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OTRA OBJETIVIDAD.

Jean Francois Chevrier, 1989.

Desde las observaciones de Walter Benjamin sabemos que la fotografía


es un medio de destrucción de la experiencia (entendida como
asimilación y transformación personales de la historia individual y
colectiva), lo comprobamos constantemente en la superpoblación o el
hiperconsumo de imágenes e ilusiones producidas por la industria
cultural. Pero si no creemos en la salvación a través de la tradición,
tampoco podemos creer en la eficacia de las guerrilla semiológica
imaginada por algunos artistas y teóricos posmodernos. No podemos
adherirnos a las estrategias de invención en cultura (y la cultura como
política) que caracterizan la fotografía posmoderna que surgió en torno a
los años ochenta. Diez años más tarde, se constata que las propuestas
de la mayor parte de los autores, por muy pertinentes y justas que fueron
en un principio (pensamos sobre todo en Richard Prince), se agotaron
rápidamente porque estaban muy influidas por esta actitud de
intervención que se extingue tan pronto como ha producido sus efectos.
Por lo tanto, no podemos rehusar el criterio de experiencia en la medida
en que se refiere al proceso que permite a un artista encontrar una
duración y desarrollar su investigación más allá de los éxitos o
respuestas transitorias. La noción de objetividad conserva entonces una
pertinencia, una eficacia. Desde los años veinte no puede, por supuesto,
haber guardado el mismo significado, no puede cumplir con la misma
función. Habiendo resultado trascendental para la tradición documental y
descriptiva abierta en el siglo XIX, fue una de las claves del modernismo
fotográfico, pero también se sometió y fue reducida a la idea, dogmática,
positivista, de fotografía ¨directa¨ o ¨pura¨. Por lo tanto debemos – y
podemos - ofrecer actualmente otra evaluación, otra definición, que
corresponda a la historia de la fotografía en el arte contemporáneo (como
lo hemos recordado brevemente), igual que los grandes modelos de los
años veinte. Esta objetividad aparece ya como un criterio de experiencia,
más que de percepción. Es una manera de mantener la experiencia (a
pesar y a través de las ilusiones de la imagen y la percepción) más que
un fundamento de verdad o un principio de pureza.

Nuestro objetivo no es, por lo tanto, indicar un movimiento, una


tendencia. La objetividad de la que hablamos no tendría que ser una
fórmula de agrupamiento (ni de reunión). No se trata de una nueva
bandera, como lo fue en los años veinte. ¡No hay una ¨nueva fotografía¨!
No hay un triunfo de lo moderno sobre lo antiguo. Esta objetividad es
necesariamente ¨otra¨, porque se produce en otro escenario, en otro
contexto cultural (se llama posmoderno), pero también porque se
redefine o, más bien, se manifiesta de manera distinta en cada trámite,
según intereses específicos. Agrupando a los once artistas presentados
aquí (Adams, Bern y Hilla Becher, Hannah Collins, Jhon Coplans Gunter
Forg, Jean Louis Garnell, Craigie Horsfield, Suzanne Lafont, Thomas
Struth, Patrick Tosani y Jeff Wall, reunidos en la exposición Una Otra
Objetividad, que fue comisariada por Jean Francois Chevrier y James
Lingwood en 1989) no hemos intentado constituir un conjunto
homogéneo, no pretendemos borras las diferencias, muy sensibles, que
distinguen sus trayectorias. La diversidad es valiosa por si misma,
participa de nuestro discurso. A su vez, nos prohibimos a nosotros
mismos realizar cualquier comentario relativo a las obras.
No tenemos por qué justificar nuestra selección obra tras obra mediante
observaciones necesariamente demasiado breves. Buscamos – y hay
que respetarlo - una apertura, y esperamos presentar algunas
propuestas bastante singulares y suficientemente elocuentes por sí
mismas, que la puedan producir realmente. Hasta ahora hemos intentado
reproducir un fondo histórico positivo (una posible herencia) desde los
años sesenta, también hemos subrayado la estrechez y el agotamiento
(a pesar de su aparente prosperidad) de cierta definición de la creación
fotográfica surgida tras la guerra. Nos queda por buscar en los once
artistas que exponemos los rasgos principales, más o menos comunes,
que justifican nuestra postura.

