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Savater, F.

, La tentación de Siracusa, El País, 2014 06 09

Hoy, lo más parecido a un intelectual mediático es probablemente Belén


Esteban
Cuando Martin Heidegger renunció al rectorado de la universidad de Friburgo y
regresó a su tarea docente, escarmentado pero no arrepentido de su colaboración con
los nazis, un colega le preguntó con ironía: “¿Qué tal tu viaje a Siracusa?”. Aludía al
intento de Platón de convertir a Dionisio, tirano de Siracusa, en un rey-filósofo,
aventura fracasada que casi le cuesta la vida. Los intelectuales de todos los tiempos
siempre han tenido la tentación de meterse en política, consiguiendo muchas veces
que fuese la política la que se metiera con ellos. Algunos les han reprochado este afán,
como Julien Benda en La trahison des clercs (aunque él mismo no se privó de ejercerlo
también), otros en cambio no han cesado de exigirles ese compromiso… para luego
afeárselo si no elegían su bando preferido. Una excelente crónica de episodios a lo
largo de la historia de la relación entre intelectuales y poder político se encuentra en el
libro de César Antonio Molina La caza de los intelectuales(Destino). El autor visitó
también Siracusa (fue ministro de Cultura, quizá junto a Jorge Semprún el más
generosamente culto de todos) y tiene recuerdos agridulces de esa excursión, de
modo que sabe de lo que habla…

Sobre el tema escribió con su penetración habitual Tony Judt, centrándose en los
ejemplos franceses, desde Voltaire y Zola los intelectuales par excellence. En Pasado
imperfecto (Taurus) se ocupa del periodo entre 1944 y 1956, cuando la definición de
cada cual se establecía según su postura ante el comunismo y la Unión Soviética. EnEl
peso de la responsabilidad (Taurus) estudia sólo tres figuras emblemáticas —Léon
Blum, Albert Camus y Raymond Aron— que fueron ejemplares intelectual y
moralmente, cada cual con sus fragilidades o inconsecuencias, a los que conviene lo
que Bertrand Russell dijo de Thomas Paine: “Muchos hombres son detestados por sus
vicios; él lo fue por sus virtudes”. Ninguno de ellos compartió ese dogma
digamos guillotinante (según Judt proviene de la Revolución Francesa) tan extendido,
que “todo cambio real se produce y sólo se puede producir de resultas de una ruptura
única y tajante. Todo lo que no llegue a ser esa ruptura resulta inadecuado y por tanto
fraudulento”. Es una actitud antipolítica, porque la política es esa actividad en la se
negocian las diferencias sin la expectativa final de abolirlas alguna vez definitivamente.
Los tres autores mencionados fueron denostados políticamente por intentar ser
políticos real e intelectualmente.

Ayer se llamaba “mediáticos” a los intelectuales que escribían en la prensa o salían a


veces en televisión. Hoy, lo más parecido a un intelectual mediático es probablemente
Belén Esteban (aunque ahora haya surgido de las pantallas algún otro Príncipe del
Pueblo para hacerle competencia). A algunos se les censura haberse vendido al poder,
entendiendo por tal el gobierno o los oligarcas. ¡Ingenuos! El verdadero poder al que
hoy ceden los intelectuales es otro, bien descrito por Alan Fienkielkraut: “En los
tiempos democráticos, todas las autoridades se hacen sospechosas, salvo la autoridad
de la opinión. No hay ningún poder que la sociedad no recuse, excepto precisamente
el poder social” (L’identité malhereuse, Stock). Este es el poder irresistible y ante él
conozco gente ilustre que responde como aquel político venal descrito por Flaubert,
que “pagaría por venderse”.

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