Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Las primeras reflexiones sobre la óptica, la visión y los colores remontan a la Antigua
Grecia y se encuentran referencias a ellas en los estudios europeos del siglo XIX. En
particular, Johann Wolfgang von Goethe, en el marco de la teoría del color (Friedrich
Wilhelm Riemer, La nomenclatura del color de Griegos y Romanos) afirma que para los
antiguos griegos los nombres de los colores no se fijaron con precisión, sino eran
variables. Por ejemplo, la palabra xanthos recogía todos los matices de
amarillo, eruthros comprendía todas las tonalidades de rojo pero se expandía incluso a
los amarillos y púrpura, kuaneos se refería a las tonalidades del azul al violeta pero solo
por lo que concierne las tonalidades más sombrías,
mientras chloros y glaukos abarcaban las gradaciones más claras, del verde al amarillo.
Los únicos dos colores que reconocían individualmente y que tenían una denominación
concreta eran el blanco, leukos, y el negro, melas. Para los antiguos Griegos la mezcla
de blanco y negro creaba todos los otros colores y precisamente por ello cada color está
dotado de tonalidades más claras y más obscuras.
Para Platón el color de un objeto es una irradiación del mismo que existe
independientemente del hecho de que sea visto o no. La emanación del objeto está
compuesta por partículas de fuego y entonces cada color depende de la dimensión de
estas partículas con respecto al tamaño de las partículas del cuerpo en su totalidad: si
estas son de la misma dimensión, el objeto aparecerá como transparente, mientras si
estas son más pequeñas el objeto será visto como blanco; finalmente, si las partículas
de fuego son más grandes de las del objeto, este será de color negro. Según Platón,
además de los colores ya codificados blanco y negro, existen otros dos colores primarios,
es decir el rojo y el color brillante y resplandeciente, que él solía definir con los
sinónimos lampron y stilbon. Todos los demás colores nacen de la mezcla entre estos
cuatros colores primarios en una proporción que no se puede definir con precisión por el
hombre porque está determinada por las divinidades.
Con la llegada de la Edad Media, aunque la doctrina griega de los colores seguía siendo
debatida y estudiada, a la paleta cromática conocida, se suman los colores amarillo, verde
y azul. Según Michel Pastoureau este período de la historia es el momento en el que el
simbolismo de los colores se hace muy fuerte, sobre todo en el mundo occidental
cristiano. Los vicios capitales, por ejemplo, se asocian a los colores: gula y lujuria son
rojos, la envidia se asocia al amarillo, la soberbia al verde y la pereza al blanco, mientras
ira y avaricia son negros. Entre el final de la Edad Media y el comienzo del Renacimiento
vuelven a prevalecer el blanco y el negro cuando en Europa se difunde el protestantismo
que lleva consigo la austeridad de los colores saturados. Es también el siglo en el que
empiezan a circular los primeros textos impresos que tienen imágenes monocromáticas,
generalmente de tinta negra.
A lo largo del Renacimiento los estudios sobre los colores, la óptica y la luz no se
aplacaron: el mismo Leonardo da Vinci teorizó que el blanco y el negro eran los extremos
de la gama de color y que junto a ellos se podían identificar cuatros colores más: “Entre
los colores simples el primero es el blanco, aunque los Filósofos no admiten al negro y al
blanco en la clase de colores; porque el uno es causa de colores y el otro privación de
ellos.
Fueron precisamente estas teorías a coadyuvar los siguientes estudios de Newton (1642-
1727) sobre la composición de los colores espectrales de la luz blanca.
Uno de los mayores críticos de la teoría de Newton fue, más tarde en el siglo XIX, Goethe
según el cual la luz no se deriva de los colores, sino lo contrario; y por lo tanto los colores
no son primarios sino nacen de la interacción entre la luz y la oscuridad. La luz da lugar
a parejas de colores contrapuestos y complementares, que Goethe dispuso sobre un
círculo cromático de seis colores: “El color es en sí un grado de oscuridad” (Johann
Wolfgang von Goethe, Teoría de los colores, 1810).
La Cueva de Altamira es uno de los ejemplos más conocidos del arte rupestre, que según
estimaciones data de hace 13.000 a 35.000 años. Los habitantes prehistóricos utilizaron
color ocre de tonalidad rojiza y negro obtenido con carbón vegetal.
Claro que los colores en cada pintura iban a variar de los recursos disponibles en cada
localidad.
Pero uno de los puntos más relevantes se trata de la teoría propuesta por
Aristóteles “Sobre el sentido y lo sensible” donde describió una progresión de 7
colores para conectar el negro y el blanco. Esta progresión estaba compuesta por
los colores blanco, amarillo, rojo, morado, verde, azul y negro.
Por cierto, no pienses que las esculturas y edificios clásicos que aún se conservan
siempre tuvieron ese color mármol blanco, eran todo un espectáculo de colores.
Azul, rojo, verde y oro eran los preferidos para decorar estas obras que ahora son
patrimonio histórico.
¿Y los colores de la vestimenta y situaciones cotidianas?
Mientras los griegos preferían el blanco y el color natural de las fibras, en Egipto
se utilizaban prendas azules, rojas y amarillas.
Las admiradas alfombras persas tenían colores llamativos que mostraban su
pericia en el tratamiento de colores, caso especial es el rojo carmesí.