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Colegio Las Acacias

Lengua y Literatura
II Medio
Profesora: Génesis Silva E.
Ciudadanía y Trabajo: Medios de Comunicación

Objetivos de aprendizajes: Contenido:


Observar e identificar las características Medios de Comunicación
y registros de una columna y crónica en Argumentación
los siguientes textos
Las viejas preguntas
Elicura Chihuailaf

¿Qué es lo real, qué lo imaginario? “La vida es sueño”, nos sigue diciendo Calderón de la
Barca. Lo cierto –dice nuestra Gente- es que venimos, estamos, y seguiremos andando en
la dualidad finita e infinita, visible e invisible, resurgiendo en cada instante de nuestra
misteriosa existencia, remecidos permanentemente por la sonoridad maravillosa del
Silencio. El presente, su pensamiento, es nada más el casi vano intento –mas,
imprescindible- de vislumbrar el territorio que media entre la memoria del pasado y la
memoria del futuro.

En lo visible, Wenuleufv / el Río del Cielo que nos mira y es observado por nosotros,
sombras apenas, fugaces, embelesándonos en nuestra verdadera condición: la Luz. Y en lo
invisible, el Balsero de la muerte, aguardando –para cumplir su oficio- nuestros tristes
cantos de separación. Así me estoy recordando ahora que es madrugada y en el campo los
esteros y los ríos extienden su respirar de neblina y se despiden de la noche, mientras
corren hacia el mar añorando a los bosques que se fueron.

Son las seis de la mañana. La quietud comienza a tornarse –poco a poco- en ruidoso vacío.
Y es que la ciudad empieza a reanudar su fantasmagórico quehacer. Al taconear de alguien
que pasa apresurado se suman los pasos lentos, vacilantes, de algunos hombres y mujeres
que intentan –al parecer- hilvanar una conversación, pero que –cual programa de
televisión- hablan todos a la vez y luego carcajean con estrépito, y que por un momento ¿de
lucidez? callan, compadecidos a lo mejor de sí mismos (entonces debiera estar con ellos,
me digo).

A esta hora, no sé porqué, los automóviles que pasan a lo lejos parecen avanzar como
rodeados de agua o de viento; después chirridos de frenadas, bocinas, la explosión
subterránea de camiones o de buses aún vacíos que avanzan raudos en distintas
direcciones de la gran ciudad. Después, en el parque, las primeras señales de los treiles y
los tiuques anunciarán la mañana, desatando el gorjeo de los gorriones sobre los techos de
las casas.

La condición de los seres humanos, debatirnos entre el ensoñar tranquilo y enérgico (y


trabajar para alcanzar un lugar para todos) u optar por el camino egoísta de las pequeñas o
grandes cuotas de poder. Y nos ha tocado vivir esta época de mayor confusión quizás; de
las utopías de plástico del mercado neoliberal (veo las mías sobre mi pequeña mesa
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cansada ya de tanta soledad), de la delincuencia mercantil establecida y avalada además
por sus medios de comunicación. Nos ha tocado esta época de comida chatarra y cirugía
plástica, para el cuerpo y el espíritu. Época de la denigración a la que hemos permitido nos
sometan los adinerados de este país.

En el Chile actual, “a vista y paciencia”, se están loteando (como lo hicieron con nuestro
País Mapuche, a finales del siglo 19 y comienzos del 20) las riquezas naturales que nos
pertenecen a todos, a las generaciones de ayer / de hoy y de mañana. Como sabemos, en el
mundo chileno ahora se legisla en base a la denominada “política de los consensos”, el
acuerdo que abierta o encubiertamente favorece el enriquecimiento extremo, abusivo, de
unas pocas familias -Luksic, Matte, Angelini, Piñera- y que facilita el paso siniestro de las
transnacionales: los mercaderes de la madera, de las energías hídricas, de los minerales,
del aire (las consecuencias de la contaminación y las telecomunicaciones), y de todo lo que
pueda servirles para convertirlo en dinero.

Debemos detener ahora su avance nefasto, caso contrario sentiremos pronto el estruendo
de sus máquinas socavando el subsuelo de nuestros campos y ciudades. ¿Qué les diremos
entonces a las hijas y a los hijos de nuestras hijas e hijos? “El Pueblo Mapuche, hoy con la
memoria de Kolo Kolo, Kallfvlikan, Leftraru, Janekew, Kallfvkura y tantos más, no ha
dejado de luchar en defensa de nuestra Madre Tierra que nos regala todo lo que
necesitamos y cuya Ternura debemos agradecer a cada instante”, nos está diciendo nuestra
gente perseguida y encarcelada por el Estado, pero que a pesar de la tristeza está de pie,
parlamentando “como lo hicieron nuestros Antepasados”.

