura y en
la de los seudónimos dispersos en su obra, la experiencia de la verdad interior, que en su caso
ha sembrado una incógnita sobre lo que fuera “el individuo frente a sí mismo”; incógnita que
pide que se indague la correspondencia entre vida, escritura y seudonimia, ofrecidas como
testimonio de quien no renunció a revelarse con sinceridad, ambigüedad e ironía.
Puntualmente dispondríamos que el pensamiento de Kierkegaard sirvió, y aún alcanza, al
análisis de la existencia humana en general; no pudiendo ser de otra manera, lo que
Kierkegaard se traía entre manos era la revelación de su convicción de que la existencia
humana es propiamente existencia en tanto que se pone frente a sí misma. En el «Apéndice» del
Capítulo II, «Un vistazo a un esfuerzo contemporáneo en la literatura danesa», del Postscriptum
definitivo y no científico y definitivo a Migajas filosóficas, una recapitulación mímica, patética y
dialéctica, un alegato existencial, por Johannes Climacus, editada por S. Kierkegaard (febrero
de 1846), se plantea lo siguiente:
“¿Qué ocurre? Al ir por este camino, se publica O esto o lo otro. Aquello que pretendía hacer
ya había sido hecho aquí. Me entristeció mucho pensar en mi solemne resolución, pero pensé
otra vez: después de todo, no le has prometido nada a nadie; en tanto que ya está hecho, eso
está bien. Sin embargo, las cosas empeoraron para mí, ya que, paso a paso, y a la par que
quería comenzar la tarea de llevar a cabo mi resolución poniéndome manos a la obra,
apareció un libro seudónimo que hacía aquello que yo había querido hacer. Había allí algo
extrañamente irónico”.2
En razón de la advertencia: “¿qué ocurre?”, se presenta al lector no sólo una crítica al exceso
de conocimiento, sino también a los sistemas de objetivación, a las formas paganas del
cristianismo, y a la sociedad masificada... Lo interesante será conocer más adelante, en el
mismo «Apéndice» al Postscriptum, el panorama “extrañamente irónico” que ofrece
Kierkegaard de la autoría de sus obras, señalando entre otras cosas que los seudónimos no han
dicho nada, ni han conseguido hacer en los prefacios de “sus obras” declaraciones lo
suficientemente convincentes para que los lectores colijan con exactitud en qué términos y bajo
qué circunstancias todo lo expuesto ha sido asunto de deliberación entre la verdad y la
subjetividad. Pero los seudónimos no han dicho nada sobre lo que ocurre, debido a que la sola
presencia de sus nombres pone de manifiesto en qué ha consistido la situación del individuo
“frente a sí mismo” y cómo este estado de cosas ha sido dispuesto en los términos de una
relativa igualdad de lo uno y lo otro, lo que comporta sin duda un trasfondo irónico.
Volviendo al «Apéndice» del Postscriptum, Kierkegaard defiende allí la idea de que la verdad
es subjetividad, es decir, relato de la interioridad de un individuo que no sin ironía hace
expresos los intentos de filiación, y a su vez de independencia, de segundas identidades o
subjetividades, como pueden ser los seudónimos. Esto puede dar lugar a una hipótesis que
indague de qué manera en los seudónimos la verdad subjetiva se resuelve irónicamente como
identidad. Se puede afirmar, igualmente, que tanto la subjetividad que corresponde al autor,
como las que corresponden a los seudónimos, están incompletas, en razón de la insistencia,
siempre manifiesta en los prefacios y en distintos pasaje de las obras, de confrontar aspectos de
la realidad y de la época. De ahí la importancia epistemológica, y a la vez moral de la expresión:
“la verdad es subjetividad”. Para hilar delgado y no desatender los signos que se anuncian, lo
que hay que diferenciar es la suerte de disquisición irónica en la que, de manera manifiesta,
resultan involucrados los seudónimos, a quienes se les ha dispuesto una realidad y una época
sobre la cual pronunciarse. Se debe tener en cuenta además que el Postscriptum constituye el
último punto de referencia del proyecto inicial de Kierkegaard, cuando los “autores
seudónimos”, puede decirse, son conocedores de lo que implica el uso de la comunicación
indirecta, y “advierten” el desajuste que ésta representa a la hora de considerar los asuntos
relacionados con la verdad y la interioridad. Veamos:
Como ya he dicho antes, había comprendido la más terrible colisión de la interioridad, y ya
sólo esperaba que el espíritu viniera en mi ayuda, ¿qué ocurre? Pues bien, lo cierto es que
Magister Kierkegaard y yo, cada uno a su manera, hacemos el ridículo en lo que se refiere a
los libros seudónimos. Naturalmente, nadie sabe que yo estoy allí calladamente sentado,
intentando continuamente hacer aquello mismo que los autores seudónimos hacen.3

2. ¿QUÉ VERDAD LE CABE A LOS SEUDÓNIMOS?


Particularmente puede inferirse que Kierkegaard inventa una persona en Víctor Eremita,
haciendo evidente que este seudónimo responde a aquel que “triunfa en soledad”.4 La relación
de Kierkegaard con este seudónimo se carga de ironía en la medida en que si de un lado el
nombre de Víctor Eremita revela aquel estado de profunda interioridad y misticismo que sólo se
alcanza por la tenacidad misma del individuo, de otro lado son muy distintos los propósitos que
llevan a Kierkegaard a hacer pública su obra y público su pensamiento. En el «Apéndice» al
Postscriptum, Kierkegaard es enfático al referir cómo O lo uno o lo otro constituye una
indicación de la alternativa que se presenta entre lo estético y lo ético, como dos planos de
expresión de la interioridad del individuo a través de la escritura, lo que deja abierta la
posibilidad para que ingrese el seudónimo Víctor Eremita, que dispondrá una posición
complementaria, con razones concisas sobre la experiencia interior. Por esta y otras razones se
colige la importancia de Víctor Eremita, por medio del cual se avanza hacia la revelación del
propósito de Kierkegaard como autor: ser un “escritor religioso”, tal como lo expondrá en el
volumen póstumo titulado Punto de vista explicativo de mi obra de escritor (1848):
He alcanzado un punto de mi carrera de escritor desde el que resulta permisible hacer
aquello a que me siento fuertemente impulsado de acuerdo con mi deber, o sea, para decirlo
de una vez por todas, lo más directa y francamente posible: lo que yo como escritor declaro
ser […]. El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo como
escritor: que soy y he sido un escritor religioso.5
Mas es sabido que Kierkegaard, afirmado en la fortaleza de su propia fe, negaba en el
momento de su muerte la imposición de las manos del pastor, que eran las de su hermano
mayor Peter Christian Kierkegaard, un influyente obispo luterano.6 En la situación del
“individuo frente a sí mismo”, ¿de qué sirvió Víctor Eremita, o la vida de Kierkegaard entregada
al Cristianismo? Pediríamos no responder a esta pregunta, por ser asunto para otra
investigación en la que no ingresaremos por el momento. No obstante, la verdad como
interioridad, que puede señalarse presente en esta problemática, analógicamente es abordada
en el primer aforismo de los ΔΙΑΨΑΛΜΑΤΑ; allí el ‘Esteta A’ expone:
¿Qué es un poeta? Un ser desdichado que esconde profundos tormentos en su corazón, pero
cuyos labios están formados de tal modo que, desbordados por el suspiro y por el grito,
suenan cual hermosa música. Con él sucede lo que con aquellos desdichados que en el toro
de Falaris eran torturados poco a poco, a fuego lento, y cuyos gritos no llegaban a oídos del
tirano para su terror; a él le sonaban a dulce música.7
Los ΔΙΑΨΑΛΜΑΤΑ son una muestra clara de la esencia y los matices del concepto de ironía
en Kierkegaard. Dicho en palabras del crítico Winfield E. Nagley: “Muchos de los temas
centrales kierkegaardianos son aquí expresados en una forma comprimida, frecuentemente de
una manera irónica o humorística, o bien embriónica.8 Efectivamente, la temática que expone
el primer ΔΙΑΨΑΛΜΑΤΑ no puede ser menos que irónica; se alude allí a las tonalidades de lírica
conmoción que se elevan en los clamores y las expresiones de dolor de un poeta a quien se le
impone la tortura del “toro de Falaris”.9 La descripción no responde a una simple analogía de la
realidad de la vida, o del individuo frente a sí mismo; su propensión trasciende todas las épocas,
y recrea la situación de perversa complacencia que se presenta cada vez que la desproporción e
inhumanidad de la tortura impuesta a una persona es tomada como expresión de esteticidad,
que antes que mover a compasión, alaga el gusto de otras personas que no harán nada para
resolver su situación. Sea o no Kierkegaard el ‘Esteta A’, se ha conseguido revelar que la verdad
subjetiva de cualquier individuo es verdad para sí que, en el momento en que se la toma como
verdad objetiva, se torna ambigua y da lugar a la ironía.
3. CONCITANDO AL LECTOR.
El acto implícito de concitar al lector se vuelve explícito en el «Prólogo» de O lo uno o lo otro,
(Primera parte, que contiene los papeles de A), editado por Víctor Eremita; allí llama la atención
la apelación al lector que dice: “Quizás te haya venido alguna vez a las mientes, querido lector,
dudar un poco de la exactitud de la conocida proposición filosófica: lo exterior es lo interior, lo
interior, lo exterior”.10 El Editor que suscribe dicho «Prólogo», como hablándole al oído, toma
presencia ante el lector expresándole su deferencia; de esta manera hace posible una puesta en
común de los motivos e intenciones que han decidido la escritura que el lector tiene ante sus
ojos.11
Pero cuando se trata del llamado al lector que se realiza en los prólogos, prefacios e
introducciones a las obras filosóficas, algo se pone en crisis, como lo advierte Hegel en las
primeras líneas de la Fenomenología del espíritu (1807).12 Considerando que el compromiso
del lector es atender a la disposición de las ideas, poniéndolas en relación con el devenir del
pensamiento originario, las ofrendas de prefacios, prólogos, introducciones, preliminares,
prolegómenos, preámbulos, y demás especímenes textuales, se presenta como una suerte de
‘injerto’ o ‘rebajamiento’ de la escritura y el pensamiento del autor. Mientras que el propósito
de la escritura filosófica es captar un objeto de pensamiento para enmarcarlo en la lógica del
signo, asediarlo de preguntas, afirmarlo o refutarlo…, no ocurre lo mismo en los prólogos, cuya
escritura es, de manera insistente, la re-presentación de otras re-presentaciones. No obstante,
poniendo a mediar sistemáticamente la escritura de prefacios y prólogos, subrepticiamente
Kierkegaard va en contra de lo que establece Hegel. La razón de este arrebato de ironía
responde al acto diferencial del “individuo frente a sí mismo”, por el que se torna ambiguo, o
cuanto menos polisémico, cuanto ingresa en la exposición sobre la experiencia interior y su
relación con la escritura.
En el caso del «Prólogo» a O lo uno o lo otro, El Editor interpone una reflexión sobre la
supuesta duda que acusa el lector en relación con la exactitud o inexactitud de la afirmación
hegeliana: “lo exterior es lo interior, lo interior, lo exterior”.13 Sin distinguir aún un objeto de
estudio, el lector de este «Prólogo» puede considerarse “enfrentado a sí mismo”. Así dispuesto,
¿qué busca el «Prólogo» de una obra filosófica que denuncia estos asuntos? ¿En razón de qué se
hace alusión a esta problemática? Si El Editor juega en la escritura el papel de aquello ‘exterior’
que toma forma “psico-física”, y busca revelar la “cosa real”, puede asegurarse que la
exposición de las “ideas” difícilmente corresponde con el interior de la conciencia, que
pertenece a Kierkegaard. En otras palabras, el sujeto de El Editor resulta escindido en la
medida en que la razón del autor le previene contra las amenazas de la ilusión, de donde se
desprende que el «Prólogo» da lugar al distanciamiento de la intuición sobre la identidad de los
autores Kierkegaard / El Editor.
De un modo o de otro, Kierkegaard indaga la validez que se reconocía en la época a la
cláusula hegeliana sobre la identidad de lo exterior y lo interior, privilegiando un saber sobre la
verdad que, en términos del deseo de certeza, revela no lo exterior, sino la filiación del “yo”
consigo mismo. En otras palabras, sólo hay yo interior, por lo que la supuesta indistinción entre
lo exterior y lo interior pierde consistencia, no obstante participar de una dialéctica que
acercaría a un conocimiento absoluto. En un marco de ironía que toca tanto al pensamiento de
Hegel, como a la época, y en cierto sentido al Cristianismo confrontado por Kierkegaard, el
Editor del «Prólogo» plantea una crítica radical al historicismo y a la psicología estructural, por
las que se representa la totalidad como resultado de la identificación ente lo exterior y lo
interior.

4. A MANERA DE RECAPITULACIÓN.
Para Kierkegaard, el ‘individuo’ debe cobrar responsabilidad para alcanzar una identidad que
corresponda a su afán la libertad; concentrado en este propósito, desde sí mismo y desde sus
seudónimos Kierkegaard hace de la escritura oficio de ironía, dando a entender que sólo en la
pasión de existir puede el individuo abrirse y entender la motivación de sus acciones. De
Kierkegaard se ha dicho que se vio a sí mismo como un moderno Sócrates, dispuesto a redimir a
los otros de aquello que conocen pero a su vez ignoran. En aras de la claridad, no procede
perder la perspectiva de lo que puede significar en un filósofo este acontecimiento de pietista
redentor que en los oficios de la subtilitas applicandi muestra a otros lo que saben ya de la fe
por lo que representa el acto de persistir en la existencia, pero a su vez de lo que ignoran, por
la lección de escepticismo que les deja la razón. Localizado en la historia de la filosofía como
postsocrático, Kierkegaard despliega un pensamiento ambiguo y por lo tanto irónico, que revela
diferentes tratamientos del individuo “enfrentado a sí mismo”, a saber:
a. La vía analógica de los ΔΙΑΨΑΛΜΑΤΑ.
b. La vía teológica del seudónimo Víctor Eremita.
c. La vía existencialista de la llegada a la muerte del propio Kierkegaard.

En el conocido ensayo de Jean-Paul Sartre sobre Kierkegaard, titulado «L’universel singulier»,


se vislumbran estos planos; desde su primera frase, allí se dice: “Kierkegaard viviente, esto
significa «Kierkegaard muerto» No sólamente ésto. Quiere decir que Kierkegaard existe para
nosotros, que se hace objeto de nuestro discurso, que ha sido un instrumento de nuestro
pensamiento…”14 Hacer de Kierkegaard un objeto del discurso, plantea una nueva forma de
filosofía, en la que la distancia con la vida no puede ser tanta que no permita conocer el
pensamiento de un autor ligado a ella y al discurrir propio (o por persona interpósita) de la
escritura. De otra manera el acercamiento y la comprensión de un autor se reduce al estudio de
frases fugaces sacadas de sus libros, sin alcanzar lo que podría denominarse un ‘pensamiento
vivo’. Por esta razón Sartre intensifica el punto de convergencia entre la tarea filosófica y la
vida una vez se suscita la muerte, no de manera especulativa, o como simple anécdota, sino en
la acuidad que dispone el trabajo filosófico como acción y comprensión de la vida y la muerte.
Visto así, no obstante el cosido interior de las obras de Kierkegaard a título propio, y de sus
obras seudónimas; no obstante su comprensión de la existencia huamana y su fragor como
‘seductor’; no obstante la pasión interior y la victoria de la fe, a la usanza del Sócrates arcano,
el magnífico filósofo danés cayó derrotado por la mirada exterior que no hacía eco de la
maestranza de su pensamiento, y por las críticas del Magazín El Corsario. A los 42 años de
edad, el 2 de octubre de 1855, Kierkegaard fue internado en el Real Hospital de Frederik; su
salud se deterioró y el 11 de noviembre, colapsó.

BIBLIOGRAFÍA.
Guerrero Martínez, Luis (coord.) Søren Kierkegaard Senderos existenciales, México, Sociedad
Iberoamericana de Estudios Kierkegaardianos, 2013 (en prensa).
Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica. Tr. Wenceslao
Roces y Ricardo Guerra, 1981.
Kierkegaard, S. Mi punto de vista. Tr. José Miguel Velloso, Madrid: Editorial Sarpe, 1985.
Kierkegaard, S. O lo uno o lo otro Un fragmento de vida I. Tr. Begonya Saez Tajafuerce y Darío
González, Valladolid: Editorial Trotta, 2006.
Kierkegaard, S. Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim Bravo
Jordán. México: Universidad Iberoamericana, 2008.
W. E. Nagley, «Irony in the Diapsalmata», en Bibliotheca kierkegaardiana, Vol. 9, 1981: 24-54.
Sartre, J.-P. Situations philosophiques, Paris: Éditions Gallimard, 1990.
1 S. Kierkegaard, esbozo de «Prólogo» a Dos discursos edificantes (1843), archivo Kierkegaard de la Biblioteca Real de
Copenhague / SV1 III 11.
2 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim Bravo Jordán. México: Universidad
Iberoamericana, 2008, p. 253 / SV1 VII 212.
3 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, p. 263 / SV1 VII 221.
4 En el cristianismo los “eremitas” (del griego ερημος, “solitario”), eran aquellas personas que profesaban una vida solitaria y
ascética, sin contacto con la sociedad.
5 S. Kierkegaard, Mi punto de vista. Tr. José Miguel Velloso, Madrid: Editorial Sarpe, 1985, pp. 29-30 / SV1 XIII 517.
6 En el ensayo «Los últimos días en la vida de Søren Kierkegaard. La estancia en el Real Hospital de Frederik», Leticia Valadez
Hernández refiere: “Peter Christian viajó desde Pedersborg para visitar a su hermano, pero al llegar al hospital el 19 de octubre
le fue negada la entrada. Søren no quería verlo […]. Cuando Emil Boesen, su mejor amigo, supo que Kierkegaard había
enfermado, viajó de Horsens a Copenhague […]. Le preguntó si había estado enojado y decepcionado, a lo que contestó: «No,
pero sí triste y preocupado, y extremadamente indignado con mi hermano Peter, por ejemplo. No lo recibí cuando vino a verme
después de su discurso en Roskilde. Él piensa que como hermano mayor, debe tener prioridad (…)»”.
Cfr. Søren Kierkegaard Senderos existenciales, coord. Luis Guerrero Martínez, México, Sociedad Iberoamericana de Estudios
Kierkegaardianos, 2013 (en prensa).
7 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro Un fragmento de vida I. Tr. Begonya Saez Tajafuerce y Darío González, Valladolid: Editorial
Trotta, 2006, p. 45 / SV1 I 3 / SKS Bind 2, 27.
8 W. E. Nagley, «Irony in the Diapsalmata», en Bibliotheca kierkegaardiana, Vol. 9, 1981: 24-54.
9 Del toro de Falaris se sabe que fue un instrumento mítico de tortura, recogido por la leyenda como un invento reclamado por
el rey Agrakas, o Falaris, hacia el año 540 A de C., consistente en la efigie de un toro de bronce, en cuyo interior se disponía una
especie de asador en el que se amarraba a las víctimas; el toro se cerraba herméticamente, mientras que se le aplicaba fuego en
la parte inferior. La crueldad y perversidad de Falaris consistía en escuchar en sordina los lamentos de las víctimas.
10 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro Un fragmento de vida I, p. 29 / SV1 I 5 / SKS Bind 2, 11.
11 Éste procedimiento no es inusual, y se le conoce bien desde la sorprendente cláusula de saludo registrada en el «Prólogo» de
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605), de Miguel de Cervantes Saavedra, que reza: “Desocupado lector, sin
juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y
más discreto que pudiera imaginarse”. En el mismo sentido, famosa es la expresión en Les Fleurs du Mal (1857), de Charles
Baudelaire, que increpa al lector diciéndole: “— Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère!” (“—Hipócrita lector, —mi
semejante,​—¡mi hermano!”).
12 “Parece que, en una obra filosófica, no sólo resulta superfluo, sino que es, incluso, en razón a la naturaleza misma de la cosa,
inadecuado y contraproducente el anteponer, a manera de prólogo y siguiendo la costumbre establecida, una explicación acerca
de la finalidad que el autor se propone en ella y acerca de sus motivos y de las relaciones que entiende que su estudio guarda
con otros anteriores o coetáneos en torno al mismo tema. En efecto, lo que sería oportuno decir en un prólogo acerca de la
filosofía algo así como una indicación histórica con respecto a la tendencia y al punto de vista, al contenido general y a los
resultados, un conjunto de afirmaciones y aseveraciones sueltas y dispersas acerca de la verdad, no puede ser verdadero en
cuanto al modo y a la manera en que la verdad filosófica debe exponerse”.
Cfr. G. W. F Hegel, Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica. Tr. Wenceslao Roces y Ricardo Guerra,
1981, p. 7.
13 La proposición: “lo exterior es lo interior, lo interior, lo exterior” forma parte de la filosofía de la identidad, de Hegel en La
ciencia de la Lógica (Wissenschaft der Logik, 1811-1821-1830). Allí se expone: “Se distingue frecuentemente entre las acciones
de un hombre y lo que este es interiormente. En la historia esta distinción ni tiene ninguna validez: el hombre no es más que la
serie de sus actos. Se imagina que la intención puede ser algo excelente, incluso si los actos no valen nada. Efectivamente,
existen casos particulares en los que el hombre puede desdoblarse, pero esto es algo parcial. La verdad es que lo exterior no
difiere en nada de lo interior”.
14 “Kierkegaard vivant, cela signifie donc «Kierkegaard mort». Non point cela seulement. Cela veut dire qu’il a été un
instrument de notre pensée”.
J.-P. Sartre, «L’universel singulier», en Situations philosophiques, Paris: Éditions Gallimard, 1990, p. 295.
MARCEL PROUST: EL ESTETA A LA LUZ DE KIERKEGAARD
René Gabriel Estrada Griensen
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CHIHUAHUA

A
ún y cuando generalmente no comparten objetivos o ejecución, el pensamiento filosófico
y las artes convergen a menudo, sobre todo en temas que tratan de ese indefinido campo
de acción y pasión que se denomina condición humana.
Ciertamente en el pasado el nexo entre filosofía y literatura era más evidente, tal y como
queda patente en la obra de los filósofos de la antigüedad, cuyos textos poseen formas muy
distintas del tratado monográfico o ensayo que a menudo son el tipo indicado para la expresión
de las ideas en forma clara. Así, podemos encontrar poesía en Parménides y Lucrecio, diálogo
en Platón, relato en San Agustín, por mencionar algunos ejemplos significativos.
No obstante, existen también otro tipo de ejemplos para ilustrar la relación entre filosofía y
literatura. Además de las cuestiones de forma, ya mencionadas, se tiene en ocasiones un objeto
común, abordado de modos distintos. Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Franz Kafka, Fiódor
Dostoyevsky, por mencionar algunos, son autores donde la demarcación entre filosofía y
literatura se vuelve difusa.
Dados estos ejemplos, no es de extrañar encontrar paralelos, aún si estos parecen fruto de la
casualidad. Antes, podríamos considerarles como fruto de cierta sensibilidad o espíritu de
época. Así, la obra de Søren Kierkegaard y Marcel Proust deja de verse lejana en ámbitos
geográficos, culturales y conceptuales y muestra su cercanía basándose en el estudio del
hombre y sus vicisitudes.
En busca del tiempo perdido, la obra monumental de Marcel Proust, es un retrato de un
mundo, un tiempo y un lugar particular. Pero es también un retrato íntimo, una biografía
melancólica donde la añoranza y el recuerdo son el lienzo donde las pasiones de los personajes
y del mismo autor encuentran permanencia, donde los deseos y la sensibilidad del escritor
encuentran su materialidad a través del relato, donde la vida misma, fragmentada, es
recompuesta en cada página.
Uno de los principales ingredientes del universo creado por el autor francés es la ilusión. La
importancia de dicho tesoro para la existencia estética es presentado, en una amalgama de
filosofía y literatura, a través de los distintos textos que componen O lo uno o lo otro, de Søren
Kierkegaard, por medio de sus seudónimos, Victor Eremita (editor del texto) y A (cuyos papeles
corresponden a la primera parte del texto). Dentro de la obra del danés, es esta la primer etapa
(y esfera) de la existencia, caracterizada por la inmediatez y la sensualidad. Así, en la pérdida
de la ilusión es posible encontrar el límite donde topan las aspiraciones del esteta, donde se
encuentran las lindes de sus posibilidades. Al perder la ilusión, se pierde toda posibilidad,
poesía y arte (los tesoros del esteta). Por ende, el esteta pierde su existencia misma.
Proust, en un sentido puramente narrativo y hasta cierto punto, invitando a lo sensorial,
muestra esta esfera o etapa de la existencia a través de Charles Swann, personaje destacado
tanto en lo económico como en lo social e intelectual, dedicado completamente al ocio y al
estudio del arte, según lo retrata Marcel Proust en la primera parte de En busca del tiempo
perdido. Nos encontramos a un ser completamente establecido, o bien, atrapado en la esfera
estética. El goce del presente absorbe de tal manera su vida y modos de ser que incluso el
placer intelectual es relegado a un segundo plano. El mismo arte se le escapaba en ese
interminable estudio de Vermeer van Delft cuyo contenido jamás se reveló y probablemente
jamás fue terminado.
¿Es posible poseer un ejemplar o modelo de lo estético? Fiel al estilo que le caracterizaba
para comunicar sus ideas, Kierkegaard buscaba, antes de presentar modelos o estructuras,
ilustrar de manera concreta, estas esferas o etapas:
Su objetivo no era tener lectores que pudiesen ‘farfullar’ o recitar la visión de Kierkegaard
respecto de lo que son las tres esferas de la existencia, sino tener lectores que tuviesen una
especie de comprensión emocional de dichas posibilidades de vida y que fuesen, en esa
medida, más sabios.1
De esta suerte, los textos de O lo uno o lo otro no se presentan como un tratado o
monografía, sino como una invitación a reconocer en las páginas escritas la existencia propia.
Aún y cuando no tuviera el mismo objetivo, el primer volumen de En busca del tiempo
perdido (Por el camino de Swann) recoge esa añoranza por la posibilidad, por lo inmediato y lo
estético en la vida de Charles Swann. Aún y cuando el estudio artístico le proporcionaba un
ideal y un objetivo, hacía tiempo su atención iba dirigida únicamente a la búsqueda de
posibilidades, teniendo presente la afirmación: “el aburrimiento es la raíz de todo mal”.2 Así, a
pesar de su trasfondo aristocrático, Swann se dedicaba completamente a escapar una y otra vez
de un ambiente cuyo efecto al paso del tiempo consistió en el hastío. Al aburrirse de las mujeres
de la nobleza, comenzó a frecuentar a las hijas de hidalgos, campesinas, cocineras. “Swann no
hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasaba el tiempo, sino que hacía por
pasar el tiempo con las mujeres que le habían parecido bonitas”.3 Propiamente, se deshizo de la
esperanza, un peso innecesario si quería escapar del aburrimiento, entregándose a la
exploración, cosechando a su tiempo y utilizando los recursos a su alcance para hacerse de
experiencia tras experiencia, sin reparar en ello o detenerse en cada persona, dado que “si uno
disfruta indiscriminadamente hasta el final, si continuamente toma lo máximo que dicho
disfrute puede ofrecer, será imposible cosechar u olvidar”.4
Siendo así, es posible formular la pregunta respecto a la naturaleza de este personaje y su
existencia (al menos, planteada en la imagen que nos brinda Proust). ¿Estamos ante un tipo
particular de esteta, dentro de las descripciones de Kierkegaard? Sin duda es difícil definirle o
encasillarle en una categoría específica. Empero, en este personaje encontramos un cambio o
transición. Su situación descrita hasta el momento, nos lo representa como presa de la
seducción de su deseo; sus blancos son fáciles, puede ejercer su encanto y la tiranía de sus
modos sin problemas. También ejecuta con extrema precisión una danza cuyos pasos son
inherentes a su ser: exaltar su superioridad intelectual y social restándole importancia,
ampliando la ya evidente distancia entre él y la querida en turno, afirmando la idea de sí en el
exterior. Esta actitud es manifiesta cuando Proust afirma en su voz narrativa: “el hombre
elegante no teme que su elegancia pase inadvertida para el gran señor, sino para el rústico”.5
En el momento descrito, Swann posee una parte reflexiva aún dominada por él (o bien, él cree
dominarla) simultáneamente con el deseo de la inmediatez física y placentera de estar con
distintas personas y gozar de ellas. Las circunstancias cambian cuando Swann conoce a quien
será la coprotagonista de este fragmento de la historia: Odette de Crécy.
En principio, Odette no es un personaje del todo significativo. Su entrada en la historia bien
podría considerarse un tanto discreta, entre la extravagancia de Madame Verdurin y la
interesante colección de personajes que se reúnen en su hogar. Incluso, al comenzar su relato,
apreciamos a una víctima perfecta de la seducción: pasiva, llena de admiración por su seductor,
añorante de su presencia, aún y cuando estamos frente a una demimondaine.
Con todo, la seducción ejercida por Odette en Swann comienza a operar cuando éste falla
precisamente en el seguimiento del ideal estético: se entrega a un placer con la vana esperanza
de colmarse y encontrar reposo. “Uno debe limitarse a sí mismo —esta es la condición primaria
para todo el gozo”.6
En su ávida búsqueda, no se detiene a tiempo, da lugar a la esperanza y demora demasiado la
recolección de los frutos. El seducir de Odette contrasta con el de Swann: éste último cree en el
carácter activo de sus maneras. Por su parte, Odette, es aparentemente pasiva y cae en las
tretas de Swann, pero no por ello es menos efectiva su seducción. El seductor comienza a ser
seducido, a pesar de intentar seguir jugando como lo hacía con otras personas, de hacerle ver
que “existían para él otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en
mucho tiempo la simpatía que inspiraba a Odette”.7
Swann ni siquiera se ve impresionado por algún atractivo de Odette, ya fuese físico o
espiritual. Es entonces cuando entra a escena la ilusión. El deseo físico y el placer obtenido
fácilmente en otras mujeres no son suficientes en este caso. La ilusión se convierte en un mal
necesario, al brindar el sustento del placer de Swann, de lo único conocido y posible dentro de
la esfera en la cual se desenvuelve. En este sentido, su estadio estético se ve dominado por el
artificio: encontrar el placer y la belleza donde no lo existe. La misma idea de una ilusión
placentera, de una idea de persona sustituye y se asienta dentro de su sensibilidad, suplantando
una realidad, o construyéndose sobre ella, ocultándola a fin de satisfacer sólo a su propio deseo
y volición. Todo el afán de Swann se centra en el esfuerzo consciente e inconsciente para
adaptar a los cánones de su mente la figura y la idea de Odette.
Así, el fracaso existencial de Swann continúa gestándose, de un modo distinto al encontrado
en Diario de un seductor: en vez de la figura seductor-seducido, nos encontramos ante un
cambio de papeles, en el cual el seductor pierde la fuerza o la astucia para seducir, ya sea al
rendirse, o bien, al ser superadas sus argucias, creyendo al fin saciarse, sin darse cuenta de su
caída en la trampa de la seducción, sin ser esta vez él quién la prepara. Dicha reversión no es
evidente para Swann, el cual lentamente abandona el goce de la posibilidad entre el disfrute de
la presencia de Odette y su otra querida. Lentamente, se presencia una transición al deseo del
presente por el establecimiento de una esperanza y una proyección a futuro. No obstante, de
ningún modo podemos encontrar en Swann una conciencia respecto al cambio hacia otro estado
o esfera diferente. No es una transición de lo estético a lo ético. Es una inexorable caída, un
choque inminente con el límite de las posibilidades de su existencia.
El proyecto, si bien espurio, que Swann pretendía hacer de su existencia se ve impedido por
dos factores: pierde la distancia, es decir, su carácter de observador; como seductor “trata de
hacer de su vida una obra de arte; el intenta vivir poéticamente y distanciarse de sí mismo”.8 El
colapso de su vida como esteta comienza al faltar al cumplimiento de dicha máxima. Por su
parte, Odette crea genuinamente un ambiente en el cuál Swann se ve atrapado utilizando una
estrategia similar, un tanto burda, pero cuyos resultados son innegables: Odette vive solamente
el presente y no se aleja de la posibilidad, aún y cuando en su correspondencia inicial daba a
entender una apremiante necesidad por el ser amado (o mejor dicho, deseado). Provoca que
Swann la mire como el espejo donde él puede ver reflejados los ideales perseguidos. Swann no
mira a Odette, sino a la idea floreciente de sus aspiraciones.
El deseo y la inquietud de nuestro personaje se ven acentuados cuando él renuncia a los
demás placeres, cuando su querida se convierte en el centro de su universo. Situación contraria
sucede en Odette, atrapada en un hastío provocado por las excesivas atenciones de su amante.
Odette definitivamente no es Cordelia. Es ignorante, como se evidencia al preguntar si Vermeer,
fallecido en 1675 aún vivía a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero de ningún modo es
inocente. Su trampa es su actitud: desea, al menos en apariencia aprender y llegar a Swann,
hacerle ver la importancia dada a sus más altos valores y preferencias (empero, la vida de
Swann eventualmente ha desdeñado todo menos el goce sensual). No es una ilustrada, una
sabia, o incluso curiosa intelectualmente, pero es hábil en su arte. Odette crea la ilusión
perfecta, aquella en la cual Swann no tiene más remedio que entregarse y perderse. Esta ilusión
sigue el ritmo de sus tiempos, el cortejo, el amor romántico y el goce mundano. Y sobre esto,
dicha ilusión corresponde a la idea que Swann tiene de sí mismo: el hombre de mundo, culto,
irresistible, inexorable y lejano. En cierto sentido, ambos personajes representan un punto
crucial en la decadencia francesa decimonónica, y también la franja limítrofe de la existencia de
un esteta: la imposibilidad de una proyección a futuro, de la construcción de una
significatividad fuera de la restricción del hedonismo, de lo sensual y del presente por el
presente mismo. Swann vive en la multiplicidad de la opción y, hasta el momento de encontrarse
con Odette, hace de su vida precisamente la poesía. Odette, en principio no reflexiona, pero
muestra un poder seductor aún más terrible, en tanto logra perder a Swann.
Aun así, Odette no representa el clímax del arte de seducir. La seducción no tiene ganadores
o perdedores. El mismo hecho de ejercer su poder sobre otros no libera a la persona de dicho
estado. Simplemente los lanza contra límites que pueden o no ser superados. Pero el romper
dicha barrera es imposible al no existir en estos personajes los elementos necesarios para
escapar del solipsismo y el egoísmo.
Si en El Diario de un seductor9 vemos una perspectiva hasta cierto punto extrema, donde el
paradigma o esquema evidente es el de víctima-victimario, en Proust vemos ilustrado el
encuentro entre dos seductores, donde en última instancia, sólo hay perdedores. No importa
cuál seductor haga caer al otro, cuando, propiamente, no hay otro para el seductor. Los límites
se encuentran marcados por el ya mencionado solipsismo, por un goce cuyo centro es la idea
propia y por la visión ilusoria respecto a un juego circular que termina una y otra vez en el yo,
víctima de la insatisfacción.
Kierkegaard posteriormente ejemplifica como al llegar a este límite no es posible trascender
dicha etapa utilizando sus mismas herramientas o actitudes. Empero, la cuestión consiste en
examinar dichos límites tal como Proust los indica en su obra, y por añadidura, en su vida. Cada
esteta, tanto Swann como Odette, son similares a cuerpos celestes buscando por todos los
medios hacer gravitar al otro alrededor suyo. Estrictamente, tal y como lo describe el término
griego, son astros vagabundos, sin centro, buscando encontrar en otros su propia luz
proyectada. Su colisión tampoco da lugar al final de uno u otro: como Proust escribe antes y
después del episodio donde Swann y Odette se cortejan, ellos terminan en un matrimonio.
¿Acaso esto implica una liberación de lo estético, un pase automático a una vida sosegada, un
paso a lo ético? Ciertamente no.
El estado se perpetúa constantemente por medio del juego de las ilusiones. Cada una de ellas
es un escape, una forma de enmascarar la angustia sin responder a su llamado. Swann se
refugia la forma más elevada y digna de la existencia, según su opinión: el estudio artístico.
“Para Charles Swann, la única realidad superior es la obra de arte. El resto es una sombra
imperfecta, una realidad degradada”.10 Soportar la convivencia angustiosa sólo se vuelve
posible cuando Odette, de rasgos sensuales y voluptuosos, pero burdos, se convierte en una de
las obras de arte admiradas por Swann. Éste extiende la idea de sí y envuelve con ella al
mundo, al grado de convertir la pedestre belleza de Odette en Séfora de Las pruebas de Moisés
de Sandro Botticelli. Esta danza interminable atormenta a Swann prácticamente el resto de su
vida, hasta el momento en el cual su vitalidad e individualidad se marchitan, cuando se vuelve
un accesorio de la vida de Odette, quien, por el contrario, jamás pierde de vista los objetivos del
goce, de la posibilidad, aún y cuando su vida se encuentra, al menos en apariencia, ligada a la
de Swann. Dicho esto, no es posible afirmar el triunfo de Odette, o su satisfacción. La misma
búsqueda y goce de la posibilidad, el prolongar indefinidamente la toma de decisión y la vida
donde la imagen de sí mismo es lo más importante, no es sino una ilusión agotadora que debe
recrearse una y otra vez.
Si Juan del Diario de un seductor es considerado el esteta radical, Swann queda a medio
camino: distante, controlador, seguro del poder albergado en su persecución por la belleza. En
todo caso, se aproximaría más a Fausto: siente el vacío constante y “ahora él se aferra al amor
erótico [Elskov] no porque crea en él, sino porque tiene un elemento de presente en el cual hay
un descanso momentario y un esfuerzo que desvía y retira la atención lejos de la nada de la
duda”.11 No obstante, es incapaz de mantener la distancia, de no precipitarse al pozo en el cual
jamás saciaría su sed. Odette, sin intentarlo, o al menos con un afán diferente proyecta su idea
de sí misma y eclipsa la luz de Swann. La existencia de ambos permanece entonces unida de un
modo inauténtico, como dos ideas inacabadas y a la vez ilusorias. “Swann descubrió en un
momento determinado que ya nunca podría ser feliz, que los momentos de felicidad pertenecían
a un pasado irrecuperable, y que la única salvación, la única redención, se encontraban en el
arte”.12 Así, desesperadamente Swann extendió el poder de la ilusión hasta sus extremos,
decorando a su amada, su vida, y sus objetivos con los rostros familiares: aquellas obras de arte
a las cuales consagraba no sólo su tiempo, sino la sensibilidad considerada por él más elevada,
por encima de lo mundano en lo cual se solazaba. Esta es la última esperanza de Swann, el
último asidero en el cuál su existencia conserva al menos un ápice de sentido, su salvación sólo
“se produce en el contacto supremo con la belleza, en un momento de iluminación que no se
puede explicar en términos puramente racionales”.13 Pero la belleza no salva a Swann. Su
única oportunidad de salvación y escape de la espiral en la cual está atrapado sería responder a
la angustia enfrentándose a ella, no escapando. Lo mismo puede decirse de Odette, quien
incluso se ve menos acuciada por la misma.
En modo paralelo, Proust buscó también su salvación a través de la belleza. Como menciona
Jorge Edwards, refiriendo a la relación entre autor y personaje: “Charles Swann es el artista sin
la obra de arte. Es Proust antes de la Recherche, en la época de su exploración desesperada y al
parecer infructuosa”.14 Proust encuentra en su monumental obra el consuelo que Swann jamás
pudo encontrar. Aun así, sigue siendo sólo eso: un consuelo.
Al construir un mundo imaginario sobre el mundo real, un mundo teñido de sus deseos,
aspiraciones y sensibilidad, Proust creo la más grande ilusión a su alcance, la cual no fue
suficiente. Su vida adquirió un nuevo sentido, de eso no hay duda, pero su misma existencia
refleja aquello advertido por Kierkegaard en O lo uno o lo otro a través de sus seudónimos: vivir
en lo estético conlleva placer, emoción e ímpetu. La pregunta es ¿a qué costo?
No sabemos hasta donde pudo llegar Proust, dada su prematura muerte, mientras se
esforzaba en finalizar En busca del tiempo perdido ignorando los consejos médicos. Hasta ese
momento vivía concentrado en manipular el tiempo y la memoria, a fin de alcanzar una
redención a su juventud ociosa, a las expectativas de su padre, y a la memoria de su madre.
Pero en su relato encontramos ante todo, sus ideas y actitudes respecto de la vida. Trata
desesperadamente no perderse en sí mismo, creando un mundo y un tiempo donde pueda
observar cuidadosamente cada pieza del mosaico. Se percibe en él un amor desmedido por la
ilusión, superando por mucho el valor otorgado a la decisión y a la realidad. Por eso le vemos
temeroso al anhelar, en su personaje narrativo, el beso de su madre, presa de la expectación y
de miedo al futuro: a la extinción de la posibilidad, al fin del momento y el desvanecimiento de
la ilusión. De esta suerte, cuando el narrador habla de su incipiente adolescencia, buscando
congraciarse tanto con Gilberta Swann como con sus padres (Charles y Odette), al momento de
lograrlo, la ilusión se pierde, el posible placer se ve mancillado. Marcel Proust vive no sólo en su
cotidianeidad, sino en su creación, el dolor y la melancolía impuestos por la limitación inherente
al estadio o esfera estética. Y en su caso, es plausible hablar de esfera y no de estadio, puesto
que sus posibilidades de trascender en ese sentido fueron pocas.
Tal y como Edwards señala, su vida es un paralelo a la vida de Swann. Y Proust supera el
miedo plasmado en el personaje de Swann: consigue ser el artista y crear su obra. Empero, la
vida de Proust no pudo superar la barrera de la angustia: En busca del tiempo perdido, a pesar
de brindarle sentido y nombre más allá de su existencia física, no pudo ayudarle a librar ese
obstáculo, puesto que es una retrospectiva. Es la incesante búsqueda del presente deseado en
el pasado, un examen minucioso, tal como un cuadro de Vermeer. Proust se encuentra
imposibilitado de ir más allá, tal y como sucede con Swann. Si este último vivía a través de la
ilusión del tiempo presente, Proust realizó un ejercicio para recuperar constantemente el
presente en cada pieza del pasado y en ello le va la vida, en dedicarse a recordar: “El arte es tal
reminiscente ejercicio, el tiempo recobrado”.15 En sus páginas hizo la transmutación del
pasado a presente, creando una miríada de posibilidades a su merced. Sin embargo, esto no fue
suficiente contra el temor a perder dichas ilusiones. El temor seguía viviendo en Proust, como lo
hizo en Swann y posiblemente en todos los estetas y así queda expresado cuando escribe: “…
temía Swann que al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión
del amor”.16

BIBLIOGRAFÍA.
Edwards, Jorge. “Antes y después de Swann”. Letras Libres 25, 2001.
Vans, C. Stephen. Kierkegaard: An introduction. Cambridge: Cambridge University Press, 2009.
Kierkegaard, Søren. Either/Or Part I. Ed. Howard V. Hong y Edna H. Hong. Tr. Howard V. Hong.
Princeton: Princeton University Press, 1987.
Matamoro, Blas. «Vermeer y Proust, por el ojo de la cerradura.» Letras Libres 19, 2003.
(Versión en línea. Obtenido el 26/Mar/2013).
Proust, Marcel. En busca del tiempo perdido, 1. Por el camino de Swann. Tr. Pedro Salinas.
Madrid: Alianza Editorial, 2008.
1 C. Stephen Evans, Kierkegaard: an introduction. New York: Cambridge University Press, 2009, p. 70.
2 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro I. Tr. de la versión inglesa de Howard Hong y Edna Hong, S. Kierkegaard, Either/Or, Part I,
Princeton: Princeton University Press, 1987, p. 285 / SV¹ I 257.
3 Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann. Tr. Pedro Salinas, Madrid: Alianza Editorial, 2008, p.
238.
4 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro I, p. 293 / SV¹ I 265.
5 Marcel Proust, op. cit., p. 237.
6 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro I, p. 325 / SV¹ I 297.
7 Marcel Proust, op. cit., p. 268.
8 C. Stephen Evans, op. cit., p.81.
9 Dentro del primer volumen de O lo uno o lo otro.
10 Jorge Edwards. “Antes y después de Swann”. Letras Libres 25, 2001, p. 55.
11 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro I, p. 206 / SV¹ I 181.
12 Jorge Edwards, op. cit., p. 56.
13 Ídem.
14 Ídem.
15 Blas Matamoro, “Vermeer y Proust, por el ojo de la cerradura”. Letras Libres 19, 2003.
16 Marcel Proust, op. cit., p. 206.
KIERKEGAARD Y CAMUS. PENSADORES DE LA CONDICIÓN
HUMANA
A 200 Y 100 AÑOS DE SU NACIMIENTO
Francisco Xavier Sánchez
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

C
on motivo del bicentenario del nacimiento de Søren Kierkegaard (1813-1855) y del
centenario del nacimiento de Albert Camus (1913-1960), realizaremos una lectura en
paralelo sobre algunos elementos centrales en la obra de estos dos grandes pensadores
de la condición humana. Hemos intitulado esta reflexión: “Kierkegaard y Camus, pensadores de
la condición humana”. A través de nuestro trabajo intentaremos ver las semejanzas pero
también las diferencias entre estos dos filósofos separados por el tiempo, pero unidos por una
misma pasión: pensar la condición humana a partir de una búsqueda de sentido en nuestra
existencia. Abordaremos nuestra reflexión de la siguiente manera. En un primer momento nos
detendremos a analizar con más profundidad dos obras —un ensayo y una novela— por cada
autor, remarcando semejanzas y divergencias entre ellos. De Søren Kierkegaard analizaremos,
La enfermedad mortal (1849) y Diario de un seductor (1844); y de Albert Camus, El mito de
Sísifo (1942) y El extranjero (1942). ¿Por qué hemos decidido privilegiar estas obras? Cuando
en 1958, dos años antes de su muerte, en una entrevista se le preguntaba a Camus si había
leído a Kierkegaard, éste respondía que sí y citaba dos libros en particular que le habían
marcado: El diario de un seductor y el La enfermedad mortal.1 Lecturas que influirán
principalmente en la redacción de los dos textos de Camus que hemos elegido. Posteriormente
intentaremos establecer un dialogo entre los dos pensadores a partir de las semejanzas y
diferencias que hemos detectado. Preguntándonos: ¿En qué aspectos una lectura en paralelo de
estos dos autores de los siglos XIX y XX puede ayudarnos a los hombres del siglo XXI, para una
mejor comprensión de nuestra condición humana?

1. KIERKEGAARD Y CAMUS, CONCORDANCIAS Y DIVERGENCIAS EN LA OBRA.


Para este estudio comparativo procederemos a partir de la identificación y el análisis de los
siguientes elementos: los síntomas y el remedio.2 a) Los síntomas. En primer lugar
analizaremos los síntomas que ellos remarcan de nuestra condición humana, de nuestro estar
en el mundo: la desesperación para uno y lo absurdo para el otro; b) El remedio. Ellos proponen
por lo tanto el querer-ser-uno-mismo uno, y la toma de conciencia el otro. Empecemos nuestro
análisis.
A) LOS SÍNTOMAS: LA DESESPERACIÓN Y LO ABSURDO.
Los dos autores parten de un análisis no teórico sino práctico y vivencial de nuestra existencia
humana. Es por tal razón que son catalogados por algunos como pensadores existencialistas.
Parten para su reflexión de la vida concreta, pero no de la vida en general, etérea y universal,
sino de su propia vida, singular y concreta, de su “yo” más profundo, que: siente, ama, goza,
desea, tiene miedos, etcétera. En el análisis que hacen de su “estar en el mundo” —por utilizar
una expresión heideggeriana que también recibió mucha influencia de Kierkegaard— ellos
remarcan una especie de vacío y de sin-sentido en sus vidas. Un vivir sin saber todavía para qué
o por qué. Esta situación sintomática la definen como “angustia” y “desesperanza” en el caso de
Kierkegaard, y como “absurdo” para Camus.
Hemos elegido emplear la palabra “síntomas”, porque nos parece que este término indica
bien su intención. El ser humano (su propio yo) está enfermo, y se trata de una enfermedad
grave que puede llevar a la muerte. El libro de Kierkegaard, La enfermedad mortal, dice en la
primera página del prólogo: “Una exposición cristiana siempre debe recordar los consejos de un
médico dados en la cabecera del lecho del enfermo”.3 Por su parte Camus empieza su libro El
mito de Sísifo con las siguientes palabras: “Aquí sólo se encontrará la descripción, en estado
puro, de un mal espiritual (…) No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el
suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta
fundamental de la filosofía”.4 Se trata por lo tanto de una cuestión fundamental: ¿vale o no la
pena seguir viviendo? Camus llega incluso a analizar la posibilidad del suicidio como posible
escape a una existencia humana sin sentido. Sin embargo, como él lo indica más adelante en su
texto, el suicidio no es una salida porque ya estamos en el mundo y no se trata de evadirnos,
sino de afrontar el tema del sentido en nuestras vidas.
Es importante remarcar desde ahora, que los temas que nuestros autores analizan no son
temas periféricos, u ocasionales en sus obras, sino que constituyen problemáticas centrales en
sus pensamientos. Kierkegaard tiene 36 años de edad cuando escribe su ensayo sobre La
enfermedad mortal, ya ha elaborado su teoría de las 3 etapas de la existencia, ha vivido un
fuerte romance con Regina Olsen, y los temas principales de su pensamiento están elaborados.
Camus por su parte, cuenta con 29 años de edad, y busca recapitular en el análisis que hace del
mito griego de Sísifo, los temas que ya ha abordado en novelas o piezas de teatro.
El paciente enfermo es cada uno de ellos ¿Pero el doctor? ¿Y la medicina? Éstas son
preguntas más difíciles de responder por el momento, y las dejaremos para más adelante, sin
embargo como iremos viendo, no se trata de salir de uno mismo para buscar refugio o consuelo
exterior, sino de afrontar los síntomas y sobre todo, estar consientes de lo que estamos viviendo
para saber mejor qué es lo que tenemos. Vivir nuestra enfermedad en plenitud y no evadirla es
la mejor manera para poder vivir de otra manera, es decir de curarnos, o de morir en el intento.
¿Y cuál es nuestra enfermedad, qué es lo qué sentimos, cuales son los síntomas? Kierkegaard ya
había desarrollado el tema de la enfermedad, o del malestar que experimentamos, en su libro El
concepto de angustia (1844). La angustia se produce cuando el hombre intuye que puede
cambiar y orientar su vida a lo eterno e infinito, es decir a Dios. Por lo tanto la angustia es
positiva e incluso necesaria para poder cambiar, para dejar el mundo de la carne, de lo estético
y de la sensibilidad, y buscar el hombre nuevo que ha decidido nacer de nuevo, a partir de su
elección por Dios.
El hombre no podría angustiarse si fuese una bestia o un ángel. Pero es una síntesis, y por
eso puede angustiarse. Es más tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la
profundidad de su angustia. (…) La angustia es la posibilidad de la libertad. Sólo esta
angustia junto con la fe, resulta absolutamente educadora.5
Podemos decir que la angustia proviene del llamado que el hombre escucha por parte de Dios
para dejar la vida estética y buscarlo a Él. Este tema influyó mucho en Heidegger quién lo
retoma con mucha semejanza en su libro Ser y Tiempo (1927) cuando escribe por ejemplo, en el
parágrafo 40: “La angustia revela en el Dasein el estar vuelto hacia el más propio poder-ser, es
decir, revela su ser libre para la libertad de escogerse y tomarse a sí mismo entre manos”.6
Para Heidegger llegar a “ser-uno-mismo” es elegir al Ser y convertirse por lo tanto en un Dasein
auténtico; para Kierkegaard en cambio ser-uno-mismo es elegir a Dios y convertirse por lo tanto
en un caballero de la fe. Sin embargo la elección entre Dios o la vida estética7 no es fácil, el
hombre que ha sentido la angustia dentro de sí, pero que persiste en permanecer en la esfera
sensual terminará en la desesperación. Esta es la relación entre su libro sobre la angustia de
1844 y el de la enfermedad mortal de 1849. La desesperación surge en Kierkegaard por el
hecho de no poder morir, de seguir permaneciendo en un yo egoísta y sensual que ignora a
Dios. Es un “muero porque no muero” pero en sentido distinto al que lo interpreta San Juan de
la Cruz. “Tal es la desesperación, ese mal del yo (…). La muerte misma no puede salvarnos de
ese mal, (…) la muerte consiste en no poder morir. (…). Allí se encuentra el estado de la
desesperación (…) no poder desprenderse de sí mismo”.8
Por su parte para Camus también se trata de buscar un cambio, una transformación en uno
mismo. ¿Por qué? Porque parece que la vida por ella misma no tiene sentido.
Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía,
cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño y el lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y
sábado con el mismo ritmo, es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del
tiempo. Sólo que un día se alza el “por qué? y todo comienza con esa lasitud teñida de
asombro. “Comienza”: esto es importante.9
Es decir que al igual que Sísifo —héroe de la mitología griega, que fue condenado por los
dioses a empujar una roca hasta la punta de una cima, para que ésta cayese rodando nueva e
indefinidamente— los seres humanos estamos condenados a cargar con el peso de nuestra
existencia. La rutina y la monotonía son enemigos del hombre que, muchas veces, le hacen
olvidar la necesidad de preguntarse sobre el sentido de su existencia. ¿Para qué hago todo esto?
¿Para qué trabajo? ¿Par qué vivo? Sin embargo aquel que se atreve a preguntar por el sentido
de la vida se encuentra de inmediato con lo absurdo. Y si en Kierkegaard la desesperación surge
de un conflicto al interior del hombre mismo, entre el hombre estético que él es y el hombre
religioso que él quisiera ser; en Camus también hay un conflicto pero entre lo que el hombre
quiere y lo que el mundo le presenta.
Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable
del mundo. (…) la absurdidad nace de una comparación. Por lo tanto, tengo razón al decir que
la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de un hecho o de una impresión,
sino que surge de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una
acción y el mundo que lo supera. Lo absurdo es esencialmente un divorcio.10
Si Kierkegaard —en Diario de un seductor— se apoya del personaje de Juan, para ilustrar al
hombre estético antes de le experiencia de la desesperación (que surge solamente ante el deseo
del cambio); Camus —en su novela El extranjero— utiliza a su personaje Meursault para
hablarnos de la existencia absurda de este hombre que llegó a matar, sin haber tenido motivos
para hacerlo. Algo importante en esta obra es que se desarrolla en dos tiempos: antes y después
de haber tomado conciencia de lo absurdo de su vida. Camus, en la primera parte de su obra, se
detiene a narrar la vida de Meursault antes de que él tome conciencia de lo absurdo.
Yo no veía razones para cambiar mi vida. Pensándolo bien, yo no estaba mal (…) Por la tarde
María vino a verme y me preguntó si me quería casar con ella. Yo le dije que me daba igual, y
que lo podíamos hacer si ella lo quería. Ella quiso saber si yo la amaba, le respondí, como ya
lo había hecho en otra ocasión, que eso no significaba nada, pero que sin duda yo no la
amaba. ¿Entonces para qué casarte conmigo? Me preguntó. Yo le expliqué que eso no tenía
ninguna importancia, y que si ella lo deseaba nos podíamos casar.11
Continuando con el tema de los síntomas de la enfermedad —la desesperación en
Kierkegaard y lo absurdo en Camus— el pensador danés en La enfermedad mortal, habla de
tres modalidades en que se puede presentar la desesperación: la no-consciente, la débil y la que
busca el cambio.
1. Desesperación no-consiente. Es cuando la persona no se ha dado cuenta que está enferma,
ya que la sensualidad, la dimensión estética del goce y la inmediatez dominan su vida. Es la
desesperación propia del paganismo y de un cristianismo no comprometido con Cristo, que no
es ni frío ni caliente. Esto en realidad ni siquiera es desesperación dice Kierkegaard. El enfermo
no sabe que está enfermo y por lo tanto no quiere cambiar nada en su vida, siente que todo está
bien y que puede seguir así. En su novela Diario de un seductor Kierkegaard describe la vida de
un hombre que vive feliz en la vida de seductor que lleva. No hay ningún escrúpulo, nada que le
moleste.
Yo soy un esteta, un artista del amor, y creo en el amor; comprendí del amor la esencia y el
interés; conozco sus secretos y tengo al respecto mis propias ideas: creo, en efecto, que una
historia de amor tiene que durar a lo sumo seis meses y que toda relación debe cesar
automáticamente cuando nada quede por disfrutar.12
Nos parece que al Juan estético de la novela de Kierkegaard que no quiere cambiar,
corresponde el Meursault insensible de Camus, que tampoco desea cambiar nada en su vida.
2. Desesperación débil. Es cuando el hombre se desespera por cambiar, pero no él sino por
adquirir algo exterior a él. Es una desesperación por lo terreno: fortuna, bienes, gloria, etc.,
pero donde no hay un cuestionamiento interior y profundo de la propia vida. Es una
desesperación incluso cómica porque está regida por lo inmediato, por el ámbito de la
temporalidad. Éste tipo de desesperación puede desembocar en una vida desenfrenada y
pasional, como es el caso del mujeriego Don Juan analizado en varios textos por Kierkegaard, o
también llegar incluso al suicidio. Pero puede suceder que el hombre inmediato inicie una
autorreflexión, de donde nazca una cierta conciencia del propio yo, pero inmediatamente
después el hombre inmediato se desperdigará en un montón de actividades exteriores para
olvidar la causa de su desesperación. Pero también se puede encontrar una desesperación más
profunda, más consciente. En este caso se pasa al tercer y último nivel de desesperación.
3. Desesperación por el cambio. Esta desesperación tiene ya un aspecto positivo y es que la
persona desesperada busca ser ella misma; sin embargo el aspecto negativo (por utilizar este
término) es que no se recurre a Dios. La persona busca auto-fundarse, auto-poseerse, de
manera obstinada, y en completa rebelión contra Dios. Es el ser —o hacerme— yo mismo pero
sin Dios, casi en sentido nietzscheano.
En este sentido, en su desesperado esfuerzo por ser él mismo, el yo se hunde en su contrario,
hasta terminar por no ser más un yo. (…) Lejos de lograr ser cada vez más él mismo, se
revela de más en más un yo hipotético. (…) la desesperación se condensa y se hace
demoniaca.13
Se trata, en términos kierkegaardianos de una desesperación demoniaca, que no quiere
recurrir a Dios. Con este tercer estudio sobre la desesperación, Kierkegaard termina la primera
parte de su libro antes de abordar lo que hemos llamado el remedio: es decir buscar una
solución a la enfermedad. Es en el remedio que los caminos de Kierkegaard y Camus se
separan. Ya que si para el pensador danés hay que recurrir a Dios para salir de la
desesperación, para el argelino-francés es necesario permanecer fiel a sí mismo para buscar
salir de lo absurdo, sin buscar refugio o salida en algún dominio metafísico. ¿Consideraría
Kierkegaard a este proyecto demoniaco? Analicemos sus propuestas.
B) EL REMEDIO: EL QUERER-SER-UNO-MISMO Y LA TOMA DE CONCIENCIA.
Kierkegaard comienza la segunda parte de su ensayo con el título: “Desesperación y pecado”.
Para el filósofo danés se peca cuando “ante Dios” —y esta expresión “ante Dios” es muy
importante— no se quiere ser uno mismo, es decir no se quiere morir, dejar la enfermedad de la
desesperación para encontrarnos con nosotros mismos, con nuestro verdadero yo. “Se peca
cuando ante Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo o se quiere serlo”.14 Por lo tanto es
importante que para que haya conciencia de pecado se tenga la convicción, o por lo menos la
idea, de que estamos frente a Dios. Ahora bien ¿qué significa estar frente a Dios? Kierkegaard
pone un ejemplo. Supongamos que un emperador envía un mensaje a uno de sus pobres
jornaleros para decirle que lo quiere tener como yerno. ¿Qué reacción suscitará esta invitación
en el jornalero? Tal vez considere que es una broma y no haga caso a la invitación, pero tal vez
tenga la valentía de aceptar que tal vez es cierto y el emperador lo quiere ver. Pues bien, dice
nuestro autor, el jornalero somos cada uno de nosotros y el emperador es Dios, que quiere no
sólo que estemos frente a Él, sino que tengamos intimidad con Él. Decir que cada uno de
nosotros puede estar frente a Dios y tener intimidad con él, escandaliza a algunos porque no
son capaces de aceptar que eso sea posible.
Pero si se escandaliza [alguno], es que la cosa es demasiado elevada par él, que ella no puede
entrarle en la cabeza, que él aquí no puede hablar con franqueza y he aquí por qué le es
necesario hacerla a un lado, convertirla en la nada, en una locura, en una estupidez, tal es el
peso con que parece ahogarle.15
Estar frente a Dios es el acto más grande que podamos imaginar. Kierkegaard critica el
comportamiento de algunos cristianos y pastores que dicen creer en Dios pero que actúan como
si no estuvieran frente a Él. Por lo tanto la desesperanza tiene una función positiva ya que nos
puede conducir a la fe. En este caso lo contrario del pecado no es la virtud sino la fe, que es el
aceptar estar en presencia de Dios, y renunciar a seguir permaneciendo en nosotros mismos. La
fe vence la desesperanza de esta vida porque nos pone en relación con Dios y con nosotros
mismos tal como debemos ser, nos individualiza.
¿Cuál es la propuesta de Camus que niega toda forma de trascendencia? Si para Kierkegaard
la desesperación se vence cuando aceptamos estar frente a Dios, para Camus lo absurdo se
vence cuando aceptamos estar conscientemente frente al mundo. El autor del Mito de Sísifo
está consciente de que la fe en Dios es una posible vía para salir de lo absurdo, sin embargo se
trata de una falsa salida, de un narcótico que evade nuestra responsabilidad con el mundo y con
nosotros mismos. Es en este aspecto que no sólo se separa de Kierkegaard sino que lo critica
duramente en su libro de 1942, siendo el autor más citado en su texto.
Desde La enfermedad mortal de Kierkegaard (…) se han sucedido los temas más
significativos y torturantes del pensamiento absurdo. (…). Kierkegaard quizás el más
interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace más que
descubrir lo absurdo: lo vive.16
Ahora bien, si Kierkegaard vive él mismo la experiencia de lo absurdo, sin embargo para
Camus no logra salir de él porque involucra a Dios en esa experiencia. Evade el problema.
[Kierkegaard] se ve obligado a ignorar lo absurdo que le iluminaba hasta entonces y a
divinizar la única certidumbre que tendrá en adelante: lo irracional. (…). Kierkegaard quiere
curarse. Curarse es su defecto frenético, el que circula por todo su Diario. Todo el esfuerzo
de su inteligencia tiene por objeto eludir la antinomia de la condición humana.17
Camus ve en Kierkegaard el más claro ejemplo de evasión ante los problemas del mundo, al
querer estar frente a Dios le da la espalda al mundo. Para Camus ante lo absurdo la única salida
válida es tomar conciencia de lo absurdo, no buscando salidas fáciles. Si para Kierkegaard hay
una separación entre el hombre que quiere ser y el hombre que es (en la etapa estética); para
Camus la separación, e incluso el divorcio, se encuentra entre el hombre (lo que desea) y el
mundo (lo que le presenta). Permanecer en lo absurdo es seguir viviendo esa separación como
divorcio; ser conscientes de esa separación es no acabar con lo absurdo pero sí comenzar a
vencerlo, comprometiéndonos con el mundo, no buscando salir de él.
Mi razonamiento quiere ser fiel a la evidencia que lo ha estimulado. Esta evidencia es lo
absurdo. Es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia
de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena. Kierkegaard suprime mi
nostalgia y Husserl reúne este universo. No es lo que yo esperaba. Se trata de vivir y de
pensar con estos desgarramientos.18
Kierkegaard evade el problema —o lo suprime— recurriendo a Dios, y Husserl lo reúne al
querer explicarlo mediante la fenomenología. Eso no es lo que Camus esperaba. Kierkegaard
quiere curarse de lo absurdo, Camus desea saber si se puede vivir con él. Son dos posiciones
distintas. Pongamos un ejemplo concreto. En México vive el hombre más rico del mundo al lado
de millones de hombres y mujeres que carecen de lo mínimo indispensable para poder vivir. Eso
es algo absurdo podríamos decir. El espíritu de un hombre como Camus desea justicia pero el
mundo lo decepciona. No hay equilibrio entre lo deseado y la realidad, hay una “nostalgia de
unidad” por utilizar la expresión de Camus. Ahora bien para Camus no se trata de voltear los
ojos a Dios, ante tal situación (Kierkegaard), y pensar que con esto hemos vencido lo absurdo,
que nos hemos curado; sino de seguir viviendo a pesar de lo absurdo (la muerte no es la
solución), buscando un compromiso de vida consciente ante la situación histórica que nos ha
tocado vivir. Casi diez años después, Camus será más claro al respecto y en su libro El hombre
rebelde (1951)19 hablará que debemos rebelarnos ante lo absurdo. Sin embargo en sus dos
obras de 1942 que estamos analizando, el interés por lo social es menor, centrándose sobre todo
en la pregunta personal sobre si vale o no la pena vivir a pesar de lo absurdo.20 En estas obras
de Camus, el tomar conciencia ante lo absurdo es ya una forma de sobreponernos a él. La
segunda parte de su novela El extranjero está dedicada a narrar el juicio de Meursault, a causa
del asesinato que ha realizado. El juicio del tribunal ante el hecho tan absurdo que ha cometido,
pero sobre todo de él mismo y de su acto: “por la primera vez después de muchos años, tuve un
deseo estúpido de llorar porque sentí cuanto era yo detestado por esas gentes. (…), por vez
primera comprendí que yo era culpable”.21

2. KIERKEGAARD Y CAMUS: ELEGIR SER YO MISMO ANTE DIOS O ANTE EL MUNDO. DIFÍCIL
ELECCIÓN.

Hasta ahora hemos visto que si bien los dos pensadores parten de la misma enfermedad, cuyos
síntomas son: la desesperación y lo absurdo de sus existencias ante la vida. Sin embargo el
remedio que ellos proponen es diferente. Para Kierkegaard se trata de buscar ser-uno-mismo
ante a Dios, y para Camus de tomar consciencia de nuestra vida ante el mundo. Entre Dios y el
mundo, Kierkegaard elige al primero y Camus al segundo. Camus considera que Kierkegaard
quiere curarse definitivamente de su enfermedad, mediante el sacrificio de su intelecto a través
de la fe; él sin embargo considera que no podemos curarnos —es decir erradicar
definitivamente lo absurdo de la vida—, sino que más bien hay que aprender a convivir con él,
venciéndolo, es decir dominándolo. Vencer lo absurdo no significa extirparlo de nuestra vida,
como un cáncer que se ha quitado para siempre, sino seguir viviendo a pesar de esa
enfermedad, y hacerlo además de manera digna y justa. En El mito de Sísifo los dioses han
condenado a Sísifo a empujar perpetuamente una roca hasta la punta de una cima, para que
ésta vuelva a caer, él descienda y empiece su trabajo nuevamente de forma indefinida. Esto es
algo absurdo y Sísifo parece estar condenado a una vida ridícula y absurda por el resto de su
vida. Sin embargo Camus ve en ese mito, que es metáfora de nuestra vida, una posibilidad de
redención. No se trata de que Sísifo abandone su trabajo (el mundo), o de que se suicide, sino
de tomar conciencia de lo que está haciendo. Tomar conciencia es de cierta manera vencer el
divorcio que hay entre la razón y el mundo. ¿Qué es lo que Camus entiende por tomar
conciencia de su situación? Es negarnos a ser títeres del destino, de lo absurdo. En los
momentos que Sísifo empuja su piedra, causa tal vez hilaridad entre los dioses, es su proletario,
pero cuando desciende la montaña, tiene un momento de respiración que le permite pensar, ser
él mismo.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. (…) Esta hora que es como una respiración
y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de
los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses,
es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. (…) Sísifo proletario de los dioses,
impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ello piensa
durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo
tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.22
No estamos condenados a lo absurdo, el tomar conciencia de lo que estamos viviendo nos
libera de cierta manera de esa absurdidad. Cuando dejamos que el peso de nuestro destino nos
venza surge la tristeza, es la victoria de la roca sobre el hombre. “Son nuestras noches de
Getsemaní” dice Camus. Sin embargo cuando somos consientes de lo que nos está pasando
triunfamos de cierta manera sobre nuestro destino, es nuestro y no de otro, ese acontecimiento
nos individualiza, “las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas” y más adelante: “Hay
que imaginarse a Sísifo dichoso”.23 ¿Se puede generalizar y sostener categóricamente la
afirmación de Camus de que: “las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas”? Me parece
que esto es algo que debe ser analizado con más detalle porque no basta con reconocer un
problema —lo absurdo— para vencerlo. Como lo hemos indicado anteriormente el análisis del
libro de 1942 se centra en una problemática personal de búsqueda de sentido ante lo absurdo.
Camus continuará su reflexión y, nueve años después con su obra El hombre rebelde, ya no se
tratará solamente de tomar conciencia ante lo absurdo sino de rebelarnos ante él. La roca de
Sísifo tomará la forma de acontecimientos históricos que se vivían en la primera mitad del siglo
XX y Camus hará un llamado no sólo a la toma conciencia sino a la rebelión ante lo absurdo.
Lo que Camus critica de Kierkegaard es lo que él considera dar la espalda al mundo por
querer estar frente a Dios, renunciar a la racionalidad mediante el salto de la fe. Escribe Camus
en el Mito de Sísifo.
El salto es un escape. (…) lo que Kierkegaard reclama lisa y llanamente es el tercer sacrifico
exigido por Ignacio de Loyola, aquel con que más se regocija Dios: “El sacrifico del Intelecto”.
Éste efecto del “salto” es extraño, pero no debe sorprendernos ya. Hace de lo absurdo el
criterio del otro mundo, cuando es solamente un residuo de la experiencia de este mundo.
“En su fracaso —dice Kierkegaard— el creyente encuentra su triunfo”.24
¿Entendió bien Camus a Kierkegaard? ¿El salto de un estadio a otro viene a suprimir nuestra
relación con el mundo? ¿El salto de la fe implica una renuncia a la razón? Por otra parte
¿Entender la absurdidad del mundo implica ipso facto un triunfo sobre lo absurdo? Nos parece
que por paradójico que pueda parecer son más los elementos que los unen que los que los
separan. Los dos autores parten de la misma enfermedad, un malestar personal ante el mundo y
un deseo de cambio. En ambos casos el doctor es el mismo individuo que debe de tomar una
decisión importante en un momento u otro de su vida. Pareciera ser que se trata de elegir entre
Dios o el mundo. Si presentamos el remedio como una alternativa en la que forzosamente
tenemos que elegir un elemento y suprimir al otro, entonces sus posturas no sólo se presentan
como irreconciliables sino como opuestas. Sin embargo nos parece que tanto en sus textos,
como en la propia vida de estos autores, la decisión tomada no viene a suprimir la otra sino a re-
entenderla de otra manera. En el caso de Kierkegaard elegir pasar de un estadio a otro de la
vida no significa eliminar el sentimiento estético y la actitud ética en el hombre para llegar a la
dimensión religiosa. Como si al dar un salto a un escalón superior suprimiéramos el que queda
abajo. El hombre que amaba a muchas mujeres (el esteta) da un paso cuando aprende a amar a
una en particular (el hombre ético) y otro paso cuando se decide amar a Dios (el hombre
religioso). En el pensamiento de Kierkegaard amar a Dios —estar frente a Él— no significa dar
la espalda al mundo y a los seres humanos, sino aprender a relacionarnos con ellos de otra
manera. No a partir del egoísmo sino a partir de una nueva alteridad en mí que se descubre en
relación con Dios. El hombre religioso es un hombre nuevo que vive los sentimientos estéticos y
el comportamiento ético de otra manera. Su relación con el mundo, con los otros y con él mismo
es diferente. Por otra parte la vida misma de Kierkegaard nos muestra que tuvo un compromiso
con el mundo, es decir con la sociedad de su tiempo. Sus severas críticas a la manera como
varios ministros y cristianos vivían su religión, dan prueba de su compromiso social. Por su
parte la elección de Camus por el mundo no suprime la posibilidad de que Dios exista. Él mismo
no quería ser considerado ateo. En este caso el pensamiento de Camus no se construye en
oposición a la creencia en Dios como es el caso en Nietzsche. Camus no es ateo sino agnóstico.
Camus no puede aceptar que por amor a Dios el hombre de la espalda al mundo. No hay que
olvidar que la formación religiosa católica que Camus recibió en su infancia fue muy deficiente.
Cuando en una entrevista se le preguntó si su familia era católica, él respondió: “Sí, pero se
trataba de un catolicismo más supersticioso que religioso. Ni misa ni nada de ese tipo, bautismo
y últimos sacramentos, eso era todo”.25 Por otra parte el interés de Camus por Dios y por
pensadores religiosos es una constante en su vida. Leyendo por ejemplo a San Agustín, San
Francisco de Asís, Pascal, y a cristianos comprometidos con la resistencia como René Leynaud o
el Padre Bruckberger. El joven Camus en una ocasión le confió a uno de sus profesores de
secundaria en Argelia: “El pensamiento católico me parece siempre dulce-amargo. Es un
pensamiento que me seduce, que me llama la atención”.26 Por último, Camus fue un autor que
interesó de inmediato a autores comprometidos social y religiosamente, como es el caso de
Emmanuel Mounier y Paul Ricoeur por ejemplo. ¿Por qué? Porque vieron en sus textos una gran
compatibilidad con los valores evangélicos tales como la búsqueda de justicia, el respeto por la
vida, o la promoción de la paz, por ejemplo. Por lo tanto, nos parece que en los dos pensadores
no se trata de elegir un término: Dios o el mundo, para darle la espalda al otro.
3. CONCLUSIÓN.
La lectura en paralelo que hemos realizado de nuestros dos autores nos ha mostrado un
elemento común y determinante en su estudio sobre la condición humana y que es la elección.
Los dos filósofos parten de un yo egoísta representado por los personajes de Juan, en el Diario
de un seductor de Kierkegaard, y de Meursault, en El extranjero de Camus, que no logran darle
sentido a sus vidas a partir de ellos mismos. La desesperación y lo absurdo de la vida tiene que
ver con la falta de compromiso ante Dios para Kierkegaard, y ante el mundo para Camus. Poder-
ser-yo-mismo es salir del encierro de mi yo, que sufre y se asfixia en la soledad de su existencia
y elegir lo otro. Alteridad que para Kierkegaard toma el nombre Dios y para Camus del mundo.
Elección que me permite curarme en el caso de Kierkegaard, y seguir viviendo —pero con
sentido— en el caso de Camus. Nos parece que en ambos casos, cuando ellos hablan de elegir a
Dios o al mundo, hay un tercer elemento que aparece silencioso y en el fondo de su
pensamiento y que es el hombre, el ser humano. Como lo recuerda Emmanuel Levinas en su
breve análisis que hace sobre Kierkegaard:
Kierkegaard tiene una predilección por el texto bíblico del sacrifico de Isaac. Él describe el
encuentro con Dios mediante una subjetividad que se eleva al estadio religioso. ¡Dios por
encima de la exigencia ética! Sin embargo podemos interpretar al mismo texto de otra
manera. Tal vez lo que escuchó Abraham no fue una salida de la dimensión ética sino al
contrario, una exigencia de entrar a la dimensión ética [al ver el rostro de Isaac]. Éste es el
momento más elevado de este drama.27
En un mundo llamado por algunos posmoderno, donde la enfermedad del egoísmo es más
fuerte y contagiosa que nunca, las propuestas de estos pensadores cuyos nacimientos hoy
celebramos, tienen aún mucho que aportarnos.