Primero hay que notar que todas las obras que seleccionamos son
imágenes inéditas y singulares. Inéditas porque no son imágenes ya
tomadas, no son citas (más o menos modificadas) de imágenes
preexistentes. Estas imágenes han sido producidas por completo. No
son el resultado de la reproducción y la transformación de imágenes
anteriores, si no de la confrontación con una realidad ¨actual¨,
contemporánea a la toma, cuyo aspecto ha sido fijado por la grabación.
Por otra parte, estas imágenes son singulares. Cada marco expuesto
contiene una sola imagen. No hay ni montaje ni combinación de varias
pruebas, ninguna intervención de texto. Cada imagen está aislada en su
marco. Se establecen relaciones muy intensas entre ellas, pero proceden
de cuando fueron captadas (antes de la prueba) y de la presentación
(después). Estas relaciones son más bien variaciones más o menos
seriadas (y comparaciones) no son combinaciones. La Veranda de Jean
Louis Garnell es sin lugar a dudas la serie más pura: aquella donde la
autonomía de cada imagen es más débil (las nueve tomas que
constituyen la obra no se pueden presentar por separado). Pero las
obras de los Becher, por muy sistemáticas que sean, en virtud de su
discurso ¨comparatista¨, no son rigurosamente seriales. Su presentación
ha evolucionado a lo largo de los años sesenta y setenta hacia una
mayor autonomía de cada imagen: cada marco contiene una única toma
de una torre de agua y las comparaciones morfológicas se establecen en
la pared de la exposición, colgándolas, y no en los límites del marco.
Thomas Struth y Patrick Tosani describen también trayectorias muy
sistemáticas, de carácter tipológico, pero cada objeto o lugar descrito
tiene un carácter singular y, tanto para ellos como para los Becher, las
asociaciones se forman (se manifiestan) en el espacio de exposición. Y,
naturalmente, la singularidad de las imágenes tiende a reforzarse cuando
la lógica tipológica y el principio de variación se debilitan, desde Coplans
y Forg hasta Collins, Horsfield, Garnell (en sus Désordres), Jeff Wall y
Struth (en los retratos), pasando por Adams y Lafont. Con Horsfield y Jeff
Wall, de hecho, esta singularidad de la imagen cobra tanta importancia
que sus cuadros fotográficos son tomas únicas (sistemáticamente en el
caso de uno y en la mayoría de los casos para el otro). Para Horsfield, en
realidad, una misma imagen no se puede revelar varias veces, puesto
que es el resultado de una experiencia única (perfectamente específica)
de una toma primero y luego de la fabricación (de la realización de un
cuadro), puesto que la fabricación depende cada vez de la selección
libremente realizada –entre numerosas posibilidades- por el visitante al
que el artista ha aceptado abrir sus archivos.

Contrariamente a la mayoría de los usos de la fotografía en el arte


conceptual o en el arte derivado del collage (desde los combine paintings
de Rauschenberg), hay en estas observaciones que acabamos de
formular dos prejuicios esenciales. Uno de simplicidad, primero: el de la
imagen pop y del minimalismo (la singleness de Judd), lo que lleva a
Richter a afirmar que Rauschenberg es ¨demasiado interesante¨, algo
que volvemos a encontrar en Boltanski cuando desea que ¨cada
fotografía exista, separada de las demás, por sí misma¨ (cuando los
pintores fotógrafos pocas veces se han atrevido a usar la fotografía sola
y como tal). Esta simplicidad, que se opone a los efectos pictóricos (o
pictorialistas) tanto como a los juegos demasiado complejos o arbitrarios
de composición (de manipulación de lo visible), se pone de manifiesto
cada vez que el artista escoge un motivo único, central o frontal: una
mano (Coplans), una torre de agua (Becker), un talón, un tambor
(Tosani), un edificio (Forg), un personaje (Horfield, Lafont, Struth). En las
imágenes más ¨compuestas¨ pasa por la aplicación de un método de
descripción (las vistas urbanas de Struth) o por una esquematización
rigurosa de la visión (Adams, Garnell) que contradice un desorden (o una
destrucción del medio ambiente) cuando en realidad lo muestra con la
mayor exactitud posible. En Jeff Wall y Hannah Collins aparece una
dimensión de puesta en escena y ficción con un marcado carácter
cinematográfico (que volvemos a encontrar en Forg y también en
Horsfield), pero la complejidad de la composición o del discurso más o
menos alegórico (Wall) tiende generalmente, y en las mejores obras, a la
evidencia de un hecho central (un gesto, una actitud monumentalizada
en Wall) o unificadora (el espacio de Collins). Para ser rica, interesante,
enigmática, la simplicidad de la que hablamos supone decisiones
radicales, pero también un trabajo de puesta a punto y adaptación que
requiere precisión, exactitud. No sólo resulta ¨eficaz¨, no se agota en el
¨choque¨ visual. Y si bien se opone radicalmente a las complicaciones
inútiles de una visión subjetiva demasiado confiada en sus hallazgos, no
deriva sin embargo de una lógica de ¨reducción¨, no participa de una
estética purista que busca la perfección, intemporal o impersonal,
mediante la economía de medios y la restricción de las formas.