Aún con nubarrones, la mañana me dice que vale la pena estar vivos.
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Sobre las nubes
[Crónica - Texto completo.]

Guy de Maupassant
En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático
El Horla. La crónica de ese viaje, incluida a continuación, fue publicada en la revista La
Lecture.
Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la
armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por
completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un
cíclope.
Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las
calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos.
Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando
de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle
moverse.
Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran
las cuatro y media de la tarde, y la noche ya parecía próxima.
Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la
barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este
viaje por el espacio.
Aún se cree que las ascensiones exponen a los viajeros a grandes peligros, cuando en
verdad presentan los mismos, o menos, que un simple paseo por el mar o en coche de
punto. Cuando el material es adecuado, el aeronauta prudente y experimentado, como lo
son los señores Jovis y Mallet, se puede partir hacia una excursión al cielo con una
tranquilidad anímica más completa que si uno se embarcara hacia América, lo que no es
del todo espantoso.
Cuatro hombres vienen por la barquilla al taller, gran cesta cuadrada muy parecida a las
nuevas valijas de viaje, de mimbre tejido. En dos de los costados de este vehículo volador,
se lee, en letras de oro sobre una placa de madera: El Horla.
Sujetamos el globo cautivo, que eleva su lastre, y al racimo de hombres prendidos de las
amarras; luego metemos la cesta de las provisiones, la caja con herramientas y los
instrumentos: dos barómetros ordinarios, un barómetro registrador, dos termómetros,
unos gemelos para navegación.
Todo está listo. Los amigos forman un círculo; y los viajeros, usando una silla como escala,
suben al borde de la barquilla, luego saltan al interior. El Sr. Mallet trepa al fleje, por
encima de nuestras cabezas, bajo el apéndice del globo, estrecha boca de tela por donde
saldrá el exceso de gas si encontramos capas de aire más caliente.
El aeronauta Sr. Jovis calcula en tanto la fuerza de ascensión a fin de hacer un buen
despegue. Vaciamos un saco de lastre; las manos de los hombres aferradas a los bordes de
la barquilla la aflojan un poco, y nosotros nos sentimos suavemente elevados, luego
recapturados por todos estos dedos de nuevo uncidos, finalmente abandonados una vez
más cuando otro saco ha sido vertido.
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Un teniente de la fuerza aérea, vinculado a la escuela militar de aeronáutica de Meudon,
que vino a ver el despegue, ha querido con gusto ayudar a nuestra partida. Retiene entre
sus manos la cuerda que nos liga a tierra hasta que se escucha el grito que lanza Jovis:
“Suelten.”
De repente el gran círculo de amigos que nos rodea y nos habla, las ropas claras, los brazos
extendidos, los sombreros negros, se hunden alrededor nuestro y desaparecen -nada sino
aire-; partimos, alzamos el vuelo.
Volamos ya sobre una inmensa ciudad, sobre un plano de París desmesurado, semejante a
los planos en relieve de las exposiciones, con los techos azules, las calles rectas o tortuosas,
el río gris, los monumentos puntiagudos, el domo dorado de los inválidos, y más lejos el
campanario aún inconcluso de Notre-Dame-de-la-Chaudronnerie , la torre Eiffel.
*

