Está en la página 1de 2

Un taxista, al llegar a la casa desde donde había sido llamado, tocó la bocina.

Luego de haber
esperado algunos minutos, tocó de nuevo. Dado que aquel era su último viaje, pensó en irse y
dejar hasta ahí la carrera. Pero luego cambió de idea, bajó del auto y fue a tocar el timbre.

“Solo un minuto”, respondió una frágil voz más allá de la puerta. El hombre podía sentir el ruido
de una cosa que era arrastrada por el suelo. Luego de un momento, la puerta se abre. En la
puerta aparece una mujer diminuta de unos 90 años, vestida como un elegante personaje de
película de los años 40. Junto a ella había una pequeña maleta.

La casa parecía deshabitada por años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. No
había relojes en las paredes ni ninguna otra decoración. Ningún objeto personal. Había
solamente una caja de cartón que contenía unas fotos.

“¿Podría acomodar mi equipaje en el auto?”, pidió la mujer al taxista. Él pone su valija en el


portamaletas y vuelve para ayudar a la mujer a subir al auto.

Ella pone su brazo bajo el del hombre y juntos caminan lentamente hasta el taxi. La anciana
mujer musitaba palabras de agradecimiento por su gentileza.

“Oh, de nada, Imagínese”, dijo el hombre. “Sólo busco tratar a mis pasajeros del modo como
me gustaría que trataran a mi madre.” “Usted de verdad es un buen hombre”, comentó la mujer.

Cuando entraron en el auto, ella le da la dirección, y agrega: “¿Puede pasar por el centro?”.
“Pero no conviene ir por ahí, no es lo más rápido”, objetó el taxista. “Oh, eso no importa, no
tengo prisa. Estoy yendo a un hospicio”, responde la anciana con voz temblorosa y los ojos
húmedos. “Los doctores me han dicho que me queda poco tiempo”.

El taxista frenó suavemente y bloqueó el reloj de su auto. “¿Dónde la gustaría que la llevase?”,
preguntó a la mujer…

Por las siguientes dos horas, el auto atravesó toda la ciudad.

La mujer mostró al taxista el edificio donde había trabajado como portera. Luego lo hizo
detenerse en el parque donde ella y su marido se dieron el primer beso. Después atravesaron
el barrio donde habían sido flamantes esposos. Hicieron una parada en una fábrica de muebles
que había sido una pista de baile donde la mujer iba a divertirse.

A veces ella le pedía ir más lento frente a un edificio en particular o bien se sentaba en la
oscuridad sin decir nada.

El sol iba lentamente apareciendo, y ella repentinamente le dice: “Estoy cansada. Es hora de
irnos”.
Llegaron a la dirección en silencio. Era un pequeño edificio con una estrecha calzada de
acceso. Dos empleados salieron apenas el auto se detuvo. Fueron considerados con la mujer y
la ayudaron en cada movimiento. Parecía que la hubiesen estado esperando.

El taxista toma la valija del portamaletas y se vuelve hacia ella. Ella ya estaba sentada en una
silla de ruedas, y le preguntó: “¿Cuánto le debo por el viaje?”. “Nada”, respondió el hombre”.

“Pero es su trabajo; debe ser pagado”, replica ella. “Habrá otros clientes”, responde el hombre.

Instintivamente el hombre se acercó a la mujer y le dio un caluroso abrazo. Ella lo abraza con
fuerza. “Esta noche ha regalado a una anciana mujer un pequeño momento de felicidad”, le
susurró al oído.

Se dieron la mano y el taxista salió a la calle. Detrás de él, la puerta se cerró. Aquello fue como
el sonido del cierre de una vida.

El hombre condujo sin rumbo durante una hora, abstraído en sus pensamientos.

¿Qué cosa habría sucedido si aquella mujer hubiese encontrado a un taxista gruñón e
impaciente por terminar su turno? ¿O si él se hubiera negado a realizar el viaje, o si hubiese
tocado una sola vez para luego irse?

Sentía en su corazón que había hecho una de las cosas más importantes de su vida.

Muchas veces pensamos que nuestra vidas giran alrededor de los grandes acontecimientos,
¡pero cuán a menudo son esos pequeños momentos los que llenan de encanto el corazón!

También podría gustarte