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“Como soy antropóloga, tengo permitido sentarme en un bar a mirar gente y sacar
conclusiones” escribía con ironía una tuitera. Tal cual, la antropología pretende salir
de las clases y de los despachos para acercarse a la acera; desligarse de las tesis
y los libros para acercarse a las redes sociales; y alejarse de los países lejanos y
exóticos para sentarse en el bar de enfrente y hacer trabajo de campo.
Mientras hay autores que se empeñan todavía en exotizar lo exótico, sacando del
cuadro todo lo cotidiano que pueda arruinar lo extraño del Otro, otros buscan lo
exótico en lo cotidiano. Tienen una razón de peso en nuestras sociedades: lo llaman
crisis de identidad cuando quieren decir de alteridad. La nuestra es una sobre-
explotación de etiquetas que necesitan catalogar todo y a todos para controlar lo
extraño cuando se ve tan cercano. Los medios se encargan de recordarnos que el
mundo se ha vuelto más pequeño y lo extraño no catalogado, y por lo tanto
peligroso, está a la vuelta de la esquina, incluso en el bar de enfrente.
«Si los antropólogos están ansiosos por comprender la diferencia, es que buscan
captar la in-diferencia, la unidad del hombre más allá de la diversidad de sus
lenguajes, con la esperanza de que les permita acceder al porqué de la distinción,
el porqué de la violencia, que sigue inscrita en las relaciones humanas. Aceptar al
otro tal como es, es hacer la paz con él, y aceptar al Otro en sí, es hacer la paz
consigo mismo.» Escribe Sophie Caratini en su último libro «Lo que no dice la
antropología.» (1)
En la coyuntura que vivimos, hoy la antropología lo quiere decir todo, porque las
identidades y las culturas están en continua redefinición. En una misma sociedad
completada por muchas sociedades, existe una pluralidad de culturas, con
diferencias internas y con referencias comunes a las diferentes culturas y a la suya
propia. Así de simple y así de complejo. Por eso, Marc Augé estudió los “no
lugares” como las zonas donde toda esta complejidad campa a sus anchas. “Los
“no lugares” – escribe- son espacios de anonimato que reciben cada día a un
número mayor de individuos. Los “no lugares” son tanto las instalaciones
necesarias para la circulación acelerada de las personas y los bienes (vías rápidas,
colectoras, estaciones, aeropuerto) como los medios de transporte propiamente
dichos (autos, trenes o aviones). Pero también las grandes cadenas hoteleras con
habitaciones intercambiables, los supermercados o incluso, de otra manera, los
campos de tránsito prolongado donde quedan estacionados los refugiados del
planeta.” (2) Así, este antropólogo hizo trabajo de campo en lugares tan cotidianos
como el metro. «La etnología puede ayudarnos a comprender lo que nos resulta
demasiado familiar como para dejar de parecernos extraño, y a dilucidar la paradoja
que resume nuestra intuición demasiado vaga e inmediata: que no hay nada más
individual, más irremediablemente subjetivo que un viaje en el subte (…) y que, sin
embargo, no hay nada más social que ese viaje», zanjó en su libro. (3)
Es lógico si se tiene en cuenta que en un aparato de esos cabe casi una vida entera.
Esto ha provocado muchos miedos, “¿Qué hay si lo olvido o lo pierdo? ¿Qué hay si
me hackean mis datos?”, pero también mucho estudios sobre la verdadera
funcionalidad de las redes sociales. «Se ha dado demasiada importancia a la
confidencialidad y, en cambio, no se ha analizado por qué hay tantos usuarios en
Facebook: porque mucha gente se siente sola. La soledad es un problema mucho
más importante en nuestra sociedad que la confidencialidad. En el fondo, Facebook
nos da lo que nos falta en la vida real.» comenta el antropólogo Daniel Miller, autor
de «Tales of Facebook» (7). Aunque otros antropólogos como el anteriormente
citado Marc Augé o David Le Breton insisten en lo ficticio de las identidades que
uno crea en estas redes (8), otros como el colectivo “Antropocaos”, prefieren
analizarlas como cualquier otra red compleja que puede aportar mucho para
conocer cualquier otro fenómeno, por ejemplo los nodos generadores del sida o del
ébola. Y claro, como cualquier otra red social compleja, Internet también reproduce
las desigualdades de fuera. Es lo que llaman el “efecto San Mateo”. El nombre,
acuñado por el sociólogo estadounidense Robert Merton, se inspira en el
inquietante versículo: “Porque a cualquiera que tiene, le será dado, y tendrá más;
pero al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado” (9).
¿Y qué gana el Sistema con este mundo imaginario, donde todo lo cotidiano se
vuelve un simulacro? Ibañez lo tiene claro, una red donde el capital reduce lo sólido
a lo fluido, para que circulen las cosas y las personas: un capital es solvente cuando
es “liquidable”. Los productos «con» son sustituidos por productos «sin» (light); “lo
que es nada, sirve a todos para todo” advierte, las personas también.