Inclinados sobre el borde de la barquilla, vemos en el patio del taller a una muchedumbre
de hombres y mujeres empequeñecidos que agitan brazos, sombreros y pañuelos blancos.
Pero son tan pequeños, tan insectos, están tan lejanos, que no comprendemos que los
hayamos dejado en unos instantes -ocho o diez segundos.
-Miren -grita Jovis con entusiasmo-, ¿no es hermoso, hijos míos?
Un rumor inmenso sube hacia nosotros, un rumor hecho de miles de ruidos, de toda la
vida de las calles, de la circulación de los vehículos sobre los adoquines, de los relinchos de
los caballos, del chasquido de los látigos, de las voces humanas, del estrépito de los trenes.
Dominando todo, próximos o lejanos, en extremo agudos o graves, los pitidos de las
locomotoras parecen desgarrar el aire, tan vibrantes y claros son. He aquí ahora la llanura
alrededor de la ciudad, la planicie verde que cortan las vías blancas, rectas, cruzadas en
todos los sentidos, innumerables. Pero de pronto los detalles de la tierra, tan nítidos, se
pierden un poco, como si los hubiesen difuminado suavemente, luego se empañan tras
vapores casi imperceptibles, después se confunden del todo enturbiados, casi eliminados.
Penetramos en las nubes.
Es, ante todo, un velo que nos envuelve, ligero y transparente. Se espesa y se vuelve gris,
opaco, se cierra sobre nosotros, nos aprisiona, nos contiene, nos oprime. Luego, pronto,
esta muralla de niebla húmeda y sombría se despeja, blanquea, aclara. Por entonces nos
deslizamos a través de un algodón vaporoso, entre un humo lácteo, a través de un rocío
plateado. De segundo en segundo, una luz misteriosa, deslumbrante, venida de lo alto,
ilumina cada vez más las olas blancas que surcamos; y de súbito, bruscamente, emergemos
hacia un cielo azul esplendoroso de sol.
Ninguna locura puede crear un sueño similar al que acabamos de ver. Volamos,
ascendemos siempre, por encima de un caos ilimitado de nubes que tienen la apariencia de
la nieve. Se extienden hasta donde alcanza la mirada, fantásticas, inimaginables,
sobrenaturales.
Se despliegan, estas nieves de un brillo intolerable, en todas direcciones por debajo de
nosotros. Hay praderas, cumbres, picos, valles. Las formas de este nuevo universo, de este
país de hadas que no se puede ver sino desde el cielo, son desconocidas en la tierra. Se
perciben provincias de pináculos, de agujas, de torres de cristal, de océanos de olas
revueltas, sublevadas, inmóviles y furiosas, cuya espuma reluciente ciega los ojos,
precipicios violeta ahuecados por las nubes más bajas, y montañas inverosímiles alzando
en el espacio infinito sus grupos monstruosos de claridad enloquecedora.
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Pero de pronto, cerca de nosotros -cerca o lejos, no sabríamos decirlo pues no tenemos
noción de la distancia- aparece en el aire límpido una mancha transparente, enorme,
redonda, que flota y sube, un globo, otro globo, con su barquilla, su bandera, sus viajeros.
Levanto un brazo y veo a uno de los pasajeros de esta aparición alzar un brazo.
Distinguimos las nubes, el horizonte desmesurado a través de esta sombra fantástica como
si no existiese; y, alrededor de ella, se dibuja un gran arco iris que lo encierra en una
corona luminosa y multicolor.
Más real que el buque fantasma de los navegantes, este globo fantasma nos acompaña a
través del espacio, por debajo del desierto ilimitado de nubes, rodeado de una aurora
deslumbrante, parece que nos enseña, en medio del cielo inexplorado, la apoteosis de los
viajeros del aire. Se nombra a este fenómeno bien conocido “la aureola de los aeronautas”.
La sombra del globo proyectada sobre las nubes vecinas explica esta aparición
sorprendente; pero, para explicar el arco iris que lo rodea, hay bastantes teorías.
He aquí la más verosímil.
La tela del aeróstato sigue siendo, a pesar de la calidad del tejido y del barniz, permeable al
gas del interior. Ha ocurrido por tanto una pérdida constante por toda la superficie y crea
alrededor del globo una ligera capa de humedad. El sol, al atravesar esta rociada, engendra
los colores del prisma como en la fina llovizna de las cascadas, y los proyecta en corona,
siguiendo la sombra del globo, sobre la nube más próxima. Ahora bien, como ascendemos
siempre, este espectro vaporoso cesa pronto de seguirnos, y, más pequeño a cada instante,
a medida que nos elevamos, sigue estando por debajo de nosotros, flotando sobre el océano
de los nubarrones blancos. El sol oblicuo lo arroja a lo lejos, abajo, donde sigue todos
nuestros movimientos, semejante a una pelota que rueda, que vaga por el desierto
tumultuoso de las nieves.
Entre más tiempo pasamos en el aire, más intenso parece el calor y más la reverberación de
la luz que sobre esta inmensidad reluciente se vuelve prodigiosa e insoportable. El
termómetro marca veintiséis grados en tanto que en tierra sólo teníamos trece, y el globo,
demasiado dilatado, deja escapar por el apéndice una oleada de gas que se derrama en el
aire como una vaharada.
Hemos pasado los dos mil metros, planeamos por tanto a cerca de mil quinientos metros
por encima de las nubes, y no vemos otra cosa que estas flotas de plata interminables, bajo
el azul ilimitado del cielo.