BIBLIOGRAFÍA.
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Rosenzweig, F., El libro del sentido común sano y enfermo. Tr. Alejandro del Río H., Madrid: Ed.
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1 Cfr. H. Politis, “Un dialogue fictif entre Camus et Kierkegaard”, en: H. Faes et G. Basset, Camus la philosophie et le
cristianisme, Paris: Cerf, 2012, p. 77.
2 Esta forma de proceder intenta seguir la metodología de Rosenzweig para manifestar su postura con respecto a la de Hegel.
Cfr. F. Rosenzweig, El libro del sentido común sano y enfermo, Madrid: Caparrós, 2001.
3 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Trotta, 2008, p. 25 / SV1 XI 117.
4 A. Camus, El mito de Sísifo, Buenos Aires: Losada, 2010, p. 13 y 15.
5 S. Kierkegaard, El concepto de angustia. Tr. Demetrio G. Rivero. Madrid: Alianza editorial, 2010, p. 269-270 / SV1 IV 421.
6 M. Heidegger, Ser y tiempo. Tr. Jorge Eduardo Rivera C. Madrid: Trotta, 2003, p. 210.
7 La vida estética nos parece que corresponde a la vida inauténtica en el caso de Heidegger.
8 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 42 / SV1 XI 133.
9 A. Camus, El mito de Sísifo, p. 25.
10 Ibídem, p. 41-43.
11 A. Camus, L´étranger. Paris: Gallimard, 2005, p. 69.
12 S. Kierkegaard, Diario de un seductor. Tr. Ramón Alvarado Cruz. México: Juan Pablos editor, 1984, p. 61 / SV1 I 337.
13 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 94 y 97 por la última cita / SV1 XI 180 y 182.
14 Ibídem, p. 108, lo repite también en p. 125 / SV1 XI 194.
15 S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 113-114 / SV1 XI 197.
16 A. Camus, El mito de Sísifo, p. 36 y 39.
17 Ibídem, p. 52.
18 Ibídem, p. 63-64.
19 Cfr. A. Camus, El hombre rebelde. Tr. Luis Echávarri. Buenos Aires: Losada, 2008.
20 En este aspecto se podría hacer una comparación interesante entre el pensamiento de Sartre y Camus y la evolución de sus
pensamientos. Ya que si bien en su juventud su reflexión se centra más bien en una búsqueda personal de sentido,
posteriormente pasan a un compromiso social. Ver con respecto a Sartre: A. Gómez-Müller, Sartre, de la nausée à l
´engagement, France: Le Félin, 2005.
21 A. Camus, L´étranger, p. 138-139.
22 A. Camus, El mito de Sísifo, p. 135.
23 Ibídem, p. 136 y 138.
24 Ibídem, p. 49 y 51. Sobre el sacrifico del intelecto, el tercer sacrifico exigido por Ignacio de Loyola, ver:
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4908/solares/49solares02.html, 5.4.2013.
25 H. Faes et G. Basset, Camus le philosophe et le christianisme, p. 46.
26 H. Faeset G. Basset, Camus le philosophe et le christianisme, p. 143.
27 E. Levinas, Noms propes. France: Le Livre de Poche, 1976, p. 86 [Traducción libre para una mejor comprensión del texto].
LA PACIENCIA COMO EL CONTENIDO ÉTICO DE LA TEMPORALIDAD
DEL INDIVIDUO
Rafael García Pavón
UNIVERSIDAD ANÁHUAC

“Si un hombre, sin embargo, comprendiera en verdad cómo hacer de él mismo lo que en verdad es: nada; si
supiera poner el sello de la paciencia en lo que comprendió, ¡ah!, entonces su vida, aunque él fuera el más
grande o el más humilde, seguiría siendo hoy una regocijante sorpresa y una beatificante admiración, y lo
sería en todas las épocas; pues hay una sola cosa que en verdad es el objeto de la admiración: es Dios; y una
sola cosa que logra impedir la admiración: es el hombre cuando quiere él mismo ser algo”.1
INTRODUCCIÓN.

K
ierkegaard nos menciona bajo el autor seudónimo de A en el texto El más desgraciado
que paseando por un panteón se encontró una vez con una tumba vacía cuyo epitafio
rezaba “aquí yace el más desgraciado”, es decir aquel que no ha muerto, pero no porque
este mundo sea un valle de lágrimas, sino porque simplemente no ha nacido, y no ha nacido
porque no ha tenido tiempo, no porque esté muy ocupado sino porque no tiene tiempo en
absoluto. En otras palabras, sólo puede morir aquel cuya vida se ha convertido en historia, no
en la historia con mayúscula, sino en una vida personal que ha elegido manifestarse en el
mundo con sentido, en lo que Kierkegaard ha llamado el camino de llegar a ser sí mismo.
Esto quiere decir que el tiempo tiene un sentido ético en la medida en que llegamos a ser lo
que hacemos con el tiempo que tenemos disponible en el curso de la propia existencia; lo que a
su vez es paradójico, porque se trata de llegar a ser algo que en cierta forma ya somos, ¿cómo
es entonces ese camino de ser y no-ser simultáneamente en el tiempo que llamamos nosotros
mismos? Ciertamente no puede ser algo definido para siempre, la eternidad, ni algo movible a
cada instante, el tiempo, sino como nos dirá Kierkegaard en varias de sus obras, será la
temporalidad, que es la relación contradictoria entre tiempo y eternidad, definida como unidad
de sentido por la libertad. La temporalidad como ser sí mismo es tratada en varias de las obras
de Kierkegaard en este sentido y con esta dialéctica de permanente contradicción, en El
equilibrio podemos denotar la situación ética de la elección de sí mismo como una dialéctica
entre elegir y recibirse en el tiempo, en El concepto de la angustia como modos de ser de la
síntesis humana de cuerpo-alma y espíritu en la cual la angustia anuncia la temporalidad como
posibilidad o como posibilidad de perderla, en Migajas filosóficas como el movimiento del
pasado en un futuro abierto que se repite como posibilidad de ser sí mismo ante el instante
eterno, y es en este contexto de las obras de 1843 a 1844 que Kierkegaard escribe en tres
discursos edificantes sobre la paciencia como condición para realizar este movimiento de ser sí
mismo.
Para Kierkegaard la paciencia tiene un papel central para comprender la realización en el
tiempo del individuo como sí mismo al grado de identificar a la paciencia con el alma en el modo
en que ésta se realiza en el tiempo, como dice Anthony Rudd, no es la paciencia un mero
instrumento para realizar alguna finalidad o el hábito virtuoso para el florecimiento de la
naturaleza humana definida teleológicamente, sino que es la propia unidad del individuo con
una teleología más fundamental que se denota en su relación personal con Dios2 en la madurez
de su personalidad.
La paciencia no es entonces algo que se deba identificar con una pasividad extrema o con una
fría deliberación racional, es un combate, una lucha tan pasiva como activa dirá Kierkegaard3
de llevar a cabo esa síntesis en la cual se vence la impaciencia de la angustia y se ejerce la
elección de sí mismo, haciendo que el alma entre en el tiempo y el tiempo en la misma, por la
cual el individuo se sabrá y será sí mismo en la medida de ser en relación con el acto de la
revelación, cuya condición y fruto será la misma paciencia.
Se requiere la paciencia para comprenderse a sí mismo como una tarea, porque esta
comprensión nos pone en situación de contradicción, se requiere paciencia para elegirse a sí
mismo en esta contradicción y se requiere paciencia para preservar en ella contra los embates
de la impaciencia de la angustia, de la inmediatez y del deseo; y se requiere paciencia para
llegar a ser en la espera de su plenitud con una apertura total, por ello los tres discursos nos
dan el trinomio de la paciencia que luego se referirá en otras de su obras: la paciencia como
condición de adquisición, de preservación y de expectativa.
En el presente trabajo trataré de presentar la paciencia relacionada con los modos en que se
denota la temporalidad en este camino de ser sí mismo en los textos mencionados y siguiendo
los tres discursos edificantes sobre el tema: primero, la paciencia de adquirirse a sí mismo en
ese acto de espera y elección de sí ante la angustia; segundo, el combate de la paciencia contra
las tentaciones de la impaciencia del deseo, la angustia, la pena y la vida estética, para que el
individuo se elija a sí mismo como libertad y finalmente la paciencia en relación al movimiento
dialéctico de redención en el tiempo.

1. LA PACIENCIA DE ADQUIRIRSE A SÍ MISMO EN RELACIÓN A LA ANGUSTIA.


El sí mismo de una persona está concebido en el pensamiento de Kierkegaard4 como una
síntesis entre finitud e infinitud, necesidad y posibilidad, inmediatez y mediatez, cuerpo y alma,
conciencia y libertad, eternidad y tiempo. La síntesis está dada de forma ontológica pero no
realizada de forma ética, por lo cual el resultado de esta realización se dará en el tiempo y esto
será la temporalidad. En general la síntesis se da por un doble movimiento que representa la
libertad: el primero, reflexivo y de conciencia, por el cual trascendemos en forma de posibilidad
el tiempo y el espacio; el segundo, por el cual elegimos aquí y ahora llevar a cabo acciones que
nos permitan realizar aquellas posibilidades.
En el primer movimiento de conciencia de sí, es por el cual cada individuo se reconoce en su
propia condición contradictoria y con su capacidad de deliberar, imaginar y fantasear,
proyectándose en un mundo posible. De este modo la propia actividad de la conciencia nos pone
en esa certeza contradictoria entre ya ser algo determinado y situado en el mundo, y a la vez
proyectarnos en un mundo fuera de este tiempo y espacio, pero posible en otro tipo de tiempo.
En esta conciencia se plantea lo que Kierkegaard llama la realidad del espíritu, que no es
ninguno de los extremos de la síntesis, sino la realidad posible de la síntesis y por tanto de lo
que llamamos sí mismos. Pero mientras es posible este movimiento reflexivo produce un estado
de ánimo que es la angustia. La angustia es este momento de ambigüedad en el cual nos vemos
atraídos a un horizonte de posibilidades, que puede ser desde una indeterminación total hasta
horizontes específicos, pero al fin y al cabo, algo que no existe por naturaleza, por necesidad o
dependiente de alguna de las condiciones preexistentes en el mundo y en los individuos. Como
dice el seudónimo Vigilius Haufniensis la angustia es el vértigo de la libertad,5 el espíritu
soñándose a sí mismo en una historia posible.
La angustia es el estado de ánimo que es una especie de miedo a lo desconocido, es decir
¿qué somos, seremos, debemos o nos sentimos llamados a ser realmente en el tiempo? Por ello
la angustia se da desde la inocencia como ignorancia absoluta de mis relaciones con el mundo
hasta antes de la muerte, es la primera forma en que experimentamos la temporalidad. Como
dice Kierkegaard: “la angustia entraña siempre una reflexión sobre la temporalidad. Porque no
puedo sentirme angustiado a causa del presente, sino sólo de lo que ya ha pasado y de lo que va
a venir. Ahora bien, lo pasado y lo porvenir, enfrentados de tal manera que el tiempo presente
desaparezca, son dos determinaciones de la reflexión”.6
Con el pasado la angustia nos hace percatarnos que lo que somos proviene de un devenir del
cual desconocemos en el fondo su origen, lo cual nos hace sentir pena, como esa forma de
sabernos posibilidad incluso en nuestro mismo origen, y también cuando ve en el pasado una
nueva posibilidad, y en ese sentido relacionarlo con el futuro. En cuanto al futuro mismo, éste
siempre aparece como una posibilidad que en sí es imposible, porque no tiene ninguna
necesidad de existir. La angustia es el estado de ánimo de la reflexión profunda de nuestro ser
algo con una cierta teleología pero que requiere concretarse en el tiempo específico, es la
posibilidad de la síntesis, de la temporalidad.
La angustia también es la conciencia de que por más que reflexionemos o pidamos consejo
sobre una decisión siempre estará este velo de incertidumbre de la posibilidad, para
Kierkegaard ésta posibilidad no es como lo será en otros autores una indeterminación total, más
bien es saberse que nuestro sí mismo es un devenir de una relación original pero que no se
encuentra definida en sentido concreto, en otras palabras, es lo que entiende con el término
eternidad o teleología de la personalidad, por lo cual la angustia en cuanto incertidumbre es
hacerme ver que la determinación final de mi propia existencia no reside totalmente en mis
manos sino en la revelación de la acción, y más, que es intransferible, nadie puede estar en
nuestro lugar para realizarlo. Por ello la angustia no es de cuestiones finitas o de opciones
específicas, sino simplemente de la posibilidad de ser o no ser la síntesis y estar dispuesto a
recibirlo.7
Esta dialéctica se presenta en el discurso edificante “Que uno adquiera su alma en la
paciencia” como la contradicción que representa el alma, usando el lenguaje del Evangelio,
pero que en términos filosóficos podríamos tomar como equivalente a sí mismo o a espíritu.
Esta contradicción es la que se da entre poseer el alma y adquirir el alma como una condición
interior que exigirá por ello la paciencia para su integridad.
Por un lado no hay ninguna realidad exterior al alma que pueda ser poseída y adquirida al
mismo tiempo, porque pertenecen sólo al mundo de lo temporal, en el cual cuando algo es
poseído es porque ya fue adquirido, y cuando es adquirido es porque no es poseído. Pero por lo
mismo, estos actos de adquisición, si son elecciones, son como las del joven esteta de El
equilibrio, no son elecciones en realidad, porque lo que se elige, adquiere o posee, se lo tiene
por un momento y sólo por ese momento, siendo indiferente a su propia personalidad,8 en este
sentido la paciencia es sólo un instrumento o un medio para poseer aquello que se busca. Por
otro lado en la eternidad no es ni algo poseído, ni algo adquirido, simplemente porque es. Por lo
tanto, es en algo interior donde debe buscarse el sentido de la frase “ganarse su alma” y “lo
interior en su expresión más general es: el alma. El alma es por tanto la contradicción de lo
temporal y de lo eterno, y por eso en este caso se puede poseer lo mismo y adquirir lo mismo al
mismo tiempo”.9 Dicho en otras palabras, no podemos llegar a ser nada que no poseamos ya
interiormente, pero solo lo poseemos de verdad no en cuanto lo tenemos como una relación
substancial, como diría Rudd, sino en la medida en que nos relacionamos con ella como tarea,
es decir, el alma en el tiempo y esto será la paciencia.
La dialéctica es aún más compleja, pues en un principio, en la inocencia, como diría Vigilius
Haufniensis en El concepto de la angustia, el alma se encuentra identificada con el mundo y sus
condiciones inmediatas, temporales y externas, por lo cual creemos poseer el mundo, pero en
realidad es el mundo el que nos posee, porque lo único que garantiza una posesión es su
adquisición y lo que garantiza la adquisición es la posesión de antemano, pero el mundo no lo
poseemos de antemano, por lo cual al adquirirlo lo podemos perder y con ello perdernos a
nosotros mismos, porque el mundo es intercambiable. Esto podría interpretarse en el sentido de
que cualquier elección en la cual no esté relacionada de manera íntima la personalidad o
afectada de tal manera, es algo simplemente accidental que igual como lo tengo podría no
tenerlo nunca, es falta de seriedad como dirá en El equilibrio. Por ello la verdadera posesión del
mundo, sólo es renunciando a la misma, no en el sentido de salir del mundo, sino de no
determinar el sentido de vida por las condiciones del mundo o de la temporalidad cronológica.
Pero en ese mismo instante, como dice en los discursos y en El equilibrio, siente un impulso,
el impulso de la personalidad,10 que ya está de antemano interesada en la elección, como una
inquietud que no sigue las determinaciones del mundo, ésta se denota precisamente como la
angustia, pero la misma es ambigua. La angustia nos pone en claro que lo que estamos dirigidos
a ser no se reduce a las condiciones del mundo aunque me encuentre en él, me proyecta a un
futuro de lo que la propia alma es y que no se reduce a lo que ya se posee, puesto que es
poseída por el mundo, pero al mismo tiempo presiente la posibilidad de su pérdida,11 por lo que
en esa ambigüedad siente la impaciencia de definirse ya como algo por su propia voluntad o la
impaciencia de no embarcarse en la posibilidad, por ello nos dice que: “Si quiere, en cambio,
adquirir su alma, debe dejar que esa aspiración contraria se vuelva más y más nítida, y, en ella,
adquirir su alma, pues su alma era precisamente esa diferenciación: era la infinitud de la vida
del mundo en su diferenciación respecto de sí misma”.12
Es en este punto donde la dialéctica se muestra con toda su intensidad para poder en un
segundo momento explicar el sentido profundo de la elección de sí mismo y su relación con la
paciencia. Pues si el alma no le pertenece al mundo, sino como posesión ilegítima, y se muestra
como una inquietud que debo poseer por mí mismo, quiere decir que al mismo tiempo no la
poseo, por lo tanto ¿quién la posee? Para Kierkegaard el único que la puede poseer es Dios, en
El equilibrio lo dice con otras palabras, cuando menciona que sólo en la elección de sí mismo
uno se recibe en relación con su valor eterno, es decir uno posee su alma por gracia de Dios
como fundamento pero que se denota como una tarea de relación personal, por lo cual, el
camino de ser sí mismo, es que al conocerse a sí mismo, en la angustia, se produce esta
contradicción de sí, que por un lado está en el mundo, pero no es del mundo, se proyecta a sí
mismo, pero en relación a alguien que ha puesto la relación o que es fundamento último de mi
ser, por lo cual el acto de adquirirse y poseerse a sí mismo, de ser sí mismo, será uno en el
tiempo en el cual: “adquiere su alma desde el mundo, de Dios y por sí mismo”.13 El alma al ser
esta auto-contradicción es que puede moverse o darse en devenir, porque si no se perdería en la
vida del mundo, es decir no habría libertad ni singularidad.
Por ello el alma se adquirirá por y en la paciencia, ésta será la duración de esta triple
relación en la cual se dará la elección de sí mismo; no es un acto inmediato, pero tampoco es
una espera infinita, es como dice más adelante un siempre estar dispuesto a hacer algo hoy.14
Si bien la angustia en su ambigüedad produce impaciencia por la apertura, la incertidumbre, la
proyección, en ella no se adquiere a sí mismo, requiere un acto de confianza y espera
simultáneas por el cual se elija cada uno en esa condición en espera de la relación plena del
tiempo. Angustia y paciencia son dos modos de la tensión inherente de la auto-contradicción
que representa el devenir temporal de cada individuo, uno como posibilidad y suspensión del
tiempo y la otra como realización en el tiempo, tomándose en serio el tiempo.
En este sentido es que la paciencia es necesaria en este primer movimiento de la deliberación
o del conocimiento de sí mismo para darse cuenta de la contradicción y en ella encontrar un
modo de resolverla, pero debe luchar y combatir la impaciencia tanto del conocimiento como la
impaciencia del deseo y el cumplimiento de los propósitos, este resolver es el segundo
movimiento y que se refiere a una elección de sí mismo como tal, no a una opción o un objeto o
una persona sino a estar dispuesto en paciencia a llevar a cabo el acto de adquirirse a sí mismo.
La paciencia es así una doble tarea en la deliberación y en la puesta en práctica, pues la
paciencia no se adquiere por el conocer, pero se requiere la paciencia para conocerse a sí
mismo en el sentido de llegar a ser sí mismo, porque en este conocimiento descubre que no
sabe lo que llegará a ser con toda certeza ni por el mundo ni por sí mismo y que sólo lo sabrá en
la adquisición, siendo así la paciencia la condición misma de la adquisición y lo que se adquiere
en ella.15

2. PACIENCIA Y PRESERVAR EL ALMA COMO LIBERTAD.


Éste es el momento en el cual se plantea la necesidad del segundo movimiento, pero no por
ello es necesario, que es la elección en tiempo y espacio concreto de un camino de vida con el
cual el individuo se compromete, eligiéndose a sí mismo con pasión, porque cree que es posible
la realización de la síntesis. El segundo movimiento es un acto de confianza y de espera
simultáneos, de querer creer que es posible ser sí mismo aquí y ahora. Este querer creer como
confianza en sí, y al mismo tiempo como en espera de la revelación de sí, es por lo cual nos dice
Kierkegaard que la libertad es elegirse sí mismo, o más bien recibirse a sí mismo, pero si no se
elige, no se recibe.16 Es aquí cuando se da el instante como eternidad, ese momento en que la
eternidad penetra el tiempo y el tiempo mueve la eternidad, dando lugar a la temporalidad,
como dice Vigilius Haufniensis en El concepto de la angustia: “el instante es esa cosa ambigua
en la que entran en contacto el tiempo y la eternidad —con lo que queda puesto el concepto de
temporalidad—, y donde el tiempo está continuamente seccionando la eternidad y ésta
continuamente traspasando el tiempo”.17 Es este acto de razón y fe el que constituye la libertad
y por tanto la temporalidad, es un momento en el tiempo pero que tiene una relevancia para
todos los tiempos, dejando huella en la memoria y haciendo presente un porvenir, por el cual
tanto pasado como futuro cobran sentido no en abstracto sino en el devenir concreto.
Este doble movimiento de la síntesis en temporalidad de la existencia humana que se da en
un instante y se convierte en eternidad, no se detiene en una elección sino que requiere ser
tomado tantas veces como ocasiones de instantes se den. Este doble movimiento se puede ver
de modo más concreto en cuanto temporalidad como la síntesis entre pasado y futuro en el
presente por el medio de la libertad. La temporalidad es un triple presente en el medio de la
libertad entendida no como elegir una opción u otra, sino como elegir querer creer que es
posible la síntesis en el instante, como nos dice Kierkegaard:
Si no existe el instante, entonces lo eterno viene avanzando por detrás como lo pasado. (…)
en cambio si se da positivamente el instante, aunque sólo sea como discrimen, entonces lo
futuro es lo eterno. Por fin, si se da positivamente el instante, entonces hay eternidad, y
también hay futuro, el cual vuelve otra vez como el pasado.18
De este modo sólo hay una opción a elegir con dos caminos: o elegimos ser la síntesis o
elegimos no serlo, en el primer caso tenemos temporalidad y en el segundo la perdemos, pero
mientras estemos en el tiempo hay posibilidad de perderla o de recuperarla. Por lo mismo dice
Kierkegaard que perder el tiempo podría ser un modo de perderse a sí mismo, pues finalmente
somos lo que llegamos a ser en el medio del tiempo. En este sentido, la temporalidad es una
responsabilidad de ser sí mismo, no en cuanto egoísmo, sino en cuanto un acto simultáneo de
reconocer lo que una persona ha sido y abrirse a las posibilidades futuras de eso ya sido, en un
acto de confianza y espera ante lo posible; este paso de lo posible a su realización, no en cuanto
una opción concreta, sino en cuanto que elijo realizar esta tarea, es decir vincular aquello de lo
que tengo certeza con lo que aún desconozco, es un elegirse a sí mismo, es decir elegir ser
libertad, y recibirse a sí mismo en la revelación de la acción.
Este acto simultáneo de confianza y espera es la paciencia, como ese modo en el cual el alma
se va adquiriendo a sí misma como una lucha con el mundo entero y que lo pone en una relación
más íntima con Dios. Esta elección lo despoja del mundo porque no se realiza en función de
alguna condición existente, o de algún amigo o de alguna persona o de algún destino, sino que
se hace en la libre elección del esperar, por lo cual lo que se adquiere, el alma, se adquiere
como paciencia, en una forma de diferenciarse19 con mayor nitidez de la vida del mundo, lo
cual puede ser ocasión de escándalo, de tal forma que no se es, sino que se llega a ser en ese
devenir que frente al mundo representa debilidad. Por ello nos dice Kierkegaard que lo
adquirido no es algo detrás u oculto en la paciencia sino que es en la misma paciencia, porque
lo que se quiere llegar a ser no es algo por lo cual se deba ir a la caza o la búsqueda en una
especie de activismo exterior, porque es algo que se encuentra en su propio interior “en la
paciencia misma, el alma se entreteje pacientemente, y así, la adquiere y se adquiere a sí
misma”.20
La paciencia y la seriedad de la elección como la trata en El equilibrio se complementan,
porque la seriedad implica, como dice Kierkegaard, saber que toda elección es decisiva para la
madurez de la personalidad, y que se juega en cada instante porque se encuentra en el tiempo,
por lo cual son decisiones que no pueden postergarse, la paciencia por ello no es un esperar
abstracto o algo que se parece a la frialdad de la sensatez, sino que es quien enseña el
verdadero objetivo de la elección de sí mismo que no se identifica con un modo de ser en el
mundo, y por ello “la paciencia enseña la confianza hacia la vida, y aunque su propósito lleve
vestiduras humildes, es magnífico en su interior, fiel e infalible en todos los tiempos”.21 Ese
objetivo es ser en relación con el fundamento de la propia relación que es Dios, por ello en El
equilibrio denota cómo esta paciencia, como elección constante de desposeerse del mundo para
encontrarse en la espera de ser sí mismo, es una pasión y lo que importa de la elección no es si
es correcta o no, lo cual se ha malinterpretado muchas veces como decidir sin criterios,22
sino de la energía, de la seriedad y del pathos con que se elige. Allí es donde la personalidad
se proclama en su infinitud interior, y de esa manera, a su vez, la personalidad se consolida.
Por eso, aun cuando un hombre ha elegido lo incorrecto, descubre haber elegido lo incorrecto
en razón justamente de la energía con la que eligió. Pues cuando la elección es llevada a cabo
con toda la interioridad de la personalidad, su naturaleza resulta purificada y él mismo es
conducido a una relación inmediata con el poder eterno que, estando presente en todas
partes, penetra la totalidad de la existencia.23
La paciencia es así este trabajo interior en el cual se debe comprender que no se posee a sí
mismo, que el sí mismo no es un yo auto-fundante, sino una relación que se adquiere por sí
mismo desde un poder superior a sí mismo en el tiempo. Este trabajo interior es la paciencia
que es la misma alma que se adquiere, este devenir interior es el sí mismo que se ha elegido y
por ello el que se elige en paciencia adquiere su alma porque ha adquirido la paciencia, por eso
nos dice Kierkegaard que la frase de “adquirir su alma en la paciencia” incluye una doble
repetición. Con ello vemos que la paciencia es el sí mismo en su devenir de adquirirse en el
doble movimiento que hemos expresado y en ese sentido la paciencia es una relación de síntesis
de los tres tiempos, presente, pasado y futuro, en su modo de ser presentes como memoria y
esperanza. En cambio en la impaciencia no hay lugar ni para la esperanza, ni para la memoria,
sino sólo para lo efímero del momento que pretende no reconocerse como a sí mismo y en ese
sentido no recibirse a sí mismo, la paciencia se puede entonces adquirir “en el terrible instante
de la decisión o que la adquiera lentamente, en la paciencia adquiere su alma, ya sea que en el
mismo instante sea transferido a la eternidad o que, a partir de ese instante, se transfiera a
cada instante a la eternidad”.24
En este sentido no tener tiempo sería no llevar a cabo la síntesis, no querer ser libertad,
quedándose en un pasado o un futuro abstracto, perdiendo la paciencia, o como dice en El más
desgraciado, es aquel que no ha tenido tiempo, ya sea porque vive en un pasado que en realidad
debieran ser posibilidades, o en un futuro que en realidad ya es pasado, es decir, vivir en
recuerdos de una realidad no presente de verdad en la memoria, o vivir de esperanzas de un
futuro, que son hechos ya consumados, de tal manera que:
Nunca llegará a hacerse viejo, puesto que jamás ha sido joven; ni nunca podrá ser joven, pues
ya hace mucho tiempo que se hizo viejo. En cierto sentido ni siquiera puede morir, pues sin
duda que no ha vivido; pero hasta cierto punto tampoco puede vivir, ya que indudablemente
ha muerto. (…) no tiene nada de presente, ni de futuro, ni de pasado.25
La forma de perderla tiene que ver con pretender una vida meramente estética, es decir en la
cual elegimos no hacer la reflexión ni la elección, sino escapando de la libertad y de la angustia,
elegimos ser determinados sólo por la inmediatez de las condiciones del mundo, no tener
posibilidades, renunciar a las esperanzas y ser determinado por la fuerza del pasado. O al
contrario, una vida ética en sentido formal, es el que se resigna a vivir determinado por los
principios, normas, mundos fantásticos que su razón quiere imponer al mundo fáctico, en cierta
forma creyéndose fundamento del mismo. Recuperar el tiempo perdido, recuperar la
temporalidad, sería recuperar la libertad, la síntesis como ese poder devenir de nuevo. Estas
pérdidas son lo que Kierkegaard llama desesperación, porque son formas de perder toda
esperanza de ser, ya sea porque no siento las fuerzas para realizarlo, o porque me obstino en
ser un invento de mí mismo que no tiene las condiciones de mi propio ser, ya sea por falta de
necesidad o por falta de posibilidad, por falta de eternidad o por falta de tiempo. La
desesperación, a diferencia de la angustia, es una elección de no ser sí mismo, es una negación
de la temporalidad, es decir, de ser una contradicción libre.
La paciencia como la hemos expuesto nos ayuda a comprender el peligro real de la
existencia, el que uno pueda perder su alma, y que en la impaciencia se desperdicie inclusive el
último instante.26 Se pierde con quedarse en el pasado de la especulación confundido con el
instante de la decisión o en la indiferencia del momento para con el desarrollo de la
personalidad.
Esto quiere decir que el llegar a ser sí mismo no basta con un solo acto en un instante
entendido como cronológico, sino como una tarea que dura cuánto dura la vida, y esta duración
significa preservar el alma para la vida y la muerte. Se preserva en la medida en que este doble
movimiento dialéctico se realice una y otra vez, pero la condición y el resultado de ello es la
paciencia, porque sin la paciencia no puede darse ni el acto de reconocimiento de que uno no es
aún sí mismo, ni puede darse el elegir serlo de esa manera en la espera de la revelación del acto
en el futuro. Por ello este ser sí mismo es un modo de ir creciendo en paciencia, nos dice
Kierkegaard, lo cual significa que la personalidad madura, se consolida y se vuelve más
expectante de sí misma, no más demandante del mundo o de los otros. Entonces no es que se
tenga el alma y luego se requiera la paciencia para preservarla, sino que el alma se adquiere al
adquirir la paciencia y se preserva en la misma adquisición. La paciencia como este acto
simultáneo en tiempo presente de fe y esperanza, es tan activa como padeciente.27
La finalidad de la paciencia es la paciencia misma porque es actuar para adquirirse a sí
mismo en cuanto relación con un poder fundante y en renuncia del mundo inmediato, no por
ello aniquilándolo sino situándolo en su real perspectiva, y que más que controlar el mundo
para realizar posibilidades concretas, su modo de ser es devenir esperanza, es devenir un futuro
presente que se abre a su total plenitud por lo cual no depende de las condiciones existentes, es
decir es libertad. La libertad como paciencia es el contenido moral de la temporalidad, es decir,
llegamos a ser sí mismos, cuando lo somos en paciencia y por la paciencia, como nos dice
Kierkegaard en El equilibrio: “Por eso lucho por la libertad, por el tiempo venidero, por lo uno o
lo otro. (…) lo que se hace patente a través de mí o..o es lo ético. No por ello se trata de elegir
una cosa, no se trata de la realidad de lo elegido, sino de la realidad del elegir”.28
La paciencia es esta realidad del elegir, pues al igual que la pasión de la fe se concentra en
un solo punto, en ser sí mismo, y no en la dispersión de la mundanidad. Es un movimiento de
triple relación entre las tres formas del tiempo de modo presente. Por un lado, es un acto de
renuncia a la inmediatez y dispersión de la mundanidad, a lo efímero de lo temporal, debido al
acto apasionado de la fe de creer en la eternidad posible, por lo que el pasado se mueve a hacer
presente sus posibilidades no realizadas —en estricto sentido que son causas libres— es decir el
futuro no queda como abstracto y se hace presente como algo por venir, pero tanto uno como
otro, son posibles de realizar en relación con creer, esperar y saberse amado por otro por toda
la eternidad, por Dios y por los hombres.
Como nos dice Kierkegaard en los discursos en repetidas ocasiones la paciencia es la que
logra hacer un pacto de la fe con la eternidad, de la esperanza con el porvenir y del amor con
Dios y con los hombres.29 O en otras palabras como lo desarrollará mejor en el último discurso
sobre “la paciencia de la expectativa” y en Las obras del amor, este llegar a ser sí mismo, esta
realidad del elegir que es la paciencia, y que es la libertad, significa como dice Anthony Rudd,
que el yo se haga nada, se elija a sí mismo como un expectante incondicional de sí, de Dios,
pero esto se da por el acto de la paciencia que preserva esta dialéctica entre fe, esperanza y
amor, como recuerdo abierto al futuro, por venir y amor incondicional, de tal forma que sólo
llega ser sí mismo al dejar de ser un yo para ser un tú.30 Como lo dice en El equilibrio de
nuevo:
Cuando todo a su alrededor se ha acallado, solemne como una noche estrellada, cuando en el
mundo entero el alma se queda sola, lo que hay ante ella no es un hombre notable, sino el
poder eterno mismo, pues es como si el cielo se abriese, y el yo se elige a sí mismo, o mejor,
se recibe a sí mismo. Entonces el alma ha visto lo más alto, aquello que ningún ojo mortal
puede ver y de lo que nunca puede olvidarse, entonces la personalidad recibe el título que la
ennoblece por una eternidad. No es que aquel llegue a ser diferente de lo que era antes, sino
que llega a ser él mismo; la conciencia se recoge y él es él mismo (…) no es nada antes de
elegirse a sí misma…lo importante no es ser esto o aquello sino ser sí mismo y esto lo puede
todo hombre, si así lo quiere.31
La finalidad de la paciencia es poder recibirse a sí mismo en el instante adecuado y éste es el
sentido profundo de la revelación en la acción o de esa verdad existencial de la que nos habla
Stephen Evans32 y el mismo Kierkegaard en su famoso texto de 1838 cuando buscaba una
verdad para él por la que pueda vivir y morir.
La paciencia es así un combate,33 una lucha, por preservar el alma de la impaciencia que
impide esta identidad dinámica en las tres formas de comprender el tiempo cuando se realizan
en temporalidad, precisamente el más desgraciado es aquel que ha invertido los modos reales
del tiempo en relación con su personalidad, es decir, sus esperanzas son en realidad tiempos
pasados, sus recuerdos son en realidad tiempos no realizados, por lo que la paciencia es un
modo de recuperar el orden adecuado de la temporalidad y con ello la libertad. La impaciencia
ve a la memoria como un complicado consuelo, una sombra de la que uno no puede deshacerse,
esto es como algo necesario, la esperanza la ve como a un astuto impostor que siempre quiere
tener razón y el presente la ve como un momento sin certeza alguna, como nos dice en los
discursos todo esto es la impaciencia “ese adorado ídolo que transforma todo en nada”.34

3. LA PACIENCIA Y LA REDENCIÓN EN MIGAJAS FILOSÓFICAS.


La lucha ética de la paciencia en la temporalidad es por la redención, lucha contra un enemigo
que nunca se cansa, nos dice Kierkegaard, el tiempo y contra uno que es muy diverso, el
mundo, combate que para Kierkegaard se hace máximo, como en Migajas filosóficas con el
instante de la eternidad en el tiempo, cuando este instante quiere ser decisivo para toda la
eternidad, la impaciencia quiere convencernos de que siempre es demasiado tarde, pero
precisamente la paciencia lleva acabo la dialéctica del tiempo que en Migajas se expresa en el
“Interludio” por el cual ni el pasado ni la realidad por serlos son más necesarios que el porvenir
o la posibilidad de la redención, de recuperar el tiempo perdido. Finalmente éste es el sentido
de la paciencia, se adquiere y se preserva el alma, para poder ante los embates del tiempo y el
mundo estar a la expectativa incondicional de la promesa de ese instante eterno en el cual se
llega realmente a ser sí mismo y se encuentra sentido a la pena original.
La redención por tanto es posible en el tiempo en la medida en que hay condiciones para
repetir las condiciones del devenir del individuo en síntesis o en la negación de su síntesis. En
general significa recuperar la posibilidad de realizar de nuevo la síntesis, es decir de tener una
experiencia de este triple presente que constituye tener un sentido de vida o un tiempo sagrado.
Poder repetir esto es posible por las condiciones mismas del devenir que determinan la
temporalidad. En general tenemos la noción de que el pasado es algo necesario e inamovible,
por lo cual una culpa o pena pasadas serían cargas que nos imposibilitarían para siempre la
posibilidad de una reconciliación con la propia existencia. Pero lo fascinante del planteamiento
de Kierkegaard, es que el pasado se puede mover, que la temporalidad no es una relación en
donde lo real por serlo sea más necesario que el futuro y que el pasado por serlo sea más
necesario que el futuro, sino que son igualmente posibles.
Kierkegaard en su texto de Migajas filosóficas bajo el autor seudónimo Johannes Climacus
nos expone esto en el capítulo que se llama “Interludio”. El devenir es el cambio por el cual una
posibilidad se hace realidad. Pero no es un cambio en al ámbito ontológico o en el de las
potencias naturales, sino en el modo de ser de la misma realidad, por ejemplo un devenir en
sentido humano sería un cambio que no lo convierte en otra realidad, sino en el mismo ser
humano pero en la dirección de una cualificación específica. En ese sentido todo devenir se da
por una causa libre, que al acontecer y ser presente, se convierte en pasado, como nos dice
Climacus: “Lo pasado ciertamente ha acontecido; el devenir es el cambio de la realidad por
medio de la libertad. Ahora bien, si el pasado se hubiese hecho necesario, en ese caso ya no
pertenecería a la libertad, es decir, a aquello por medio de lo cual llegó a serlo”.35
El pasado por lo tanto no es algo necesario, es decir, que por haber acontecido sea una
necesidad, sino que contiene en sí mismo una duplicidad con el tiempo, un fraude del devenir
como nos dice Climacus, en el cual al ser pasado al mismo tiempo es un hecho cierto, un “así”,
pero por otro lado contiene la incertidumbre de su “cómo” fue posible que aconteciera. En
general tendemos a pensar el pasado en relación al hecho, cuando su verdadera comprensión
está en el “cómo” fue posible que aconteciera, es decir en el horizonte de posibilidades que se
determinaron en ese hecho en relación a las causas libres. En otras palabras, lo comprendemos
cuando sabiéndonos libres reduplicamos el horizonte de posibilidades de las causas libres
pasadas como si fueran invocaciones a nuestras elecciones en el tiempo presente, es como si el
tiempo nos hablará personalmente.
En ese sentido, concebir el pasado, convertirlo en histórico, en temporalidad, sería
comprenderlo en su devenir, pero para ello hay que hacer un acto de creer que ha devenido,
porque ante el hecho no se duda de su “así”, porque eso se ve, pero al percatarnos de su “cómo
fue posible”, inclusive si hubiera sido un hecho donde estuvimos involucrados personalmente de
forma inmediata, produce la admiración de “cómo” fue posible que fuera, y nos conectamos con
su libertad. En este acto de creer en el pasado, el devenir se repite en quien lo llega a creer,
porque invierte esta duplicidad con el tiempo, le da certeza al acto de haber acontecido
libremente, e incertidumbre a su hecho, no porque el hecho cambie, sino porque se hace posible
que pueda relacionarse con él de otra manera. Como nos dice Climacus:
después de haber sido presente puede subsistir como pasado. Lo propiamente histórico es
siempre pasado y tiene realidad en cuanto pasado, porque es cierto y verídico que ha
sucedido, pero el hecho de haber sucedido constituye a su vez su incertidumbre, que siempre
impedirá la concepción del pasado como si hubiera existido desde la eternidad. Sólo en esta
contradicción de certeza e incertidumbre, que es el discrimen de lo devenido y en ese sentido
de lo pasado, ha de ser comprendido el pasado.36
En otras palabras, si bien lo acontecido excluye la posibilidad de cambio, en cierto sentido no
excluye todo cambio, lo que hace posible que al relacionarnos con lo pasado en sentido
histórico, este cobre la forma de un presente que puede devenir de otra forma en el propio
presente y formar parte de la propia historia. Éste es el sentido profundo de recuperar el
tiempo perdido, el sentido de la temporalidad como redención, que su propia dialéctica interna
contiene la posibilidad de recuperar el comienzo de quien en algún momento haya elegido mal.
Como nos dice Kierkegaard esto es “una manifestación de la voluntad. Cree en el devenir y por
ello suprime en sí la incertidumbre que corresponde a la nada de lo no-existente. Cree en el así
de lo devenido y suprime en sí el “cómo” posible de lo devenido; y sin negar la posibilidad de
otro “así”, el “así” de lo devenido es para la fe lo más cierto”.37
El pasado se mueve, y es en este movimiento que la redención es posible, y sólo se puede
mover si la temporalidad no tiene un sentido cronológico porque requiere poder experimentar
como simultaneidad y como fragmentos el paso del tiempo, como esa tensión entre necesidad y
libertad, en cambio en el tiempo cronológico parecería que todo cabe dentro de un proceso
lógico que se explica a sí mismo. Además requiere poder tener la experiencia de la repetición
del devenir mismo como esa relación dialéctica entre libertad y circunstancia, incertidumbre y
certidumbre.
La paciencia es lo que entreteje este movimiento que nos ha desarrollado Climacus por lo
cual es un modo de siempre tener algo que hacer en el tiempo presente, por eso nos dice
Kierkegaard, que la palabra de la paciencia es “hoy mismo”38 pero este hoy no es el momento
sino el movimiento de fe en relación con el pasado para que tenga en su repetición de sus
propias condiciones devenir un futuro abierto como porvenir en la confianza de que en ese acto
se revelará mi relación con Dios y se pueda devenir de otra manera. En cierto sentido la
paciencia es el camino a la contemporaneidad que es este momento de redención, como nos
dice Kierkegaard la paciencia lleva ese triple pacto, de fe, amor y esperanza:
Aquel que en la fe continúa esforzándose por alcanzar lo eterno, nunca es saciado, para que
de manera beatífica continúe teniendo hambre; aquel, que en la esperanza, ve que el
porvenir sale a su encuentro, a ése el pasado no lo petrifica en ningún instante, pues siempre
le vuelve la espalda; aquel que ama a Dios y a los hombres, sigue teniendo todavía mucho por
hacer, incluso cuando mayor es la desgracia y más cerca está la desesperación.39
La paciencia preserva el alma y la gana en la medida en que mantiene siempre presente las
condiciones del devenir sí mismo como esa esperanza siempre abierta de la no necesidad de los
tiempos, sólo así vence la dispersión del mundo y la disolución del tiempo, es el camino del acto
del amor, pues como dice Kierkegaard en Las obras del amor el fruto del amor como obra de la
paciencia es reconocer que se necesita ser amado y que se es amado por toda la eternidad.
Éste es el sentido final del último discurso sobre la paciencia de Kierkegaard, “la paciencia
de la expectativa” en el cual la expectativa no se refiere a una realidad terrenal y temporal, sino
a mantener una expectativa de la eternidad aun cuando todo se ha derrumbado, que es como
decir que siempre hay posibilidad como una especie de victoria de la voluntad sobre lo
terrenal.40 De tal forma que es el fruto de la expectativa, de ser expectantes, el que determina
si de verdad fuimos o no pacientes, y en este sentido, si nos elegimos o no a nosotros mismos, si
llegamos a ser sí mismos; sólo la verdadera expectativa es la que nos pone en relación con Dios
y educa en la paciencia, como dice Kierkegaard:
Aquel cuya expectativa es en verdad expectativa, es paciente en virtud de ella, de tal manera
que un hombre, cuando se hace consciente de su impaciencia, no sólo debe juzgarse a sí
mismo sino también poner a prueba su expectativa, para ver si no es ésta la que explica su
impaciencia, y en ese caso habría sido un error ser paciente si hubiese sido posible, pues
debería renunciar a la expectativa. Sólo la verdadera expectativa, así como exige paciencia,
educa también la paciencia.41
Y esto es algo con lo que se trata a diario, porque le concierne esencialmente a cada hombre
en cuanto ser humano y no puede sólo demorarse en el hábito, en última instancia la vida de la
paciencia es la vida de la plegaria alegre y de la oración en la vida interior que siempre se pone
en contradicción con el mundo exterior, diluye las probabilidades, lo rentable, lo eficaz, por la
alegría del porvenir que se da en ese movimiento de la paciencia.

4. CONCLUSIÓN.
La paciencia es entonces, como dice Kierkegaard, la fortaleza del alma cuando ella se sabe no
completa en su mera realidad substancial sino en su teleología de llegar a ser sí misma o de
adquirirse por sí misma en el individuo, es decir de ser libertad. La paciencia no tiene sentido ni
en la eternidad ni en el tiempo; sino sólo en la auto-contradicción que es cada individuo como
una síntesis de temporalidad y eternidad, por la cual uno llega ser sí mismo despojándose de su
yo y convirtiéndose en un tú a la espera de la promesa de la plenitud de los tiempos en un triple
acto de fe, esperanza y amor, que le da una identidad a las tres formas de ser del tiempo de tal
manera que ni el pasado ni el futuro ni la realidad tienen un carácter de necesidad, sino de
absoluta libertad, elegirse en esta libertad es la elección absoluta que determina lo ético y por
ende su condición de realización: la paciencia.
La paciencia así lleva un movimiento tanto en relación con el conocimiento de sí y la elección
de sí, como de desposesión del mundo y relación con Dios, como de estar siempre teniendo que
hacer algo con la expectativa de la resurrección o de la redención del curso del tiempo, por lo
que el combate con la impaciencia del deseo o de la especulación, es estar siempre en la
expectativa del instante eterno de la contemporaneidad, por ello la paciencia ni es instrumento
ni un mero hábito, sino la pasión del devenir sí mismo, por ello nos dice que esta frase de nuevo
“adquirir tú alma en la paciencia” es una doble repetición.
Esta vida de la relación con el mundo como renuncia, consigo mismo como apertura y con
Dios como plegaria, en la obra interior del doble movimiento dialéctico de ser consciente de sí y
de elegirse a sí mismo venciendo la impaciencia de la angustia, que nos muestra la posibilidad
de ser nada, es la vida en paciencia, ser sí mismo como ser en relación con el otro para quien
todo es posible y que inspira la fe y al esperanza, como el acto mismo de elegir. La paciencia es
finalmente ese devenir libremente el vínculo de tiempo y eternidad.

BIBLIOGRAFÍA.
Evans, C. Stephen, Kierkegaard’s Fragments and Postscript: The Religious Philosophy of
Johannes Climacus, New Jersey: Humanities Press International.
Kierkegaard, Søren. “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres
discursos para ocasiones supuestas. Tr. Darío González. Madrid: Trotta, 2010.
Kierkegaard, Søren. “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres
discursos para ocasiones supuestas. Tr. Darío González. Madrid: Trotta, 2010.
Kierkegaard, Søren. “Paciencia en la expectativa” en Discursos edificantes. Tres discursos para
ocasiones supuestas. Tr. Darío González. Madrid: Trotta, 2010.
Kierkegaard, Søren. “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la
personalidad” en O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II. Tr. Darío González. Madrid: Trotta,
1997.
Kierkegaard, Søren. Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta. Madrid:
Trotta, 1997.
Kierkegaard, Søren A. “El más desgraciado. Arenga enstusiasta” Estudios Estéticos II. De la
tragedia y otros ensayos. Málaga: Hybris, 1998.
Kierkegaard, Søren. El concepto de la angustia. Tr. Demetrio Rivero. Madrid: Alianza, 2007.
Kierkegaard, Søren A. “Repercusión de la tragedia antigua en la moderna. Un ensayo de
esfuerzos fragmentarios” Estudios Estéticos II. De la tragedia y otros ensayos. Málaga: Hybris.,
1998.
Rudd, Anthony. “Kierkegaard on Patience and the Temporality of the Self. The Virtues of a Being
in Time”. Journal of Religious Ethics, 36.3, 2008, pp. 491-509.
1 S. Kierkegaard, “Paciencia en la expectativa” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas. Tr. Darío
González. Madrid: Trotta, 2010, p. 228 / SV1 IV 113.
2 Cfr. Anthony Rudd, “Kierkegaard on Patience and the Temporality of the Self. The Virtues of a Being in Time”. Journal of
Religious Ethics, 36.3, 2008, p. 500.
3 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas. Tr. Darío González. Madrid: Trotta, 2010, p. 177 / SV1 IV 63-64.
4 Cfr. S. Kierkegaard, El concepto de la angustia. Tr. Demetrio Rivero, Madrid: Alianza, 2007, p. 90 / SV1 IV 315.
5 Cfr. Ibídem, p. 118 / SV1 IV 332.
6 S. Kierkegaard, “Repercusión de la tragedia antigua en la moderna. Un ensayo de esfuerzos fragmentarios” Estudios Estéticos
II. De la tragedia y otros ensayos.Málaga: Hybris., 1998, p. 34 / SV1 I 132.
7 Cfr. S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad” en O lo uno o lo otro. Un
fragmento de vida II. Tr. Darío González, Madrid: Trotta, 2007, p. 165 / SV1 II 160.
8 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 172 / SV1 IV 58-59. Cfr. S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la
personalidad”, p. 152 / SV1 II 146-147.
9 S. Kierkegaard, “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 172 / SV1 IV 58.
10 Cfr. Ibídem, p. 173 / SV1 IV 59. Cfr. Kierkegaard, S. “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la
personalidad”, p. 154 / SV1 II 148-149.
11 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 196 / SV1 IV 79.
12 Ibídem, p. 173 / SV1 IV 59.
13 Ibídem, p. 174 / SV1 IV 60.
14 Cfr. Ibídem, p. 208 / SV1 IV 92.
15 Cfr. Ibídem, p. 180 / SV1 IV 66-67.
16 Cfr. S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”, p. 165 / SV1 II 160.
17 S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, p. 163 / SV1 IV 359.
18 Ibídem, pp. 165-166 / SV1 IV 360.
19 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 178 / SV1 IV 65.
20 Ibídem, p. 178 / SV1 IV 64.
21 Ibídem, p. 201 / SV1 IV 85.
22 Véase la discusión que lleva a cabo Anthony Rudd sobre esta interpretación que llevó a cabo Mc Intyre en su libro After the
Virtue. Cfr. Anthony Rudd. “Kierkegaard on Patience and the Temporality of the Self. The Virtues of a Being in Time”., pp. 491-
509.
23 S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”, p. 157 / SV1 II 152.
24 S. Kierkegaard, “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 181 / SV1 IV 67.
25 S. Kierkegaard, “El más desgraciado. Arenga entusiasta” Estudios Estéticos II. De la tragedia y otros ensayos.Málaga:
Hybris, 1998, p. 134 / SV1 I 200.
26 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 208 / SV1 IV 91-92.
27 Cfr. Ibídem, p. 197 / SV1 IV 80.
28 S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad” p. 164 / SV1 II 160.
29 S. Kierkegaard, “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 202 / SV1 IV 85.
30 Cfr. S. Kierkegaard, Las obras del amor. Tr. Demetrio G. Rivero y Vctoria Alonso, Salamanca: Sígueme, 2006, pp. 118, 322 /
SV1 IX 89, 255.
31 S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”, p. 165 / SV1 II 160.
32 Cfr. C. Stephen Evans, Kierkegaard’s Fragments and Postscript: The Religious Philosophy of Johannes Climacus, New Jersey:
Humanities Press International, pp. 101-102.
33 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 208 / SV1 IV 91.
34 Ibídem, p. 204 / SV1 IV 88.
35 S. Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta, Madrid: Trotta, 1997, p. 85 / SV1 IV 270.
36 Ibídem, pp. 86-87 / SV1 IV 271.
37 Ibídem, p. 90 / SV1 IV 275.
38 Cfr. S. Kierkegaard, “Que uno preserve su alma en la paciencia” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones
supuestas, p. 208 / SV1 IV 92.
39 Ibídem, pp. 206-207 / SV1 IV 90.
40 Cfr. S. Kierkegaard, “Paciencia en la expectativa” en Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, p. 220 /
SV1 IV 104-105.
41 Ibídem, p. 224 / SV1 IV 108.
MIGAJAS FILOSÓFICAS COMO PROPUESTA DE ALTERIDAD. UNA
LECTURA A LA LUZ DE FEUERBACH
José Luis Evangelista Ávila
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CHIHUAHUA

E
l pensamiento de Kierkegaard en torno a la temática de la alteridad ha sido poco o
nulamente considerado entre quienes se acercan a dichas temáticas. Sin embargo, este
desplazamiento no es casual y sus vetas pueden ser rastreadas a insignes autores de
este pensamiento, en tanto quienes sí le reconocen han tenido poco afuero.1 Esta situación
podría explicarse debido al yugo que aún ejerce la concepción existencialista que se ha
tributado al autor, no obstante en el presente remitiremos al tratamiento de esta pauta en la
obra Migajas filosóficas o un poco de filosofía, con independencia de los importantes aportes
realizados en otras obras, como son Las obras del amor o en El concepto de la angustia,2 por
mencionar otros espacios donde se abordan temáticas de bastante relevancia al tema.
Como en otros autores, el tema de la alteridad es indisoluble de la consideración ética, para
Kierkegaard el primero ha de considerarse bajo la rúbrica del Absoluto diferente, mientras que
el segundo vendrá principalmente a través de Las obras del amor. Para este autor el amor ha de
comprenderse cuando es apropiado, es decir, cristiano como agapé o caridad (si nos es
permitido el uso de estos conceptos que no son expuestos por el danés), indicado por la salida y
retorno de sí; en tanto el amor de sí impuro, es decir, sin el prójimo y sin Dios, será un eros,
marcado por la huida del vacío de sí y la imposibilidad de retorno, llegando a su radicalidad en
la figura del Don Juan. Acaso como philia o storge, en cuanto un amor que permanece en sí, en
lo propio, como se da al remitir al estadio ético. Así pues, este agapé/caridad no es propio del
humano, sino que es don dado al hombre y se manifiesta en una relación triangular (con Dios y
con el prójimo). En tanto don, el agapé/caridad no puede retrotraerse a la fuente original, en
este caso Dios, pues el movimiento de retrotracción hacia la fuente es imposible, según es
bellamente indicado en Las obras del amor con la metáfora del origen oculto del manantial,
inaccesible, al tiempo que sentencia que, como el agua estancada, una caridad sin obras ha de
hacerse dañina.
El agapé/caridad, pues, es en donde ha de encontrarse la condición de posibilidad para la
existencia del prójimo, de la relación con lo divino (sea como fe o por medio del
escándalo/pecado). No obstante, es menester primeramente un acercamiento al análisis del
Absoluto diferente, para lo cual debemos remitir a la obra Migajas filosóficas o un poco de
filosofía3 (junio de 1844).
Para permitir un acercamiento más apropiado y lograr poner de relieve las características
deseadas, se partirá de un contraste con la obra de Feuerbach La esencia del cristianismo.4 Así
pues, el objetivo del presente es reivindicar la postura de Kierkegaard en y a través de Migajas
filosóficas o un poco de filosofía, firmada por Johannes Climacus ante el desplazamiento
indicado líneas arriba, a partir del concepto de “absoluto diferente” en su paralelismo al
contemporáneo de alteridad.Tanto Climacus como Feuerbach parten de las facultades del alma
indicadas por Kant, es decir, la razón, el sentimiento y la voluntad, en sus respectivos análisis.
Amén de subyacer a ambos una propuesta epistemológica cuyos rasgos son más evidentes en
Feuerbach, siendo que el sujeto es únicamente capaz de conocer aquello en lo que puede
proyectar rasgos propios, es decir, conocemos no el objeto sino lo que compartimos con él. Todo
conocimiento es entonces reconocimiento de sí, de las características propias en el objeto, es
decir, proyección. Bajo este postulado, el hombre se hace consciente de sí a través de la
consciencia del objeto, por lo que el mero conocimiento de objetos reduce al hombre a ese nivel,
un reconocimiento de sí en cuanto objeto.5 El humano necesita entonces el reconocimiento de
realidades más allá de las meramente objetivas, de los meros objetos, para devenir humano.
Existen entonces dos posibilidades, el reconocimiento de lo humano en el tú y lo divino. Sin
embargo Feuerbach no reconoce en la religión sino enajenación y ante el tú señala hay un
comportamiento egoísta del yo. Por otra parte, es la religión un rasgo esencialmente humano
pues sólo hay religión para el humano, situación por la cual ahí ha de encontrarse aquello que
sólo el hombre puede proyectar en ella, es decir, lo específicamente humano. Ahora bien, esto
no surge aislado del reconocimiento de lo humano en el tú, por lo que Feuerbach postulará: “La
unidad del yo y del tú, es Dios” (T 151).
Sin embargo el hombre en soledad no es lo humano. El humano ha adquirido la idea de su
esencia en la unión del yo y del tú, pero debido a su egoísmo se ha aislado y con ello ha perdido
la posibilidad de alcanzar lo divino surgido entre ambos, que ahora ha proyectado en la
alienación del ser suprasensible denominado dios. Por otra parte, es a través del cristianismo
que ha ido retrotrayendo esta esencia hacia lo humano a través de la figura del Cristo.
Además de la razón y el conocimiento-reconocimiento, Feuerbach remite a otros dos rasgos
que forman “la trinidad divina en el hombre, por encima del hombre individual, es la unidad de
razón, amor y voluntad (…); son los elementos que fundamentan su ser, ser que él ni tiene ni
hace, fuerzas que lo animan, determinan y dominan, fuerzas absolutas, divinas, a las que no
puede oponer resistencia”.6
Las características que el hombre encuentra en dios son las características de su razón y el
anhelo de satisfacción de sus deseos, sobre este cimiente ubicado en su teoría del conocimiento
se desplazará hacia los conceptos de voluntad y amor, es decir, conocemos aquello con lo que
compartimos naturaleza, deseamos lo que necesitamos y los dictamines de nuestro egoísmo, en
tanto que amamos lo propio. Pues “¿Cuál es el fin de la razón? La razón misma. ¿Y del amor? El
amor. ¿Y el de la voluntad? La libertad de querer”.7
Ahora bien, al menos en EC, Feuerbach da prioridad a las manifestaciones de los conceptos
de razón, amor o voluntad para desprender de tales los efectos prácticos para la construcción
de una religiosidad comprendida como proyección y alienación.
Es posible leer acerca del amor “¿qué amo yo, pues, en Dios? el amor y, por cierto, el amor
por el hombre. Pero si amo y adoro el amor con que Dios ama a los hombres, ¿no amo entonces
al hombre, no es mi amor hacia Dios indirectamente también un amor hacia el hombre?”.8 Éste
amor podemos tipificarlo como eros, surge del deseo por lo que su profundización ha de
situarse en la voluntad. En este sentido, su constitución viene mediada por lo conocido. Se ama
lo que se conoce, se desea lo que se conoce y sobre tal se constituye el amor-eros como un
sentimiento y satisfacción de necesidades propias. Es materialismo, la autoconciencia y
“manifestación, la realización de la unidad del género mediante el sentimiento”.9
Por su parte, de la voluntad refiere que se patenta en la libertad de querer y el hombre busca
su completitud, se proyecta y agrupa en Dios el deseo del todo, la divinidad “surge del
sentimiento de una carencia; lo que el hombre echa de menos —bien sea algo determinado y,
por lo tanto, consciente, bien sea inconsciente— esto es Dios (EC 123).10 El hombre no quiere
carecer, como tampoco depender de otro para alcanzar lo divino,11 en el que indica su deseo y
el colmen ideal de su carencia en lo concreto. El hombre desea lo propio, lo que conoce, lo que
se encuentra en sí o a partir de sí y nada más.
Hay en Feuerbach una negación de la diferencia y sobre esto establece su postura
antropoteísta a través de la propuesta de la proyección de lo divino. Realiza así una especie de
“argumento ontológico inverso”, según el cual al mostrar la dependencia conceptual de lo
divino, se negará su existencia ontológica.
De ser posible postular un pensamiento de la alteridad, o el Absoluto diferente
kierkegaardiano, han de verse inmiscuidos en igual medida la razón, la voluntad y el amor, sin
embargo bajo la signatura de lo diferente. Tal es la propuesta que en este caso circunscribimos
a la obra Migajas filosóficas y al seudónimo firmante, Johannes Climacus.12
La primera pauta es entonces analizar los aspectos epistemológicos, de los que nunca nos
separaremos del todo. En la obra de Johannes Climacus se examinan las condiciones de
posibilidad para la búsqueda del conocimiento a través de la recuperación del análisis socrático
al respecto y a ella agrega la pauta del instante, siendo la alternativa la siguiente:

a. Conocemos la verdad, puesto que podemos recordarla y al tomar consciencia de la


verdad, el individuo cae en cuenta de su presencia eterna en él y el instante y los
involucrados en el proceso se tornan irrelevantes. Por lo tanto, la búsqueda de la
verdad, así como su consideración en tanto externa y ajena, resultan absurdas. Nos
encontramos en la verdad.
b. No conocemos la verdad, sino que nos encontramos fuera de ella y es imposible su
búsqueda pues ésta involucraría poseer algo en común con ella, por lo que se carece
incluso de la condición de posibilidad para acceder a ella.

En otras palabras, poseemos naturaleza común con la verdad y así la poseemos; o, no poseemos
identidad alguna con ella, por lo que nos encontramos incapacitados incluso para su búsqueda.
Se encuentra aquí lo que expresará en posterior Heidegger al señalar que: “Todo preguntar es
una búsqueda. Todo buscar está guiado previamente por aquello que se busca”,13 bien que
presente desde los diálogos platónicos.
El análisis del danés no queda ahí, por lo que abre también el análisis de las condiciones de
posibilidad de la revelación y sus implicaciones, esto en el caso de sucederse b). Surge entonces
el pathos de su proyecto, pues “mientras todo el pathos griego se concentra en la
reminiscencia, el pathos de nuestro proyecto se concentra en el instante”,14 entendido el
instante como la pauta donde “lo eterno, que no existía antes, habría nacido”15 y donde el
individuo es llamado a una respuesta, verdad subjetiva que no subjetivismo, en otras palabras,
se trata de la disyuntiva existencial entre el escándalo o la fe como formas de respuesta.
En el juicio realizado por Climacus a las posiciones socráticas subyace la tradición filosófica,
en especial un desenmascaramiento de los alcances del conocimiento en la modernidad y de las
relaciones sujeto cognoscente-objeto conocido. ¿Es posible pensar el todo? Bajo la identidad del
pensamiento con el Ser se encuentra la identidad de naturalezas donde subyace un principio
único.16 Ante la propuesta epistemológica de Climacus se vierte lo ontológico, bien que se
indique, como intitulará Levinas una de sus obras, un De otro modo que ser o más allá de la
esencia. Si resta una alternativa ante el postulado de lo divino como proyección de lo
propiamente humano, para este seudónimo ha de encontrarse en la revelación, esta en su
sentido más radical y profundo, encontrado en el phatos del instante.
Al igual que Fuerbeach, en Migajas no se profundiza sobre el tema del amor al nivel que en
otras obras, no obstante se indica la naturaleza divina del mismo. Por él y en él se revela este
Absoluto diferente, Dios, al individuo. El amor como caridad, diríamos, no se encuentra en el
hombre sino que es la condición de posibilidad para que, al revelarse Dios, el individuo pueda
entrar en relación con él. Se encuentra aquí la modificación hecha en el humano, condición sine
qua non se haría imposible la revelación y la salida de sí del sujeto.
La caridad modifica al humano. No se adquiere con ella un conocimiento, sino una condición.
Así mismo la caridad, alejada de un mero sentimiento según trabajará en Las obras del amor, se
fundamentará en el deber y la diferencia, proveniente de Dios es inaccesible y, con ella, el
individuo no buscará lo propio sino a lo divino en la fe y al prójimo en la práctica.
La diferencia y la distancia de la caridad no han de confundirse con el deseo y el erotismo
que han sido analizados en torno a Don Juan, por ejemplo, por ello el amor de la divinidad
indicado por Climacus busca acercar y en cierto sentido “igualar” a través del don, permitir la
característica dialéctica kierkegaardiana que no sintetiza o iguala, sino pone en relación y
busca un equilibrio que no elimine la diferencia.17 Al danés importa mantener la diferencia
absoluta.
La voluntad se presenta de la mano de la razón, siendo esta última un pathos constitutivo del
humano. El hombre padece su razón y ésta tiene por objeto el conocimiento, sin embargo, dado
que no se limita al conocer ¿qué es lo que quiere? La razón busca lo desconocido y, en su punto
más álgido, busca precisamente lo que no puede conocer: lo absolutamente diferente. Ahora
bien, “lo absolutamente diferente parece estar a punto de revelarse, mas no es así, ya que la
razón no puede ni siquiera pensar la diferencia absoluta”,18 por lo que “la razón ha llegado a
tener a Dios lo más cerca posible, y sin embargo está igualmente lejos”.19 El hombre enfrenta
entonces la paradoja, “la pasión del pensamiento”,20 en donde “la razón quiere en su
paradójica pasión su propia pérdida”.21
Sin pasión, la razón permanecería inmóvil. No obstante su búsqueda continua la arroja a la
paradoja. Desea relacionarse con lo incognoscible. Se unen aquí voluntad y razón al pathos de
la existencia y, así, a la existencia misma. Se alzan dentro del hombre con dirección hacia fuera
y, en su manifestación, pueden anclarse en lo estético o en lo religioso, según sea la
exterioridad a que tienden y la relación que con ella guarden, ambas en la inmediatez. De ahí la
cercanía de ambos estadios.
¿Cuál es pues el deseo en la razón? “Su propia pérdida”. De igual manera, el querer conocer
del hombre que posibilitaría el desear libre no es libre, se trata de un padecer. Como cualquier
sentimiento u otras afecciones, el hombre no decide “comenzar a pensar”, la razón le
sobreviene y la búsqueda del conocimiento es determinada por la búsqueda de lo que no puede
conocerse y no por la identidad. Tanto el origen de la razón como su meta, son ajenos a la
consciencia. Climacus plantea este pathos para el conocimiento, caso contrario permanecería
en las paradojas de origen platónico sobre el conocimiento, cuya única salida es la
reminiscencia en que “cada hombre es para sí mismo el centro y el mundo entero se centraliza
en él, porque el conocimiento de sí es conocimiento-de-Dios”.22 Por ello para esta alternativa
venida de lo socrático, que sea en el hombre con el hombre o en el hombre solo, resulta
indiferente, pues no hay cabida alguna para una pauta real fuera de los individuos.
Bajo la mirada del danés y sus obras, la antropología de Feuerbach resulta demasiado
optimista ya que el humano no sólo se encuentra en verdad, sino que en el encuentro del yo con
el tú se alcanza lo divino, pues se comparte la naturaleza y, desde esta semejanza, el hombre se
reconoce en la verdad y en lo divino. Deriva de ello su opuesto, así, al romper la identidad con el
conocimiento de la verdad, el sujeto ha de ubicarse en la “no-verdad” y el pecado, situación a la
que acaso podría llegar por sí mismo, como también a la necesidad de la revelación y la fe para
cualesquier movimientos más allá de los mismos, aunque la realización de esto quede fuera de
su alcance.
La postura en Migajas remite a una revelación que no brinda un contenido epistemológico,23
teórico, sino una posibilidad de relación ante un contenido inaprensible para la razón, con
mayor propiedad a una presencia, además de la condición de posibilidad para acceder a dicha
relación. La revelación supone una modificación ontológica, un cambio en la naturaleza
humana, que permita establecer la relación. Sin esta modificación, toda posible relación pasaría
desapercibida, por otra parte, si no es necesaria una modificación en la condición del sujeto,
sería un error indicarla como revelación y se trataría de una develación, alcanzable al sujeto.
Siendo así, si hay revelación, Johannes Climacus hace necesario postular la existencia de
Dios. Dios como aquel capaz de revelar, no la no-verdad a que tiene acceso el hombre por sí
solo, sino a la verdad y, para hacerlo, dar la condición de posibilidad necesaria. Ha de brindar
una modificación ontológica en el ahora individuo.
De igual manera, se previene de las consideraciones empiristas hechas, por ejemplo contra
cierta lectura de Descartes, en que lo infinito deviene de la negación de lo finito cuando, en
realidad, lo trascendente ha de ser considerado como condición de posibilidad de lo finito y,
aquí, de la relación y de la salida de sí y de la razón. Bajo el enunciado de “lo diferente, lo
absolutamente diferente. Pero es lo absolutamente diferente para lo cual no hay indicio alguno.
Definido como lo absolutamente diferente parece estar a punto de revelarse, mas no es así, ya
que la razón no puede ni siquiera pensar la diferencia absoluta”24 se niega la posibilidad de
establecerlo como una mera negación de lo “pensable” que parecería entonces “a punto de
revelarse” en el plano del conocimiento, pero también busca romperse con la identidad entre lo
divino y lo humano a través de la diferencia ontológica y no sólo epistemológica.25 Una
interrogante que corre como trasfondo a ambos autores resultaría: ¿es posible la revelación?
En lo relativo al amor, si bien no hay una clara caracterización por parte de Feuerbach, los
rasgos que brinda al mismo pueden remitirnos a la consideración del eros, mientras que la del
danés remite a la caridad. De esta manera, lo divino o humano del amor, su permanencia en la
inmanencia o su venida de la trascendencia, puede verificarse en el debate entre las
consideraciones en torno a lo ascendente o descendente del mismo. Todavía bajo el marco
epistemológico, la pauta más decisiva se encontraría entonces en el deseo, en la voluntad, como
elemento para determinar el amor y sus rasgos en cada uno de los autores. Nuevamente se abre
la disyuntiva surgida ya por el conocimiento, en torno a si es posible amar lo igual o lo
diferente, lo absolutamente diferente y así, la posibilidad de salir de sí mismo y de liberar al
hombre de la inmanencia venida de la identidad entre el pensar y el ser como pautas únicas.
Una de las partes que conforman Migajas… es el “Apéndice. El escándalo de la paradoja (Una
ilusión acústica)”, en él se desarrolla una pauta del escándalo que “aunque (…) se escuche como
si viniera de otra parte y hasta del lado opuesto, en realidad es la paradoja lo que resuena en él:
eso es precisamente la ilusión acústica”.26 En otras palabras, el juicio sobre la revelación o
alguna posible exterioridad identifica la trascendencia con la inmanencia y la razón subsume
sobre sí toda posible la revelación, para encubrirla como inmanencia, como proyección acaso.
En esta ilusión, la razón en el encuentro infeliz con la paradoja, se retrotrae nuevamente hacia
sí misma y niega la revelación o sus pautas para enaltecer los descubrimientos como si fuesen
propios, indicando que la exterioridad es sólo un efecto, una “ilusión acústica” de sí mismo, por
lo cual es posible retornar a lo socrático, al estado de supuestas verdad e inocencia.
Sucede aquí que “si la diferencia no se mantiene por no haber distintivo, entonces ocurre con
la diferencia y con la igualdad lo que con tales oposiciones dialécticas: que son idénticas. La
diferencia que se adhiere estrechamente a la razón la confunde tanto que no se conoce a sí
misma y termina con toda lógica tomándose a sí misma por la diferencia”.27 Es en la ilusión
acústica que emerge el retorno a lo socrático por la cercanía de lo absolutamente diferente o
por el escándalo, pero en este caso, nuevamente se pierde el pathos del instante y sólo queda la
alternativa de la reminiscencia y la identidad.
La esencia del cristianismo y la postura de Feuerbach retornan a la interioridad y al
postulado de cierta naturaleza humana en cuya proyección alienada se conforma la figura divina
para reencontrar no ya sólo al hombre en su retorno, sino a lo divino como parte del hombre…
con el hombre, así, el hombre debe todo al hombre, incluso debe al hombre la divinidad en el
antropoteísmo.
Sin embargo, en Johannes Climacus, tras volver la razón a sí misma en la inmanencia tras la
revelación, ¿puede realmente volver el hombre a sí mismo como si nada hubiese sucedido?
Dentro de Migajas es necesario señalar esta imposibilidad. Como se ha mencionado ya, el
hombre no puede atravesar hacia lo divino para relacionarse con ello, sino que es Dios quien ha
de revelarse al hombre. Esto debido a dos puntos esenciales, en primera instancia por lo que
hemos denominado provisionalmente como diferencia ontológica, insuperable para el hombre
pero capaz de ser franqueada por lo divino en su revelarse y, derivado de lo anterior, por las
implicaciones de la condición de posibilidad.
No obstante, rescatar la revelación, ¿es sólo un problema relativo a negar la proyección como
realidad última de lo divino? La respuesta es negativa. En primera instancia Climacus se mueve
en el espacio de una especulación crítica, acaso del tipo kantiano, por la otra desconfía de la
razón para alcanzar a la realidad divina, por lo que devendría un contrasentido ir más allá de
ciertos postulados y derivaciones lógicas de las implicaciones de la reflexión en torno a la
posibilidad del conocimiento. Por otra parte, la presencia de lo divino parecería ser, si bien no
incidental, si en cuanto condición de posibilidad de la recuperación del pathos del instante y,
con él, de la reivindicación del tiempo vivido, del encuentro entre humanos y, principalmente,
de la trascendencia de sí, del conocimiento. De igual manera, en el don de lo divino se
encuentra la diferencia entre los humanos, aquello a lo que será imposible tener acceso y, en
última instancia, en lo que encalla la diferencia entre un humano y otro, pues, de otro modo,
habría de establecerse la identidad de naturalezas como el principal problema de lo que en
posterior será trabajado en Las obras del amor. Situación no observada por muchos de los
autores posteriores y, menos aún, en las derivaciones en que la diferencia termina por remitir a
cuestiones de corte incluso cultural, sicológico, anatómico o geográfico. Situación ante la cual la
radicalidad levinasiana parece coherente en su planteamiento.
Ahora bien y para con ello finalizar, desde la perspectiva de Climacus indicaremos que la obra
de Feuerbach al aceptar en el antropoteísmo un rasgo supuestamente externo a lo encontrado
en el hombre en soledad, afirma el encuentro con lo divino, sin embargo en su remitir continuo
a la interioridad, queda atrapado sin la posibilidad real de una exterioridad que supere los
márgenes de una racionalidad y una razón capaces de abarcar todo aquello con lo que se
muestre identidad, por lo que brinda un sesgo totalizador a la razón y niega exterioridad a ese
respecto… no obstante afirma lo divino en sí mismo, con el otro. ¡Escandalizado! gritaría
Climacus, pues ha sucumbido a la ilusión acústica, genialidad socrática, pero escandalizada a
final de cuentas, plenitud de la razón, del amor y la voluntad destinados a sucumbir con el
hombre mismo y sin salir nunca de él, plenitud, ínfima plenitud escandalizada.

