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Primero hay que notar que todas las obras que seleccionamos son
imágenes inéditas y singulares. Inéditas porque no son imágenes ya
tomadas, no son citas (más o menos modificadas) de imágenes
preexistentes. Estas imágenes han sido producidas por completo. No
son el resultado de la reproducción y la transformación de imágenes
anteriores, si no de la confrontación con una realidad ¨actual¨,
contemporánea a la toma, cuyo aspecto ha sido fijado por la grabación.
Por otra parte, estas imágenes son singulares. Cada marco expuesto
contiene una sola imagen. No hay ni montaje ni combinación de varias
pruebas, ninguna intervención de texto. Cada imagen está aislada en su
marco. Se establecen relaciones muy intensas entre ellas, pero proceden
de cuando fueron captadas (antes de la prueba) y de la presentación
(después). Estas relaciones son más bien variaciones más o menos
seriadas (y comparaciones) no son combinaciones. La Veranda de Jean
Louis Garnell es sin lugar a dudas la serie más pura: aquella donde la
autonomía de cada imagen es más débil (las nueve tomas que
constituyen la obra no se pueden presentar por separado). Pero las
obras de los Becher, por muy sistemáticas que sean, en virtud de su
discurso ¨comparatista¨, no son rigurosamente seriales. Su presentación
ha evolucionado a lo largo de los años sesenta y setenta hacia una
mayor autonomía de cada imagen: cada marco contiene una única toma
de una torre de agua y las comparaciones morfológicas se establecen en
la pared de la exposición, colgándolas, y no en los límites del marco.
Thomas Struth y Patrick Tosani describen también trayectorias muy
sistemáticas, de carácter tipológico, pero cada objeto o lugar descrito
tiene un carácter singular y, tanto para ellos como para los Becher, las
asociaciones se forman (se manifiestan) en el espacio de exposición. Y,
naturalmente, la singularidad de las imágenes tiende a reforzarse cuando
la lógica tipológica y el principio de variación se debilitan, desde Coplans
y Forg hasta Collins, Horsfield, Garnell (en sus Désordres), Jeff Wall y
Struth (en los retratos), pasando por Adams y Lafont. Con Horsfield y Jeff
Wall, de hecho, esta singularidad de la imagen cobra tanta importancia
que sus cuadros fotográficos son tomas únicas (sistemáticamente en el
caso de uno y en la mayoría de los casos para el otro). Para Horsfield, en
realidad, una misma imagen no se puede revelar varias veces, puesto
que es el resultado de una experiencia única (perfectamente específica)
de una toma primero y luego de la fabricación (de la realización de un
cuadro), puesto que la fabricación depende cada vez de la selección
libremente realizada –entre numerosas posibilidades- por el visitante al
que el artista ha aceptado abrir sus archivos.
Al igual que Jeff Wall, todos los demás artistas que hemos reunido saben
que la belleza que intentan producir no puede ser un dato milagroso (un
hallazgo), se tiene que elaborar, construir, concretamente, según un
procedimiento preciso y específico (que sin embargo evitan exponer
demasiado). Estos artistas son constructores (más que experimentadores
o “poetas”). Se dan reglas, producen una sintaxis (sin convertirla en el
único objeto de sus investigaciones). Como una especie de a priori, han
descartado la espontaneidad, el lirismo, prefieren arriesgarse a cierta
“rigidez” que, según ellos, está vinculada –como lo ha subrayado Jeff
Wall- al carácter mecánico de la grabación. Podemos imaginar fácilmente
al espectador (o al crítico) que les reprocharía una especie de gravedad
excesiva y complaciente, una predilección mórbida por las formas y los
espacios petrificados, deshumanizados, un pathos del vacío, de la
ausencia y de la muerte, que produce efectos de fascinación. Todos
estos artistas se han alejado de la dialéctica de la admiración y la ironía.
Prefieren la lucidez (o el asombro) y el humor. Y si aceptan sin dificultad
la inmaterialidad de la imagen producida por una grabación mecánica, no
les bastan fragmentos sencillos (esta “relación demasiado discreta con
las apariencias” de la que habla Jeff Wall). No pueden aceptar la
distorsión fragmentaria y analítica de la “nueva visión” de los años veinte,
con sus violentos efectos de abstracción. En sus primeros estudios
fotográficos, Suzanne Lafont redujo sistemáticamente sus deformaciones
dinámicas del contrapicado a una construcción estática fundamentada en
la ortogonalidad del tableau.
Desviando así un procedimiento característico de la “nueva visión”, daba
paso a un proceso de restitución del “realismo” a través de la afirmación
suficiente del hecho plástico. De hecho había que resolver la fractura
entre la visión de la forma, entre la experiencia de las cosas inciertas,
ambiguas, y la evidencia del tableau. Los artistas que afirman hoy una
objetividad necesaria, afirman también la estabilidad de la forma tableau.
Buscan la duración de la experiencia que no esté sometida a la
fragmentación repetida (repetitiva) de la compulsión lírica y del consumo
mediático, una duración de la percepción que no se agota en la sorpresa
o el reconocimiento instantáneo, una duración de la historia del arte que
va más allá de las perspectivas de alcance demasiado corto del “arte
contemporáneo” (institucionalizado). Este último punto resulta muy
sensible en el caso de Adams, Horsfield, Coplans y Wall, que quiere
“recuperar el pasado –el “gran arte” de los museos- y, a la vez, estar, por
un efecto crítico, en la espectacularidad más up-to-date.”