De vez en cuando ocurren agujeros violeta, abismos en los que no se ve el fondo. Vamos
lentamente, empujados por una brisa que no sentimos, hacia una de estas fisuras.
Diríamos, desde lo lejos, que un glaciar se ha postrado en la inmensidad, dejando, entre
dos montañas, una grieta desmesurada.
Tomo los gemelos para examinar la depresión azulada del precipicio y atisbo en el fondo
un pedazo de pradera, dos caminos, una gran ciudad. Pronto estamos encima. ¡He aquí
carneros en un campo, vacas, vehículos! ¡Se ven lejanos, pequeños, insignificantes! Pero
los nubarrones que circulan por debajo de nosotros cierran bruscamente esta mirilla
abierta en esta bóveda de tormentas.
Entre tanto, el Sr. Mallet repite de vez en cuando: “Lastre, suelten lastre.” El globo,
desinflado por la dilatación del gas y enfriado de golpe por la proximidad de la tarde, cae
como una piedra. En torno a nosotros las hojas de papel de arroz, lanzadas sin cesar para
apreciar las ascensiones y los descensos, revolotean como mariposas blancas. Es éste el
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mejor medio para saber lo que hace un aeróstato. Cuando sube, el papel de arroz parece
caer hacia tierra; cuando desciende, la hojita parece remontarse hacia el cielo.
-Lastre. Suelten más lastre.
Vaciamos, puñado a puñado, los sacos de arena, que se derrama por debajo de nosotros a
manera de lluvia blonda que el sol dora. El Horla se desploma sin remedio y vemos
reaparecer muy cerca de nosotros, como si viniese a nuestro encuentro, no habiendo
podido seguirnos, el globo fantasma en su aureola.
Mientras tanto, rozamos el mar de nubes, y la barquilla, a veces, parece remojarse en la
espuma de olas que se evaporan a su alrededor.
De nuevo aparecen los orificios por donde atisbamos el terreno, un castillo, una vieja
iglesia, siempre rutas y campos verdes.
A fuerza de soltar lastre, hemos terminado por frenar la caída; pero el globo, fofo y blando,
semeja un andrajo de tela amarilla, y enflaquece a simple vista, asido por el frío de las
nieblas que rápidamente condensa el gas. De nuevo entramos en las nubes, nos ahogamos
en estas flotillas de bruma.
Los ruidos del mundo nos llegan más distintos, ladridos de perros, gritos de niños,
circulación de vehículos, chasquidos de látigos. He aquí la tierra, el inmenso mapa
geográfico que hemos podido ver por cerca de medio minuto al partir: estamos apenas a
seiscientos metros por encima de ella, distinguimos detalles menores.
Algunas gallinas, en un gran patio, vuelan despavoridas, tomándonos sin duda por algún
gavilán monstruoso que planea.
¿Qué extraño animal es ése que corre en el campo? ¿Un pavo blanco, o un borrego, o un
ganso? No. Es un niño, vestido con pantalón y una camisa, que nos ha visto y que, boca
arriba, se ha tendido, lo que me ha permitido reconocer un cuerpo humano.
Lanzamos a tierra avisos frecuentes con nuestra bocina. Los hombres responden con gritos
y nos acompañan corriendo a través del campo, abandonando los vehículos en los caminos,
y vemos en medio de las cosechas verdes una multitud insensata que trota.
El aeróstato sigue bajando. La primer ancla se arrastra entre los árboles, la segunda toca
tierra cuando estamos por alcanzar una de las vías del tren cuyos cables telegráficos van a
impedirnos el paso.
-Hay que esquivar los cables -grita Jovis, pues el telégrafo es la guillotina de los
aeronautas.
El último saco de lastre es vaciado, casi de golpe, y el globo agonizante hace un último
esfuerzo, parece dar un último aletazo, y salva el terraplén final justo en el momento en
que llega un tren, cuyo maquinista nos saluda con un pitido.
Estamos de nuevo a treinta metros del suelo. Con un navajazo, Jovis corta la soga del
ancla, que cae en un campo de trigo. Aliviado de este peso, El Horla asciende un poco; pero
jalamos con todas nuestras fuerzas la cuerda de la válvula de escape y la barquilla cae a
tierra, sin sacudida alguna, en medio de un pueblo de campesinos que la atrapan y
retienen.
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Abandonamos la barquilla, afligidos por ver terminado este corto y grandioso viaje, esta
inimaginable ascensión a través del espacio, en un hechizo de nubes blancas que poeta
alguno ha soñado.
Un amable terrateniente de Thieux, donde habíamos caído, el Sr. Gilles, que también ha
realizado muchas ascensiones, viene a recibirnos con la promesa de una excelente cena en
su casa.
FIN

Actividad a Desarrollar:

A tener en cuenta: tanto la columna de opinión y la crónica periodística tiene esencia


argumentativa, por lo tanto es un texto subjetivo con su tesis y argumentos respectivos.

1. Identifica la presentación del tema en cada texto


2. Subraya la tesis y presentación del tema
3. ¿Cuáles son los argumentos que abalan su tesis?
4. ¿Qué tipo de registro de habla utilizan en los textos? Subraye o escriba
5. Identifica los conectores en los textos
6. Identifica los recursos lingüísticos de persuasión
7. Sobre qué quieren convencer los autores de la columna de opinión? Marque o
escriba.
8. Subraye o escriba tres expresiones que corresponden a un hecho y tres que
correspondan a una opinión. (Materia de I medio; se repaso en clases)

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