BIBLIOGRAFÍA.
Arroyo Arrayás, Luis Miguel “La antropología dialógica en la historia de la filosofía”. En:
Thémata. Revista de filosofía No. 39, España: Ed. Universidad de Sevilla, 2007, pp. 301-307
Buber, Martin. ¿Qué es el hombre? Tr. Eugenio Ímaz, México: Ed. Fondo de Cultura Económica,
2002, 153 pp.
Buber, Martin. Yo y Tú. Tr. Carlos Díaz, España: Ed. Caparrós Editores, 1998, 117 pp.
Feuerbach, Ludwig. La esencia del cristianismo. Tr. José L. Iglesias, España: Ed. Trotta, 1998,
398 pp.
Kierkegaard, Søren. Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta, España: Ed.
Trotta, 2007, 113 pp.
Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Tr. Daniel E. Guillot,
España: Ed. Sígueme, 2002, 315 pp.
Levinas, Emmanuel. Los imprevistos de la historia. Tr. Tania Checchi, España: Ed. Sígueme,
2006, 206 pp.
Levinas, Emmanuel. Nombres propios (Agnon, Buber, Cela, Delhomme, Derrida, Jabés,
Kierkegaard, Lacroix, Laporte, Picard, Proust, Van Breda, Wahl). Tr. Carlos Díaz, España: Ed.
Fundación Emmanuel Mounier, 2008, 116 pp.
1 Martín Buber considera al danés como una “línea frustrada” para el pensamiento dialógico (según Arroyo Arrayas en “La
antropología dialógica en la historia de la filosofía”, 303; para Buber pueden considerarse “Para la historia del pensamiento
dialógico” 120-121; ¿Qué es el hombre? 99, 100 y ss; y Yo y tú donde no indica el nombre el autor pero es notoria la referencia,
pp. 93-94); mientras que Emmanuel Levinas muestra aún menor estima por nuestro autor (considérense su “Existencia y ética”;
en Totalidad e infinito 309; y en Los imprevistos de la historia 106, por mencionar algunos). Más neutral se muestra Gabriel
Marcel al indicar conoció la obra kierkegaardiana en una fase avanzada de su pensamiento (esto puede verse en “Kierkegaard
en mi pensamiento”). Por su parte Ebner en su La palabra y las realidades espirituales, además de considerar una antropología
que delata su cercanía a la obra La enfermedad mortal se indicará tributario de este material, mientras que Franz Rosenzweig
marcará la pauta del Sócrates del norte en La estrella de la redención. Pese a las indicaciones sobre estos tres últimos, no es
ajeno a nadie el mayor impacto de los dos primeros en las aulas y la didáctica/formación filosófica en general (o por lo menos así
parece en habla hispana, lo anterior evidenciado y de la mano a las traducciones de las obras de los autores enunciados).
2 Respecto al análisis en torno a este último trabajo podemos remitir al artículo de Arne Grøn “La ética de la repetición”.
3 En adelante referiremos a la obra como Migajas.
4 En adelante remitiremos a la obra como EC. De esta última, según las indicaciones de Rafael Larrañeta (“Introducción” a
Migajas), Kierkegaard adquirió una copia en 1844. Mas no aventuraremos a indicar que Migajas se trata de una refutación
directa.
5 Cfr. Feuerbach, Tr. José L. Iglesias. España: Trotta, 1998, p. 52 y 56-57.
6 Ibídem, p. 55.
7 Ídem.
8 Ibídem, p. 108.
9 Ibídem, p. 309, para las otras caracterizaciones pueden consultar las páginas 94 y 199, por mencionar algunas.
10 O “quien no tiene ningún deseo tampoco tienen ningún dios” (La esencia de la religión, p. 61).
11 Así en el §15 de los Principios para la filosofía del futuro: “Dios no es sino el arquetipo y el modelo del hombre: cómo Dios es
y qué es Dios, así y esto es lo que debe y quiere ser el hombre o, por lo menos, espera llegar a serlo algún día” (p. 84).
12 Esto no implica la nulidad de referencias en otras obras, sino cuestiones metodológicas del presente material.
13 Heidegger, Ser y tiempo. Tr. Jorge Eduardo Rivera. Chile: Ed. Universitaria, 1993, p. 5 (§2).
14 S. Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta. España: Trotta, 2007, p. 36 / SV1 IV, 215.
15 Ibídem, p. 30 / SV1 IV, 207.
16 El Arché, por ejemplo, en el pensamiento “de Jonia a Jena” según la expresión de Rosenzweig en La estrella de la redención.
17 Cfr. 41 / SV1 IV, 219.
18 Ibídem 57 / SV1 IV, 238.
19 Ibídem 58 / SV1 IV, 239.
20 Ibídem 51 / SV1 IV, 230.
21 Ibídem 59 / SV1 IV, 241.
22 Ibídem 29 / SV1 IV, 205.
23 Por esta razón se imposibilita la indagación sobre el amor en Las obras del amor.
24 S. Kierkegaard, Migajas filosóficas, p. 57 / SV1 IV, 238.
25 Esta “diferencia ontológica”, como ha sido expresada, no debe sin embargo comprenderse en el sentido heideggeriano del
término en que, a final de cuentas, permanecen bajo el amparo del Ser (en última instancia identidad), inclusive también resulta
conflictivo ante el concepto de “naturalezas distintas” pues a ellas también pareciera cobijarlas el Ser, sino en el concepto de
esta diferencia en que el uno, humano, se encuentra en el cobijo del Ser y es, no obstante, llamado desde más allá del Ser. Es
decir, diferencia ontológica en cuanto el uno se encuentra en lo ontológico y lo otro, lo absolutamente diferente, no.
26 Ibídem, 62 / SV1 IV 244.
27 Ibídem, 58 / SV1 IV 238-239.
LA IRONÍA SOCRÁTICA EN KIERKEGAARD
Luisa Fernanda Rojas Gil
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

E
l propósito de mi texto es analizar la obra de Kierkegaard a la luz del concepto de ironía,
el cual el mismo Kierkegaard relaciona íntima y directamente con la vida de Sócrates.
Por lo cual, el análisis que aquí se pretende llevar a cabo se hará en torno a la relación
entre la ironía socrática y la obra de Kierkegaard, más específicamente entre la ironía socrática
y la obra seudónima. A fin de lograr el propósito trazado, presentaré mi análisis en dos partes:
en la primera de ellas haré una caracterización general de la ironía Socrática y en la segunda,
analizaré el papel de dicha ironía en la obra seudónima de Kierkegaard.
Existe una noción general de ironía que se encuentra a la base de aquellas concepciones de
ironía manejadas desde la antigüedad hasta el romanticismo, la cual es descrita en pocas
palabras por Kierkegaard como “la oposición entre el fenómeno y la esencia”.1 Esta noción, en
el caso de un tipo de ironía entendida como figura retórica, apunta a que el discurso (el
fenómeno) de un hablante es opuesto a lo que el hablante piensa (la esencia). Si bien este tipo
de ironía es considerado por Kierkegaard en su análisis del concepto en Sobre el concepto de la
ironía, su atención no se centra en este tipo de ironía, sino en aquel en el que ésta es tomada
como una postura de vida. En este caso, la oposición se da entre el sujeto irónico (la esencia) y
su realidad actual (el fenómeno) —el tiempo y la situación presente en la que vive—.
Para Kierkegaard, la ironía como una postura de vida aparece por primera vez con Sócrates,
quien sentenciado a muerte emite su defensa aludiendo a un demonio al que debía su proceder.
Kierkegaard hace notar que, tanto Jenofonte como Platón consideran este demonio como algo
que alerta mas no que incita. En este sentido, la relación de lo demoniaco con Sócrates se
presenta como algo que en cuanto alertante es negativo y, al no incitar a cosa alguna, no
muestra rasgos de positividad. Esta relación negativa entre Sócrates y lo demoniaco se
manifiesta en la negación que aquel hace de su realidad,2 a la cual se dirige para vaciarla de
toda esencia, haciéndola vana en su banalidad y errónea en su error. Con su constante
interrogar no pretende llegar a una respuesta cada vez más significativa, sino que por el
contrario, presupone el vacío al cual se ha de llegar tras succionar todo conocimiento aparente.
Con la negación de la realidad, Sócrates, el ironista, se hace negativamente libre, pues como
aquel que utilizando la ironía como una figura retórica es libre respecto a lo que dice, Sócrates
es libre respecto a su realidad. Al negar la realidad lo único que se salva para el ironista es su
subjetividad, pues una vez la realidad no tiene validez para el ironista, el sujeto mismo empieza
a buscar dentro de sí lo que su realidad no le da. Es por esto que para Sócrates la muerte no
representaba un castigo, sino que, por el contrario, le alegraba la idea de poder seguir
realizando su labor en el Hades. Con esta negatividad, el ironista exige la realidad de la
subjetividad (la idealidad), la cual se eleva cada vez más por encima de la realidad, alcanzando
lo que Kierkegaard llama, en términos del escepticismo, la ataraxia irónica.
Esta negatividad, propia de la ironía, hace que ésta pueda ser justificada en la historia, pues
es por la ironía que se niega y finaliza una época actual y, a su vez, se da paso a una siguiente
época. En este sentido, Kierkegaard se subscribe a Platón en considerar a Sócrates un don
divino para la época, y afirma:
[l]a aserción según la cual Sócrates fue un don divino es particularmente expresiva, pues por
un lado indica que era lo adecuado para su época ya que los dones de los dioses no podían no
ser buenos y por otro lado da a entender que Sócrates era más de lo que la época podía darse
a sí misma.3
De manera que, la labor irónica cumple con la negación de su época y en ese sentido también
da lugar a una nueva, pero el ironista no sabe cuál es esta nueva época ni propone nada nuevo
para ella. Es por esto que Kierkegaard describe la labor de Sócrates como puramente negativa,
porque no se detiene en su labor de negar para luego implantar un nuevo saber, ni algo que sea
positivo. En otras palabras, —en comparación a la ironía platónica— nunca alcanza la idea (lo
positivo) sino sólo su límite.
Al ser la ironía socrática meramente negativa su fin siempre es la reducción de todo saber a
la ignorancia, en este sentido Sócrates, en su existencia irónica, es el punto en el que se da el
vacío producto de la negación total de su realidad; de este modo, Sócrates representa la nada,
una nada con la que sin embargo debe comenzarse.4 Con esto podría pensarse que, en la
medida en que Sócrates permite un nuevo saber, hay en él algo positivo. No obstante, la
negatividad de Sócrates se reafirma en cuanto que éste no es sino sólo el punto en el que algo
comienza; en palabras de Kierkegaard, Sócrates es un comienzo pero sólo un mero comienzo.5
Con todo, Kierkegaard define la ironía, entendida como postura de vida, como negatividad
infinita y absoluta: “[e]s negatividad, puesto que sólo niega; es infinita, puesto que no niega este
o aquel fenómeno; es absoluta, pues aquello en virtud de lo que niega es algo superior que, sin
embargo, no es”.6 Luego, la ironía socrática se muestra puramente negativa puesto que su
proceder no se dirige a la especulación ni a la implantación de algo positivo; infinita dado que
no se dirige a algo particular de la realidad, sino que se dirige a toda la realidad de su época; y
es absoluta porque su labor negativa, si bien aparece como una labor necesaria para permitir el
comienzo de una nueva época —y su justificación histórica se da en permitir este paso—,
Sócrates desconoce cuál es esa nueva época, pues ésta se le presenta sólo como posibilidad
pero nunca como realidad.
Finalmente, es importante notar que, a diferencia de esa primera ironía de la que aquí
brevemente se habló, en la cual el hablante usa la ironía sólo como una herramienta discursiva
para oponer su pensamiento a sus palabras, Sócrates se consagra por completo a la ironía en su
postura irónica. De manera que, en Sócrates, la ironía no se revela de forma parcial, sino en su
totalidad. La negatividad se muestra infinita, hasta el punto que termina arrebatando a Sócrates
mismo.7
Una vez hemos tenido una aproximación al concepto de ironía en íntima y directa relación
con Sócrates, examinaré la relación entre dicha ironía socrática, tal como es concebida en
Sobre el concepto de la ironía, y la ironía propia de la obra seudónima de Kierkegaard. Esto no
a partir de un examen exhaustivo de cada una de las obras seudónimas, sino teniendo por base
la explicación que el propio Kierkegaard hace de su labor como escritor en Mi Punto de Vista.
En este texto, Kierkegaard se dirige a explicar cómo su labor siempre había sido la de un
escritor religioso, aun cuando un gran número de sus escritos correspondía a obras estéticas.
Tal propósito hace que uno de los problema claves de este texto sea el de cómo entender dichas
obras.
Empezaré por resaltar que, como escritor religioso, Kierkegaard busca mediante todos sus
textos abordar de una u otra forma (directa o indirectamente) el cristianismo, más
específicamente el problema de cómo llegar a ser cristiano. Esta labor se da en una época en la
que todos se hacen llamar cristianos, aun cuando viven en categorías completamente ajenas al
cristianismo. Estos llamados cristianos son, según Kierkegaard:
“¡Gente que nunca entra a una iglesia, que nunca piensa en Dios […] Gente a la que nunca se
le ha ocurrido que puede tener alguna obligación hacia Dios, […] toda esa gente, incluso
aquellos que aseguran que no hay Dios, es cristiana, es reconocida como cristiana por el
Estado, es enterrada como cristiana por la Iglesia, queda como cristiana por la eternidad!”.8
Para él no cabe duda que, en una época en la que todos son cristianos aun viviendo lejos del
cristianismo, reside una gran confusión o ilusión que debe ser eliminada, negada. Llama
cristiandad a esta ilusión, la cual, al igual que cualquier ilusión, no puede ser destruida de
manera directa sino sólo indirectamente. Esta forma indirecta de negar la cristiandad es
comprendida en la obra estética de Kierkegaard, a través de la cual se dirige a los hombres no
mostrándose superior a ellos en posesión del verdadero cristianismo, sino por el contrario,
presentándose bajo el disfraz del esteta (seudónimo) como un hombre que se resiste a llamarse
cristiano y que acepta el supuesto de que los otros realmente lo son.
Así pues, Kierkegaard, a la manera de Sócrates, hace una ruptura entre el fenómeno y la
esencia, esto es, entre su realidad y la idea, entre la cristiandad y el cristianismo. Y tras marcar
esta ruptura se dirige a la realidad para negarla y entonces dar lugar a la idealidad. Su obra
estética aparece como una ficha clave de este proceder negativo, pues dado que no se trata de
introducir el cristianismo donde no hay nada, tal como se escribe algo en una página en blanco,
sino de introducir el cristianismo en la cristiandad, lo que debe hacerse es utilizarse un líquido
cáustico para poner al descubierto un texto que se halla oculto tras otro texto.9 Esto es algo que
el uso de seudónimos permite. Pues en las obras seudónimas, la referencia al cristianismo
aparece sólo bajo diversos rostros, de los cuales ninguno pretende representar la postura de un
hombre religioso, sino diversas posturas de hombres que se mueven sólo en una categoría
estética. Este disfraz que representan tales obras permite engañar a la época haciéndole creer
que su ilusión se acepta para finalmente destruirla y entonces hacer emerger lo religioso.
Puede que aquí más que similitudes se encuentre una importante diferencia entre el proceder
socrático y el kierkegaardiano. Esta consiste en que, dicho proceder socrático, lejos de
proponer algo positivo es absoluta e infinita negatividad, mientras que el proceder de
Kierkegaard está orientado a tener como fin la promulgación del cristianismo. Luego, parece
que lo religioso tiene lugar en la labor de Kierkegaard como la implantación de algo positivo,
frente a lo cual, la negatividad de la obra estética sólo aparece como una herramienta. En este
caso tendríamos que considerar a Kierkegaard más próximo a Platón que a Sócrates, pero antes
de concluir apresuradamente esto, permítaseme considerar un par de cosas más.
En el análisis que Kierkegaard hace de la acusación hecha a Sócrates por seducir a la
juventud, resalta cómo la ironía había hecho elevar a Sócrates no sólo sobre la validez del
Estado sino también sobre la vida de familia, llegando a mantener sus relaciones sólo con
individuos. Kierkegaard señala la posibilidad de que Sócrates hubiera compensado el daño al
Estado y a las familias en la relación de enseñanza con sus discípulos, si en éstas hubiera
llevado a sus discípulos a la contemplación de la esencia eterna de la ideas, si los hubiera
cuidado como un padre, si se hubiera mostrado responsable del futuro de ellos y si se hubiera
mostrado reticente a soltarlos de la mano. No obstante, la negatividad infinita de Sócrates le
impedía hacer algo como eso. En este sentido Kierkegaard consideró a Sócrates un erotista, un
seductor:
“Era por cierto un erotista en grado sumo, su fervor cognoscitivo era extraordinariamente
elevado, poseía, en suma, todos los dones de la seducción del espíritu; pero no podía
comunicar, colmar, enriquecer. Tal vez en este sentido se le podría llamar un seductor;
fascinaba a la juventud, despertaba anhelos en ellos, pero no los saciaba, los dejaba arder en
el magnífico contacto con el goce, pero no les daba alimentos suculentos y nutritivos”.10
De manera que, en la relación con sus discípulos Sócrates repetía su constante proceder
irónico; cuestionaba a fin de despojar al joven de todo aparente saber, los dejaba frente al
paisaje de la nada, los hacía despertar, pero tan pronto esto pasaba los abandonaba. Dicho esto,
podemos pensar que Sócrates, pese a carecer de positividad, incitaba y estimulaba la
positividad.11
En el caso de Kierkegaard, lo religioso que emerge tras el engaño de su obra estética
aparece, por decirlo de algún modo, insinuado. En este punto me uno a las consideraciones de
la profesora Laura Llevadot cuando afirma: “la estrategia propiamente kierkegaardiana [es]
afirmarlo todo y a la vez, multiplicar las respuestas positivas y hacer que sea el lector, cuál
discípulo socrático, el que interiorice la pregunta y genere la respuesta que ha de modificar su
modo de existir”.12
El propósito de Kierkegaard no es mostrar el cristianismo de forma especulativa, como una
tienda o doctrina, sino mostrar varias posturas a fin de que se reafirme la división entre el
fenómeno y la esencia, entre la realidad y la idea, y entonces sea el lector el que entre a juzgar.
Ésta es quizá la forma de entender lo que Kierkegaard afirma sobre el objetivo de su labor como
escritor: “[p]or toda la eternidad es imposible que yo obligue a una persona a aceptar una
opinión, una convicción, una creencia. Pero sí puedo hacer una cosa: puedo obligarle a darse
cuenta […] Al obligar a un hombre a darse cuenta logro también el propósito de obligarle a
juzgar”.13
Uniéndome de nuevo a las consideraciones de Llevadot, hay un punto en el que Kierkegaard
claramente abandona a Sócrates, y es aquel en el que dirigiéndose propiamente a la categoría
del cristianismo pasa de la ironía al humor. No me extenderé en abordar la diferencia entre lo
uno y lo otro por cuestión de brevedad y porque excede los propósitos del texto. Lo importante
de su mención es que aun cuando Kierkegaard pasa de lo irónico a lo humorístico, su plano
sigue siendo el de la negatividad, aunque se trate de una negatividad más profunda, lo que
sigue habiendo es una división entre el fenómeno y la esencia: entre lo finito y lo infinito.
Por otra parte, creo que uno de los puntos clave para poder considerar la ironía
kierkegaardiana más próxima a la socrática que a la platónica es analizar hasta qué punto la
existencia de Kierkegaard es una existencia irónica. Aquí lo central a examinar es si la ironía de
Kierkegaard se restringe sólo a su labor como escritor, en especial a la tarea de crear una
situación irónica con el uso de sus seudónimos o, si la ironía también se hace presente en la
vida del mismo Kierkegaard.
Para abordar dicha cuestión considero relevante dirigirnos nuevamente a Mi punto de vista
en el que Kierkegaard afirma que la labor de escritor implica un modo adecuado de existencia
personal. Esto nos explica los cambios en su modo de vida dependientes del tipo de obra que
estuviese escribiendo, en lo que además se revela su intención por crear una oposición entre lo
que hacía y lo que parecía que hacía. Ejemplo de esto es la explicación que da de su modo de
vivir en relación con las obras estéticas, en donde afirma: “Yo tenía que existir en absoluto
aislamiento y debía proteger mi soledad; pero al mismo tiempo tenía que esforzarme en ser
visto a cada hora el día, en vivir como si estuviera en la calle, en compañía de Juan, de José, de
Pedro y en las situaciones más impensadas”.14 Esta forma de vida hacía parte del engaño con el
que quería destruir la ilusión de la época, pues pensaba que si le veían pasearse una y otra vez
por ahí, pensarían que se trataba de un perezoso, de un holgazán incapaz de escribir las obras
que en su soledad e intimidad escribía. Y aunque reconocía que en su ejercicio de crearse mala
fama también perjudicaba la reputación de los eminentes y distinguidos de la comunidad, no se
arrepentía de su proceder, pues sabía que a través de éste prestaba servicio a su idea.15
Aquí entra a colación el hecho de que Kierkegaard tuviera su labor de escritor como una
misión encomendada por Dios y que considerara que toda su vida debía ser consagrada a dicha
misión. Kierkegaard asume ésta cuando, una vez convertido en poeta notaba que su orientación
era eminentemente religiosa y, aun cuando su intención era despojarse de lo poético y luego
convertirse en párroco, había en él un exceso de inspiración que le impedía detenerse en su
labor como escritor. En consecuencia Kierkegaard se convirtió en un escritor al servicio del
cristianismo. Al llevar a cabo esta labor, Kierkegaard manifiesta abiertamente que no buscaba
satisfacer a su época; una época deseosa de banalidades, pero necesitada de eternidad.16 En
suma, su trabajo como escritor era una tarea que estaba puesta al servicio del Divino Gobierno
y que a la vez era el desarrollo de un talento que Dios le había dado. En este sentido, su obra, y
con ella, su vida, son una creación que se desarrolla dentro del límite de dicho talento y de
dicha misión dados por Dios.
Con todo, hay quienes podrían entender que el propósito de la obra de Kierkegaard es la
propuesta de un cristianismo entendido como un saber positivo, el cual él poseía y que buscaba
que los demás conocieran. En lo dicho hasta aquí he querido desmentir esto aludiendo a su
método de comunicación indirecta y a su intención manifiesta de sólo “obligar al lector a darse
cuenta”. Ahora, quisiera también aludir a la relación entre su obra y su propia condición ante el
cristianismo con el fin de mostrar, que en su papel como escritor religioso, Kierkegaard no
buscaba comunicar conocimiento alguno que él de ante mano poseyera. En varios pasajes de Mi
punto de vista, es posible ver que Kierkegaard no pretendía tener una idea acabada del
cristianismo, y que por el contrario, afirmaba: “creo que yo he prestado servicio a la causa del
cristianismo mientras yo mismo he sido educado por el proceso”.17 Su labor se resume en ser
un espía al servicio de Dios y a favor de la causa del cristianismo, en el que él era más un
aprendiz que un conocedor. Esto es claro cuando afirma:
No tengo nada nuevo que proclamar; no poseo autoridad, ya que me hallo bajo un disfraz; no
trabajo de forma directa, sino indirecta; no soy un canto; en fin, soy un espía que, al espiar, al
aprender a conocer todo, sobre la conducta, las ilusiones y los caracteres recelosos, va
haciendo una inspección de sí mismo bajo la más estrecha inspección.18
A partir de todo lo que aquí ha sido expuesto, creo que es posible establecer una relación
entre Sócrates y Kierkegaard que se da en el plano de la ironía, entendiendo ésta no —o por lo
menos, no sólo— como una herramienta discursiva, sino como un modo de existencia, que en el
caso de Kierkegaard, le permite cumplir con su misión de conducir al individuo hacia la tarea de
hacerse cristiano, mientras él mismo es introducido en el ejercicio de dicha tarea.

BIBLIOGRAFÍA.
Llevadot, L., “Negatividad: La figura de Sócrates en la obra de Kierkegaard” en Contrastes.
Revista Internacional de Filosofía, vol. XIV, ISSN: 1136-4076, Málaga: Universidad de Málaga,
2009.
Kierkegaard, S., Sobre el Concepto de Ironía, trs. Darío Gonzáles y Begonya Saez Tajafuerce.
Madrid, España: Trotta, 2000.
Kierkegaard, S., Mi Punto de Vista. Tr. José Miguel Velloso. Madrid: Sarpe, 1985.
Kierkegaard, S., Ese Individuo: dos notas sobre mi labor como escritor. Tr. José Miguel Velloso.
Madrid: Sarpe, 1985.
1 Cfr. S. Kierkegaard, Sobre el Concepto de Ironía. Tr. Darío Gonzáles y Begonya Saez Tajafuerce. Madrid: Trotta, 2000, p. 275 /
SV1 XIII 322 / SKS 1, 286.
2 Cfr. Ibídem, p. 203 / SV1 XIII 245 / SKS 1, 210.
3 Ibídem, p. 236 / SV1 XIII 270 / SKS 1, 245.
4 Cfr. Ibídem, p. 235 / SV1 XIII 279 / SKS 1, 244.
5 Cfr. Ibídem, p. 250 / SV1 XIII 296 / SKS 1, 261.
6 Ibídem, p. 287 / SV1 XIII 335 / SKS 1, 299.
7 Cfr. Ibídem, p. 251 / SV1 XIII 297 / SKS 1, 262.
8 S. Kierkegaard, Mi Punto de Vista. Tr. José Miguel Velloso. Madrid: Sarpe, 1985, p. 50 / SV1 XIII 529.
9 Cfr. Ibídem, p. 70 / SV1 XIII 539.
10 S. Kierkegaard, Sobre el Concepto de Ironía, p. 226 / SV1 XIII 270 / SKS 1, 235.
11 Cfr. Ibídem, p. 249 / SV1 XIII 296 / SKS 1, 261. Kierkegaard hace énfasis en que se trata de una infinita incitación y
estimulación de la positividad. Pues en su negatividad infinita, esto es, al negarlo todo, Sócrates hace que la positividad en
conjunto se presente como posibilidad.
12 L. Llevadot, “Negatividad: La figura de Sócrates en la obra de Kierkegaard” en Contrastes. Revista Internacional de
Filosofía, vol. XIV, ISSN: 1136-4076, Málaga: Universidad de Málaga, 2009, p. 278.
13 S. Kierkegaard, Mi Punto de Vista, p. 64 / SV1 XIII 539.
14 Ibídem, p. 77-78 / SV1 XIII 541.
15 Cfr. Ibídem, p. 83 / SV1 XIII 548.
16 Kierkegaard describe en el prefacio a Ese Individuo [S. Kierkegaard, Ese Individuo: dos notas sobre mi labor como escritor.
Tr. José Miguel Velloso. Madrid: Sarpe, 1985, p. 147] la necesidad de igualdad que la época tenía, junto con la torpeza de querer
lograrla en la mundanalidad. La propuesta de Kierkegaard es que la verdadera igualdad humana solo se da con la religión y en
la eternidad. En esta medida, su labor como escritor, en cuanto buscaba llevar al individuo (su lector) a plantearse la tarea de
cómo ser cristiano, era lo que la época necesitaba pero que no podía darse a sí misma.
17 S. Kierkegaard, Mi Punto de Vista, p. 133 / SV1 XIII 577.
18 Ibídem, p. 122 / SV1 XIII 571.
UNA REFLEXIÓN EN TORNO A LA PROMESA EN SØREN
KIERKEGAARD
Alejandro González Contreras
UNIVERSIDAD DE VIENA

L
a promesa representa una de las pasiones más vehementes a las que puede acceder el
individuo. Sin embargo, y como es costumbre encontrar en Kierkegaard, este concepto
está lleno de matices y relieves que hacen que su significado sea un tanto complejo de
definir bajo una sola proposición objetiva y delimitante, ya que la promesa en el modo en que
Kierkegaard la comprende, se modifica significativamente según la esfera existencial en la que
ésta se realice.
No obstante, bajo esta alteración se puede ver que dicha transformación se extiende a su vez
en términos de temporalidad y que incluso se puede rastrear una correlación permanente entre
promesa, fe y pasión; esto indudablemente influye en gran medida la cosmovisión del individuo
existente. Por otra parte, estos distintos tipos de promesas no son equiparables en esencia, y
por tanto el cumplimiento —o incumplimiento— de éstas tampoco puede ser semejante en su
método. De tal modo que el problema radica en identificar los tipos de promesas para de esta
manera saber cuándo se puede hablar de cumplimiento o no de las mismas.
La promesa al modo en que la entiende Kierkegaard (løfte) se vuelve categoría tanto en su
vida como en su obra al momento de recaer en ella la determinación existencial del sujeto
individual. Prometer (love) o jurar (sværge) son en la cosmovisión kierkegaardiana actos
puramente apasionados que colocan al individuo inmediatamente en el plano de una existencia
real; así pues se podría decir que love y sværge son categorías que pertenecen —como diría De
Waehlens— no tanto a una clásica Weltanschauung sino más bien a una Existenzanschauung,1
en la cual se describe una realidad subjetiva, interiorizada y por tanto verdadera que se
diferencia de promesas o juramentos proclamados en cualquier otra realidad que no tenga a la
existencia como finalidad última.
Por lo tanto, el prometer así entendido, es sin duda uno de los actos que nos identifica como
seres humanos; en la promesa el sujeto entrega y se entrega a la vida, la esencia individual se
antepone como patente de una existencia desafiante de lo eterno; se trata de un acto en el cual
verdad y mentira se funden simultáneamente en la posibilidad que espera el dictamen de lo
temporal.
No se puede decir que somos —por naturaleza— seres hacedores de promesas, pero sí
podemos decir que cada uno de nosotros lleva implícita la promesa de la existencia, pues todos
venimos al mundo bajo las mismas condiciones de padecer la existencia; esto es, bajo la misma
vulnerabilidad al pathos que conduce al despertar del sujeto individual existente; pues “la
existencia, si no la entendemos simplemente como cualquier tipo de existencia, no puede
lograrse sin pasión”2 y este tipo de existencia apasionada se ha vuelto tan escasa en nuestra
época que hemos olvidado todo lo concerniente a la pasión, prevaleciendo en nuestra sociedad
una somnolencia generalizada que mantiene a los hombres en un estar en el mundo, lejos de ser
y existir en él.
Dicho estado de aletargamiento social afecta directamente la noción de la promesa, pues el
juramento en estos tiempo es semejante al contrato que se firma ante abogados, donde todo se
resume a un consenso donde todos los que participan de él, inscriben su nombre a fin de que se
entienda su posición asumida en el determinado momento que se pronunciaron las condiciones
del juego. El juramento ya no se trata de un acto existencial donde el individuo proclama su
deseo con toda su finitud e imperfección dirigida a lo eterno y perfecto, creando un desgarre
espiritual que tiende desesperadamente a lo divino. Johannes Climacus es quizá el pseudónimo
que mejor deja ver las distintas formas y niveles de promesas que existen. El Postscriptum por
ejemplo, una obra que comienza y culmina con una promesa, muestra tanto el sentido banal y
cotidiano que se le suele otorgar al concepto, como el sentido clave y fundamental para anclar
nuestra interioridad a la existencia a través del acto del juramento.
La promesa posee un trasfondo no siempre conocido por el hombre que promete. Suele ser
desconocida tanto en su nivel de ofrecimiento como en el de vía que se abre a la recepción de
un compromiso, genera un trastorno semántico, terrible, de significado. Esto produce
confusiones, hace que los medios se conviertan en fines y los fines en medios.
Esta confusión, promueve en la reflexión humana el desasosiego necesario que le lleva a
desenredar sus laberintos, los que han surgido a consecuencia de ser incubados por su
imperiosa vulnerabilidad. Luego de aclarados sus contornos, se desprenden las interrogantes
necesarias para poder aclarar las cualidades y los sentidos de la promesa analizando la obra de
Kierkegaard: ¿Cuál es la relación entre promesa, pasión, fe y compromiso? ¿Cuáles son los
niveles en los que se expresa la promesa? ¿La promesa es un fin o un medio en sí?
Para poder aclarar el sentido de la promesa, pero sobre todo de aquellas promesas que hacen
referencia a nuestra calidad de sujetos asumiendo su compromiso existencial con la vida y con
la muerte, es importante comprender cuál es su relación con la vulnerabilidad humana y, cómo
es que tal vulnerabilidad motiva consciente o inconscientemente, directa o indirectamente el
asumir el compromiso.
Existen realidades objetivas en la vida de un hombre que no pueden ser negadas de ninguna
manera, sea o no sea consciente de ellas el individuo. Encontramos numerosos ejemplos en
cada una de las ramas del conocimiento, las mismas cuyos misterios están ocultos a la mirada
de la mayoría de todos los mortales, y solamente gracias a la labor social de divulgación es que
algunas minorías no especializadas en el tema pueden tener acceso a sus misterios y, de este
modo, enterarse, de manera muy superficial, de su existencia. Sin embargo, saber que existe
algo así como el genoma humano no significa ni por mucho comprenderlo.
Respecto a la vulnerabilidad humana e individual, en el fondo, no todos están enterados de
ésta, es cosa que no les preocupa si no a nivel inconsciente. La vulnerabilidad es una de las
esencias preponderantes que dan forma y sentido a la vida humana. El humano es un ser que
arrastra desde el nacimiento hasta la tumba su sello de caducidad; de oro o de barro, tal sello
marca la parte humana del individuo, que es frágil, débil, dependiente. Basta un piquete de
sancudo para que nos ponga del otro lado. No es que la vulnerabilidad borre la naturaleza
intrínseca, de belleza, creatividad y poder del ser humano, sino solamente manifiesta que
estamos hechos de contrastes, y que dichos contrastes reposan en un plan divino, plan que
trasciende y envuelve a la humanidad, que la signa y la prepara para asumir sus compromisos
ya sean inmanentes o trascendentales, pero nacidos de una responsabilidad, de una promesa y
un compromiso adquiridos con la vida. Digo a la vida y no compromiso con la muerte, pues es la
vida una continuidad incesante que encuentra sólo su discontinuidad en la muerte, pero de
ningún modo la vida es finiquitada, esto sólo ocurre en la conciencia desesperada del individuo
cuya existencia es emblema de una visión del ser absurda y agonizante; como bien lo expresa
Johannes de Silentio:
No es reflexión lo que le falta a nuestra época sino pasión. En cierto sentido nuestra época se
aferra demasiado a la vida para morir, y morir es uno de los saltos más importantes que se
pueden ejecutar; hay una pequeña estrofa de un poeta que siempre me ha atraído
sobremanera, porque después de haber expresado con gracias y sencillez en los cinco o seis
versos anteriores su interés por las cosas hermosas de la vida, termina diciendo: Ein seliger
Sprung in die Ewigkeit. (Un salto bienaventurado en la eternidad).3
Esta debilidad dependiente de todo y de todos, a merced, además, de recibir de pronto como
a un visitante inesperado una catástrofe en la salud, la economía, las relaciones o la muerte;
sumado a toda clase de infortunios gratuitos o auto-infligidos, es lo que llamamos nuestra
naturaleza vulnerable, nuestra vulnerabilidad.
De este estado de amenaza permanente extraemos nuestro concepto de vulnerabilidad, del
que se desprende a su vez el de la promesa. Si bien la promesa no nace solamente como
antídoto propuesto para sanar la enfermedad producida por la vulnerabilidad, si se presenta
evidentemente como una de las variedades de este antídoto; no es el único antídoto ni ser
antídoto es su única función.
La promesa surge a partir de una necesidad que bien puede ser compartida entre dos partes.
Se propone como un convenio en el que una o cada una responderá como se acordó de
antemano. El trasfondo de la promesa es una necesidad entonces, o una apetencia o la
motivación de alcanzar una meta personal o mancomunada.
De esta concepción propongo una distinción entre cuatro niveles de la promesa:

1. LA PROMESA CONTRACTUAL.
En el nivel más ordinario tenemos a la promesa que podríamos llamar contractual. Esta
promesa surge como el convenio que se instituye entre dos partes objetivas o relativas a este
marco. Está basada en el intercambio, el interés económico y lo inmediato. También entran en
su contexto el rubro de lo social y lo jurídico.
La promesa contractual vive de lo inmediato, de solucionar necesidades pasajeras relativas a
los negocios, a la manutención o a las necesidades inmediatas de tipo vocacional. Aunque hay
que apuntar que algunas de tales necesidades se presentan como desprovistas de motivación
humanista, espiritual o incluso son deshonestas. Éste es el caso del político de slogans,
nepotista, desarraigado —en realidad— de cualquier tipo de amor por la humanidad. Son
individuos invasivos que detentan promesas también invasivas. Aquí surge, por ejemplo, el
engaño inconsciente producido por la vulnerabilidad, pues el millonario que mantiene un estado
de vida, exagerado en comodidades mientras explota a sus trabajadores durante décadas en
condiciones casi infrahumanas, trata de negar de esta forma su vulnerabilidad extrema y la
proximidad de la muerte; niega toda posibilidad de maldición ultraterrena debido a su conducta
inconsiderada y dubitativa de planos metafísicos ulteriores. Se pertrecha, por decirlo así, dentro
de su capullo de comodidades del que imagina que nunca saldrá, ni siquiera para morir.
En la promesa contractual, además, no existe un vínculo subjetivo entre las partes, solamente
uno de carácter objetivo, donde el valor absoluto de la transacción está depositado sobre la
ganancia del objeto, no sobre el reconocimiento interpersonal, subjetivo, del otro. A diferencia
del plano estético y el ético, en los cuales, la promesa adquiere su razón de ser debido a los
sujetos, los individuos, por quienes y para quienes se instauran las acciones, las obras, y las
condiciones de las promesas, siendo ellos finalidad —fines en cuanto a la comunicación y al
beneplácito producido por los convenios o los resultados de las acciones.

2. LA PROMESA ESTÉTICA.
La promesa estética, al encontrarse dentro del ámbito existencial, compromete la interioridad
del sujeto, al igual que las promesas ética y religiosa; sólo con la diferencia del carácter
temporal en la que se realiza su mediación, ya que la promesa estética está contenida en
instantes donde el esteta se aferra a la existencia por medio de un momento apasionado en el
que se genera la promesa. Sin embargo, la promesa estética carece de la proyección inmortal
de la religiosa y del compromiso trascendental de la promesa ética. Sin duda, en la obra de arte,
estos tres niveles pueden ser reflejados, pero se diferencian y son en ciertos sentidos
irreconciliables.
Como ejemplo de la promesa estética tenemos la figura de Don Giovanni, quien realiza
cientos de promesas de amor eterno en las que se compromete apasionadamente en cada una.
Sufriendo la disolución de cada una de ellas junto con la pasión hacia el objeto amado en la
fatalidad del devenir. Entendiendo así que nunca rompe una promesa, sino que se disuelve en
cada una de ellas, recreándose en la promesa siguiente.
Como contraejemplo, o ejemplo de promesa estética invasiva, encontramos a la figura odiada
del snob. El artista que ha olvidado su vínculo sensible con su obra y a partir de ésta con el
público, para concentrarse en su sed infinita de alabanzas y adulaciones, centrándose así de
esta manera en el aplauso del auditorio, al cual necesita por razones de seguridad psicológica,
dada su inestable constitución personal. El arte como objeto en sí se ve menguado y surge
entonces el arte como objeto para sí, para agradar a los otros, para suscitar el reconocimiento y
su aplauso. Un ejemplo sobre este tipo de promesas se puede encontrar en la promesa lanzada
por J. L. Heiberg, sobre quien Nicolaus Notabene lanza un par de comentarios irónicos y críticos
en sus Prefacios haciendo una parodia de la promesa:
En la antigüedad, como se sabe bien, uno juraba por el jabalí de Frey, Hamlet juraba por las
tenazas de fuego; según parece, los judíos lo hacían incluso de manera indecorosa. Pero la
ceremonia es irrelevante, el voto es lo principal. Por lo tanto, prometo esto: elaborar en
cuanto me sea posible un proyecto para treinta años y publicar un sistema lógico; cumplir tan
pronto como sea posible mi promesa —hecha diez años antes— de un sistema estético;
además, prometo un sistema ético y dogmático y, por último, el sistema. Cuando éste haya
aparecido, las generaciones venideras ni siquiera tendrán que aprender a escribir, porque ya
no quedará nada por escribir; sólo será necesario leer… el sistema.4
Este tipo de promesas, en especial del tipo intelectual, detesta el pensador danés, quien en el
mismo sentido continúa la ironía bajo distintos pseudónimos, por ejemplo: Johannes Climacus
en su obra Migajas filosóficas señala que “escribir un folleto es en efecto fácil —pero prometer
un sistema es cosa seria. Y muchos hombres se han vuelto con ello muy serios, tanto a sus
propios ojos como a los de otros”.5 O también Johannes de silentio en Temor y temblor al
presentarse confiesa que “el autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo; es
poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de
Sistemas, que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema”.6
Como se puede ver, ya no existe aquí ni siquiera el encanto por el instante apasionado, así
como tampoco por el reconocimiento de un arte que supere las demarcaciones de lo ordinario
como para elevarse a las alturas de los sublime. Todo se ha devaluado al punto de que el simple
deseo por hacer algo, termina por tomar el lugar del compromiso que originalmente
acompañaba a la promesa.

3. LA PROMESA ÉTICA.
Esta reposa en la invitación al bien universal identificado por cada individuo. Concentrada en
salvaguardar a todos de las consecuencias nefastas reproducidas por el egoísmo. La promesa
ética es lanzada y asumida en la línea del tiempo, no es intemporal como la religiosa ni
instantánea como la estética. La primera, se desliza por las orillas del tiempo en una línea que
no conoce sino los topes demarcados por las culturas y sus límites temporales. La eticidad, con
sus promesas, se va transformando en la medida que la conciencia humana se extralimita, se
ensancha o se reduce.
Para ejemplificarlo, concentrémonos en el ejemplo del matrimonio. Hay diversos tipos de
matrimonios, estipulados según el marco cultural e ideológico de cada pueblo. Tanto en lo legal
como en lo existencial, existen diferencias importantes en el concepto que se tiene del
matrimonio, pero dicho concepto no ha sido de ninguna manera fijo dentro del devenir
histórico. Los ejemplos más contrastantes serían, por una parte, el matrimonio que acoge la
promesa de no incurrir jamás en el divorcio, bajo ningún motivo; sin embargo, es el peso de lo
temporal y la audacia del deseo que vive en el instante, lo que representa el riesgo mayor de la
persona que realiza una promesa para toda la vida. Pues el instante parece ser más fuerte que
la duración de una vida. En su discurso edificante, Para un examen de conciencia, Kierkegaard
subraya este peligro o error en el que se suele caer al momento de prometer.
Imagina a una persona que ha sido y es adicta a una pasión. Llega el instante (así como le
llega a todo mundo, tal vez muchas veces —¡ay, tal vez muchas veces en vano!), llega el
instante en que parece llegar a un alto; una buena resolución es iluminadora. Imagina que
una mañana se dice (supongamos que es un jugador), “juro solemnemente que nunca más
tendré nada que ver con el juego, nunca más —esta noche será la última vez”— ¡ah! amigo
mío, ¡él se ha perdido! Yo más bien apostaría por lo contrario, por extraño que parezca. Si
hubiese un jugador que en tal instante se dijese, “ahora bien, podrás apostar cada bendito día
por el resto de tu vida —pero hoy dejarás el juego en paz”, y lo hizo— ¡ah!, amigo mío, ¡él con
seguridad se ha salvado! La resolución del primer jugador es una estratagema formulado por
su deseo, y la resolución del segundo jugador busca engañar al deseo; uno es engañado por
el deseo, y el otro engaña al deseo. El deseo es fuerte, tan solo momentáneamente; si se sale
con la suya tan solo momentáneamente, entonces por su parte no hay nada en contra de
hacer una promesa vitalicia. Pero voltear la situación y decir, “No —no sólo hoy sino también
mañana, y el día después de mañana, etc”—.Eso engaña al deseo, porque si hay que esperar,
entonces el deseo pierde el deseo. Si al deseo no se le deja entrar en el instante en que se
anuncia, antes que a cualquier otro, si se le dice que no será admitido sino hasta día
siguiente, (…) entonces el deseo comprende que ya no es el único —en otras palabras, que ya
no es más “el deseo”. Así es como uno se cuida de no olvidar inmediatamente.7
Por otro lado, tenemos los nuevos matrimonios contractuales del siglo XXI en el que las
parejas estipulan desde un inicio en su contrato matrimonial que su matrimonio tiene una
vigencia de un año y que después de haber cumplido el plazo se discutirá si vale la pena
reanudarlo, ridículamente prometen la separación desde antes de haberse unido.
Este segundo ejemplo, se nos antoja más bien como contraejemplo o promesa invasiva,
puesto que rompe de manera radical con el contexto histórico que se tenía ordinariamente de
matrimonio y de la visión sagrada de la unión conyugal.
Kierkegaard hace una crítica muy fuerte a la cristiandad por no poner en práctica el
evangelio tal cual Cristo lo había revelado, del mismo modo se reiría aparatosamente, incluso
con desprecio, cuando se le comentase de estas parejas cuya existencia amorosa de mercado no
es digna de película cómica de fin de semana.

4. LA PROMESA RELIGIOSA.
El instrumento humano del entendimiento, la razón (ratio: medida), es el órgano o cualidad
primordial, predominante, no única, con el cual tanto el individuo como el género humano
establecen contacto con la realidad gnoseológica (un cono con una reducción en el centro,
parecido a un embudo cuyo efecto se potencia al momento de salir por la otra boquilla) de todos
los objetos universales. Así concretos como abstractos, dichos elementos presentados al
reconocimiento y juicio subjetivos, poseen la particularidad de poder ser analizados,
comprendidos, descifrados y expuestos por el ojo humano.
La medida del ojo humano, de la ratio —nótese el poder sugestivo de las metonimias— está
adaptada por su propia medida, su condicionamiento, su propia capacidad dimensional. Queda
conectado su estado subjetivo determinante con la otra medida preestablecida, la de cada
objeto del discernimiento, el mismo que por cierto está reducido y recortado por el contexto
sociocultural que le engloba, que lo vincula de forma duplicada al sujeto que lo capta, que lo
traduce, lo explica.
Cuando un objeto de reflexión es finito, como en el caso de una promesa establecida por un
contrato por conveniencia —como en el caso de las corporaciones, los estados naciones con sus
leyes ambiguas, muchos de los ritos sociales y eclesiásticos, o los infortunados matrimonios
falaces guiados por aficiones pasionales vividas sólo por un momento, y todas las características
psicológicas adyacentes a los adoradores irresponsables del instante— es finito debido a su
condición de intrascendencia. La pasión sentida y vivenciada hacia dicho objeto es, por tanto,
del mismo orden —se enciende como la cerilla de una estrella para apagarse al siguiente
momento.
El vínculo establecido entre las partes dado en la voz de la promesa o su acto de firmar ante
el juez humano, es tan fuerte como la intensidad del compromiso que se manifiesta, y tal
compromiso es motivado por la pasión de los contrayentes así como del objeto de su convenio.
En el caso de un caso finito, la palabra honorable que se brinda por ambas partes respecto a su
objeto acordado, funciona como medio cuyo objetivo se encuentra en la prosecución de una
meta que muchas veces queda disociada de su medio de realización. Éste es el caso de la
promesa del comerciante, del amante superfluo, del amor al Estado y sus constituciones
voraces, intercambiables, manipulables.
Cuando pensamos un convenio entre dos agentes finitos, mediados por un objeto finito,
tenemos como respuesta el encontrarnos ante la suerte desencantadora de la finitud. La pasión
sostenida por esta conveniencia resulta entonces efímera y desencantadoramente pasajera,
como la conciencia desahuciada de los ateos.
La fuerza del compromiso se debe en consecuencia al apasionamiento provocado por la
promesa; la respuesta al compromiso adquirido en la promesa depende de la mediación, de la
relación de los sujetos entre sí y del objeto. Por tal motivo, sólo la promesa religiosa de carácter
trascendental e infinito es la que puede liar y anudar algunas promesas proyectándoles
infinitamente. En otras palabras, la promesa religiosa mira hacia lo trascendental renunciando
a todo lo terrenal, pues como Kierkegaard lo describe en su diario: “el judío se refiere a esta
vida, pues la promesa es de esta vida, la religión cristiana es esencialmente una promesa para
la siguiente vida, ya que el cristianismo esencial es la verdad que se sufre”.8
Pero esta cualidad es restrictiva, en su origen, a la conciencia de la fe, no puede ser
aprendida por un intelecto cerrado a sus declaraciones y promesas. La fe es para un ignorante
del espíritu lo mismo que un curso de mecánica automotriz impartido a una lagartija. Sin
embargo, originalmente, la fe funciona según una promesa; por ejemplo “Gracias a fe le fue
prometido a Abraham que en su semilla serían benditos en él todos los linajes de la tierra”.9 Se
trata del salto irracional al vacío del que nos habla Kierkegaard. Es un acto hecho por niños, es
un acto de credulidad basado más que en la tradición o la sugestión colectiva, más bien basado
en el suceso gnoseológico enclavado en una admiración creciente, conjuntado a una
sensibilidad relativa a la perfección de la fuerza y de la belleza proyectadas y reflejadas por el
juego entre el universo y el corazón humano, potencias que despiertan en el alma adormecida
como flores alucinógenas en el desierto de la carne.
La fe nace por el acto de escuchar dice el apóstol.10 Es imposible entender la prevalencia del
pensamiento kierkegaardiano fuera del espectro proyectado por la luz evangélica;
probablemente asumirle como mero filósofo subsumido en el universo humano, desentendido de
la comunicación con lo sagrado representa una apoplejía perceptiva, una captación
desafortunada de un pensador tan imbuido por el espíritu divino a tal grado que él mismo
sintiese le fuera comandado el dejarlo todo por seguir al maestro —casas, hermanos, padres,
como dice Jesús en el evangelio, incluso una promesa matrimonial muy motivante.
Para comprender la dimensión de una promesa infinita, es necesario descubrir
existencialmente nuestra vocación a lo infinito, es decir a lo divino. En este sentido, la promesa
divina radica en la explicación que ella misma realiza de su propia naturaleza, a la luz de la cual
la naturaleza profunda de la humanidad queda expuesta. A este respecto, Kierkegaard señala en
uno de sus discursos edificantes, la trascendencia de la promesa religiosa y la infinita distancia
que existe respecto a las promesas que se realizan en este mundo:
Hay una espera que ni el mundo entero puede llevarse, es la espera de la fe y esta espera es
victoriosa. No estoy decepcionado; porque las cosas que parecían darme el mundo no creí
que las cumpliera; no deposité mi confianza en el mundo, sino en Dios. Esta espera no se ha
visto defraudada; aun en este momento, su victoria se me presenta, más magnifica y más
dichosa que el dolor de todo lo que he perdido. Al perder esta espera lo hubiera perdido todo.
Hasta ahora he vencido, vencido por mi espera y mi espera es la victoria.11
La vida de la fe, es la estancia superior en la cual se auto realiza la vida y obra de nuestro
autor, y de todo individuo convencido de la imperancia de la búsqueda nocturna a la luz de una
lámpara encendida con un fuego que no es de este mundo. El salto al vacío sólo es un absurdo
para quienes no se molestan en indagar sus conclusiones y premisas.
La promesa, entonces, revisada desde el acto de fe, implica la concordancia de dos sujetos
infinitos, entablando una comunicación infinita sobre un objeto infinito: la existencia de ellos
mismos, su unión, su alianza y su amistad. En sentido estricto, dentro del orden primordial de
todas las cosas sólo Dios es inmortal, infinito, eterno; sin embargo, ha sido la voluntad de Dios;
su deseo, generar por medio de la promesa la inmortalidad de los hombres; recobrarlos o al
menos ganarlos para la vida eterna, el estado infinito llamado de gracia, capaz de trascender las
debacles angustiosas, las abulias y las bulas del mundo, del pequeño mundo. Es justamente
ejecutando las condiciones de la promesa que el ser humano se asemeja a Dios, que se vuelve a
la inmortalidad primordial por mediación de un movimiento secundario, efecto de la creación, a
saber, la promesa.
Siendo la promesa divina el acto más importante —alto y sublime que pueda despertar la
pasión más radical y poderosa en el alma humana— debido a que convoca al individuo a
escuchar el eco de su sintonía suprema, su destino de convertirse a la imagen de Dios, a ser
“uno” con el cielo y con Él, para siempre.

5. CONCLUSIÓN.
La promesa es el vínculo que sujeta el diálogo y la correspondencia, sean estos efímeros o
perennes, entre dos partes. Puede ser un diálogo entre iguales o desiguales, pero al fin y al
cabo se fundamenta en un estado de comunicación y confianza entre aquellos que se sujetan a
sus prerrogativas.
Este encuentro tiene dos posibilidades de ser localizado. La primera en el plano de lo
temporal, demarcada por las necesidades y urgencias de lo finito; impulsada por la fuerza de la
supervivencia, sujetada a sus exigencias y caprichos, a sus caducidades.
El segundo tipo de encuentro entre las dos partes, es concebido como un caso de género
único, que en el fondo se manifiesta casi inenarrable, indescriptible e insondable; este tipo de
promesa religiosa, es entendida bajo el pensamiento kierkegaardiano como sinónimo de fe, por
tratarse de promesa que establece con lo infinito y que este encuentro del segundo orden
relativo a la promesa está desprovisto de finiquitación, en el caso ulterior de toda reflexión,
análisis, vivencialidad… es carente de toda dimensión o caducidad.
La promesa surge como una invitación eterna pero originada, sin embargo, en el plano del
tiempo. Surge con la finalidad de preparar al hombre en su decurso hacia la infinitud de su
propio ser trascendental. Es por ello que la pasión y la fe al tocarse se intensifican hasta
alcanzar la plenitud de su paroxismo, no conociendo, sin embargo límite en el proceso de su
revelación, sino solamente el límite momentáneo del instante, el cual queda superado en la
jornada siguiente, y determinado por el ardor del individuo que se sujeta aferradamente a la
promesa para así intensificar sus efectos de salvación y liberación, con la feliz conciencia de
haber trascendido al error, las ofensas, la persecución y la muerte.
Tras concluir las distintas formas en que se puede entender una promesa y, sobre todo, cómo
es que Kierkegaard intentaba señalar el valor que ésta representa para el sujeto existente,
deseo concluir con una cita de Johannes Climacus que expone cómo es que se puede manipular
un juramento, al grado incluso de simular un juego que no tiene importancia para el sujeto que
lanza promesas huecas. Sin embargo, si se ha entendido la profundidad y seriedad de lo que
implica el tema, el mismo ejemplo pueda dar luz sobre lo que implica el hacer una promesa y
sus consecuencias en caso de no comprometerse en ella. En cualquier caso, creo que la cita
ayuda a cerrar perfectamente el discurso, pues el lector podrá hacer un buen análisis de sí
mismo y su relación en su forma de prometer.
Según cuéntase, hubo en Inglaterra un hombre que fue asaltado en el camino por un ladrón
que habíase disfrazado con una gran peluca. Se abalanzó éste sobre el viajero, le tomó de la
garganta, y exclamó: ¡tu cartera! Se apoderó de la cartera, guardándosela, y se deshizo de la
peluca. Un pobre hombre que pasaba por el mismo camino encontró la peluca y se la puso.
Cuando llegó al poblado siguiente, donde el viajero ya había dado la alarma, fue reconocido,
arrestado, e identificado por el viajero, quien juraba que se trataba del mismo hombre.
Casualmente hallábase el ladrón en la corte y, viendo el error, se aproximó al juez y le dijo:
“me parece que el viajero se fija más en la peluca que en el hombre”, y pidió entonces
permiso para hacer un experimento. Se puso la peluca, tomó al viajero por la garganta, y
gritó: ¡tu cartera! —y, con esto, el viajero reconoce al ladrón, y se dispone a prestar
juramento— pero el problema es que ya antes había jurado. Algo semejante ocurre con todos
aquellos que de una u otra forma se concentran en el “qué” olvidándose del “cómo”; se
promete, se jura, se va de aquí para allá, se arriesga la sangre y la vida, se muere ejecutado
—todo a causa de una peluca.12

BIBLIOGRAFÍA.
De Waehlens, A. La filosofía de Martin Heidegger: Madrid: Instituto Luis Vives de filosofía,
1945.
Kierkegaard, S. En la espera de la fe. Tr. Luis Guerrero y Leticia Valadez. México DF:
Universidad Iberoamericana, 2005.
Kierkegaard, S. Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta. Madrid: Trotta,
1999.
Kierkegaard, S. Papirer, København: Gyldendalske Boghandel Nordisk Forlag.
Kierkegaard, S. Para un examen de conciencia. Tr. Nassim Bravo. México DF: Universidad
Iberoamericana, 2008.
Kierkegaard, S. Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim Bravo.
México DF: Universidad Iberoamericana, 2008.
Kierkegaard, S. Prefacios. Tr. Nassim Bravo. México DF: Universidad Iberoamericana, 2011.
Kierkegaard, S. Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza Editorial, 2009.
1 Cf. A. De Waehlens, La filosofía de Martin Heidegger, Madrid: Instituto Luis Vives de filosofía, 1945, pp. 338-359.
2 S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Tr. Nassim Bravo. Ciudad de México: Universidad
Iberoamericana, 2008, p. 313 / SV¹ VII 267.
3 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza Editorial. 2009, p. 96 / SV¹ III 93.
4 S. Kierkegaard, Prefacios. Tr. Nassim Bravo. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2011, p. 16-17 / SV1 V 17.
5 S. Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta. Madrid: Trotta, 1999, p. 111 / SV1 IV 271.
6 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 54 / SV¹ III 58.
7 S. Kierkegaard, Para un examen de conciencia, Tr. Nassim Bravo. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2008, p. 84
/ SV1 XII 333.
8 ”Det Jødiske forholder sig til dette Liv, harForjættelse for dette Liv – det Christelige væsentligen Forjættelse for det andet, da
det Christelige egl. Er den lidende Sandhed”. Traducción propia de: S. Kierkegaard, Papirer, København: Gyldendalske
Boghandel Nordisk Forlag / X3 A 138.
9 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 66 / SV¹ III 70.
10 Cf. Rm 10, 17.
11 S. Kierkegaard, En la espera de la fe. Tr. Luis Guerrero y Leticia Valadez. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana,
2005, p. 58 / SV¹ III 30.
12 S. Kierkegaard, (2008) Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, tr. Nassim Bravo. Ciudad de México:
Universidad Iberoamericana. p. 618 / SV¹ VII 536.
EL MUNDO EN TANTO QUE PARADÓJICO
José Alfonso Villa Sánchez
UNIVERSIDAD MICHOACANA DE SAN NICOLÁS DE HIDALGO

“En el peor de los casos, y aunque haga llover todas las desgracias imaginables sobre este mundo por haber
hablado, un hombre que duda es mil veces preferible a esos miserables lamineros que quieren probarlo todo
y que pretenden encontrar remedio a la duda sin haberla conocido, y que son, por ello, la causa más directa
de que la duda surja con una fuerza tan salvaje como ingobernable”.1

1. PROBLEMA.

E
sta meditación tiene su origen en la ironía que Johannes de Silentio hace sobre el
proceder de los intelectuales contemporáneos: quieren ir más allá de la razón y de la fe,
quieren superar ambas; pero pretenden ahorrarse los aguijones de las dudas y las
contradicciones que habitan el corazón del que piensa y del creyente. Sería mucho pedir a estos
mercaderes, que han abaratado lo mejor de las ideas y que son meros vocingleros nocturnos,
que comprendieran que vivir en la razón es vivir en la duda, tanto como vivir en la fe es vivir en
la angustia de la contradicción. El ideal cartesiano del pensamiento claro y distinto no
significaba el destierro de la vida dubitativa del terreno seguro de la razón sino que, por el
contrario, con el cogito la duda venía a ocupar un lugar por derecho propio en la verdad
racional moderna, como no lo había tenido desde la época de Sócrates. La época moderna es
racionalista, quiere cogitationes de claridad meridiana en los ámbitos que va abriendo, piensa
que no hay ente que deba resistirse a mostrar su estructura atómica, que esta mostración
puede capturarse en su regularidad, una regularidad que habrá de encontrar cabida definitiva
en un logos tanto universal como necesario. Éste ideal moderno trastoca el orden de lo que nos
es dado en la cotidianidad media y el mundo se torna para siempre dudoso. La ejemplaridad de
la fe de Abraham, de Job, o de cualquier otro creyente, no radica en la ausencia de paradojas,
contradicciones, luchas, incertidumbres, desalientos, etc., sino en conservarse con la confianza
incólume en medio de las adversidades. Las contradicciones de la fe no se resuelven, como
pretende el Sistema, en la seguridad dialéctica de la reflexión que las integra en un nivel de
sentido superior. En la fe, el creyente sabe no rehuir la contradicción; por el contrario,
permanece en ella, la habita, la convierte en el motor de su vida y de sus decisiones. La
totalidad no es sólo y en primer lugar racional y movimiento dialéctico; el mundo es también, y
sobre todo, dudoso y contradictorio.
La razón filosófica y la fe cristiana tienen unos contenidos que la tradición ha ido
consagrando al paso de los siglos. Estos contenidos de la razón y de la fe son el punto de
partida en la formación de las nuevas generaciones; son el humus que conforma la cultura en la
que las personas integrarán su individualidad como su a priori. Desde ese humus habrán de
llegar a ser lo que ya son. No hay existencia que inicie de la nada, no hay existencia que pueda
hacer tabula rasa de su cultura y de los contenidos racionales y de fe para empezar desde cero.
La existencia empieza ya siempre en algún momento del camino de una larga, rica, compleja,
dudosa y contradictoria tradición. Pero no es la tradición, que como momento ciego de un
espíritu absoluto, nos lleva a rastras a donde sólo ella sabe; no es la tradición la que nos
condena a ser momentos de negatividad de un movimiento dialéctico que nos desborda por
todos los frentes. En los inicios del Prólogo a la Fenomenologia del Espíritu Hegel hace la
descripción de este movimiento:
El capullo desparece con la floración, y podría decirse que queda así refutado [widerlegt] por
ella, del mismo modo que el fruto declara la flor como una existencia falsa de la planta, y
brota como su verdad en lugar de aquella. Estas formas no sólo se diferencian entre sí, sino
que, en tanto que incompatibles, se van desplazando unas a otras. A la vez, sin embargo, su
naturaleza fluida hace de ellas momentos de una unidad orgánica, en la que no sólo no entran
en disputa, sino que la una es tan necesaria como la otra, y únicamente esta misma necesidad
es lo que llega a constituir la vida del todo.2
El movimiento dialéctico tiene formas que van negándose: una forma desaparece en la otra,
ésta queda refutada por la siguiente, la siguiente declarará a la actual como una existencia
falsa, afirmándose a sí misma como la verdad. Estas formas son diferentes e incompatibles
entre sí y se desplazan unas a otras en una unidad fluida y orgánica. La disputa y la necesidad
entre estas diversas formas constituye la vida del todo. La realidad (Wirklichkeit) en tanto
totalidad tiene vida propia, y no hay nada, ni siquiera la existencia de los hombres, que escape a
esta ley. Kierkegaard se resiste a esta nivelación porque el interior profundo de la existencia
humana no encuentra satisfacción en la negación, la desaparición, la refutación; en la
declaración de falsedad del pasado por parte del presente que se asume como la verdad
definitiva, en una mansa unidad orgánica que fluye entre disputa y necesidad pero que
encuentra el remanso para tanta violencia en la vida del todo, que es el ser y la nada. El ser no
se puede decir con esta univocidad. Hay que hacer distinciones. Kierkegaard introduce,
entonces, un corte en el ser; pero no entre los géneros y las especies de la tradición, sino entre
naturalezas inferiores y naturalezas profundas. No entre inferiores y superiores, sino entre
inferiores y profundas. Las superiores seguirían siendo superficiales.
Sólo las naturalezas inferiores llegan a olvidarse de sí mismas y se convierten en algo nuevo;
la mariposa ha olvidado que antes ha sido oruga, y es posible que más adelante llegue a
olvidarse de que fue mariposa, hasta el punto que podría convertirse en pez. Las naturalezas
profundas nunca se olvidan de sí mismas y nunca se convierten en algo diferente de aquello
que siempre fueron.3
Kierkegaard no se ahorra la ironía: las naturalezas inferiores no saben de su pasado, lo han
olvidado, porque en él anida algo de no-ser respecto a su ser actual, pues terminaron
convirtiéndose en algo que no eran. Pero las naturalezas profundas nunca olvidan su ser, su
pasado; cada vez serán lo que siempre han sido, no se convertirán en algo diferente. La esencia
de estas naturalezas es adverbial, ni verbal ni sustancial: el olvido y el ser se pertenecen en la
contemporaneidad del cada vez y del siempre.4 ¿Cómo podría una de estas naturalezas ver la
profundidad de su interioridad reducida a la necesidad de disputas orgánicas de un todo en el
que se anula, se niega y queda superado el Particular? Los contenidos de la tradición no son
ajenos a la existencia, ni se integran a ella con posterioridad; al contrario, constituyen el
presente de la propia individualidad. Lo antiguo, en lo que tiene de eternidad, lleva consigo la
novedad de que ahora ha sido apropiado. La inmensa mayoría de la gente rinde a su tradición
un culto que la sacraliza, y la pone más allá de lo cuestionable. Es un extremo. El otro es el que
la mira con ojos de una naturalidad tal que cae dentro del marco de lo obvio. En ambos casos
está salvaguardada de la duda y de la crítica. Pero hay espíritus profundos, espíritus que ponen
su mirada no sólo en los contenidos sino en la historia que tienen, en el caminar que los ha
llevado a ser lo que son; que ponen su mirada de modo especial en las finas grietas que
revientan en la superficie, grietas que los espíritus inferiores no pueden ver; o las niegan,
integrándolas bajo el presupuesto de la totalidad, pero que llegan hasta el corazón de las
creencias más firmes. Hay algunas grietas de los monolitos de la tradición que son muy
profundas. Apenas se las sigue un poco y parecen poner en riesgo los sagrados contenidos de la
razón y de la fe. Descartes y Kierkegaard pertenecen a la clase de los espíritus profundos. En la
época de Descartes no parece cuestionarse el fundamento racional de la tradición; en la de
Kierkegaard se da por supuesto en los cristianos la seguridad institucional del don de la fe.
Ambos hacen de la reapropiación del pasado, de la razón y de la fe respectivamente, un tema
problemático y conflictivo a nivel individual y en términos de la propia existencia. Pero su
problematización de la razón y de la fe rebasó las fronteras de la individualidad y de la época,
explicitando y canalizando la potencia latente de los cuestionamientos y dándoles la dimensión
social e histórica que adquirieron en los siglos sucesivos.
Kierkegaard se duele de que las generaciones de su época no acusen el valor de instalarse en
las dudas de la razón y en las paradojas de la fe; que quisieran ir más allá de las certezas del
cogito y de las paradojas de la fe. Las generaciones no quieren dudas, no quieren
inseguridades, no quieren paradojas, no quieren angustias; quieren certezas, seguridades de
dónde asirse definitivamente, que tengan a la duda y a la contradicción como un estadio
refutado y superado. Pero tal cosa no puede ser. La duda, la paradoja y la angustia no
conforman la negatividad olvidada, refutada y superada de la certeza y de la confianza. Por el
contrario, son su corazón: no hay certeza sin duda, ni confianza sin paradojas y angustias. Son
contemporáneas en el discípulo.5 La certeza racional de Descartes está preñada de dudas, igual
que la fe de Kierkegaard esta habitada de paradojas. Por eso una es certeza y la otra es fe.