Esto nos lleva al segundo prejuicio que hemos enunciado. El prejuicio de


una experiencia fotográfica, fundada en la grabación y la objetividad que
conduzca, sin embargo, a una especificidad de la imagen-objeto, o de la
imagen-cuadro, más que del medio en sí. (Los artitas reunidos en la
exposición Une autre objectivité) no son lo suficientemente ingenuos para
creer en la absoluta veracidad de la imagen pura instantánea,
documental. Saben que ninguna observación, ninguna descripción, por
muy precisa o científica que sea, puede establecer un hecho seguro.
Estos artistas no son positivistas, ni místicos. No creen en ¨la cosa en sí¨
(the thing itself) de Weston. Saben que cualquier representación, incluso
fotográfica, es ficción, artificio, que ¨cualquier factualidad – como dice
Baudrillard- es facticidad¨. Sin embargo, tampoco pueden adherirse a las
convenciones y preceptos posmodernos. Si bien sólo pueden rehusar la
del positivismo en los hechos puramente objetivos, no pueden aceptar la
complacencia respecto a los simulacros. Si bien no pretenden resolver la
crisis de actualidad del arte contemporáneo, rehusan la política de lo
peor practicada, al parecer, por los fotógrafos posmodernos. Mantienen
todos una referencia descriptiva, y averiguable, respecto a un motivo
cuya naturaleza es heterogénea a la imagen, es decir, precisamente
objetiva. Y el tratamiento fotográfico de dicho motivo no se agota en un
proceso de autorreflexión de la imagen, según la lógica al uso del arte
conceptual y analítico. Tosani ha ido más allá de esta actitud que había
guiado sus primeras investigaciones. Sin creer en la transparencia del
medio, todos los artistas rehusan las contorsiones manieristas y los
juegos de espejos (o de inversión) sobre la ilusión, la ficción y su doble
(la realidad perdida, la verdad inaccesible). Para ellos está claro que la
objetividad se deduce mecánicamente (e ideológicamente) del proceso
de grabación, produce hechos. Pero no insisten sobre esta observación,
prefieren extraer las consecuencias. Se nota, seguramente, que los
cuadros de Forg y Tosani llevan la objetividad hasta el punto de exceso
en que cae en la ficción (en una lógica de inversión y de paso al límite)
pero, para ellos, igual que para Coplans, es también y en primer lugar
una objetualidad. Afirman un hecho aislado (la mano, el objeto, el edificio
representados) pero, sobre todo, crean una, la imagen-cuadro en sí
misma. La singularidad del motivo representado se convierta en la de la
imagen presentada. Y lo que resulta tremendamente claro para con estos
tres artistas lo encontramos o se desarrolla en todos los demás. En todas
las obras que exponemos –este valor de exposición resulta fundamental
evidentemente- la dimensión actual depende así de un trabajo sobre la
imagen como forma actual (en su presentación), autónoma, ¨realista¨ (en
el sentido con que los artistas no objetivos han podido avanzar esta
palabra en los años veinte). El hecho está aquí manifiesto, visible, legible
(quizás) como indicio (resultado de una grabación), pero también es la
imagen misma, como producción material, cuando esta ya no es el rasgo
de una experiencia vivida (un recuerdo), sino una nueva realidad
objetiva: la realidad de la imagen-cuadro. En otras palabras, el hecho
fotográfico se modela en la imagen-cuadro, igual que la representación
de modela en la presentación. Es lo que diferencia radicalmente a
Thomas Struth de un fotógrafo de arquitectura (para quien la imagen no
es más que la representación más o menos exacta de una arquitectura).
El recurso al gran formato, para Forg, Collins, Horsfield, Coplans, Wall,
Tosani e incluso Lafont o, a veces, Garnell, participa de esta lógica, es
una manera de acentuar el valor de actualidad de la imagen-cuadro, y no
es –seguramente cabe precisarlo- una simple adaptación oportunista a
las jerarquías del mercado y a los espacios de los museos
contemporáneos.