2. LA PARADOJA O MÁS ACÁ DE LA FE.


El mundo es dudoso porque el pensador que lo abre racionalmente lo hace inmerso en sus
dudas, no porque el mundo en sí mismo fuera oscuro y falto de claridad. Pero el mundo es
también paradójico si se lo abre desde el horizonte de la fe de un cristiano. La razón abre la
duda, la fe abre la paradoja. No se deben confundir los planos ni tampoco nivelarlos: lo dudoso
ha de resolverse razonablemente, mientras que lo paradójico habrá de hacerlo fiducialmente.
Tampoco deberá exagerarse su independencia.
Para hablar del mundo en tanto que dudoso en Descartes hablamos del propio Descartes, de
los movimientos interiores que culminaron en la afirmación del cogito como el fundamentum
inconcusum en la construcción del edificio seguro del conocimiento. Pero al hablar del mundo
en tanto que paradójico en Kierkegaard nos preguntamos a quién debemos referirnos: si a
Kierkegaard, o a lo que éste nos dice de Abraham. Aún aquí habría que poner atención a la
idealización que se hace del Patriarca como caballero ejemplar de la fe, amén de la agrandada
figura legendaria que nos llega de la tradición.
Quizá Abraham nunca hizo nada de cuanto le estamos atribuyendo; quizá, y a causa de las
circunstancias históricas de su época, todo se ha desarrollado de modo muy diferente; en tal
caso, abandonémosle al olvido, pues no vale la pena esforzarse en recordar un pasado
imposible de convertir en presente.6
Las dudas de Descartes están acompañadas en Kierkegaard de un ingrediente que viene dado
por la distinción entre la vida estética, la ética y la religiosa: la paradoja. El mundo no es sólo
dudoso, también y sobretodo es paradójico. Si fuera sólo dudoso tendríamos el punto de
Arquímedes en el cogito. Pero la paradoja rompe este punto, quiebra al cogito por dentro, lo
mina en su pretensión de fundamento, deja al Particular abandonado, no a la razón, que queda
relativizada, y a sus dudas, sino a la opción fundamental, cargada de angustias por seguir
creyendo o no hacerlo más. Abraham pasó a la historia como el padre de la fe, lo cual significa
que siguió creyendo. Sin embargo, la paradoja frente a la que nos pone la fe no se vuelve
importante porque haya sido una experiencia de Abraham, que podría volverse racionalmente
universalizable; es importante y relevante porque la vive todo individuo particular. Por eso se
vuelve necesario recordar y revivir un pasado como el de Abraham, ya que su experiencia tiene
el peso del presente en cada individuo. No tiene importancia si le pasó o no al Abraham
histórico, tal como cuenta la narración del texto bíblico. Lo que importa es que le pasa fáctica e
históricamente a cada individuo. Éste es el reparo a la época. Se quiere ir más allá de la razón y
más allá de la fe, se las quiere superar. Pero no se las entiende bien a ninguna de las dos. A la
primera se la quiere separar de su motor esencial que es la duda; y a la segunda se la quiere
resguardar, como si fuera su mayor peligro, de lo que es su potencia, la paradoja. Y, a más de
que no se repara en ellos, se confunden los planos. El plano donde la duda es componente del
conocimiento no es el plano donde la paradoja habita la fe. Los estadios estético, ético y
religioso no se mueven conforme a una ley dialéctica que mediara el paso del individuo de uno a
otro. Sólo se puede saltar o, dicho de modo imperativo, se ha de optar. Sin embargo, de suyo los
planos se constituyen originariamente entreverados. El individuo Particular es el que vive
estética, ética y religiosamente. Por eso se encuentra en disyuntivas, y no sólo entre dudas; por
eso debe elegir, pagar el precio de la opción y vivir la angustia sobre si mantenerse en el ámbito
del placer, del deber o de la fe. Descartes supo mantenerse en las dudas; y tuvo como premio el
descubrimiento del cógito; Kierkegaard se mantiene en la fe y lo que descubre es el abismo de
la paradoja y la angustia en las que el Particular ha de saber mantenerse. ¡Ni el cogito fue un ir
definitivo más allá de la duda, ni la fe es un ir más allá de la paradoja y la angustia! Al contrario:
se recrudecen las dudas, las paradojas y las angustias, y si un Particular llega a ser grande es
porque supo vivir y esperar en esta vida y en este mundo, en medio de las dudas y de las
contradicciones.
La duda juega un papel diferente en cada mundo. En el ámbito de la verdad racional el
mundo se abre dudosamente: Descartes se da cuenta que todo lo que le habían enseñado en la
escuela tenía como fundamento sólo la autoridad del maestro y una insuficiente fundamentación
racional. Por eso decide que sus conocimientos, y sobre todo su fundamento, han de ser puestos
bajo la sospecha. Kierkegaard desconfía de que en el ámbito de la fe el deber ético tenga el
carácter imperativo de lo general como medio para acceder a lo absoluto, e invierte los
términos: en el plano de la fe no opera la lógica de lo general, sino la de la prioridad del
particular y su relación con el absoluto en términos de paradoja. El mundo es dudoso y
paradójico, pero la fe de Abraham en la promesa de Dios se afirma cada vez. Sin embargo, la fe
vive en este mundo paradójico, y en medio de él es que espera por el cumplimiento de las
promesas. Las dudas y las paradojas la muerden por el lado que tira a lo general, y se ve en la
tentación de explicarse para justificar el proceder en angustioso silencio. Pero si cede a la
tentación y deja en conceptos la interioridad recóndita, la fe sale del plano al que pertenece,
queda convertida en exterioridad y, dejando de ser fe, se vuelve mera creencia, remedo de fe,
mero asentimiento racional. Abraham supo resguardar la propia interioridad en su relación con
el absoluto y no temió la incomprensión ni las angustias que le acompañaron. Las promesas se
vieron colmadas en esta vida y su fe le reputó más allá de la justicia: tuvo una tierra, un largo
linaje y las generaciones fueron bendecidas en su nombre. Así lo cuenta la leyenda bíblica. Pero
¿se puede dar el caso de que un hombre se confíe a Dios con todas sus fuerzas y que, en lugar
de asistir en esta vida a la satisfacción de sus promesas, los años que le han sido concedidos no
le alcancen para recuperar lo perdido en una dimensión superior? La tradición del relato de
Abraham que nos ha llegado en el texto bíblico es legendaria, reúne elementos históricos con
idealizaciones. La vida de Kierkegaard no. ¿Acaso entonces su fe no fue suficiente como para
alcanzarle la recuperación de la amada? ¿La insuficiencia de esta fe fue la que ahogó a nuestro
hombre en las exigencias relativas al deber que los demás le imputaban? ¿Acaso el silencio
también fue insuficiente de forma que su crisol no alcanzó a purificar de modo necesario al
corazón que cree? El que tiene fe no se culpa ni culpa a los demás. Idealmente, guarda las cosas
en su corazón. Por eso Abraham tuvo una larga vida y fue siempre joven. Kierkegaard la tuvo
corta, siempre fue demasiado viejo para morir, y ni un solo día pudo estar en silencio. Pero
creyó.
Abraham es el pretexto y el recurso para ayudarse a sostener las siguientes tesis frente a
Hegel: que la vida del hombre acontece en varios estadios y no en un movimiento dialéctico de
la totalidad absoluta; que el paso de un estadio a otro se da mediante un salto y no a través de
un movimiento mediado por la negación; que el placer estético, el deber ético y la fe religiosa
pertenecen a estadios diferentes y no se resuelven entre sí en un movimiento que los abarca y
los nivela; y, contra lo que dice la tradición, que el individuo tiene prioridad frente al género.
Esta última afirmación es el núcleo de las anteriores; acercándonos a ella estaremos rondando
las demás. La etiqueta para Kierkegaard es la de padre del existencialismo: porque afirma con
energía la prioridad del Particular frente a lo General, la prioridad de lo individual, de la
interioridad oculta e inconmensurable que se resiste a resolverse a través de mediaciones en
Sistemas dialécticos de totalidad esencial. El Particular vive en la duda, en la incertidumbre
racional; pero vive sobre todo en la angustia, en el silencio, en la soledad, en la paradoja y en la
incomprensión. Hegel resuelve la interioridad humana en la exterioridad, y lo particular en el
espíritu universal absoluto y general. El siguiente párrafo de La ciencia de la lógica ilustra bien
la tesis:
Lo interno, como forma de la inmediatez reflexionada o de la esencia, está determinada
frente a lo externo, como forma del ser; pero ambos son sólo una única identidad —Esta
identidad es, en primer lugar, la unidad compacta de ambos, como basamento pleno de
contenido, o la Cosa absoluta, en la que las dos determinaciones son momentos indiferentes,
exteriores. En esta medida, es el contenido y la totalidad, que es lo interno, el cual viene a
ser, precisamente en la misma medida, exterior, pero sin ser allí una cosa devenida o a la que
se haya pasado, sino igual a sí mismo. Lo externo, según esta determinación, no es solamente
igual a lo interno, por lo que hace al contenido, sino que ambos no son sino una sola Cosa—.
Pero esta Cosa, como simple identidad consigo, es diversa de sus determinaciones de forma,
o sea: éstas le son exteriores; en esta medida, ella es una cosa interna, diversa de su
exterioridad. Pero esta exterioridad consiste en que las dos determinaciones mismas, a saber
lo interno y lo externo, la constituyen. Pero la Cosa no es a su vez otra cosa que la unidad de
ambas. Con ello, ambos lados vuelven a ser lo mismo, en cuanto al contenido. Pero, dentro de
la Cosa, están como identidad que se penetra a sí, como basamento pleno de contenido.
Dentro de la exterioridad empero, como formas de la Cosa, les da igual estar frente a aquella
identidad y, por ende, el uno frente al otro.7
Así contesta Kierkegaard:
Por mi parte siempre he tenido una disposición herética respecto a este punto de la filosofía y
por ello me acostumbré ya desde el principio a realizar yo mismo y lo mejor posible mis
propias observaciones e investigaciones. He buscado orientación en escritores cuya intuición
al respecto compartía; en una palabra, he hecho lo que obraba en mi poder a fin de
compensar la añoranza que tras de sí han dejado los escritos filosóficos.8
Tenemos un caso, el del caballero de la fe, el de Abraham, en donde esta resolución del
Particular no encuentra su satisfacción en lo general. Es que Hegel pasa por alto lo obvio:
desconoce que existe “un interior recóndito que encuentra su razón de ser en el hecho de que el
particular como tal está por encima de lo general”.9 La existencia de este interior recóndito es
la que hace posible justificar la conducta de un caballero de la fe como lo es Abraham. La
realidad absoluta de la filosofía de Hegel se mueve dialécticamente, y va siempre de mediación
en mediación. En el interior recóndito e inconmensurable del Particular no hay mediación
dialéctica que pueda resolver el conflicto. El caballero de la fe no vive en mediaciones, la fe no
nos pone en un movimiento dialéctico que por su propia dynamis generara los medios que son
necesarios cada vez para auto superarse. El héroe puede esperar con seguridad las
mediaciones; el caballero de la fe no. La fe nos enfrenta a la siguiente paradoja: que lo íntimo es
superior a lo exterior.10 La superioridad de la interioridad particular viene exigida por la
ausencia de medios que le pertenece al movimiento de la fe y que le sirvieran al creyente como
pruebas. En la fe no podemos esperar señales, ni mucho menos pruebas, que nos indiquen que
encaminamos nuestros afanes en la dirección correcta y que nos dejen logros definitivamente.
La paradoja de la fe consiste, por lo tanto, en que el Particular es superior a lo general; en
que el Particular —para echar mano de una distinción dogmática usada hoy muy raras veces
— determina su relación con lo general por su relación con lo absoluto, y no su relación con
lo absoluto por su relación con lo general. La paradoja se puede también expresar del
siguiente modo: existe un deber absoluto para con Dios, pues en esta relación de deber, el
Particular como tal se relaciona absolutamente con el absoluto. Si en semejante situación
decimos que es un deber el amar a Dios, estaremos afirmando algo completamente diferente
a lo anterior, pues si este deber es absoluto, lo ético desciende hasta convertirse en relativo.
No se sigue de ello, sin embargo, que se haya de suprimir lo ético, sino que encuentra una
expresión completamente diferente: la expresión de la paradoja, de modo que —pongamos un
ejemplo—, el amor a Dios puede inducir al caballero de la fe a dar a su amor al prójimo la
expresión contraria a la del deber, considerado desde el punto de vista ético.11
Al hablar de Abraham, de su fe, Kierkegaard habla de sí mismo. Se ha de mantener en
silencio, ha de caminar por días sin término en la soledad de sus angustias, acompañado de los
juicios sobre lo que debiera hacer o no hacer, bajo la sombra de la incomprensión incluso de los
suyos, sin posibilidad de volver por el socorro de los demás. Tres días ordinarios medidos en la
cronología del calendario no se comparan con un solo instante de eternidad sumido en la
angustia, en esa relación absoluta que reclama la fe. Las generalizaciones se vuelven insulsas
en los instantes de la prueba. El particular está frente a lo Absoluto, no frente a lo general que
nivela las diferencias. Y sólo tiene la disyuntiva radical de confiarse o no confiarse, sin pruebas
de por medio, atenido a la palabra del que promete. Éste es el estribillo: “Abraham creyó”.
Creyó cuando abandonó la tierra de sus padres por una simple promesa: Yahvé le daría una
tierra y lo haría padre de una nación numerosa (Gen. 12, 1ss). Tenía 75 años cuando recibió
esta promesa y optó por ella (Gen. 12, 4). ¿Quién deja la seguridad de la tradición de sus padres
por una simple promesa, y confía en que a esa edad será padre? Si el primero de los términos
de la promesa es absurdo, el segundo lo es en grado superlativo, dada además la edad de Sara.
“Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue extranjero en la tierra que le
había sido indicada. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su
razón, consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría
pensado que todo aquello era absurdo”.12 Si se toma el tiempo para sopesar lo que tiene
seguro y lo que arriesga en una promesa como la que se le hace, hubiera encontrado razones
sólo para quedarse y no ponerse en peligro, y tampoco a los suyos. Pero Abraham creyó. Creyó
en las promesas y que en él serían bendecidos todos los linajes de la tierra (Gen. 12, 1ss).
“Pasaba el tiempo. La posibilidad continuaba como tal y Abraham seguía creyendo; pasaba el
tiempo, la posibilidad se hizo absurda, pero Abraham continuó en su fe”.13 Cuando la
posibilidad se hizo absurda, la inicial confianza en una promesa se hizo fe: Abraham, el
particular, se ve de frente con un Absoluto que es todo y es nada a la vez. Nunca fue un héroe;
no se le reclamó sobreponerse al destino en medio de la tragedia cumpliendo su deber a toda
costa. No se adelantó, poniendo todos los medios, sacrificándose por los demás, para que la
promesa fuera cumplida y para que la palabra empeñada por Dios no se viera cuestionada. Por
el contrario, siguió confiado. Abraham tenía cien años cuando le nació el hijo de la promesa
(Gen. 20, 5).
Sin embargo, esta alegría no iba a durar largo tiempo. Abraham habría de ser probado de
nuevo. Había hecho frente a ese taimado poder que de todo se adueña, a ese enemigo
vigilante, siempre insomne, a ese viejo que sobrevive siempre a todo: había luchado contra el
tiempo y preservado su fe. Y ahora todo el espanto del combate se acumula en un instante: “Y
Dios quiso probar a Abraham y le dijo: Ve y toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a
Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto en la montaña que yo te
indicaré”.14

El tempo de la fe vive de instantes de eternidad.15 A la voz de Dios le siguió un silencio largo,


como nunca antes existió. Los instantes de los tres días de camino al lugar del sacrificio no se
comparan con los veinticinco años de esperanza. Tres días de silencio, de meditación, de dolor,
de incomprensión, de angustia, de dudas, de lucha entre el Particular y el Absoluto.
Pero pese a todo, Abraham creyó en relación a esta vida. Si su fe sólo se hubiese referido a
una vida venidera, habría podido desprenderse fácilmente de todo, apresurándose a
abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa especie,
si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota
posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aún cuando esté
separada de él por un pavoroso abismo donde la desesperación tiene su sede. Pero la fe de
Abraham se ejercía en cosas de esta vida, y en consecuencia tenía fe en que había de
envejecer en aquel país, respetado por las gentes y bendecido en su descendencia,
recordando en Isaac, su más preciado amor en esta vida, a quien abrazaba con tal afecto, que
trocaba en pobre expresión el aserto de que cumplía con devoción su deber de padre —amar
al hijo— tal como se halla en el texto: “tu unigénito a quien tanto amas”. Doce hijos tuvo
Jacob y amó sólo a uno; Abraham no tenía sino uno: aquel a quien tanto amaba.16
El Absoluto que es depositario de una fe que se ejerce en cosas de esta vida también es de
esta vida. Si tiene el nombre cristiano de Dios ya pasa por el riesgo de la religión, de la
alienación, de la idolatría, de la sustancialización y de la generalización. La fe no necesita la
promesa de una vida mejor en un mundo diferente a éste. Entonces deja de ser fe porque se
alimenta de generalidades y no tiene ojos para lo Absoluto. El Particular se encuentra en esta
vida, en el mundo de sus preocupaciones, y es en ella donde se da lo Absoluto, es en ella y en
relación a ella que debe creer. El Absoluto viene por la fe del que se sabe depositario de
promesas que han de cumplirse en relación a esta vida. El Particular y el Absoluto se
corresponden, se afirman mutuamente, pertenecen al mismo mundo, al único que existe. No es
el cristianismo institucional el garante del don de la fe, ni tampoco el depositario sempiterno de
la esencia de Dios. Entonces la fe desaparece bajo la apariencia del deber ético para con los
demás y con Dios, y dada la contingencia y la relatividad de los sujetos éticos, su plenitud se
aplaza para la vida escatológica, no para ésta. La plenitud se vuelve platónica e ideal y la fe se
vacía de la riqueza de las paradojas y contradicciones de este mundo.
Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo. Si hubiese dudado se habría comportado
de distinto modo, habría obrado de modo espléndido y grandioso, pues ¿cómo habría podido
Abraham realizar un acto que no fuese espléndido y grandioso? Se habría encaminado al
monte Moriah, habría preparado la leña, habría encendido la hoguera, y, empuñando el
cuchillo habría interpelado así a Dios: “No desdeñes este sacrificio. Sé que no es el más
valioso de mis bienes, pues ¿qué vale un viejo en trueque del hijo de la promesa?, pero es lo
mejor que puedo darte. Y no permitas que jamás Isaac llegue a saberlo, de modo que pueda
encontrar consuelo en su juventud”. Y habría clavado el cuchillo en su propio pecho. El
mundo le habría admirado por ello, y su nombre se habría conservado; pero una cosa es ser
admirado y otra bien distinta convertirse en la estrella que sirve de norte y salvación al
acongojado.17
El mundo es hechura nuestra, del Particular y del Absoluto. No podemos sentirnos libres de
responsabilidad y culpa frente al estado que guardan las cosas. Y digámoslo sin pudor: ¡El
mundo es absurdo! De suyo no es lógico ni racional. Su intrínseca inteligibilidad es un prejuicio
que se ha venido colando subrepticiamente, con nuestra complacencia y complicidad, a lo largo
de los siglos. ¡Pero ya ha sido suficiente! El dios de Abraham, así con minúscula, daba la vida y
daba la muerte, era lógico y absurdo al mismo tiempo, pedía lo posible y lo imposible, escogía y
protegía a unos y perseguía a muerte a otros. Era Absoluto. El mundo abierto en tiempos de
Abraham habría de esperar todavía mucho tiempo para pasar por las preguntas sobre la esencia
de las cosas, también de Dios, que Sócrates planteará y que darán rumbo a occidente. Yahvé, el
dios de Abraham, aún no se había convertido en Theós, aún no había pasado por la depuración
griega que pone el eidos de lo bueno de un lado y el eidos de lo malo del otro, el ser y el no ser,
lo inteligible y lo sensible. Para Abraham sólo hay este mundo, sólo hay este dios y sólo hay esta
fe: el mundo es absurdo, el dios se presenta como Absoluto, como celoso respecto de otros
dioses, y la fe está arraigada en las cosas de esta vida. La lógica lleva al deber, el deber crea
héroes y la fe pasa de ser confianza a ser conocimiento. Pero eso es otro mundo, no el mundo de
la triada absurdo-Absoluto-fe. Abraham no cedió a la tentación del deber, su imaginario no
albergaba el ideal del hombre solitario que carga sobre sus hombros la suerte de todos los
demás, quienes, desde lo oculto de las generaciones por venir, le piden y le exigen sacrificarse
por el género sin rostro y sin nombre, a cambio de tributarle con admiración. El deber y la
admiración no fueron tentaciones suficientes. Para el caballero de la fe la intensidad de lo
absurdo se corresponde con el Absoluto que se muestra, con la fe que se demanda, con los
instantes de silencio y de angustia. “Pero Abraham creyó. No pidió para sí, no trató de
enternecer al Señor”.18

3. SIN CONCLUSIÓN.
Abraham creyó, esperó y vio cumplidas todas las promesas. Murió cuando contaba ciento
setenta y cinco años (Gen. 25, 7). Todas las promesas las vio cumplidas en esta vida. Esta es la
esperanza de Kierkegaard: recuperar en esta vida lo que había perdido. Y de un modo diferente
al que ya lo tenía. Pero no fue así. Lo perdió todo y se precipitó en los valles sombríos de la
vejez, en los que había entrado ya nada más nacer. No parece ser el caballero de la fe que fue
Abraham; queriendo ser caballero, vive y muere como un héroe condenado por los dioses a
cumplir un destino más que trágico: ¿su fe no está, acaso, a la altura de las promesas? ¿La
altura de su fe no le premia con el cumplimiento de las promesas en esta vida? ¿La intensidad
de los instantes no alcanza el nivel de la plenitud? Ha pasado por el silencio y la incomprensión;
pero ni uno ni otra han tocado el fondo donde el Particular y el Absoluto se funden, pues la
esperanza no se ha visto colmada. Su misión de escritor lleva la tragedia de tener que
demostrar, porque no se impone de suyo, que en la fe hay una suspensión teleológica de la
ética. Al menos en Abraham la suspensión tiene la corona del cumplimiento de las promesas. En
su caso, el deber quedó suspendido, él decidió suspenderlo, tal como hizo el Patriarca; con la
diferencia de que no hubo cumplimiento de ninguna promesa. ¿Cómo se llama al caballero de la
fe que termina como héroe trágico? ¿Qué palabra puede alcanzar para nombrar al que cree y al
que espera como caballero de la fe y termina sus días en tragedia, como un héroe? Se lo llama
cristiano moderno: quiere creer como Abraham, pero el dios depositario de su fe es Theós, no
Yahvé. Kierkegaard intuye que Dios ha muerto. Pero aún no resuena sobre la tierra la voz de
Zaratustra. Para que haya fe es necesario que no haya Dios, es necesario que Dios muera
definitivamente y que el individuo no respire más en los lamentos que lloran su muerte,
mientras crea ídolos racionales vacíos: Estado, Arte, Ciencia, Tecnología, Ley, Progreso,
Religión, Filosofía, etc.

BIBLIOGRAFÍA.
Hegel, G. W. F. Ciencia de la Lógica. Edición y traducción de Féliz Duque. Madrid: ABADA/UAM,
2011.
Hegel, G. W. F. Lecciones sobre la Historia de la Filosofía III. Tr. Wenceslao Roses. FCE: México,
2002.
Hegel, G. W. F. Diferencia entre los sistemas de Filosofía de Fichte y de Schelling.
Fenomenologia del Espíritu. Tr. Joaquín Chamorro Mielke. Gredos. Madrid 2010.
Kierkegaard, S. Temor y Temblor. Traducción, introducción y notas de Vicente Simón Merchan.
Fontamara: México, 2004.
Kierkegaard, S. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida. Edición y traducción del danés de
Begonya Saez Tajafuerce y Darío González. Trotta: Madrid, 2006.
Kierkegaard, S. Migajas Filosóficas o un poco de filosofía. Edición y traducción de Rafael
Larrañeta. Trotta: Madrid, 2004.
1 S. Kierkegaard, Temor y temblor, 195.
2 G. W. F. Hegel, Diferencia entre los sistemas de Filosofía de Fichte y de Schelling. Fenomenología del Espíritu. Tr. Joaquín
Chamorro Mielke. Madrid: Gredos, 2010, p. 114.
3 S. Kierkegaard, Temor y temblor. p. 106. Con la sutileza de su pluma, Kierkegaard ha introducido diferencias en las
naturalezas, las ha pluralizado, ha introducido el tema del olvido y de la memoria, y ha conservado la idea de que las
naturalezas superiores llegan a ser lo que ya eran. Sin recurrir a totalidades absolutas que reconcilian y nivelan los conflictos y
las diferencias en movimientos dialécticos.
4 Cfr. La distinción entre ipse (ipseidad) e idem (identidad) en Paul Ricoeur, Sí mismo como otro. Tr. Agustín Neira Calvo. Siglo
XXI: México: Siglo XXI, p. 1996.
5 Cfr. S. Kierkegaard, Migajas Filosóficas o un poco de filosofía. Edición y traducción de Rafael Larrañeta. Madrid: Trotta, 2004,
pp. 67-79 / SV1 IV 221 ss.
6 S. Kierkegaard, Temor y temblor, p. 88.
7 G. W. F. Hegel, Ciencia de la Lógica, edición y traducción de Féliz Duque. Madrid: ABADA/UAM, 2011, p. 585. El editor
español de O lo uno o lo otro dice que “Kierkegaard contaba en su biblioteca con un ejemplar de la edición de L. v. Henning,
Wissenschaft der Logik, vols. 1-3, Berlín, 1833-1834 [1812-1816], ctl. 552-554” (nota 3, p. 39).
8 S. Kierkegaard, O lo uno o lo otro, p. 29 / SV1 I V.
9 S. Kierkegaard, Temor y temblor, p. 157.
10 Cfr. Ibídem, p. 140.
11 Ibídem, pp. 141-142.
12 Ibídem, p. 71.
13 Ibídem, p. 72.
14 Ibídem, p. 74.
15 “Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado
como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos
que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo”. S. Kierkegaard, Migajas filosóficas, p. 34 / SV1 IV 188.
16 S. Kierkegaard, Temor y Temblor, p. 76.
17 Ibídem, pp. 76-77.
18 Ibídem, p. 77.
DERRIDA, LECTOR DE KIERKEGAARD
Amalia Quevedo
UNIVERSIDAD DE LA SABANA

S
in lugar a dudas, es Kierkegaard quien hace de la figura de Abraham y del sacrificio de
Isaac un tema filosófico de envergadura. Pero no hace falta tener el genio o la
sensibilidad aguda de Kierkegaard para verse turbado por la historia de Abraham. Todos
estamos convocados, antes o después, a sabiendas o sin advertirlo, al mismo monte: el monte
Moriah, por donde pasan ineludiblemente nuestras vidas. Filiación y paternidad, muerte y vida,
deber y amor, silencio y justificación, sacrificio y olvido; y al final, una víctima de recambio.
Todo ello nos concierne, y tarde o temprano, en mayor o menor medida, irrumpe en nuestras
vidas.
Érase cierta vez un hombre que en su infancia había oído contar la hermosa historia de cómo
Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra toda
esperanza, recuperó de nuevo a su hijo. Siendo ya un hombre maduro volvió a leer aquella
historia y le admiró todavía más. Y sucedió que cuanto más viejo se iba haciendo, tanto más
frecuentemente volvía su pensamiento a este relato: su entusiasmo crecía más y más, aunque, a
decir verdad, cada vez lo entendía menos. Hasta que al fin, absorbido por él, acabó olvidando
todo lo demás y su alma no alimentó más que un solo deseo: ver a Abraham; sólo tuvo un pesar:
no haber podido ser testigo presencial de aquel acontecimiento. Lo que de veras deseaba era
haber podido participar en aquel viaje de tres días, cuando Abraham, caballero sobre su asno,
llevaba su tristeza por delante y su hijo junto a él. Hubiera querido presenciar el instante en que
Abraham, al levantar la mirada, vio allá en el horizonte el monte Moriah; y hubiera querido
presenciar también el instante en que, tras apearse de los asnos, a solas ya con el hijo, inició la
ascensión de la montaña.1
Con estas bellas palabras introduce Kierkegaard el proemio a Temor y temblor, bajo un
pseudónimo elocuente: Johannes de Silentio (el nombre de Johannes nos evoca inmediatamente
el Verbo, la palabra; su apellido nos lleva a presentir en cambio lo mucho que seguramente
calla).
El filósofo danés juega con dos silencios. En primer lugar, el silencio de Abraham respecto al
futuro, a lo que ha de ocurrir en el monte Moriah, y el de Isaac respecto al pasado, a lo sucedido
en aquella cima. En segundo lugar, el silencio que surca el relato mismo del Génesis, todo lo
que éste calla: del tiempo anterior al viaje, del trayecto, de lo sucedido en el monte y, sobre
todo, de lo que pasa después. Lo más importante en esta historia, lo que la hace terrible y
fascinante a la vez, no es tanto lo que en ella se define, cuanto el amplio espectro de
posibilidades que en ella se abren. Posibilidades contradictorias hasta el absurdo, excluyentes
hasta el dolor. Abraham es un hombre sin salida, atrapado entre el imperativo divino y el
asesinato del ser al que ama, escindido por la más lacerante y desgarradora contradicción. Ante
esta exigencia letal, todo racionalismo palidece, reducido a ideas sin vida y hechos consumados
que ya no palpitan entre el sí y el no. Las categorías de la razón se desorbitan y enloquecen al
enfrentarse con el escándalo de Abraham.
Si la grandeza de un hombre se mide —según Kierkegaard— por la de aquello que ama, por
el tamaño de su esperanza, por la talla de su contrincante y por aquel en quien deposita su fe,
Abraham es el más grande de todos los hombres. Pues él es el que ama a Dios, el que espera lo
imposible, el que batalla con Dios y cree en Él. Abraham es “grande porque poseyó esa energía
cuya fuerza es debilidad; grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura, grande por la
esperanza cuya apariencia es absurda; y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo”.2
Salta a las claras el regusto paulino de estas paradojas. “Quien esperó lo imposible, ése es el
más grande de todos”.3 En efecto, no cabe esperanza más colmada ni destino más trágico que
el de Abraham: se le pide no sólo sacrificar al hijo, sino la promesa misma que ha alentado sus
días.
Lo que define a Abraham y expresa su esencia es, según Kierkegaard, la fe. “Si Abraham
hubiese obrado de otro modo, es posible que aun así hubiese amado a Dios, pero no habría
creído”.4 Abraham encarna al caballero de la fe que el filósofo danés opone al héroe trágico, del
que son ejemplos Agamenón, Jefté y Bruto. Abraham es un hombre instalado en la paradoja,
pues la fe es paradoja que no admite mediación. Una es la esfera de la religión, en la que el
Particular se relaciona absolutamente con el absoluto, y otra es la esfera de la razón, de la ética;
esta última —situada por debajo de aquella— es la esfera de lo general, que es la mediación.
Así, mientras que la paradoja inaudita que representa Abraham no logra ser comprendida ni
expresada, la situación del héroe trágico puede ser entendida y relatada en virtud de la
mediación de lo general. Para Abraham, en cambio, no hay mediación; Abraham no puede
hablar, pues hablar no es otra cosa que expresar lo general. Abraham obra en virtud del
absurdo; no es un héroe trágico: es o un asesino o un creyente.5
El caballero de la fe está completamente aislado, solitario en su empresa; él mismo es la
paradoja, el Particular sin conexiones ni ponderaciones, que sólo puede recurrir a sí mismo y
conoce el dolor de no poder hacerse comprender.6 El héroe trágico desconoce en cambio la
tremenda responsabilidad de la soledad.
No soy capaz de comprender a Abraham, sólo de admirarlo, declara Kierkegaard. “Puesto
que nadie iguala en grandeza a Abraham, ¿quién entonces se halla en grado de
comprenderlo?”.7 Es posible comprender a Abraham, pero sólo como se comprende una
paradoja. Y la paradoja consiste en lo siguiente: o el Particular como Particular está en una
relación absoluta con el absoluto, o Abraham está perdido, no siendo ni un héroe trágico ni un
héroe estético. Angustia y dolor de la paradoja: el silencio. Abraham no puede hacerse
comprender de nadie. Abraham no puede hablar, y ahí residen la angustia y la miseria: no
puede hablar porque no puede decir lo que lo explicaría todo: que está ante una prueba, una
prueba donde la tentación la constituye lo ético. El héroe trágico desconoce por completo esta
zozobra; él goza del consuelo de poder dar una explicación.
“Lo que siempre se pasa por alto en la historia de Abraham es el hecho de la angustia”,8
asegura Kierkegaard. Y la angustia y el dolor de la paradoja residen en que Abraham —
hablando en términos humanos— no puede hacerse comprender por ninguna persona.9 Él sabe
que es solitario el sendero que recorre y sabe bien que lo que está cumpliendo no sirve al
interés general, porque se trata de una prueba y una tentación. Y si al menos fuera capaz de
explicar el motivo que lo impulsa a hacerlo…, pero lo único que repite una y otra vez es que se
trata de una prueba. Abraham no podía decir más, pues su vida es como un libro secuestrado
por la divinidad.10
Más de ciento cincuenta años después de la aparición de Temor y temblor, Derrida ofrece una
lectura de la obra de Kierkegaard bajo el título sugestivo de Dar la muerte.
Mysterium tremendum —exclama Derrida—. Misterio espantoso, secreto que hace temblar.
Un secreto hace temblar siempre. Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber, cuando ello me
concierne hasta lo más hondo. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el
temblor es en efecto una experiencia del secreto o del misterio. Se comprende que Kierkegaard
haya elegido, para su título, el discurso de un gran judío converso, Pablo, en el momento de
meditar una experiencia aún judía del Dios escondido, secreto, separado, ausente o misterioso,
el mismo que decide, sin revelar sus razones, exigir a Abraham el gesto más cruel e imposible,
el más insostenible: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo esto ocurre en secreto. Dios
guarda silencio sobre sus razones, Abraham también, y el libro no lo firma Kierkegaard sino
Johannes de Silentio.11
La lectura derridiana del enigma de Abraham bascula sobre el silencio que el patriarca ha de
guardar; es decir, sobre el problema formulado por Kierkegaard en los siguientes términos:
“¿Es posible justificar éticamente a Abraham por haber guardado silencio ante Sara, Eliézer e
Isaac?”. Como es habitual en él, metodológicamente habitual, Derrida se centra en el menos
atendido de los problemas planteados por Kierkegaard; no es tanto la suspensión teleológica de
lo ético como el silencio de Abraham el que despierta su interés y reclama su lectura siempre
original, siempre deconstructora. Sobre este silencio ya había llamado la atención Kierkegaard:
“Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eliézer, pues ¿quién habría podido comprenderlo?
¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturaleza misma de la prueba?”.12
“Lo ético —son palabras de Kierkegaard— es como tal lo general, y como lo general lo
manifiesto. La ética exige la manifestación y castiga lo oculto. Abraham no hace nada en favor
de lo general y permanece oculto”.13 La esfera de lo general es el ámbito del diálogo, el lugar
donde tiene cabida la justificación, las palabras que todo lo explican. Pero Abraham sabe que
por encima de esta esfera serpentea una senda solitaria, una senda estrecha y escarpada; sabe
lo terrible que es nacer en una soledad emplazada fuera del territorio de lo general, y caminar
sin encontrarse nunca con nadie: está en una soledad universal donde jamás se oye una voz
humana, y camina solo, con su terrible responsabilidad a cuestas.14
“¿Cómo obró Abraham?” se pregunta Kierkegaard, y él mismo responde:
Abraham calló; no dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eliézer ni tampoco a Isaac; pasó por
alto tres instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que
la vida de familia. Abraham calla…, no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la
miseria. Abraham no puede hablar, pues no puede decir aquello que lo explicaría todo, no
puede decir que es una prueba; y notemos esto: una prueba en que la tentación está
constituida por lo ético.15
“De modo que Abraham no habló —concluye Kierkegaard. Sólo una frase suya ha llegado a
nosotros: su única respuesta a Isaac, y ella misma contiene la prueba de que anteriormente no
había dicho nada”. Conocemos las palabras que rompen el denso silencio: Dios proveerá el
cordero para el sacrificio, hijo mío.
“Quiero considerar con cierto detenimiento esta última frase —continúa Kierkegaard—. Si no
la hubiese pronunciado, le faltaría algo a esta historia. En la medida en que puedo comprender
la paradoja, puedo también comprender la presencia integrante de Abraham en esa frase. En
primer lugar, Abraham no dice nada y, de ese modo, dice cuanto tenía que decir. Su respuesta a
Isaac reviste la forma de la ironía, porque siempre hay ironía cuando se dice algo sin decir
nada. Isaac, cierto de que su padre sabe, le pregunta. Si Abraham hubiese respondido: ‘No sé
nada’, habría mentido. No puede decir nada, pues lo que sabe no lo puede decir”.16
“Hablar sin decir nada —comenta Derrida— es la mejor táctica para guardar un secreto.
Abraham responde a Isaac, pero guarda el secreto: no se calla, pero tampoco miente. Derrida
advierte que el secreto es doble: entre Abraham y los suyos, entre Dios y Abraham. Primer
secreto: Abraham no debe desvelar que Dios lo ha llamado y le ha pedido, en el cara a cara de
una alianza absoluta, el sacrificio más alto. Este secreto lo conoce y lo comparte con Dios.
Segundo secreto, archi-secreto: la razón o el sentido de la petición sacrificial. A este respecto,
Abraham está obligado al secreto porque el secreto lo es también para él. Está obligado
entonces al secreto, no porque comparta, sino porque no comparte el secreto de Dios. El doble
secreto está imbuido así de una doble necesidad: porque Abraham no puede menos que
guardarlo, y porque, en el fondo, él mismo no lo conoce: sabe que lo hay, pero desconoce tanto
su sentido como las razones últimas que lo sustentan. Recurriendo a uno de sus frecuentes e
intraducibles juegos de palabras, Derrida lo expresa así: guardado por el secreto que él guarda,
Abraham ‘está obligado a mantener el secreto (il est tenu au secret) porque está incomunicado
(il est au secret)’. En su respuesta a Isaac, lejos de decir algo que no sea verdad, Abraham dice
algo que se verificará, pero él no lo sabe aún”.17
“Pienso en Abraham que guardó el secreto”, afirma Derrida, “no hablando ni a Sara, ni a
Isaac siquiera, de la orden que le había sido dada, cara a cara, por Dios. El sentido de esta
orden sigue siendo, para él mismo, secreto. Todo lo que sabe es que es una prueba. ¿Qué
prueba? Yo voy a proponer una lectura. En la forma a la vez ficticia y no ficticia que yo voy a
darle, ella pertenecería al ámbito de una muy extraña especie de evidencia o de certeza.
Tendría la claridad y la distinción de una experiencia secreta respecto a un secreto. ¿Qué
secreto? Helo aquí: unilateralmente asignada por Dios, la prueba impuesta en el monte Moriah
consistiría en probar, precisamente, si Abraham es capaz de guardar un secreto”.
Esta prueba del secreto pasa por el sacrificio de lo más amado, el amor más grande en el
mundo, lo único del amor mismo, lo único contra lo único, lo único para lo único. Porque el
secreto del secreto no consiste en esconder algo, en no revelar su verdad, sino en respetar la
absoluta singularidad, la separación infinita de lo que me vincula con o me expone a lo único, a
lo uno como lo otro, al Uno como el Otro.18
El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio, en el
sentido en que el sacrificio supone matar al único en lo que tiene de único, de irremplazable y
de más valioso. Se trata asimismo de la sustitución imposible, de lo insustituible, pero también
de la sustitución del hombre por el animal —y también, sobre todo, en esta misma sustitución
imposible, de lo que liga lo sagrado al sacrificio y el sacrificio al secreto.
El secreto es la clave. A partir de él, Derrida se sumerge en “una reflexión que vincula la
cuestión del secreto con la de la responsabilidad”.19
Es al guardar el secreto, cuando el Abraham de Derrida traiciona la ética. Su silencio, el
hecho de que no revele el secreto del sacrificio que le ha sido exigido, no está destinado a salvar
a Isaac.
En la medida en que no diciendo lo esencial, a saber, el secreto entre Dios y él, Abraham no
habla, asume esa responsabilidad que consiste en estar siempre solo y atrincherado en su
propia singularidad en el momento de la decisión. Lo mismo que nadie puede morir en mi lugar,
nadie puede tomar una decisión en mi lugar. Ahora bien, desde el momento en que se habla,
desde que se entra en el medio del lenguaje se pierde la singularidad. Se pierde por tanto la
posibilidad o el derecho de decidir. Toda decisión debería así, en el fondo, permanecer a la vez
solitaria, secreta y silenciosa.20
Derrida concibe la verdadera decisión, la auténtica responsabilidad, como un completo fresh
start, que no va precedido de planes y deliberaciones, que no se apoya en una plataforma
conceptual que lo despojaría de su núcleo de libertad y novedad: “Una decisión está siempre
más allá del cálculo”.21 Si hablar —como había dicho Kierkegaard— es expresar lo general, la
palabra nos arroja de inmediato en ese ámbito de índole conceptual, sustrayéndonos del campo
de lo singular, único en el que tiene lugar la decisión y cabida la responsabilidad.
Según Derrida, el caballero de la fe asume su responsabilidad dirigiéndose hacia la petición
absoluta del otro, más allá del saber. Él decide, pero su decisión absoluta no está guiada o
controlada por un saber. Tal es en efecto la condición paradójica de toda decisión: ésta no debe
deducirse de un saber del que sería solamente el efecto, la conclusión. Estructuralmente en
ruptura con el saber, y condenada por tanto a la no-manifestación, una decisión es, en suma,
siempre secreta. La decisión de Abraham es absolutamente responsable porque responde de sí
ante el otro absoluto. Paradójicamente es también irresponsable porque no está guiada ni por la
razón ni por una ética justificable ante los hombres o ante la ley de algún tribunal universal.22
Derrida no duda en calificar de extraño, paradójico y terrorífico el nexo que une lo que tanto
el sentido común como la razón filosófica han tenido siempre separados: la responsabilidad y el
silencio: “Contrato extraño, paradójico y terrorífico también, aquel que vincula la
responsabilidad infinita con el silencio y con el secreto”. Lo que la filosofía y el sentido común
comparten es la evidencia del vínculo existente entre la responsabilidad y el no-secreto, la
posibilidad, la necesidad incluso de dar cuenta, de justificar, de responder ante los otros.
Aquí, por el contrario, aparece, con la misma necesidad, que la responsabilidad absoluta de
mis actos, en tanto que debe ser la mía, completamente singular, puesto que nadie puede obrar
en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que, no hablándole a los otros, yo no rinda cuentas,
no responda de nada, y no responda nada a los otros o ante los otros. Escándalo y paradoja a la
vez. La exigencia ética se rige, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una
responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en adentrarse en el elemento de la generalidad
para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos.
Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en este abordaje del sacrificio? Que lejos de asegurar
la responsabilidad, la generalidad de la ética lleva a la irresponsabilidad. Ella insta a hablar, a
responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto.23
Aporías de la responsabilidad: siempre se corre el riesgo de no poder acceder, para formarlo,
a un concepto de la responsabilidad. Porque la responsabilidad exige por una parte la rendición
de cuentas, el responder-de-sí en general, de lo general y ante la generalidad: la sustitución; y,
por otra parte, la unicidad, la singularidad absoluta: la no-sustitución, la no-repetición, el
silencio y el secreto. Lo que se dice aquí de la responsabilidad vale también para la decisión. La
ética me arrastra a la sustitución, como lo hace la palabra. De ahí la insolencia de la paradoja:
para Abraham, según Kierkegaard, la ética es la tentación, a la que debe resistir. Abraham se
calla para desarmar la tentación moral que, bajo pretexto de llamarlo a la responsabilidad, a la
auto-justificación, le haría perder, junto con su singularidad, su responsabilidad última, su
responsabilidad absoluta, injustificable y secreta ante Dios. Ética como irresponsabilización,
contradicción insoluble y paradójica entre la responsabilidad en general y la responsabilidad
absoluta.24
Para intentar comprender lo que separa al filósofo danés del francés, podríamos decir que,
mientras que el horizonte de Kierkegaard abraza tanto la filosofía como la fe, privilegiando a
esta última, el horizonte de Derrida excluye esta trascendencia, no siendo otro que el que ha
venido dominando el panorama filosófico tras la declaración nietzscheana de la muerte de Dios.
Pero Derrida rechaza explícitamente esta noción de horizonte. Más fácil es señalar lo que lo une
a Kierkegaard, a saber, la crítica al racionalismo, la voluntad de superar a Hegel. Si
Kierkegaard ataca la ética racional y el ámbito general de los conceptos desde la atalaya de la
fe, Derrida lo hace desde uno de los puntos más fuertes de su pensamiento, a saber, su
comprensión de lo singular. No es la gran noción del deber absoluto cara a Dios la que pone en
jaque a la ética. Como es habitual en Derrida, es un concepto sin carrera filosófica, un concepto
que hasta ahora todos habían tomado por lateral, el que constituye el fulcro de su lectura de
Abraham. Me refiero al secreto. Por esto, Derrida, que no sólo quiere poner en entredicho a
Hegel, sino a la entera filosofía occidental, escribe: “El secreto es, en el fondo, tan intolerable
para la ética como para la filosofía o la dialéctica en general, de Platón a Hegel”.25
No estamos aquí ante una suspensión teleológica de lo ético, efectuada en razón de una
instancia más alta. Estamos ante un típico gesto derridiano, que, sin reconocer ni apelar a
instancias superiores, descubre, en el interior mismo de un concepto —en este caso el de
responsabilidad— la contradicción que intrínsecamente lo encenta y contamina —el secreto—.
Es así como el concepto de responsabilidad entraña de suyo —y ésta es la paradoja— la
irresponsabilidad. La responsabilidad que consiste, como su nombre indica, en ser capaz de
responder de los propios actos y dar cuenta de ellos, exige y entraña, según Derrida, la
irresponsabilidad: a saber, el no estar precedida ni sustentada por la conceptualidad y
generalidad que implica el rendir cuentas. La auténtica responsabilidad es irresponsable a la
manera de una decisión puramente singular y exenta, en la que el yo se empeña con
independencia de instancias externas a la decisión misma, y en primer lugar del concepto que la
despojaría de su índole única y singular, convirtiéndola en una mera repetición, en una
traducción siempre retrasada de una idea rectora precedente. En lugar de una suspensión
teleológica de lo ético, una encentadura que muerde y contamina, ab initio, la responsabilidad
con la irresponsabilidad.
La ética puede entonces estar destinada a irresponsabilizar —sostiene Derrida—. Haría falta
algunas veces rechazar la tentación que proviene de ella, es decir la propensión o la facilidad,
en nombre de una responsabilidad que no tiene que echar cuentas ni rendir cuentas al hombre,
al género humano, a la familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros. Una
responsabilidad así guarda su secreto, una responsabilidad así no puede ni debe presentarse.
Indómita y celosa, rechaza la auto-presentación ante la violencia que supone el pedir cuentas y
justificaciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía,
que es siempre auto-justificación, egodicea.26
En su lectura, Derrida cree encontrar en el enigma de Abraham el origen de la literatura, y
en la decisión sacrificial del Moriah, una vez secularizada, la esencia de toda decisión humana.
Intercambiando al Dios absoluto por cualquier absolutamente otro, Derrida concluye que, en
esta tierra de Moriah que es nuestro hábitat de todos los días y de cada segundo, el sacrificio de
Isaac ilustra la experiencia más cotidiana y más común de la responsabilidad. Sin duda la
historia es monstruosa, inaudita, apenas pensable: un padre dispuesto a dar muerte a su hijo
bienamado, a su amor irremplazable, y esto porque el Otro, el gran Otro se lo pide o se lo
ordena sin darle la menor razón para ello; un padre infanticida que oculta a su hijo y a los suyos
lo que va a hacer sin saber por qué. ¡Qué crimen abominable, qué espantoso misterio
(tremendum) a los ojos del amor, de la humanidad, de la familia, de la moral! ¿Pero no es acaso
también la cosa más común? ¿Lo que el más mínimo examen del concepto de responsabilidad
debe constatar sin falta?27
En la lectura derridiana, que pretende “asegurar al texto de Kierkegaard una fuerza
creciente”, Dios no es más que el nombre del otro, un nombre intercambiable por el de
cualquier otra alteridad singular. Llegados a este punto, resulta evidente que la argumentación
derridiana nos ha llevado tan lejos de Hegel como del propio Kierkegaard. El filósofo francés es
consciente de ello y admite que su lectura trastorna y desplaza un cierto aspecto del discurso
kierkegaardiano: la unicidad absoluta de Yahvé, que no tolera la analogía.28
No habiendo ya un Dios absoluto, sino una serie de otros finitos e intercambiables, y borrada
la sacralidad del sacrificio, la historia de Abraham se convierte, en manos de Derrida, en un
relato extraordinario que revela la estructura misma de lo cotidiano y que, en su paradoja,
enuncia la responsabilidad de cada instante para cualquier ser humano.29
En el desplazamiento operado por Derrida, Dios ha dejado de ser el absoluto, el sacrificio ha
dejado de ser sagrado, Abraham ha perdido lo que lo hacía único y extraordinario. Lo único
absoluto es ahora la responsabilidad, la decisión inédita que se quiere exenta no sólo de Dios y
de instancias heterónomas, sino de cualquier concepto, deliberación o proyecto. En síntesis y en
sus propias palabras, el sacrificio de Isaac expresa, para Derrida, “el alcance narrativo de la
paradoja que habita el concepto de deber o de responsabilidad absoluta”.30

BIBLIOGRAFÍA.
Derrida, J. Dar la muerte. Tr. Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Barcelona: Ediciones Paidós,
2000
Kierkegaard, S. Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Editora Nacional, 1981.
1 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Editora Nacional, 1981, p. 60 / SV1 III 61. (Sigo,
levemente modificada, la traducción de Vicente Simón Merchán).
2 Ibídem, p. 71 / SV1 III 69.
3 Ídem.
4 Ibídem, p. 98 / SV1 III 88.
5 En su caso asistimos a una suspensión teleológica de lo ético. La relación ética —amar al hijo— se convierte en algo relativo
frente a la relación absoluta con Dios.
6 Por esto, el auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro; ahí radica su profunda humanidad.
7 Ibídem, p. 66 / SV1 III 67.
8 Ibídem, p. 85 / SV1 III 80.
9 Ibídem, p. 146-147 / SV1 III 122-123.
10 Ibídem, p. 150-151 / SV1 III 124-125.
11 Jacques Derrida, Dar la muerte. Tr. Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Barcelona: Paidós, 2000, pp. 57, 58 y 60-61. (Sigo, con
modificaciones, la traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte).
12 S. Kierkegaard, Temor y temblor, p. 77 / SV1 III 73.
13 Ibídem, pp. 157, 163 y 197 / SV1 III 130, 134 y 159.
14 Ibídem, pp.149 y 155 / SV1 III 124 y 129.
15 Ibídem, pp. 196, 197-198 y 199 SV1 III 158, 159, 160 y 161.
16 Ibídem, pp. 200 y 204 / SV1 III 161 y 164.
17 J. Derrida. Dar la muerte, pp. 62 y 121.
18 Ibídem, p. 115 y 116.
19 Ibídem, p. 61.
20 Ibídem, p. 62-63.
21 Ibídem, p. 93.
22 Ibídem, p. 78.
23 Ibídem, p. 63.
24 Ibídem, p. 63-64. La responsabilidad absoluta no es la responsabilidad general. Ella ha de ser absolutamente y por
excelencia excepcional o extraordinaria: como si la responsabilidad absoluta no debiera ya depender de un concepto de
responsabilidad y debiera permanecer inconcebible, impensable incluso, para ser aquello que debe ser: irresponsable, por ser
absolutamente responsable.
25 Ibídem, p. 65.
26 Ibídem, p. 64.
27 Ibídem, p. 69-70. “El deber o la responsabilidad me vinculan con el otro, con el otro en cuanto que otro, y me vinculan en mi
singularidad absoluta con el otro en cuanto que otro. Dios es el nombre del otro absoluto en cuanto que otro y en tanto que
único. Desde el momento en que entro en relación con el otro absoluto, mi singularidad entra en relación con la suya bajo el
modo de la obligación y del deber. Soy responsable ante el otro en cuanto que otro, le respondo, y respondo ante él. Pero, por
supuesto, lo que me vincula así, en mi singularidad, con la singularidad absoluta del otro, me arroja inmediatamente al espacio
o al riesgo del sacrificio absoluto”.
28 Ibídem, p. 78 y 79.
29 Ibídem, p. 78-79.
30 Ibídem, p. 68.
EL SALTO KIERKEGAARDIANO A LA LA FE: EN TORNO A LA
OPOSICIÓN ENTRE UNIVERSALIDAD ÉTICA Y PARTICULARIDAD
TEOLÓGICA
Lucero González Suárez
UNIVERSIDAD DEL VALLE DE MÉXICO

INTRODUCCIÓN

D
e acuerdo con Heidegger, la existencia sólo se da comprendiendo. Habitar es adoptar
un modo peculiar de habérselas con las cosas y con los otros, que supone ya una
comprensión previa del mundo. Al desarrollarse, dicha comprensión da origen a
interpretaciones que, por un lado, provienen de la experiencia; mientras que por otro, la hacen
posible,1 por cuanto constituyen una estructura de supuestos dinámicos que orientan la vida
cotidiana. Pre-juicios que si bien bastan para las exigencias de la cotidianidad, no son
suficientes para ofrecer respuestas satisfactorias a la inquietud filosófica.
Nos percatemos o no de ello, siempre estamos en posesión de una comprensión específica del
sentido ontológico, deudora de la tradición cultural así como de los pre-juicios dominantes de
nuestra época. En tal sentido, el peligro máximo al que está expuesta la interpretación es la
aplicación irreflexiva de los pre-juicios que conforman el horizonte de comprensión.
La aproximación filosófica auténtica no reduce al ser a conceptos cuyo origen y formación no
han sido esclarecidos. El filósofo, está obligado a deconstruir sus creencias para acceder a las
experiencias originarias que mantienen en vilo su pensamiento. Tiene el deber de dilucidar las
mediaciones que operan en su comprensión del ser y de los entes.
En el caso de la experiencia místico-religiosa, la perspectiva que aún determina la
aproximación generalizada a dicho fenómeno, quizás no entre los estudiosos —al menos desde
el surgimiento de la fenomenología de la religión— pero sí en el ámbito de lo que se dice
cotidiana y regularmente, es la comprensión de la verdad de lo ente como certeza. Tan pronto
nos olvidamos de filosofar, recaemos en el prejuicio moderno según el cual algo puede ser
legítimamente tenido por verdadero siempre que se muestre con evidencia para el sujeto. Al
aplicarse a la comprensión de la experiencia místico-religiosa, la interpretación de la verdad
como certeza deriva en la desdivinización de aquello que se concibe como esencia y origen de la
misma, a saber, de Dios y de los dioses. Puesto que una divinidad a la que se concibe como
objeto; como contenido mental disponible, cuya verdad depende del juicio del entendimiento,
nada tiene de divino.
Desdivinización es el doble proceso de cristianizar la imagen del mundo, al colocar por una
parte como fundamento del mundo lo infinito, lo incondicionado, lo absoluto y, por otra,
transformando el cristianismo en una visión del mundo (la visión cristiana del mundo) y al
hacerla moderna de esta suerte. La desdivinización es el estado de la indecisión sobre Dios y
los dioses. Quien más ha contribuido a ella es el cristianismo. Mas la desdivinización excluye
tan poco la religiosidad, que más bien gracias a ella se ha transformado en vivencia religiosa
la relación con los dioses. Cuando se ha llegado a este punto, los dioses han huído.2
A pesar de la huida del Dios de la fe, la religiosidad permanece en pie. Lo más sorprendente,
en el peor de los sentidos, es que
este golpe no viene de los insensatos que no creen en Dios, sino de los creyentes y sus
teólogos, los cuales hablan del ente más ente de todos los entes sin que se les ocurra pensar
en el ser mismo, para comprender de este modo, por poco que se metan en la teología de la
fe, que este pensar y este hablar, vistos desde la misma fe, son blasfemia.3
Partiendo del reconocimiento de la importancia de deslindar al Dios de la fe del Dios de la
filosofía —al que Heidegger ha determinado como principio máximo de la onto-teo-logía— estas
páginas tienen por propósito plantear filosóficamente la pregunta por la esencia de la fe. A fin
de realizar lo anterior, a continuación presentaré en líneas generales la perspectiva moderna de
la fe, a la luz de la cual ésta no pasa de ser un estado disposicional. Posteriormente, definiré la
fe teologal y hablaré de ésta como una experiencia de encuentro personal con Dios. La
intención última es señalar algunos de los problemas derivados de la oposición entre
universalidad ética y particularidad teológica, señalada por Kierkegaard, en Temor y Temblor, a
fin de mostrar en qué sentido la verdad que entraña la fe no tiene nada que ver con la certeza.
Aclarado lo cual, procederé a argumentar en favor de la independencia absoluta entre el Dios
de la fe y el concepto metafísico “Dios”, al que Kant concibe como garantía del bien absoluto y
fundamento última de la ética.
El propósito último de esta meditación es delimitar la experiencia religiosa respecto del
pensar sobre Dios propio de la filosofía y de la teología, a fin de salvaguardar la divinidad del
Dios que se revela como amor-ágape en Cristo. La intención es comprender filosóficamente la fe
allí donde se ha expresado como modo de vida y no simplemente donde se ha pensado sobre su
razonabilidad y derecho.

1. PERSPECTIVAS MODERNAS SOBRE LA FE.


Desde la perspectiva epistemológica de la Modernidad, la fe se reduce a una actitud mental
que consiste en un libre asentimiento ante la verdad de algo, entendida esta última como
certeza. La fe se identifica con el “tener por verdadero” algo; con la convicción de que es
razonable darlo por supuesto. “Creer: el tener-por-verdadero. En este sentido mienta la
apropiación de lo “verdadero”, sea como fuere dado y asumible. En esta significación amplia:
consentimiento. El tener-por-verdadero se transformará cada vez según lo verdadero (y
plenamente y en primer lugar según la verdad y su esencia”.4 El “tener-por-verdadero” no
depende del ser del objeto en cuestión. Tanto la creencia de tipo científico como las creencias
que posibilitan nuestro andar cotidiano por el mundo y las creencias de tipo religioso, son
contenidos mentales, que se expresan en disposiciones subjetivas.
Entre las actitudes mentales que suponen cada una de las creencias referidas no hay más que
una diferencia superficial, por cuanto los “objetos” a los que apuntan son simples entes de
razón. La distinción profunda entre estos últimos sólo podría establecerse mediante la
referencia a un referente externo. Pero suponer lo anterior implicaría el retorno a la metafísica
realista, del todo ajena al espíritu de la modernidad. En cualquier caso, siempre que se defina a
la fe de este modo, será prudente afirmar que de la certeza de “x” no se sigue su existencia
plena, como objeto externo; que es ilegítimo deducir el ser de algo a partir de su concepto.
La verdad como certeza es un paradigma que no permite atribuir a la experiencia religiosa
más verdad que la de su realidad psicológica. Dicho criterio reduce a la fe a un mero estado
disposicional, esto es, a una cierta disposición a realizar ciertos actos, que incluso puede tener
por causa algún trastorno de la personalidad. Resulta demasiado simplista reducir un posible
modo de ser en el mundo a simple disposición. Aun aceptando lo anterior, se impone la
pregunta: ¿cuál es el origen de dicha disposición? Mas el solo planteamiento de ésta pone al
descubierto la necesidad que tiene el creyente de aclararse a sí mismo el fundamento de su fe.
Reducir la fe a un fenómeno psicológico abre el problema de cómo distinguir entre una
creencia auténtica y una espuria. Tomando como válida la interpretación de la verdad del ente
como certeza, ¿cómo se podría determinar la verdad de la experiencia religiosa? ¿Ocurriría
acaso que si una persona respetable dijera haber oído la voz de Dios, sería preciso dar crédito a
sus palabras; pero si lo dijera un individuo de dudosa honorabilidad, aquello que sostuviera
tendría que ser rechazado? ¿Bastaría atenderse al principio de que por sus obras se dan a
conocer quienes realmente tienen fe? La pregunta central es: ¿no resulta absurdo hacer
depender el acontecimiento de lo divino de un testimonio psicológico? ¿Qué nos obligaría,
además de nuestros prejuicios, a tener por verdadero algún testimonio de encuentro con Dios,
estando advertidos sobre la posibilidad de mentir? Contestar tales preguntas implicaría no sólo
hacer una crítica de la antropología reinante sino, sobre todo, reconstruir la crítica
heideggeriana a la historia de la esencia de la verdad, que el filósofo sintetiza como un tránsito
gradual de la verdad como aletheia a la verdad como valor, pasando por la verdad como
omoiosis, veritas, certitudo, objetividad y validez.5
La perspectiva moderna sobre la de fe señala un rumbo equivocado a la filosofía de la religión
por cuanto cierra el acceso a la experiencia de lo divino, en favor de un auto-análisis de los
estados mentales del sujeto. Es decir, que deja en el olvido la pregunta por el origen y sentido
último de la experiencia místico-religiosa, en vez de lo cual propone una problemática
aproximación psicológica que acaba por convertir a lo divino en una determinación subjetiva.
Con lo cual abre paso a la descripción psicologista de la vivencia religiosa, tan cercana a la
terapia como lejana de la mirada filosófica. Comprender el porqué de dicha afirmación es
relativamente sencillo: basta contestar a las preguntas: “¿Qué es la vivencia? ¿Hasta qué punto
[descansa] en la certeza del yo (trazada en determinada interpretación de la entidad y de la
verdad)? ¿Cómo el surgir de la vivencia promueve y consolida el modo antropológico de
pensar?”.6
La investigación del fenómeno místico-religioso a partir de la categoría de vivencia es una
equivocación, derivada del olvido del ser, toda vez que vivenciar es “referir al ente como re-
presentado a sí como referencia y así incluirlo en ‘la vida’ [...entonces] Sólo lo viven-ciado y
viven-ciable, de primera necesidad en el circuito del viven-ciar, lo que el hombre es capaz de
traerse y poner ante sí, puede regir como ‘siendo”.7 Cuando la religión y la mística se
convierten en vivencias, se ha confinado al olvido todo intento de elaborar una ontología de lo
divino y una antropología capaz de dar cuenta de la experiencia místico-religiosa. Lo único que
importan entonces es el “sujeto religioso”, prescindiendo del acontecer de lo divino.

2. EL FUNDAMENTO DE LA FE TEOLOGAL.
Tal como señala Gadamer, la mayor tarea a la que se enfrentaron los apologistas cristianos
consistió en dar cuenta del misterio de la Trinidad, a fin de justificar la divinidad de Cristo,
derivada de su identidad metafísica con Dios Padre. Dicha problemática teológica dio lugar a
una reflexión filosófica sobre el lenguaje. Fue así como, estableciendo una analogía entre el
pensar y hablar humanos, por un lado; y el Padre y el Hijo, por otro, se hizo posible comprender
cómo una misma realidad puede asumir dos formas, que en apariencia son radicalmente
distintas. Una de ellas material, sujeta al tiempo y finita; la otra inmaterial, a-temporal e
infinita.
Al ser aplicada a la vida ad intra de Dios, dicha comprensión sobre el ser del lenguaje permite
concluir, por analogía, que entre el Padre y Cristo no hay distinción metafísica alguna, toda vez
que el segundo es la palabra exterior del primero. Es decir, que Cristo es la voz histórica y
carnal, cuya existencia es lugar de manifestación del Padre, del que dan testimonio su vida y
muerte de cruz.
El segundo problema implicado en la afirmación de la identidad entre Dios y su Verbo era
probar que así como la palabra exterior no implica una disminución en el grado de ser respecto
de la interior; la manifestación externa de la sacralidad del Padre, es decir, Cristo como persona
de la Trinidad, no es sino la revelación histórica de la divinidad del Padre. Problemática a la que
la tradición hizo frente echando mano de la doctrina neoplatónica de la emanación. Así, usando
la metáfora del manantial, pudo afirmar que así como éste da origen a nuevas existencias
derramándose, por un exceso de realidad; Cristo es la palabra exterior del Padre que, destinada
desde la eternidad a los hombres, se ofrece a ellos como manifestación esencial de Aquél, en la
que se contiene todo su ser y atributos. De suerte que así como el agua que brota del manantial
es de la misma naturaleza que aquella que yace en su fondo; Cristo comparte la naturaleza del
Padre.
Conforme a su naturaleza humana, la vida y muerte de Jesús es camino hacia el Padre, con
quien comparte una misma esencia. Pero en su calidad de Verbo encarnado, Cristo Crucificado y
resucitado es la verdad del Padre es su revelación para y por los hombres; es la vida eterna.
Como sujeto histórico, como hombre, Cristo es el aquí, el claro abierto de la revelación del
Padre; pero como Dios es la realidad misma de lo divino que se auto-revela. Por lo cual afirma
Jesús: “Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí”
(Jn. 8: 18).
Antes de la venida de Cristo al mundo, en éste se hallaba ya impreso el rastro de perfección y
belleza del Creador, evidentes para la visión y el conocimiento natural. “Porque lo invisible de
Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder
eterno y su divinidad” (Rom. 1, 20). Pero con la encarnación del Verbo acaece la revelación de
Dios que, como palabra destinada, sale al encuentro de los hombres para invitarlos a vivir el
amor-ágape que se manifestó en la cruz. Porque Cristo es “la sabiduría divina o Logos [cuyo
conocimiento sobrenatural por fe] entraña la experiencia de la misma, o sea, la contemplación
infusa”.8 Cristo es la palabra encarnada que manifiesta la esencia escondida del Padre. “Puesto
que la luz (intelectual) o la iluminación y la vida (intelectual) son una y la misma en Dios,
entonces cuando uno acepta […] recibir la iluminación, recibe a la vez la vida y conocimiento
divinos”.9
La iluminación en que consiste la presencia por gracia de Dios en el alma radica en una
participación en su vida divina. Al “aceptar la iluminación [en Cristo], uno acepta el
conocimiento experimental que Dios tiene de sí mismo, con que el Logos como luz se
identifica”.10 Recibir la iluminación divina es participar del auto-conocimiento divino, aún
cuando ello ocurra necesariamente en un grado inferior de perfección, que se explica por la
enorme diferencia que hay entre lo Absoluto y su creación.
Si por Cristo devenimos hijos de Dios, “también herederos; herederos de Dios y coherederos
con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos
glorificados” (Ro. 8:17). Ser hijo de Dios implica: 1) ser asimilado a Dios mediante la infusión de
la gracia; 2) responder al llamado amoroso de Dios, que invita al hombre a la imitación de
Cristo a través del ejercicio de obras perfectas; 3) participar de su gloria.

3. LA EXPERIENCIA DE LA FE TEOLOGAL SOBRENATURAL.


Las operaciones de las potencias humanas son finitas y naturales; mientras que Dios es infinito
y sobrenatural. A fin de ser adecuado a su objeto, el conocimiento de Dios debe ser
proporcionado a su ser. Sin embargo, el hombre posee únicamente medios naturales para
conocer a Dios, que por lo mismo no guardan proporción con su ser sobrenatural y absoluto.
...las criaturas, ahora terrenas, ahora celestiales, y todas las noticias e imágenes distintas,
naturales y sobrenaturales, que pueden caer en las potencias del alma, por altas que sean
ellas en esta vida, ninguna comparación ni proporción tienen con el ser de Dios, por cuanto
Dios no cae debajo de género y especie, y ellas sí, como dicen los teólogos, y el alma en esta
vida no es capaz de recibir clara y distintamente sino lo que cae debajo de género y
especie.11
Dado que sentido, imaginación y entendimiento son los únicos medios naturales de que el
hombre dispone para conocer algo, cabe inquirir sobre la posibilidad de acceder a la
comprensión indirecta del Creador, usando como recurso la analogía, para obtener alguna
noticia de éste a partir de la creación. No obstante,
entre todas las criaturas superiores ni inferiores, ninguna hay que próximamente junte con
Dios ni tenga semejanza con su ser, porque, aunque es verdad que todas ellas tienen […]
cierta relación a Dios y rastro de Dios […] de Dios a ellas ningún respecto hay ni semejanza
esencial […] Y por eso es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las
criaturas.12
La analogía no es una vía adecuada para conocer a Dios. Al hombre, “ninguna noticia ni
aprehensión sobrenatural […] le puede servir de medio próximo para la alta unión de amor con
Dios”.13 Dichas aprehensiones se colocan “debajo de algunas maneras y modos limitados, y la
Sabiduría de Dios, en que se ha de unir el entendimiento, ningún modo ni manera tiene ni cae
debajo de algún límite ni inteligencia distinta y particularmente”.14
El ser sobrenatural de Dios es inaccesible para el conocimiento natural del que es capaz el
entendimiento. De acuerdo con San Juan de la Cruz, para ser apropiado, el conocimiento debe
ser proporcionado al objeto que se pretende conocer. El único medio proporcionado al ser
sobrenatural de Dios es el don sobrenatural de la fe, que Dios infunde en el hombre por gracia,
en contemplación. Dicho de otro modo, “sólo en la fe se abre el individuo verdaderamente a la
infinitud”.15
La fe teologal es un hábito sobrenatural que confiere al hombre la capacidad para acoger la
revelación de la esencia divina. Tanto por su esencia como por su objeto (Dios mismo) la fe es
un conocimiento oscuro. En cuanto a lo primero porque a través suyo acontece la mostración
esencial de sus atributos, limpios de errores y formas naturales. Por lo que hace a lo segundo,
Dios mismo es tiniebla para nuestro entendimiento; “luz verdadera que alumbra a todo hombre”
(Jn. 1:9) que, en virtud de su excesiva brillantez, al exceder y suspender todas sus potencias,
priva al alma humana de su visión natural, dajándola a oscuras respecto del ejercicio del
entendimiento, aunque con la voluntad inflamada por el amor-ágape de Dios.
La fe sobrenatural es un hábito infuso por Dios en el alma por el que se comprende de
manera intuitiva, de golpe y sin mediación reflexiva, la esencia amorosa de Aquél. Es por ello
que San Juan de la Cruz sostiene que la fe es ciencia amorosa para dar a entender que es una
operación por la que el alma accede a la verdad sobrenatural de Dios y que, por ser muy
sencilla, es poco distinta, confusa y oscura.
La fe es un don divino; un efecto de la gracia y no un producto del esfuerzo personal del
hombre. El hombre puede disponerse favorablemente para que Dios infunda en él la fe teologal,
a partir de los ejercicios propios de la vida activa, que se distingue por la meditación. Pero no
puede suscitar ni forzar la infusión del hábito sobrenatural de la fe. No hay obra humana que
merezca la unión con Dios. La justificación y salvación son obras de la gracia.

4. UNIVERSALIDAD ÉTICA Y PARTICULARIDAD TEOLÓGICA.


Una de las dificultades que plantea la comprensión de la fe es el hecho de que el hombre de fe
sólo es tal en la medida en que se sitúa como particular ante Dios. Entre el creyente y Dios no
hay mediación alguna. La fe es una relación absoluta. La relación instaurada por la fe no se da
entre Dios y el género, a no ser de modo incidental; sino entre Aquél y el particular. Por la fe, el
particular determina su relación moral con los demás hombres a partir de su relación con Dios.
Para Kierkegaard, la paradoja de la fe radica en que el particular está por encima de la
universalidad de lo ético; lo íntimo es superior a lo exterior. Lo que deriva en la relativización de
la ética. Conclusión ante la cual se levantan las voces de reclamo de la Modernidad para
recordar que los individuos “son agentes morales que pueden y deben ser juzgados desde
parámetros generales”.16
Por su dimensión ética, el individuo está obligado a “despojarse de su interioridad para
expresarla en algo exterior”.17 Pero el particular que si sitúa frente a Dios está obligado a
centrar su vida en la interioridad. La relación con Dios tiene lugar en lo íntimo porque la
respuesta al acontecer y manifestación de lo divino sólo puede realizarse a solas y en silencio.
Dios llama a cada uno por su nombre y sólo cuando cada uno ha respondido, puede surgir la
comunidad; el cuerpo místico de Cristo.
La función que cada hombre desempeña en el cuerpo de Cristo no es algo que pueda
deducirse de su esencia natural, sino que deriva del ministerio que le ha sido asignado por la
cabeza (Ef. 4, 11; Rom. 12, 3), que lo sitúa en un puesto determinado [...] Esto quiere decir
que yo he de contemplar a mi prójimo exclusivamente a partir de su ser-definido (Bestimmt-
sein) a través de Cristo. En efecto, es la gracia y la misión de Cristo lo que le confiere su ser-
para-Dios, con el que ha de identificarse su ser-para-mí.18
Por otro lado, en la medida en que la fe no es una actitud resultante del ejercicio de la razón
natural sino conocimiento sobrenatural del amor-ágape que Dios es, de ello se sigue su
independencia respecto de la razón natural o, para usar la terminología kantiana, tanto del
entendimiento como de la razón. Por cuanto no hay proporción alguna entre el ser sobrenatural
de Dios y la razón natural del hombre, de ello se sigue que la fe es conocimiento oscuro tanto
por su esencia como por su objeto. Buscar la presencia divina por fe reclama como condición de
posibilidad superar la tentación de hacer a Dios una entidad capaz de ser aprehendida
racionalmente. Dejar a Dios ser Dios supone reconocer su carácter incomprensible.
A fin de destacar el carácter absurdo de la fe, San Pablo ha dicho: “mientras los judíos piden
signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo
para los judíos, locura para los gentiles” (1 Co. 1, 22). Kierkegaard, por su parte, ha hablado de
la fe como un salto que el hombre realiza dejando a un lado la seducción del logos en favor de
una confianza ciega en el absurdo, a fin de transponer el umbral de lo sagrado y descubrir la
presencia divina, del todo ajena a sus facultades naturales. Cuando esto tiene lugar, el individuo
queda atrapado en el silencio de la adoración: permanece inmerso en la experiencia unitiva de
lo divino, a solas y en silencio, sin comprender racionalmente la realidad que lo supera. Y sin
embargo, sabe que al dar el salto y resbalar por el abismo de la renuncia absoluta, podrá
comprende oscuramente, por fe, una verdad que está más allá de toda razón. Y que la decisión
misma de dar el salto a la fe, es angustiosa por cuanto pone al particular ante la evidencia de su
ser libre. Puesto que la angustia, como ha señalado Kiekegaard, es el vértigo de la libertad. La
tensión fundamental [de la angustia] remite siempre al trasfondo conflictual del individuo, de
realizar su libertad”.19
Al reflexionar sobre la fe descrita por San Pablo, Kierkegaard señala que lo propio del
<<caballero de la fe>> es tener el arrojo para renunciar a sus pequeñas certezas. Dicha
renuncia no entraña un olvido de sí en las oscuridades de la ignorancia absoluta (más cercana a
la idiotez que a la inocencia) puesto que “el movimiento de la fe se debe hacer constantemente
en virtud de lo absurdo, aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud”.20 El
<<caballero de la fe>> es tal porque a fin de unirse a Dios está dispuesto a contender con Él y
consigo mismo conservando su particularidad. Pues “Las naturalezas profundas nunca se
olvidan de sí mismas y nunca se convierten en algo diferente de lo que siempre fueron”.21
El movimiento de la fe es absolutamente contrario al de la ética porque las esferas en las que
ambos ocurren (trascendencia e inmanencia) obligan a finalidades radicalmente distintas: la
afirmación y la cancelación de la individualidad. Sin embargo, puesto que el hombre religioso es
a la vez un sujeto moral, la contradicción entre ambas dimensiones de su ser condena al
<<caballero de la fe>> a la total incomprensión; al silencio y a la soledad de quien, tiene que
elegir entre ser hombre o ser hijo de Dios. En virtud de su fe se dice de Abraham que habla en
lenguas cuando, ante la pregunta de Isaac acerca del lugar donde se encuentra la víctima del
sacrificio, el primero contesta: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto” (Gn. 22: 8).
el que habla en leguas no habla a los hombres, sino a Dios; pues nadie le entiende, aunque
por el espíritu habla misterios. Pero si yo ignoro el valor de las palabras, seré como
extranjero para el que habla, y el que habla será extranjero para mí (1ª Co. 14: 2; 11).
Para Kierkegaard, entre religión y moral media una oposición fundamental, que obliga al
individuo a decidir entre lo uno o lo otro; entre Dios o los otros. Por su parte, preocupado ante
todo por la realización del hombre en el plano moral, Kant sostiene que ante la imposibilidad de
justificar su derecho a existir con base en demostraciones racionales de la existencia de un Dios
personal, la religión debe subordinarse a la ética.
Para Kant, no es válido postular a un Dios personal como “parámetro absoluto” apelando al
cual cabe deducir imperativos morales. Por el contrario, la validez universal de los imperativos y
las máximas éticas es la que determina la legitimidad de la representación de Dios, que postula
la religión. La consecuencia inevitable de la revolución copernicana, llevada a cabo por la
filosofía kantiana, es que ya no es Dios quien otorga al hombre el reconocimiento de su
existencia, sino el sujeto epistémico quien decide sobre la realidad o ficción de Dios, tomando a
la razón como piedra de toque de la verdad moral y, en consecuencia, de lo que Kant llama “la
religión dentro de los límites de la mera razón”.
Para el filósofo alemán, “La Religión dentro de los Límites de la Pura Razón, que no necesita
[…] conocer el concepto de la revelación, se reduce esencialmente por su contenido a la moral
pura”.22 Es por ello que sostiene:
Nadie puede estar seguro de la autenticidad de una revelación —por más extraño que
pudiera parecer su origen— y menos aún, cuanto ésta contradice la ley moral. La moral es
una condición, no suficiente pero sí necesaria para aceptar algo como divino; una orden que
contradiga al deber no puede provenir de Dios.23
La única manera de afirmar la autonomía de la voluntad moral humana es cancelar la
relación absoluta entre Dios y el hombre que supone la fe. No se puede afirmar a la vez la
trascendencia de Dios y la autonomía moral del hombre. Es por eso que a fin de consolidar la
segunda, la Ilustración niega al Dios de la revelación y propone en su lugar un Dios-principio y
fundamento de la moralidad. Para Kant, “el contenido del deber aparece resumido aquí en la
idea de un ser supremo, considerado como el autor de la ley moral”.24
Para Kant, la religión racional se funda en la moral y no en la fe. El argumento que ofrece
para sostener lo anterior es que la religión no puede basarse en el conocimiento especulativo ni
en la revelación. En el primer caso, porque sobrepasa los límites del entendimiento; en el
segundo, porque además de ser un conocimiento de orden sobrenatural, la verdad de la
revelación no puede aceptarse sin más, sin reparar en las consecuencias éticas que de ella se
desprenden. El parámetro para decidir sobre la verdad de la religión es la moral: sólo aquella
religión que sea acorde a las máximas morales que protegen la dignidad humana, tiene derecho
a existir. Lo cual significa que es éticamente necesaria, en la medida en que aporta el
fundamento para la realización del bien moral. La fe racional es
una actitud que cabe adoptar frente a un objeto cuya realidad no puede ser demostrada ni
refutada mediante la especulación y que se postula en aras el interés moral. Dicha actitud es
racional en la medida en que se adopta para satisfacer una necesidad de la razón práctica —
en este caso, la posibilidad del bien supremo.25
La moral conduce a la necesidad de creer en la existencia de Dios como autor sabio y bueno
del mundo, garantía del bien supremo. El Dios postulado por Kant no pasa de ser un principio
que satisface la necesidad moral de garantizar la concordancia entre el reino de la naturaleza y
el de la libertad: Dios es el autor de las leyes naturales y morales, que asegura su congruencia,
y por ende, la posibilidad de que la felicidad sea el resultado de la virtud moral. La fe racional
surge de la combinación de la imposibilidad de tener certeza sobre la existencia de Dios y la
convicción de que “la ley moral exige el bien supremo, éste tiene que ser posible junto con sus
condiciones de posibilidad (Dios)”.26

5. CONCLUSIÓN.
En contra de la perspectiva moderna de la fe, aún hoy dominante en la interpretación
cotidiana y regular de ésta, la fe no es una disposición transitoria sino un modo de ser en el
mundo. Una forma de habitar el mundo compartido con los otros, cuyo sentido está
determinado por el encuentro con lo divino (con Dios y con los dioses). Encuentro que tiene
lugar cuando el hombre transpone el umbral de lo sagrado. La palabra “sagrado” no designa:
al término de la actitud religiosa, ni a los elementos subjetivos que ésta comporta, ni a
ninguno de los objetos en los que se apoya. Lo sagrado designa [...] el ámbito en el que se
inscriben todos los elementos que componen el hecho religioso, el campo significativo al que
pertenecen todos ellos [...] el orden peculiar de realidad en que se inscriben aquellos
elementos: Dios, hombre, actos, objetos, que constituyen las múltiples manifestaciones del
hecho religioso.27
Allende lo sagrado, no hay horizonte donde lo divino pueda mostrarse. Lo sagrado no es una
realidad óntica objetiva ni subjetiva. Es la dimensión del ser donde se consuma la manifestación
de lo divino en cada época histórica.
Lo divino no es una entidad; es un acontecimiento que se esencia como donación y apertura
de un sentido liberador. Mucho menos es una presencia entitativa permanente o eterna.
Tampoco es “esto” ni “no-esto”, porque no es una entidad a la que quepa comprender positiva ni
negativamente, sino el acaecer gratuito de la salvación. De suyo inaccesible e infranqueable, lo
divino hace donación de sí y se revela como presencia inobjetiva de orden trascendente
(Velasco).
El objeto realmente misterioso es inaprehensible e incomprensible, no sólo por que mi
conocimiento tiene respecto a él límites infranqueables, sino además por que tropiezo con
algo absolutamente heterogéneo, que por su género y su esencia es inconmensurable con mi
esencia.28
La presencia fenoménica de lo divino, que irrumpe en el ámbito de lo sagrado, engendra la
religión. Entiendo por religión un modo de estar en el mundo; una relación con el ámbito de
sentido de lo sagrado, adoptado libremente, que entraña una forma específica de pensar, decir y
habitar, orientada intencionalmente a propiciar el contacto entre el existente y lo divino, gracias
a un sistema de mediaciones (hierofanías y misteriofanías) establecido socialmente.
La fe es una respuesta a la invocación proveniente de lo divino, por la que el existente busca
obtener no el perdón de alguna falta ni la liberación de algún castigo, sino la salvación. No es
una inclinación práctica a comportarse de un modo determinado bajo ciertas circunstancias
sino un compromiso de vida que resulta de un encuentro vital con lo divino.
Al encuentro racional con el Dios de la onto-teo-logía conduce la razón que va de la
consideración de los efectos a la Causa; de lo fundamentado al fundamento. Al Dios enamorado
que se deja crucificar no hay vía racional que conduzca. Para la razón, Cristo Crucificado es
locura. Y la fe, como ha señalado Kierkegaard, es un salto al absurdo que el hombre sólo puede
realizar como particular; asumiendo con valentía su ser ante Dios. Movimiento que al realizarse
en el ámbito de lo sagrado, supone que ante la disyuntiva de ser un hombre y ser un hijo de
Dios, el particular ha elegido lo segundo. Pero que al hacerlo, se ha exiliado a sí mismo de toda
racionalidad moral —en el sentido que este término tiene en Kant— toda vez que la totalidad de
sus actos como hijo de Dios son irracionales desde la perspectiva ética. “Para Kierkegaard, el
gran descubrimiento luterano es que la relación con Dios por medio de la fe no es racional sino
irracional, personal, espiritual, con dos momentos irreconciliables para la razón: la conciencia
de ser simultáneamente pecador y justificado”.29

BIBLIOGRAFÍA.
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San Juan de la Cruz. “Subida del Monte Carmelo” en Obras Completas. Madrid: Biblioteca de
Autores Cristianos, 1994.
1 Fenomenológicamente, se denomina “experiencia” a la intuición de algo. La intuición, en general, es el contacto cognoscitivo,
o directo o proporcionado por algún signo icónico, con cualquier objeto. La intuición se opone, por ejemplo, a la mera mención
lingüística, que se refiere a la misma entidad sin otra prenda de ella que su nombre y el sentido, quizá muy indeterminado, de
este nombre. (M. García-Baró, “Más yo que yo mismo. Un ensayo sobre los fundamentos de la filosofía de la mística”, en La
experiencia mística. Estudio interdisciplinario, J. M. Velasco (ed.). Madrid: Trotta- Ayuntamiento de Ávila, 2004, p. 286). Se
llama experiencias a “las intuiciones de lo real, y precisamente cuando no están mediadas por una imagen de su objeto. Las
experiencias son, por tanto, juicios de existencia sancionados en y por la presencia de la cosa experimentada, respaldados por
esta presencia directa” (Idem). El concepto fenomenológico “experiencia” nombra la síntesis, realizada por la conciencia, de
aquello que le sale al encuentro o se le aparece. Síntesis que al ser retenida por la memoria permite al individuo el recuerdo de
la vivencia en cuestión. “Experiencia” nombra el saber que, a resultas del encuentro directo con alguna realidad, se agrega al
entramado de sentido constituido por los saberes previos del existente, y modifica el horizonte de comprensión de sus vivencias
pasadas, presentes y futuras. La experiencia es origen de diversos hábitos de comprensión e interpretación de los fenómenos,
que engendra un peculiar modo de habérselas con los otros, consigo mismo y con los entes que no tienen la forma de ser del
existente. En las páginas que siguen he preferido hablar de “proceso místico” en vez de “experiencia mística” por considerar
que la segunda denominación induce al error de pensar que el contacto entre el existente y lo divino es más un suceso aislado
que un proyecto o un camino de vida que atraviesa por fases diversas (v.g., purgativa, iluminativa y unitiva). Proceso que, en el
caso de la mística cristiana, tienen por causa y origen la preeminencia del amor divino y por término la deificación.
2 Martin Heidegger, ”La época de la imagen del mundo”, en Sendas perdidas. Tr. Jośe Rovira Armengol. Buenos Aires: Losada,
1960, p. 68.
3 Martin Heidegger, “la frase de Nietzsche Dios ha muerto”, en Caminos de bosque. Tr. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid:
Alianza Editorial, 2001, pp. 216-217.
4 Martin Heidegger, Aportes a la filosofía. Acerca del evento. Tr. Dina V. Picotti. Buenos Aires: Editorial Biblos, 2006, p. 295.
5 Ibídem, p. 270.
6 Ibídem, p. 117.
7 Ibídem, p. 115.
8 José Ferraro, Misticismo y compromiso en el Evangelio de San Juan (vol I). México: UAM-I/ Edamex, 1997, p. 51.
9 Ibídem, p. 24.
10 Ibídem, p. 22.
11 San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, libro III, capítulo 12, párrafo 1. En adelante citaré esta obra mediante la
sigla S, precedida del número correspondiente al libro, seguida por los números de capítulo y párrafo.
12 2S 8, 3.
13 2S 8, 5.
14 2S 16, 7.
15 Rollán Rollán, M., “De la fe angustiada a las ansias de amor: Søren Kierkeggard y San Juan de la Cruz”, en: Steggink, O.
(coord.), San Juan de la Cruz, Espíritu de la llama. Estudios con ocasión del cuarto centenario de su muerte (1591-1991), Vacare
Deo-X Studies in Spirituality Supplemente I, Institutum Carmelitanum. Roma, 1991, pp. 866-867.
16 Isabel Cabrera, El lado oscuro de Dios, México: UNAM, 1998, p. 33.
17 Ídem.
18 Balthasar, H. & Giussani L, El compromiso del cristiano en el mundo. Tr. E. Saura. Madrid: Encuentro, 1978, p. 57.
19 Rollán Rollán, M., “De la fe angustiada a las ansias de amor: Søren Kierkeggard y San Juan de la Cruz”, en: Steggink, O.
(coord.), San Juan de la Cruz, Espíritu de la llama. Estudios con ocasión del cuarto centenario de su muerte (1591-1991), op.
cit., p. 866.
20 S. Kierkegaard, Temor y Temblor. México: Fontamara, 1999, p. 99/ SV1 III 88.
21 Ibídem, p. 107 / SV1 III 94.
22 E.Cassirer, Kant. Vida y doctrina. México: Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 444.
23 I. Kant, Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza Editorial, 1991, p. 36.
24 I. Cabrera, El lado oscuro de Dios, p. 44.
25 F. Rivero, “La fe religiosa puede ser racional”, en La religión a través de sus críticos, Isabel Cabrera y Carmen Silva
(comps.). México: UNAM / Instituto de Investigaciones Filosóficas, 2011, p. 99.
26 Ídem.
27 Martin, Heidegger, El camino al habla. Tr. Yves Zimmermann. Barcelona: Ediciones del Serbal, 1990, pp. 87-88.
28 Rudolf, Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Madrid: Alianza Editorial, 2007, p. 41.
29 Luis Guerrero, “Fe luterana y fe católica en el pensamiento de Kierkegaard”, Scripta Theologica, España: Universidad de
Navarra, No. 23, (1991/3) 985.
LOS IMAGINARIOS COLECTIVOS Y SUS REPERCUSIONES ÉTICAS.
KIERKEGAARD Y THE HUNT
María Carranza Pando
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Sólo aquel que esencialmente sabe callar, puede esencialmente hablar, sólo aquel que esencialmente sabe
callar, puede esencialmente actuar. El silencio es interioridad.

El individuo ya no pertenece a Dios, ni a sí mismo, ni a su amada, ni a su arte, ni a su ciencia; no, tal como un
peón pertenece a una hacienda, así el individuo sabe que está perteneciendo a una abstracción, en la que la
reflexión lo subordina.
Kierkegaard.

C
onsidero que hay pocos pensadores que han sido capaces de cargar su obra con un
lenguaje tan dramático, iluminador e imponente en el intento de mostrar a la
humanidad (y seguramente a ellos mismos) las contradicciones y dificultades de la
naturaleza humana tal y como Søren Kierkegaard lo hizo. Con una intensidad dialéctica que
estalla en el núcleo de nuestra individualidad, las palabras de Kierkegaard hacen un eco
indudable en el camino del ser al tratar de encontrar su verdadero yo.
Por lo anterior, considero las propuestas del filósofo danés reveladoras si se les vincula con el
cine, especialmente si su objetivo es demostrar la angustia que vive el individuo no sólo ante sí
mismo sino enfrentado a un orden social. La enorme cantidad, tanto de obra filosófica de
Kierkegaard como de películas que se podrían usar como escenarios posibles, resulta infinita,
por lo que me concentraré en Temor y Temblor como base conceptual y utilizaré una película
del director danés Thomas Vinterberg titulada The Hunt como referente cinematográfico. A su
vez, el filósofo francés Jacques Derrida en su obra de 1999 Dar la muerte, replantea la ética de
la sociedad contemporánea y centra el problema en lo que ésta manifiesta y oculta, tomando
como punto de partida la interpretación de la historia de Abraham en Temor y Temblor. Las
posturas de Kierkegaard y Derrida me permiten dar una tercera vuelta al problema usando The
Hunt como un escenario posible en donde aparecen imaginarios colectivos basados en un
referente no real.

1. EL SILENCIO EN KIERKEGAARD.
Temor y Temblor1 es una obra filosófica publicada en 1843 por Søren Kierkegaard bajo el
pseudónimo Johannes de Silentio. El libro trata la historia de Abraham y el sacrificio que éste
hace de su hijo Isaac por orden divina. En el caso particular de Abraham, éste representa lo que
Kierkegaard denominaría como “el caballero de la fe”, el cual radicaliza sus acciones,
renunciando al objeto que más ama y suprimiendo cualquier base ética bajo una creencia de lo
absurdo. El autor se interesa por la angustia generada en un individuo ante las decisiones que
implica llevar una vida religiosa y/o ética,2 por lo que la segunda parte de la obra contiene la
“Problemata” en donde se plantean tres problemas filosóficos que surgen a partir de la historia
de Abraham. Es el Problema III3 el que me interesa para poder comprender el silencio de
Abraham ante Sara, y sus hijos Isaac y Eleazar.
Para Kierkegaard,
Lo moral es, como tal, lo general, y bajo este último título, aun lo manifiesto. Definido como
ser inmediatamente sensible y psíquico, el Individuo es el ser oculto. Su tarea moral consiste
entonces en revelar su secreto para manifestarse en lo general. Cada vez que quiere
permanecer en lo oculto comete un pecado y entra en una crisis de la cual puede salir sino
manifestándose.4
Es así que se nos adentra en la noción de lo oculto y lo manifiesto como las únicas
herramientas que tiene el individuo para expresarse. El ejemplo de la tragedia griega se vuelve
un recurso común para el autor, ya que en ésta lo oculto se hace presente en la acción heroica,
la cual existe en base a un destino predeterminado. A pesar de que la voluntad del héroe es
necesaria para toda acción, el motor de este se basa plenamente en los límites que el destino le
delinea. Edipo asesina a su padre pero es hasta después del acto que se entera del parricidio.
La tragedia representaría lo ciego, lo vendado. Toda acción estaría supeditada al respeto y
temor que el héroe tiene por su propio destino, lo que lo llevaría a actuar de una manera
impulsiva e irreflexiva. En el Problema III el autor supone como impertinente cualquier
consideración verosímil de la tragedia griega en la época moderna, ya que el destino dejo de
tener primacía y ahora el héroe aparecería como el único culpable de todo aquello que oculta y,
si es el caso, manifiesta.
Es aquí cuando la voluntad emerge limitada siempre por la ética, la cual no se basa en la
experiencia sino en meras categorías. El héroe carga con el peso ético de sus deseos
relacionados con una virtud moral impuesta por el destino, él mismo y la sociedad.
Pensando en una tragedia de Eurípides titulada Ifigenia en Aúlide (409 a.C.), el silencio del
héroe trágico se vuelve evidente, ya que,
Agamenón debe sacrificar a su hija. Lo estético exige de él que calle, porque sería indigno de
un héroe buscar consuelo en otro; en consideración a las mujeres todavía debe ocultarles su
designio durante todo el tiempo posible. Por otra parte, para merecer su nombre, el héroe
trágico debe pasar también por la terrible crisis en que lo pondrán las lágrimas de
Clitemnestra y de Ifigenia. ¿Qué hace lo estético? Ofrece un expediente haciendo intervenir a
un viejo servidor que revela todo a Clitemnestra.5
El héroe, al ocultar y mantenerse en silencio, honra a la estética y renuncia a su capacidad de
ser el principal factor de cambio para sí mismo. Es así como un tercero es quien revela la
fatalidad. Por su parte, la ética no se ayuda de un tercero, ésta, en cambio, pide lo manifiesto, la
denuncia individual y, si ésta no aparece, reclama un castigo. La ética ganaría la victoria si el
héroe tomara en sus manos el poder de decidir y le dijera a Ifigenia su destino pero esto no está
en su naturaleza y decide callar.
De una u otra manera, el silencio se presenta como una paradoja ya que caracteriza la divina
comunión con todo gran hombre a su vez que significa lo demoníaco. Kierkegaard utiliza, como
ejemplo del individuo que intenta salvar lo universal por medio de su ocultamiento, la historia
de Fausto, el cual duda de todo. Se percata que la felicidad de todos es una irreflexiva, por lo
que se posiciona por encima siendo él quien si tiene capacidad de reflexión. A pesar de esto,
Fausto tiene una naturaleza simpática que ama la existencia, haciéndole entender que si habla
espantará a todo hombre, lo que lo lleva a permanecer en silencio y guardar su duda en el alma,
convirtiéndose así en una figura de sacrificio en pos de lo universal. Margarita se aparece, en
toda su inocencia, ante un Fausto que prefiere guardar, su duda y su amor por ella, en las
profundidades más recónditas de su ser. La ética lo señala, lo acusa, le exige que no tenga
piedad sobre ella y se manifieste. Fausto, callando, actúa de manera magnánima pero será
tentado eternamente por la ética, la cual le susurrará al oído confundiéndolo sobre si fue su
orgullo quien decidió callar o fue él mismo. Por otro lado, si el individuo, en este caso Fausto
representando lo particular, se relacionara de manera absoluta con el absoluto, se le permitiría
callar y ocultar. Su duda cesaría pero la posibilidad de que aparezca otra siempre estará
persiguiéndolo. De esta manera Kierkegaard nos va delineando, por medio de distintas
leyendas, escenarios posibles en donde el individuo decide mantenerse oculto referido ante un
absoluto.
Abraham, siendo el protagonista de Temor y Temblor, no habla y se oculta ante Sarah y sus
hijos Isaac y Eleazar. Por un lado la estética aplaude el silencio si éste tiene como objetivo
salvar la vida de otro, es decir, que yo me sacrifique pero que nunca sacrifique a alguien más
para mi beneficio, mientras que “la ética exige un movimiento infinito, requiere la
manifestación”.6
Abraham se diferencia así del héroe, ya que este último manifiesta su alma, acción y deseos a
lo universal, mientras que el primero permanece oculto. Kierkegaard encuentra una
problemática indefinible en la figura de Abraham debido a que éste aparece como una paradoja.
La única manera de que la ética no tenga primacía es que el individuo sea capaz de, como
representante de lo particular, tener una relación absoluta con lo absoluto. Es así o Abraham no
es ni un héroe trágico ni uno ético. La duda no acaba ahí. Abraham no es ni uno ni otro, ya que
no sólo se calla sino que no le es posible hablar. La angustia que lo invade es terrible, ya que
aunque hable, nunca será comprendido por nadie. La posibilidad de expresarse ante lo
universal le es prohibida. Podrá intentar manifestar su infinito amor por Isaac pero esto sólo
sería una máscara que cubre sus pensamientos más profundos.
El héroe, por otro lado, no sufre la soledad de enfrentarse a sí mismo tanto como Abraham lo
hace. El héroe se tranquiliza al pensar que puede actuar y consolarse en otros, Abraham no
puede. El lenguaje que este último habla es inhumano. Es por eso que decide callar, si habla
deja de ser Abraham. Para Kierkegaard, si Abraham se manifestara, si tan sólo hablara, sería
comprendido pero el Abraham que oculta y se silencia, sólo le merece su admiración y no su
comprensión. Haciendo dos movimientos, el infinito de resignación y el de fe, Abraham lleva la
tragedia a otro nivel. El movimiento de la fe, presente constantemente, le hace creer que es
posible que Dios, al final del sacrificio, decida regresarle a su hijo, por ende se basa en un
absurdo. Abraham y su lenguaje se vuelven inteligibles menos para el absoluto.
Abraham, como el padre de la fe, tiene significancia en términos de espíritu, por lo que debe
manifestar algo antes de sacrificar a Isaac. “Hijo mío, Dios se proveerá a sí propio del cordero
para el holocausto”.7 Por medio de dicha respuesta, Abraham dice justo lo necesario, ni calla ni
miente. Las palabras manifiestas encuentran su morada en forma de ironía8 ya que ésta
siempre habla sin decir nada. En esas últimas palabras, Abraham expresa los dos movimientos,
el de resignación y el de fe, estando latente la creencia en lo absurdo, la esperanza de que Isaac
regresará.
Abraham transgrede, entonces, las normas éticas al ocultar sus intenciones a su familia ya
que, para Kierkegaard, no hay punto más elevado en la ética que nuestras relaciones con el
prójimo. Kierkegaard, siendo un hombre religioso, es perturbado ante la paradoja y
problemática que rodea a la historia bíblica, en cuanto a que comprende la existencia de un
absoluto pero duda sobre la naturaleza humana y las acciones que se derivan de la misma. Es
por eso que o existe la posibilidad de que el individuo se relacione de una forma absoluta con el
absoluto, o Abraham pierde no sólo cualquier credibilidad sino su propia existencia
desaparecería. Kierkegaard dota al libro de un análisis dialéctico en donde lo terrorífico del
relato empapa, no sólo a la historia de Abraham, sino al discurso ético de una nueva
interpretación.

2. LA ÉTICA QUE CALLA.


Kierkegaard se separa de los discursos comunes entre la filosofía y la religión al traer a
colación la supresión de la ética en el individuo. Jacques Derrida en su ensayo Dar la muerte9
hace un desplazamiento o si se puede decir, evidentemente considerando ciertas diferencias, un
alargamiento10 de Temor y Temblor al analizar a profundidad la problemática que plantea
Kierkegaard con la ética, explicitando lo que la sociedad contemporánea considera como ético y
las contradicciones e incongruencias que se encuentran en su propio discurso.
Para Derrida.
En cierta manera, sin embargo, Abraham habla. De hecho, habla. Pero aunque puede decirlo
todo, basta con que guarde silencio sobre una sola cosa para que se pueda concluir que no
habla. Tal silencio embarga todo su discurso. Por consiguiente habla y no habla. Responde sin
responder. Responde y no responde. Responde soslayadamente. Habla para no decir nada de
lo esencial que debe mantener en secreto. Habla para no decir nada, ésta es siempre la mejor
técnica para guardar un secreto. Abraham, de todos modos, no habla simplemente para no
decir nada cuando responde a Isaac. Dice algo que es más que decir nada y que no es falso.
Dice algo que no es una no-verdad y, por otra parte, algo que, aunque no lo sepa todavía, se
verificará.11
Retomando la noción de silencio y su importancia en la historia de Abraham, Derrida expone
la capacidad humana de ocultar y, en este caso, de manifestar algo pero no lo oculto. Se podría
hablar, en términos del filósofo francés, de todo aquello que se encuentra en el campo de lo
absolutamente no-visible. La angustia aparecería en el individuo ya que lo secreto es no-visible
para otro como persona, o en su caso para sí mismo, es decir, ni siquiera sabe la intencionalidad
real del secreto, pero se convierte visible para un absolutamente o radicalmente otro, ese otro
es Dios. Dios lo sabría todo, lo vería todo, causando en el individuo angustia de saberse visto
pero no en control de sus propios pensamientos.
La ética se inserta como reguladora de todo deseo, tiene pretensión de ordenarle al individuo
su mente y por ende, su angustia.
La exigencia ética está regulada, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una
responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en introducirse en el elemento de la
generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los
propios actos. Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en esta aproximación del sacrificio?
Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad de la ética nos empuja a la
irresponsabilidad. Incita a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi
singularidad en el elemento del concepto.12
Derrida le da una segunda vuelta, una segunda apropiación del concepto de silencio en
relación con la ética, oponiendo a la noción de responsabilidad consigo misma. Es ésta noción
de responsabilidad la que está directamente vinculada con lo ético, lo que la vuelve
contradictoria en sí, ya que supone una generalidad que convierte al individuo en uno suprimido
por el concepto, volviéndolo irresponsable para con su propia singularidad.
Para que la sociedad condene y cree un mal, se necesita que este mal sea propio de la
sociedad, es decir, que viva y funcione dentro de ella al igual que cualquier otro, sólo para
después ser culpado por las propias regulaciones que el colectivo le enseñó e impuso. En el
caso de la historia de Abraham, Derrida habla de la coexistencia del amor y el odio como
condición de posibilidad para el sacrificio.13 “Es preciso que Abraham ame absolutamente a su
hijo para llegar a darle (la) muerte, a hacer lo que la ética llama odio y crimen”.14
Como individuo, se tiene una responsabilidad para todo hombre y mujer. Derrida afirma que a
cada instante damos la muerte a otro. Para él, la fórmula de cualquier/radicalmente otro es
cualquier/radicalmente otro expresa la relación del individuo con un otro, ya sea un otro-
prójimo o un otro-Dios; ese que se le presenta como secreto e inaccesible. Ese otro, cualquier
que sea, le presenta al individuo una categoría de obediencia, lo que posicionaría al otro con un
poder de decisión sobre el individuo.15
Implantando toda consideración anterior en las problemáticas del mundo contemporáneo,
Derrida explica como el discurso básico en cualquier ámbito jurídico, político y social, es aquel
de la responsabilidad. A pesar de eso, actualmente sería improbable que el sacrifico pudiera
repetirse, ya que cualquier sociedad civilizada consideraría infanticida u homicida a
Abraham.16 Las estructuras de dicha sociedad permanecen así firmes, ya que sus leyes, normas
y políticas continúan funcionando. No existe ninguna amenaza incapaz de ser silenciada por la
sociedad, lo que nos lleva a pensar necesario y evidente el tomar en cuenta el atroz sacrificio
que hace ésta de un otro.
Para Derrida “quien guarda silencio no es el individuo sino la ética, ya que ella misma no
puede ni quiere dar razón de sus propias faltas”.17 Es bajo estas intenciones latentes, que la
“sociedad” hace morir o da la muerte a miles y millones de personas que sufren hambre,
pobreza y desigualdad por medio de un discurso sustentado en la indiferencia justificada o en la
ayuda hipócrita. Es así como la sociedad sacrifica a un otro (por otro Derrida se refiere tanto a
seres humanos como a animales) para no tener que sacrificarse a sí misma. Su conciencia, su
moral, su política, su orden económico y social, todo depende de que se suprima, se silencie, se
le de la muerte a ese otro. Derrida ejemplifica el silencio del sistema a través de una crítica al
discurso de las guerras, en donde se justifica toda acción y decisión bajo un individualismo
supuestamente defensor de todo lo humano pero a su vez falaz y cínico frente a las
consecuencias inhumanas que dichas guerras dejan. La era de la tecnología y de la
comunicación masiva nos ha permitido tener de cerca esa realidad alterna, una realidad creada,
puesta en paralelo por la sociedad. Imágenes de cualquier parte del mundo se nos ponen a toda
hora frente a nuestros ojos. A pesar de eso, el concepto de responsabilidad deja de tener
credibilidad ya que se aplica de acuerdo a lo que a la sociedad le convenga y la justifique.
Derrida utiliza el silencio Kierkegaardiano de una manera opuesta, por opuesta me refiero a
externa, fuera de la ética, ya que Kierkegaard habla de una paradoja que escapa a la razón
mientras Derrida inserta al silencio en lo racional, es decir, en lo ético. Las ponderaciones que
hace Derrida resultan pertinentes a la hora de intentar analizar al individuo enfrentado a un
orden tanto individual como colectivo. Es entonces, la ética la que borra todo aquello que se
interponga entre ella y su carácter general, aunque en el intento se suprima al individuo que la
define.
La razón ilustrada ha creado un dios, el sistema moderno de sociedad, el cual se ha vuelto
más poderoso que el hombre, un dios totalitario, causante de una nueva barbarie. Lo irónico
es que ese dios buscaba romper toda imagen de deidad que rebajara al hombre, que
produjera en él miedo y sujeción. Pero ‘la maldición del progreso imparable es la imparable
regresión’. Lo que pareciera un triunfo de la racionalidad objetiva se ha convertido en un
sistema que controla los dos extremos dialécticos: a los trabajadores y a sus señores, pues el
sistema se ha construido bajo una lógica que hace impensable su supresión.18
Tanto para Kierkegaard como para Derrida, le ética presenta una problemática indudable ya
que está presente en toda decisión del individuo. Es ésta la que guarda silencio con el fin de
mantener el orden dentro y fuera de las estructuras de poder, lo que evidencia a una sociedad
viciada capaz de hacer cualquier cosa por salvarse de sus propias incongruencias. Para el Dr.
Luis Guerrero, “En ambos casos el punto de unión es el deber de la ética de hablar, pero
también su crítica, por no reconocer sus límites (Kierkegaard) o por no cumplir su compromiso
(Derrida)”.19

3. THE HUNT: UNA TERCERA VUELTA A LA ÉTICA.


Regresando a la intención final de este ensayo, intentaré darle una tercera vuelta al argumento
de la ética expresado anteriormente por las propuestas de Kierkegaard y de Derrida, señalando
como en una sociedad contemporánea, es el caso de la retratada en la película elegida, la ética
ya no se calla pero tampoco denuncia en base a lo real, sino que crea un discurso imaginario
con la simple intención de justificar sus propios quiebres y deseos. El filme cuenta la historia de
un hombre acusado dentro de su pequeña comunidad de haber abusado sexualmente de una
niña. Es así como se desarrolla un complejo escenario en el cual el individuo es enfrentado a
otro que lo posiciona dentro de la sociedad pero siempre al límite.
El imaginario colectivo es una representación que clasifica el entorno, una construcción
social que ordena las imágenes que conforman dicho exterior. Logra ser colectivo, no sólo
porque es creado por la sociedad sino porque tiene la intención de funcionar para más de un
individuo. Es así como la sociedad crea discursos para poder entender lo que sucede fuera de
los individuos. Es innegable aceptar que dicho concepto está directamente relacionado con la
ética, si por ética se entiende la disciplina que observa y juzga los actos que el ser humano,
supuestamente, hace libremente, entonces el imaginario colectivo se inserta así dentro de las
observaciones éticas.
La ética crea categorías normativas con el fin de regular la voluntad y acción de los
individuos. Toda sociedad se adscribe a ciertos parámetros de conducta, los cuales si son
incumplidos, cargan ya en sí mismos con una reprimenda, no sólo individual sino colectiva. Es
aquí cuando el individuo sigue dentro de la sociedad pero siempre al límite. Un límite visible,
imborrable a pesar de que tenga una existencia basada en la mentira o en la falsedad, ya que
queda grabado en la episteme por su capacidad de alterar un orden preestablecido. A su vez,
dicho otro que se encuentra al margen, con su simple existencia denota los quiebres y
malformaciones de la propia sociedad, lo que resulta alarmante y amenazante para la misma.
Por lo tanto, la sociedad hace todo lo que está en su poder por reprimir, callar, asesinar a ese
otro. No sólo hablo de acabar con una vida humana, hablo de asesinar la condición humana de
un individuo, y por humana me refiero a su necesidad de vivir y de situarse dentro de un grupo
social, en el cual se define y determina como “normal”. Se silencia la voz y la voluntad. Se
arrebata a ese otro de libertad física. Se le prohíbe todo aquello que la propia sociedad
considera un “derecho natural” al ser humano. Se le vuelve un lisiado incapaz de articular un
discurso que se considere como válido.
Es dentro de estas consideraciones, que The Hunt recrea un imaginario colectivo, el cual más
que un escenario posible, resulta un escenario real fuera del discurso cinematográfico. La
pederastia existe en el mundo contemporáneo entendida como toda actividad que involucre
cualquier tipo de abuso sexual hacia un menor, efectuada por otro que se diferencia
considerablemente en edad o poder. Fenómeno existente en todas las culturas, el acto no sólo
abusa físicamente del menor sino resulta en un trauma psicológico que atenta contra la
integridad y libertad del individuo. Es por eso que se castiga a todo aquel que quebrante
cualquier límite entre el individuo y su integridad.
A pesar de la existencia de dicho fenómeno en el mundo, el filme nos muestra otro escenario
posible, aquel en donde la sociedad crea un discurso paralelo en donde el mal es creado y
castigado. Lucas, el protagonista, es un maestro que al perder su trabajo, comienza a ejercer en
un jardín de niños. Vive en una comunidad pequeña en Dinamarca en la cual los lazos entre los
individuos giran en torno a amistades y tradiciones en común, como sería la caza. Es a través de
esa tradición, que los hombres de la comunidad se validan como hombres y encuentran su lugar
dentro de la sociedad. Poco a poco se nos va presentando el mundo de Lucas. Su ex esposa y su
hijo no viven en el pueblo, aunque es visible el intento constante de Lucas para que le dejen
verlo. Vemos al protagonista mezclarse con la familia de su mejor amigo, especialmente con su
pequeña hija Klara, la cual atiende al jardín de niños en donde Lucas trabaja. Lucas, siendo
maestro, conoce y sabe cómo hablar con los niños, por lo que Klara se siente comprendida y
escuchada por él. Un ejemplo de lo anterior se da mientras los papas de Klara discuten, Lucas
la intenta sacar de ese ambiente denso y la acompaña a la escuela. Es así como suceden varios
encuentros entre ellos, los cuales permiten que Klara desarrolle cierta fijación por Lucas.
Expuesta a imágenes con carga sexual, Klara se percata del otro como hombre.20 Llevada por
una emoción infantil, Klara besa a Lucas en el jardín de niños. Él la separa y le explica que no
puede volver a hacer eso; enojada por el vínculo que Lucas ha roto, Klara experimenta una
tristeza que la directora del jardín de niños no tarda en ver. Cuestionada por las autoridades de
la escuela, Klara da a entender —de manera ambigua— que ha sido víctima de algún tipo de
abuso efectuado por Lucas.
Se desata la histeria colectiva y poco a poco caen más víctimas del supuesto abuso de Lucas.
Éste, dentro de su personalidad pasiva, no se silencia y enfrenta a toda autoridad que lo acusa.
La película continúa con un tono preventivo que nos anuncia la problemática de nuestras
propias invenciones. La ética se presenta como el eje central de este discurso cinematográfico
ya que es ahora el cazador quien se convierte en el cazado, el perseguido. La comunidad que
confía en sus miembros, ahora los aliena poco a poco. El individuo se desvanece y sólo aparece
como ése, el acusado. La hipocresía de los estándares éticos se hace visible por medio de la
imposición del miedo. De esta manera el colectivo se posiciona desde un lugar de poder y le
hace visible al individuo su nivel inferior.
Es esta masa a la que se refiere Kierkegaard en su obra La época presente, la que educa y
luego destruye a su creación, al individuo. Las decisiones ya no tienen como motor el deseo
individual sino que la masa se ha vuelto el motor detrás de cada acción. Los opuestos se
observan pero el individuo es quien actúa como un tercer ojo ante la relación entre las
estructuras de poder y la masa. ¿Cómo controlar las voluntades y deseos individuales? Por
medio de discursos que le digan al individuo cómo y que desear. El individuo ya no pertenece a
sí mismo tanto como a una abstracción. La única manera es la nivelación.
Para que realmente llegue a existir nivelación, primero debe levantarse un fantasma, el
espíritu de la nivelación, una monstruosa abstracción, un algo que lo abarca todo pero es
nada, un espejismo —este fantasma es el público. Sólo en una época desapasionada, pero
reflexiva, puede levantarse este fantasma; esto sucede con la ayuda de la prensa, cuando ésta
misma se vuelve una abstracción.21

Es así como “la nivelación es el triunfo de la abstracción sobre los individuos”.22 El papel de
los medios de comunicación ha hecho de la masa, eso, una masa, un bloque que, bajo el
supuesto de un orden, crea, define y destruye al individuo.
La ética se mueve en esta esfera ficticia de libertades individuales, en donde el individuo no
hace más que estar condicionado siempre por otro. Es la ética la que no se calla pero tampoco
habla en defensa de un referente real sino que basa sus discursos en imaginarios, en relatos
modificados por ella misma con el afán de crear a un malo, a otro ajeno que sostenga, por
medio de su sacrificio, los pilares falaces que la construyen. Es la ética la que se ha convertido
en su peor enemiga, en su antítesis. Cualquier pretensión de verdad o de justicia se ha borrado.
Ahora, sólo se intenta proteger de su propia violencia y fragilidad. Su posición hipócrita resulta
absurda, terrorífica.
Modela a un individuo, lo acoge y lo mima como una madre protectora. Le enseña cómo
hablar, qué sentir, qué pensar. Le presenta los placeres de la vida y lo orilla a posicionarse entre
el bien y el mal. Lo engaña haciéndole creer que existe una “libertad natural” y que él es capaz
de elegir cada acción. El individuo, cegado y cómodo, no vislumbra el sacrificio al puro estilo
Abrahamico que su madre, la ética, hará de él. Ésta, con cuchillo en mano, sube al monte Moriá
y observa abajo a todos sus súbditos, a sus hijos. Se regocija al ver que el orden continúa y que
su creación, los individuos, se han transformado en figuras desdibujadas, casi imperceptibles,
espeluznantes. El individuo, incrédulo ante tal traición, se defiende con el único lenguaje que
conoce, el que ella le ha enseñado. Pero a la ética y a la masa esto no les interesa. Necesitan ver
el sacrificio; necesitan que éste se efectué para poder justificarse. Aquí no llega ninguna
palabra divina de los ángeles o de Dios que impida el ultraje. Aquí la ética es reina y madre de
todo y de todos y, como tal, calla a los impacientes y clava el cuchillo.
Es así como la ética se reinventa, encontrando nuevas maneras de adentrarse en el individuo;
en su mente y en su cuerpo. Ya no se abstiene callándose. Ya no se agota denunciando. Ahora se
sube a un discurso imaginario que no refiere a nada más que a sus propios miedos. Caminando
sobre una cuerda floja entre mentira e imaginación, el filme nos muestra hasta dónde está
dispuesta a llegar una sociedad con tal de salvarse. The Hunt nos afronta con nuestra propia
realidad. Nuestra individualidad se ve cuestionada. Impactados y perturbados, nos apenamos de
ser parte de esa maquinaria. Todo se torna tan ridículo que hasta “La sensatez ha llegado a ser
tan extendida, que se ha transformado la tarea misma en una actuación irreal, y la realidad en
un teatro”.23
¿Cómo salvarnos entonces de nosotros mismos? ¿Cómo vivir en un continuo ir y venir entre la
reflexión y la acción automática? Tal vez, la conciencia que se genere a partir de estas
preguntas cambie nuestra forma de percibir la realidad pero aún así permaneceremos en ese
limbo de indecisión que nos caracteriza, que nos define. La ética y el cine se juntan para
mostrarnos la fragilidad de nuestra llamada “libertad”.
Según Slavoj Žižek,
El problema que se nos plantea no es si nuestros deseos se encuentran satisfechos o no, el
problema es saber qué es lo que deseamos. No hay nada espontáneo, de natural en el deseo
humano. Nuestros deseos son artificiales. Se nos debe ‘enseñar’ a desear. El cine es el arte
perverso por excelencia: no te da aquello que deseas…te dice como desear.24
Es este cine quien plantea cómo todo lo que somos, todo lo que deseamos, en verdad, tiene
una existencia falsa y creada, haciendo de nosotros meras copias subordinadas a un sistema.
BIBLIOGRAFÍA.
Derrida, Jacques, Dar la muerte. Tr. Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Barcelona: Paidós, 2006,
173 pp.
Guerrero Martínez, Luis, “El silencio como contrapunto de la ética. Kierkegaard y Derrida” en
¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? Ética y racionalidad, D.F., México: Universidad
Iberoamericana/Plaza y Valdés, 2008, pág. 201-214.
Kierkegaard, Søren, La época presente, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2001, 103
pp.
Kierkegaard, Søren, Temor y Temblor. Tr. Jaime Grinberg, Buenos Aires: Losada, 2008, 147 pp.
1 S. Kierkegaard, Temor y Temblor. Tr. Jaime Grinberg. Buenos Aires: Losada, 2008.
2 Resulta complicado separar lo religioso de lo ético en Kierkegaard, ya que según este filósofo el individuo debe actuar en
concordancia con la fe que tiene ante Dios. A lo que me refiero con una vida religiosa y/o ética, es a la angustia enfrentada ante
las normas y parámetros que el campo religioso y ético exigen del individuo.
3 S. Kierkegaard, Temor y Temblor, pp. 97-141 / SV1 III 130-165.
4 Ibídem, p. 97 / SV1 III 130.
5 Ibídem, p. 103 / SV1 III 134-135.
6 Ibídem, p.133 / SV1 III 159.
7 Ibídem, p. 136 / SV1 III 164.
8 Para Kierkegaard la ironía es necesaria en el individuo, ya que de esta manera se manifiesta en su totalidad; al decir lo
contrario de lo que quiere decir, en realidad, dice lo que desea. Es sumamente interesante ver el análisis exhaustivo que hace
Kierkegaard de la ironía en su tesis universitaria Sobre el concepto de la ironía en constante referencia con Sócrates (entregada
en 1841).
9 Jacques Derrida, Dar la muerte. Tr. Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Barcelona: Paidós, 2006, p. 173.
10 Por alargamiento me refiero a que lleva un paso más allá la discusión comenzada por Kierkegaard sobre la ética. Derrida se
centra en la contemporaneidad y relevancia del sacrificio y silencio de Abraham. En su ensayo es más evidente su intención por
separar o hablar solamente sobre la ética y no sobre la religión.
11 J. Derrida, Dar la muerte, p. 71.
12 Ibídem, p.73.
13 Esto se podría trasladar a las consideraciones que se hacen posteriormente sobre el amoroso y el sacrificio que éste hace, ya
sea de sí mismo o de otro. Entonces, se necesitaría que el amoroso ame incondicionalmente a otro para que sea posible el
sacrificio.
14 J. Derrida, Dar la muerte, p. 77.
15 Cfr. Más sobre “Cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro” en Derrida, Dar la muerte, op. cit., p. 94.
16 Cfr. Derrida, “Cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro” en Dar la muerte, op. cit., p. 97.
17 Luis Guerrero Martínez, “El silencio como contrapunto de la ética. Kierkegaard y Derrida” en ¿Quién decide lo que está bien
y lo que está mal? Ética y racionalidad, México D.F.: Universidad Iberoamericana/Plaza y Valdés, 2008, pp. 209.
18 Ibídem, p. 211
19 Ibídem, p. 202.
20 Llevar la discusión ética al campo psicológico sería muy interesante. Tal vez, un futuro estudio podría tratar sobre la
ingenuidad relativa de la infancia y como se cree que los niños no mienten en base a su “bondad”. A su vez, explorar todas las
implicaciones que conllevaría considerar al amor entre Klara y Lucas como un amor romántico con igual peso que uno entre dos
adultos, llevándolo hasta los límites en donde el amor invierte cualquier valor tradicional y crea su propia lógica, podría
convertirse en un tema atractivo para ejemplificar la angustia del individuo.
21 S. Kierkegaard, La época presente, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2001, p. 72 / SV1 VIII 84.
22 Ibídem, p. 64 / SV1 VIII 79.
23 Ibídem, p. 47.
24 Cfr. Documental de Slavoj Žižek, The Pervert’s Guide to Cinema, P Guide Ltd.- ICA Projects, 2006. Independientemente de lo
que Žižek plantea en su obra, puede decirse que la teoría de la Posmodernidad se basa en un pensamiento anti-platónico, el cual
intenta buscar lo inauténtico en la simulación y no en el molde. Aquí surge el concepto de copia. Es interesante analizar al cine
contemporáneo como posibilitador masivo de las propuestas posmodernas, pero eso ya requerirá otro análisis.
SCHMITT COMO LECTOR DE KIERKEGAARD: EL INDIVIDUO Y EL
ESTADO ANTE LA EXCEPCION
́
Johannes Thumfart
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

INTRODUCCIÓN.

E
n su Teología Política de 1922, tal vez la obra más importante para justificar
jurídicamente el Nazismo como “Estado de Excepción” durante 12 años, Carl Schmitt, el
“jurista de cabecera” del Nacional-Socialismo, cita el siguiente pasaje de la La
Repetición de Søren Kierkegaard:
La excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y si se quiere estudiar correctamente
lo general, no queda menos que mirar la excepción real. En el fondo, más nos muestra la
excepción que lo general. Llega un punto en que las perpetuas habladurías sobre lo general
nos cansan; hay excepciones. Si no se acierta a explicarlas, tampoco se explica lo general. No
se para mientes, de ordinario, en esta dificultad, porque ni siquiera sobre lo general se piensa
con pasión, sino con una cómoda superficialidad. En cambio, la excepción piensa lo general
con enérgica pasión.1
Las frases de Kierkegaard, que Schmitt cita anónimamente, parecen ser tan Schmittianas que
incluso algunos las han citado como si fuesen originales de Schmitt. De hecho, la excepción es
la figura más importante en el pensamiento de ambos: tanto de Kierkegaard como de Schmitt,
con efectos morales dramáticos en éste. Dada esta coincidencia, cabe preguntar
polémicamente: ¿Qué diferencia hay entre el holocausto de Abraham, el cual es legitimado por
Kierkegaard bajo la idea de excepción, y el holocausto de Hitler, el cual es legitimado por
Schmitt también bajo la idea de excepción?
En lo que sigue, haré, en primer lugar, una comparación entre las dos ideas de excepción, la
de Schmitt y la de Kierkegaard. Y posteriormente, una re-interpretación del concepto
Schmittiano de estado de excepción desde un punto de vista kierkegaardiano. La razón de ello
es la que sigue. Dado que Kierkegaard es el fundador del existencialismo —la filosofía liberal e
individualista por excelencia— creo que es posible hallar un modo de conciliar los conceptos de
democracia y de estado de excepción. Estimo que esta conciliación es necesaria porque, de
hecho, hay un renacimiento del estado de excepción en las democracias modernas, como
Giorgio Agamben ya ha argumentado.2 Esto es especialmente el caso en los Estados Unidos y
en México. Guantánamo y la vigilancia interior por el NSA constituye un estado de excepción, y
gracias a Wikileaks nos hemos enterado de que en 2010 el general Guillermo Galván Galván
propuso, apelando al artículo 29 de la Constitución, decretar el estado de excepción en varias
regiones de la República Mexicana.

1. KIERKEGAARD.
Según Kierkegaard la excepción es lo que separa la existencia ética de la existencia religiosa.
El ético quiere y reproduce la regla, la ley o lo general en su vida. El religioso, en cambio,
produce casi involuntariamente la excepción. Es importante subrayar que la excepción se
produce justamente sin querer. Apealando a la idea de la excepción, aunque no a la palabra,
Kierkegaard escribe en “Temor y temblor”: “La fe consiste precisamente en la paradoja de que
el Particular se encuentra como tal Particular por encima de lo general”.3
La excepción es explícitamente introducida en “Gjentagelsen” —La repetición— como una
solución imposible, que el mentor del joven desesperado le propone a éste, quien al final de la
penúltima versión del texto, posiblemente la más sincera, se suicida. Hablando según la típica
metáfora kierkegaardiana acerca del matrimonio, el joven debería aceptar su excepción, su
incapacidad para casarse, su incapacidad para adaptarse a lo general, y esta aceptación, como
dice el mentor, podría abrir la posibilidad de que el joven se repita, se reencuentre
religiosamente como un poeta.
Hasta aquí, el pensamiento de la excepción individual es una expresión de la rebelión de
Kierkegaard en contra de las reglas rigurosas de sus padres religiosos, del hegelianismo y de la
sociedad copenhaguense contemporánea que se ha dedicado a injuriar a Kierkegaard debido a
la incapacidad de éste para casarse con Regine Olsen. También es una expresión del
pensamiento individualista y vitalista de Schelling a quien Kierkegaard ha estudiado en los años
en que escribía La repetición y Temor y temblor. Para Schelling, aun lo más general, Dios, tiene
en sí mismo la excepción como el Ungrund, una especie de sombra de Dios.4
Pero, la relación entre lo general y la excepción en Kierkegaard es más compleja. La
excepción tiene un elemento trágico que la hace dependiente de lo general. Escribe que “la
excepción injustificada se reconoce por el hecho de que rehúye esta lucha con lo general,
saliéndose de ello”.5 En este sentido, precisamente ese sufrimiento auto-infligido del joven en
La repetición, debido a su incapacidad para casarse —y también debido a su incapacidad para
aceptar esta incapacidad como excepción— significa que su excepción podría ser justificada si
la aceptara finalmente.
Esta dependencia de la excepción con lo general es ilustrada más claramente en otro lugar,
en Etapas del camino de la vida, Kierkegaard —utilizando la mascarilla de un asesor casado—
escribe: “Inhumanidad enfrente de humanos es importunidad en frente de dios”.6 Con esto,
niega la legitimidad de una excepción voluntaria, la excepción de algún personaje excéntrico,
aquel del tipo del eremita que se decide por el camino de la vida religiosa demasiado
rápidamente para evadir de manera facilona la vida cotidiana.
Según Kierkegaard, dos ejemplos de excepción religiosa justificada son Job y Abraham.
Abraham es radical en el sacrificio de Isaac, Job es radical en la convicción de su propia
honradez. Ambos actúan radicalmente en contra de lo general. Pero, al mismo tiempo, no son
ermitaños. Tienen una vida en lo ético, tienen familia, están casados, etc. No buscan la
excepción, sino que la excepción casi los ha buscado a ellos. De la misma manera, Kierkegaard
describe al caballero de la fe en Temor y temblor como “el jefe de una oficina de recaudación de
impuestos”.7
Aunque la excepción tiene este aspecto más o menos trágico, pues tiene que ser involuntaria
de alguna manera, la excepción religiosa no es exactamente lo trágico. Explica Kierkegaard en
Temor y temblor: “El héroe trágico cumple su tarea y encuentra el reposo en lo general; el
caballero de la fe, en cambio, se ha de mantener en constante tensión”.8
El caballero de la fe, el individuo singular no se encuentra trágicamente entre dos opciones
dentro del mundo de las reglas y de lo general, tal como Agamenón que sacrifica a su hija
Ifigenia para salvar su ejército, o tal como Edipo que debe investigar su propio crimen para ser
un rey justo. En el mundo de los caballeros de la fe, al contrario, ni siquiera existe esta suerte
de teleología, esta seguridad relativa de la situación trágica frente a dos opciones malas, pero
generales —la seguridad relativa de una paradoja letal. El salto de fe es aún más difícil que la
situación trágica. Ni para Abraham, ni para Job, existen reglas. Sólo existe la confrontación del
individuo con lo absoluto, según la manera radicalmente moderna de la excepción.

2. SCHMITT.
Schmitt menciona a Kierkegaard por primera vez en su diario en 1914. Schmitt tiene 26 años,
la lectura de Kierkegaard le ayuda a consolarse después de que su mejor amigo, Fritz Eisler, ha
caído en la guerra.9 Éste es el momento en que abandona el cristianismo clásico y desarrolla un
cristianismo moderno, que incluye la soledad, la inseguridad, la duda. Cuatros años después, en
1918, Schmitt, en un prefacio, llama a Kierkegaard un “nuevo padre de la iglesia” y en un
estudio del mismo año “el más íntimo de todos cristianos”.10 En la biblioteca de Schmitt se
encuentra casi toda la obra de Kierkegaard, incluso los diarios.11
Sin embargo, debido a que los campos de investigación de ambos son tan distintos, el jurista
nunca ha debatido con Kierkegaard intensivamente. Más bien, el pensamiento de Kierkegaard
le sirve sobre todo como una posibilidad de procesar y sistematizar experiencias biográficas.
Pero esta lectura más o menos privada, al cabo produjo una jurisprudencia kierkegaardiana, la
cual, ciertamente, es en la gran mayoría de los casos sólo implícitamente kierkegaardiana.
La obsesión kierkegaardiana por el matrimonio en cuanto que metáfora para la filosofía
existencial debe haber tocado a Schmitt. En 1915, en su tiempo en los barrios bohemios de
Munich, Schmitt se casó con la bailarina e impostora Pawla Dorotic, que ha simulado
pertenecer a la nobleza. Más tarde, durante 1919, cuando una novela sobre esta relación
cómica fue publicada, Schmitt intentó divorciarse de ella. Una catástrofe para el conservador
católico. De hecho, después de que finalmente se hubo divorciado en 1924, Schmitt fue
excomulgado de la iglesia.
Tal vez este episodio parezca trivial, mero chisme filosófico, pero precisamente en esta
excomunión, su biógrafo Mehring ve un motivo importante para que Schmitt se decidiera
finalmente a favor del excepcionalismo del estado absoluto y en contra del conservadurismo de
la iglesia católica.12 Debido a ese conservadurismo involuntariamente fracasado por causa de
su matrimonio, Schmitt parece ser casi un héroe kierkegaardiano.
Otro hecho biográfico importante es que —como muchos otros nazis, por ejemplo Heidegger
— Schmitt era hijo de gente de la clase media baja y de alguna manera un advenedizo para la
burguesía académica. Esto ha propiciado una tendencia hacia la denuncia contra los
intelectuales por ser demasiado elitistas o exquisitos, y hacia una defensa de la supremacía de
la vida práctica. Ya en su primera obra relevante, Gesetz und Urteil de 1912, escribe que el
derecho no puede ser comprendido a la manera kantiana de su profesor Kelsen, sino sólo desde
las decisiones de los magistrados singulares. Que la ley sea una “fuerza constante viviente”,
escribe Schmitt en este fundamento de su decisionismo.13 Se puede ver en los diarios, que para
Schmitt, este vitalismo condicionado por su situación social era también la base de su anti-
semitismo arribista.14
Hay también una línea teológica en la obra de Schmitt que es importante en relación con el
concepto de excepción. En su ensayo teológico Die Sichtbarkeit der Kirche de 1918 —“la
visibilidad de la iglesia”—, Schmitt desarrolla un concepto escatológico. Habla de “tiempos
mediatos” y “tiempos inmediatos”.15 En tiempos mediatos, en la normalidad, dice Schmitt, la
iglesia garantiza el orden. En tiempos inmediatos, los tiempos de la parusía, el individuo tiene
que realizar su propia relación con la idea.
Esto podría ser una interpretación kierkegaardiana de la fuerza excepcional de lo santo, que
suspende la ética y las normas. Schmitt menciona a Kierkegaard en este texto. Pero esta idea
escatológica es también típicamente cristiana. El cristianismo comienza con la excepción
mesiánica de la primera parusía de Jesús, que suspende la ley vieja de los judíos. Concerniente
a su obra temprana, Schmitt se asemeja aun a Kierkegaard en que el individuo es el portador
más importante de la excepción, aunque la teoría de la iglesia de aquel también ya dibuja el
prototipo de una organización social con la excepción en su centro, ya que la iglesia deduce su
autoridad como cuerpo místico de Cristo de la excepción de la parusía.
Este enfoque relativo al individuo ya ha cambiado en 1916, cuando Schmitt ha publicado el
estudio Diktatur und Belagerungszustand —Dictadura y estado de sitio— en que formula por
primera vez su teoría de la excepción estatal. Lo sorpresivo de este texto es que Schmitt
defiende la dictadura por ser ésta jurídicamente más coherente que las democracias. Escribe:
“La excepción (en este caso la dictadura) es antes el reconocimiento del principio (en este caso
el estado de derecho) que su derogación”.16
Según Schmitt, lo contrario a la dictadura, el orden liberal, es especialmente malo en la
situación de excepción, puesto que no tiene un concepto para la excepción. La dictadura formal,
dice Schmitt, suspende la separación de poderes de una manera regulada y por un periodo
predefinido. El estado liberal, por otra parte, destruye todo su orden en la situación excepcional
porque no conoce el concepto de una dictadura regulada. Esta idea —incluir el estado de
excepción en el orden político como dictadura— será el tema central de toda la vida intelectual
de Schmitt. Pero todavía no es tan radical en este texto, porque implícitamente defiende la
separación de poderes.
Con Politische Romantik de 1919, Schmitt cancela todas las ideas románticas en la teoría
política —conservadoras y democráticas— y aboga por un modernismo político radical, según el
cual la única meta es el poder. Aquí menciona también a Kierkegaard, como “la figura grande
de los románticos”, que él admira por su “sensibilidad para el momento concreto”.17
Cuando Schmitt escribe su Politische Theologie en 1922, la filosofía de Kierkegaard, su
biografía, el vitalismo, el modernismo y la teología cristiana se combinan en una mezcla
peligrosa que deviene la justificación del nacional-socialismo. “Soberano”, escribe Schmitt en su
primera frase famosa, “es quien decide sobre el estado de excepción”.18 Escribe ahí también
que el de estado de excepción es un “concepto límite” del estado, un “concepto de la esfera más
extrema”.19 “El estado de excepción”, escribe además, “tiene en la jurisprudencia análoga
significación que el milagro en la teología”.20
Con estas palabras poéticas, Schmitt ha formulado la teoría del estado total que no sólo es
fuera del derecho, sino que se define exactamente por su capacidad de suspender el derecho.
Con la publicación de Politische Theologie, y con obras como Der Begriff des Politischen y
Legalität und Legitimtät en los años siguientes, Schmitt deviene el experto académico más
importante en relación con preguntas concernientes a la suspensión de la constitución —una
pregunta que era muy actual en la Republica de Weimar, cuya existencia permanente fue
amenazada por radicales tanto de la izquierda como de la derecha. Cuando en 1932, Franz von
Papen, un canciller simpatizante con el Nacional-Socialismo, ha ejecutado su golpe de estado a
favor del gobierno central alemán y en contra del estado prusiano, a la sazón gobernado por
socialdemócratas, obviamente Schmitt fue elegido como uno de los abogados para defender
esta acción decisiva. La argumentación que Schmitt utiliza es que el gobierno central debió de
ejecutar este golpe de estado para garantizar su existencia.
Con el federalismo destruido en el estado más grande, los nazis habían adquirido un poder
casi absoluto cuando Hitler legalmente devenía canciller en 1933. Sólo algunos meses después
de su inauguración, con el Reichstagsbrandverordnung y el Ermächtigungsgesetz, se ha creado
la posibilidad de hacer leyes en contra de la constitución. Se han progresivamente cancelado
todos derechos civiles. En el mismo año, Schmitt anuncia de una manera triunfante en una
plática en Weimar: “Hemos legalmente pasado a la esfera de la sobre-legalidad”.21 Hitler como
dictador es la realización de sus teorías. El estado ha devenido dios.
En 1934, Schmitt publica Der Führer schützt das Recht – el líder protege el derecho. Con
Heidegger, Schmitt es uno de los intelectuales más importantes en apoyar a los nazis durante
los primeros años de la transición de poder. Pero ya en los treinta Schmitt es excluido debido a
que no es suficientemente racista. En su defensa en Nuremberg en 1947, Schmitt se ha
defendido con éxito como un mero “aventurero intelectual”.22 ¿Esto no suena un poquito como
un “caballero de la fe”?

3. LA DIFERENCIA MÍNIMA ENTRE KIERKEGAARD Y SCHMITT.


Desafortunadamente, debemos excluir la diferencia más simple entre los dos holocaustos que
Kierkegaard y Schmitt justifican. En el caso de Abraham, el sacrificio planeado fue evitado por
la intervención del dios viviente. Desafortunadamente, argumentar con dios no es una opción
para la filosofía.
Erráticamente, Stalin ha dicho que un muerto es una tragedia, pero la muerte de millones
una estadística. Es al revés. Un muerto puede ser una mera tragedia personal, la muerte de
millones es un evento que estremece al mundo en su ser. Claramente, la diferencia entre los
holocaustos que Kierkegaard y Schmitt justificaban es una diferencia cuantitativa. Algunos
Abrahames —que podrían ser imaginados como Serial Killers con delirios religiosos— podrían
sacrificar centenares de Isaacs, pero los horrores verdaderos en la historia son cometidos por
estados, no por individuos. Entonces, desde un punto de vista consecuentualista, excluir la
excepción legítima para estados es suficiente. Pero, también Kierkegaard mismo ha
transformado su idea de la excepción en una teoría del estado en artículos de los años 1847/48.
Además, no vivimos en un mundo perfecto. El renacimiento del estado de excepción en
democracias existe y no es —como sugiere el genealogista Giorgio Agamben23— meramente el
sino obscuro de los estados modernos. Más bien, la tendencia hacia el estado de excepción es
una reacción a problemas enormes de nuestro mundo complejo, en que los estados deben a
veces responder más rápido y más fuerte de lo que el procedimiento democrático lo permite.
Ejemplos para situaciones excepcionales —ninguno es definido oficialmente como un “estado de
excepción”— serían: el “plan de rescate financiero”, los “ataques preventivos” en contra estados
canallas, la “guerra contra el narcotráfico”, las leyes “anti-terrorismo” y las “medidas
correctivas para salvar el euro”. Todos tienen aspectos anti-democráticos y anti-legales. Los
argumentos del Schmitt temprano son todavía válidos, tanto que sería a veces mejor nombrar
estas situaciones sinceramente como “estados de excepción”, en vez de calladamente extender
las competencias del poder ejecutivo.
Entonces, la diferencia cuantitativa que excluye un estado de excepción político tampoco es
realmente satisfactoria. Una diferencia más relevante entre Schmitt y Kierkegaard es que el
estado de excepción es legítimo, según Kierkegaard, sólo si no se intenta o persigue
voluntariamente. Escribe que “la excepción injustificada se reconoce por el hecho de que
rehuye esta lucha con lo general, saliéndose de ello”. Esto claramente es el caso en el
excepcionalismo ardiente de Schmitt, arquetipo de todos los políticos y teóricos que quieren
otorgar un aura heroica al estado de excepción. “Soberano verdadero”, tenemos que responder
al heroísmo Schmittiano, “es quien garantiza el estado normal”.
Pero todavía esto sólo es la superficie de la diferencia teleológica entre Kierkegaard y
Schmitt. La diferencia teleológica entre los dos es más fundamental. Para Schmitt —aunque
habla del estado de excepción como un milagro— la meta del estado de excepción es finalmente
salvar el estado de sus enemigos, tal como explica él mismo en el Begriff des Politischen. Para
Kierkegaard, al contrario, la excepción no tiene una meta pragmática fuera de sí. En el salto de
fe, la excepción individual es su propia meta.
Desde esta perspectiva, la noción de Schmitt tiene el problema de que —en términos
kierkegaardianos— no es una noción de excepción, sino una noción trágica. Describe la
situación en que un pueblo tiene que elegir entre el muerto del estado y el muerto de los
derechos civiles para garantizar su supervivencia —un dilema trágico entre dos opciones malas
de lo general.
Un estado de excepción kierkegaardiano sería, al contrario, un estado de excepción positivo,
no en favor de la mera supervivencia del estado, sino en favor de la excepcionalidad del estado
y la excepcionalidad de los ciudadanos como individuos. De hecho, esta definición del estado de
excepción es mucho más estricto y concienzudo que la definición schmittiana, porque incluye la
posibilidad de revoluciones sociales en estados en que no todos los individuos tienen libertad y
posibilidad de desplegar su excepcionalidad. En casi todos los casos, un estado de excepción de
esta manera kierkegaardiana podría ser una prevención de un estado de excepción militar
schmittiana que meramente asegura la sobrevivencia del estado como si ya estuviera muerto y
vaciado de ciudadanos.

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1 C. Schmitt, Teología Política. Tr. Francisco Javier Conde y Jorge Navarro Pérez. Madrid: Editorial Trotta, 2009, p. 20.
2 G. Agamben, Estado de Excepción (homo sacer II, 1). Tr. Antonio Gimeno. Valencia: Pre-Textos, 1998.
3 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Vicente Simón Merchán. Madrid: Tecnos, 1987, p. 46 / SV1 III 105.
4 F. W. J. Schelling, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana. Tr. Helena Cortés y Arturo Leyte.
Barcelona: Anthropos, 1989.
5 S. Kierkegaard, La repetición. Tr. Karla Astrid Hjelmstrom, versión digitalisada. Buenos Aires: JVE Psique, 1997, p. 66 / SV1 III
259.
6 S. Kierkegaard, Stages on Life’s Way, Tr. Howard V. Hong y Edna H. Hong. New Haven: Princeton University Press, p. 174 /
SV1 VI 165.
7 S. Kierkegaard, Temor y temblor. p. 31 / SV1 III 90.
8 Ibídem, p. 66 / SV1 III 125.
9 R. Mehring, Carl Schmitt – Aufstieg und Fall. München: C.H. Beck, 2009, p. 71.
10 C. Schmitt, Die Militärzeit 1915 bis 1919. Berlin: Akademie Verlag, 2005, p. 475, 449.
11 http://www.carl-schmitt.de/biblio-cs.php Es curioso que la biblioteca reconstruida de Schmitt no incluye La repetición.
12 R. Mehring, Carl Schmitt – Aufstieg und Fall. p. 218
13 C. Schmitt, Gesetz und Urteil. München: C. H. Beck, 1969, p. 27.
14 R. Mehring, Carl Schmitt – Aufstieg und Fall. p. 83.
15 C. Schmitt, Die Militärzeit 1915 bis 1919. p. 445-452.
16 C. Schmitt, Staat, Großraum, Nomos. Berlin: Duncker & Humblot, 1995, p. 16.
17 C. Schmitt, Politische Romantik. Berlin: Duncker & Humblot, 1998, p. 97.
18 C. Schmitt, Teología Política. p. 13.
19 Ídem.
20 Ibídem, p. 37.
21 C. Schmitt, Das Staatsnotrecht im modernen Verfassungsleben, en: Deutsche Richterzeitung 25 (1933). p 254-255, p. 254.
22 C. Schmitt, Antworten in Nürnberg. Berlin: Duncker & Humblot, 2001, p. 60.
23 G. Agamben, Estado de Excepción.
EL INDIVIDUO FRENTE A SÍ MISMO EN EL SUFRIMIENTO
Leticia Valadez
UNIVERSIDAD ANÁHUAC

“La sagacidad mundana también sabe cómo dar viveza desesperada para la vida a través de los
sufrimientos, pero sólo la interioridad en los sufrimientos gana lo eterno”.1

C
uando sufre, el individuo se enfrenta no sólo a sus sufrimientos, sino a sí mismo como
alguien que sufre. El sufrimiento, en buena medida es interior e invisible a los demás.
En el sufrimiento la persona se enfrenta de manera natural y espontánea a su
interioridad.2 Hay otros estados, como por ejemplo, la alegría que tienden a hacer que la
persona salga de sí misma. La alegría se desborda y por eso quiere compartirse con los demás.
Existen frases como “no caber en sí mismo de felicidad” entonces salgo de mí y festejo con
otros.3 Esta idea se contrapone a la soledad, al silencio, al querer un momento a solas, en
ciertos tiempos de dolor. En el camino de la vida, el sufrimiento está irremediablemente
presente. Es una realidad dada, ante la cual, más que preguntar su por qué, puesto que nos
tenemos que enfrentar a ella, más ayudaría preguntar cómo llevarla.
Temas como la angustia, la desesperación, la temporalidad, la finitud, el pecado —muy
relacionados con el sufrimiento— son recurrentes en la obra de Kierkegaard, pero dentro de su
amplia y extensa obra también hace múltiples referencias directas al sufrimiento.4 En sus
escritos religiosos encontramos una pequeña obra llamada El evangelio de los sufrimientos,5
que es el texto al que haré referencia principalmente en este escrito. Dividiré mi análisis en tres
partes. La primera es un vistazo histórico alrededor de esta obra – El evangelio de los
sufrimientos. En segundo lugar me referiré a una caracterísitica de algunos tipos de
sufrimiento: el pertenecer a la interioridad del individuo. Y en tercer lugar, a uno de los modos
como lo trata Kierkegaard en la obra citada: una carga pesada que se hace ligera, siendo ésta
una de las propuestas para hacer frente al sufrimiento.

1. CONTEXTO HISTÓRICO.
Con trece meses de diferencia se publicaron el Postscriptum no científico y definitivo a ‘Migajas
filosóficas’ y Discursos edificantes en distintos espíritus [Opbyggelige Taler i forskjellig Aand].
Fue en esos meses cuando Kierkegaard había decidido abandonar su actividad de escritor para
convertirse en pastor e irse a predicar a alguna región rural. Dice en una página de su diario
con fecha del 7 de febrero de 1846: “Mi intención ahora es calificar como pastor. Durante varios
meses he estado pidiendo a Dios me ayude, pues me ha quedado claro desde hace algún tiempo
que ya no debo ser un escritor…”6 El Postscriptum se publicó veinte días después de haber
tomado esta decisión, el 27 de febrero. La reseña de Dos épocas se publicó a fines de ese mes,
el 30 de marzo. Y cumpliendo su palabra, no volvió a publicar ninguna obra en los meses
posteriores.
Ese año los ataques de la revista El Corsario ocasionaron que su vida diera un giro radical,
pues se vio obligado a abandonar algunos hábitos. El ilustre peripatético de Copenhague ya no
podía caminar por las calles y conversar con conocidos y extraños como había sido su
costumbre durante toda una época. Copenhague dejó de ser el lugar amable que había sido
para el joven Kierkegaard.
En lugar de caminar por las calles empezó a hacer paseos en algunas de las areas solitarias
aledañas a Copenhague, y en mayo de ese año (1846) pasó un par de semanas en Berlín.
Desgraciadamente debo decir que mi vida ha sido desperdiciada. Si viviese en otro lugar
distinto a Copenhague, esto sin duda sería interpretado como que había disipado los mejores
años de mi juventud en un vivir atolondrado, en estudios desorganizados, tal vez en
depravación. ¡Ay!, pero esto es justamente lo opuesto. He ganado algo —y es por eso que mi
vida ha de considerarse como desperdiciada aquí en Copenhague, donde uno puede vivir feliz
y placenteramente — en tanto se es un don nadie —aquí en Copenhague donde poco más que
cosas malas se dicen sobre cualquiera que sea alguien, con el obvio resultado de que quien es
un don nadie puede decir con orgullo: Nada malo se dice de mí. Aquí en Copenhague si uno
es un estudiante o un graduado, pero nada más, un empleado supervisor en una oficina de
gobierno, un tendero, un alumno en la academia de arte, pero nada más— cuando el clima es
muy caliente, puede fácil y libremente salir a caminar con una sombrilla para protegerse del
sol, aunque no sea la costumbre —pero si yo, por ejemplo, tengo la audacia de hacer esto, se
considera presunción. Un envidioso Cerbero observa cada paso dado por cualquiera que sea
alguien para interpretarlo como orgullo y arrogancia.7
Pero quizás, la consecuencia de mayor importancia derivada del asunto del Corsario, fue que
Kierkegaard diera marcha atrás en su plan: desistió de la carrera clerical rural y de la idea de
dejar de escribir.
Según los Hong, del gran conocimiento que tenía Kierkegaard de sí mismo, se agudizó en él
su visión sobre la vida humana, que lo hicieron profundizar en las implicaciones de la fe
cristiana. Ellos lo llaman el inicio de una ‘segunda etapa de escritor’.8 Ciertamente, al menos
fue un segundo aire, o un retomar la pluma con nuevos brios, pero con las mismas
preocupaciones existenciales originales.
El 20 de enero de 1847 (casi un año después) escribió en el Diario:
…No hay duda que como escritor, en tiempos como los nuestros, yo podría ser por pura
estricta disciplina moral de gran beneficio. (…) En estricto sentido, no estoy calificado para
las tareas de un pastor rural. (…) Pero ahora y de ahora en adelante mi carrera como escritor
es verdaderamente no espectacular.(…) Así es como entendía la vida cuando tenía diez años,
de ahí, la prodigiosa polémica en mi alma; así es como la entendía cuando tenía veinticinco;
así, igual, ahora cuando tengo treinta y cuatro. Es por eso que Poul Møller me llamó el más
profundamente polémico de los hombres.9
Y un poco más adelante dice: “Sólo cuando estoy escribiendo me siento bien. Entonces olvido
todas las cosas desagradables de la vida, todos los sufrimientos, entonces me siento en casa con
mis pensamientos y soy feliz”.10
El 13 de marzo de 1847 publicó Discursos edificantes en distintos espíritus. El libro consta de
tres partes, y cada una de ellas tiene a su vez una portada independiente, como si fuesen obras
distintas en un mismo volumen, las tres firmadas por S. Kierkegaard. Con respecto a este grupo
de escritos dice en una entrada del diario que: “Los tres discursos están una vez más
relacionados entre sí estéticamente, éticamente y religiosamente”.11 La primera parte se titula
Un discurso ocasional. La segunda parte lleva el título de Lo que aprendemos de los lirios del
campo y las aves del cielo, con el subtítulo Tres discursos. Y la tercera parte es El evangelio12
de los sufrimientos, en el que usó por primera vez el subtítulo de Discursos cristianos, diferente
al de Discursos edificantes.13

2. ¿QUÉ QUIERE DECIR QUE ALGUNOS SUFRIMIENTOS SEAN DE LA INTERIORIDAD DEL


INDIVIDUO?