Por lo tanto, la idea de ¨especificidad¨, tal como la hemos enunciado, ya


no sirve para designar la naturaleza del medio, sino el carácter de las
obras, irreductible, precisamente, a un valor genérico cualquiera de la
fotografía. Los artistas reunidos en Une autre objectivité no se interesan
por ¨la fotografía¨ como tal. Como ya hemos subrayado la usan
seriamente, con conocimiento de causa, pero no se consideran obligados
a demostrar sus posibilidades o explorar sus límites. Puesto que no
tienen que respetar reglas, no tienen ganas de transgredirlas. Su
discurso no se puede reducir a los debates tradicionales sobre la
naturaleza y las capacidades del medio, puesto que no se sitúan en el
contexto de la fotografía ¨creativa¨ o ¨moderna¨.
Las imágenes no nos dicen nada nuevo sobre lo que es o puede ser la
fotografía en sí (desde su invención); nos enseñan mucho, en cambio,
sobre lo que puede ser hoy la experiencia artística (a través y con la
fotografía), en el contexto de la cultura contemporánea. Su discurso no
es el del testigo o explorador (que se limite a ser fotoperiodista o
reportero o quiera ser antropólogo), como mucho se puede parecer a una
encuesta científica, pero el resultado (las imágenes producidas) no se
puede reducir a su valor heurístico. En todo caso, estos artistas no
pueden adherirse a un método fundamentado en la disponibilidad
subjetiva y la agilidad visual, como lo hicieron Kertész y Cartier Bresson,
Winogrand y Friedlander. Son demasiado conscientes de las limitaciones
estéticas y, más ampliamente, sociales que condicionan a partir de
entonces dicho método, saben que este tipo de actitud ofrece demasiada
poca resistencia a la igualación (o ¨masificación¨) de las imágenes
producidas por la industria cultural. Saben que la libertad de la mirada
reivindicada y cultivada por los fotógrafos autores consolida cada vez
más la definición abstracta del individuo y la subjetividad. Jeff Wall, por
ejemplo, decía recientemente: ¨Lo espontáneo es la cosa más
maravillosa que pueda aparecer en la imagen pero nada en arte aparece
menos espontáneamente¨. Y añadía: ¨En este sentido, pienso que el cine
se desarrolla más estéticamente que la estética fotográfica más
espontánea, la de Cartier Bresson por ejemplo. La confianza en la
espontaneidad debilita la imagen, la devuelve a un nivel en el que sólo
importa la dialéctica permanente entre la esencia y la apariencia. A pesar
de que la imagen así producida a menudo sea bella y plena en
significados, no estoy convencido, a pesar de ello, de que la belleza no
esté limitada por una relación demasiado discreta respecto a las
apariencias. Este tipo de fotografía se convierte en una suerte de arte
informal, a pesar de su riqueza formal, siempre está condenado a mirar
maravillado el mundo, con ironía, más que a emprender una
construcción.”