Por naturaleza el hombre busca ser feliz. Decía Aristóteles al inicio de la Ética a Nicómaco al
analizar la naturaleza del bien: “…cuál es el bien supremo entre todos los que pueden
realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los
cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser
feliz”.14 Siguiendo el pensammiento aristotélico, sería un contrasentido buscar el sufrimiento
deliberadamente —en cuanto sufrimiento—, y Kierkegaard también reconoce al sufrimiento
como una dificultad que se nos presenta en el camino de la vida: “¡Ay! Querer sufrir y elegir los
sufrimientos —ése es un deseo que nunca despertó en ningún corazón humano. La persona que
así lo piensa sólo se engaña a sí misma. (…) Nunca puede ocurrírsele al hombre natural desear
el sufrimiento”.15
Sin embargo, aunque no lo busque, ningún hombre escapa al sufrimiento. Ni las comodidades
de la vida, ni los trabajos, ni la sabiduría, ni la virtud, ni las religiones, ni Dios, ni el cristianismo
alteran esta realidad.
Ciertamente, no fue la intención de Cristo guiar a la gente fuera del mundo a regiones del
paraíso donde no hay necesidades ni miserias, o por arte de magia convertir la vida mortal en
deleite y alegría mundanos. Esto es (…) un malentendido, un primario, frívolo malentendido.
(...) La fortuna de una persona en la tierra no ha cambiado de como era antes porque el
cristianismo llegó al mundo. Un cristiano puede sufrir exactamente igual a como se sufría
antes —no obstante, la pesada carga se hace ligera para un cristiano”.16
El cristiano no difiere con respecto a los demás hombres en cuanto al sufrimiento. La
diferencia está en cómo llevarlo.17 La vida humana tiene dificultades y con el cristianismo
“ningún nuevo sufrimiento, humanamente hablando, ha sido añadido, pero tampoco ningún
viejo sufrimiento ha sido eliminado”.18
Al igual que en otras obras, en El evangelio de los sufrimientos, Kierkegaard intenta aclarar
el significado del cristianismo en la vida de una persona, en este caso, lo que debe significar el
sufrimiento para el auténtico cristiano, es decir, el que sigue a Cristo.19
Desde un punto de vista existencial, personal e interior, el sufrimiento mueve y conmueve a
las personas de muy variadas maneras. Dependiendo de la gravedad y profundidad de nuestros
sufrimientos, podemos reaccionar de uno u otro modo.
¿Quién entiende esto mejor que alguien que sufre, que sufre por llevar cargas? Si alguien
desea escuchar suspiros y quejas y lloriqueos, esto se escucha bastante de aquellos que
sufren. Pero también es verdad que es bastante fácil llorar y quejarse y lamentarse incluso
por bagatelas. Uno que sufre no necesita aprender esto porque el dolor mismo es el primero
que inventa eso, y el dolor tiene al grito prontamente disponible. Pero mantenerse en silencio
y sobrellevar, o incluso hallar alegría en la amargura del sufrimiento, hallarla no sólo en la
esperanza de que el sufrimiento cesará en algún momento, sino hallarla en el sufrimiento
como ordinariamente hablamos de ello, que el dolor se mezcla con la alegría —esto merece
ser aprendido.20
Querer aprender esto, para Kierkegaard, es optar por el camino de Cristo. Hay muchos
caminos, pero para el cristiano, el único es el que caminó Cristo. Y elegir ese camino es
caminarlo igual que Cristo.
Cuando al niño se le permite asirse del vestido de su madre, ¿puede decirse que el niño está
caminando por el mismo camino tal como la madre lo está haciendo? No, no puede decirse
eso. Primero el niño debe aprender a caminar por sí mismo, a caminar solo, antes de poder
caminar el mismo camino que la madre y tal como la madre lo camina. Y cuando el niño
aprende a caminar por sí mismo ¿qué debe entonces hacer la madre? Ella debe hacerse
invisible. Aunque su ternura se mantiene igual, se mantiene inmutable, sí, y probablemente
crece al mismo tiempo que el niño está aprendiendo cómo caminar por sí mismo (…). Quizás,
sin embargo, el niño no siempre será capaz de entenderlo.21
Como el niño tiene que aprender a caminar por sí mismo y además caminar solo, hablando
desde un punto de vista espiritual, la tarea de una persona es aprender a caminar por sí misma
y caminar sola. Éste es uno de los más profundos problemas y sufrimientos para el hombre.
Continuando con la analogía, así como en el caso de la madre, sabemos que la ternura de Cristo
por el caminante es inmutable, tal vez más solícita en este tiempo de peligro, pero puede ser
que el individuo que va caminando solo —igual que el niño— no siempre entienda esto mientras
está aprendiendo.22
Esto no significa que el individuo se encierre respecto a los demás. Casi todos tenemos la
experiencia del alivio que da el desahogar las penas con alguien que queremos y que nos
quiere. Sin embargo, el peso real de la pena sigue siendo individual.
Ser ayudado invisiblemente significa aprender a caminar por uno mismo, porque significa
aprender a conformar el pensamiento de uno con el pensamiento del maestro, quien es
invisible.23
En el momento decisivo y cada vez que hay un peligro mortal se está solo. Nadie escucha tus
lamentos y quejas —y sin embargo, continua Kierkegaard, hay suficiente ayuda y voluntad en el
cielo y ser ayudado así es aprender a caminar solo.24
…cuando el camino se hace difícil, los enemigos numerosos, y los amigos inexistentes —
entonces su pena seguramente lo forzará a suspirar: estoy caminando solo. Mi querido lector,
si un niño que empieza a caminar empezase a llorar al adulto y dijese: estoy caminando solo—
¿el adulto no le diría?: ¡Eso es espléndido, mi niño! Así también, al seguir a Cristo.25
Aprender a caminar solo es un aprendizaje que se da en la fe y cuando la fe conforta al que
sufre, se sienta a su lado y se queda con él.26

3. ¿CÓMO HA DE ENFRENTAR EL CRISTIANO AL SUFRIMIENTO?


La novedad del cristianismo, la buena noticia, no es la eliminación del sufrimiento en la vida
del hombre. La buena noticia puede entenderse recordando las palabras de Cristo: “Mi yugo es
bueno y mi carga liviana”.27 Si bien Cristo no abolió el sufrimiento, la carga de Cristo es
liviana.
…así como la nave cuando con ligereza procede a toda vela ante el viento, al mismo tiempo
profundamente corta su pesado camino a través del océano, así el camino del cristiano es
ligero si uno mira la fe que sobrepasa al mundo, pero difícil si uno mira el trabajo laborioso
en las profundidades.28
En cualquier otro camino sucede alrevés: si los sufrimientos llegan, su peso es predominante
a tal punto que puede parecer que nos equivocamos de camino. Pero cuando el camino es el de
quien sigue a Cristo, el mayor sufrimiento es el más glorioso. Además éste es el camino más
seguro. En este camino están las señales del sufrimiento, las felices señales de que uno va por
buen camino. Qué mayor alegría hay, que atreverse a escoger el mejor camino, sólo la alegría
de que en toda la eternidad el camino es seguro.
Se dice que se sigue a Cristo porque Él tomó el camino antes. No es un camino que no haya
sido caminado antes. Él fue por delante. Ir por el camino que Él tomó es seguirlo a la felicidad
eterna. Y no obstante, esto no quiere decir que el camino sea más fácil. Este camino es
igualmente difícil para cada seguidor.29 Ligero y fácil no son sinónimos.
Hablando en lenguaje ordinario, si hablamos de llevar cargas, tenemos que hacer la
distinción entre cargas ligeras y cargas pesadas. Decimos que es fácil llevar una carga ligera y
difícil llevar una pesada.
Pero aquí el lenguaje no es ordinario. Se habla de algo maravilloso como cambiar el agua por
vino, que la carga pesada siga siendo pesada y no obstante ligera. Para explicarlo, Kierkegaard
recurre a otro ejemplo:
Cuando con angustia en el mar, el amante está a punto de hundirse bajo el peso de su amada,
a quien él desea rescatar, la carga es ciertamente la más pesada, y sin embargo (…), tan
indescriptiblemente ligera. Aunque ambos están en peligro de muerte, y ella es lo que más
pesa, él sólo quiere una cosa, él quiere salvar su vida. Por tanto, habla como si la carga no
existiera en absoluto; él la llama [a su amada] su vida, y él quiere salvar su vida. ¿Cómo se
produce este cambio? Me pregunto si no se debe a que interviene un pensamiento, una idea.
La carga es pesada, dice, y se detiene, pero entonces interviene un pensamiento, una idea, y
se dice, «No, (…) de hecho es ligera.» ¿Está contradiciéndose al hablar de esta manera? (…)
no, si lo dice en verdad, entonces en verdad está enamorado. Por tanto, es con la ayuda del
pensamiento, de la idea, de estar enamorado que se produce el cambio.30
Cuando se quiere algo, pero nos parece imposible de lograr, podemos hacernos apáticos, y
tratamos de olvidar el deseo en desesperanza. Pero si nos aferramos al deseo con todo nuestro
corazón con esperanza, para finalmente conseguir eso que habíamos deseado, entonces
podemos exclamar con alegría ¡Es imposible! [¡No lo puedo creer!] Se recibe la certeza con el
saludo más feliz de asombro. (…) Humildemente se está creyendo. Es la sorpresa de la fe, y
continuar sorprendiéndose es la fidelidad al poder que hizo posible lo imposible.31
El paradigma del sufrimiento y de cómo llevarlo, apunta Kierkegaard, lo tenemos en Cristo.
Él que siendo inocente padeció el más grande sufrimiento de todos, a pesar de tanto
sufrimiento, no se mostró indiferente ante el sufrimiento humano que lo rodeaba. Leemos en la
Escritura que Él dijo “vengan a mí los que se sienten cargados y agobiados, porque yo los
aliviaré”.32 Pero, continúa Kierkegaard, nunca dijo:
‘No, hoy no tengo tiempo; (…) no me apetece hoy porque tengo mis propias preocupaciones’;
(…) Por el contrario, no hubo sufrimiento humano, por muy terrible, del que no quisiera tener
noticia por miedo a que perturbara su alegría o aumentara su pena, porque su única alegría
era proporcionarle al que sufría un descanso para su alma, y su más grande pena era cuando
el que sufría no permitía ser ayudado. Donde se le encontrara, en un lugar remoto donde
buscaba la soledad, o en el templo y el mercado donde quería enseñar, siempre estaba
disponible; Él no ponía excusas diciendo que buscaba estar solo; no se disculpaba diciendo
que estaba ocupado. Cuando aquellos más cercanos a él querían aprovecharse de esta
relación, querían exigirle su tiempo, Él no los reconocía, pero si había alguien sufriendo, Él lo
reconocía. Él vino cuando un gobernante envió a un mensajero a buscarlo, y cuando al pasar
una mujer tocó el pliegue de sus ropas no dijo: no me detengas —no, Él se detuvo, y cuando
los discípulos querían frenar a la multitud, Él lo impedía.33
Hay que aprender de Cristo a llevar cargas, las nuestras y las de otros. En un momento de
emoción resulta fácil prometer llevar la carga, pero cargarla es difícil.
Cuando decimos de alguien que ha aprendido de lo que ha sufrido, esta afirmación contiene
simultáneamente algo atractivo y algo aterrador. Lo atractivo es: aprendió. La gente no es
reacia a aprender; al contrario, están ávidos por aprender y especialmente ávidos por haber
aprendido algo. Prefieren aprender todo muy rápidamente, pero si algún esfuerzo ha de
hacerse, también están deseosos por hacer algún esfuerzo. Pero si es cuestión de aprender
un poco, lentamente, pero, por supuesto, a fondo, ellos pronto están impacientes, y se
requiere de mucho tiempo, se vuelven, como sarcásticamente lo pone el lenguaje,
rigurosamente impacientes. Pero si es el sufrimiento el que va a ser el maestro, el que va a
dar la instrucción, entonces pierden completamente el entusiasmo por aprender y piensan
que ya son suficientemente sabios, y suficientemente sabios como para percibir que uno
puede ciertamente comprar la sabiduría a un precio demasiado alto, porque no pueden
pensar, en seguida con un cálculo de sentido común, a través del sufrimiento y entender su
bondad.34
Entonces, ¿dónde reside la felicidad de la que habla el cristianismo? En otro texto posterior
de 1848, Discursos cristianos, en la segunda parte que se titula Estados de ánimo en la
sublevación del sufrimiento dice “No hay ningún recuerdo más bienaventurado, ni nada más
bienaventurado por recordar, que los sufrimientos solucionados en compañía de Dios; éste es el
secreto de los sufrimientos”.35 Ésta es una verdad que uno puede apropiar recordando las
palabras del joven Kierkegaard en uno de sus primeros discursos edificantes:
Cuando la pena arroja su sombra sobre nuestras vidas, cuando el desaliento empaña nuestros
ojos, cuando la nube de inquietud lo aleja de nuestros ojos, entonces (…)” hay que recordar
que “con Dios no hay sombra de variación (…) Así como la mano todopoderosa de Dios hizo
todo bueno, así Él (…) siempre constante, en todo momento hace todo bueno, hace que todas
las cosas sean un don bueno y una dádiva perfecta para todo el que tiene un corazón lo
suficientemente humilde, un corazón lo suficientemente confiado.36
Tal vez entre los muchos provechos que pueden obtenerse de estas reflexiones de
Kierkegaard en torno al sufrimiento, se encuentre el reafirmar que en un mundo lleno de
adversidad y tribulación, no obstante, hay alegría y bienaventuranza en la vida del individuo.
Que en el sufrimiento, el individuo se tiene que enfrentar a sí mismo, pero que existe una ayuda
invisible, y que además es un camino que ha sido recorrido por otros y que otros recorrerán
también. Ésta es una idea que acompañó a Kierkegaard de manera repetida a lo largo de sus
obras. Esta idea puede verse ejemplificada en una conocida página del diario de 1835:
Por eso contemplo con alegría y fortaleza interior a los grandes hombres que han encontrado
aquella piedra preciosa por la que dieron todo, hasta la vida. Los veo intervenir en la vida con
fuerza, con paso seguro, avanzar por la senda que les fue designada sin tambalear. También
los descubro al borde del camino, concentrados en sí mismos y trabajando por su objetivo
más alto. Con veneración veo incluso los desvíos más próximos. Lo que importa es la acción
interior del hombre, el lado divino del hombre y no la cantidad de sus conocimientos.37

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www.hedonometer.org
1 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits. Tr. H. and E. Hong. Princeton: Princeton University Press, 1993, p.
257 SV1 VIII 341. La traducción al español de los textos citados de esta obra es mía.
2 “…en la charla cotidiana, cuando se dice que una persona probablemente ha sufrido mucho, estamos acostumbrados a asociar
inmediatamente esto con la noción de interioridad”. S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas.
Tr. Nassim Bravo Jordán, México: Universidad Iberoamericana, 2009, p. 290 / SV1 VII 247.
3 Por ejemplo, recientemente, investigadores de la Universidad de Vermont y la MITRE Corporation desarrollaron un sistema de
medición de la felicidad que analiza mensajes que circulan en Twitter. El hedonómetro (programa informático medidor de
felicidad) que mide los altibajos del estado de ánimo de los usuarios, se basa en las expresiones en línea de la gente; lo que
miden es cómo las personas se presentan —se expresan— al mundo exterior. Cfr. www.hedonometer.org
4 En su primera obra seudónima, Lo uno o lo otro, de 1843, en la primera parte correspondiente a los papeles de A, hay dos
capítulos que tratan especialmente el tema del sufrimiento: La repercusión de la tragedia antigua en la moderna y El más
desgraciado. Cfr. S. Kierkegaard, Estudios estéticos II, de la tragedia y otros ensayos. Tr. Demetrio Gutiérrez, Madrid:
Guadarrama, 1969, p.13 y137 / SV1 I 115 y SV1 I 191. Johannes Climacus, seudónimo del Postscriptum, se refiere a la tercera
parte de Etapas en el camino de la vida como “la historia de sufrimiento”. Cfr. S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y
definitivo a Migajas filosóficas, p. 289-293 / SV1 VII 246-249. Para más lugares donde Kierkegaard habla del sufrimiento, por
ejemplo Obras del amor, Discursos cristianos, Ejercitación del cristianismo, Para un examen de conciencia y ¡Juzga por ti
mismo!, ver Thulstrup, M. Mikulova, “Suffering”, en Kierkegaard and Human Values. Bibliotheca Kierkegaardiana 7, ed. Niels
Thulstrup and Marie Mikulová Thulstrup, Copenhagen: C.A. Reitzels, 1980, pp. 135-162.
5 Es la tercera parte de la obra titulada Discursos edificantes en distintos espíritus, que publicó en 1847 (SV1 VIII 117-416).
6 S. Kierkegaard, Papirer VII1 A 4.
7 Papirer VII1 A 90 – 1846.
8 Cfr. “Historical Introduction”, en Søren Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p. xi. Por su parte, Robert
Perkins escribe: “In this volume at the beginning of the ‘second authorship’ Kierkegaard presents/argues the moral and
theological viewpoints that will occupy his attention for the remainder of his life and which ended in the wrenching spiritual
experience of his attack on Christendom”. Perkins, Robert L., ‘Introduction” en International Kierkegaard Commentary.
Upbuilding Discourses in Various Spirits, Vol. 15, ed. Robert L. Perkins, Macon: Mercer University Press, 2005, p. 3.
9 Papirer VII1 A 221, con fecha del 20 de enero de 1847.
10 Papirer VII1 A 222.
11 Papirer VIII1 A 15.
12 Atendiendo al significado de la palabra evangelio, de origen griego (bien y mensaje), ‘evangelio’ se refiere a una buena
noticia. Es un buen mensaje. El evangelio de los sufrimientos entonces tendrá que ser un buen mensaje o una buena noticia
sobre los sufrimientos. En este caso puede notarse que la reflexión de Kierkegaard con relación al sufrimiento no tiene un tinte
pesimista, sino de buena nueva como lo anuncia en el título mismo de este discurso.
13 ‘Lidelsernes Evangelium. Christelige Taler’ en danés.
14 Aristóteles, Ética a Nicómaco. Tr. Julio Pallí Bonet. Madrid: Gredos, 1988, p. 132 / 1095a 16-20.
15 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p.250 / SV1 VIII 335. Cfr. Thulstrup, M. Mikulova, “Suffering”, p.
136.
16 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p. 233/SV1 VIII 320.
17 Cfr. Ibídem, p. 246 / SV1 VIII 331.
18 Ibídem, p. 236 / SV1 VIII 323.
19 Cfr. Andic, Martin, “The Secret of Sufferings”, en International Kierkegaard Commentary. Upbuilding Discourses in Various
Spirits, Vol. 15, pp. 201-202
20 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p. 232 / SV1 VIII 319.
21 Ibídem, pp. 219-220 / SV1 VIII 307.
22 Cfr. Ibídem, p. 220 / SV1 VIII 308.
23 Cfr. Ibídem, p. 220 / SV1 VIII 308.
24 “Esta ayuda no viene de fuera y toma tu mano; no te apoya como una amable persona apoya al enfermo; no te guía de nuevo
a fuerza cuando has perdido el camino. No, sólo cuando te abandonas completamente, abandonas completamente tu propia
voluntad, y te comprometes con todo tu corazón y pensamiento —entonces llega la ayuda invisiblemente, pero entonces
ciertamente ya has caminado solo”. Ibídem, p. 221 / SV1 VIII 308.
25 Ibídem, pp. 226-227 / SV1 VIII 313-314. Cfr. Andic, Martin, “The Secret of Sufferings” p. 212.
26 Cfr. S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p. 238 / SV1 VIII 325.
27 Mat. 11, 30.
28 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, p. 218 / SV1 VIII 306.
29 Cfr. Ibídem, pp. 227-228 / SV1 VIII 314-315.
30 Ibídem, p. 234 / SV1 VIII 320-321.
31 Cfr. Ibídem, p. 237 / SV1 VIII 323-324.
32 Mat. 11, 28.
33 S. Kierkegaard, Upbuilding Discourses in Various Spirits, pp. 231-232 / SV1 VIII 318-319.
34 Ibídem, pp. 250-252 / SV1 VIII 336.
35 S. Kierkegaard, Christian Discourses. Ed. and tr. H. and E. Hong. Princeton: Princeton University Press, 1997, p. 104 / SV1 X
110. La traducción al español es mía.
36 S. Kierkegaard, Todo don bueno y toda dádiva perfecta viene de lo alto. Tr. Luis Guerrero y Leticia Valadez. México:
Universidad Iberoamericana, 2005, p. 79 / SV1 III 45. “The discourses of the third part of the book, “The Gospel of Sufferings”,
are addressed to one who suffers and bears heavy burdens (…) every word in them (…) is a spiritual sign, not a piece of
information, but a guide that a suffering spirit can appropriate”. Nicholson, Graeme, “The Intense Communication of
Kierkegaard’s Discourses” en International Kierkegaard Commentary. Upbuilding Discourses in Various Spirits, Vol. 15, p. 366.
37 Papirer I A 75.
LA DESALIENACIÓN DEL SUSTENTO EN LA DIFERENCIA EN LOS
LIRIOS DEL CAMPO Y LAS AVES DEL CIELO. EL PARADIGMA
CRISTIANO DE IDENTIDAD HUMANA Y ECONOMÍA
Allan Christian Covarrubias Martiñón
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

L
a tensión dramática de la tragedia antigua y moderna es expuesta ampliamente por
Søren Kierkegaard en obras como O lo uno o lo otro. Brevemente recordamos que esta
tensión oscilaba, por un lado, entre la responsabilidad atribuida los dioses o a un destino
determinado sobre el desarrollo de la historia en donde la libertad era reducida casi a la
nulidad, pues estos agentes externos disminuían al hombre a un conformismo doloroso y
lamentable. Basta hacer memoria sobre las tragedias de Sófocles, o en general, sobre toda la
literatura clásica suscrita a la cosmovisión del eterno retorno en donde la preocupación
fundamental del hombre consistía en lograr agradar a los dioses o bien en intentar ajustarse, no
sin resistencia, a las predestinaciones dadas sin remedio. Por otro lado, el drama moderno
exponía a un hombre condenado a su libertad, es decir, a entretejer una historia de la que era
casi absolutamente responsable. Aquí se intentó desechar a la otrora intervención determinista
dejando al nuevo esclavo de la libertad en una desnudez existencial que quiso arropar con la
posesión del mundo. Esto se ha convertido, desde entonces, en un imperativo categórico por el
que el sujeto ha intentado acallar, aunque sin resultados eficientes, a la terrible tragedia de la
indeterminación.
Sin embargo, en los discursos cristianos del Sócrates danés, encontramos serios análisis
sobre la necesidad de depurar el sentido cristiano de la existencia humana. Su obra intitulada
Los lirios del campo y las aves del cielo reúne tres discursos cristianos en los que se deja ver a
un pensador básicamente oyente de la Palabra revelada, que asimismo intenta aliviar la tensión
propia del drama trágico que desarrolló ampliamente en sus obras precedentes. En la presente
exposición resumiremos este alivio y depuración que realiza el pensador danés en relación a la
petición hallada en el Padrenuestro: “Danos hoy el Pan de cada día”. Esta invocación está
expresada en los tres discursos kierkegaardianos de los lirios y de los pájaros: Contentarse con
ser hombre. ¡Qué glorioso es ser hombre! ¡Qué felicidad está prometida a quien es hombre! Con
base en esto, desarrollaremos una postura de cuño cristiano en relación a la identidad humana
desalienada de lo que no le es propio. Esta nueva desnudez antropológica, desalienada incluso
de la absolutización moderna de la libertad, nos permitirá avizorar un panorama económico
libre ya de la angustia por el sustento, en donde el hombre es capaz de resignificar el valor de
los bienes perecederos. Kierkegaard nos dejará ver que el perecimiento mismo representa un
temor mortal que nos lleva a la necesidad de “elegir”, cayendo así en un círculo vicioso en el
que la necesidad siempre es necesidad irresuelta, pues en realidad nunca se posee lo que es
caduco.1 En sus discursos cristianos se exige entonces un abandono de esta postura suicida
para ampliar los horizontes históricos hacia una nueva perspectiva: la contemplación de la
gloria de ser imagen de Dios por la que la desesperación posesiva se convierte en esperanza
libre; la acumulación, en desprendimiento y la muerte en auténtica vida eterna.

1. LA DESALIENACIÓN DE LA DIFERENCIA.
La triada discursiva expuesta halla sustento en el pasaje del Evangelio de Mateo 6, 24-34 que
desvela el misterio del hombre en relación a su identidad y su quehacer en el mundo, a través
de analogías con la naturaleza. Kierkegaard explota la veta hallada en dicho pasaje para
mostrar la naturaleza desnuda del hombre según la enseñanza de nuestros maestros: los lirios
del campo. Ellos han sido revestidos con una hermosura que ni Salomón en toda su gloria vistió.
Para Kierkegaard, estas palabras valen también para el hombre: “…la gloria de Salomón es
nada en comparación con ser hombre… de suerte que Salomón para ser lo más glorioso que él
es y estar convencido de ello tendría que desvestirse de toda su gloria y sólo ser hombre”.2
El hombre que sigue el ejemplo de los lirios del campo, aquellos que no están sujetos a
cuidados artificiales ni se procuran el sustento cotidiano, es capaz de contentarse con ser
hombre y con ello, adquirir una independencia clave para dejar de afligirse: el hombre se
identifica con el lirio que viene a decirle en su belleza callada y dependiente del Jardinero
celestial la inenarrable nota gloriosa de su identidad.
Las aflicciones que el hombre puede padecer, en cambio, surgen con la confrontación en su
alternancia con otros hombres. Ahí donde se da cuenta de las diferencias, el hombre cavila y
trabaja a fin de satisfacer una necesidad de alcanzar lo que no le es propio. En esta lucha
sustentada en la confrontación permanente llega incluso a olvidarse de ser hombre. Entonces
surge propiamente la llamada alienación, pues se da el olvido de sí en razón de la necesidad de
poseer lo que el otro tiene, incluso, de ser el otro. Surge así una auto aniquilación desfavorable
que pronto se traducirá en angustia y en un auténtico complejo de inferioridad discreto que a
veces se sustituye con el complejo de superioridad propio de quienes alardean de la posesión.
…el hombre se pone en el lugar de otro o pone a otro en su lugar… En la preocupación del
cotejo sobre la diferencia, el afligido va tan lejos definitivamente que sobre la diferencia
olvida que es hombre; piensa tan desesperadamente que es tan diferente de los demás
hombres, que incluso llega a creer que no es hombre.3
Por otro lado, Kierkegaard advierte que lo que aprendemos del discurso de los lirios del
campo es a contentarnos con ser hombres. No se trata ya de perseguir el ideal alcanzado por
otros, de poseer lo que otros tienen o aún más a fin de demostrar una vida poderosa, pero en el
fondo, inauténtica. Contemplar al lirio significa desembarazarse de lo efímero que da la
confrontación. Ahora bien, en la sola contemplación del lirio se desahogan los conflictos propios
de los estadios éticos y estéticos. Al respecto, Kierkegaard afirma que el afligido está invitado a
salir al campo a contemplar los lirios y los pájaros según el pasaje evangélico a fin de distraerse
y dominar el ánimo dominado por la preocupación:
Contempla al lirio, mira qué delicioso se yergue a tus plantas, no lo desprecies, pues está
seguramente esperando que te regocijes con su hermosura! ¡Mira cómo se balancea y sacude
el polvo de sus pétalos para seguir siendo delicioso! ¡mira qué suave es, siempre dispuesto a
las bromas y al juego, mientras que cediendo sale victorioso de la tormenta más violenta que
haya tenido que aguantar! ¡Contempla al pájaro ajo el cielo, mira cómo vuela! Quizá acaba de
llegar de un largo recorrido, desde inmensamente apartados parajes felices —pero no
importa, aquí está; quizá se ponga ahora en vuelo muy largo, hasta lejanísimas regiones—,
¡déjale que se lleve consigo tu preocupación! Lo haría sin notar para nada la carga, sólo con
que tú permanecieras mirándolo. ¡Contempla qué quito está ahora, cómo se solaza en el
espacio infinito! ¡mira cómo acierta a encontrar su camino! Y ¡qué camino a través de las
tribulaciones y calamidades de la vida humana es con todo tan difícil, tan incomprensible!4
Esto es relevante porque de cierto modo se exonera al hombre del dolor y la pena propios de
la tragedia antigua y moderna. Pues en realidad, toda preocupación mundana se basa en que un
hombre no se contenta con ser lo que es, y en la confrontación encuentra una identidad que no
le es propia, que le choca, lo frustra y lo lleva al desarraigo de lo propio: la antesala de la
muerte misma. Así, en la búsqueda por la igualación con otros dada por la confrontación y la
diferencia siempre superpuesta, el hombre se halla en el sufrimiento propio del horizonte ético
de la tragedia.

2. LA ALIENACIÓN SUFRIENTE DE LA RESPONSABILIDAD POR EL SUSTENTO.


En la aflicción y el sufrimiento, el hombre logra desarraigarse de su “ser hombre” según la
diferenciación que hace de sí ante otros. Esto equivale a que se olvida también de Dios o bien, a
que ha vivido lejos de Él. Kierkegaard establece un binomio casi necesario entre el drama de la
diferencia y la búsqueda del sustento: el hombre se despoja de sí mismo para buscar
afanosamente el revestimiento que ha envidiado en el otro. Esta “búsqueda del sustento” está
condenada a ser siempre así. El hombre tiene una inconformidad permanente con su presente y
vive una eterna frustración al proyectarse insatisfactoriamente hacia un futuro de hecho,
inalcanzable. En esto consiste propiamente otro tipo de alienación: la alienación del sustento en
la diferencia, pues el hombre se enrola en una necesidad que incluso satisfaciéndose, siempre
encuentra una sustitución, pues pareciera que el estado de alienación se convierte en la
necesidad real mientras se disfraza de necesidad de lo ajeno: la verdadera necesidad recae
sobre la misma necesidad.
El hombre que ha olvidado a Dios, se ha despojado de sí y se ha alienado necesariamente.
Entonces dispone todo para “responsabilizarse” y desarrollarse “sustentablemente” e intenta
erigirse como el arquitecto de su propio destino sin saber que irónicamente está intentando —
sí, siempre intentando— construir una historia con material siempre ajeno y artificial. Esto bien
podría corresponder con estadio ético kierkegaardiano que asimismo está reflejado en la
tragedia moderna. Aquí, el “drama contemporáneo ha expulsado al destino trágico y se ha
emancipado dramáticamente; es vidente, se observa a sí mismo y acepta el destino en su
conciencia dramática”.5 El actor moderno es un reflejo del hombre que carga los dados hacia sí
mismo.
El hombre que se sustenta por la envidia de lo que es diferente, en realidad quiere poseer
porque contempla melancólicamente la corrupción. El mundo no le satisface, aunque lo posea
progresivamente, pues sus ojos están puestos en el temor a la corruptibilidad de las cosas, pues
sabe que son caducas. Entonces intenta aprisionar lo pasajero en un remedo barato lo que
realmente anhela: lo eterno, lo no caduco, lo que permanece.
El hombre alienado se instaura así como el principal e incluso único protagonista en la
lectura y responsabilidad sobre las causas y las consecuencias de su propia historia. Genera una
personalidad fundamentalmente previsora que tiene el ímpetu de planear a distancia lo que ha
de hacerse para conseguir tal o cual cosa, llegando a creer ingenuamente que el proyecto le es
original sin dar cuenta de la terrible suplantación. Tal vez por esto la alienación es más
dramática aún, pues en realidad es inconsciente: el hombre sufre porque no sabe que quiere ser
otro, que no lo es y que está sofocado en la necesidad de serlo.
Es así que surge otra categoría: la desesperación, pues para el cautivo de la necesidad el
tiempo apremia. El cotejo de su propia realidad frente a la de otros hombres acrecienta un
deseo cada vez más obsesivo por construir una historia similar en la que además de olvidar la
providencia, olvida también el azar y entonces se repliega hacia la cuestión dolorosa de la
confrontación que eleva asimismo la desesperación. El sujeto se entrega a dos opciones
virtuales: el ahogo en la desesperación que Kierkegaard equivaldrá con la muerte misma, o
bien, letarga una incidencia “más efectiva” que poco a poco alcanza haciendo que el sujeto
planee su incidencia más efectiva en lo que finalmente es inalcanzable.
Habíamos dicho que el sujeto en la confrontación llega a sentir que no es hombre
efectivamente. Esto trae consigo también un sentimiento de culpa sobre el que se siente
responsable. Entonces se pregunta, reflexiona hondamente, martilla sus sentidos para que den
una respuesta acertada sobre su propia culpa responsable. Kierkegaard reprocha sin
miramientos tal pretensión omnímoda que se ha olvidado de lo azaroso, de lo indescifrable, de
lo que está fuera del alcance de la especulación humana.
El afán reflexivo y explicativo apelan entonces a una subjetividad que pretende hacerse cargo
de sí misma. El hombre vive en una prevención de la temporalidad, y con ello trabaja sin
descanso en la imperiosa necesidad de procurarse su sustento. Aquí la diferencia sufriente con
respecto a otros hombres o bien, la diferencia preocupante con respecto a otros días venideros
hacen que el hombre no se contente con lo que tiene en la actualidad: con el pan suyo de cada
día dado finalmente por la Providencia divina. Esta situación tiene como base la situación
estética de no contentarse con ser hombre. Ello deviene en una situación ética en la que lo que
más desea el hombre, es “ser su propia providencia para la vida entera o quizá meramente para
el día de mañana”.6

3. LA DESALIENACIÓN DEL SUSTENTO.


El cuidado por el sustento en realidad quiere poseer la diferencia, como ya lo hemos
mencionado. Atiende comparativamente a los demás y es determinado por una realidad siempre
inalcanzable y aplazable (pues la tensión al futuro hace que el presente siempre esté en
realidad insatisfecho de su situación: siempre tiene deseo de algo en el futuro. Incluso podría
decirse que en este sustento el hombre siempre come sin saciarse). La imaginación sustituye
aquí a una lectura realista de la propia historia. Kierkegaard apela a las aves del cielo, como las
maestras en el “deber hacer”. Según el folósofo, el hombre, contento con ser hombre, no se
preocupa por el sustento en relación a la diferencia, pues a lo sumo, sólo está preocupado por el
día presente al que le basta su propio afán.
Las aves del cielo son alimentadas por el Padre celestial. Ellas no se afanan por el sustento
cotidiano dado por la diferencia, y sin embargo, tienen lo necesario para vivir día a día. En ello
hacen rebosar su propia naturaleza acentuada por la libertad de sus alas. Kierkegaard llega
afirmar que:
…allí, en medio de los campos, donde no hay ninguna despensa, bajo el cielo; allí es donde los
pájaros despreocupados sin sembrar ni segar ni amontonar en los graneros y sin cuidados del
sustento, se remontan ágiles sobre el bosque y el lago. El Padre los alimenta: Sí, el Padre los
alimenta.7
El ave del cielo es el modelo del hombre contento de sí; es un hombre agradecido que tiene
una confianza esencial en la providencia, la cual le permite despreocuparse del sustento a la par
en que le permite agradecer su estado natural de ser hombre.
La desalienación por tanto consiste en sustraerse de las preocupaciones por el sustento. Para
tal efecto, el hombre ha de caer en la cuenta de lo glorioso que es el estar revestido de hombre.
No se trata de un revestimiento exterior, sino de la propiedad natural de ser hombre: “Se afirma
que el lirio está vestido, pero esto no hay que entenderlo como si la existencia del lirio y el que
tenga vestidos fuesen dos cosas distintas; no, su vestidura es ser lirio”.8 Sin embargo, el lirio
que ha sido revestido con mejores prendas que Salomón no se compara con la dignidad de ser
hombre. Kierkegaard aborda solemnemente en qué consiste la gloria de ser hombre
contrastando en principio el afán dominante que lucha por el sustento dado por la diferencia y
el dominio real que posee el hombre con respecto a toda la creación. Allá en el campo, dice él,
…junto a los lirios, donde todo hombre, que sorbe tranquilizante y a solas la leche de aquellos
primero pensamientos es lo que cada hombre es según la idea divina: un dominador, desde
luego, allí ninguno quiere ser dominador. ¡Ser un prodigio!9
Esta gloria acuña una identidad todavía más arraigada: la de ser imagen de Dios. La imagen
del hombre no es material sino espiritual y en esto consiste una gloria realmente invisible en el
hombre. Ahora bien, el creador es fundamentalmente es el objeto omnipresente de adoración y
la gloria del hombre es inversa: a él le conviene adorar, pues cuando imita directamente la
presencia omnipresente de dios bajo el afán de dominio, pierde lo que corresponde a su imagen.
El Creador, sin embargo, vuelca su amor en el Hijo a la vez que éste le corresponde con el
mismo movimiento. Asimismo, la omnipresencia de Dios no es estática en relación al hombre,
pues reside en un eterno darse por el amor mediante el sustento providencial del que hace
mención Kierkegaard. Podemos afirmar que en esto consiste el punto nodal de la identificación
espiritual del hombre con Dios: su ser imagen es básicamente la expresión espiritual del darse y
no el de autoinstituirse simplemente como el dominador omnipresente. El hombre, imagen de
Dios, se da naturalmente a quienes ejercen su mismo nivel ontológico: los hombres.

4. LA ECONOMÍA CRISTIANA LIBRE DE LA DIFERENCIA Y EL SUSTENTO.


Kierkegaard admite que la diferencia entre pobres y ricos se debe fundamentalmente a la
confrontación nacida del no contentarse con ser hombre. El hombre que no ejerce su ser
imagen de Dios en el vuelco existencial en el otro trae consigo la previsión y la alienación de la
diferencia por la que se obnubilan los intereses comunes. En una sana economía desalienada de
la diferencia, el hombre es consciente de su sustento providencial del cual se ocupa en lo
necesario a semejanza de los pájaros del cielo, pero no descomunalmente en el sentido de la
alienación. En esta sana economía, el hombre, consciente de su asistencia providencial, sería
capaz de extender la asistencia providencial a otros según la emulación de su naturaleza eterna.
Kierkegaard acentúa también que el Evangelio no se ubica a favor de algunos o de otros,
aunque tenga una opinión mejor formada de la pobreza. El pobre mismo puede verse
confrontado por la riqueza de los acaudalados. Esta situación lo puede llevar a afanarse por un
sustento nacido de la envidia que amarga toda labor y empeño; mientras que los resultados del
afán son vistos por el hombre alienado por su trabajo, pobre o rico, siempre con ojos siempre
desdeñosos. El desdén se convierte entonces en una actitud esencial en quien se afana por
conseguir más sin lograr una satisfacción real, pues la tensión hacia la provisión futura se
convierte en un verdugo esclavizador.
El desbalance en posesión de bienes en términos de economía cristiana, es lo de menos, pues
el hombre en su naturaleza revestida del contento con saberse tal, está sobre toda diferencia.
La aflicción dada por la confrontación provoca una sobrevaloración apasionada de la diferencia.
De ahí que el abismo entre los pobres y los ricos sea un tema álgido en los análisis sociales y en
los indicadores de bienestar social sustentados en la medida de la posesión de bienes.
La injusticia social viene a estar precedida necesariamente de la preocupación por el
sustento. El que acumula bienes, regularmente es previsor del futuro. Esta previsión que
desconfía de la providencia puede fácilmente convertirse en mezquina y explotadora; está
sustentada en la diferencia y en ello hay un olvido de la naturaleza propia según lo hemos visto.
La posesión acumulativa y enfermiza de bienes se convierte así en una obsesión que le arrebata
al hombre el deleite real del presente que es sacrificado por un futuro siempre postergable,
pues mientras llega, ya se ha trazado un nuevo plan para poseer más.
Este afán de posesión traza la brecha propia de la injusticia social, pero no en la diferencia
clásica establecida entre ricos y pobres. Es una brecha trazada entre el sustento dado por la
diferencia y el contentarse con ser hombre. La injusticia social en la visión cristiana-
kierkegaardiana va más allá de la acumulación desmedida de bienes en los potentados o en la
privación de bienes a los más desfavorecidos: en realidad pobres y ricos, según la lógica del
Evangelio, son privados del correcto deleite de los bienes diseñados para ser disfrutados
gracias a la providencia y el afán de cada día. Aunque hay que hacer una salvedad: el pobre que
se instaura sobre la diferencia, no obstante su desposesión, puede ser realmente
bienaventurado: sabe que la asistencia providencial no cejará en brindarle lo necesario para
que su afán de cada día le de lo suficiente. El rico también puede instaurarse sobre la diferencia
si tiene la disposición de dejarlo todo en cualquier momento no obstante la cantidad de bienes
que posea. El hombre privado de la preocupación por la acumulación, es capaz de abrazar al
mundo que le es dado gratuitamente. Habita junto al Jardinero celestial y esa es su única
garantía.
De este modo se justifica la lógica del Evangelio, en donde los pobres tienen mayor
posibilidad de acceder a la comprensión de la justicia social, pues al verse privados del afán
posesivo, pueden estar en realidad mayormente cualificados para comprender su propia
naturaleza y por ende, contentarse con ella. Aunque ello no implica que los pobres no puedan
vivir de la diferencia y en la diferencia. Hay pobres “miserables” que explotan a niños pequeños
para conseguir un sustento volátil, pero conformado desde la avaricia, independientemente de
sus posesiones actuales.
Los luchadores por la justicia social y demás agentes promotores del desarrollo social tienen
una alternativa para realizar una crítica social diferente. Será necesario echar mano de una
planeación más colegiada, en donde antropólogos, filósofos, sociólogos, religiosos, economistas,
psicólogos, y demás, sumen esfuerzos de análisis comunes derivados de su legado de
conocimiento a fin de atender de raíz al problema de desequilibrio social. El cristianismo
kierkegaardiano, a fin de cuentas, evangélico, ofrece una clave de lectura que atiende a dicho
problema de raíz: el del hombre que no se ha contentado con ser hombre y se afana por logar
igualarse a la diferencia en su camino a una muerte asegurada.
De este modo, Kierkegaard ha elaborado una fuerte crítica antropológica que deriva en una
crítica a cualquier economía sustentada en la necesidad de acumulación de bienes. Aquí el
hombre prevé la necesidad de sustentarse, almacenando ante el temor de la muerte misma, la
cual asegura irónicamente con una conciencia reprimida. Esta situación angustiante deriva en
la explotación desenfrenada de recursos y personas como lo hemos visto. Kierkegaard apela a la
liberación de esta alienación invocando nuevamente al Evangelio: “Busquen primero el Reino de
Dios, y lo demás se les dará por añadidura”.10 Aquí se conmina tajantemente a no postergar la
búsqueda de lo prioritario, es decir, aquel Reino invisible que fuera de toda abstracción,
conviene con el amor concreto. Este Reino invisible no puede ser aplazado según Kierkegaard,
pues es lo primero por buscar. No es negociable, y por ello se instaura como el primado de la
búsqueda del deseo humano. No sustituye a los deseos inmediatos de la voluntad, antes bien,
los integra como medios y no como fines para alcanzar lo que incluso le da sentido a lo
corruptible.11
La mirada del hombre ya no está volcada sobre la corrupción misma, por la cual tiende a
acumular; su mirada está puesta en la gloria del revestimiento del ser simplemente el hombre
que ama, que se vuelca, dándose en “lo otro” que es como él, es decir, en los demás hombres
que son realmente “hermanos”. No se asegura provisiones para la noche, sino que despierta
confiado cada madrugada esforzándose en lo necesario, no sólo para él mismo, sino para un
proyecto mayor. Si este hombre nuevo, que siempre ha sido el mismo, no está ya preocupado
por la corrupción, entonces será capaz de deleitarse en el aquí y el ahora de los bienes
compartidos: el deleite es la gloria del hombre que está revestido de su ser hombre imagen de
Dios en lo más esencial de esta identidad: el amor mismo. De modo que la producción de bienes
no tendrá como objetivo la acumulación, sino el deleite compartido. Con este paradigma
económico el hombre marginado pronto se vería incluido en la necesidad de incluir a otros en el
mismo proyecto: compartir lo producido, compartir la necesidad de compartir, y compartir los
modos de producir. Estas directrices pronto excluirían cualquier forma de explotación: ahí
donde el hombre se reserva y tiende a hacer exclusivos los modos y regalías de producción por
los que pronto encuentra la muerte, y a fin de cuentas, pone en peligro a la misma especie que
sin embargo, ha sido redimida por el amor.

BIBLIOGRAFÍA.
S. Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid:
Trotta, 2007.
S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Gringberg. Buenos Aires: Losada, 2004.
S. Kierkegaard, “O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida. I y II”, en Escritos de S. Kierkegaard.
Madrid, Trotta, 2000.
S. Kierkegaard, El instante. Tr. A. R. Albertsen. Madrid: Trotta, 2006.
1 “Cuanto más avanzan lo artificial y el activismo, más y más son los que en cada generación trabajan como esclavos toda la
vida en los bajos y subterráneos parajes de la confrontación, y como los mineros que nunca ven la luz del día, así estos
desgraciados jamás llegan a ver la luz: aquellos pensamientos sublimes y sencillos, aquellos primeros pensamientos acerca de lo
glorioso que es ser hombre”. S. Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, p. 57 / SV1 VIII 275.
2 S. Kierkegaard., Los lirios del campo y las aves del cielo. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid, Trotta, 2007, p. 35 / SV1 VIII
254.
3 Ibídem, pp. 39-40 / SV1 VIII 258.
4 Ibídem, p. 55 / SV1 VIII 273.
5 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Gringberg, Losada, Buenos Aires, 2004, p. 63.
6 S. Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, p. 47 / SV1 VIII 265.
7 Ibídem, p. 42 / SV1 VIII 260.
8 Ibídem, p. 57 / SV1 VIII 275.
9 Ibídem, p. 59 / SV1 VIII 277.
10 Mt 6, 33.
11 “Pero aquel en cuya alma está posado lo eterno, ése sí que busca y anhela. Si la visibilidad no le engaña, como es engañado
quien toma la sombra por la figura; si lo transitorio no le engaña, como es engañado quien se retrasa por el camino; si esto no
sucede, entonces el mundo no acalla su nostalgia, sino que de rebote lo ayuda para seguir buscando, para buscar lo eterno, el
reino de Dios que está allá arriba en el cielo”. S. Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo, p. 74 / SV1 VIII 254.
KIERKEGAARD: ANALÍTICA DEL PECADO
Javier Toscano
UNIVERSIDAD PARÍS IV: SORBONNE

E
ste artículo sitúa uno de los conceptos clave de Søren Kierkegaard como aportación
filosófica de primer orden. Más que una exposición histórica, el artículo analiza la
noción del pecado original, reconstituyendo su sentido como condición ontológica más
allá de un ámbito religioso, y describiendo su función específica para la construcción de
subjetividad. Al final, se sugiere su conexión con una idea explícita de la temporalidad de este
filósofo, para tratar de dar cuenta de la forma en que Kierkegaard buscaba llevar a cabo el paso
de la teoría a la experiencia.

1. ANÁLISIS Y FUNCIÓN DEL PECADO.


El pecado original no es para Kierkegaard un asunto de falta o de castigo. Más que negación es
una posición, una categoría de la individualidad. En un sentido, es por esta noción
específicamente que Kierkegaard designa su pensamiento como “cristiano”: lo que el
paganismo nunca reconocería, el cristianismo lo asume, incluso hace de él su razón de ser:
fundamento. Pero entonces, ¿a qué se refiere aquí este pensador específicamente? Tenemos que
acercarnos con cautela para evitar hacer del pecado un hecho objetivo. Lo que el filósofo quiere
es hacerlo ilocalizable, y sin embargo detallar su intensidad: “El pecado tiene su lugar
determinado; o, mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su
determinación”.1 El pecado es, por decirlo de alguna manera, una marca de lo humano, su
propia huella. No es algo que anteceda al hombre, como si hubiera él venido a profanar el
mundo desde un ámbito de pecaminosidad, ni algo que aparezca después, como la consecuencia
de una acción, sino que es la estela misma de su existencia en el mundo, su forma de ser-en-el-
mundo. “El pecado, pues, entra al mundo súbitamente, es decir, mediante un salto [Springet];
ahora bien, este salto pone además la cualidad, y en el mismo momento de ser puesta la
cualidad tiene lugar el salto en la cualidad, de suerte que la cualidad supone el salto y el salto
supone la cualidad”.2 La idea de pecado se comprende mejor cuando se consideran una serie de
nociones que éste pone en juego, y por las cuales se acentúa su cualidad: la fe, la razón, la
desesperanza y la angustia misma.3 En su libro La enfermedad mortal, Kierkegaard escribe que
“lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe”.4 Esta máxima se repite constantemente:
para adquirir la fe, hay que renunciar a la razón, y ésta es la única manera de sobreponerse al
pecado. La ausencia de fe es una forma de la desesperanza, un momento en que se muestra la
impotencia de la existencia. La fe, por el contrario, queda justamente más cercana a la sinrazón,
al absurdo, y por ello más afín al enigma profundo que significa existir. “La fe es lo contrario de
la duda”, es una certeza, una relación íntima de la existencia con la vida, y nunca “un
conocimiento, sino una libertad, una manifestación de la voluntad”.5 No, en el pecado no se
trata del bien y del mal, porque no se implica en él un discurso fantasmal, sino la encarnación
de una vida concreta. Pues como escribe León Chestov: en Kierkegaard “los pecadores están
liberados del poder absoluto de la ética. La ética es incapaz de regresarle al hombre su pierna
cortada, sus niños muertos, su bien amada”.6
Esto se acentúa con una cuestión capital: del pecado, como noción determinante, no se habla
en plural, como consecuencia de las acciones humanas, sino sólo en singular. Es decir, no hay
más que un pecado, el de origen, la mácula que denota nuestra condición. “El pecado ha venido
al mundo por medio del primer pecado de Adán”.7 Incluso, “el primer pecado es el pecado”,8
una determinación cualitativa que configura la forma de ser del hombre en este mundo. En este
punto podemos aventurar ya un esbozo primario de aquello a lo que el filósofo alude con este
término, para terminar de alejarlo de la interpretación ortodoxa religiosa de la que, al menos en
un periodo temprano, quiere distanciarse. Podríamos decir que el pecado es un tipo de
condición específica, algo que le es dado al hombre a pesar suyo. La forma vivencial en el que
éste se manifiesta es con una ausencia de respuesta racional frente al profundo misterio de la
existencia. La imposibilidad de generar una razón profunda a la pregunta “¿para qué?”, vincula
al individuo con un vacío que nada puede llenar, al tiempo que lo demarca como miembro de
una especie así delimitada. Esa responsabilidad que tiene el hombre sobre sus hombros es un
fardo no solicitado del que sin embargo tiene que dar cuenta. Esta obligación de dar cuenta de
algo —de eso que es su vida misma— es equivalente a contraer una deuda, una culpa,9 de la
más amplia magnitud, y en la que está en juego su propia existencia. No encontrar una
respuesta es no encontrar un sentido: el pecado es el nombre de esa condición en que la
consecución de un fundamento se nos escapa definitiva, ontológicamente. El pecado, visto así,
es la contraparte de un don excesivo, y es aquello por lo que el hombre queda obligado
existencialmente con la vida y con su creador.10 Es también a ello a lo que se refiere Santo
Tomás de Aquino en su Summa Teologica cuando escribe: “El hombre no puede darle a Dios
nada que no le deba. Pero jamás igualará su deuda”.11 Que Adán sea el primer pecador no
exime a nadie, antes bien, lo advierte y al mismo tiempo lo sumerge de lleno en el seno de la
forma específica de la existencia humana.
Ahora bien, la articulación formal del pecado como pecado original tiene además una
consecuencia fundamental que ha tenido poco interés por parte de los comentaristas de la obra
de Kierkegaard. Podemos sintetizarla como el asunto de su transmisión o su transferencia, de la
que se sigue la generación de una forma de conectividad intersubjetiva específica, que por su
naturaleza llamaremos transductiva. Para explicarlo con el detalle necesario, haremos de este
fenómeno un tanto inadvertido en la obra de este filósofo un análisis en cuatro tiempos.
En primer lugar, es necesario destacar la idea que Kierkegaard tiene de la relación entre la
especie y el individuo. El hombre es individuo porque es “a la par sí mismo y la especie entera,
de tal suerte que toda la especie participa en el individuo y el individuo en toda la especie”.12
Pero esto que comienza como una cita en tono aristotélico se vuelve más específico cuando
Kierkegaard sitúa con más precisión a lo que se refiere por individuo: “Una especie animal
jamás producirá un individuo, por más que aquella se conserve durante miles y miles de
generaciones. Si el segundo hombre no descendiese de Adán, no sería el segundo hombre, sino
una repetición vacía y, en consecuencia, tampoco de ahí habría surgido la especie ni el
individuo”.13 Y es que un individuo es tal porque tiene una historia, una vida qué contar.14 De
Adán podría no saberse mucho, pero de ahí no puede asumirse que no tenga historia, porque
sin ella no sería individuo, y la especie comenzaría con un individuo que no es individuo. Por
tanto, la historia de Adán es necesariamente real y es bien específica: que él nombra las cosas
del mundo y que el suyo es el pecado original que se halla en toda la especie. Y entonces, así
como Adán es el primer individuo en el que la especie hace su aparición, todos y cada uno de
sus descendientes son también la especie en sí, porque son individuos en sí —son hombres con
una historia específica: ser los hijos de Adán, individuos de una especie que tiene como
condición de existencia cargar con un pecado original.15 En otras palabras, en función de esta
historicidad de los individuos, nos encontramos frente a una monadología en la que cada
hombre es al unísono sí mismo y toda la especie.
En segundo lugar, aun cuando cada individuo, siendo toda la especie, lleva en sí el pecado
original, es necesario que, de alguna manera, lo actualice para sí mismo. La forma necesaria en
que esto sucede es con la culpa.16 “Todo hombre, en realidad, pierde la inocencia del mismo
modo que la perdió Adán, es decir, mediante una culpa”.17 Pero esto quiere decir también que,
a través de hacerse culpable, el individuo encuentra una conexión con sus orígenes, le otorga
un sentido propio al pecado original, que el filósofo explica en El concepto de angustia como el
dar un salto: “[Se constituye así] una predisposición que esencialmente no significa nada antes
de que el individuo se haya hecho culpable; en cambio, al hacerse culpable el individuo
mediante el salto cualitativo, constituyen el supuesto mediante el cual el individuo se remonta
más allá de él mismo, una vez que el pecado se presupone a sí mismo”.18 Incluso, de manera
radical, este salto no explica tan sólo la transmisión del pecado, en tanto actualización para
cada individuo, sino que es la condición misma de la individuación, una conformación de una
cierta forma de subjetividad: “En todo caso, el auténtico “yo” sólo es puesto mediante el salto
cualitativo”.19 En otras palabras, puede decirse que la transmisión del pecado de generación en
generación, incluso hasta remontarse al pecado de origen, se da por una transferencia
determinada, en la que se traslada también una determinada forma de conciencia. Sin
pretender referirnos a una construcción explícita, podríamos denominar ya a ésta como una
forma de conectividad intersubjetiva que habría que describir como transductiva:20 un
seguimiento, una forma de continuidad o un tipo de relación aparentemente alógica de
elementos, que se da de particular a particular, siendo aquí los particulares los individuos
mismos en el curso de las generaciones. Este dispositivo no explícito en la obra de Kierkegaard
es de la mayor importancia incluso para entender su manera particular de ejercer la filosofía
(en la conformación de sus seudónimos, por ejemplo21 ); pero por lo pronto es momento de
implicar aquí ya una tercera conexión primordial, a partir de la cual continuaremos con el
trabajo de ubicar toda su dimensión.
Así pues, tenemos en tercer lugar que el pecado original es la fuente primigenia de la
angustia.22 El pecado nos conecta así con un origen que sólo puede soportarse en su
irracionalidad y su absurdo, a través de la angustia. Pero este origen peculiar que es casi un no-
origen, se proyecta también hacia el futuro, para dar la forma de un destino que no es tal: una
nada. “El destino es la nada de la angustia”.23 Pero si el pecado original es una atribución
explícita del judeocristianismo, la del destino como una nada es una noción con la que han dado
por igual distintas formas de religiosidad “paganas”: “En el destino, pues, encuentra la angustia
del pagano su objeto, su nada. […] Quien nos venga a descubrir el destino tendrá que ser tan
ambiguo como el propio destino. Esto era, precisamente, lo que ocurría con el oráculo. Éste
podía dar a entender también las cosas más opuestas. Por eso, la relación del pagano con el
oráculo vuelve a ser la de la angustia”.24 La angustia, por tanto, es esa latencia que se ubica
entre el origen y el destino —de la especie, sí, pero también de la vida de cada individuo, al
punto que lo constituye. Y como el pecado era ya también parte constituyente de la especie, la
angustia puede verse entonces también como estructura existencial del individuo, como
condición que reincide, una repetición en diferencia que reaparece en el curso de las
generaciones. “La angustia es más refleja en el individuo posterior como consecuencia de su
participación en la historia de la especie— historia comparable con un hábito, que
indudablemente equivale a una segunda naturaleza en nosotros […]”.25 Es conocida esa
definición de la angustia en Kierkegaard que, sin ser una categoría de la necesidad ni de la
libertad, consigna una libertad trabada, una autoimpuesta imposibilidad: “La angustia es el
vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la
libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose
entonces a la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada”.26 A partir de
la delimitación de la angustia, la operación de la conexión transductiva —esa función que se
califica como salto cualitativo— se hace más patente. En un pasaje, el filósofo escribe: “Por lo
tanto, la angustia significa ahora dos cosas. En primer lugar, la angustia dentro de la cual el
individuo pone personalmente el pecado por medio del salto cualitativo. Y, en segundo lugar, la
angustia que ha venido y sigue viniendo con el pecado; esta angustia, consiguientemente,
también viene al mundo —si bien de un modo cuantitativo— cada vez que un individuo peca”.27
El pecado es así la función vinculante entre subjetividades de distintas épocas, es la conexión de
conciencias autorreconociéndose en su modalidad de especie. Y por tanto, es el modelo bajo el
que se desarrolla y opera la realidad peculiar de eso que hemos denominado como una conexión
transductiva.28
Como un cuarto elemento de análisis, debemos acudir directamente a las reflexiones que
Kierkegaard hace específicamente sobre la subjetividad en general en otras secciones de su
obra, para encontrar ahí algunas evidencias sobre el fenómeno del que queremos dar cuenta. Es
cierto, un análisis completo del tema de la subjetividad en Kierkegaard necesita una inmersión
que no podemos proveer en este espacio.29 Sin embargo, hay un punto esencial sobre el que
podemos concentrarnos. Éste tiene que ver con la tarea que según Kierkegaard debe asumir
todo ser humano: devenir sí mismo. Pero en su mismo desarrollo, la emergencia de este sí
mismo sólo puede verse como la del avance de un “tercero” —sea una entidad, una realidad o
una estructura— que esté más allá, aunque a la par incluya las polaridades de alma/cuerpo,
finitud/infinitud y necesidad/posibilidad.30 Entender entonces el desarrollo de esta realidad o
entidad tercera —u otra, para determinarla con un término afín a las sensibilidades de nuestra
época— hay que entender el esfuerzo onto-epistemológico de toda la obra kierkegaardiana. Éste
se puede explicar como la voluntad de oponerse a una reflexión objetiva u objetivante, en tanto
ésta se construye en la asunción de una continuidad, produciendo reducciones generalizadas, y
bajo una actitud distanciada o desinteresada. O en otras palabras, este tipo de pensamiento
objetivo del que Kierkegaard quiere alejarse es un acercamiento que asume la unicidad de la
realidad, sin cortes ni discontinuidades, y que da cabida a la pluralidad y la diversidad, pero sin
concederles fronteras, divisiones o alteridades sustanciales. Es cierto, caben en él las
oposiciones, pero sólo en tanto negatividades parciales que han de ser mediadas (superadas)
para organizar un todo, ese sistema de universales abstractos bajo el que se subsume todo
factor individual unitario. Para Kierkegaard, ese tipo de acercamiento al mundo —de corte
dialéctico, hegeliano— es un proceso de abstracción de la realidad y de la existencia, en la que
se “olvida la singularidad distintiva del ser […] se olvida lo que significa que tú y yo, nosotros,
seamos seres humanos, cada uno para sí mismo”.31 Para enfrentarse a este pensamiento
abstracto que vuelve a los individuos observadores, cuando no meros espectadores, y que hace
de la subjetividad misma o de la mortalidad meras generalidades universales, Kierkegaard
desarrolla la idea de un pensamiento o reflexión subjetivista que, para rechazar la abstracción,
recurre a la interioridad, acepta el aislamiento, el pensamiento paradójico y requiere de una
comunicación indirecta. Si hemos de caracterizar esta búsqueda más a fondo, podemos decir
que es la del desarrollo de esa tenacidad de la dimensión proyectiva, abierta, del ser humano —
eso que es su cuerpo, su finitud, su necesidad material— que lo vuelven un ente fáctico, ya
inmerso en la existencia, y renuente a dejarse capturar y contener en la Idea. Ahora bien, es en
el desarrollo de esta forma de reflexión o pensamiento subjetivo que Kierkegaard da con
algunos indicios que marcan profundamente la vitalidad de su pensar. La interioridad se vuelve
aquí una topología de flujos, más que un territorio de certezas. Arnold Come describe, por
ejemplo, que el fenómeno mismo es elusivo, pues la descripción kierkegaardiana es
“deliberadamente múltiple, diversa, no-sistemática. Tan sólo está apuntando a lo que considera
como un aspecto fundamental de la experiencia humana universal”.32 Al sumergirse en el
abismo de la interioridad —como Agustín antes que él, o como Husserl varias décadas después
— Kierkegaard se queda sin nombres. Pero lo que ha encontrado ya a través del pecado es un
tipograma por el que la subjetividad se conforma, en una comunión que anula la distancia de los
tiempos. Y así pues, el conocimiento humano primordial —el objetivo del pensamiento subjetivo,
el logro intrínseco de la complexión del pecado— se puede conseguir a través de dos
estrategias: en el ejercicio de lo que él llama una comunicación indirecta, y en la maleabilidad
plástica que le es dada al individuo por una concepción alterna sobre la función del tiempo.
Sobre la primera, Kierkegaard no busca una definición —sería casi contradictorio—, sino que
recurre a designaciones en negativo, ejemplos y contraejemplos. Pero su dirección es clara: la
comunicación indirecta sospecha de la transmisión inmediata, se construye más bien en la
forma, en la búsqueda de la expresión de la palabra, en la performatividad de la escritura.
Nominalmente, su modelo es el arte: literatura. Con todo, a lo que Kierkegaard se refiere es a la
serie de tropos que atraviesan sus alocuciones, las variedades de la posibilidad afectiva, al
cultivo del enigma y el secreto que le permita al otro atravesar hacia el terreno de una verdad
más diáfana, que es la de su propia interioridad. “Así como el pensador subjetivo existente se ha
liberado a sí mismo a través de la duplicidad [o ambigüedad], el secreto de la comunicación
consiste precisamente en liberar al otro, y justo por eso uno no debe comunicarse
directamente”.33 Así pues, el pensador subjetivo debe perderse primero en esa corriente de la
tradición cultural (la Ströme der Überlieferung, como diría Benjamin34), para encontrarse
después a sí mismo, a condición de no cerrarse nunca. Ésa es la posibilidad que brinda el
lenguaje:
El existente no cesa de ser en el devenir: el pensador subjetivo que existe realmente
reproduce sin cesar en su pensamiento esta existencia que es la suya, y pone todo su
pensamiento en el devenir. Queda aquí como para tener un estilo. No puede hablar
propiamente de estilo sino aquel que nunca termina algo, y que tan pronto como comienza
“las aguas de la lengua se ponen en movimiento”, de manera que la expresión la más
cotidiana aparece bajo su pluma como una frescura renovada.35
La búsqueda de la verdad radical de la subjetividad encuentra su propia fuerza
individualizadora en la fuente común del devenir. Con todo, quizá no es sino con el suplemento
de su estrategia sobre la maleabilidad del tiempo que ese conocimiento —a través de la
configuración de una conexión transductiva— se consigue. El tema no es sencillo, y para
examinarlo es necesario acudir al análisis de su noción del instante, uno de los temas más
fascinantes de la filosofía kierkegaardiana.

BIBLIOGRAFÍA.
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1 Citado en la introducción de Demetrio Gutiérrez a S. Kierkegaard, El concepto de angustia. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero,
Madrid: Alianza Editorial, 2010, p. 9. Una definición construida de la misma manera aparece en La enfermedad de la muerte:
“El pecado consiste, estando ante Dios o encontrándose en un estado de desesperanza, en no querer ser uno mismo, o en querer
serlo”. Tr. de la versión francesa de Paul-Henri Tisseau, S. Kierkegaard, La maladie à la mort. Tr. París : Nathan, 2007, p. 125 /
SV1 XI 195. Éste estilo argumentativo de Kierkegaard es parte de su propuesta de escritura, que se construye en un nivel
paradójico del lenguaje para escapar a la investigación especulativa, y tratar de aludir así a otro orden de experiencia. Para una
excelente referencia sobre la retórica kierkegaardiana, desde un punto de vista deconstructivista. Cfr. Roger Poole,
Kierkegaard. The Indirect Communication, Charlotesville y Londres: University Press of Virginia, 1993.
2 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, p. 72 / SV1 IV 338.
3 Nuestra interpretación busca tomar ciertos elementos del pensamiento kierkegaardiano en su especificidad, como síntomas
de una forma de enunciación, y no necesariamente en la demostración de su estructura dialéctica compleja, que insiste en
imponerle una cierta lógica. No es sin embargo por menosprecio que se evita ese camino metódico, y una de las mejores
exposiciones de este camino se encuentra en A. Clair, Psedonymie et paradoxie. La pensée dialectique de Kierkegaard, París:
Librarie Philosophique J. Vrin, 1976. Otro buen trabajo en este sentido es el de A. B. Come, Kierkegaard as Humanist.
Descovering My Self, Montreal y Kingston: McGuill-Queen’s University Press, 1995.
4 S. Kierkegaard, La maladie de la mort, p. 126 / SV1 XI 196.
5 S. Kierkegaard Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Tr. Rafael Larrañeta, Madrid : Trotta, 2007, pp. 90-1 / SV1 IV 282-
283.
6 L. Chestov, Kierkegaard et la philosophie existentielle. Vox clamantis in deserto, París : Librairie Philosophique J. Vrin, 1976,
p. 196.
7 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, p. 73 / SV1 IV 339.
8 Ibídem, p. 69 / SV1 IV 336.
9 Recordemos que ciertos lenguajes nórdicos sólo tienen un vocablo para ambas expresiones, “deuda” y “culpa”: Schuld en
alemán; Skuld en sueco. Aunque el danés de Kierkegaard hace una diferencia matizada entre ambas, esta condición no le
escapa a su consideración. Esta unidad del vocablo se hace también transparente en las traducciones del pasaje bíblico de
Mateo 6:12 en que deuda y culpa se vuelven co-partícipes de la significación del perdón.
10 También es cierto que el cristianismo no es la única religión que tiene una concepción parecida sobre esta deuda contraída
con el creador. En el Rig Veda, por ejemplo, la deuda está presente como constitutiva de la naturaleza humana. Para un análisis
reciente de la deuda primordial en el hinduismo y otras culturas. Cfr. D. Graeber, Debt, The First 5000 Years, Londres : Melville
House Publishing, 2011.
11 Santo Tomás de Aquino, Summa Teologica, II, A, pregunta 80, p. 12. Santo Tomás especifica que la deuda (cristiana) hacia
Dios es doble: por una parte, por la creación del mundo; por otra, en tanto que Cristo murió en la cruz para pagar por ese
pecado original. Filosóficamente, puede verse aquí una cuestión muy interesante de trasfondo teológico: a través del Cristo, se
reencauza la deuda del pecado original hacia la institución religiosa de la Iglesia, en lugar de hacerlo directamente hacia Dios.
No es sin embargo este el lugar para profundizar en ese dilema de orden confesional, pero el problema forma parte del contexto
en el que Kierkegaard se rebela contra la religión institucionalizada.
12 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, p. 66 / SV1 IV, 335. El pasaje hace eco de una anotación de Montaigne en el que este
escribe: “Cada hombre porta en sí la forma entera de la condición humana”. (Montaigne, Essais, Libro III, capítulo 2, “Du
repentir”).
13 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, pp. 75-6 / SV1 IV 340.
14 Cfr. Ibídem, p.74 / SV1 IV 339.
15 Cfr. Ibídem, p. 94 / SV1 IV 351-352.
16 Es una forma necesaria porque, de acuerdo con Kierkegaard, “la culpa tiene la peculiaridad dialéctica de no ser transferible”
(S. Kierkegaard, El concepto de angustia p. 197 / SV1 IV 411), por lo que sólo puede actualizarse mediante la vivencia individual
y propia que encienda la conexión. No es sin embargo una forma suficiente: para ello se requiere el complemento de la fe, como
veremos más adelante.
17 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, p. 78 / SV1 IV 342.
18 Ibídem, pp. 119-20 / SV1 IV 366.
19 Ibídem, pp. 147 / SV1 IV 382. Y también en otro pasaje: “El concepto de pecado y de culpa pone cabalmente al individuo en
cuanto individuo”, Ibídem, p. 178 / SV1 IV 401.
20 El término “transductivo” ha sido utilizado para denominar un tercer camino, entre la inducción y la deducción, que por lo
tanto no se construye ni en el paso de lo particular a lo general, ni tampoco de lo general a lo particular. Se trata en él más bien
de una analogía que acerca elementos semejantes, y en el que un particular se “convierte” en otro. Esto implica procesos
miméticos de transmutación, reconversión, hibridación, mestizaje o equivalencia que son difíciles de anticipar y cuantificar.
Piaget se basa en él para describir en el niño una forma temprana de descubrimiento del mundo (en sus propios términos, “la
transducción constituye […] el resultado de un equilibrio incompleto entre una asimilación […] y un acomodamiento parcial”,
Jean Piaget, La formation du symbole chez l’enfant, Neuchâtel y París : Delachaux et Niestlé, 1970, pp. 248-251, pero también
Cfr. Piaget, La psychologie de l’intelligence, París: Armand Colin, 1967, p.137; y Piaget, El nacimiento de la inteligencia en el
niño, Madrid: Aguilar, 1972). David Kennedy y Walter Kohan se basan en la descripción de esta experiencia de mimesis
temprana para referirse a un estado de inmediatez psicológica del niño por el que éste se acerca al lenguaje “de los pájaros, los
árboles o el trueno” con un código polisémico y no-lineal que desestructura el mundo del adulto. (Cfr. Kennedy / Kohan, “Aión,
Kairós and Chronos: Fragments of an Endless Conversation on Childhood and Philosophy and Education”, en Childhood &
Philosophy, vol. 4, no. 8, 2008, pp. 5-22). Por su parte, Simondon alude a la transductividad para tratar el tema de la invención
como un proceso intersubjetivo de generación (Gilbert Simondon, Du mode d’existence des objets techniques, París : Aubier-
Montagne, 2001; y sobre todo, Simondon, L’Individuation psychique et collective, París : Aubier, 1989). Aquí lo utilizamos
porque nos parece que con él se describe mejor la forma de una comunicación que no sólo transmite y proyecta, sino que, en el
transcurso del tiempo, transmina, impregna, inscribe, absorbe o infiltra un pensamiento o una forma de hacer y de decir —una
existencia— a través de distintos elementos, por ejemplo, la interfase que puede ser un objeto cultural (i.e. un libro) o un rito
(i.e. el bautismo). Si además se ubica como una forma de conectividad intersubjetiva, no es para ubicar un nuevo objeto de
estudio, sino para aludir a una forma de conciliación de la individualidad, no precisa ni definida, en el que se opera la
transitividad del discurso, de un saber o de cierta información vital, de manera inter-subjetiva, que emerge sin regla exacta en
la experiencia de un individuo.
21 Para André Clair, la distancia inscrita en los pseudónimos de Kierkegaard implica “que el carácter singular de toda existencia
es impenetrable directamente”. Esto quiere decir que siempre habrá una distancia irreductible entre el discurso producido o
transmitido y la existencia misma. Y con todo, los textos kierkegaardianos, incluso los firmados con pseudónimo, “confirman una
afirmación más indirecta, una relación estética o religiosa con la vida, una presencia indicada con la palabra, o incluso una
capacidad de decir “yo” sin intermediario. Una ambigüedad esencial marca la pseudonimia, puesto que su carácter indirecto lo
mantiene siempre a distancia de la experiencia existencial —es una persona ficticia la que habla— pero también en tanto que los
pseudónimos tienen como primera significación el recordar que cada existente es un sujeto que no accede a la existencia sino
cuando es capaz de decir “yo”. […] En efecto, le pseudonimia significa la multitud indefinida”. A. Clair, Kierkegaard. Penser le
singulier, París: Les editions du cerf, 1993, pp. 65-7. (El subrayado es nuestro).
22 S. Kierkegaard, El concepto de angustia, p. 97 / SV1 IV 353.
23 Ibídem, p. 177 / SV1 IV 400.
24 Ibídem, pp. 177-178 / SV1 IV 400.
25 Ibídem, p. 105 / SV1 IV 358.
26 Ibídem, p. 118 / SV1 IV 365.
27 Ibídem, p. 108 / SV1 IV 359.
28 Como ya adelantábamos antes (Cfr. nota 19), no es sin embargo el único modelo con esta función que Kierkegaard explora.
Su concepto opuesto, la fe, según se describe en el texto de Migajas filosóficas, también se comporta de manera análoga. Al
respecto, puede verse el excelente trabajo de P. Fenves “Autopsies of Faith in Kierkegaard’s Philosophiscke Smuler”, en MLN,
vol. 102, no. 5, Comparative Literature, diciembre 1987, pp. 1062-1089.
29 Para un análisis sustancial, el lector interesado puede acudir sobre todo a la interpretación de Come, op.cit. pp.46-108.
30 Sobre la tarea del devenir sí mismo. Cfr. Come, op. cit. p. 46 y ss. También F. Bousquet, Le Christ de Kierkegaard. Devenir
chrétien par passion d’exister, París : Desclée, 1999, pp. 87-117.
31 S. Kierkegaard. Tr. de la versión francesa de Paul Petit, s. Kierkegaard, Post-scriptum aux Miettes philosophiques, París:
Gallimard, París, 1949, p. 267 / SV1 VII 287.
32 Come, op. cit., p. 94.
33 S. Kierkegaard, Post-scriptum aux Miettes philosophiques, p. 84 / SV1 VII 84.
34 Cfr. Walter Benjamin, Gesammelte Schriften I, 1, Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (eds.), Frankfurt a. M.:
Suhrkamp, 1991, p. 283.
35 S. Kierkegaard, Post-scriptum aux Miettes philosophiques, p. 85 / SV1 VII 85. El énfasis es nuestro.
LA FE PARA LUTERO Y KIERKEGAARD
Juan Granados Valdéz
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE QUERÉTARO

“Que debemos preferir a nuestros razonamientos la autoridad divina, y no creer nada de lo que
no es revelado sin conocerlo con mucha claridad”,1 señala René Descartes. Kierkegaard lo cita
apenas comenzado Temor y temblor con más palabras: “Tendremos sobre todo, como regla
infalible, que lo revelado por Dios es incomparablemente más cierto que todo lo demás, con el
fin de que, si algún destello de razón pareciese sugerirnos alguna idea contraria, estemos
prestos a someter nuestros juicios a cuanto venga de Él”.2
“Nadie en nuestros días se detiene en la fe”,3 señala el filósofo danés, apuntando a su
tiempo, apuntando al nuestro.
Aunque Descartes haya sido el fundador de la Modernidad, y con ello entendamos que fue él
el que impuso la razón como valor supremo, no olvidemos lo dicho en sus Principios, y que a
nosotros nos permitió dar comienzo a esta ponencia: “Que debemos preferir a nuestros
razonamientos la autoridad divina, y no creer nada de lo que no es revelado sin conocerlo con
mucha claridad”. Kierkegaard le reconocerá al filósofo francés el haber hecho siempre lo que
decía. Sin embrago después de Descartes la razón imperó, haciendo que todos fuesen más allá
de la fe, de lo revelado, como si careciese de toda importancia. Mas la razón pronto vio su
ocaso, sus límites. Los excesos de la filosofía hegeliana olvidaron por completo al individuo,4 al
hombre. Y este hombre, no lo olvidemos, no sólo razona, también cree, también tiene fe.
La lectura tardía de las obras de Lutero que hace Kierkegaard, alrededor de 1848, según
indica Régis Jolivet en su Introducción a Kierkegaard, pasa por dos momentos, a saber, el del
elogio y el del rechazo. La fe es el núcleo de la reflexión de Lutero. Con frecuencia se recuerda
la sola fide y la sola scriptura como resumen de su teología y de las creencias teológicas de los
reformadores protestantes.
Jean Wahl propone, en su Kierkegaard, que el pensamiento del filósofo danés es como una
“fenomenología de la creencia” o de la fe. Se insiste en que las obras estéticas y éticas de
Kierkegaard conducen a las religiosas, llevan al lector hacia ellas.
En Temor y temblor el autor interpreta al poeta que no puede hacer lo que el héroe, pero sí lo
recuerda. Este héroe es Abraham, el padre de la fe. “El auténtico caballero de la fe es testigo,
nunca maestro” dice Kierkegaard. El centro de la obra entera del autor de El concepto de
angustia es la fe. Y como en Lutero, se trata de la fe del individuo que involucra su vida entera.
La fe de Lutero y la fe de Kierkegaard, en cierta manera la misma, tendrán encuentros y
desencuentros.
En este ensayo se hará hincapié en la fe para Lutero, la fe para el autor de La enfermedad
mortal y la relación entre Kierkegaard y Lutero en cuanto a la fe se refiere.
Se ha dividido el artículo en tres secciones. En la primera, “La fe para Lutero”, se expondrán
las características de la fe para el reformista alemán con ayuda de G. Fitzer y R. Jolivet. En la
segunda, “La fe para Kierkegaard”, se tratará la fe según el pensador danés desde algunas
obras suyas, especialmente Temor y temblor y Migajas filosóficas, además de las
interpretaciones de algunos conocedores de la obra de Kierkegaard, a saber, Leon Chestov,
Regis Jolivet, etc. En la última, “Kierkegaard y Lutero”, se anotarán brevemente similitudes y
diferencias entre la fe de uno y otro, y algunas consecuencias que me extrañan sobre los
discursos y las razones de uno y otro sobre la fe. Digo que me extrañan porque admito que la
consecución de este recorrido me llevó a la perplejidad en cuando a la fe para uno y otro se
refiere. No soy especialista en Lutero ni en Kierkegaard, y es probable que los problemas estén
ya resueltos, pero de lo que se trata es, tan sólo de un planteamiento.

1. LA FE PARA LUTERO.
Como se sabe, la reforma luterana tiene su origen en el problema de las indulgencias. Los
alcances de la Reforma quedaron determinados por la corrupción de la Iglesia católica, los
cambios políticos, culturales, científicos y económicos del siglo XVI. La fe, por otro lado, es el
núcleo de la reflexión de Lutero.
Atormentado por los votos, entre la duda y la fe, buscará, dice Fitzer, un “retorno de la fe a
sus orígenes”. En 1508 es mandado a estudiar la Sagrada Escritura a la Universidad de
Wittemberg (con 6 años de vida). En 1512 se doctora en teología. Más tarde obtuvo la cátedra
de Exégesis bíblica. “En relación con la duda que le martirizaba acerca de la justicia de Dios, al
explicar la Epístola a los Romanos (1, 17), en su despacho de la Torre del Monasterio Negro de
Wittemberg, hizo un descubrimiento exegético: “Dios concede al hombre la justicia en virtud de
lo que sucedió por y en Cristo”.5 Entre otras cosas la sabiduría humana, por mucho que se
estime, se anula. Es el pecado el que se engrandece, pues Dios no quiere salvar por la justicia y
la sabiduría humanas, sino por la ajena. En adelante ésta será su clave de interpretación de la
Sagrada Escritura (y dio paz a su corazón).6
En la disputa de Heildelberg, del 25 de abril de 1518, Lutero defendió sus tesis. Éstas se
hicieron famosas en la teología protestante bajo el nombre de teología crucis, en oposición a la
teología de la gloria, y se convirtieron en programa.
“El teólogo de la Gloria llama a lo malo bueno, y a lo bueno malo; el teólogo de la Cruz
denomina las cosas como son en realidad. Está claro: mientras el hombre no conoce a Cristo, no
conoce al Dios oculto en los padecimientos. Así, prefiere las obras a los sufrimientos, la gloria a
la Cruz, el poder a la flaqueza, la sabiduría a la necesidad y, en general, lo bueno a lo malo. El
Apóstol llama a esta gente enemigos de la Cruz de Cristo, pues odia la Cruz y el dolor, pero
aman las obras y su gloria, y llaman a lo bueno de la Cruz, malo, y a lo malo, bueno. Pero, como
ya se ha dicho antes, a Dios únicamente se le puede encontrar en el dolor y en la Cruz. Por eso
los amigos de la Cruz llaman a la Cruz buena y a las obras malas, pues por la Cruz se destruyen
las obras”.7
Gloriae significa honra, grandeza, poder, ser majestuoso, eso que debe atribuirse sólo a Dios,
según Lutero. La Iglesia pretende ejercer en nombre de Cristo el poder en la Tierra. El teólogo
de la Gloria no quiere el dolor, sino el poder, no la flaqueza sino la fuerza, etc. Se deja elogiar
complacidamente. Pero a Dios se le encuentra en la Cruz. La teología de la Cruz da sentido al
hombre atribulado.8 Dios es actus purus, actúa al juzgar al hombre pero también para
redimirlo.
Con frecuencia se recuerda la sola fide y la sola scriptura como resumen de la teología y
creencias teológicas del reformador alemán. Las ideas básicas, empero, de la teología luterana
se sintetizan, más bien, en cuatro fórmulas latinas: Solo Cristo,9 Sola Gratia,10 Sola
Scriptura11 y Sola Fide. Sólo se tratará, para fines de esta comunicación, ésta última.
La fe es lo único que, mediante la gracia de Dios, salva. Ninguna obra puede salvar, sino sólo
la fe, señala Lutero. Dice san Pablo en su Epístola a los romanos: “Porque en el Evangelio la
justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo por la fe vivirá” (Rm 1,
16-17). Sola fide es, entonces, la enseñanza que dice que la justificación (“ser declarado justo
por Dios”, donde “justo” significa “salvado”) se recibe sólo por la fe, sin ninguna mezcla ni
necesidad de buenas obras, aunque la fe salvadora siempre se evidencia por las buenas obras.
En otras palabras para Lutero el pecado y la fe son los dos polos del cristianismo. El hombre
es pecado. Tomar conciencia de sí como pecado es la condición primera de la vida cristiana. El
pecado no es que llegue accidentalmente a lastimar la naturaleza humana sana y buena; afecta
la existencia hombre, por eso cuanto proviene de la naturaleza, las obras, incluso las buenas, la
investigación, las instituciones, hay que anotarlas en la cuenta del pecado. La antítesis y el
remedio, según Lutero, es la fe “que consiste en desesperar en absoluto de sí mismo y en
lanzarse con locura a los brazos de Cristo crucificado, por cuya gracia se opera la salvación”.12
Para Lutero la justificación no es más que una imputación extrínseca de los méritos de Cristo. El
cristiano debe reconocerse pecador en el seno mismo de la justificación. “Estrictamente
hablando, la gracia de Cristo no borra o anula el pecado; éste se encuentra sólo oculto y
disimulado”.13 “La fe es la postura humana, en la que el obrar de Dios es realidad presente en
Cristo. Se trata de una fe en la que la instrucción teológica, la ciencia humanística, la
experiencia del corazón y lo formativo de la acción concerniente a una comunidad dada, se
convierten en una unidad compleja que permite comprender de nuevo al hombre, como
totalidad”.14

2. LA FE PARA KIERKEGAARD.
La angustia, la desesperación y la conciencia del pecado, conmovida por esas vivencias,
preparan y llevan a la fe cristiana, que constituye el estadio superior de lo religioso, de acuerdo
con Kierkegaard.
En El concepto de angustia Kierkegaard dice que la angustia conduce a la fe, y si no lo hace
el individuo está perdido:
Ahora bien, cuando el individuo es educado en la fe por la angustia, ésta extirpará justamente
lo que ella misma produce.15 No obstante quien no se angustia es porque tiene poco espíritu.
Algunos se glorían de no angustiarse, pero únicamente quien ha recorrido la angustia está
educado para no tener más angustia. Solamente la fe puede darnos una buena defensa contra
todos los sofismas y trampas de la angustia: nadie más que la fe puede dar contraorden a la
angustia sin angustia. Pero solamente la fe puede llevar a cabo esto, sin acabar por ello con
la angustia; lo que hace es más bien arrancarse por la fuerza eternamente a la mirada mortal
de la angustia.16
La categoría esencial de lo religioso, por tanto, es la fe.
Se trata de la fe en sentido fundamentalmente protestante —dice Teófilo Urdanoz—, de una
fe justificante y que aporta la reconciliación y perdón divinos, sin que elimine en el creyente
la conciencia culpable, vivida, por lo tanto, en la tensión contradictoria del principio luterano
simul iustus et peccator. De ahí el dramatismo y resonancias patéticas de la propia
experiencia que consigo lleva la descripción kierkegaardiana de esta categoría existencial de
la fe, mantenida contra toda resistencia humana y sin apoyo alguno de la razón.17
Kierkegaard repite continuamente ese principio esencial del cristianismo de que lo contrario
del pecado no es la virtud, sino la fe, ya que ésta empieza precisamente donde termina el
pensamiento. Leon Chestov dice al respecto que
La fe, sólo la fe, libera al hombre del pecado; sólo la fe puede arrancar al hombre de manos
del poder de las verdades necesarias que se han apoderado de su conciencia tras haber
gustado el fruto prohibido. Y sólo la fe proporciona al hombre el valor y la audacia necesarios
para mirar de hito en hito la muerte y la locura, para no inclinarse, impotente, ante ellas.18
“La dialéctica de la fe es la más sutil y sorprendente de todas […] puedo ejecutar el salto de
trampolín hacia el infinito”,19 dice Kierkegaard en Temor y temblor. En la fe hay un abismo
insondable en sus varias dimensiones: entre creatura y creador, finito e infinito, tiempo y
eternidad; lo eterno y sobrehumano no se puede comprender ni explicar. Dentro de lo religioso
la razón choca continuamente contra la paradoja y el absurdo, escándalo de la razón. El abismo
sólo se salva por el salto de la fe, cuyo objeto es inexplicable e incomprensible. En la fe la
creatura debe lanzarse en brazos de lo infinito, el hombre es lanzado a las olas del mar.20 La fe
tiene que ver con un abandono absoluto de sí mismo y posición total del hombre entero, dice
Kierkegaard en El concepto de Angustia. Es la culminación existencial, el compromiso radical
del ser en la que se alcanza el máximo grado de interior. La fe es también una adhesión
personal a la figura de Cristo, es el “riesgo de la aceptación apasionada de una incertidumbre
objetiva”. La fe es más bien un asunto relativo a la gracia y no a heroicidades espirituales; o
sea, no se consigue tras un gran esfuerzo. Como ella tiene que ver con la paradoja o el absurdo,
se cree contra la razón y no sólo sobrepasándola, “creer consiste en perder la razón para ganar
a Dios”. El heroísmo de la fe consiste en atenerse a ser totalmente uno mismo, en atreverse a
mostrarse desnudos ante Dios, como fruto de una decisión personal. Kierkegaard lo dice así:
“Por fe entiendo yo aquí lo que en alguna parte designa Hegel muy justamente a su manera: la
certeza interior que anticipa la infinitud”.21
Abraham, según nos cuenta Kierkegaard en Temor y temblor, cumplió el movimiento de la fe
en el absurdo aceptando sacrificar a su hijo, su bien más caro, y aceptando así suspender lo
ético y salir de lo general, “al mismo tiempo que mantuvo firme la certeza de que recibiría a
Isaac de nuevo”.22 Por eso dice Kierkegaard de Abraham:
Hubo quien fue grande a causa de su fuerza, quien fue grande gracias a su sabiduría, quien
fue grande gracias a su esperanza, quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue
todavía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es
debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura; grande por la esperanza, cuya
apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo”.23 Por esto
Abraham accedió a una vida más alta, entrando en relación infinita y absoluta con el infinito y
absoluto, que es esencia de lo religioso. “El movimiento de la fe debe hacerse
constantemente en virtud del absurdo, y tratando de perder el mundo finito, sino, por el
contrario, ganarlo íntegramente.24
Abraham es el héroe de la fe, caballero de lo infinito que realiza el salto bienaventurado hacia
la eternidad.
Este acto de fe, que concentra en un solo deseo toda la sustancia de la vida, implica una
resignación infinita. Se ha resignado infinitamente a todo para recobrarlo todo en virtud del
absurdo. La resignación infinita es el último estado que precede a la fe; para alcanzar la fe hay
que resignarse, así uno podrá descubrir su valor eterno. El caso de Abraham ejemplifica una
suspensión teleológica de lo ético. Abraham obra en virtud del absurdo y gracias a eso recupera
a Isaac. Abraham traspasa la esfera de lo ético y accede a la grandeza por una virtud
estrictamente personal. El mandato ético más importante que conoce Abraham es “amará el
padre a su hijo”. Abraham va a sacrificar a su hijo “por amor a Dios y, por lo tanto, del mismo
modo por amor a sí mismo. Por Dios porque éste le exige esa prueba de su fe, y por sí mismo
porque quiere dar esa prueba”.25
El absurdo es la imposibilidad según el humano alcance. Según el punto de vista de lo infinito
la posibilidad existe según la resignación. “El héroe de la fe tiene la conciencia clara de esta
imposibilidad; lo único capaz de salvarlo es lo absurdo, lo que concibe por la fe. Por lo tanto,
reconoce la imposibilidad, pero al mismo tiempo cree en lo absurdo”.26 Porque es un
movimiento en virtud del absurdo, la fe es de lo paradójico, algo irreductible a ningún
razonamiento. La fe es esa paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general. La
paradoja de Abraham consistió en que, después de haber renunciado a todo por la resignación
infinita, lo recobró todo. “Es necesario el coraje humilde de la paradoja para renunciar a todo lo
temporal por la fe con el fin de alcanzar el valor supremo de lo eterno”.27 Kierkegaard dice que
la fe consiste en mantener firme la posibilidad. Esta afirmación, escrita en la intimidad de sus
reflexiones, alude a que, sea cual sea la circunstancia adversa que enfrentemos, lo que
complace a Dios es que la persona no pierda la esperanza: “Ahora he llegado a la fe en el
sentido más profundo… En Dios todo es posible”.28
En las Migajas filosóficas Kierkegaard vuelve sobre la fe como salto en el absurdo y la
paradoja, en lo incomprensible del misterio de Dios desconocido. La idea central es mostrar la
diferencia entre la verdad como la concebían los griegos o la verdad socrática. En el maestro es
ocasión de descubrimiento por el discípulo de una verdad que existía en él, y la verdad
religiosa, en la cual, el Maestro o Dios engendra en el discípulo, la salva de sí por un nuevo
nacimiento.29
La identificación de la fe con lo absurdo y la paradoja significa la condición esencial del
objeto de la fe, que son los misterios divinos del Dios trascendente y el Dios encarnado, creídos
en esa tensión paradójica de lo que excluye —supera toda inteligencia, pues donde acaba la
razón, comienza la fe.30
La entrada de Dios en la historia es un acontecimiento único que sólo puede aprehenderse
por medio de una fe histórica: “es la fe en el sentido estricto de asentimiento religioso y
sobrenatural al Dios-hombre”. La fe es la pasión suprema del hombre, acto más alto de su
existencia. Este acto ocurre en el instante, síntesis del tiempo y de la eternidad, en el que el
creyente se hace contemporáneo de Cristo. “El mismo Dios debe darnos la capacidad de creer, y
el que cree debe depositar libremente su entendimiento y su voluntad en manos de Dios”. No es
un asentimiento especulativo, sino la culminación de la verdad existencial. Puesto el
asentimiento se resuelven toda disputa y toda duda. “En el instante, o sea en la situación del
creyente, éste compromete todo su ser en un acto temporal e histórico que tiene significación
eterna para él”.31

3. KIERKEGAARD Y LUTERO.
El pensamiento de Kierkegaard fue influido por el luteranismo, queda claro. Al respecto dice R.
Jolivet:
Kierkegaard estudió directamente las obras de Lutero sólo a partir de 1846. Hasta 1848, el
Diario casi no contiene más que palabras de elogio y aprobación respecto a Lutero (<<Lutero
reconquistó para su tiempo el concepto de la fe.>> <<¡Qué consuelo leer a Lutero!>>
<<Lutero es el maestro de todos nosotros>>). Desde 1948 [sic] el tono cambia y las críticas
se multiplican, haciéndose cada vez más acerbas.32
Kierkegaard coincide con Lutero en que la fe es un salto en el absurdo, una elección
irracional, que carece de todo motivo de credibilidad, es un acto de confianza absoluto en
Cristo. El pecado también tiene el mismo sentido: afecta la naturaleza entera y la corrompe en
su esencia. No obstante Kierkegaard no ha dejado de objetar las tesis fundamentales de Lutero.
Al final de su vida, con ocasión del conflicto con la Iglesia danesa, concibió una duda radical de
la calidad cristiana del luteranismo y Lutero.
Pero llegados a este punto, y después de la exposición de ambas posturas, no puedo evitar la
perplejidad frente a varios asuntos. El primero es el siguiente: si la fe es un salto al absurdo, no
parece haber una razón clara que habilite la proliferación de discursos acerca de la fe. Lutero y
Kierkegaard hacen teología, elaboran un discurso y dan razones de Dios a través de la
exposición de lo que conciben por fe, pero, y he aquí la paradoja, ¿cómo son posibles estos
discursos y estas razones cuando la fe los niega y niega la razón? Lo segundo es que, y me
pongo por caso, desde una perspectiva católica, se intenta acceder a la doctrina de ambos.
Como pudo verse, pueden entenderse, pero, ¿qué tanto pueden asumirse? Si nos atenemos a
que desde un principio, como indicó san Agustín en su Ciudad de Dios, el cristianismo optó por
la razón, y lo que lo caracterizó fue dar razón de sí, como hicieron los padres apologistas, los
pensamientos de Lutero y Kierkegaard niegan este principio, en su doble sentido de punto de
partida y comienzo. ¿Será que las propuestas de Lutero y Kierkegaard ya no son cristianismo?
Ortega y Gasset le critica a Kierkegaard fundamentar su pensamiento, acerca de la fe, sobre
el cadáver de la razón:
Se trata de ese eterno cristiano que no fundamenta su cristianismo en algo positivo, ingenuo,
generoso y fresco, sino precisamente en el hecho de que la razón sea algo limitado y trágico.
[…] Es decir, que ese cristianismo es mera objeción que presume de ser cosa positiva y vivir
por sí. Más toda objeción no es sino parásito. Ese cristianismo se alimenta exclusivamente del
presunto fracaso de la razón, se nutre de un cadáver. (Opuesta) La razón […] Brota en la
historia cuando una fe muere, pero no vive de esa muerte, sino que se gana la vida con el
sudor de su frente […] La otra cosa que en Kierkegaard sospecho es esta: lo que él llama
«pensar existencial», nacido de la desesperación del pensar, tiene todas las probabilidades de
no ser, en absoluto, pensar, sino una resolución arbitraria y exasperada, también «acción
directa».33

“Y la fe es la pasión más alta del hombre”.34 La respuesta a Ortega, ya para finalizar, puede
ser la siguiente. Quizás Kierkegaard sí se para en el cadáver de la razón para hablar de la fe,
pero no puede ser de otra manera. La razón sin fe ha alcanzado excesos insoportables. Ha
abstraído al hombre dejándolo sin nada, sin vida. La fe sola es, empero, incomprensible. Sólo fe
y razón, en trabajo conjunto, pueden mostrar al hombre de manera más completa. Y en este
caso la razón ha servido para aclarar la sustancia de la fe yendo más allá de ella.

BIBLIOGRAFÍA.
Chestov, L., Kierkegaard y la filosofía existencial. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1947.
Descartes, R., Tabla de los principios de la filosofía. Tr. Francisco Larroyo. México: Porrúa,
2003.
Fitzer, G., Lo que verdaderamente dijo Lutero. Tr. María Nolla. México: Aguilar, 1972.
Jolivet, R., Introducción a Kierkegaard. Tr. Manuel Rovira. Madrid: Gredos, 1950.
Kierkegaard, S., El concepto de angustia. Espasa Calpe S.A., México D. F., 1990.
Kierkegaard, S., Temor y temblor. Tr. Jaime Grimberg. Buenos Aires: Losada, 1999.
Kierkegaard, S., Temor y temblor. Madrid: Editora Nacional, 1975.
Ortega y Gasset, J., “Prólogo para alemanes” en Obras completas 8. Madrid: Alianza, 1994.
Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Alianza, 2003.
Urdanoz, T., Historia de la filosofía V. Madrid: BAC, 2000.
1 Descartes, R., Tabla de los principios de la filosofía. Tr. Francisco Larroyo. México: Porrúa, 2003, p. 178.
2 S. Kierkegaard, Temor y Temblor. Tr. Jaime Grinberg. Buenos Aires: Losada, 1999, p. 8 / SV1 III 58.
3 Ibídem, p. 9 / SV1 III 59.
4 Al “hombre de carne y hueso”, en palabras de Unamuno. Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Alianza, 2003, p. 21.
5 G. Fitzer, Lo que verdaderamente dijo Lutero. Tr. María Nolla. México: Aguilar, 1972, p. 32.
6 Conferencia dictada en el invierno de 1515-1516 (descubierta a principio del siglo XX). El 4 de septiembre de 1517 Lutero
presentó una serie de tesis que ponían en entredicho los fundamentos filosóficos y teológicos de la Escolástica: “50.
Resumiendo: Aristóteles, en general, es a la Teología lo que la oscuridad a la claridad”. Otto Clemen, Luthers Werke in Auswahl,
1ª es. 1912, 8 vols. 6ª ed. Berlín, 1966, pp. 320-326 Apud Fitzer, op. cit., p. 32, 34.
7 Ídem, p. 37.
8 “26. La ley dice: “Haz esto”, pero nunca se hace; la gracia dice: “Cree en esto”, y ya está todo hecho. […] “La ley ordena, como
dice san Agustín, lo que la fe consigue”. Así, pues, Cristo está en nosotros gracias a la fe; es más, es uno con nosotros” (Otto
Clemen, op. cit., pp. 375-404 Apud Ídem, p. 38).
9 El único fundamento de la fe es Jesús: “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es
Jesucristo” (1 Corintios 3,11); “Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1
Timoteo 2, 5)
10 Cristo es el único que puede justificarnos. Las obras, incluidos los ritos eclesiales y cualquier otro tipo de esfuerzo humano,
no son la causa de la salvación del hombre. Cristo murió por nosotros y a través de Él, por medio de la fe, somos salvos, para
que nadie crea que fue salvo por su propio mérito, ni para que se glorifique de sus propias obras. Por lo tanto, la salvación es
obra de la sola gracia de Dios (Efesios 2, 8-10).
11 La única fuente de revelación y norma de vida son las Sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento.
12 Régis Jolivet, “Kierkegaard y Lutero” en Introducción a Kierkegaard. Tr. Manuel Rovira. Madrid: Gredos, 1950, p. 292.
13 Ídem.
14 Jacob Masson de Cambron, profesor de Teología de Lovaina, conocido bajo el nombre de Latomus (cantero). 8 de mayo de
1521 se publica el libro de Latomus. Lutero termina su réplica (Refutación de Lutero al informe que Latomus da a favor de los
teólogos de la facultad de Lovaina que quemaron los escritos de Lutero) el 30 de junio de 1521. La réplica trata de los principios
teológicos de la sola gratia, sola fide y sola scriptura. Cuestiona la forma de entender las palabras e imágenes de las SE.
Algunos protestantes ven la doctrina luterana de la fe resumida con la fórmula “la fe produce justificación y buenas obras” y
contrastada con la fórmula católico-romana “fe y buenas obras producen justificación”. La Iglesia católica ha mantenido contra
las tesis del luteranismo que la naturaleza humana no ha sido totalmente corrompida por el pecado, tan sólo herida y alterada
en el dominio del querer, y el hombre, incluso no justificado, puede hacer algún bien: honrar a sus padres, realizar un acto de
religión, pero no practicar la ley moral con integridad. Las obras son necesarias para la apropiación personal de los méritos de
Cristo; que cuando están informadas por la virtud sobrenatural de la gracia valen para la salvación. Fitzer, op. cit., pp. 39-40.
15 S. Kierkegaard, El concepto de angustia. Espasa Calpe S.A., México D. F., 1990, p. 156 / SV1 IV 425.
16 Íbídem, p. 116 / SV1 IV 385.
17 Teófilo Urdanoz, Historia de la filosofía V. Madrid: BAC, 2000, p. 474.
18 Léon Chestov, Kierkegaard y la filosofía existencial. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1947, p.26.
19 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Grimberg. Buenos Aires: Losada, 1999, p. 39 / SV1 III 87.
20 “Ahora se trata de tener fe o de desesperar” (Diario 1851, X/4 A 114, en Fabro, II, p. 225).
21 S. Kierkegaard, El concepto de angustia. op. cit., p. 154. / SV1 IV 423.
22 Teófilo Urdanoz, op. cit., p. 474.
23 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Madrid: Editora Nacional, 1975, p. 71. / SV1 III 69.
24 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Grimberg. Buenos Aires: Losada, 1999, p. 40-41. / SV1 III 88.
25 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Editora Nacional, Madrid, 1975, p. 128. / SV1 III 109.
26 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Grimberg. Buenos Aires: Losada, 1999, pp. 46, 48, 51, 52. / SV1 III 97.
27 Ibídem, pp. 54, 59, 61. / SV1 III 99.
28 S. Kierkegaard, Diario íntimo. Buenos Aires: Santiago Rueda Editor, 1955, p. 245.
29 “Si el Maestro da al discípulo la condición, entonces el objeto de la fe no será la doctrina, sino el maestro… La fe debe
siempre adherirse al maestro. Mas para que el Maestro pueda dar la condición es preciso que sea Dios, y para que ponga al
discípulo en su posesión, es preciso que sea hombre. Esta contradicción es de nuevo el objeto de la fe y es la paradoja, el
instante” (Les miettes philosophiques, trad. fr. De P. Petit (París 1967) Apud Urdanoz, op. cit., pp. 111-112).
30 “Por eso el objeto de la fe es la paradoja esencial: Cristo, el Dios encarnado, el eterno inmutable que, haciéndose hombre, ha
devenido en el tiempo. Cristo es el Dios eterno que deviene en el tiempo tomando la forma de humilde servidor para salvar a
todo hombre y ser su <<modelo>>. La aparición de Dios en forma humana es <<la novedad del día>> que envuelve la
eternidad, por que el instante es realmente la decisión de la eternidad” (Les miettes philosophiques, p. 106-107; Urdanoz, op.
cit., p. 476).
31 Urdanoz, op. cit., p. 477.
32 Régis Jolivet, op. cit., nota 2, p. 291.
33 Ortega y Gasset, J., “Prólogo para alemanes” en Obras completas 8. Madrid: Alianza, 1994, p. 46
34 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Tr. Jaime Grimberg. Buenos Aires: Losada, 1999, p. 136 / SV1 III 167.
LA ENCARNACIÓN DE CRISTO: IRRUPCIÓN DE LO ETERNO EN EL
TIEMPO EN KIERKEGAARD
Gonzalo Balderas Vega
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

E
n el pensamiento de Kierkegaard el individuo y la fe son correlativos. La fe consiste en el
hecho de ser cristiano; ésta es el dato central de la existencia cristiana. Una vez que se
ha aceptado que la fe ocupa el centro de la existencia, la filosofía y el cristianismo no se
dejan conciliar. Una de las características esenciales del cristianismo es que la redención
abarca a todo el hombre.
Kierkegaard nos dice que el cristiano no puede filosofar como si la revelación no hubiera
acontecido. La irrupción de lo eterno en el tiempo se realizó en Cristo, y para el conocimiento
cristiano éste es un hecho absoluto, y en cuanto absoluto, no hay que demostrarlo, por la simple
razón de que los hechos no se demuestran, sino que se aceptan o rechazan. El hecho de que
Jesús sea Dios y hombre débil, es lo que causa escándalo. Es la oposición entre poder y
debilidad lo que causa el escándalo de la fe, y lo que le da también su carácter paradójico.
Las religiones vinculan a Dios con el poder, no con la debilidad. Sólo el cristianismo lo ha
vinculado con la debilidad. En este vínculo radica su originalidad respecto a las demás
religiones. San Pablo escribe a los cristianos de Filipos:
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando
condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como
hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.1
Kierkegaard es un crítico de la cristiandad. Establece la diferencia entre cristianismo y
cristiandad. El cristianismo ha vinculado a Dios con la debilidad, como ya lo hemos expresado
con palabras de san Pablo; en cambio, la cristiandad lo ha vinculado con los poderes fácticos
que dominan el mundo.
La cristiandad ha privado a la fe de su carácter paradójico. En Ejercitación del cristianismo
Kierkegaard ha expresado su malestar sobre la cristiandad en los siguientes términos:
Se da en la cristiandad una perenne charlatanería de domingo acerca de las gloriosas e
incomparables verdades del cristianismo, de su dulce consuelo, pero se nota muy bien que ya
hace mil ochocientos años que Cristo vivió; la señal del escándalo y el objeto de la fe se han
convertido en la más fantástica de todas las figuras fabulosas, en un hombrecillo adorable. Ya
no se sabe qué significa escandalizarse, y, mucho menos, qué significa adorar. Lo que
particularmente se ensalza de Cristo es precisamente aquello de lo que se hubiera estado
más amargado de ser contemporáneo suyo, mientras que ahora se está contento a más no
poder con la confianza que da el resultado, y con la confianza de que la historia ha puesto
completamente fuera de dudas que era el mayor, se concluye: ergo esto es lo correcto. Es
decir, lo correcto, lo noble, lo elevado, lo verdadero —cuando es él quien lo realiza—; es decir,
no importa un comino saber en un sentido más profundo qué es lo que él hace, y, mucho
menos, según las débiles fuerzas propias, con la ayuda de Dios imitarlo en la realización de lo
que es recto, noble, elevado y verdadero. Ya que lo que esto sea no se logra saber
propiamente, sino todo lo contrario a juzgar desde la situación de contemporaneidad: se está
satisfecho con admirar y glorificar y se es —como se dijo de un traductor que deseaba
escrupulosamente traducir al pie de la letra a un autor, y, por lo tanto, sin sentido
—“demasiado concienzudo”, pero quizá también demasiado cobarde y blandengue, como para
querer comprender rectamente.
La cristiandad actúa como el traductor que traduce sin sentido, porque le falta el valor para
saber quién es Jesús, desde la debilidad, desde lo que san Pablo llama la kénosis. Para
comprender el alcance de esta kénosis el apóstol nos dice: “Jesucristo, […] siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza”.2
Para Kierkegaard, la cristiandad al eliminar el escándalo de la fe, <<ha abolido el
cristianismo sin darse cuenta>>, ya que lo ha transformado en parte del orden existente. De ahí
que sea necesario reintroducir el cristianismo en la cristiandad para llevar una vida
auténticamente cristiana.
Kierkegaard, contra el sentir de la cristiandad danesa, sostiene que la verdad cristiana no es
algo que hay que demostrar, sino más bien, se trata de algo que hay que creer, vivir y
experimentar como paradoja y escándalo. La fe en Jesús supone la superación del escándalo;
sólo el que supera el escándalo cree en Jesús.3 San Juan en su evangelio dice que quien no
supera el escándalo no puede llegar a creer en Jesús: <<[…] los judíos murmuraban de él,
porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Y decían: “¿No es este Jesús, hijo de
José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?>>.4 El
conocimiento que creen poseer sobre Jesús los incapacita para saber quién es él. Sólo el que
cree, sabe quién es Jesús. Los apóstoles han superado el escándalo, por eso Pedro puede decir:
<<Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tiene palabras de vida eterna, y nosotros creemos y
sabemos que tú eres el santo de Dios>>.5
La fe en Jesucristo es una elección. Al hacer la elección, optamos por <<un hombre
insignificante, pobre, con doce cuitados discípulos de la clase más sencilla del pueblo>>, nos
dice Kierkegaard en Ejercitación del cristianismo. La elección que se hace de Jesús en cuanto
hombre insignificante, causa escándalo en aquellos que sólo ven en él a un <<hombre
insignificante>>. En cambio, para quien ha hecho la opción de fe por Jesús, lo reconoce como
<<Hijo de Dios>>.
El cristianismo es la religión del escándalo. La fe es una paradoja, ya que ésta confiesa que
un <<hombre débil>> es <<Dios>>. El que ha creído sabe que Dios está oculto en la carne
débil de Jesús. Este saber no proviene del hombre, sino de Dios, que es quien lo ha dado a
conocer como su <<Hijo Unigénito>>. Jesús no sólo es el Mesías, sino antes que Mesías, es el
<<Hijo de Dios vivo>>.6 La revelación no es algo que hay que justificar filosóficamente; es más
bien, algo que hay que creer. La fe implica para el creyente dar un testimonio total de lo que
Dios ha revelado de su Hijo por la predicación del Evangelio.
Kierkegaard rechaza que el cristianismo sea abordado especulativamente. Dicho con otras
palabras: rechaza el intento de justificar filosóficamente el cristianismo. No hay que buscar
justificar filosóficamente la verdad cristiana; hay que creer en ella. Y para creer no es necesario
haber sido contemporáneo de Jesús. Haber visto a ese hombre no es suficiente para creer que
ese <<hombre insignificante>> es <<Dios>>. Sus contemporáneos rechazaban la pretensión
de Jesús, porque creían saber su verdadero origen:
“[…] este sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde
es”. Gritó Jesús, mientras enseñaba en el Templo, diciendo: “Me conocéis a mí y sabéis de
dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; y el que me ha enviado es veraz; pero
vosotros no le conocéis. Yo le conozco, porque vengo de él y él es el que me ha enviado”.7
Es la fe la que nos dice dónde está el verdadero origen de Jesús. Él es la Palabra que se ha
hecho hombre al llegar la plenitud de los tiempos. La plenitud de los tiempos es el instante en
que lo eterno y el tiempo se encuentran. La fe nos dice que María contiene en su ser a Aquél
que ni los cielos ni la tierra pueden contener. Es en ese instante donde María se transforma en
Madre de Dios.
Para el cristianismo es un hecho que Dios está oculto en la carne débil de Jesús. Sin embargo,
los sumos sacerdotes, Poncio Pilato y Herodes Antipas, lo vieron, lo escucharon, pero no
creyeron en él. La fe nos hace ver en un hecho histórico singular algo eterno; y respecto a lo
eterno, cada época está igualmente cercana al acontecimiento por el cual Dios devino hombre
en la plenitud de los tiempos como dice san Pablo en su carta a los Gálatas,8 o san Juan en el
Prólogo de su evangelio: “En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios, y la
Palabra era Dios […] Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto
su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”.9
La fe implica siempre un cambio, tanto para quien fue contemporáneo de Cristo, como para
quien no lo es, como es el caso de san Pablo y el nuestro. San Juan se refiere a quienes no
hemos sido contemporáneos de Cristo, pero hemos creído que él es el Hijo de Dios.10 La fe nos
sitúa en el hoy de Cristo; por su resurrección él es el viviente. En presencia de Cristo se cree o
no se cree.
La cristiandad danesa se ha dedicado a cultivar una especie de locura erudita; pretende ser
<<experta>> sobre Jesús al margen de la fe que nos vincula a Jesús hoy. En Ejercitación del
cristianismo Kierkegaard nos dice que ante Cristo se ha de creer o escandalizarse. El evangelio
de san Marcos nos habla de la incredulidad como escándalo. La multitud que escucha a Jesús se
maravilla de su enseñanza, sin embargo no dan el salto de la fe, porque no superan el
escándalo. Dicen: “¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset,
Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros? Y se escandalizaban a causa de
él”.11
La fe nos transforma en contemporáneos de Cristo; en el ámbito de la fe es <<el humillado
Jesucristo el que habla>> al creyente singular. En cambio, la historia, al ofrecernos el resultado
erudito de la vida de Jesús, nos permite fantasear sobre él. La historia puede hacernos creer
que creemos en Jesús. Éste tipo de fe, es falsa fe, ya que transforma el cristianismo en una
caricatura. La cristiandad vive una falsa fe, porque el Jesús en el que cree, es un Jesús creado
con el recurso a la erudición histórica. El Jesús de la cristiandad que nos ofrece la historia
profana no es el que nos presenta la historia sagrada. Para la historia sagrada <<él es quien
es>>: el Dios-hombre. La cristiandad al no profesar una fe verdadera, está incapacitada para
escuchar al <<humillado>> Jesucristo. Él habla a cada creyente singular. La historia profana
no sabe de qué habla cuando habla de Jesucristo. La historia profana no nos habla de Jesucristo
desde lo que él es: Dios-hombre; sobre lo que Jesús es, sólo nos lo puede decir la historia
sagrada. Para la historia sagrada él es el Dios hecho hombre en la plenitud de los tiempos. En
Ejercitación del cristianismo Kierkegaard nos dice que para el sistema <<es un error
incomprensible asegurar que Dios pueda revelarse en figura de un hombre particular. La raza
humana, lo universal, lo total es Dios; pero la raza no es en modo alguno un individuo
particular>>. Y Dios en Jesús es un individuo particular.
La encarnación de Dios en Jesús no es accesible a la razón. Esta verdad cristiana es la que
hace de la fe una paradoja, y de Jesucristo la máxima paradoja. La fe cristiana es motivo de
escándalo en el <<hoy>>, porque es en el <<hoy>> donde se acepta o se rechaza a Jesús
como Cristo e Hijo de Dios, nacido para nuestra salvación en la plenitud de los tiempos.
La visión secularizada de Jesús que presentan profesores y pastores en la cristiandad, los
transforma en unos canallas, denuncia Kierkegaard. Ellos buscan satisfacer al tiempo y no a la
eternidad. Buscan adular a sus contemporáneos más que ser contemporáneos de Cristo. Y esto
es así, porque han subordinado la fe a la especulación filosófica y a la investigación histórica.
En Ejercitación del cristianismo Kierkegaard plantea los asuntos de la fe de manera muy
distinta a como lo hacía la teología liberal en Alemania y Dinamarca. Kierkegaard nos dice que
debemos hablar de Cristo <<como los contemporáneos hablan de un contemporáneo>>. Y la fe
hace posible que nosotros seamos contemporáneos de Cristo, no la historia ni la especulación
filosófica.
Kierkegaard nos dice que para hablar de Cristo <<ha de empezarse por la humillación>>.
Sólo una teología fundada en la kénosis nos dice la verdad sobre Jesucristo: <<Éste es el
humillado… el hombre insignificante, nacido de una virgen despreciada, de padre carpintero,
emparentado con algunas otras personas sencillas de clase ínfima, el hombre insignificante que
por añadidura —lo que es exactamente como echar aceite al fuego— dijo de sí mismo que era
Dios>>. <<El dijo de sí mismo que era Dios>>, es lo que provoca escándalo en tiempos de
Jesús y en nuestro tiempo.
Kierkegaard considera que la cristiandad ha sido muy complaciente con la historia profana;
ha transformado el cristianismo en cultura; ha transformado la historia sagrada en historia
profana; ha transformado a Cristo en un hombre, olvidando que es Dios hecho hombre.12
A diferencia de la cristiandad, el cristianismo profesa que Jesucristo es objeto de fe, no de
conocimiento erudito. Se ha de creer en él o escandalizarse de él. El <<saber>> significa lo
que no concierne a él. La historia es capaz de comunicar mucho saber; más el conocimiento
histórico aniquila a Jesucristo.
La historia, dice la fe, no tiene nada que ver con Jesucristo; con relación a él solamente
poseemos la historia sagrada (la cual es cualitativamente distinta de la historia general), que
relata su vida en la situación de humillación y que, al mismo tiempo, él dijo ser Dios. Cristo es
la paradoja, que la historia jamás podrá condimentar o trasmutar en un silogismo universal.
Él es el mismo en su humillación y en su exaltación; los mil ochocientos años, aunque se
conviertan en dieciocho mil, no tienen nada que hacer en ello.
Lo extraño de todo esto, nos dice Kierkegaard, es que la cristiandad ha pretendido usar la
historia para demostrar que Cristo era Dios.
Como Lutero, Kierkegaard sostiene que la esencia de la relación con Dios radica en
reconocer que existe una diferencia abismal entre Dios y el hombre. Esta diferencia significa
que el hombre no puede hacer absolutamente nada con respecto a él. Dios es quien lo da todo;
es el que da al hombre el querer y el obrar. En esto consiste la gracia, y en la gracia está el
principio del cristianismo. Para Kierkegaard como para Lutero, todo es gracia. No hay nada en
la existencia del cristiano que no sea fruto de la gracia, es decir, fruto de la acción de Dios en él.
Kierkegaard denuncia que la cristiandad ha dado la espalda a Dios, al haber transformado la
fe en cultura, en historia profana. Esta transformación ha propiciado que la fe deje de ser un
asunto personal para convertirse en un asunto cultural, social y político. La fe al haber sido
transformada en cultura se ha convertido en ficción. La cristiandad sólo permite que haya
hombres correctos, que creen ser cristianos, sin serlo de verdad, ya que viven inmersos en la
historia y no en la eternidad. Su vida no incómoda el orden del mundo, pues el cristianismo
aparece como una parte de dicho orden. Con la reintroducción del cristianismo en la cristiandad
el individuo volverá a adquirir el valor que le corresponde, y que ahora detenta la especie. El
individuo volverá a relacionarse con Dios por la sola fe, sin la mediación de la razón (histórica o
filosófica).
La cristiandad desde los tiempos de Constantino se ha identificado con el poder; más aún,
forma parte del poder. Por eso le resulta imposible vivir la fe como escándalo y paradoja.
La cristiandad no vive la fe en clave de eternidad. El misterio de le encarnación nos muestra
cómo eternidad y tiempo se cruzan. Es en este cruce de eternidad y tiempo donde el cristiano,
gracias a la fe, se hace contemporáneo de Jesucristo. Sólo desde la contemporaneidad con
Cristo, la fe vuelve a ser paradoja y escándalo. San Lucas dice a sus contemporáneos: “Hoy, en
la ciudad de David, os nacido un Salvador, Cristo, el Señor”.13 El acontecimiento de la navidad
no es un hecho del pasado, es algo que ocurre hoy para nosotros.
La cristiandad a través de la teología liberal ha hecho comparecer a Jesucristo ante el
examen de la historia profana. Esto explica el interés de esta teología por el <<Jesús
histórico>> y no por el <<Cristo de la fe>>, del cual el creyente es contemporáneo.
Kierkegaard sostiene que el cristianismo corre por senderos muy distintos a los de la
cristiandad. El Nuevo Testamento confiesa que Cristo es el <<Juez de la Historia>>, y no la
historia, la juez de Jesucristo. En Ejercitación del cristianismo expresa al respecto:
Él es precisamente el examinador, su vida es examen, y no solamente de aquella generación,
sino de todas. ¡Ay de la generación que con descaro se atreviera a decir: olvidemos la
injusticia que padeció! La historia acaba de hacer notorio quién era y lo ha colocado en su
derecho.
Sin embargo, la historia no nos dice quién es Jesucristo. El cristianismo es una forma de vida,
cuyos conceptos y prácticas sólo cobran sentido cuando se las comprende desde el interior. La
fe cristiana es una experiencia interior. En cambio la historia se dedica a comprender e
interpretar el pasado. Por tanto, el <<Jesús histórico>> pertenece al pasado; en cambio,
Jesucristo pertenece al presente, porque gracias a la fe que nos hace contemporáneos suyos,
conocemos quién es él.
Cada cristiano considerado individualmente, en el acto de fe vivida en el cruce de lo eterno y
el tiempo, sabe quién es Jesucristo. En el <<hoy>> se acepta o rechaza a Jesucristo. El
cristiano desde su experiencia interior de la fe, se descubre como sujeto delante de Dios. Dicho
descubrimiento le lleva a conocerse como síntesis de finitud e infinitud. Dicho conocimiento de
sí le lleva a vivir una existencia auténtica.
En la cristiandad el cristiano está privado del conocimiento de sí mismo. Y esta es la razón de
que no pueda vivir sinceramente su fe, porque carece de interioridad, es decir, de genuino
espíritu cristiano. La cristiandad reduce la vida cristiana al cumplimiento de unas normas
morales y de unos ritos que no favorecen una experiencia interior de Dios y de su gracia. El
cristianismo es una religión de la trascendencia, no de la inmanencia, ya que está
fundamentado en una revelación, y la revelación no puede ser racionalmente demostrada. En el
cristianismo el misterio de la encarnación de Dios constituye una paradoja: se cree o no se cree
que Dios se ha encarnado en la persona de Jesús. La fe en el Dios encarnado es plenamente
paradójica, y como tal, debe continuar, ya que este misterio trasciende la razón.
En Migajas filosóficas Kierkegaard sostiene que la fe es paralógica porque “no es un
conocimiento de lo eterno que deja excluido lo temporal e histórico, y ningún conocimiento
puramente histórico, y ningún conocimiento debe tener por objeto ese absurdo de que lo eterno
sea histórico… La paradoja concilia lo contradictorio, es la eternización de lo histórico y la
historización de lo eterno”.
El carácter paradójico de la fe impide al cristianismo transformarse en una religión de la
dulzura y del consuelo. La angustia y la desesperación forman parte de la experiencia cristiana
de Dios. En cambio, la cristiandad ha transformado el cristianismo en una religión de la dulzura
y del consuelo.
En el estadio religioso el hombre se relaciona con Dios a través de la fe. La experiencia de fe
es una experiencia singular y personal. Es irreductible a conceptos generales. La fe posibilita
que el hombre viva una existencia auténtica. La fe implica aceptar una forma de vida precaria y
excepcional. La fe no tiene que ver nada con el conocimiento, la demostración o la verificación.
Se cree o no se cree, así de simple, pero también así de radical, nos dice Kierkegaard. El
verdadero cristiano se gloría en la cruz de Cristo14 y en su propia debilidad, reconociendo que
es la gracia de Cristo la que lo hace fuerte.15
Kierkegaard ha recuperado el escándalo como constitutivo del acto de fe. Sólo quien supera
el escándalo de la encarnación de Dios, sabe quién es Jesucristo. Los cristianos estamos muy
lejos de vivir nuestra fe en Cristo como escándalo, recuperar el escándalo que la fe suscita en
quienes no creen, hará de nuestra fe un asunto serio. Ver al Hijo de Dios en el Crucificado es
posible para el que cree. Para el que no cree, el Crucificado es un malhechor, un pecador.
1 Filipenses 2:5-8.
2 Corintios 8:9.
3 Lucas 7:18-23.
4 Juan 6:41-42.
5 Juan 6:68-69.
6 Mateo 16:16.
7 Juan 7:27-29.
8 Gálatas 4: 4-5
9 Juan 1:1.14.
10 Juan 20: 29
11 Marcos 6:3.
12 Juan 1:14.
13 Lucas 2:11.
14 Cfr. Gálatas 6:15.
15 Cfr. 2 Corintios 12:1-12.
RELIGIÓN Y CULTURA: UN BREVE ITINERARIO DESDE FINALES DEL
MUNDO ANTIGUO HASTA LOS DÍAS DE KIERKEGAARD
Marcio Gimenes de Paula
UNIVERSIDAD DE BRASILIA

INTRODUCCIÓN.

L
a crítica al cristianismo producida por los filósofos de la antigüedad tardía y el
movimiento apologético de los padres de la Iglesia en respuesta —y en defensa al
cristianismo— parecen aspectos que, con cierta frecuencia, van y vuelven en los debates
sobre el encuentro entre el cristianismo naciente y la herencia clásica. Tal debate no queda
circunscrito a ese periodo y —con mucha frecuencia— puede ser nuevamente observado, sea en
el siglo XIX, donde se sitúa la obra de Kierkegaard y de tantos otros autores favorables o
contrarios al cristianismo —como en los días actuales, donde el debate parece siempre
estimulante en las discusiones sobre religión, cultura y secularización.
En efecto, el objetivo de este artículo es presentar el desarrollo de esa cuestión en el primer
debate, es decir, entre los filósofos paganos de la antigüedad y entre los primeros padres de la
Iglesia. La segunda parte del recorrido es seguir evaluando la misma cuestión por la
perspectiva histórica de Werner Jaeger y evaluar con más detenimiento su tesis acerca de la
paideia cristiana. Ya la tercera parte del trabajo pretende evaluar la posición de Kierkegaard
sobre tan controvertida cuestión y ver cómo su posicionamiento repercute aún en el siglo XX,
sea en posiciones favorables o contrarias a su tesis. Pasemos, por lo tanto, al primer aspecto de
nuestro objetivo.

1. LA CULTURA CLÁSICA CONTRA EL CRISTIANISMO Y EL CRISTIANISMO CONTRA LA CULTURA


CLÁSICA.

ALGUNOS EJEMPLOS:
La relación de la cultura con el cristianismo —y de éste con la cultura— nunca fue algo ni
simple ni tranquilo de ser abordado. De hecho, el propio cristianismo, desde su inicio, también
construye una cultura y, en ese sentido, la delimitación precisa a ser hecha aquí es exactamente
acerca de la relación del cristianismo con la cultura clásica del final de la antigüedad, época
donde el cristianismo se establece y forma sus raíces, proyectándose tal como lo conocemos aún
hoy. Para eso, me gustaría abordar aquí una de esas relaciones de la cultura clásica para con el
cristianismo. El caso del filósofo pagano Celso, que vivió aproximadamente entre 145 y 225 de
la Era Cristiana. Poco sabemos propiamente de ese autor y, la mayor parte de lo que recibimos,
viene a través de una obra que Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, escribe para
combatirlo: el célebre tratado Contra Celso. El discurso El discurso verdadero contra los
cristianos, de la autoría de Celso, del cual nos llegaron algunos fragmentos, es una obra por
naturaleza polémica y con la intenión de contestar, conforme dice el propio título, las tesis del
cristianismo.
Ya en el prólogo de su escrito, Celso parece dejar claro que hay un tipo de gente que tiene
una especial propensión para el cristianismo: el judaísmo grosero que, compuesto por gente
rústica es, según el autor, un blanco fácil para esta nueva religión. En otras palabras, el
cristianismo aquí retratado por el pagano Celso, hombre culto de la Antigüedad, es cosa de
gente bárbara, de las capas más bajas de la población, de esclavos, de mujeres y de niños. Pero,
Celso no pretende gastar su raciocinio y sus argumentos con tales personas, sin embargo, está
obligado ahora a reconocer, que hay entre los cristianos otro tipo de gente, más calificada y que
merece ser alertada para no caer en el equívoco. En efecto, la preocupación de Celso nos
parece profética: su recelo es que los cristianos más cultos, aptos al argumento y a la razón,
construyan la nueva religión a partir de tales tesis, lo que la fortalecería. De ese modo, su
intención además de apologética, parece claramente proselitista, o sea, él desea retirar
personas cultas de esa nueva religión y, en ese sentido, convertirlas a sus tesis. Por eso, su
preocupación nos suena como profética, pues es exactamente eso lo que le sucederá al
cristianismo, tal como ya apuntó, con extrema claridad, Werner Jaeger. Solamente con un
acuerdo entre cultura clásica y judaísmo antiguo es que se forma el cristianismo y la civilización
occidental, como sabemos. De haber el cristianismo permanecido sólo como un rastro de un
judaísmo bárbaro, sin argumentación y articulación, y si fuera una religión de desvalidos,
miserables y rechazados socialmente, nada habría que temer y, según evaluamos, tampoco
habría nada que discutir.
En los cuatro libros que forman la obra El discurso verdadero contra los cristianos, Celso
apunta las siguientes críticas centrales: la crítica del cristianismo desde el punto de vista del
judaísmo (libro primero); la crítica de la apologética de los judíos y de los cristianos (libro
segundo); la crítica de los libros santos (libro tercero); el conflicto del cristianismo con el
imperio: tentativa de conciliación (libro cuarto). El problema central del primer libro es cómo
comprender la figura de Jesús dentro del judaísmo y cuánto ésta carece de explicación a los ojos
de Celso e incluso a los ojos del judaísmo. Además de eso, el atributo central, que afirma la
divinidad de Jesús, parece un equívoco grotesco. Ya el segundo libro se centra más en las
explicaciones teológicas y en las doctrinas de cristianos y judíos que, según Celso, no son nada
más que fábulas e invenciones que pasan muy distantes de la razón y, por ese motivo, sólo
pueden atraer a personas incultas. Se nota claramente aquí cuánto Celso pretende categorizar
el cristianismo como una religión de personas incultas y, de ese modo, alejar de ella personas
cultas e instruidas. En el libro tercero, por su parte, el gran objetivo es la crítica de los libros
santos, es decir, el gran objetivo es mostrar que, tal como los judíos ya hacían, las doctrinas
cristianas, expresadas en su libro sagrado, son igualmente falaces y no resisten a un buen
examen racional. Son fuertemente cuestionadas las tesis del antropomorfismo y de la doctrina
de la resurrección, por ejemplo. Según el filósofo pagano nada de lo que el cristianismo
naciente intentaba explicar no había sido ya totalmente esclarecido por la filosofía griega y,
desde el punto de vista moral, el cristianismo parece bastante frágil, una vez que éste pretende
construir hombres frágiles y que viven luchando para saber quién es el más humilde entre ellos.
Esta afirmativa es tan curiosa que parece anticipar, en muchos y muchos siglos, una crítica de
la moral cristiana tal como aquella apuntada por Nietzsche y Feuerbach, ya en el siglo XIX.
En el otro extremo de ese debate entre la cultura clásica y el cristianismo, podemos observar
el otro lado de la cuestión, es decir, el rechazo de la cultura clásica por el cristianismo, o, al
menos, por una de sus facciones. La biografía de la pensadora Hipatia de Alejandría es ejemplar
para comprender tal contexto. La célebre filósofa, astrónoma y matemática, vivió exactamente
en un periodo de afirmación de los ideales del cristianismo y donde el paganismo —y buena
parte de la cultura clásica— parece enfrentar serias dificultades. En su contexto específico, o
sea, en Alejandría, las cosas se ponen aún más trágicas cuando Cirilo asciende al Patriarcado y
fortalece el grupo más radical del cristianismo, es decir, aquella facción que desea librarse de
cualquier cosa que remita al paganismo y, en ese sentido, librarse del pensamiento científico y
humanista. Es muy importante acordar que Hipatia no fue, al contrario de lo que tal vez se
propaga aún hoy, una especie de militante pagana. Su trabajo era académico y no de hacer
proclamaciones en la calle o de convencer a grandes multitudes. Su aprecio por la filosofía
platónica y por Plotino, la colocaban en una posición de recogimiento y estudio. Cabe aún
referir que algunos de sus ex-alumnos, inclusive, eran cristianos y se hicieron obispos de la
Iglesia, como Sinesio, por ejemplo. Tal cosa parece contradecir algunas tesis extremas
presentadas por Edward Gibbon, Luciano Canfora y anteriormente por Voltaire. Todas esas
interpretaciones poseen en común una correcta mitologización de la figura de Hipatia. Gibbon,
para probar su tesis de que el cristianismo destruye a la cultura antigua, se sirve de su modelo;
Canfora, sigue la interpretación más usual y no consigue comprender la amplitud del contexto;
Voltaire, en el Diccionario Filosófico, prácticamente hace una equivalencia entre Hipatia y
Sócrates.
Es cierto, sin embargo, que ocurrió un crimen y, de ese modo, la vida de Hipatia de Alejandría
tiene un final trágico: ella es señalada, en 415, por una turba de cristianos radicales enfurecidos
en medio de una polémica extremadamente fuerte trabada por cristianos más moderados y
cristianos radicales, comandados por Cirilo. Con la victoria de la segunda facción, la filósofa es
asesinada. En la campo de esos debates de fines de la Antigüedad tardía entre paganismo y
cristianismo, creemos que se sitúa la interpretación de Jaeger, que visa mostrar históricamente
cómo se dio la conciliación entre la herencia cultural clásica y el cristianismo o cómo el
cristianismo se constituye, él propio, en un nuevo elemento formativo y educacional, heredando
la tradición clásica y dándole también su propio aspecto.

2. LA TESIS DE JAEGER: LA AFIRMACIÓN INTELECTUAL DEL CRISTIANISMO EN EL MUNDO


ANTIGUO.

Werner Jaeger, célebre helenista y autor de la clásica obra Paideia, publicó en el año de 1961,
mismo año de su muerte, otra obra extremadamente importante: Cristianismo primitivo y
Paideia griega. Tal obra, dividida en siete partes es, en verdad, una selección de las
conferencias dadas por el autor en la Universidad de Harvard en 1960. Debido a su edad y al
tamaño del trabajo que tendría para hacer una evaluación minuciosa de cómo se desarrolla el
concepto de paideia (formación) en el pasaje de la herencia clásica helenística para el
cristianismo, Jaeger justifica que su trabajo presentado es sólo un inicio, que ciertamente
necesitaría de mucho más aliento e investigación.
En la presentación de su primer conferencia, Jaeger apunta que su objetivo no es tratar del
conflictivo aspecto entre religión y cultura, una vez que tal asunto espinoso demandaría un
profundo esfuerzo y, según él, tal tema ha sido bien tratado en los debates teológicos del círculo
protestante del siglo XX, principalmente en las obras de Karl Barth y Emil Brunner. Tal debate
atraviesa todo el siglo XIX y ciertamente puede ser observado tanto en los escritos de Hegel
como de sus seguidores y opositores. No parece desproporcionado, por un lado, que él también
sea blanco de la preocupación de Schleiermacher, que escribía discursos acerca de la religión
para sus cultos menospreciadores y, por otro, que la fuerte crítica a la cultura expresada por
Barth y Brunner sean rememoraciones y relecturas tanto de Kierkegaard como de la tradición
protestante de Martín Lutero y Juan Calvino. De ese modo, Jaeger deja claro su foco de
abordaje, es decir, el foco histórico. En efecto, su objetivo es describir la cultura griega
existente cuando el cristianismo aparece y cómo ocurre el encuentro entre esos dos mundos.
Principalmente, tras la segunda mitad del siglo XVIII, el pensamiento griego de ese periodo
ejerció una fuerte atracción en los estudios teológicos. Todo el siglo XIX, especialmente el
germánico, parece testigo de eso, y nombres como los ya citados Adolf von Harnack,
Schleiermacher y David Strauss son pruebas de tal tesis. Esa tradición llega hasta el siglo XX y
en ella podemos encontrarnos el también ya citado Rudolf Bulttmann. La tesis central de Jaeger
en las conferencias está absolutamente en armonía con la concepción del helenista J.G. Droysen,
que afirmaba categóricamente que no habría habido cristianismo sin la estructura y el
instrumental griego de pensamiento. Curiosamente, las tesis de Jaeger y de Droysen pueden ser
vistas en oposición a lo que pensó Edward Gibbon. La tesis de Gibbon cree plenamente que el
declive y la caída del Imperio Romano se debieron al hecho de que el cristianismo haya tomado
una forma más efectiva y haya alcanzado a la mayoría. Jaeger, que es igualmente un historiador
y deja claro que ése es su punto de partida, evaluaría la tesis de Gibbon como ingenua y parcial,
pues el problema del encuentro entre el helenismo clásico y el cristianismo antiguo es mucho
más complejo de lo que se puede imaginar. En ese sentido, la tesis de Gibbon puede ser buena
para un iluminismo panfletario del siglo XVIII, en la medida en que parece un paganismo de
Celso redivivus, pero no pasaría de eso.
Algunos puntos de la influencia del pensamiento griego en el cristianismo primitivo son
claramente perceptibles: el Nuevo Testamento es escrito en griego, lo que prueba que hay una
comunidad de cristianos helenizados. Las discusiones, los nombres e incluso las analogías
hechas obedecían al modo de pensar griego y a su racionalidad. En ese sentido, tal como Jaeger
nos alerta, podemos percibir que los primeros misioneros del cristianismo podían aún ser vistos
como filósofos, en la medida en que parecía haber más simpatía por la racionalidad de los
dioses de los filósofos que por los dioses tradicionales de la mitología griega. Luego, según
Jaeger, el apóstol Pablo tenía una clara intención de continuar, en el ámbito cristiano, aquello
que fue la paideia griega. No se trataba sólo de estrategia para comunicar, sino del uso de la
capacidad argumentativa de la filosofía clásica griega para la construcción de las doctrinas
centrales del cristianismo.
La Epístola a los Corintios, de autoría de Clemente, es un ejemplo claro de tal actitud. En
ella, Clemente, que vivía en el siglo I, hace uso claro de la retórica clásica y comienza a
comprender el cristianismo como una especie de nueva paideia. Ya el siglo II, era de oro de las
apologías del cristianismo que, en general, respondían a apologías paganas, notamos el gran
conocimiento de los primeros padres de la Iglesia.
La apología del cristianismo también puede ser comprendida, en ese contexto, como una
defensa en medio de las persecuciones, y una tentativa de uso del argumento racional no sólo
para conseguir adeptos sino también para probar que el cristianismo no amenaza ni al Imperio,
ni a las buenas costumbres vigentes. Jaeger evalúa que es dentro de esa lógica que podemos
comprender el trabajo de Justino, que ve el cristianismo como una especie de absolutización de
aquello que la filosofía griega prenuncia y, dentro de ese mismo espectro, podemos comprender
las apologías paganas contra el cristianismo, principalmente las de Galeno, Marco Aurelio y
Celso. Es curioso observar que en ellas, el criterio de la fe es cuestionado. Para el pensamiento
pagano, la fe sería un artificio que sólo puede ser usado en la ausencia de una epistemología
más seria, como ocurre en el cristianismo. Será solamente con Tertuliano que se podrá hablar
de un debate tal como lo conocemos entre fe y razón, que se hace célebre por construir una
argumentación acerca de la fe en virtud del absurdo.
Jaeger evalúa que, en esa relación entre cristianismo primitivo y paideia griega, un debate
necesita ser superado. La interpretación más humanista, en general, anhela siempre defender
la tesis de que el pensamiento griego es autosuficiente y, en ese sentido, no necesitaría del
pensamiento cristiano, e incluso peor: éste habría sido la causa de la degeneración del modo de
pensar griego. La otra interpretación, más radicalmente cristiana, tiende a creer que el
cristianismo, por no ser algo racional y no ser una filosofía, necesita ser separado radicalmente
del modo de pensar griego y, en ese sentido, separa fuertemente razón y fe. Según Jaeger,
ambas interpretaciones se equivocan, pues en la antigüedad tardía ocurrió una mezcla tan
fuerte entre cristianismo primitivo y paideia griega que ya no es posible separar los elementos
de ese modo. Por eso, su alerta es para que los historiadores presten atención al inmenso
desafío del humanismo cristiano.
El trabajo de Orígenes y su explicación alegórica del texto sagrado debe ser comprendido
dentro de esa misma articulación, o sea, de volver racionales determinados aspectos, tal vez,
oscuros del cristianismo. El mismo ya se puede observar en el trabajo de Clemente. Después de
la gran mezcla entre cristianismo y paganismo no parece que sea posible cualquier tesis que
quiera separar las dos concepciones, ni del lado cristiano, ni del lado pagano. Sin embargo,
incluso el trabajo de Clemente fue superado. Gregorio de Nisa también es un inquietante
pensador de esa relación entre cristianismo primitivo y paideia griega. Para él, incluso el
concepto cristiano de gracia divina podría ser introducido dentro del cuadro de la paideia
griega clásica. En otras palabras, el Espíritu Santo de Dios podría colaborar con el esfuerzo del
propio hombre. Sin embargo, como recuerda Jaeger, tal tesis será severamente criticada por
San Agustín y Lutero. Curiosamente, Gregorio desarrolla aún una concepción, muy próxima del
vestigio paulino, que es comprender la paideia como una especie de imitatio Christi. Ese
concepto, tal como algunos otros temas que aparecen aquí, juzgamos que pueden ser vistos con
provecho en la filosofía de Kierkegaard, ya en el siglo XIX.

3. LA CRÍTICA DE LA CRISTIANDAD Y EL ELOGIO DE LA CULTURA CLÁSICA: LA FILOSOFÍA DE


KIERKEGAARD.