Al igual que Jeff Wall, todos los demás artistas que hemos reunido saben
que la belleza que intentan producir no puede ser un dato milagroso (un
hallazgo), se tiene que elaborar, construir, concretamente, según un
procedimiento preciso y específico (que sin embargo evitan exponer
demasiado). Estos artistas son constructores (más que experimentadores
o “poetas”). Se dan reglas, producen una sintaxis (sin convertirla en el
único objeto de sus investigaciones). Como una especie de a priori, han
descartado la espontaneidad, el lirismo, prefieren arriesgarse a cierta
“rigidez” que, según ellos, está vinculada –como lo ha subrayado Jeff
Wall- al carácter mecánico de la grabación. Podemos imaginar fácilmente
al espectador (o al crítico) que les reprocharía una especie de gravedad
excesiva y complaciente, una predilección mórbida por las formas y los
espacios petrificados, deshumanizados, un pathos del vacío, de la
ausencia y de la muerte, que produce efectos de fascinación. Todos
estos artistas se han alejado de la dialéctica de la admiración y la ironía.
Prefieren la lucidez (o el asombro) y el humor. Y si aceptan sin dificultad
la inmaterialidad de la imagen producida por una grabación mecánica, no
les bastan fragmentos sencillos (esta “relación demasiado discreta con
las apariencias” de la que habla Jeff Wall). No pueden aceptar la
distorsión fragmentaria y analítica de la “nueva visión” de los años veinte,
con sus violentos efectos de abstracción. En sus primeros estudios
fotográficos, Suzanne Lafont redujo sistemáticamente sus deformaciones
dinámicas del contrapicado a una construcción estática fundamentada en
la ortogonalidad del tableau.
Desviando así un procedimiento característico de la “nueva visión”, daba
paso a un proceso de restitución del “realismo” a través de la afirmación
suficiente del hecho plástico. De hecho había que resolver la fractura
entre la visión de la forma, entre la experiencia de las cosas inciertas,
ambiguas, y la evidencia del tableau. Los artistas que afirman hoy una
objetividad necesaria, afirman también la estabilidad de la forma tableau.
Buscan la duración de la experiencia que no esté sometida a la
fragmentación repetida (repetitiva) de la compulsión lírica y del consumo
mediático, una duración de la percepción que no se agota en la sorpresa
o el reconocimiento instantáneo, una duración de la historia del arte que
va más allá de las perspectivas de alcance demasiado corto del “arte
contemporáneo” (institucionalizado). Este último punto resulta muy
sensible en el caso de Adams, Horsfield, Coplans y Wall, que quiere
“recuperar el pasado –el “gran arte” de los museos- y, a la vez, estar, por
un efecto crítico, en la espectacularidad más up-to-date.”

La objetividad de la que hablamos constituye, finalmente, una vía


estrecha. A partir del momento en que el trabajo fotográfico se ha
centrado en la construcción del tableau, este criterio se distingue
claramente de la referencia positivista (o naturalista) al mundo como
campo de exploración visual, y ya no basta afirmar la complejidad
fotogénica de lo visible (como han hecho los fotorealistas). Al mismo
tiempo, la clausura del tableau, por muy legítima y necesaria que resulte,
no tiene que generar a su vez un sistema de variaciones formales. Ya
hemos denunciado bastante la estrechez de la práctica ¨creativa¨
fundamentada en la espontaneidad subjetiva, los ¨hallazgos¨ de la
experiencia o, más recientemente, la invención de un imaginario
neopictorialista, pero también hemos subrayado la precariedad de los
trámites de intervención crítica de la fotografía posmoderna. El criterio de
objetividad, tal como lo entendemos, puede permitir una investigación
más duradera. En realidad, se trata de predeterminaciones conceptuales
demasiado rígidas que pueden lastrar la investigación y la experiencia.
Sin volver (o regresar) necesariamente a las aporías de la straight
photography, mantenemos un criterio de objetividad, reevaluado,
desplazado, según el cual las obras muy diversas (y específicas) se
pueden relacionar, de un extremo (los Becher) al otro (Horsfield), desde
el método más estricto del inventario hasta las variaciones más
irregulares. Llegaremos a nuestra meta si hemos sabido reunir obras lo
suficientemente autónomas y distintas para que, por sus similitudes,
puedan resistir todavía mejor a las interpretaciones reductoras de las
genealogías históricas y las asimilaciones dogmáticas. De hecho,
sabemos que la objetividad en sí ya es un criterio de verdad, pero no
podemos aceptar los preceptos postmodernos, ni las antinomías de una
cultura ¨fotográfica¨ demasiado restringida que opone ingenuamente la
libertad de la ficción al mecanismo de la descripción. Constatamos que
una dimensión de experiencia se reconstruye, a través de imágenes-
tableau específicas, contra los efectos de igualación y reducción
producidos por la industria cultural. Constatamos que se han constituido
así las obras (con y contra la fotografía) y no pueden ser objeto de un
consumo demasiado rápido porque han evitado las escapatorias
programadas de la subjetividad. En cambio, estas imágenes confieren
una nueva eficacia (o violencia) a las incertidumbres de la experiencia,
porque oponen claramente sus limitaciones técnicas, sociales e
inconscientes. Producen un belleza lúcida y proponen un modelo de
actualidad.

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