Søren Aabye Kierkegaard, filósofo danés del siglo XIX, es un profundo conocedor de la herencia
clásica griega, del cristianismo y del encuentro entre ambos. Además de su sugestivo interés —
desde el inicio hasta el fin de su producción— por la filosofía socrática, podemos observar, en
incontables momentos, su aprecio por otros filósofos griegos clásicos y por la obra platónica y
aristotélica. Pero, cabe también resaltar el interés kierkegaardiano por los autores patrísticos y
por San Agustín.
Pensamos que es dentro de ese cuadro que podemos alcanzar mejor la profundidad de su
crítica al cristianismo, a un dado tipo de explicación bíblico-exegética y también a la cultura y a
la literalidad de los religiosos de su época. No nos parece, sin embargo, que el autor haga una
apología de un cristianismo ignorante y sin ningún vínculo con la filosofía. Afirmar tal cosa de
un autor que produjo incontables trabajos y utilizó —en todos ellos— tanta articulación
intelectual, alcanza la deshonestidad intelectual. Él antes parece producir otro tipo de
perspectiva. Su última —e inacabada— obra se denomina El Instante (1854-1855). En ella,
Kierkegaard conduce —de forma absolutamente socrática— una polémica contra la cristiandad,
o sea, aquellos que son cristianos deberían explicarle en qué consiste el cristianismo, una vez
que él no puede ser cristiano en un universo como ése, en que el cristianismo se hizo un mero
producto estatal y donde los pastores parecen desconocer tanto las verdades del martirio como
el Nuevo Testamento.
Kierkegaard escribe tal trabajo en la época de oro de las tesis y manifiestos del siglo XIX y
aquí parece claramente querer hacerse entender por todos los hombres de su tiempo,
incluyendo la figura del hombre común, que debe ser el blanco preferencial de la comunicación,
aunque indirecta, del cristianismo. Además del uso de la figura socrática como la gran
estrategia, hay aquí un aspecto que nos llama profundamente la atención: el uso de la
capacidad retórica. Como podemos observar, tal recurso es un componente no sólo del mundo
antiguo, pero es nuevamente transmitido en el cristianismo de la antigüedad y está
profundamente presente en las doctrinas de figuras como Clemente, Orígenes y otros escritores
patrísticos.
De modo profundamente sugestivo, y tal vez recordando hasta los misioneros de Hechos de
los Apóstoles, que se servían de la filosofía para transmitir su mensaje en el universo cultural
griego, Kierkegaard también parece aquí una especie de misionero a disgusto, alguien que
parece querer seducir para la verdad o, como él aún va a afirmar en El Instante, alguien que
necesita cuestionar seriamente —a pesar de toda la ironía utilizada— la sofística de la
cristiandad.
En el Postscriptum a las Migajas Filosóficas de 1846, hay una tesis profundamente sugestiva
sobre esa relación de Kierkegaard con la herencia clásica y la herencia cristiana y, por ese
motivo, nos parece que la obra del autor danés consigue emprender una búsqueda humanística
capaz de conjugar cristianismo y humanismo clásico con el mismo rigor. Tal tesis parece reflejar
claramente la concepción de una paideia cristiana, aunque, como veremos más adelante, el
cristianismo sea, para Kierkegaard, una praxis y una actitud existencial, y no una mera
doctrina. La tesis enunciada por el pseudónimo de Climacus, autor de la obra, bien podría estar
en boca de uno de los padres apostólicos:
La fe, entonces no es una lección para sujetos de aprendizaje lento en la esfera de la
intelectualidad, ni un asilo para débiles mentales. Por el contrario, la fe es una esfera aparte,
y la inmediata señal distintiva de todo el mal entendido radica en su transformación en
doctrina...1
Aún en el Postscriptum, la relación de las tesis kierkegaardianas con las tesis de Tertuliano
sobre la fe puede ser observada en paralelo, tal como ya apuntó Bühler. Tertuliano está
presente en la obra kierkegaardiana no sólo en el PostScriptum o en los Diarios que, a rigor,
contempla una gama de pensadores y de temas increíbles en sus incontables páginas. El padre
apostólico también está presente en las Migajas Filosóficas y en la obra Acerca de la diferencia
entre un genio y un apóstol.
El pseudónimo Climacus defiende, tanto en las Migajas Filosóficas como en el Postscriptum,
que la fe cristiana debe basarse en el absurdo. Según el pensador, ése sería el punto más
profundo de la fe. Obsérvese, sin embargo, que Kierkegaard no está defendiendo ninguna
especie de concepción irracionalista. Su intención es notar que la razón, tal como la conciben
los sistemáticos —o tal como la concebía Justino a los ojos de Tertuliano— no es capaz de
abarcar todas esas cosas. Él usa la expresión absurdo en su sentido pleno, o sea, algo que no
puede ser explicado lógicamente.
La diferencia, pues, entre la resignación socrática y la fe es que la primera se basa en la
ignorancia y la segunda en el absurdo, conforme describe Kierkegaard en las Migajas
Filosóficas. El absurdo sería una manifestación de la verdad en el tiempo, operando el contacto
del existente con la paradoja. Si Dios se manifiesta en el tiempo (paradoja), el hombre debe
tomar una decisión. Y exactamente en eso reside el escándalo. Es necesario que se tenga
decisión en la interioridad para llegar a la verdad. La paradoja explicada ya no es paradoja, por
eso Kierkegaard lo prefiere, incluso Feuerbach y los materialistas ateos, ellos por lo menos
sabían lo que rechazaban, a diferencia de los pensadores especulativos, que parecen no saber lo
que aceptan. La paradoja se transforma en retórica para la especulación, que usa la arrogancia
socrática para combatir a los cristianos apasionados, pero no atenta contra la existencia de
Sócrates, lo que ciertamente merecería una mejor atención. El cristianismo es paradoja,
culmina en la pasión y es crítico de la especulación. El malentendido entre cristianismo y
especulación sólo puede ser entendido, por lo tanto, bajo la perspectiva de la subjetividad.
Ya el texto Acerca de la diferencia entre un genio y un apóstol data de 1847 y fue publicado
póstumamente. El problema aquí tratado es alusivo al caso del pastor Adler, a quien
Kierkegaard le dedicó un libro, también publicado póstumamente. Kierkegaard afirma en la
obra que la diferencia entre el genio y el apóstol necesita ser comprendida a través de la
teleología de ambos. En otras palabras, el genio posee una teleología inmanente, mientras que
el apóstol posee su teleología paradójica absoluta, sostenida en lo transcendente. Por eso, en
calidad de genio o de hombre de espíritu, es difícil comparar al apóstol Pablo a Platón o a
Shakespeare. El genio posee autoridad propia, la autoridad apostólica proviene de Dios. El
propio significado de las dos palabras ayuda a elucidar tal diferenciación. La palabra genio, en
latín, es ingenium, algo que es innato. La palabra apóstol significa, en el idioma griego, aquel
que es enviado, proveniente del verbo enviar. Por lo tanto, la genialidad está conectada a la
capacitación, el apostolado a la vocación. Al contrario de la genialidad, que se caracteriza por
ser cuantitativa, la apostolicidad se basa en la autoridad divina, que se constituye en un factor
cualitativo decisivo. Tal autoridad es la que le confiere pleno poder al apóstol.
Sin embargo, es algo bastante complejo determinar lo que es la autoridad divina y cómo ésta
se constituye. Según HH, el pseudónimo autor de la obra, es una cualidad específica que se
diferencia de lo estético y de la genialidad. No es comprendida sólo por el análisis cuidadoso de
la doctrina, sino que se caracteriza por su inmutabilidad.
Para el autor del texto, ni los sermones afectados de los oradores de su tiempo consiguen
conferir autoridad a quienquiera que sea. La autoridad, siempre que sea observada desde el
punto de vista humano, es transitoria y pasajera. Siendo así, se suceden gobernantes y
perspectivas políticas de las más diversas. Sin embargo, la prueba de la autoridad apostólica es
de otra esfera.
Tanto la comunicación de la verdad (por el apóstol) como la recepción de ella (por el oyente)
se relacionan a la comunicación indirecta. Al final, si toda la humanidad pecó y se desconectó
automáticamente de la verdad, como piensan Kierkegaard y la tradición cristiana, no hay cómo
desear que tal relación retorne de un modo directo. Es solamente a través de la comunicación
indirecta de un Hombre- Dios, que ora se revela y ora se oculta, que la auténtica autoridad
puede aparecer.
Sin embargo, aunque la vocación apostólica no sea del orden estético, ella posee otros
indicadores. Según HH, el recibimiento de una revelación está acompañado de la
incomprensión de los hombres y de su persecución, ese es el criterio.
El blanco preferencial de las críticas kierkegaardianas no es el genio individualmente, sino la
especulación y la exégesis. El pastor Adler, a quien el texto se refiere, se constituye, en verdad,
en un pretexto y en algo concreto para tales afirmativas, es decir, de aquello que se titula
cultura cristiana y explicación racional de la fe. El texto toca cuestiones éticas centrales sobre
lo que significa ser apóstol y cómo la prueba de tal cosa no puede ocurrir sólo por la aprobación
de una determinada institución eclesiástica. Para el autor, Adler se muestra como un no-apóstol,
exactamente en el momento en que resolvió explicarse junto a la institución eclesiástica y
aceptó su punición. La característica cabal de un apóstol es resistir, aunque no sea comprendido
dentro de su propio tiempo.
No hay, en ningún momento del texto, un desprecio a la genialidad. Éste sólo enfatiza su
diferente finalidad y su distancia de lo que significa ser apóstol, al criticarla como instrumento
indispensable de contraste del cristianismo. Sin embargo, la genialidad está siempre un paso
adelante de la masa y de la alienación. La dialéctica del genio reside en una especie de
contentamiento humorístico y su finalidad está restringida a él mismo, al no poseer un objetivo
que vaya más allá de sus fronteras. La dialéctica del apóstol no apunta hacia sí mismo, ni hacia
su propia satisfacción, antes se constituye en un medio para alcanzar un objetivo propuesto y
externo. Curiosamente, el propio Kierkegaard se denomina como un genio, alguien que está,
por lo tanto, en lo humorístico, en la incitante frontera entre la ética y la religión. De ese modo,
la única semejanza posible entre el genio y el apóstol es que ninguno de los dos es comprendido
por su época. Sin embargo, marca toda la diferencia saber cuáles son las razones de eso, y ellas
son substancialmente diferentes.

4. CONCLUSIÓN: KIERKEGAARD COMO UN APOLOGETA CONTEMPORÁNEO.


Hay, en el transcurrir de la obra de Kierkegaard, según evaluamos, una curiosa crítica a un
cierto tipo de humanismo que, al no conseguir alcanzar ni el pathos de la existencia socrática y
ni los desafíos del cristianismo, intenta superarlos a ambos. En el Postscriptum aparece una
severa crítica en ese sentido y en ella podemos observar que la posición kierkegaardiana es
doble, es decir, se destina tanto a algunos humanistas, que deprecian aspectos de la fe, como a
algunos hombres de fe, que desprecian el conocimiento filosófico. La intención es disertar sobre
un conocimiento que no pierda de vista ni el pathos, ni los sentimientos, ni la imaginación es,
por lo tanto, un conocimiento integral, tal como Sócrates y el cristianismo apasionado
defendían. La definición kierkegaardiana de pensador es muy intrigante e irónica, al ser
diferente de un pensamiento desenlazado de la pasión y de la imaginación. De ese modo,
Kierkegaard también parece no creer que sea necesario, principalmente en la piel del
pseudónimo Anti-Climacus (en La enfermedad mortal), hacer largas discusiones y digresiones
sobre las pruebas de la existencia de Dios. Querer hacer pruebas de la existencia de Dios no
parece tener sentido después de Kant, pero tampoco parece tener sentido en un autor para
quien la paradoja no es el punto a ser superado, sino a ser admirado. Su cristianismo, de ese
modo, es bastante peculiar. Su propuesta de cristianismo no contempla una apologética, o
mejor, tal vez no contemple una apologética al modo tradicional, como aparece tanto en los
autores clásicos griegos como en los apologetas del inicio del cristianismo. Queda, sin embargo,
la pregunta: ¿conseguiría Kierkegaard escapar del debate apologético? Evaluamos que no. Su
época produjo buenas apologías a favor y en contra del cristianismo. Schleiermacher y
Feuerbach tal vez sean la cara más conocida de tal fenómeno. Nuestra pregunta inicial, no
obstante, era si Kierkegaard podría, en su lucha contra la cultura, caer en algún tipo de
posicionamiento reaccionario, de total rechazo a la cultura. Nuestra respuesta es negativa para
tal cuestión, pues la crítica de la cultura en Kierkegaard no representa desprecio por la cultura,
sino un llamado para diferentes dominios entre fe y cultura y, por lo tanto, parece rehacer, en el
siglo XIX, un recorrido que viene desde Tertuliano y Agustín. La escritura kierkegaardiana tal
vez sea demasiado fuerte y su obra evoca aspectos de caricatura de forma intencionada, sin
embargo, evaluamos tener buenas razones para ver en los trabajos de Kierkegaard no una
apología clásica, sino una apología de la praxis. No fortuitamente, en Las obras del Amor, de
1847, podemos encontrar el remate de esa tesis y la defensa de una ética del amor basada en el
deber de amar, estando un paso delante del amor preferencial de los griegos y de una ética a los
moldes racionales kantianos. Para desarrollar tal tipo de profundización, el pensador sabe que
necesitaría desarrollar aún la Imitatio Christi, concepto importante en su obra y con buena
consonancia con la tradición cristiana, presente tanto en la patrística de Gregorio de Nisa, como
en el clásico trabajo de Tomás de Kempis.
Juzgamos que el aspecto más visible de ese tipo de amor y testimonio puede aún ser visto en
la obra de otro célebre personaje protestante del siglo XX: Albert Schweitzer. Tal tipo de amor
refleja incluso una relación singular de ambos —Kierkegaard y Schweitzer— con la milenaria
relación del cristianismo con la cultura. Su propuesta no es, según juzgamos, ni recusa
absoluta, ni aceptación sin crítica de la misma como mero producto de lo mejor que los hombres
produjeron hasta hoy. Un pensamiento paradójico parece ser siempre algo más que “éso o
aquéllo”.
Traducción de Yamicela Torres.

BIBLIOGRAFÍA.
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patristic and the medieval traditions- Kierkegaard Research, reception and sources v. 4,
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M. Dzielska, Hipatya de Alejandria. Tr. José Luís Lopes Muñoz, Madrid: Siruela, 2004.
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1 S. Kierkegaard, Postscriptum a Migajas Filosóficas, Tr. Nassim Bravo Jordán. Mexico: Iberoamericana, 2008, p. 329/ SV¹ VII
282.
INTERROGAR SOBRE EL AMOR
Erik Avalos Reyes
UNIVERSIDAD MICHOACANA DE SAN NICOLÁS DE HIDALGO

¿Qué es el acto amoroso? ¿Para el amor se ocupan dos sujetos o basta con uno que encuentre
un objeto para evidenciar su experiencia amorosa? ¿Las filosofías han dicho algo de su propio
ejercicio amoroso?
Remitir a la vivencia amorosa es, desde la más arraigada tradición filosófica, intentar
observar un horizonte afectivo con un aparato racionalizado y guiado por la facultad del
entendimiento; es decir, la razón intenta hablar de la pasión. De suyo, esto representa ya un
reto mayúsculo por dos motivos: el primero tiene que ver con esa aventura de pretender
racionalizar lo irracionalizable y, segundo, darle entrada al campo de la afectividad en un
quehacer de argumentos, conceptos y sistemas trascendentales; como puede deducir el lector,
es un asunto de método.
¿De método? Sí, un camino que seguir para poder encontrar cierta justificación sobre eso que
decimos creer, no se pretende un método sistemático o trascendental, mucho menos uno que
haya heredado esa parte de la actitud natural como el positivista; sin dar muchos rodeos puedo
decir que el camino que se ha de perseguir es el de la experiencia misma, no en un sentido
empirista donde se pretenda extraer juicios a partir de la síntesis de lo vivido, sino, a partir de
eso vivido que se desea, o mejor aún ¿en qué sentido el deseo es el método mismo que se
encarga de indagar en cada sujeto sin asumir una actitud universalista?
El filosofar representa, para algunos autores, un acto mismo de amar, de desear amar la
posibilidad del saber. “Para entender mejor esta relación eventual entre el acto de filosofar y la
estructura presencia-ausencia, conviene examinar, aunque sea rápidamente, qué es el deseo;
porque en filosofía hay philein, amar, estar enamorado, desear”.1 Cabe resaltar esta posibilidad
de la presencia y la ausencia en el acto mismo del pensamiento filosófico, esto es, quien se
ejercita en la filosofía es consciente que la actitud indagatoria a la que se aferra acontece en un
devenir inagotable, donde los conceptos son herramientas inacabadas e inabarcables desde una
perspectiva universalista, y que una de las posibilidades de ese ejercicio es permitir que la
aventura sobre lo abstracto sea lo bastante abierta de tal forma que permita el supuesto del
juego, del indagar lo desconocido, de aludir a esos temas escabrosos que los grandes sistemas
enaltecen de manera metafísica sin dar cuenta del por qué o simplemente lo dejan de lado por
considerarlos ajenos a la existencia misma.
El material de la filosofía, eso que alimenta el deseo por saber, debe encontrarse en las
trivialidades de lo cotidiano, no en las posibilidades de lo trascendental, este horizonte de
pensamiento ha mermado profundamente el encuentro del saber con los acontecimientos,
presentes, ausentes o singulares que afectan e importan día a día, a cada sujeto en su
particularidad y no en su universalidad, éste es asunto del sistema, mientras que la primera es
de un plano directamente vivencial.
Cito un extracto de la primera Elegía de las Elegías de Duino de Rilke:2
Ciertamente, es extraño no habitar ya la tierra,
no seguir practicando unas costumbres
apenas aprendidas;
no dar, ni atribuir significados
de futura realidad humana ni a las rosas
ni a esas cosas que son ofrecimientos
sin fin. No ser lo que se era
en la infinita angustia de esas manos;
tener que desprenderse hasta del propio nombre,
como quien lanza, lejos de si, un juguete roto.
Extraño es no volver a desear
los deseos. Extraño es ver, perdido,
disperso en el espacio, todo aquello
que estuvo unido.
Hay una constante pérdida en los sujetos, en buena medida ésa es una de las características
esenciales, ese no habitar ya la tierra hace pensar en nuestra lejanía del mundo de la
naturaleza, un abandono constante, una distancia tomada de su lógica, donde ya no se puede
pensar como animal, ningún asunto de los humanos cae o se ve desde una lógica instintiva;
aunque también se cuestionan esas cosas muy humanas, donde, al paso del tiempo también
entran en crisis hasta provocarnos la enfermedad de la angustia, ¿será esta crisis existencial la
que nos nulifica como sujetos de potencia? y por ello nos lleva a no querer desear más, no
volver a desear los deseos.
“El deseo no pone en relación una causa y en efecto, sean cuales fueran, sino que es el
movimiento de algo que va hacia lo otro como hacia lo que falta a sí mismo”.3 La posibilidad de
ejercer nuestra subjetividad está enmarcada en la predisposición que podamos ofrecer hacia el
deseo mismo, esto es, la tendencia mostrada hacia la falta, hacia eso que no permite que
estemos completos, esa sensación de incompletud aparece en nosotros desde los primeros
atisbos de conciencia, nos falta la madre, nos falta la mascota, nos faltan los objetos que vemos
en los otros, nos falta saber, ¿saber, sobre qué?, saber sobre el amor, falta el amor como esa
potencia que nos ubica en otro espacio, un horizonte de subjetividad que juega entre el mundo
de la naturaleza y el mundo de la cultura, eso que nos hace propios y nos hace diferentes a
todos los demás. La filosofía sería un modo de pensamiento, un método que marca la diferencia,
no hay unidad, la vivencia amorosa abre la posibilidad de una distinción respecto de los otros
que dicen amar, nuestro objeto de amor, nuestra otra persona que decimos amar, nuestras
experiencias amorosas nos dan un lugar insustituible en el espacio mismo de la vida.
Filosofar es búsqueda, es deseo por vivir, “Filosofar es obedecer plenamente al movimiento
del deseo, estar comprendido en él e intentar comprenderlo a la vez sin salir de su cauce (…)
filosofamos porque queremos, porque nos apetece”.4 Sin embargo, ¿todo deseo es filosofía o
nos lleva a la filosofía? Seguramente no hay un deseo primordial y menos prioritario, los
humanos tenemos una lista interminable de deseos, consientes e inconscientes, ¿cuales serían
entonces esos deseos que nos invitan al filosofar?, en realidad no importa el deseo, sino el
movimiento que genera: primero el de búsqueda de eso que sentimos nos es propio y nos falta;
segundo, las posibles respuestas, que marcan justamente varios caminos. Al intentar dar voz a
esas vías aparece la cultura, la filosofía misma, la literatura, la ciencia y muchos otros leguajes
y formas de exposición, útiles para dar identidad en la diferencia al sujeto que las practica.
En esta práctica que mana de las diferentes posibilidades de respuestas deviene
constantemente el deseo, es decir, la energía invertida en la misma búsqueda de lo deseado, nos
hace suponer, junto con Alcibíades, que las posibilidades del amor, la activación del juego del
deseo es de carne y hueso, y no es un ejercicio intelectual guardado a las mentes puritanas del
pensamiento; Kierkegaard presenta un personaje que pretende pensar al amor desde la
condición de alejamiento del objeto amoroso, es decir, se puede hablar del amor e incluso
“vivenciarlo” sin la necesidad de haber estado en contacto directo con una mujer, se le llama El
joven en el libro de In vino veritas,5 del cual hablaremos en páginas posteriores.
Mientras tanto, recuperemos algunas intervenciones del diálogo de Platón El Banquete, con
la finalidad de rastrear cómo Alcibíades es el único personaje que expone clara y evidentemente
los asuntos del amor en relación al deseo, esto es, para que el amor y el deseo se activen como
una posibilidad de la diferencia se necesita un tercer elemento, éste puede ser un objeto
“amoroso” o un amante, la posibilidad de la esclavitud o de la libertad.
A continuación se mencionarán algunas características respecto del amor en relación con el
deseo a las que se aluden en El Banquete: se dice que el amor es libertad, “no hay juramento
amoroso. Tal es la absoluta libertad que los dioses y los hombres han conferido al amante”.6 En
los asuntos del amor el devenir o el azar completan su ejecución, nada ata al enamorado con el
amado más que la necesidad de estar juntos, esa es la concepción de un amor en libertad,
cabría preguntar ¿cuando esa libertad termina y empiezan a aparecer las promesas?
Seguramente aparece la necesidad de un amor esclavizante, ese, donde quien solicita la
constatación de la promesa se convierte en objeto del amor y quien está a cargo de confirmarla
asiente su rol libre, ya que ahora se sabe libre y señor de un objeto que se deja amar sin límite,
pues ha perdido su conciencia de libertad.
Por ello, Eríximaco, alude al concepto de atracción, es decir, al parecer hay una inclinación
“natural” de los seres vivos a afirmarse desde otro ser vivo u objeto, es decir, una de las
características de los sujeto a su no unidad, su falta que los obliga a buscar completarse y
complementarse en otra cosa o en otro sujeto, “no sólo existe en las almas de los hombres como
una atracción hacia los bellos mancebos, sino también en las demás cosas como una inclinación
hacia otros muchos objetos, tanto en los cuerpos de todos los animales como en los productos
de la tierra y, por decirlo así, en todos los seres”.7 Esta solicitud y el asentimiento del que se ha
hablado en el párrafo anterior pertenecen al fin mismo de afirmarse como sujeto, con la
peculiaridad que no nos son de manera natural, es el amor impulsado por el deseo el que nos
coloca en ese camino. Al solicitar ser amados corremos el riesgo de perder nuestra libertad de
amar, o el afirmar nuestra libertad al momento de asentir el amar a otro, y con ello, devenir en
el mismo deseo que incita esa búsqueda de lo que es el objeto de amor, lo amado.
Dicha búsqueda, dicho complemento, es esbozado por Aristófanes al narrar la grandeza y el
debacle del Andrógino:
Eran tres los géneros de los hombres, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que
había también un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día,
aunque como género ha desaparecido. Era, en efecto, entonces el andrógino una sola cosa,
como forma y como nombre, partícipe de ambos sexos.8
El Andrógino al saberse completo también reta la completud de los dioses, es decir, decide
ponerse a la par e incluso sobre el fundamento de la physis, casi podemos sugerir el supuesto
de que él mismo asume la potencia del movimiento creador; Zeus castigó ese reto, la solución
fue partirlos, para hacerlos más débiles, “Desde tan remota época, pues, es el amor de los unos
a los otros connaturales a los hombres y reunidor de las antiguas naturalezas, y trata de hacer
un solo ser de los dos y de curar a la naturaleza humana”.9 Por lo que hay un reinicio de ese
Andrógino, y ahora es inminentemente incompleto, los géneros son tres: femenino, masculino y
bisexual, esto nos lleva a entender que la figura del Andrógino es exclusivamente sexual, por
ello, el deseo, como energía potenciadora, es sexual, al partirlos aparece la representación de
una sexualidad inacabada que deseará la parte faltante para completarse, ésta es independiente
del sexo biológico, y tiende hacia algo para vivenciar esa experiencia de ser lo potencializador
de la physis; evidentemente en ese plano ya no se podrá localizar, pues los dioses han vedado el
camino, qué queda, el amor mismo, como una construcción atribuida totalmente a los mortales,
es la techne que mediante el arte, los instrumentos y la cultura logra activar la posibilidad de
complementarse de los seres divididos, es decir, en un plano no natural el sujeto asume la
posibilidad de su diferencia sexual, amorosa desde una perspectiva de la sublimación; es
importante esta última aclaración, porque ya no se trata de una lógica de la sexualidad
biológica sino, y gracias al atrevimiento en lo natural de los Andróginos, de una lógica del amor
apuntalada por el deseo de ser otro y en esa otredad completarse, ser unidad en la diferencia de
tres: el amante, lo amado (objeto u otro amante) y la relación establecida por ellos dos.
Cabe la pregunta ¿de qué se curará a la naturaleza humana? se curará de depender de la
propia physis y en su lugar aparece el tema de la sublimación, es decir, la naturaleza humana
ahora pasa a ser artificial, en un sentido de nueva, de originaria, de un fundamento propio de
los humanos, el deseo como voluntad de querer ser diferentes que no se localiza en ninguna
otra especie del reino animal, y con ello, lateralmente se abre el mundo de la vida cultural a
partir del amor como eslabón exclusivo de los humanos, ya no retadores de los dioses o de la
naturaleza, sino de sí mismos en búsqueda de su práctica amorosa.
Esa completud, esa integración, esa unidad en la diferencia arrastra a una experiencia de la
locura, una experiencia totalmente irracional y que sirve de fundamento al sujeto para entender
sus potencialidades, “pero cuando se encuentran con aquella mitad de sí mismo, tanto el
pederasta como cualquier otro tipo de amante, experimentan entonces una maravillosa
sensación de amistad, de intimidad y de amor, que les deja fuera de sí, y no quieren, por decirlo
así, separarse los unos de los otros ni siquiera un instante”.10 El no separarse ni por un
instante hace pensar un poco en las dos posibilidades del amor planteadas por Kierkegaard, que
se vinculan con el tema del instante. La primera idea que se presenta del amor es afín al
recuerdo, el amor-recuerdo, en éste aparece el estado de melancolía porque se trata de que el
enamorado, al perder el instante que le hizo encontrarse con su complemento, se dedique a
recordarlo insaciablemente, cada fragmento de su experiencia pasa una y otra vez por su
memoria, haciendo de su existencia un laúd de lo pasado y con ello aniquila su presente e
incluso el porvenir, por lo que el deseo se paraliza, arruinando toda posibilidad para afirmarse
como sujeto; ya no habita el deseo por la búsqueda del objeto, lo que hace ver a la persona
como un objeto ensimismado en un recuerdo amoroso que acaba por obsesionarlo, ya que nunca
puede recuperar esos instantes quedados en la historia, en lo pasado, en el inevitable tiempo
medido.
Por otro lado, tenemos el amor-repetición que el autor presenta de la siguiente manera:
El amor–repetición es en verdad el único dichoso. Porque no entraña, como el del recuerdo,
la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del descubrimiento, ni tampoco la
melancolía propia del recuerdo. Lo peculiar del amor–repetición es la deliciosa seguridad del
instante.11
Este amor es la posibilidad del complemento entre el amado, el amante y el deseo que
impulsa esa búsqueda, esa actividad misma que, a diferencia del amor-recuerdo, queda
enclavada en el instante, un devenir que no cambia su forma de hacerse presente en el tiempo,
por lo que se distingue claramente del recuerdo, no es la nostalgia la brújula de esa vivencia,
¿qué vendría a ser el recuerdo?
El recuerdo se presenta ante la peripecia de recuperar lo que ha de partir, un amante o un
objeto amoroso siempre esta partiendo, parece suponer Kierkegaard, y es erróneo aferrarse a
él, bien sea para que no se marche o para recuperarlo de entre los escombros del sujeto; “el
secreto obliga a quien lo posee a que no lo eche en el olvido”.12 Cada amor, cada
enamoramiento se piensa que es el más importante, el esencial, al inicio del texto La repetición
se narra el encuentro de un joven con el amor, como la única experiencia valiosa de su vida, sin
embargo, pronto cae en la cuenta por varias razones que no es así, desafortunadamente para él,
no puede olvidar a la chica de la que dice estar enamorado, lo esencial es la experiencia misma
de la seducción y de la confesión mutua, en asuntos del amor la memoria va de la mano del
recuerdo y parece que se niega a olvidar, a dejar de lado lo pesado del pasado, el amor no es
recuerdo; el amor remite a la repetición, según Constantin Constantius a un constante que
busca quedarse ahí, en el momento de esa experiencia, ya que, si ha sido auténtica, no debería
de cambiar en nada, el secreto de no olvidar es repetir, no recordar. “El objeto del recuerdo se
puede arrojar todo lo lejos que se quiera, pero siempre vuelve de nuevo hacia nosotros,
insistente y atronador como el martillo”.13 Ese objeto, el objeto de nuestro deseo es lo más
angustiante para un enamorado, lo amado no puede desprenderse de quien lo posee, al hacerlo
automáticamente pasa al rubro de lo que se busca pero está destinado a no encontrarse jamás,
se puede leer entre líneas que si el deseo tiene un objeto, éste ya no es lo amado, sino un
capricho, una ilusión irrompible en la psique del sujeto, y como tal, algo que unánimamente
enajenará a la conciencia, no hay lugar para extrañar el amor, o se vive siendo él o es algo
engañoso y falso, es la patria por excelencia del viajero del deseo, “nostalgia de la patria. Para
esto se necesita ser un virtuoso en materia de ilusiones”.14 Esta patria es lo Real, la intensidad
de la vivencia alcanzada en cada experiencia con lo amado y jamás la extrañeza al no tenerlo, es
para cada uno su propio encuentro, irrepetible e inigualable, no es una forma ideal como lo pide
Platón en su diálogo o el joven de In vino veritas, es lo más inmanente posible de cada sujeto, la
facticidad sin concepto mediador, lo Real; Alcibíades es el amante más sobrio en el Banquete,
señala a su amor real, de carne y hueso, tiene nombre: Sócrates.
Alcibíades llega seducido por el vino, por la verdad que el vino le provoca apalabrar, borracho
grita en el banquete ofrecido: “Voy a decir la verdad”/ “os diría bajo juramento qué sensaciones
he experimentado personalmente por efecto de sus palabras y sigo experimentando ahora
todavía”.15 La verdad, sostiene Alcibíades, es mi verdad, la única verdad posible para todo
tiempo y momento, no interesan las otras verdades o la Verdad, el amor, lo que siente él no es
asunto de epistemologías o de metafísicas, más bien es una política de poder por otro, es una
ética del dominio por otro, es una ontología donde el ser es devenir de dos que, le otorga
certeza de existir afectivamente desde sus palabras. Una lección lateral de este borracho es
reconocer que la palabra es fundamental para reconocerse enamorado, ni miradas o silencios,
sino poder verbalizarlo en un sentido de hacer.
En El cantar de los cantares leemos en el versículo 1:2 “Beseme él con los besos de su boca,
porque tus expresiones de cariño son mejores que el vino”.16 Los besos de la boca son las
palabras mencionadas por el amado, que al ser escuchadas provocan que vibre el cuerpo y el
deseo se mantenga creciendo, son expresiones que dan muestra de la verdad de un amor
comprendido más allá del vino, es decir, aparece un tercer plano de vivencia amorosa: el de la
palabra y lo Real, son uno solo, la palabra es realidad-acción y la realidad solamente aparece
mediante la palabra, un vínculo que fusiona la existencia de la unidad de dos en la diferencia de
su deseo.
Los otros dos planos se refieren, primero, al que encontramos en la sobriedad donde se dan
razones para amar; el segundo está amparado por la embriaguez, la locura destapada por el
vino sólo nos lleva a señalar con nuestro cuerpo al otro cuerpo que decimos amar. Pero ese
tercer plano va más allá de la locura:
Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque el amor es tan fuerte
como la muerte, la insistencia en la devoción exclusiva es tan inexorable como el Seol. Sus
llamaradas son las llamaradas de un fuego, la llama de Jah. Las muchas aguas mismas no
pueden extinguir el amor, ni pueden los ríos mismos arrollarlo. Si un hombre diera todas las
cosas valiosas de su casa por el amor, las personas positivamente las despreciarían.17
La palabra sello es exigencia de evidencia, de garabato, de raya, de marca, de palabra
impregnada en el epicentro mismo del sujeto, el símil de corazón en canje con ser o sujeto, y
justamente esta reivindicación del amor-palabra-repetición como paralelo a la muerte o al Seol,
es decir, la fuerza o la pulsión desplegada desde el amor es vista como contraparte del
aniquilamiento o de esa morada de espacio agonizante u obscuro (Seol), o se ama o se muere, el
único horizonte posible del amor es el tiempo (el instante específicamente dice Kierkegaard
para diferenciar el amor-recuerdo del amor-repetición) del instante contraponiéndose a la
muerte; es el deseo que agarra la corriente de los ríos hasta inclinarla a la vida o al
aniquilamiento, es decir, es más vital desear vivir desde la práctica del amor y no desear que
nuestro deseo tienda al aniquilamiento, a la muerte que tiene su reflejo en el recuerdo tras el
alejamiento del tiempo, de la repetición.
Es de resaltar que el amor no es de cosas materiales, no se compra o se vende, es una forma
más bien de posicionar otra característica del amor: los objetos dicen algo de él mismo, no se
dan cosas para obtener amor, sin embargo en los adornos que usan los objetos amorosos —las
mujeres— puede entenderse cómo aparecen en el escenario de la vivencia amorosa, este detalle
es resaltado impresionante, por el traficante de modas que florece en In vino veritas, podríamos
suponer que es una de las primeras veces que emerge otra forma de vivenciar a la mujer como
posibilidad de ser una novedad presta a esclarecer un estilo de amor.
El traficante de modas arrebata los argumentos de los otros participantes en el banquete
kierkegaardiano, unos apelaban a la “teoría” sobre amor, y a partir de ella extraer todas las
consecuencias y generalmente acababan rechazando dicha experiencia trascendental más no
empírica; mientras que otros inician su discurso sobre el amor a partir de lo que han
experimentado con mujeres en particular, dejando en un segundo plano la reflexión sobre él
mismo.
Antes de señalar las características que establece el traficante es necesario hacer mención
del objeto de amor escogido por Kierkegaard: la mujer, este filósofo no especula en el tema de
la sexualidad, inmediatamente se enfoca en lo erótico, de alguna manera se vincula en esta
perspectiva con Platón, y sabe que no se trata de un objeto cualquiera el buscado en el amor,
no, se trata de algo fundamental para el hombre y que ubica en la mujer, es decir, el deseo del
amor es el deseo de una mujer; justamente, es el traficante el que hace que aparezca en escena
la mujer Real, la de carne y hueso y no el objeto-mujer con el que trabajaron los otros
comensales del diálogo.
Se lee como problemática inicial para el traficante de modas:
¿Qué sabéis vosotros de todas estas cosas relativas a las mujeres? ¿Qué son vuestras pobres
migajas teóricas, presentadas con el alarde de una enorme experiencia? ¿Y qué son vuestras
migajas de experiencia real elevada con tanto bombo a teoría? Y todo esto para creerlo como
la verdad más alta en un momento, y en el siguiente considerarlo como una ilusión.18
Una de las características esenciales de este personaje es su tajante señalamiento de un
alejamiento del amor mismo, es decir, se le trata como verdad o como ilusión, pero ¿y el amor, y
eso que se siente cuando se dice que se está enamorado, dónde queda? Acaso después de
afluentes discusiones se agranda o desaparece, no, eso señala él, se puede discutir bastante el
asunto o ser el mayor escéptico respecto del amor en la historia de la humanidad, sin embargo,
no se deja de sentir de una manera muy originaria, banal pero prístina algo al interior de uno
mismo que identificamos y le damos realidad con la palabra amor.
Inmediatamente arroja su propuesta a la mesa: “Todo en la vida es cuestión de modas: la
piedad, el amor, los mariñaques y el anillo en la nariz”.19 El amor es una moda y quienes lo
tienen claro son las mujeres, hay una tendencia para poder sentir atracción y complemento
hacia otra persona, “La que sí es mujer es la moda, puesto que la moda es la inconsistencia
dentro de lo absurdo qué sólo conoce una consecuencia, la de ser cada vez más disparatada”.20
Moda y locura arman la columna de la experiencia amorosa, lo que se dice sentir por alguien
vendría estandarizado y comprendido la propia tendencia de vestirse, de sentir o de vivir de las
mujeres, por lo que el hombre sólo sería puesto en escena por ellas como un objeto o sujeto que
debe de buscar su amor, es decir, el proceso de seducción que emprenden ciertos hombres —
como Juan el Seductor— es ficticio, ya que son las mujeres las que ponen de moda,
correspondiente a una época, sociedad o deseos de los grupos de ellas, cómo y de qué manera
un hombre debe de seducirlas.
Desde la mujer debe de leerse el deseo del amor, una necesidad que tiene una limitante
espacial pegada a una disposición temporal, el instante donde aparece lo sorprendente, lo no
creíble, que un sujeto fije su atención afectiva en otro sujeto, un hombre y una mujer unidos por
una moda afectiva, “¿para quienes se emperifollan las damas si no para otras damas?”.21 El
instrumento como adorno, ropa, joyas, maquillaje, temas e incluso amantes forman parte de la
actualidad de la mujer, ella ordena cómo se debe lucir y cómo se debe de amar, para que sus
congéneres lo comprendan; el hombre como un iluso esclavo cree que es él el que sabe como
amar; la coquetería en lo femenino es dejarse sorprender, es decir, buscar el amor-instante en
su dejarse –u ordenar al otro que la festeje, que la ame- amar.
El enamorado no sabe atender y escuchar la moda en las mujeres, eso le trae problemas, “No
busquéis, pues, a ninguna que os acapare el corazón; renunciad al amor, cuya vecindad es la
más peligrosa de todas; porque si no lo hacéis así, estad seguros de que vuestras amadas irán
también con un anillo en las narices como lo exige mi última moda”.22 El amor como ideal no
existe y la vecindad —del ser, del existir amoroso— es hacia la muerte, al forzar el encuentro
mismo con algo que sólo es moda, el hombre de carne y hueso sólo es amor en la medida en que
una mujer decide establecer una relación de amo y esclavo, donde no hay dialéctica, hay
dominio de un amo-amor-repetición sobre un esclavo-amor-hombre cuyo deseo ahora ha sido
influido por la mano de la moda, cuya lógica es encarnada en la mujer misma.
Los hombres no tienen ni idea de lo que quiere una mujer, ella, como lo solicita la moda, tiene
que estar en cambio, en devenir ante otras mujeres para gustar, para seducir; estableciendo un
comercio clandestino con el deseo de amar de los otros, haciéndoles creer que ellos saben lo
qué es el amor, pero ellas seducen tan bien al hombre que hasta le hacen creer que él es el que
las seduce; traficar con la seducción, ¿quién trafica, él, o ella ante la pasividad enajenante de
él? El amor es una práctica perversa y enajenante respecto de la posición de objeto del deseo
que intenta completarse en lo diferente.
Un amor agresivo, siempre hay un tipo de agresión escondida en el reconocimiento del otro;
el amor habita del lado del lenguaje, se habla, pero está el odio encarnado en lo Real que se
ejerce con y desde el cuerpo, que ha sido bañado previamente por el lenguaje. La intensidad de
lo imposible, amor-repetición-odio, es más intenso que cualquier otra cosa, ninguna otra cosa o
experiencia lo puede ofrecer. El amor es necesidad, deseo, fractura, apertura, nos abre, por lo
que nos deja expuestos.
Asumiendo la novedad de los últimos párrafos, donde hemos dicho que el amor es una
experiencia que asume exclusivamente la mujer en una relación de dominio respecto del objeto
a amar (el hombre), donde el deseo se transmuta en moda, por lo que el deseo de amar emana
del devenir de la mujer o figura de lo femenino en relación a lo que el hombre pueda o no pueda
entender de él, es una figura dual de dominio del hombre por parte del deseo de la mujer.
En las siguientes líneas constataremos un poco las consecuencias de ello, Kierkegaard
menciona que:
La repetición es una esposa amada, de la que nunca jamás llegas a sentir hastío, porque
solamente se cansa uno de lo nuevo, pero no de las cosas antiguas, cuya presencia constituye
una fuente inagotable de placer y felicidad. Claro que para ser verdaderamente feliz en este
último caso, es necesario no dejarse engañar con la idea fantástica de que la repetición tiene
que ofrecerle a uno algo nuevo, pues entonces le causará hastío.23
Del amor se obtiene la repetición como una posibilidad de no aburrirse en la existencia, es
decir, de encontrar una forma de existir fuera del hastío, donde la ilusión y la esperanza ceden
su paso al instante como una existencia que puede vivenciar y explotar al máximo su posición
en el tiempo, la idea de que el amor-repetición se fundamente desde el instante de lo que se
puede dejar evidencia, lo que se puede constatar, lo que ha de permanecer escrito en los
amantes y puedan exteriorizar, el amor-recuerdo muta en amor-repetición al momento de la
creación; no es lo mismo amar la historia propia de una desgracia, que amar y reinventar en la
escritura esa o cualquier historia.
Las historias escritas y encriptadas en un lenguaje son una forma de permanecer en el
tiempo erótico, de defenderse del olvido y con ello distanciarse aún más del amor-recuerdo,
“Los amantes recurren con frecuencia a las palabras de los poetas para expresar de la forma
más explosiva y alborozada los dulces tormentos de su amor”.24 La escritura como posibilidad
del instante y por tanto la superación del recuerdo; ella misma, en sus frecuencias violenta y
gozosa enmienda la ironía de un amor único e irrepetible, que se cree en cierto espacio eterno,
“Porque ese recordar potenciador es como la expresión eterna del amor en sus comienzos y
señal evidente de amor auténtico”.25 Ese amor que Diotima nos recuerda que se engendra en la
fiesta donde se lisonjea el nacimiento de Afrodita, cuyos padres son Poro (el Recurso) y Penía (la
Pobreza), ésta última “aprovechado” —recuérdese la hipótesis de que el amor es de
entendimiento y ejercitación exclusiva de la mujer en relación a la moda— que el primero
estaba ebrio, copuló con él y así se engendró Eros. La autenticidad del amor se localiza entre el
recurso y la pobreza llevada a cabo en la dialéctica de la embriaguez. La locura es la lógica del
instante amoroso que es en acto: ejercicio del deseo de amar.
Esa lucha que emprende Eros entre su recurso y su pobreza, provoca una metamorfosis en
todo amante.
De repente se despertó en él un enorme afán de actividad poética, y ésta se desarrollaba en
tales proporciones que yo jamás lo habría podido imaginar. (…)La muchacha no era en
realidad su amada, sino simplemente la ocasión que despertó en él la vena de la actividad
creadora y lo convirtió en un poeta”.26
Una forma de afrontar ese nuevo horizonte de vivir el amor, es a partir del ejercicio poético,
la sublimación juega un papel importante en la creación desde el devenir amoroso, al parecer,
no importa quién sea el amado y quién el amante, sino una tercera posibilidad del deseo mismo,
ya no es sólo un objeto, o un aterrizaje en la moda, no, ahora es la apertura del crear; los
asuntos del amor carnal o ideal se ven reencaminados al amor-poético, ¿qué es este amor-
poético? Es el ejercicio de escribir, de leer, de asumir una realidad de la palabra y con ella una
posibilidad abierta por transformar lo Real a partir de todos los afectos, todos los
razonamientos, de todo lo traficado que ha sido verbalizado en la escritura, escribir es una
acción de amor por lo diferente.
Repetir es re-significar, volver a inscribir los asuntos del amor en la carne y la conciencia de
los amados, asomando la novedad en la existencia misma, es decir, lo que existe siempre ha
existido antes, pero ahora se trata de reiniciarlo, de darle un sentido distinto al dispuesto por
una historia cronológica, cambiarlo por una historia poetizada. Eso es abordar un sentido del
lado de la existencia y no de la muerte, ante la pregunta de por qué amar, podríamos responder
que se ama para existir en las posibilidades que emergen junto al devenir del sujeto en la
diferencia respecto del otro, y se hacen en el instante de vida y no de la muerte.

BIBLIOGRAFÍA.
Constantin, C. (S. Kierkegaard), La repetición. Un ensayo de psicología experimental. Tr. Karla
Astrid Hjelmstrom. Argentina: JVE Psique, 1997.
Jiménez V., y otros (coordinadores), Tríptico para Juan Rulfo. Elegías de Duino. Tr.Juan Rulfo.
México: RM-UNAM-UIA, 2006.
Kierkegaard, S., In vino veritas. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Guadarrama, 1976.
Lyotard, J-F¿Por qué filosofar? Tr. Godofredo González. Barcelona: Paidós/ICE-UBA, 1989.
Platón, Diálogos (El banquete o del amor). Tr. Luis Gil. Madrid: Aguilar, 1990.
Sartre, Heidegger, Jaspers y otros, Kierkegaard Vivo. Tr. Andrés-Pedro Sánchez Pascual.
España: Alianza, 1966.
Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. USA: Watchtower Bible and Tract
Society of New York, 1987.
1 J-F Lyotard, ¿por qué filosofar? Tr. Godofredo González. Barcelona: Paidós/ICE-UBA, 1989, p. 80.
2 V. Jiménez y otros (coordinadores), Tríptico para Juan Rulfo. Elegías de Duino. Tr.Juan Rulfo. México: RM-UNAM-UIA, 2006,
pp.103-105.
3 J-F Lyotard, ¿por qué filosofar?, p. 81.
4 Ibídem, p. 99.
5 S. Kierkegaard, In vino veritas. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Guadarrama, 1976.
6 Platón, Diálogos (El banquete o del amor). Tr. Luis Gil. Madrid: Aguilar, 1990, p. 571.
7 Ibídem, p. 572.
8 Ibídem, p. 575.
9 Ibídem, p. 576.
10 Ídem.
11 Constantin Constantius (S. Kierkegaard), La repetición. Un ensayo de psicología experimental. Tr. Karla Astrid Hjelmstrom.
Argentina: JVE Psique, 1997, p. 7.
12 S. Kierkegaard, In vino veritas. Tr. Demetrio Gutiérrez Rivero. Madrid: Guadarrama, 1976, p. 7 / SV1 VI 15.
13 Constantin Constantinus (S. Kierkegaard), La repetición. Un ensayo de psicología experimental, p., 13.
14 Ibídem, p., 14.
15 Platón, Diálogos (El banquete o del amor), p. 592.
16 Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. USA: Watchtower Bible and Tract Society of New York, 1987, p.850.
17 Ibídem., versículo 8:6-7, p. 854.
18 S. Kierkegaard, In vino veritas, p. 92 / SV1 VI 65.
19 Ibídem, p. 100 / SV1 VI 70.
20 Ibídem, p. 93 / SV1 VI 66.
21 Ibídem, p. 95 / SV1 VI 67.
22 Ibídem, p.101 / SV1 VI 71.
23 Constantin Constantius (S. Kierkegaard), La repetición. Un ensayo de psicología experimental, p., 7.
24 Ibídem, p., 11.
25 Ibídem, p., 13.
26 Ídem.
EL AMOR DEL INDIVIDUO SINGULAR
Elsa Elia Torres Garza
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

La hazaña suprema que un hombre puede realizar es sin duda alguna la del amor al prójimo, por
muy ridícula, humillante e inoportuna que esta hazaña pueda antojársele al mundo.1

L
o que me interesa abordar aquí es el gran tema del amor planteado en los términos que
Kierkegaard afirmó a partir de su tratado Las obras del amor, haciendo referencia no
obstante a otras irradiaciones de su pensamiento. No se trata de una exposición ni
mucho menos detallada de este texto (que también se subtitula Meditaciones cristianas en
forma de discursos), pues no hacemos caso omiso de la advertencia inicial del autor: a saber,
que se precisa lentitud para su comprensión. De modo que aquí sólo tomaré cautelosamente
algunos hilos de su fino entramado.
El amor, así como la religión, son motivos neurales que animan la concepción absoluta del
corpus filosófico kierkegaardiano. En esta obra en particular el cristianismo se presenta como
fundamento en que basa sus meditaciones sobre el amor y que podrían ser vistas como una
instigación edificante. Es justamente esta palabra “edificante” la que preside la intención que
permea en estas meditaciones. Edificar en él significa asegurar a la manera arquitectónica una
construcción firme del espíritu, pero a diferencia de la construcción de un edificio en el que los
cimientos se hacen con un material diferente de la edificación propiamente dicha, en el caso del
espíritu tanto la base como lo que asciende sobre ella son ambos el propio amor. El amor
concebido así no peligra, el amor se basta a sí mismo y no teme ninguna reducción. Cada una de
las meditaciones compuestas en forma de capítulos van exponiendo y componiendo la
naturaleza del amor cristiano —basado rigurosamente en los Evangelios, así como
preferentemente en Pablo— de manera que al finalizar la obra quedamos ante un auténtico
tratado del amor, de sus obras, y de las virtudes teologales, así como de su objetivo final que
son las promesas de una vida ultraterrena en la eternidad.
Kierkegaard, el individuo singular, fue en sí mismo materia dócil, crisol en donde fatigó a la
manera de un alquimista los elementos que lo transustanciarían en un espíritu de amor. Como
hijo, purgó dolorosamente la culpa melancólica de su padre, afrontándola como un verdadero y
misterioso “temblor de tierra” (síntoma derivado de la terrible confesión de su padre), y
aprendiendo de esta lección “lo que es el amor paterno y, en consecuencia, lo que es el amor
paterno de Dios, él único elemento inconmovible de mi vida —decía—, el verdadero punto de
Arquímedes”.2 Por amor a Regina Olsen renuncia a su compromiso matrimonial y en su
dolorosa elección transitará, allanándolo, el camino de la elevación del amor desde su suelo
mundano y egoísta —en sus propios términos—, hasta la suprema conquista del espíritu
religioso.
A pesar de los reclamos de la eroticidad (“soy un erótico poco común” —decía) Kierkegaard
estaba destinado a franquear las vallas del amor erótico (amor autista en sí mismo, como afirma
José Luis Cañas), puesto que éste sólo busca la fruición y la “lozana inmediatez”, Don Giovanni y
Juan El seductor son ejemplos eminentes. De aquí que como un “maestro del ascenso”,
partiendo del imperfecto amor humano, Kierkegaard se lance incansablemente hacia la
afirmación de un amor superior. Toda su obra implicó el uso de refinados “instrumentos ópticos”
para subrayar la auténtica variedad y multiplicidad del amor. Cada una de sus obras
pseudónimas, como de sus dramatis personae retratan al detalle los rasgos de cada especie del
amor terrenal, desde el amor romántico al amor conyugal, pero poniendo siempre como un
horizonte necesario —un telos— el más noble de todos, el amor religioso. En cuanto a los textos
que rubricara con su nombre, como estas obras del amor que comentamos, el amor de
Kierkegaard es plenamente cristiano.
De acuerdo con Kierkegaard “todos somos individuos singulares”,3 pero la singularidad debe
ser asumida para la edificación y sólo aquel que se aboca a ella resulta ser un individuo que
alcanza la verdad del amor cristiano. Como nos ilustra Alastair Hannay en su biografía del
danés, la intención central de Kierkegaard en esta obra es “despertar y fastidiar” con el objeto
de cimbrar las conciencias acomodaticias al uso y enderezar las nociones del amor que “en la
práctica, están al revés”.4 Esta intención no era una mera oposición política hacia el espíritu
fariseo de la comunidad, sino un acto revolucionario de restablecer el carácter absoluto del
amor. Un ejemplo de la integridad que demandaba a los otros él lo daba con sus propias obras
de amor. Esa dificultad de amar al prójimo como a uno mismo, él la subsanaba sin ambages
estableciendo una relación auténtica y horizontal con los otros. Particularmente me conmueve
el testimonio de Hans Brøchner que refiere la relación que Søren sostenía con su primo Hans
Peter Kierkegaard, que estaba discapacitado por una parálisis que sin embargo no afectaba sus
capacidades mentales y quien pudo apreciar el mensaje de sus Discursos edificantes. El
carácter saludable de estos escritos le proporcionaba consuelo y alegría: Brøchner testifica que
Søren “tenía el poder de dar a una persona que estaba dolorosamente cargada, la fuerza para
sobreponerse al pensamiento de que su existencia era inútil, desperdiciada, y devolverle la
conciencia de ser esencialmente igual a aquellos a quienes la naturaleza ha equipado más
afortunadamente”.5
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, el segundo precepto de la ley mosaica, “la ley regia”,
será el único basamento para amar verdaderamente: “al amarte a ti mismo, mantén el amor al
prójimo; en el amor y la amistad, mantén el amor al prójimo”.6 Se trata sin embargo del amor
más difícil de ejercer, precisamente porque se trata del amor más perfecto. De todos los
trabajos del amor, el amor al prójimo es el más ingrato, ya que no espera reconocimiento ni
mucho menos ser laureado; elevado por encima de las diferencias terrenas, el amor al prójimo
implica múltiples peligros, porque resulta más fácil “borrar del mapa una determinada
diferencia suplantándola con otra” y así “combatir en favor de las diferencias”. “La desigualdad
—afirma Kierkegaard— es como una enorme red en la que está encerrada la temporalidad, y las
mismas mallas de esa red son a su vez diferentes, de suerte que unos hombres aparecen más
aprisionados y ligados en la existencia que otros”.7
Kierkegaard hace comparecer en estas páginas todas las diferencias: los hombres y las
mujeres, los encumbrados y los miserables, los aristócratas corruptos, los eruditos, esas clases
que hoy llamaríamos intelectuales, la burguesía, las clases trabajadoras, etcétera, para así
mostrarnos que la diferencia “es lo confusivo de la temporalidad, lo que marca a cada hombre
como diferente, pero lo de prójimo es la marca de la eternidad en todos y cada uno de los
hombres”.8
No es difícil advertir la tesitura profundamente política de estos discursos cuya fuente
meditativa es pura inquietud, agitación y combate. Cabe comentar que Las obras del amor fue
publicada en septiembre de 1847, al menos un año antes de la publicación del Manifiesto de
Marx y Engels. De modo que Kierkegaard emprendió su gesta político-social apelando, no como
Marx al carácter colectivo de una revolución proletaria mundial, sino a partir de la fuerza
peculiar del comunismo en el “‘ingrediente’ de religiosidad cristiana contenido en él”. En tanto
Marx se refirió a la existencia económica de la masa, Kierkegaard lo hizo a la existencia ético-
religiosa del individuo, exaltando al individuo aislado y su propio desarrollo espiritual en una
“época de disolución”. Es en el trato cotidiano con los demás de cada ser individual reflexivo y
autónomo donde se expresa entonces la devoción por el prójimo. Pero aquí cabe deslizar el
siguiente comentario de Hannay: “El ‘prójimo’ es cualquiera con quien uno entabla una relación
de responsabilidad. Hoy en día, evidentemente, ‘estar cerca’ puede significar tanto estar
visiblemente frente a la cerca del jardín, como estar invisiblemente en el blanco de un misil
balístico”.9
Kierkegaard es pertinaz en su revelación, sabe que no puede borrarse el cielo de la
mundanidad, el cristianismo no borra las diferencias, sencillamente enseña “que cada uno ha de
elevarse sobre la diferencia temporal”.10 Si para ello hay que jugar a “la gallinita ciega”, como
propone Kierkegaard, la empresa es todavía más complicada tanto en la época del danés como
en la nuestra en la que no sólo reina la injusticia en los corazones sino una extensa y
globalizada contaminación de las almas, cada vez más desorientadas y alejadas de la
edificación.
Para aparentemente terminar, porque con Kierkegaard no se termina nunca, sólo quisiera
referirme a la forma en que el propio Kierkegaard reduplicó su pensamiento realizando
posibilidades. Cuando el autor Kierkegaard se abre a sus lectores a través de escritos
consagrados a la comunicación edificante, él ya ha completado una metamorfosis, análoga a la
que describe en la Crisis o La crisis en la vida de una actriz, sobre Johanne Louise Heiberg o
Hanne Pätges. Por entonces él reconoció como una iluminación el sentirse más cerca de la
plenitud de sí mismo.
Asombra precisamente que en este contexto, y no sin debatirse a profundidad, Kierkegaard
se permita publicar un texto totalmente estético, y hacer el parangón de la metamorfosis de una
actriz admirada y frecuentada con la suya propia, como si concediera un gesto contrario a la
dirección que comenzaba a tomar. Durante estos años el danés estaba hondamente ocupado con
la idea del extraordinario: “el ‘testigo de la verdad’ en el grado más eminente, el portador
directo de una fresca palabra divina”. Esta noción la desarrolló ampliamente en el texto
póstumo El libro de Adler (Sobre la autoridad y la revelación), del que sólo publicaría un pasaje
crucial en 1849, titulado “La diferencia entre un genio y un apóstol”.
Pero volviendo a La crisis, éste es un ejemplo de la seriedad con la cual Kierkegaard afirmó
“la responsabilidad de su vocación como un autor cuyo trabajo era estar bajo comisión divina”
—como lo señala Stephen Crites.11 La vindicación de su pasado como escritor se reiteraría
públicamente. Al sacar a la luz esta publicación del orden estético, el danés estaría
decidiéndose por recordar a los lectores que él seguía siendo esencialmente un poeta. Después
de todo, esto era un paso más adelante en su servicio a la Alabanza y no un retroceso. Él
aceptaba ser quien era y quien había sido antes. El devenir dialéctico del salto de la decisión lo
habrían tornado finalmente en un individuo afortunado, en un individuo frente a sí mismo.
1 S. Kierkegaard, Las obras del amor.
2 Cfr. Jean Wahl, Kierkegaard, México, Universidad Autónoma de Puebla, 1989, p.11.
3 Cfr. Alaistar Hannay, Kierkegaard, México, Universidad Iberoamericana, p. 439.
4 Ídem.
5 Cfr. Bruce H. Kirmmse, Encounters with Kierkegaard. A Life as Seen by His Contemporaries, Princeton, New Jersey, Princeton
University, 1996, p. 43.
6 Cfr. S. Kierkegaard, Las obras del amor, Primera parte. Madrid, Guadarrama, 1965, p. 130 / SV1 IX 64.
7 Ibídem, p. 144 / SV1 IX 72.
8 Ibidem, p. 170 / SV1 IX 88.
9 Cfr. Alaistar Hannay, op. cit., p. 443.
10 S. Kierkegaard, op cit., p. 145 / SV1 IX 73.
11 S. Kierkegaard, Crisis in the Life of an Actress, and other Essays on Drama, traducción, introducción y notas de Stephen
Crites. Londres, Cox & Wyman, 1967.
ALGUNAS DETERMINACIONES DIALÉCTICAS DE LOS AFECTOS EN
LAS RELACIONES HUMANAS
Mariana Espinosa
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

“Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?’.1
INTRODUCCIÓN.

L
a base antropológica en la que descansan las reflexiones de Kierkegaard sobre el juicio
del otro y más ampliamente sobre el amor, está fundamentada en una consideración
dialéctica2 por la cual el ser humano es capaz de amar, y de entregarse generosamente a
otros, pero, también siendo capaz de comportarse de forma egoísta y de anteponer sus
intereses a los intereses de los demás.
En estas páginas se abordarán bajo algunas determinaciones o categorías amorosas o
egoístas este movimiento dialéctico. Con el propósito de evidenciar la estructura argumentativa
de Kierkegaard que consiste en mostrar cada una de estas determinaciones dialécticas sobre el
amor a partir de su contrario. Así, bajo esta estructura dialéctica, de amor y amor mundano,
Kierkegaard muestra los resquicios del egoísmo para poder entender lo que significa el amor
con sus exigencias y de manera concreta. Por otra parte al mostrar las exigencias del amor
Kierkegaard muestra cómo retóricamente se suele llamar amistad u amor a lo que es solamente
egoísmo. De esta forma, el lector, puede entender la radicalidad propuesta por el filósofo danés.
En este sentido, primero hablaremos de las determinaciones egoístas para después presentar
la determinación que corresponde a la propuesta kierkegardiana del amor. Ambas estructuras
son desarrolladas principalmente en la segunda parte de su libro Las obras del amor.

1. LA DETERMINACIÓN DE QUIEN DESCONFÍA.


Comúnmente se viste a la desconfianza de varias “cualidades” como astucia, perspicacia,
inteligencia, sagacidad, intuición de tal manera que pareciera que debiéramos buscar y
perfeccionarnos en esta práctica pues en apariencia, ante tales cualidades los resultados de la
desconfianza parecieran positivos. Sin embargo, como señala el filósofo de Copenhague, “es la
desconfianza la que elimina los cimientos, y presupone que el amor no está presente”.3 Una
persona que actúa regida por la desconfianza, no puede preservar una relación cualquiera que
esta sea pues, elimina todo destello de esperanza, bienestar, tranquilidad y provoca angustia y
desasosiego en torno suyo.
Aunque al parecer la desconfianza no está bien vista entre los seres humanos, y que por las
consecuencias que trae actuar bajo este parámetro lo lógico sería alejarnos lo más posible de
ella o incluso de su sombra, Kierkegaard observa detalladamente y señala que las personas
establecen una especie de “término medio” en el que se mueve entre una aparente desconfianza
(la cual en cierta medida confiará en algo) y la confianza (que no cederá totalmente a la duda).
De tal manera, que ni se rechaza completamente ni se acepta abiertamente, pues resulta
cómodo en lo cotidiano enmascarar una relación de este proceder implicando que cualquier
relación, carezca de un fundamento real, es decir una verdadera entrega.

1.2 LA DETERMINACIÓN DE QUIEN CONFÍA.


El amoroso, el que confía, siempre se inclinará por la opción de creer en el otro. Esta acción
resulta fácil si se trata de creer en aquel que tiene comúnmente una conducta medianamente
buena, justa o virtuosa pero en cambio, creer en aquel que tiene una conducta mordaz será más
delicado, más confrontante, más atrevido; justo el individuo que confía, también escogerá no
dudar, incluso de la persona a la que se atribuyen estas características mordaces y más aún no
obstante esta persona realmente actúe bajo sus propios y llanos intereses.
“Cuando en el corazón habita la envidia, entonces el ojo tiene el poder de hacer brotar lo
impuro incluso de lo que es puro; pero cuando en el corazón habita el amor, entonces el ojo
tiene el poder de cultivar con su amor lo bueno en lo que es impuro”.4
Esto no quiere decir que la opción de creer en el otro, tiene que ver con disimular la maldad
o dejar que ocurra. El creer no se relaciona con la ligereza, la inexperiencia o la ingenuidad, el
que cree “es sabedor de aquello que sabe la experiencia”5 sin ser desconfiado. Pues el que ama
realmente tiene que corregir para que esa persona tenga la posibilidad de elegir el bien. De
esta manera se estará creyendo en el posible cambio que pudiera tener la persona y más aún se
cree que en él (incluso) existe o habita el amor.
En su más radical extremo, cuando amar es el bien supremo, cuando en el amar se encuentra
la bienaventuranza, no habrá ningún engaño que le alcance, únicamente podrá ser engañado el
que ama inauténticamente por sí mismo, por auto engañarse o por renunciar al amor.

2. LA DETERMINACIÓN DE QUIEN DESTRUYE.


“Entender acerca del mal significa entenderse con el mal”,6 con esta frase Kierkegaard nos
señala el mal como fundamento de este tipo de engaño. En sentido contrario nos da el ejemplo
de cómo un niño puede vivir y observar en una cueva de maleantes por algún tiempo y al relatar
lo que vivió con ellos, no mencionaría ninguna acción mala ni negativa, tan sólo describiría “las
herramientas que usan”, “los tesoros que tienen” lo cual provocaría la risa entre los adultos.
Kierkegaard señala que así como hay personas que pareciera que se apegan naturalmente al
mal pues les es difícil reconocer la existencia de conductas buenas o les resulta atrevido
otorgarle características positivas o valiosas a otra persona; hay quienes sencillamente
desconocen o hasta ignoran la maldad o el pecado en otro, no obstante teniéndolo en frente o
conviviendo con él, es decir se limitan a ver o privilegiar el valor o lo verdadero en el otro.7
Desde otro aspecto de esta determinación, los seres humanos, dice Kierkegaard, tenemos un
temor a juzgar bien a otra persona y no tememos en absoluto el hacer un juicio negativo del
otro.8 Solemos actuar con cierta seguridad cuando contamos con un juicio negativo o
predeterminado de alguien pues se cree que el pensar mal otorga cierta superioridad, que de lo
contrario es decir, pensar bien pudiera denotar cierta debilidad, inexperiencia, nobleza
características que aparentemente manifiesta alguien débil de juicio.
Cuando alguien juzga negativamente a otro, lo que denota en primer lugar es que no existe el
amor en sí mismo, no existe en él la posibilidad de edificar, construir, ayudar o aliviar a nadie;
por lo tanto, una persona con tales características en vez de levantar sólo podría derribar,
angustiar o causar malestar.
La mejor muestra de la posición kierkegardiana sobre este tema es la posición radical que
revela al sostener que “existen crímenes a los que el mundo no llama crímenes, sino que los
recompensa y casi honra”.9 El filósofo danés se refiere a que es inconcebible que alguien pueda
dedicar su vida a buscar la falsedad en los otros, incluso proclamarla, y provocar que la vida de
otros se vea enturbiada, su honra, su credibilidad se vean eternamente afectados y este hecho
trascienda incluso por generaciones y que además estos hechos se pasen por alto como si
fueran una situación cotidiana la cual alcanzará cierto grado de reconocimiento. “Por mi parte
Dios no lo quiera, antes preferiría llegar a la eternidad con tres asesinatos de los que me
hubiera arrepentido sobre mi conciencia, que no hacerlo como un exhausto difamador con todo
ese espantoso, incalculable fardo de crímenes que habrían ido amontonándose año tras año”.10

2.1 LA DETERMINACIÓN DE QUIEN EDIFICA.


“Edificar “Atopbygge”, está formada a partir de “atbygge”, construir, con el complemento
“op”, que lleva el acento”. De aquí que todo el que edifica construye pero no todo el que
construye edifica.11 Edificar aunque tiene que ver con la altura por el término “op” también
tiene que ver con la profundidad es decir con la última apreciación que se le da a una acción.
En este sentido edificar es exclusivamente del amor, aún más el amor es su origen. El que
edifica es el que se entrega totalmente, de ahí que cualquier persona que ama verdadera o
auténticamente será capaz de edificar, mediante sus acciones, mediantes su palabra, mediante
su comportamiento, mediante su expresión. El que edifica presupone siempre, en cualquier
situación, que en el otro hay amor por lo que, no duda de él y en cualquier momento cree en su
bondad, en su veracidad y en su actuar positivo.
Edificar por tanto, puede significar dos cosas: “que el amoroso deposite el amor en el corazón
de otro ser humano o que el amoroso presuponga que hay amor en el corazón del otro para así
lograr que la edificación se dé desde los fundamentos”.12

3. LA DETERMINACIÓN DE QUIEN AMA CON PREDILECCIÓN.


El filósofo danés, establece claramente las notas que componen a la pasión amorosa y a la
amistad13 para hacerlo explica que ninguna de ellas es capaz de borrar la diferencia entre lo
mío y lo tuyo.14 Pues el amante cree que en su relación esta diferencia queda abolida,
superada, y no comprende que al establecer un aparente espacio en común de lo mío y lo tuyo,
lo que se hace es condicionar estos términos, establecer un trueque donde no se desdibuja lo
mío y lo tuyo.
Lo mío y lo tuyo tienen una relación de oposición; es decir si no existe alguno de los dos no
hay tal relación, en vano se trata de superar o trascender este binomio eliminando alguno de
ellos. El enamorado aparentemente busca lo suyo pero al tenerlo en realidad cubre las
necesidades de lo mío, el suyo sólo le interesa porque satisface o no sus requerimientos.15
El enamorado, sólo ama a uno solo al que él escogió, al suyo y así mismo busca ser un solo
suyo de otro. Por eso un engañador sólo tendrá éxito con un amante pues sólo ocupará su
corazón uno solo y al ocuparlo el engañador, imposibilita a cualquier otra persona para poderle
amar o el mismo para amar a otro. En cambio en aquel que ama a todos, no funciona ningún
engaño.
“La pasión amorosa es invención de la temporalidad, la más bella, pero también la invención
más frágil de la temporalidad”.16 Por eso aunque aquella muchacha juró amor eterno, dado que
su amor es producto de la pasión amorosa, e incluso muere en esta intención, su amor que más
bien es deseo, muere con ella, no permanece. En este caso, el amor depende de manera
esencial del tiempo, y con él también la persona de que es objeto.17

3.1 LA DETERMINACIÓN DE QUIEN AMA SIN PREDILECCIÓN.


Este tipo de determinación del amor está contenida en las otras determinaciones de las que
hemos hablado, pues en el fondo es la esencia o el origen de cada una de ellas.18 El amor tiene
para Kierkegaard las características distintivas del escándalo, es un sinsentido, es extraño para
todos, pero también es alegre,19 el amor es una revolución. “Cuanto más profunda sea la
revolución, tanto más se estremecerá la justicia; cuanto más profunda sea la revolución, tanto
más perfecto será el amor”.20
Respecto a la relación entre los amantes en este amor sin predilección, la diferencia entre los
pronombres posesivos mío y tuyo (que se relacionan con un tú y un yo), tiene un vuelco.21 Pues
Kierkegaard señala que ni en la pasión amorosa ni en la relación entre amigos, este tuyo y mío
quedan superados, pues lo que acontece en ellas es solamente un intercambio, por ejemplo
representado éste por una sortija, una contienda o debate en donde el resultado es un
préstamo, entre ellos de lo que cada quien tiene como propio. En cambio, en este amor que no
busca lo suyo, el auténtico amoroso, con una total entrega renuncia a sí mismo y se niega por
completo, volviéndose él mismo, porque así lo buscó —dice el filósofo danés— en el mayor de
los agraviados.22
Kierkegaard afirma que así como en las relaciones civiles, que hacen la distinción entre
aquellas personas que son dependientes y aquellas que están por cuenta propia, que valoran y
ponderan a quienes son independientes; también en el mundo espiritual de lo que se trata es
que la otra persona alcance libremente su independencia.
Como la condición del que actúa amorosamente es que lo haga desde la ocultes, esto se
traduce en términos de que el amoroso ayudará al que ama, para que en el papel más radical de
esta ayuda, el ser amado llegue a amar a Dios, pero lo amará pensando en que él mismo alcanzó
este amor.23 Pues el amoroso se aniquiló de tal forma que su presencia se mantuvo y se
mantiene desapercibida.

4. CONCLUSIÓN.
Kierkegaard describe y fundamenta los artificios del egoísmo para mostrar la forma en que
nos hemos confundido al llamar estos artificios, por ejemplo a la pasión amorosa y a la amistad:
amor, al darles un valor equivocado cuyas consecuencias ya hemos o estamos viviendo producto
de esta confusión; pues el acostumbrarnos a creer que por ejemplo el enamoramiento es amor o
entrega nos hace vivir en una superficialidad lejana a la entrega que implica un amor profundo.
Así mismo, habla de las distintas categorías del amor que a través de la toma de conciencia o el
despertar individual provocan al individuo al ejercicio del amor.
En este artículo se planteó la dialéctica kierkegardiana que en términos concretos se refiere
al egoísmo y al amor auténtico. Dialéctica que se hace evidente al utilizar ejemplos de la vida
cotidiana, estos ejemplos tienen la cualidad (entre otras) de mostrar la sorprendente
contemporaneidad del argumento. Contemporaneidad que no sólo es una característica de la
forma del libro sino, en mi opinión el motivo por el cual el tema es de gran transcendencia y
relevancia para quien está en busca de una conciencia personal24 que necesariamente culmina
en una acción ética con un fundamento religioso.

BIBLIOGRAFÍA.
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ARTÍCULOS:
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Works of love and Repetition”, ModernTeology, Abril del 2000.
Luis Guerrero, “Kierkegaard and faith”, Universitat de Barcelona, Nitra, Barcelona, Málaga,
México, 2008.
1 1 Juan 4,20.
2 Dialéctica en el sentido del resultado que implica el contraponer un afecto egoísta y un afecto sustentado en el amor o
viceversa es decir el resultado de un acto de amor o amoroso frente a uno de desamor o egoísta.
3 S. Kierkegaard, Las obras del amor. Tr. Demetrio G. Rivero. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006, p. 267 / SV1 IX 212.
4 S. Kierkegaard, Discursos edificantes, Tres discursos para ocasiones supuestas. Tr. Darío González. Madrid: Editorial Trotta,
2010, p. 83 / SV1 III 279.
5 S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 277 / SV1 IX 219.
6 Ibídem, p. 344 / SV1 IX 273.
7 El ejemplo muestra esta situación de cómo teniendo el “mal” frente a sí, el niño es incapaz de reconocerlo situación, que se
puede repetir en una persona a quien no le interesa identificar o señalar una conducta destructiva.
8 Cfr. S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 281 / SV1 IX 222.
9 Ibídem, p. 349 / SV1 IX 277.
10 Ídem.
11 Ibídem, p. 255 / SV1 IX 202.
12 Ibídem, p. 262 / SV1 IX 208.
13 Peter Vardy, en su libro Kierkegaard, sostiene que “el amor de pareja o el amor a los hijos, se opone al amor que Kierkegaard
plantea, pues fomenta un amor exclusivo que se opone al amor no preferente, que es el que requiere el cristianismo”, si bien
como se afirma en este texto este tipo de amor de predilección, no es el amor auténtico ya tiene características que lo sostienen
como un amor que jamás deja de ser amor a sí mismo, no considero que éste se oponga al amor Kiekergardiano, pues
Kierkegaard no lo niega sino que afirma que a pesar de él subsiste o sobresale el amor sin ningún tipo de interés individual.
(Peter Vardy, Kierkegaard, p. 117).
14 Amy Lawra Hall en su artículo, “Poets, cynics and thieves: vicious love and divine protection in Kierkegaard´s Works of love
and Repetition” señala que para Kierkegaard el amor de sí es amor poético y amor humano distinto al amor cristiano es un amor
a si mismo como o igual al amor prójimo. Sostiene que para que el amor sea verdadero, ha de estar Dios como mediador. Dios
debe estar presente en cualquier compromiso amoroso entre las personas. Finalmente Hall señala que Kierkegaard advierte al
cristianismo que el verdadero amor provoca y causa conflictos. (Amy Laura Hall, “Poets, cynics and thieves: vicious love and
divine protection in Kierkegaard´s Works of love and Repetition”, Modern Teology, Abril del 2000).
15 S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 322 / SV1 IX 254.
16 Ibídem, p. 374 / SV1 IX 296.
17 Ibídem, p. 322 / SV1 IX 255.
18 Aunque por la estructura y composición de este trabajo pareciera que al contraponer esta determinación amorosa sólo la
contraponemos a la determinación del egoísmo de predilección, es necesario hacer hincapié en que sus características son
propias o están presentes en el amor cristiano en general.
19 En el libro Los lirios del campo y las aves del cielo se profundiza acerca de esta característica de alegría pero por ahora sólo
se hace mención de ella. S. Kierkegaard, Los lirios del campo y las aves del cielo. Tr. Demetrio González Rivero. Madrid:
Editorial Trotta, 2007, p. 191 / SV1 IX 39.
20 S. Kierkegaard, Las obras del amor, p. 321 / SV1 IX 254.
21 “El amor verdadero al prójimo no depende del hecho de ser amado a cambio, es incondicional. Todas las personas pueden
amar independientemente de su situación, del mismo modo que todas las personas deben ser amadas de forma inherente no
porque sean dignas de ser amadas, de forma inherente sino porque Dios, así lo ordena”. Peter Vardy en su libro Kierkegaard, p.
118.
22 Peter Vardy, Kierkegaard, p, 121. El autor cuestiona que el mandato de “amarse los unos a los otros” se pueda poner en
práctica pues pone de ejemplo, la situación de un prisionero judío que acaba de ver una muy desafortunada situación, si será
capaz de amar a un oficial de la SS? Vardy dice: “Que esta orden se pueda poner en práctica es otra cuestión”. Me parece que
este cuestionamiento es del todo válido y aunque la respuesta pueda estar en el amor de abnegación, prefiero que el
cuestionamiento quede abierto con el fin de no olvidar que esta cuestión deberá tener respuesta en el desarrollo de la
inv